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Un hombre taciturno

Vanessa James

Un hombre taciturno (1986)


Título Original: The dark one (1982)
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Julia 182
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Laurence Martineau y Katherine “Katy” Sutcliffe

Argumento:
Podría decirse que el célebre actor Laurence Martineau había sido el
responsable de que Katy dejara su trabajo en la Televisión Metropolitana,
de todas formas él le había ofrecido un trabajo temporal como su secretaria.
Sin embargo, ¿no habría saltado de la sartén al fuego? Porque aunque él no
era tan desagradable como su jefe anterior, Laurence tenía una sombría y
taciturna mirada que era aun más letal. Como de hecho lo fue, para cuando
Katy cometió la imprudencia de enamorarse de él, todo lo que él tuvo que
decirle a ella fue: “No lo hagas”
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Capítulo 1
No fue la luz del sol la que la despertó, sino el olor de las rebanadas de pan
tostado que estaba preparando su compañera de apartamento y que se filtraba por la
rendija de la puerta de la habitación. Katy suspiró, eran las ocho de la mañana y en
cualquier momento sonaría el despertador. Tenía bastante tiempo para vestirse,
arreglarse y coger el metro para llegar a los estudios.
Se puso a meditar sobre el trabajo que la esperaba durante el día. Lo mejor de
trabajar en un programa de entrevistas, como lo llamaba su jefe, el odioso Dick Hunt,
era que todos los días era diferente. Cualquier cosa podía suceder, dependiendo del
invitado que tuviesen para la noche. Katy no sabía qué se había programado, pero
seguro que sería alguien importante, por ser viernes, día en que grababan uno de los
dos programas de la semana, el de más duración, o sea el que aparecería en las
pantallas de televisión el sábado a la hora de más público y el que Dick Hunt
reservaba para los “peces gordos”.
Por milésima vez, Katy se alegró de su buena suerte al obtener ese puesto. Dick
Hunt era distinto de la imagen que proyectaba ante el público y a Katy no le fue
difícil mantenerse alejada de su camino. Jamás le tocó soportar en carne propia una
de sus famosas explosiones de mal humor. Fuera de eso, su trabajo era maravilloso.
Sus amigos la envidiaban y el sueldo era estupendo.
—¡Katy!
Se oyó un estrépito de cacharros en la cocina, seguido de un grito angustiado.
—¡Voy! —contestó.
Se levantó, se puso una bata y fue descalza a la cocina. Jane, su compañera,
estaba de pie, mirando los vidrios rotos de la jarra de leche que estaban por el suelo.
—Bueno —dijo por fin—. Al menos, esto ha servido para que te levantaras.
Imagino que no querrás llegar tarde al estudio.
Katy sonrió y le ayudó a recoger los fragmentos.
—Aunque yo sí llegaré tarde al trabajo —continuó diciéndose Jane—, porque
me he lavado el pelo y todavía no se me ha secado, y para llegar a mi aburrido
trabajo en West End tengo que viajar casi un una hora. ¿Por qué no conseguiré yo un
empleo como el tuyo? Comes con estrellas de cine y tomas el té con grandes
estadistas…
—¡Muchos piensan que mi trabajo es emocionante! Lo cierto es que, por lo
general, estoy metida en una oficina, tolerando las rabietas de Dick Hunt —comentó
Katy, a pesar de saber que malgastaba palabras. Nada de lo que dijera convencería a
Jane de que trabajar en Metropolitan Televisión no significaba estar en un lecho de
rosas.
—¡Vaya! —exclamó Jane—. He olvidado decirte que anoche te llamaron del
estudio. Parece que ha explotado una crisis o algo parecido…

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—¿Quién llamó? ¿Dijeron de qué se trataba? —preguntó Katy.


Jane acabó de secarse el pelo con la toalla, se miró en el espejo y, al volver, su
rostro sin maquillaje mostraba mal humor. Se detuvo junto al marco de la puerta de
la cocina y observó a Katy con sus ojos miopes. Jane, sin las lentillas y sin
maquillarse, parecía mucho más vulnerable.
Katy se horrorizó al verla. Su cabello tenía una ligera tonalidad rosa. Jane,
asistente de fotógrafo, con ambiciones de convertirse en modelo, jamás era
convencional, aunque poseía una belleza fuera de lo común. Pero en ese momento
parecía un alto y delgado payaso.
—¡Anda, ríete, ríete! Sé que estoy horrible. Por supuesto, si tuviese un cabello
castaño hasta mitad de la espalda, como tú, no tendría que molestarme con estas
cosas…
—Quizá te quede mejor cuando se seque —titubeó Katy, sin convicción.
—Es posible, pero quizá no —comentó con enfado—, y en ese caso tendré que
cubrirme la cabeza con un sombrero y desear que sea para bien. Lo que ocurre es que
aceptaron hacerme unas fotos de prueba en el estudio de Freddie y hoy es el día en
que me las hacen.
Katy sonrió. No dudaba de que Jane le sacaría partido al cabello lacio de color
rosa ni de que la sesión de fotos en el estudio de Freddie sería un éxito. Jane era el
tipo de persona que lograba sus metas.
—Hablando de estudios —murmuró Katy—. Anoche, cuando llamaron de la
oficina, ¿no dejaron ningún recado? Podría ser importante.
—Lo lamento, cariño. Sí, Lindy te llamó y le comente que no estabas. Me pidió
que la llamases temprano esta mañana; pensé dejarte una nota en tu mesilla de noche
para que la leyeses a tu regreso de cenar, acompañada del encantador Bob. Esta
mañana se me ha olvidado… ¿Será tarde si llamas ahora? ¿Estarán furiosos contigo?
¡Jane era incorregible! Pero era tan despistada que Katy tuvo que perdonarla.
Era típico de Jane tratar de olvidar su imprudencia haciéndole bromas sobre Bob, ya
que consideraba que Katy estaba casi comprometida con él.
—No creo que me despidan, aunque sabiendo cómo son, debería haber llamado
antes. No te preocupes, lo haré ahora mismo. ¿Te comentó Lindy de qué se trataba?
Jane movió la cabeza y se encogió de hombros.
—Exactamente no. Parecía estar muy nerviosa. Mencionó que esta noche tenían
pensado que fuera alguien muy conocido y que se había suscitado todo un drama…
Antes de que acabase de hablar, sonó el teléfono en la otra habitación.
—Será Lindy —comentó Jane con desquiciante indiferencia.
Katy corrió a coger el auricular y, desde luego, Jane acertó. Lindy era la
ayudante de más antigüedad en el programa de Dick Hunt.
—¡Katy! —gimió nerviosa—. ¿Por qué no me has llamado? Anoche te dejé un
recado y llevo en la oficina desde las siete y media de la mañana…

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—Lo lamento, Lindy —comentó Katy—. Me lo han dicho unos segundos antes
de que me llamases.
Escuchó un gemido, seguido de una maldición, cosa extraña en Lindy, quien
jamás se alteraba. Normalmente las programaciones se hacían con varios días de
antelación, y era poco usual que se presentara una situación difícil, a menos que se
cambiara el programa, y eso sucedía sólo cuando Dick Hunt lograba enganchar un
pez realmente gordo…
—Por lo que más quieras, Katy, ¡escúchame bien! —le dijo Lindy—. El caos nos
rodea. Dick me ha dado instrucciones precisas para ti…
—¿Qué ha sucedido? —Katy no pudo evitar la interrupción—. ¿A quién tiene
Dick? ¿Deseas que vaya inmediatamente? ¿Puedes enviarme un coche?
—No, quédate donde estás. Es el asunto más extraordinario que te puedas
imaginar, no lo creerás cuando te lo diga. Dick hará todo el programa con un solo
invitado. Jamás adivinarás de quién se trata…
Katy trató de bromear con ella, pero Lindy la interrumpió.
—¡Cállate, Katy! Es un gran secreto. Deja de bromear, no es el momento. No lo
anunciarán hasta más tarde y no debes decírselo a nadie —su voz tomó un tono
confidencial—. Se trata de… Laurence Martineau.
—¿Qué? —murmuró débilmente—. ¡Es imposible! Él…
—Es cierto. Esta mañana llegará a Londres en avión.
—¿Laurence Martineau? —repitió alzando la voz, con incredulidad—. Nunca
ha concedido entrevistas a la prensa, de modo que aún lo haría menos con la
televisión. ¡No lo creo!
—Katy, por Dios, ¿quieres callarte? Es cierto. No sé cómo lo ha logrado Dick, y
supongo que jamás lo sabré, pero lo ha conseguido. Está constantemente yendo de
un lado para otro del edificio. Toma una taza de café detrás de otra y regaña a todo el
mundo. Nunca le había visto tan nervioso, ni cuando entrevistó a Jimmy Carter.
Escucha, tienes que hacer dos cosas urgentes. Dick quiere que vayas a la Asociación
de Prensa y saques copias de todo lo que tengan sobre Martineau. Dos copias, una
para ti y otra para que la envíes al estudio. Hunt las necesita como muy tarde a las
diez y media…
—¿Para qué? —le preguntó Katy—. Deben tener todos los artículos en la
hemeroteca de la empresa.
La empresa de televisión contaba con una extensa hemeroteca de recortes que
era tan buena, si no mejor, que casi todas las de la calle Fleet.
—¡Katy, dejar de discutir! Ya hemos buscado aquí y no hemos encontrado gran
cosa. Recuerda, Martineau nunca ha permitido que le entrevistaran. Sólo existen
reseñas de los críticos, chismes en las columnas de sociedad acerca de su divorcio.
Ah, y entrevistas con Camilla Drew. Ya te imaginas qué tipo de artículos: “Mi
angustia con Laurence Martineau…” Pero eso no le ha bastado a Dick, desea

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asegurarse de que no se nos ha escapado nada, de modo que tendrás que ir a la


hemeroteca de la A. de P. ¡Inmediatamente!
—Está bien —aceptó—. Cogeré un taxi y estaré allí dentro de media hora. ¿Qué
debo hacer con las copias que no te envíe?
—Las leerás en el coche mientras te diriges al aeropuerto.
—¿Al aeropuerto? —inquirió.
—Eso he dicho. ¿Adivina quién es la chica que tendrá la suerte de estar
esperando la llegada del avión?
—¿Qué? —Se le hizo un nudo en el estómago—. ¿Soy yo quien tiene que ir a
recibirle?
—Sí, querida. Son las instrucciones especiales de Dick para ti. Solo tú.
Seguramente se deberá a tus grandes ojos marrones y a tu conocido encanto. Anda,
date prisa. ¿Tienes un lápiz a mano? Anota. Te estarán esperando dos coches en la
Asociación de Prensa a las diez y cuarto. Al primer conductor le darás un juego de
copias y él las traerá al estudio. Montarás en el otro coche e irás a Heathrow. El avión
que tienes que esperar es el AF264, de Air France, que sale de Tolón a las once y llega
a Londres, en la terminal 2, a las doce y cuarto…
Lindy hizo una pausa para respirar más profundamente y siguió dándole
instrucciones:
—El coche se quedará esperándote. Recibes al invitado, le conduces al coche y
le traes al estudio. Dick estará esperándole y le ofrecerá una comida con champán en
el quinto piso. No estamos invitadas. ¿Lo has anotado todo?
—Sí —respondió con la mano temblorosa después de escribir a toda
velocidad—. Pero, Lindy, ¿por qué yo y no tú?
—Los designios de Dios son misteriosos —comentó Lindy—. No nos
corresponde preguntar. Quizá se deba a que no tengo tu estrecha cintura ni tus largas
piernas. Sólo cuento con un diploma de Oxford. ¡Date prisa! Tengo que colgar, me
llaman del periódico Mail… ¡buena suerte!
Cortó la comunicación y Katy permaneció junto al teléfono.
Recordó la primera vez que vio a Laurence Martineau en el teatro. Su padre la
había llevado a Londres para asistir a la representación que ofrecía el Old Vic de la
obra Hamlet. La actuación de Martineau le valió la fama como el mejor actor de su
generación en el teatro clásico, antes de que le llamasen de Hollywood.
Katy pensó en aquella noche, nueve años antes y el recuerdo fue vivido. De
nuevo veía y escuchaba a ese hombre, de ojos contemplativos y figura atlética. Pero
más que nada, escuchaba su voz. Esa voz le llenaba a toda mujer en el público con
sorprendente sensualidad.
Laurence Martineau era el hombre que en una ocasión había destrozado la
cámara de un fotógrafo que trató de hacerle fotos en la calle. Se decía que había
rechazado con igual brusquedad las insinuaciones de innumerables actrices de cine y
el ofrecimiento de concederle el titulo nobiliario de caballero.

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Katy deseó que fuese Lindy y no ella la que fuera a recibir a ese actor al
aeropuerto.

Katy nunca se vistió con tanta rapidez. Corrió al baño, se aseó en un tiempo
récord y agradeció que casi nunca usara maquillaje. Estaban a principios de
septiembre y aún hacía un poco de calor, de modo que sacó un ligero traje de verano
que se había comprado para la boda de su hermana mayor. Buscó en un cajón y
encontró su collar favorito, el que le regaló su padre un año antes de morir, todo de
coral. Se cepilló el cabello y se miró en el espejo.
Era una chica alta y esbelta, con una gran mata de pelo que la caía por los
hombros. Tenía el rostro delgado y delicado, de altos pómulos, ojos muy oscuros y
nariz pecosa. Katy pensó que nunca se había considerado guapa, ya que parecía un
jovencito de piernas muy largas, caderas muy estrechas y hombros quizá demasiado
anchos. De todos modos no creía que a Martineau le importara, así que no perdería el
tiempo. Más le valía darse prisa y llegar lo antes posible a la hemeroteca.
Corrió escalera abajo y salió a la calle. Tuvo suerte, los rayos del sol se filtraban
a través de las callecitas de Little Venice, barrio en el que vivía. Las embarcaciones,
amarradas en el canal, que le daba el nombre al barrio, se mecían suavemente sobre
el agua.
Llegó pronto a Fleet Street porque el taxista evitó el tráfico de las grandes
avenidas. El departamento de recortes de la hemeroteca era un salón largo, oscuro,
lleno de humo, de archivadores y de escritorios en donde varios hombres en camisa
cortaban los recortes, los registraban y los archivaban.
Katy estaba acostumbrada a ese tipo de ambiente, pero la seguía sorprendiendo
la eficiencia con que trabajaban. Cualquier persona mencionada en alguna noticia
tenía su número de registro: estrellas, criminales, políticos… todo lo que se hubiese
publicado sobre ellos estaría allí.
Lindy debió llamar antes de que Katy llegara porque una empleada tenía el
expediente de Laurence Martineau sobre un escritorio. Era voluminoso y Katy
consultó su reloj; eran las nueve y cuarto. Contaba sólo con una hora para leerlo,
fotocopiar lo que le pareciese importante y bajar al coche.
Se sentó con el corazón oprimido ante el escritorio, abrió el sobre verde y sacó
los recortes. Le dio un vuelco el corazón al tenerlos frente a los ojos. El primero
mostraba una fotografía suya; ahí estaba el rostro que le quemaba el cerebro: su
sombría mirada, su boca, un poco torcida, pero muy sensual, y sus facciones,
perfectamente delineadas, que daban testimonio de pesar y tristeza, aunque
estuviese sonriendo.
La hora se le pasó volando y empezó a invadirla el pánico. El expediente se
remontaba a unos veinte años atrás. Martineau tenía treinta y ocho años y había
seguido el camino del teatro desde los dieciocho. Cada representación, cada chisme,
todo lo que se había escrito sobre él estaba en ese polvoriento expediente. Katy se

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acongojó por no contar con el tiempo suficiente. Tendría que fotocopiarlo todo e
intentaría leer lo que pudiese en el camino al aeropuerto. Después de todo, sólo
necesitaba saber qué hacía él en la actualidad.
A las diez y cuarto bajó corriendo. Fuera del edificio había dos coches
aparcados. El primero era un coche de Metropolitan, uno de los muchos Ford que se
mantenían para el servicio del programa. El segundo era un gran Daimler, negro
brillante, con conductor uniformado. Si algo ponía nerviosa a Katy era eso. ¡Un
Daimler!
Le entregó el sobre con material para Dick Hunt al conductor del Ford, Joe, a
quien conocí a bien. Este señaló con el pulgar el Daimler que estaba a su espalda.
—El tratamiento especial, ¿eh, Kat? Te deseo suerte, dicen que Martineau es un
hijo de… bueno, tampoco será para tanto. Ánimo, no permitas que te agobie.
¡Recuerda que te han enviado a ti porque eres una persona fascinante!
Joe se marchó y Katy entró en el Daimler y se acomodó en los mullidos asientos
de cuero. El conductor inclinó la cabeza y prosiguió su ruta.
Katy trató de no sentirse molesta. El conductor fue la segunda persona que
insinuó que la enviaban a ella a recibir a Laurence Martineau por sus supuestos
encantos. Se sintió como si la hubieran utilizado como cebo, un delicioso bocado que
aplacaría a Martineau. Se imaginó a Dick Hunt dando las instrucciones: “Envíen a
Katy al aeropuerto. Su físico es agradable y si existe alguien que pueda lisonjear a
Martineau, es ella…”
El contenido del expediente daba testimonio de que el celo con que él velaba
por su intimidad era feroz y jamás se descuidaba. El expediente contenía muchas
reseñas, pero ninguna entrevista, tal como había supuesto ella. Había fotos de su
interpretación de Hamlet y eran iguales a las que ella recordaba de años atrás. Sin
embargo, había olvidado que Camilla Drew, entonces su futura esposa, había
actuado haciendo el papel de Ofelia. ¡Qué extraño! Por más que trató de recordarla,
incluso al ver la foto, no pudo traer a su mente la actuación de Camilla.
Sobre el divorcio había páginas enteras. El leerlas pensó que deleitarían a Dick
Hunt por lo visto, Camilla Drew no compartía el disgusto que su marido mostraba
por las entrevistas, al contrario. Con aversión, Katy observó las innumerables fotos.
Camilla Drew en cabarets; Camilla Drew en estrenos; entrevistas confidenciales…
“Ninguna mujer podría vivir con ese hombre me reveló llorosa Camilla Drew, ayer
en el Claridge. Se dice que el motivo que alega para el divorcio es crueldad mental y,
cuando nos vimos, tenía un brazo discretamente vendado…”
En todo eso no había ninguna revelación hecha por Martineau. Katy hojeó las
páginas; no había nada. Ninguna contestación a los alegatos de su esposa. Ni siquiera
asistió al juicio del divorcio. En cambio, Camilla se presentó las tres veces, con
vestidos distintos en cada ocasión. Una foto llamó la atención de Katy: Camilla Drew
ante el Tribunal. Iba envuelta en pieles, sus ojos, bellos, pero fríos, miraban con
altivez. Se apoyaba en el brazo de un hombre cuyo rostro estaba un poco velado.
Katy levantó la foto a la luz. Parecía Dick Hunt, pero no podía estar segura, ya
que la foto estaba un poco borrosa. Además, había sido tomada cinco años antes,

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cuando Dick aún no era famoso y mucho antes de que Katy le conociera. En el
presente estaba un poco calvo y en la foto tenía bastante cabello. Pero las facciones
regordetas y pálidas, la nariz de pugilista y la boca… parecían las mismas.
Antes de lograr la fama como entrevistador había trabajado como periodista en
televisión. Incluso entonces, según le había dicho Lindy, siempre había buscado a la
gente famosa. Era su estilo. Disgustada, Katy pensó que su estilo era el de acompañar
a mujeres como Camilla Drew en sonados juicios de divorcio. Ella parecía ser rica y
malvada. A Katy se le ocurrió que Dick y Camilla se llevarían bien, pero lo olvidó al
momento.
El coche disminuía de velocidad y, al mirar por la ventana, vio que llegaban al
aeropuerto. Guardó los papeles y sacó un espejo de su bolso. Se retocó el pelo y trató
de pintarse los labios, pero el movimiento del coche y su temblorosa mano no se lo
permitieron, de modo que desistió. Al diablo con la apariencia. No le importaba lo
que el señor Laurence Martineau pensara de ella.
El conductor aparcó en el lugar reservado para la gente importante y Katy
corrió adentro. Buscó el tablón de llegadas y vio que eran las once y cuarto. Se dijo
que tenía tiempo, que era preciso calmarse y sentarse a esperarle. Pero el avión de
Air France 264 llegaría a la terminal siete y Katy subió las escaleras de dos en dos y
corrió por el largo pasillo hasta que llegó al sitio indicado. Parecía que no había nadie
más esperando ese avión.
Más calmada, se sentó. El avión llegaría a tiempo y todo iría de acuerdo con el
plan. Se repitió que debía guardar la compostura y empezó a tranquilizarse.
Pero el misterio del asunto era que Laurence Martineau hubiese aceptado la
entrevista. ¿Por qué, de pronto, no se había negado a aparecer en las pantallas de
televisión, nada menos que con Dick Hunt, si siempre había rechazado ese tipo de
publicidad? Quizá no sabía en qué se había metido. Vivía desde hacía mucho tiempo
en el extranjero y regresaba pocas veces a Inglaterra. Quizá nunca había visto el
programa de Hunt… Pero eso era imposible. Aunque no lo hubiese visto sabría qué
tipo de informaciones le habían dado fama al programa y enriqueció al moderador.
Eran divulgaciones que luego la prensa mundial publicaba en los titulares.
A Katy la sorprendía que alguien aceptara aparecer en la pantalla con Dick
Hunt. Siempre era la misma rutina. Primero las amables presentaciones, la copiosa
hospitalidad, o sea, muchas copas gratis. Las celebridades se tranquilizaban y
olvidaban su recelo. Dick Hunt se encargaba de que se controlara todo. Se les
proporcionaba sólo el alcohol y las adulaciones suficientes para calmarles y después,
en el estudio, Dick Hunt desplegaría su famoso enfoque. Al principio era preguntas
fáciles, para ganarse a los invitados. Luego, de pronto, al intuir que el momento era
propicio, Hunt hacía la pregunta fatídica. Según Dick, y se lo recordaba a menudo a
su personal, ése era su golpe maestro en la televisión.
Ese era su método de trabajo y con él se volvía más famoso y más rico. No tenía
que preocuparse por las renuncias, chismes, matrimonios deshechos ni escándalos
que invariablemente resultaban a raíz de sus programas. Quizá tenía razón, pensó
Katy, defendiéndole. Después de todo, había revelado algunos asuntos que merecían
salir a la luz y ése era el motivo por el cual Katy continuaba trabajando con él…

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Bob había considerado que ella no debía haber aceptado ese trabajo. Katy se
irritó al recordar a Bob. ¿Qué sabía él del asunto? Bob la conocía desde niña y para él
era la chica que vivía a la vuelta de la esquina. No se daba cuenta de que ya era una
mujer, capaz de tomar decisiones.
Katy suspiró y miró el reloj. Faltaban diez minutos. Miró hacia la pista y
vislumbró algunas figuras. ¿Se habría adelantado el avión? ¿Estaba a Laurence
Martineau pasando por la aduana? Se abrieron las puertas y al ver que salían algunos
miembros del personal del aeropuerto se calmó.
¿Qué enfoque le daría Hunt a la entrevista con el actor? A juzgar por lo que
había leído, sería justo lo que a su jefe le encantaba. Hunt podía descubrir los puntos
débiles de una persona a distancia y los de Laurence Martineau eran evidentes. Casi
podía escuchar la voz de Dick Hunt diciendo: “Señor Martineau, sabemos que le
pagaron un millón de dólares por su última película, aunque los críticos no la
consideraron demasiado buena. ¿Es el dinero el que le aleja del teatro?”
De pronto se abrieron las puertas y salió el primer grupo de pasajeros. Katy se
puso de pie y buscó ese rostro sombrío que recordaba tan bien. Se puso tensa.
¿Dónde estaba? ¡Dios mío!, rogó en silencio. ¡Qué no haya contratiempos!
Transcurrieron cinco minutos durante los cuales salieron cuatro pasajeros más.
Luego, nada.
Esperó otros diez minutos. Era casi la una menos cuarto, Martineau debía haber
pasado ya la aduana. Quizá había perdido el avión. Pensarlo la animó. Se alegraría
de que Laurence Martineau no le diese a Dick Hunt la entrevista cumbre de su vida.
Cuando vio que el personal de Air France salía se les acercó.
—Disculpe —se dirigió a un hombre del personal.
—¿Puedo ayudarla, mademoiselle? —preguntó el hombre.
Katy se ruborizó por la forma en que él la observaba. Le explicó su situación.
—No es problema… ¿Dice que se llama Martineau? —leyó lentamente la lista
de pasajeros—. Lo lamento, mademoiselle. El señor Martineau no ha venido en nuestro
avión.
En ese momento, una azafata, que les observaba con recelo, pareció comprender
lo que decían y habló en francés con su compañero. Él asintió y se volvió hacia Katy.
—En efecto, ese nombre no aparece en mi lista, pero tenía reservado un pasaje.
Lo cancelaron esta mañana por teléfono.
—Gracias.
Katy se dispuso a alejarse, despreocupada al sentir que el peso ya no existía.
¡Martineau no se presentaría!
Katy se sentía eufórica. Laurence Martineau tenía el buen gusto de no
presentarse, había cambiado de opinión y ella podía tranquilizarse. Regresaría al
estudio y vería cómo saldría Dick Hunt del apuro para presentar el programa.

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Había recorrido casi todo el pasillo y llegaba a los teléfonos, cuando oyó un
anuncio.
—Se suplica a la señorita Katharine Sutcliffe, de Metropolitan Televisión, que se
presente inmediatamente en el salón de primera de las llegadas…
Katy se detuvo bruscamente; eso significaba solo una cosa. Martineau esta en el
aeropuerto, pero ella no le había visto… No podía ser. Martineau había cancelado su
vuelo… Desesperada, corrió escalera arriba.
Un oficial de la British Airways la detuvo en la puerta. Ella le mostró su tarjeta
de identificación y pasó. Katy dio un paso y miró a su alrededor, consciente de que
estaba acalorada y desaliñada.
El salón estaba casi desierto e inmediatamente vio a Laurence Martineau, justo
al mismo tiempo en que él la miró también. Él se puso de pie y Katy no le quitó los
ojos de encima, incapaz de moverse.

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Capítulo 2
La primera impresión de Katy fue la de un hombre muy alto e imponente.
Llevaba traje oscuro de impecable confección, camisa blanca y corbata de seda. No
llevaba ninguna maleta. Permanecía de pie, con un mechón de pelo sobre la frente y
su boca sensual no sonreía; la miró con sus ojos profundos y negros y esperó a que
ella se acercara.
Katy avanzó deprisa, temblando de nerviosismo.
—¿Señor Martineau?
Katy se detuvo a un metro escaso de distancia al sentir la fuerza de la ira en
esos ojos.
—Ha llegado tarde —la interrumpió.
—Lo lamento, señor Martineau. Me dijeron que lo recibiera en la terminal del
vuelo procedente de Tolón que ha llegado a las doce y cuarto… Le estaba esperando
en otra terminal…
—El itinerario se cambió. Vine de París y esta mañana mi secretaria llamó a su
oficina para darles la información. Me sorprende que no se lo hayan comunicado.
A Katy le pareció que él insinuaba que ella mentía y fabricaba excusas.
—No he ido al estudio esta mañana, señor Martineau —replicó—. Supongo que
habrán tratado de comunicármelo, pero no lo han logrado.
—¡Qué eficiencia! —exclamó él con un tono sarcástico. El enfado de Katy
aumentó y respiró profundamente, pensando que no iba a permitir que ese hombre
la perturbara.
—Lamento mucho que haya tenido que esperar, señor Martineau —intentó
sonreír amable, pero no lo logró.
—Sólo ha sido una hora, no es motivo para que se inquiete —le dijo él
consultando su reloj.
—Le pido de nuevo disculpas —repitió con evidente esfuerzo para mantener la
calma—. ¿Ha llamado al estudio?
—No —replicó burlón—. He preferido permanecer sentado aquí y observar a
los pasajeros; y… averiguar cuánto tiempo tardaría en organizarse la empresa para la
cual trabaja.
El insulto fue tan inmerecido que Katy le miró con severidad.
—Se ha organizado de tal manera que nos espera un coche, señor Martineau.
¿Desea bajar?
—Por supuesto.
Se adelantó y abrió la puerta. Katy estaba furiosa y le odió. Pensó que todo lo
que se había escrito sobre él era merecido, porque era grosero, frío, sarcástico y

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odioso. Con la cabeza en alto, se le adelantó. El coche les esperaba con el motor
arrancado. El conductor les había visto y se descubrió la cabeza después de abrir la
puerta de atrás.
Katy se sorprendió cuando Laurence Martineau la cogió con firmeza del brazo
y la ayudó a entrar primero en el coche. Después él se sentó a su lado y volvió la
cabeza hacia la ventana. Libre de su mirada, Katy le observó con franca curiosidad.
Tenía un rostro extraordinariamente hermoso, pero no correspondía al tipo de
belleza que estaba de moda. Había fiereza en esos profundos ojos oscuros. Era el
rostro de todo un hombre.
Él seguía sombrío y miraba a través de la ventanilla, sin prestarle la menor
atención a Katy. Sus largas y perfectas manos descansaban tranquilas en su regazo.
No llevaba anillo matrimonial, era lógico, pero sí lucía un anillo de oro con iniciales
en el meñique de la mano izquierda. Katy tenía la mirada fija en la joya cuando de
pronto notó que él se había vuelto y la observaba.
Tomó consciencia de la cercanía de su cuerpo, sentado a su lado, y sintió que se
ruborizaba y que él lo notaba. Él sonrió por primera vez y fue un gesto sensual que le
iluminó el rostro.
—Supongo que es usted Katherine Sutcliffe —dijo por fin—. Sabía que vendría
a recibirme.
—Sí —contestó muy tensa,
—Y bien, Katherine Sutcliffe, imagino que la habrán enviado para cautivarme y
calmarme mientras llegamos al estudio. Adelante, estoy esperando…
Fue la gota que colmó el vaso. Los nervios y tensión de Katy explotaron.
—Sólo he venido a recibirle, señor Martineau. Me han encomendado que le
lleve al estudio sin contratiempos. Si va o no calmado, es asunto suyo. En cuanto a
cautivarle, le aseguro que me es indiferente. ¡No tengo intención de cautivarle más
de lo que usted me cautiva a mí!
Ambos callaron y Katy sabía que tenía el rostro encendido y que le sudaban las
manos. Laurence Martineau la observó y ella se dio cuenta de que su forma de actuar
le podría valer el despido. De pronto, él comenzó a reír y eso la sorprendió.
—¡Vaya, vaya, que colérica! ¿De modo que no la cautivo, señorita Sutcliffe? No
sabe qué alivio siento. ¡Si supiera lo cansado que es la constante y necia adulación!
—Ese problema jamás se me ha presentado —replicó.
Él admiró sus piernas y su cuerpo y, finalmente detuvo los ojos en su rostro.
—No me diga, usted me sorprende.
—No me gustan los cumplidos, señor Martineau, sobre todo si contienen
sarcasmo —replicó de mal humor.
—¿Cuánto tiempo lleva en este trabajo, señorita Sutcliffe?
—Siete meses —respondió a regañadientes.

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—Eso había imaginado, no podía llevar mucho tiempo. ¿Que hacía antes?
—Iba al colegio. Como ve, no tengo mucha experiencia, señor Martineau. Pero
aprendo algo nuevo cada día.
—No aprenda mucho ni lo haga con demasiada rapidez. Es usted muy natural
tal como es.
Esa vez, el cumplido, si es que de eso se trataba, pareció más sincero.
—Lo lamento —murmuró Katy—. He sido grosera sin motivo y no era esa mi
intención.
—Sí ha tenido motivo porque he sido yo grosero con usted. ¿Lo olvidamos?
Laurence Martineau sorprendió a Katy al extender la mano para estrechar la de
ella. El contacto estremeció el cuerpo de Katy y la debilitó. Se volvió para que los
penetrantes ojos de él viesen la expresión de su rostro.
—Por ahora le suplico que no me distraiga —le dijo él—, necesito concentrarme.
Imagino que esta noche Dick Hunt me interrogará sin tregua y debo prepararme. No
tengo experiencia en ser entrevistado, sobre todo ante un entrevistador tan osado
como él. Me pregunto qué tema tocará, ¿será mi lamentable fracaso como esposo o
mi negativa a regresar al teatro?
Katy le miró, anonadada de que comentara lo que ella había pensado y que
fuese tan preciso, pero no dijo nada.
Katy entabló una lucha mental en la cual intentó analizar el perturbador efecto
que causaba ese hombre en ella. Logró calmarse un poco y cuando llegaron a los
estudios ya se había controlado totalmente.
Salieron del coche y, al entrar en recepción, Katy notó que la recepcionista le
hizo una seña y cogió el auricular tan pronto llegaron a los ascensores. La joven
estaría anunciándole a Hunt la llegada del huésped.
Los ascensores eran anticuados y lentos. Laurence Martineau y Katy guardaron
un torpe silencio mientras subían al quinto piso.
—Deséeme suerte, la necesitaré —murmuró Martineau de pronto.
Fue una súplica directa y Katy comprendió que era verdadera. Imagino que a él
le esperaba una dura prueba, ya que nunca había permitido que le entrevistaran.
Pronto se enfrentaría a Dick Hunt, durante hora y media, frente a quince millones de
teleespectadores.
—Le deseo toda la suerte posible —comentó—. Recuerde que Hunt le hará
primeramente preguntas sin importancia, para pillarle después desprevenido…
Las puertas del ascensor se abrieron y vieron frente a ellos a Dick Hunt,
rodeado de los miembros del personal que, según él, eran sus satélites. Tenía la mano
extendida para darle la bienvenida y su rostro mostraba una falsa sonrisa.
—¡Laurence Martineau! —exclamó al conducirle por el pasillo—. Larry, ¿me
permites llamarte así? Es un honor para mí y estoy muy emocionado. ¡Jamás me
había sentido igual! Ven conmigo. Espero que el viaje no haya sido demasiado

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cansado y que te hayan recibido bien… Dick no hizo caso a Katy, quien se dispuso a
regresar a su oficina. Laurence Martineau se lo impidió.
—Señorita Sutcliffe…
Su fuerte voz la detuvo al mismo tiempo que interrumpió a Hunt. La joven se
volvió y de nuevo tuvo frente a ella esos perturbadores ojos.
—Supongo que la veré más tarde —continuó—. Mientras tanto, gracias.
Katy vio que Dick Hunt sonreía con malicia, como queriendo decir que sabía
que Katy se encargaría de ablandarle.
—No tiene por qué darlas —respondió lo más tranquila que pudo—. Ha sido
un placer, señor Martineau.
El actor sonrió con ironía. Al volverse, Dick Hunt le colocó un brazo sobre los
hombros para conducirle por el pasillo.
—Ahora, Larry, hemos preparado una pequeña comida con unas gotas de
champán. Se trata de una celebración. Sé que quizá para ti no es nada, pero para
nosotros es un día de fiesta, te lo aseguro…
Katy entró en su oficina y se sentó ante su mesa de escritorio. De pronto se
sintió agotada y deprimida. Deseó con toda el alma que Laurence Martineau pudiese
ser digno contrincante de Dick y se sorprendió al darse cuenta de que le había
agradado. Aunque fuese grosero y arrogante tenía la cualidad de la honestidad y
reflejaba algo más, una profunda tristeza que intuyó sin motivo.
Trató de concentrarse y toda la tarde trabajó en la oficina. La gente que
participaba en la preparación del programa entraba y salía y la tensión aumentaba
conforme se acercaba la hora. Comenzarían a filmar el programa a las siete y media.
Como de costumbre, estarían presentas unas ciento cincuenta personas ya que era
costumbre que los asistentes y ayudantes de Dick Hunt asistieran.
El programa solía terminar a las nueve y, por lo general, Dick llevaba a cenar a
sus invitados. Era frecuente que quedaran ofuscados por la experiencia de Dick y que
no se diesen cuenta del daño que podían causarse a sí mismos. Lo comprendían
después, cuando se transmitía el programa, durante el fin de semana.
Katy se preguntó si Laurence Martineau cenaría con Hunt y deseo que tuviese
el buen gusto de rechazar la invitación. Y justo en ese momento Lindy entró,
alborotada, y llamó al elegante restaurante de Angelo, en Soho, reservó una mesa de
seis personas para las diez de la noche y colgó.
—¡Dios! —exclamó y se dejó caer en una silla—. Estoy exhausta. Jamás había
visto a Dick en tal estado.
—¿De modo que Martineau cenará con nuestro jefe? —inquirió Katy.
—Por supuesto —Lindy la miró con azoro—. ¿Creías que no iba aceptar? Al
parecer no regresará inmediatamente a Francia. Ha asegurado que le encantaría salir
a cenar. Parece que llevará a alguien y Dick ha invitado a otras personas, no sé a
quiénes.

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Katy se sintió desilusionada, pero se dijo que no le incumbía.


—¿Han ayudado en algo las fotocopias que envié? —preguntó.
—No creo. Imagino que Dick quería verificar algo. Intuyo que tiene algo sobre
Martineau. De todos modos, no ha permitido que nadie viese su juego. Esta noche
veremos qué sucede.
Lindy bajó a comer a la cafetería y Katy se quedó en la oficina.
Al dirigir los ojos al escritorio de Lindy vio el expediente de Laurence
Martineau que había enviado ella esa mañana. Se puso de pie y estuvo paseando
unos minutos de un lado para otro. Por fin se sentó y hojeo las copias de los recortes.
Katy no vio ninguna marca, los papeles estaban en orden y parecía que no los habían
leído. Katy estuvo a punto de guardarlos cuando notó algo extraño. La foto de
Camilla Drew y el hombre que se parecía a Hunt había desaparecido.
Katy mantuvo fija la mirada sobre el expediente. ¡Que extraño! Fue a por su
bolso y examinó sus copias. Ya estaba segura de que la foto faltaba y se preguntó por
qué. Observó la foto de su expediente, pero no pudo estar segura de que se tratara de
su jefe.
Consultó el reloj, eran casi las seis y media. Pensó bajar a la cafetería para
acompañar a Lindy y comer algo antes del programa cuando la puerta se abrió para
dar paso a Dick Hunt.
—¿Dónde diablos estáis todos? —exigió—. Se trata de un programa de
televisión y no de un concierto popular.
—Lindy acaba de bajar a la cafetería y yo estaba a punto de hacerlo —respondió
la joven.
—¡Dios! ¿Soy el único que trabaja aquí?
—Lindy está muy cansada, ha llegado a la oficina a las siete y media de la
mañana.
—¿Y qué? —tronó furioso—. Si no os gustan las horas de trabajo podéis
marcharos. Me bastaría anunciar que hay vacantes para que mañana hubiera una
larga fila de solicitantes.
—No lo dudo —comentó con dulzura y logro apaciguar a su jefe. Él sonrió con
malicia antes de acercarse para colocar un brazo encima de los hombros de la joven.
—Has hecho bien tu trabajo, cariño. Parece que le has agradado a Martineau.
¿Qué has hecho? ¿Le has cautivado con la conversación o con tus piernas?
Katy se sintió asqueada y logró alejarse.
—Iré a tomar algo, si me lo permites.
—La pequeña señorita Témpano de Hielo —murmuró Dick sonriendo—. ¿Qué
tengo de malo, no soy lo bastante famoso para ti? ¿Cuando cumplirás tu promesa de
cenar conmigo?

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Katy jamás había aceptado tal cosa y mucho menos se lo había prometido. Él lo
sabía. Hunt la había invitado algunas veces, pero Katy no había aceptado ni siquiera
a tomar una taza de café en su compañía en la cafetería.
—Tengo mucho trabajo, Dick —murmuró al dirigirse a la puerta.
—Puedo esperar, cariño, pero no permitas que me impaciente… —la miró con
lascivia y le envió un húmedo beso—. No faltes al programa de esta noche, te
aseguro que habrá Montescos y Capuletos.
—No me lo perdería por nada del mundo —aseguró antes de cerrar.

Comió un bocadillo en la cafetería y trató de no escuchar la conversación de las


chicas del departamento de maquillaje, quienes no cesaban de hablar sobre
Martineau y su apostura.
—No sabes qué amable ha sido —comentó una—. Me ha firmado un autógrafo
en una foto suya para mi hijo. ¡Qué caballero! No ha permitido que le maquillaran y
no lo necesita porque está muy bronceado. No se parece a cierta persona.
Ella y su amiga rieron. Por supuesto, se refería a Dick Hunt. Nunca aparecía
ante las cámaras sin antes pasarse media hora maquillándose para que le ocultaran
las bolsas de debajo de los ojos.
Katy estaba muy nerviosa, y cuando llegó el momento de ir al estudio se sintió
peor. Irritada, pensó que su estado se debía al famoso carisma de Martineau. Hacía
mucho calor en el estudio y las luces iluminaban el pequeño escenario, amueblado
como una elegante y moderna habitación, donde Hunt realizaba sus entrevistas.
Dick Hunt, cinco minutos antes de comenzar la filmación, salía para dirigirse al
público. Les informaba quién sería el invitado de esa noche con objeto de preparar al
público de modo que cuando apareciera el invitado reaccionaran de inmediato.
Dick apareció a las siete y veinte. Cuando anunció que el invitado sería
Laurence Martineau, el público se entusiasmó. Habló favorablemente del actor y
comentó que antes nunca le habían entrevistado. Insinuó que les deparaba algunas
sorpresas e incitó a los presentes a estar alerta. Se sentó con un portafolios sobre las
rodillas y se apagaron las luces.
Peter Craddock, el director, dio la señal a los técnicos de sonido y empezó la
conocida música de fondo. Cuando levantó la mano se encendieron las luces, al igual
que la luz roja en otra de las cámaras que enfocaban las maquilladas facciones de
Dick Hunt.
—Buenas noches a todos, nos sentimos halagados de contar con su presencia. El
programa de esta noche ofrecerá un acontecimiento especial algo fuera de lo común.
Tenemos un solo invitado y creo que comprenderán por qué cuando les diga de
quién se trata… ¡Laurence Martineau!
Se levantó la tarjeta roja para los aplausos y el público aplaudió con emoción.
Modestamente, Dick levantó una mano, permitió que los aplausos prosiguieran y los

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hizo cesar en el momento adecuado, como lo hubiese hecho un director de orquesta.


Mostró su falsa sonrisa, pero en la pantalla parecía ser un hombre agradable.
—No creo que el señor Martineau necesite presentación. Ustedes saben que le
calificaron como el mejor actor clásico de nuestra época. Aquellos de ustedes que no
tuvieron la oportunidad de verle actuar en las obras de Shakespeare… —hizo una
pausa para permitir que el público riera—… tendrán que ver sus innumerables
películas. También sabrán que Laurence Martineau no ha concedido nunca
entrevistas, de modo que es un gran honor para nosotros: démosle la bienvenida a…
Laurence Martineau.
De nuevo se oyó el tema musical del programa, las luces enfocaron la entrada
del fondo del escenario, donde apareció Laurence Martineau. El público aplaudió
antes de que le diesen la señal y algunas mujeres suspiraron con embeleso. La
cámara siguió al actor y le tomó al estrechar la mano de Dick Hunt Se sentó en la
segunda silla de cuero, a la derecha de la cámara.
Dick le dio la bienvenida al invitado, como de costumbre, y le halagó para
tranquilizarle.
—Y bien, señor Martineau… no, no debo llamarlo así. ¿Me permites que te
llame Laurence o quizá… —miró de soslayo al público—… ¿Larry?
Laurence Martineau sonrió con facilidad.
—Por supuesto —respondió a secas—. Nadie más lo hace, pero me encantaría.
Será novedoso.
El público rió y Dick Hunt pareció descontrolado.
Katy sintió que su tensión cedía y sus manos, que se habían crispado
involuntariamente al ver a Martineau, se tranquilizaron.
La primera media hora transcurrió muy bien. Dick Hunt hizo buenas
preguntas. Laurence Martineau habló sobre su niñez y Katy se enteró de muchas
cosas que no venían en los artículos que había fotocopiado. Por ejemplo, que era hijo
de madre francesa y padre inglés. Se crió en Francia, pero estudió en un colegio
inglés. Su abuelo había sido el famoso actor victoriano Sir Herbert Martineau, y su
padre, ingeniero, se había opuesto a que él fuese actor.
Laurence Martineau era encantador, tranquilo y ocurrente. Katy le escuchaba
fascinada. El público quedó encantado y Dick Hunt proseguía con el juego… las
preguntas seguían siendo sencillas y fomentaba las anécdotas. Pero Katy sabía que
aflojaba la cuerda para soltar luego las preguntas difíciles.
En ese momento vio que el coordinador le hacía una señal a Hunt.
—Todo lo que nos has dicho es fascinante. Descansaremos un momento y
regresaremos para hablar sobre el punto culminante en tu vida artística, la actuación
en Hamlet.
Las luces disminuyeron mientras pasaban un anuncio y remaquillaban a Dick.
Laurence Martineau tomó un poco de agua y Katy notó que él observaba al público.
De pronto sus ojos se detuvieron y Katy comprendió que la miraba a ella. Sus

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mejillas se encendieron y de inmediato Martineau desvió los ojos. No pareció haberla


reconocido.
Se volvió a oír el tema musical, se encendieron las luces y Dick Hunt consultó
sus anotaciones. Se humedeció los labios y se volvió sonriendo hacia la cámara. Por
instinto, Katy intuyó que había llegado el momento en que se mostraría implacable.
No se equivocó. Hunt habló con amabilidad sobre la presentación de Hamlet.
—Si no me equivoco, el papel de Ofelia lo hizo una joven llamada Camilla
Drew —comentó con suavidad.
Laurence Martineau se puso levemente tenso y lo mismo le sucedió al público.
El ambiente se cargó de tensión.
—Así fue.
—¿Después te cásate con ella?
—Sí.
—Y luego te divorciaste, ¿no es verdad?
—Cierto, pero ella entabló el juicio de divorcio.
—Dicho de otra manera, ¿fuiste tú el culpable?
—Es una forma anticuada de calificarlo de las leyes de nuestro país.
—Por desgracia, no se puede decir que tu matrimonio tuviese e mismo éxito
que tu trayectoria artística.
—No creo que se pueda hablar de cinco años de manera tan precisa ¿Piensas lo
contrario? —inquirió Martineau.
—Creo que la mayoría de la gente sabe si su matrimonio tiene éxito o no —
repuso Dick Hunt—. Desde luego, no tengo experiencia en el asunto, soy soltero —
esbozó una sonrisa al público—. Digamos que fue un divorcio con mucha
mordacidad.
—La prensa se afanó para que así lo pareciera.
—¿Quieres decir que fue un trámite amistoso?
—Dudo que un trámite de esa índole pueda ser amistoso, pero quizá tu pienses
lo contrario. Es lógico que sea doloroso para los cónyuges.
—Entonces, ¿por qué sucedió, Larry? Viéndolo en retrospectiva, ¿sería a causa
de un conflicto de trabajo? ¿Eras un joven actor con ambición?
Laurence Martineau sonrió.
—Todos los actores jóvenes son ambiciosos, pero con el tiempo uno se
sobrepone. Al menos eso creo.
El público rió y Katy se alegró. La gente tomaba partido por el actor.
—¿Dirías que es fácil convivir contigo? Me refiero a tu reputación. Dicen que
tienes mal genio; tenemos el antecedente del fotógrafo de la prensa a quien le
destruiste la cámara…

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—Pienso que es imposible que alguien viva conmigo —respondió tranquilo,


casi perezosamente—. No se lo recomendaría a nadie.
Katy se llenó de gozo al escuchar la risa del público y los sonoros suspiros de
algunas mujeres.
—Tu ex esposa te describió en una ocasión como, citaré sus palabras: “un
apasionado puritano”. ¿Apasionado del trabajo? ¿Fue una valoración precisa?
—Supongo que no mienten cuando dicen que soy apasionado del trabajo. Sin
embargo, he tenido otras pasiones.
Laurence Martineau sonrió y su boca se curvó con sensualidad. Katy no dudo
que sus pasiones no se limitaban al trabajo. Las mujeres suspiraron de nuevo y Dick
Hunt se mostró inquieto. Hasta ese momento no había logrado atacarle como quería.
—Sí eres tan apasionado de tu trabajo, Laurence, ¿podrías decirnos por que han
transcurrido cinco años desde la última vez que trabajaste en el teatro? De hecho, fue
desde tu divorcio.
En ese momento, Laurence Martineau se mostró abiertamente enfadado. Sus
ojos chispearon y su rostro se ensombreció.
—He trabajado en varias películas —respondió después de una breve pausa.
—Pero nos has dicho que preferías trabajar en el teatro. ¿Por qué lo
abandonaste después de tu divorcio?
—No he renunciado al teatro —respondió secamente.
—Pero sólo has hecho películas desde tu divorcio. ¿Influyó eso en tu decisión?
¿Perdiste la confianza?
—El divorcio no influyó para nada en mi decisión de trabajar en el cine durante
una temporada —replicó Martineau—. Mi confianza es la misma de siempre. Segura,
durante los ensayos, tambaleante, cuando estoy en escena.
—Tengo entendido que has rechazado muchas ofertas de hacer teatro,
Laurence. El año pasado el Teatro Nacional te ofreció nada menos que dos papeles.
—Tenía compromisos con el cine.
Katy intuyó que trataba de ganar tiempo y fue evidente para el público que
rechazaba ese tipo de interrogatorio.
—¿Tendría algo que ver tu decisión con el hecho de que tu ex esposa Camilla
Drew, también iba a participar en esas obras?
Era el tipo de juego sucio que Dick acostumbraba a hacer y Katy se preguntó
quién le habría dado esa información. Se puso muy nerviosa antes de ver la forma en
que el actor respondería. Lo hizo de maravilla. Hizo una pausa y sonrió con encanto.
—¿Qué te parece si enfocamos el asunto de forma distinta? —inquirió inclinado
como si estuviese conspirando con Dick Hunt—. Quizá me habría interesado más si
me dicen que iba a participar mi futura esposa en vez de mi ex esposa…

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Se oyó una risa general y Katy vio que Dick Hunt miraba con desesperación sus
anotaciones. Katy pensó que con toda seguridad, Hunt no se había enterado de que
Laurence Martineau iba a volver a casarse.
Dick decidió jugar de la única manera que le quedaba, ya que no podía fingir
que lo sabía, porque se habría delatado.
—¡Vaya noticia! —le sonrió al público—. Eso causará la infelicidad de muchas
mujeres, Larry. ¿Puedes decirnos quien es la afortunada?
—De ninguna manera —aseguró Martineau—. Creo que te habrá dado cuenta
de que no me gusta hablar sobre mi vida privada; además demasiada publicidad
podría arruinar mis planes.
El público respondió con un espontáneo aplauso y Katy vio que el rostro de
Hunt le delataba durante un instante. Él sabía que su presa se le había escapado.
Quedaban pocos minutos para que terminara el programa y Hunt no intentó acosar
de nuevo a su invitado.
Al terminar el programa se produjo un anticlímax. Muy cansada Katy salió por
una de las puertas laterales y se dirigió a su oficina. Se preguntó quién sería la nueva
mujer del actor, pero se amonestó por ello. ¿Qué le importaba? Recogería sus objetos
personales de la oficina y se iría a casa para meterse en cama.
Al llegar al final de la escalera, cerca de su oficina, vio que Dick Hunt y
Laurence Martineau se acercaban por el otro extremo del pasillo.
—Estupendo Laurence, estupendo —decía Dick en voz alta—. ¡Qué programa!
Espera a que aparezca mañana en las pantallas…, ha sido un placer y un privilegio. Y
la noticia que has soltado en el último momento ha sido un acierto. Ahora que
estamos solos, ¿me dirás quién es la afortunada que cenará con nosotros esta noche?
Desganada, Katy prosiguió su camino, deseando que no la hubiesen visto. No
quería hablar con ellos. Iba a entrar en su oficina cuando la llamaron.
—¡Señorita Sutcliffe!
La grave y calmada voz la detuvo en seco y se volvió.
—He aquí, la misteriosa invitada, señor Hunt —le dijo Martineau señalando a
Katy—. Lamento decepcionarte. Señorita Sutcliffe, lamento no haber tenido la
oportunidad de invitarla antes. ¿Me haría el honor de cenar conmigo esta noche?

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Capítulo 3
Katy se quedó asombrada y vio que lo mismo le había ocurrido a Dick Hunt.
Sintió una alocada euforia, que luego se trocó en enfado. ¿Qué juego se traía entre
manos Martineau? ¿Cómo se atrevía a invitarla en el último momento y a suponer
que ella iba a aceptar al no tener otra cosa mejor que hacer?
—Lo lamento, no me es posible. Les deseo una agradable velada —se volvió y
entró en la oficina, cerrando la puerta para no tener que decir nada más.
Adentro, tardó bastante tiempo en recoger sus objetos personales para no
encontrarse ni a Martineau ni a Hunt, cuando saliese del edificio. Cuando consideró
que ya estaría segura, apagó las luces. De pronto se abrió la puerta y Katy quedó sin
aliento. Apareció en el umbral la silueta de un alto cuerpo y, por instinto, dio varios
pasos atrás. Laurence Martineau entró y cerró la puerta.
—Lamento haberla asustado —murmuró, sin encender las luces.
—No se preocupe, me iba a ir ya a casa.
Katy se arrepintió inmediatamente de su respuesta, puesto que ya no podría
excusarse diciendo tener un compromiso previo.
—Desearía que nos acompañe esta noche —insistió Martineau acercándose a
ella.
—Ya le dije que no puedo ir —intentó mantener calmada la voz.
—¿Regresa a casa a un ineludible compromiso? —preguntó y sonrió con sorna,
como de costumbre.
—Si deseaba que le acompañara debía haberme invitado antes. ¿Qué ha pasado,
le han dejado plantado? —murmuró furiosa, a manera de reto.
—Nadie me ha dejado plantado —respondió serio—. No deseo que me
acompañe ninguna otra persona más que usted.
Martineau se encontraba al lado de Katy y ella levantó la cabeza para verle el
rostro y sus profundos y perturbadores ojos. De pronto la cogió del brazo con
formalidad y el contacto encendió el cuerpo de la joven.
—Katherine, no puedo explicárselo ahora, pero, por favor, acepte. Si me rechaza
de nuevo, no insistiré.
Katy titubeó, confusa, al escuchar su nombre de pila en los labios de ese
hombre.
—Muy bien —aceptó, pensando que debía tener confianza en él. Martineau
sonrió con tanto deleite que su rostro se iluminó.
—Gracias. Creo que mi secretaria ha hecho los trámites para alquilarme un
coche, debe estar esperándome en la calle. La llevaré al restaurante y, luego, sana y
salva, a su casa.
—Pero no demasiado tarde —murmuró, de nuevo alarmada.

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—¿Le parece bien a eso de las doce? —le dijo cogiéndola del brazo para salir.
Nerviosa, Katy se preguntó qué le habría motivado a invitarla. De haber sido
otro hombre pensaría que se trataba de una rutina con miras a una seducción,
Martineau era diferente. Por algún motivo estaba casi segura de que él no iba a hacer
tal cosa. Deseó haber tenido tiempo para cambiarse.
Frente a la fachada del edificio se encontraba un Mercedes, color gris
metalizado. Martineau ayudó a Katy a entrar y luego entró él.
—Me gustaría estar en Provenza y que fuésemos a una pequeña posada en la
campiña. Allí la comida es estupenda. Pero iremos a Angelo, en donde nos espera
Dick Hunt.
—¿No le gustan los restaurantes elegantes de Londres? —preguntó nerviosa—.
Imaginaba que los frecuentaría.
—Se equivoca, los detesto.
—¿Incluso después de una representación? Creía…
—Sobre todo después de una actuación. Me gusta más irme a casa; es decir, me
gustaba cuando tenía un hogar aquí. Ahora, prefiero Provenza.
—No conozco Provenza —comento Katy—. ¿Es bonito?
—Mucho, vivo a unos cincuenta kilómetros de distancia de Cannes. La casa
pertenecía a la familia de mi madre, tiene la ventaja de ser muy bella e inaccesible.
Katy pensó que era lo ideal para él, ya que era consciente de lo protegido que se
mantenía. Se preguntó por que se rodeaba de tantas barreras y a quién le permitiría
traspasarlas. Por supuesto que la bella Camilla Drew lo había hecho y lo hacía la
mujer con quien él pensaba casarse.
¿Sería francesa? Katy imaginó una belleza altiva y confiada, vestida al último
grito de la moda de París.
—Está cansada —murmuró él.
—No, pero me gustaría estar mejor vestida para la ocasión.
—No sea ridícula —alzó la voz—. Odio a las mujeres que buscan cumplidos.
—¡No hacía tal cosa! —replicó enfadada.
—Así lo espero —murmuró Martineau.
Llegaron al restaurante de Angelo a eso de las diez y cuarto. El establecimiento
bullía de actividad y estaba muy concurrido. Katy nunca había estado en un sitio tan
de moda y elegante y al entrar miró con curiosidad a su alrededor. Un camarero muy
formal les condujo al piso de abajo. Entraron en un inmenso salón blanco lleno de
arcos. Grandes cuadros modernos pendían de las paredes y los blancos manteles y
los cubiertos brillaban a la luz de cientos de velas.
Hacía calor, el murmullo de las conversaciones era fuerte y el ambiente estaba
cargado de humo. Se veían hombres con traje y corbata y otros vestidos más
informalmente. Las mujeres también mostraban diversidad en el vestir. Tan pronto la

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gente vio a la pareja recién llegada, cesó la conversación durante un momento,


reconocieron al actor y reanudaron los murmullos.
—Es Laurence Martineau —oyó Katy que decía una mujer.
—¿Quién le acompaña? —preguntó su compañera.
—Una muñequita con suerte —respondió y Katy se ruborizó de vergüenza.
Dick Hunt tenía la mejor mesa del establecimiento. Se hallaba al fondo y los
comensales observaron a Laurence y a Katy con curiosidad mientras se acercaban.
Dick y Peter Craddock, el director, se pusieron de pie para saludarles y ella notó que
se habían cambiado y vestían con chaqueta de etiqueta. Les acompañaban dos
mujeres que no conocía. La compañera de Dick llevaba un vestido de seda con un
enorme escote. Llevaba suelto el cabello rubio y le caía sobre los hombros.
Peter Craddock no estaba con su esposa, pero no era de sorprenderse, porque
casi nunca le acompañaba. Su invitada era una joven negra norteamericana, con
típico acento. Era muy alta y delgada. El vestido era de seda bordada, transparente, y
valía una fortuna. Katy jamás se había sentido tan mal vestida. Notó que las otras dos
mujeres observaron con desdén su ropa y su cabello.
—¡Larry! —exclamó Dick Hunt en voz alta, ignorando a Katy.
Laurence Martineau, sin hacer caso del evidente deseo de Dick de que se
sentara a su lado, dio un paso atrás y ayudó a Katy a sentarse en la silla, Dick Hunt
dominó su irritación y trató de ser amable.
—Katy, cariño, ¡qué agradable sorpresa! ¿Conque después de todo, Laurence ha
logrado convencerte? Laurence, ya conoces a Peter, le acompaña Cindy —dijo
señalando a la joven norteamericana—. Esta es Tanya. Debes conocerlas por sus
“posters”.
—Tanya y Cindy, permítanme presentarles a Katherine Sutcliffe, trabaja con el
señor Hunt, en su programa —dijo Martineau.
—Me encanta la formalidad de los ingleses —rió Cindy.
—No me diga —comentó a secas Martineau—. Quizá sea un poco anticuada,
pero tiene sus ventajas.
Dick Hunt pidió más bebidas. Cuando les presentaron la carta, la rechazó con
un movimiento de mano.
—Confiad en mí. Esta noche hay que celebrarla. Angelo, ¿pusiste a enfriar el
caviar que pedí? —el dueño del restaurante hizo una reverencia y el caviar llegó casi
inmediatamente.
—¿Caviar en un restaurante italiano? —inquirió Martineau sorprendido.
—Claro que sí —comentó Hunt con efusividad—. Las cosas deben hacerse bien
y Angelo me servirá cualquier cosa, ¿no es así, Angelo?
El pequeño italiano asintió nervioso mientras observaba a los camareros para
asegurarse de que no irritaran al gran Dick Hunt.
—Es el mejor caviar del mundo —anuncio Dick.

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—En efecto, el mejor —repitió Peter Craddock.


—¿Te gusta, Laurence? ¿No te parece superior al caviar ruso?
—Lo tomo tan pocas veces que no podría compararlos.
—¡Pobre Laurence, que historia de mala suerte! ¿Cuánto te han pagado por tu
última película?
Laurence Martineau hizo como que no había oído el comentario y Tanya
aprovechó la oportunidad para hacerle saber lo mucho que admiraba su talento
como actor.
—Su actuación fue magistral —murmuro seductoramente Tanya—. Me refiero a
su papel en Héroes vagabundos. Desde luego, mi ambición es trabajar en el cine y estoy
tomando clases de voz…
—Eso no fue nada, cariño —dijo Dick dándole una palmadita en la mano—. Sus
películas son buenas, pero debías haberle visto en el teatro.
—Ay, Dick querido, supongo que soy demasiado joven…
La irritación de Katy se desbordó. Ese ambiente vulgar la tenía muy molesta.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó de pronto Tanya.
—¿No sabes que las damas nunca comentan su edad, cariño? —intercaló Dick y
Katy vio la maliciosa diversión en sus ojos.
—Tengo veintitrés años y la primera vez que vi al señor Martineau en el teatro
tenía catorce. No comprendo la dificultad.
Tanya se ruborizó. Katy le calculó unos tres o cuatro años más que ella, o sea
cuando menos veintisiete. El comentario la había perturbado.
—¿Quién es esta chiquilla que contrataste, Dick? —preguntó Tanya—. Señor
Martineau, ¿no le parece demasiado extraña?
—Seguro que quedó impresionada desde entonces al verle actuar —comentó
Hunt—. Laurence, eres un hombre con suerte. ¿Sabes cómo llamamos a Katy en los
estudios? La pequeña señorita Témpano de Hielo. Supongo que sólo un muy famoso
actor podría persuadirla…
Laurence Martineau apretó los labios y Katy intuyó su ira.
—No puedo imaginar mejor cumplido, sobre todo en el ambiente de los
estudios, que ese sobrenombre —respondió tranquilo.
—¿Por qué? —inquirió Peter Craddock.
—Creo que es evidente —respondió Martineau.
Por fortuna, la llegada de la comida impidió que se hiciesen más comentarios
mordaces.
Laurence Martineau y Katy guardaron silencio. En la mesa se bebieron dos
botellas más de vino y la conversación se tornó más espontánea. Cuando les

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ofrecieron los postres, Dick cambió de tema porque Craddock comenzaba a


mostrarse muy indiscreto.
—Bien, Laurence —comentó al encender un cigarrillo con el anterior y echar el
humo al rostro de Katy—. Ha sido un programa estupendo y un gran honor para
nosotros. Imagino que regresarás a Francia.
—Dentro de unos días.
—Dicen que tu propiedad en Provenza es impresionante.
—¿De veras? —inquirió Martineau y Katy notó que los dos hombres se miraban
de manera extraña, como si se conociesen mejor de lo que demostraban.
—Si, al parecer, es una especie de castillo con torres y foso.
—No es cierto. No es un castillo, más bien es una casa solariega, fortificada, que
data del siglo quince —respondió Martineau mirándole con desprecio.
—¡Caramba! —exclamó Cindy—. Es como vivir en la Edad Media. ¿Me
comprenden? ¡Qué emoción! Me encantaría verla —sonrió cautivadora—. El mes que
viene tengo que ir a Niza a un desfile de modelos y supongo que no queda lejos de
ahí.
—Lo lamento, pero no propicio las visitas —respondió Martineau cortés.
—¿Cómo se llama el sitio, Laurence?
—La Bayardière.
Mientras elegían el postre, Laurence Martineau se dirigió a Katy.
—Dijo que no conoce Provenza, ¿verdad?
—En efecto, pero por lo que ha comentado, su propiedad debe ser fascinante.
—Tuve suerte de heredarla —sonrió—. El hermano de mi madre murió sin
dejar descendencia y yo lo heredé cuando ella murió, hace diez años.
—¿Y se fue inmediatamente a vivir allí? —preguntó Katy—. Disculpe, creo que
entonces trabajaba en Londres.
—No —respondió sombrío—. A mi ex mujer no le gusta Francia. Me fui a vivir
allí después del divorcio.
Habló con tristeza y Katy recordó el dolor que había reflejado al hablar de la
tramitación del divorcio, en el programa.
Dick Hunt escuchó la conversación y se inclinó hacia ellos.
—¿Sabes, Katy, que también ha heredado un título nobiliario? —les
interrumpió—. Es el conde de la Bayardière, pero no le gusta que se mencione.
—¡Un conde! —gritó Cindy—. ¡Qué emoción!
—No uso el título —les informó Martineau—. Casi todos ellos, sobre todo los
franceses, son ridículos.
Dick Hunt pidió café y coñac y un camarero distribuyó puros Corona. Katy
notó que Peter Craddock estaba muy borracho y que su jefe, Hunt, que normalmente

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toleraba bien el alcohol, también estaba ebrio. Él le sirvió más café e insistió en que
bebiera un coñac.
—¿No os parece que Katy es una monada? —preguntó a todos cuando ella
rechazó por tercera vez la bebida—. Es una chica que sabe lo que quiere. No os
imagináis lo útil que resulta en mi programa. Es la mejor ayudante que he tenido en
los últimos años y es capaz de cautivar hasta a los pájaros.
Katy percibió que Martineau se ponía tenso antes de que se volviese intrigado
hacia ella. Se ruborizó y deseó poder marcharse o hacer callar a Dick.
—Pero conmigo es implacable. Se hace la dura, primero me promete cenar
conmigo y luego se arrepiente. ¿Qué haré contigo, Katy, querida?
Estiró el brazo y con su mano regordeta le alborotó el cabello.
Enfadada, Katy sintió vergüenza. ¿Qué pensaría de ella Martineau? Logró
retirar el brazo de Hunt y con piernas temblorosas se puso de pie. Con
premeditación, consultó el reloj.
—Disculpen, pero tengo que irme, es tarde y mañana tengo mucho trabajo.
Laurence Martineau también se puso de pie.
—La llevaré —se ofreció y la cogió del brazo.
Le dio las gracias a Dick por la cena, pero no fue tan fácil alejarse. Dick insistió
en que Laurence se quedara, porque tenía mucho de qué hablar con él… sugirió que
Katy regresara en taxi a su casa.
—También yo deseo hablar contigo —respondió Martineau con frialdad y
disgusto—. Pero no es el momento. Insisto en llevar a la señorita Sutcliffe a su casa.
—Divertios, muchachos —agregó Dick, mirándoles con malicia—. Tienes buen
gusto, Laurence, no se puede negar. Siempre reconoces la calidad al verla. Yo mismo
llevaría a esta dulzura a su camita, pero has sido tú el afortunado. Pero recuerda… la
llamamos la pequeña señorita Témpano de Hielo. Aunque no dudo que puedas
derretirla, como lo hiciste con Camilla…
Laurence Martineau soltó el brazo de Katy y dio un paso adelante con la
rapidez y agilidad de una pantera. Dio a Hunt un puñetazo en la mandíbula y éste
cayó con las piernas y los brazos extendidos. Pero movió la mesa y ésta cayó encima
de él. Después del estrépito se produjo un silencio momentáneo. Martineau cogió a
Katy del brazo con tanta fuerza que le hizo daño, y la empujó hacia la puerta.
Angelo, el dueño, quedó anonadado de que eso pudiese sucederle a Dick Hunt
en su restaurante. Nadie se movió, nadie intentó detenerles. Todos se quedaron
paralizados por el incidente.
Martineau se detuvo ante Angelo, quien se encogió de hombros y dio un paso
atrás, temeroso de merecer el mismo tratamiento.
—Envíeme la cuenta por los daños —le dijo el actor.
Luego condujo a Katy por la escalera y con el rostro sobrio. El Mercedes estaba
aparcado enfrente del restaurante. Martineau abrió la puerta y le pidió que entrara.

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Cuando arrancó él el coche fue cuando Katy empezó a comprender lo que había
sucedido, pero en cuestión de segundos se alejaron del establecimiento. Katy se
sentía sobrecogida. ¡Laurence Martineau había golpeado a Dick Hunt en el
restaurante más elegante de Londres!
Al día siguiente todos los periódicos darían la noticia, aunque a Katy no le
importaba. Sin embargo, se sentía asqueada por lo desagradable de la conversación y
por el vulgar comportamiento de todos, menos de Martineau. Jamás había
presenciado a un hombre golpeando a otro, y no le gusto. Por otro lado, Dick Hunt se
había pasado de grosero.
Laurence Martineau no habló, conducía a gran velocidad y dejó atrás el Ritz
para dirigirse a Green Park. Al llegar al Rincón de Hyde Park detuvo el coche.
—Dígame dónde vive —murmuró con brusquedad.
—En pequeña Venecia —murmuro Katy tratando de mantener la voz
tranquila—. En Aubrey Crescent. Si toma Park Lane y luego…
—Conozco la ruta, gracias —la interrumpió y aceleró el coche. Sin titubeos llegó
a Park Lane. En la cuenca del canal, al principio de la Avenida Warwick torció a la
izquierda, pero de pronto paró el coche, junto al agua.
—Si sigue derecho, llegará a Aubrey Crescent —murmuró Katy.
—Sé exactamente donde queda y la llevare, no se preocupe. Pero deseo hablar
con usted y para eso me gustaría que diéramos un paseo.
Antes de que ella respondiese, él salió y rodeó el coche para abrirle la puerta.
Katy salió del vehículo.
Había un serpenteante sendero a lo largo del canal y lo siguieron. Más adelante
había unas barcas y algunos sauces. El sendero tenía una verja y Katy sabía que
siempre la mantenían cerrada de noche.
Prosiguieron hasta llegar a la verja y allí se detuvieron. Lo único que se oía era
el ruido del agua.
—¿Sigue cerrada con llave? No importa, venga.
Katy no tuvo tiempo para protestar porque él la levantó y la soltó al otro lado
de la verja antes de subir y saltar él.
—Creo que está prohibido…
—Lo sé. Conozco este sitio desde pequeño, es uno de los pocos lugares de
Londres que no han logrado echar a perder.
Katy estaba nerviosa y molesta. Sentía un sin número de emociones conflictivas:
enfado por el control que él ejercía sobre ella y una insidiosa atracción que le recorría
el cuerpo.
Anduvieron en silencio unos minutos No había ni un alma. A un lado tenían
unos altos muros y al otro, el agua. Katy miró a su alrededor, tratando de mantenerse
tranquila y de no pensar en el extraño hombre que caminaba a su lado.

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—¿Por qué no me dice lo que tiene que decirme y me lleva a casa? —preguntó
cuando recobró un poco el control.
—De acuerdo.
Se sentaron en un banco. Laurence Martineau no la miraba.
—Me ha hecho enfadarme —murmuró al fin.
—¿Yo? —exclamó indignada y a la defensiva—. Tenía la impresión de que se
había enfadado con Dick.
—También, pero quiero que sepa que, a pesar de lo que publique la prensa, no
suelo golpear a otros hombres. Pero Dick Hunt y yo teníamos cuentas pendientes.
—¿Se refiere al programa? —inquirió confusa—. Me parece que usted se
manejó muy bien. Él fue ofensivo, pero no le valió de nada.
Al parecer, Laurence Martineau no la escuchó y ella tuvo de nuevo la impresión
de que estaba muy lejos, que recordaba algo muy íntimo.
—No ha sido eso —comentó por fin—. Le golpeé por lo que dijo sobre usted.
—Y sobre su mujer —agregó Katy, pero se arrepintió de decirlo,
—Eso no —se volvió hacia ella echando chispas por los ojos—. No sabe de lo
que habla. La ha insultado a usted durante toda la velada.
—¿Qué culpa tengo yo?
—Hunt es insignificante, es una sabandija. Tarde o temprano la gente le
olvidará. Es maligno e insignificante. Pero usted…
La miraba de frente y Katy volvió a sentir la misma debilidad que por la
mañana en el coche. Era una extraña y desesperada sensación, como si no tuviese
tiempo para decir, sin saber cómo, infinidad de cosas que revoloteaban
incontrolables en su mente.
—¿Por qué trabaja para él? —inquirió furioso—. ¿Cómo le soporta?
De pronto Katy se avergonzó, porque sabía que él tenía razón; ella lo había
comprendido el primer día que entró a trabajar.
—¿Qué se siente, Katherine Sutcliffe, cautivando a la gente para
“condicionarla”, tal como lo dijo su jefe, para que se tranquilice antes de aparecer
como tontos en un programa, frente a quince millones de espectadores? La somete a
un escrutinio indecoroso, la juzga y la declara culpable. ¿Está de acuerdo con todo
eso?
—No lo sé, no lo sé —suspiró Katy—. Es lógico que haya pensado en ello,
pero… a veces el programa expone escándalos; en fin, asuntos que deben salir a la
luz y… —dejó de hablar por no estar convencida.
—Está bien —comentó Martineau con firmeza y más tranquilo—. Empiece por
el principio. ¿Por qué aceptó el puesto?
Katy titubeó. Deseaba decírselo, pero temió que pareciese una triste y lastimera
historia; estaba muy lejos de desear tal cosa.

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—Mi padre murió hace tres años y descubrimos… es decir, mi madre se dio
cuenta de que no nos quedaba mucho dinero… Tenemos una casa en Suffolk,
bastante vieja y con grandes gastos de mantenimiento. Mamá deseaba quedarse en
ella. Tengo tres hermanas. Las dos mayores se casaron y la más joven seguía
estudiando… era preciso pagar sus estudios.
—¿Decidió ser el sostén de la familia? —preguntó con sarcasmo.
—No exactamente, pero si daba resultado, ayudaría un poco. Además, deseé
independizarme. Quise venir a Londres y ganar un poco de dinero. El puesto me
pareció bueno. Verdaderamente, no lo sé. No quise quedarme en casa y esperar a
casarme o pasar el resto de mi vida como mecanógrafa… —su voz se resquebrajó y
estaba a punto de llorar—. Para usted todo es distinto, es hombre. Tiene talento para
el teatro. Yo no sabía qué podía hacer y quise averiguarlo antes…
—¿Antes de qué? —inquirió Martineau con delicadeza.
—No lo sé, quizá antes de rendirme y convertirme en mujer y madre.
—¿Tanto le disgusta ser mujer y madre? —preguntó con tal impertinencia que a
Katy le dieron ganas de pegarle.
—No —replicó enfadada—. ¿Por qué siempre me interpreta mal? No creía que
debiera echar raíces, estancarme y tomar el camino fácil. Al menos sin haber visto un
poco de mundo y averiguar qué puedo hacer. ¿Comprende?
—¿Considera que trabajar en el odioso programa de Dick Hunt es ver mundo?
—preguntó con sarcasmo.
—¡Lo dice porque no sabe nada del asunto! —gritó enfadada—. Además, no
tengo por qué darle explicaciones. Puedo trabajar con quien me plazca y no le
incumbe. No fue necesario que pegara a Dick Hunt y no me hace falta que me
interrogue así. ¡Me trata como si fuese una chiquilla, deje de meterse en mi vida!
Se puso de pie y retrocedió por el sendero, pero Martineau la siguió.
—¡Déjeme en paz! —gritó—. Puedo ir sola a casa. ¡Conozco el camino y no
necesito que me ayude a saltar la verja!
—¡Katherine!
La cogió del brazo y la atrajo hacia así con facilidad. La chica se halló apretada
contra su cuerpo y durante un instante escuchó los latidos de corazón de él.
—Tontina —murmuró al mismo tiempo que deslizaba las manos por la espalda
de la chica.
Luego le levantó el rostro. Katy creyó estar soñando y no pudo moverse.
—Es usted una joven muy voluntariosa —murmuró él—. Su nombre le viene
bien, pero necesita que la domen, Katy. ¿Lo sabía?
—Supongo que cree poder hacerlo —respondió sabiendo que su voz no tenía
control y que una extraña languidez le inundaba el cuerpo.
—Ah, sí —murmuró él muy serio—. Sin la menor duda.

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Con lentitud y premeditación, inclinó la cabeza, la besó fuertemente y la abrazó


con deseo. Nada de lo que había sucedido antes pudo compararlo con lo que
experimentó su cuerpo. El placer la envolvió y la desesperación que había sentido
durante todo el día desapareció para dar paso a una alegre euforia. Pero, sin el
menor aviso, su mente reaccionó. ¿Que hacía? Se portaba como una vulgar mujer de
la calle. De forma que lo empujó con todas sus fuerzas.
—¡No! —exclamó decidida—. Por favor, no.
Martineau permaneció inmóvil mientras la observaba a la luz de la luna, pero
en sus ojos todavía se veía un brillo peligroso.
—Le pido disculpas. La he traído aquí porque quería hablar con usted, no he
planeado esto, debe creerme. Desde que la vi en el aeropuerto, un poco desaliñada y
furiosa, reprimí el deseo de besarla. Perdóneme. La llevaré a su casa.
Entraron en el coche y recorrieron los pocos cientos de metros que faltaban para
llegar a casa de Katy. Martineau detuvo el coche. Toda la ciudad estaba tan callada
que Katy pensó que él podía oír los latidos de su corazón.
—Tenía razón en lo que me dijo —comentó muy tensa—. Lo llevaba pensando
desde hace tiempo, pero me molestó oírlo en labios de otra persona. Lo lamento.
—También usted tenía razón. No tengo derecho a meterme en su vida. Lamento
haberlo hecho. Buenas noches, Katherine. Gracias por haberme acompañado.
Seguramente leeremos mañana las ridícula reseñas de lo que ha sucedido en el
restaurante ¿Tiene llave?
Le abrió la puerta y la acompañó al descanso de la escalera que conducía a la
puerta del apartamento.
—Buenas noches —murmuró titubeante Katy.
—Buenas noches.
La chica se volvió, subió los escalones y, con manos temblorosas, abrió la
segunda puerta. Una vez adentro, cerró y, en la oscuridad se apoyó en la pared.
Deseaba que Martineau la hubiera seguido, escuchar sus pisadas y el timbre…
Pero sólo oyó que el motor del Mercedes cobraba vida y velocidad. No se
movió hasta que el ruido se desvaneció. Laurence Martineau había desaparecido de
su vida, Katy entró en su habitación.

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Capítulo 4
Katy casi no durmió en toda la noche. Tuvo sueños inquietos y perturbadores.
Despertó y permaneció acostada. No podía pensar más que en el recuerdo de estar
junto al agua del río mientras escuchaba las acusaciones de Laurence Martineau… y
se sentía avergonzada.
Martineau tenía razón; todo lo que había dicho, lo sabía ella de antemano.
¿Cómo podía seguir en ese empleo supuestamente atractivo, bajo las órdenes de un
individuo odioso? Lo único bueno del día anterior había sido la decisión de presentar
su renuncia al trabajo, abandonar a Dick Hunt y el programa tan pronto fuese
posible. Acostada en la cama de pronto se sintió tranquila porque lo único que
faltaba por hacer era llevar a la práctica su decisión.
Como no tenía ganas de ver a Jane esa mañana, se levantó después de que su
compañera saliera del apartamento. Consultó el reloj, después de asearse y vestirse;
eran casi las once y debía estar en el estudio hace horas. En cualquier momento,
Lindy la llamaría por teléfono, ansiosa por saber qué había sucedido la noche
anterior y por qué no se había presentado al trabajo. ¡Qué esperaran! Decidió ir al
quiosco de la esquina para comprar el periódico. Al llegar, lo primero que vio fueron
dos titulares, que resaltaban en la primera página de los periódicos del estante.
“Famoso actor golpea a un astro de la televisión”, decía uno; “Estrellas riñen en
un elegante restaurante”, decía otro. Compró los periódicos y echó un vistazo a la
primera página. La prensa, desde luego, había aprovechado la noticia. El Standard
debió salir a la calle antes que los demás porque publicaron la foto que tomaron en el
momento en que ayudaban a Dick Hunt a ponerse de pie, rodeado de un caos de
utensilios rotos.
De regreso, en el apartamento, se preparó un café y se sentó a leer. Casi todos
los reportajes estaban falseados, como predijo Martineau. Además, se mostraban
predispuestos hacia Dick Hunt, que cooperó al dar información. Katy se tranquilizó
al darse cuenta de que la habían mencionado poco y sólo para decir que Martineau
había salido del restaurante de mal humor, acompañado de la bella Katy Sutcliffe,
ayudante en el programa de Hunt.
Alguien debió divulgar el comentario de Martineau en cuanto a su futura
esposa y las columnas de sociedad aprovecharon la información. Publicaron una foto
del actor y tres fotos de conocidas actrices. Al pie de las fotos se leía: “Candidatas a
convertirse en la segunda mujer de Martineau”.
Infeliz, Katy se estremeció al observar las fotos femeninas. Se preguntó si el
periódico citaba correctamente las posibilidades que cada una de ellas tenía, pero se
avergonzó. ¿Qué objeto tenía leer esa basura? Llamaría al estudio, hablaría con Dick
y le informaría que renunciaba. Aunque estaba decidida, marcó el número con
nerviosismo y esperó a que la comunicaran con la oficina de Dick. Por fin, Lindy le
respondió.
—¡Ay, Katy, por fin! —el tono de su voz reveló que Dick Hunt estaba con ella—
. ¿Por qué no has venido? Creo que Dick desea hablar contigo.

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Katy escuchó una voz conocida que decía:


—Dame el teléfono, ¡maldita sea! —Dick Hunt tomó el auricular—. ¿Qué juego
te traes entre manos? —exigió—. ¿Por qué no te has presentado a la hora debida?
¿Crees que se te permitirá llegar a la hora que se te antoje sólo porque un famoso
actor te ha llevado a un elegante restaurante? ¡Te equivocas, te tengo una noticia,
encanto!
—No iré a la oficina, Dick —repuso Katy con la firmeza que pudo mostrar.
—¿Qué no? Pues en ese caso, cariño, te ahorraré el trabajo de presentarte aquí el
lunes. ¡Estás despedida!
—De todos modos iba a renunciar —murmuro Katy dominada—. No deseo
trabajar en tu programa y menos contigo. Hubo un corto silencio y Katy escuchó la
pesada respiración de Hunt.
—Estúpida —dijo por fin—. Vas a un elegante restaurante como mi invitada…
—Me invitó Laurence Martineau —aclaró.
—¿Quién crees que pagó los gastos por la jugarreta de anoche, tu apuesto
héroe? Jamás. Por primera vez en tu remilgada existencia sales en plan grandioso y te
muestras grosera con mis invitados, incitas a Martineau a pelear y sales feliz y
campante sin disculparte. ¿No pudiste esperar a compartir tu cama con Martineau?
¿Fue eso, señorita Témpano de hielo?
A pesar de temblar, Katy logró controlar la voz.
—Te equivocas y, como siempre, cometes el error de juzgar la gente de acuerdo
con tus sórdidas normas. Quédate con tu empleo y quiero que sepas que Laurence
Martineau te golpeó un minuto antes de lo que yo lo hubiese hecho y que fue más
efectivo.
Corto comunicación. Sin saber por qué se puso a llorar. Quizá por que Dick
Hunt había estado muy desagradable y le odiaba.
El día se le hizo muy largo. Limpió el apartamento y salió a comprar algo de
comida. Por fin, a media tarde, se preparó un poco de té y se acurruco en uno de los
sofás del salón. Se quedó dormida.
Despertó sobresaltada y aterida, como a las cinco. De pronto comprendió la
seriedad de lo que había hecho. Recordó las cuentas que debería pagar con el sueldo
del siguiente mes. No recibiría dinero y no tenía grandes ahorros. Era preciso saldar
las cuentas y enviar a su madre el dinero semanal. Además, en menos de quince días,
sería el cumpleaños de su hermana y pensaba regalarle la bicicleta que tanto deseaba.
¿Que había hecho? ¿Cómo conseguiría otro empleo?
Miró a su alrededor y los ojos se le llenaron de lágrimas de cansancio y
conmoción.
Impaciente, se secó las lágrimas con el dorso de la mano. De nada le serviría;
ella tenía la culpa de la situación. De haberse mostrado conciliadora con Hunt podría
haber logrado que la perdonara y que no la despidiera. Pero hubiese tenido que
arrastrarse y eso le causaba repulsión.

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Vago de habitación en habitación desesperada. Sumaba las cuentas que tendría


que pagar y recordaba la escena de la noche anterior en el canal, con todo lo que
Laurence Martineau le había hecho y dicho. Intento alejar de su mente esos
pensamientos porque comprendió que a él le importaba poco. Seguro que había
regresado muy ufano a su rutina sin pensar en ella y, ya habría olvidado lo sucedido
la noche anterior. ¿Por qué le había hecho caso?
Tan solo siete meses antes estaba viviendo en casa, en Suffolk, en donde el
acontecimiento más emocionante de la semana era cenar en casa de una de sus
hermanas o un juego de tenis en el pueblo. Sintió nostalgia. En su desesperación se
preguntó qué objeto había tenido ir a Londres. ¿Por que había creído poder
desempeñar un empleo como ése, a lado de gente como Dick Hunt y…? Nunca debía
haberlo hecho.
¿Por qué no se había casado con Bob? Le había propuesto bastantes veces
casarse con él. Lo conocía tan bien como a su propia familia. Siempre estaba presente
cuando se le necesitaba. Era bondadoso y amable Tenía buen puesto como ayudante
de un médico, en un hospital, y le había prometido que cuidaría de ella y de su
madre. Ella jamás tendría que preocuparse por el dinero y la casa de Suffolk la
acogería.
Bastaba con aceptar. El hospital en donde Bob trabajaba quedaba a media hora
de camino. Podía llamarle en ese momento, pero no lo hizo. Su mente se sintió
atraída hacia los sucesos de la noche anterior, hacia el oscuro sendero y el hombre
taciturno que había estado sentado a su lado, mirando el agua.
Se quedó dormida pensando en el canal.

Despertó sobresaltada y tomó consciencia con dificultad de que el timbre de la


puerta de abajo sonaba con insistencia. Se irguió y fue hacia la puerta. Corrió escalera
abajo y luego por el vestíbulo. Abrió la puerta y vio a Bob delante de ella.
—Katy —se volvió y sonrió—. Ya pensaba que no estabas, me iba a volver al
hospital. Te he traído algo —dijo entregándole un ramo de flores.
—Gracias, Bob —murmuró Katy al coger el ramo y ocultar el rostro en él. Una
ola de desilusión la había invadido y no quería que Bob lo notara.
—Como ayer no trabajé, fui a casa; son de nuestro jardín. Pensaba traértelas de
todos modos, pero esta mañana al leer las noticias decidí venir lo antes posible. ¿Qué
has estado haciendo? ¡Por Dios, riñas en los restaurantes del West End!
—No fue nada —murmuró a la ligera—. Los periódicos siempre exageran.
—¿Eso crees? —le escudriñó el rostro y Katy sabía que él la conocía demasiado
bien para que ella le ocultara sus sentimientos—. Estás molesta, ¿no? ¿Qué pasó? Esta
tarde he llamado a los estudios y me informaron que ya no trabajas allí. ¿Es cierto?
—Sí —Katy intentó sonreír—. Renuncié y me despidieron. Sucedió al mismo
tiempo.

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Bob la miró y consultó su reloj. Katy comprendió que tenía que regresar al
hospital. Deseó que no tuviese que irse, para hablar con él, como lo había hecho a
menudo cuando las cosas no marchaban bien.
—¿Tienes que irte? —inquirió—. Entra y te prepararé algo para cenar. Jane ha
salido y hay bastante comida en el frigorífico.
—No puedo, Katy, estoy de guardia. No hay manera de que pueda cambiarla
para otro día…
Al ver el rostro de la joven le cogió la mano y dijo:
—Parece que el asunto es grave. ¿Qué ha pasado? La última vez que te vi todo
marchaba bien. ¿En qué lío te has metido? Si has tenido problemas el tal Hunt, yo…
—No negó de inmediato—. No se trata de él, es decir…
Bob notó su titubeo y con gentileza le levantó la barbilla para que lo mirara a los
ojos.
—Entonces, ¿de quién se trata? ¿Del desdichado actor con el que se supone
estuviste anoche? Katy, ¿cómo puedes ir con gente como ésa?
—No, no, no tiene nada que ver con él. Fui a la cena en el restaurante de Angelo
y regresé a casa. Es… bueno… es haber renunciado. Debía haberlo hecho mucho
antes. Jamás debí aceptarlo, tenías razón.
—Ven aquí.
Bob le quitó las rosas y las colocó con cuidado sobre un escalón. La abrazó para
consolarla, como lo había hecho muchas veces antes, desde que era una chiquilla y
cuando la veía triste o llorando.
—Escúchame. No debes preocuparte por nada. Has hecho bien en dejar tu
empleo. No era para ti. Pero era necesario que lo averiguaras por ti misma. Conoces
mis sentimientos y sabes lo que yo deseo, quizá…
Katy notó que a Bob se le quebró la voz y se puso tensa.
—Todo saldrá bien, no te preocupes —continuó Bob—. No insistiré en que te
cases conmigo, al menos no aquí ni en este momento. Pero me inquieta verte así. Si
quieres, vendré mañana temprano. Mi guardia termina a las seis de la mañana y
desayunaré contigo. Hablaremos del asunto. ¿Estas de acuerdo?
—No digas tonterías —se alejó de él con lentitud—. No habrás dormido y
estarás cansado de trabajar toda la noche.
—Me las arreglaré de alguna manera —respondió Bob—. Existen cosas más
importantes que una noche de sueño, Katy. Aunque, a juzgar por tu apariencia,
también a ti te vendrá bien acostarte temprano.
Levantó el rostro de Katy y ella tuvo que enfrentarse a sus ojos azules.
—¿Estarás bien esta noche? ¿Te llamo por teléfono más tarde?
Katy negó con un movimiento de cabeza.

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—De acuerdo. Te receto un vaso de leche caliente, un libro aburrido, doce horas
de sueño y un buen desayuno para mí a las nueve de la mañana. Nada de cenas en
elegantes restaurantes, acompañada de actores de moda.
Bob la hizo reír. Katy, al verle el juvenil y bondadoso rostro comprendió que él
tenía razón. ¿Por qué había tenido que relacionarse con un hombre como Laurence
Martineau, que daba consejos y peroraba, causaba escenas y se alejaba del lugar de
los hechos? La noche anterior, frente a su casa, se había mostrado frío e indiferente…
igual que ella se mostraba en ocasiones con Bob cuando rechazaba comprometerse.
—Haré lo que dices, seguiré las indicaciones del médico. Además, estaré
esperándote.
—¿Katy?
La chica reconoció la ternura en la voz de Bob y, aunque casi nunca le permitía
que la besara, levantó el rostro. Él la abrazó. Pero en el último momento, por algo que
él la hizo recordar, Katy desvió la cara. Los labios del médico rozaron los de ella
antes de soltarla con torpeza. Katy notó dolor en sus ojos y se odió por ser la que lo
había causado.
—Tengo que irme. No olvides las rosas —ella recogió el ramo—. Te veré
mañana.
Cuando Katy se enderezó pudo ver la calle y a Laurence Martineau, de pie en el
descanso inferior de la escalera. Tenía las manos en los bolsillos y se apoyaba en la
barandilla. Les observaba con insolente diversión.
Bob se volvió al ver el cambio en la expresión de Katy. Todos callaron y el
rostro de Katy se encendió. ¿Cuánto tiempo llevaría allí Martineau?
—Buenas noches —murmuró Martineau—. Lamento haberles interrumpido.
Bob titubeó un instante y Katy comprendió que había reconocido al actor. El
médico observó a Martineau y luego a Katy antes de volverse para bajar la escalera.
Katy sabía lo que él pensaba, o sea que ella le había mentido al no decirle que tenía
una cita con el actor. Bob tenía el rostro lívido y la chica dio un paso adelante para
decirle algo, pero Bob no se lo permitió.
Se fue y Katy pensó que era típico de él no permitir que nada le retrasara para ir
a su trabajo en el hospital. Katy permaneció en el descansillo de al lado de la puerta,
aferrada al ramo de rosas y con la mirada fija en el alto cuerpo de Laurence
Martineau. El silencio le pareció eterno. De pronto Laurence Martineau le preguntó:
—¿Tiene whisky en el apartamento? No importa, he tenido la precaución de
traer una botella. Lamento no haber traído flores. Ha sido un descuido por mi parte,
pero veo que alguien lo ha hecho antes —subió—. ¿Me invita a pasar o tendré que
entrar por la fuerza? Es usted la mujer menos atenta que conozco.
—¿Qué hace aquí? —Katy recobró el habla con irritación. ¿Cómo se atrevía a
presentarse para causar más complicaciones?
—¿Qué le ha hecho pensar que iba a ser bienvenido en mi casa? Es usted el
hombre más altanero que…

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—Hablaremos sobre eso adentro. Comienza a hacer frío y su vestido es muy


fino.
—Es asunto mío —replicó—. ¿Es que piensa que tiene derecho a…
—Entre y no discuta —murmuró calmado—. Esto resulta cansado. Deseo hablar
con usted. En el estudio se negaron a darme su número de teléfono, así que, dadas
las circunstancias, he tenido que venir. ¿De acuerdo?
—Bueno, sí —murmuró a regañadientes—. Pero nada impide que hablemos
aquí.
—Pienso lo contrario. Ande, entremos. La cogió de la muñeca y tiró de ella para
entrar y luego dio un portazo. Permanecieron muy cerca en el oscuro pasillo,
respirando con agitación, y Katy creyó que él la abrazaría, como lo había hecho la
noche anterior. Pero él la soltó y sonrió de manera cortés—. ¿Le molestaría
demasiado conducirme a su apartamento o seguirá mostrándose colérica y nada
hospitalaria?
—Está bien —replicó furiosa—. Puesto que no tengo alternativa y se que es
muy dado a provocar escenas, le informo que está en el tercer piso y que no hay
ascensor.
—Gracias —hizo una reverencia e indicó la escalera. Ofuscada, Katy le
precedió.
Al llegar a la puerta del apartamento Katy entró primero, encendió la luz del
salón y se iluminó tenuemente. Imperturbable, Martineau la siguió, se detuvo junto a
la chimenea y se apoyó en la repisa. La observó con severidad.
Katy se sentó en uno de los sofás e intentó mostrarse indiferente, como si lo
sucedió la noche anterior no la hubiese afectado y como si fuese lo más natural
recibir en su casa a un actor conocido en todo el mundo.
—¿Quién ese joven? —preguntó con tono autoritario.
—Un amigo.
—¿Un viejo amigo?
—No es de su incumbencia —replicó irritada—. Pero, como lo pregunta, sí, es
un viejo amigo.
—Comprendo —repuso con frialdad—. ¿No le parece que debería poner las
flores en agua? Sería una lástima permitir que se marchiten, ya que se las ha regalado
un viejo amigo.
Katy no le prestó atención a su sarcástica voz. Colocar el ramo en un florero le
permitiría tener algo en qué ocuparse, así que llevó las rosas a la cocina, abrió el grifo
y llenó una vieja jarra con agua. Sin prisa las colocó adentro, esperando que
Martineau entrase en la cocina. Se irritó porque él no lo hizo. Se vio obligada a
regresar al salón con las flores. Él sonrió con ironía.
—Muy bello —indicó el ramo, pero observó el rostro de Katy.

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Laurence Martineau se sentó en el sofá, frente a ella, se reclinó en los cojines y


observó la habitación. Llevaba ropa informal y Katy se preguntó en dónde habría
estado la noche anterior y ese día. Había llegado sin maletas y era lógico suponer que
tendría una casa en Londres y que debía haberse cambiado en ella. Quizá se alojaba
en casa de la mujer con quien pensaba casarse. ¿Viviría ella en Londres?
—¿Funciona la chimenea? —preguntó Martineau.
—Sí —la pregunta la sorprendió—. Pero no se nos permite quemar leña,
aunque en ocasiones lo hacemos. En la cocina hay leña y carbón. ¿Por qué lo
pregunta?
—Parecería más acogedora y la calentaría. Quizá le daría un poco de color a su
pálido rostro. No sé por qué, pero me gustan las chimeneas. Siéntese. Le serviré algo
de beber y encenderé el fuego.
Se puso de pie, la acomodó en el sofá, buscó y encontró unos vasos y sirvió un
poco de whisky escocés. Entró en la cocina y regresó con leña mientras Katy,
anonadada, se preguntaba qué diablos le estaba pasando.
—¿Suele entrar en casa ajenas, ordenar que una se siente, servir algo de beber y
encender el fuego?
—No —sonrió—. Supongo que no, pero me da la impresión de que usted
necesita en este momento un poco de organización. Está pálida y el calor y el whisky
la animarán. ¿Tiene algo que objetar?
—¡Oh!, no, está en su casa.
—Gracias —ignoró la inflexión irónica.
Se sirvió él otro whisky escocés y se sentó frente a Katy. El fuego comenzó a
chisporrotear y a calentar la habitación.
—Muy bien —murmuró y estiró las piernas hacia la chimenea—. Esto es mucho
mejor. ¿Vive sola?
—No.
—¿Es preciso que me canse jugando a los acertijos o me dirá quién vive con
usted?
—¿Para que quiere saberlo?
—Me gustaría saber algo más sobre usted —respondió muy serio—. ¿Es un
crimen? Dígame, ¿se trata de una tía solterona? Lo dudo. Seguro que es una
compañera con gafas, que le confía lo que ha leído en la biblioteca y lo que añora su
corazón. ¿Es un hombre joven o uno mayor con quien vive feliz sin los lazos del
matrimonio?
—Comparto el apartamento con otra chica —respondió Katy—. No lleva gafas,
ni se pasa las horas en la biblioteca. ¿Responde eso a su pregunta?
—En parte —la observó con atención—. No del todo. Pero tiene razón al decir
que no tengo derecho a preguntar.

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Katy le miró de soslayo y notó que seguramente él pensaba que su presencia era
lo más natural del mundo y que no necesitaba dar explicaciones. ¿A qué había
venido? ¿Qué deseaba y por qué hacía tantas preguntas? Quizá sólo deseaba saber
qué había pasado con su empleo y se sentía en parte culpable por el incidente en el
restaurante.
Pero su presencia la perturbaba y tuvo que sobreponerse para no mostrar
nerviosismo ni euforia. Trató de convencerse de que su reacción era el resultado de la
admiración que había sentido por él cuando le había visto actuar en el pasado. No
tenía la intención de prendarse de un famoso actor de cine y menos de permitir que
él imaginara que ella…
—¿Ha leído la prensa de esta mañana? —preguntó él.
—Algo —murmuró.
—Publicaron las mentiras acostumbradas. Dick Hunt ha debido disfrutar
hablando con los periodistas.
Al parecer, su despreocupación había desaparecido porque observaba las
llamas con la misma resignación que Katy le notó durante la noche anterior. Parecía
infeliz y la joven se preguntó por qué.
—¿Sube que le movió dos muelas a Dick Hunt? —a pesar suyo trató de
animarle—. Ha tenido que ir al dentista esta mañana temprano.
—¿De veras? —su rostro se animó levemente y sonrió. Supongo que debería
sentirme culpable, pero la verdad es que es la primera noticia buena que he tenido
hoy —la miró con diversión maliciosa y Katy rió.
La risa aligeró un poco la tensión y la chica se sintió mejor.
En ese momento, Martineau se puso de pie y Katy, acongojada, pensó que se
marcharía, pero él se limitó a servirle otra copa.
—Ahora, dígame por qué ha abandonado su trabajo.
—He renunciado esta mañana —confesó tranquila—. Pero me han despedido al
mismo tiempo. Eso es todo.
—¿Por qué ha renunciado? —preguntó sin despegar los ojos de la joven.
—No lo sé, aunque sabía desde hace tiempo… que no era el trabajo adecuado
para mí.
—¿Ha influido en su decisión lo que le dije anoche?
—Lo que usted me dijo sólo cristalizó ciertas cosas. Ya había pensado antes
renunciar. De todos modos, no tiene importancia, porque Dick me despidió y lo hizo
por teléfono.
—¿Qué hará ahora? —inquirió Martineau—. ¿Elegirá una de las posibilidades
que mencionó ayer?
¿A qué se refería? De pronto, Katy se dio cuenta que hablaba sobre lo que ella le
había revelado acerca de su idea del matrimonio y de echar raíces.

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—No lo sé, no he tenido tiempo de pensarlo…


—Comprendo —murmuró a secas.
Katy comprendió lo que Martineau pensaba cuando notó que él observaba las
rosas.
—Es usted muy joven —comentó como si no tuviese más que decir.
Martineau se puso de pie y paseó por la habitación. Su indiferencia fue hiriente
para Katy.
—No tanto —replicó—. Tengo veintitrés años y sé lo que quiero.
—Lo mismo pensaba yo a los veintiocho —comentó tenso—. Y ya había visto
más mundo que usted. Ahora tengo treinta y ocho, que seguro que para usted es una
edad muy avanzada. Por experiencia, dudo que sepa lo que quiere y supongo que no
escucharía mis consejos.
No se mostraba tan indiferente y casi parecía agitado. Con desesperación, Katy
trató de recordar qué le había sucedido a los veintiocho años para quedar tan
amargado. Pero no lo recordó porque no tenía buena memoria para las fechas. Al ver
su apesadumbrado rostro y sus misteriosos ojos, su corazón se encogió. ¿Por qué era
tan infeliz?
—No comprendo por qué dice eso. Sí escucharía sus consejos.
—¿De veras? —inquirió casi enfadado, volviéndose para observarla—. No sabe
lo que dice. ¿Por qué habría de seguirlos? Acabo de ayudarla a perder el empleo y a
que aparezca su nombre en unos viles reportajes… De todos modos… ¡Dios es
testigo que he dirigido mal mi vida! ¿Qué derecho tengo para aconsejar a los demás
sobre lo que deben hacer?
—No veo que lo haya hecho mal —replicó indignada—. Es un magnifico
actor…
—¡Un actor de cine! —rió sin diversión—. Negociable, en el lenguaje de
Hollywood. Tengo un agente, un administrador y un contable. Me pagan un millón
de dólares por película, pero pago la pensión del divorcio. ¡Ah, si, un magnífico
actor!
—Nadie le obliga a actuar para el cine y no sé por qué lo hace. Puede regresar al
teatro cuando lo desee.
—¿Eso cree? —inquirió con fiereza—. Dicho por usted suena muy fácil, con la
experiencia de sus escasos veintitrés años. No sabe nada.
—Lo sé. Puede ganar bastante dinero en el teatro; no existe problema, ya que le
contratarían las mejores compañías.
Estaban frente a frente, a poca distancia, y el rostro de Martineau se tornó
sombrío por la ira. Katy se atemorizó por esa fiera y amargada expresión. La joven no
sabía qué la había hecho hablar con tanta osadía; quizá había sido la bebida, tal vez la
tensión de ese largo día, pero sobre todo debía haber sido un impetuoso deseo de
revelarle lo que ella sentía con tanta pasión.

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Durante un instante temió que él fuera a golpearla. Pero de pronto, la ira


desapareció del rostro masculino para dar paso a una expresión burlona, aunque sus
ojos seguían mostrando dolor.
—¡Que enternecedora preocupación! Su interés me ha sobrecogido. Debo
decirle, querida, que el dinero no tiene importancia, así que en ese aspecto se
equivoca. ¿Cambiamos de tema? Este resulta muy aburrido.
—¿Por que? —exigió—. ¡No lo dice en serio! Hace un minuto no parecía
aburrirle, estaba enfadado y amargado. ¿Por qué finge?
—No me sermonee. Permítame servirle la última copa. No he venido para que
me diga lo que debo hacer con mi vida.
—¡No sea condescendiente! —dijo casi gritando. La burla desapareció de las
facciones del actor. Se acerco a ella, le escudriño los ojos y pareció quedar satisfecho
de lo que vislumbró en ellos.
—Katy —murmuró lleno de emotividad—. ¿Es sincera conmigo? Pienso que si,
no puedo estar seguro.
Katy se estremecía y pensó que él lo estaba intuyendo.
—Le he revelado lo que creo —bajó la cabeza—. Quizá no tenga derecho a… Me
he entrometido y no comprendo… Lo lamento.
Martineau no respondió, pero seguía observándola. Katy deseó tocarle,
mostrarle algún gesto afectivo. Él habló de nuevo:
—Está cansada. No debía haber venido ni hablar sobre… todo esto.
—No estoy cansada —aseguró, temerosa de que él se fuera y la sumiera otra
vez en el vacío—. No quiero que se vaya.
—Es lo mejor —sonrió burlón—. No está bien visto que una damita anime a un
disoluto actor a quedarse con ella a esta hora de la noche. Sobre todo una damita con
tantas perspectivas.
Katy estuvo a punto de preguntarle qué perspectivas, pero él se lo impidió. Se
alejó y habló de manera impersonal.
—¿Le interesaría colocarse en otro empleó? —inquirió, después de echarle otra
ojeada a las rosas—. Es algo temporal, durante unos meses. Es posible que no le
interese un puesto de tan corta duración… sería hasta que le salga otro mejor.
—¿Un empleo? —jamás imaginó que diría eso.
—Sí —respondió al dirigirse hacia la puerta—. No está de acuerdo con sus
capacidades, pero podría serle agradable y sería durante poco tiempo.
—¿De qué se trata?
—Para serle franco, supongo que no le gustaría —murmuró cohibido—. Mi
secretaria va a casarse y se ausentará unos meses, quizá tres o cuatro, a lo máximo.
Durante su ausencia necesitaré a alguien en Francia. El trabajo es aburrido y,
sobretodo, se trata de escribir cartas y mantener mis papeles en orden, no es trabajo

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arduo, pero yo no sé hacerlo. Será en Provenza, que en esta época del año es muy
bella.
—Comprendo —respondió Katy.
—Si lo desea, sería sólo un mes. Me ayudaría y me ordenaría un poco las cosas
hasta que regrese mi secretaria…
Con torpeza y cohibidos se observaron. Katy creyó saber por qué le ofrecía ese
puesto. Seguramente le tenía lástima y se sentía un poco culpable. Sin embargo, el
ofrecimiento no le causó resentimiento; al contrario, la animó. Sería agradable ir a
Provenza y le daría un respiro. Le permitiría pagar las deudas, enviarle dinero a su
madre, comprar la bicicleta para su hermana… Sintió un gran alivio.
—¿Cuándo necesita mi respuesta? —trató de hablar indiferente.
—Pasado mañana regreso a Francia.
—Le avisaré mañana. ¿Le llamo por teléfono?
Ambos mostraban una ridícula formalidad, sobre todo compara con la manera
en que habían hablado antes.
—Deme su número de teléfono. La llamaré mañana. Si lo desea, le daré mas
detalles entonces. Le pagaré el mismo sueldo que ganaba en Metropolitan.
—Llámeme mañana por la tarde —murmuró con más calma de la que sentía y
le proporcionó el número—. ¿Necesita papel para anotarlo?
—Lo he grabado en mi mente. La llamaré mañana a las cuatro de la tarde —le
estrechó la mano—. Buenas noches.
Antes de que Katy pudiese decir algo más, Laurence Martineau había abierto,
salido y cerrado la puerta.

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Capítulo 5
Tan pronto como el avión cruzó el Canal, las nubes se despejaron y Katy pensó
que podía ser un buen presagio. Pero todavía volaban muy alto para poder distinguir
algo concreto. Miro su reloj de pulsera; faltaba cuando menos media hora para que se
iniciara el descenso. Se tomó el zumo de naranja que le ofreció la azafata y se
preguntó si no debería beber algo más fuerte para calmarse los nervios.
Todo había sucedido con demasiada rapidez. Hacía apenas ocho días que había
ido al aeropuerto en el Daimler para recibir a Laurence Martineau; seis días antes él
se había presentado en su apartamento; cinco días antes había aceptado viajar a
Provenza…
No fue una decisión fácil. De hecho, de no haber estado tan necesitada de
dinero y de conseguir un empleo, jamás habría aceptado. Casi todos le dijeron que
estaba loca, porque consideraban que había tomado una decisión equivocada.
Al pensar en Bob se sintió culpable y se movió inquieta en el asiento. Él había
ido a desayunar, pero ella no le había contado lo sucedido, aunque terminó
diciéndoselo por el incansable interrogatorio que él le hizo. Bob se enfadó mucho y
no la comprendió.
Hubo un momento en que Katy pensó que le sería imposible viajar a Provenza.
Sin embargo, cuando Laurence Martineau la llamó, aceptó sin titubeos, hecho que la
sorprendió. A partir de aquel instante la situación empeoró. Bob llegó a visitarla
cuando Jane se encontraba en el apartamento y no cesaron de discutir, sin llegar a
ningún acuerdo.
Jane permaneció indolente en el sofá, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Casi
todo el tiempo guardó silencio, pero llegó un momento en que se puso de pie y se
desperezó.
—Debo deciros que los dos sois muy aburridos —murmuró—. Salta a la vista la
motivación que tuvo Martineau para ofrecerle el puesto a Katy y por qué Katy ha
aceptado. Creo que se atraen. ¿Qué tiene de malo? Os deseo buena suerte. Envíanos
una tarjeta postal, Katy querida. Me voy a la cama.
Salió del salón dejando un pesado silencio.
—¿Es cierto, Katy? —inquirió Bob, quedo.
—Por supuesto que no. Son tonterías típicas de Jane.
—Espero que sepas en lo que te estás metiendo.
Katy jamás había visto tan enfadado a Bob.
Recordó la escena cuando el avión se disponía a aterrizar. Desde luego no eran
ciertas las palabras de Jane y Katy logró convencer a Bob de que nada había entre ella
y Martineau. Él fue a despedirse de ella al aeropuerto pero el ambiente entre ellos
estuvo tenso.

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Se trataba sólo de un empleo y había sido tonta al preocuparse por lo que Jane
había comentado y más aún por permitir que el recuerdo de un beso junto al canal
permaneciese en su memoria. En vez de recordar tonterías debería estar pensando si
sería suficiente su habilidad para mecanografiar.
El avión aterrizó con suavidad. Katy miro por la ventanilla y vio que el
aeropuerto de Tolón era pequeño. Katy entró en la terminal, encontró sus maletas y
pasó la aduana. Nerviosa, miró a su alrededor porque Martineau le había prometido
ir a buscarla. Se abrió camino hacia el vestíbulo, pasó por los mostradores de alquiler
de coches, por un pequeño café y lo vio.
Laurence Martineau estaba de pie, apoyado en la pared, junto a las puertas de
cristal que daban a la calle. Era alto, esbelto, de cabello negro y su traje blanco hacía
que resaltara más su tez bronceada. Entre el bullicioso y movido aeropuerto parecía
un solitario espectador que no participaba. Tan pronto Katy le vio el movimiento y el
bullicio desaparecieron. Para ella sólo existía ese hombre, despacio que les separaba y
un gran silencio.
—¡Katherine!
Caminó hacia ella y le estrechó la mano cálidamente. El bullicio se reanudo.
—El coche esta fuera. Salgamos de esta confusión. Estaremos en La Bayardière
en veinte minutos y he puesto a enfriar una botella de vino blanco. Debe estar
agotada.
Le cogió las maletas y la condujo afuera. Su coche estaba aparcado frente a la
puerta. Era un hermoso y viejo Lagonda, convertible. Cuando estuvieron dentro,
iniciaron el trayecto.
—¿Se siente bien? Está un poco pálida.
—Estoy bien —sonrió.
—¿No le molesta que esté abierto el techo? —la observó con malicia—. Hace
estragos en los peinados.
—En absoluto —tuvo que gritar para la escuchara.
—¿Ha tenido buen vuelo?
Katy asintió.
—Tiene suerte de que el tiempo se mantenga estable. Ha hecho demasiado calor
y parece que estamos en verano.
Recorrieron la carretera que iba del aeropuerto a la ciudad de Tolón y luego, a
lo largo de la costa, hacia Niza y Cannes; después cogieron un sendero con curvas
que subía las colinas. Katy miró a su alrededor y dejó de respirar ante tanta belleza.
Las colinas estaban frente a ellos, altas, con grandes pliegues y en lo alto se veían
rocas y esbeltos cipreses.
Al subir la cuesta, pasaron algunas alquerías de tejados de tejas rojas, paredes
amarillas y persianas ocres. Volvieron a doblar y enfilaron por un camino más

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estrecho y más inclinado. Grandes macizos de romero y espliego rozaban los lados
del coche.
De pronto, al doblar un recodo y apenas librar el borde de un precipicio, Katy
vio un inmenso muro, color ocre, cuya reja de hierro estaba abierta. Entraron a un
amplio patio en donde aparcó Martineau.
Era un patio empedrado, rodeado de altos muros, dos de los cuales parecían
estar construidos en la misma colina. A la derecha estaba la gran alquería, de altas
ventanas. Frondosas viñas crecían frente a la casa; aun lado había una gran pérgola,
provista de una mesa y varias sillas. A la izquierda, Katy vio una escalera en espiral.
La casa en sí no se veía, aunque daba la impresión de ser muy alta y grande.
—Entremos —Laurence la ayudó a salir del coche—. Más tarde, Gastón le
subirá sus maletas.
Al acercarse a la escalera se oyó el estrépito proveniente de la alquería. Katy
vislumbró tres pequeños rostros que observaban curiosos por las ventanas. Una
pequeña y morena mujer salió de la casa.
—Bonjour, Monsieur Martineau —gritó y agitó los brazos con energía.
—Bonjour, Marie-Christine —Laurence la saludó a su vez—. Voici Mademoiselle
Sutcliffe, elle est arrivée.
—Bonjour, Mademoiselle —gritó con alegría la mujer—. ¡Bonjour et bienvenue!
—Bonjour, Madame —respondió Katy antes de que Laurence la condujese
escalera arriba.
—Es el ama de llaves —comentó—. Su familia ha vivido aquí durante
generaciones. Gastón es su marido. Sus tres pequeños están impacientes por conocer
a la mademoiselle inglesa.
Llegaron al descansillo final de la escalera y Katy tuvo la oportunidad de
admirar la vista de La Bayardière.
Era una casa larga, de dos pisos. En el extremo había una torre, el doble de alta
que la casa, coronada con nichos de piedra para las palomas. Los tejados eran de tejas
de terracota, que a la luz del sol tenían color naranja, y las grandes filas de ventanas,
a lo largo de la fachada daban al amplio valle y a las colinas más lejanas.
Delante de la casa había una terraza pavimentada, con abundancia de flores y
hierbas. Se sentía una absoluta quietud y sólo se oía el ruido de la brisa al agitar las
ramas de las plantas trepadoras y el grito de las cigarras en las laderas.
Laurence Martineau permaneció al lado de Katy y observaba su rostro para no
perderse su reacción. Katy pensó que nadie podría no sentirse feliz y tranquilo ante
tanta belleza.
—¿Le gusta? —preguntó él emocionado.
—Es la casa más bella que he visto en mi vida.
—Me alegra —sonrió—. ¿No se arrepiente de haber venido? Pensaba que no le
gustaría porque estamos aislados y… algunas personas… —titubeó ensombrecido y

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Katy comprendió que se refería a su ex esposa—, algunas personas consideran que


esto está demasiado alejado. El pueblo más cercano está a cinco kilómetros de
distancia.
—Es un refugio perfecto —murmuró un tanto cohibida por la evidente
referencia que había hecho sobre Camila Drew.
—¿Un refugio? En cierto sentido, supongo que es eso lo que significa para mí.
Pero no debería serlo. En el pasado fue un hogar. Ahora estaremos solos y espero que
no se aburra —la cogió del brazo y la llevó dentro.
Katy vio el suelo de piedra, paredes blancas, bellas pinturas y un viejo armario.
Martineau señaló dos pesadas puertas de roble, con viejos tiradores de latón.
—A la derecha está el comedor y las cocinas, aunque comemos a la intemperie
cuando el clima lo permite. A la izquierda se encuentra mi estudio, el salón y otras
habitaciones. Más tarde se las enseñaré. Supongo que le gustaría subir a su
habitación. Después de que se hayas refrescado, baje y comeremos.
Subieron la amplia escalera de desiguales escalones de cedro.
—Muchas de las habitaciones no se usan. Todas las del fondo están cerradas.
Esta es la mía y la suya queda al final del pasillo.
Pasaron frente a otras puertas y Katy deseó abrirlas, pero Laurence la condujo
al extremo, en donde abrió una puerta, enmarcada por un arco de piedra. La invitó a
entrar.
Era una inmensa habitación cuadrada, de suelo de madera y sencillas paredes
blancas. Había dos ventanas enormes, con persianas, adornadas con pesadas cortinas
de brocado. En una de las paredes había un gran armario, labrado con motivos de
hojas de cedro y piñas; en la otra, una gran chimenea con repisa de mármol, encima
de la cual pendía un cuadro de una bella joven mujer con el largo cabello recogido en
la nuca.
—Mi madre —señaló él—. Lo pintó Tchelichev en París un poco antes de su
matrimonio. Pasó su luna de miel en esta habitación y ese armario es un regalo
tradicional para las novias. Las hojas de cedro y las pinas significan fertilidad para
los provenzales. Al menos, eso me dijeron.
Encantada, Katy miró a su alrededor, estaba cómoda en ese fresco ambiente.
Había pocos muebles, sólo un arcón, una mesa redonda, una enorme cama de cuatro
postes labrados y una colcha blanca.
—Por aquí queda el baño —señaló una puerta al otro extremo—. Espero que no
le falte nada.
—¡Estoy segura de que no! —exclamó feliz—. Gracias, todo es tan bello que no
puedo creerlo. ¡Parece un cuento de hadas!
Martineau sonrió y parecía que iba a tocarla, pero dio un paso atrás.
—Me alegro de que le guste. Hoy tomaremos las cosas con calma,
comenzaremos a trabajar mañana temprano, después de que haya descansado.

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Se volvió y dejó sola a Katy. La joven exploró la habitación. El baño resultó estar
dentro de la torre. Tenía suelo de mármol y una bañera con inmensas garras a
manera de patas que era la más grande que jamás había visto. Había un sin número
de toallas blancas, jabón de delicado aroma y un largo espejo.
Se lavó deprisa, se echó un poco de agua de colonia. Se miró en el espejo y se
cepilló el frondoso cabello, que se dejó suelto. Se había comprado un vestido nuevo
para viajar y tenía otros, también nuevos, en la maleta. El vestido que llevaba era de
algodón color azul marino. Se quitó la chaqueta y se quedó con el vestido de verano,
sin mangas. Se pintó los labios, noto que estaba nerviosa y sus manos le temblaron
cuando bajó. Laurence Martineau la esperaba en la terraza y la llevó a uno de los
lados de la casa, cercano a la torre, donde había una pérgola y una mesa cubierta con
mantel blanco.
La invitó a sentarse en una silla de mimbre con cojines y le sirvió una copa de
un vino verdoso. Sus ojos se encontraron y durante un momento la joven creyó ver
un destello de admiración en los de él. Sin embargo, Martineau no dijo nada y se
volvió para servirse una copa.
—Deseo que su estancia aquí sea agradable —brindó.
—Ojalá resulte buena secretaria —respondió riendo.
Era buena en su trabajo anterior, así que debería ser buena secretaria.
Sentados a la sombra, observando la bella panorámica del valle, se tomaron el
vino. Marie-Christine se presentó poco después. Les sirvió una ensalada de aceitunas
y tomates, sardinas frescas de la costa, asadas en hojas de parra y, finalmente, quesos
y una canasta con manzanas, melocotones, cerezas y peras. Katy se sentía en paz y
soñolienta a causa del vino, el sol y la comida.
—¿Le gusta montar a caballo?
—Mucho —respondió Katy, saliendo de su ensoñación.
—Lo haremos alguna vez. También contamos con solitarias y bellas playas, a
poca distancia de aquí. Podemos ir al mercado. Tolón tiene uno de los mejores
mercados de Francia.
—He venido a trabajar —comentó Katy sintiéndose incómoda—. No debe
preocuparse por buscarme entretenimientos.
—La vida sería muy aburrida si se trabajara todo el tiempo, Katy.
—Es usted extraño —sonrió—. ¿Por qué me llama Katy?
—A hora, lo haré con más razón. El nombre le sienta bien, sobre todo cuando se
sulfura y frunce el ceño.
—¡Dios mío! ¿Tan desagradable resulto? —rió.
—Quizá se debe a que la han mimado demasiado. Me recuerda a la Fierecilla, la
protagonista de una obra de Shakespeare, que necesitó que la domaran.
—Según lo que sé, Katy era muy débil —refutó un poco enfadada, porque no se
consideraba mimada—. De haber tenido un poco de respeto propio, jamás habría

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aceptado casarse con ese bravucón de Petruchio ni pronunciado el discurso final,


cuando promete obedecerle en todo.
—Las mujeres modernas piensan igual que usted —sonrió—. Es extraño cómo
cambian las cosas. Hace cincuenta años se opinaba que era un discurso generoso y
admirable. Cuando se ama a alguien no se imponen condiciones, ¿no le parece? Uno
se entrega totalmente. Katy sólo llegó a aceptar que para ella Petruchio era más
importante que el orgullo. Ambos aprenden mucho en el transcurso de la obra.
—No veo qué aprende él —refutó Katy—. Sólo quiere demostrar su dominio
sobre ella. El amor no le da derecho a dominarla ni a humillarla.
—Es cierto, pero quizá la escena trate de algo más que de una competencia
entre los dos. Es posible que Petruchio necesite una señal que le indique que ella le
ama. Los hombres necesitan eso, Katherine.
Guardaron silencio y Katy tuvo la impresión de que se había abierto un gran
abismo entre ellos. A lo mejor había dicho algo indebido, aunque, de todos modos, él
se abstrajo y ella creyó que pensaba en algo desconocido e incomprensible para ella.
También Laurence intuyó su cambio de humor y se puso de pie.
—Tengo trabajo pendiente para esta tarde —anunció con formalidad y de
manera distante—. La dejaré para que descanse. Puede recorrer la propiedad si lo
desea. Pero si quiere tomar el sol, la terraza es el sitio más indicado. Cuídese, el sol es
traicionero. Si quiere leer hay muchos libros en mi estudio. La veré después; disfrute
de una tarde agradable.
Katy se sintió cohibida. No debía haber discutido ni haber bebido tanto vino.
Estaba segura de que lo que había dicho ella le había traído recuerdos a Martineau
sobre su matrimonio. Permaneció en la terraza un rato más, hasta que oyó que el
coche de él se alejaba hacia el valle. Decidió ir a buscar un libro.
Ya en el vestíbulo, titubeó, no sabiendo qué dirección tomar. Pero al abrir la
puerta de la izquierda se encontró frente a lo que suponía era el estudio. Las paredes
estaban cubiertas de libros, había dos escritorios, montones de papeles, dos sofás y
una chimenea. Se sentía como si fuera una intrusa. Cerró la puerta y se acercó a una
de las estanterías para coger cualquier libro.
Se sentía soñolienta por el vino, el sol y el viaje, así que subió a su habitación
para leer en ese fresco ambiente. Como sus maletas ya estaban allí, sacó su ropa y la
colocó. Contenta de estar sola, aunque perturbada y nerviosa por la conversación, se
acostó en la inmensa cama y abrió el libro.
Un recorte de periódico cayó de entre las páginas y lo recogió. Era una foto de
la boda de Laurence Martineau. Estaba descolorida y amarillenta, rasgada por los
bordes, como si la hubiesen arrancado de una hoja de periódico.
“Ayer, en el Oratorio Brompton, Laurence Martineau, de veintiocho años de
edad y actor, se casó con la señorita Camilla Drew, su compañera teatral en la obra
Hamlet…” Faltaban las demás palabras. La fotografía mostraba un grupo de
personas. Laurence Martineau y Camilla Drew, con un hermoso vestido de encaje
blanco.

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De pronto Katy recordó algo que le había dicho Martineau en Londres.


“Creía que sabía lo que deseaba a los veintiocho años”. ¿A qué se había
referido? Katy se sintió infeliz, un tanto culpable por haber encontrado el recorte. Lo
dobló y lo metió dentro del libro. No se explicó por qué no deseaba recordar el
matrimonio de Martineau. Cerró los ojos, se apoyó en la almohada y se durmió.

Fue un sueño inquieto, lleno de pesadillas. En ellas Camilla se le acercó, pero no


era bella ni mundana, sino un espectro delgado, pálido, malévolo y desquiciado. El
viento agitaba su largo cabello rubio. Katy buscaba a alguien, pero siempre
encontraba a Camilla. Primero en una calle y luego en la orilla del mar. Al final Katy
se encontraba en el borde de un alto risco y las gaviotas revoloteaban a su alrededor.
—¿No puedes verlo? —murmuró una voz—. Mira allá abajo… —de pronto
Katy sintió la presión de dos pequeñas y heladas manos en su espalda que la
empujaban hacia el precipicio. Al caer, levanto la cabeza y vio a Camilla riendo como
loca, en brazos de Laurence.
Despertó acongojada y sin saber dónde se encontraba. Sintió el fresco algodón
de la sábana, miró al suelo y vio el libro que había caído. Recordó la habitación y los
sucesos de ese día. La única foto de Camilla en la casa era la del recorte de periódico,
pero era lógico puesto que el divorcio había sido para él muy desagradable. Katy se
estremeció y sintió frío.
Se levantó, se lavó la cara, subió las persianas y miró hacia afuera. Poco a poco
se fue desvaneciendo la pesadilla y la realidad se estableció. Katy se sintió mejor,
pero presintió que la habían prevenido. Se dijo que no debería dejarse influir por lo
que había leído ni por la rápida sucesión de acontecimientos de los días pasados y
que tanto habían alterado su vida.
No debí a pensar en Laurence Martineau, debería dominarse y proseguir con el
trabajo. Se prometió no pisar territorios indebidos, no preguntar acerca del pasado ni
por qué Martineau no trabajaba en el teatro.
Al bajar encontró a Martineau sentado en la terraza, con uno de los gatos en el
regazo. Katy no hizo ruido al cruzar el umbral. Él acariciaba rítmica y
abstraídamente al gato y de nuevo se mostraba taciturno. Parecía no ver lo que había
a su alrededor, más bien daba la impresión de estar recordando el pasado. Cuando se
dio cuenta de su presencia fue cortés, pero distante.
Más tarde, Marie-Christine les sirvió una maravillosa cena, en el comedor, a la
luz de unas velas y con las persianas abiertas que permitían la entrada de la brisa.
Acompañaron la cena con un vino rosado de la región, enfriado en altas copas.
Tomaron café junto a la chimenea del salón y la conversación se tornó más
vaga. Laurence se abstrajo de nuevo observando las llamas. Cuando Katy estuvo a
punto de disculparse para retirarse a su habitación, él se levantó y avanzó hasta la
ventana.
—¿Le mostraron oposición antes de venir?

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—¿Oposición?
—El viaje fue repentino. Pensé que alguien… su familia…
—Ah, sí la hubo —concedió al recordar la escena en su apartamento y los
comentarios poco discretos de Jane y la reacción de Bob—. A mi madre no le ha
gustado la idea y algunos de mis amigos han pensado que…
—¿Qué cosa? —se volvió para observarla.
—Que haría mejor quedándome en Londres y buscando otro empleo en la
televisión —respondió.
—Comprendo. Sus amigos… ¿Por qué no les ha hecho caso?
—Estaba emocionada con la idea de conocer Provenza y además… será por
poco tiempo, unas semanas o pocos meses… —de pronto comprendió que le había
faltado tacto, ya que había dado a entender que consideraba el viaje como unas
estupendas vacaciones.
—Nos aseguraremos de que vea la región mientras está aquí, para que el viaje
no haya sido en balde —la miró con frialdad—. Y, como dice, será por poco tiempo.
Muy pronto reanudará su vida en Inglaterra…
Katy se estremeció sin saber si era de frío o por el tono de su voz.
—Discúlpeme. Estoy muy cansado y tenemos bastante trabajo para mañana.
¿Podrá bajar a mi estudio a las nueve y media? Desayuno temprano… Marie-
Christine le llevará el suyo a su habitación.
Katy se puso de pie y le deseó buenas noches. Él respondió distraído, casi sin
mirarla.
La joven subió a su habitación sintiéndose desairada, irritada consigo misma y
muy nerviosa. No tenía sueño, a pesar de que era bastante tarde. Laurence Martineau
estaba de pie en la terraza. En el momento en que ella se asomó a la ventana para
bajar las persianas, él se volvió y Katy creyó que observaba la casa. Con esa
inmovilidad característica de él, permaneció quieto, iluminado por la luz de la luna.

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Capítulo 6
Katy durmió mal y se despertó temprano. Se bañó, se vistió y luego desayunó
con la deliciosa fruta, el café y los bollos que Marie-Christine le había llevado. A las
nueve y veinte bajó y entró en el estudio. Laurence Martineau estaba sentado ante su
escritorio.
—Buenos días, ¿ha dormido bien? —él levantó la cabeza.
—Gracias, muy bien.
—Entonces, comenzaremos el trabajo —sonrió con formalidad—. Espero que no
le moleste que sea domingo, pero voy retrasado.
—Por supuesto que no.
—En términos generales, creo que será mejor que trabajemos por las mañanas.
Por las tardes hace demasiado calor y necesitará dormir la siesta…
Le señaló el otro escritorio, en ángulo recto al de él. Estaba ordenado y había un
montón de cartas y paquetes.
—Comprenderá con facilidad la mayoría de las cartas. Las de mi agente y las de
mi contable me llegan directamente. Todo lo demás puede atenderlo usted.
—¿Todo lo demás? —inquirió al ver el montón.
—Seguro. Casi todas son cartas de admiradores. No quiero leerlas, limítese a
responder lo más amablemente que pueda. Si piden fotografías, hallará algunas en el
archivador. Encontrará peticiones para entrevistas, rechácelas todas. No me importa
si se trata de The Times o de algún estudiante norteamericano haciendo su doctorado
y que desea que le escriba su tesis. La respuesta siempre será no. ¿Está claro?
Katy asintió.
—También encontrará libretos, no deseo leerlos. Si tiene tiempo e interés, puede
leerlos. Si se trata de una película y le parece interesante, envíesela a mi agente… Si
se trata de una obra teatral, devuélvala y diga que estoy comprometido. ¿Alguna
pregunta?
Katy movió la cabeza. Todo eso no parecía muy ameno y le extrañó que él no
leyese los libretos.
—Con respecto al teléfono, no contestó llamadas, aunque no habrá muchas,
porque sólo mi agente tiene el número; las llamadas personales entraran por línea
directa. Estoy seguro de que lo hará de manera encantadora… habrá adquirido
experiencia al trabajar con Hunt. ¿Está claro?
—Muy claro —respondió.
—Mi secretaria dejó instrucciones para usted —indicó una hoja
mecanografiada, en la bandeja con el letrero de SALIDA—. Le explica lodos los
procedimientos, el sistema de archivo y todo lo demás. Encontrara modelos de cartas
para cubrir cualquier contingencia. Pero si tiene alguna duda, pregúnteme.

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—No le quepa la menor duda de que así lo haré.


—Y, por favor, no se preocupe demasiado —sonrió—. Descubrirá que algunas
de las cartas de las admiradoras son un poco extremosas, aunque la mayoría piden
fotos o autógrafos. Sin embargo, hay mujeres demasiado persistentes; no les haga
caso. Cada persona obtiene un máximo de tres respuestas; si escriben más rompa las
cartas porque quien así lo hace cree que está enamorada o es una histérica. Las cartas
en las que amenazan suicidarse son frecuentes. Espero que sepa cómo contestarlas.
—Lo intentaré —respondió Katy.
—¿No le molestará que esté yo presente? Suelo trabajar aquí por las mañanas.
Trataré de no molestarla.
—No me molestará.
Katy se sentó y cogió la hoja de las instrucciones. Daba testimonio de eficiencia,
tal como había supuesto. A los pocos minutos Laurence estaba concentrado en el
trabajo y parecía haber olvidado la presencia de la joven. Katy leyó la lista numerada,
muy consciente de la presencia de Martineau, a un metro de distancia.
Trabajó en silencio. Verificó el sistema de archivo para asegurarse de que
comprendía su organización. Abrió un fajo de cartas y paquetes y, después de un
rato, también ella se concentró. Después de clasificar el correo, que resulto como
Martineau había predicho, quitó la funda de la maquina de escribir. Mecanografiaba
bien y no tardó en acostumbrarse a ella.
Al comenzar a teclear se preguntó si no molestaría a Martineau, pero él pareció
no notarlo. La joven se alegró de que para mecanografiar tuviera que darle la espalda
porque tanta concentración la ponía nerviosa.
No se dio cuenta de cuánto tiempo trabajó; fueron algunas horas. De pronto
sonó el teléfono, pero no fue el de su escritorio, fue el de la línea directa. El repentino
timbrazo la sobresaltó y se volvió. Laurence la observaba con expresión sombría. Él
hizo una mueca de disgusto, pero levantó el auricular y Katy retornó a la máquina.
—Sí —oyó ella que decía él.
Luego hubo un largo silencio, Katy continuó tecleando.
—Muy bien —repuso él—. No, eso es imposible. ¿Qué?
Al sacar la hoja de la máquina, Katy le miró de reojo y se volvió para coger un
sobre.
—Entonces, será esta tarde. No puedo antes. Por supuesto.
Agitado, Laurence Martineau colgó, pareciendo haber perdido la compostura.
Levantó un delgado cortapapeles del escritorio y lo colocó encima de los papeles.
—Había pensado llevarla al mar esta tarde, pero no será posible. Es preciso que
salga. ¿Podrá arreglárselas sola?
Ella asintió, aunque le extrañó sentirse desilusionada.
—Por favor, no se preocupe por mí. Hay mucho trabajo.

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Laurence sonrió, forzado.


—¡Qué tesón! —exclamó sarcástico—. Me tiene impresionado.
—Estoy segura de que no es así, pero de todos modos…
—De todos modos haremos algo esta noche —había un extraño reto en su voz—
. La llevaré al pueblo. Conozco… la llevaré a misa en la iglesia del pueblo. Imagino
que no es católica.
Katy movió la cabeza, anonadada por la forma repentina en que él cambiaba de
estado de ánimo y la rapidez con que hacía planes.
—Yo lo fui —se encogió de hombros—. Ya no. La iglesia es muy hermosa y la
misa todavía se dice en latín. Creo que le gustará y, si se porta bien, quizá llegue a
estrecharle la mano el cura. Después la llevaré a cenar en el café, en la plaza. No es
Angelo, pero…
—Me encantaría —respondió sin pensarlo.
—¿De veras? —sonrió—. Entonces, somos dos los impacientes. ¿Hay algún
problema?
—Ninguno.
—La dejo trabajando. Le diré a Marie-Christine que a la una le sirva la comida
en la terraza. Por favor, no trabaje después de esa hora, no es necesario. Ahora,
discúlpeme —murmuró saliendo.

Katy tuvo tiempo para especular quién había llamado y por qué. Martineau
había comentado que se encontraría con esa persona por la tarde, pero había salido
antes del mediodía. El resto del día transcurrió con lentitud y cuando ella estaba
sentada en la terraza, observando el valle, después de las cinco, oyó el coche. Intuyó
que Martineau venía de mejor humor porque subió los escalones con ánimo, sin
trazas de la formalidad de esa mañana.
—No es necesario que se ponga de pie. Esta mañana se ha comportado como la
perfecta empleada, pero no debe llegar a extremos —hizo una pausa y Katy notó que
él parecía aprobar su arreglo—. Mucho tacto —comentó al señalar el sencillo vestido
oscuro, de mangas largas—. Para la misa las mujeres del pueblo se visten de negro,
de pies a cabeza y les molestaría ver que una extraña no sigue la norma. Aquí, esos
detalles son importantes. ¿Está lista para irnos?
Katy asintió.
—Tome —le entregó un pequeño paquete—. Es para usted. Ábralo —agregó al
ver que Katy se quedaba mirándolo.
Con dedos temblorosos y emocionada, Katy desdobló el delicado papel.
—¡Ay! —contuvo el aliento. Dentro de la caja encontró la más bella chalina de
fino encaje negro, hecha a mano y parecida a una mantilla española. Al desdoblarla
se ruborizó porque Laurence la observaba.

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—Es preciso cubrirse la cabeza en la iglesia y pensé que quizá no había traído
nada adecuado. Pero si no le gusta…
—¿Cómo no va a gustarme? Pero si es exquisita, es la más bonita…
—Entonces, póngasela y vayámonos.
Katy se la colocó sobre la cabeza y alrededor del cuello.
—¿Así está bien? —levantó la cabeza para que él diera su aprobación.
Laurence la observaba con atención.
—Quizá quede mejor así —estiró el brazo y le cubrió un poco más la cabeza. Se
trata de no realzar la belleza de una mujer y de que parezca…
—¿Modesta como una monja? —comento Katy divertida al intuir que Laurence
estaba cohibido.
—Algo parecido —comentó a secas—. ¿Nos vamos?
La iglesia, que databa del siglo catorce, era pequeña, de arcos redondos y bajos
y con sombras oscilantes. La iluminaban cientos de velas, colocadas delante de la
imagen de la Virgen, junto al altar. Se percibía el aroma del incienso. Se sentaron al
fondo de la nave y Katy notó que, aunque él se había arrodillado delante del altar
antes de tomar asiento, no se había santiguado con agua bendita como lo hacían los
demás.
La misa se inició y conforme se sucedían los rituales, Katy pronto olvidó su
ignorancia. Se puso de pie, se sentó y se arrodilló, imitando a los demás feligreses.
Cuando se arrodilló, le miró de reojo y vio que, aunque él también estaba
arrodillado, no tenía cerrados los ojos. Los tenía fijos en el pequeño altar, en donde
oficiaba el cura. Sonó la campana para la elevación de la Hostia y la diminuta iglesia
se llenó de un profundo silencio. Cuando los demás comenzaron a desfilar para
comulgar, él tocó su brazo con suavidad.
—Si no le molesta, nos iremos ya —murmuró y Katy le siguió.
—¿No toma la comunión? —preguntó Katy y de inmediato se amonestó por
tonta.
—No lo hago desde el divorcio.
La iglesia estaba en la cima de una colina empinada, en un extremo del pueblo.
Abajo, en la plaza, Katy veía luces y oyó la música de un acordeón. Al bajar, tropezó,
por los altos tacones, Y Laurence la sujetó para que recobrara el equilibrio. No le
soltó el brazo hasta que llegaron a la plaza pavimentada.
Con extrema formalidad, como si se tratase de un tío paseando a la sobrina que
le visitaba, él la condujo al pequeño café que daba a la plaza. Martineau saludó y
habló unas pocas palabras con los nombres en el mostrador de la cantina y luego
entraron en una pequeña habitación del fondo, amueblada con unas mesas y sillas.
Se sentaron en un rincón. Una jovencita de unos catorce años se presentó para
preguntarles qué querían tomar y les trajo pan y una jarra de vino. Eran los únicos
comensales, aunque se percibía un delicioso aroma proveniente de la cocina.

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—¡Qué sitio tan hermoso! —exclamó Katy y Laurence sonrió.


—A mí me gusta. Cuando termine la misa se llenará. El encargado de aquí, el
primo de Marie-Christine, es un magnífico cocinero. Ya lo verá.
Laurence se mostraba más tranquilo que nunca y Katy notó que allí le trataban
como a cualquier persona, sin deferencia.
—¿Viene a menudo? —preguntó con curiosidad.
—Bastante. Eso le da a Marie-Christine una noche libre y además me gusta.
—¿De niño venía a menudo? —preguntó Katy.
—Muy a menudo. Me obligaron a ir de la Ceca a la Meca; colegio en Inglaterra,
vacaciones en París con mi madre… pero aquí pasé mis mejores ratos. Hice mi
primera comunión con el cura que ha visto esta noche. Le conocerá más tarde porque
siempre viene a beberse un marc, que hace durar casi una hora. Si me ve me
sermoneará, quizá hasta me haga cumplir una penitencia.
—Seguro que se la merece —sonrió.
—Sobre eso no me cabe la menor duda —respondió perezoso—. El padre
Bernard vive con la esperanza de que me arrepienta de mis pecados y estoy seguro
de que esta noche sus esperanzas aumentarán.
—¿Por qué precisamente esta noche?
—Porque me acompaña usted, por supuesto —la miró con sorna—. Él tiene ojos
de lince y debió verme en la iglesia. Además me acompaña una joven e inocente
mujer, con la cabeza cubierta y que en este momento parece una novicia. Pensará que
usted es buena influencia para mí —volvió a sonreír—. No se equivocará.
—Sus palabras me halagan —rió Katy—. Pero dudo que sea cierto.
—De no estar conmigo, yo estaría pecando; habría ingerido, cuando menos, una
botella de brandy, y seducido a todas las mujeres del pueblo.
—¿A eso se dedica todas las noches cuando no estoy con usted?
—No le quepa la menor duda; sobre todo los domingos.
—En ese caso, me alegro de estar aquí —comentó en broma.
—También yo —levantó la copa con ironía—. ¡Salud!
Poco después, el café comenzó a llenarse. Les sirvieron la cena; que resultó
deliciosa. El acordeón de la cantina se oyó con más volumen y una mujer comenzó a
cantar, con voz cristalina y dulce. Embelesada, Katy la escucho y trató de
comprender las palabras.
—No resulta, me falta practicar el francés. No entiendo y me parece muy bello.
¿Qué canta? —preguntó Katy.
—Una canción de amor. Laurence volvía a ponerse taciturno y Katy no se
sorprendió cuando él le hizo una seña a la camarera para pagar la cuenta.
—Nos vamos a casa.

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Regresaron en coche a La Bayardière y guardaron silencio al recorrer los


tranquilos campos. Cuando Katy observó el perfil de Laurence, con ojos y expresión
inescrutables, recordó un poema que tuvo que aprender de memoria en el colegio.
¿Cómo comenzaba? Je suis le veuf, le ténébreux, l’inconsolé… Soy el viudo, el taciturno,
el inconsolable. Le venía bien, excepto, por supuesto, que Laurence Martineau no era
viudo, era un hombre divorciado…
Ya en el vestíbulo de la casa, Katy no deseó subir a acostarse y pensó que quizá
él sugeriría tomar una taza de café. Pero él se sorprendió al verla cuando se volvió
después de cerrar la puerta.
—Buenas noches, Katherine —murmuró a secas.
—Buenas noches —respondió—. Gracias por el regalo y por llevarme a la
iglesia.
—No tiene por qué darlas. La veré mañana temprano.
Laurence entró al estudio y cerró la puerta. Poco después, en su habitación,
Katy escuchó música de Mozart a todo volumen. Cuando por fin se durmió, a eso de
las dos, el tocadiscos seguí funcionando.

Después del primer día, Katy se acostumbró a una rutina poco exigente. Cada
mañana trabajaba como lo había hecho el primer día y, por lo general, también lo
hacía así Martineau. Los teléfonos casi no sonaban, pero él se ausentaba a menudo.
En ocasiones se lo advertía la noche anterior; en otras, salía sin aviso y cancelaba los
planes que habían hecho la noche anterior, durante la cena.
Cuando se quedaba sola y si había terminado el trabajo del día, iba a dar un
paseo por el campo. A veces ayudaba a Marie-Christine en la cocina y, como
compensación, ésta le enseñaba a cocinar algún plato que parecía sencillo, sin serlo.
Su francés mejoró. A veces escribía cartas a su madre y a Jane, pero le era difícil
relatar lo que hacía y dónde había estado.
Laurence cumplía su palabra y la llevaba a pasear cuando no salía de
improviso. Una tarde fueron a montar a caballo por las colinas, a espaldas de la casa;
en otra ocasión, la llevó a nadar a las cercanas y solitarias playas. El día de mercado
la llevó a Tolón y Katy llevaba una lista de compras que Marie-Christine le había
entregado para que practicara el francés.
El mercado de Tolón era inmenso, extendido en la gran plaza del centro de la
vieja ciudad. Katy contuvo el aliento al verlo por primera vez. A la sombra de los
árboles podados, se exhibían todas las bondades de la tierra. El aire estaba cargado
del aroma de frutas, flores y hierbas.
Laurence Martineau, rezagado, sonreía con ironía al ver que ella iba de puesto
en puesto, cargando las cestas que Marie-Christine le había proporcionado. Le
sorprendió el hecho de que los vendedores no se impacientaran con su deficiente
francés; bromeaban y reían con ella y fue ganando confianza al darse cuenta de que
entendía el francés de la región.

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—Mademoiselle, jolie mademoiselle!


Uno de los vendedores, un hombre joven, pequeño y moreno, la llamaba. Katy
se volvió.
—Vous voulez des pêches, mademoiselle? —señaló unos melocotones—. Elles sont
bonnes! —sonrió cuando Katy se acercó a tocarlos—. Les plus belles du marché, comme
vous, mademoiselle!
Laurence Martineau se acercó a Katy.
—Y bien, bella Katy —comentó sonriendo—. ¿Resiste un cumplido como ese?
—¡Por supuesto! —rió.
El vendedor les observó, alzó los ojos al cielo y con un gesto dramático de
adoración, colocó una mano frente a su corazón.
—Mille excuses, monsieur —agregó sonriendo con malicia—. Jolie madame… Je
plaisante, c'est tout…
Sin inmutarse, Katy se tomó su tiempo, aunque terminó comprando unos kilos
de melocotones. Fingió no notar el extravagante beso que le envió el joven y regresó
al lado de Martineau.
—Veo que aprende —comentó y le quitó las cargadas cestas.
—Lo sé —respondió con orgullo—. En Londres jamás me atrevería a tocar así la
fruta, pero Marie-Christine me advirtió que debo hacerlo porque, de lo contrario, me
venderán lo peor. Además, ese joven tenía los mejores melocotones —agregó al ver
que había burla en la expresión de Laurence.
Le dio un melocotón, ámbar y rosado, con dulce aroma. Él lo cogió y observo a
Katy con admiración.
—Tu deviendras une vraie ménagère, Katy.
—¿Ménagère quiere decir ama de casa?
—Es más que eso, Katy. Ménagère es madre, esposa, proveedora. Es la mejor
alabanza que puede hacer un francés.
—Y yo que pensaba que la mejor alabanza que los franceses pueden hacerle a
una mujer era maîtresse —comentó Katy a modo de broma.
—¿Amante? Sí, en cierto sentido tienes razón. Pero aunque los franceses
presumen con sus amantes, existe una inquebrantable ley: siempre regresan a sus
esposas —colocó el melocotón en la cesta y la cogió del brazo—. Creo que debemos
irnos. El vendedor con quien regateaste se quedó mudo de admiración y no creo que
admire tus habilidades de regateo. Te llevaré a casa, antes de que me avergüences
cuando te hagan proposiciones indecorosas en el centro del mercado de Tolón. ¿Nos
vamos?
A Katy le fue difícil alejarse del bullicio y de la belleza de todo aquello. Compró
unas baratijas que le gustarían a sus hermanas y una tarjeta postal para Lindy. Pero
antes de emprender el regreso se detuvieron en la terraza de un café, en donde
Laurence pidió dos copas de pastis.

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Katy siguió su ejemplo y vertió un poco de agua en el cristalino líquido para


que se tornase cremoso. El aroma del anís era fuerte y ella frunció unció la nariz.
—Pruébalo —sugirió sonriendo Laurence—. Todos lo toman porque es muy
refrescante. Pero dale pequeños sorbos, es muy fuerte.
Katy siguió su consejo y se acostumbró al sabor.
Laurence Martineau parecía tranquilo cuando ella le miró por el rabillo del ojo.
Estaba reclinado en la silla y observaba a la muchedumbre en el mercado. Katy sentía
como si hubiese pasado mucho tiempo desde que había renunciado a su puesto,
desde aquel día en que Lindy la había llamado por teléfono y había conocido a ese
extraño hombre que estaba sentado a su lado.
—Nunca me has dicho… —comenzó, animada por la paz del lugar y por la
quietud que la envolvía.
Laurence volvió la cabeza y ella dejó de hablar.
—¿Dime? —la miró a los ojos.
—Nunca me has dicho cómo aceptaste concederle la entrevista a Dick Hunt —
por fin hizo la pregunta que tenía en la punta de la lengua desde que le había
conocido.
—Cierto, no lo hice.
—Me preguntaba… si os conocíais desde antes y cómo le conociste.
—Fue hace unos diez años —dijo después de una breve pausa—. Le conocía
bien, pero hacía tiempo que no nos veíamos.
Katy dio un sorbo a su pastis y el silencio se alargó. ¡Qué extraño! se dijo.
Ambos habían fingido no conocerse, pero ella no se había equivocado…
—¿Cómo os conocisteis? ¿Trató Dick de entrevistarte con anterioridad?
Laurence Martineau le hizo una señal al camarero y éste entró al interior del
café por la cuenta.
—Creo que nos presentaron durante la recepción que se ofreció después del
estreno del Hamlet que interpreté —a pesar de hablar con vaguedad, Katy tuvo la
impresión de que él recordaba todo muy bien—. Nos presentó mi ex esposa, al
menos eso recuerdo.
A Katy se le ocurrieron mil preguntas. Era la primera vez desde su llegada a
Francia que él mencionaba a Camilla. Tenía una curiosa sensación de que el tiempo
se había detenido. El bullicio en el mercado desapareció en tanto él le escudriñaba el
rostro. Pero algo le impidió a Katy hacer más preguntas y Martineau se puso de pie.
—Jolie madame —imitó al vendedor y sonrió, aunque mostraba pesar en sus
ojos—. ¿Nos vamos a casa? Creo que es hora de que impresiones a Marie-Christine
con tu habilidad para comprar fruta.
¿De modo que Dick Hunt conocía a Camilla? ¿Habría sido un amigo muy
cercano? ¿Sería Hunt el de la foto?

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***
El siguiente domingo, una semana después de su llegada, Katy pensó que la
llevaría de nuevo a misa en el pueblo. Pero intuyó que Laurence estaba en uno de sus
peores días. Las barreras que ella había creído destruidas, se habían levantado de
nuevo. Él salió dé casa a media mañana y anunció que regresaría tarde, de modo que
no debería esperarle a cenar.
Decepcionada, Katy fue a misa con Marie-Christine, Gastón y los niños y, al
regreso, al ver la casa vacía y oscura, aceptó con gusto la invitación que le hicieron de
cenar con ellos en el patio, sentados en la pérgola y observando las estrellas a través
de las hojas de parra. Marie-Christine estaba preocupada. Al día siguiente tenía que
ir a visitar a lá vieillegran’mere de la famille la anciana abuela de la familia, que estaba
enferma, pero Gastón tenía que trabajar y ella no sabía qué hacer con los niños…
—No hay problema. Yo puedo cuidar a los niños por la tarde. Iremos a jugar a
la playa.
En eso quedaron. Katy no tuvo oportunidad de decírselo a Martineau porque
no le vio esa velada, aunque le oyó llegar de madrugada Esa noche, Katy tuvo la
misma pesadilla de la primera noche. Despertó exhausta y nerviosa porque seguía
escuchando la aguda risa de Camilla.
También Laurence parecía cansado y cuando le pidió permiso para llevarse a
los niños esa tarde, se lo concedió, distraído. Trabajaron en la misma habitación en
silencio, pero al terminar la mañana él parecía más animado. Al ver que ella
ordenaba el escritorio, le sugirió:
—Si quieres les llevaré en el coche y comeremos en una hermosa playa, un poco
más lejana. Pero si prefieres salir sola, puedes rechazar la sugerencia.
—Ay, no, por favor, ven con nosotros. Será más divertido.
Poco antes de la una emprendieron la excursión en el Lagonda. El día anterior
Katy había escrito unas cartas y las colocó sobre el asiento de delante mientras
ayudaba a los niños a entrar atrás. Al volverse para coger asiento, Laurence se
inclinó, las levantó y se las entregó. Ella notó que él leyó la dirección del primer
sobre. Era una carta dirigida a Bob, el doctor Robert Parrish, St James’s Hospital.
Laurence pisó el acelerador. Se detuvo en el pueblo para que ella dejara las cartas en
el correo y, al regresar al coche, Katy notó su irritación.
—Espero que te sientas bien —la observó con atención.
—Por supuesto, ¿por qué lo preguntas?
—¿No le has escrito a un médico inglés?
—Ah, comprendo, pero no le escribí en calidad de médico, más bien como
amigo. Bob Parrish es un viejo amigo. Tú le viste aquel día…
—Ya recuerdo. El joven con el ramo de rosas. ¿Entonces, mantienes
correspondencia con tus amigos? —preguntó de manera desagradable.
—Es lógico —replicó, ya que el tono de voz de Martineau la irritó.

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—Sin duda, estarás impaciente por regresar a Inglaterra para verles a todos.
—No —respondió—, me gusta estar aquí. No quiero…
Iba a decir que no deseaba regresar. ¿Sería cierto? Trató de alejar ese
pensamiento de su mente.
—No quieres, ¿qué? —inquirió él.
—Nada, no tengo prisa por regresar a Inglaterra, eso es todo. Mamá me ha
escrito diciéndome que ha llovido toda la semana. Además, me gusta mi puesto de
secretaria.
—¿De veras? —sonrió con tristeza—. ¡Qué suerte para todos!

Mientras comían, mejoró el estado de ánimo de Laurence. Habían encontrado


una diminuta y desierta playa y comieron a la sombra de unos olivos, al borde de la
arena.
Bruno, el hijo mayor de Marie-Christine tenía doce años y hablaba un poco de
inglés que había aprendido en la escuela del pueblo. Durante la comida lo practicó
con orgullo y preguntó cómo se decía todo en inglés para luego enseñarles las
palabras a sus dos hermanitas. Las niñas eran más tímidas.
Después de comer se tumbaron a la sombra. Laurence le enseñó a Bruno cómo
tallar un trozo de madera para convertirlo en un barquito, Katy habló con las dos
niñas que, por suerte, no mostraron impaciencia por el defectuoso francés de la
joven. Se respiraba quietud y sólo se escuchaba el murmullo de las olas al mojar la
arena y las hojas de los olivos agitadas por el viento. Katy estaba casi dormida y
Bruno y Laurence estaban concentrados en su trabajo. Katy pensó que no le
prestaban atención, pero un momento después, Bruno, con timidez, levantó la cabeza
y pregunto:
—Vous n’êtes pas mariée?
—No, Bruno, no estoy casada.
—Pourquoi, Mademoiselle Katy?
—Porque aún no he conocido al hombre adecuado.
—Quel dommage —murmuró el chico y Laurence Martineau sonrió y se
desperezó. Sus ojos tenían un peligroso brillo.
—¿No te parece que es una lástima, Bruno? —se burló sin dejar de mirar a
Katy—. Pero no dudo que la situación cambiará pronto.
—Comment? —inquirió Bruno.
Laurence había hablado en inglés y el chico no comprendió. Katy se puso de
pie.
—Voy a nadar, ¿quieres venir, Bruno?

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Tenía puesto un bikini debajo del vestido así que se dispuso a quitárselo,
consciente de que Laurence, acostado debajo de los olivos, seguía observándola con
esa desquiciante y burlona mirada. Se quitó el vestido con rapidez, sin dejar de darle
la espalda y sin volver la cabeza; corrió hacia el agua y los niños la siguieron felices.
Permanecieron un rato en la orilla del mar; las dos niñas chapotearon y
construyeron castillos de arena; Bruno presumía de su habilidad para nadar. Katy se
sentía feliz y tranquila. Casi olvidó a Martineau y pensó que debía haberse quedado
dormido.
Después, nadó hacia unas rocas. Se quedó flotando para gozar del sol y se subió
a una roca plana, donde podía tumbarse y vigilar a los niños. Se encontraba muy
abstraída cuando la cubrió de pronto una sombra. Sobresaltada, se volvió. Laurence
Martineau había subido a la misma roca.
Su primer instinto la hizo cubrirse con las manos. Martineau notó su recato y
sonrió con burla.
—Eres muy vergonzosa, pero no es necesario. Casi nadie lleva traje de baño en
estas playas.
Se sentó junto a ella. Katy se ruborizó porque Laurence no cesaba de observarla.
Parecía desearla y sus ojos le quemaban el cuerpo. Desvió la cabeza para no ver su
musculoso cuerpo, ni el vello de su pecho.
—¿Están bien los niños? —preguntó a la defensiva.
—Están bien. No te preocupes. No los hubiese dejado solos si no estuviesen
seguros —sonrió—. ¿Sabes que los has cautivado, sobre todo a Bruno?
Katy presintió que él se había vuelto para observar el horizonte.
—Tienes mano con las criaturas y Bruno tiene razón, deberías casarte y tener
hijos propios.
—Algún día —murmuró al descansar la cabeza en los brazos y cerrar los ojos.
Le vino a la mente la imagen de Bob en el momento en que le propuso casarse
con él por primera vez.
—¿Te has enamorado alguna vez, Katy? ¿Has tenido algún amante?
—¿Qué? —se volvió de inmediato hacia él.
—No es motivo para que te escandalices. Después de todo, tienes veintitrés
años y no has vivido en un convento.
—¿Por qué lo preguntas? —replicó irritada por su franqueza.
—Es evidente; deseo saberlo.
—No tienes derecho a hacerme esas preguntas.
—Creo saber la respuesta a las dos preguntas —repuso después de un
momento de silencio—. Tu rostro y tu cuerpo… me lo dicen.
—¿Te refieres a la pequeña señorita Témpano de Hielo? —gritó furiosa.

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—De ninguna manera —movió la cabeza y le rozó la mano con la suya—. No


era mi intención decir algo semejante.
—No tiene importancia —se puso de pie—. Regreso a la playa…
—Como gustes. Permite que te ayude. ¡Cuidado, las rocas son cortantes por los
bordes!
Pero Katy no hizo caso de la mano que él le ofrecía y, en su enfado, se deslizó
hacia el agua y perdió el equilibrio. Al caer, él logró cogerla en sus brazos y la abrazó.
Sin querer, Katy gimió y su boca tocó el cuello de él cuando el pecho masculino
oprimió sus senos. Tenían las piernas entrelazadas. El recuerdo del beso junto al
canal se le hizo presente. Sintió un inmenso placer en cada vena de su cuerpo.
—¡Dios mío, Katy…!
Katy se estremeció en sus brazos. Laurence la ciñó con deseo…
—Mademoiselle Katy! —el agudo grito la hizo tomar conciencia de la realidad. Se
alejó inmediatamente de Laurence y no halló resistencia. Nadaron juntos hacia la
playa.
—¿Estás bien? —preguntó Martineau, como si nada hubiese sucedido.
En realidad, ¿qué había pasado? Nada.
—Estoy bien, gracias.
Notó que él sonreía antes de volverse para nadar con más rapidez. Él llegó a la
playa unos momentos antes que ella. Con alivio, Katy verificó que los niños estaban
bien.
Tomaron té y no mencionaron lo sucedido. Laurence se retrajo de nuevo. Katy
se fue tranquilizando poco a poco. Las preguntas de Martineau la habían
intranquilizado sin motivo. ¿Qué tenía de malo que él quisiese conocer más sobre su
vida?
Abandonaron la playa tarde y los niños llegaron agotados y soñolientos a casa.
Se los entregaron sanos y salvos a Marie-Christine, la cual se mostró muy agradecida.
Katy tardó más tiempo que de costumbre en cambiarse para la cena y se puso el
vestido blanco que llevaba cuando Martineau la visitó en su apartamento en
Londres. Igual que entonces, se ató el cabello con un lazo azul y bajó nerviosa a la
cocina. Había quedado con Marie-Christine en que ella prepararía la cena de esa
noche. No vio a Laurence, aunque oyó música que provenía del estudio.
Gastón le había traído unas langostas y ella las puso en la plancha del viejo
fogón. Preparó una ensalada, puso flores, frutas y velas en la mesa. Acababa de
encenderlas y quitaba las langostas del fogón cuando se abrió la puerta de la cocina.
Laurence entró con un vaso en una mano y una botella de whisky medio vacía en la
otra. No se había cambiado y necesitaba afeitarse. La observó enfadado.
—Esta noche he querido preparar yo la cena. Marie-Christine…
—No cenare aquí —murmuró con brusquedad—. Voy a salir.
Katy se decepcionó, pero no pronunció lo que pensaba decir.

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—Lo lamento —aseguró con mucha formalidad—. No sabía…


—Hay muchas cosas que no sabes —cerró la puerta y colocó violentamente la
botella sobre la mesa. Katy dio un paso atrás.
—¿Qué haces, jugar a las casitas? ¿Es eso, Katy?
—No, sólo…
—¡No me importa qué hayas pensado! —levantó el brazo y Katy creyó que
arrojaría todo al suelo. Estaba lívido de ira—. Los juegos son para los niños, Katy. No
juegues con los hombres…
Katy sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas de incomprensión y
decepción y se acercó a la puerta.
—¿Adónde vas? —gritó él.
Katy titubeó en el umbral, sin deseos de alejarse.
—Por favor, no comprendo. Yo sólo…
—¡Sal de aquí! —exclamó con impaciencia—. Vete a la cama, vete a tu
habitación. Ve a escribir otro montón de cartas. Eso es, Katy, ¿por qué no haces eso?
Dios, no lo soporto…
Levantó el brazo y arrojó el vaso al otro extremo de la cocina. Se hizo añicos al
tocar el suelo. Katy se puso lívida y, sin decir palabra, corrió escalera arriba. Se
detuvo en su habitación para recobrar el aliento en la oscuridad. Casi
inmediatamente oyó un portazo, pasos en el exterior y el motor del coche.
Al día siguiente, él se disculpó diciendo haber estado cansado, preocupado y
bebido. Deseaba que ella olvidara el incidente. Luego se mostró igual que siempre,
con reticencia, formal y cortés. Ninguno de los dos mencionó más lo sucedido.

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Capítulo 7
Una mañana, tres semanas después, Katy bajó más temprano que de costumbre.
Al asomarse al estudio vio que era la primera vez que se presentaba antes que
Laurence Martineau. Se sentía emocionada porque cumplía un mes de estar allí,
pero, seguramente, él no lo recordaría. Sería agradable celebrarlo de alguna manera y
Laurence había sugerido la noche anterior que fueran a nadar… Salió al jardín y
cortó unas rosas y madreselvas, que colocó en un florero, y las puso en el escritorio
de él. Fue a la cocina y preparó café fuerte, como le gustaba a él.
Como Laurence aún no había llegado, fue por la correspondencia al vestíbulo.
Estaba abriendo las cartas cuando sonó el teléfono. De manera automática estiró el
brazo para cogerlo, pero era el de la línea directa. Titubeó al no saber si debía o no
contestar el teléfono. Lo dejó sonar unas veces más, pensando que él lo contestaría en
su habitación, pero no fue así. Como podría tratarse de algo importante, decidió
contestar.
—Hola —respondió y hubo un momento de silencio.
—Hola, ¿está Laurence? —era una voz de mujer.
Katy sintió un escalofrío, pero mantuvo la voz calmada.
—Lo lamento, en este momento no está. ¿Quiere dejarle algún recado?
—¿Quién es usted? —inquirió la mujer con altanería.
—Su secretaria. Si es tan amable de dejar su…
—No tiene importancia —la interrumpió—. Estoy segura de que él sabrá quien
ha llamado…
Colgó y Katy no pudo moverse. Tenía las mejillas encendidas.
Quince minutos después oyó pasos en el vestíbulo, antes de que la puerta se
abriera.
—¡Katy!
Laurence Martineau entró, vestido con traje de montar y con el cabello
alborotado. La saludó con amabilidad—. ¡Se me ha hecho tarde! Hacía tanto calor
que se me ha antojado salir a montar a caballo. ¡Café! Justo lo que necesito… eres una
maravilla. ¡Flores también! ¿Celebramos algo?
—No, pero he supuesto que quedarían bien. Yo… —titubeó y su expresión
debió intrigar a Martineau.
—¿Qué pasa, Katy? —se acercó a ella—. ¿Qué ha sucedido? ¡Parece que has
visto un espectro!
—No. Ha sonado tú teléfono y no sabía si debía contestarlo, pero como era muy
insistente he decidió descolgarlo…
—¿Quién ha llamado? —inquirió con brusquedad.

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—No sé —movió la cabeza, sin comprender su infelicidad—. Era… una mujer.


Dijo que tú sabrías de quién se trataba.
—Comprendo —se volvió y Katy no pudo verle el rostro. Se creó un torpe
silencio—. Iré por agua caliente, el café se ha enfriado.
Permaneció ausente bastante tiempo y regresó con el rostro tenso. Debía haber
respondido a la llamada desde su habitación.
—Katy, habíamos planeado ir a nadar, ¿verdad? ¿Te molestaría si lo
posponemos para mañana? El día está muy húmedo y…
—Tienes que salir —terminó por él.
—Sí, me temo que así es —la observó.
Katy se preguntó si él le daría alguna explicación, pero, como de costumbre, no
lo hizo.
—Si no hay problemas saldré ahora mismo, así volveré antes.
—No te preocupes —no pudo ocultar la amargura en la voz—. Diviértete.
Él salió sin volver la cabeza. Katy vio qué eran las diez y media y le habían
llamado a las nueve y media. No era de extrañarse, pues, que la mujer se hubiera
mostrado tan confiada; él parecía estar a su entera disposición.
Una ola de amarga furia la invadió y no pudo calmarse. Trató de trabajar, pero
le fue imposible concentrarse. La perseguía la voz de esa mujer ¿Quién era? ¿Por qué
Laurence se iba y tardaba tanto? La respuesta parecía evidente.
Dejó caer los papeles sobre el escritorio y se esforzó en olvidar la imagen en la
que le veía acostado con otra mujer. Quizá tenía docenas de mujeres, pero a ella no
debía importarle. ¿Por qué estaba tan molesta?
Desistió de trabajar, estaba demasiado inquieta. Se sentaba, se levantaba de
inmediato. Si trataba de leer no veía palabras, escuchaba esa voz: “Estoy segura de
que él sabrá de quien se trata”. Entró en la casa y se sentó en la cocina para
acompañar a Marie-Christine. Casi no prestó atención a lo que la otra le decía y no
comió porque le dolía la cabeza. Subió a su habitación y se acostó, pero no pudo
dormir.
Atontada, y haciendo un gran esfuerzo, sacó su carpeta de correspondencia, en
donde tenía cartas de Jane que no había contestado. La leyó de nuevo. Jane le
comunicaba que estaba contenta porque por fin había logrado un buen empleo como
modelo. Ella y Freddie irían a realizar un trabajo en algún lugar exótico, aún no sabía
dónde… Katy no era la única que recibía emocionantes invitaciones.
Katy suspiró y guardó las cartas. Londres le pareció tan remota como Moscú.
Jane no tenía la menor idea del tipo de vida que Katy llevaba allí, pero, en ese
momento, Katy no tuvo la energía de escribirle y desilusionarla. De escribir la
verdad, ¿qué le diría?
Él regresó al atardecer. Seguía haciendo mucho calor. No había nada de brisa.
Katy estaba sentada en la terraza. El dolor de cabeza era más agudo y estaba

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preocupada y de mal humor. Verle la hizo sentirse peor porque él parecía más
contento que nunca.
Silbando, Laurence se sirvió una bebida antes de acercarse a ella.
—Lo lamento, Katy —le rozó el brazo en su acostumbrada forma distraída—.
He llegado tarde —comentó alegre—. Espero que no te hayas aburrido.
—Para nada —lo miró con frialdad—. ¿Cómo te ha ido?
—Bien.
—¿Has ido muy lejos? —preguntó con cierta indiferencia.
—¿Lejos en qué sentido?
Katy levantó los ojos y notó que él se burlaba de ella.
—He ido hasta Cannes. ¿He respondido a tu pregunta?
A Katy se le ocurrieron un sinfín de preguntas más. ¿Por qué había tenido que
ir a Cannes y a quién había ido a ver?
—Cómo me gustaría ir a Cannes.
—¿Deseas ir a Cannes? No imagino para qué.
—¿Por qué no? —respondió con agresividad—. Se supone que la ciudad es muy
bella y encantadora. Nunca he ido.
—¿Encantadora? —rió—. Quizá lo fue algún día. Es una ciudad de hoteles
excesivamente caros, tibios paniers de champagne, playas en donde las mujeres sólo
usan la parte inferior del bikini, vulgares yates y toda una calle de salas de cine que
exhiben películas pornográficas…
—Sin embargo, tú vas allí —le interrumpió acusadora.
—No voy por gusto.
—Aun así, me gustaría ir —aseguró con terquedad—. Cuando regrese a
Inglaterra mis amigos me preguntarán si he estado en Cannes.
—¿Eso crees? Pensándolo bien, quizá tengas razón. De todos modos… —se
puso de pie y avanzó hasta el extremo de la terraza, desde donde podía observar el
valle—… sería una lástima que decepcionaras a tus amigos, ¿no, Katy? Quiero decir
que lo que más te interesa es regresar a Inglaterra y no me gustaría quitarte la
oportunidad de decirles a tus amigos que has visitado Cannes. Si deseas ver las
grandes luces, debo complacerte —se volvió para mirarla y sonreía con mofa—… te
llevaré a cenar allí mañana. Lucirás el vestido más bello que tengas y yo me vestiré
según la norma. ¿Te parece bien?
—No seas tonto, no merece la penar ir, porque odias ese sitio.
—¿Quién sabe? —se encogió de hombros—. Iremos y veremos qué pasa.
A Katy le sorprendió esa extraña actitud. Pero, ¿qué atrevimiento se requería
para ir a cenar a Cannes?

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Sería divertido vestirse de gala y conocer las brillantes luces de la Cote d'Azur.
Sería divertido olvidar que era secretaria y fingir durante unas horas que era una
joven que salía a cenar con ese hombre…
—¡De acuerdo! No creo que sea tan terrible como dices, podremos reírnos
juntos.
—¿Eso crees? —preguntó, serio de nuevo—. ¿Podremos hacerlo? Quizá resulte
agradable. Pero, ahora, entremos a cenar. Toma tu chaqueta, empieza a hacer frío.
En realidad todavía hacía calor, aunque el sol se había puesto. Laurence se
acercó, la cogió de la mano y le colocó con gentileza la chaqueta sobre los hombros.
Sus manos rozaron el cuello de la chica y ella deseó que él no las retirara. Callaron un
momento y, de pronto, Katy comprendió el motivo de la infelicidad que la había
acometido durante la tarde.
Ella deseaba que Laurence estuviese a su lado y que la tocara. Por primera vez
en su vida, su cuerpo le hablaba y el lenguaje que le transmitía era inconfundible.
Añoraba las caricias de ese hombre.
El recuerdo de aquella noche en Londres, que le parecía tan lejana, regresó con
extrema nitidez; aquel beso le invadió el cuerpo como una descarga eléctrica y deseó
que se repitiera. Pero Laurence dio un paso atrás y Katy no pronunció lo que iba a
decir, se limitó a seguirle.

Al día siguiente Katy despertó temprano. La terrible pesadilla con Camilla se


repitió. Pero no se deprimió, porque estaba desilusionada y emocionada. Ya había
pensado lo que se iba a ponen uno de los nuevos vestidos que Laurence no conocía.
Lo sacó del armario y lo colocó sobre la cama, acarició los sedosos pliegues y le
pareció hermosísimo.
Era el vestido más caro que jamás había tenido… y el más atrevido. Era de gasa
negra y de engañoso corte sencillo. El escote de la espalda le llegaba hasta la cintura;
por delante le cubría suavemente los senos. Se sostenía con delgados tirantes de
diamantina y con él se sentiría atrevida.
Como de costumbre, desayunó en su habitación, aunque comió poco, por la
excitación. Trató de calmarse al decirse que sólo saldrían al cenar por la amabilidad
de Martineau. Era una prueba de su indulgente hospitalidad. Era probable que él se
aburriera por lo poco que le gustaba Cannes. Irían porque ella había insistido y
seguro que él la despreciaba por eso.
Cuando llegó al estudio. Martineau ya estaba allí. El correo del día estaba en el
escritorio y él leía unos documentos.
—Has recibido carta de uno de tus amigos de Londres.
Katy observó el sobre encima del montón. Aun a esa distancia reconoció la
letra. Sin decir nada se sentó y lo levantó. Era de Bob Parrish, pero Katy dejó la carta,
sin abrir.

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—¿No la vas a leer? —inquirió Laurence con aspereza y Katy se molestó.


—La leeré más tarde.
—Vamos, Katherine, es de un viejo amigo. Creo que deberías leerla para que
podamos proseguir con el trabajo acumulado.
—Está bien —suspiró, sí tenía deseos de leerla.
Sacó una carta bastante larga. Cuando alguno de los dos se ausentaba, Bob no
dejaba de escribir, aunque fueran cartas cortas… Katy leyó la primera hoja con
rapidez, pero le fue difícil concentrarse por estar consciente de que Laurence la
observaba. Las palabras en la carta eran curiosamente torpes… tomó la segunda hoja
y, sin darse cuenta, contuvo el aliento.
Laurence se inclinó hacia adelante, pero ella terminó de leer, dobló los folios y
los metió dentro del sobre.
—¿Buenas noticias?
—Supongo que sí —respondió despacio.
—¿Todo marcha bien en Londres?
—Sí, —fijó los ojos en el escritorio—. La carta es de Bob Parrish, el joven de las
rosas rojas.
—¡Ah, sí, el joven serio! Debe echarte mucho de menos.
—Todo lo contrario —respondió con frialdad—. Va a casarse con Mandy, una
de las enfermeras del hospital. La he visto una o dos veces.
No se atrevió a mirarle de frente y no pudo ver su reacción. Katy se sentía
confundida y conmocionada. ¡Bob… y Mandy! Recordó la noche en que los dos
habían ido a visitarla. Fue la primera vez que Katy vio a Mandy y notó que la
enfermera adoraba a Bob. Supuso que esa adoración aburría a Bob, igual que a ella.
¿Le molestaba la noticia? No estaba segura. Consideraba a Bob como de su
propiedad, como el eterno pretendiente y futuro marido que jamás la defraudaría.
Ahora se enteraba de que él se iba a casar.
Se lo tenía merecido por pensar que Bob siempre estaría a su entera disposición.
Rió, pero tuvo ganas de llorar. No quería a Bob, ahora lo sabía.
Laurence se puso de pie y se acercó al escritorio de la joven y le colocó un brazo
sobre los hombros. Fue un gesto paternal, pero el contacto la sobresaltó.
—Lo lamento —murmuró él—. Si estás molesta olvidaremos el trabajo de esta
mañana…
—¿Molesta? —Katy le miró enfadada—. ¿Por qué habría de estarlo? Me alegra
por los dos.
—No das esa impresión. Vamos, Katherine, nos conocemos bastante bien. No
necesitas ocultarme tus sentimientos.
—¿Eso piensas? —inquirió nerviosa—. Al parecer, nunca hago otra cosa.

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Le sorprendió ver que Martineau estaba intrigado y preocupado. Como siempre


se mostraba duro, sus pocos momentos de amabilidad la alarmaban.
—Katharine, sé que no hemos hablado sobre esto, pensaba que preferías no
hacerlo. Sé que le tienes afecto a ese joven y salta a la vista que estás molesta. Si le
quieres, es mejor decirlo. Jamás se debe ocultar el amor que se siente por otra
persona. Debes proclamarlo a los cuatro vientos, aunque al final no resulte. No debe
importarte si te colocas en una situación ridícula. El amor no debe ocultarse…
—¿Eso piensas? —le interrumpió—. Para ti es muy sencillo. ¿Qué sabes de ese
sentimiento? ¡No me sermonees y no me trates como a una niña!
Noto que él se ponía pálido, como si le hubiesen asestado una bofetada.
—Lo lamento, Katherine. Pero quiero que sepas que para mí no eres una
chiquilla, aunque soy bastante mayor que tú.
—Me estás sermoneando de nuevo —gritó y las lágrimas de sus ojos se
desbordaron—. Me tratas como a una chiquilla. No lo soy, soy una mujer y no
comprendes mis sentimientos.
—Katherine, por favor —ella se había vuelto, pero él la abrazó.
Katy deseó acurrucarse en su fornido cuerpo, pero permanecía inmóvil a base
de voluntad.
—Se te pasará, créeme. Ahora piensas que el mundo se ha venido abajo, pero no
es así. Eres joven y hermosa y encontrarás otros hombres que no sean tontos como
Parrish… Katherine, encontrarás a otro hombre que preferiría morir en vez de
permitir que te le escapes. Espera a que eso suceda, Katherine, merece la pena
hacerlo.
—No quiero a otro hombre —gritó—. Quiero… —calló antes de divulgar su
secreto. Deseaba a Laurence Martineau.
—¿Le quieres? —el desprecio en su voz fue inconfundible.
—¡Por Dios! —tronó furiosa, dolida y confusa—. No le quiero. ¿No
comprendes? Él me quería a mí, mi madre y la suya fomentaron esa relación. Todo el
maldito pueblo deseaba que nos casásemos. Pero yo no lo deseaba. Bob es agradable
y me aproveché de él, fue un apoyo para mí. Pero jamás le he querido. ¡Jamás me
casaría con él! Me lo propuso y le rechacé sabiendo lo que hacía. Nada ha cambiado.
—Katy —Laurence tenía el rostro a poca distancia del de ella y le escudriñó los
ojos—. Katy, ¿es cierto, no finges?
—Por supuesto que es cierto. No ves lo que salta a la vista. ¡No soy actriz!
Katy quiso decir algo más, quizá algún insulto, pero se calló. Con mucha
gentileza, pero con firmeza, Laurence la abrazó. Lentamente y con premeditación, él
inclinó la cabeza y la besó en los labios. Fue un beso largo, más largo que el de
Londres, y el tiempo pareció detenerse. El corazón de Katy dejó de latir, cerró los ojos
y su mente cesó de atormentarse con evasiones y mentiras. El mundo dejó de existir.
Sólo existía esa boca junto a la de ella, ese cuerpo y esa piel junto a los de ella.

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Sin poder controlarse, Katy se estremecía, la sangre bullía en su cabeza y todo


su cuerpo deseaba el contacto con el de él. En ese momento habría hecho cualquier
cosa que él deseara y no le cabía la menor duda de lo que realmente deseaba.
Olvidó la moralidad, las normas del buen comportamiento. Olvidó la cautela y
se aferró a Laurence, no le importó que él se diera cuenta de su pasión, puesto que
también él la deseaba.
Sin embargo, Laurence trató de calmarse y de calmarla con infinita ternura. Por
fin lograron quedar tranquilos, disfrutando de una dulce felicidad, desconocida hasta
ese momento para Katy.
Ninguno habló, pero ella gemía con el menor contacto. De pronto él le besó los
labios otra vez.
Por fin, Laurence la alejó un poco y la observó de frente.
—Mi queridísima Katy —murmuró.
Katy no pudo responder, ni siquiera pudo pronunciar su nombre. Su corazón
gritaba: Te amo, te amo, pero su garganta calló.
—Han pasado cuatro semanas y un día desde la vez que te besé. No ha pasado
ni un minuto, desde entonces, en el que no deseara acariciarte y abrazarte. ¿Lo
sabías, Katy? —ella movió la cabeza—. ¿Sabes lo que me ha costado reprimirme?
Creo que me has cautivado, Katy.
—¡Te quiero! —su declaración apenas se oyó.
La expresión en el rostro de Laurence cambió de inmediato. De nuevo se
mostró receloso, bajó la vista y se alejó de Katy.
—No lo hagas, querida Katy —murmuró él.
Con ternura le besó la frente, como si consolase a una criatura.

Cuando se estaba arreglando para salir, Katy se sentía febril, agitada y nerviosa.
Se puso el vestido negro y se observó con detenimiento en el espejo. El vestido le
marcaba las curvas del cuerpo y los senos se erguían bajo el escote. Su largo cabello le
caía sobre la bronceada piel; tenía las mejillas arreboladas y los ojos, enormes,
brillaban implacables. Parecía que estaba bajo el efecto de alguna droga. Tenía los
labios pintados y entreabiertos. A Katy le pareció que la imagen del espejo era irreal
y no le gustó, no la conocía.
Su mente se llenó de conflictivas emociones. Recordó los sucesos del día. Pensó
en las palabras de Laurence. “Si quieres a alguien, Katy, debes divulgarlo a los cuatro
vientos.” Ella lo había hecho, pero no había sacado ningún provecho.
Katy no sabía cómo había podido vivir las horas anteriores. Laurence la había
besado, ella sabía que él la deseaba porque él mismo se lo había dicho. Pero Laurence
no la quería, eso era evidente. Él era un hombre sincero. Quizá se preocupaba por
serle desleal a su amante. De todos modos, no había vuelto a tocarla durante el resto

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del día. Seguro que no deseaba herirla después de haber escuchado su fatal
declaración.
¿Por qué no había mantenido cerrada la boca? Martineau había comprendido
que para ella no se trataba de una simple atracción como lo era para él. Ella le exigía
algo que él no podía darle, de modo que, con mucho tacto trataba de desembarazarse
de ella.
Sin embargo, él la había deseado y ella deseaba que él la deseara otra vez, a
pesar de no amarla. Algo era mejor que nada. Se dedicaría a provocarle y le haría
olvidar la reticencia y a la mujer que le había llamado por teléfono. Había sido su
secretaria, ¿por qué no convertirse en una seductora? No perdería nada.
Katy esperó hasta que oyó que él la llamaba desde el vestíbulo para realizar su
entrada triunfal. Se vio recompensada al notar que él se sorprendía, la admiraba y la
deseaba. Katy disfrutó un momentáneo triunfo. Pero no era actriz y no había
planeado más que la entrada, de modo que al llegar al vestíbulo Laurence ya se había
dominado. Con furia notó que él reprimía una sonrisa.
—Estás bellísima, Katy —comentó con galantería—. Has logrado una
extraordinaria transformación.
—¿Te parece extraordinaria, Laurence? —le rozó la mejilla con la mano,
tratando de hacer un gesto de coquetería.
—Deberías llevar un abrigo —comentó muy serio en tanto observaba la
desnuda espalda, los hombros y los senos.
Katy se cohibió, pero no tenía abrigo adecuado. El de lana echaría a perder el
efecto del vestido.
—No, todavía hace bastante calor, no lo necesitaré.
—Es posible que más tarde haga mucho frío.
—En ese caso, supongo que me prestarás tu chaqueta —murmuró con dulzura,
saliendo al coche un poco insegura por los altos tacones de los zapatos.
En el coche no adelantó nada, ya que la conversación fue una falsa imitación de
algún diálogo de una vieja película. Pero si Laurence lo notó, no hizo ningún
comentario al respecto. Katy descubrió que convertirse en vampiresa no era tan fácil
como había imaginado.
Después de una media hora, vieron las luces de la autopista frente a ellos. El
Lagonda cobró velocidad al entrar en ella.

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Capítulo 8
Recorrieron el famoso Boulevard de la Croisette y dejaron atrás altos y blancos
edificios, palmeras, el muelle, con sus yates. Laurence aparcó delante de un inmenso
y hermoso edificio banco cuya terraza estaba atestada de gente.
—Es el Carlton. Yo prefiero ir al Reine Pédauque, donde sirven mejor comida,
pero has venido a conocer Cannes, así que podemos ver el Carlton.
Desde luego, Katy había oído hablar del famoso hotel de Francia. Estaba
nerviosa y Laurence pareció intuirlo porque la animó con una sonrisa y con un
apretón de mano.
—Vamos, es una experiencia. Ya te darás cuenta de que es puro teatro:
príncipes, jugadores, productores, estrellas mirando por encima del hombro para ver
si entra alguien más importante. Te divertirás. Anda, Katy, prometiste que nos
reiríamos de todo.
Al cruzar la terraza para entrar en el salón comedor, Katy notó que la
conversación disminuía y que las cabezas se volvían hacia ellos.
—¡Dios mío, es Laurence Martineau! —exclamó una mujer.
Martineau pasó llevando del brazo a Katy y empujándola hacia adelante.
El jefe de camareros, al verles, se inclinó respetuosamente.
—Monsieur Martineau, quel plaisir! Mademoiselle…
Les condujo a un inmenso salón iluminado con varias arañas de cristal. Katy
tuvo la impresión de brillo y opulencia, diamantes y sedas, un ambiente rico en
aromas y humo de puros. De nuevo la gente se volvió para observarles mientras los
conducían a una mesa.
Quedaron en un rincón. El jefe de camareros le hizo una discreta seña a otro
camarero.
—Champagne, vite, pour monsieur Martineau.
El camarero se alejó deprisa y apareció en cuestión de segundos con hielo y el
jefe mismo destapó la botella del espumoso vino.
—Bollinger 75, monsieur Martineau —hizo una leve reverencia—. Avec nos
compliments.
Dio un paso atrás y Laurence miró de reojo a Katy.
—Esta frío —comentó la joven.
—Está magnífico —aseguró él después de degustarlo.
Katy miró a su alrededor. Jamás en su vida había estado en un lugar como ese.
Les rodeaba el brillo del cristal y la plata sobre la mantelería de Damasco. El salón
estaba lleno de bellas mujeres, luciendo ropa y joyas que Katy sólo había visto en
revistas. Fascinada, las observó y noto que la miraban a ella. Tomó consciencia de
que Laurence la observaba con su acostumbrada indiferencia.

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—¿Te gusta?
—No puedo decir que me disguste. Es la primera vez que estoy en un sitio
como éste.
—¿Piensas que estás viendo mundo? Si no recuerdo mal, era eso lo que
deseabas.
De nuevo había aspereza en su voz, pero Katy no estaba dispuesta a prestar
atención a sus advertencias. ¿Por qué habría de hacerlo? Se estaba divirtiendo. Al
darse cuenta de que no sólo las mujeres sino que también los hombres les miraban,
cobró más confianza en su papel de seductora. Le sonrió a Laurence con lo que pensó
que era una sonrisa muy cálida y se inclinó para revelar un poco más de la curva de
sus senos.
—No estoy viendo mundo —habló con la mayor sensualidad que pudo—.
Estoy viendo tu mundo.
—No es mi parte preferida —respondió con frialdad, pero Katy notó que él
miraba, no con indiferencia, el escote de su vestido.
Les dieron la carta y Katy permitió que Laurence pidiera por ella. Él pidió
platos que nunca había comido y cuyos nombres no reconocía: loup flambé, mousseline
de rascasse, daurade au plat, carré d’agneau Arlésienne. No les faltó un buen vino y los
camareros se desvivían por servirles.
—¿Te gusta?
—Es como néctar y ambrosía. Creo que estoy cenando en el Olimpo.
—Sin embargo, cenas con un hombre y no con un dios, Katy —dijo él amable.
—No estoy tan segura —comentó con coquetería y bebiendo más vino—. Mira
cómo te atienden. En el mundo moderno eres lo más cercano a un dios, eres una
estrella de cine y tus películas te darán inmortalidad.
—¿Esas películas? —gruñó. Es más probable que me releguen al olvido.
—¿Por qué tienes que mostrarte tan sombrío al respecto? —suspiró—. ¿No eres
lo que todos desearían ser: rico y famoso?
—¿Crees que esas cosas son importantes, Katy?
—Si eso no es importante, ¿qué lo es realmente?
La expresión de Martineau contenía tanto dolor y desesperación que Katy
estuvo a punto de acabar la farsa, pero el vino la hacía sentirse osada.
—Es una pregunta que responderé con otra. ¿Qué es importante para ti, Katy?
Me lo he preguntado varias veces.
—¿Qué es importante para mí? —sonrió—. Muchas cosas.
—¿Cuáles?
—Bueno… —sabía muy bien qué era importante para ella, pero desde el
incidente de esa mañana decidió no cometer el mismo error diciéndoselo—.
Divertirme. Veladas como ésta, ir a lugares estupendos, cenar exquisitos manjares y

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beber buen vino. Tener un hombre apuesto con quien flirtear y contar con
espectadores. ¿Por qué no? Al menos es divertido ¿Por qué preocuparse por asuntos
más serios? De todos modos no tiene importancia.
—¿Y tu trabajo?
—¿Mi trabajo? Me sirve para distraerme y pagarme mis gastos —comentó con
petulancia.
—¿Y el matrimonio?
Esa palabra, dicha por él, le heló el corazón, pero ya no había poder que la
detuviera.
—¿El matrimonio? —repitió con cierto desprecio—. Creo que es una
convención social, pasada de moda, y una invención nada práctica.
Titubeó y bebió más vino para darse ánimos. Había hablado sobre el asunto con
Jane en una ocasión, pero entonces Katy había tomado la postura opuesta. ¿Qué
había alegado Jane? Frunció el ceño y lo recordó.
—Sí. Me parece una tontería aferrarse a creencias imposibles. Después de todo
los hombres no han cesado de reconocer las necesidades de ser libres y correr
aventuras sentimentales. Ahora, por primera vez, las mujeres podemos hacer lo
mismo.
Laurence la observaba con severidad, y el desprecio que Katy vislumbró en sus
ojos la atemorizó.
—De cualquier modo —continuó de manera artificial—, no tengo experiencia.
Tú has estado casado, yo no. Tú deberías decirme cómo es en vez de estar oyendo
mis opiniones sin fundamento. ¿Cómo es el matrimonio?
—Puedo hablar sólo de mi experiencia y fue un infierno.
Katy iba a decir algo, pero lo olvidó porque la cabeza comenzó darle vueltas.
Sin embargo, notó que él estaba dolido y enfadado. Se ruborizó y desvió el rostro.
Estaba muy avergonzada.
Había bebido demasiado… quizá si tomaba un poco de café…
Antes de que pudiese pedirlo, Laurence se reclinó en el asiento colocó el brazo
en su espalda y le ciñó el hombro. Horrorizada, se dio cuenta de que era un
movimiento preliminar. ¿Qué pasaba? Al instante lo supo. La mano de Laurence no
se detuvo en sus hombros descubiertos, le acarició la espalda.
Katy se puso tensa y libró una batalla interna entre la excitación y el enfado. Se
volvió para mírale de frente y vio que él sonreía complacido porque no esperaba
resistencia de ella. Le miró hipnotizada. Fue como si, de pronto, él hubiese activado
todo su magnetismo sexual y físico.
—Por favor, no —murmuró—. Laurence, por favor.
Laurence no hizo caso. Bajó la mano hacia su seno y ella se paraliza de
vergüenza, consciente de que los observaban desde la mesa de a lado.

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—Vamos, Katherine. No finjas ser una recatada virgen conmigo. Ahora


comprendo que me he equivocado en cuanto a ti. Tranquila, bebe más vino. No seas
esquiva.
Katy intentó quitarse la mano de encima, pero él la ciñó con tanto fuerza que le
hizo daño.
—Anda, has logrado convencerme de que eres una chica alegre. No lo eches a
perder, querida.
Katy le miró con ojos suplicantes, pero él se mantuvo impasible. ¿Estaría él
actuando o de veras lo sentía y sólo había esperado a que ella le diera un aliciente?
—Por favor —murmuró quedo—. Laurence, no me humilles.
Él sonrió de manera encantadora antes de bajar la cabeza para besarle el cuello.
Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Katy.
—¿No te lo advertí de antemano, Katherine? Puedes jugar con los jovencitos,
pero jamás con los hombres.
—No jugaba.
—Tanto mejor.
—Laurence, señor Martineau… por favor… me siento mal. Me gustaría beber
un poco de café —él rió con sarcasmo y la soltó.
—¡Camarero! Por favor, café y brandy.
—No —murmuró Katy—. Brandy, no; sólo café. Yo…
—Ya lo he pedido —sonrió con frialdad—. Bébetelo y tranquila. Nos espera una
larga velada.
Katy sólo pensaba en cómo salir de allí, aunque fuese durante un momento.
Con torpeza se puso de pie y vio velas, humo y rostros borrosos…
—¿Me disculpas?
—Por supuesto; pero no tardes, querida.
Usó el cariñoso vocablo como un látigo, pero Katy no flaqueó.
Encontró el tocador y entró. Con alivio notó que no había allí nadie. Llenó de
agua el lavabo y se humedeció el rostro.
Temblando, Katy se maquilló, se coloreó los labios y se peinó. Poco a poco fue
recobrando un poco de calma. Todo había sido culpa suya. Regresaría al lado de
Martineau y se lo explicaría, seguro que él la comprendería. De pronto, una voz
interrumpió sus pensamientos.
—¡Vaya, vaya, quién me ha evitado hacer una llamada telefónica!
Katy se volvió y, con asombro, vio que Jane estaba apoyada en la puerta. Jane
sonrió, se acercó y la abrazó.
—Esto es increíble. Dicen que tarde o temprano una se encuentra con algún
conocido en el Carlton.

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—¡Jane! ¿Qué haces aquí?


—Sé que ahora no contestas cartas porque te escribí para informarte que tenía
un empleo como modelo. Adivina dónde. ¡En la vieja y deliciosa Cote d'Azur! Estoy
en la playa con Freddie desde hace días… He llevado en la pasarela trajes de baño
atrevidos… Mañana regresaremos a Inglaterra y pensaba llamarte antes de irme. Tal
como te he dicho, me has ahorrado una llamada. ¿Te gusta mi bronceado? —estiró el
brazo y Katy sonrió.
—Muy impresionante —comentó—, sintiéndose mucho mejor.
—Tú no estás tan mal —comentó—, a juzgar por lo que hemos presenciado
hace unos momentos, no me sorprende.
—¿Qué? —Katy siguió la mirada de Jane y volvió la cabeza hacia su hombro.
Los dedos de Laurence le habían marcado la tersa piel.
—Freddie y yo hemos tenido la suerte de presenciar la escena desde una de las
tribunas principales, cariño —Jane la observó con atención—. Iba a acercarme a tu
mesa, pero la escena parecía demasiado…
—Si —Katy la interrumpió—. Ha sido un equívoco.
—¡No me digas! No niego que me sorprendí, igual que nuestros compañeros de
mesa. Uno de ellos es un viejo amigo tuyo. Freddie ha trabajado con él y ayer nos lo
encontramos en la playa. Él paga la velada porque de lo contrario no estaríamos aquí.
—¿Alguien que conozco? No comprendo —preguntó Katy.
—Te daré una pista. Te llama la pequeña señorita Témpano de Hielo…
—¿Dick Hunt?
—El único.
—No puede ser. ¿Aquí en Cannes? Pero por qué…
—No me lo preguntes a mí. No lo sé y no quiero saberlo. Es un hombre odioso,
pero no deja de ser un buen contacto para Freddie. Él estaba a punto de acercarse a
tu mesa y yo aproveché para venir aquí. Pensé que sería conveniente que te lo
advirtiera.
—¡Ay, no! —Katy se dirigió a la puerta dispuesta a regresar inmediatamente.
Sólo Dios sabía lo que sucedería si Hunt se acercaba a Laurence en esos momentos en
que estaba de mal humor.
—Espera —Jane la siguió—, Katy, hay algo más…
—Me lo dirás cuando lleguemos a la mesa —respondió—. Además, me
ayudarás estando a mi lado.
Avanzó deprisa y no se volvió para ver si Jane la seguía. Desde allí no podía ver
su mesa, a causa de los altos sillones de terciopelo, pero deseó con toda el alma que
Dick Hunt hubiese cambiado de opinión.
Pero su esperanza se desvaneció porque al llegar a la mesa vio que los
camareros habían traído más sillas y que en una de ellas estaba sentado Dick Hunt.

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No estaba solo. Junto a Laurence se encontraba una mujer. Era alta, vestía con
exquisitez y el rubio cabello le caía sobre los hombros. Observaba a Katy con una
expresión, mezcla de dolor y de bienvenida. Parecía más joven de lo que Katy había
imaginado y mucho más hermosa que en las fotos. Katy la reconoció
inmediatamente. Con torpeza, Dick Hunt se puso de pie y la mujer le ofreció una
delicada mano de largos dedos.
—Hola —saludó con voz melodiosa—. Creo que no nos conocemos. Soy
Camilla Drew.
Katy no pudo hablar, estaba confusa. Dick Hunt le depositó a Katy un beso en
la mejilla.
—¡La señorita Témpano de Hielo! —sonrió de manera pomposa y ofensiva y
Katy se volvió hacia Laurence, pero él la miraba con frialdad.
Hunt colocó su pesado brazo sobre los hombros de la chica.
—¡Qué hermosa sorpresa! Siempre he dicho, Larry, que en Cannes uno se
encuentra con todo el mundo. Estábamos disfrutando una maravillosa cena con
Freddie y Jane. Acabábamos de descubrir que teníamos amigos mutuos cuando, de
pronto, levanté la cabeza y, ¿qué vi? Mi ayudante de carácter ardiente ha resultado
ser ardiente en otros aspectos…
Katy se puso pálida. Los ojos de Camilla estaban fijos en su hombro, justo en
donde Laurence le había dejado marcados sus dedos. Katy jamás se había sentido tan
vulgar.
—Siéntate, cariño —Dick Hunt no despegaba los ojos del escote del vestido de
Katy—. Ya hemos cenado, pero podemos acompañaros a tomar un poco de brandy.
La helada mirada del actor se topó con los ojos de Katy. La chica estaba
impaciente por irse, aunque había recobrado el control. Como Laurence no la iba a
ayudar, decidió comportarse a la altura de las circunstancias. Aceptó la copa que
Dick Hunt le ofrecía e intentó sonreír.
—¿Por qué no? —inquirió a la ligera—. Podría ser divertido.
Antes de que se sentara, Freddie y Jane se acercaron y se hicieron las
presentaciones. Laurence se puso de pie y con mucha tensión se inclinó ante Camilla
Drew, quien sonreía muy segura de sí.
—Lo lamento, pero Katherine y yo íbamos a marcharnos.
—No es cierto —se rebeló Katy—. Deseo hablar con Jane…
Vio que Laurence cerraba el puño. La atmósfera estaba muy cargada y Freddie
y Jane tenían los ojos desorbitados.
Camilla Drew solucionó el problema.
—Dick, siéntate —murmuró—. Estoy muy cansada y pienso que no debemos
entretener a Laurence y a Katy. Si ella desea hablar con Jane, ¿por qué no les invitas a
beber una copa en La Bayardière, Laurence? Freddie y Jane no deben perder la
oportunidad de conocer la casa. Es hermosa…

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Hubo un momento de silencio y Dick Hunt lo aprovechó para sentarse. Katy


tuvo la extraña intuición de que esa tranquila mujer poseía la más fuerte
personalidad de todo el grupo.
—Buena idea —aseguró Laurence de manera extraña—. Eso resuelve todo, ¿no
es así, Camilla? ¿Nos vamos?
Se alejó de la mesa, llevando a Katy sujeta del codo.
—¿Tienes coche, Freddie? Perfecto, síguenos.
Katy no pudo despedirse porque Laurence la empujaba. Freddie y Jane les
siguieron. El repentino frío de la noche le llegó de lleno a Katy, como un chorro de
agua helada. En ese momento se dio cuenta de mucho vino que había bebido.
Tropezó y Laurence la sujetó y casi la arrastró hasta el coche. Le gritó unas
instrucciones a Freddie y abrió la puerta del vehículo.
—Entra —ordenó severo.
Katy se estremeció y tuvo miedo. Los efectos del vino no desaparecían y la
rápida sucesión de acontecimientos la tenían al borde de la histeria. Se le ocurrió que
Laurence le había hablado igual cuando tuvieron que salir del restaurante de Angelo.
Había salido con Laurence a un restaurante sólo tres veces y en cada una de ellas se
habían presentado problemas. Tenía ganas de llorar, pero se contuvo. En vez de eso
rió. Laurence la oyó y se inclinó para asirle la mano con fuerza.
—Si vuelves a hacerlo, te daré una bofetada —murmuró entre dientes.
Hizo girar el volante y pisó el acelerador. Recorrieron la Croisette para entrar en
la autopista.
Un fuerte viento azotó el coche. Hacía mucho frío, pero le hizo bien a Katy
porque su mente comenzó a despejarse. Comprendió que había sido descarada. Por
desgracia la horrible comedia tendría que continuar en presencia de Freddie y Jane.
Con fervor deseó que los otros se hubiesen perdido.
Tenía las mejillas encendidas, no sólo por la vulgaridad de su comportamiento
y el desprecio que Laurence le había mostrado, sino también por la sospecha que
crecía en ella. Comprendió el motivo de los viajes de Laurence a Cannes y su silencio
en cuanto al tema. No visitaba a una amante, visitaba a su bella ex esposa.
¿Estaría intentando una reconciliación? A lo mejor ya había sucedido. No era
extraño que una ex esposa se convirtiese en amante del hombre con quien había
estado casada. En ese momento se dio cuenta de por qué Camilla Drew le había
parecido conocida. No fue su rostro, fue su voz. Era ella la que había telefoneado.
Estaba confusa y se sentía atrapada en una horrible red de intrigas. Sólo estaba
segura de la actitud de Laurence con ella dentro de ese terrible lío. Si alguna vez la
había respetado, esa velada ella había destruido su propia imagen con mucha
eficiencia.
Llegaron a La Bayardière. El patio estaba a oscuras y el coche se detuvo
frenando en seco.
—Sal.

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Katy buscó el seguro del coche y Laurence se inclinó ante ella y abrió. Les
acometió una helada ráfaga de viento.
—Date prisa y entra en la casa —ordenó Martineau.
Katy corría hacia la escalera cuando cayeron las primeras gotas. Le mojaron la
cabeza y los hombros. Oyó pasos a su espalda, pero se detuvo en el pasillo. Si
Freddie y Jane se habían perdido tendría el tiempo suficiente para correr a su
habitación. La puerta del vestíbulo se cerró de golpe y Laurence entró con la
chaqueta empapada y el cabello goteando.
—¿Adónde vas? —dijo él con ojos chispeantes—. No contestes, te lo diré. Te
quedarás aquí y serás una encantadora anfitriona. Tus amigos ya han llegado y te
aconsejo que les atiendas.
—¿Qué pasará si no lo hago?
—¡Crearás problemas! —sonrió con frialdad—. Así de sencillo. Una vez dijiste
que tengo talento para crear escenas, especialmente cuando tengo espectadores.
Prepara café, yo les recibiré.
Volvió a salir a la intemperie y Katy se dirigió a la cocina. No se atrevió a subir
porque Laurence la seguiría.
Oyó voces y risas en el vestíbulo cuando enchufó la cafetera.
—Entren en el estudio —oyó que decía Laurence—. La chimenea esta
encendida y podrán secarse. Freddie, Jane, ¿qué desean beber? Katherine está
preparando café, pero tenemos brandy, whisky…
Katy no oyó más. Desesperada, se sentó en la cocina y apoyó la cabeza en las
manos. Deseó poder alejarse de todo, regresar a Inglaterra…
Oyó que llamaban tímidamente a la puerta y al levantar la cabeza, conteniendo
las lágrimas, vio que entraba Jane.
—¿Qué diablos pasa, Katy? Creía que tendríamos que buscarte en alguna
profunda zanja dada la velocidad que llevabais. ¡El ambiente en el Carlton estaba tan
cargado que podía cortarse con un cuchillo!
—Es una larga historia —murmuró Katy cansada—. Si comienzo a relatártela,
entrará él y nos interrumpirá. Olvidémoslo.
Jane se acercó para ofrecerle consuelo y abrazarla.
—Cariño, estás exhausta. ¿Te sientes bien? —inquirió preocupada.
—He bebido demasiado y se me está pasando el efecto del alcohol.
—Dime una cosa, ¿estás teniendo una aventura amorosa con él?
—No me creerás —murmuró con el rostro compungido—. No.
Jane se sentó junto a ella y encendió un cigarrillo.
—Imagino que lo que menos te hace falta en este momento es que te aconsejen.
Pero estoy segura de una cosa. Algo extraño está sucediendo y no lo capto. Nos

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hemos encontrado con Dick Hunt por casualidad pero no creo que haya sido
casualidad el que nos encontrásemos contigo esta noche.
—¿A qué te refieres?
—Te lo diré. Hunt sugirió que fuésemos al Carlton. Llegamos allí
inmediatamente sospeché que en el ambiente había algo extraño. Nos presentó a
Camilla. Tuve la impresión de que se traían entre manos alguna broma. A media
cena, cuando yo aún no te había visto, ella le dijo a él: “Mira Dick, ¿no es Larry con
esa bella jovencita?”.
Jane miró a Katy, pero como ésta seguía callada, continuó:
—Dick fingió sorpresa, pero no es un buen actor. Estoy segura de que no se
sorprendieron de verte. Te diré algo más. Pienso que todo el asunto es muy
misterioso. Ella se mostró demasiado dulce y despreocupada. Yo no sabía que es la
ex esposa de Martineau. Creo que estaba rabiosamente celosa…
—Es posible —la interrumpió Katy—. Sospecho que han estado viéndose de
nuevo…
—¿De veras? ¿Qué papel tienes en todo esto, cariño?
—Ninguno —aseguró con amargura—. Más vale que lleve e café.
Jane le ayudó con la bandeja, pero se detuvo junto a la puerta.
—Antes de que te enfrentes a tu atemorizante amigo el actor, quien preguntarte
si eres feliz aquí. Basta con que me digas la verdad. Freddie y yo regresaremos a
Inglaterra mañana y no será difícil que te reservemos otro asiento en el avión. Es
posible que estés harta.
—Eres muy amable —murmuró Katy y le dio un apretón de manos a su
amiga—. Lo pensaré. Por el momento, no os quedéis mucho tiempo. Si me das el
número del teléfono del hotel, te llamaré mañana temprano,
—De acuerdo —sonrió para animarla—. ¡Es tu funeral! Nos alojamos en el
Metropol y el avión sale para Inglaterra a las tres. No lo olvides.
En el estudio hallaron a Laurence y a Freddie sentados frente al fuego. Los dos
bebían coñac y Freddie parecía incómodo. Laurence ayudó a Katy con la bandeja.
Acercó dos sillas más al fuego y fue a servir dos copas más de coñac. Sin embargo, no
dejó de mostrar ira en su mirada.
La conversación fue torpe y escasa, seguida de largos silencios. Cuando Freddie
o Jane hablaban, mostraban nerviosismo. Jane hizo valientes esfuerzos para mantener
activa la conversación. Katy casi no pronunció palabra.
—¿Por qué no preguntas sobre tus amigos de Londres, Katherine? —inquirió de
pronto Laurence—. Estoy seguro que deseas saber cómo están…
—Todos están bien —respondió Jane—. Pero te echamos de menos, Katy.
¿Sabes cuándo regresarás?
—Aún no lo he decidido. Es decir no sé cuándo.

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—Que no pase mucho tiempo, cariño —comentó Jane—. No puedes perderte la


gran boda que se va a llevar a cabo a finales del próximo mes.
—Ah, la boda —Laurence observó a Katy y sus ojos brillaron peligrosamente—.
¿No fue repentina la decisión?
—¡Ya lo creo! —Jane rió—. Pensé que Bob estaba locamente enamorado de
Katy; de hecho, todos lo pensaban. Quizá todavía lo esté y no me sorprendería. Todo
ese asunto es un misterio para mí.
—Estoy seguro de que Katy no querrá perderse el acontecimiento, ¿me
equivoco, Katy? —sonrió de manera encantadora.
Callaron y Laurence Martineau consultó su reloj. Freddie se puso de pie a causa
de la indirecta. Las mejillas de Katy se encendieron de vergüenza y sabía que todos
lo habían notado. Jane también se puso de pie y observó a Laurence fijamente.
—No tardes mucho tiempo en regresar —le dijo a Katy, abrazándola—. El
apartamento no es el mismo sin ti. Quizá hable contigo antes de coger el avión —le
guiñó el ojo a Katy—. Vamos, Freddie. Gracias por el café, señor Martineau. Por
favor, cuide a Katy.
Freddie murmuró su agradecimiento y Katy le tuvo un poco de conmiseración
al verle tan torpe y cohibido. Con falsa cortesía Laurence insistió en acompañarles al
coche. Katy se despidió desde la puerta. Si se daba prisa tendría tiempo para subir a
su habitación antes del regreso de Laurence. Cogió su bolso y llegó al primer escalón
cuando la puerta se abrió.
—No te irás —aseguró él.
—Por favor, estoy cansada y quiero irme a la cama.
—Ahora deseo hablar contigo. La comedia no ha terminado y si tienes buena
memoria, recordarás que fuiste tú quien quisiste prolongarla.
Antes de que Katy pudiese hablar, él la había llevado al estudio. Una vez
adentro, cerró la puerta y echó la llave.
—Ahora continuaremos la escena. Harías bien si me explicas que diablos tenías
en mente…
Por instinto, Katy dio un paso atrás. Laurence estaba furiosamente enfadado, y
no lo ocultaba. Ella jamás había visto que un hombre mirar así a una mujer y durante
un momento creyó que le pegaría. Laurence dio un paso hacia ella y, de manera
automática, ella levantó las manos para protegerse la cabeza.
—Antes de que comencemos, puedes quitarte el vestido.
—¿Qué? —Katy se estremeció de temor.
—Ya me has oído, quítate el vestido.
Katy no habló ni se movió. Estaba paralizada de temor.
—¡Quítatelo!
—¡No haré tal cosa! —gritó.

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—Entonces, lo haré yo —dio un paso adelante y Katy se cubrió torso con las
manos.
—¡No te atrevas! —exclamó sin control—. Si me tocas…
Laurence no le hizo caso. Su insolente mirada no se despegó de ella. Cuando la
mano de Laurence le rozó la piel, Katy contuvo al aliento. Pero el instinto actuó de
inmediato, sin que ella se diese cuenta. Levantó la mano y le asestó una fuerte
bofetada, al mismo tiempo que la gasa del vestido se rasgaba. Laurence dio un paso
atrás y la seda del vestido cayo de los hombros y los senos hasta la cintura de la
chica. Katy permaneció inmóvil, pero no le importó; estaba más allá del pudor y
derramó lágrimas de ira.
—¿Estás satisfecho?
—No.
Laurence tenía los brazos cruzados y el rostro rojo por la bofetada. La observó
de pies a cabeza. Katy sintió que se ahogaba.
—Por favor —se despreció por rogar—. ¿Puedo subir ya?
—De ninguna manera. No he terminado.
Levantó la mano y Katy se sobresaltó, pero se obligó a permanecer quieta.
Decidió que así le obligaría a detenerse. Con premeditación, él deslizó muy
suavemente un dedo por su mejilla, sus labios y la curva del cuello. Sin darse cuenta
Katy cerró los ojos y su cuerpo se estremeció cuando la mano de él le acarició un
pecho. Abrió los ojos y vio la expresión en el rostro de Laurence. Ya no estaba
enfadado, parecía agotado y pesaroso.
—Eres muy hermosa —murmuró.
A pesar de las circunstancias, el cuerpo de Katy añoraba más caricias, pero se
esforzó en ocultarlo. Se miraron en silencio.
—Y bien, Katherine —murmuró sin emoción—. Dime cómo eres. ¿La mujer que
esta mañana estaba en el estudio o la que ha salido conmigo esta noche?
Katy se estremeció, porque había llegado el momento de la verdad. Las
palabras surgieron atropelladamente en su mente.
—¿Cuál deseas? —respondió, pero no fueron las palabras adecuadas.
—¿Qué te hace pensar que deseo alguna de ellas?

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Capítulo 9
Katy tuvo la impresión de haber recibido una fuerte bofetada y se puso pálida.
Se agachó y se levantó el vestido para cubrirse con torpeza en tanto deseaba que su
cabello le ocultara el rostro. De pronto, disminuyó su tensión y le vino a la mente con
mucha claridad lo que Laurence le había dicho esa mañana. Se sintió en paz. ¿Que
importancia tenía ya? No tenía nada que perder.
—Esta mañana dijiste que cuando se ama a alguien —se atrevió a mirarle, pero
él no la animó ni la interrumpió—… no debería ocultarlo. Dijiste que uno debe
sentirse orgulloso de ese sentimiento.
Laurence suspiró y ella continuó, con más confianza:
—Creo que tenías razón. Fuiste sincero y yo te dije lo que siento. Dije la verdad
con todo el corazón. Te quiero.
Notó que él había vuelto la cabeza, pero prosiguió porque era preciso terminar
antes de que él la interrumpiese:
—No te preocupes. Sé que no me quieres. Has sido franco y no has fingido.
Quiero decir que otro hombre lo hubiese hecho, de haber querido…
—Haber querido, ¿qué, Katherine?
La joven se ruborizó.
—Acostarte conmigo. Tú no has fingido y supongo que no has querido herirme;
te lo he agradecido, pero esta noche no me ha importado. Añoraba que me desearas,
me bastaba con eso. ¿Lo comprendes? Quería que te dieses cuenta de que soy una
mujer y no una chiquilla tonta. Creía que con este vestido estaría seductora…
Laurence esbozó una sonrisa. Katy temió que se burlaría de ella, así que
continuó.
—He fracasado y me he odiado. Todo lo que he dicho esta noche no es verdad,
aunque tú hayas reaccionado. Creía que querías que fuese así. Pero, después de ver el
desprecio en tus ojos, te odié y me odié a mi misma. Finalmente, he visto a tu
esposa…
—Mi ex esposa.
—Sí, a Camilla Drew, y he comprendido por qué ibas a Cannes con tanta
frecuencia, por qué no querías hablar de ella y te mostrabas pesaroso cuando se
mencionaba tu matrimonio. Supongo que sigues queriéndola, es muy bella.
Terminó deprisa y ambos guardaron silencio. Katy pensó que enloquecería si él
no hablaba pronto. Laurence se mantuvo quieto y la observaba.
—Contestaré tu pregunta —prosiguió Katy—. Esta noche he fingido. Pero
acepto que, en cierto sentido, he fingido desde que llegué. No quería que supieras
que te amo desde que te conocí.
—Comprendo.

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Laurence se acercó a ella y le levantó el rostro para mirarle a los ojos.


—Has olvidado algo —murmuró serio, y Katy no comprendió—. Has olvidado
lo que dije esta mañana, aquí mismo. No mentí, Katy, jamás miento —sonrió—.
Bueno, pocas veces. Te he dicho una sola mentira.
Katy no deseaba saber de qué se trataba.
—Escúchame, Katy. He mentido en cuanto a mi secretaria. Te dije que iba a
casarse, esa es la mentira.
—Comprendo —murmuró insensible.
—No creo que comprendas, Katy. Mi secretaria… —con premeditación calló un
momento para causar mayor efecto—. Mi secretaria es encantadora, pero tiene
cincuenta y cinco años, no se ha casado y creo que nunca lo hará.
—Entonces, no comprendo. ¿Por qué?
—Le di unas vacaciones inesperadas. Entonces me pareció buena idea. Me
encontraba en un apartamento en la Pequeña Venecia y pensé que debía urdir algo
para ver de nuevo a una voluntariosa e idealista joven mujer. Se me ocurrió ofrecerle
un empleo —sonrió con tristeza—. Temo que no fui muy original, pero fue lo
primero que me vino a la mente en aquel momento.
Katy le miró azorada, pero en ella renacieron las esperanzas.
—¿Por qué lo hiciste?
—Querida Katy —le ciñó con más fuerza—. En ocasiones eres bastante ciega. Te
lo he dicho esta mañana y lo has olvidado. Te deseé, Katy, con desesperación. Tenía
que volver a verte y tenerte a mi lado… mi secretaria aceptó encantada. Su hermano
tiene un pequeño apartamento en Cannes, ella, se encuentra allí desde que llegaste a
La Bayadère. Como podrás darte cuenta, tenía la forma de protegerme en caso de
que sólo mecanografiaras diez palabras por minuto y resultaras un fracaso como
secretaria.
—¿En Cannes? —el corazón de Katy se aligeró—. Por eso ibas allí. No visitabas
a Camilla.
Apenas pronunció las palabras vio que el rostro de él cambió de expresión.
Acongojada, comprendió que se había equivocado al suponer eso.
—No, Katy. Iba a Cannes a ver a Camilla.
Al ver que la esperanza y la alegría abandonaban a Katy, la ciñó con más
fuerza.
—Katy, escúchame. Existen motivos por los cuales tenía que ver a Camilla. No
puedo explicártelos ahora, es demasiado largo y horrible. Lo que he dicho esta noche
es verdad. Nuestro matrimonio fue un infierno. Mientras duró pagué por ello y he
estado pagando durante los últimos cinco años, a raíz de la farsa del divorcio… Katy,
debes creerme.
Katy le miraba sin decir palabra, pensaba en las largas ausencias y en la mujer
que había visto esa noche.

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—No lo sé —murmuró indecisa—. Ella es tan…


—Te diré lo que es —habló con furia—. Te prometo que pronto te diré todo,
Katy, pero no será en este momento. ¡Por Dios! Katy, mírame. ¿No lo ves en mi
rostro? Te deseo, Katy, te he deseado todo el tiempo que has estado aquí. Me estoy
volviendo loco; pensaba que le pertenecías a otro. ¿Por qué crees que me emborraché
aquel día, cuando regresamos de la playa? Sabía que, de no hacerlo, no hubiese
podido mantener las manos alejadas de ti. Esta noche me he enfadado tanto que no
sabía lo que hacía. Sin embargo, era preciso que averiguara cómo eres: la que yo
deseaba o la que has fingido ser. Soy hombre, Katy, y he vivido como un monje estas
últimas semanas. Te he deseado esta noche, deseaba verte… así.
Bajó las manos para tocar las de ella que sostenían los pliegues de su vestido.
Las alejó y la seda descubrió de nuevo su piel. Laurence le acarició los senos.
—Katy —la joven notó el deseo en su voz, en la dureza que había adquirido su
cuerpo y le correspondió, segura ya de su amor. Ella gimió y se aferró a él. Él buscó
su boca con urgencia y la besó sin piedad.
Katy se hundió en un torbellino de dolor y placer entremezclados que la
absorbieron hasta no darse cuenta de lo que sucedía, sólo tenía necesidad de palpar y
acariciar. Laurence le guió las manos.
Ella percibió que él se estremecía con el contacto, como lo hacía ella cuando él la
acariciaba. El violento poder de las sensaciones, nunca antes experimentadas, se
convirtió en una imperiosa necesidad. Katy deseó que no existiesen barreras entre los
dos y trató de quitarle la ropa. Le deseaba dentro de ella, con toda esa fuerza
masculina.
De pronto él murmuró una maldición y sus manos se detuvieron para sujetar
las de ella.
—Laurence —rogó, luchando para soltar sus manos y poder acariciarle de
nuevo.
—No, querida Katy, no.
—Quiero…
—Lo sé. ¡Dios mío! ¿Crees que no deseo lo mismo?
—Entonces…
—No —masculló entre dientes—. Serás mía, pero aún no. Y no vuelvas a
tocarme, Katy. No tengo voluntad y, si lo haces, no podré contenerme. Ahora, quiero
que me escuches.
—Está bien —aceptó a regañadientes.
—¡Brujita! —le besó la frente—. Escúchame —habló con seriedad y Katy esperó
en silencio—. Katy… Deseo que te quedes aquí.
—Entonces, eso haré.
—No —aseguró—. Así no, es imposible. Mi secretaria no puede estar
indefinidamente de vacaciones. Además, hoy me he dado cuenta de lo que te he

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quitado, Londres, tus amigos, un puesto adecuado a tus capacidades… No tengo


derecho a quitarte todo eso.
—No quiero regresar a Londres. Por favor, créeme, no lo deseo. Si no puedo
quedarme como tu secretaria, seré…
—¿Mi amante, Katy? ¿Eso ibas a sugerir? Creo que sí.
—Si lo deseas —desvió el rostro.
—No resultaría. Existe otro camino. No creo que quieras provocar un escándalo
en el pueblo. Podrías quedarte, aquí, Katy… como mi mujer.
Katy levantó la cabeza para cerciorarse de que él no se burlaba.
—¿Tu mujer?
—No te escandalices —sonrió—. Soy libre, aunque, desde luego, no a los ojos
de la iglesia. Pero, legalmente… ¿Te casarías conmigo, Katy?
Katy no dijo nada, su mente giraba de manera tumultuosa. Abrió los labios para
contestar, pero él evitó que hablara.
—No me contestes ahora. No debes hacerlo después de lo sucedido ni antes de
que te haya explicado todo. Todavía no tengo derecho a proponértelo. Piénsalo, bien,
Katy. Mañana… me darás tu contestación.
Antes de que ella hablara la levantó en brazos. Abrió la puerta y subió a la
habitación de él. Con ternura la acostó en la cama. Ella extendió los brazos para
acogerle.
—No —fingió severidad—. No me tientes, todavía no. Quiero que duermas. Me
quedaré aquí.
La cubrió con las mantas como si fuese una chiquilla y se alejó. Katy lo veía a
pesar de la oscuridad; estaba de pie, junto a la ventana, y observaba la luna. Escuchó
los gemidos del viento y la respiración de Laurence. Él la despertaría a la mañana
siguiente, y, llena de felicidad, cayó en un sueño profundo.
Despertó tarde y enseguida vio que Laurence no estaba allí. Aguzó el oído, pero
la casa estaba silenciosa. Sólo escuchaba el constante gemido del viento. Se levantó y,
descalza y envuelta en el vestido rasgado, corrió al pasillo y bajó la escalera. El
estudio, el salón y la cocina estaban vacíos.
Estremeciéndose de frío y temerosa, Katy subió de nuevo. Su propia habitación
estaba tal como la había dejado la noche anterior. Regresó a la habitación de
Laurence y, por primera vez, notó su sencillez. Las paredes eran blancas, unas
cuantas alfombras y pocos libros, pero ninguna foto. Con el corazón agitado tuvo un
escalofriante presentimiento. Algo marchaba mal. ¿Dónde estaba Laurence?
En ese momento vio la nota, estaba al pie de la cama, justo donde ella había
echado las sábanas. Febril, la desdobló y miró el papel. Sólo decía: “Tengo que ir a
Cannes. Debo ver a Camilla. Confía en mí”. No estaba firmada. Katy leyó y releyó las
pocas palabras y trató de calmarse. ¿Por qué había tenido que irse después de lo que
había sucedido?

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Se obligó a mantenerse serena. Fue a su habitación, se bañó y se vistió, casi sin


darse cuenta de lo que hacía. Cogió la nota y la dobló en dos, en cuatro, en ocho y la
mantuvo junto a su piel, como si fuese un talismán. Eran casi las once. Si Laurence se
había ido antes de que llegara el correo de la mañana, debía haber salido muy
temprano y quizá regresaría pronto.
Katy bajó a la cocina. Como era lunes, día de mercado, Marie-Christine debía
haber ido a Tolón. Se preparó café y se lo tomó sentada junto al fogón. Le vino a la
mente lo sucedido la noche anterior. Pero los recuerdos se le presentaban
fraccionados y su mente brincaba de un recuerdo al otro. Laurence le había
propuesto casarse con él… la felicidad la envolvió de nuevo. Pero antes de la
proposición… ¿qué había dicho?
Había hablado acerca de su secretaria y le confesó lo mucho que la deseaba…
De pronto se atemorizó al recordar que no dijo amarla… y él nunca mentía.
Sintió dolor y temor. La noche anterior no había tenido dudas, pero en ese
momento las tenía. Él deseaba evitar escándalos y le había propuesto el matrimonio,
pero no había querido acostarse con ella. ¿Le había ofrecido el lazo matrimonial sólo
por convencionalismo y porque su moralidad le impedía convertir a una chica en su
amante? Eso debía ser, se dijo Katy al recordar su rectitud.
Quizá existía otro motivo que ella desconocía, algo relacionado con Camilla.
¿Por qué había tenido que ausentarse esa mañana? ¿Por qué, por qué?
Por centésima vez sacó la nota y la releyó. “Confía en mí”. Eso debía hacer.
También debía esperar. Se obligó a limpiar la cocina, a fregar los vasos y tazas que
usaron la noche anterior.
A las doce oyó el motor de un coche. Su corazón se aligeró, prestó atención.
Oyó pasos. ¡Laurence estaba de regreso! Feliz, corrió al vestíbulo, pero cuando abrió
la puerta una ráfaga de viento le dio de lleno. Dick Hunt estaba frente a ella y tenía la
mano sobre el botón del timbre. Katy dio un paso atrás, pero él sonrió.
—Katy, cariño, ¿podemos entrar? Estamos congelados.
Antes de que Katy registrara el uso del plural, Dick Hunt entró, envuelto en un
ridículo abrigo de piel, temblando. Camilla Drew venía a su espalda.
—Cierra la puerta, cariño —murmuró él—. El viento está implacable.
Katy cerró y al hacerlo se creó un tenso silencio. Permaneció apoyada en la
puerta y les observó. Katy pensó que había regresado el ama de la casa. Ella se sentía
como si tuviese la obligación de ayudarla a quitarse el abrigo y ofrecerle comodidad.
Camilla llevaba puesto un hermoso abrigo de piel de zorro y botas de fina piel.
Llevaba el pelo cogido con un lazo oscuro y parecía una chica de veinte años. Katy la
observó amargamente, consciente de sus desteñidos vaqueros. Camilla parecía muy
frágil y delicada, pero, aun así dominaba la habitación. Camilla no dijo nada y de
nuevo Katy sintió lo que la noche anterior en Cannes: la otra la dominaba.
—Lamento que Laurence no esté —Katy intentó hablar con voz normal—. Ha
ido a Cannes.

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—Lo sé —respondió Camilla con su melodiosa voz—. Ha ido verme y temo que
le hecho seguir una pista falsa.
—No hemos venido a ver a Laurence, cariño —Dick Hunt le ofreció una de sus
desagradables sonrisas—. Hemos venido a hablar contigo.
—¿Conmigo? —repitió incrédula—. ¿Por qué? No comprendo.
Camilla Drew se desabrochó el abrigo y Hunt corrió a ayudarla a quitárselo.
Con naturalidad, Camilla lo colgó encima de la vieja chaqueta de Laurence. Katy se
sintió enferma al recordar que ese había sido el hogar de la actriz. Dick Hunt también
colgó el suyo. Los dos se miraron como si estuviesen decidiendo algo. Camilla se
volvió primero.
—Es culpa mía, Katherine —dijo la mujer—. Si deseas que nos vayamos, dilo,
pero por lo que sucedió anoche, sé que debo hablar contigo.
Habló tan bajo que Katy tuvo dificultad en escucharla. ¿Si estaban dispuestos a
irse por qué habían colgado los abrigos como si estuviesen en su casa? Pero Katy no
podía mostrarse grosera con Camilla.
Durante un breve momento Camilla la observó y la sorprendió a acercarse y
coger sus manos entre las suyas.
—Katherine, siento que te conozco porque he oído hablar mucho de ti. Creo que
comprendo lo que debes sentir, pero deseo hablar contigo. ¿Me lo permitirás?
El contacto de sus manos era suave y fresco y Camilla observó a Katy como lo
había hecho la noche anterior. Era una mujer hablando con otra mujer; conocía y
respetaba los sentimientos de Katy.
—Cariño —murmuró Dick Hunt junto a ella—. Sé lo que piensas de mí y que
no tuve oportunidad de hablar contigo desde… bueno, desde aquel lío en Londres.
Eres testaruda. De hecho, le he dicho a Camilla que perderíamos el tiempo, pero ella
insistió en venir. ¿No es así, Camilla?
Katy esperaba que la otra asintiera, pero ella ignoró a Hunt.
—Sé que tienes mala opinión de mí, pero hay muchas cosas que no sabes y la
verdad es que desearía que regresases a mi programa, aunque eso no es lo más
importante. Has sido la mejor ayudante que he tenido y he sido severo contigo.
¡Tengo un genio de mil demonios y aquella mañana me sentía mal, no sólo por el
golpe!
Katy le miró con disgusto y pensó que había llegado el momento en que él, por
fin, se arrastraba como un gusano, pero no le creía. ¡Había trabajado con él y conocía
sus artimañas y mal carácter!
—Dick, ¿nos preparas café? La cocina queda por aquí y estoy segura de que no
será problema. Deseo hablar con Katherine y no tenemos mucho tiempo.
Lo dijo con dulzura y Dick Hunt obedeció.
Camilla se volvió de nuevo hacia Katy, quien notó que los ojos de la otra no
eran azules como aparecían en las fotos, sino de un extraño y profundo color violeta.

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La mujer cogió a Katy del brazo y la condujo al estudio. Se sentó frente a ella y no
dejó de observar el rostro de la joven. Katy estaba sentada muy tensa y se había
llevado la sorpresa de su vida al comprobar que la actriz era diferente de lo que
había imaginado. Su bello y pálido rostro tenía pequeñas arrugas de tensión, no de
edad.
—¿Cuántos años tienes, Katherine? —inquirió de pronto.
—Veintitrés —respondió sorprendida.
—¡Veintitrés! —suspiró—. ¿Sabes cuántos tenía yo cuando conocí a Laurence?
Diecinueve —bajó los ojos durante un instante—. ¡Qué lejanos me parecen esos días!
¿Sabes que anoche, cuando entré al restaurante y te vi, me pareció que veía un
espectro? Me vi a mí misma y te tuve lástima…
—¿Lástima?
—Sí, Katherine —la observó de nuevo—. ¿Crees que soy infeliz? No contestes,
sé que se nota porque la vida que llevé al lado de él marcó mi rostro. Eso no puede
ocultarse con poco de maquillaje.
Katy creyó que se vería en la necesidad de mentir para salir de esa molesta
situación.
—No sé a que has venido ni qué deseas. Lo sucedido en el pasado no tiene nada
que ver conmigo…
—Te equivocas, Katherine —aseguró amable—. No eres la primera y no serás la
última. Por eso he venido a verte. Deseo que te enteres de algo, tienes derecho. Debes
comprender a Laurence y que… para él es indispensable sentirse conquistador.
—Por favor —Katy no soportaría más esa cálida y melodiosa, pero acusadora
voz—. No deberíamos estar hablando de esto.
—Katherine —Camilla se inclinó hacia la joven—. ¿Quieres que te diga lo que
sucedió anoche, cuando te quedaste sola con Laurence? Lo sé, él estaba enfadado; yo
podría describir la escena. Se mostró violento ¿no? ¿Lo suficiente para doblegar tu
resistencia? A él le emociona doblegar a la gente. ¿No lo has notado?
Katy trató de no recordar, pero fue en vano. Se sintió mal al revivir el extraño
brillo en los ojos de Laurence, las amenazas y la escena con el vestido. ¿Cómo podía
Camilla saber todo eso?
—Lo lamento, no quiero saber nada más. Prefiero que se vayan.
Pero Camilla permaneció sentada; sacó un cigarrillo y lo encendió sin la menor
prisa.
—De acuerdo, me iré. Me imaginaba que serías así. A Laurence le gustan las
jovencitas, aunque jamás elige presas fáciles. Pero antes debo decírtelo todo.
Katy titubeó, pero no le quedó más remedio que escuchar.
—Le quiero, Katherine —aseguró a secas, pero para Katy fue una certera
puñalada—. Debo ser franca, sigo amándole a mi manera. Le conocí cuando acababa
de salir del colegio. Soy católica y me educaron en un convento, de modo que no

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acepté compartir su cama. Por eso se casó conmigo. Después me doblegó; es una
historia como tantas otras. Me abatió con sus mentiras y aventuras amorosas, como
lo hará contigo. Créeme, no fueron una o dos aventuras.
Rió con amargura y prosiguió:
—Han sido muchas mujeres: mis amigas, otras actrices… es un amante
maravilloso, Katherine, aunque tú todavía no lo sabes, ¿verdad? Las poseía, las
abandonaba y se aseguraba de que yo siempre me enterara…
Katy la miró horrorizada. Se sintió débil y con el corazón agitado. ¿A qué se
refería Camilla? ¿Sería verdad?
—Por supuesto, todo salió a la luz durante el juicio de divorcio —Camilla se
encogió de hombros—. O casi todo. No se molestó en negarlo, la evidencia estaba en
su contra. Fue un asunto muy sórdido.
Eso era cierto y el temor puso tenso cada músculo del cuerpo de Katy. Ella
había leído los artículos.
—Él creyó que yo desistiría y no le desenmascararía, pero se equivocó y jamás
me ha perdonado por eso. Esa es la razón por la que no me deja en paz. Fui su esposa
y le abandoné. No lo soporta. También él es católico. Sus mentiras me destruyeron y
casi le destruyen a él. Por eso no se atreve a actuar en el teatro y hace esas ridículas
películas. Piensa que las mentiras no se anotan en el celuloide. Desde luego, quiere
que regrese a su lado. Cree que si volvemos a casarnos podrá trabajar en el teatro y
que las mentiras se olvidarán. Pero yo no he aceptado y le he dicho que preferiría la
muerte.
Siguió hablando. Describió un incidente en el que Laurence había llevado a una
chica a casa y cómo ella les había encontrado juntos… pero Katy casi no la escuchaba.
De pronto todo comenzó a encajar, la furia que él mostraba al hablar de su
esposa, su rechazo de tocar el tema de su matrimonio, su comportamiento cuando
habían ido a la iglesia del pueblo.
Camilla no podía estar mintiendo, no era posible que inventara tantas patrañas.
Toda la tensión y confusión de las últimas semanas invadieron de nuevo a Katy. Jane
había tenido razón en sugerirle que regresara a Inglaterra, donde conocía a la gente.
Sin embargo… la noche anterior…
Camilla dejó de hablar, como si fuese adivina. Se acercó a Katy.
—Olvida todo eso —murmuró amable—. Pertenece al pasado. Debemos hablar
del presente, sobre ti, Katherine. Te ha propuesto matrimonio, ¿verdad?
—¿Qué? —la sangre de Katy se heló y, estupefacta, observó a la actriz.
—No lo niegues, Katherine, no merece la pena. Lo sé porque me lo ha dicho. Me
lo revela todo, sé lo de su secretaria, el engaño que usó para traerte, lo de tu amigo en
Londres. Sé que en todo este tiempo no te ha tocado para que cuando decida
actuar… Lo sé todo, Katherine. Ha presumido con ello durante semanas. Ha creído
que me heriría, pero al comprobar que no me importaba, anunció que se casaría

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contigo. Le encanta hacer daño a los demás, Katherine. Desea casarse contigo para
herirte…
—No puede ser —balbuceó—. No sería capaz.
—Entonces, ¿cómo me he enterado? —sonrió—. Katherine, créeme, sé dónde
has ido, qué has comido. Fuiste a misa, a la playa con los niños, incluso sé que él
fingió emborracharse. ¿Por qué crees que te llevó a Cannes anoche? No fue en
beneficio tuyo. Sabía que yo iba a estar allí y su actuación fue estupenda…
Entonces, era cierto. Katy ya no tuvo dudas. El corazón se le rompía. Laurence
se había aprovechado de ella en todo momento y ella se había sentido feliz sin
saberlo. Enfadada y dolida, comprendió que lo sucedido durante el último mes había
quedado anulado.
Se alejaría. No deseaba volver a verle después de la traición. Si pudiese regresar
a Londres…
—Katherine, sé en qué piensas y estás en lo justo —Camilla se arrodilló junto a
ella—. Por eso he venido hoy. Debes irte y puedes hacerlo. Tus amigos regresarán
esta tarde. Podrás irte con ellos. Dick y yo te llevaremos a Cannes. Créeme, es el
camino más fácil. Nada de escenitas, en Londres tendrás tiempo para meditar. Si
deseas nos veremos para que te muestre evidencias, cartas… horribles cartas. No
permitas que él te obligue a quedarte.
—Podría… —las lágrimas la obligaron a callar por un momento—. Jane dijo…
—Por supuesto —Camilla la abrazó y la puso de pie—. ¿Qué perderás? Es la
decisión más importante de tu vida, ¿no crees que deberías tomarla tranquila en casa,
al lado de tus amigos? No cometas el mismo error que yo, Katherine. Escucha —
murmuró como si estuviese animando a una criatura—. Creo que el avión sale a las
tres; podrás estar con tus amigos dentro de una hora. Te ayudaré a hacer las maletas.
No necesitas enseñarme el camino. Sé qué habitación ocupas. La de su madre. Me lo
dijo.
Con esas últimas palabras a Katy se le disiparon todas las dudas y le dio la
mano como sonámbula para que la condujera a su habitación. Dick Hunt rondaba en
el pasillo. En la habitación, Camilla hizo las maletas con mucha eficiencia.
Tardaron unos diez minutos. Al bajar se pusieron los abrigos, Dick Hunt estaba
junto al coche y le había puesto en marcha. Katy vio que Gastón estaba de pie en la
puerta de su casa y que los tres niños la observaban. Katy se enterneció y titubeó,
pero Camilla le dio un empujoncito para que entrara en el coche, como si fuese una
inválida, y se acercó a Gastón.
Katy permaneció sentada, como un autómata; tenía dolorido cada nervio de su
cuerpo. Camilla le hablaba a Gastón y gesticulaba…
—¿No deseas sentarte delante, cariño? —preguntó Dick Hunt, sonriéndole a
través del espejo retrovisor—. Sigues dándote importancia, pero tengo suerte de que
Camilla no sea tan quisquillosa, ¿no te parece?
Katy se petrificó, porque de pronto le pareció que todo marchaba mal. ¿Sería
Dick amante de Camilla? ¿Por qué tenían tanta prisa?

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—Espera un momento —murmuró Katy.


Pero Camilla entró en el coche y Dick aceleró inmediatamente. Katy se apoyó
en el respaldo del asiento.
—Toma la carretera de la costa, Dick —ordenó Camilla—. Es la ruta más rápida
—se volvió y le sonrió con falsedad a Katy—. No queremos que tus amigos se vayan
antes de que llegues.
Se volvió y Katy fijó los ojos en su brillante cabellera. La joven estaba inquieta.
¡La carretera de la costa! Era pequeña, estrecha y bordeaba altos riscos. La autopista
era el camino más rápido para llegar a Cannes, estaba segura de ello. ¿Por qué no
iban por ella? Por supuesto, era posible que Laurence estuviese de regreso y que no
desearan encontrarse con él. ¿Por qué deseaba Camilla evitarlo?
Muy tensa, observó el camino que tenía enfrente. Dick conducía bien, pero el
camino le impedía conducir deprisa. El viento golpeaba el coche con tanta fuerza que
él hacía lo posible para mantenerlo equilibrado. La lluvia golpeaba los cristales y los
limpiaparabrisas no alcanzaban a despejarla.
Camilla se ponía nerviosa. No cesaba de volverse para cerciorarse de que no les
seguían. Jugueteó con sus guantes. No habló con Katy y parecía haber olvidado su
presencia. Al iniciar el ascenso hacia la carretera de la costa, miró su reloj.
—Date prisa, Dick —comentó impaciente—. No queremos que Katy pierda el
avión.
—Por Dios, Camilla —respondió irritado—. ¿Qué deseas que haga, que vuele?
¿No te das cuenta del estado de la carretera?
Dick debió intuir la inquietud de Katy y le sonrió por el espejo.
—Camilla necesita tomar Valium —le informó—. Todo este asunto la ha puesto
muy nerviosa.
Katy se acercó a la ventanilla del lado de Dick. Desde allí veía mejor a Camilla.
Notó que la actriz perdía color, que tenía los ojos vidriosos y que las manos le
temblaban hasta el punto de no poder encender un cigarrillo.
—¡Dios! —exclamó Camilla y Hunt disminuyó la velocidad. Por fin, logró
encender el cigarrillo.
En ese momento Katy tomó una decisión. Ya no le cabía la menor duda de que
algo marchaba mal y no le gustaba. ¿Por qué había aceptado viajar con ellos? Debía
estar loca. Siempre había odiado a Hunt y no tenía confianza en ninguno de los dos.
De pronto no creyó nada de lo que Camilla le había dicho.
—Por favor, Dick, detén el coche. No deseo ir a Cannes. Quiero regresar, yo…
Dick Hunt volvió a disminuir la velocidad y Camilla soltó una carcajada.
Incrédula, Katy la observó. La veía igual que en sus pesadillas.
—Pero no lo harás en este momento, cariño —Dick aceleró de nuevo—. Camilla
no se siente bien. Debemos llegar a Cannes.

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El coche tomó una peligrosa curva y Katy vio la pendiente frente A ellos. Los
riscos eran altos y había una caída de cuando menos treinta metros hasta las serradas
rocas.
—¡Detente! —gritó—. Por favor, Dick, detén el coche. Regresaré andando.
—¡Dios santo, ella quiere andar! —exclamó Camilla y rió de nuevo.
—¡Cállate, Camilla! —gritó con violencia Dick—. ¿No puedes calmarte? Ya
estamos en la cima y de aquí en adelante iremos de bajada…
Conforme el coche cobraba velocidad, Katy decidió lo que haría. Sabía que
Hunt no se detendría y ella tenía que abandonar el coche…
Se deslizó en el asiento para acercarse a la puerta que daba al borde de la
carretera. A pesar de la lluvia, pudo reconocer el sitio en donde estaban. Dentro de
un minuto llegarían a otra curva peligrosa. Dick tendría que disminuir la velocidad
por falta de visibilidad. Colocó los dedos en la manilla y se tranquilizó.
Pero a unos treinta y cinco metros de distancia de la curva oyeron un bocinazo.
—¡Dick, alguien viene en sentido contrario! —gritó Camilla. Dick pisó el freno y
cuando el coche patinó sobre la carretera mojada, el otro coche apareció a toda
velocidad. Era un Lagonda color negro.
Katy no tuvo tiempo para pensar. Empujó la manilla y empujó la puerta. Al
mismo tiempo, Camilla comenzó a gritar. Golpeó las manos de Hunt y se apoderó
del volante. El coche patinó y el violento movimiento hizo que Katy se diera contra
algo duro. Sintió la lluvia en su rostro, un agudo dolor en el brazo y en la espalda y
su cabeza chocó con algo.
Sintió que flotaba. Vislumbró sangre, notó que olía a gasolina, hule quemado y
un estrepitoso ruido de metal chocando contra metal. No veía más que el cielo y una
gaviota sobrevolando… La sangre la cubrió y perdió el conocimiento.

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Capítulo 10
Katy se encontraba en una habitación fresca, oscura y sombreada. Oía un
constante zumbido encima de ella y el fresco aire la rozaba la piel. Creyó vislumbrar
sombras blancas moviéndose y murmurando.
De pronto, todo se detenía y ella volvía a caer en una pacífica y maravillosa
oscuridad en la cual nadaba con suavidad hasta dejarse hundir. Una voz le hablaba,
era una voz conocida que repetía una y otra vez su nombre.
Pero Katy no deseaba abandonar esa oscura quietud. Percibía un aroma acre
que al tocarla la enfriaba. El frío la alejó de la oscuridad y Katy movió los labios para
rogar que regresara. La voz comenzó de nuevo: Katherine, Katherine.
Como la oscuridad había desaparecido vio una figura. El cuerpo se movió y el
cuchicheo volvió a iniciarse.
—De l’eau, vite, elle se réveille…
Katy tenía la boca reseca y algo frío le humedeció los labios. Ahora veía otra
sombra oscura a su lado. Aunque ella flotaba en algo que parecía agua fresca, la
sombra seguía presente. De pronto olvidó el deseo de hundirse y quiso aferrarse a
eso que parecía una roca. La necesitaba, porque de no estar ahí, se ahogaría.
Pero se le escapó… debía encontrarla… abrió los ojos. Una mujer, con un largo
velo blanco estaba inclinada sobre ella. Katy intentó hablar, pero los labios no se
movieron. La mujer sonrió.
—Taisez-vous, ma petite, restez tranquille…
La oscura sombra reapareció y Katy comprendió que no era una roca. ¡Qué
tonta había sido! Su mente divagaba. Por supuesto que no era una roca, era…
—¡Laurence! —gritó y se incorporó. Vio una cama blanca, un ventilador y tubos
y vendajes por doquier. La mujer estaba a su lado.
—¿Dónde está él?
—¡Sssh, ma petite! —la mujer colocó una fresca mano sobre la frente de Katy—.
Vous êtes malade, comprenez… restez tranquille…
—¿Dónde está él? —repitió.
Las puertas se abrieron. Alguien le cogió el brazo y le causó un agudo dolor.
Deseaba dormir, ¡cómo deseaba dormir!
Pero abrió los ojos de nuevo. En la pared de enfrente había una estatua de una
mujer vestida de azul con una criatura. Unas letras doradas decían: Couvent du Sacré-
Coeur. La habitación era pequeña, sencilla e inmaculadamente limpia. Junto a la
puerta estaba la mujer, leyendo. Katy permaneció acostada, notó que tenía puesta
una botella que goteaba al tubo. Agua y no sangre, pensó. De pronto recobró la
memoria. Se incorporó y se topó con los sorprendidos ojos de la mujer.
—¿Él ha muerto, verdad? —Katy habló con claridad.

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La mujer se puso de pie y se acercó a la cama. Sin responder cogió a Katy de la


muñeca para tomarle el pulso. Katy se recostó en las almohadas y desvió el rostro.
—Je vais chercher le docteur…
La mujer salió de la habitación. Cerró la puerta y Katy observó el techo en
donde el ventilador giraba y giraba. Su mirada se enturbió por las lágrimas. ¿Por qué
no había perdido la vida ella también? Comprendía por qué la enfermera la había
dejado sola, había ido a por el médico para que él le diese la noticia. ¿No era así como
se hacían esas cosas?
Cerró los ojos, pero las lágrimas le humedecieron las mejillas.
—Katherine.
La joven no abrió los ojos, no les dio crédito a sus oídos.
Él estaba allí. Abrió los ojos y vio que una sombreada figura, junto a la cama, la
observaba. ¡Qué crueles eran los sueños!
Él se inclinó y le cogió una mano para llevársela a los labios. Tenía las mejillas
húmedas. Katy trazó los contornos de su rostro: las oscuras cejas, la línea de la nariz
a la boca. Sintió áspero el cutis, él necesitaba afeitarse… Katy sonrió.
—¿Laurence? —murmuró con temor de que él desapareciese.
Pero Laurence no se movió y ella no le quitó los ojos de encima. Estaba
demacrado, como si no hubiese dormido en varios días. Tenía una larga cicatriz
desde la sien hasta la mejilla, que no tenía antes. De pronto, Katy cobró plena
consciencia, trató de incorporarse y él la besó.
—¿Te irás otra vez, Laurence?… —le palpó la piel y el cabello.
Él no respondió, pero gimió y la abrazó fuerte, oprimiéndola contra su pecho.
Así permanecieron durante lo que pareció una eternidad hasta que, por fin, él la soltó
y la dejó recostada sobre las almohadas.
—¡No me sueltes! —gritó Katy buscando su mano.
—Sssh —murmuró él—. Has estado muy grave, Katy, no debes excitarte.
—Creía que habías muerto —comentó con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Ay,
Laurence, estaba segura! Oí el choque, vi tu coche antes de saltar. Lo vi…
Laurence colocó una mano sobre sus labios.
—No hables, olvida eso, ya pasó. Aquí estoy y quiero que recuerdes que nunca
miento.
Katy observó su sombrío rostro y su corazón se enterneció. Ella era la culpable
de todo. Creía que él le había mentido y se había fiado más de Camilla, con quien
había abandonado La Bayardière. De no haberlo hecho, nada hubiese sucedido…
—Ha sido culpa mía —gritó desesperada.
—Katy, por favor. Sigues delicada. Has estado inconsciente durante tres días.
Debes reponerte y recobrar fuerzas y…

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—Necesito saber, Laurence —habló con firmeza—. Deseo que me lo digas. No


quiero enterarme por boca de una enfermera o de un médico. ¿Qué sucedió?
Laurence desvió la cabeza.
—Ha muerto Camilla, ¿no? —murmuró Katy.
—Sí —aceptó—. El coche cayó al precipicio. Nadie pudo evitarlo, Katy.
—¿Y Dick?
—Salió disparado del coche, ya ha salido del hospital y creo que ha regresado a
Londres.
—¿Y tú?
—Aquí me ves —deslizó los dedos por la cicatriz de su rostro.
—¿Nada más? —inquirió preocupada y él sonrió.
—Esto ha sido todo; los dioses han debido protegerme.
—Gracias por decírmelo.
Le miró a los ojos. Pensó que él trataba de ser amable con ella. Desvió el rostro.
Je suis le veuf, le ténébreux, l’inconsolé… Soy el viudo, el taciturno, el inconsolable…
¡Qué manera tan horrible de llegar a eso! Katy cerró los ojos. Sabía que no existiría
perdón para ella.
—Katy. Debes dormir. Te ruego que olvides el accidente. Lo único importante
es que recuperes las fuerzas y recobres tu salud. Dentro de unos días, si los médicos
lo aceptan, regresarás a La Bayardière. He contratado una enfermera inglesa. Te
cuidará bien.
—Debería regresar a Londres —murmuró—. No debes… ya no.
—Yo seré quien decida eso. Duerme, me quedaré a tu lado, no te dejaré sola.
—¿Estarás aquí por la mañana? —le preguntó sin soltarle la mano.
—Sí, no me alejaré —asintió él.

—¿Cómo se siente?
La enfermera inglesa era robusta y tenía el cabello rojizo, Katy llevaba una
semana en La Bayardière y la enfermera le había revelado que se llamaba Elizabeth,
pero sólo Laurence Martineau tenía derecho a usar su nombre de pila. Para Katy
seguía siendo la enfermera Jones. En ese momento subió las persianas.
—Está mejor y por fin tiene un poco de color en las nejillas. El corto paseo de
ayer la ha ayudado. De todos modos, no debe sobrepasarse. Creo que pasará otra
semana antes de que yo me pueda marchar a Londres. Esta mañana le tenemos un
buen desayuno y se lo comerá. Avena con leche, pan tostado, té…
Le presentó una bandeja y Katy la miró anonadada.

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—¿Avena con leche? ¿Dónde la consiguió?


La enfermera Jones sonrió complacida.
—Siempre he dicho que querer es poder —sonrió—. Hablé con el señor
Martineau y él fue a Cannes para comprarla.
Katy probó la avena y estaba deliciosa. De pronto, se le abrió el apetito y
comenzó a comer con voracidad. La enfermera se puso a ordenar la habitación y
Katy, al verla, pensó que le gustaba que todo estuviese en perfecto orden.
—Ahora, se bañará como es debido —anunció la enfermera.
—¿Puedo lavarme el pelo? —inquirió Katy suplicante.
—No se debe correr antes de aprender a andar. Tiene unas suturas en la cabeza,
pero como han cicatrizado bien es posible que se pueda. Nos daremos cuenta sobre
la marcha.
La enfermera cogió la bandeja y comentó complacida:
—Veo que ha acabado con todo. ¡Jovencita, pronto estará como nueva!
La enfermera entró en el baño y Katy oyó el agradable sonido del agua. Se
bañaría en la bañera… ¡qué maravilloso!
—¿Qué hace? —inquirió la enfermera al regresar a la habitación—. Todavía a
no debe levantarse sola de la cama.
—Tonterías —respondió Katy—. Estoy muy bien, créame, enfermera Jones. Me
siento mucho más fuerte.
—Es posible, aunque ha perdido peso y no está acostumbrada a estar de pie.
Obedezca, criatura, y es posible que le dé una sorpresa.
—¿Una sorpresa? —Katy se volvió emocionada.
—Sólo si se porta bien. Al baño.
Permitió que Katy se lavase el cabello. Al terminar de bañarse la arropó en una
gruesa toalla y salió de la habitación de manera misteriosa. Regresó con las mejillas
encendidas.
—¿Qué le parece esto? —extendió los brazos y desplegó el camisón mas
delicado que Katy hubiese visto. Era de fina seda blanca y encaje—. Con los mejores
saludos y deseos del señor Martineau.
—¿Es para mi?
—No pensará que es para mí, querida. Póngaselo y vuelva a acostarse. Vendrá a
visitarla, como de costumbre.
Ayudó a Katy a ponérselo y se alejó para admirarla.
—¡Qué bien le queda! —comentó con calidez—. El señor Martineau se pondrá
muy contento. Se recuperará en poco tiempo. Le aseguro que eso le quitará a él un
gran peso de encima.

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Katy desvió el rostro. El camisón era en verdad hermoso, pero no creía tener el
derecho de usarlo. No estaba impaciente por ver a Laurence, quien se presentaba
todas las mañanas y todas las tardes para quedarse sólo el tiempo que le permitía la
enfermera. Se mostraba amable y considerado. Cada vez que él la observaba y la
tocaba, a Katy la torturaba un sentimiento de culpabilidad. Veía el dolor en los ojos
de Martineau, por más que él trataba de ocultarlo…
—Enfermera Jones, ¿cuánto tiempo calcula que tardaré en reponerme para
poder viajar a Londres?
—Aún no es el momento de hablar sobre eso. Primero mejorará y después lo
pensaremos. Además no creo que desee ocasionarle más preocupaciones al señor
Martineau.
—¿Está él preocupado? —Katy se dejó conducir a la habitación y se metió en la
cama.
—¡Qué si está preocupado! —la enfermera abrió mucho los ojos—. Por Dios,
criatura, ¿no tiene ojos en la cara? A veces pienso que si nos descuidamos, voy a
acabar con dos pacientes. Casi no come, se pasa las noches en vela paseándose de un
lado a otro. Le he dicho que debe comer, que necesita dormir y descansar. Y usted
me pregunta si está preocupado.
Katy no hizo ningún comentario. Quizá Laurence estaba preocupado por su
salud y por eso no dormía. Se apoyó en las almohadas por que se sintió muy
cansada. Decidió que recobraría fuerzas para regresar a Londres lo antes posible. No
tenía derecho a permanecer en esa casa, raíz de lo sucedido.
—Él no tardará en subir a verla, no lo dudo. Yo la veré más tarde. Me tomaré la
mañana, porque la veo muy repuesta. Marie-Christine se ha ofrecido a llevarme a
hacer unas compras. Pero le advierto que no debe excitarse. No nos gustaría que
tuviese una recaída —le dijo la enfermera al salir.
La joven sonrió con languidez. Había estado a punto de lograr la felicidad y la
había perdido porque no había tenido confianza en Laurence. Podía haber sido muy
fácil… pero…
—Me han dicho que te sientes mejor —Katy se sobresaltó al oír la voz de
Laurence, porque no le había sentido llegar.
Él se acercó a la cama y observó su rostro, su cuello y el camisón que cubría sus
senos. Los recuerdos ruborizaron a la joven.
—No respondas, lo veo —le cogió una mano y se la llevó a los labios. Katy se
estremeció.
Como siempre que estaba cerca de él, sintió debilidad en las piernas, pero no
sólo eso, horrorizada comprendió que él había excitado el deseo en ella. Desvió el
rostro para controlarse.
—¿Te ha gustado el camisón?
—¡Sí, es muy bonito! Eres demasiado amable conmigo, pero no debías…

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—Pareces una novia en su noche de bodas —comentó sin quitarle los ojos de
encima.
Katy sintió un agudo dolor, como si la hubiesen apuñalado.
—Katy —la voz de Laurence enronqueció y ella vislumbró deseo en sus ojos.
Antes de que pudiese protestar y protegerse, él la abrazó y la besó en los labios.
—Katy —repitió—. Katy. ¡Han sido muchas semanas!
El cuerpo de la joven se plegó a la curva de sus brazos y no le fue posible evitar
la dulzura que le corría por las venas. Entreabrió los labios y Laurence le acarició la
piel, el cabello… Ella arqueó la cabeza, de modo que él pudiese besarle el cuello, y
notó que él contenía la respiración.
—¡No, Laurence, no! —halló la fuerza para hablar, levantó la mano y detuvo los
besos.
—Lo lamento. Había olvidado que todavía no estás bien. No debía…
—No se trata de eso… Laurence… deseo regresar a Londres. Esto no es correcto
y si me quedo aquí sé que…
—No regresarás —aseguró después de sentarse en la cama y observarla con
expresión sombría—. No te irás sin mí.
—Pero debo…
—Antes quisiste regresar, pero cambiaste de opinión. Saltaste del coche.
¿Cuántas veces más cambiarás de opinión?
—Por favor, Laurence. ¿Es necesario que hablemos más al respecto?
Comprendemos lo que sucedió. Es mejor que esto termine sin discutir…
—No pienso discutir contigo —la miró con frialdad—. Si de veras deseas
regresar a Londres, supongo que debo permitírtelo, pero no antes de que recuperes la
salud ni de que haya tenido la oportunidad de explicarte las cosas.
—Nada necesita explicaciones —suspiró.
—¡Todo lo requiere! ¿Crees que te dejaré libre sólo porque has estado grave o
porque estás impaciente por alejarte de mí? No lo permitiré. Permanecerás sentada y
me escucharás. Y ya que estamos en eso, también tú me explicarás ciertas cosas. ¡Dios
mío, todas estas semanas he estado en el potro de tormento y tú crees que puedes
alejarte como si nada! No será así, Katherine, y más vale que lo comprendas.
—¡No es cierto! —le miró enfadada y ruborizada—. No deseo huir…
—¡Huiste una vez!
—Fue porque Camilla…
Katy, horrorizada, calló. En ese momento no podía hablar acerca de lo sucedido
ni sobre lo que Camilla había hecho.
—Dime.
—No… no quiero hablar de eso.

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—¡Tendrás que hacerlo!


Durante un momento guardaron silencio y no se movieron. Laurence respiraba
con agitación.
—Quiero que me expliques algo. ¿Qué pasó en el coche, antes de que saltaras?
¿Por qué lo hiciste? —le preguntó él.
—Verás… —respondió a regañadientes—. Presentí que algo no encajaba y
que… me había equivocado. Ellos cogieron la carretera de la costa, hecho que me
extrañó porque aseguraron que era el camino más rápido. Sé que no es así.
Laurence asintió y aspiró profundamente.
—Luego, Camilla comenzó a comportarse de manera extraña. Estaba muy
agitada… —no había querido recordarlo, pero en ese momento revivía el cuadro con
claridad—. Les rogué que se detuviesen para poder bajarme del coche, pero no me
hicieron caso. Aumentaron la velocidad. Cuando nos acercábamos a la curva…
oímos el bocinazo. Yo tenía la mano sobre la manilla… no sé qué pasó… todo
sucedió en un instante. Vi tu coche. Camilla también lo vio, gritó y se apoderó del
volante…
Katy desvió el rostro porque empezó a llorar.
—Katy, escúchame, es importante. ¿Tomó Camilla algo en el coche?
—¿Tomar algo? —azorada le miró y recordó—. Sí, por supuesto. Dick le dijo
que tomara una píldora y ella le contestó que las había olvidado en el hotel. ¡Eso fue!
Lo recuerdo bien, él me explicó que ella necesitaba tomar Valium…
—¡Valium! —gruñó—. ¿No te diste cuenta?
—¿De qué? Parecía muy enferma, le temblaban las manos. Recuerdo…
—Katherine, ¿no comprendes? Camilla era drogadicta, lo ha sido durante años.
—¿Drogadicta? —le miró azorada—. ¿Camilla tomando heroína?
Él movió la cabeza y Katy vio la expresión dolorida de sus ojos.
—Katherine, sé que te será doloroso, pero, ¿me permites explicarte lo que debía
haber dicho antes?
Atontada, la chica asintió. Él volvió a cogerle una mano y habló con voz queda
y sin quitarle los ojos de encima.
—Camilla no era adicta a la heroína. No era tan sencillo. Tomaba toda una
gama de drogas: Píldoras para despertar, píldoras para sobrellevar el día y píldoras
para dormir durante la noche. Anfetaminas y barbitúricos, estimulantes y
tranquilizadores. La estaban matando. Se internaba en sanatorios de todo el mundo.
El último fue en Suiza y Hunt pidió que le dieran de alta.
Katy le miró con los ojos desorbitados.
—Dependía de las drogas cuando me casé con ella. De no haber sido así, no me
hubiese unido a ella. No la quería.
—¿No la querías? —inquirió incrédula.

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—No podía —le apretó la mano—. Dios es testigo de que lo intenté. Yo era muy
joven y no sabía que no se puede querer por voluntad. El amor se presenta cuando
uno menos lo espera.
—Entonces, ¿por qué te casaste con ella? —murmuró.
—Por varias razones, pero más que nada por el estúpido orgullo. Ella me dijo
que yo podría salvarla ayudándola a quitarse el vicio. Aseguró que nadie más podría
hacerlo y que si yo no aceptaba, ella terminaría mal. La creí. Pensé que merecía la
pena hacer una buena acción en mi vida. Tuve relaciones con otras mujeres, pero
ninguna significó gran cosa para mí…
Se encogió de hombros y continuó.
—Me equivoqué porque no pude lograr que dejara de depender de los
fármacos y ella nunca me perdonó por no quererla. Pero pienso que no le importaba,
porque tuvo algunos amantes.
—¿Ella tuvo amantes? —preguntó al recordar la voz de Camilla.
—Algunos, pero no la culpes. El matrimonio resultó mal casi desde el principio.
Ningún hombre puede fingir pasión cuando no la siente.
—Pero el divorcio. Tú no presentaste evidencias…
—No, le proporcioné a Camilla la evidencia que deseaba y lo demás lo inventó.
No le fue difícil. Tenía amigos, como Dick Hunt, que con gusto cometieron perjurio y
entonces ella creyó que se casaría con otro. Era importante que el trámite fuese lo
más breve posible. Durante cuatro años habíamos llevado vidas separadas y me
pareció el mejor curso a seguir.
—¿Cómo soportaste esas horribles historias y mentiras?
—Katherine, debes comprender; no me importaba. No odiaba a Camilla, más
bien le tenía lástima. Lo único que deseaba era liberarme de las mentiras para rehacer
mi vida. Pero no quedé totalmente libre a causa de mi religión. La iglesia no aceptó
nuestro divorcio y Camilla seguía siendo… Camilla.
—Ella me dijo… —titubeó—. Me dijo que todavía te quería.
—Sí —asintió Laurence—. Creo que pensaba eso, aunque de manera muy
deformada No se casó de nuevo, el asunto fracasó. Nos llamábamos por teléfono y
nos veíamos por el asunto de la pensión y… los sanatorios… no hubo fin. A la hora
de la realidad, Camilla se negó a soltarme.
Katy le observaba en silencio. De pronto, todo comenzó a cobrar sentido.
Recordó haberse sentido conquistada por Camilla.
—Luego te conocí. Es irónico que precisamente te conociera por Camilla.
—¿Cómo? No comprendo.
—Verás, ella conocía a Hunt desde tiempo atrás, antes de que yo la conociera.
Tenían una extraña relación que jamás he comprendido. Creo que Hunt la inició en el
vicio. De todos modos, él era la única persona que la controlaba y dominaba, pero no

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le bastaba con eso, deseaba tenerla. Por eso se enfureció cuando ella se casó conmigo
y me odio desde entonces.
Laurence rió, pero siguió explicándole:
—Hunt la convenció de que se presentara en su programa y que confesara su
dependencia de las drogas. Supongo que la idea era que ella fingiese haberse curado;
pero relataría, con detalle, sus experiencias: “Actriz famosa revela los secretos de la
fármacodependencia” —rió con amargura—. Imagina el sensacionalismo.
Katy asintió, lo imaginaba a la perfección. Era el tipo de escándalo que le daba
vida a Dick Hunt.
—Yo sabía que si ella se presentaba, su carrera artística terminaría. Nadie la
contrataría… Además, pensé que era muy posible que se derrumbara durante el
programa y se delatara. Era preciso evitarlo. Hunt realizó uno de sus astutos tratos.
Aceptó olvidar el programa con ella a condición de que yo me presentara en su
lugar. Todavía no estoy seguro de si pensaba presentarla, pero no pude correr ese
riesgo. Acepté… y te conocí.
—Comprendo —respondió Katy.
¡Qué hombre tan extraño, bueno generoso y protector, incluso con Camilla!,
pensó.
—Ahora lo sé —prosiguió—, pero cuando me comunicaron que aceptaste la
entrevista, me extrañó, ¡Ah, otra cosa! Cuando realizaba mi investigación, en los
recortes de prensa encontré una foto de Dick Hunt con Camilla, me pareció que
debía ser él, pero no estaba segura. Ahora todo está claro. Él me envió a verificar las
reseñas para asegurarse de que no existiese ninguna noticia que le ligara con
Camilla… Seguro que fue él quien extrajo la foto…
—Todo resultó según su plan —sonrió apesadumbrado—. Pero existió un factor
que nadie predijo. Tú, Katherine.
—¿Yo?
—Katherine. Debes comprender. ¿Por qué crees que vino Camilla a Cannes?
Katy bajó los ojos. Todavía había que aclarar eso y se atemorizó.
—Vino a causa tuya, Katherine. Por eso salió del sanatorio en Suiza. Dick Hunt
sabía que estabas aquí… no sé cómo lo averiguó.
—Se lo dije a Lindy, su otra ayudante.
—Ahí lo tienes. Él se dirigió a Suiza y se lo comunicó a Camilla. Cogieron el
primer avión con destino a Cannes.
—¿Por qué? —abrió mucho los ojos—. Sigo sin comprender.
—Verás… —sonrió—. No mentiré diciendo que durante los últimos diez años
he llevado una vida de monje, pero jamás he traído aquí a una mujer. Quizá les
extrañó y sospecharon algo.
—Pero tú me dijiste… —desvió el rostro.

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—Katy. No te lo dije, no te lo expliqué bien. Todo este lío es culpa mía, ¿no te
das cuenta? Te dejé sola aquella mañana, lo cual fue una tontería por mi parte. De no
haberlo hecho… —no pudo sostenerle la mirada a Katy.
—Katy, ¿aún no comprendes? —la observó desesperado—. ¿Recuerdas aquel
día en que nos conocimos, en el aeropuerto?
Katy asintió.
—Entraste, furiosamente enfadada, pero te contuviste para ser amable con el
actor que debías acompañar a los estudios. Me enamoré de ti inmediatamente. ¿Me
escuchas? Te quise dentro de aquel ridículo Daimler. Te quise en el maldito ascensor,
en el estudio cuando sólo podía verte el rostro entre el público y cuando rechazaste
cenar conmigo… Seguí queriéndote en el odioso restaurante, lleno de gente falsa, en
donde no trataste de ser conciliadora, amable ni encantadora. ¿Por qué crees que
pegué a Hunt, tontita? No fue sólo porque te insultaba, no toleré que otro hombre te
tocara ¿lo comprendes? Te quería mía y deseé que él lo supiese.
Su voz mostró pesar y le preguntó a Katy:
—¿Sigues sin comprender? Te quise desde el primer instante en que te vi.
Comprendí que era preciso tenerte a mi lado. Te pedí que vinieses a La Bayardière
durante unos meses, no tenía derecho a pedirte más. Estaba seguro de que amabas a
otro. Tan pronto llegaste me di cuenta de que tu presencia no me bastaba. Querida
mía, te deseé para siempre…
Katy sintió que el corazón le dolía de alegría y de amor por Laurence. En ese
momento comprendió que el futuro les pertenecía y que el pasado no tenía
importancia.
—¿Me crees, Katy? —preguntó indeciso—. Di que sí, amor. No me importa
nada más en el mundo.
—¡Ay, Laurence! —tomó una mano de él para acercarla a sus arreboladas
mejillas, húmedas por las lágrimas—. Jamás soñé…
—Eres muy ciega y voluntariosa —sonrió con burla—. Pero aprenderás.
—¡No soy tan ciega! —protestó indignada—. Nunca me diste la menor señal.
Pensaba en ti cada minuto del día y soñaba contigo dormida y tú…
—Creía haberte dado alguna indicación. Acepto que quizá te engañé un poco,
querida, pero no engañé a Camilla. Ese fue mi error fatal.
—No comprendo…
—Querida, se lo dije. Cuando ella llegó a Cannes me telefoneó inmediatamente
¿lo recuerdas? Me dabas la espalda mientras mecanografiabas y el teléfono sonó
cuando me preguntaba si podría contenerme las ganas de acercarme y besarte… no
me hubiesen importado las consecuencias… Fui a verla y surgieron nuevos
problemas. Ella deseó saber qué hacías aquí y qué había pasado con mi secretaria…
todo.
Katy le miró, pero no le dijo nada.

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—Tuvimos una horrible disputa, la peor, y le dije la verdad. Acepté que había
conocido a la única mujer que amaba y que deseaba casarme contigo. Creí que
después de tanto tiempo comprendería y pareció aceptarlo. Se mostró razonable,
hasta bondadosa. Luego inventó excusas para verme, y cada vez que iba a verla me
preguntaba qué habíamos hecho y adonde habíamos ido. Como yo estaba seguro de
que amabas a otro se lo dije. Cuando me di cuenta de mi equivocación y que quizá
tú…
Hizo una breve pausa.
—Le confesé que te iba a proponer que te casaras conmigo. Me pareció mejor
prepararla, para evitar problemas futuros. Se mostró encantada y sugirió que te
llevase a Cannes para conocerte. Cuando tú expresaste el deseo de ir, me convencí de
que no tenía nada de malo. Deseaba que tú vieses mi pasado para que juzgases por ti
misma.
Katy se quedó sorprendida de la duplicidad de Camilla. De pronto le tuvo
mucha lástima por sus celos.
—Y la mañana del accidente, ¿por qué me dejaste, Laurence?
—Dios mío, Katy —sus facciones se contrajeron—. Después de lo sucedido,
cuando te encontrabas en el hospital y te acompañé día y noche, temiendo que
murieses… Katy, deseé morir por haberte dejado y haber sido tan tonto. Intuí que
Camilla urdía algo; lo imaginé en el Carlton, cuando propuso que tus amigos
viniesen a casa con nosotros. Pensé en ello durante toda la noche y por la mañana
comprendí que era preciso detener cualquier plan que hubiese urdido.
Laurence continuó hablando, tratando de aclarárselo todo:
—No hubiese soportado perderte, Katy. Fui a Cannes y ella debió adivinarlo
porque me dejó varios recados. Pero una corazonada me hizo tomar la carretera de la
costa. Sabía que si ella había tratado de verte, regresaría por esa ruta. Pero cuando te
vi, tirada en el asfalto… Ay Katy, ¿qué te dijo ella?
—Laurence, ya no tiene importancia, nada de lo que me dijo fue verdad. Jamás
pensaré en ello, te lo prometo —le dijo con ternura.
—Pero aún deseas regresar a Londres —le escudriñó el rostro.
—Pensaba que después de lo que hice, tú querrías que me fuese.
Laurence abrió la boca para hablar, pero sus facciones cambiaron de expresión.
Parecía feliz, jamás le había visto Katy así.
Laurence se inclinó y le murmuró unas palabras en el oído mientras le
acariciaba el cuello y el cabello. Katy se ruborizó y él sonrió al verla cohibida.
—Desearía que te casaras conmigo, lo antes posible… hoy mismo, pero no sería
conveniente que yo tuviese que sujetarte de un brazo y la enfermera Jones del otro.
Tendré que esperar… unos cuantos días. Podríamos casarnos aquí, en el pueblo, para
que oficie el padre Bernard. Al viejecito le daría infinito gusto. También quiero
comprarte un velo de encaje blanco. Se me ha ocurrido que podríamos desayunar
langosta para celebrar nuestro matrimonio.

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Katy rió por la ocurrencia.


—Y otras cosas más —la interrumpió—. Te amaré durante el resto de mi vida;
tú irás a los estrenos de las obras teatrales en las que participe; serás la madre de mis
hijos y una dulce esposa. Pasaremos nuestra noche de bodas en esta habitación, para
que las hojas de cedro nos bendigan.
Dejó, de hablar y Katy se llenó de deseo y felicidad.
—Por supuesto, todo depende de tu respuesta —terminó a secas.
—¿Esta vez me permitirás contestar inmediatamente? —sonrió—. La vez
pasada no me dejaste.
—Desde luego.
—La respuesta es la misma que te hubiese dado entonces. Sí.
—¿Así de simple, sin titubeos? —la miró asombrado.
—Ninguno.
—¿A pesar del pasado? —Katy vio el dolor de la duda en sus ojos, pero le
sostuvo la mirada.
—Por nuestro futuro —respondió enternecida.
—¡Katy! Amor de mi vida —se inclinó para abrazarla y besarla.
Katy se estremeció cuando sus labios se juntaron.
—¡Dios mío, Katy! —murmuró él—. Eres muy joven y bella… estás delicada.
Pero cuando me besas… ¿Dónde has aprendido a besar para llegarme al alma?
—Tú me has enseñado. Jamás ha habido otro hombre.
—Ni lo habrá, mi amor —sonrió—. Te deseo y seré muy celoso, ¿Lo soportarás?
—Quieres decir que si te doy motivos te pondrás celoso —le observa con
malicia.
—Más te vale no mirar a otro hombre, Katy. Sería suficiente motivo… Desde
luego, sabes que no te habría permitido irte de aquí, aunque me lo hubieses
suplicado…
—¿De veras?
—Sin lugar a dudas… ¡Te hubiese encerrado en la torre y la enfermera Jones
habría sido tu guardián!
Por más que deseó mostrarse serio, no lo consiguió. Katy rió con él.
—¿La enfermera Jones?
—Por supuesto. Durante estos últimos días ha sido un consuelo para mí —bajó
el tono de voz y fingió estar conspirando—. De hecho, ¿sabes lo que me dijo ayer? —
Katy lo negó con un movimiento de cabeza—. “Señor Martineau, no me corresponde
decirlo, pero lo que sucede es evidente. Usted la quiere y la desea aquí abajo, y ella
hace lo mismo allá arriba. Me facilitaría la tarea si sube y aclaran la situación…”

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Imitó la voz de la enfermera y Katy rió.


—¡No es posible que haya dicho tal cosa! Lo has inventado, ¿no?
—Quizá —Laurence sonrió con ternura.
—A mí me aconsejó no excitarme.
—¡No me digas!
Se inclinó hacia Katy, la miró como si la estuviese retando a detenerle y le
desató, uno a uno, los botones del camisón.
—¿Crees que es buena medida, Katy, eso de no excitarte?
—No estoy segura —sonrió antes de acercarse más a su amado.
—Lo mismo pienso yo —Laurence la besó y el cuerpo de Katy, aunque
lánguido, cobró vida al inflamarse de deseo.
—Estoy segura de que has planeado todo esto —comentó acurrucada en sus
brazos—. El camisón y… —cerró los ojos para dejarse llevar por las caricias.
—Mi querida Katy —la ciñó con fuerza—. He planeado muchas cosas para los
dos, pero en este momento me daré por satisfecho si beso a mi… futura esposa. Será
un maravilloso inicio.

Fin

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