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¿Qué significa
escuchar?
Posted on octubre 1, 2004 by Jorge garcia

¿Qué significa escuchar?


 Mariflor Aguilar Rivero

No es posible pensar en una sociedad libre si se acepta de entrada preservar en


ella los antiguos lugares de escucha: los del creyente, del discípulo y del
paciente

228. Barthes, L’obvie et l’obtus, Seuil, 1982, p.228.

Desearía que fuese falsa esta afirmación de Roland Barthes porque en tanto
que nuestra cultura es una cultura del habla, nadie está preocupado por
cambiar los lugares de escucha. Lo primero que hay que decir es que
sorprende que prácticamente ningún campo del saber de las llamadas ciencias
sociales o humanistas tome en cuenta la escucha. La escucha se da como algo
ya dado; se supone que para escuchar no se requiere habilidad ni aprendizaje
ni cierta destreza, como si se tratara de un don natural; se le considera como
supuesta en el diálogo, en las teorías del discurso, en las teorías de la acción
comunicativa. Ni siquiera se considera pertinente preguntar qué significa
escuchar. Si Heidegger habló del olvido del ser, nosotros ahora podríamos
hablar del olvido de la escucha. Sorprende  que la tradición occidental, siendo
una tradición del logos, no incluya a la escucha como parte central de la
racionalidad. No se puede negar que hablar implica escuchar y sin embargo
nadie se toma la molestia de señalar, por ejemplo, que en nuestra cultura hay
profusión de trabajos escolares centrados en la actividad expresiva y muy
pocos, ninguno en comparación, dedicados al estudio de la escucha.

Esto no significa que no participemos de diversas tradiciones de escucha que


se entrecruzan y se refuerzan entre sí. Lo que ocurre es que la naturaleza de la
escucha es siempre desplazada por el saber que de ella obtiene el
“escuchante”; saberes varios que pueden ser el diagnóstico médico, el juicio o
la sentencia en el saber jurídico, castigo y perdón en el saber confesional. Así,
la práctica o, si se quiere, el complejo proceso de la escucha es elidido por el
saber obtenido. Los sujetos que escuchan no existen en nuestra cultura salvo
como material humano susceptible de ser impregnado por una racionalidad
hegemónica auto-referente. Foucault vio esto bien en relación con la
confesión [2] . El que escucha y calla tiene expectativas respecto del que
habla; una de ellas es la expectativa de la verdad, que diga todo de sí. Hay, por
parte del escucha, una pretensión de saber, de saber lo más posible acerca del
sujeto que habla. Otra expectativa del escucha es que el confesante busque de
alguna manera la renuncia de sí, bajo la forma de la culpa o del
arrepentimiento o de la voluntad de modificar las conductas En esta medida,
el que escucha cumple la función de gobernar la conducta del que habla.

El logos en el que nos movemos, es decir, la racionalidad que nos rige es,
desde esta perspectiva, una racionalidad deficiente que habita una ceguera
desde la cual toda forma de escucha se sitúa en alguno de los lugares
tradicionales de escucha, el arrogante o el servil [3] , el arrogante que es el de
la obtención del saber y el servil que es el de la obediencia. Hay que recordar
que el verbo obedecer viene del latín oboedire que significa escuchar u oír.

Es interesante, por otro lado, que en todas las tradiciones de escucha en las
que participamos ésta es unilateral, es decir, no hay una noción diádica del
escuchar así como sí hay una noción dialógica del hablar. Pero esto no debería
sorprendernos si tomamos en cuenta y en serio el trabajo de Carlos
Lenkersdorf titulado Los hombres verdaderos[4] en el que analiza la
estructura sintáctica del tojolabal en comparación con la del castellano y de las
lenguas indoeuropeas en general. En su estudio Lenkensdorf da cuenta del
hecho lingüístico que se presenta en el tojolabal de que las frases tienen dos
sujetos agenciales en vez de uno solo como tienen las lenguas indoeuropeas;
es decir, en tojolabal son dos los sujetos que ejecutan la acción de dos verbos
que se corresponden, de tal manera que es imposible afirmar «yo les dije»,
pues la estructura de la frase equivalente incluye otro sujeto que es quien
escucha, en tal forma que se diría «Yo les dije. Ustedes
escucharon». Lenkensdorf subraya el hecho de que cuando en castellano se
dice algo a alguien hay solamente un sujeto agente, solamente el que habla es
el sujeto de la acción mientras que el que escucha mantiene una posición
pasiva, subordinada. La hipótesis de Lenkersdorf es que en tanto que la lengua
no está apartada de la manera en que vemos el mundo, las diferencias
sintácticas corresponden a diferentes cosmovisiones, lo que en este caso
significaría que nuestra cosmovisión tiene la estructura sujeto-objeto y no la
de sujeto-sujeto como en las lenguas dialógicas y que por tanto el rol
prioritario es de los actos de habla mientras que el papel subordinado, el papel
de objeto, lo ocupa por lo general el papel del escucha.
Sin embargo, cuando Heidegger analizaba el concepto de logos, de manera
novedosa sí se plantea este problema y pregunta: «si tal es la esencia del
habla, entonces ¿qué significa `escuchar’?» [5] . Parafraseando a Spinoza
quien afirmaba enigmático: «nadie sabe lo que puede el cuerpo», puede
decirse ahora que «nadie sabe lo que puede la escucha», o mejor, nadie sabe lo
que es la escucha.

Y sin embargo podría decirse que la educación democrática enseña o debería


enseñar a escuchar [6] , a salirse de la escucha autoritaria y del sometimiento
para  considerarla como una actividad política central que nos permita dar
forma democrática a las relaciones con los otros; se trataría de pensar en la
escucha como un elemento constitutivo del proceso de tomar decisiones
acerca de qué hacer en caso de un conflicto [7] , fuerza particular,
pacientemente ejercitada.

Platón comienza la República con el reconocimiento de la centralidad de la


escucha. Polemarco amenaza en broma con usar la fuerza sobre Sócrates y
Glaucón si no aceptan quedarse con él en los festejos del Pireo. Sócrates
sugiere otra alternativa, la de convencer a Polemarco de que los deje
marcharse tranquilos. Pero Polemarco le aclara a Sócrates que no
podrá convencerlo porque no está dispuesto a escucharlo. En ese momento
interviene Glaucón y confirma que efectivamente sería imposible convencer a
Polemarco si éste no está dispuesto a escuchar. Polemarco tiene clara la idea
de que no escuchar es una forma efectiva del ejercicio del poder. La escucha
era una alternativa distinta de la fuerza y el riesgo era cambiar de opinión,
riesgo que habitualmente no se quiere tomar. Pero ni Platón, después, ni sus
sucesores vuelven a dar importancia filosófica al papel de la escucha y podría
decirse que este olvido se extiende hasta la teoría política contemporánea [8] .

En muchas reflexiones del rol que deben jugar las minorías en los procesos
sociales se suele considerar la dimensión emancipatoria ligada exclusivamente
con tomar la palabra. Expresiones como «dar la voz a los que no la tienen»,
«hacer escuchar la propia voz», la necesidad de que los grupos oprimidos
«encuentren su propia voz», y otras semejantes, son habitualmente levantadas
como armas liberadoras. Y como contraparte, los roles de escucha están
asociados con los grupos oprimidos mientras que los grupos sociales
poderosos son a menudo los que no escuchan o los que silencian a otros. Lo
que emancipa no es, pues, escuchar sino hablar, tomar la palabra. Se cree que
la única manera de cuestionar el paradigma de los lugares tradicionales de
escucha, el arrogante y el servil, es disponiéndonos a hablar. La escucha
queda entonces solamente en sus posiciones habituales: contra ellas,
hablemos. Y hay que hablar, ciertamente. En favor de la escucha no se trata
ahora de que todos callemos, de que las minorías guarden silencio. ¿De qué se
trata entonces?
Para comenzar habría que buscar abandonar la relación directa entre escucha-
opresión y palabra-emancipación. Para seguir, hay que tener claro que no se
trata de escuchar de cualquier manera. Si lo que hay que evitar son sus formas
tradicionales, esto implica guardarnos tanto de una escucha cuyo objetivo sea
la configuración de un saber disciplinario así como de la escucha-obediencia.

Y es aquí donde el psicoanálisis puede hacer aportes importantes ya que puede


decirse con Roland Barthes que el psicoanálisis, al menos en su desarrollo
más reciente, modifica la idea corriente del acto de escucha. Mientras durante
siglos el acto de escuchar ha podido definirse como un acto de audición
intencional, hoy en día, se le reconoce la capacidad de barrer los espacios
desconocidos: la escucha incluye en su territorio no sólo lo inconsciente en el
sentido tópico del término, sino también, por decirlo así, sus formas laicas: lo
implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo aplazado; la escucha se abre a
todas las formas de la polisemia, de sobredeterminación, superposición, la Ley
que prescribe una escucha correcta, única, se ha roto en pedazos; hoy en día lo
que se le pide con más interés es que deje surgir [9] .

“Dejar surgir”. Suena fácil pero representa todo un programa de


transformación no sólo de las formas de escucha sino del ejercicio de la
subjetividad. “Dejar surgir” es en heidegeriano el “dejar que la cosa sea” y en
hegeliano es “el hacer de la cosa misma” [10] . A diferencia de la escucha
autoritaria tradicional, en el “dejar surgir” no se trata de una acción sobre la
cosa, sino en todo caso de una no acción: de no poner obstáculos al proceso de
articulación.

Por más que hoy nos resulte obvio y elemental, no deja de ser paradójico que
esta suspensión relativa de la acción sobre la cosa sea más compleja y menos
habitual que la acción misma. Es ahí donde se expresa una nueva forma de
subjetividad. No son pocos los años que requieren analista y paciente para
aprender a escuchar. Como dice Lacan, en nombre del paciente la escucha
también será paciente. ¿Y como no ha de ser paciente si de lo que se trata es
de destejer demorándose las comprensiones implícitas de sentido asentadas
como capas geológicas?

Pero ¿cómo es este paciente dejar surgir? Es muy simple, consiste en la


famosa regla fundamental de la “atención flotante”. Muy simple, pero la sola
expresión marca una tensión y una dificultad: o se atiende o uno se dispersa y
flota. Barthes se refiere a esto e indica que la originalidad del modo de
escuchar psicoanalítico se cifra en ese movimiento de vaivén entre la
neutralidad y el compromiso, el suspenso de la orientación y la teoría: “El
rigor del deseo inconsciente, la lógica del deseo no se revelan sino al
que respeta de modo simultáneo las dos exigencias, en apariencia
contradictorias, que son el orden y la singularidad”. Con la atención flotante
se exige en realidad una división entre el extremo de la concentración y el
extremo de la dispersión.

Por un lado la concentración, la orientación, la teoría. Desde cierto ángulo


puede decirse que no hay tal flotación en realidad, que en el análisis de lo que
se trata es de una terrible concentración en un código que no es el circulante;
es otro código; el del deseo ligado a los deslizamientos lúdicos y trágicos del
significante. Puede decirse que la escucha del psicoanalista tiene como
finalidad un reconocimiento: el del deseo del Otro [11] . No se escucha
cualquier cosa. Si hay alguna diferencia entre el psicoanálisis y cierta
hermenéutica es esto precisamente: el psicoanálisis está orientado
teóricamente. Pero lo interesante y lo complicado es que una vez admitido
esto todo lo demás es “flotación”, dispersión, desde la cual sí se trata de
oír todo según indica la regla fundamental: “no hay que dar importancia
particular a nada de lo que oigamos y es conveniente que prestemos a todo la
misma atención ´flotante´”.

Pero esta dualidad de atención y flotación recorta una ausencia, la de la


particularidad o la singularidad. Si la orientación es teórica, podría pensarse
que cada hallazgo en el análisis es del orden de lo generalizable o
universalizable. Si por otra parte, la atención es flotante esto implica que no es
concentrada, por lo que lo particular y lo singular queda desdibujado. Según
esto, la fórmula “atención flotante” va doblemente en contra de la
especificidad del sujeto: la “atención” por su articulación teórica, lo “flotante”
por la dispersión y lo brumoso. Para salir de este equívoco hay que pensar
quizás que a lo que la expresión se refiere es a una atención multiplicada por
el acto mismo de flotar, es decir, que el hecho de que tal atención sea
“flotante” no reduce su intensidad sino por el contrario hace que prolifere, de
tal manera que pueda prestarse atención no solamente al deseo en abstracto
sino a su actualización en pausas, cortes,  discordancias,
repeticiones, contradicciones, ecos, analogías.

Si esto fuera así, no es para tranquilizar al analista pero sí en cambio al


llamado “paciente”. Pero ¿por qué el gran esfuerzo de atenciones múltiples
por parte del analista debe tranquilizar al sujeto que se analiza? Porque es la
posibilidad del surgimiento de la singularidad.

Y es esta otra dimensión de la escucha del psicoanálisis que puede y debe, me


parece, exportarse hacia la teoría política. Porque según algunas concepciones
contemporáneas ésta no consiste en “un debate racional entre intereses
múltiples, sino que apunta a lograr que la propia voz sea escuchada y
reconocida como la voz de un asociado legítimo” [12] , apunta a recortar la
especificidad de quienes no tienen parte en nada y que sólo pueden
identificarse con la entidad abstracta del todo de la comunidad [13] . La
relevancia de la singularidad para el análisis se pone de manifiesto en la
afirmación de Julia Kristeva de que “un analista que no descubre en su
paciente una nueva enfermedad del alma, no lo escucha en su
singularidad” [14] . Singularidad que rebasa la individualidad y que tiene que
ver con la rearticulación del sujeto con su historia y con la estructura de la
relación dual.

En este sentido, la escucha analítica va en el sentido contrario a la escucha


social hegemónica puesto que no promueve la identificación abstracta con la
totalidad sino la identificación concreta con la propia historia.

Por otra parte y por último, así como la escucha analítica nos ilustra sobre
el complejo proceso de cercamiento en la cura del objeto a, no simbolizado,
donde se inscribe lo turbio, lo inquietante, lo terrible, también puede
ilustrarnos sobre la importancia de prestar atención en el espacio social a
territorios no evidentes desde la perspectiva de los códigos hegemónicos.
Como lo plantea Zizek, la representación simbólica del todo social se
construye sobre la necesaria negación de un antagonismo básico, antagonismo
cuya existencia y postulación previene que la realidad social se constituya
como un todo cerrado o como una estructura armónica o balanceada [15] .
Pero esta negación regresa a la representación global bajo la forma de algo
indeterminado o indecidible. Tan indeterminado y monstruoso como las
muertas de Juárez, tan inquietante e indecidible como los caracoles
zapatistas. Por eso, tal vez podemos decir con Derrida: “Debemos aprender
cómo dejar que el espectro hable, cómo devolverle el habla, aunque esté
dentro de nosotros, en el otro, o en el otro que está en nosotros” [16] .

[2] Cfr. M. Foucault, Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, 1990

[3] R. Barthes, op.cit.,, p.229.

[4] Cfr. Carlos Lenkersdorf, Los hombres verdaderos, Siglo XXI,

[5] Citado por Gemma Corradi Fiumara en The other side of language, a


philosophy of listening, Routledge, London and New York, 1990, p.6 de M.
Heidegger, Early greek thinking, New York, Harper &Row, 1975, p.64.

[6] Cfr. Norbert Bilbeny, Democracia para la diversidad, Ariel, Barcelona,


1999.

[7] Ibid., p.19.
[8] Este pasaje de La República es comentado por Susan Bickford en The
dissonance of democracy, Cornell University Press, 1966, p.1.

[9] R.Barthes, Lo obvio y lo obtuso, Paidós, Barcelona, 1992, p.255.

[10] VM, p.555.

[11] Barthes, op.cit., p.255.

[12] S. Zizek, El espinoso sujeto, Paidós, Barcelona, 2001, p.202.

[13] Cfr. J. Ranciere, El desacuerdo, Nueva Visión, 1996.

[14] Me remito a lo que expuso Julio Casillas en el coloquio “Filosofía y


psicoanálisis” en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, en septiembre del
2003.

[15] Zizek,, “`I Hear You with My Eyes´; or, The Invisible Master”, en
Renata Salecl and Slavoy Zizek, eds., Gaze and Voice as love objects, Duke
University Press, 1996, pp.113-4.

[16] Cit. por M.Shildrick, en “Monsters, marvels and metaphysics”, de J.


Derrida, Spectres of Marx, en Maureen McNeil, Lynne Pearce and Beerley
Skeggs, eds., Transformations, Thinking through Feminism, Routledge,
London and New York, 2000, p.313.

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