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Sarmiento
Al final de Faust (1994)1 no hay olor a azufre. Tampoco una disputa entre ángeles y
demonios por el alma de Fausto, pues eso ha ocurrido antes de firmar con sangre el pacto.
No hay final cómico o trágico, ni siquiera es seguro que haya final. La película, sin
embargo, no se siente complicada, compleja sí. Oscura, rota, con un humor sin sonrisas,
tensa; sí. Pero no complicada. (Tal vez sea imposible sostener que no es complicada, pero
detenerse en eso es la entrada a una deriva inútil.) Disonante, definitivamente. Este último
adjetivo, «disonante», conceptualizado por Hugo Friedrich, en su Estructura de la lírica
moderna, es el preciso para describir la sensación que deja la versión/interpretación de
Svankmajer del mito de Fausto.
Inicia el metraje con la yuxtaposición intercalada de dos tipos de imagen: una es el registro
de la boca de una estación de metro en Praga, a comienzos de los noventas, lugar y tiempo
en que transcurre la película; y el otro tipo, dibujos medievales de demonios en tinta negra
sobre papel blanco. Los transeúntes salen de la estación, bajo la opaca luz de la calle dos
sujetos reparten copias de un mapa de la ciudad, impreso en negro sobre blanco y con un
marcador en rojo sobre un punto determinado que no sabemos, para entonces, qué señala.
1
El título original es Lekce Faust; la traducción literal sería La lección de Fausto.
Píramo. No se entienda mal, no quiero decir que se trate exactamente del mismo fenómeno.
Me explico en el siguiente párrafo.
Es perceptible una distancia particular en la actuación Petr Čepek en Faust. Es como si, en
vez de interpretar al personaje Fausto, lo exhibiera. Es el encargado de mostrar a cámara a
Fausto, como hace con el mapa en su primera escena. Su actuación no se sirve del artificio
de intentar engañar al espectador. El actor no puede ofrecer, tanto como los espectadores no
podemos querer ver, al ‘verdadero’ Fausto —personaje de pasado folclórico, además de
tener al menos dos icónicas versiones, la de Marlowe y la de Goethe, en la historia de la
literatura europea—, como si se tratase de un mal intencionado biopic, o de un documental
biográfico. Esa conciencia —abierta, compartida sin recelo— de la ironía es una
particularidad que está presente en la película por entero.
Quizá esta reflexión sobre la ironía está condicionada por la impresión que me causó la
escena en que Fausto, aunque prefiero nombrarlo en adelante como ‘el actor’, se prepara
para interpretar en el teatro a Johannes Faustus. El nombre indica que se trata de la versión
de Marlowe. La cámara está ubicada detrás del actor; él está sentado en un taburete frente a
tres espejos. Lee líneas de su personaje. Ha puesto sobre su cara barba y bigote postizos, y
una mancha de maquillaje blanco en cada mejilla. Lleva una capa que es un cielo oscuro.
Las estrellas no son destellos, como son visibles en la noche, sino símbolos que las
representan. Justo en el centro se encuentra un pentagrama invertido.
2
En cierta medida todavía lo pienso, pero tendría que teorizar sobre la escena de sexo entre el actor y un
demonio-de-madera, y no estoy de ánimos como para complicarme y hablar de tantas escenas en esta reseña.
Mefistófeles no aparece para tentar a Fausto. Es el actor quien se da a la tarea de invocar al
demonio, mismo que, tras varias transformaciones, acaba por imitar la cara del actor. Sin
embargo, la disposición de Fausto por entregar su alma está en el destino del personaje.
Svankmajer solo se encarga de que el personaje sea menos pasivo en cuanto ese, su destino.
El Faust de Svankmajer no es épica ni dramática. Es una obra lírica. Por eso, pues, es que
reconstruir el argumento de la película es tan inoperante como intentar reelaborar en una
prosa lógicamente estructurada algún poema de Paul Celan. Según alguna cuenta de twitter
que comparte frases de escritores famosos, Oscar Wilde dijo que la verdad en el arte es esa
cuya contradicción es también verdadera. No creo que a esta película haya otra ‘verdad’
que oponerle. Más bien pienso que es un poema atravesado por fuerzas contrarias en
tensión. Y en caso de que las fuerzas en tensión desintegren el objeto, revelando que este
está vacío de sentido, o de ‘verdad’, el material, firme pero maleable, como la arcilla que no
se ha secado, sirve como diversión poco convencional. Lo que a veces es suficiente.