Está en la página 1de 2

“TERROR Y MISERIA EN EL PRIMER FRANQUISMO”: 6 CAPÍTULOS DE UNA

DICTADURA PARA PENSARLAS TODAS

por Analía Pinto

Todas las dictaduras se parecen. Todas generan el mismo horror, el mismo terror. La misma
incomprensión. Por eso no resulta extraño que el autor de la obra teatral “Terror y miseria en
el primer franquismo”, José Sanchis Sinisterra, haya elegido una como ejemplo de todas. Y
una con la que el espectador puede fácilmente identificarse y trasladar a su horizonte de
expectativas, ya que en todas las dictaduras se cuecen las mismas y pútridas habas.
“Terror y miseria en el primer franquismo”, galardonada con el Premio Nacional de Literatura
Dramática, por el Ministerio de Cultura de España, toma como modelo “Terror y miseria en el
Tercer Reich” de Bertold Bretch, pero sólo como punto de partida: los seis “capítulos” o
partes en que se divide la obra funcionan como un muestrario de los distintos abordajes
posibles para un mismo horror. La obra pasa, sin desbarrancar nunca, por la comedia, el
absurdo, la farsa y el más hondo drama gracias a su particular estructura: cada capítulo se
inicia con los actores tarareando una canción, al modo de un auténtico coro de tragedia griega,
mientras en la semipenumbra del escenario se realizan los ajustes necesarios para la
representación.
Este aparente quiebre de la ilusión escénica funciona en realidad como un preludio, lo que se
ve reforzado con el coro. Así, con una puesta minimalista, sin telón, sin decorados, sin
aspavientos, sólo con los elementos mínimos e indispensables para lograr el ambiente y con
una enorme presencia escénica de los actores se da comienzo a cada capítulo. Capítulo que
también podría ser visto como una foto de un momento particular, fotos de un viejo álbum
familiar en el que van desfilando los sueños, los deseos, las luchas, los ideales, la gloria, la
decadencia no sólo de una familia, de un pueblo o de un país sino de la humanidad toda.
El capítulo que abre la obra se titula “Plato único” (representado por Fito Pérez, Alejandro
Orlandoni, Stella Minichiello y dirigido por Claudia Quiroga) y es una muestra acabada del
grado de hipocresía y, más aún, de ridiculez, al que llevan todos los fanatismos. Mediante
pasos de comedia perfectamente logrados, el autor muestra aquí cómo un hombre, un modesto
comerciante, sigue al pie de la letra los mandatos del Caudillo, transformándose él también en
un pequeño caudillo (de pacotilla) con su empleado y su amante, quienes, en un gesto
esperanzador, denuncian lo irrisorio de su poder. Con excelentes actuaciones y picos de
hilaridad, este primer capítulo predispone al espectador para los próximos.
El segundo se titula “El anillo” (representado por Claudia Sánchez y María Forni, dirigido por
Teresita Galimany) y ahonda en las máscaras y disfraces que es necesario adoptar para seguir
subsistiendo en medio del horror. Dos primas vuelven de una fiesta pero rápidamente el
ambiente festivo se disipa y junto con los zapatos y los vestidos caen también las máscaras:
Marga y su marido han decidido transar con el poder para obtener beneficios económicos a
cualquier precio; Carmina no acepta que su marido haya desaparecido y sigue esperándolo,
convencida de que retornará y convencida también de que no se venderá al mejor postor como
su prima. La relación asimétrica entre ambas va quedando de manifiesto, de manera gradual, a
lo largo del capítulo para llegar a su máxima expresión en el final.
El tercer capítulo, “Intimidad” (representado por Annie Stein y Concha Milla, dirigido por
Carlos Ianni), es sin duda alguna el momento de mayor dramatismo de la obra. Rápidamente
el espectador se da cuenta de que transcurre en un campo de concentración. Dos mujeres
intentan dormir pero el constante terror de que se las lleven se los impide. Allí, mediante
soliloquios que erizan la piel y emocionan al mejor plantado, cada una expone sus temores, lo
que le sucedió, cómo llegó hasta allí. El hacinamiento, las delaciones, las transacciones, todas
las pequeñas —enormes— miserias que se producen en el microclima asfixiante del campo de
concentración aparecen, como fulgores inapelables, en cada uno de los parlamentos de las
mujeres. La intensidad lograda con apenas unas mantas y acertados cambios de luces es tanto
más grande que si se hubiera reproducido al detalle una barraca de las tantas que hubo
también en España.
El cuarto capítulo, “Dos exilios” (representado por Octavio Bustos y Daniel Bazán Lazarte,
dirigido por Claudia Quiroga), presenta, atinadamente, escenas en paralelo de los exilios de
dos hermanos. Uno, el exilio exterior, en México, donde, vale aclarar, fueron acogidos
muchos refugiados españoles, entre ellos el escritor Max Aub, uno de los que mejor ha dado
cuenta de la diáspora española en sus cuentos y novelas; el otro, el exilio interior, en su propio
país, en su propio pueblo, en su propia alma. Mientras uno de los hermanos intenta
“aclimatarse” sin lograrlo, el otro se ve perseguido por los fantasmas del pasado y también
por los del presente. El momento más emocionante se logra cuando ambos “se encuentran” y
tratan de decirse todo aquello que han querido decirse en tantos años de separación y de no
saber nada uno del otro.
El quinto, titulado “El topo” (representado por Sebastián Villa y Claudia Quiroga, dirigido
por Carlos Ianni), es quizás el menos eficaz de los seis, al menos en lo que a contundencia
dramática se refiere, ya que las actuaciones son excelentes. Sin embargo, se tiene la sensación
de que algo está faltando allí o quizás esta sensación pueda deberse a los altos e impactantes
niveles alcanzados por los dos capítulos precedentes. En este caso, se presenta la historia de
un joven que ha permanecido escondido, como un topo, por miedo a ser llevado, sin ser
culpable de nada. Aunque la casa donde se esconde es periódicamente revisada (y dada vuelta
cada vez que esto sucede), la astucia femenina de su novia hace que él nunca pueda ser
encontrado. El drama se desata cuando Miguel proclama no aguantar más y estar dispuesto a
entregarse antes que seguir viviendo así.
El último capítulo, “Atajo” (representado por Roberto Municoy y Román Lamas, dirigido por
Teresita Galimany), es el punto más alto en cuanto a humor y absurdo se refiere. Dos
personajes escapados de una novela mitad picaresca y mitad galdosiana se encuentran en una
plaza y casi sin quererlo comienzan a espiar lo que sucede en una casa vecina. Pero esto no es
lo importante: lo importante es el despliegue de humor, ironía, acidez y más todavía de vuelo
literario que el autor se ha permitido en este capítulo final, donde abundan los juegos de
palabras, las rimas y aliteraciones increíbles e hilarantes y donde la actuación de Roberto
Municoy como don Abundio se “roba” el capítulo, si bien Román Lamas como don Bolonio
no se queda un centímetro atrás. Ambos personajes exaltan y exacerban hasta el paroxismo
todos los tópicos españoles esperables y los llevan más allá, haciéndolos universales.
Del mismo modo que la obra en su conjunto, con maestría singular, toma una dictadura
particular para denunciar el horror de todas y para hacernos pensar en las dictaduras nuestras
de cada día.

Hasta el 28 de septiembre
Viernes y sábados 20.30 hs. Domingos 20 hs.
Entrada: $ 25. Estudiantes y jubilados: $ 15
CELCIT. Moreno 431. Reservas al 4342-1026

También podría gustarte