Está en la página 1de 60

1. INTRODUCCIÓN.

LAS DIMENSIONES
DE LA POLÉMICA KELSEN/SCHMITT.
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE SU
CONTEXTO HISTÓRICO Y
CONSTITUCIONAL

La polémica que en los últimos tiempos de la


República de Weimar (1929-1933) enfrentó a dos de los
más conspicuos exponentes del derecho público del
siglo que acaba de terminar, Hans Kelsen y Carl
Schmitt, representa una etapa ineludible en el itinerario
espiritual de cualquier iuspublicista que por sus
transcendentales implicaciones, tanto en el plano
teórico como en el contingente y práctico, merece ser
retomada y estudiada en un momento en que el
Estado Constitucional se enfrenta a nuevos desafíos
que sólo la historia puede decir hasta dónde llegarán.
Teniendo en cuenta las construcciones
fundamentales del Estado Constitucional, conviene
señalar que raramente como en la ocasión que nos
ocupa, los supuestos ideológicos y la técnica jurídica-
instrumental, se entremezclan con tanta fuerza,
conduciendo tan lógicamente los razonamientos de
los autores en favor de una y otra tesis. Ello muy
posiblemente se deba a que, tras las posturas
enfrentadas, subyacen perfectamente expresadas,
dos concepciones de fondo radicalmente opuestas,
que ahondan sus raíces en dos mañeras muy distintas
de entender el Estado, la Constitución y, por supuesto,
el derecho.
Y es que aun cuando —como han puesto de
manifiesto los clarificadores trabajos de Ellen Kennedy
y Joseph Bendersky— el antagonismo que media entre
estos dos grandes juristas, se retrotrae al punto en que
desde parámetros radicalmente diferentes, ambos
maestros del derecho llegan a adquirir conciencia de
la insuficiencia de los tradicionales enfoques de la
Allgemeine Staatslhere para afrontar la realidad
democrática surgida de la Primera Guerra Mundial
(1919), lo cierto es que la polémica sobre la justicia
constitucional que toma cuerpo de forma expresa en
los dos ensayos que me cumple el honor de prologar
ahora, transcurre íntegramente en el periodo final de
la Constitución de Weimar (1929-1933), asumiendo el
carácter de momento liberatorio en el que afloran
toda una serie de intuiciones, planteamientos,
propuestas y contraposiciones, extraordinariamente
ricas y fecundas.
En lo que respecta a esta disputa, a primera vista
el punto de contraste fundamental sobre el que gravita
toda la polémica gira en torno a la figura o, mejor
dicho, al órgano o institución, a que debe atribuirse la
facultad y la obligación de defender o de salvar la
Constitución, frente a los diferentes tipos de violaciones
posibles que ponen en jaque su destino existencial y su
vigencia temporal. En este sentido, Kelsen y Schmitt,
coinciden en la conveniencia o necesidad de
reconocer la figura del defensor, del vigilante o del
garante de la Constitución, eso sí, condicionándolo a
su propio y particular concepto de Estado y de
Constitución, de manera que media siempre una
relación directa entre defensa de la Constitución y
concepto de esta. Y así, mientras para Kelsen el
garante de la Constitución resulta ser un órgano ad
hoc, un tribunal específicamente concebido al efecto,
y dotado de esta sola atribución —el Tribunal
Constitucional—, para Schmitt tan gravoso cometido
recae en exclusiva en la figura del Reichsprasident, el
Jefe del Estado. Pero llevando a sus últimas
consecuencias el argumento, las discrepancias son
más profundas: en tanto que para Kelsen el Estado es
el derecho, y la Constitución en abstracto (que es en
la que centra todo su interés) se define como una
norma jurídica axiológicamente pura desprovista de
cualquier componente no estrictamente normativo,
para Schmitt en la Constitución (que es siempre la de
Weimar, y que expresa una serie de decisiones políticas
fundamentales amenazadas en su unidad por un
pluralismo que juzga destructivo) conviven dos
principios diferentes: representación e identidad.
De esta manera, más allá y además del debate
acerca de cuál debe ser el órgano o institución
concreto al que tiene que corresponder la
trascendental función de defensa de la Constitución,
lo que ambos autores están confrontando como ratio
última de su famosa querella, resultan ser, en el fondo,
dos concepciones diametralmente incompatibles de
Constitución e incluso de Estado. Esto es, lo que
realmente subyace tras el debate es una profunda
discrepancia casi cultural, acerca de la configuración
y el sentido último del orden político, y la forma de
organizar la convivencia humana (concepto de
Estado), que afecta de lleno a los grandes valores que
informan las respectivas ideas de derecho
constitucional (orden jurídico), que prácticamente no
coinciden en nada. Ahora bien, junto a las innegables
abruptas diferencias que separan a Schmitt y a Kelsen
en lo que atañe a sus particular entendimiento de la
política, a su noción de la Constitución, e incluso a su
comprensión del derecho como fenómeno social,
coexisten también importantes coincidencias en
cuestiones de forma y de técnica jurídica y, sobre todo,
en la manera de escenificar sus respectivos
planteamientos, y de presentar sus particulares tesis. En
este sentido, importa recordar especialmente que
Kelsen y Schmitt tienen en común el hecho de construir
su reflexión según un esquema en el que lapars
destruens de su argumentación se articula y vincula de
manera estrecha con lapars construens. Y es que
ambos autores argumentan de un lado sobre quién no
debe ser el garante de la Constitución, y por otro
especulan sobre a quién corresponde desempeñar tan
importante función. A pesar de todo ello, y desde una
perspectiva diferente, conviene no olvidar que el
contexto, el tiempo histórico concreto en que tuvo
lugar tan capital debate, reviste una dimensión muy
especial en la medida en que los primeros años de la
década de 1930 son uno de los instantes definitivos de
la etapa del constitucionalismo europeo que discurre
entre la Primera y Segunda Guerra Mundial, en los que
Alemania, y también Austria, constatan el fracaso
histórico de los enfoques y planteamientos que desde
1917 habían ido gestando las mejores cabezas de las
potencias que resultarían derrotadas en la Gran
Guerra Europea, para incorporar la democracia en la
vida política de las naciones germanas. Para decirlo en
términos de Maquiavelo, es a partir de 1930 —fecha en
que la onda de la crisis económica norteamericana
golpea políticamente a Alemania desestabilizando de
manera definitiva la casi siempre comatosa República
de Weimar— cuando las teorías y elucubraciones
gestadas por los autores en el periodo anterior, los Max
Weber, Hugo Preuss, Friedtich Naumann, descienden al
terreno de los problemas de la veritá effetuale de las
cosas, para hacer frente a las propuestas de los
totalitarismos de izquierda y derecha, y oponerse sin
éxito a ellos, implicando directamente a estos dos
grandes juristas que incluso llegarán a sufrir en propia
carne las repercusiones del conflicto general en que se
insertó su singular querella.
En este sentido, importa recordar que Hans Kelsen
—como reconoce él mismo en su autobiografía— se
vería moralmente obligado a abandonar Austria en
1930, a resultas de los derroteros que en su país
adoptaría la justicia constitucional a raíz de la
polémica de la «dispensa» administrativa que hacía
posible las segundas nupcias a los divorciados,
anticipándose de este modo en unos pocos años al
Golpe de Estado de Dollfuss que en 1933 señalaría el fin
de la democracia.
Schmitt, por su lado, como uno de los cerebros
intelectuales que orientaría los pasos de la reacción
conservadora encabezada políticamente por Popitz y
Schleicher, entre otros muchos encargos y
compromisos áulicos, asumiría como abogado la
representación del Reich en el principal litigio
planteado ante corte de Leipzig: la aplicación del
artículo 48 de la Constitución por el Jefe del Estado
para intervenir comisarialmente el Lander de Prusia
como «Defensor de la Constitución», midiéndose en las
vistas públicas con colegas académicos y
personalidades de la talla de un Giese, un Anschütz, un
Heller, un Nawiasky o un Arnold Brecht. Fue entonces
cuando la polémica libresca sobre la justicia
constitucional operó no sólo como correlato de una
serie de acontecimientos políticos que marcaron el
devenir de los tiempos, sino que incluso resulto ser guía
para la intervención activa de algunos de los autores
que habían articulado sus abstracciones jurídicas.
Huelga insistir en más detalles. Aquí se trata de
estudiar los supuestos que fundamentaron la polémica
Schmitt/Kelsen y no de examinar la atmosfera
intelectual que informa la historia constitucional de
Weimar, por mucho que sea éste el contexto que
envuelve ambos discursos, y por supuesto, tampoco de
intentar pronunciarse sobre el viejo tema de la
implicación de Carl Schmitt con el nazismo. Asunto
respecto del que, de manera suficientemente
informada, se han venido posicionando numerosas
autorizadas voces desde Fijalkowsky a Zarka, y que en
estos momentos por extraño que pueda resultar,
parece más vivo que nunca.
En cualquier manera, y en lo que hace al caso, el
dato a retener es que tanto las construcciones teóricas
como las experiencias prácticas de Weimar, formaran
parte del acervo colectivo sobre el que, tras la
segunda Guerra Mundial, se operaría esa
reconstrucción de la Europa burguesa a la que se
refiere Maier en su formidable estudio. Experiencia
histórica en la que tanto las ideas de Schmitt como las
tesis de Kelsen, se incluyen de manera indiscutible,
obviamente en proporciones distintas, en la medida
que tienen su punto de partida en una forma de
entender la Constitución que hunde sus raíces últimas
en la Europa del siglo xix.
Creemos que hace falta partir de esta
observación dado que la polémica, analizada casi
con la perspectiva de un siglo —han pasado ya
setenta y ocho años desde que los escritos aquí
recogidos fueron publicados—, puede ahora ser
considerada con la distancia necesaria como para,
primero, llegar a entender correctamente sus orígenes
más profundos y analizar los aspectos explícitos e
implícitos en las dos posturas contrapuestas y, en un
segundo lugar, proceder a determinar desde una
perspectiva actual aquello que resta todavía de vivo y
muerto en los planteamientos de Carl Schmitt y de
Hans Kelsen.
2. JUSTICIA CONSTITUCIONAL Y
CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN.
LAGARANTÍA DEL CUMPLIMIENTO DE
LA LEGALIDAD CONSTITUCIONAL Y LA
PREOCUPACIÓN POR LA
CONTINUIDAD EXISTENCIAL DE LA
CONSTITUCIÓN

La polémica Schmitt/Kelsen está vinculada a ese


momento particular del constitucionalismo en el que,
tras la Primera Guerra Mundial, se produce en los países
europeos un cambio radical en la manera de ver la
Constitución y en la forma de concebir sus garantías.
Como es bien sabido, desde el célebre trabajo de
Lord Bryce, tradicionalmente y todavía en la
actualidad, las Constituciones suelen diferenciarse en
Constituciones rígidas y Constituciones flexibles en
función de si cuentan o no con mecanismo de revisión
constitucional, esto es de si tienen un procedimiento
agravado para su reforma. Y en esta misma línea de
razonamiento, se dice que en el siglo xix la flexibilidad
prevalecía sobre la rigidez, como evidencian
palmariamente repetidos ejemplos. Pero en realidad,
semejante planteamiento peca un poco de cierta
superficialidad y se limita a analizar el resultado que
arrojan las actividades relacionadas con el devenir de
la Constitución, así como con los frutos obtenidos de su
revisión y modificación. Mientras que, si acaso, la
verdadera clave existencial, que más que en las
garantías de su vigencia reside en la determinación y
la continuidad de su esencia, en la perdurabilidad de
la estructura material de la Constitución, queda
paralelamente obviada y relegada a un segundo
plano.
Si reparamos tanto en el espíritu de las primeras
Constituciones que aparecen en Europa hasta la crisis
de la Constitución de Weimar, como en el espíritu de
los textos más recientes que emergen tras la «Caída del
Muro de Berlín», vemos que la distinción entre normas
rígidas y flexibles nos tiende a apartar del buen camino:
todas las Constituciones tienden en cierta forma a la
rigidez debido a su natural propensión a dificultar o a
complicar en la medida de lo posible los cambios. En
principio no tiene ningún sentido redactar una
Constitución desde la idea previa de que debe ser
modificada. Las Constituciones se redactan partiendo
de la premisa de que no van a ser modificadas porque
están llamadas a acompañar el completo ciclo vital
que marca el desarrollo político de un pueblo. El
problema estriba en sus garantías y en el grado de
agravación con que se protege el cumplimiento de sus
preceptos. Una cosa es la cuestión de las garantías del
cumplimiento de la norma constitucional, y otra muy
distinta el problema de la vocación de perdurabilidad
de la estructura existencial de una determinada
Constitución, aunque con frecuencia ambos
propósitos hagan uso de idénticos mecanismos
jurídicos de defensa: la rigidez constitucional.
Si examinamos las Constituciones del siglo xix,
desde la Constitución francesa hasta las de otros
países, como la Constitución del II Reich Alemán o el
Estatuto Albertino, que después se convirtió en la
Constitución del Reino de Italia, vemos que las
cláusulas que aseguraban la perdurabilidad de su
estructura existencial eran numerosas y de muy diversa
naturaleza.
En ocasiones —como, por ejemplo, en la
Constitución francesa del año su inmutabilidad se
confía al sentimiento del pueblo y a la capacidad de
todos los franceses para reconocerse en ella, mientras
que en otros casos —pensemos en la Constitución
Imperial alemana de 1871—, nos encontramos ante
una arquitectura institucional que condiciona su
garantía de inmutabilidad a la posición de Prusia en las
asambleas parlamentarias: sin Prusia no se puede
hacer nada y contra Prusia nada se puede hacer.
Por su parte en Italia, el Estatuto Albertino no sólo
era calificado como «legge perpetua e irrevocabile de
lla monarchia», sino que la misma formación de la ley
ordinaria presuponía la conformidad de las tres fuerzas
políticas dominantes —que Cesare Alfieri había
denominado con acierto los tres poderes— dado que
la ley nacía de la convergencia en el mismo texto
normativo de la voluntad de la Cámara de los
Diputados (la burguesía), la voluntad del Senado (la
aristocracia de las instituciones) y la voluntad del rey,
quien tenía que ratificar todo el conjunto. En principio
tal ratificación no era en absoluto una obligación
formal, sino la potestad específica que correspondía a
la Corona en el ejercicio de un poder que le era propio.
Y, salvando las distancias, otro tanto de lo mismo
cabría repetir en España de la Constitución Canovista
de 1876 que descansaba en idéntica concepción de
la política, expresada en este caso en la fórmula Rey y
Cortes.
Podríamos decir que estas circunstancias
estructurales —la confluencia de tres instancias
sociales que actúan como garantes de la
perdurabilidad del contenido existencial de la
Constitución— determinaban probablemente una
mayor dificultad para el cambio, en la que no
tardarían por abrirse ciertas brechas cuya aparición no
estuvo directamente relacionada con los
planteamientos teóricos iniciales del Estatuto. Y ello
implicó no tanto una minoración de la rigidez de la
Constitución, cuanto una quiebra en el
funcionamiento de la propia garantía constitucional
que afectaba a la esencia misma de la Constitución.
El problema estribaba, por tanto, en la existencia
o inexistencia de garantías destinadas a conseguir que
la Constitución se mantuviera en su estructura y en su
aplicación. Garantías que podían ofrecer distinta
intensidad —resultar más o menos flexibles—, lo que en
suma y extrayendo conclusiones más generales, nos
permite comprender que en ocasiones nos
encontrásemos ante garantías de naturaleza
fundamental y especialmente rígidas, y en otras ante
garantías de menor fuerza vinculante como es el caso
de la garantías judiciales.
El ejemplo del Estatuto Albertino parece
particularmente ilustrativo a este segundo efecto,
porque desde sus primeros orígenes se planteó,
aunque fuera en el plano de la teoría, el problema de
la eficacia jurídica de sus preceptos en relación con las
leyes precedentes con las que entraba en
contradicción, y también en función de aquellas otras
temporalmente sucesivas que no resultaban
coincidentes con los preceptos estatutarios.
Se trata de una cuestión que ha sido poco
estudiada en la doctrina constitucional italiana, pero
que emerge nítidamente en las argumentaciones de
un clarividente diputado de la izquierda en los arios del
Reino de Italia unificado, Angelo Brofferio, que dejó
constancia del modo en que la magistratura de la
época rechazaba considerarse a sí misma punto de
referencia de una garantía constitucional concebida
para resolver diferencias entre el Estatuto y las leyes
ordinarias. Incluso, ya en la segunda mitad del siglo xix,
el mismo Angelo Brofferio llegaba a la conclusión de
que la Constitución era lo que los jueces decían que
era. Algo que resulta plenamente conforme con lo que
medio siglo después iba a afirmar el juez Hughes de la
Suprema Corte de los Estados Unidos. Pero la postura
de Brofferio se trataba de una excepción en un
contexto de ignorancia de cualquier atribución
constitucional en favor de la judicatura. Y algo más
tarde, un buen conocedor del derecho
norteamericano como el propio Luigi Einaudi,
mantendría que Italia había sido claramente ajena a
la idea de que la naturaleza de la relación entre leyes
y Constitución pudiera atribuir al juez una función que
en nuestra tradición siempre se había considerado
impropia. Advirtiendo a continuación que, sin
embargo, nada en pura lógica jurídica impedía a la
magistratura del Reino de Italia, y de la República
luego, llegar a pronunciarse sobre la
inconstitucionalidad de las normas.
Y algo semejante sucedió con la Constitución de
la República de 1947 que en su disposición transitoria
VII, incorporaba, a título transitorio y mientras no
entrasen en vigor las disposiciones relativas a la Corte
Constitucional, el control difuso de constitucionalidad
atribuido a los jueces. La jurisprudencia resolvió
inhibiéndose y retomando otra vieja categoría
weimariana, aquella que, distinguiendo entre norma
jurídica vinculante y programática, permitía establecer
dos valores normativos uno de presente y otro diferido
en el tiempo, de manera que sólo en el supuesto de la
norma constitucional plenamente vigente era posible
abrogar una ley ordinaria en razón a su contradicción
con la Constitución, mientras que las disposiciones
programáticas de la Constitución precisaban de una
ulterior concreción normativa del legislador ordinario
para adquirir eficacia jurídica prevalente, susceptible
de conferir la supremacía necesaria para hacer
realidad el control de constitucionalidad.
Ello, no obstante, a lo largo del siglo xix hay que
recordar que en los primeros años del Estado unificado
se habían producido en Italia algunos raros casos de
declaración de inconstitucionalidad en materia de
actos normativos del ejecutivo. Pero conviene
reconocer que se trataba de supuestos aislados (por
citar un ejemplo, cabe recordar la Sentencia del 20 de
febrero de 1900 de la Corte de Casación comentada
en Foro It., 1900, II, pp. 97 ss.) que no volverían a
repetirse, de manera que la supremacía de la
Constitución sobre las leyes y normas reglamentarias
fue, en general, un hecho ignorado en la vida política
italiana anterior a la Constitución Republicana de 1947.
De todo ello resulta la falsa idea de que el Estatuto
italiano era una Constitución flexible, algo incorrecto
desde el sentido originario del texto, que de alguna
manera se verificó en la práctica política en el
momento en que la posición políticamente paritaria
entre la Cámara, el Senado y el rey, empezó a perder
su equilibrio original en favor de la mayoría
parlamentaria que, al gobernar, terminó por
determinar que el protagonismo del Senado y del
propio monarca, resultaran políticamente más débiles.
El Estatuto quedó pues a merced del Parlamento, el
hacedor de la ley; y de este modo el poder encargado
de la legalidad ordinaria sometida a la Constitución, y
la única institución en condiciones de defender la
continuidad de la esencia de la Constitución, pasaron
a coincidir en el mismo órgano dando pie a una
notable confusión.
Pero ello sucedió, por otro lado, en un momento
en que en los estudios constitucionales se abría
también camino a considerar la Constitución como
una norma superior a las leyes, por lo que se entendía
que necesariamente debería existir una garantía que
no se podía confiar más que a los jueces.
En este sentido, si analizamos el pensamiento de
un clásico de la ciencia jurídica de la Ilustración
precursora del constitucionalismo moderno todavía
demasiado olvidado, Gaetano Filangeri, y de otros
autores posteriores que se sitúan en su línea, resulta
significativo que, tanto este tratadista como Pagano,
consideraran la problemática de las garantías y de la
función jurisdiccional como una cuestión de vital
importancia.
Vincenzo Ferrone ha dedicado en fechas
recientes, páginas muy interesantes al respecto.
Aunque conviene recordar que tanto Filangeri, como
Pagano y otros pensadores afines a ellos, se han
situado fuera de la polémica, pues su posición quedó
reducida a un mero punto teórico de partida, y no fue
desarrollada dentro del debate constitucional italiano.
Y ello se debió justamente, al hecho de que las
clases más avanzadas políticamente durante el
Risorgimento sostuvieron la primacía del Parlamento,
tanto desde el punto de vista del peso político como
desde la perspectiva de las garantías jurídicas. En otras
palabras, la doctrina del derecho público entendía
que el Estatuto en cuanto Constitución de Italia no
podía asumir la condición de instrumento que operaba
como mecanismo de freno o limitación respecto a las
decisiones del Parlamento: la atribución al juego de los
tres poderes de la función de defensa existencial del
conjunto de elementos que caracterizaban el fluir de
la vida política del constitucionalismo monárquico, era
algo propio del modelo que Camilo Cavour y los
liberales moderados identificaban con la experiencia
británica. Tras el arrumbamiento del poder de los reyes
por las emergentes clases burguesas de la segunda
mitad del xix, seria el Parlamento en sí mismo quien
garantizaría la estabilidad de un contenido de la
Constitución que superaría con mucho cualquier
exigencia derivada de la idea de garantía.
Y es que la idea de término medio («giusto mezzo»
o para decirlo en el original francés de donde proviene
«juste milieu») en el que se inspiraba Cavour, era muy
similar a ese equilibrio que caracterizaba al conjunto
de garantías políticas, y no jurídicas, que comportaba
la evolución constitucional británica.
Por lo demás, el mismo Cavour había interpretado
desde el principio la expresión que calificaba el
Estatuto como ley perpetua e irrevocable de la
monarquía («legge perpetua e irrevocabile della
monarchia»), en el sentido de una limitación de la
«plenitudo potestatis», que había situado sus límites
precisamente en el propio hecho de la concesión
(«octroi») del Estatuto, pero que en ningún caso podría
bloquear la evolución futura.
Así las cosas, rechazar el control de la
constitucionalidad, sobre todo si ésta se confiaba a los
jueces nombrados por la Corona, aseguraba
estabilidad y equilibrio en la evolución de las
instituciones, y formaba parte, por así decirlo, del
sistema de contrapesos que aseguraba la continuidad
de la esencia existencial de la Constitución.
Sin embargo, en Europa, por aquella época,
había empezado a plantearse la cuestión de si el juez
estaba legitimado o no para intervenir en el
procedimiento de formación de la ley. Durante la
segunda mitad del siglo XIX, en sus primeras décadas,
la Deutsche Juristentag (asamblea de juristas
alemanes) había establecido, a partir de los estudios
de Rudolf von Gneist, que el juez debía tener plenos
poderes de supervisión sobre el procedimiento de
creación de las leyes, es decir, sobre sus vicios formales.
En lo que respecta al vicio sustancial o material, esto
es, en relación a si el contenido de la ley era conforme
a la Constitución, no se había llegado a tomar postura
definitiva alguna, aunque más adelante no se dejaría
de subrayar (y debemos la perfección de la tesis a
Kelsen) que, al estar comprendido en el procedimiento
de creación el respeto a las normas establecidas por la
Constitución, fueran éstas cuales fueran, vicio formal y
vicio sustancial de la ley acabarían por coincidir, por lo
que el segundo debía ser subsumido y completamente
incluido en el primero.
En este sentido, se observaba que el legislador
debería atenerse al respeto de la Constitución, pero, al
actuar como creador de una norma, se encontraba
con que, en el plano del contenido, las normas
constitucionales no sólo se limitaban a acondicionar el
proceso de creación, sino que implicaban todo el
patrimonio normativo constitucional precedente que,
en tanto creador de la ley, estaba obligado a respetar
en la medida en que no podía derogarlo, haciendo
que los dos vicios pudieran converger.
Sin embargo, es lícito pensar que la evolución
posterior del debate había llevado a considerar que
esta coincidencia no resultaba esencial, y a asegurar,
por consiguiente, como tradicionalmente mantenía la
ciencia jurídica, que ambos vicios podían permanecer
separados al no ser necesaria semejante acrobacia
conceptual desde el momento en que vicio sustancial
y vicio formal, representaban dos momentos
cualificados para valorar la conformidad de la ley con
respecto a la Constitución.
Es necesario profundizar en un aspecto: existe una
diferencia de fondo entre la consideración que
merece el juez para el constitucionalismo de Estados
Unidos, con la que le atribuye el constitucionalismo
europeo en relación con la construcción de garantías
constitucionales.
En la Francia postrevolucionaria de los Borbones y
Orleans, desde donde —como apuntará sagazmente
Barthelemy en una hoy olvidada monografía— se
desarrolla el constitucionalismo de la Restauración en
la Europa continental, se consideraba fuera de toda
lógica que los jueces pudieran influir con sus sentencias
en la actividad legislativa y en los actos administrativos
y, con mayor motivo, en el plano de las garantías
constitucionales. La última palabra debería
corresponder, en todo caso, al Parlamento, que era el
mejor intérprete de la Constitución. Estas tesis, que
podemos bautizar tranquilamente como
postjacobinas, resultaban absolutamente
incompatibles con cualquier competencia atribuida a
los jueces.
En otras palabras: en el modelo de raíz
revolucionaria francesa que a través de la
Restauración recibirá el concepto continental europeo
de Constitución del Kix, no era posible que tanto la
administración corno la legislación estuvieran
condicionadas por la supervisión del poder judicial. El
principio dominante era la preeminencia de la
autoridad, ya fuera el parlamento, el gobierno o la
administración y su no contestación por ningún órgano
controlador. Estas afirmaciones coincidían
plenamente con la configuración que en Montesquieu
tenía el poder judicial, definido como «pouvoir en
quelque facon nulle». Como consecuencia de ello, la
defensa de la Constitución quedaba en manos de las
fuerzas políticas una vez que la mención al pueblo, que
aparece como garantía última en la Constitución
revolucionaria del año III, ponía de manifiesto su valor
puramente retórico.
Preponderancia así pues de la ley, y por tanto
siempre del derecho positivo, como expresión de una
coincidencia entre legalidad y legitimidad; ésta será la
premisa de un razonamiento inspirado en el positivismo
jurídico.
Todo este bagaje conceptual, explica por qué
nacería en la Europa de la Constitución de Weimar,
una polémica como la surgida entre Kelsen y Schmitt.

3. LAS PROPUESTAS DE CARL SCHMITT Y


HANS KELSEN. LA SITUACIÓN DE LA
JUSTICIA CONSTITUCIONAL EN
ALEMANIA A FINALES DE LA REPÚBLICA
DE WEIMAR Y EL DESARROLLO DEL
JUDICIAL REVIEW EN LOS ESTADOS
UNIDOS. NORMATIVISMO VERSUS
DECISIONISMO

Después de la Primera Guerra Mundial (1919),


pareció como si sobre todos los problemas de índole
constitucional se hubiese abatido una colosal ola de
revisión crítica, que obligaba a que cualquier
concepto debería ser necesariamente examinado de
nuevo y replanteado en función de las nuevas formas
y principios que definían las relaciones políticas. Estas
relaciones se revistieron de importancia teórica,
entremezclándose con asuntos de gran relevancia
que abarcaban desde el debate sobre la naturaleza
de la Constitución, hasta las diferentes posturas acerca
de la significación suprema de lo político, y sus
posibilidades de reconducción en clave de derecho.
En este sentido, y en lo que hace a la específica
querella sobre la justicia constitucional, es preciso
observar que la posición de Schmitt debe ser explicada
tanto en relación con su particular idea de
Constitución, como atendiendo a la concreta
situación histórica de Alemania durante la República
de Weimar, y a sus vínculos con los supuestos que
caracterizan su dificil gestación. Por contra, la
construcción de Kelsen resulta diferente en la medida
en que se abstrae a cualquier concepto histórico-
concreto de Constitución, y se encasilla en un
mecanismo de garantía que se encuentra vinculado a
un precedente cuyas raíces se remontan a una
institución que se halla fuera del constitucionalismo
moderno. Se trata de una institución en realidad más
emparentada con el ordenamiento del Antiguo
Régimen que con el de la Restauración, por sus
orígenes en figuras que remontan su antecedente
teórico más claro al llamado pouvoir d'intérination del
Tribunal Supremo del Imperio (los en Francia llamados
Parlamentos del Antiguo Régimen, que podían
bloquear la entrada en vigor de cualquier acto
soberano sobre todo donde reinaba un rey absoluto).
A este respecto, importa recordar que las
competencias del viejo Tribunal del Imperio implicaban
la posibilidad de establecer una cierta garantía de los
derechos, si bien limitada y no del todo manifiesta,
pero contemplaban desde luego la posibilidad de que
un juez pudiera intervenir de algún modo en materia
de derechos y garantías constitucionales. El Tribunal
Constitucional propuesto por Kelsen en el texto de la
recién establecida República austriaca
inmediatamente después de la Primera Guerra
Mundial, retrotrae, por consiguiente, sus antecedentes
a las instituciones del Imperio y, por ello, en principio no
comportaba ningún tipo de reacción frente al pasado,
no cuestionando la idea de Constitución hasta
entonces imperante, ni significando reconsideración
alguna del planteamiento general de las garantías
constitucionales y su destino.
Sin embargo, la situación en la Constitución en la
República de Weimar era muy diferente. De hecho, en
1919 el punto de partida de todo el edificio
constitucional había consistido en idear un complejo
equilibrio de poderes, tanto en el plano institucional
como en los equilibrios políticos que se proyectaban en
el ámbito de las relaciones a que daba vida el juego
constitucional, y en el terreno de las ideologías. A
diferencia del caso del tribunal Austriaco (en Austria el
control de las leyes, así como de los reglamentos era
competencia del Tribunal Constitucional), en el propio
texto Alemán no se había previsto una única institución
competente para juzgar si los actos normativos
respetaban o no la Constitución. Había, eso sí, un
Tribunal Supremo del Reich (Reichsgericht), en cuyo
cometido entraban las cuestiones de juridicidad
ordinaria, y también existía otro organismo, el Tribunal
de Estado del Reich (Staatsgerichtshoj) que, según lo
estipulado por el artículo 19 de la Constitución,
contaba con competencia en los conflictos de
atribución y en el control de los actos y de las
relaciones entre el Reich (el Estado central) y los Lander
(los territorios o estados miembros del Reich). Pero antes
de sacar mayores conclusiones al respecto, conviene
no olvidar que la República de Weimar —como
sucedería también con la República austriaca de
1920— era un Estado federal, de manera que el sentido
último de este tribunal debía entenderse más en la
lógica de la división territorial del poder y del
federalismo, que en relación con cualquier dinámica
de supremacía formal de la Constitución.
Así pues, en la Constitución de Weimar nada se
decía sobre el control ordinario de constitucionalidad
que no entraba dentro de las atribuciones del
Staatsgerichtshof, ni en principio, en las del Tribunal
Supremo, de manera que nada se había previsto en el
texto acerca del modo en que debería garantizarse el
respeto por el legislador ordinario de los preceptos
constitucionales.
Pero además de todo ello, en la Constitución de
Weimar, siguiendo la vieja propuesta de Max Weber, la
figura del Reichsprasident, el Jefe del Estado elegido
directamente por el pueblo, se había potenciado
hasta el punto de ser reconocida como institución
suprema encargada de asegurar el mantenimiento del
Estado, tal y como precisaba el artículo 48 del texto
constitucional, que preveía el llamado «poder
dictatorial» (Diktaturgewalt) como un momento
excepcional en las relaciones de poder durante las
situaciones de crisis.
Mientras que en el caso de Austria el asunto de la
justicia constitucional quedaba zanjado por la expresa
atribución de competencias al efecto por la
Constitución republicana de 1920 al Tribunal
Constitucional, en Alemania el problema llegó a
alcanzar una deriva crucial cuando el Tribunal
Supremo de Justicia del Reich (Reichsgericht) empezó
a desautorizar normas legales dispuestas por el
parlamento que el Tribunal consideró
inconstitucionales.
En todo ello se evidenciaba la profunda
contradicción en que incurría el texto de Weimar que
radicaba en el hecho de haber limitado las
competencias del Staatsgerichtshof a materias
relacionadas con la distribución territorial del poder
como acabamos de comprobar, y simultáneamente
silenciar cualquier referencia a la posible violación
ordinaria de la Constitución por el legislador. Dos
lógicas que, de haberse puesto de manifiesto, podrían
haber llegado a ser conciliadas, aunque no sin
dificultades, pero que a la postre no habían quedado
definidas en el texto constitucional en la medida que
de un lado se había establecido una competencia
constitucional, y de otro existía una laguna: un silencio
normativo sobre el control judicial de esta segunda
competencia (Richterlichesprufungsrecht).
Desde este punto de vista, quizás podía parecer
obvio que se escondiera la pretensión última de lograr
una cierta similitud con el modelo austriaco, pero
también resultaba evidente la profunda divergencia
que separaba a ambos.
En la propuesta austriaca, el control
«concentrado» de la constitucionalidad era en
realidad un modelo de auténtica jurisdicción
constitucional, un mecanismo nuevo y original para
aquellos tiempos. En tanto que la competencia que
había asumido el Tribunal Supremo del Reich Alemán
se inscribía todavía en un control difuso de la
constitucionalidad, que en lengua alemana no se
puede calificar como jurisdicción constitucional sino
como un defecto del ordenamiento judicial en materia
de Constitución.
Sin embargo, una situación similar con un
desenlace muy distinto había tenido lugar unos cien
años antes en los Estados Unidos de América: se trata
del mandamus case conocido como el caso Marbury
vs. Madison, que marca el inicio del control
constitucional (Judicial Review) por parte del Tribunal
Supremo y, en realidad, por el poder judicial en su
conjunto, que velaba porque las leyes se mantuvieran
dentro del marco de la Constitución.
Para hacerse idea exacta de la situación, es
necesario recordar que no existen huellas que
permitan atribuir semejante competencia a la
judicatura en precepto alguno de la Constitución de
Estados Unidos (sobre este tema y entre la doctrina
italiana continúan siendo fundamentales los estudios
de Mario Einaudi, escritos en torno a los años treinta el
pasado siglo). Si bien en ningún momento se planteó la
posibilidad de ponerla en tela de juicio ya fuera desde
el punto de vista científico o desde el punto de vista
práctico.
Schmitt —siguiendo la forma de abordar el estudio
de los problemas constitucionales en él habitual—
antes de publicar, en 1931, Der Hüter der Verfassung,
que aquí prologamos, había dedicado al menos dos
trabajos anteriores a esta misma cuestión (Der Hüter
der Verfassung en Archiv für das óffentliches Recht de
1929, y Das Reichsgericht als Hüter der Verfassung, en
el trabajo colectivo compilado por Otto SchreiberDie
Reichgerichtspraxis im deutschen Rechtsleben también
de 1929). En sus estudios hace referencia a estos
acontecimientos considerando, sin más argumentos,
que resultaba de todo punto imposible explicar lo que
estaba sucediendo en la Alemania de los años veinte
sobre la premisa de establecer un paralelismo con el
proceso que un siglo antes había dado lugar al
nacimiento de la jurisdicción constitucional en
Norteamérica. Pero su argumentación al respecto
resulta pobre y de hecho no se sostiene, porque en
Alemania de los últimos tiempos de Weimar, desde la
sentencia de 4 de noviembre de 1925 del Tribunal
Supremo del Reich (Reichsgericht) se había llegado a
afirmar ya la idea de que todo tribunal poseía no sólo
la facultad, sino también la obligación, de decidir
sobre cuestiones de constitucionalidad si se suscitaban
dudas a propósito. Y los efectos de la aceptación
general de esta tesis eran tales, que el gobierno incluso
llegó a preparar y presentar ante el Reichstag un
«Proyecto de ley sobre el examen de la
constitucionalidad de preceptos de derecho del
Reich» que, de manera un tanto ambigua, procuraba
cerrar legalmente las posibilidades a esa evolución,
atribuyendo la competencia al Staatsgerichtshof,
inclinándose por el modelo de jurisdicción
concentrado, pero sin renunciar por completo a
reconocer el derecho al control judicial difuso en los
casos concretos1. Por su parte Kelsen, ni siquiera
aborda la cuestión del Judicial Review americano en
su trabajo, limitándose a responder a la necesidad de
afrontar el control material de constitucionalidad
como si se tratara de un supuesto indisociable del
control de legalidad formal.
Pero en realidad, la propuesta surgida en la praxis
jurídica y judicial de los Estados Unidos marca la
distancia en las relaciones entre poder legislativo y
poder judicial y, podríamos añadir también, entre los
poderes del Estado y el poder judicial, con respecto a
la consideración teórica y práctica sobre la forma de
salvaguardar la constitucionalidad de las leyes.
De hecho, en Estados Unidos no era motivo de
sorpresa ni de escándalo que un juez bloqueara, o
mejor dicho desautorizase, un acto del poder público

1
La sentencia del Tribunal Supremo del Reich citada afirmaba literalmente: «No conteniendo la
Constitución del Reich ningún precepto por el que se sustraiga a los tribunales la decisión sobre la
constitucionalidad de las leyes del Reich y se confié a otro organismo determinado, debe reconocerse el
derecho, y el deber del juez a examinar la constitucionalidad de dichas leyes». Inmediatamente después
de este fallo, que en teoría abría camino definitivo a un modelo de justicia constitucional del tipo del
judicial review norteamericano, el gobierno procuró cerrar la vía a esta interpretación constitucional
mediante el citado proyecto de ley que nunca llegó a ser aprobado. La situación en 1931, fecha de
publicación de los dos trabajos de Schmitt y Kelsen, era pues, de desconcierto porque si bien, de un lado,
los jueces ordinarios no se atrevían a seguir la senda marcada por el Tribunal Supremo, por otro cabía la
posibilidad legal de operar de ese modo. El camino al debate doctrinal estaba por lo tanto despejado en
medio de un grave conflicto de orden político y económico que impedía constituir mayorías estables en el
parlamento por la existencia de dos partidos anticonstitucionales, el nacional-socialista y el comunista,
que juntos contaban con una mayoría negativa de bloqueo que evitaba que el Reichstag cumpliera su
papel constitucional. El terreno había quedado expedito para buscar soluciones que superaran la
incapacidad del Parlamento —no solo el Reichstag sino también los Parlamentos territoriales de los
Lander, como era el caso de Prusia— para constituir gobiernos de mayoría estable capaces de afrontar las
consecuencias de la crisis económica que se cernía sobre Alemania. En este contexto, el planteamiento de
Schmitt, aunque formalmente discurre sobre el argumento de la polémica de la justicia constitucional,
rompe en realidad los parámetros del planteamiento doctrinal general entonces imperante, y se sitúa en
el terreno de la defensa existencial, de lo que el autor considera esencia de la Constitución de Weimar y
sus valores, algo que puede o no coincidir con la garantía jurídica de la Constitución, pero también se
puede superponer a ella.
y, especialmente, del poder legislativo, sino que
resultaba completamente normal que, ante una
Constitución rígida —y la de Estados Unidos lo era—, se
tuviera por inadmisible que entraran a formar parte del
ordenamiento jurídico normas susceptibles de violar los
preceptos de la Constitución.
La lógica que actúa tras estos razonamientos
resulta bastante ilustrativa a los efectos que aquí se
persiguen. Y la respuesta a la pregunta acerca de por
qué surge en América un control de constitucionalidad
ligado a la acción de los jueces, se encuentra en las
mismas causas por las que ello no sucede en los
ordenamientos judiciales europeos. El punto de partida
en ambos es común, el poder judicial se considera
ideológica y prácticamente más débil que el poder
legislativo y normativo: la división de poderes actúa en
contra del poder judicial y no a su favor. El resultado es
que la garantía constitucional se ve amenazada tanto
en América como en Europa, pero mientras en
América el poder judicial es capaz de reaccionar
encontrando un fundamento de su posición que vaya
más allá de la misión que le concede la Constitución,
en Europa subsumida entre la dependencia
burocrática del monarca y la material del órgano que
produce el derecho aplicable, la judicatura queda
finalmente constreñida a la función estricta que le
marca la ley nacida del parlamento.
Desde luego, no es arbitrario pensar que el
ordenamiento constitucional en Estados Unidos deriva
en su conjunto de algo más profundo que la voluntad
del legislador o del poder constituyente que,
produciendo el derecho positivo, ofrece a través de él
la medida de la justicia como pura legalidad.
En Estados Unidos, uno de los fundamentos de la
actividad judicial es la tutela de los derechos,
pudiéndose hablar de tutela de los derechos no ya
cuando éstos son creados por la Constitución o por el
legislador y, por tanto, cuando son fruto del
ordenamiento positivo, sino cuando resultan ser
anteriores al Estado, en relación con el cual
representan condición eficiente de su existencia y
signo de su garantía.
Por ello, la división de poderes parte de algo más
profundo, es decir, surge de una estructura de derecho
fundada sobre normas anteriores al Estado. Hunde por
consiguiente sus raíces en el derecho natural, por lo
que el juez se convierte en juez de los derechos y no en
juez de la legalidad. Incumbe al juez, en primer lugar,
restablecer la observancia de los derechos y valores
que planean sobre y antes de la Constitución y, por
tanto, al poder judicial le cabe, como tal, considerar
inoperantes todas las normas que violen esos derechos.
Al actuar de este modo, restablece el equilibrio entre
persona y poder, entre individuo y Estado.
Precisamente por eso, la división de poderes potencia
la posición del juez, exactamente al contrario de lo que
ocurre en toda la historia constitucional de la Europa
continental, en la que prevalece el positivismo jurídico
frente al principio del ius naturale.
Sería útil no pasar por alto la observación de que
en el mundo jurídico anglosajón se ha producido un
gran número de planteamientos nuevos y de nuevas
instituciones jurídicas, pero también es el que menos
teoría ha generado acerca de ellas por la sencilla
razón de que sólo un pensamiento ha bastado para
imperar sobre los demás: una idea que dimana de la
noción contractualista de Estado, la premisa de que el
hombre posee derechos innatos e irrenunciables que
el poder político tiene como función salvaguardar y
que están en el origen de toda la organización estatal.
El mundo jurídico europeo no ha producido tanta
jurisprudencia en el ámbito constitucional como el
anglosajón, pero como contrapartida Europa ha
producido más teorías, y por consiguiente más
enfrentamientos y contradicciones de fondo entre los
autores que se han ocupado del problema. Esto
explica que las primeras reflexiones sobre la relación
entre las leyes, la Constitución y las fórmulas para
asegurar su defensa, proceden, como es bien sabido,
de Estados Unidos y del aquí recordado caso Marbury
vs. Madison. Sin embargo, la reflexión más profunda,
donde se produce una auténtica confrontación de
calado entre las diferentes posturas posibles, es la
querella Kelsen/Schmitt. Resulta necesario añadir que
esta polémica ha profundizado en las razones
fundamentales en que descansa el control sobre las
leyes y, en la búsqueda de un garante para éste, y se
ha adentrado tanto en el terreno de la idea
Constitución, y llegado tan lejos en sus abstracciones
lógicas, que ha terminado abocando a una
divergencia absoluta entre las propuestas de Kelsen y
las tesis de Schmitt.
Insistimos en que se trata de una divergencia
absoluta, dado que basta leer los distintos puntos de
vista para llegar a la conclusión basada en sólidos
fundamentos teóricos, de que entre ambas posiciones
no hay ningún elemento común.
Ya hemos expuesto anteriormente buena parte de
las razones que explican esta afirmación. Ahora es
necesario considerar el porqué de ello, y ver la fuerza
de los argumentos que han ido apareciendo
progresivamente en la polémica, prestando especial
consideración a la articulación técnica de lo que
provisionalmente pudiéramos calificar como «decisión
jurídica».
A este respecto, importa aclarar que, aun cuando
desde el punto de vista de la cronología de los
acontecimientos, la publicación de El Defensor de la
Constitución (Der Hüter der Verfassung) de Schmitt
precede en el tiempo unos pocos meses a la aparición
del ensayo de Kelsen ¿Quién debe ser el defensor de
la Constitución? (¿Wer soll Hüter der Verfassung sein?)
que, a su vez, se presenta como una réplica expresa y
directa a la obra de Carl Schmitt, lo cierto es que, en el
orden de la lógica de los argumentos, el estudio de
Schmitt parte de efectuar una crítica a la previa labor
de Kelsen, en cuanto responsable intelectual y gran
artífice del control de constitucionalidad concentrado
recogido en el texto Constitucional Austriaco de 1920.
No es que el libro de Schmitt tenga como
propósito directo rebatir de manera exclusiva las tesis
de Kelsen —el modelo de jurisdicción constitucional es
para el autor alemán otro más a refutar—. Sino que,
más allá de lo acerado e intempestivo de su crítica casi
personal contra el autor austriaco, el auténtico
objetivo de Schmitt es contestar todas las posibles vías
de salida hacia un modelo u otro de justicia
constitucional que en aquel momento parecía estar
ofreciendo el complejo panorama político de la
Alemania de finales de Weimar. Lo que Schmitt
cuestiona es la propia categoría de justicia
constitucional como remedio de defensa existencial
de la Constitución, y sitúa está en un pouvoir neutre
atribuido al Reichsprasident como Jefe del Estado. Y su
construcción le permite concluir la definición de una
forma de Estado alternativa al parlamentarismo: una
solución constitucional pretendidamente coherente
con el principio de identidad democrático, que junto
al liberal informaba también el contenido esencial del
texto de Weimar, que servirá de alternativa al
constitucionalismo de partidos; algo que el autor
llevaba buscando denodadamente desde sus
primeros escritos que se remontaban veinte años atrás.
Pero a la postre, no es esta última proposición
schmittiana lo que aquí nos interesa. Nuestro objetivo
radica sobre todo en desbrozar los argumentos
técnico-jurídicos en virtud de los cuales, el entonces
profesor de Berlín se permitía cuestionar la viabilidad
de la justicia constitucional en el orden legal de
Weimar, proponiendo en su lugar el recurso a la otra
idea de legitimidad encerrada en la Constitución del
Reich.
Y en este sentido no hay duda, y todavía más
desde la distancia que confiere la perspectiva actual,
de que los argumentos más sugerentes en los dos polos
de la querella resultan ser los invocados por Schmitt.
Incluso personalmente debo reconocer humildemente
que en mis años de juventud, cuando topé con ellos
por primera vez en Heidelberg (yo, que procedía de la
Facultad de Derecho de Turín, quizá una de las más
«positivistas» de Europa en la que se citaba a Kelsen y
a la Escuela de Viena en todos los cursos de la
licenciatura, matizado como mucho en el plano de las
asignaturas históricas por el institucionalismo de Santi
Romano), quedé fuertemente conmocionado por su
espíritu polémico, su rotunda argumentación, y su
carácter alternativo con respecto a las opiniones más
habituales en torno a la cuestión.
Desde luego, la profundidad de mirada con que
Schmitt enjuicia la situación resulta difícil de igualar.
Poco importa que sus consideraciones encierren
valoraciones discutibles, consideraciones que
responden más —como con razón le espetara Thoma
años atrás en otra importante polémica acerca del
parlamentarismo— a modelos ideales de diseño propio
carentes de existencia histórica, que a realidades
jurídicas susceptibles de enfoque problemático.
Schmitt siempre pone el punto en la llaga, y en este
caso sabe contextualizar con extraordinaria
sagacidad la función de la justicia constitucional en el
plano de los retos y problemas que acucian a la
democracia de Weimar, y situar los términos de su
debate en el intrincado problema de los límites de la
relación entre derecho y política, esforzándose por
delimitar el alcance de dos diferentes cometidos: crear
derecho, y aplicarlo.
La tesis de Schmitt en principio parece sencilla: no
es posible garantizar el cumplimiento de la
Constitución y, al mismo tiempo, asegurar la certeza
jurídica y su práctica, en caso de que la relación entre
ley y Constitución quede completamente alejada de
la subsunción del hecho en una norma, postulado que
constituye el modus operandi característico de la
aplicación del derecho que es propia del juez y por
tanto de la jurisdicción. Para Schmitt, no cabe resolver
el hipotético conflicto entre ley y Constitución a fuerza
de subsumir una norma en otra norma, ya que un
abismo separa la operación lógica de subsumir el
hecho en la norma, de la función de precisar la
compatibilidad lógica de la ley con la Constitución.
Dicho en pocas palabras: la determinación de la
compatibilidad lógica entre dos normas de derecho,
nada tiene que ver con la aplicación de la ley al
supuesto concreto de hecho, con su concreta
individuación en la realidad de los hechos.
Dos son, a la postre, los elementos que alientan las
dudas de Schmitt, el primero, la libertad —qué hasta
cabría de calificar de arbitrariedad— con que se
construye la norma que opera en la aplicación
ordinaria del derecho, y la arbitrariedad con la que el
juzgador efectúa la interpretación del contenido de la
norma constitucional en la que la norma ordinaria
debe ser subsumida. Dos dudas que generan dos
arbitrios y, los arbitrios, la decisión arbitral, nunca
pueden dar vida a ningún derecho aplicable, sino tan
sólo a un hecho jurídico. Para Schmitt, además y, en
segundo lugar, la deducción gradual de las fuentes del
derecho, aun en el caso de que las normas fueran
claras y unívocas y estuvieran poseídas de una
claridad incontrovertible como la postulada por
Kelsen, no resolvería nada, pues esa deducción no es
otra cosa que un espejismo, y resulta totalmente
incompatible con las premisas sobre las que se
asientan el Estado y el derecho. No hay derecho puro
al margen de la política, y menos cuando en la
Constitución se albergan preceptos de contenido
ambiguo como los que hacen referencia a los
derechos y libertades recogidos en la parte segunda
del texto de Weimar. Pero en esto el autor austriaco es
muy consciente de que su tesis descansa en la
necesidad de neutralizar, de despolitizar el derecho y,
por eso, la postura de Kelsen es tajante: no cabe
interpretación del derecho allí donde no existe norma
jurídica desprovista de ambigüedad política. Incluso
ese es el mensaje final con el que concluye su opúsculo
de réplica: no hay valoración política que quepa en la
norma jurídica.
Pero volviendo al arbitrio en la decisión, la tesis de
Schmitt tal vez llega hasta las últimas consecuencias
escondiendo una suerte de paradoja, un sofisma
oculto que anida en su razonamiento desde primera
hora, y que el propio Schmitt reconoce haber
abordado en uno de sus primeros escritos de 1912, hoy
desafortunadamente bastante inadvertido, su
opúsculo sobre ley y sentencia (Gestz und Urteil) en el
que admite la existencia de un elemento de duda en
el plano de la aplicación del derecho, que constituye
la raíz de su pensamiento decisionista y que él
denomina precisamente Dezision. Y es que, para
Schmitt, la cuestión es la siguiente: ¿cuándo
interpretamos un contrato con la finalidad de aplicar
la ley, estamos ante el mismo supuesto que cuando
interpretamos la coherencia de una ley con otra ley?
¿Nos encontramos, acaso, en presencia del mismo
procedimiento lógico cuando una norma se somete a
otra norma, y cuando la norma que se va a subsumir
toma la posición del hecho?
El juicio de constitucionalidad consiste, por tanto,
en una decisión que encierra importantes elementos
de duda, y la presencia de esta duda en la acción de
determinar cuál es el derecho que debe prevalecer,
similar a la que siempre ha estado presente en
cualquier ordenamiento jurídico, incluidos los de la
Common Law, no ha producido fuera de la Europa
continental ninguna controversia teórica y ha sido
universalmente aceptada. Sin embargo, para Schmitt,
la libertad del aplicador del derecho, y el juicio sobre
la duda que al operador del derecho corresponde, no
puede entrar dentro de los cometidos del juez
continental. El juez supervisa a posteriori la acción de
otro poder jurídico, no decide la creación del derecho.
Así pues, en el caso que nos ocupa tendríamos
que plantearnos la siguiente pregunta: ¿es suficiente la
disputa entre la concepción decisionista y la
concepción normativista del derecho para explicar el
problema de quién debe ser el defensor de la
Constitución? Schmitt responde que se trata de dos
lógicas opuestas, de dos formas de entender el
derecho, que, en caso de encontrarse y mezclarse en
una sola, perderían sus referentes y entrarían en una
suerte de entropía que destruiría las instituciones que
desde ella construyen su sistema.
En resumen, para Schmitt cuando se aspira a
actuar con libertad de arbitrio para determinar el
contenido existencial de la Constitución y defender su
esencia ante una amenaza cierta, ante un peligro
también existencial, se impone decidir previamente
quién debe ser esa institución llamada a actuar como
defensor de la Constitución. Y Schmitt propone
incuestionablemente, que, en el caso de la República
de Weimar, lo sea Jefe del Estado, es decir, al
Presidente del Reich.
El sufragio popular en que fundamenta su
nombramiento, y así como la independencia de los
partidos que deriva del carácter directo de su
elección, la competencia para asumir poderes
excepcionales en momentos excepcionales que le
atribuye el artículo 48 de la Constitución, y el hecho de
vincular la idea de equilibrio al llamado pouvoir neutre,
bastan a Carl Schmitt para asegurar que el Jefe del
Estado llegue a ejercer la función de garante de la
Constitución cuando se trata de decidir, esto es,
cuando su decisión entraña optar con libertad de
arbitrio entre dos posibilidades existenciales diferentes.

4. LOS SUPUESTOS DE APLICACIÓN DE


LAS PREMISAS DEL DEBATE
SCHMITT/KELSEN EN LA REALIDAD DEL
ESTADO CONSTITUCIONAL
CONTEMPORÁNEO

Al llegar a este punto, se hace evidente que


nuestro trabajo no debe quedar solamente reducido a
un mero planteamiento de tipo técnico-teórico,
porque se pudiera concluir que estamos ante un
delate relevante únicamente en función del carácter
que mantuvieran las distintas relaciones dentro del
ámbito de lo jurisdiccional. Por consiguiente, es
necesario preocuparse también por considerar los
criterios previos a la valoración práctica de ambas
posturas, y proceder a proyectar su operatividad en el
funcionamiento de conjunto del sistema
constitucional. De hecho, todo cuanto hemos
recordado anteriormente sobre la duda y sobre los
sofismas que subyacen a las relaciones entre norma
ordinaria y norma constitucional, resulta
análogamente aplicable cuando, con un notable nivel
de arbitrariedad, el papel de garante de la
Constitución viene atribuido a una instancia de origen
popular. Y es que por mucho que la figura del
Reichsprásident se encuentre separada de los partidos,
y aunque se presente vinculada a la máxima
representación de los organismos del Estado, habrá
siempre una arbitrariedad insoslayable en lo que el
Jefe del Estado pueda entender por garantizar o
salvaguardar la Constitución.
Así las cosas, si la Constitución es algo conocido
por su defensor, entonces se cae en una versión
normativista de tipo kelseniano; si, en cambio, el
contenido de la Constitución está por definir y es lo que
las fuerzas políticas consideran en cada momento que
debe ser, entonces el garante se convierte en servidor
de la decisión constituyente. En ese sentido, ¿cómo se
distingue cuánto hay en su actividad de ejercicio
directo del poder constituyente, y cuánto de acción
de garantía de una Constitución en peligro y, por
tanto, de ejercicio del poder constituido?
Desde este punto de vista, es interesante observar
que ninguno de los dos modelos, ni el modelo de
Kelsen ni el modelo de Schmitt, son exhaustivos a la
hora de cubrir todo el espectro de la garantía
constitucional.
En efecto, la atribución a un juez de las
competencias para garantizar la Constitución no
implica una adhesión total y rigurosa a la tesis de Kelsen
que termine haciéndola realidad, porque cabe
siempre un juez que vaya más allá de la norma y cree
derecho («judge made law»). Y del mismo modo, no es
necesaria una estructura presidencial como la prevista
en la Constitución de Weimar, elegida por el pueblo y
con poderes de decisión en casos excepcionales, para
deparar a Schmitt el pie de su construcción científica.
Basta con mucho menos.
De una forma u otra, lo cierto es que actualmente
la concentración de competencias en un organismo
judicial para ejercer el control de la constitucionalidad
se ha difundido en todos los Estados en los que se ha
aspirado a garantizar la permanencia de los valores
antes que de las normas constitucionales. Y eso ha
sucedido sin que hoy ya nadie se asuste ante las
consecuencias enunciadas por Schmitt, que alertaba
del peligro que implicaba la imposibilidad de
salvaguardar ciertas seguridades a través de una
operación de subsunción de una norma en otra norma
constitucional opuesta. Bien es cierto, que aunque las
normas en materia de derechos continúan siendo
ambiguas, el elevadísimo grado de consenso que tras
la segunda Guerra Mundial ha venido caracterizando
a las democracias occidentales, ha determinado que
la interpretación que efectúan las fuerzas políticas de
signos ideológicos en principio enfrentados, sobre los
temas más polémicos recogidos en esas normas,
resulte en la práctica casi completamente
coincidente, de suerte que en materias como la
disolución del matrimonio, el aborto, el derecho de
huelga, los límites al derecho de propiedad o la
extensión de las libertades individuales, las antiguas
diferencias irreconciliables hayan devenido en la
realidad de la vida cotidiana en retórica, permitiendo
en el terreno de los hechos una casi completa
coincidencia que ha actuado como soporte
«consensuado» de fondo de las decisiones de los
diferentes Tribunales Constitucionales Europeos. El
consenso sobre lo que es el contenido de la norma
constitucional, ha sustituido, por consiguiente, en el
mundo de la interpretación del derecho, a la
exigencia kelseniana de la exquisita pureza jurídica de
la ley.
Pero, y centrándonos en la cuestión institucional,
incluso en los textos constitucionales en los que no es
un verdadero organismo judicial quien toma las
decisiones de constitucionalidad (como es el caso de
Francia), se hace referencia a la necesidad de
controlar el sometimiento a derecho de los poderes
constituidos. Así pues, no es necesario respetar aquellos
parámetros teóricos de los que hemos hablado
anteriormente y, al mismo tiempo, tampoco parece ya
indispensable la condición que Kelsen ponía como
elemento esencial de su modelo, y que consistía en la
claridad de los textos normativos para que sea posible
que una norma se encuentre sometida a la
Constitución.
Desde poco después de la Segunda Guerra
Mundial en adelante, la garantía de la Constitución es
confiada a organismos que actúan en el plano
jurisdiccional, y con métodos y criterios jurisdiccionales,
reconocidos como comunes, incluso cuando se habla
de órganos como el Consejo Constitucional francés,
que por su composición difícilmente podría definirse
como una institución de tipo jurisdiccional.
Ahora el verdadero problema estriba en si, como
hemos señalado con anterioridad, este modelo puede
cubrir o no el complejo y amplio espectro de todas las
garantías. De hecho, hay actos que, por su naturaleza,
por las circunstancias en las que se manifiestan y por la
propia estructura de sus relaciones, escapan al tipo de
control que venimos mencionando. Por eso, hace falta
encontrar otros mecanismos, y otras formas de tutela y,
como consecuencia, son necesarios otros
«defensores».
Así pues, la Constitución puede contar con
distintos organismos que se encargan de su
protección. Ya hemos advertido, además, que no se
necesitan poderes especiales, ni particularmente
acentuados, para lograr estos objetivos. Es más,
cuanto mayores son los poderes, mayor peligro corre
la función de salvaguardia de la Constitución. En otras
palabras, no se puede determinar a priori el resultado
final. Pero, en cualquier caso, hoy se plantea la
necesidad de establecer nuevos mecanismos de
defensa de la Constitución, que atiendan a garantizar
no sólo la pervivencia de sus normas, sino también la
persistencia de los valores que construyen su fórmula
de legitimidad.
Seguramente, la pérdida de legitimidad de la
República de Weimar en Alemania fue discurriendo en
sentido contrario a la teoría de Schmitt, que en este
aspecto terminó experimentado un auténtico fracaso.
La llegada al poder del nacionalsocialismo alemán
representó la permanencia del ordenamiento jurídico
en Alemania, pero, desde luego, no significó la
continuidad de la Constitución que estaba en su base.
La Constitución de Weimar dejó de existir en el
momento en que la naturaleza de la propia existencia
jurídica cambió, y paso a inspirarse en otros valores.
Subsistiría el ordenamiento jurídico, pero la Constitución
tendería a convertirse en algo distinto. Por eso vamos a
detenernos un instante a considerar la relación entre la
función de defensa de la Constitución y la institución
del defensor cuando se plantea un problema de vacío
que afecta a la continuidad existencial de la
Constitución, esto es en el supuesto de lagunas
constitucionales.
Se podría establecer un paralelismo —creo, por lo
demás, que bastante instructivo— entre la cuestión de
las lagunas institucionales, y el defensor de la
Constitución, identificando a este con un órgano
nomocrático y dotado de un poder que le permite
manifestar de forma definitiva la naturaleza política de
un determinado pueblo, y entendiendo por aquellas la
inexistencia de una institución encargada de ejercer
una función que la propia continuidad vital de la
Constitución reclama imperiosamente. En el caso de
las lagunas institucionales a las que la clase política no
parece ofrecer posibles salidas, la laguna prevalece,
pero no así la institución del Estado, por lo que la
solución es posible en la medida en que la Constitución
o alguna otra institución sea capaz de cubrir con su
acción el vacío producido. En el caso del defensor de
la Constitución al no existir una norma precisa, la
laguna puede ser colmada a través de la capacidad
autointegradora del ordenamiento jurídico. Aunque
está claro que el propio ordenamiento encuentra aquí,
por medio de una atribución genérica, el camino para
prescindir de la tutela.
Se podría aplicar un discurso análogo cuando en
Francia se produjo el tránsito de la IV a la V República,
aunque en esta ocasión habría que determinar si la
Constitución francesa cambió total o parcialmente
cuando se produjo el tránsito de una República a otra.
En el primer ejemplo, el defensor de la Constitución no
habría cumplido con sus obligaciones destruyendo
existencialmente la Constitución; en el segundo sí
habría actuado como su defensor, aunque sólo en el
núcleo esencial relacionado con las libertades y con
los derechos, pero modificando radicalmente la parte
organizativa de la Constitución. Cabría preguntarse,
por tanto, si en la Francia de la V República nos
encontramos ante una nueva Constitución o ante una
revisión profunda. Vamos a abandonar la discusión en
este punto, aunque no pocos elementos podrían
llevarnos a pensar que estamos ante una forma de
revisión constitucional particularmente profunda, y no
ante una Constitución totalmente nueva.
Otro ejemplo distinto, sería lo acaecido en España
el 23 de febrero de 1981, durante el intento de golpe
de Estado protagonizado por el teniente coronel
Tejero, cuando el rey actuó, con éxito absoluto, como
defensor de la Constitución, algo que debo decir ya
apunté con anticipación en mi comentario a la
Constitución Española de 1978 publicado el año
siguiente a su aprobación, y que ha tenido repercusión
tanto en la literatura científica como en la práctica
política. En este sentido, cabe recordar que de entre
las figuras de Jefes de Estado recogidos por las
Constituciones europeas, ya sean monárquicas o
republicanas, el rey de España es la figura institucional
que cuenta con menos poderes efectivos, ya sea por
la descripción que se hace de ellos en la Constitución,
ya sea por los mecanismos constitucionales que
excluyen casi en su totalidad cualquier poder
discrecional por su parte. Ello, no obstante, al rey se le
atribuye, en la Constitución española; un papel de
integración político-constitucional, y es sobre este
papel sobre el que se ha apoyado la actividad del
monarca como defensor y garante.
Pero si profundizamos un poco más en el marco en
que el rey desarrolla dicha actividad, y en los
resultados obtenidos, es necesario decir que, en aquel
momento en España, la Constitución fue salvada en su
integridad por la intervención del monarca. Así pues,
es evidente que cuando el Jefe del Estado asume la
función de auténtico garante de la Constitución, lo
que se garantiza es la normativa constitucional, junto
con el reconocimiento permanente de los valores
sobre los que la Constitución se fundamenta. Lo mismo
puede decirse en aquellos supuestos en los que se
pretenda efectuar algún tipo de cambio fuera de las
formas de revisión previstas por la Constitución.
Por ello, debemos extraer la conclusión de que, en
el momento actual, la cuestión primordial no radica
tanto en el sujeto, como en el propio contenido de la
garantía, es decir que la clave no estriba tanto en
quién es el garante de la Constitución, sino, más bien,
en cuál es el objeto de la garantía como en las posibles
formas de cambio. Son estos dos elementos los que
definen el ejercicio de los poderes constituidos en el
ámbito de la Constitución a través de su revisión, y no
por medio de un cambio fuera de las reglas que
siempre seria revolucionario.
A propósito de este argumento, podemos
considerar la diferenciación entre Constituciones
estructurales y Constituciones superestructurales, dos
conceptos que he conseguido sintetizar hace unos
pocos años. Dejando a un lado la terminología, que
debo reconocer encierra aparentes reminiscencias
marxistas, entiendo que las Constituciones estructurales
son aquellas que consiguen permanecer en el tiempo
acompañando la evolución política de un pueblo, y
adaptando progresivamente sus principios en función
de la evolución de los tiempos. Sus fundamentos, sin
embargo, permanecen inmutables como expresión de
valores indiscutibles que en el fondo nunca son puestos
en tela de juicio. En cambio, el otro tipo de
Constitución, las superestructurales, hace alusión a
aquellos textos constitucionales que no consiguen
situarse en una línea de continuidad, sino que resultan
progresivamente superadas por una serie de rupturas
de los ordenamientos políticos, dando lugar a la
sucesiva construcción de nuevos equilibrios que son
producidos y creados por los diversos textos
constitucionales.
Por tanto, como se puede observar, entiendo que
el auténtico problema de las Constituciones consiste
en lograr un equilibrio entre la protección de la
Constitución y sus formas de desarrollo, y la capacidad
de las eventuales enmiendas para insertarse en el
proceso evolutivo asegurado por la propia
Constitución estructural. Es precisamente en este
punto, en el que adquiere una importancia
trascendental la convergencia entre revisión de la
Constitución, y la adaptación de ésta a las exigencias
que se derivan de la evolución política y social.
Por ejemplo, es suficiente observar que en
determinadas Constituciones cuya revisión resulta
particularmente difícil por lo farragoso y complejo del
proceso (es el caso de la Constitución de los Estados
Unidos de América, en la que las normas para llevar a
cabo dicha revisión siempre han sido particularmente
agravadas), su evolución se basa fundamentalmente
en la aportación de la jurisprudencia.
¿Podría decirse, entonces, que el defensor de la
Constitución no ha sido capaz de protegerla
convenientemente dado que el control de la
constitucionalidad se ha ejercido en forma
jurisdiccional? Pienso que la respuesta a esta pregunta
es negativa, porque el verdadero problema estaría en
hasta qué punto una norma constitucional puede
soportar una ampliación que afecta a sus propias
dimensiones preceptivas. Y de hecho la jurisprudencia
constitucional estadounidense nunca ha ido más allá
de este criterio: si una determinada cuestión no es
susceptible de convertirse en objeto de una sentencia
constitucional, siempre existe una cláusula de
seguridad que consiste en reconocer la existencia de
una political question que escapa a su discusión en
términos jurídicos.
Entonces, ¿qué se puede aportar hoy en día la
polémica Kelsen/Schmitt a toda esta forma de ver las
cosas?
En primer término, es evidente, y hemos tratado de
ponerlo de manifiesto anteriormente, que esta
polémica surgió en una época en la que no sólo
estaba en plena crisis el modelo de Constitución
weimariano, sino que se debatía de manera
enconada en torno al destino del derecho público
europeo, y a propósito de lo que se debía entender por
derecho constitucional, por norma y por Estado.
Hoy resta vivo de esta controversia, la fuerza
sugestiva de sus argumentos, el enorme interés del
debate, y su capacidad para evocar la situación de la
época, y los escenarios a los que hace referencia, así
como el esfuerzo hecho por plantear en torno a un
problema de capital importancia para el derecho
constitucional, las lecciones de dos teorías
fundamentales: la más antigua de ellas el normativismo
de Kelsen, que en este momento llegaba al máximo
nivel de elegancia formal, pero al mismo tiempo
evidenciaba de manera palmaria sus límites y sus
debilidades. Y la otra teoría, el decisionismo de Carl
Schmitt, más reciente y quizá más adecuada para
entender la idea de conflicto intrínseco a todos los
ordenamientos constitucionales.
Ambas teorías presentan debilidades, como
demostraría después la propia evolución de los
procesos constitucionales, pero tanto una como otra,
resultan esenciales para entender que la garantía de
la Constitución se produce fundamentalmente al
preservar los valores en un plano normativo,
completándose mediante la existencia de una suerte
de «orden de cierre», capaz de asegurar que el poder
constituyente permanece intacto en las manos de
quienes lo ejercieron en un principio, sin que se vea
arrastrado por acontecimientos que determinen la
búsqueda de otros nuevos fundamentos.
Este tipo de afirmación merece una atención
particular, en la medida en que resulta ser el momento
culminante de una discusión que, como ya hemos
visto, ha hecho época en los estudios constitucionales,
pero, sobre todo, porque aclara las razones que,
inicialmente, habían separado de manera tajante el
sistema de garantías europeo del sistema de
derivación norteamericano.
Si tuviéramos que esbozar una clasificación que
definiera la naturaleza del derecho constitucional
amparándonos en el argumento de las garantías de la
Constitución, estaría claro, por tanto, que nos
encontraríamos con dos modelos distintos: un sistema
vinculado a un predominio de lo político, en el que
intervienen un conjunto de valores cuyo punto de
equilibrio se encuentra en la manifestación del poder
judicial, y otro sistema que se basa en la garantía
constitucional, apoyada en la naturaleza de las
relaciones entre texto constitucional e intervención
legislativa.
En otras palabras, existe, en el primer caso, un
criterio que subraya la preponderancia del texto
constitucional sancionada por el control de la
constitucionalidad; y en el segundo, en cambio,
estamos ante un texto constitucional que se va
adaptando progresivamente a la realidad gracias al
trabajo del legislador.
Si observamos ambas posibilidades con
detenimiento, es siempre una institución política la que
tiene la última palabra, pero en el primer caso el
reconocimiento de la garantía está filtrado por lo que
el poder judicial admite como regla constitucional, lo
que representa una barrera que actúa como límite
que no puede ser superado por el legislador. Sin
embargo, queda fuera de ello todo lo que se refiere al
ejercicio del poder constituyente. ¿Cómo no ver en
este reconocimiento la raíz del criterio de la political
question llamado a evitar el predominio del poder
judicial sobre el poder constituyente?
Pero, por otra parte, parece inevitable reconocer
en la posibilidad por el Parlamento de gobernar el
capítulo de las reformas constitucionales, la existencia
de una auténtica equivalencia (a no ser que
prefiramos hablar de confusión) entre poder legislativo,
poder de revisión y poder constituyente.
Así pues, el modelo del siglo xix en Europa, excluye
taxativamente cualquier posibilidad de que el poder
judicial interfiera en el poder legislativo, e incluso en el
poder administrativo, en lo que afecta a la naturaleza
de su ejercicio. En este sentido, basta con tener en
cuenta que siempre se ha excluido la posibilidad de
valorar la ley en relación con los textos
constitucionales, no sólo por el legislador, lo cual sería
una obviedad, sino por los propios jueces. Es como si,
en el viejo continente, se rechazara considerar como
algo esencial la subordinación del poder legislativo a
lo expresado en los textos constitucionales.
Es muy interesante constatar al respecto, que las
posiciones vinculadas a formas de control de la
constitucionalidad quedan claramente aisladas y sin
posibilidad alguna de desarrollo. Para ello, basta con
reflexionar de nuevo sobre el fracaso de las tesis
defendidas por Filangeri, y otros seguidores suyos como
Pagano, sobre este argumento.
Cuando Ferrone, en su reciente ensayo sobre
Filangeri, parece sorprenderse por la forma en que
estos principios van perdiendo vigor a lo largo de los
avatares del Risorgimento italiano, se hace necesario
recordar que es exactamente la presencia de unos
valores diferentes, y sobre todo la supremacía del
legislador (que luego da vida a una serie de formas de
positivismo jurídico), lo que determina la falta de
legitimación de los jueces para garantizar el control de
constitucionalidad de las leyes. En efecto, no hay duda
de que en el siglo xix las garantías constitucionales
siempre estuvieron salvaguardadas por esa forma de
juste milieu que derivaba del respeto recíproco de los
principios; un respeto que en Italia había hecho hablar
de religión del Estatuto (terminología que es de uso en
el tratado de Crosa de 1955), y que, por tanto, excluía
cualquier posibilidad de control por parte de la
magistratura.
La evolución de las leyes de delegación y la
legislación de urgencia es una prueba de ello. Se
trataba de una tesis tan profundamente arraigada en
la estructura mental de los protagonistas del
ordenamiento jurídico-constitucional italiano que en la
Constitución de 1947 la disposición transitoria que
adjudicaba la competencia para el control intrínseco
de la constitucionalidad a la magistratura ordinaria
durante el periodo transitorio que transcurría entre la
entrada en vigor de la Constitución y la creación y
puesta en funcionamiento real del Tribunal
Constitucional, resultó totalmente irrelevante hasta la
efectiva instauración de la propia Corte
Constitucional.
Sin embargo, es distinto el caso de los Estados
Unidos, y también de los ordenamientos ajenos al
Common Law en América Latina, en los que el control
de constitucionalidad por parte de los jueces sí
encontró una forma de desarrollarse. Y no es casual
que, en la polémica Kelsen/Schmitt, este tema se
afrontara, por así decirlo, es de manera tangencial,
hasta el punto de quedar apartar del núcleo de la
controversia porque se consideraba como una
peculiaridad de otra clase de ordenamientos, aunque
en su momento se estudiara la estrecha analogía entre
las deliberaciones del Reichsgericht, y las de los jueces
de los Estados Unidos.
Al llegar a este punto, nos planteamos, casi de
manera espontánea, la siguiente conclusión: la
relación entre Constitución, ley y jueces en el ámbito
de la jerarquía de las normas, por una parte, y el tema
de la defensa existencial de la Constitución por otra,
asumen caracteres convergentes pero distintos.
El momento de convergencia se produce cuando
se adquiere conciencia de que la garantía
constitucional no se encuentra en el juego
democrático y -garantista que se desarrolla en el
parlamento, sino que se define en función de otros
valores; según Kelsen, en la jerarquía de las normas y,
según Schmitt, en una instancia lejana de la política de
los partidos y vinculada a valores permanentes,
apartada de la situación vivida en los Estados Unidos
pero diferente también de lo que hasta entonces
había sido la naturaleza jurídica de la garantía.
Estamos, por tanto, en presencia de un tipo de
relaciones entre Constitución, parlamento y poder
judicial que nos conducen al final de un periodo y a la
definición de los principios y valores que definen una
nueva época: la de la tutela de las instituciones en un
marco constitucional. Se trata de una situación que
nos coloca ante un panorama atormentado y confuso,
en el que el asunto de la tutela de la Constitución está
superado tanto desde el punto de vista del
normativismo, como desde el punto de vista del
decisionismo. Este es justamente nuestro tiempo, el
tiempo constitucional que discurre en Europa entre el
fin de la Segunda Guerra Mundial, y la constatación de
la derrota de los países Soviéticos en la Guerra fría.
El normativismo kelseniano es hoy, en efecto,
insuficiente para asegurar la protección no sólo de las
esferas de actividad de los órganos del Estado, sino,
sobre todo, de los derechos. Mientras que el
decisionismo resulta ser actualmente incapaz de
salvaguardar los valores en los que se basa la propia
Constitución.
Tanto en un caso como en otro, es en los límites
legitimadores de la institución parlamentaria donde se
desarrolla la necesidad de una serie de garantías que
en aquel periodo histórico pudieran, tal vez, intuirse
vagamente, pero que carecían de la fuerza necesaria
para hacerse realidad. A todo ello se debe añadir que
el positivismo jurídico, por un lado, y el rechazo del
derecho natural por otro, arrinconaban de manera
irremediable la tutela de los derechos, y sin la tutela de
los derechos no se sostiene ninguna defensa de la
Constitución.
Habría que esperar a la fase que vendrá después
de la segunda gran catástrofe europea, representada
por el fin de la Segunda Guerra Mundial. En este
periodo histórico, podemos considerar que el principio
de control de la constitucionalidad se encuentra
difundido en todos los Estados democráticos, lo cual
significa dos cosas al mismo tiempo. La primera, que el
criterio de protección de los derechos individuales se
ha convertido en una regla que no se puede separar
de la naturaleza de los poderes; de ese modo, los
derechos están siempre ligados al criterio de
protección de realidades y valores previos al Estado y
que el Estado reconoce, y por ello a la decadencia del
viejo positivismo jurídico decimonónico. La segunda,
que el control de la constitucionalidad asume, cada
vez más, las características de un elemento necesario
del sistema, pero a medida que se contrapone al perfil
de dicho sistema, pierde vigor, adquiriendo la
naturaleza de un contencioso, y desaparece su
carácter inicial de tutela de valores. Hay una especie
de paradoja en este planteamiento, y por ello, se
buscan otras formas y otros modos de garantía.
Así pues, se da por adquirido un conjunto de
valores, lo que no representa su justificación, pero al
mismo tiempo, se asumen como necesarias una serie
de referencias que van unidas a un cambio
inconsciente de las reglas constitucionales, y de sus
interferencias. Sin embargo, es cierto que existe un
conjunto de principios vinculados a unos valores
difusos, y que éstos se convierten casi en una materia
común al substrato lógico de este tipo de control. Y ello
lleva, en ocasiones, a transformar lo que es garantía
puntual, en aplicación de principios comunes.
No han faltado al respecto opiniones que hablan
de un diálogo entre las diferentes instancias que
ejercen el control sobre la constitucionalidad en los
distintos países, pero, por interesante que pueda
resultar en el plano de una hipótesis reconstructiva, se
vuelve siempre a planteamientos análogos, como
sucedía con aquella idiosincrasia del ius comune que
aprisionaba la jurisprudencia de los tribunales antes de
que llegara la época de los códigos, cuando las
formas jurídicas nacionales todavía no eran capaces
de superar la primacía de los principios.
Si, como acabamos de sugerir, esto es lo que
ocurre hoy en día, la exigencia de una garantía
constitucional se hace más amplia, y se encuentra más
difundida. Se produce una transformación del valor de
la Constitución, y posiblemente por ello autores de la
categoría de un Forsthoff han planteado una especie
de Unbildung des Verfassungsgezetzes, mientras que
otros, como Burdeau, hablan de la noción de
Constitución como de una survivence, y Rawls ha
comparado recientemente la Constitución con un
armisticio.
Estamos, por lo tanto, ante una transformación
que tiene mucho de mutación (wandlung) —de
cambio del significado de contenido en el marco de
la continuidad de la forma—, que plantea los términos
del problema en función del alcance de la
Constitución desde el punto de vista ideológico y
normativo; como un asunto de orden político que deja
abierta la cuestión de las garantías.
Podemos afirmar, por tanto, que el control de la
constitucionalidad carece ya de esa dimensión
controvertida que tenía en la época de Kelsen y
Schmitt; hay que enfocar esta polémica más bien
como una cuestión histórica, dejando claro que no se
puede volver atrás. Hoy estamos lejos de la idea de
que la Constitución asume la totalidad de la
representación institucional, es más, tendemos a ver en
ella una estructura en torno a la cual se organiza un
ciclo de relaciones. Volvemos, así pues, al problema
inicialmente planteado de la perdurabilidad
existencial de la Constitución (lo que he llamado
Constitución estructural), y de sus modificaciones.
Cuanto más difícil sea la modificación de esta
estructura, mayor será la tendencia a burlar sus
prohibiciones, y aumentará también el riesgo de
fractura institucional en distintos puntos. Al llegar aquí
superamos la noción misma de Constitución material,
como sustrato de contenidos vinculantes cuya
estructura formal se expresa por medio de normas, y
nos encontramos ante la necesidad de representar el
orden constitucional como una expresión de garantía.
Si bien es cierto que la resistencia de Schmitt y de
sus seguidores a la idea de un control de la
constitucionalidad tenía su origen en la valoración de
los principios institucionales, como si éstos fueran
contrarios a la práctica objetiva del dato normativo de
acuerdo con derecho, no lo es menos que sus
objeciones tenían dos argumentos a su favor. Por un
lado, la intención de confiar en una instancia superior,
desligada en la medida de lo posible de una situación
de contingencia parlamentaria vinculada a los
partidos (por esta razón las garantías se encuadran
como dato organizativo más que como una
aplicación de las normas), y por otro, como ya hemos
dicho, como una expresión del hecho de vincular las
garantías constitucionales a realidades cambiantes
más que a criterios normativos predeterminados.
Pero, en la actualidad, también este
planteamiento parece más bien fruto de la atracción
que suscita una época ya pasada. De hecho, hoy lo
que cuenta es una especie de equilibrio institucional
que da vida a lo que he dado en llamar fórmula
política institucionalizada. Totalmente alejada de la
idea de Constitución en sentido material, incluso
opuesta a ella, esta noción designa la naturaleza
permanente de la relación entre los vértices ideales
sobre los que se apoyan las instituciones; y es que
entiendo que todo el conjunto institucional entra en
crisis cuando dichas relaciones no sólo se ponen en
duda, sino que se consideran incompatibles con los
criterios de desarrollo de la Constitución. Las fórmulas
políticas institucionalizadas representan, así pues, el
elemento que consolida las garantías, porque pueden
proyectarse sobre los principios y valores en los que se
inspiran las fuerzas en juego dentro de su esencia
dialéctica.
Aquí estriba la diferencia con respecto a una
simple línea política, que puede cambiar, es más, debe
cambiar según el predominio de una u otra orientación
en la sociedad que se manifiesta a través de las
elecciones. La fórmula política institucionalizada
representa, en cambio, ese conjunto permanente de
valores que asegura el equilibrio entre las distintas
instituciones. Incluso podría decirse que encarna el
dato no codificado formalmente, que se expresa bajo
el perfil de los equilibrios constitucionales entre las
distintas posiciones en la dinámica de las relaciones.
Hoy tenemos ante nosotros una nueva
perspectiva: la Constitución debe corresponderse con
las estructuras fundamentales de la sociedad de la que
es fruto, y en la que va a desarrollar sus funciones. Por
ello es necesario considerar su vínculo con la estructura
profunda del marco político. La capacidad de
adecuar progresivamente las instituciones a esta
estructura, asegura la perdurabilidad de las
Constituciones, que pueden evolucionar, pero que no
modifican sustancialmente los valores sobre los que se
basan, adaptando sus propuestas iniciales a una
sociedad que cambia, pero sin rupturas, ni grandes
transformaciones en su evolución.
En cambio, cuando la situación no permite a las
instituciones seguir el paso de la sociedad, la
Constitución se concibe no ya como un elemento
estructural, sino como un conjunto superestructural que
carece de capacidad de integración, y, por tanto, de
correspondencia con el marco general. Cuando la
Constitución queda opinión sobre el resultado del
litigio, ratificándose en su conocido criterio de que la
Justicia Constitucional era una cuestión de derecho
alejada de cualquier consideración política.
El posicionamiento de Kelsen —que en julio de
1930 había renunciado a su Cátedra en Viena en
protesta por la reforma que desnaturalizaba el Tribunal
Constitucional: primera etapa del proceso de
destrucción de la democracia en Austria y de
instauración del Estado corporativo por Dollfuss en
1934—, resultaba incompatible con las tesis de Schmitt
y, en cierta manera, daba continuidad a la querella
mantenida en 1931, apenas un año atrás, en los libros
Der Hüter der Verfassung (El Defensor de la
Constitución) y Wer soll Hüter der Verfassung sein?
(¿Quién debe ser el Defensor de la Constitución?), que
por primera vez se recogen aquí juntos en traducción
española. Una polémica que, no obstante lo inusual de
sus términos y lo radical del enfrentamiento —que
como el lector podrá comprobar por sí mismo llegó
incluso a rayar casi en lo personal— no había supuesto
obstáculo para que el 30 de mayo de 1932, el profesor
Hans Kelsen, con el resto de sus colegas de la facultad
de Colonia, votaran unánimemente la invitación al
profesor Schmitt que por entonces ocupaba plaza en
la Handelshochschule de Berlín (un centro no
estrictamente universitario donde catedráticos
impartían lecciones junto a docentes de categoría
inferior), para desempeñar la Cátedra de derecho
público vacante tras el fallecimiento del profesor Fritz
Stiersomlo.
El 6 de julio de 1932, Hans Kelsen resultaría elegido
decano de la facultad, y desde su cargo, y en
cumplimiento del mandato de su claustro, tramitaría y
alentaría a su enemigo intelectual para que se
incorporase a la Cátedra de Colonia. En el
entretiempo, en octubre de 1932, el Tribunal de Leipzig
había resuelto el pleito de una forma salomónica
insatisfactoria para las dos partes —la intervención
temporal del Reich era constitucional, pero no podía
suponer la sustitución completa del gobierno del
Lander de Prusia que continuaba parcialmente en
ejercicio de sus funciones—, desairando muy
especialmente las expectativas de un por aquellos días
encumbrado profesor Carl Schmitt que, en noviembre
de 1932, tomaba finalmente posesión de su Cátedra
de Colonia ante el decano Kelsen, con el deber de
iniciar sus obligaciones lectivas en el segundo semestre
del curso académico que comenzaba el 1 de abril de
1933.
El caballeroso comportamiento de Kelsen, que
implicaba un elegante reconocimiento para con el
enemigo intelectual y el adversario político del que
discrepaba radicalmente, no se vería correspondido
por la posterior conducta de Schmitt. Tras la subida al
poder de Hitler en enero de 1933, el claustro de la
facultad de Colonia encabezado por su nuevo
decano, Hans Nipperdey, por unanimidad, y a falta
sólo de la firma de Schmitt, requeriría al Ministro
prusiano de Ciencia, Arte y Educación, Rust, excluyera
de la aplicación de la Ley para la reorganización de la
burocracia de 7 de abril de 1933, al profesor Hans
Kelsen, en atención a sus méritos científicos, a la
circunstancia de no tener militancia política, y a su
comportamiento militar durante la I Guerra Mundial. La
negativa de Schmitt a aportar su firma al escrito en
defensa de su colega discurrió paralela a toda una
serie de intervenciones públicas en Colonia, tanto en
clase como en actividades académicas
extraescolares, en las que defendía el rumbo de los
acontecimientos políticos, las medidas concretas
adoptadas —incluida la depuración de la
universidad—, y los cambios constitucionales a que el
nuevo Reich estaba asistiendo, y que se prolongarían
hasta que en octubre de 1933 fuera llamado a la
Universidad de Berlín: la meta definitiva de cualquier
catedrático alemán.
Paradójicamente, el silencio negativo del
ministerio prusiano de educación resultaría
providencial para Hans Kelsen que, expulsado de la
Cátedra el 16 de abril, salvaría la vida refugiándose,
primero en Ginebra, y luego en los Estados Unidos. Por
su parte Schmitt, aupado en los primeros momentos
por los nazis a altos cargos —nombrado por Goring
consejero de Estado de Prusia y por el ministro de
Justicia Hans Frank presidente de los juristas del Reich—
, sería postergado y despiadadamente relegado una
vez que Hitler se hubiera asegurado la conquista del
poder.
Schmitt nunca admitió falta en su
comportamiento con Kelsen que siempre juzgó
exquisito: «A propósito de Kelsen, lo he conocido
personalmente y existen cartas donde afirma que me
quería en Colonia, junto a él. Con Kelsen he sido
extremadamente correcto [Kollegial]. Existe
correspondencia sobre esta cuestión. Luego emigro
rápidamente de Alemania e inmediatamente perdí
contacto. Cuando llegué a Colonia, Kelsen se había
marchado ya. Para él todo fue ilegal. Para mí, en
cambio, normal. Se acabo. Yo no he dicho nunca que
fuera mi oponente. Kelsen nunca me alcanzó, era un
neokantiano, un neokantiano cien por cien. Esa
doctrina no se puede decir que me la sé de memoria,
en mi fase de formación la he estudiado con tantos
profesores. Debe Usted saber, también, que durante
mis estudios he participado en el Dozenten Seminar de
Max Weber que era muy severo...». [CARL SCHMITT, «Un
Giurista davanti a se stesso», entrevista de Fulco
Lancaster, publicada originariamente en Quaderni
costituzionali, n.° I, 1983, pp. 5-34.]

También podría gustarte