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La Polémica Schmitt-Kelsen
La Polémica Schmitt-Kelsen
LAS DIMENSIONES
DE LA POLÉMICA KELSEN/SCHMITT.
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE SU
CONTEXTO HISTÓRICO Y
CONSTITUCIONAL
1
La sentencia del Tribunal Supremo del Reich citada afirmaba literalmente: «No conteniendo la
Constitución del Reich ningún precepto por el que se sustraiga a los tribunales la decisión sobre la
constitucionalidad de las leyes del Reich y se confié a otro organismo determinado, debe reconocerse el
derecho, y el deber del juez a examinar la constitucionalidad de dichas leyes». Inmediatamente después
de este fallo, que en teoría abría camino definitivo a un modelo de justicia constitucional del tipo del
judicial review norteamericano, el gobierno procuró cerrar la vía a esta interpretación constitucional
mediante el citado proyecto de ley que nunca llegó a ser aprobado. La situación en 1931, fecha de
publicación de los dos trabajos de Schmitt y Kelsen, era pues, de desconcierto porque si bien, de un lado,
los jueces ordinarios no se atrevían a seguir la senda marcada por el Tribunal Supremo, por otro cabía la
posibilidad legal de operar de ese modo. El camino al debate doctrinal estaba por lo tanto despejado en
medio de un grave conflicto de orden político y económico que impedía constituir mayorías estables en el
parlamento por la existencia de dos partidos anticonstitucionales, el nacional-socialista y el comunista,
que juntos contaban con una mayoría negativa de bloqueo que evitaba que el Reichstag cumpliera su
papel constitucional. El terreno había quedado expedito para buscar soluciones que superaran la
incapacidad del Parlamento —no solo el Reichstag sino también los Parlamentos territoriales de los
Lander, como era el caso de Prusia— para constituir gobiernos de mayoría estable capaces de afrontar las
consecuencias de la crisis económica que se cernía sobre Alemania. En este contexto, el planteamiento de
Schmitt, aunque formalmente discurre sobre el argumento de la polémica de la justicia constitucional,
rompe en realidad los parámetros del planteamiento doctrinal general entonces imperante, y se sitúa en
el terreno de la defensa existencial, de lo que el autor considera esencia de la Constitución de Weimar y
sus valores, algo que puede o no coincidir con la garantía jurídica de la Constitución, pero también se
puede superponer a ella.
y, especialmente, del poder legislativo, sino que
resultaba completamente normal que, ante una
Constitución rígida —y la de Estados Unidos lo era—, se
tuviera por inadmisible que entraran a formar parte del
ordenamiento jurídico normas susceptibles de violar los
preceptos de la Constitución.
La lógica que actúa tras estos razonamientos
resulta bastante ilustrativa a los efectos que aquí se
persiguen. Y la respuesta a la pregunta acerca de por
qué surge en América un control de constitucionalidad
ligado a la acción de los jueces, se encuentra en las
mismas causas por las que ello no sucede en los
ordenamientos judiciales europeos. El punto de partida
en ambos es común, el poder judicial se considera
ideológica y prácticamente más débil que el poder
legislativo y normativo: la división de poderes actúa en
contra del poder judicial y no a su favor. El resultado es
que la garantía constitucional se ve amenazada tanto
en América como en Europa, pero mientras en
América el poder judicial es capaz de reaccionar
encontrando un fundamento de su posición que vaya
más allá de la misión que le concede la Constitución,
en Europa subsumida entre la dependencia
burocrática del monarca y la material del órgano que
produce el derecho aplicable, la judicatura queda
finalmente constreñida a la función estricta que le
marca la ley nacida del parlamento.
Desde luego, no es arbitrario pensar que el
ordenamiento constitucional en Estados Unidos deriva
en su conjunto de algo más profundo que la voluntad
del legislador o del poder constituyente que,
produciendo el derecho positivo, ofrece a través de él
la medida de la justicia como pura legalidad.
En Estados Unidos, uno de los fundamentos de la
actividad judicial es la tutela de los derechos,
pudiéndose hablar de tutela de los derechos no ya
cuando éstos son creados por la Constitución o por el
legislador y, por tanto, cuando son fruto del
ordenamiento positivo, sino cuando resultan ser
anteriores al Estado, en relación con el cual
representan condición eficiente de su existencia y
signo de su garantía.
Por ello, la división de poderes parte de algo más
profundo, es decir, surge de una estructura de derecho
fundada sobre normas anteriores al Estado. Hunde por
consiguiente sus raíces en el derecho natural, por lo
que el juez se convierte en juez de los derechos y no en
juez de la legalidad. Incumbe al juez, en primer lugar,
restablecer la observancia de los derechos y valores
que planean sobre y antes de la Constitución y, por
tanto, al poder judicial le cabe, como tal, considerar
inoperantes todas las normas que violen esos derechos.
Al actuar de este modo, restablece el equilibrio entre
persona y poder, entre individuo y Estado.
Precisamente por eso, la división de poderes potencia
la posición del juez, exactamente al contrario de lo que
ocurre en toda la historia constitucional de la Europa
continental, en la que prevalece el positivismo jurídico
frente al principio del ius naturale.
Sería útil no pasar por alto la observación de que
en el mundo jurídico anglosajón se ha producido un
gran número de planteamientos nuevos y de nuevas
instituciones jurídicas, pero también es el que menos
teoría ha generado acerca de ellas por la sencilla
razón de que sólo un pensamiento ha bastado para
imperar sobre los demás: una idea que dimana de la
noción contractualista de Estado, la premisa de que el
hombre posee derechos innatos e irrenunciables que
el poder político tiene como función salvaguardar y
que están en el origen de toda la organización estatal.
El mundo jurídico europeo no ha producido tanta
jurisprudencia en el ámbito constitucional como el
anglosajón, pero como contrapartida Europa ha
producido más teorías, y por consiguiente más
enfrentamientos y contradicciones de fondo entre los
autores que se han ocupado del problema. Esto
explica que las primeras reflexiones sobre la relación
entre las leyes, la Constitución y las fórmulas para
asegurar su defensa, proceden, como es bien sabido,
de Estados Unidos y del aquí recordado caso Marbury
vs. Madison. Sin embargo, la reflexión más profunda,
donde se produce una auténtica confrontación de
calado entre las diferentes posturas posibles, es la
querella Kelsen/Schmitt. Resulta necesario añadir que
esta polémica ha profundizado en las razones
fundamentales en que descansa el control sobre las
leyes y, en la búsqueda de un garante para éste, y se
ha adentrado tanto en el terreno de la idea
Constitución, y llegado tan lejos en sus abstracciones
lógicas, que ha terminado abocando a una
divergencia absoluta entre las propuestas de Kelsen y
las tesis de Schmitt.
Insistimos en que se trata de una divergencia
absoluta, dado que basta leer los distintos puntos de
vista para llegar a la conclusión basada en sólidos
fundamentos teóricos, de que entre ambas posiciones
no hay ningún elemento común.
Ya hemos expuesto anteriormente buena parte de
las razones que explican esta afirmación. Ahora es
necesario considerar el porqué de ello, y ver la fuerza
de los argumentos que han ido apareciendo
progresivamente en la polémica, prestando especial
consideración a la articulación técnica de lo que
provisionalmente pudiéramos calificar como «decisión
jurídica».
A este respecto, importa aclarar que, aun cuando
desde el punto de vista de la cronología de los
acontecimientos, la publicación de El Defensor de la
Constitución (Der Hüter der Verfassung) de Schmitt
precede en el tiempo unos pocos meses a la aparición
del ensayo de Kelsen ¿Quién debe ser el defensor de
la Constitución? (¿Wer soll Hüter der Verfassung sein?)
que, a su vez, se presenta como una réplica expresa y
directa a la obra de Carl Schmitt, lo cierto es que, en el
orden de la lógica de los argumentos, el estudio de
Schmitt parte de efectuar una crítica a la previa labor
de Kelsen, en cuanto responsable intelectual y gran
artífice del control de constitucionalidad concentrado
recogido en el texto Constitucional Austriaco de 1920.
No es que el libro de Schmitt tenga como
propósito directo rebatir de manera exclusiva las tesis
de Kelsen —el modelo de jurisdicción constitucional es
para el autor alemán otro más a refutar—. Sino que,
más allá de lo acerado e intempestivo de su crítica casi
personal contra el autor austriaco, el auténtico
objetivo de Schmitt es contestar todas las posibles vías
de salida hacia un modelo u otro de justicia
constitucional que en aquel momento parecía estar
ofreciendo el complejo panorama político de la
Alemania de finales de Weimar. Lo que Schmitt
cuestiona es la propia categoría de justicia
constitucional como remedio de defensa existencial
de la Constitución, y sitúa está en un pouvoir neutre
atribuido al Reichsprasident como Jefe del Estado. Y su
construcción le permite concluir la definición de una
forma de Estado alternativa al parlamentarismo: una
solución constitucional pretendidamente coherente
con el principio de identidad democrático, que junto
al liberal informaba también el contenido esencial del
texto de Weimar, que servirá de alternativa al
constitucionalismo de partidos; algo que el autor
llevaba buscando denodadamente desde sus
primeros escritos que se remontaban veinte años atrás.
Pero a la postre, no es esta última proposición
schmittiana lo que aquí nos interesa. Nuestro objetivo
radica sobre todo en desbrozar los argumentos
técnico-jurídicos en virtud de los cuales, el entonces
profesor de Berlín se permitía cuestionar la viabilidad
de la justicia constitucional en el orden legal de
Weimar, proponiendo en su lugar el recurso a la otra
idea de legitimidad encerrada en la Constitución del
Reich.
Y en este sentido no hay duda, y todavía más
desde la distancia que confiere la perspectiva actual,
de que los argumentos más sugerentes en los dos polos
de la querella resultan ser los invocados por Schmitt.
Incluso personalmente debo reconocer humildemente
que en mis años de juventud, cuando topé con ellos
por primera vez en Heidelberg (yo, que procedía de la
Facultad de Derecho de Turín, quizá una de las más
«positivistas» de Europa en la que se citaba a Kelsen y
a la Escuela de Viena en todos los cursos de la
licenciatura, matizado como mucho en el plano de las
asignaturas históricas por el institucionalismo de Santi
Romano), quedé fuertemente conmocionado por su
espíritu polémico, su rotunda argumentación, y su
carácter alternativo con respecto a las opiniones más
habituales en torno a la cuestión.
Desde luego, la profundidad de mirada con que
Schmitt enjuicia la situación resulta difícil de igualar.
Poco importa que sus consideraciones encierren
valoraciones discutibles, consideraciones que
responden más —como con razón le espetara Thoma
años atrás en otra importante polémica acerca del
parlamentarismo— a modelos ideales de diseño propio
carentes de existencia histórica, que a realidades
jurídicas susceptibles de enfoque problemático.
Schmitt siempre pone el punto en la llaga, y en este
caso sabe contextualizar con extraordinaria
sagacidad la función de la justicia constitucional en el
plano de los retos y problemas que acucian a la
democracia de Weimar, y situar los términos de su
debate en el intrincado problema de los límites de la
relación entre derecho y política, esforzándose por
delimitar el alcance de dos diferentes cometidos: crear
derecho, y aplicarlo.
La tesis de Schmitt en principio parece sencilla: no
es posible garantizar el cumplimiento de la
Constitución y, al mismo tiempo, asegurar la certeza
jurídica y su práctica, en caso de que la relación entre
ley y Constitución quede completamente alejada de
la subsunción del hecho en una norma, postulado que
constituye el modus operandi característico de la
aplicación del derecho que es propia del juez y por
tanto de la jurisdicción. Para Schmitt, no cabe resolver
el hipotético conflicto entre ley y Constitución a fuerza
de subsumir una norma en otra norma, ya que un
abismo separa la operación lógica de subsumir el
hecho en la norma, de la función de precisar la
compatibilidad lógica de la ley con la Constitución.
Dicho en pocas palabras: la determinación de la
compatibilidad lógica entre dos normas de derecho,
nada tiene que ver con la aplicación de la ley al
supuesto concreto de hecho, con su concreta
individuación en la realidad de los hechos.
Dos son, a la postre, los elementos que alientan las
dudas de Schmitt, el primero, la libertad —qué hasta
cabría de calificar de arbitrariedad— con que se
construye la norma que opera en la aplicación
ordinaria del derecho, y la arbitrariedad con la que el
juzgador efectúa la interpretación del contenido de la
norma constitucional en la que la norma ordinaria
debe ser subsumida. Dos dudas que generan dos
arbitrios y, los arbitrios, la decisión arbitral, nunca
pueden dar vida a ningún derecho aplicable, sino tan
sólo a un hecho jurídico. Para Schmitt, además y, en
segundo lugar, la deducción gradual de las fuentes del
derecho, aun en el caso de que las normas fueran
claras y unívocas y estuvieran poseídas de una
claridad incontrovertible como la postulada por
Kelsen, no resolvería nada, pues esa deducción no es
otra cosa que un espejismo, y resulta totalmente
incompatible con las premisas sobre las que se
asientan el Estado y el derecho. No hay derecho puro
al margen de la política, y menos cuando en la
Constitución se albergan preceptos de contenido
ambiguo como los que hacen referencia a los
derechos y libertades recogidos en la parte segunda
del texto de Weimar. Pero en esto el autor austriaco es
muy consciente de que su tesis descansa en la
necesidad de neutralizar, de despolitizar el derecho y,
por eso, la postura de Kelsen es tajante: no cabe
interpretación del derecho allí donde no existe norma
jurídica desprovista de ambigüedad política. Incluso
ese es el mensaje final con el que concluye su opúsculo
de réplica: no hay valoración política que quepa en la
norma jurídica.
Pero volviendo al arbitrio en la decisión, la tesis de
Schmitt tal vez llega hasta las últimas consecuencias
escondiendo una suerte de paradoja, un sofisma
oculto que anida en su razonamiento desde primera
hora, y que el propio Schmitt reconoce haber
abordado en uno de sus primeros escritos de 1912, hoy
desafortunadamente bastante inadvertido, su
opúsculo sobre ley y sentencia (Gestz und Urteil) en el
que admite la existencia de un elemento de duda en
el plano de la aplicación del derecho, que constituye
la raíz de su pensamiento decisionista y que él
denomina precisamente Dezision. Y es que, para
Schmitt, la cuestión es la siguiente: ¿cuándo
interpretamos un contrato con la finalidad de aplicar
la ley, estamos ante el mismo supuesto que cuando
interpretamos la coherencia de una ley con otra ley?
¿Nos encontramos, acaso, en presencia del mismo
procedimiento lógico cuando una norma se somete a
otra norma, y cuando la norma que se va a subsumir
toma la posición del hecho?
El juicio de constitucionalidad consiste, por tanto,
en una decisión que encierra importantes elementos
de duda, y la presencia de esta duda en la acción de
determinar cuál es el derecho que debe prevalecer,
similar a la que siempre ha estado presente en
cualquier ordenamiento jurídico, incluidos los de la
Common Law, no ha producido fuera de la Europa
continental ninguna controversia teórica y ha sido
universalmente aceptada. Sin embargo, para Schmitt,
la libertad del aplicador del derecho, y el juicio sobre
la duda que al operador del derecho corresponde, no
puede entrar dentro de los cometidos del juez
continental. El juez supervisa a posteriori la acción de
otro poder jurídico, no decide la creación del derecho.
Así pues, en el caso que nos ocupa tendríamos
que plantearnos la siguiente pregunta: ¿es suficiente la
disputa entre la concepción decisionista y la
concepción normativista del derecho para explicar el
problema de quién debe ser el defensor de la
Constitución? Schmitt responde que se trata de dos
lógicas opuestas, de dos formas de entender el
derecho, que, en caso de encontrarse y mezclarse en
una sola, perderían sus referentes y entrarían en una
suerte de entropía que destruiría las instituciones que
desde ella construyen su sistema.
En resumen, para Schmitt cuando se aspira a
actuar con libertad de arbitrio para determinar el
contenido existencial de la Constitución y defender su
esencia ante una amenaza cierta, ante un peligro
también existencial, se impone decidir previamente
quién debe ser esa institución llamada a actuar como
defensor de la Constitución. Y Schmitt propone
incuestionablemente, que, en el caso de la República
de Weimar, lo sea Jefe del Estado, es decir, al
Presidente del Reich.
El sufragio popular en que fundamenta su
nombramiento, y así como la independencia de los
partidos que deriva del carácter directo de su
elección, la competencia para asumir poderes
excepcionales en momentos excepcionales que le
atribuye el artículo 48 de la Constitución, y el hecho de
vincular la idea de equilibrio al llamado pouvoir neutre,
bastan a Carl Schmitt para asegurar que el Jefe del
Estado llegue a ejercer la función de garante de la
Constitución cuando se trata de decidir, esto es,
cuando su decisión entraña optar con libertad de
arbitrio entre dos posibilidades existenciales diferentes.