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LA VIDA AFECTIVA
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ría, pues, lo que hay de más necesaria e inexorablemen
te subjetivo en nosotros. Todo esfuerzo para hacer en
ella un objeto asimilable a los otros, para plegarla a las
distinciones, abstracciones, generalizaciones y clasifica
ciones indispensables a una ciencia natural, alteraría
sin remedio el carácter ünico e incomparable de las ma
nifestaciones que son exclusivamente nuestras y que no
son jamás dos veces. De ahí las declaraciones de filóso
fos tales como Rauh, Renouvier y sobre todo Bergson,
para los cuales la novela nos es presentada como el
procedimiento privilegiado para desentrañar la vida
afectiva y penetrar sus resortes, ya que la novela se
aplica a darnos a conocer individuos, y el gran novelista
sobresale en describirnos, en el seno de las conciencias
individuales, ese hervor mental animador de los senti
mientos y de las pasiones, en el cual se agitan en cada
instante, en la infinita multiplicidad de sus matices per
sonales, el pasado, el presente y el porvenir de una exis
tencia.
Sin embargo, para explicar la vida afectiva, autores
como Georges Domas no vacilan en inspirarse no sola
mente en la fisiología, sino también en la sociología, ne
gándole, por consiguiente, toda su inexpugnable indivi
dualidad. En efecto, si consideramos los estados afecti
vos concretos tales como los vivimos en realidad, antes
de que los refinamientos de los psicólogos los aíslen en
nosotros, olvidando que se producen ante todo en el me
dio humana y a propósito de los hombres, es posible de
mostrar que las influencias colectivas se ejercitan con
siderablemente sobre ellos insinuándoles- una buena par
te de los caracteres que su examen presenta.
Para establecer nuestra demostración vamos a to
mar precisamente como punto de partida una penetran
te observación de Bergson. “No se gustaría lo cómico,
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nos dice, si lo sintiésemos aislado. Parece que la risa
tenga necesidad de un eco. Escuchad: el eco no es un
son articulado, neto, preciso; es cualquier cosa que que
rría prolongarse y repercutir cada vez más cerca, cual
quier cosa que comienza por un estallido para continuar
en un redoble, tal como el trueno en las montañas. Esta
repercusión no debe perderse en el infinito. Puede cami
nar en un círculo tan amplio como se quiere; el círculo
no quedará por eso menos cerrado. Nuestra risa es siem
pre la risa de un grupo.
La cuestión está ahora en saber si esta observación,
tan justa y precisa en relación con la risa, no seria cier
ta igualmente para toda la vida afectiva; si un medio
social no es el medio normal de los estados afectivos y
una de las condiciones de su desenvolvimiento. A fuer
za de insistir sobre el carácter individual de estos esta
dos, se cae en el riesgo de olvidar otro carácter, sin em
bargo bien esencial: saber que son eminentemente co
municables y que no sólo se comunican, sino que para
desarrollarse, e incluso para ser, tienen necesidad de co
municarse. Se sabe que las emociones son más contagio
sas que las ideas. Tal vez no se sabe tan bien que se
propagan menos, que se extinguen mucho más velozmen
te cuando su potencia de contagio no se puede ejercitar.
Los estados afectivos poderosos son, en efecto, rara
vez el hecho de individuos aislados. La soledad empo
brece, en general, no solamente la expresión exterior de
nuestras emociones, nuestras lágrimas, nuestras risas,
nuestros gritos y toda nuestra mímica, sino el juego de
las representaciones y de los sentimientos que las ani
man. Si nuestras emociones se desarrollan lejos de la
presencia del prójimo es porque sufrimos incesantemen
te el espejismo de la vida en común que nos es tan na
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tural; es que nuestra imaginación se encuentra pobla
da por entero de espectadores y auditores imaginarios
ante los cuales desplegamos nuestras emociones; es que,
merced a una suerte de desdoblamiento al cual nos
tiene acostumbrado el juego de la conciencia reflexiva,
convirtiéndonos en nuestros propios aliados y enemi
gos, nos querellamos de nosotros mismos, nos indigna
mos o regocijamos con nosotros mismos, nos arrebata
mos contra una especie de adversario interior, nos pro
curamos a nosotros mismos la visión patética de nues
tros llantos y la aflicción de nuestros gritos.
Normalmente, los estados afectivos se viven en el
seno de grupos más o menos bien delimitados, en el in
terior de los cuales ejercen una acción contagiosa más
o menos intensa. Todo estado afectivo un poco acusado
tiende a resonar sobre el grupo y a beneficiarse por
reacción de esta resonancia. Cuanto más socialmente
adaptado es el medio en que nos encontramos, más es
su participación en él, neta y franca, y más fuerza ad
quiere nuestra emoción. En defecto de este medio y de
esta participación, la emoción no realiza todas sus vir
tualidades mentales y motrices. Es así como, por regla
general, nuestras emociones nacen, crecen y se agostan
en un medio humano que no podría ser cualquiera, y
que las nutre, en cierto modo, con la conmoción que de
ellas recibe. Familiares, nuestras alegrías y nuestras, pe
nas se muestran a nuestros íntimos, se reprimen ante
nuestras relaciones, se inhiben ante los extraños; na
cionales, nos hacen, en nuestro país, empeñarnos en ani
madas conversaciones en la calle y, en el extranjero,
adoptar una máscara de reserva y de dignidad. Nues
tras cóleras se alimentan del furor o de la indiferen
cia de nuestros adversarios, de la participación de nues
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tros amigos, y se extinguen faltas de resistencia o de
concurso. Nuestros miedos se disimulan y se amortiguan
si lo que nos rodea no los comparte; pero se exaltan en
pánicos si este contorno los hace suyos. Es, pues, cier
to que para que los estados afectivos se desarrollen ne
cesitan naturalmente un medio social adecuado a ellos
y que son en nosotros no solamente lo que son por nos
otros, sino por lo que son en los otros y por la acogida
que de ellos reciben.
Esta participación del grupo en nuestras emociones
constituye, ante todo, para nosotros una especie de ne
cesidad. La soledad moral nos aterroriza aún más que
la soledad material. Nuestros estados afectivos quieren
que se les apruebe, que se les comparta. Ni los senti
mientos de hostilidad escapan a esta regla. Nuestras
cóleras, nuestros odios, principalmente, están llenos de
proselitismo; no se hallan satisfechos sino cuando son
confirmados por el juicio ajeno; no dejamos de demos
trarlos, es decir, de intentar insinuárselos a nuestros
oyentes. Mas esta necesidad de comunión afectiva con
los demás en ningún caso es tan magnífica como cuando
se trata de sentimientos superiores, morales, sociales,
estéticos o religiosos. Entonces sentimos vivamente que
no son enteramente nuestros, que son ciertos, es decir,
válidos, para todos y de todos exigibles: la resistencia
ajena a este respecto nos lastima como una culpa o nos
inquieta como un aviso. Si el conflicto se muestra irre
ductible, si el conjunto de nuestro medio se obstina en
no sentir como nosotros lo bueno, lo justo, lo bello o lo
divino, acontece a menudo que nos refugiamos en una
especie de grupo ideal, entre cuyos miembros reina este
acuerdo necesario que la realidad nos niega y que ima
ginamos ser la moral, la sociedad, el arte o la religión
del porvenir, siendo lo más corriente que el veto que se
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les opone acabe a la larga con nuestras preferencias y
nuestros alientos.
Es propio, pues, de los estados afectivos el difundir
se y propagarse en el interior de un grupo humano más
o menos exactamente circunscrito, y lo que la realidad
plantea aquí a nuestro estudio no son en modo alguno
los estados aislados, cercados, cerrados en el individuo,
sino más bien la atmósfera afectiva de la cual el indi
viduo constituye el centro. Si intentáramos considerar
la vida afectiva independientemente de toda teoría, no
nos encontraríamos con ella en presencia de remolinos
interiores que se opondrían, en lo más profundo de las
conciencias individuales, a la vida en común y a sus in
fluencias, sino, por el contrario, de movimientos menta
les cuya naturaleza propia consiste en dilatarse en un
medio humano, penetrando de un corazón a otro, para
retornar después de los otros a él. En estas condiciones,
la vida afectiva no está, en realidad, desgajada de la vi
da colectiva. Antes al contrario, parece estar, por na
turaleza, lista para sufrir la acción de los grupos en el
seno de los cuales se desarrolla.
Desde este punto de vista vamos a considerar ahora
los estados afectivos, primero en su intimidad y des
pués en su expresión.
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reconocer, es decir, identificar nuestra experiencia pre
sente con ciertas de nuestras experiencias anteriores y
situ arla bajo una de las denominaciones en las cuales
se resumen estas últim as, tanto para los demás como
para nosotros. E l hecho de que podamos dar nombres a
nuestros estados afectivos con cuya ayuda poder adap
tarlos oportunamente a nuestros comportamientos re
cíprocos, el acuerdo que se establece a través del nom
bre sobre el esquema de las circunstancias, de los senti
m ientos y de las reacciones que lo definen, basta para
testim oniar que no solamente en el individuo aislado, si
no también de individuo a individuo, los estados afec
tivos son susceptibles de ser clasificados con arreglo a
caracteres comunes. Lo menos que puede decirse es que
la originalidad absoluta, la intangible personalidad que
se les atribuye, no dejan a pesar de todo de estar mane
jadas por las necesidades de la vida en común, y que es
preciso que nuestra nomenclatura de los estados afecti
vos responda a lo que en la práctica es tan ventajosa
mente utilizable.
Sólo que esta distribución verbal de los estados afec
tivos que los hace desbordar del círculo estrecho de las
conciencias individuales no es válida en ningún sitio pa
ra la especie entera, para un hombre en general que sería
idéntico a él mismo a través de los tiempos y de los lu
gares. Varía, en efecto, de idioma a idioma y, por consi
guiente, de pueblo a pueblo y de civilización-a civiliza
ción. Su vocabulario afectivo es quizá lo que el idioma
presenta para el extranjero de más difícil de compren
der y de traducir: responde a una división dé los senti
mientos y de las emociones solamente inteligible para
el seno del grupo que la ha concebido y que mal se deja
penetrar por las influencias de afuera. E l lenguaje no
expresa en esto la estricta intimidad de las conciencias
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individuales, puesto que revela exclusivamente lo que
ellas tienen entre sí de comunicable, y por lo tanto de
común; pero no señala tampoco los rasgos inmutables
de la especie, puesto que la imagen que nos ofrece no es
siempre y por doquiera semejante a ella misma. En cam
bio, consagra expresamente la experiencia que el grupo
que le habla ha adquirido de la vida afectiva.
De este modo se constituyen para nosotros, en fun
ción de la experiencia colectiva, tipos normales de es
tados afectivos. Es particularmente reveladora, a este
respecto, la definición de la emoción mórbida dada por
Féré y repetida por Ribot. Según estos autores, una
emoción es mórbida cuando se produce sin causa sufi
ciente; cuando, de manera señalada, las concomitancias
fisiológicas pecan en ella por exceso o por defecto;
cuando, en fin, los efectos se prolongan en ella desmedi
damente. Mas para poder juzgar de esa manera, como
en realidad hacemos constantemente, afirmando que una
emoción es anormal por su causa, sus reacciones y su
duración, necesitamos poseer un patrón de emoción nor
mal al cual podernos referir. No tenemos este patrón
de la ciencia. Psiquiatría, psicología y fisiología no han
llegado aún a eso; prueba de ello son las discusiones que
acaban de reemprenderse sobre el crimen pasional y el
límite que conviene trazar entre lo patológico y lo nor
mal. El patrón que nosotros utilizamos no es, tampoco,
fruto de iniciativas individuales, caprichosas o reflexi
vas, ya que, en general, la masa humana, que por otra
parte apenas si reflexiona ni tiene caprichos, está táci
tamente de acuerdo a este respecto. Es nuestro grupo
quien nos impone el patrón. Estableciendo su nomencla
tura de los estados afectivos, el grupo está al mismo
tiempo llamadcr a definirlos, a circunscribir las circuns
tancias en las cuales se producen, las reacciones que
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comportan, la intensidad y duración que les pertenecen.
Toda emoción y todo sentimiento, una vez denominados
y definidos, vienen a ser otros tantos tipos normales de
estados afectivos y constituyen los patrones con los cua
les confrontamos las agitaciones de nuestra conciencia
0 las de la de nuestro vecino.
Mas estos patrones son al mismo tiempo modelos.
Todo hecho humano es, en efecto, juzgado y apreciado
por el grupo. Los estados afectivos no escapan a esta
regla. El grupo los juzga, los aprecia y los clasifica mo
ralmente, según estén o no conformes con las necesida
des y las convenciones sociales, con los modos y con las
conveniencias mundanas. Se establece así entre los es
tados afectivos una escala de valor, una jerarquía so
cial y moral. Esta escala, esta jerarquía, no son sólo
teóricas, sino que tienen una aplicación práctica. La
colectividad exige que las tengamos en cuenta. Las tra
duce para nosotros en un conjunto de mandamientos, de
imperativos, que vienen a regular nuestra conducta afec
tiva. Según su rango en esta jerarquía, en tales circuns
tancias socialmente definidas, tales emociones nos son
impuestas, recomendadas, permitidas, toleradas o pro
hibidas. La sociedad es más estricta a este respecto que
al de las ideas, pues los estados afectivos están más
próximos a la acción. Podemos, por ejemplo, criticar la
piedad, como Spinoza; pero el mundo protestaría du
ramente si, por lo menos, no hablásemos su lenguaje
cuando él estima que la piedad se impone. El conformis
mo afectivo que la sociedad exige de nosotros hace que
nuestros sentimientos y nuestras emociones nazcan y
se desarrollen bajo la presión permanente de imperati
vos colectivos.
En la vida real, en el hombre llamado de la calle,
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tan pronto como se presentan ciertas circunstancias
que lo impelen al esbozo de un sentimiento, el modo se
gún el cual el grupo ha decidido sea o no conveniente
emocionarse influye sobre su estado afectivo hasta el
punto de transformar ese sentimiento e incluso, frecuen
temente, hasta de llegar a producirlo. En ciertas cir
cunstancias, o en todas, el miedo, por ejemplo, o la
alegría o el odio, son prohibidos, reprobados, desaconse
jados. Cuando a pesar de todo esos sentimientos se im
ponen a nosotros, desplegamos un esfuerzo de casuística
afectiva para disculparnos, para justificarlos desfigu
rándolos, para dotarlos de derecho de ciudadanía moral
en la conciencia. Nuestros sentimientos se desnaturali
zan para obtener así su naturalización y su consagra
ción, por decirlo así, oficiales.
Otros estados afectivos nos son, por el contrario,
impuestos o recomendados por la colectividad. Es de
necesidad moral para ella que ciertas circunstancias en
trañen determinadas emociones. Una vez dadas las cir
cunstancias, el sentimiento de tal necesidad nos impone
esas emociones, o cuando menos crea en nosotros su es
pejismo. “ Despiertos, dice Goblot, regulamos no sola
mente la expresión de nuestros sentimientos, sino nues
tros sentimientos mismos. Hay mucho de artificial y
de convencional en los de la vida social. Creemos expe
rimentarlos desde que creemos deberlos experimentar,
y nos parecen profundos desde el instante en que los
hemos consentido” . Mas no son solamente los sentimien
tos propiamente sociales, es todo el conjunto de senti
mientos superiores, morales, estéticos y religiosos, los
que presentan muy particularmente este carácter de
obligación. Experimentamos los que son convenientes, ya
que si queremos ser hombres dignos de este nombre es
preciso que los experimentemos, puesto que son el pri
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vilegio de la humanidad y una de sus manifestaciones
más esenciales. En cierto grado de la escala social, to
dos sabemos lo que deben ser nuestros sentimientos co
mo consecuencia de una hazaña o de un crimen, ante un
Tiziano o un Rodin, en la audición de una sinfonía de
Beethoven, en una visita a Notre-Dame, en el cumpli
miento de los deberes religiosos, ante la noticia de la
victoria o la derrota de nuestros ejércitos. Estos senti
mientos tienen su vocabulario y su sintaxis propios,
aprendidos por nosotros de nuestro mundo circundan
te, de nuestras conversaciones y de nuestras lecturas.
Vibren o no nuestros corazones a su unísono, nos sen
timos obligados a experimentarlos y debemos experimen
tarlos siempre respetando su sintaxis y su vocabulario:
va en ello nuestra dignidad de hombres. Mas saber que
un sentimiento debe tomar cuerpo, utilizar la expresión
que comporta, es hacerlo presente a nuestra conciencia
e introducirlo en ella desde fuera. Por una emoción de
este orden, que sube del corazón a los labios, ¡cuántas
hay que, inversamente, descienden de los labios al cora
zón! Entre lo que sentimos espontáneamente y lo que
sentimos por deber y, acaso, por fuerza la frontera es
difícil de trazar. El modo como tales sentimientos son
en nosotros se encuentra siempre más o menos recu
bierto por el njodo como deben ser. Si deseáis pruebas
escritas de ello, abrid los tratados de psicología y bus
cad los capítulos referentes al sentimiento moral, al
sentimiento estético o al sentimiento religioso. Encon
traréis en general la descripción de su forma ideal y
de su realización la más aproximada, tal como ella ha
sido en los grandes hombres de bien, los grandes artis
tas, los grandes místicos; pero no aprenderéis nada
acerca de lo que ellos son, por ejemplo, en la concien
cia republicana del guardia Jules Lemaitre, que de
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claraba que la Ifigcnia de Hacine es muy bella, pero muy
aburrida. Sin embargo, lo que interesa, lo que debiera in
teresar al psicólogo en los sentimientos superiores es,
no lo que conviene que sean, sino lo que en efecto son en
la mayoría de los hombres, verdaderamente más próxi
mos a nuestro municipal que a de Vinci o a Santa Te
resa. De nada serviría pretender aquí que un sentimien
to no llega a ser, por ejemplo, auténticamente estético
si la obra que le suscita no es auténticamente artística
y si el sentimiento en cuestión se encuentra limpio de
toda alianza con otras especies afectivas. Tal actitud es
de estético, no de psicólogo. Yo he oído antaño a un pú
blico popular cubrir de aplausos entusiastas, que hubie
ra sido imprudente ridiculizar, tan justos le parecían,
le he oído hacer repetir la .inimitable parodia de los ro
mances de “ dos sous” (de anteguerra) dada por Cour-
teline en Música, señor Honorato, en la cual:
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permite, por añadidura, comprobar que en la mayor
parte de los casos el gusto, es decir, la capacidad que
hemos adquirido de proporcionarnos ilusión, a nosotros
mismos y al prójimo, sobre la cualidad y potencia de
nuestras impresiones estéticas, no es ni virtud especí
fica ni don individual, sino que procede, para los que
en ella se engolfan, de la cultura que han recibido y,
por consiguiente, del grupo social del cual forman parte.
Los prejuicios colectivos, o lo que es más exacto, las
prevenciones, las anticipaciones que la vida social nos
impone a propósito de nuestros sentimientos y de nues
tras emociones, no contribuyen solamente a transformar
los, sino a producirlos. Nos proporcionan, incluso, la
clave. Cuando emprendemos el análisis de uno de nues
tros estados de alma y abrimos en él cada vez más hon
do el taladro, para apuntalar el vacío interior no dis
ponemos de otro medio que no sea solidificar en pala
bras sus fluidos escapes. De esta manera, en el hombre
que, como yo, no tiene genio, la reflexión sobre sus pro
pios sentimientos viene a ser el alimento, no de su ínti
ma substancia, sino de lo que el lenguaje le dispone, le
invita, le obliga a descubrir en ellos y en torno a ellos.
Eq siempre posible, por ejemplo, traducir un sentimien
to en otro por medio de un artificio verbal que modifica
para nosotros su aspecto. Un mismo temor es capaz de
convertirse en disgusto, odio, inquietud y dolor de la
eventualidad temida, o por el contrario, en deseo, amor,
esperanza, e incluso alegría de lo que podría desmentir
la. Nuestro sentimiento se enriquece, pues, con todas las
expresiones de que disponemos para interpretarlo, de
todos los puntos de vista que ellas nos ofrecen sobre él
y de las afecciones que ellas traducen. Este efecto de las
palabras es tan innegable que se produce incluso cuando
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no tenemos ninguna experiencia de lo que le correspon
de. “ Gracias a la vida social, nos dice Villey, las imá
genes visuales, que nada tienen que ver con los otros
sentidos, no están, desde el punto de vista afectivo, to
talmente perdidas para el c ie g o ..., algo de su emoción
puede transmitirse, por las palabras que las designan,
a quien jamás las conocerá” . A mayor abundamiento,
esta acción de las palabras se ejerce cuando la expe
riencia de los estados que ellas expresan no nos hace
ninguna falta. El caso más típico de estas transposicio
nes verbales y de sus consecuencias mentales nos es,
quizá, proporcionado por la iglesia psicoanalítica y su
dogma de la libido. El neófito de Freud no ha olvidado
naturalmente que amaba a su madre cuando era peque
ño, y uno de los artículos de su nueva fe le impone que
el amor filial a esta edad sea siempre más o menos in
cestuoso. Seguro de este mandamiento, redesciende en
su pasado y descubre en la fuente de su amor por su
madre algo de la atracción que hoy conoce por atracción
del sexo. El niño que él ha sido se revela, pues, un Edipo
por persuasión. Pero este Edipo por persuasión llega a
ser en realidad un Edipo; la virtud del análisis ha sido
suficiente. Los incrédulos pueden preguntarse si, en
efecto, el amor inspirado al neófito por su madre cuan
do él era pequeño tenía un acento sexual; pero el hecho
es que el adulto, por el beneficio de su psicoanálisis, no
puede ya asomarse a su infancia sin sentir en ella la
presencia de su libido. ¿Ha hecho realmente el análisis
este descubrimiento? Es una pregunta. Mas lo cierto es
que para muchos es así. Desde este punto de vista, el
psicoanálisis es singularmente instructivo, apareciéndo-
senos como una manera de hablar común a un grupo y
plenamente válida para el seno del grupo, que nos ilus
tra sobre el modo en que pueden, en efecto, constituirse
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en un grupo una jerarquía, patrones, un vocabulario
afectivos que le sean propios, y promulgarse una regla
mentación que decrete los sentimientos y las emociones
inevitables en el curso de la vida: ¿qué psicoanalista
consentiría no haber sido a su hora homosexual?
Nuestra vida interior tiene, en sus afecciones, algo
de convencional. Lo convencional preside los modos de
sentir como los de vestir. Las pasiones se llevan a la
Lelia como el peinado a la Ninón. Cada época posee su
código de conveniencias sentimentales, variables visi
blemente de una a otra, que decide su ideal afectivo. En
Francia, por ejemplo, se han sucedido, desde el siglo
X V II a nuestros días, unas cuantas escuelas de sen
timiento. En poder de una reflexión, que de un solo
golpe se libera y encuentra en sí, con Descartes, la sal
de las tradiciones morales y religiosas, el Gran Siglo
quiere emociones y sentimientos aprobados y compen
diados por la razón. El siglo X V III pone los sentidos y
a la vez el corazón en el orden, del día y forja de su con
fusión su inquieta e inquietante sensibilidad. El X IX
comienza en huracán para acabar en un escepticismo en
el que las pasiones, por las cuales se deja llevar, tienen
una especie de pudor que se exalta en el sentimiento
agudo de su inconsistencia y de su fragilidad. El siglo
X X se levanta sobre las ruinas de las reglas morales y
erige el querer-vivir de los deseos elementales. Así es
como el amor, que es de todas las pasiones la más ca
racterística, ha encontrado sucesivamente su expresión
según el momento y la convención prevaleciente: en la
Princesa de Gléves en la Nueva Eloísa, en Antony, en
Amantes, en la Mujer desnuda. No son éstas las copias
estrictas de lo que los contemporáneos experimentaban,
puesto que amaban, sobre ellos mismos. Son más bien
los modelos que les han revelado, en una forma concre
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ta, las aspiraciones confusamente esparcidas en el am
biente y sobre las cuales han calcado después ellos sus
propias emociones. En testimonio de ello citamos el
precioso libro de Maigron sobre El Romanticismo y las
costumbres (1910) en el que vemos estudiantes, ama
nuenses de notarios, horteras y pequeñas burguesas ju
gar a los Hernani y a las Doña Sol. ¡Infierno y Matri
monio! Fue preciso Didier para que se sintieran mar
cados con el sello de la fatalidad, Indiana para que
comprendieran cómo eran incomprendidas.
A distancia, el carácter convencional de los temas
afectivos según los cuales nuestros predecesores han
concebido sus emociones y sus pasiones, nos salta de
golpe a los ojos. Si nuestras propias convenciones sen
timentales j)ermanecen ignoradas para nosotros mis
mos, ello no constituye una prueba de que no existen,
de que no sufrimos su apremio, de que nuestros movi
mientos afectivos, por un excepcional privilegio, no nos
ponen en el seno de nuestras conciencias en contacto
con la humanidad. El hecho de que por doquiera que en
contremos hombres reunidos en sociedad comprobemos
tales convenciones hace verosímil, por el contrario, que
no poseamos a nuestra vez las propias. Ellas forman
parte de nosotros por naturaleza, ya que nuestras so
ciedades y sus reglas están en la naturaleza y constitu
yen para nosotros la naturaleza misma. Por otra parte,
en el dominio que nos ocupa estas reglas tienen algo par
ticularmente móvil, y su presencia se pone de manifiesto
por el divorcio que se produce insensiblemente entre las
costumbres sentimentales contraídas bajo el régimen de
la convención hasta entonces predominante y las exi
gencias crecientes de la convención nueva que les dis
puta sn supremacía. El hombre acostumbrado a amar
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al ritmo lento de los valses, pierde después el aliento
en la trepidación de los sones del jazz-band. Proclama
la quiebra del amor poique su manera de amar era para
él el amor mismo. Haría mejor en admitir, tomándose
como propio ejemplo, que el amor es eterno, pero que sus
modas y modos pasan y cambian. Jamás para el hombre
en sociedad, el único que conocemos, la vida afectiva es
capa a la convención para recobrar un natural del cual
esta convención no sería parte integrante.
Ya se trate de nuestros predecesores, ya de nosotros
mismos, en ningún modo conviene hablar aquí de insin
ceridad. La plasticidad de nuestra vida afectiva se plie
ga en nosotros a modos de expresión y a convenciones
colectivas que nos llevan, no a fingir, sino a experimen
tar, en efecto, los sentimientos que ellas expresan o exi
gen, ya que su insinuación en nosotros parte precisa
mente del hecho de que ellas los exijan o los expresen.
La sociedad en que vivimos sabe cómo está hecha la vi
da afectiva y la quiere hecha a su manera. Guiada por
esta voluntad y esta ciencia colectivas, la conciencia que
tenemos de nuestros sentimientos y de nuestras emocio
nes ejerce sobre ellos un poder creador: lo que ella en
cuentra en ellos comienza a existir desde el momento en
que lo ha encontrado. Así, no diremos nosotros con Va-
llés: “ Alegrías, dolores, amores, venganzas, nuestros sus
piros, nuestras risas, las pasiones, los crímenes, todo es
copiado, todo. Ni una sola de nuestras emociones es fran
ca” , sino más bien con Gide, ampliando, quizás, su
pensamiento: “ El análisis psicológico ha perdido para
mí todo interés desde el día en que he comprendido que
el hombre experimenta lo que imagina experimentar. De
ahí a pensar que él se imagina experimentar lo que ex
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perimenta.. . ” ; entre amar, por ejemplo, e imaginar que
se ama, “ ¿quién encontraría diferencia? En el dominio
de los sentimientos, lo real no se distingue de lo imagi
nario” .
Solamente que —queremos subrayar la evidencía
lo imaginario es, en verdad, lo real, y lo hipotético real
es, en cambio, precisamente lo imaginario. Un estado
afectivo que se sustrajera a toda comunión humana;
que ninguna palabra fuera capaz de definir ni de solidi
ficar, no solamente fuera, sino en el interior de nuestras
conciencias; que escapara en su magnífica intimidad a
toda influencia exógena: he ahí lo imaginario, lo ilu
sorio, lo inasible. Estados afectivos, por el contrario,
vividos y generalizados entre los hombres, atribuidos al
prójimo y a nosotros mismos por los que los sienten en
un lenguaje común; contenidos desde su nacimiento en
los moldes sentimentales que la colectividad ha inventa
do sucesivamente para su uso; estados afectivos, en una
palabra, completamente socializados: he aquí lo que,
en todo tiempo y lugar, se impone a nuestra considera
ción, y si, por ser real, no es inútil su existencia, he
aquí la realidad misma. Para conocer tales estados se
ría en vano escrutar las conciencias individuales antes
de haber interrogado al medio que ha permitido en él su
pleno desarrollo. Considerad un grupo con su idioma,
sus reglas, sus convenciones y sus modos afectivos: po
dréis prever por anticipado cómo serán, grosso modo, los
sentimientos y las emociones de sus miembros. Consi
derad, por el contrario, esas emociones y esos sentimien
tos sin conocer nada del grupo en el cual intervienen:
jamás llegaréis a saber su especial manera de ser, eso
que su naturaleza tiene de más ostensible e inmediata
mente comprensible.
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II
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cias en las cuales recordaba haber llorado espontánea
mente, hasta el día en que la seguridad del reflejo así
establecido ha hecho inútil el lento esfuerzo de la con
ciencia, y en presencia de una situación -en que las lá
grimas son oportunas, la idea de ellas mismas ha sido
suficiente para hacerlas correr. En todo caso, la exis
tencia del reflejo condicionado, la práctica ciega que de
él hacíamos, demuestran que no hay manifestación, por
más fisiológica que sea, de la emoción, que no sea, en
fin de cuentas, más o menos realizable o modificable a
voluntad.
En estas condiciones, las manifestaciones cuya am
plitud y localización las hacen exteriormente visibles,
que constituyen la mímica en la que vemos el lenguaje
natural de los sentimientos, porque la experiencia nos
ha instruido sobre las afecciones que ellas significan,
son naturales, en efecto, en el sentido de reacciones au
tomáticas y autónomas, como ha demostrado Wallon,
del sistema tónico y postural y de los centros mesoen-
cefálicos sustraídos al control directo de la corteza, pues
fuera de eso no han sido, en modo alguno, convenidas
por nosotros y nos son impuestas, por el contrario, por
la fisiología de la especie. Pero aunque no seamos capa
ces de crearlas, el mecanismo de los reflejos condiciona
dos nos permite, según acabamos de ver, disponer de ellas
en cierta medida, y en esa medida, plegarlas a las con
venciones promulgadas por la colectividad. Toda una par
te de nuestro adiestramiento social consiste en apren
der al detalle las circunstancias en las cuales es necesa
rio que nuestra mímica sea la de la tristeza, la de la ale
gría, la de la cólera, la de la emoción religiosa, estéti
ca o patriótica, la del honor satisfecho o la del honor
ofendido, y nuestra educación Sería perfecta si, en to
das y cada una de las circunstancias, nuestra mímica se
197
conformase automáticamente a estas exigencias, a esas
conveniencias más o menos imperiosas. Estas convenien
cias, estas exigencias no son nuestras ni del hombre en
general, sino de nuestro medio. El conformismo social
que hemos visto regular nuestras afecciones, se dobla
en otro nuevo conformismo, de igual naturaleza, que
rige su expresión exterior.
En su nebuloso origen, nuestras manifestaciones mí
micas están hechas de reflejos absolutos, incondiciona
dos y son, por consecuencia, naturales. Pero la colecti
vidad decide las circunstancias en las cuales se imponen
o son, por el contrario, prohibidas, y por el juego del re
flejo condicionado, nuestra voluntad, mejor dicho, la
solicitud imperiosa del grupo, las conforma en nosotros
a voluntad suya. La adaptación y flexibilidad de nues
tra mímica deben mucho al ejemplo de nuestro contor
no; pero no son únicamente el resultado de esta imita
ción absolutamente fisiológica, automática, mecánica, de
la que La Mettrie decía tan acertadamente: “ Se adop
tan los gestos, los acentos, etc., de aquellos con quienes
se vive, de la misma manera que se bajan los párpados
ante la amenaza del golpe sobre el cual se está preveni
do, o por la misma razón que el cuerpo del espectador
imita maquinalmente, y a pesar de él, todos los movi
mientos de un buen pantomímico” . La imitación, en este
caso, no se efectúa solamente por la presencia y la fas
cinación materiales del modelo, sino por toda una ga
ma de esos sentimientos de amor, de respeto o de miedo
a los cuales las representaciones colectivas deben pre
cisamente su poder: es el resultado, no de las necesida
des fisiológicas, sino de apremios morales. Es frecuen
te que el modelo propuesto esté en contradicción con
las reacciones a las cuales nos sentimos arrastrados por
nosotros mismos. Los padres, por ejemplo, cuando un
198
hijo suyo se cae sin hacerse gran daño, afectan un aire
de indiferencia y le dicen, cuando llora, que no vale la
pena, que es vergonzoso llorar por tan poca cosa. En
las primeras ocasiones, el niño no se allana a compartir
la indiferencia de sus padres, la cual no sería aquí de
ningún efecto por sí misma, sino gracias al esfuerzo en
el que la autoridad familiar, la costumbre de obedecer,
el temor a ser castigado o ridiculizado, el deseo de com
placer a los padres constituyen otras tantas solicita
ciones del grupo, de las cuales hablábamos antes, y que
hacen en él oficio de voluntad.'Más tarde, el niño mis
mo no querrá ya llorar. Hasta que llegue un día en que
caerá, haciéndose en realidad bastante daño, y se levan
tará riendo y diciendo que no fué nada, por medio de
una mímica inmediata en la que toda violencia exterior,
todo esfuerzo, hayan desaparecido. La convención en él
habrá llegado a ser así tan espontánea como natural.
Buen número de razones nos invitan, pues, desde el
principio, como propone Dumas, a propósito de la risa y
de las lágrimas, a “ reconsiderar la psicología entera de
la expresión haciendo en ella el lugar que le corresponde
a la utilización voluntaria o semivoluntaria de nuestros
sentimientos automáticos o reflejos, de nuestras secre
ciones y de todo lo que en nuestra vida biológica ha sido
susceptible de llegar a constituir un signo. Sería preci
so subrayar, ante todo, que si la expresión ha obtenido
en general su sentido de su raíz biológica, la colectivi
dad ha extendido este sentido, lo ha generalizado, lo
ha modificado y que, en muchos casos^ ella misma ha
creado por el juego de sus propias fuerzas (religiones,
costumbres, instituciones) gestos que expresan senti
mientos (apretones de manos, oraciones, saludos, etc.)
en los que la biología tiene bien poco que ver” .
También vamos a intentar ahora mostrar por una
199
serie de ejemplos concretos la conveniencia de tomar en
consideración las técnicas emocionales entre esas “téc
nicas del cuerpo” debidas al adiestramiento social, a pro
pósito de las cuales Mauss ha puesto de relieve “la par
te de la educación y de las representaciones colectivas
en los actos comúnmente considerados como puramente
orgánicos o, por el contrario, enteramente voluntarios
y conscientes”, por medio de ejemplos deducidos áe las
prácticas sexuales, de la marcha y de los deportes (na
tación, danza, etc.)
Cuanto más nos trasladamos al pasado, cuanto más
nos alejamos en el espacio, más nos encontramos en la
regulación colectiva de la expresión de las emociones
pruebas elocuentes y fácilmente comprensibles. Sin ha
blar de la famosa sonrisa, de la cual, según Kipling, se
rán capaces los japoneses hasta en el día del Juicio Fi
nal,, Lods nos cuenta, por ejemplo, que en la antigüedad
judía “el duelo comportaba dos manifestaciones ruido
sas..., el grito fúnebre y el treno (“poesía cantada en
melopea por la plañidera, a menudo acompañada de
flauta o de sistro” ). Ocioso es decir que ni el uno ni el
otro eran la explosión espontánea, irreflexiva, del do
lor de los sobrevivientes. Pues entre los israelitas, como
entre las multitudes de los pueblos no civilizados, las la
mentaciones fúnebres estaban estrictamente reguladas
por la costumbre: eran proferidas por determinadas per
sonas, repartidas por sexo y por clan, con palabras im
puestas por la tradición, durante un número de días de
terminados y probablemente a horas fijas, como entre los
sirios modernos”. Granet nos aporta igualmente sobre
el lenguaje del dolor en la China clásica precisiones muy
interesantes para nosotros. Regulado por rituales, el len
guaje del dolor constituye en China una “simbólica y mi
nuciosa ordenanza”, que define con una precisión impla-
200
cable, de una parte, la manera como los parientes del
muerto organizan su existencia durante el luto; de otra,
la forma como deben, en momentos determinados, poner
de manifiesto su pesar. Las modificaciones en la vida ma
terial y moral de los parientes del muerto expresan su
participación en el duelo. Una cuarentena se esta
blece en torno a ellos. Aislados en cabañas individuales
instaladas alrededor de la casa del difunto, no reciben
visitas ni siquiera tienen relaciones entre ellos mismos.
Reducidos al silencio y a la inmovilidad, no ejercen fun
ciones públicas, se prohíben la música, se someten a to
do un sistema de restricciones alimenticias, se abstienen
de todo cuidado de su propiedad, viven en un estado de
embrutecimiento del cual los autoriza la colectividad
a salir por una gradual serie de etapas, igualmente re
glamentadas, en las que las cinco categorías de hábi
tos de luto que van a vestir sucesivamente, constituyen
otros tantos signos exteriores. Por su parte, las ceremo
nias del duelo y las manifestaciones afectivas que las
acompañan, formando parte de ellas, suponen obligacio
nes también estrictas. Los parientes se consideran como
parte del fallecimiento y esperan las condolencias, los
intervalos entre las cuales no significan otra cosa que
una tregua a la expresión de su aflicción. Pero sobre to
do en el momento de los funerales, ante los asistentes
autorizados a invitarlos por incorrecciones voluntarias
a rectificar las incorrecciones que puedan cometer in
voluntariamente, en tornó al cadáver, los parientes están
obligados a expresar su dolor por medio de un conjun
to de gestos, ritualmente concertados, cuya complejidad
sobrepasa con mucho la de los reflejos psicofisiológicos:
contactos, saltos, golpes en el pecho, lamentaciones, ma
nifestaciones todas cuyos detalles, modo, número, mo
mento y lugar donde han de ser ejecutados están exac-
201
tamente previstos. El carácter social de estos ritos se
manifiesta además por el empleo simbólico que tienen
con ocasión de fiestas, recolecciones o eclipses de sol y
de luna, en caso de incendio de un templo o de pérdida
de territorio o derrota militar. Los chinos estiman que
es preciso ser salvajes para dejar libre juego en la ex
presión de las emociones a la espontaneidad de los re
flejos. Un civilizado debe saber contenerlos, pues la ex-
teriorización permite a los sentimientos no tener nada
que ver con ellos. Nadie tiene derecho en este caso a
probar su personalidad si no es por la energía que ponga
en la realización, por el acierto con que matice las ma
nifestaciones exigidas y consagradas por la colectividad.
El contraste, al menos exterior, que estos rasgos to
mados al pasado y al lejano Oriente, tienen con nuestras
propias costumbres, sirve para que el carácter colectivo
de esas manifestaciones mímicas se acuse en todo su re
lieve y evidencia. Pero nuestro tiempo y nuestro medio
tampoco dejan de proporcionarnos elocuentes pruebas.
Ante todo, aún pueden .comprobarse hechos total
mente análogos, por su singularidad y su carácter de
rito colectivo, a los que acabamos de referir; Por ejem
plo, Pierre Mille nos cuenta que un pueblecito situado
entre la Auvernia y el Limosín, al final de los entie
rros, “ mientras que las mujeres de la fam ilia..., envuel
tas en grandes mantos negros, gritan y se lamentan an
te la fosa, todas las otras mujeres del pueblo, en pie
ante la tumba de sus respectivos muertos, les responden
en alta voz, llaman a los difuntos, los evocan, levantan
los brazos, esbozan el gesto de desgarrarse el rostro con
sus uñas” , y yo he sabido hace poco de buena tinta que
en ciertos pueblecillos del Oeste es regla de los entie
rros el que, en el momento en que se empieza a tapar la
fosa, toda la familia del difunto, incluso sus parientes
202
lejanos, estallen en sollozos; jamás, al parecer, se ha
faltado a esta costumbre, observada generalmente con
una unanimidad y una disciplina notables.
Pero también en nuestra vida cotidiana abundan las
circunstancias en las que nuestra mímica se encuentra
en la obligación de conformarse a un código cuya re
lativa flexibilidad no excluye la complejidad y la per
manente vigilancia. Basta haber asistido a una boda o
a un entierro para saber cómo en la sacristía, a algu
nos metros de la familia en duelo o en júbilo, las acti
tudes y los rostros, hasta entonces vagamente adapta
dos a la situación o simplemente correctos, se rectifican
y se componen: las miradas se apagan, los rasgos caen
y se aflojan a la proximidad de los velos del luto, o bien
se iluminan, se reaniman y se ensanchan ante las flores
de azahar. Un instante después, la actitud, la mirada,
ia fisonomía de cada circunstante son las del hombre
que piensa y va a sus asuntos. Pero durante la ceremo
nia, los interesados en ella no se -autorizan la sinceri
dad de sus sentimientos ni hacen uso de la libertad de
expresarlos a su manera. El público espera de ellos ac
titudes y reacciones cuya ausencia o exageración le pa
recerían igualmente chocantes, y, por intenso que sea
su dolor o su alegría, tienen confusamente conciencia de
que están dados en espectáculo y de que deben ofrecer
precisamente el espectáculo que de ellos se espera. La
expresión de sus sentimientos hace el sordo esfuerzo
para responder a la pública atención. Incluso sucede que
se les vea examinarse entre sí y corregirse los unos a
los otros.
Cuando no nos cuidamos de caer o de impedir que
caigan los nuestros bajo el golpe de la reprobación, se
lastiman al mismo tiempo las conveniencias. San Fran
203
cisco de Sales nos proporciona a este respecto una prue
ba, tan decisiva como pintoresca, cuando se esfuerza en
justificar a David por haber danzado delante del arca,
explicando la incongruencia de su acto por la enormi
dad de su alegría: si David delante del arca “ saltó un
poco más de lo que el ordinario decoro requería” , nos
dice, no es “ que quisiera hacer el loco” ; es que sus mo
vimientos estaban en armonía con “la extraordinaria y
desmesurada alegría que sentía en su corazón” . Sucede
con nosotros como con el rey1David. Si dejamos por aca
so que nuestra reflectividad y nuestra espontaneidad pro
pia tomen una parte demasiado activa en la expresión de
nuestras emociones, nuestro contorno se sorprenderá irre
mediablemente, y, según sea su disposición mala o buena
para con nosotros, nos imputará el error o buscará en las
circunstancias una excusa ocasional. Pero si recaemos
sistemáticamente en la misma falta, corremos el riesgo
de acabar con su paciencia y de pasar ante su opinión
“ por un bohemio, un mal educado, un indiferente o un
exaltado, cuando no por un excéntrico o un loco” .
Por otra parte, no es la sola observación de nuestras
costumbres y de nuestros usos la que nos revela la exis
tencia de reglas colectivas ordenando la expresión mí
mica de nuestras emociones. Sin duda que no existe,
propiamente hablando, un código afectivo semejante al
código civil, donde esas reglas estén expresamente formu
ladas, recopiladas y ordenadas. Sin embargo, no dejan
por eso de estar escritas en parte, pues, sin referirse ex
clusivamente a su redacción, loa Tratados de Urbani
dad, cuyo dominio es el de la apariencia social, no li
mitan sus descripciones a la postura de una casa, un
almuerzo ofrecido o una recepción organizada, ni a la'
manera como debe uno conducirse en su casa, en la ca-
204
lie, eu la mesa o en un salón, sino que las amplían hasta
la exteriorización de los sentimientos, ya que esta ex-
teriorización forma parte de las apariencias sociales y
se encuentra presa con ellas en las redes del buen pare
cer.
Así es como las Reglas para saber conducirse en la
sociedad moderna de la baronesa Staffe, que quiso ser
por largo tiempo el breviario mundano de la burguesía
francesa, enuncian, a propósito del duelo, esta ley gene
ral : “ La etiqueta y el traje, que no abdican sus derechos
en ninguna circunstancia, regulan la manera como debe
mos portarnos o, cuando menos, manifestar nuestro do
lor” . Este principio vale, en realidad, por todas nues
tras emociones. Si hemos dado preferencia al dolor es
porque entre todas nuestras emociones es él en donde
la sinceridad nos llega más al corazón y en el cual, por
consiguiente, sentimos más repugnancia en reconocer un
carácter convencional; pero la posibilidad misma de los
Tratados de Urbanidad está en este punto subordinada
a la verdad y a la generalidad de este principio. Claro
está que es en toda su ingenuidad, sin consecuencias de
ninguna clase, sin saber nada de su rango psicológico,
sin sospechar siquiera las nuevas perspectivas que nos
abre sobre la expresión de las emociones y sobre su na
turaleza, por pura precaución oratoria, por lo que la ba
ronesa Staffe lo formula. Para ella es sólo el enunciado
de un hecho cuyas consecuencias sociales son lo único
que le interesa; pero este simple enunciado, precisa
mente por no ser más que un enunciado, ilustra maravi
llosamente nuestra tesis y aporta al psicólogo una sin
gular enseñanza. Los técnicos del bien parecer han in
terpretado de golpe mejor que él uno de los caracteres
más esenciales de nuestra mímica, obligados como esta
205
ban por el objeto de su estudio a relacionar al hombre
con el hombre, como constantemente es en realidad, en
lugar de relacionarlo con el animal, lo que no ha sido, o
jamás ha sido plenamente, en efecto, sino en sus más
nebulosos orígenes. El principio del conformismo social
y del imperativo colectivo que ellos han aplicado sin for
mularlo expresamente, parece en verdad tan real en sus
datos, tan rico en sus aplicaciones como el principio,
por ejemplo, de las costumbres útiles, del cual, gracias a
Dumas, la vanidad romántica no se hace ahora ilusiones.
Después de haber sentado el principio, la baronesa
Staffe nos informa al detalle de su aplicación. Nos ense
ña que estamos obligados a guardar luto tantos meses
o tantas semanas, según el grado de nuestro parentes
co con el difunto, y que los grandes lutos nos obligan a
no recibir visitas durante seis semanas y a no hacerlas
durante' tres meses: después de lo que sabemos por Gra-
net de la China clásica, verdaderamente estas son, en
un sentido nuevo, otras tantas “ chinadas” (1) Natural
mente es ocioso advertir que durante esos lapsos regla
mentarios nuestra mímica no debe ponerse en escan
daloso desacuerdo con el color de nuestros vestidos. Pe
ro es el caso que siempre, en los textos a los cuales aca
bamos de hacer alusión, esta obligación de conformar a
las circunstancias la expresión de nuestros sentimien
tos no pasa de estar sobreentendida. Por el contrario,
es bien explícita para otras diversas situaciones. Quien
quiera que haga una visita de pésame, “ está obligado a
una cierta gravedad, a una gran simplicidad de coló
les y de adornos. Ño habla del muerto el primero, sino
200
que escucha con complacencia cuanto sobre él se le quie
ra decir. En cambio, la persona que recibe, contiene su
disgusto y su tristeza” . El joven que acaba de obtener
la mano de su prometida debe hacer una visita a sus
futuros padres políticos: “ Agradece con cierto calor,
pero sin exageración —primero a los padres, después a
la joven—, la buena acogida que ha tenido su demanda.
La frialdad sería inconveniente; pero la expresión de la
felicidad debe ser contenida” . La madre del futuro, cuan
do presente la novia de su hijo, dirá: “ La señorita...,
mi futura nuera” , y acompañará sus palabras “ de una
sonrisa afectuosa” . Finalmente, después de la ceremo
nia en la alcaldía, cuando la joven, después de haber
firmado, pasa la pluma a su marido, este último “la
saluda y le dice con expresión de dicha y sonriendo:
Gracias, señora” .
Como todo el mundo, como todos aquellos, por lo me
nos, cuyo oficio consiste en reflexionar o simplemente en
pensar con la cabeza, y que habrán errado a menudo
concediendo gran mérito a una malicia, a una fineza,
a una sensibilidad, que no son en ellos dones de la na
turaleza sino por el beneficio de la costumbre, encuen
tro esas citas un tanto divertidas y no exentas de comi
cidad. Sin embargo, yo aconsejaría al lector que no vea
en ellas simples pretextos para bromear, que busque en
su pasado todas las ocasiones en que se ha satisfecho
con semejantes clichés afectivos, y mucho me equivoco
si no se encuentra al fin un poco confuso por lo elevado
de su número. Mas, sobre todo, el espíritu del libro del
cual han sido tomadas esas citas no es en modo alguno
el de una novela realista o el de un trozo de vida. El
autor puede reírse también en secreto de lo que dice.
El no presenta menos lo que se hace que lo que se debe
207
hacer; no deja tampoco de atribuir a los hechos a que
se refiere un carácter imperativo. El éxito obtenido ates
tigua que ese era, en todo caso, el sentimiento, incon
testablemente profundo esta vez, de la multitud de lec
tores que, sin bromas de ningún género, le han pregun
tado cómo debían conducirse en el mundo y, particular
mente, comportarse atinadamente en sus penas y en sus
alegrías. En estos textos que nos hacen sonreír, esos lec
tores han reconocido los modelos sobre los cuales ha
bían de regular su emulación admirativa, y la fórmula
de las exigencias colectivas a las cuales se sentían obli
gados de corazón.
Desde este punto de vista, las manifestaciones exte
riores de nuestras afecciones se nos aparecen como de
beres impuestos por el grupo, del mismo modo que an
tes las afecciones mismas. Para innumerables circuns
tancias de la vida diaria, la colectividad nos fija a la
vez los sentimientos que debemos tener y la manera como
los debemos expresar.
Por otra parte, socialización del sentimiento y so
cialización de su expresión parece que deben de ir a la
par. Cualquiera que sea el valor que se conceda a la teo
ría fisiológica que James y Lange han propuesto de las
emociones, es evidente que sus manifestaciones forman
un todo con las emociones mismas. Una acción ejercida
sobre las unas no dejaría de influir sobre las otras y
sería bien difícil para una mímica, en parte regulada por
la colectividad, engendrar, acompañar o traducir una
emoción que no se hallase en parte socializada, lo mis
mo que una emoción en parte socializada se acomodaría
mal a una mímica que la colectividad no hubiese para
lelamente disciplinado.
Verdad es que la mímica no es natural, propiamente
208
hablando, y que no se podría oponer al lenguaje articu
lado como la naturaleza a lo convencional. Aprendemos
a mimar nuestras emociones como aprendemos a hablar,
por efecto de la misma necesidad. Necesidad insensi
ble en sí misma y solamente reconocible en sus resul
tados, pues la atmósfera social necesaria a nuestro des
envolvimiento no pesa más sobre nuestros espíritus que
el aire sobre nuestras espaldas. El modo de adquisición
en los dos casos es idéntico. Los ejercicios vocales en
los que se complace el niño ponen a su disposición una
masa de articulaciones, de sonidos, de una flexibilidad
y de una variedad sorprendentes, que constituyen, por
así decirlo, el material fisiológico del lenguaje. A partir
de esta primera dotación, sobre la cual el contorno ejer
ce un mínimo de influencia, el progreso para el niño con
siste en guiarse, por el contrario, sobre este contorno,
para no retener de entre los sonidos sino aquellos utili
zados por la lengua que se habla en torno a él, para com
ponerlos en conjuntos que darán ulteriormente las fra
ses y las palabras, y para adaptar estos conjuntos con
una seguridad y una prontitud crecientes, con una
exactitud totalmente refleja, a las personas, los obje
tos, las situaciones y los comportamientos. Cuando to
do comportamiento, toda situación, todo objeto, toda
persona susciten prácticamente, sin demora y sin error,
la reacción verbal adecuada, es decir, la reacción sus
ceptible de provocar en los demás las modificaciones de
sentimiento, de pensamiento o de conducta apropiadas,
o dicho, en fin, de otra manera, la reacción consagrada
por el uso colectivo, la adquisición propiamente dicha de
la lengua es cosa cumplida. Igual para la mímica. De
su organización fisiológica, de su sistema tónico-postu
ra!, el niño tiene un sistema de reflejos, risas, lágrimas,
gritos, gesticulaciones, que sus afecciones ponen en mar
209
cha espontáneamente. La educación consistirá aquí en
un condicionamiento de los reflejos, que los inhiba, los
estabilice o los trasponga; en disponer de esta espon
taneidad y poder conformarla a las reacciones consa
gradas por las exigencias colectivas, hasta el día en que
la mímica del interesado, llegada a ser tan inmediata,
tan correcta como su lenguaje, tenga para el contorno
la elocuencia que es necesaria. Así se justifica, por la
comunidad de su origen y de su desarrollo, el lazo es
trecho observado constantemente entre el lenguaje y la
mímica, la última de las cuales constituye para el pri
mero el acompañamiento normal y a menudo indispen-
sable. ¿No sería asombroso que, por el contrario, pudie
sen fundirse el lenguaje articulado, tan perfectamente
socializado, y un modo de expresión sobre el cual las in
fluencias colectivas permaneciesen prácticamente sin in
fluencia ?
Este parentesco entre la mímica y el lenguaje ha si
do frecuentemente notado e ilustrado por los lingüistas.
Bally, por ejemplo, a propósito de la expresión: “ ¡Boni
to está usted!” , que nos acontece emplear a la vista de
una persona cuyo vestido está todo cubierto de barro,
hace notar que, considerada en ella misma, la expresión
no tiene el sentido que los que la escuchan acuerdan con
nosotros concederle. Este sentido es ante todo resultado
de la situación y de nuestra mímica. También se debe,
y sobre todo, a otro factor: “ la inflexión expresiva de
la voz, la entonación. En el caso que nos ocupa, la ento
nación, fijada por el uso (como todo en el lenguaje or
ganizado), es tan expresiva que podría hacer, sin ayuda
de la situación, lo que el contexto no podría: dar a bo
nito el 'sentido de sucio” . Si Bally declara que la entona
ción puede prescindir de la situación sin añadir que tam
210
bién puede prescindir de la mímica, es por una razón de
todo punto interesante: él considera, en efecto, que la
entonación forma parte de la mímica, que no es más que
una forma particular de ella, que es una “mímica ver
bal” .
Esta mímica verbal tiene, según él, sus leyes: “ En
cada casó, la inflexión de la voz estará determinada por
reglas de uso semejantes a las demás reglas del lenguaje,
aunque sean más difíciles de comprender y de formu
lar” . Pero aun cuando nos sintamos'felices por su des
cubrimiento, no podemos menos que ser impresionados
por la rigidez con la cual se aplican. Así es como en fran
cés, por ejemplo, todo adjetivo de tonalidad afectiva to
ma el acento sobre la primera sílaba, o sobre la segunda,
si la primera comienza por una vocal o por una h : es
“ colosal” , es “ merveilleux” ; una extensión “ /ormida-
bTe” ; un vino “ excellent” , “délicieux” , “ execrable” ; un
tiempo “ magnifique” , “ abominable” , “ épowvantable” .
Por otra parte, los observadores han señalado que el
lenguaje y las entonaciones afectivas se aprenden en
cierto modo de vacío, antes incluso que las circunstan
cias hayan dado lugar a emplearlos con entero conoci
miento. “ E . . . , de 26 meses, se complace, nos diee, por
ejemplo, J. Perés, en pronunciar fríamente exclamacio
nes correspondientes a emociones que le son totalmente
extrañas: ¡Qué desgracia! ¡Es úna desgracia! ¡ E . . . tie
ne miedo! ¡ E . . . es desventurado! ¡Esto es terrible!.
Aprendizaje del lenguaje y de las actitudes de la emo
ción antes que de la emoción misma. Repite estas- locu-.
ciones desde luego fuera de propósito, pero poco a poco
las adaptará a él” .
Por consiguiente, la entonación, que es una forma del
lenguaje y se encuentra, por tanto, sometida a reglas es
211
trictas, es también una forma de la mímica, y su prác
tica verbal se adquiere antes que se ofrezcan a la expe
riencia infantil las ocasiones a propósito para ser ejer
citada. La conexión del lenguaje y de la mímica es, pues,
más acusada de lo que decíamos antes, y al ser así nos
invita a admitir que lo que es cierto para la mímica
verbal, es cierto también, en general, para toda otra mí
mica. Por una parte, la mímica en su conjunto esta
ría sujeta a reglas tan rígidas como lo está su forma
verbal; pero más difíciles de comprender y de formu
lar, pues nuestros suspiros, nuestros gritos, nuestros
gestos, no poseen evidentemente la uniformidad y la es
tabilidad de las palabras. Por otra parte, lejos de pro
ceder siempre de la emoción, la mímica la precedería,
por el contrario, con frecuencia, y se encontraría así
lista de antemano para las situaciones en las cuales
ha de intervenir: ¿acaso no aprenden nuestros jóvénes
cómo se hace una declaración, cómo se proclama el
honor ofendido o satisfecho, mucho tiempo antes de
haberse declarado ellos mismo o de estar en condicio
nes de mostrarse satisfechos u ofendidos en su honor?
Tal es la mímica lenguaje, que llega a suplir, anu
lar y desmentir a la palabra. No solamente, como quiere
Balli, “ el papel de las palabras, en el enunciado del pen
samiento, decrece en razón del predominio del sentimien
to” , y si la entonación, la mímica en general, son así, ca
paces de expresar, por ellas mismas y casi por ellas so
las, los sentimientos que en gran parte deben la finura
y la sutileza de sus matices a la civilización, es preciso
que la civilización haya por su parte suavizado, afina
do y sutilizado a tales fines esa entonación y esa mímica.
No sólo á creer a Bernstein, “es una verdad que todos
los autores dramáticos reconocen: los espectadores es
212
cuchan ante todo con sus ojos. Hemos comprobado que
un comediante puede, por lapsus, decir exactamente lo
contrario del texto, sin que el público lo advierta, pren
dido en la lectura de nuestros pensamientos por los mo
vimientos y el rostro del intérprete” . Hay más. Por re
gla general nuestro lenguaje y nuestra mímica concuer-
dan espontáneamente. Pero puede suceder que se pro
duzcan fallas, imperfecciones o insuficiencias momen
táneas de nuestro automatismo: una entonación falsa,
un gesto inadecuado, una mirada inoportuna, que no
responden en nosotros a ninguna intención consciente
ni inconsciente, se nos escapan, sorprendiéndonos los
primeros: los surcos de nuestro cerebro no tienen más
sentido psíquico que los de un automóvil. Acontece tam
bién que nuestra mímica, desmintiendo nuestras pala
bras, traiciona involuntariamente nuestro pensamiento
secreto, prueba, ésta, incontestable de que dominamos
menos nuestra fisonomía que nuestra lengua y de que la
mímica es, en este sentido, más natural que la palabra.
Pero también sucede con frecuencia que utilicemos a
voluntad la duplicidad de medios de expresión de que
disponemos, dando a entender, de intento, por nuestra
actitud, otra cosa distinta de la que decimos, siendo así
que existe toda una mímica descortés de las fórmulas
de cortesía: prueba irrefutable esta vez de que la mími
ca, es como todo lenguaje, un instrumento de expresión
del que estamos muy lejos de poseer el dominio.
Desde este punto de vista, lo propio de la mímica
no es el ser natural, sino el descubrir lo natural a tra
vés de las convenciones que lo encierran y en función
de ellas. Sucede con la mímica como con el lenguaje, del
cual es compañera inseparable. Nuestras lenguas civiliza
das prenden en una malla sutil matices de vocabulario y
213
de sintaxis que nos son impuestos de fuera. Sin embargo,
estamos inclinados a considerarlos naturales y no afec
tados en nuestro lenguaje. Del mismo modo importa que,
formada por la colectividad de acuerdo con sus exigen
cias, con su necesidad de conveniencias y de expresión,
nuestra mímica no descuide el mostrarse natural. El
ejemplo del teatro puede servirnos para aclarar esta pa
radoja. El arte teatral está siempre formado de conven
ciones y si, no obstante eso, los grandes actores logran
proporcionarnos la ilusión de la verdad y de la vida, ello
es merced a la soltura, a la naturalidad, a la perspica
cia con que se mueven en el interior de estas mismas
convenciones. Nuestra mímica, por su parte, cuando po
ne en juego, nuestros sentimientos, no puede deber su
naturalidad sino a la espontaneidad, la finura y la in
teligencia con las cuales se pone ai servicio de las conve
niencias y de las reglas colectivas que la rigen, pues no
podría tomarse con estas últimas libertades que no se
rían comprendidas ni toleradas. No es sorprendente que
la baronesa Staffe no haya puesto la cosa completamen
te, en claro,; pero se ha dado cuenta de ello: “ Una perso
na acostumbrada a gobernarse, dice, sabe contener sus
emociones. Pero el reflejo de una mirada, una lágrima
humedeciendo los ojos, el movimiento de la mano, del
busto, de la cabeza, nada tienen que motive una prohi
bición, siempre que sean naturales, siempre que armo
nicen con el discurso, con el incidente, con el aconteci
miento” . Mas ao se armonizan con las circunstancias si
no cuando se conforman con las prescripciones decreta
das al respecto por la colectividad, y lo natural de nues
tra mímica florece, pues, en el seno de las convenciones
que la rigen, de la convicción inmediata que ponemos
en observarlas.
El francés de la baronesa es primo hermano del chi
no de Granet. Cualquiera que sea la civilización a que
pertenezca el individuo, su parte en la expresión de las
emociones es siempre la misma: el ritual afectivo que
se impone a todos con un exacto rigor no se dejaría in
fringir impunemente; pero, aunque respetándole y si
guiéndole al pie de la letra, la espontaneidad del inte
resado, su inteligencia de las situaciones, su poder de
expresión, su sentimiento de los matices, pueden impri
mirle un sello, en el que el mundo circundante recono
cería el natural mismo.
Si consideramos, pues, el conjunto de la vida afectiva
concreta en su intimidad y en sus manifestaciones, nos
ponemos ante tres evidencias, la segunda de las cuales
requiere especialmente nuestra atención.
En primer lugar, la vida afectiva tiene sus condicio
nes fisiológicas. Desde este punto de vista es, según
podemos juzgar desde fuera, común al hombre y al ani
mal. Indudablemente que es más rica, más completa en
el hombre, ya que el cerebro humano es el más diferen
ciado de todos los cerebros; pero en sn origen es del mis
mo orden, tanto en el animal como en el hombre. Tam
bién desde este punto de vista, común a todos los hom
bres como lo es su organización anatómico-fisiológica,
atañendo, por consiguiente, a la especie y no al individuo
y sus diversas agrupaciones, la vida afectiva presenta un
carácter específico. Pero si la vida afectiva tiene, en sus
condiciones específicas, un fundamento indispensable,
falta del cual nada sería, no es menos cierto que los ca
racteres específicos de la vida afectiva no nos son prác
ticamente accesibles en su estado puro, pues jamás ob
servamos afecciones humanas sino en un medio social
que las ha marcado eon Su sello.
215
Es también evidente, y es precisamente esta eviden
cia la que acabamos de subrayar, que los estados afecti
vos concretos y sus expresiones concretas se regulan por
todo un conjunto de representaciones y de imperativos
colectivos que varían con los tiempos y los lugares, se
gún la morfología de las sociedades y su grado de civi
lización, según las particularidades de los grupos en los
cuales se suhdividen esas sociedades y el refinamiento
de su psicología, de su moral y de su cultura. Todo es
tado afectivo sólo se ofrece prácticamente a nosotros bajo
una forma socializada, recubiertos los caracteres de la
especie por los de la colectividad.
Finalmente, en el seno de un mismo grupo social, si
el campo de sus variaciones es normalmente muy limita
do, los estados afectivos y su expresión mímica no son,
sin embargo, idénticos en todos los individuos. Estas evi
dentes diferencias individuales se deben a la combina
ción o a la interferencia de las particularidades fisioló
gicas del interesado con las particularidades de su vida
social. Una vez más, lo individual se injerta aquí-a la vez
en lo específico y en lo colectivo.
En estas condiciones, por una parte, la psicología
general de la vida afectiva, tal como habitualmente se
considera, es, en realidad y en su mayor parte, del do
minio de la psicología colectiva, pues, como nos dice
Ribot, “separar” la vida afectiva “ de las instituciones
sociales, morales, religiosas, de los cambios estéticos e
-intelectuales que la traducen y la encarnan, es reducirla
a una abstracción vacía y muerta” .
Por otra parte, no sólo el estudio de los caracteres
que la colectividad imprime a la vida afectiva debe pre
ceder al de las variaciones experimentadas en los indivi
duos y, por consiguiente, lá psicología colectiva debe pre
216
ceder a la psicología diferencial, sino que, en vista de las
condiciones que presenta la investigación, no podremos
llegar a la especificidad fisiológica de la vida afectiva,
sino después que la delimitación de las diversas formas
que adopta según los tiempos y lugares nos haya permi
tido asegurarnos sin duda alguna sobre lo que le es co
mún bajo todas esas formas, y retornar, por consiguiente,
no a los grupos de los cuales forma el hombre parte, sino
más bien al hombre en general y a su organización fisio
lógica.
218
Réstanos ahora deducir las consecuencias de nuestra
investigación, precisar el dominio, el papel y el progra
ma de esta psicología colectiva y situarla en el conjunto
de la psicología.
Sin duda alguna, como ha dicho Goblot, “ la especia-
lizacióu, en este dominio tan vasto de la bio-psico-socio-
logía, no es sino división del trabajo”, y no debe, por
consiguiente, hacernos perder nunca de vista la conexión
de los fenómenos estudiados. Pero el reconocimiento de
esta conexión no es su conocimiento. Es prudente, al es
tudiar la vida mental, no olvidar jamás los diferentes
aspectos que son en ella conexos. La sola condenación
previa de esos aspectos, y de su diversidad puede propor
cionarnos sobre la naturaleza e importancia de sus co
nexiones precisiones útiles, Pero por evidente que sea la
conexión de los hechos, no debemos descuidar ni desco
nocer las distinciones, al menos provisionales, necesa
rias a la claridad y fecundidad de la investigación y,
no obstante la unidad; viva de su objeto, es necesario, pa
ra conseguirlo, que la psicología divida y ordene su es
fuerzo.
Etimológicamente, históricamente, la psicología es la
ciencia del alma, mejor dicho, del: espíritu, como se dice
hoy para sustraerla a su pasado metafísico, o, mejor aún,
de la actividad: y de las funciones mentales. Por una con
fusión casi, inevitable, como actividad y funciones men
tales nos son conocidas sólo por los comportamientos in
dividuales, la psicología se nos aparece como la ciencia
del individuo. Por otra parte, es evidente que esta cien
cia no se considerará en posesión de sus fines sino el día,
que tal vez nunca llegue, en que pueda darnos cuenta no
solamente, del funcionamiento del espíritu en general,
sino del detalle, de los fenómenos singulares que inter
vienen en las conciencias individuales.
219
Ya hemos visto que lo que la actividad mental tiene
de propiamente personal escapa, en realidad, a nuestro
conocimiento directo. Todo individuo concreto es un
ejemplar de la especie y vive en sociedad; el tipo de sus
comportamientos es debido a la especie a que pertenece
y a la sociedad de la cual forma parte. Para determinar
con precisión lo que ellos implican de originalidad per
sonal, necesitamos delimitar de antemano lo que deben
a la especie y al medio social. Es lógico, por otra parte,
que pertenezcamos a la humanidad antes de formar parte
de un grupo y que, de hecho, no solamente la3 activida
des sensorial y motriz sean en su esencia independientes
de las influencias colectivas, sino que la psicofisiología
de la especie proporcione a estas influencias la materia
a falta de la cual no tendrían sobre qué ejercerse. Hay,
pues, lugar para distinguir en psicología tres órdenes
de investigaciones: la psicología específica o psicofisioló-
gica; la psicología colectiva, para estudiar lo que debe
a su medio social' la psicología diferencial, para estu
diar lo que los individuos deben a las particularidades
de su psicología y de su existencia social. Si queremos
clasificar y jerarquizar estas tres disciplinas parece que,
lógica y teóricamente, la psicología específica toma lugar
antes que la psicología colectiva y que esta última, a su
vez, se coloca antes que la psicología diferencial, la cual
no sería plenamente realizable sino después de las otras
dos.
A decir verdad, todavía no se ha hecho nada prác
tico. En las tres direcciones se han proseguido y se pro
siguen las investigaciones simultáneamente. No hay
trazas, entre ellas, de sucesión metódica. Todo lo más
podríamos arriesgarnos a sostener que la psicología fi
siológica con Wundt, la psicología colectiva con D ur-
kheim y la psicología diferencial con Binet, han sido si-
220
tuadas en su terreno positivo y casi en el orden que aca
bamos de indicar. Pero es mejor reconocer que esta je
rarquía de las disciplinas psicológicas, lo mismo que
la jerarquía de las ciencias de Com te, la cual no hace,
en parte, sino reconsiderar y precisar los últim os tér
minos, carece propiamente de valor genético. Conside
ra, en efecto, mucho menos el imponer de antemano a
las investigaciones un orden intangible, que el prever,
en las condiciones en las cuales se desarrollan, la orga
nización sistem ática que el progreso lógico del pensa
miento establecerá entre ellas a medida de sus resulta
dos.
Sin embargo, cualquiera que sea el interés de los re
sultados ya obtenidos en los diferentes dominios de la
pedagogía, de la orientación profesional, de la etología,
de la patología mental, los cuales son de su competen
cia, la psicología diferencial no podría exigir que se le
tuviese absolutamente ninguna confianza antes de es
tar en situación de apoyar sus investigaciones sobre un
conocimiento más preciso de la mentalidad específica y
de la mentalidad colectiva. Hasta entonces, en efecto,
esta rama de la psicología, la más preocupada como la
más próxima de las aplicaciones prácticas, conservará
algo de empírica, ya que carecerá de criterios positivos
para asegurarnos que no ha sobrepasado su finalidad y
puesto a cuenta de las personalidades individuales ca
racteres j rasgos sustanciales a la especie o al grupo.
Para determinar el grado de la inteligencia es, por ejem
plo, extremadamente difícil, si no imposible, imaginar
tests (1) cuya ejecución no suponga ninguna adquisición
didáctica y, por consiguiente, ninguna intervención del
medio social. No podríamos apreciar la inteligencia de
221
un Pascal integralmente iletrado. Lo que llamamos in
teligencia en el individuo se debe, de una parte, a la
actividad mental disponible en él, y, de otra, a las oca
siones que para disponer de ella le ofrece su medio so
cial. La inteligencia de un individuo es proporcional a
la masa de conocimientos que es capaz no solamente de
adquirir, sino también de utilizar oportunamente. Co
mo es natural, esa capacidad de adquirir y utilizar co
nocimientos es cosa que le pertenece casi por entero;
pero, en cambio, la masa misma de los conocimientos
que adquiere y utiliza son el hecho de su medio social.
Es, pues, a este último a quien es deudor, no de su ca
pacidad intelectual, pero sí de los medios de que dispo
ne para ponerla de manifiesto. En un medio menos apro
piado, su inteligencia, sin perder nada de lo fundamen
tal, no daría el mismo aparente resultado. De este mo
do, cuando los individuos que comparemos para diferen
ciarlos no pertenezcan al mismo medio social, mientras
más grande sea la diferencia entre los medios, mayor
será el riesgo que hay en atribuir a las capacidades per
sonales los adelantos que los interesados deban al suyo
propio. Así, pues, desde el punto de vista, si no prácti
co al menos científico, es necesario emprender, como
quería Cournot, “él estudio psicológico de las socieda
des humanas antes que el del hombre individual” . Lo
mismo podríamos decir con respecto a la psicología es
pecífica, pues para no pecar por exeeso ni por defecto,
el conocimiento exacto de las diferencias individuales
implica el de las seme-janzas genéricas sobre el fondo de
las cuales aquéllas se destacan.
La relación epistemológica establecida entre la psi
cología específica y la psicología colectiva plantea un
problema delicado y complejo. A primera vista parece
evidente que la primera debe preceder a la segunda. Por
222
tina parte, la vida social tiene sus condiciones orgáni
cas y, como Wallon ha enseñado con una precisión con
vincente, el equilibrio de nuestro desarrollo mental está,
eh particular, subordinado estrechamente al de nuestro
sistema nervioso. Por otra parte, el considerar a priori
la inteligencia como la única habitante de la fortaleza su
pone, como ya hemos señalado, una gran imprudencia.
Hay, en efecto, una forma de inteligencia, capital por
todos conceptos puesto que los conocimientos objetivo y
científico parecen deber a ella su origen al menos en
parte, que aplicada por entero a la materia, en los as
pectos de la técnica y de la transformación de la mis
ma, escapa en sus orígenes a la ingerencia del medio so
cial. Responde a la capacidad que en mayor o menor
grado posee todo cerebro humano para tomar, ante las
solicitudes sensoriales, la iniciativa de reacciones motri
ces cuya oportunidad debe su perfección, no como en el
animal a la acumulación de ensayos y de errores, sino
a la concentración y a la puesta en práctica inmediata
de la totalidad de la experiencia. Antes de atribuir a
las influencias colectivas estas o aquellas manifestacio
nes mentales es indispensable saber de cuáles de ellas
es específicamente capaz el hombre, independientemente
de toda acción del medio social. Teóricamente, en razón
de la naturaleza de sus objetos respectivos, la psicología
específica precede a la psicología colectiva; práctica
mente es conveniente que lo haga para servirle de ante
pecho.
Sin embargo, en el curso de nuestro estudio, en pre
sencia de hechos mentales concretos hemos sido constan
temente arrastrados a reconocer que había necesidad de
la psicología colectiva para fijar exactamente el móvil
de la psicología específica y que, por consiguiente, la
primera debía venir antes de la segunda. Las manifes-
223
taciones concretas de la actividad mental no podrían en
efecto, adaptarse diréctamente en cada caso particular
a sus condiciones específicas. Entre esas causas y esos
efecto, adaptarse directamente en cada easo particular
modo admirable, la acción de las generaciones y del me
dio histórico, consideración que nos conduce necesaria
mente a dar al problema que debatimos una solución
diametralmente opuesta a la precedente: para llegar a
conocer lo que los comportamientos humanos tienen de
específico es necesario haberlos despojado de antemano
de todo lo que tienen de la colectividad.
De nada serviría negar la dificultad. Lo más juicio
so es intentar encontrar la razón. Ella se encuentra
esencialmente en esa conexión que señalábamos más arri
ba y en la perpetua mescolanza, en lo que concierne a
las manifestaciones mentales, de sus condiciones espe
cíficas y de sus condiciones colectivas. Si es preciso pa
ra la necesidad de la investigación distinguir psicolo
gía específica y psicología colectiva, no por eso deja de
ser necesario que cada una de ellas, en virtud de esa
conexión y esa mescolanza, tenga que acudir para la
solución integral de ciertos problemas al concurso de su
rival. Como ha dicho muy bien Goblot, “ no hay psicolo
gía sin fisiología, pues la vida de la conciencia es un dra
ma la mayor parte del cual se desarrolla entre bastido
res. No hay sociología sin psicología: ésta es una ver
dad incontestable; pero se sabe, hoy más que ayer, que
no hay psicología, ni incluso fisiología, sin sociología,
pues todas las funciones orgánicas y mentales son en
cierto modo funciones de relación” . De donde resulta
que la psicología específica necesita para su progreso de
las luces de la psicología colectiva. El ejemplo de Com-
te es altamente significativo. Comenzó por relacionar la
psicología con la fisiología cerebral colocándola, de ese
224
modo, en la biología, disciplina que en su jerarquía de
las ciencias situó antes que la sociología. Dicho de otra
manera, comenzó por afirmar que la psicología específi-
ca estaba delante de la psicología colectiva. Pero, una
vez establecido este orden, para constituir su fisiología
cerebral tuvo qué partir de la sociología y reconocer que,
aun precediéndola teóricamente, la primera no podía
pasarse bíü el concurso de la segunda. Así escapó Comte
a la dificultad que hemos tenido frente a nosotros.
Aceptamos, pues, que el orden preconizado desde lue
go, en el que la psicología específica se sitúa antes que
la psicología colectiva, es en realidad el del conocimien
to acabado y el de la ciencia hecha. En la práctica se
encuentra sometido a inversión y, en todo caso, jamás
se impone con todo rigor. Por una parte, las manifesta
ciones concretas de la vida mental se nos ofrecen siem
pre con el relieve que les prestan las influencias colec
tivas. La psicología colectiva tiene que intervenir cons
tantemente para separar en ellas lo que tienen de especí
fico y para fijar a la psicofisiología los límites efecti
vos de su acción eficaz. Por otra parte, orientados so
bre dos puntos opuestos del horizonte causal, estos dos
órdenes de investigaciones se desarrollan conjuntamen
te y, en este desenvolvimiento paralelo, sus resultados
están llamados a ser corregidos y perfeccionados mutua
mente. Si la psicología específica es con frecuencia útil
como antepecho dé la psicología colectiva, la segunda a
su vez puede ser considerada como el tamiz indispensa
ble a la primera.
De ese modo, la relación epistemológica de las dos
psicologías varía con la perspectiva que de ellas tene
mos, según que las consideremos en su desarrollo o las
imaginemos llegadas a su término. Cuando se trata de
organizar el saber adquirido, la psicología-colectiva se
225
situará entre la psicología específica y la psicología di
ferencial. Pero frente a las condiciones en que se obser
van los fenómenos mentales, para la organización de la
investigación, la psicología colectiva pasa al primer pla
no, pues son ante todo sus indicaciones las que permiten
operar entre las diversas disciplinas psicológicas cuan
do menos una primera distribución de sus tareas.
No nos basta ahora haber fijado el lugar provisional
o definitivo que corresponde a la psicología colectiva
en el orden del saber o de la investigación. Nos importa
conocer cómo llenará realmente este lugar.
Febvre nos ha enseñado o recordado que el homo
oeconomicus, el homo geographicus, eran puras abstrac
ciones vanas y vacías. Igual el homo psychologicus: espe
ramos haberlo demostrado suficientemente. No existen
maneras de sentir, de pensar y de obrar comunes a todos
los hombres, que podamos captar a la primera mirada y
cuyo conocimiento nos permita la previsión de los com
portamientos. Todo hombre, se dice, tiene la idea de la
identidad o de la causalidad. De acuerdo; pero a con
dición de que reconozcáis que una vez dicho eso no te
néis nada que añadir, si no sabéis con precisión el con
cepto concreto que tiene de la causalidad o de la identi
dad el grupo al cual pertenece el interesado. Pues, guar
dando todas las proporciones y olvidando por un mo
mento la diferencia entre lo normal y lo patológico,
identidad y causalidad místicas, identidad y causalidad
positivas no son asimilables entre ellas. Sabemos tam
bién que toda conducta humana se encuentra guiada
por el interés. Pero una vez enunciado este principio ne
cesitamos, para comprender y prever su aplicación, sa
ber la idea que los individuos tienen de su interés, y si
ella es, por ejemplo, la de ayunar para ganar la gloria
o para evitarse laicamente una indigestión. Considerad,
226
en fin, la más profunda de todas las tendencias, el ins
tinto de conservación, y en seguida tendréis que sor
prenderos ante el bracmán que muere de hambre fren
te a la mesa del paria. En realidad lo que comprobamos,
el alcance teórico o práctico de nuestro conocimiento,
no es una identidad, una causalidad, un interés, un ins
tinto de conservación válidos para todos los hombres, si
no identidades, causalidades, intereses, instintos, inclu
so, de conservación, que varían con los medios sociales
en el seno de los cuales se ofrecen siempre los hombres
a nuestra observación.
En estas condiciones, la psicología colectiva no debe
obstinarse en determinar de plano (1) las maneras uni
versales de sentir, de pensar y de obrar, quizás inexis
tentes, y, en todo caso, actualmente incomprensibles.
Considerando aisladamente los grupos humanos espar
cidos en el tiempo y en el espacio, su papel consiste, por
el contrario, en describir los sistemas mentales propios
a cada uno de ellos y analizarlos, tanto como sea posi
ble, aplicándose a comprender el mecanismo de su elabo
ración, el juego de su desarrollo y la naturaleza de las
relaciones que ligan entre sí sus elementos.
Por uña parte, el dominio de la psicología colecti
va concebido de esa manera engloba casi toda nuestra
psicología general. La psicología que nos enseñan, nues
tros tratados clásicos no tiene de general más que la
apariencia. Pretende informarnos acerca de la percep
ción, de la memoria, de la emoción, de la razón, de la
voluntad. No nos habla de nuestras percepciones, de
nuestros recuerdos, de nuestras emociones, de nuestros
razonamientos, de nuestras decisiones, es decir, de la
actividad mental propia a nuestro medio o, más exacta-
227
mente, a sus clases sociales más cultivadas. Es una psi*
cología colectiva que se ignora y que, falta de conoci
mientos, no alcanza su finalidad y se hace ilusiones so
bre sus resultados. El hecho es que todas las conciencias
individuales están, como hemos visto, profundamente so
cializadas y que “todo induce a creer, como dice Bal-
l y. . . que la psicología de mañana descubrirá la huella
de lo social en todas las formas superiores del pensa
miento llamado individual”. O dicho de otra manera,
gran nümero de problemas que la psicología cree hasta
hoy de su incumbencia, sin tener en consideración la
vida social, no pueden, en realidad, ser resueltos sino
con el auxilio de nuestra psicología colectiva.
Por otra parte, vistos su objeto y finalidad, esta psi
cología se encuentra en relaciones tan estrechas con la
sociología que viene casi a confundirse con ella para
un gran número de investigadores. “El conjunto de ope
raciones llamado Razón es cosa colectiva, nos dice Es
pinas. Siendo ello así, la sociología puede reivindicar
como de su dominio una buena parte de lo que se con
sidera ordinariamente de la incumbencia de la psicolo
gía, o, cuando menos, hay entre las dos ciencias una zo
na fronteriza bastante extensa”. Según Tarde la psico
logía colectiva constituye, al menos, lo esencial de la
sociología y los dos términos son para él prácticamente
sinónimos. De igual modo, para Durkheim la psicología
colectiva no puede ser sino sociología, pues sólo la so
ciología está en condiciones de informarnos atinada
mente sobre el juego de las representaciones colectivas:
“La psicología colectiva — dice— es la sociología ente
ra; ¿por qué no servirse exclusivamente de esta última
expresión?” Y su discípulo Fauconnet declara: “Los
términos «psicología social y psicología colectiva» son
actualmente una fuente de confusión. Todos los hechos
228
sociales —excepción hecha de los morfológicos— son he
chos físicos, y todos son manifestaciones específicas de
la vida colectiva o social. Todas las ciencias sociológi
cas, son, pues, teorías sobre hechos a la vez psíquicos y
colectivos, lo cual se podría en rigor expresar diciendo
que la sociología es una psicología colectiva. Lo que no
se concibe es cómo los dos términos pueden ser distin
guidos uno del otro, opuestos uno al otro”. Entre los
autores no franceses, Ward nos enseña que la psicolo
gía colectiva constituye la casi totalidad de la sociolo
gía, Ellwood que la psicología social es “la parte prin
cipal de la sociología”, y Mac Dougall, en fin, que la
sociología es una síntesis de ciencias en la que la psi
cología y sobre todo la psicología del grupo constituyen
tal vez las piezas más importantes.
Esta solidaridad entre la sociología y la psicología
colectiva encuentra una brillante confirmación en obras
como las que contienen las investigaciones de Lévy-Bruhl
sobre la mentalidad primitiva, las cuales, enteramente
sociológicas en inspiración y método, ofrecen en sus
resultados un carácter y un alcance no menos manifies
tamente psicológicos. El hecho no tiene nada de sor
prendente: la psicología colectiva se preocupa de las
condiciones sociales de la vida mental, y las realidades
sociales tienen necesariamente causas y, sobre todo,
efectos psíquicos. La solidaridad de ambas disciplinas
consiste precisamente en la naturaleza misma de sus
objetos.
Pero, para desempeñar su papel, para explorar su
dominio, la psicología colectiva tiene necesidad de ún
programa, ya que, en realidad, está por hacerse casi
por completo.
Indudablemente, el análisis que nos proporciona Lé
vy-Bruhl sobre la mentalidad primitiva es doblemente
229
interesante, tanto por sus resultados como por su mé
todo. Gracias a él sabemos no solamente que todo un
conjunto de agrupaciones humanas que por su constitu
ción difieren esencialmente de las nuestras, se caracteri
zan por maneras de sentir, de pensar y de obrar que di
fieren igualmente de las nuestras por rasgos no menos
esenciales, sino que sabemos también por este ejemplo
decisivo cómo nos es preciso proceder a propósito de
los diversos sistemas de pensamiento que son propios a
las diversas colectividades humanas. El solo medio de
que disponemos para obtener una noción exacta de ellos
consiste en resistirnos al engañoso espejismo del hom
bre universal; cesar de considerarnos como un ejemplar
válido j)or doquiera de la humana condición; renun
ciar, en consecuencia, a someter a nuestra personalidad
los estados mentales que se ofrecen a nuestro examen.
Por el contrario, conviene, si queremos haeer trabajo
útil respetando las particularidades fundamentalés de
las mentalidades que observamos, que las analicemos y
reconstituyamos sistemáticamente desde fuera. Cuanto
más grande es la semejanza entre los tipos de pensa
miento estudiados y los que guardamos en nuestro pro
pio fondo, más fuerte es la tentación de permitirse li
bertades con esa regla de método, en la cual es preciso,
sin embargo, mantener siempre la más rigurosa objeti
vidad. Sólo a este precio podremos estar seguros, si lle
gamos a identificar esos tipos de pensamiento con los
nuestros, de no haber sido víctimas de una peligrosa
ilusión, pues no habremos tomado precisamente como
punto de partida la identidad misma y ella será, en
efecto, un descubrimiento legítimo y no el hecho puro
y simple de una exigencia de principio. Purkheim ha
subrayado, desde su punto de vista, este extremo: “ Ne
cesitamos . . . considerar los fenómenos sociales en sí
230
mismos, separados de los sujetos conscientes que los re
presentan; necesitamos estudiarlos desde fuera como co
sas exteriores, pues es de este modo como se presentan
a nosotros. Si la exterioridad es sólo aparente, la ilu
sión se disipará a medida que la ciencia avance y se ve
rá, por decirlo así, lo de fuera entrar en lo de dentro” .
Pero por acertado que sea el augurio debido al es
fuerzo de Lévy-Bruhl, tenemos que reconocer que con
él la psicología colectiva se encuentra en sus primeros
pasos. El reconocimiento de su valor y de sus derechos,
su admisión definitiva e incontestable en la sociedad de
las ciencias, dependen del progreso de que se muestre
ser capaz. En efecto, la consideración de las influencias
sociales consagra en psicología la intervención prepon
derante del punto de vista histórico. Para comprender
nos necesitamos saber de dónde venimos. El primitivo
se encuentra, en todos sentidos, muy lejos de nosotros.
Si queremos constituir una psicología colectiva que nos
proporcione lo que esperamos de ella, es indispensable
que podamos enlazar las dos extremidades de la cade
na. Para intentarlo oportunamente es preciso un gran
esfuerzo conjunto por parte de los sociólogos, de los an
tropólogos, de los etnógrafos, de los lingüistas, de los
psicólogos, de todos los que, por la naturaleza de sus
estudios, están llamados a considerar la actividad del
hombre y el resultado de sus efectos. El ideal al cual
debe tender la psicología colectiva consiste en la consti
tución de una historia objetiva-del espíritu humahó/sin
la cual no podríamos obtener, en cada momento y lugar,
la inteligencia de los' comportamientos - individuales.
Ideal éste que no podría ser alcanzado a menos de apli
carse sistemáticamente a determinar por sus caracte
rísticas mentales las-colectividades que se han sucedido
en el tiempo y que han coincidido en el espacio, asegu-
231
rando así el pleno conocimiento de las mentalidades co
lectivas en sn sucesión y en su coexistencia.
La ejecución de este programa tropezará con enor
mes dificultades. La individualidad de las agrupacio
nes humanas no se revela objetivamente por indicios
naturales, como la de los seres organizados; no nacen,
no mueren como ellos; durante su vida su perímetro
©O se ofrece a la vista con la misma nitidez. Entre las
que se suceden, entre las que coexisten, los límites son
siempre más o menos indecisos e imprecisos. Solamente
en los manuales elementales el comienzo y el fin del Im
perio Romano corresponden a fechas determinadas y
tal o cual río significa la división exacta entre dos ci
vilizaciones. Si consideramos dos colectividades sufi
cientemente alejadas en el tiempo o en el espacio, la
diferencia de las mentalidades correspondientes nos sal
tará a la vista. Pero si, por el contrario, se encuentran
aproximadas en la historia o sobre el globo, mayor será
nuestra dificultad para decidir, de otro modo que no
sea arbitrario, si es o no conveniente aislarlas para em
prender su estudio. Las innumerables investigaciones a
que ha dado lugar la psicología de las razas no nos ser
viría aquí de ningún provecho. En efecto, aun suponien
do que posean el valor objetivo que tan a menudo se les
ha negado, se interesan por las condiciones fisiológicas
del desarrollo mental, no por sus condiciones sociales,
y la psicología colectiva, al menos en sus inicios, no
puede deducir ninguna enseñanza útil. En cuanto a la
psicología de los pueblos, que ha hecho correr tanta tin
ta, no obstante las apariencias, no puede proporcionar
de antemano a la psicología colectiva una colaboración
interesante. Su principio es falso, o cuando menos su
punto de vista es demasiado estrecho para aportar aquí
resultados válidos. Un francés, por ejemplo, está edu-
232
cado en el seno de una familia cuyo tipo no es propio da
Francia; habla un idioma que le es común con los bel
gas, parte de los suizos y los canadienses; es católico,
protestante o judío —en cualquiera de los casos con co
rreligionarios en las cinco partes del mundo— ; tiene
opiniones políticas que le identifican en mayor o menor
grado con los ciudadanos de otros países; su desenvol
vimiento mental se encuentra, pues, determinado en
parte por su dependencia con una cantidad de grupos
que no tienen nada de específicamente nacional. Y, no
obstante, una de las condiciones más esenciales de la
fecundidad y del acierto de la psicología colectiva con
siste en la determinación de “áreas colectivas”, sufi
cientemente diferenciadas en el tiempo y en el espacio
por sus particularidades mentales. Esta determinación
no podrá ser efectuada sino por una serie de tanteos y
de aproximaciones graduales y por la investigación his
tórica. Trabajos de conjunto, monografías, todos los es
fuerzos serán bienvenidos, pues jamás pierden la con
ciencia de su objeto y la dificultad que hay para alcan
zarlo. A propósito de los trabajos de Daudin sobre la
historia de las ciencias naturales de Linneo a Lamarck,
Febvre exhorta al historiador de ideas para que aprove
che el conjunto de datos adquiridos para “recomponer
por el pensamiento, para cada una de las épocas que
estudia, el material mental de los hombres de esta épo
ca”, y, de un modo más general, invita a. todos los espe
cialistas a que hagan a la historia el presente de su sa
ber y de su enseñanza. “La historia se hará por el es
fuerzo convergente de los hombres de procedencia, de
cultura y de aptitud diversas, pues no se necesita la mis
ma formación para describir el contenido de una con
ciencia cristiana en el siglo XVI, el proceso de inven
ción de la máquina de vapor o el concepto que tenían de
233
la ciencia los contemporáneos de Juan Jacobo Rous
seau”. Lo mismo puede decirse de la psicología colec
tiva, ya que la puesta en práctica de una tal concepción
de la historia parece ser una de las condiciones más im
portantes de su realización.
Evidentemente, esta realización no podrá ser sino
larga y laboriosa. Pero vale la pena de ser intentada; la
importancia del resultado compensará con creces nues
tro esfuerzo. Con la constitución de la psicología colec
tiva lograremos no solamente la comprensión de los com
portamientos individuales, sino también la solución de
problemas para los cuales no tenemos hasta la fecha
respuestas adecuadas. Su enumeración será suficiente
mente demostrativa.
Es evidente que el hombre desempeña un papel en la
evolución de la humanidad, papel que no comenzaremos
a entrever sino cuando empecemos a saber de qué modo
se han desarrollado las mentalidades colectivas.
Según Comte, la ley de los tres estados determina
que las sociedades humanas hayan evolucionado por do
quiera del mismo modo. Durkheim, cuyo pensamiento a
este respecto es mucho más indeciso, ve en la organiza
ción totémica el origen de toda ciencia, pero sin atre
verse a afirmar que ella sea el origen de toda sociedad.
En efecto, nada impide por el momento suponer que se
gún los tiempos y los lugares, las sociedades hayan evo
lucionado con arreglo a múltiples tipos históricamente
contingentes. Solamente la psicología colectiva podrá
permitirnos elegir definitivamente entre ambas- hipóte
sis.
De igual modo, la psicología colectiva nos enseñará
los caracteres y las leyes propias de las diversas men
talidades colectivas, y solamente entonces nos será posi
ble comprobar si esos caracteres y esas leyes son o no
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susceptibles de ser relacionados entre sí, si existen o no
leyes y caracteres comunes a toda mentalidad colectiva
en general. Y, en el caso de que existan, nos proporcio
nará los medias para determinar si constituyen o no ca
racteres y leyes fisiológicamente específicos de un hom
bre universal, determinando «le ese modo si hay o no
continuidad entre el hombre fisiológico y el hombre so
cial, y decidiendo, por consiguiente, el debate siempre
pendiente entre Tarde y Durkheim sobre las relaciones
entre lo individual y lo colectivo.
La perspectiva de estar llamada a resolver cuestio
nes tan fundamentales es precioso motivo de aliento pa
ra la psicología colectiva.
Vemos también como la psicología colectiva así de
finida se distingue de la psicología de las masas y de la
interpsicología, a los términos de las cuales se la suele
reducir con frecuencia. El defecto esencial de estas úl
timas consiste en tomar como base una oposición de
todo punto ficticia entre la sociedad y el .individuo, o
suponer al segundo plenamente independiente de la pri
mera. El contacto ajeno, la introducción en una multi
tud, no son circunstancias adventicias, fuera de las cua
les el individuo no debería nada sino a sí mismo. En rea
lidad, el individuo concreto está saturado de contactos
con su prójimo. El mismo es una multitud, un conden-
sado de las influencias procedentes de su medio social,
lío se podría comprender la acción que la multitud y,
más generalmente, el contacto ajeno ejercen sobre sus
comportamientos, sino a condición de darse cuenta des
de luego de la multitud que vive en él, de los contactos
humanos ya registrados en él, de todas las influencias
que multitud y contacto ajeno tienen de antemano so
bre sus sentimientos, sus pensamientos y su conducta.
La psicología de las masas y la interpsicología, lejos
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de abordar el estudio completo de la mentalidad colec
tiva, se limitan a estudiar sus manifestaciones particu
lares. Por consiguiente, sólo pueden constituir anexos
de la psicología colectiva, susceptibles de instruirla so
bre la formación y propagación de los movimientos men
tales colectivos e iluminarla sobre los mecanismos cu
yos efectos son observados por esta última. Pero nin
guna de ellas estará, en condiciones de prestar a la psi
cología colectiva esos servicios, sino cuando encuentren
para sus investigaciones un método y un rigor que no
tienen hasta la fecha.
La concepción de la psicología colectiva, de la cual
hemos buscado a la vez el fundamento en los hechos y
en la historia de las ideas, no aspira a otra cosa que a
ser una hipótesis de trabajo. En tal sentido, y suponien
do que llegue a ser fecunda, está llamada a sufrir el
contraste incesante de la investigación. Una hipótesis
de trabajo no tiene nada de dogma. Es un instrumento
de indudable oportunidad; pero que debe estar dispues
to a ser modificado, transformado, abandonado, inclu
so, según los resultados sucesivamente logrados. Estos
principios de método son tal vez más imperiosos para
la psicología colectiva que para cualquier otra discipli
na. Su objeto es extremadamente complejo; su estudio
apenas si está comenzado. Posiblemente, al indicar sus
direcciones, habremos pecado más o menos por exceso o
por defecto. Pero dado el estado en que se encuentra,
esperamos que la precisión y la claridad en el error sean
más instructivas que las aproximaciones indecisas y con
fusas.