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SEXUALIDAD
LO PRIMERO ES ENTENDERNOS
Nuestra sexualidad está regida por mensajes que fuimos recibiendo a lo largo de la vida. Nuestra
educación sexual no fue formal, ni en el hogar, ni en la escuela "de eso no se habla" Nos
formamos a través de lo que veíamos en revistas, televisión, de conversaciones con amigos, en la
calle y también a través de silencios que comunicaban muchas veces condenas.
Por esto nuestra sexualidad está apoyada en miedos, fantasmas, mitos, verdades sin fundamento
científico y que sin embargo gobiernan nuestros sentimientos, afectos, conductas, relaciones.
Esta concepción contaminada y reducida hace un "yo" reprimido que se convierte en "yo"
represor. Pues la represión hace que la persona pierda la autoestima. Cuando se reprime un
área, se reprime toda la persona, porque somos una unidad. Tenemos necesidad de una
reeducación y revaloración de la sexualidad.
REFLEXIÓN PERSONAL
NECESITAMOS HABLAR
Más allá de los cursos de anatomía, biología y sexología que nos ayudan a conocer nuestro
cuerpo, sus funciones y sus reacciones, vamos reconociendo con mayor transparencia la
necesidad que tenemos de compartir nuestra propia experiencia de la sexualidad, nuestra
vivencia como seres humanos sexuados.
En general, cuando hablamos de experiencias profundas (íntimas) que han marcado nuestra vida
personal, pedimos a quien nos escucha una actitud de verdadero respeto, de acogida y
discreción. A pesar de que estas experiencias están indudablemente teñidas por nuestro ser
sexuado, hablar directamente de experiencias sexuales personales resulta mucho más difícil por
el tabú que las envuelve. Cuando las compartimos, lo hacemos con la amiga(o) más "íntima(o)",
con aquélla a quien hemos decidido darle entrada a nuestro rincón más profundo y de quien
esperamos no sólo acogida sino comprensión y fidelidad.
Sabemos que la sexualidad es una realidad común al género humano, pero no estamos
habituadas a hablar de ella seria y profundamente, antes, al contrario, sentimos miedo, temor,
culpa, angustia, vergüenza y callamos el grito o el susurro, el canto o el lamento, el gozo o el
dolor que llevamos dentro.
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Desde muy pequeñas(os) aprendemos, inconsciente pero muy lúcidamente, que el área de la
sexualidad es un área prohibida y sucia, que se localiza en nuestros genitales y que éstos son el
lugar de nuestro cuerpo donde reside el pecado. Si los tocamos, nos pegan; si preguntamos, nos
callan; si confesamos, nos preguntan y condenan; si jugamos los juegos de inocente curiosidad
infantil, nos culpan; si nos hostigan, nos regañan; si nos violan, nos acusan... Rara vez
encontramos alternativa, comprensión o explicación que nos ayude a amar esta fuente fecunda,
este manantial humano de vida y de amor muy plenos.
Así nos enseñan a callar y a desconocer el poder que nuestro silencio da a otros -incluso al padre
o a los hermanos (as)- para jugar con nuestros cuerpos profanándolos y violándolos, dejando en
ellos heridas difíciles de sanar y sentimientos de culpabilidad y autodesprecio. Nuestro silencio
asegura a otros en el poder y nos mantiene muy vulnerables a sus formas de control y de
violencia.
Sin embargo, también aprendemos a no callar, a hablar como nos han mostrado que se puede
hablar: desvirtuando, envileciendo y rebajando lo que de divino hay en nuestra realidad sexuada;
deshumanizándola a través de chistes, albures, dobles sentidos, revistas pornográficas,
canciones erotizadas. Aprendemos a abordarla en forma indirecta e impersonal como si en nada
nos afectara. Lo real es que sí nos afecta.
NUESTRO CUERPO
Nuestro cuerpo es el único recinto del que somos -o estamos llamadas a ser- dueñas(os). Es un
cuerpo habitado por mil posibilidades y promesas, es la expresión de nuestra persona, es el
medio privilegiado de comunicación y de relación con todo, con todos y todas las que nos rodean.
Nuestro cuerpo es bello y muy bueno, es amable y creador; merece ser contemplado, acariciado y
amado pues es imagen de Dios.
Constatamos, sin embargo, que hemos aprendido a hacer del cuerpo nuestro enemigo y de
nuestra conciencia (deformada) su verdugo más temible. Por eso lo silenciamos negando su
lenguaje, desconociéndolo y atemorizándonos ante lo que él expresa o pueda expresar.
Nos hemos aprehendido divididas por una herida que aún sangra y que nuestro cuerpo se resiste
a aceptar. No somos materia mala y espíritu bueno, sino que nuestro espíritu bueno se expresa a
través de nuestro cuerpo también bueno. No somos cabeza que piensa y carne que siente,
somos una unidad, personas totales, pensantes y sentientes. No somos corazón puro y genitales
impuros, antes bien, del corazón humano, de nuestra más profunda intimidad, nace lo bueno o lo
malo y nuestro cuerpo-espíritu-uno puede actuar lo mejor o lo peor, lo justo o lo injusto.
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Nuestra sexualidad no es mala en sí misma, no es una realidad sucia donde reside el pecado;
tampoco es una dimensión que se localiza y expresa solamente a través de los genitales. Toda
entera, cada una, somos personas sexuadas y, como tales, nos expresamos en todas nuestras
acciones y decisiones.
Nuestro cuerpo sexuado tiene su propio lenguaje. Expresa sus deseos (que son los nuestros) y
sus carencias; sus gozos y sus sufrimientos, sus necesidades y sus posibilidades. Con nuestro
cuerpo expresamos la ira o la alegría, la opresión o la liberación, la agresividad o el amor. Con
nuestro cuerpo sentimos el lenguaje de los otros cuerpos, su acogida o su rechazo, su cercanía o
su distancia, su amistad o su hostilidad. Por nuestro cuerpo nos incorporamos al mundo, a la
naturaleza, a la sociedad y, en él, conocemos su equilibrio o su ruptura, su explotación o su
justicia, su marginación o su inclusión.
En nuestros propios cuerpos de mujer descubrimos los ciclos y los ritmos, los tiempos y los
espacios, los encuentros y los desencuentros, los sonidos y los silencios. En nuestros cuerpos
conocemos la pausa y el movimiento, la humedad y la sequedad, el vacío y la plenitud, la guerra y
la paz, la vida y la muerte, lo finito y lo infinito, lo amable, lo amado, el amor.
Pocas veces reconocemos, gozamos y agradecemos aquello que nos causa placer: pisar
descalzas las hojas secas en el otoño, tirarnos en el pasto para darnos un baño de aire y de sol,
beber una cerveza helada en compañía de quienes queremos, dejar que el agua corra por los
surcos de nuestro cuerpo, leer un libro agradable, cantar nuestra música interior, compartir con el
hermano sus penas y sus alegrías, celebrar nuestro caminar como pueblo de Dios, compartir con
los pobres el pan y la vida, la mesa y la alegría, buscar en Dios su rostro de mujer, llevar buenas
noticias...
Cada una sabemos qué situaciones, experiencias, relaciones y acontecimientos nos causan
placer y dinamizan nuestro impulso creador.
Dar un abrazo y recibir una caricia también produce placer. Un placer que nuestro cuerpo siente y
nuestro espíritu agradece, un placer que es santo y divino, que es creador.
Desgraciadamente no es raro reconocer que somos poco libres para aceptar esta verdad, para
dar y recibir un abrazo, para agradecerlo. Y lo necesitamos. Todas y todos necesitamos caricias.
Nuestro mundo necesita ser acariciado. Nuestros cuerpos están habitados por esa posibilidad y
por esa riqueza. La ternura oculta, reprimida y, a veces, temida, necesita ser liberada y
expresarse. Necesitamos abrazar y ser abrazadas (os) para activar el amor que, en potencia,
reside en nuestros cuerpos, para liberar de cadenas la ternura que llevamos dentro.
Podemos aprender a acariciar, acariciando, arriesgando, dando y recibiendo. Sin retener, sin
apropiarnos, sin buscar poseer sino sólo amando. Envolviendo y absolviendo, amando en libertad
para en libertad pregonarlo.
Aprendizajes equivocados.
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Desde pequeñas -y como fruto de una cultura pre-establecida- aprendemos a ser de una
determinada manera, a hacer lo que otros esperan que hagamos y a pensar (o a no pensar) de
acuerdo a los intereses de quienes son más fuertes.
En edades muy tempranas se nos enseña a vivir en función de otras personas: sea cuidando a
los hermanos pequeños o jugando a las muñecas. Conforme va pasando el tiempo aprendemos a
embellecernos, a cuidar nuestros cuerpos para gustar a otros, a coquetear y a sentirnos felices
cuando nos miran y nos dicen piropos. En la adolescencia aprendemos a soñar con nuestro
príncipe azul y con los hijos que procrearemos. Para ser halladas por él, nos ponemos adornos y
nos pintamos los ojos. Medio en sueños, medio en realidad, vamos descubriendo que sólo nos
encontrará si nos vamos haciendo como "cenicientas": bellas y hacendosas, dóciles y sumisas,
capaces de sufrir calladamente desprecios e imposiciones y de esperar con paciencia a que
llegue la recompensa. Así empiezan a germinar entre nosotras los celos, la competencia y la
rivalidad por el hombre de nuestras fantasías.
Jugamos el juego de sentirnos "la mujer más bella". Nos sabemos observadas y "valoradas", a un
paso de ser elegidas por aquél que llenará de sentido nuestras vidas; a punto de alcanzar la
felicidad de tener un esposo, un hogar y unos hijos que darán razón a nuestro existir. Sabemos
que de no lograrlo, seríamos señaladas como frustradas, amargadas, solteronas, egoístas,
fracasadas. Lo real es que, detrás de este juego, muchas veces lo que descubrimos es una mujer
devaluada e insegura.
Cuando llegamos a la juventud ya hemos aprendido que la vida afectiva y la relación senso-
maternal debe totalizar nuestras vidas, que debemos priorizar el desarrollo de nuestra sensibilidad
y el despertar de nuestro "instinto" maternal. El matrimonio y la maternidad aparecen como
nuestra alternativa de realización. De aquí que vamos aprendiendo a reaccionar -ante diferentes
problemáticas- con mucha sensibilidad y poca reflexión, cerrando nuestro entendimiento y
encerrando nuestros pensamientos en uno que lo abarca todo.
Con el fin de alcanzar la meta que la sociedad nos impone y de realizar el proyecto de vida que
se nos asigna por nuestra biología (y que nosotras aceptamos como lo normal) luchamos con
astucia y suspicacia entre nosotras, lloramos y a veces hacemos berrinches, agredimos y
criticamos a quienes obstaculizan el logro del objetivo.
De esta manera, nuestra vida toda acaba por depender del hombre, de los hijos y del hogar.
Nuestros afanes son todos por ellos, nuestras ilusiones y esperanzas están puestas en ellos,
nuestras alegrías y nuestros sufrimientos sólo de ellos pueden venir.
Desgraciadamente no son pocas las mujeres que muy pronto sufren el desencanto de saberse
no-personas por haber sido utilizadas y violadas en sus cuerpos y en su dignidad. No son pocas
las mujeres que descubren que el universo patriarcal nos ha convertido en una mercancía muy
barata que se alcanza con unos cuantos piropos y que se luce para ser mirada. No son pocas las
mujeres que, por experiencia, han ido tomando conciencia de que se nos trata como objetos para
usarse hasta el abuso. No son pocas las mujeres que, en el sufrimiento vivido, han comprendido
que es un pequeño agujerito de nuestro cuerpo la causa de tanto mal, la muerte disfrazada de
vida, el dolor que a otra causa placer, el egoísmo encubierto de amor, la desesperanza y el
sinsentido revestidos de sueños y de promesas.
La cultura y las relaciones entre hombre y mujer, aprendidas de generación en generación, han
hecho de nuestro cuerpo y de nuestro sexo una fuente permanente de humillación, opresión y
sufrimiento para nosotras mujeres, y una fuente permanente de poder y dominación para un
número significativo de hombres que necesitan sentirse muy machos.
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Culpables o víctimas
Hay hombres que dicen que las mujeres somos culpables de nuestra situación. Hay mujeres que
creen que ellos son los responsables. Rara vez nos reconocemos ambos, hombres y mujeres,
víctimas de un sistema de relación que, por ser el más antiguo, creemos es normal y natural.
Nosotras evidentemente somos víctimas. Ellos de alguna manera también lo son. Nosotras
aprendemos a desconocernos afectivizando y totalizando la relación con el varón mientras que
ellos aprenden a genitalizar y a relativizar la relación con la mujer.
Por herencia cultural muchos hombres aprenden a medir el valor de la mujer en función de su
propio placer donde, creen, radica su masculinidad. La negación de los afectos, la represión de
los sentimientos y la genitalización de la ternura constituyen una seria mutilación que a todos y a
todas nos afecta.
Desde muy chicos les enseñan que la mujer es para mirarse y gozarse con ella. Aprenden a mirar
piernas, pechos, caderas y rostros; conocen albures y dicen piropos. La relación con ella es como
con un objeto.
Por otra parte, si ellos lloran, les dicen "maricas" pues tienen que aprender a ser muy machos y si
muestran ternura, si son atentos y detallistas con otros hombres, los señalan como "afeminados"
y encargan a alguien que los lleve a casas de prostitución para curarlos.
El universo patriarcal, por su parte, no sólo justifica esta forma de relación, sino que la admite
como algo normal y hasta necesario para el hombre, aunque esté totalmente privada de amor, de
ternura y de fidelidad. Sólo cuando se descubren tendencias o prácticas homosexuales se les
condena, rechazándolos y marginándolos del grupo de los "hombres".
CONCEPTOS
LA SEXUALIDAD:
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OTROS CONCEPTOS:
LA GENITALIDAD:
Además de una genitalidad manifiesta, existe una genitalidad latente, reconocible en aquellas
relaciones en las que la unión de los cuerpos se busca inconscientemente o es vagamente
deseada y puesta en acto sin una implicación inmediata y directa, explicita e intencionalmente de
los órganos genitales.
LA CONTINENCIA:
Es la abstención del uso de la genitalidad. Puede ser total o periódica y puede tener un
significado positivo o negativo, para el crecimiento de la persona, según sean los motivos reales,
conscientes o inconscientes en los que se base la voluntad de abstención.
En toda situación y en todo género de vida es necesaria cierta capacidad de continencia. Esta
capacidad no es ajena a la misma sexualidad, sino que es una condición y exigencia
imprescindible que permite a la sexualidad realizar su propio fin natural, la capacidad receptiva-
oblativa.
Es la virtud moral que regula el uso de la sexualidad según el estado de vida de la persona y en
función de los valores y de los objetivos que quiere realizar. La castidad pone en movimiento el
dinamismo que hace posible y mueve el proceso de humanización de la sexualidad. Es una
condición fundamental para el don de sí y la acogida del don del otro. Esta no se identifica con
una continencia que se fija sólo en el deber, sino que nace de la percepción del valor del otro y se
orienta a su plena valorización. Es decir, nace del amor y se dirige a donarse. En consecuencia, la
castidad no puede ser sólo fruto del ejercicio represivo de la voluntad, sino integración de la
emotividad y del afecto en un proyecto de donación personal. En la lógica evangélica la castidad
es la "buena noticia" de la pertenencia a Dios y de la búsqueda de su rostro, de la transparencia
del amor y de la felicidad de un corazón unificado.
EL PUDOR:
EL CELIBATO:
LA VIRGINIDAD:
Es la castidad específica de quien se consagra a Dios en el celibato. Es común a los dos sexos y
no consiste sólo en la renuncia a toda actividad sexual – genital, sino que representa una
transformación profunda en el que se compromete, como mujer o hombre, en una especial
relación con Dios y el prójimo. Esta transformación profunda con Dios y con el prójimo consiste
sustancialmente en la adquisición de la libertad para autotrascenderse con amor teocéntrico, es la
libertad típica de la persona virgen. Y manifiesta en una relación de esponsalidad con Dios, que
la/el virgen ama con todo el corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas y que al mismo
tiempo se siente amado con un amor, en términos bíblicos "celoso". Esta relación esponsal con la
divinidad realiza una transformación profunda en la vida de la /de la virgen, que se hace capaz de
amar a la manera y en la medida como ama Dios.
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Trabajo complementario:
¿Al final de esta reflexión con que me quedo, que puedo tomar para integrar mi afectividad y
sexualidad?