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CONTRATAPA

El último poema de Rilke

 Por Juan Forn

Rainer Maria Rilke siempre quiso vivir en Rusia, lo supo desde que pisó Moscú por primera vez, en
1897, cuando tenía veintiún años y aún no era para el mundo el poeta supremo que llegaría a ser
(para los rusos que lo conocieron en ese viaje sólo era el atentísimo acompañante de la voluble
Lou-Andreas Salomé). Volvió dos veces más en los cinco años siguientes y buscó en vano un
mecenas que se hiciera cargo de sus espartanos gastos (entre los que se negaron estaba Suvorin,
el magnate de la prensa que apadrinaba a Chéjov). El plan nunca funcionó. Cuando surgió la
posibilidad de instalarse en París como secretario de Rodin, el curso de su vida adoptó la dirección
que todos conocemos: se convirtió en el poeta en estado puro, el poeta errante que no lograba
encontrar su casa en ninguna parte. Su amor por Rusia se volvió pura añoranza, la misma que
habrían de padecer los rusos que abandonaron en oleadas su país desde 1905 en adelante. Hasta
que les fue perdiendo el rastro, Rilke envió ejemplares de cada libro que publicaba a los rusos que
habían sido gentiles con él allá, en particular al pintor Leonid Ossipovich Pasternak (que lo había
llevado a conocer a Tolstoi).

Con la Revolución, la familia Pasternak se dividió: Leonid, su esposa y sus hijas mujeres se fueron
a Berlín; el único hijo varón se quedó en Moscú. A comienzos de 1926, Rilke ya era un recuerdo
más de lo perdido para Leonid y su familia, lo daban por largamente muerto cuando leyeron en un
diario berlinés que el poeta se aprestaba a cumplir cincuenta años en Suiza, honrado desde todos
los rincones de Europa. Leonid le escribió una carta (“¡Celebrado poeta, está usted vivo! ¿Me
recuerda?”), a la que Rilke contestó que no sólo se acordaba, sino que recientemente había leído
en una revista unos poemas singularmente interesantes, traducidos del ruso, de un joven valor
llamado Boris Pasternak. Todo lo que Rilke amaba de Rusia estaba en esos versos y le daba
especial emoción que quien los hubiera escrito fuera aquel muchachito de nueve años que en 1899
los había acompañado a Yasnaia Poliana, a ver al conde Tolstoi.

Leonid le mandó la carta de Rilke a su hijo a la URSS. Boris recibió y leyó esa carta el mismo día
en que llegó a sus manos una copia de “El Poema del Fin”, escrito en el exilio por una poeta de su
edad llamada Martina Tsvietáieva, que se lo mandaba a través de gente de su confianza.
Pasternak idolatraba a Rilke, se regía poéticamente por él. Y venía sintiendo una empatía cada vez
mayor hacia aquella mujer que en Rusia le era indiferente, pero de la que se había ido enamorando
por los poemas que le mandaba desde Francia, y que en aquel poema en particular llegaba hasta
donde él no había sido capaz de llegar. Pasó la noche en vela, electrificado, y al amanecer saltó de
la cama y se puso a escribir dos cartas que dudo que otro poeta en el mundo hubiera sido capaz
de escribir. Aunque la información llegara tarde y muchas veces deformada en el camino, los que
estaban en Rusia mal que mal sabían qué hacían y cómo la estaban pasando aquellos que se
habían ido. Pasternak sabía que Tsvietáieva estaba más sola que nadie en el destierro. Los
emigrados la detestaban y en la URSS no la leían por emigrada. Pasternak moría por los libros que
Rilke ofrecía mandarle, pero sabía que Tsvietáieva los necesitaba más. De manera que le pidió a
Rilke que los mandara a Francia, a la poeta Marina Tsvietáieva, que merecía más que ninguna otra
persona en el mundo estar en diálogo con él (“Yo sólo querría que ella pueda vivir algo semejante
a la alegría que, gracias a usted, se ha adueñado de mí. Permítame considerar el envío de esos
libros como su respuesta a mi carta”). Rilke cumplió con el pedido. Los libros eran los Sonetos a
Orfeo y las Elegías de Duino, imagínense. Tsvietáieva creyó desfallecer, se entregó a una
correspondencia febril con Rilke, de la que nada dijo a Pasternak, aunque él le escribía desde
Moscú: “Quiere que lo visitemos en Suiza. Nos espera, ¿comprendes? Debemos estar juntos. El lo
dice”.

A Rilke, en cambio, Tsvietáieva le escribía: “Escucha, Rainer, para que lo sepas de entrada. Boris
te regaló a mí y en cuanto te recibí quise tenerte para mí sola. No amo ni respeto el amor, la bajeza
suprema del amor. No quiero ir a verte, no quiero querer. ¿Qué espero de ti? Nada. Todo. El
permiso para elevar la mirada hacia ti cada instante de mi vida”. Rilke se estaba muriendo.
Ocultaba a todos su enfermedad, porque ningún médico sabía darle nombre (resultó ser una rara
forma de leucemia). A duras penas había resistido los fastos de su cincuentenario, sabía que con
las insuperables Elegías de Duino había concluido su obra, se estaba yendo del mundo ya cuando
apareció Tsvietáieva en su vida, con su desbocada alma rusa regida por el amor hacia lo
inapresable (“No vivo en mi boca, quien me besa no me alcanza”). A pesar de que ya había dado
por concluida su obra, Rilke reunió fuerzas para escribir una última elegía, se la dedicó a
Tsvietáieva y después se murió, en los últimos días de diciembre de 1926. Tsvietáieva le escribe a
Pasternak: “Ha muerto Rilke. Vinieron a invitarme a una fiesta de año nuevo y me dieron la noticia.
Eres el primero a quien escribo este año que comienza. Oh, Boris, hemos quedado huérfanos,
nunca iremos a verlo. Ese lugar no existe más”. Pero no le dijo una palabra de la elegía.

Pasternak recién la leyó en 1959, cuando el hijo de Tsvietáieva se la mostró. Tsvietáieva había
vuelto a la URSS con sus hijos después de que se supiera que su marido trabajaba para la policía
secreta soviética. Cuando empezó la guerra, fue evacuada junto a su hijo a la región de Elábuga
(su marido y su hija mayor estaban en los gulag, su hijita menor había muerto de hambre en el
orfanato donde la obligaron a dejarla). Un día en Elábuga le dijo a su hijo: “Mur, los estorbos en el
camino habría que eliminarlos”. El le contestó: “No estaría mal pensarlo”, y se fue a dar una vuelta.
Cuando volvió, encontró a su madre ahorcada con el cinturón con el que cerraba su única valija.
Mur había ido a pedirle a Pasternak que lo ayudara a averiguar dónde habían sepultado a su
madre y recuperar sus restos. Lo único que recuperaron fue esa valija con el poema manuscrito de
Rilke adentro. Los especialistas rilkeanos no saben adónde poner esa elegía rusa. Los hijos de
Pasternak, en cambio, que juntaron todas las cartas de su padre, de Tsvietáieva y Rilke en un libro,
pusieron aquella elegía al final, junto con el poema que Tsvietáieva empezó a escribir creyendo
que era sobre Pasternak y para Pasternak, y luego descubrió que era sobre Rilke y para Rilke, a lo
largo de aquel verano de 1926. El poema se llama “Carta de Año Nuevo”. Al terminarlo, Tsvietáieva
se lo envió a Pasternak, junto con estas líneas: “Tú para mí y yo para ti nos volvimos poco a poco
el amigo con quien quejarse: me duele la herida, me quema la herida. Me eres tan necesario como
el precipicio para tener a dónde lanzar la piedra sin oír el fondo. Pero no tenemos más que
palabras. Estamos condenados a ellas”.

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