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CLACSO

Chapter Title: Aporofobia y lucha social en Colombia


Chapter Author(s): Andrés Sandoval S.

Book Title: Pensar en marcha


Book Subtitle: filosofía y protesta social en Colombia
Book Editor(s): Delfín Ignacio Grueso Vanegas, Ángela Niño Castro, Eduardo A. Rueda
Barrera, Leonardo Tovar González
Published by: CLACSO. (2022)
Stable URL: https://www.jstor.org/stable/j.ctv2v88c98.22

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marcha

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Aporofobia y lucha social en Colombia
Andrés Sandoval S.

Introducción

Las luchas sociales que impulsaron el paro nacional que desde el 28


de abril tiene a Colombia en una compleja situación social y política
poseen casusas multidimensionales producto de décadas de retroce-
so político y social, conflicto interno y abandono estatal de una nu-
trida parte de los territorios. Retratar el panorama de la desigualdad,
la corrupción, el abandono y la politiquería que fueron gestando el
inconformismo hasta llegar a este estallido social actual es una tarea
que excede cualquier escrito con el alcance que pueden tener los en-
sayos que aquí retratamos. No obstante, en esta reflexión quiero pre-
sentar un análisis de uno de los fenómenos que, si bien se encuentra
perfectamente afincado en nuestra desigual sociedad colombiana, se
hizo aún más latente en el marco del paro nacional.
Un hecho recurrente en la ciudad de Cali durante las manifes-
taciones sirve para subrayar el fenómeno que quiero presentar: ci-
viles armados dispararon en diferentes ocasiones contra los mani-
festantes con la silenciosa complicidad de las fuerzas policiales del
Estado y de algunos ciudadanos, lo que devela cómo el fenómeno del
paramilitarismo no solo es aprobado por el gobierno nacional sino
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celebrado por una parte de la ciudadanía. La raíz de este fenómeno


es, a mi juicio, la aporofobia, una forma de discriminación que divide
la sociedad entre “gente del pueblo” y “gente de bien”, con el rechazo
de estas últimas sobre las primeras.
En un interesante libro titulado Aporofobia, rechazo al pobre.
Un desafío para la democracia, publicado en el año 2017, la filósofa
Adela Cortina presenta el concepto de aporofobia, su historia y sus
consecuencias para las sociedades democráticas modernas. En sus
palabras, la aporofobia tiene un origen en nuestra naturaleza, pero
se reafirma en nuestra cultura. La aporofobia es el miedo, rechazo
o aversión al pobre. Tiene primos cercanos como los son la xenofo-
bia, el racismo y la homofobia. Ese miedo, rechazo y aversión tiene
diferentes manifestaciones: se le teme al pobre por su potencial cri-
minal, se le rechaza por considerársele falto de educación, y se le
repudia al considerársele inferior en estética, higiene o cultura. En
cualquier caso, de fondo se gesta la idea de que el pobre es inferior
a un cierto sector de la población con mayores ingresos económi-
cos. La aversión al pobre que ha mostrado el gobierno colombiano
en las protestas de las últimas semanas se ha unido a la tradicional
lucha de clases que se vive en ciudades como Cali o Medellín, donde
ciudadanos han ido conformando grupos armados paramilitares fi-
nanciados con sus propios recursos y que se empeñan en “liberar”
sus barrios y comunas de los “vándalos” (gente pobre que protesta)
cuando estos quieran hacer presencia en sus barrios para labores di-
ferentes a las habituales: es decir, cuando no sea para arreglar sus
casas, cuidar sus hijos y ancianos o para prestar labores de jardinería
o celaduría en sus condominios, como lo hacen a diario.
Quiero mostrar cómo estas acciones obedecen a una práctica apo-
rófoba por parte de un grupo reducido de la población colombiana y
por qué es necesario y urgente desarticular esta práctica. Además,
quiero señalar con profunda preocupación por qué considero que el
Estado colombiano es aporófobo y el gobierno actual es fiel mani-
festación de ello, así como las implicaciones que esta situación tiene
para la democracia. Igualmente, quiero señalar la urgente tarea que
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tenemos como sociedad en educar para la empatía y la compasión,


desaprobar y condenar la aporofobia y exigirle al Estado el cese de
estas prácticas sistemáticas que se han mantenido vigentes por déca-
das con un costo en vidas, en retroceso social y la puesta en escena de
un escenario cada vez más polarizado que amenaza con una guerra
civil si se sigue permitiendo que una reducida parte de la población
se ponga por encima de la gran mayoría de los ciudadanos, atentan-
do contra sus derechos y contra sus vidas.

La aporofobia como forma de discriminación y exclusión

La historia de Colombia se encuentra llena de innumerables situa-


ciones donde se han ejercido diferentes tipos de discriminación. Esta
ha venido muchas veces auspiciada o acompañada de políticas públi-
cas que han segregado, discriminado y excluido grupos de personas
en razón de estereotipos asociados al color de piel o filiación cultu-
ral: palabras como “indio” o “negro” se encuentran aún cargadas de
estereotipos racistas que se remontan al periodo colonial (Restrepo,
2008). El racismo es una forma de discriminación, así como lo es la
aporofobia que pone en el vocablo “pobre” una carga de significado
que a menudo se asocia con falta de empeño para trabajar (el pobre
es pobre porque no trabaja), de higiene y estética (el pobre carece de
una higiene adecuada y sensibilidad estética) y además falto de cul-
tura (el pobre no lee, no sabe idiomas y por ello es inferior cultural-
mente). Todas estas consideraciones son factores que posibilitan la
aporofobia dentro de una sociedad y todas ellas tienen como común
denominador un estereotipo cultivado culturalmente. Lo claro es
que la pobreza es un hecho social y no natural, se puede eliminar si
se tuviera la determinación política para hacerlo.
Las discriminaciones asociadas a la aporofobia en Colombia se
han dado de manera latente y de manera manifiesta. Su muestra la-
tente ha estado desde hace siglos en nuestra sociedad. El pobre ha
entendido su lugar siempre en los trabajos serviles y nadie parece
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cuestionar que casi todas las empleadas del servicio doméstico en


Cali tienen unas mismas características: son negras, pobres y vie-
nen de zonas costeras más abandonadas del país. Se revela de forma
manifiesta, cuando vemos que en medio del paro actual los barrios
populares han sido objeto de todo tipo de acciones policiales que no
han tenido el mínimo respeto de los derechos humanos y que gozan
de la garantía de impunidad que ofrece el saber que los muertos son
pobres y marginados, nadie tiene los medios para reclamar justicia
para ellos. Restrepo (2008) señalaba la existencia de una discrimina-
ción estructural latente en las instituciones colombianas, aquellas
que deberían estar contra este tipo de prácticas son las que, a me-
nudo, permiten y promueven “las discriminaciones y exclusiones de
unos individuos y poblaciones mientras que otros resultan benefi-
ciados y ven reforzados sus privilegios” (p. 7). En esta misma línea,
podemos argumentar que en la estructura misma de las institucio-
nes colombianas la aporofobia se encuentra latente y el reciente es-
tallido social las hizo manifiestas: la “gente de bien” asesinó mani-
festantes, los sigue agrediendo y amenazando (cuando menos) a la
vista de todos y atacó con armas a la Minga Indígena en plena vía
pública, aunque estaban desarmados y no hubo ninguna acción ni
condena por parte de las instituciones del Estado frente a los delitos
que cometieron.
La aporofobia es también una forma de exclusión social. La ex-
clusión social se puede entender como un proceso donde convergen
rupturas que, en el ámbito de la economía, la política, la acción social
cotidiana, van “inferiorizando” personas, comunidades, territorios
en relación con otros grupos, centros de poder o valores considera-
dos como superiores (Estivill, 2003; Rizo, 2006). La forma más gene-
ralizada de la exclusión social es la pobreza, de allí que el desprecio
al pobre se puede considerar como una forma de discriminación. En
Colombia, más del 42% de la población padece de pobreza en sus di-
ferentes manifestaciones, no hay duda de que la pandemia agravó
esta situación, pero más allá de encontrar sus causas, es importan-
te ver sus consecuencias en términos de exclusión social. No basta
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explorar muchas cifras para darnos cuenta de que la pandemia fa-


voreció a los grupos económicos más poderosos y llevó a los pobres
a una situación de precarización aún más aberrante. Con el engrosa-
miento de los cinturones de pobreza vino también un creciente mie-
do a pasar por ciertas zonas, dar empleo a personas que habitan es-
tos barrios apartados y un generalizado abandono del Estado frente
a estas comunidades que no han sido escuchadas ni tenidas en cuen-
ta para las agendas políticas que se gestan en Colombia. El pobre ha
sido invisibilizado y excluido de la política y de la economía.
Cortina (2017) señala que el sentimiento de rechazo al pobre viene
de la sensación de que este solo supone problemas para la economía
y la vida social ordenada, pues si contemplamos los pobres desde
una posición de superioridad, los vemos como una carga al sistema,
agentes improductivos, generadores de caos y de inseguridad. Creo
que esta descripción sirve muy bien para entender cómo la “gente de
bien” en Colombia y el gobierno actual mira al pobre que protesta:
es una carga a eliminar, una serie de individuos improductivos (de
allí la frase “yo no paro, yo produzco”), y en el caso particular de Co-
lombia, una asociación directa con las guerrillas que han atizado el
discurso del gobierno según el cual quienes protestan no son pobres
inconformes, sino guerrilleros organizados en un plan para desesta-
bilizar el Estado. Por supuesto, el artilugio es una buena herramienta
para desviar la atención del verdadero problema, pero en ese camino
termina por reforzar la idea de que la violencia viene únicamente de
los manifestantes, la “gente del pueblo”, mientras que los ciudadanos
ejemplares, la “gente de bien”, son agentes productivos y, por lo tan-
to, quedan facultados para actuar por encima de la ley.

¿Es el Estado colombiano aporófobo?

La aporofobia nubla la empatía, elimina la posibilidad de ponerse en


el lugar del otro para tratar de entenderlo y sobre todo termina por
nublar el juicio propio elevando a la categoría de verdad únicamente
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lo que yo pienso, siento o considero como válido. Esto podría explicar


por qué se ha dado la polarización entre aquellos autodenominados
“gente de bien” que en una muestra de desprecio por los pobres han
intentado silenciarlos con el uso de violencia para que permanezcan
invisibles, pero cumpliendo su labor de obreros abnegados y perso-
nal de servicio en sus hogares. Pero si bien la aporofobia se predica
de las personas, ¿podemos decir que las instituciones como el Estado
colombiano son aporófobas? La respuesta es sí y hay muchas razo-
nes para probarlo.
Una manera de mostrar cómo el Estado colombiano es aporófo-
bo es analizando los procesos de desmovilización y los acuerdos de
paz establecidos entre el Estado y los grupos armados irregulares. Por
un lado, los paramilitares se construyeron bajo la protección estatal
y se financiaron por familias ricas de las diferentes regiones del país
que facilitaron directa o indirectamente la creación y manutención
de estas organizaciones que azotaron Colombia por décadas. Frente
a su reincorporación, el Estado colombiano se mostró permisivo al
perdonarle sin reparos sus castigos o proponer penas que se conside-
raban menores frente a la brutalidad de sus crímenes. Estas acciones,
avaladas por una parte por la sociedad civil, se permitieron debido a
que se consideraba a los paramilitares como “gente de bien”, abocada
a las armas para defender sus empresas y propiedades. La extradición
solo se dio cuando algunos líderes de este grupo armado comenzaron
a revelar sus vínculos cercanos con políticos poderosos y aun así la
mayoría de sus miembros gozaron de total perdón estatal.
Esta aprobación y suavidad con la que el Estado trató a las Auto-
defensas contrasta mucho con el modo en que el proceso de paz que
se desarrolló en relación a las guerrillas. Quienes formaban parte de
ellas, la gran mayoría campesinos, “gente del pueblo”, no provenían
de las mismas esferas políticas y sociales de las que gozaban los pa-
ramilitares y su trato fue acorde a su condición. Por un lado, tras la
firma del Acuerdo de Paz una parte de la población lo rechazó, aun-
que ofrecía penas y principios de reparación muy superiores a los
de los paramilitares. Por otro, ha gozado del rechazo y desprestigio
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del gobierno que subió al poder en el 2018 con el firme propósito de


“hacer trizas la paz”. Este trato diferenciado ha hecho que una parte
de las otrora guerrillas regresaran a las armas, que los asesinatos de
excombatientes se multiplicaran en los últimos años y que la aso-
ciación con las guerrillas tuviera una carga discriminatoria mucho
peor que la que tiene la asociación con los paramilitares, pese a que
ambos grupos delincuenciales cometieron crímenes atroces.1
En medio de las manifestaciones, convocadas y dirigidas justa-
mente por personas pobres, pero respaldadas en una buena medi-
da por la clase media trabajadora del país (también pobre), se hizo
manifiesto cómo el gobierno colombiano es aporófobo: condenó la
lucha social al señalar como vándalos a aquellos que marchaban,
encrudeció la represión policial especialmente en los barrios de es-
tratos socioeconómicos más bajos y se mostró beneplácito con las
personas de estratos socioeconómicos altos que de una manera cí-
nica y despiadada empuñaron sus propias armas al lado de la fuerza
pública y conformaron grupos paramilitares en las ciudades para
disparar contra los manifestantes, es decir, contra los pobres: indíge-
nas, estudiantes o simplemente obreros inconformes.
El escenario se repitió y repite una y otra vez: la “gente de bien”,
armada y con el respaldo de la policía, ha participado de múltiples
hostigamientos a los puntos de resistencia, ha sido filmada disparan-
do al lado de la policía durante las manifestaciones, fue responsable
de un ataque armado a la Minga Indígena y en última instancia han
sido responsable del escalonamiento de la violencia en las ciuda-
des, situación que se agravó al ver cómo el Estado no condenaba de
ninguna manera estas acciones y por el contrario las avalaba. Dos
hechos puntuales son prueba de ello: luego de que ciudadanos del
barrio Pance en Cali atacaran a tiros la Minga Indígena en una de
las principales avenidas de la ciudad, el presidente de la república
fue hasta la zona a congraciarse con los ciudadanos que ejecutaron

1
Para ver algunos otros ejemplos en esta misma línea, recomiendo la columna Aporofóbi-
cos, de José Fernando Isaza publicada en el periódico El Espectador, el 9 de junio de 2021.

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esta barbarie que dejó 10 indígenas heridos con armas de fuego. Días
después, ciudadanos del barrio Ciudad jardín en esta misma zona,
fueron grabados mientras disparaban indiscriminadamente contra
los manifestantes al lado de la policía; esa misma noche el ministro
de defensa se reunió con estos ciudadanos sin condenar sus acciones
ni preocuparse por el peligroso saldo de heridos y muertos que dejó
ese día de protestas. Los responsables, muchos de ellos identificados,
hoy gozan de total impunidad aunque su accionar está claramente
tipificado como delito en Colombia. Mientras tanto, personas que
participaban de las protestas han sido judicializadas por terrorismo
y enfrentan condenas altas por delitos menores.
Podríamos seguir presentando muchos más ejemplos de cómo el
Estado colombiano –y en particular el actual gobierno– es aporófo-
bo. Docenas de escándalos de corrupción han salido a luz los últimos
años enlodando familias de la alta sociedad colombiana, miles de
millones han sido robados por estas personas de las arcas del Estado
y el actuar de la justicia ha sido casi siempre el mismo: se les ofrece
casa por cárcel y pasan sus “condenas” en lujosas mansiones sin te-
ner siquiera que retribuir el dinero robado al erario público. Pero,
cuando se ha tratado de ciudadanos “del pueblo” que han participa-
do en algún delito muchas veces empujados por la necesidad, el cas-
tigo ha sido enviarlos a largas condenas en las inhumadas cárceles
colombianas. No es un secreto para nadie el vínculo entre miembros
del gobierno y reconocidos narcotraficantes, el partido del gobier-
no ha tenido embajadores con laboratorios para procesar cocaína,
familiares de senadores, ministros y hasta familiares cercanos de la
vicepresidenta que han estado presos en el extranjero por traficar
con estupefacientes. Frente a todo ello, el trato ha sido siempre el
considerar estos hechos como “tragedias familiares” ya que han sido
cometidos por familias con dinero mientras que aquellos que se han
prestado como mulas para delitos que se catalogan como inferiores
a tener laboratorios o redes de tráfico de drogas, han terminado pa-
gando largas condenas en la cárcel para luego padecer el desempleo
por el estigma social de su pasado.
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Aporofobia y lucha social en Colombia

Aporofobia y democracia

No hay duda de que quien profiere la frase “somos gente de bien” o


“ soy persona de bien” en el contexto de la lucha social en Colombia,
se está desmarcando de los manifestantes, de los pobres y de los que
no gozan de los privilegios económicos del sistema del mercado. Eso
es condenable y por supuesto es una forma de discriminación, pero
otro nivel mucho más serio del problema deviene del hecho de que el
Estado colombiano es, y ha sido históricamente, aporófobo.
¿Qué consecuencias tiene la aporofobia para la democracia y por
qué es tan importante condenar esta situación y sobre todo erradi-
carla del Estado? Las razones son variadas y las expongo a continua-
ción pero se resumen en que la aporofobia representa un atentado
contra la dignidad humana, pone en riesgo la democracia pues ataca
sus fundamentos radicados en el igual trato que merecen los ciuda-
danos. Cuando las personas son aporófobas, el camino es deslegi-
timar la práctica a través de la condena social y la educación en la
compasión, pero cuando un Estado es aporófobo, la desarticulación
de esta práctica resulta más complicada y las consecuencias de no
hacerlo pueden ser muy graves para la sociedad. En Colombia esta-
mos enfrentando esta situación en los niveles individuales y estata-
les, impidiendo el desescalonamiento de la violencia que permita
establecer acuerdos para superar la crisis actual.
Al parecer la aporofobia acompaña la naturaleza humana: ten-
demos a rechazar al que luce delante de nosotros como inferior en
recursos y valorar en alta estima a quien funge como mejor situado
en la escala económica. Cortina (2017) ejemplifica muy claramen-
te esto en relación con los extranjeros: las personas suelen ser más
amables con el extranjero cuando perciben que vienen de un país
desarrollado, habla otra lengua y luce ante nosotros como alguien
que puede aportar a la economía. Pero si se trata de un extranjero
en condiciones socioeconómicas inferiores, proveniente de un país
empobrecido o en guerra, nuestra mirada y nuestras acciones son
de desaprobación y amenaza pues consideramos que llega a usurpar
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nuestra economía, tomar nuestros empleos o nutrir la inseguridad


de nuestros barrios. El origen de este fenómeno, señala Smith (1997),
está en “la corrupción de nuestros sentimientos morales, que es oca-
sionada por la disposición a admirar a los ricos y los grandes, y a des-
preciar o ignorar a los pobres y de baja condición” (p. 338). En nues-
tros sentimientos morales se esconden las bases de la aporofobia.
En los estudios del desarrollo ontogenético realizados por Kohl-
berg se buscaba entender la naturaleza moral de nuestro actuar. La
conciencia moral de la justicia, por ejemplo, se da en tres fases: una
primera donde se entiende como justo lo que favorece individual-
mente (base del individualismo), una segunda fase donde se conside-
ra como justo aquello que coincide con las normas de la comunidad a
la que pertenecemos (base del comunitarismo) y una tercera fase, por
supuesto superior, donde se concibe lo justo e injusto en relación con
la humanidad (base del universalismo). El asunto es que si bien pode-
mos entender que esas dos primeras fases se den comúnmente entre
personas que aún no alcanzan una concepción de la ética universal,
es inconcebible, preocupante y peligroso que una institución como
el Estado no propenda por la búsqueda de unos principios de ética
universales que defienda la igualdad de los ciudadanos. Para decirlo
de otra manera, una cosa es que una persona o un grupo de personas
sea aporófoba y otra muy diferente que el Estado lo sea, ya que la base
de su legitimación está en el igual respeto de la dignidad de todos sus
ciudadanos. Si el Estado no defiende una ética universalista que res-
pete de manera igualitaria la dignidad de las personas, la democracia
es puesta en riesgo, así como la legitimidad misma del Estado.

Reflexiones finales

No se podría cerrar una reflexión de este tema sin preguntarse ¿qué


se puede hacer para desarticular la aporofobia en la sociedad? Aquí
también tenemos que hacer la distinción entre las personas y las
instituciones que son aporófobas. En relación con las personas, creo
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que se puede seguir el camino que propone Cortina: iniciar por una
correcta educación en las emociones, educar para la empatía, la com-
pasión y sobre todo educar para entender que no hay ser humano en
el mundo que no tenga algo que ofrecer o cuyo valor en dignidad se
vea reducido ante nuestros ojos solamente por su escasez de recur-
sos económicos. Para superar la aporofobia entre las gentes, sugiere
Cortina, debemos tipificar como delitos las prácticas que se asocian
normalmente a este fenómeno: discriminación, exclusión, discursos
de odio, agresión, entre otras. La reputación parece tener un lugar
privilegiado en la lucha contra la discriminación; en ese sentido, Cor-
tina sugiere que la desaprobación social de las personas aporófobas
es un camino de desarticulación de esta práctica.
En relación con las instituciones aporófobas, las posibles solucio-
nes no son del todo claras. Una institución como el Estado transmite
modelos de comportamiento, aprobación y desaprobación que im-
pactan mucho más que lo que puede llegar a causar una persona o
grupo de personas. En ese sentido, es común que el boicot a empresas
acusadas de xenofobia o racismo produzca efectos inmediatos en sus
prácticas, pero no es tan sencillo cuando se trata del Estado mismo,
supuesto garante de las libertades individuales y protector de los de-
rechos de todos. En ese caso, el Estado pierde legitimidad pues no
cumple su labor más noble que es respetar la dignidad de todos sus
ciudadanos. En el caso colombiano, el Estado aporófobo ha mostra-
do su desprecio sistemático al pobre al abandonarlo, condenarlo y
rechazarlo, al crear políticas que a menudo se mofan de los excluidos
y los sumergen en círculos de pobreza imposibles de vencer.2 Para
que cambie el Estado, hay que cambiar a quienes lo controlan. Se ne-
cesitan dirigentes empáticos, compasivos y honestos que le regresen
la legitimidad al Estado y hagan que cumpla sus funciones sustanti-
vas, no a favor de unos pocos, sino en función del bienestar de todos.

2
De acuerdo con un informe un de la Organización para la Cooperación y el Desa-
rrollo Económico (OCDE), para salir de la pobreza en Colombia se necesitan al menos
11 generaciones, unos 330 años (BBC Mundo, 2 de agosto de 2018).

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Durante las protestas de las últimas semanas hemos visto cómo la


aporofobia ha ido ahondando la lucha de clases en Colombia y cómo
somos más propensos ahora a la guerra civil; el gobierno ha escogido
ignorar el actuar de la “gente de bien” que se pasea con armas ilega-
les atizando la violencia y provocando miedo y muerte. Pienso que
la naturalización de este fenómeno, avalado por la creciente y ver-
gonzosa desigualdad en Colombia, tiene como trasfondo una cultura
disociativa que confundió crecimiento económico con desarrollo,
educación con formación académica y en el camino permitió que los
privilegios no solo nublaran la empatía de unos, sino que se creara
en torno al pobre una figura asociada a la violencia. Las luchas socia-
les nos mostraron que el vándalo no es vándalo por lo que hace sino
por lo que es y es en esencia un pobre más del sistema. Nos mostra-
ron también que sin la empatía y la compasión no es posible hablar
de una sociedad justa. Hoy parece que el rico en Colombia tiene un
esquema de derechos superior al pobre y esto no solo es injusto, sino
que además representa un atentado contra la dignidad humana.

Bibliografía

BBC Mundo (2 de agosto de 2018). Por qué en Colombia se necesitan 11 gene-


raciones para salir de la pobreza y en Chile 6. https://www.bbc.com/mun-
do/noticias-45022393.

Cortina, A. (2017). Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la demo-


cracia. Barcelona: Paidós.

Estivill, J. (2003). Panorama de la lucha contra la exclusión social. Conceptos


y estrategias. Ginebra: Oficina Internacional del Trabajo.

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Aporofobia y lucha social en Colombia

Restrepo, E. (2008). Racismo y discriminación. Red de Antropologías del


Mundo-World Anthropologies Network. http://www.ram-wan.net/restre-
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Rizo, E. (2006). ¿A qué llamamos exclusión social? Polis (15). http://jour-


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