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Lovecraft
en su corta vida le dieron una nueva dimensión a la literatura de
terror, que ya no sería la misma después de él. Lovecraft logró
trascender el horror puramente humano de diablos, brujas y
vampiros e intuyó una realidad oculta, cósmica, terrorífica, y apenas
descriptible: imaginó un espantoso panteón de deidades, los
«Primordiales» o «Grandes Antiguos», con el dios ciego e idiota
Azatoth a la cabeza («una ruina amorfa de absoluta confusión que
blasfema y babea en el centro del infinito»), Yog-Sothoth,
Nyarlathotep —el Caos reptante—, Cthulhu —el morador de las
profundidades acuáticas—, y una alucinante caterva de alimañas
descarnadas, demacrados nocturnos, entidades sobrehumanas que
pueblan un Cosmos amoral, despiadado e indiferente al
insignificante destino del hombre: el horror abarcaba todo el
Universo, visible e invisible.
Poco a poco, amigos y escritores afines fueron agregando deidades
y sistematizando esta espeluznante cáfila, conocida como LOS
MITOS DE CTHULHU: Clark Asthon Smith, escritor californiano amigo
de Lovecraft, incluyó a Tsathoggua y a Attach-Nacha; Frank Belknap
Long a los Perros de Tíndalos; Henry Kuttner a Nygotha; Derleth a
Cthugha, etc.
La presente selección, «Nuevos cuentos de los mitos de Cthulhu»,
incluye las aportaciones hechas a los «mitos» por una segunda
generación de escritores de terror, entre los que se encuentran
Ramsey Campbell, responsable de la antología, Brian Lumley,
Stephen King, además del propio Lovecraft y Frank Belknap Long.
«Son cuentos, los aquí recopilados, en los que se percibe
claramente la definición más querida por Lovecraft de los mitos: un
resplandor de algo tan inmenso como pueda describirse, aun siendo
de origen desconocido», como explica Campbell en el prólogo a esta
edición.
AA. VV.
ePub r1.1
orhi 04.11.2017
Título original: New Tales of the Cthulhu Mithos
AA. VV., 1980
Traducción: José Luis Moreno-Ruiz
Ilustración de cubierta: José Hernández: Acorralado (1965)
Cuando al fin se fue aquella mujer eran casi las dos y media de la
madrugada. Un poco más allá de la comisaría de policía de Crouch End,
Tottenham Lañe parecía un río muerto. Londres dormía, aunque, por
supuesto, Londres nunca duerme profundamente, por eso es una ciudad
con el sueño inquieto.
El agente Vetter cerró el cuaderno de notas en el que había apuntado
todo cuanto había sido capaz de escribir de lo que le contó aquella
norteamericana extrañamente fanatizada. Miró el teclado de su máquina
de escribir y después el blanco hiriente del folio que tenía ante sí.
—Cualquiera diría que este folio tiene la misma luz incierta del
amanecer —dijo el agente Vetter.
El agente Farnham bebía una coca-cola. Llevaba largo rato sin
pronunciar una palabra.
—Es norteamericana —dijo al fin, como si sólo eso pudiera explicar la
extraña historia que había oído contar a la mujer.
—Eso es viejo, ya lo tengo archivado —dijo Vetter y echó un vistazo
en derredor suyo buscando un cigarrillo—; en realidad, lo que me
gustaría…
Farnham rió de buena gana.
—¿Quieres decir que te crees todo eso, punto por punto? ¿De veras que
te lo crees, como estuve a punto de creérmelo yo en un principio? Hombre,
tú no eres un novato.
El agente Farnham tomó asiento cerca de Vetter. Tenía veintisiete años;
Vetter casi le doblaba la edad; Farnham no hacía mucho que acababa de
llegar del norte de la ciudad, de Muswell Hill, para tratar de reflotar su
hasta entonces poco exitosa carrera londinense en las márgenes dudosas de
Crouch End.
—Sí, quizás te lo creas todo, amigo mío —prosiguió Farnham—, pero,
en cualquier caso, si es así, deberías saber algo de lo que he colegido de
todo eso, de toda esa historia que nos ha contado esa tía, una parte
importante que pude ver… o mejor dicho, que pude oír… Me parece que
esa tía está zumbada, eso es…
—Vamos, suéltalo, Farnham —dijo Vetter, mirándole un tanto
amoscado, o quizás sólo burlón—. Sé buen chico, caramba, ayúdame un
poco. Venga, sigue con tus deducciones. No me vale que las concluyas
diciendo que está loca…
Encendió un fósforo extraído de una cajita roja que tenía dibujado un
tren y con la llama pareció iluminar por unos momentos el rostro de
Farnham, antes de encender el cigarrillo y arrojar el fósforo en el cenicero
que éste tenía a su lado. Luego le echó la primera bocanada de humo.
Vetter estaba muy pálido. Su nariz parecía un mapa cruzado por
venillas incontables. Al agente Vetter le encantaba tomarse cada noche de
guardia al menos seis buenos vasos de whisky.
—¿Te parece de veras que Crouch End es un lugar tranquilo? —
preguntó.
Farnham se encogió de hombros. Para él Crouch End era un suburbio,
sólo eso; todo lo más, una especie de vertedero.
—Sí, es un sitio tranquilo —respondió.
—Es verdad —concedió Vetter—. Esto, a las once de la noche, parece
profundamente dormido… Pero te aseguro que he visto un montón de
cosas extrañas en Crouch End. Si hubieras observado la mitad de lo que yo
he podido observar, te aseguro que compartirías conmigo mis aprensiones.
Te aseguro que aquí mismo, en estas seis o siete manzanas de casas en
cuyo mismo centro estamos, pasan las cosas más extrañas que ocurren en
Londres… Algunas me han puesto los pelos de punta, te lo aseguro;
algunas de esas cosas me han hecho adoptar ciertas precauciones… Fíjate
en el sargento Gordon, por ejemplo; dime si su pelo blanco no es el de un
muerto… O mira detenidamente a Petty… Dime si en verdad puedes
mirarlo tranquilamente, sin que te entren temblores… Para mí que Petty se
suicidó en el verano de 1976, sí, vamos, no te rías, hombre… Un verano de
los más calurosos de Londres, más aún que éste… Aquello fue… —Vetter
hizo una pausa, como si quisiera escoger bien sus palabras, y prosiguió—:
Sí, fue un verano muy tranquilo y caluroso, pero malo. Un verano
realmente malo que nos hizo sufrir mucho a bastantes de nosotros, y no
sólo por lo que tuvimos que trabajar. Hubo muchos suicidios aquel verano;
fue un verano que pareció romper… Que pareció rompernos…
—¿Que rompió qué? ¿A quién podría romper un verano? —se
impacientó Farnham, aunque lucía una sonrisa en la comisura de los labios
con la que pretendía seguir pareciendo amable con su compañero, que no
se le notara su malhumor, o su cansancio. Se decía que Vetter se mostraba
tan insensato como aquella norteamericana. O quizás fuese, sólo eso, que
estaba más borracho de lo acostumbrado. Cosas del alcohol. El alcohol
hace que a veces la gente se vuelva bastante pesada, y hasta insoportable.
Se dio cuenta entonces de que Vetter lo miraba con una sonrisa más
burlona que la suya.
—Crees que estoy pedo —le dijo.
—No, todavía no mucho, supongo —respondió Farnham suspirando
profundamente.
—Eres un buen chico —dijo Vetter—, un tío legal y buen cumplidor de
sus obligaciones; ahí estás, en esta comisaría, con tu escritorio
perfectamente ordenado, y eso que no has hecho más que trabajar…
Seguro que no te importaría golpear a cualquiera con tu porra, si tuvieras
que hacerlo… ¿Me equivoco? Aún no te he visto hacerlo, pero estoy
seguro de que eres capaz de atizar buenos porrazos.
—Por supuesto —dijo Farnham con firmeza.
Era cierto. El cumplimiento de su deber, el uso de la porra, incluso,
estaba por encima de los deseos de su mujer, Sheila, de que abandonara la
policía y se buscase otra ocupación. En la cadena de montaje de la Ford,
por ejemplo. Pero sólo pensar en eso hacía que se le revolviera el
estómago. Era un buen policía.
—Claro que no dudarías en usar tu porra a la menor oportunidad que se
te presentara de golpear a alguien —insistió Vetter—; lo llevas en la
sangre, ¿verdad? Bien, muchacho, eso te hará llegar muy lejos, descuida…
Tranquilo, que no pasarás el resto de tus días y de tu carrera en Crouch
End… Pero aún no has visto nada, créelo… Crouch End es un lugar
extraño, te lo aseguro. Echa un vistazo a nuestros archivos, Farnham… Sí,
claro, verás que casi todos los casos son los comunes; chicos y chicas que
se escapan de casa para hacerse hippies, o punkies, como se hacen llamar
ahora; hombres que salen a comprar tabaco y no vuelven a sus hogares…,
aunque, cuando hablas con sus esposas, cuando las ves, comprendes
perfectamente que se hayan largado… Y unos cuantos incendios
intencionados, a cuyos autores no logramos poner entre rejas, y robos de
bolsos, cosas así, lo normal… Pero te aseguro que, en medio de todo eso,
hay también historias ocultas, tapadas por semejante hojarasca de casos
comunes; una serie de historias que te helarían la sangre, que te
revolverían las tripas y harían que te diese un vuelco el corazón.
—¿De veras? —dijo Farnham como si no le prestara atención.
Vetter no pareció ofendido por su desinterés. Se limitó a mover la
cabeza con un gesto de lástima.
—Sí, Farnham, hay un montón de historias —dijo— mucho más raras
que la que nos ha contado esa pobre chica americana, y fíjate que tiene la
completa seguridad de que nunca volverá a ver a su marido.
Miró a Farnham, para comprobar si le prestaba ahora mayor atención,
y prosiguió al ver que sí:
—Créeme, muchacho, créeme… Ahí tienes los archivos, repásalos,
céntrate en esos casos aparentemente estúpidos, sin importancia; en esas
denuncias que parecen hechas por locos y que sacamos de las carpetas de
casos sin resolver precisamente para que no turben nuestra paz y nuestra
rutina. Lee detenidamente esas denuncias aparentemente estúpidas,
Farnham, y ya verás…
Farnham siguió en silencio, aunque lo miraba con atención creciente.
La sola idea de que pudiera encontrar en los archivos de la comisaría casos
aún más raros, o más estúpidos, que el denunciado por aquella americana,
no dejaba de llamarle la atención, o de inquietarlo. No sabía qué pesaba
más en su ánimo.
—A veces —siguió diciendo Vetter mientras le quitaba otro cigarrillo
de la cajetilla de Silk Cut—, no puedo sino pensar en el concepto de la
dimensión. Los escritores de ciencia ficción hablan mucho de eso, de la
dimensión, y hasta de las diferentes dimensiones… ¿Te gusta la ciencia
ficción, Farnham?
—No —respondió Farnham secamente.
La ciencia ficción le parecía una gilipollez absoluta, muy elaborada,
eso sí.
—¿Has leído a Lovecraft? —insistió Vetter.
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Bueno, mira; ese tipo, Lovecraft, se pasó la vida escribiendo acerca
de las distintas dimensiones —comenzó a decir Vetter mientras agitaba su
cajita de fósforos haciéndolos sonar rítmicamente—; escribió acerca de
esas dimensiones que parecen inaccesibles a nosotros, los hombres
normales. Dimensiones, por cierto, que están habitadas por monstruosos
seres inmortales capaces de hacer que un hombre enloquezca sólo con
presentarse por una vez ante sus ojos. Te aseguro, Farnham, que esos
monstruos, aun no presentándose ante nosotros, a veces nos echan el
aliento; es una verdad tan difícil de demostrar como inequívoca; es una
sensación que te hace percibir una dimensión desconocida y brutal, cuyo
terror se agranda precisamente porque los peligros que acechan
permanecen invisibles. A veces, a estas horas de la madrugada, en medio
de la tranquilidad, en medio de la rutina, en una de estas noches de guardia
en las que apenas ocurre algo reseñable, tengo la sensación de que en
realidad no consigo atisbar nada, absolutamente nada, de cuanto realmente
está ocurriendo… Todo lo que consideramos normal, saludable, lógico, me
parece entonces una especie de globo hinchado con aire, algo que se puede
desinflar en cualquier momento. Porque más allá de esas barreras de la
lógica, de la normalidad… ¿Me sigues?
—Sí, claro —dijo Farnham como si nada; tampoco quería hacerle un
feo al agente Vetter.
—A veces tengo la impresión —prosiguió Vetter— de que Crouch End
es uno de esos lugares que están más allá de las barreras de la lógica, o de
la normalidad, si lo prefieres. Es cierto que Highgate y hasta Muswell Hill
son lugares más conflictivos, como también lo son, sin duda, Archway y
Finsbury Park, cuyas comisarías son un auténtico suplicio para muchos
policías, de tanto trabajo como tienen a cualquier hora del día o de la
noche… Pero están en una dimensión normal, Farnham, en una dimensión
simplemente humana… Están, en suma, en las fronteras de la lógica y no
más allá de éstas, como ocurre, por el contrario, en un lugar en apariencia
tan tranquilo como Crouch End. Tengo muchos amigos sirviendo en esas
comisarías que te he dicho; trabajan mucho más que nosotros aquí, tenlo
por seguro; pero como me interesa el problema de las diferentes
dimensiones, les pregunto con frecuencia… Bien, la distancia entre sus
percepciones y las que yo tengo aquí es tan grande, que no he podido por
menos que preguntarme desde hace mucho tiempo si no habría que
empezar a repasar todos esos casos extraños, todas esas aparentes locuras
que hay en nuestros archivos, a la luz de unos procedimientos, no sé cómo
llamarlos, quizás menos racionales… Es evidente que, desde una
perspectiva lógica, algunas de las cosas que llega a contar la gente cuando
viene a poner una denuncia parecen demenciales. Pero no estaría de más
que nos preguntáramos por qué lo hacen, por qué vienen a contarnos cosas
que parecen increíbles y sin embargo las creen y las sufren. ¿Tenemos
derecho a pensar que están realmente locos? ¿De veras te ha parecido que
esa mujer es una loca, una mentirosa compulsiva? —extrajo un fósforo de
la cajita y tras resobarlo con los dedos durante un breve silencio, lo
rompió para añadir—; Recuerda, Farnham; una guapa mujer de veintiséis
años, con dos hijos adorables que duermen en el hotel; su marido, un joven
y brillante abogado de Milwaukee o algún lugar parecido… ¿Te parece de
verdad una loca arrebatada por alucinaciones que la hacen temerse
perseguida por monstruos?
—No lo sé —respondió Farnham bostezando—. Pero no debemos
desechar la idea de que esté algo trastornada.
—Sí, bueno, no debemos desechar esa idea, yo también me dije lo
mismo al verla llegar —concedió el agente Vetter a su compañero—. Si
estuviéramos en Archway, o en Finsbury Park, pensaría que está loca, la
pobre mujer… Pero lo cierto es que estamos en Crouch End. Y no puedo
dejar de decirme una y otra vez que aquí las cosas son distintas; que
aunque sólo fuera cierto la mitad de lo que nos contó esa pobre mujer,
estaríamos ante una realidad tan brutal como imperceptible.
Farnham guardó silencio. Empezó a preguntarse si el agente Vetter
creía en la quiromancia o en la frenología, o si pertenecía a los
Rosacruces.
—Repasa nuestros archivos, amigo mío —volvió a decirle Vetter
mientras se levantaba de su silla y se estiraba haciendo sonar sus vértebras
—. Salgo a tomar un poco de aire fresco.
Farnham lo siguió con la mirada con una mezcla de comprensión y
resentimiento.
Vetter estaba un poco bebido, de acuerdo. Y era jodidamente pesado,
de acuerdo. Era además un tipo sin iniciativa, una especie de esclavo de su
oficina, de acuerdo. Y en esta nueva era marcada por el socialismo y el
Estado del bienestar los tipos como él no tenían futuro, de acuerdo. Pero
no era mala gente.
Tomó el cuaderno de notas de Vetter y comenzó a repasar lo que éste
había escrito a propósito de lo denunciado por aquella norteamericana.
Sí, seguro que merecía la pena echar un vistazo a los archivos de la
comisaría.
Seguro que se moría de risa.
Henley Easton tomó un taxi en la misma puerta del hospital St. Vincent
para dirigirse a la estación Pennsylvania. Desde allí caminó un trecho
corto hasta Garden City, donde alquiló un coche. Tras pagar el alquiler y
comer algo en un McDonald’s le quedaban cincuenta dólares. La única
pesadilla que ahora lo acechaba era la de salir con bien de aquel maldito
embrollo. Pensaba recuperar aquello y largarse rápidamente hacia el oeste.
No quería hacerle ninguna jugarreta a Rapf, no quería joderle, pero no
había más elección. Salir de un coma le hacía ver las cosas de otra manera.
Le hacía apreciar más fríamente la diferencia entre estar vivo y estar
muerto. Gusto y sus mañosos negros, a buen seguro, no se habían estado
quietecitos en aquellos nueve días, lo habrían peinado todo. Llevaba
Henley, pues, nueve días de retraso. O le llevaban ellos nueve días de
ventaja. No podía concederse más demoras. Trincar la pasta y salir de naja
cuanto antes. Ésa era la consigna. Lo único en que debía pensar. No había
nada de que tratar, ya no era el momento oportuno para intentar un trato,
en cualquier caso poco ventajoso para él, tal y como estaban las cosas.
Había llegado el momento de abrirse a otros mercados, por así decirlo, y
dejar que el bueno de Rapf se las apañara… Dejar que contestase, como
pudiera, las preguntas que se vería obligado a responder.
Henley pasó la noche siguiente en un motel de carretera. Era la
primera vez que se miraba los pies desde que abandonó el hospital. No
sangraban, no le dolían en exceso; observó cuidadosamente la negra línea
de los puntos de sutura recibidos. Se sintió mucho mejor al tumbarse y
descansar. Pronto cayó en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, muy temprano, salió hacia el meandro del río.
No tuvo mayor dificultad para encontrar pronto el lugar donde había
enterrado su botín y recuperarlo, tras caminar un trecho desde donde había
dejado aparcado el coche de alquiler. Hacia allí se dirigía, caminando entre
las piedras, cuando algo lo detuvo de golpe. Una especie de neblina súbita,
algo así como un humo proveniente de un incendio, pero que no olía como
el humo de los incendios, comenzó a dificultar la visión en la zona, a
confundir las cosas y a desorientarle.
—¡Vamos, sigue! —se dijo en voz alta para darse ánimos.
Pero no las tenía todas consigo. Algo no iba bien. No es que no pudiera
caminar, pues no le dolían los pies, sino que lo hacía como quien se mueve
durmiendo, llevado por un sueño. Como si pisara nubes. Una sombra que
parecía moverse majestuosa y lenta, pero con una precisión absoluta, iba
arrojando oscuridad sobre cada punto iluminado al que pretendía dirigirse.
Sus miembros parecían no responder a las órdenes de su cerebro, parecían
producirse en el movimiento de forma autónoma. Sus piernas, sin que
pudiera evitarlo, lo llevaron hasta una zona pantanosa. Pisando ya el
légamo, se detuvo. Sus miembros parecieron obedecerle entonces. Un
poco más allá del légamo, el río con su corriente. Frente a él, como un
animal al acecho, la roca en la que se había herido los pies. La misma en la
que se agarró más tarde, cuando salió del agua.
Cuidó de no acercarse a la piedra, reprimiendo su primera intención de
hacerlo. Era una piedra verdosa y enorme, con innumerables filos
cortantes, lo sabía bien. Lo que la cubría, más que una especie de musgo,
le sugería algo mucho más repugnante, una especie de baba nauseabunda.
Quiso largarse de allí, pero la contemplación de la piedra lo absorbía.
Trató de bromear diciéndose que eran dignos de admiración los diseños
cuneiformes de la piedra, y hasta se acercó unos pasos para tocarla de
nuevo, como cuando se había agarrado a ella tras salir del agua. Entonces
no le había producido la repugnancia, próxima a la náusea, que
experimentaba ahora. Repasó cuidadosamente con los dedos aquellos filos
cortantes. Durante unos largos minutos. Después, como si hubiera
conjurado un peligro que no podía explicarse, sin embargo, se alejó de la
piedra.
Volvió hasta donde estaba su coche sin mayores problemas, salvo la
pesadez de sus pasos y aquella sombra que parecía sempiterna. Estaba
hambriento, tantos días alimentándose sólo por vía parenteral. Se metería
en el primer restaurante que encontrara en la autopista. Tenía que poner
rumbo cuanto antes hacia el oeste, abandonar definitivamente la ciudad y
tratar de buscarse de nuevo la vida. Lo que llevaba le ayudaría a hacerlo
sin mayores problemas. No podía perder más tiempo, no podía detenerse a
considerar su situación, ya no había más tratos posibles. Huir era la única
respuesta. Se metió al fin en el coche y arrancó. Cuando llegó a Nueva
York tenía la ropa empapada, pero no de agua sino de sudor.
Devolvió el coche que había alquilado y tomó una habitación en la
calle Elton esquina con la East Veintisiete. Se sentó en la cama y palpó la
bolsa repleta de heroína, que había rescatado. Sentía un curioso placer al
palparla con sus dedos. Era la primera vez en su vida que había hecho algo
en verdad arriesgado. Algo que podía costarle la vida. O salvársela para
siempre. Un error o un acierto.
Tomó una pizca de heroína, hizo dos rayas con ella y se las metió por
la nariz. Unos instantes después se sintió relajado, a gusto con aquella luz
del sol en poniente que se colaba por la estrecha apertura de la ventana
entreabierta y con la persiana casi del todo bajada. Sintió una náusea leve,
no del todo desagradable, y se levantó de la cama para sentarse en el sillón
que había al otro extremo del cuarto. Con eso bastó para que sintiera de
nuevo una sensación placentera, para que el estómago se le sosegara.
Todos los problemas del día parecían esfumarse entonces. Se dijo que los
había resuelto como había que hacerlo.
Una hora después la habitación estaba en penumbra. Sombras espesas
como aceite de motor lo llenaban todo. Cuanto había en la habitación,
entre esas sombras, parecía inmenso, desproporcionado. Las aprensiones
derivadas de su pesadilla cobraban de nuevo entidad real. Recordó la gran
piedra filosa, aquella baba verdosa que la cubría, tan diferente al musgo
incluso al tacto, tan indefinible.
—¡Bah! Seguro que es cosa de la droga —se dijo en alto para oírse la
voz.
Pero no estaba seguro. Su miedo parecía a punto de reventar como un
gran trueno, turbándole la paz poco antes conseguida. Sabía que en
cualquier momento podía ser víctima, de nuevo, de aquellos horrores.
Algo tan negro y frío como las aguas del océano en la noche parecía
agitarse en su interior. Encendió la luz de la mesita de noche que había
junto a la cama, para espantar sus aprensiones, y se tumbó de nuevo. Se
dijo que la cama estaba fría como deberían estarlo las tumbas. Tocó el
cabecero metálico de la cama, y aun sabiendo que no era más que eso, el
cabecero metálico de la cama, se le agudizó aquella impresión terrorífica y
se puso rápidamente de pie.
Respiró hondo para tratar de calmarse. A veces le daba resultado
hacerlo. Era evidente que allí tenía de nuevo su pesadilla, enfrentándose a
él. Quizás con más ganas de trastornarle que nunca antes. ¿Es que no le iba
a abandonar jamás? ¿Hasta cuándo tendría que soportarla? Como el
relámpago que precede al trueno, su mente arrojó luz para prevenirlo de la
tormenta que se le venía encima. Vio así, con absoluta claridad, que
procedía una actuación urgente de su parte, mas no por ello desesperada.
Bastantes peligros reales lo acechaban como para consentir en esos
otros… ¿irreales? Tenía que actuar sobre la marcha, sin planteamientos
previos rígidos. Tenía que verse de nuevo con Rapf, aunque poco antes
hubiese decidido dejarle tirado. Porque, si volvía a caer en coma, sólo
Rapf sabría qué hacer con la heroína. Si volvía a caer en coma y Gusto o
sus muchachos lo encontraban con la bolsa, ya podía despedirse. No iba a
despertar jamás.
Salió al vestíbulo, donde había un teléfono público. Llamó a Rapf. Un
montón de timbrazos antes de que alguien descolgara. Alguien a quien no
reconoció. Una voz aguda, zumbona, retadora. Henley colgó de inmediato.
Le temblaban extraordinariamente las manos por lo que tardó casi cinco
minutos en marcar el otro número que Rapf le había dado, para que lo
llamara en casos de emergencia, si no respondía en el teléfono de su
apartamento. Contestó una voz de mujer. Le dijo que llevaba un montón de
días sin saber de Rapf y que no tenía la menor idea de qué era de su vida.
Lo dijo muy enfadada. Henley se identificó. Le dijo también dónde estaba,
para que se lo comunicase a Rapf si lo veía, y colgó.
Volvió a su cuarto y cerró la puerta con cerrojo. La oscuridad de la
habitación tenía ahora un tono verdoso. No se atrevía a encender la luz. En
donde suponía que estaba la cama creyó ver la gran piedra filosa y
cortante, de la que salía la luz verdosa que daba al cuarto aquel tono. Trató
de ver mejor, clavando los ojos en la piedra. Sintió un olor extraño, como
de gas, aunque no era exactamente eso; pensó en alguna especie de plasma
vaporoso y delicuescente que lo paralizaba, que le impedía apartar los ojos
de la gran piedra.
Henley estuvo parado largo rato, como mesmerizado. Sin duda aquello
era un gas paralizante, pensaba. Observó una especie de efluvio iridiscente
a contraluz de la ventana. En el techo de la habitación, de un verde más
oscuro, o acaso negro, pequeñas partículas de lo mismo. Volvió a mirar
intensamente hacia donde estaba la gran piedra. Emanaba de ella ahora un
vapor mucho más evidente que crecía a su alrededor como un seto de
flores. Un vapor que ya le llegaba a los pies y comenzaba a ascender por
sus piernas amenazando con envolverlo por completo. La piedra mostraba
ahora una superficie como la del jade; el ambiente se había llenado de una
sustancia espesa que hacía más difícil la respiración. Por detrás de la
piedra comenzaron a emerger burbujas, o algo parecido, de colorines.
Burbujas llenas de humo coloreado con el tono de cada una. Subían
lentamente hasta el techo, donde se alineaban.
Recordó Henley que el interruptor de la luz estaba a su izquierda e
intentó encenderla. No pasó nada. La habitación siguió en penumbra, sin
más luz que la de aquellas burbujas equívocas, que la del fulgor de la
piedra, que la de la propia materia irrespirable que llenaba el ambiente.
Todo era crepuscular y evanescente.
Notó entonces Henley que una mano helada le clavaba los dedos en el
justo centro de la espalda, entre sus hombros. Se volvió sacudiendo un
manotazo instintivo para quitarse de allí la mano, y al instante ocurrió
algo que le heló la sangre en las venas. La voz de aquel idiota del bote le
dijo entonces: «El miedo llega siempre a su meta, como quien corre una
carrera fácil. Abre bien tus orejas, Henley; mira esas sombras que te
rodean, porque ocultos en ellas hay presencias de las que harás bien en
cuidarte. Abre bien los ojos, Henley, no los cierres, mantente en constante
vigilia».
Henley se alejó cuanto pudo de la puerta para buscar el amparo de la
pared, contra la que pegó su espalda. El gas, o lo que tenía por gas, era
algo membranoso y flotaba en el aire como las algas flotan en el mar. Le
pareció que en la superficie de la piedra brotaba ahora, no el brillo del
jade, sino una especie de urdimbre capilar de color azul. Su pánico fue
definitivo. Quiso pedir auxilio pero no le salió la voz. Ni siquiera
escuchaba ya en su cabeza lo que había querido gritar, pues otras palabras
le repiqueteaban en ella: «La oscuridad te vence; estás bajo tierra,
Henley; ya no puedes correr, no hay ningún lugar en el que puedas
esconderte… Tú y yo somos lo mismo».
Al respirar sentía una opresión brutal en el pecho, como si tuviera
llenos de agua jabonosa los pulmones. Intentó orientarse, pues había
perdido la noción, no sabía dónde estaba la puerta, pero no le respondieron
las piernas. Boqueaba como los peces fuera del agua en sus últimos
estertores. Al fin localizó la puerta y pugnó por dirigirse a ella para
abrirla, con una terrible sensación de ahogo, pero el ambiente se hizo más
denso; era como si tropezase contra una malla tan invisible como viscosa.
Intentó abrirse paso a puñetazos, no sin verse obligado a otro esfuerzo
titánico para hacerlo, pero la masa viscosa parecía encajar sin el menor
problema sus golpes, reblandeciéndolos, acomodando los puños de Henley
a su textura invisible e impenetrable. Tuvo otra visión espantosa, por
introspectiva: le pareció ver su cerebro desangrándose poco a poco, gota a
gota. Una sangre que amenazaba con llenarle toda la cabeza.
De repente, cuando ya estaba a punto de rendirse a su suerte, la masa
viscosa lo dejó pasar. Se precipitó Henley hasta la puerta, descorrió el
cerrojo y salió al pasillo con las fuerzas renovadas que le daba pensar que
podía escaparse de lo que le había atrapado en su cuarto. Mas de nuevo la
decepción. Una mano tan invisible como fuerte tapó sus ojos; otra mano
como la anterior, acaso más fría, lo agarró por el cuello. Sintió como si
alguien quisiera troncharle la crisma de arriba abajo. No sabía decirse de
dónde sacaba las fuerzas, pero así y todo consiguió llegar hasta el
descansillo de la escalera, donde cayó rendido. El pasillo se llenó entonces
de una luz blanca. Sentía un aguijonazo entre los ojos. Espantado, se dijo
Henley que fuesen las que fuesen aquellas manos, acababan de clavarle a
martillazos algo entre los ojos, algo para lo que su calavera había ofrecido
menos resistencia que la mantequilla.
Se puso de pie como pudo. Se agarró a la barandilla del descansillo
para no caer y gritó desesperadamente. Dio un par de pasos más y se
precipitó al vacío tras vencerse sobre el pasamanos. Hubo un instante en el
que nada sintió, pero al momento tuvo la percepción de que su cabeza se
abría lentamente, como para dejar que se le escaparan los sesos. Quiso
mover su cabeza abierta para ver si en efecto los sesos se le iban, pero lo
que vio fue el empapelado de una pared. Flores amarillas en la pared que
iba desde una planta baja y subía a lo largo de la escalera. Se sintió
flotando. Alguna fuerza extraña, más aún que la de la gravedad, pugnaba
por bajarlo, por depositarlo de nuevo en el piso. Lo hacía tan lentamente
como antes había flotado en el aire. No sentía más que el agudo dolor de
aquello que le habían clavado a martillazos entre los ojos.
No pasó mucho, sin embargo, antes de que comenzara a experimentar
un dolor generalizado e insoportable; un dolor que le recorría la columna
vertebral y se incrementaba en los brazos y en las piernas. Era como si su
cuerpo hubiese reventado, como si le hubieran estallado todas las venas,
como si se fragmentase por momentos igual que un vaso roto en el suelo.
Henley, no obstante, trató de hallar una posición más cómoda en el suelo,
una posición en la que sintiese menos dolor.
Sintió entonces que le dolían terriblemente los músculos abdominales,
como si alguien tratara de levantarlo. Percibió movimiento en el vestíbulo,
algo que le sugirió que alguien corría de un lado a otro, varias personas
quizás. Creyó decirse que lo mejor sería intentar levantarse y volver a su
habitación, para echarse en la cama, pero aunque se imaginó subiendo las
escaleras, se dijo que era imposible hacerlo, se vio padeciendo un colapso.
No obstante, mantenía cierto autocontrol. Aunque nada veía, aunque se
sabía a oscuras, sin un punto de luz referencial, aunque intuía que su
cabeza se había llenado ya de sangre, pasó una mano por su cara y la llevó
hasta la nuca, como si quisiera hallar el agujero por donde se le iban los
sesos. Encontró, en efecto, un agujero profundo. Le dolió mucho más al
tocárselo. Entonces percibió con mayor nitidez el movimiento de varias
personas en el vestíbulo.
Otra cosa contribuyó a incrementar su horror. La bolsa de heroína.
Supuso que si lo conducían a un hospital, como cuando entró en coma la
vez anterior, estaba perdido, le quitarían su mercancía. Su esfuerzo resultó
en verdad sobrehumano. Logró ponerse en pie y subir las escaleras, como
había pensado hacerlo antes. No oía ni veía, pero lo hizo. Sólo pensaba en
poner a salvo su botín.
Había una escalera de incendios a la cual podía acceder a través de la
ventana de su cuarto. Se asomó y vio dos coches de policía que llegaban
un poco más allá, por la calle Elton, pero podía llegar a la Veintisiete sin
mayores problemas. Sabía que podía caer en cualquier momento, pero aún
aguantaba. Ferozmente. Fuese lo que fuese, fuese quien fuese su agresor,
la pierna, un magma extraño, unos dedos, aún no había podido troncharle
el cráneo. En realidad se sentía parte integral de sus heridas, de tal manera,
que parecían insuflarle las fuerzas que necesitaba para huir. Puede que
precisara ayuda, pero de lo que no le cabía la menor duda entonces era de
que ningún socorro mejor que el de huir cuanto antes de allí. Una vez más
tenía que proceder aprisa, no podía detenerse. Andar sin volverse a mirar
atrás. Su cuerpo reaccionaba mecánicamente. Caminaba como un
sonámbulo. Pero caminaba. Quienes lo veían venir de frente se apartaban
espantados.
Iluminado por la luna blanca y fría, atravesó callejones oscuros.
Cuando al fin se detuvo habían transcurrido varias horas. Era ya noche
cerrada y estaba en un callejón estrecho, cuyo nombre no acertaba a ver.
La puerta trasera de un local se abrió y vio que salía al callejón un hombre
mayor, con el pelo completamente blanco, para tirar algo en un cubo de la
basura. Se le quedó mirando. El viejo le preguntó si precisaba ayuda,
invitándole a entrar en el local. Henley se irguió como una cobra, presto
para repeler un ataque si se producía, y observó todo lo detenidamente que
era capaz al anciano. Confiado al fin, aceptó entrar en aquel local.
Era la tienda de un taxidermista. En una pared había un águila con sus
grandes alas desplegadas. Un mono tocándose los genitales pendía del
techo. Había conchas y caracolas gigantes por todas partes. El olor era
intenso, desagradable. Estaban en la habitación en la que el viejo disecaba.
Henley vio por allí pitones y otras serpientes, ya disecadas o simplemente
muertas. El viejo taxidermista, quizás consciente del repugnante olor que
había allí, insoportable para alguien ajeno a su negocio, prendió unas
varillas de incienso. Vio también Henley hipocampos y tarántulas, y toda
clase de pájaros, y más monos.
Unos canarios vivos en sus jaulas ponían con sus trinos la única nota
de vida al lugar. En unos terrarios había lagartos aún vivos, que podrían
comerse tranquilamente a los canarios. Una luz amarillenta, más
amarillenta aún por la tulipa de la lámpara, daba un aire sobrecogedor a
todo aquello. Al amparo de aquella luz, el anciano, que invitaba entonces a
Henley a tomar asiento, parecía aún más viejo, infinitamente viejo.
Henley tomó asiento en la silla que había en un rincón y observó con
ansiedad cómo se le acercaba el viejo arrastrando los pies. Llevaba los
pantalones tan caídos que casi se pisaba las perneras. Entonces se sentó a
su lado. Sacó el viejo una pequeña flauta de hueso, silbó unas notas y dijo:
—Llevo mucho tiempo esperándote. ¡Cthulhu fhtagn!
Henley se estremeció. El anciano se agrandaba ahora ante sus ojos más
aún que su propia sombra proyectada en la pared.
—Tú no sabes nada de esto —dijo el viejo—, pero da lo mismo…
Mejor que así sea.
El viejo se echó atrás en su asiento, levantó la cabeza como si mirase
al techo y Henley vio que le faltaba un ojo. Se percató al instante, también,
de que el que tenía no era tal, sino un ojo de cristal en el que se reflejaba
su propio rostro tumefacto. En aquel espejo que le ofrecía el ojo de cristal
del anciano observó Henley que tenía las pupilas extraordinariamente
dilatadas y sangre ya reseca en los labios.
—Tú no sabes nada de esto, ni siquiera sabes quién eres… Mejor que
así sea —volvió a decirle el viejo.
Se llevó otra vez la flauta de hueso a los labios y tocó una vieja
canción de marinos, una suerte de himno melancólico que evocaba, desde
luego, el rumor del mar. Algunas notas hacían recordar a Henley ese
zumbido que se percibe cuando uno bucea. Aquella melodía hizo sentir
extraño a Henley, en dos sentidos: como si fuese un pequeño animal
muerto y metido en una botella, un reptil, por ejemplo, o como si fuera un
gran pájaro de los que surcan los espacios más libres.
Pantucci llevó a Rapf a una villa que tenía en las montañas, donde
pudiera estar a salvo. Había en la villa incluso una piscina climatizada.
Pantucci tenía hasta una cocinera. Y un taller en el que se dedicaba al
desguace, recuperación, transformación, manipulación, en fin, de objetos
robados, joyas, por ejemplo. Rapf se pasó allí un montón de horas tratando
de horadar con un taladro aquella extraña piedra que se había encontrado
en la habitación de Henley. No podía ser buena. No era un diamante, desde
luego. Ni siquiera una gran pepita de oro. Era más dura que cualquier otra
cosa que hubiera tenido en sus manos hasta entonces. Ni las mejores
taladradoras, ni las brocas con cabeza de diamante, lograban hacerle un
mínimo agujero. Rapf trataba de entretenerse así para no pensar más en la
suerte que hubiera podido correr Henley. Además, le gustaba aquella
curiosa piedra, aunque no le pudiera sacar el menor partido. Le gustaba
tocarla, sopesarla. Le gustaba su textura, nunca antes vista ni palpada. La
ponía en la palma de su mano y contemplaba sus agujeritos naturales,
como pequeños cráteres. Quizás le pusiera una argolla, ya vería cómo,
para colgársela al cuello como si fuese un talismán.
Unos días más tarde, Pantucci lo encontró en la terraza de la villa
sentado tranquilamente, degustando una copa de vino al amparo de la
sombra que daba un cedro a la casa. El pinar que circundaba la villa
llenaba el aire de un olor delicioso. El sol extraía un brillo grato de
contemplar de los pedruscos que había en el pinar.
—Ya lo he encontrado —dijo Pantucci.
—¿Dónde está?
—Rumbo a Haití. Despegó hace una hora —dijo mientras sacaba un
billete—. Aquí tienes tu billete de avión y un pasaporte falso. Alguien se
te acercará en el aeropuerto para darte dinero y un permiso de armas. Que
tengas suerte, capullo… Y ya sabes dónde estoy… Me gustaría volver a
verte.
Rapf arribó a Puerto Príncipe con gafas oscuras, camiseta elástica de
las que marcan bien la musculatura y ajustados pantalones negros con las
perneras metidas en las botas, llenos de bolsillos. Llevaba consigo una
maleta con ropas diversas, doscientos cincuenta dólares en cheques de
viaje, quinientos dólares en efectivo y su pistola Walther automática.
Durante el vuelo había sacado su navaja tipo mariposa del bolso de mano
que portaba para guardársela en un bolsillo del pantalón.
Todos en el aeropuerto eran negros. Podía camuflarse entre ellos, por
eso, cualquiera de los muchachos de Gusto. Tuvo la extraña sensación de
que alguien lo seguía, algo que confirmó poco después, cuando se disponía
a salir del aeropuerto. Sintió un metal inequívoco en la espalda.
—Muy bien, maricón, ahora te vienes conmigo sin intentar nada, ¿de
acuerdo? —dijo mientras le quitaba del cinto la pistola.
Reconoció de inmediato aquella voz. Era el negro al que había
desarmado y golpeado aquel día, en su camión. Le metía ahora con fuerza
el cañón de su pistola en los riñones. Rapf fue muy rápido, sin embargo; se
tiró al suelo, rodó mientras sacaba del bolsillo su navaja tipo mariposa, la
abría y la lanzaba contra el negro. Se la clavó en el pecho, casi a la altura
de la garganta. El negro dio unos pasos hacia atrás y cayó mientras hacía
un disparo que no dio a Rapf. Rapf se levantó raudo, le sacó la navaja, se
cercioró de que seccionaba la aorta del otro y se guardó el arma para
marcharse de inmediato dejando al negro allí tirado.
El disparo que hizo aquel hombre al caer había alarmado a la gente,
confusión que aprovechó Rapf para perderse de inmediato entre la
multitud. Unos minutos después tomaba un taxi para dirigirse al centro de
la ciudad. Tomó una habitación en un hotel de mala muerte al este de la
ciudad y de inmediato salió a la calle para buscar a Henley. No debía
resultarle difícil encontrarlo entre tantos negros, pero nadie le había visto.
Al día siguiente fue más lejos en su búsqueda, se desplazó hasta la zona de
los mercados, en el más miserable arrabal de la ciudad. A veces caminaba
palpando su pistola disimuladamente. Sabía que en cualquier momento
quizás tuviera que vérselas con otro de los hombres de Gusto.
Había conseguido pegar con una cola especial la mitad de una argolla a
la extraña piedra, y la lucía al cuello colgada de una cadenita. Observó que
en la zona de los mercados llamaba mucho la atención. Nadie se la tocaba,
sin embargo, aunque parecían fascinados al contemplar la piedra. Tres
muchachos con el típico aire de los rateros de las bahías —dientes de oro,
camiseta, crucifijo al cuello— trataron sin embargo de arrancársela del
cuello. Primero le habían preguntado por la piedra en una lengua que no
conocía, por lo que nada pudo decirles. Hizo un gesto, como para decirles
eso, que no podía entenderles, y uno de los muchachos echó mano a la
piedra con intención de arrancársela. De nuevo anduvo presto Rapf; antes
de que el chico pudiera consumar el robo, le golpeó con el codo en la boca,
derribándole. Los otros, raudos, sacaron temibles cuchillos.
Rapf echó a correr, pues no creía oportuno hacer allí uso de su pistola,
entre las casuchas de tablas y latón que se alzaban anárquicamente en
aquel arrabal. Los muchachos salieron tras él, derribando algunos puestos
de fruta del mercado. Corrió Rapf hasta una especie de descampado, un
secarral en el que no se alzaba ninguna de aquellas casuchas, y entonces sí.
Echó mano a su Walther automática y les hizo frente. Los muchachos se
detuvieron de golpe, atónitos, con ojos de espanto al ver el arma. Uno de
ellos hizo un gesto que Rapf no entendió, a medias entre la reverencia y el
miedo, y exclamó:
—¡Cthulhu fhtagn!
Su voz sonó aguda como un chillido desesperado, mucho más afilada
que las hojas de los cuchillos con que lo habían amenazado.
Se fueron corriendo y Rapf decidió dar por concluida la jornada de
búsqueda.
Varios miles de millas lejos de Szolyhaza no había más que dos o tres
aldeas pequeñas, que desde luego contrastaban grandemente con
Szolyhaza, la capital de la región. Eran aldeas pintorescas, de muy pocos
habitantes, muy tranquilas. La noche era ya muy oscura y el aire fresco; la
lluvia caída parecía haber incrementado más el frescor que el frío. Por eso,
y porque se sentían tranquilos, porque podían respirar ya una atmósfera
sana, decidieron aparcar el coche a un lado de la carretera para tomar un
trago de la botella de Gasthaus que llevaban en el coche.
Apoyada contra la portezuela, abierta la ventanilla, Julia se mostraba
realmente hermosa, tranquilizados ya sus ojos y su expresión. Harry la
contemplaba encantado, mas algo le llamó la atención. Al fondo, detrás de
Julia, contra un muro, había unos carteles parecidos a los que ya había
visto en el casco urbano de Szolyhaza; su conocimiento del idioma era el
justo como para saber qué evento anunciaban. Preguntaría sobre el asunto
a Herr Debrec cuando volvieran al hostal. Y acordaron Julia y él no decir
una palabra de lo ocurrido durante su visita a la iglesia en ruinas. Preferían
olvidar aquella hora larga que habían pasado en compañía de Möhrsen.
A pesar de las píldoras, Julia no tuvo un sueño muy profundo más allá
de la medianoche. Despertó varias veces a consecuencia de su fuerte dolor
de cabeza. Otras veces más lo hizo sobresaltada por culpa de alguna
pesadilla. Sólo había conseguido conciliar el sueño a intervalos que se le
antojaban muy cortos. Se decía que a la mañana siguiente iba a estar
terriblemente cansada.
Acababa de despertarse una vez más… ¿Por qué? ¿El ruido de la
puerta al abrirse? ¿Había alguien allí? ¿Sería verdad o sería un sueño que
alguien susurraba pidiéndole ayuda?
¿Qué la despertaba ahora, si es que en verdad estaba despierta? Trató
de tocar a Harry una vez más, pero aún no había llegado, seguía sin
acostarse. Abrió los ojos. Sí, estaba despierta, no era un sueño… Vio en la
oscuridad de la habitación que una silueta se acercaba a la cama.
Julia se incorporó en el lecho, asustada. Olía muy mal. Buscó con la
mano el interruptor de la lámpara que había sobre la mesita de noche de su
lado y dio la luz. Harry estaba ante ella desnudo, atónito, con gesto de
imbécil.
—¡Harry! —gritó Julia saltando rápidamente de la cama para dirigirse
a él; le tomó de la mano, lo sentó en la cama y de inmediato cayó de
espaldas en el lecho, agotado.
Tenía perdida la mirada, era incapaz de decir una palabra. Julia trató de
reanimarle dándole palmaditas en la cara, pero sin éxito. Le hablaba, le
preguntaba cosas, si quería que llamara a un médico, si pedía ayuda, pero
no obtenía de él ninguna respuesta. Se fijó entonces en que apretaba algo
contra su pecho. Algo negro. Le despegó no sin esfuerzo el brazo del
pecho y contempló aterrorizada que Harry tenía en su mano lo que era, sin
duda, la mano de la momia que habían visto en la cripta de la iglesia en
ruinas.
Espantada, dio unos pasos atrás y cayó al suelo, sin poder lanzar un
grito. Percibió entonces una forma sinuosa, quizás felina, que se acercaba
a ellos desde el fondo de la habitación. Arrastrándose, Julia buscó amparo
contra la pared del cuarto. Quería gritar pero no le salía la voz.
Aquella criatura, sin embargo, no se dirigió a ella, sino a Harry, cuyas
piernas pendían, tumbado boca arriba en la cama, hasta tocar con los pies
el suelo. La criatura arqueó el lomo, mostró unos colmillos terroríficos y
se abalanzó contra una de las piernas de Harry, mordiéndole hasta
arrancarle pedazos de su carne. Luego se fue, aunque Julia no podía
precisar hacia dónde.
No podía apartar los ojos de las heridas que la bestia había causado en
la pierna de Harry. No podía gritar ni llorar siquiera. Harry no sangraba.
Allá donde fue mordido por aquella criatura infernal las heridas se
volvieron de inmediato negras, no como gangrenadas, sino momificadas.
Poco a poco, para espanto de Julia, el cuerpo entero y desnudo de Harry se
iba tornando negro como el de las momias, como si lo consumiera un
fuego interno hasta carbonizarlo.
Entonces, Julia, que no reparaba en los insistentes golpes que alguien
daba en la puerta de la habitación para que abriese, sintió que los
pulmones se le reventaban, que se le nublaba la vista… Y lanzó un grito
aterrador que parecía ir a mantenerse en el aire eternamente…
OSCURO DESPERTAR
FRANK BELKNAP LONG
Era el lugar idóneo para encontrarse por sorpresa con una mujer
encantadora. Una playa de fina arena que se extendía hasta una formación
de dunas tras de las cuales se veían los tejados de aquella pequeña villa de
Nueva Inglaterra desde cuyo hotel me había dirigido a la playa. Estaba de
vacaciones, alojado en un pequeño hotel de la villa, no muy cómodo, si
quieren, pero bueno para alguien que va con poco equipaje, dispuesto a
pasar unos días de asueto y a disfrutar del buen tiempo. El hotel, por lo
demás, recibía la sombra de un árbol centenario que aumentaba el encanto
del lugar. Lo justo para pasar unos buenos días de descanso, ya digo.
La villa era apacible, parecía dormitar en su propia tranquilidad
inalterable desde tiempo inmemorial. Un lugar ideal para olvidarse de los
días más calurosos del verano en la ciudad, de las aglomeraciones, de los
atascos de tráfico en las calles y de los ruidos. Para olvidarse, sobre todo,
no ya de la contaminación, sino del «tienes que hacer esto» o el «es
imprescindible que hagas aquello».
La vi por primera vez un día, a la hora del desayuno, con sus dos hijos,
un niño y una niña. Me la quedé contemplando, admirado por su belleza,
mientras ella, solícita, atendía a sus hijos sirviéndoles cuanto le pedían.
No hubiera podido echarle una mano para bregar con ellos, en cualquier
caso. Eran niños bastante latosos. La verdad es que parecía una auténtica
modelo de pasarela, elegante y distinguida. ¿Una viuda? Ojalá, me dije.
¿Una divorciada? Bueno, tampoco estaría mal que fuese una divorciada.
¿O quizás estuviera felizmente casada? Esa posibilidad me resultaba
menos grata. Aunque, la verdad sea dicha, resulta muy difícil saber qué
piensa de verdad una mujer aparentemente feliz en su matrimonio.
Lo repito: es muy difícil saber qué piensa de verdad una mujer que en
apariencia disfruta de un matrimonio feliz. Pero no es menos cierto que,
cuando inopinadamente alzó la vista, miró al frente y sus ojos se
encontraron con los míos, que no podían dejar de contemplarla, me
sonrió… Era bellísima. Y tuve la sensación de que adivinaba al instante
cuáles eran mis pensamientos hacia ella. Tuve la sensación de que
descubría mi más secreto deseo y no le desagradaba… Bueno, supongo
que no resultaba tan difícil adivinarlo, dada la intensidad con que la
miraba.
También es verdad que todos los que acababan de llegar a la villa
lucían de continuo una sonrisa, encantados con saberse de vacaciones,
ajenos por un tiempo, más o menos corto, a sus obligaciones diarias. No
tenía que hacerme muchas ilusiones, por ello… Pero, aquella sonrisa
suya…
Por eso, encontrarme inopinadamente con ella en aquel lugar discreto,
entre la playa y las dunas de arena, con sus hijos un tanto apartados de ella
entonces, era mucho más de lo que podía pedir, por el momento. Había
deseado como nada en este mundo verla sonreír de nuevo para mí. Y lo
hizo, en efecto, en cuanto me vio salir de una de las dunas.
—Hola —me dijo ofreciéndome la mano con su más luminosa sonrisa
—. No esperaba ver a nadie del hotel por aquí a estas horas, es tan
pronto… Quizás pueda ayudarme…
—Claro, en lo que necesite —respondí tratando de que mi sorpresa no
turbara las palabras que me salían de la boca, por un lado, y de que ella no
se diese cuenta de lo mucho que me había impactado su presencia.
—Mire, me he cortado tontamente con una concha —dijo entonces
mostrándome su otra mano—; no es que me duela, pero sangro un poco y
no tengo a mano un pañuelo… Quizás pueda usted dejarme el suyo.
—Sí, naturalmente —le dije—, pero permita primero que eche un
vistazo a su herida.
La herida era tan pequeña, y tan perfecta y tibia su mano, que apenas
presté atención a la poca sangre que tenía en la palma. No era
precisamente un buen tajo. Saqué mi pañuelo y cuidadosamente le hice un
vendaje provisional.
—Luego deberá lavarse bien la herida y poner en ella algún antiséptico
—le recomendé—. Pero no se preocupe, que no es nada. Seguro que el
agua del mar ya ha hecho su acción antiséptica en la herida, no hay nada
mejor, salvo si de una herida causada por un clavo roñoso se trata, claro…
—Es usted muy amable —dijo como sin prestar mayor atención al
hecho de que aún no le había soltado la mano tras vendársela—. No puedo
decirle cuánto se lo agradezco.
Los niños se nos acercaron entonces con los pies llenos de arena,
mirándonos como si nos reprocharan algo. Nada hay que despierte mayor
resentimiento en los niños que ver cómo los adultos se desentienden de
ellos, siquiera por unos segundos. Son ferozmente egoístas. Por lo general,
un auténtico golfo, por no decir que un mar o un océano, separa las
necesidades de un niño de las de un adulto. Bueno, quién sabe si ese
resentimiento infantil a la larga no deviene en una experiencia de vida
benéfica.
Ella, sin embargo, no pareció prestar mayor atención a la cara de enojo
que mostraban sus hijos y se presentó.
—Me llamo Helen Rathbourne —me dijo—. Después de morir mi
esposo jamás creí que fuera capaz de volver de vacaciones a este hotel, y
ya ve… Aquí estoy de nuevo. La verdad es que adoro este lugar. Todo tiene
un aire absolutamente encantador… A mis hijos también les gusta mucho.
Reparó entonces en los niños. Tomó al niño por un hombro y lo atrajo
junto a ella, mientras con la mano en la que no llevaba mi pañuelo
acariciaba la cabellera de la niña.
—John tiene ocho años y Susan seis —siguió diciendo para
presentármelos—. John es un joven explorador, le encanta recorrer estas
dunas como quien se adentra en la geografía más difícil. No necesita llevar
armas pesadas para hacer frente a cualquier peligro —y volvió a sonreír
maravillosamente—; le basta con su arco y sus flechas… Es capaz de
abatir con ellas las fieras más temibles, no se vaya a creer…
—No lo dudo —dije sonriendo al niño—. Hola, John.
Me estrechó la mano con gran seriedad, sin la menor sonrisa,
mirándome fijamente. Supuse que quería demostrar con ello que lo que
había dicho su madre era totalmente cierto.
—Susan es distinta —siguió la madre, mirando a su hija con mucho
amor—, Susan vive aventuras imaginarias sin necesidad de desplazarse.
Tiene una manera muy poética de ver las cosas… A veces me parece que
no pertenece a este tiempo, que es una niña de la época victoriana… Es
mucho más sensible que yo; diría que poética, aunque no creo aceptar…
Bueno, la verdad es que no me interesa demasiado la poesía de ese
periodo…
—Pues permítame decirle que es un error por su parte —le dije—. He
leído poesía de ese tiempo, y poesía de vanguardia, y le aseguro que no
hay razones para despreciar la poética de la época victoriana…
—Ya, cualquier tiempo pasado fue mejor, ¿no? —me dijo con cierta y
muy graciosa burla en los ojos.
—La verdad es que dicho por usted suena extraordinariamente distinto,
ese lugar común… Suena incluso con una grandiosidad impresionante.
Pero, bueno, creo que sé lo que piensa… Susan es una niña capaz de
estarse horas y más horas ante una ventana, viviendo sus ensoñaciones, sin
que nada sea capaz de sacarla de sus abstracciones… ¿Me equivoco?
—¡Oh, muchas gracias por tranquilizarme! Siempre he temido que una
flecha de John la despertara bruscamente…
Los dos nos echamos a reír mientras los niños se iban de nuestro lado.
—La verdad es que Susan no es precisamente un chicazo —siguió
diciendo la madre—. No es como otras niñas; a ella no le gusta jugar con
su hermano ni con sus amigos… Pero tampoco es una damisela, créame…
No sabe usted a qué velocidad es capaz de correr de lado a lado de la
playa, por la orilla… Lo hace en muy pocos segundos, como toda una
atleta… La verdad es que estoy orgullosa de mis hijos, creo que se me
nota…
—Y lo comprendo perfectamente —dije—. Yo también lo estaría.
—Muchas gracias de nuevo —me dijo—. Le confieso, sin embargo,
que me da miedo verles crecer, el futuro… No sé cómo cambiará su mente
con el paso de los años… No sé qué pensarán de mí entonces… Los
adultos somos tan distintos de los niños…
En eso podía estar también totalmente de acuerdo con ella. Los adultos
somos tan distintos de los niños… No me cabía la menor duda. Aunque
tardé un poco en darme cuenta del porqué de su cambio tan súbito como
brusco.
—¡John, ven aquí ahora mismo! ¡Ahora mismo, te digo! —gritó de
pronto con el gesto contraído, ida su dulzura de antes.
Y echó a correr tras él, para mi sorpresa, antes de que pudiera darme
cuenta de lo que ocurría. El niño se había ido hacia una parte de la playa,
entre las dunas, donde una tormenta reciente había arrastrado a través de
una especie de canal que nacía en la propia playa los restos de una vieja
embarcación de madera que naufragó aquel día. El agua allí era negra y
asomaban raíces podridas entre lo que quedaba de aquella embarcación, un
pequeño pesquero. El niño se había detenido justo en el borde de aquella
especie de canal que, desde luego, no era un lugar grato por el olor
pestilente que salía de sus aguas estancadas. Era un lugar amenazador,
cuando menos.
Salí detrás de ella, por si precisaba de mi ayuda para atrapar al
chiquillo, pues uno nunca sabe de qué es capaz un niño cuando algo se le
mete entre ceja y ceja. Pero el crío no iba más allá. Contemplaba aquella
agua estancada sin osar meterse en ella. Miraba fijamente los restos del
naufragio.
—No se alarme —dije a la madre poniéndome a su altura—. Los niños
suelen ser desobedientes, pero poseen un instinto de conservación natural
que a menudo los preserva del peligro. Ese instinto de conservación hace
menos peligrosa su poca capacidad de reflexión, créame…
—Pero fíjese que no me hace caso, ni siquiera se ha vuelto para
mirarme cuando le he dicho que se detuviese… Eso es lo que me
preocupa… Cada día que pasa es más desobediente.
—Descuide, que ya verá cómo a mí sí me hace caso —le dije—.
Quizás necesite oír una voz de hombre que le haga recordar la de su
padre…
—Tengo miedo de que se caiga en esa charca asquerosa —dijo como si
no me prestara atención.
—No se preocupe, no es nada, mujer; ya verá como sale de ahí y viene
hacia nosotros en cuanto le hable.
No estaba muy seguro de que el niño me obedeciera, pero pretendía
impresionar a su madre. La verdad es que yo también me preocupaba por
él, no me apetecía nada que se metiera en aquel canal pestilente. Y mucho
menos me apetecía tener que meterme yo después, para sacarlo de allí.
Bastante asco me dio ya verme en dirección hacia la charca asquerosa
que decía la madre, entre esa maleza que crecía en las dunas por donde
discurría el negro canal de agua, entre algas putrefactas que se
descomponían desde hacía días, tras la tormenta, bajo los rayos del sol.
Comportarme como un padre me resulta difícil, porque siempre he
sostenido que los jóvenes tienen razones más que suficientes, evidentes u
ocultas, para rebelarse contra la autoridad paterna. Por mucho que vaya
cumpliendo años, creo que siempre sostendré la misma opinión… Pero en
aquel momento me sentía muy concernido en lo que, al menos para su
madre, parecía la necesaria salvación del niño, en algo que, por lo demás,
no parecía suponer mayor peligro que el propio de la suciedad. No me
parecía que las aguas de aquel canal fueran profundas, dado lo que
sobresalían de ellas los restos del naufragio del pequeño barco de pesca.
En cualquier caso, me sentía llamado a acabar con la angustia de aquella
mujer.
—Vamos, John, sal de ahí, no vayas a hacerte daño —le dije cuando
estuve a poca distancia de donde se encontraba. Como ni siquiera se volvió
para mirarme, proseguí con mi discurso—: Tu madre me ha dicho que eres
un gran explorador, y por eso sabrás que ningún gran explorador se
arriesga en vano; ninguno de los más grandes exploradores arriesgó jamás
su vida por una tontería, sólo por causas de veras importantes… Piensa en
tu madre, muchacho, no seas cruel con ella…
Se volvió entonces y corté abruptamente mi discurso. Había algo en su
mirada que me estremeció, una rabia inaudita. No parecía dispuesto a
hacerme caso. Tenía algo en la mano, que supuse era una piedra, y temí
que me la arrojara.
Y entonces ocurrió todo. Seguramente a causa de mi error. En vez de
hablarle tenía que haberme mostrado menos complaciente, haberme
acercado a él subrepticiamente y llevármelo de un brazo, por las bravas,
para devolverlo junto a su madre y que ella se encargara de reprenderle.
Pero no lo hice.
El caso fue que el niño se metió en aquella charca negra en la que
sobresalían los restos del naufragio del pequeño barco de madera. Grité
con todas mis fuerzas su nombre, para que se detuviese, pero no me hizo
caso. Iba sumergiéndose poco a poco, caminando hacia donde estaba a
medio hundir lo que quedaba del barco y vi que el agua le llegaba ya al
cuello, aunque aún hacía pie. No me quedó más remedio. Tuve que
meterme en aquella agua pestilente, animado por la única idea que, más
allá de mis maldiciones, me insuflaba coraje: rescatarlo y llevárselo a su
madre. Pero entonces el niño, no sé cómo, comenzó a subirse al barco a
medio hundir, o a lo que quedaba del barco. Mientras me dirigía a él,
gritándole que no lo hiciera, se agarraba a los maderos que sobresalían, a
las cuadernas que ya se pudrían, qué sé yo… El caso es que cuando, no sin
esfuerzo, pues el fondo parecía de arenas movedizas, logré llegar a su
altura, ya había subido a lo que a buen seguro era lo que quedaba de la
borda. Volví a decirle que bajara para salir ambos de allí, le dije que olía
muy mal, que estaríamos mejor donde antes, más cerca de la playa, en la
arena limpia, y nada, ni caso… Entonces intenté subirme yo también a la
borda, para llevármelo de una vez por todas. Y quizás por mi peso, aquello
giró en el aire y cayó estrepitosamente sobre el agua. No vi al niño.
Mi reacción inmediata fue pedirme calma, imponérmela… Al fin y al
cabo, me dije, había ido a la playa para darme un baño; bien, aquello no
era precisamente el agua del mar, aunque sí, bueno, quiero decir que no
era el agua de la playa propiamente dicha, sino una especie de charca
inmunda que se prolongaba desde la orilla hasta bien entrada la zona de las
dunas, así que adelante, no tenía más opción que mojarme de una vez por
todas. Me di cuenta entonces de que estaba agarrado a uno de los maderos
del barco, pues de lo contrario no hubiera podido hacer pie.
Sorprendentemente, justo bajo donde antes se veían los restos del
naufragio la profundidad parecía cierta. No sabía cuán grande podía ser,
pero sí que allí no se hacía pie. Y me asusté mucho.
No veía emerger la cabeza del niño por ninguna parte. Y no me quedó,
por ello, más remedio que bucear. Era la primera vez que me veía metido
en algo parecido, la primera vez que la vida de alguien dependía de mi
esfuerzo, y me dije que no podía fallar. Pero mi primera intentona resultó
absolutamente fallida. Emergí para tomar aire de nuevo y volví a
sumergirme. Naturalmente, dada la suciedad de aquellas aguas, de aquello
que me parecía en realidad un pozo negro, tenía que ir a tientas cuando
buceaba, por lo que no hacía más que tocar con las manos esto o aquello
del barco, algas… Cosas, en fin, que se me antojaban repugnantes…
Quizás incluso peces muertos descomponiéndose… Entonces, a través de
una película negra, como de petróleo que se hubiera derramado, vi en el
fondo a John. Pugnaba por liberarse de unos restos del naufragio que lo
tenían atrapado. Me sumergí con toda mi alma. Por fortuna, esta vez no
hizo intención de escapar de mí, aunque estaba claro que no podía hacerlo,
ni de resistirse en cualquier medida de las fuerzas que pudieran quedarle,
pues ya llevaba sumergido más tiempo del deseable… Lo liberé de entre
aquellas maderas y tiré de él… Cuando salimos a la superficie estábamos
bastante más lejos… Claro, la charca era el fin del canal, y acaso por la
corriente, acaso por llevarnos los propios restos del naufragio, fuimos
arrastrados hasta una zona de dunas más próxima a la playa, por donde se
producían el flujo y el reflujo de la marea. Al menos allí el agua era menos
negra.
Cinco minutos más tarde descansaba John en la arena, envuelto en una
toalla, con su madre atendiéndole solícita. La madre tenía los ojos llenos
de lágrimas y me miraba con una expresión de gratitud infinita.
Es increíble la capacidad de recuperación de los niños. Pronto volvió el
color a las mejillas de John; de nuevo tenía en los ojos aquella mirada
sorprendentemente dura, de hombre. ¿La mirada de un valiente
explorador, como decía su madre?
Supongo que tenía que haber experimentado simpatía hacia el niño, no
obstante su tozudez, ahora que lo veía recuperado. Pero la verdad es que
tenía que hacer un gran esfuerzo para disimular mi enfado. Por mucho que
lo intenté, creo que mis palabras denotaban mi enojo.
—Deberías ser más considerado con tu madre —le dije—; no está bien
que le hagas pasar tan mal rato… Tienes suerte de no ser mi hijo, porque
si lo fueras te daría una buena tunda y te castigaría sin béisbol y sin
cualquier otra diversión durante un mes entero… Te pondría en la ventana
para que vieras jugar a tus amigos, que seguramente serán tan malos y
desobedientes como tú… Me parece que a los niños hay que trataros como
si fueseis lobeznos, porque si no…
Cuando terminé de soltarle mi discurso me miraba con los ojos muy
abiertos. Evidentemente, su mirada era hostil y resentida. Como si le
hubiese dejado más que claro que era un tipo con el que sólo trataba, y al
que había salvado, por deferencia hacia su madre, no porque me interesara
lo más mínimo.
—No pude evitar ir allí —dijo John justificándose, pero sin dulcificar
su mirada—. Había algo que tenía que encontrar. Cuando ves algo en un
sueño tienes que buscarlo…
—¿Qué soñaste? —le pregunté.
—Nada… Bueno, sí, pero no cuando estaba dormido… En realidad
pensaba que podría encontrar algo en ese barco hundido, cuando lo vi…
Tenía que cogerlo…
—Y por eso echaste a correr sin que te preocupara tu madre, sin pensar
que corrías peligro…
—No pude evitarlo, era más fuerte que yo, como si una fuerza extraña
me llevara…
—Vi que mirabas algo con mucha atención, eso sí, antes de que te
metieras en el agua… Eso quiere decir que viste lo que buscabas, ¿me
equivoco? Y supongo igualmente que lo perdiste cuando te metiste en el
agua para huir de mí… ¿No nos quieres decir de qué se trata? ¿Qué es lo
que tanto te llamó la atención?
—No te enteras de nada… No lo perdí… Lo tengo en mi mano.
—No digas tonterías, John, no tienes nada en la mano…
—Sí, sí tiene algo —terció por primera vez su madre—. Mire cómo
aprieta el puño cerrado…
Me resultaba difícil creer que guardara algo en su mano, después de
haberse hundido y braceado para salir a la superficie. Pensé que quizás
bastara con abrírsela, pero desistí. No era mi hijo y no podía obligarle a
hacerlo. Luego me dije que nos estaba tomando el pelo; que quizás no
tuviera allí guardada más que una concha pequeña, cualquier tontería. Una
de esas cosas con las que se encaprichan los niños al extremo de
convertirlas en un secreto. Una manifestación más de la cruzada de los
niños…
Debo confesar, sin embargo, que me intrigaba cada vez más aquello;
acaso como un niño malcriado yo también, quería ganarle la partida a
John. Por fortuna, su madre pareció darse cuenta de cuáles eran mis
sentimientos.
—Enséñale a este señor qué tienes en la mano, John —le dijo—. Abre
la mano y muéstraselo; bueno, y muéstramelo a mí también, cariño…
Vamos, queremos ver de qué se trata, no seas tan misterioso…
—No puedo hacerlo —dijo John.
—¿Por qué no puedes? —le pregunté intentando no ser muy duro; vi
que sus ojos pasaban de la furia al dolor.
—Es que no puedo mover los dedos —dijo—. Nunca me había pasado.
—¡Oh, vamos! Esto no tiene sentido —exclamé—. Escúchame y deja
de decir tonterías, John… He visto que movías los dedos una docena de
veces desde que te rescaté.
—Eso no es verdad —y reafirmó sus palabras moviendo la cabeza
enérgicamente.
—No mientas, te he visto mover los dedos de tu mano… Sí, John, los
deditos de tu mano derecha… Así que deja ya la broma, es suficiente.
—No puedo mover los dedos —repitió—. Si lo hago, lo que he cogido
se me escapará…
—Ya me lo imagino —le dije—. Pero eso no significa que no puedas
mover los dedos, como todo el mundo… Mira cómo los muevo yo, mira
cómo abro y cierro la mano… ¿Lo ves? Es la cosa más natural del mundo.
No hubiera podido imaginar que aquella mujer a la que tanto había
admirado en la distancia pasara esa gran cantidad de tiempo a mi lado.
Claro que tampoco hubiera podido imaginar que, de conseguirlo, fuera por
un motivo tan desagradable, por culpa de la tozudez de su hijito del
alma… Y encima volvía a mostrarse preocupada, con los ojos llenos de
lágrimas otra vez.
—¿Podría ser que padeciera una parálisis histérica? —me preguntó
acongojada—. Suele pasar, he oído comentar algún caso… Los niños son
muy impresionables.
—No lo creo, la verdad —dije secamente—. Mantenga la calma. Lo
comprobaremos en un segundo…
Tomé la mano de John sin que me ofreciera resistencia. Intenté
abrírsela. No pude. Tenía tan firmemente cerrados los dedos contra la
palma, que sus uñas se habían clavado en ella haciendo que comenzara a
sangrar. De tan fuerte como apretaba sus nudillos aparecían exangües.
Volví a intentar despegarle los dedos, valiéndome de toda la fuerza de
que soy capaz. Nada. Lo volví a intentar, ahora con una cierta violencia,
para qué negarlo. Tuve algo más de éxito, pues noté que sus dedos
parecían más flexibles que antes. Otro intento más y logré al fin abrirle
por completo la mano. Lo que vi en su palma no parecía justificar en modo
alguno tal contumacia por su parte, tanta violencia, aquella sangre que se
había hecho con las uñas… Me pareció algo metálico, era una cosa muy
pequeña. Pero cuando se lo quité para observarlo detenidamente, vi que
era un objeto hecho de caucho, que brillaba como el cobre.
Nunca había visto un objeto inanimado tan asqueroso como aquello. A
primera vista podría parecer un pulpo de goma, o de plástico; uno de esos
muñequitos con los que juegan los niños. Eso era, desde luego, pero
feísimo. Mucho más feo que el monstruo más horrible que hubiera podido
parir la imaginación más mórbida de un fabricante de juguetes, con
aquella cara de pez que parecía al tiempo la de un hombre, un anciano
miserable, aunque tampoco era eso exactamente. Era en realidad la
representación de una inmundicia con gesto de inteligencia
antropomórfica y naturaleza maligna. Aunque también es verdad que me
dije de inmediato que estaba fabulando, que no era propio de mí dejarme
llevar por esas estúpidas sensaciones. Supuse que seguía enfadado con el
niño. Me reí para mis adentros de aquello que seguía hirviendo en mi
mente, no obstante; algo informe, que no llegaba a constituir una idea,
pero que me sugería no sé qué inteligencia maligna venida de otro mundo,
caída de las estrellas desde la negra noche sideral… Cualquier cosa.
Incluso llegué a pensar que debíamos mostrar aquella cosa a una autoridad
en el estudio de esas materias.
Miré a Helen Rathbourne por contemplar algo mucho más hermoso
que eso que tenía su hijo en la palma herida de su mano, pero observé que
había empalidecido y temblaba, no sé si harta de mi insistencia. Sostenía
yo aquello en alto, precisamente para que ella lo pudiera contemplar
mejor, pero quien con más interés lo miraba era su hijo. John no decía
nada, sin embargo. Y me volvió a mirar de nuevo como lo que era, un niño
rabioso al que un extraño había quitado un objeto por el que parecía sentir
un aprecio extraordinario.
—Deberías tirar por ahí esta cosa tan horrible —le dije entonces,
observándola aún con mayor asco—. Olvídate de esta porquería,
muchacho, no permitas que algo tan horrible ocupe tu atención… Mira, si
quieres, yo mismo la tiro a esa charca y que se hunda definitivamente con
los restos del barco, ¿de acuerdo?
Mas, apenas dije estas palabras, comenzó a sucederme algo en la
mano; no pude decir una palabra más, por ejemplo, que aquello, que
quizás fuese un amuleto que alguien había llevado al cuello, incluso uno
de los miembros de la tripulación del pequeño pesquero, denotaba el
pésimo gusto de quien se lo hubiera colgado.
Lo cierto fue que mis dedos se cerraron contra la palma de mi mano,
apretando con violencia aquella baratija. Igual que antes el pequeño John.
Tuve la sensación terrible, incluso, de que jamás sería capaz de abrir
nuevamente mi mano. Y enfurecido corrí hasta la charca con la intención
de meterme en el agua, a ver si así lograba abrir otra vez la maldita mano
y dejaba allí de una vez por todas aquella figurita repugnante.
Pero ocurrió algo más. Todo, a mi alrededor, pareció mudar de
volumen, intensidad y color. Tanto la madre como sus hijos se me borraron
y apenas podía percibir sus siluetas como a través de una neblina, no
obstante seguir dándome cuenta de que el sol brillaba luminoso y
espléndido. Lo que había más allá de las dunas, los tejados de las casas de
la villa, incluso la playa, del otro lado, todo, absolutamente todo, aparecía
velado, como a punto de disolverse. Sentía además un fuerte zumbido en
los oídos, y un extraño, un terrorífico sentimiento de vacío… No puedo
describirlo con más precisión, porque era eso, un vacío completo que me
anulaba los pensamientos, que parecía anunciar un dolor inminente, acaso
la única posibilidad de salir de aquella vacuidad sobrecogedora.
Nada, por supuesto, se había emborronado, nada había desaparecido de
mi vista; sólo que tenía la extraña sensación de hallarme en dos lugares al
mismo tiempo. O, peor aún, suspendido sobre un abismo de vaciedad, sin
nada a lo que asirme, a punto de caer fatalmente; como si dependiera de
que las estrellas de un universo oscuro, en el que sólo ellas brillaban,
decidieran golpearme para hacerme caer al abismo definitiva y fatalmente.
Así y todo, a pesar de aquella confusión, observé que Helen Rathbourne,
John y Susan me miraban aterrados, más que confundidos.
Supongo que estaban asustados porque me movía convulso, haciendo
cosas que no son propias de un humano. Como si fuera un robot
descontrolado porque su cerebro cibernético hubiese explotado a
consecuencia de un cortocircuito. Yo era algo así como un robot
enloquecido, que parecía a punto de caer de un momento a otro sobre la
arena de las dunas. Que parecía a punto de expirar en una de aquellas
convulsiones.
Poco a poco fui recobrando, sin embargo, al menos cierto dominio
sobre mis percepciones. Cuando pude mirarme observé que seguía siendo
el mismo, que nada en mí había cambiado, que mi cuerpo no se había
descoyuntado. Me vi entonces caminando en dirección a la orilla de la
playa, sin embargo, con gran dificultad. Y para superar esa dificultad, más
que correr, sentí que volaba, que agitaba los brazos brutalmente.
Supe que no iba solo. John había salido tras de mí, al igual que Susan.
Su madre, que tardó en reaccionar, salió también tras ellos, aunque sin
alcanzarlos, porque yo era todo velocidad, parte del viento, y los niños,
que intentaban por todos los medios impedir que me precipitara al mar,
eran más rápidos que ella. Se había levantado un oleaje muy fuerte cuando
nada hacía presagiar poco antes aquel fenómeno.
Me alcanzaron los niños, finalmente, y caí en la arena, sentí que la
espuma de las olas me salpicaba. Susan me agarró con fuerza de la mano.
Noté que sus deditos temblaban de miedo. John me asió con fuerza de la
otra mano. Lograron así detener mi carrera enloquecida hacia las olas. Fue
entonces cuando me escuché decir, con una voz que no reconocía como la
mía, las siguientes palabras:
—El que vive en la mayor profundidad espera a sus fieles, no debemos
retrasar el despertar más oscuro. Está escrito que sólo desde la oscura
profundidad iluminaremos la vida. Nosotros, los que sostenemos en alto el
estandarte de la verdad oculta, hemos de preservar el reino de las
profundidades, la oscuridad plena. Ya se ha producido la llamada necesaria
y nada puede detenernos.
Y añadí:
—En el agua habita R’lyeh el gran Cthulhu. Shub-Niggurath! Yog-
Sothoth! ¡El Macho Cabrío mil veces joven!
¡Qué rápido cambian tus impresiones! Vuelves dos años más tarde a un
lugar que te pareció deslumbrante y sólo ves en él poco menos que hordas
de alienígenas…
¿Qué hace que en ocasiones los sueños más hermosos se derrumben
con estrépito? ¿Por qué ese imposible maridaje entre lo real y lo soñado,
cuando lo soñado es verdaderamente grato? ¿Y todas esas caras extrañas y
hasta desagradables en el metro? A veces tengo la sensación terrible,
Howard, de que la pesadilla está en uno mismo, por mucho que se le
quiera buscar otros responsables.
La verdad es que cuando estoy en Nueva York suelo añorar mi
bungalow tropical con sus horribles muebles, con su aire acondicionado
que parece siempre a punto de romperse definitivamente, en medio de esa
humedad indefinible del ambiente… Y cuando estoy en mi bungalow,
escribiendo, o intentándolo, añoro hallarme en Nueva York, paseando por
Central Park o dirigiéndome al Museo de Historia Natural, o abriendo el
cajetín de correos en mi edificio de apartamentos para recibir la postal que
me envía Maude. O visitando el Museo de Historia Natural con mi
sobrina. A mi sobrina siempre le encantó el Museo de Historia Natural.
Cuando era niña le gustaban las ballenas y los dinosaurios.
Tras aquel viaje a Nueva York desde Singapur había quedado con ella
directamente en el Museo. Ellen, mi sobrina, la hija de Maude, me hizo
esperar más de veinte minutos. Pensé mucho en ti, Howard, durante todo
ese tiempo… Pensé que Nueva York, que tanto te maravilló en los años 20,
ahora te resultaría un lugar espantoso. Supongo que te encantó aquel
Nueva York en blanco y negro, con música de mambo por las calles. Me
acordé de ti especialmente cuando vi en una calle a otro negro con un
saxofón.
Me hizo gracia, días después, doblar una esquina y toparme casi con un
negro que tocaba su cuerno… Su saxofón, vamos… No era Coltrane, desde
luego, sino un músico callejero… La verdad es que desde lejos bien podía
parecerse a la figura de la urna de cristal del Museo, con su curvo cuerno
colgado del cuello.
Un mes después mi sorpresa fue aún mayor. Recibí, ya en mi
bungalow, carta de mi hermana… Y un recorte del Miami Herald en el que
había escrito a bolígrafo: «¡Atención! ¡Noticia terrible!»
No reconocí su cara, porque la foto era evidentemente de mucho
tiempo atrás, además de mala. Era de un hombre perfectamente afeitado,
por otra parte… Pero nada más comenzar a leer aquel recorte supe de
quién hablaba la noticia:
PECES EN EL JARDÍN
Si su hijo llega a casa y le cuenta que ha visto peces en su jardín, no le
riña ni crea que le está tomando el pelo, pues le dice la verdad. Según
varios zoólogos de Miami, consultados por este periódico, se produce en
ocasiones, sobre todo tras la estación de los huracanes, un fenómeno
migratorio por el cual algunos peces se propulsan con tanta fuerza que
van a parar a los jardines de las residencias próximas al mar. Esos peces,
lógicamente, no consiguen su objetivo, y mueren sobre la hierba.
Tengo algo más que referir… Quizás en este punto el cuento degenere
y se convierta en una sucesión de ítems informes que acaso no debiera
poner sobre el papel. Ítems que probablemente conformen un
rompecabezas que sólo interese a los amantes de los rompecabezas… Pero
diré que en el centro de ese rompecabezas hay un gran ojo.
Naturalmente, mi hermana abandonó su casa aquel mismo día y tomó
una habitación en un buen hotel en pleno centro de Miami. Poco después
se mudaba al bungalow de una amiga en las afueras, bien avanzada ya la
autopista principal. Mi hermana, cuando murió su amiga, en raras
ocasiones volvió, no ya a Miami, sino a Indian Creek, y sólo para ir de
compras con sus otras amigas.
Después de aquel episodio volví a Nueva York. Caí enfermo un mal día
y hube de pasar cierro tiempo en el hospital, con el único consuelo que me
procuraban las visitas de mi sobrina y su hijo. Por suerte, salí de aquélla y
Brooklyn no se me borró para siempre.
Uno se toma las cosas con calma cuando tiene mi edad. Está más que
claro que aprendemos de lo vivido. La vida de Howard fue corta y a veces
creo que más intensa de lo debido. Con una edad en la que cualquiera se
considera joven él se tenía ya por un hombre de mediana edad. «Los años
te van diciendo lo que realmente eres», escribió. «Vosotros, mis jóvenes
amigos, no sabéis cuán afortunados sois por ser simplemente jóvenes»,
escribió también.
La edad es, desde luego, el gran misterio. Si no, ¿por qué escribió
Terry un buen día a su madre, en una tarjeta de felicitación, lo que sigue?:
Hazte vieja conmigo;
lo mejor está aún por venir.
Sí, un niño escribió eso. Junto con la tarjeta, había regalado a su madre
un reloj de arena. Con diabólica precisión escribió lo mejor está por
venir… Su madre se mostraba muy contenta cuando me lo enseñó, pero a
mí me rechinaron los dientes… Podía tomarse por un nonsense… Pero a
mi edad uno sabe qué es lo que queda por venir cuando uno ya ha
envejecido… No es lógico que los jóvenes escriban sobre el
envejecimiento y lo que viene después.
Me paso ahora los días casi siempre en casa, salgo lo justo, cocino yo
mismo los frugales almuerzos que hago… Y trato de seguir escribiendo,
unas veces en Nueva York y cada vez menos en mi bungalow… Sigo
cumpliendo, más o menos, los plazos de entrega que me dan los editores…
Digo que más o menos porque cada vez escribo con mayor lentitud y
corrijo más. Corrijo como no lo hice nunca de joven. Como si quisiera
corregir el cauce de la vida.
Mi hermana seguía interesada en mis cosas. De vez en cuando me
enviaba algún recorte, por lo general del Enquirer. En el último se
elogiaba una novelucha mía, muy barata, en la que una cosa parecida a
una aspiradora succionaba a un pobre marinero sueco y luego lo vomitaba
con la cara completamente púrpura… Maude había escrito a bolígrafo en
el margen: «¿Lo ves? También aquí dicen que escribes según la mejor
tradición lovecraftiana».
Tengo que contar, igualmente, que ya en Nueva York, tras abandonar el
hospital, recibí carta de Mrs. Zimmerman. La dama en cuestión, tras
enterarse de quién era yo, escribió a mis editores y éstos me hicieron
llegar su misiva… Me pidió mil disculpas. Me invitó a alojarme gratis en
su hotel cuando me viniese en ganas. Incluso prometía presentarme a
varias de sus amigas, ansiosas, al parecer, por almorzar con un autor
lovecraftiano… Y decía, entre otras cosas más, lo siguiente: «Lamento
mucho la desaparición de su amigo el reverendo. Estoy segura de que fue
todo un caballero, como usted».
Cosas de una señora de mediana edad… Seguía diciendo:
«Me pide usted detalles acerca de tan terrible caso, pero no podría
decirle más de lo que ya he dicho a la policía. Según el registro de nuestro
establecimiento, Mr. Djaktu llegó hace aproximadamente un año, a finales
de junio, y se marchó a finales de agosto, dejando sin pagar alguna
semana. Hice la oportuna reclamación ante el consulado de Malasia, sin
éxito. Ya he perdido toda esperanza de cobrar ese dinero. Por lo demás, se
comportó siempre como un hombre educado, que solía pasear por nuestro
jardín… Tenía la mala costumbre de subirse comida a la habitación, cosa
que no me gusta que hagan mis huéspedes, aunque tampoco me pareció
oportuno decírselo. Recuerdo que a mediados de julio me dijeron que solía
subir a la habitación con un muchacho negro. Uno de nuestros empleados
me dijo que no reconocía la lengua en la que hablaban, que quizás fuera
hebreo, imagínese… Una empleada de la limpieza se atrevió a preguntarle
un día quién era el muchacho, y Mr. Djaktu le respondió en inglés que era
suyo, nada más, lo que la pobre mujer, fíjese, interpretó como que era su
hijo… ¿Se imagina usted? Nuestra empleada no salía de su asombro,
porque, un poco amiga de meterse en la vida de los demás como lo es, un
día los vio desnudos a los dos… Bueno, nosotros no solemos tener
prejuicios morales en esas cosas, que cada uno haga lo que le venga en
gana, siempre y cuando respete las normas del hotel… Después
desapareció el muchacho negro y no se le volvió a ver por aquí en el resto
del tiempo que siguió con nosotros ese señor de Malasia… Lo dicho.
Espero su visita la próxima vez que venga a Florida».
Por desgracia, la última vez que estuve en Florida, no mucho después
de todo aquello, fue para asistir al entierro de mi hermana. Meses después
enfermó también Ellen y murió. Y apenas un mes después de su muerte, la
del pequeño Terry… Sigo en mi apartamento, rodeado de libros, saliendo
cada vez menos. Creo haber visto ya todo lo que tenía que ver. Pronto,
incluso, dejaré de ir a mi bungalow. Ya lo he puesto en venta. Mi
apartamento es mi mundo. Hace mucho tiempo que no he pasado las
páginas del calendario. El que quiera saber cuál fue la fecha real de mi
muerte, que lo haga.
Debo decir, sin embargo, que la semana pasada ocurrió algo que me
parece directamente relacionado con aquellos incidentes… Lo diré como
venía en el periódico: poco después de la medianoche, la señora Florence
Cavanaugh, desvelada, corrió las cortinas de su habitación y vio a través
del cristal, en la terraza, a un negro gigantesco que tenía en la cara algo
que definió ella como una máscara de gas muy larga, o cosa parecida.
Llamó a su esposo, el señor Cavanaugh, pero cuando consiguió despertarlo
el negro se había esfumado como por arte de magia. La policía halló en la
terraza unas huellas como de aletas, que se están investigando. Una
primera versión de los hechos apunta a un ladrón, o a un simple bromista,
o a un loco vestido de buceador…
Yo hubiera tomado esta noticia por una extravagancia de la señora
Cavanaugh, si no fuera porque los Cavanaugh viven en el apartamento
contiguo al mío…
Piensen ustedes, si quieren, en el ego del escritor, pero no puedo dejar
de decirme que aquel ser, lo que fuera, en realidad a quien quería cursar su
siniestra visita era a mí…
Seguiré cuidándome mucho de no salir de mi apartamento. Y de
mantenerlo todo bajo control, bien cerrado. Tampoco tengo mucho más
que hacer. Ni lugares a los que ir.
En realidad no me considero ya más que el personaje de algún cuento
escrito por otro, ni siquiera el personaje de un cuento escrito por mí.
Hazte viejo conmigo;
lo mejor está aún por venir.
Dime, Howard: ¿Cuánto me queda realmente para ver de cerca la cara
de ese ser a través del cristal de mi ventana?
EL LIBRO NEGRO DE ALSOPHOCUS
H. P. LOVECRAFT Y MARTIN S. WARNES
En muchas regiones de África bañadas por los ríos crecen los árboles
en sus orillas y se inclinan sobre el agua como para acariciarla. El caudal
aumenta sorprendentemente cuando llueve, y entonces los ríos se
desbordan creando barrizales tan negros como la piel de quienes viven
cerca de los cauces. Los extranjeros sufren infinitamente para transitar por
esas zonas.
Gomes sentía aún más fatiga al volver la vista y contemplar sus
huellas en el barro. Un grupo de nativos porteaba su equipaje, el de su
esposa y el de Kaminski, sin esfuerzo aparente.
Aún quedaba un buen trecho para llegar a los ingenios, y el portugués
no podía disimular su malhumor y su agotamiento. La última vez que
había estado allí era la estación seca y a pesar del calor se podía andar
bastante bien.
Al fin, tras innumerables fatigas, llegaron a los ingenios. Salió a darles
la bienvenida un joven suboficial belga, nuevo en la región, perfectamente
vestido de uniforme, al que acompañaban varios soldados negros armados
con fusiles Hotchkiss.
—Los señores Gomes y Kaminski, supongo… —dijo el suboficial
belga muy sonriente.
—Veo que sabe quiénes somos… Y usted debe de ser De Vriny, el
nuevo suboficial, si no me equivoco —respondió Gomes con la voz más de
enfado que de hastío—. Traemos nuestras patentes, para negociar sobre
ellas, así que ahorrémonos todo lo demás… Ya se llevará usted la parte
que le corresponda, para que siga ampliando su maravillosa Société
Cosmopolite… Vayamos al grano. Condúzcanos hasta los responsables de
negocios.
—Pues claro que me llevaré lo que me corresponda, caballero… Una
pepita de oro siempre deja un rastro de polvillo… Está por ver, sin
embargo, si lo que tienen ustedes que ofrecernos es realmente oro… o
simple barro…
Y se echó a reír el suboficial belga.
—Vamos, Carlos, no te enfades —dijo Kaminski a Gomes—. Este
caballero sólo pretende recibir lo que le corresponde, además de
prestarnos la ayuda que precisemos.
Kaminski, que se tocaba con un sombrero que había comprado en
algún lugar de Sudamérica, era un hombre de carácter tranquilo y buen
negociador, al contrario que su socio, el portugués, explosivo y colérico.
Kaminski, por otra parte, ya había oído hablar antes de De Vriny; sabía,
pues, de su valor como soldado… y sabía también de sus tejemanejes, por
no decir que sabía de sus extorsiones a tantos comerciantes europeos.
Antes de llegar allí había puesto en antecedentes a Gomes.
—¿Pero por qué vamos a tratar directamente con este sujeto? ¡Ya
tendrá su comisión, caramba! ¡Que se limite a hacer su trabajo!
El portugués se encontraba muy fatigado, tenía un humor de perros. Su
esposa, una angoleña con la que llevaba varios años de matrimonio,
también trataba de calmarlo.
—Habla usted de negocios como si no fuera un estafador —seguía
diciendo Gomes a De Vriny, sin que sirviera de nada el afán de su esposa y
de su socio Kaminski por tranquilizarlo—. Habla usted de tratos, usted que
se dedica a poner una pistola en la cabeza de unos pobres negros,
obligándoles a recolectar caucho que luego vende en París a espaldas de su
propio Gobierno… ¿Tratos con usted? ¡Que le paguen sus jefes, caballero!
Todos sabemos lo que hace… Obliga a los negros a trabajar más horas de
las necesarias y el caucho que obtienen en esas horas se lo queda usted.
El suboficial belga se echó a reír de nuevo, ante semejante explosión
de cólera del portugués, y dijo:
—Verá, caballero… Hay algo que tenía que haberle dicho antes, quizás
así se hubiera ahorrado usted ese enfado… Resulta que hay un error en su
acreditación… A nosotros se nos anunció que vendría un señor Gómez,
con zeta, como se escribe en español, y no un señor Gomes, con ese… Se
trata de una simple formalidad, pero mucho me temo que no podrá entrar
en los ingenios antes de que comprobemos quién es usted en realidad…
Así que debo conducirles a Roma… Seguro que allí se soluciona todo…
De manera que, marcha atrás, y a embarcar de nuevo… A estas horas se
navega muy bien por el río.
El rostro de Gomes adquirió un tono azafranado. Se le derrumbó el
ánimo como se derrumba un muñeco de nieve bajo el sol.
—¿Me está diciendo que todo este viaje ha sido en vano, que debemos
ir a embarcar de nuevo, por un simple error de cualquier escribiente al
poner mi apellido? —Sus palabras, más que una queja, eran ahora un
lamento—. La verdad, no me parece un problema…
El suboficial belga sonreía, burlón y vengativo.
—¿Usted cree? —dijo De Vriny—. ¿Es que no sabe usted nada acerca
de los muchos problemas que tiene nuestro Congo, que hay gente
dispuesta a levantarse en armas contra nosotros? ¿Cree usted que podemos
dejar entrar a cualquiera? No, caballero, no… Se nos llenaría esto de
judíos, de negros de otras partes… Y de portugueses… Tenemos que tener
mucho cuidado.
Evidentemente, al hablar de portugueses se refería a él, al hablar de
judíos se refería a Kaminski, y al hablar de negros de otras partes se
refería a la esposa de Gomes.
Quizás hizo Gomes un gesto como de ir a echar mano al fusil Mauser
que llevaba uno de sus porteadores, quizás eso pensó uno de los soldados
negros que acompañaban al suboficial belga… Sonó un disparo y el
portugués cayó a tierra con un balazo en el pecho.
—¡Por la sangre de Cristo, estás loco, muchacho! —gritó De Vriny al
soldado que había disparado contra el portugués—. Bueno, ya da igual…
Tendremos que hacer lo mismo con los otros.
Kaminski trató de huir, pero además de ser un hombre gordo y
corpulento, el terror y el barro no le dejaron ir muy lejos. Pronto cayó
abatido por un disparo. Los porteadores y la mujer del portugués también
murieron en unos segundos. Poco después quedaban en silencio los fusiles
Hotchkiss de los soldados del suboficial belga.
Los soldados de De Vriny comenzaron a repartirse el botín. Los baenga
sólo cortaron la oreja a los negros. Cortársela a los blancos traía mala
suerte.
—Bien, muchachos —les dijo De Vriny—. Ya tenéis lo vuestro, ¿no?
Pues ahora acabemos la tarea.
—¿Qué hacemos con los cuerpos? —preguntó uno de los soldados a
sus órdenes.
—¿Y para qué crees tú, muchacho, que el buen Dios hizo los
cocodrilos y los puso en los ríos? ¡Vamos, tirad los cuerpos al agua!
Cuando salió a aquel páramo se despejaron las nubes para que la luna
brillase en su mayor esplendor. Todo parecía presidido por la luna. La luna
poseía dos inmensos ojos que no dejaban de mirarle ni un momento.
El sueño lo llevaba a Liverpool, a la gran biblioteca pública de la
ciudad. Se veía subiendo las escaleras que conducían a la sección donde
estaban los libros de Religión y de Filosofía.
No mucho después se veía allí, en la gran biblioteca, que en verdad
parecía la de su sueño. Pero el viento y la lluvia le habían barrido los
recuerdos de lo soñado. Ahora vivía la realidad. Ahora subía por las verdes
escaleras de madera que conducían a la sección de Religión y Filosofía.
Empezó a sacar libros de las estanterías: Las brujas de Lancashire,
Encantamientos y prodigios en el Noroeste, Fantasmas en Lancashire…
Eran libros con portadas grotescas, ediciones baratas, viejas, muy
sobadas… Le parecía imposible que sus padres pudieran creer en esas
cosas, más propias de niños. Miraba aquellas portadas y tenía que
aguantarse la risa. No obstante, tomó asiento en una de las mesas de
consulta.
A medida que repasaba el índice de cada uno de aquellos libros —sacó
más de media docena— se fue sintiendo mejor: Pine Dunes, al menos, no
aparecía en el índice de Encantamientos y prodigios en el Noroeste. No
había nada que temer, se dijo haciendo una mueca, aguantándose otra vez
la risa. Se entretuvo, sin embargo, leyendo lo que se anunciaba en aquel
volumen en el que no aparecía Pine Dunes. Cosas tales como una historia
acerca de un hombre que se ahorcó en una biblioteca de Everton, en la que
pasó a morar su fantasma. O como un caso de poltergeist en el Hotel
Palace de Birkdale. O historias de fantasmas escritas en el viejo dialecto
de Lancashire. Y etcétera. Afuera llovía con fuerza; la lluvia y el viento se
estrellaban contra los cristales de la sala de la biblioteca en la que se
hallaba. Varias personas leían tranquilamente en sus mesas mientras los
empleados de la biblioteca subían y bajaban tas escaleras, increíblemente
silenciosos, cargados de volúmenes, carpetas, hojas sueltas… Abrió
entonces el índice de Las brujas de Lancashire, uno de los volúmenes que
le quedaban por consultar. No tuvo tanta suerte. Se decía allí algo sobre
Pine Dunes, y de inmediato abrió la página en donde venía.
No se contaba allí gran cosa acerca de Pine Dunes. Sólo que, durante
siglos, se ha tenido su bosque por el lugar de reunión de tas brujas de la
comarca, aunque también se aseguraba que era únicamente un rumor
jamás comprobado por los estudiosos… Una nota a pie de página, sin
embargo, remitía a otro libro, Fantasmas en Lancashire, del que no había
visto más que su ridícula portada y alguna hoja suelta. Imaginaba que sus
páginas no contendrían más que estupideces, como los demás libros. Vio,
sin embargo, que había todo un capítulo dedicado a Pine Dunes.
Rápidamente abrió el libro por aquella página.
El autor había redactado su libro haciendo algo que los autores de los
demás volúmenes no habían tomado en cuenta: entrevistar a los viajeros.
Eran historias increíbles pero fascinantes y hasta divertidas. A varios
viajeros les había ocurrido lo mismo: caminaban por Pine Dunes después
del anochecer, o cuando estaba a punto de ponerse el sol, y referían cosas
como la que al propio Michael le había sucedido aquella tarde en que se
adentró en el bosque. Una oscuridad en la que se perdieron, una dificultad
enorme para salir de allí. Después de eso no dejaban que sus hijos jugaran
siquiera a la entrada del bosque, aunque fuese de día y luciera el sol. Era
un libro escrito treinta años atrás. Los viajeros allí entrevistados poco más
decían que no le resultara familiar, que no fuese lo que él mismo había
experimentado.
Un viajero, al que el autor del libro presentaba como de bastante edad,
senil e incoherente, contaba una historia por lo menos curiosa. Había oído
decir que mucho tiempo atrás —no precisaba el autor cuánto— un hombre
que iba borracho se metió en el bosque y jamás se volvió a saber de él. El
viejo al que entrevistaba el autor del libro decía que todas las noches se
escuchaban sus lamentos, que él mismo los había oído alguna vez…
Michael recordó que él había tenido la sensación de haber escuchado,
aquella noche en la que estuvo esperando el regreso de sus padres, algo
que le pareció la queja de un borracho.
Bien, ¿pero todo eso qué probaba? Michael pensaba en lo que había
leído en aquellos libros mientras regresaba a Pine Dunes en el autobús. Un
tipo borracho. Bien, vale; hay un montón de borrachos todas las noches
que vuelven a pie hasta sus casas después de haber bebido hasta hartarse
en las tabernas de las villas y pueblos vecinos… No había en aquel cuento
algo de eso que se considera diabólico, genéricamente hablando. Y por
otra parte, ¿por qué no iban a salir sus padres de noche? ¿Es que eran el
único matrimonio que lo hacía? Le dio la risa al pensar otra cosa: ¿Y si en
realidad no fueran brujos, sino cazadores de brujos, o mejor aún, cazadores
de fantasmas? A lo mejor con el paso del tiempo le sorprendían
publicando un libro sobre sus experiencias, parecido a los que había
consultado en la biblioteca… ¿Por qué no? ¿Quién no tiene algún
entretenimiento oculto, privado?
Había algo, a pesar de todo, que seguía inquietándole: la actitud de su
madre, sobre todo cuando llevó a June a la caravana.
Cuando llegó, sus padres dormían. El padre roncaba muy fuerte echado
de lado en la cama; su madre, también dormía y roncaba. Hubiera querido
decirles algo; sentía cierto pesar por dudar de ellos. Pero tenía que irse a
trabajar al club.
Montó en la bicicleta que se había comprado con su primer sueldo
semanal y partió hacia el pueblo. Pedaleó con fuerza pues quería llegar
cuanto antes. Pretendía contárselo todo a June aquella misma noche, sin
más dilaciones.
Ella, sin embargo, no apareció por el club. El club estaba hasta los
topes, lleno de gente que bailaba, cantaba, bebía y fumaba. El ambiente era
muy divertido, todo lleno de humo que parecía de infinitos colores bajo las
luces de la sala, sobre todo en la pista de baile. Michael servía las
consumiciones que le pedían, sin dejar de extrañarse por la ausencia de
June, mirando a cada poco el reloj.
—¡Mike, Mike! —lo llamaban unas chicas ahora, después unos chicos,
para pedirle una copa o para contarle un chiste; tenían esas caras de alegría
un tanto desencajadas; le parecían todos más pálidos que nunca bajo el
juego de luces de la sala.
Estaba triste, deprimido por la ausencia de June; nada le hubiera
alegrado más que verla entrar en aquel momento. Se deprimía aún más al
pensar en sus padres, al recordar la cara de su madre un par de días atrás,
cuando la llevó a la caravana.
—Tengo que volver a casa —dijo entonces al encargado.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó el otro.
—No, estoy bien… Mis padres son los que no lo están, necesitan de
mí, estoy preocupado…
—Pues habérmelo dicho antes, hombre… Bueno, tranquilo; vete, que
yo atenderé la barra… Al menos tenemos hoy una noche de lo más
divertida…
Salió a la calle y montó de nuevo en su bicicleta. La luna brillaba en el
cielo con una intensidad tal que hacía palidecer en su pobreza las luces de
la calle… Salió a la carretera y pedaleó de nuevo con fuerza… ¿Cómo
encarar a su padre y pedirle las explicaciones que pretendía? ¿Cómo
decirle a su madre lo que pensaba? ¿Se echaría a llorar, como siempre que
se le llevaba la contraria, lo hiciera él o lo hiciese su padre? ¿Y si le
dijeran que sí, que eran brujos? ¿Cómo reaccionaría? Quizás sentía más
miedo de su reacción que de la actitud de sus padres.
No podía echarse atrás, sin embargo. Por eso pedaleaba con fuerza por
la carretera que conducía a Pine Dunes. La bicicleta se deslizaba con gran
suavidad por la carretera de buen firme. La luz amarillenta de la bicicleta,
a veces, al pedalear por un cambio de rasante, descubría levemente las
formas de los árboles que había a cada lado. En ocasiones le parecía que
los troncos de los árboles, vistos a la pobre luz de su bicicleta, y a la
velocidad a la que pedaleaba, semejaban un rostro. Pero de inmediato se
decía que ya estaba bien de idioteces. Pedaleaba más fuerte entonces. No
podía haber nada más que árboles. Y mucha oscuridad entre un tronco y
otro. Nada de aprensiones estúpidas. Llegó al fin al aparcamiento de
caravanas de Pine Dunes. Las pocas que allí había no mostraban una sola
luz en sus ventanillas. La de sus padres tampoco.
Entró decidido. Despertaría a su padre. Imaginaba la escena. Su padre,
medio dormido, le miraría con ojos de asombro; él, como un policía que lo
interrogara, no repararía en su sorpresa, abordaría de inmediato, acaso
abruptamente, el asunto que le importaba. Pero sus padres no estaban. Su
cama estaba vacía.
Golpeó con gran enfado la débil paced metálica del cuarto. Una vez
más, sus padres parecían burlarse de él, o al menos desentenderse de sus
preocupaciones. Daba vueltas por la pequeña habitación, enrabietado…
Allí estaba, amontonada, la ropa, como siempre. Allí estaba la maleta en la
que su padre guardaba las cosas. Y la caja metálica en la que tenía algunos
libros y otros objetos. Se sentó en la cama, con la intención de
inspeccionar bien aquello. Pero no había espacio suficiente y se lo llevó al
saloncito.
Abrió la maleta, que estaba cerrada sin llave, y abrió igualmente la
caja. Era un sonido que le recordaba su niñez, tantas veces como abría y
cerraba su maleta y su caja el padre, durante años. Un sonido tan familiar
como la voz de su madre cuando decía a su padre:
—Deja que tenga una niñez como la de todos.
Entonces oía el ruido de la caja al cerrarse. Y a su padre, que decía:
—De acuerdo… Ya se enterará de todo cuando llegue el momento.
Ahora comenzaba a comprender aquel misterio. Pero parecía como si
sus padres no hubieran considerado que, por su edad, ya había llegado el
momento.
En la caja no había sino los libros, unas novelas de aventuras, que
tantas veces había visto, sin prestarles mayor atención… Y unos cuantos
cuadernos, que jamás había abierto cuando sólo buscaba entre las cosas de
su padre los preservativos que, según los niños que había conocido en la
escuela a la que fue un tiempo, siempre tenían guardados los padres…
Abrió los cuadernos. En unos reconoció la letra de su padre y en otros la
letra de su madre. La tinta estaba corrida en algunas páginas, no obstante
lo cual podía leerse lo escrito, y en otras parecía marrón, como sangre
reseca. Había dibujos que parecían de mapas. Y nombres que le resultaban
ahora más que familiares: El Gran Cornudo. Exham. Whitminster… Nada,
sin embargo, sobre Pine Dunes. Y había pasajes que, simplemente, no
podía leer porque no entendía una palabra.
Gran parte de lo escrito en aquellos cuadernos estaba en inglés, pero
había fragmentos, que parecían copiados de libros antiguos, escritos en
otras lenguas. Cosas que empezaban con Necro, Revelación, Glaaki,
Garimiaz, Vermiis, Theobald, y de las que apenas comprendía alguna
palabra, o sólo la intuía, o creía intuirla… Cosas, en fin, que le parecían
como pertenecientes a alguno de esos cultos extraños que había oído decir
que había en América.
Tras pasar un buen rato revisando todo aquello se levantó. Acababa de
leer algo, escrito por su madre, que parecía no tener el menor sentido.
Unas palabras que le resultaba imposible pronunciar… ¿Kuthullhoo?
¿Kuthoolhew? ¿Cómo demonios se diría aquello? Y sobre todo, ¿qué
diantres significaba?
En medio de todo, aquello le sirvió para tranquilizarse. Si sus padres
andaban metidos en algo extraño, no podía ser muy importante… Parecía
tan estúpido todo aquello… Como un juego de esos que inventan los niños
con palabras… Eran, por lo demás, gente convencionalmente normal. Con
mejor o peor humor, según los días, pero normales. Y al fin y al cabo, es
sabido que incluso grandes hombres de negocios pertenecen a sociedades
secretas que sólo se dedican a montar ritos ridículos para divertirse con la
jerga de la que sólo ellos están al cabo de la calle… A lo mejor sus padres
se habían metido en una de esas sociedades, formada por ropavejeros y
viajantes de comercio en general…
Este último pensamiento le hizo sonreír… Pero se le borró la sonrisa
de golpe, al recordar la mirada de pánico que tenía su madre en los últimos
tiempos, su mal humor, mucho más acrecentado y constante que nunca, la
forma en que se había comportado ante June… No podía hallar una razón
para todo eso, desde luego, en aquellas tonterías incomprensibles que
había leído en los cuadernos. Volvió a intentarlo y así estuvo otro largo
rato.
¡Qué pérdida de tiempo! Por mucho que lo intentaba seguía sin colegir
nada, todo le parecía cada vez más enrevesado. Como mal menor, se echó
a reír una vez más. ¿Qué sería aquello de la gestación milenaria, una de
las pocas cosas que al menos pudo leer pues venía en inglés? ¿Y lo de los
dioses antiguos? ¿A qué dioses se referiría? ¿A los griegos o a los
romanos? ¿Y lo del renacer hereditario? ¿Y lo otro acerca del renacer
hereditario y la reencarnación? Por no hablar de sentencias como la que
sigue: «Cuando la mente se abre a todas las dimensiones, se incardina. En
la incardinación todas las mentes devienen en una sola». ¡Oh, claro, eso lo
explica todo!, se reía Michael. Pero había más joyas del mismo estilo: La
ingestión. Los maitines matrimoniales. La fundición emergente…
Guardó todo aquello con gesto de hastío, tras la risa. Le pesaban los
ojos, que tenía enrojecidos, a causa de la risa y a causa también de aquella
lectura imposible. Le costaba mantenerlos abiertos y tenía que frotárselos
de continuo, a medias por el escozor que sentía y también por el sueño que
comenzaba a invadirle, reblandeciéndole las fuerzas. La caravana parecía
moverse a estrincones: era el viento. Con pereza, mientras guardaba lo que
había estado leyendo, más o menos, vio otro cuaderno en el que no había
reparado. Lo tomó, como si lo sopesara, dudando… No quería más, ya
había tenido bastante… Pero cuando lo iba a dejar en su sitio vio que de
entre las páginas se deslizaba un sobre. Lo tomó. Comprobó que había
algo escrito por su padre: Para Michael. Este sobre únicamente deberá
abrirse cuando yo no esté entre los vivos. Le dio un vuelco el corazón. Era
muy difícil sustraerse a la intención de abrir aquello para leer lo que
contenía… Dudó. Al fin se metió el sobre en el bolsillo. Le daba miedo,
por otra parte, leerlo. Quizás en otro momento. Aquella noche, no, eso
estaba claro… Bastante aprensión sentía. El viento no dejaba de azotar la
caravana como si quisiera llevársela.
Al fin se quedó dormido. No estaba aún seguro de si dormía o había
despertado ya cuando escuchó la voz de su madre. Sí, quizás estaba
despierto porque sintió también el aliento de la madre en su cara.
—Vamos, levántate ya —le decía—. Tu novia ha tenido la mejor idea
que podía ocurrírsele a alguien… Venga, ve con ella y marchaos por ahí, a
ver mundo… No sigáis aquí, te lo pido por favor, hijo mío…
Oyó también la voz de su padre, que llamaba a la mujer:
—Vamos, déjalo en paz… ¿No ves que duerme? Venga, métete de una
vez en la cama…
Silencio y oscuridad. Noche profunda. En la noche, o acaso en los
sueños de Michael, había empero muchos ruidos: un coche que arrancaba;
pasos rápidos; una portezuela cerrándose… Qué más daba. Sí, estaba
dormido. Dormir era lo único importante en aquellos momentos.
Pero entonces lo despertó la voz de su padre, alarmada.
—¡Vamos, hijo, levántate, que nos roban el coche!
Abrió los ojos con dificultad. Estaba seguro de que algo ocurría de
verdad, no en sus sueños. Intentaba levantarse cuando su padre salía aprisa
de la caravana… Michael se sentía, sin embargo, como paralizado. Quedó
unos segundos a la espera del grito de pánico de su madre, como para
cerciorarse de que algo en verdad grave estaba pasando y poder así
levantarse. Su madre se había levantado, pero no parecía asustada, al
contrario. Parecía hallarse en un estado muy próximo al letárgico.
—Cariño, hijo mío —le dijo con una voz muy débil y los ojos
entornados, tambaleándose.
Recordó entonces lo que había leído en aquel libro de June: que las
brujas tomaban drogas… Pensó que su padre había drogado a su madre.