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Los cerca de sesenta relatos de horror que escribió H. P.

Lovecraft
en su corta vida le dieron una nueva dimensión a la literatura de
terror, que ya no sería la misma después de él. Lovecraft logró
trascender el horror puramente humano de diablos, brujas y
vampiros e intuyó una realidad oculta, cósmica, terrorífica, y apenas
descriptible: imaginó un espantoso panteón de deidades, los
«Primordiales» o «Grandes Antiguos», con el dios ciego e idiota
Azatoth a la cabeza («una ruina amorfa de absoluta confusión que
blasfema y babea en el centro del infinito»), Yog-Sothoth,
Nyarlathotep —el Caos reptante—, Cthulhu —el morador de las
profundidades acuáticas—, y una alucinante caterva de alimañas
descarnadas, demacrados nocturnos, entidades sobrehumanas que
pueblan un Cosmos amoral, despiadado e indiferente al
insignificante destino del hombre: el horror abarcaba todo el
Universo, visible e invisible.
Poco a poco, amigos y escritores afines fueron agregando deidades
y sistematizando esta espeluznante cáfila, conocida como LOS
MITOS DE CTHULHU: Clark Asthon Smith, escritor californiano amigo
de Lovecraft, incluyó a Tsathoggua y a Attach-Nacha; Frank Belknap
Long a los Perros de Tíndalos; Henry Kuttner a Nygotha; Derleth a
Cthugha, etc.
La presente selección, «Nuevos cuentos de los mitos de Cthulhu»,
incluye las aportaciones hechas a los «mitos» por una segunda
generación de escritores de terror, entre los que se encuentran
Ramsey Campbell, responsable de la antología, Brian Lumley,
Stephen King, además del propio Lovecraft y Frank Belknap Long.
«Son cuentos, los aquí recopilados, en los que se percibe
claramente la definición más querida por Lovecraft de los mitos: un
resplandor de algo tan inmenso como pueda describirse, aun siendo
de origen desconocido», como explica Campbell en el prólogo a esta
edición.
AA. VV.

Nuevos cuentos de los mitos de


Cthulhu
Edición de Ramsey Cambell
Valdemar: Gótica - 49

ePub r1.1
orhi 04.11.2017
Título original: New Tales of the Cthulhu Mithos
AA. VV., 1980
Traducción: José Luis Moreno-Ruiz
Ilustración de cubierta: José Hernández: Acorralado (1965)

Editor digital: orhi


Corrección de erratas: Watcher
ePub base r1.2
en memoria de August Derleth
de cuya idea este libro es deudor
INTRODUCCIÓN
RAMSEY CAMPBELL

Para empezar, ¿qué son los Mitos de Cthulhu?


Quizás no sea una cuestión baladí preguntárselo, porque los Mitos han
sido tan elaborados, o reelaborados, tan popularizados, e incluso
hiperpopularizados, tan reescritos de continuo en busca de una versión
definitiva y unitaria, tan explicados hasta hacerlos contradictorios, en fin,
que resulta difícil a estas alturas saber qué son en sí mismos. Eso, sin
embargo, no quiere decir que sea malo, al contrario… Y espero haberlo
demostrado con la presente antología, tan rica, tan impregnada de los
Mitos, como contradictoria, diversa y sugerente.
Quizás habría que preguntarse qué fueron los Mitos. Empecemos por
ahí.
August Derleth escribió en su día que los Mitos no eran un desarrollo
ulterior de las tesis literarias de Lovecraft; éste, por su parte, nunca
pretendió darles un nombre, o mejor dicho, una entidad unitaria. Quizás
fueron los Mitos, para Lovecraft, un mero paso más en la búsqueda de la
perfección narrativa.
En 1923, en su cuento Ratas en las paredes, Lovecraft ya había
refinado suficientemente su método narrativo: el detalle, la exposición
exhaustiva y hasta morosa, la acumulación de datos e informaciones para
abundar en la lógica de los hechos referidos; una manera de narrar que se
continúa en La casa maldita, historia que, como ha escrito Lin Cárter,
hunde sus raíces en El Gran Dios Pan, de Machen. No obstante, Lovecraft
seguirá su búsqueda literaria con dedicación tan exquisita como constante
para hacer de sus cuentos de terror piezas a la vez sugestivas y creíbles.
No era, como se ha dicho en ocasiones con absoluta ligereza, un escritor
alucinado por el ocultismo, pues eso hubiera sido de una banalidad que en
nada se correspondería con la grandeza literaria de su obra. Simplemente,
trató de hacer creíble lo increíble, sentando así las bases de la ciencia
ficción y de las historias de literatura sobrenatural últimas, a las que
insufló el benéfico aliento de la modernidad para sacudirles el polvo
decimonónico que acumulaban.
Los Mitos, pues, serían así un punto de partida. Para Lovecraft no
tenían por qué resultar coherentes, una especie de cuerpo de doctrina. Por
eso se limitó a sugerir de continuo, a lo largo de su obra, que todo puede
ser aún más terrible de lo que se sospecha… o se teme. Seguramente por
eso sus narraciones siguen impresionando de manera más que comprobada
las mentes de sus lectores en nuestros días.
No obstante, es cierto que el devenir último de la literatura de género
ha hecho que los Mitos hayan corrido el peligro, no ya de vulgarizarse,
sino de convertirse en una convencionalidad literaria más. No deja de ser
irónico… Muchos han sido los autores que, pretendiendo basarse en la
literatura de Lovecraft, no han sido capaces más que de urdir ficciones
convencionalmente macabras, planas, previsibles. Por eso, al hacer la
presente antología busqué autores y obras que escaparan a esa
convencionalidad en que había caído el género en las últimas décadas.
Autores, en suma, que nada tuvieran que ver con esa literatura que,
pretendiéndose heredera de Lovecraft, pulula por ahí en innumerables
fanzines y en no menos numerosas ediciones populares. Busqué autores, en
fin, que partiendo de las tesis maestras de Lovecraft investigaran en lo que
para él fue lo más importante: el Mito como ente vivo, no como simple
arqueología literaria más o menos devenida de unas concepciones mágicas
que poco tienen que ver con las situaciones a que se ven abocados, en su
vida cotidiana, los hombres de nuestro tiempo. Un tiempo, valga decirlo,
infinitamente terrorífico.
De ahí la presente antología. Hay en ella historias que aluden
directamente a algunos cuentos de Lovecraft, pero que no por ello son
simples piezas literarias y de retórica, sino narraciones perfectamente
incardinadas en nuestros días. Hay también historias en las que se percibe
el trasunto del fino ocultismo de salón —algo con lo que coqueteó
igualmente Lovecraft pero para acceder a una dimensión distinta y
renovadora, en este caso literaria— pero en las que irrumpe con asoladora
nitidez el trepidar feroz de los tiempos modernos. Son cuentos, los aquí
recopilados, en los que se percibe claramente la definición más querida
por Lovecraft de los Mitos: un resplandor de algo tan inmenso como pueda
describirse, aun siendo de origen desconocido.
Sólo confío en que los lectores encuentren en la presente antología
algo de ese sentido del terror más profundo e inconfesable que Lovecraft
supo describir como nadie. De ahí su grandeza.
CROUCH END
STEPHEN KING

Cuando al fin se fue aquella mujer eran casi las dos y media de la
madrugada. Un poco más allá de la comisaría de policía de Crouch End,
Tottenham Lañe parecía un río muerto. Londres dormía, aunque, por
supuesto, Londres nunca duerme profundamente, por eso es una ciudad
con el sueño inquieto.
El agente Vetter cerró el cuaderno de notas en el que había apuntado
todo cuanto había sido capaz de escribir de lo que le contó aquella
norteamericana extrañamente fanatizada. Miró el teclado de su máquina
de escribir y después el blanco hiriente del folio que tenía ante sí.
—Cualquiera diría que este folio tiene la misma luz incierta del
amanecer —dijo el agente Vetter.
El agente Farnham bebía una coca-cola. Llevaba largo rato sin
pronunciar una palabra.
—Es norteamericana —dijo al fin, como si sólo eso pudiera explicar la
extraña historia que había oído contar a la mujer.
—Eso es viejo, ya lo tengo archivado —dijo Vetter y echó un vistazo
en derredor suyo buscando un cigarrillo—; en realidad, lo que me
gustaría…
Farnham rió de buena gana.
—¿Quieres decir que te crees todo eso, punto por punto? ¿De veras que
te lo crees, como estuve a punto de creérmelo yo en un principio? Hombre,
tú no eres un novato.
El agente Farnham tomó asiento cerca de Vetter. Tenía veintisiete años;
Vetter casi le doblaba la edad; Farnham no hacía mucho que acababa de
llegar del norte de la ciudad, de Muswell Hill, para tratar de reflotar su
hasta entonces poco exitosa carrera londinense en las márgenes dudosas de
Crouch End.
—Sí, quizás te lo creas todo, amigo mío —prosiguió Farnham—, pero,
en cualquier caso, si es así, deberías saber algo de lo que he colegido de
todo eso, de toda esa historia que nos ha contado esa tía, una parte
importante que pude ver… o mejor dicho, que pude oír… Me parece que
esa tía está zumbada, eso es…
—Vamos, suéltalo, Farnham —dijo Vetter, mirándole un tanto
amoscado, o quizás sólo burlón—. Sé buen chico, caramba, ayúdame un
poco. Venga, sigue con tus deducciones. No me vale que las concluyas
diciendo que está loca…
Encendió un fósforo extraído de una cajita roja que tenía dibujado un
tren y con la llama pareció iluminar por unos momentos el rostro de
Farnham, antes de encender el cigarrillo y arrojar el fósforo en el cenicero
que éste tenía a su lado. Luego le echó la primera bocanada de humo.
Vetter estaba muy pálido. Su nariz parecía un mapa cruzado por
venillas incontables. Al agente Vetter le encantaba tomarse cada noche de
guardia al menos seis buenos vasos de whisky.
—¿Te parece de veras que Crouch End es un lugar tranquilo? —
preguntó.
Farnham se encogió de hombros. Para él Crouch End era un suburbio,
sólo eso; todo lo más, una especie de vertedero.
—Sí, es un sitio tranquilo —respondió.
—Es verdad —concedió Vetter—. Esto, a las once de la noche, parece
profundamente dormido… Pero te aseguro que he visto un montón de
cosas extrañas en Crouch End. Si hubieras observado la mitad de lo que yo
he podido observar, te aseguro que compartirías conmigo mis aprensiones.
Te aseguro que aquí mismo, en estas seis o siete manzanas de casas en
cuyo mismo centro estamos, pasan las cosas más extrañas que ocurren en
Londres… Algunas me han puesto los pelos de punta, te lo aseguro;
algunas de esas cosas me han hecho adoptar ciertas precauciones… Fíjate
en el sargento Gordon, por ejemplo; dime si su pelo blanco no es el de un
muerto… O mira detenidamente a Petty… Dime si en verdad puedes
mirarlo tranquilamente, sin que te entren temblores… Para mí que Petty se
suicidó en el verano de 1976, sí, vamos, no te rías, hombre… Un verano de
los más calurosos de Londres, más aún que éste… Aquello fue… —Vetter
hizo una pausa, como si quisiera escoger bien sus palabras, y prosiguió—:
Sí, fue un verano muy tranquilo y caluroso, pero malo. Un verano
realmente malo que nos hizo sufrir mucho a bastantes de nosotros, y no
sólo por lo que tuvimos que trabajar. Hubo muchos suicidios aquel verano;
fue un verano que pareció romper… Que pareció rompernos…
—¿Que rompió qué? ¿A quién podría romper un verano? —se
impacientó Farnham, aunque lucía una sonrisa en la comisura de los labios
con la que pretendía seguir pareciendo amable con su compañero, que no
se le notara su malhumor, o su cansancio. Se decía que Vetter se mostraba
tan insensato como aquella norteamericana. O quizás fuese, sólo eso, que
estaba más borracho de lo acostumbrado. Cosas del alcohol. El alcohol
hace que a veces la gente se vuelva bastante pesada, y hasta insoportable.
Se dio cuenta entonces de que Vetter lo miraba con una sonrisa más
burlona que la suya.
—Crees que estoy pedo —le dijo.
—No, todavía no mucho, supongo —respondió Farnham suspirando
profundamente.
—Eres un buen chico —dijo Vetter—, un tío legal y buen cumplidor de
sus obligaciones; ahí estás, en esta comisaría, con tu escritorio
perfectamente ordenado, y eso que no has hecho más que trabajar…
Seguro que no te importaría golpear a cualquiera con tu porra, si tuvieras
que hacerlo… ¿Me equivoco? Aún no te he visto hacerlo, pero estoy
seguro de que eres capaz de atizar buenos porrazos.
—Por supuesto —dijo Farnham con firmeza.
Era cierto. El cumplimiento de su deber, el uso de la porra, incluso,
estaba por encima de los deseos de su mujer, Sheila, de que abandonara la
policía y se buscase otra ocupación. En la cadena de montaje de la Ford,
por ejemplo. Pero sólo pensar en eso hacía que se le revolviera el
estómago. Era un buen policía.
—Claro que no dudarías en usar tu porra a la menor oportunidad que se
te presentara de golpear a alguien —insistió Vetter—; lo llevas en la
sangre, ¿verdad? Bien, muchacho, eso te hará llegar muy lejos, descuida…
Tranquilo, que no pasarás el resto de tus días y de tu carrera en Crouch
End… Pero aún no has visto nada, créelo… Crouch End es un lugar
extraño, te lo aseguro. Echa un vistazo a nuestros archivos, Farnham… Sí,
claro, verás que casi todos los casos son los comunes; chicos y chicas que
se escapan de casa para hacerse hippies, o punkies, como se hacen llamar
ahora; hombres que salen a comprar tabaco y no vuelven a sus hogares…,
aunque, cuando hablas con sus esposas, cuando las ves, comprendes
perfectamente que se hayan largado… Y unos cuantos incendios
intencionados, a cuyos autores no logramos poner entre rejas, y robos de
bolsos, cosas así, lo normal… Pero te aseguro que, en medio de todo eso,
hay también historias ocultas, tapadas por semejante hojarasca de casos
comunes; una serie de historias que te helarían la sangre, que te
revolverían las tripas y harían que te diese un vuelco el corazón.
—¿De veras? —dijo Farnham como si no le prestara atención.
Vetter no pareció ofendido por su desinterés. Se limitó a mover la
cabeza con un gesto de lástima.
—Sí, Farnham, hay un montón de historias —dijo— mucho más raras
que la que nos ha contado esa pobre chica americana, y fíjate que tiene la
completa seguridad de que nunca volverá a ver a su marido.
Miró a Farnham, para comprobar si le prestaba ahora mayor atención,
y prosiguió al ver que sí:
—Créeme, muchacho, créeme… Ahí tienes los archivos, repásalos,
céntrate en esos casos aparentemente estúpidos, sin importancia; en esas
denuncias que parecen hechas por locos y que sacamos de las carpetas de
casos sin resolver precisamente para que no turben nuestra paz y nuestra
rutina. Lee detenidamente esas denuncias aparentemente estúpidas,
Farnham, y ya verás…
Farnham siguió en silencio, aunque lo miraba con atención creciente.
La sola idea de que pudiera encontrar en los archivos de la comisaría casos
aún más raros, o más estúpidos, que el denunciado por aquella americana,
no dejaba de llamarle la atención, o de inquietarlo. No sabía qué pesaba
más en su ánimo.
—A veces —siguió diciendo Vetter mientras le quitaba otro cigarrillo
de la cajetilla de Silk Cut—, no puedo sino pensar en el concepto de la
dimensión. Los escritores de ciencia ficción hablan mucho de eso, de la
dimensión, y hasta de las diferentes dimensiones… ¿Te gusta la ciencia
ficción, Farnham?
—No —respondió Farnham secamente.
La ciencia ficción le parecía una gilipollez absoluta, muy elaborada,
eso sí.
—¿Has leído a Lovecraft? —insistió Vetter.
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Bueno, mira; ese tipo, Lovecraft, se pasó la vida escribiendo acerca
de las distintas dimensiones —comenzó a decir Vetter mientras agitaba su
cajita de fósforos haciéndolos sonar rítmicamente—; escribió acerca de
esas dimensiones que parecen inaccesibles a nosotros, los hombres
normales. Dimensiones, por cierto, que están habitadas por monstruosos
seres inmortales capaces de hacer que un hombre enloquezca sólo con
presentarse por una vez ante sus ojos. Te aseguro, Farnham, que esos
monstruos, aun no presentándose ante nosotros, a veces nos echan el
aliento; es una verdad tan difícil de demostrar como inequívoca; es una
sensación que te hace percibir una dimensión desconocida y brutal, cuyo
terror se agranda precisamente porque los peligros que acechan
permanecen invisibles. A veces, a estas horas de la madrugada, en medio
de la tranquilidad, en medio de la rutina, en una de estas noches de guardia
en las que apenas ocurre algo reseñable, tengo la sensación de que en
realidad no consigo atisbar nada, absolutamente nada, de cuanto realmente
está ocurriendo… Todo lo que consideramos normal, saludable, lógico, me
parece entonces una especie de globo hinchado con aire, algo que se puede
desinflar en cualquier momento. Porque más allá de esas barreras de la
lógica, de la normalidad… ¿Me sigues?
—Sí, claro —dijo Farnham como si nada; tampoco quería hacerle un
feo al agente Vetter.
—A veces tengo la impresión —prosiguió Vetter— de que Crouch End
es uno de esos lugares que están más allá de las barreras de la lógica, o de
la normalidad, si lo prefieres. Es cierto que Highgate y hasta Muswell Hill
son lugares más conflictivos, como también lo son, sin duda, Archway y
Finsbury Park, cuyas comisarías son un auténtico suplicio para muchos
policías, de tanto trabajo como tienen a cualquier hora del día o de la
noche… Pero están en una dimensión normal, Farnham, en una dimensión
simplemente humana… Están, en suma, en las fronteras de la lógica y no
más allá de éstas, como ocurre, por el contrario, en un lugar en apariencia
tan tranquilo como Crouch End. Tengo muchos amigos sirviendo en esas
comisarías que te he dicho; trabajan mucho más que nosotros aquí, tenlo
por seguro; pero como me interesa el problema de las diferentes
dimensiones, les pregunto con frecuencia… Bien, la distancia entre sus
percepciones y las que yo tengo aquí es tan grande, que no he podido por
menos que preguntarme desde hace mucho tiempo si no habría que
empezar a repasar todos esos casos extraños, todas esas aparentes locuras
que hay en nuestros archivos, a la luz de unos procedimientos, no sé cómo
llamarlos, quizás menos racionales… Es evidente que, desde una
perspectiva lógica, algunas de las cosas que llega a contar la gente cuando
viene a poner una denuncia parecen demenciales. Pero no estaría de más
que nos preguntáramos por qué lo hacen, por qué vienen a contarnos cosas
que parecen increíbles y sin embargo las creen y las sufren. ¿Tenemos
derecho a pensar que están realmente locos? ¿De veras te ha parecido que
esa mujer es una loca, una mentirosa compulsiva? —extrajo un fósforo de
la cajita y tras resobarlo con los dedos durante un breve silencio, lo
rompió para añadir—; Recuerda, Farnham; una guapa mujer de veintiséis
años, con dos hijos adorables que duermen en el hotel; su marido, un joven
y brillante abogado de Milwaukee o algún lugar parecido… ¿Te parece de
verdad una loca arrebatada por alucinaciones que la hacen temerse
perseguida por monstruos?
—No lo sé —respondió Farnham bostezando—. Pero no debemos
desechar la idea de que esté algo trastornada.
—Sí, bueno, no debemos desechar esa idea, yo también me dije lo
mismo al verla llegar —concedió el agente Vetter a su compañero—. Si
estuviéramos en Archway, o en Finsbury Park, pensaría que está loca, la
pobre mujer… Pero lo cierto es que estamos en Crouch End. Y no puedo
dejar de decirme una y otra vez que aquí las cosas son distintas; que
aunque sólo fuera cierto la mitad de lo que nos contó esa pobre mujer,
estaríamos ante una realidad tan brutal como imperceptible.
Farnham guardó silencio. Empezó a preguntarse si el agente Vetter
creía en la quiromancia o en la frenología, o si pertenecía a los
Rosacruces.
—Repasa nuestros archivos, amigo mío —volvió a decirle Vetter
mientras se levantaba de su silla y se estiraba haciendo sonar sus vértebras
—. Salgo a tomar un poco de aire fresco.
Farnham lo siguió con la mirada con una mezcla de comprensión y
resentimiento.
Vetter estaba un poco bebido, de acuerdo. Y era jodidamente pesado,
de acuerdo. Era además un tipo sin iniciativa, una especie de esclavo de su
oficina, de acuerdo. Y en esta nueva era marcada por el socialismo y el
Estado del bienestar los tipos como él no tenían futuro, de acuerdo. Pero
no era mala gente.
Tomó el cuaderno de notas de Vetter y comenzó a repasar lo que éste
había escrito a propósito de lo denunciado por aquella norteamericana.
Sí, seguro que merecía la pena echar un vistazo a los archivos de la
comisaría.
Seguro que se moría de risa.

Aquella mujer, joven y guapa, había llegado a la comisaría de Crouch


End a las diez y cuarto de la noche, despeinada y con el pelo como pegado,
sin resuello, con ojos de espanto, abrazada a su bolso.
—Lonnie —decía una y otra vez—, Lonnie… ¡Tienen que encontrar a
Lonnie, por el amor de Dios!
—Bien, tranquilícese, haremos cuanto esté en nuestras manos, señora
—le dijo Vetter—. Pero díganos primero quién es Lonnie.
—Creo que ha muerto —dijo entonces la mujer—. Estoy segura de que
ha muerto —y se echó a llorar desconsoladamente, primero, para echarse a
reír a carcajadas al momento, siempre aferrada a su bolso. Estaba
histérica.
La comisaría estaba prácticamente desierta a esas horas. El sargento
Raymond atendía a una pakistaní que con una calma absoluta hacía la
denuncia del robo de su bolso en Hillfield Avenue. Trataba de tranquilizar
Vetter a la norteamericana cuando hizo acto de presencia el agente
Farnham con unos posters que puso con chinchetas en la pared. Uno de
ellos decía: «¿Tiene un sitio en su corazón para albergar a un niño sin
hogar?» El otro anunciaba: «Seis reglas básicas para hacer de su hogar
un lugar seguro durante la noche».
Farnham no pudo hacer otra cosa que sorprenderse ante la histeria que
embargaba a aquella mujer con acento norteamericano. El sargento
Raymond le hizo el típico gesto para hacerle saber que estaba loca. No
tenía el sargento mucha paciencia con las histéricas. Prefería tratar con
mujeres tranquilas, como la pakistaní que denunciaba el robo de su bolso.
—¡Lonnie! —seguía gritando la joven—, ¡Dios mío, pobre Lonnie! ¡Se
lo han llevado!
La pakistaní volvió entonces hacia ella su cara de luna morena y la
contempló atónita unos instantes. Pero de inmediato giró de nuevo su
rostro hacia el sargento Raymond, siempre en calma, para contestar a las
preguntas que le hacía.
El agente Farnham se acercó hasta Vetter y la americana.
—Señora… —comenzó a decir.
—¿Pero qué es lo que ha podido ocurrir allí? —preguntó la joven en
un susurro.
Ahora parecía haber recuperado el resuello. Farnham observó que tenía
un pequeño arañazo en la mejilla izquierda. Era realmente guapa, a pesar
de sus trazas, a pesar de su cabello revuelto y sucio. Vestía con ropas de
calidad, moderadamente caras, por así decirlo. Se le había roto el tacón de
uno de sus zapatos.
—¿Pero qué es lo que ha podido ocurrir allí? —seguía diciendo y al fin
pronunció por primera vez la palabra—: Monstruos. Esos monstruos…
Al oírle decir aquello, la pakistaní se volvió de nuevo para mirarla más
con burla que con asombro. Tenía los dientes podridos. Tras su primer
gesto dibujó en su rostro otro más conmiserativo. Después siguió
respondiendo a las preguntas que le hacía el sargento Raymond.
—Trae una taza de café a la señora y vayamos al despacho número tres
—dijo Vetter a Farnham—. ¿Le apetece tomar una taza de café, señora?
—Lonnie, Dios mío, está muerto, sé que está muerto —dijo ella por
toda respuesta.
—Bien, señora, acompáñeme, por favor; soy el agente Ted Vetter, el
viejo Ted Vetter, como me llaman aquí —dijo tomándola de un brazo para
conducirla hasta el despacho.
En el breve trayecto hasta el despacho la americana no dejó de susurrar
el nombre de su marido. Caminaba como si padeciese una pronunciada
cojera, a consecuencia de la rotura del tacón de uno de sus zapatos.
Farnham se hizo presente en el despacho poco después, con una taza de
café caliente. En la habitación no había más que una mesa convencional,
de oficina, unos archivadores, cuatro sillas y una fuente de agua fría en un
rincón. Puso el café en la mesa, ante la mujer.
—Tenga, señora —le dijo—; le hará bien tomar un poco de café, aquí
tiene el azúcar…
—No creo que pueda beber ese café, no me lo admitirá el estómago —
dijo la mujer, aunque tomó entre sus manos la taza de porcelana, un
souvenir de Blackpool, para entibiárselas.
Le temblaban las manos. Farnham temió que derramara todo el café de
la taza, quemándose encima, antes de que pudiera tomar siquiera un breve
sorbo.
—No puedo beber, no puedo tragar —dijo la norteamericana tras
intentar sorber un poco de café.
Miraba a los agentes con ojos de niño asustado, exhausto, abatido…
Curiosamente, era como si todo lo que había padecido la hubiese vuelto
más joven, aniñada incluso, más necesitada de protección; como si una
mano invisible hubiera bajado desde el cielo para quitarle veinte años de
los veintiséis que tenía. Pocas veces habían visto los agentes a un ser tan
necesitado de amparo en aquel despacho de la comisaría de Crouch End
con las paredes pintadas de blanco.
—Lonnie… Los monstruos… —repetía de nuevo—. ¿Me van a
ayudar? Necesito que lo hagan, se lo ruego… Quizás Lonnie no haya
muerto… Quizás… Miren, soy una ciudadana norteamericana —y se echó
a llorar interrumpiendo así su discurso inconexo.
Vetter le puso las manos en los hombros con mucha suavidad.
—Señora, creo que podremos ayudarla si se tranquiliza. Ya verá cómo
encontramos a Lonnie… Es su esposo, ¿verdad?
—Danny y Norma están en el hotel —dijo entre sollozos—, con la
chica que cuida de ellos… Estarán dormidos, los pobres… Se habrán
dormido pensando que su padre los despertará mañana con un beso, como
todos los días…
—Bien, señora; si pudiera tranquilizarse un poco y contarnos
detalladamente qué es lo que ha ocurrido allí… Y dónde ha ocurrido,
dónde está ese allí— dijo Farnham con cierta impaciencia.
Vetter le echó una mirada acerada, recriminatoria.
—¡Y yo qué sé dónde ha ocurrido! —exclamó la mujer entre lágrimas
—. Tampoco sé bien qué es lo que ha pasado, salvo que ha sido espantoso.
Vetter sacó entonces por primera vez su cuaderno de notas.
—¿Cómo se llama usted, señora?
—Doris Freeman. Mi marido se llama Leonard Freeman. Estamos
hospedados en el Hotel Intercontinental. Somos ciudadanos
norteamericanos.
Aquella suerte de recitado pareció tranquilizarla, hacerle recobrar las
fuerzas. Sorbió entonces un poco de café y dejó la taza en el escritorio.
Farnham observó que tenía completamente rojas las palmas de las manos.
Vetter anotaba en su cuaderno cuanto decía ella. Miró al agente
Farnham como para decirle que no le interrumpiera, que seguiría él con el
interrogatorio.
—¿Están de vacaciones? —preguntó.
—Sí —respondió la mujer—. Dos semanas aquí y otra en España…
Eso habíamos previsto. Pero no sé si podremos ir a España… ¿Es que no
me van a ayudar a encontrar a Lonnie? ¿Por qué me preguntan tantas
estupideces?
—Tratamos de hacer la recapitulación más conveniente, señora
Freeman —intervino entonces Farham con voz suave ahora; parecían
haberse puesto ambos de acuerdo para hablar así—. Vayamos ahora al
principio y cuéntenos detalladamente qué es lo que ha ocurrido.
—¿Por qué resulta tan difícil encontrar un taxi libre en Londres? —
dijo la mujer abruptamente.
Farnham parecía tener la respuesta oportuna para aquella pregunta
imprevista, pero se le adelantó Vetter:
—Es difícil decirlo, señora… Quizás se deba a los muchos turistas que
hay en esta época del año… A ciertas horas, por otra parte, se produce el
cambio de conductores, ya sabe… Unos trabajan de día y otros lo hacen de
noche. Mientras hacen el cambio de turno, hay un cierto espacio de tiempo
en el que los taxis no circulan… ¿Tuvieron algún problema con cualquier
taxista para venir desde el centro de la ciudad a Crouch End?
—Sí, claro que sí —dijo la mujer mirándole ahora con una luz de
agradecimiento en los ojos, por la comprensión del agente—. Salimos del
hotel a las tres de la tarde para ir a la librería Foyle… Está en Cambridge
Circus, ¿verdad?
—Cerca de allí, sí —respondió Vetter—. Es una librería excelente,
¿verdad, señora?
—No tuvimos ningún problema en tomar un taxi al salir del hotel para
dirigirnos a la librería —prosiguió ella—. Pero cuando abandonamos la
librería Foyle…, bueno, quizás pasó lo que usted ha dicho, lo del cambio
de turno de los taxistas… El caso es que circulaban muchos con la luz
encendida pero no hacían caso a nuestra llamada. Cuando al fin se paró
uno, al decirle Lonnie que íbamos a Crouch End, el tipo se echó a reír
moviendo la cabeza hacia los lados, como si fuésemos dos imbéciles, y
nos dijo que mejor tomáramos otro taxi.
—Vaya, no debía de ser un taxista muy educado —observó Farnham.
—Incluso rechazó la propina de una libra que le ofrecía Lonnie por
traernos aquí —añadió Doris Freeman con ese tono de perplejidad con que
cuentan sus aventuras por Europa los norteamericanos—. Tuvimos que
esperar cerca de media hora hasta conseguir un nuevo taxi, cuyo conductor
aceptó llevarnos. Eran ya casi las cinco y media, o quizás las seis menos
cuarto. Y entonces fue cuando Lonnie se dio cuenta de que había perdido
la dirección…
La mujer se echó a llorar de nuevo.
—¿A quién iban a ver? —preguntó el agente Vetter tras dejar que se
desahogara.
—A un colega de mi esposo, un abogado que se llama John Squals. Mi
esposo y él no se conocían personalmente, pero habían hablado por
teléfono muchísimas veces porque sus dos bufetes, ¿cómo se dice? —
habló entonces con gran abatimiento.
—¿Están asociados? —sugirió Vetter.
—Sí, eso es… Durante los últimos cuatro años, además de hablar por
teléfono frecuentemente, mi esposo y el señor Squals se han escrito todas
las semanas. Cuando el señor Squals supo que estábamos ya en Londres
nos invitó a cenar. Lonnie siempre escribía al señor Squals al bufete, claro,
pero había apuntado su dirección particular en una servilleta de papel. Una
vez en el taxi, descubrió que la había perdido… Sólo recordaba que la casa
estaba en Crouch End.
Miró alternativamente a los dos policías y añadió:
—Crouch End… Es un nombre realmente feo[1].
—¿Qué hicieron entonces? —continuó Vetter con su interrogatorio.
La mujer hizo un gran esfuerzo para seguir hablando. Cuando acabó, se
había bebido el contenido de la primera taza y el de otra más. El agente
Vetter había llenado varias páginas de su pequeño cuaderno de notas con
su letra prieta.

Lonnie Freeman era un hombre alto y fuerte que inspiraba confianza y


derrochaba salud. Nada más subirse al taxi, a sus anchas en el asiento de
atrás, comenzó a hablar tranquilamente con el taxista de cosas sin mayor
importancia, el tráfico, la ciudad, el buen tiempo que hacía… Doris
Freeman, al verlo allí sentado, a su lado, sonrió y no pudo por menos que
recordar cuando se conocieron, aquel día en que lo vio por primera vez en
el banquillo del equipo colegial de baloncesto en el que jugaba Lonnie,
sentado y con las rodillas llegándole casi a la altura de las orejas,
inclinado hacia el frente, con sus largos brazos colgando y balanceándose
entre sus piernas. La única diferencia radicaba en que aquella vez vestía de
baloncestista y tenía una toalla al cuello, mientras que en el taxi iba
correctamente ataviado con traje y corbata. La verdad es que no había
destacado mucho en la práctica del baloncesto, ni de ningún otro deporte, a
pesar de su gran fuerza física, quizás porque no se había empleado a fondo
en ello, más atento a los estudios que a otra cosa. Ahora había perdido
aquella maldita dirección, él, al que no le solían pasar esas cosas.
El taxista oyó atento, y lamentándose por tan mala suerte, cómo
Lonnie confesaba a su esposa que había perdido la dirección a la que
pretendían dirigirse, mientras revisaba cuidadosamente todos los bolsillos
de su traje.
El taxista era un hombre muy correcto, elegante incluso, con su traje
gris perla de verano; la verdad es que en nada se parecía a uno de esos
taxistas de Nueva York que tienen pinta de cualquier cosa… Sólo su gorra
de taxista daba fe, por así decirlo, de que se dedicaba al oficio; así y todo
la lucía con bastante elegancia, como si le confiriese un rango superior al
de los demás conductores.
El tráfico era fluido en las cercanías de Cambridge Circus; en un teatro
ante el que pasaron se anunciaba la representación de Jesús Christ
Superstar, tras ocho años de éxitos ininterrumpidos.
—Bueno, si le parece —dijo el taxista—, los llevaré hasta Crouch End
para dejarlos en un lugar céntrico, es una zona muy amplia…
Y Lonnie, que jamás había estado en Crouch End, ni en cualquier otro
lugar fuera de los Estados Unidos, aceptó resignadamente.
—No, mejor haremos otra cosa —anunció el taxista—; iremos a la
zona más céntrica de Crouch End y buscaremos una cabina, para que
pueda llamar a sus amigos y preguntarles la dirección. Después les llevaré
hasta su casa.
—Estupendo —dijo Doris Freeman, contenta, como si se le quitara un
gran peso de encima.
Estaban en Londres, era su sexto día en la ciudad. Se dijo que nunca
podría estar en otro lugar donde la gente fuera tan amable, tan educada, tan
civilizada…
—Muchas gracias —dijo Lonnie al taxista y se abandonó en el asiento,
también tranquilizado. Echó un brazo sobre los hombros de su esposa y
sonrió contento—. ¿Lo ves, cariño? Todo tiene solución.
—Sí, menos mal —dijo ella devolviéndole la sonrisa.
Comenzaban a atravesar lo que debía de ser las afueras de la ciudad, un
lugar lleno de casitas pequeñas en las que parecía difícil que cupiese un
hombre tan alto como Lonnie; casitas de habitaciones más pequeñas,
probablemente, que el interior de aquel taxi de Londres, en cualquier caso
más amplio que los de Nueva York.
—Bien —dijo el taxista—, pongamos rumbo hacia Crouch End.
Era finales de agosto y el aire tibio de la tarde desperdigaba rastrojos
por la carretera y agitaba las chaquetas de los hombres y levantaba las
faldas de las mujeres, que volvían a casa después de trabajar. El sol
iniciaba su declive sobre los pisos más altos de los edificios que se veían a
los lados de la carretera, con un fulgor rojo que sorprendió a Doris. El
taxista carraspeó un par de veces. Ella, relajada, se abandonó sobre
Lonnie, que seguía abrazándola, contenta de tenerlo junto a sí más tiempo,
en aquellos seis días, que en todo un año. Se sentía feliz de comprobar que
se querían, y aún más, que se gustaban todavía. También era la primera vez
que Doris salía de los Estados Unidos, por lo que se repetía contenta, con
extraordinaria admiración, que estaba en Inglaterra, que estaba en
Londres, que miles de americanos desearían tener tanta suerte como ella.
Pronto se dio cuenta de que había perdido el sentido de la orientación.
Descubrió que, por su manera de conducir, era una especie de cualidad que
tenían los taxistas de Londres. La ciudad parecía haber quedado atrás
definitivamente y ahora atravesaban, tras tomar varios desvíos, una zona
en la que se alternaban las colinas y los humedales, salpicados algunos
caminos que corrían en paralelo a la carretera de pequeñas casas de
labranza y algún que otro hostal. Le parecía imposible orientarse en aquel
lugar, aun yendo a pie. Por otra parte, ya habían hablado el día anterior
acerca de lo mucho que corren los taxistas de Londres; Lonnie dijo que
preferiría que circulasen más despacio, aunque les concedió que eran
ciertamente diestros.
Aquél, sin embargo, era el taxista que más corría de cuantos hasta
entonces habían conocido. Claro que transitaban ahora por una carretera y
no por el centro de la ciudad. Pronto vieron, a través de un sinfín de
carreteras de circunvalación en varios niveles, algo que parecía una
ciudad; poco después atravesaron una zona, lo que sin duda era el acceso a
Crouch End, en la que se alzaban edificios idénticos los unos a los otros.
Pero no se veía un alma. O sí (corregiría esta primera impresión en el
despacho, ante los agentes Vetter y Farnham, para decirles que sí, que vio
a un niño sentado al borde de la carretera, un niño que se entretenía en
encender cerillas y arrojarlas prendidas al suelo). Después pasaron por otra
zona en la que sí había algo de vida, más edificios, algunas tiendas,
fruterías… Pero no pudo precisar más. En efecto, los taxistas de Londres
hacen imposible que los viajeros puedan fijarse mucho en lo que parece
correr más allá de las ventanillas de sus coches.
—Puede que hubiera incluso un McDonald’s —se aventuró a decirles a
Vetter y a Farnham, con un tono de voz propio de quien habla sobre una
esfinge o sobre una aparición.
—¿Y qué más? —preguntó entonces Vetter, siempre respetuoso y
gentil con la mujer, a la que por nada del mundo quería alterar ahora que
parecía expresarse con mayor calma, ahora que parecía comenzar a
recordar cosas que podrían resultarle útiles, ahora que se le habían secado
las últimas lágrimas.
Aquella zona en la que pudo haber visto el McDonald’s era lo último
que recordaba con claridad Doris Freeman. Eso, y que el sol cada vez
parecía más anaranjado y grande, dominándolo todo, una especie de gran
bola de color naranja que comenzaba a situarse sobre el horizonte tras
haber barrido las calles, los caminos y las carreteras con su extraña luz,
con aquella luz que hubiera cegado a cualquier transeúnte.
—Tuve la sensación de que las cosas comenzaban a cambiar, no sé —
prosiguió Doris, de nuevo con la voz quebrada, con un temblor más que
evidente en las manos.
—¿Que las cosas comenzaban a cambiar? —dijo Vetter tratando de
sacarla de la abstracción en la que parecía a punto de sumergirse de nuevo
—. ¿En qué sentido cree usted que las cosas comenzaban a cambiar,
señora Freeman?
Recordó entonces, como en una nebulosa, que pasaron junto a un
kiosco de periódicos y que pudo ver un enorme titular en el que se leía:
«Sesenta desaparecidos en el subterráneo del horror».
—¡Lonnie, mira eso! —había gritado a su marido.
—¿Qué? —dijo él mientras se volvía para dirigir la mirada hacia el
punto que ella le señalaba, pero el kiosco ya había quedado muy atrás.
—Un periódico decía —repitió ella—: «Sesenta desaparecidos en el
subterráneo del horror». ¿No llaman así al metro[2]?
—Sí, y también el tubo —dijo Lonnie—. ¿Se refería a un accidente?
—No lo sé, no he podido ver más… Oiga —se dirigió ahora al taxista
—, ¿sabe usted a qué se refería ese titular? ¿Ha habido un accidente en el
metro?
—¿Un accidente, señora? Pues no lo sé, la verdad, no he oído nada al
respecto…
—¿Lleva radio en el coche?
—No, señora, lo siento.
—¿Lonnie?
—¿Sí, cariño?
Pero de inmediato se dio cuenta de que Lonnie había perdido todo
interés por el asunto. De nuevo revolvía en sus bolsillos, sacando un
montón de papeles, pero sin encontrar la maldita servilleta en la que había
apuntado aquella dirección a la que pretendían dirigirse.
Aquel titular se había convertido en una especie de martillo que
golpeaba implacablemente su cabeza. Se dijo que la noticia, en realidad,
correctamente redactado el titular, debería expresar «Sesenta muertos en
un accidente en el metro». O quizás, «Sesenta muertos en un choque de
trenes en un túnel del metro». Algo así. No podía dejar de pensar en ello.
Sería lo más lógico. Pero poner «Sesenta desaparecidos en el subterráneo
del horror»… No parecía la manera más lógica de dar la noticia. ¿Por qué
hablar de desaparecidos en vez de poner muertos?
Aquello de el subterráneo del horror le parecía espantoso. Le hacía
pensar en tumbas, en panteones, en fosas comunes… En cosas desde luego
más desagradables que un simple convoy del metro y los túneles por los
que discurren los trenes suburbanos. Como si algún monstruo con
tentáculos, y que viviera bajo tierra, se hubiese hecho presente de golpe
para arrancar del andén a los ciudadanos que pacíficamente esperaban la
llegada de su metro, y llevárselos a la oscuridad más absoluta…
Giraron entonces a la derecha. En la esquina de la calle por la que
transitaban vieron a tres muchachos con pantalones y cazadoras de cuero,
conversando junto a sus motos aparcadas. Se volvieron para mirar hacia el
taxi y a quienes lo ocupaban. Doris también les miró, pero a la luz de
aquel sol en poniente tuvo la sensación de que los moteros eran seres
desprovistos de rostro. Más aún, tuvo la sensación de que aquellos cuerpos
perfectamente humanos, poseían, sin embargo, cabezas de rata
gigantescas, con sus ojos enrojecidos. Ojos enrojecidos y con un puntito
negro en el centro, que se clavaban en el taxi. Una mirada más atenta, no
obstante, le demostró lo erróneo de su apreciación primera: eran sólo tres
muchachos de no más de veinte años, que fumaban y se reían
tranquilamente ante una tienda, una versión británica de las típicas tiendas
americanas de carretera en las que venden refrescos, galletitas, cigarrillos,
cosas así.
—Bueno, pues parece que ya estamos llegando —dijo Lonnie.
Un poco antes habían pasado junto a un cartel en el que se leía Crouch
Hill Road. Una hilera de casas, que parecían sin habitar, les miraba a
través de sus ventanas cerradas.
Se veían, no obstante, algunos chiquillos jugando no muy lejos de las
casas. Varios de ellos montaban en bicicleta, otros patinaban… Dos de los
que patinaban se cayeron casi al unísono. Los padres de algunos, que ya
habían regresado del trabajo, les miraban desde las puertas de las casas
mientras fumaban y conversaban entre sí. Todo parecía perfectamente
normal.
El taxista, aminorando ahora la marcha, se dirigió hasta un pequeño
restaurante en cuya entrada se anunciaba la preparación de algunas
especialidades listas para ser llevadas a casa. Tras la ventana del hostal
contiguo un gran gato gris dormía tranquilamente. Entre el restaurante y el
hostal había una cabina telefónica.
—Ahí la tiene, señor —dijo el taxista—. Pregunte a su amigo a qué
dirección hemos de ir y les llevaré en un minuto.
—Muy bien —dijo Lonnie dirigiéndose a la cabina.
Doris salió entonces del taxi para estirar las piernas. Aún soplaba un
viento tibio que la obligaba a sujetarse la falda para que no se le subiera
más allá de las rodillas y notó que una ráfaga le pegaba en la barbilla algo
que parecía un poco de helado. Se lo quitó rápidamente con un gesto de
asco. Cuando alzó los ojos se encontró con los del gran gato gris, que la
miraba tras la ventana, no con los dos, sino con uno; el otro lo tenía velado
por una gran catarata. Emitió un maullido, como si le pidiera que dejara de
mirarlo.
Un tanto incómoda, anduvo para dirigirse a la cabina. Lonnie, al verla,
hizo el gesto de OK con la mano para decirle que todo iba bien; acababa de
marcar el número y al momento observó Doris que hablaba con alguien.
Vio que se reía, que la miraba a través del cristal, y le pareció que lo hacía
como la había mirado antes el gato a través de la ventana. Se reprochó
aquella tontería. Se volvió para mirar hacia donde estaba el gato, pero no
lo vio entonces. Sólo vio, a través del cristal, mesas, sillas… Y a un viejo
que pasaba con desgana la escoba por el suelo. Se volvió de nuevo hacia la
cabina y observó que Lonnie sacaba un papel y un bolígrafo, y se disponía
a apuntar. Vio que en efecto apuntaba lo que debía de ser una dirección.
Luego dijo Lonnie un par de cosas más, colgó el auricular y salió de la
cabina con aire triunfal.
—Bueno, ya hemos resuelto el problema —sus ojos echaron un vistazo
en derredor y preguntó sorprendido—: ¿Dónde está el taxi?
Ella también miró en derredor suyo. El taxi había desaparecido. No
había más que unos papeles, desplazándose perezosos según soplara el
viento, allá donde había estado aparcado el automóvil. Un poco más abajo,
en la acera, dos niños jugaban empujándose entre risas. Iban sobre sus
patines. Doris observó que uno de ellos padecía una deformación; una de
sus manos no era en realidad tal sino una especie de garra; se dijo que el
servicio nacional de salud pública seguramente se ocupaba de casos así. El
niño alzó la vista, vio que ella le miraba con cierta aprensión y volvió a
empujarse con el otro, de nuevo entre risas.
—Vaya, qué cosa más rara lo del taxi —dijo Doris.
Se sentía, no ya desorientada, sino un poco estúpida. El viento volvía a
producirse en ráfagas fuertes, aunque aún templadas; la luz parecía
hundirse lentamente, pero sin tregua, en el crepúsculo.
(—¿Qué hora era entonces? —le había preguntado el agente Farnham
en ese punto de su relato.
—No podría decirlo con exactitud, quizás las seis, no lo sé —
respondió Doris Freeman—. O quizás las seis y veinte, no creo que fuese
más tarde.
—Bien, siga usted, por favor —le dijo Farnham, que sabía
perfectamente que a finales de agosto la puesta de sol no se produce en
Londres antes de las siete de la tarde, o más).
—¿Pero qué demonios pretende ese taxista? ¿Se habrá vuelto loco?
¿Será posible que nos haya dejado aquí tirados? —decía Lonnie sin salir
de su asombro.
—Quizás vio que hacías ese gesto con la mano, cuando estabas en la
cabina, para decirme que todo iba bien, e interpretó que podía marcharse,
quién sabe… —sugirió Doris.
—Me extraña, porque aún no le había pagado las dos libras y pico que
tenía que soltarle —dijo Lonnie dando unos pasos y mirando a uno y otro
lado de la calle.
Al otro lado de Crouch Hill Road ahora, los niños seguían jugando a
empujarse entre risas.
—¡Eh, vosotros! —los llamó Lonnie.
—¿Es usted americano, señor? —le preguntó uno de ellos mientras
cruzaba la carretera para dirigirse a él; era el que tenía la mano como una
garra.
—Sí —le respondió Lonnie con una sonrisa—. ¿Has visto un taxi que
estaba aparcado aquí mismo hace un rato? ¿Has visto en qué dirección se
ha ido?
El niño pareció considerar seriamente el caso. Quien iba con el de la
mano como una garra era en realidad una niña de unos cinco años, con el
pelo corto rizado y de color castaño. Seguía en el lado opuesto de la
carretera. Hizo bocina con sus manos y gritó dirigiéndose a su amiguito:
—¡Que te jodan, Joe!
Lonnie no pudo evitar que la sorpresa ante lo oído le dejara la boca
abierta.
—¡Es una maleducada! —dijo el niño dirigiendo a la pequeña un gesto
obsceno con su mano como una garra.
Poco después se reunían de nuevo y patinaban en dirección a la esquina
más lejana, sin dejar de empujarse. Poco a poco fue perdiéndose su risa en
la distancia.
Lonnie miró a Doris con una sonrisa apesadumbrada.
—Supongo que no les gustan los americanos —dijo.
Ella volvió a mirar a uno y otro lado, nerviosa. La calle estaba
completamente desierta.
—Bueno, cariño —dijo Lonnie abrazándola—; alegra esa cara, ya
saldremos de aquí.
—No estoy muy segura… Temo que esos dos hayan ido a buscar a sus
hermanos mayores para hacernos cualquier cosa —y arrepentida de
inmediato de lo que había dicho se echó a reír, como para dar a entender a
su marido que era una broma.
Pero estaba de veras asustada, aquella situación no le gustaba nada. El
atardecer poseía un tono surreal que no podía por menos que alterar sus
nervios. Dijo casi en un susurro que hubieran hecho mejor quedándose en
el hotel.
—Pues no faltó mucho para que volviéramos allí —dijo él—.
Recuerda lo que nos costó conseguir un taxi.
—¿Por qué crees que se ha largado? No se me ocurre ninguna razón
para que nos haya dejado aquí, de cualquier manera…
—No tengo la menor idea —admitió Lonnie—. La verdad es que John
me ha dado por teléfono, aparte de su dirección, una serie de indicaciones
que le hubieran hecho fácil el trayecto a ese taxista… No sé por qué
demonios se ha largado…
Echaron a andar como sin darse cuenta, alejándose de la cabina de
teléfonos, del restaurante que servía comidas para llevar a casa, a lo largo
de Crouch Hill Road.
—Tenemos que girar a la derecha, al llegar al final de esta carretera, y
entrar en Hillfield Avenue; luego tomaremos la primera calle a la
izquierda, y después la primera a la derecha, que es Petrie Street. Una vez
allí, nos metemos por la segunda calle a la izquierda, que es Brass End,
donde vive John.
—¿Serías capaz de recordar todo eso sin mirar el papel? —le preguntó
Doris.
—Ponme a prueba —dijo retándola en broma y provocando la risa de
su mujer.
Lonnie tenía la cualidad de hacer fáciles y llevaderos los momentos
más difíciles.

En la pared del despacho había un plano de toda el área de Crouch End.


El agente Farnham se acercó y comenzó a estudiarlo con las manos en los
bolsillos. En la comisaría no había la menor novedad, todo estaba
perfectamente en calma. Vetter aún no había regresado de su paseo —
seguramente aclarándose las ideas, despejándose la mente, confiaba
Farnham— y Raymond ya había tramitado la denuncia de aquella mujer a
la que habían robado el bolso.
Farnham puso un dedo en el lugar donde debía de haber dejado el taxi
al matrimonio norteamericano (si es que cabía creer la historia que les
había contado aquella mujer, pues él aún tenía dudas), y sí, vio que el
camino para llegar desde allí hasta la casa del abogado no era realmente
difícil… Crouch Hill Road, Hillfield Avenue, Vickers Lañe, Petrie Street,
Brass End… En esta calle, la del abogado, no había más que seis u ocho
casas, distantes las unas de las otras… La calle no tenía más de una milla
de larga. Nadie podía perderse allí.
—¡Raymond! —llamó—. ¿Aún estás ahí?
Raymond acudió a su llamada. Ya estaba vestido de calle; se ponía
ahora su cazadora, dispuesto a irse a casa de una vez por todas.
—Sólo estoy para ti, mi querida nenita barbuda —bromeó con
Farnham.
—Pues espera un poco y verás —le dijo Farnham con una sonrisa
malévola.
Raymond le temía. Sabía que era uno de esos tipos para los que la
defensa de la ley y orden es lo primero, a costa de quien sea, incluso de la
jornada laboral de sus compañeros. Raymond también había prestado
servicios más que notables; lucía una cicatriz que le iba de la comisura
izquierda de la boca hasta la manzana de Adán. Tiempo atrás un tipo había
estado a punto de mandarlo al otro barrio con una botella rota.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Raymond.
Farnham le dio uno. Su cajetilla estaba a punto de quedarse vacía.
—¿Hay alguna tienda en la que vendan curry en Crouch Hill Road? —
le preguntó Farnham mientras le daba fuego.
—Que yo sepa, no, amor mío —siguió bromeando Raymond.
—Eso me parecía…
—¿Algún problema, muñeca?
—No —respondió Farnham un tanto sombrío, recordando los ojos de
espanto de Doris Freeman, su cabello revuelto y como sucio, grumoso.

A la altura debida de Crouch Hill Road, Doris y Lonnie tomaron por


Hillfield Avenue, alegrándoles la vista la contemplación de las bonitas
casas, pequeñas como conchas que salpicaran las aceras, que allí había.
Doris no pudo dejar de pensar que, de tan pequeñas y coquetas, aquellas
casas tenían que haber sido construidas por alguien que manejara los
instrumentos de diseño con la precisión con que un cirujano maneja el
bisturí, para hacerles las distintas habitaciones.
—Esto está muy lejos pero es una zona bonita —dijo Lonnie.
—Sí que lo es; parece… —iba a decir ella, pero fue entonces cuando
oyeron un lamento, alguien que se dolía quedamente.
Se detuvieron. El lamento venía de su derecha, de unos setos entre los
pequeños jardines de acceso a dos casas. Lonnie trató de precisar con
exactitud dónde se producía aquella queja, y una vez lo supo se dirigió allí
con los brazos abiertos.
—No, Lonnie, cuidado —lo previno Doris.
—¿Es que no ves que alguien está herido? —dijo extrañado a su
esposa.
Ella echó a andar tras él, nerviosa y asustada. Entre los setos había un
estrecho sendero por el que se podía transitar, entre ramitas, hojas y flores.
Ya en aquel estrecho sendero tuvieron la sensación de que el verde
primaba por sobre todos los colores. Un verde muy intenso. Estaban justo
en la mitad cuando el sendero se tornó negro y humeante —o ésa fue la
primera impresión que tuvo Doris, eso fue lo que recordaba de manera
más vívida.
Intentó ver por encima de los hombros de Lonnie, que la precedía, pero
le resultó imposible. Era mucho más alto que ella. No recordaba más que,
apenas un segundo después, se hallaban ante un hoyo negro del que
emanaba más humo.

«Sesenta desaparecidos en el subterráneo del horror». Eso fue lo que


recordó entonces abruptamente.
El humo salía lento y espeso del hoyo. Lonnie se agachó como para
meterse allí.
—¡No, Lonnie, no lo hagas, por favor! —le gritó ella.
—Seguro que hay alguien herido —repitió él cuando ya tenía más de la
mitad del cuerpo dentro, cuando se sujetaba aún con las manos al borde.
Doris observó que apenas se metió Lonnie por completo en el hoyo,
desapareció el borde cubierto por el humo. Un sonido extraño, como el de
un cuerpo que cae sobre algo que no es agua ni una superficie dura, fue
todo cuando le llegó, si bien de manera vaga, imprecisa. Temerosa de caer,
intentó dar un rodeo para apartarse de donde suponía que estaba el hoyo,
de donde seguía saliendo lentamente un humo muy denso que no se
elevaba más allá de sus zapatos, pero las ramas y las hojas del seto se lo
impedían. Incluso le rasgaron la blusa.
—¡Lonnie! —llamó presa del pánico, con una voz muy débil—. ¡Sal
de ahí, Lonnie, por favor!
—¡Espera un minuto, cariño! —oyó la voz de Lonnie, que se producía
bajo tierra.
La casa que se alzaba al final del camino del seto parecía contemplar a
la mujer, no ya impasible, sino con enojo. Eso sintió Doris.
Seguía saliendo humo; seguía produciéndose un sonido extraño,
indefinible; un sonido que por momentos se le antojaba gutural y al poco
el de una masticación graciosa y divertida… ¿Estaría Lonnie, allá abajo,
oyendo lo mismo que ella?
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? —oyó decir a Lonnie, y después—; ¡Oh,
Dios mío!
Siguió un grito aterrador de Lonnie. Jamás le había oído gritar así. Fue
un grito de espanto. A Doris comenzaron a temblarle las piernas. Miró
tratando de alcanzar con sus ojos la entrada a aquel sendero maldito entre
los setos, pero no vio nada, absolutamente nada… Salvo, al instante, o al
menos eso le pareció, algo que ya había visto antes: los moteros a los que
creyó con cabeza de rata, aquel gato con un ojo velado por una gran
catarata, el niño con la mano como una garra… Todo eso pasó ante sus
ojos aunque no estuviera segura de verlo realmente.
Trató de llamar de nuevo a Lonnie pero no le salió la voz.
Comenzaron a llegarle sonidos como de pelea, siempre desde abajo.
Cesó el humo. Oyó entonces algo parecido al ruido que hace un cuerpo
cuando se arrastra sobre la tierra, y vio emerger lentamente a Lonnie.
Parecía haber librado un duro combate con alguien. Tenía destrozada la
manga izquierda de la chaqueta de su traje; todo él aparecía tiznado, con
quemaduras en la chaqueta y en los pantalones. Olía a humo.
—¡Corre, Doris, corre! —dijo a su esposa con un hilo de voz.
—Lonnie, ¿qué pasa?
—¡Corre! —insistió demudado, sacando fuerzas de donde no las tenía.
Doris, terriblemente asustada, miró a un lado y otro. Buscaba un
policía, a cualquier persona, alguien a quien pedir auxilio. Pero Hillfield
Avenue parecía, más que parte de una gran ciudad, un desierto, cualquier
lugar en el que fuese imposible la vida. Miró a su espalda y vio que en el
lugar donde debía estar el hoyo algo se movía, algo que no podía ver con
claridad, algo mucho más que negro; quizás fuera del color del ébano, se
dijo; en cualquier caso, lo que percibía era la antítesis de la luz.
Era algo, además, que sugería viscosidad.
Al instante, para colmo, las cortas ramas del seto comenzaron a
moverse, como si reptaran, a la altura de sus pies. Como hipnotizada,
presa de una parálisis completa, de una fascinación que a la vez le
resultaba asquerosa, no pudo seguir. Se quedó allí clavada. Creyó por unos
instantes que jamás sería capaz de dar un paso, que allí mismo la
sorprendería la muerte (eso dijo a los agentes Vetter y Farnham), si Lonnie
no acertaba a tomarla con fuerza de un brazo y sacarla de allí, aunque
fuese arrastrándola, gritándole que corriera, insultándola incluso para que
lo hiciese, él, que jamás levantaba la voz, que nunca reñía a los niños, que
era todo cariño y comprensión para con ella.
Un segundo después fue consciente de que ambos corrían.
—¿En qué dirección? —le había preguntado Farnham.
No supo qué responder al agente. Sólo acertaba a recordar entonces
que Lonnie corría tan despavorido como anonadado. Lo vio preso de un
pánico histérico; lo vio incapaz de infundirle los ánimos que en las peores
situaciones hacían que se supiera protegida por él. Lonnie no podía ni
hablar. Se atenazaba a ella con dedos que la herían. Corrían para alejarse
cuanto pudieran de aquella maldita casa y su pequeño jardín, de los setos,
del hoyo… Corrían para alejarse del humo. Doris sólo recordaba que lo
que había a su alrededor, mientras corrían, era vago. No estaba segura ya,
siquiera, de que hubiese algo real, tangible y constatable.
Recordaba también que si primero les costó correr, al poco iban a gran
velocidad, como si descendiesen por las faldas de una colina. Pero todo, a
su alrededor, era de un color verde intenso; lo que parecía una casa, lo que
se suponía era una acera, la calzada… Tuvo Doris entonces la impresión
de que aquella sensación extraña, de calor y viscosidad, les seguía.
Recordaba vagamente a Lonnie despojándose de lo que le quedaba de su
chaqueta, arrojando al suelo aquella tela quemada. Y de pronto se hallaron
en una calle más ancha.
—¡Para, Lonnie, para! —le gritó ella—. No puedo más, Lonnie, no me
aguantan las piernas…
Lonnie apretaba su mano con una gran violencia. En mitad de la
calzada se alzaba algo que parecía una espiga gigantesca que despedía
mucho calor, de un rojo intenso. Pero comprobaron de inmediato que no
era más que el reflejo del sol en poniente.
Y Lonnie detuvo su carrera. Parecían lejos de la zona residencial.
Estaban en la esquina de Crouch Lañe con Norris Road.
Vetter, en este punto del relato, preguntó a Doris si en aquel lugar no
habían visto un cartel que avisaba de que estaban a una milla de distancia
de Slaughter Town.
—No era Slaughter Town —había respondido Doris al agente—; allí
ponía Slaughter Towen, con e.

Raymond aplastó la colilla del cigarrillo que le había dado Farnham.


—Bueno, me largo —anunció mirando con cierta inseguridad a
Farnham—. Creo que no me necesitas, muñeca, sabes cuidar de ti misma,
preciosa… ¡Vaya manos tan peludas que tienes, cariño, una nena tan linda
como tú!
Raymond remató sus bromas con una sonora carcajada.
—¿Sabes algo de Crouch Lañe? —le preguntó Farnham.
—Querrás decir Crouch Hill Road —dijo Raymond.
—No, digo Crouch Lañe —insistió Farnham.
—Jamás he oído hablar de ese sitio.
—¿Y de Norris Road?
—Sí, Norris Road, en Basingstoke.
—No, aquí —dijo Farnham.
—No, querida…
Por alguna razón que Raymond no podía entender, aunque suponía que
algo de todo aquello se relacionaba con la loca a la que había visto llegar
pidiendo socorro, Farnham insistía:
—¿Te suena Slaughter Towen?
—¿Towen en vez de Town?
—Eso es.
—Tampoco he oído hablar de un lugar que se llame así, muñeca, te lo
juro… Ten por seguro que no hubiera olvidado ese nombre…
—¿Por qué? —inquirió Farnham.
—Pues porque en la antigua religión de los druidas, el towen, o touen,
era el lugar donde se hacían los sacrificios rituales. Allí te hubieran
extraído el hígado y los pulmones, nena… Anda, venga, déjame ya en
paz… Que tengas felices sueños, guapísima.
Raymond subió de un tirón la cremallera de su cazadora hasta la
barbilla y salió.
Farnham lo vio marcharse. Se preguntaba qué demonios podía
significar todo aquello. Y cómo era que un tipo tan rudo y en ocasiones
hasta grosero como Sid Raymond, aunque buena gente, pudiera saber algo
acerca de los druidas… Bueno, fuese lo que fuese aquello, hubiera
recibido o no esa información histórica tan sorprendente que acababa de
oír de labios de Raymond, lo que cada vez le parecía más claro era que
aquella pobre mujer estaba loca de atar.

—Creo que me estoy volviendo loco —había dicho Lonnie a su mujer,


echándose a reír salvajemente.
Doris echó un vistazo rápido y nervioso a su reloj y vio que eran las
ocho menos cuarto.
Había cambiado la luz, del naranja a un rojo intenso que parecía
clavarse en las ventanas de los comercios de Norris Road y una fachada
lejana de lo que podía ser una iglesia. La calle entera parecía teñida
levemente de sangre. Como el propio sol.
—¿Qué ocurrió allí, Lonnie, en aquel hoyo o lo que sea? —preguntó
Doris a su esposo, tratando de recuperar la calma, deseosa de que también
él dijera algo lógico.
—He perdido hasta la chaqueta… Ha sido infernal…
—No has perdido la chaqueta, te la quitaste tú mismo… Además, da
igual; estaba quemada, rota…
—¡No seas tonta! —le gritó desabridamente, aunque sus ojos no eran
de rabia, sino blandos, humedecidos por las lágrimas—. Perdí la chaqueta
y ya está.
—Lonnie, dime qué pasó cuando te metiste en aquel hoyo…
—Nada —dijo abruptamente, sin mirarla—. No quiero hablar de eso…
¿Dónde diablos estamos?
—Lonnie…
—No recuerdo qué pasó allí, cariño —dijo ahora con ternura,
mirándola—. No recuerdo más que oscuridad, que estábamos allí, que
oíamos un ruido extraño, que yo había oído antes unos lamentos… Y que
corríamos después… Eso es todo lo que alcanzo a recordar —y añadió con
la voz quebrada tras una pausa—: ¿De veras que yo mismo me quité la
chaqueta para tirarla? Pues debería hacerlo también con mis pantalones,
los tengo quemados, mira —dijo sonriendo como un idiota.
Era como si sus pantalones quemados fuesen la novedad más
reseñable. Todo lo demás parecía haberse borrado de su mente, al menos
de manera parcial, o selectiva. Tampoco ella misma sabía qué le había
ocurrido, qué había visto. Pero no importaba. Habían conseguido salir de
allí, de lo que fuera, de donde hubieran estado. Había llegado el momento
de regresar al hotel de cualquier manera, para reunirse con los niños.
—Vayámonos de aquí, tratemos de encontrar un taxi —dijo Doris.
—¿Y John…?
—¡Olvídate de John! Busquemos un taxi y larguémonos de aquí —dijo
ella, realmente enojada entonces.
—De acuerdo —aceptó Lonnie echándole un brazo sobre los hombros
—. Pero no creo que nos resulte fácil encontrar un taxi en este lugar.
Así fue. No es que no hubiera taxis, es que no había tránsito en Norris
Road. Sólo había camiones aparcados, grandes camiones de transporte,
ante una floristería, ante cualquier tienda… Y una moto Yamaha a lo lejos.
Nada más. Oían pasar automóviles, pero como a bastante distancia.
—Quizás hayan cerrado la calle por una obra —aventuró él, y nada
más decirlo tuvo la sensación de que alguien, o acaso algo indefinible,
pues ni unos pasos oía, les seguía. Era la primera vez que experimentaba
una sensación tan extraña, él, que siempre había sido un hombre confiado,
incluso despreocupado.
—Creo que tendremos que caminar —dijo Doris.
—¿En qué dirección?
—Da igual. Lejos de Crouch End. Me parece que no podremos tomar
un taxi si no nos largamos de aquí.
—De acuerdo —volvió a decir Lonnie.
Comenzaron a caminar a lo largo de Norris Road, en dirección al sol
poniente. Seguía llegándoles lejano el sonido de los automóviles a los que
no podían ver desde allí. Un sonido que, aun en la distancia, les hacía
saber que en algún lugar había tráfico fluido. Pero la soledad que les
rodeaba amenazaba con hacer presa en sus nervios. Ella también tenía la
desagradable sensación de que eran seguidos, espiados en cada
movimiento que hacían. Pero no podía oír más que el ruido de las pisadas
de Lonnie y las suyas, lo que la incomodaba especialmente.
«Sesenta desaparecidos en el subterráneo del horror».
Eso oyó, o creyó oír, con eco, a sus espaldas.
Lo ocurrido en aquel hoyo volvió a ocupar sus pensamientos, la llevó a
preguntar de nuevo a su marido qué había pasado.
—No lo recuerdo, Doris, de verdad… Y tampoco quiero recordarlo.
Pasaron ante una frutería cerrada en cuyo interior vieron, a través de
los cristales, pilas de cocos.
Pasaron también ante una tintorería cuyas blancas máquinas resaltaban
tras las lunas de cristal y la fachada del negocio pintada de rosa. Pasaron
ante más tiendas. Tras la ventana de una de ellas Doris reconoció al gran
gato con la catarata en un ojo.
No le cupo más remedio que observar las reacciones de su cuerpo
entonces, y comprobó que estaba aterrorizada, sin fuerzas, temblorosa.
Incluso llegó a creer que de tanto pánico como sentía se le fuera a soltar el
vientre. Lucía en la boca un rictus propio de quien acaba de probar algo
realmente amargo. O como si le frotaran la boca con un estropajo. Norris
Road cada vez parecía tener una luz más semejante al color de la sangre.
Apretaron el paso. Un poco más allá, sin que la calle perdiera ese tono
sanguinolento, se hacía más profunda la oscuridad.
—No puedo seguir, Lonnie, no puedo dar ni un paso más, no quiero ir
en esa dirección… No me preguntes por qué, pero no puedo —dijo.
Mientras hablaba, otra parte de su mente le decía, por el contrario, que
sí podía seguir, que tenía que seguir… Tras una pausa, siguieron
caminando. Doris se preguntaba cómo era posible que el gato al que viera
en el local que había junto a aquella cabina telefónica ahora estuviese allí,
tras las ventanas de aquella tienda… Mejor no seguir pensando en eso,
mejor continuar caminando. Mejor no preguntarse si podía o no podía dar
un paso más.
Estuvo a punto de arrollarlos un tren con seis vagones que cruzó
traqueteante, levantando chispas sus ruedas en los raíles, por el paso a
nivel que no vieron. Reaccionaron con rapidez, echándose atrás lo justo
para que el tren no los aplastase, mientras Lonnie volvía a soltar un grito
estremecedor. Doris lo miró; tuvo la sensación de que le habían caído
encima un montón de años. Se preguntó si también ella habría envejecido
de tal forma en apenas una hora. ¿Sólo una hora? No sabía en realidad
cuánto tiempo llevaban sufriendo aquella pesadilla. Tuvo incluso la
sensación de que el cabello se le había vuelto gris a causa del sufrimiento
y el pánico. Pero se dijo resueltamente, todo lo resueltamente que era
capaz en aquellas circunstancias, que su impresión se debía sólo a la luz.
Lonnie miró a un lado y otro antes de decidirse a cruzar el paso a nivel.
No obstante, dudaba.
—Doris… —comenzó a decir retrocediendo un paso.
—Vamos, sigue —lo interrumpió ella tomándole de la mano, tirando
ahora de él con cierta brusquedad, pues se sentía insegura viéndole
temblar.
Caminó decidida hasta cruzar el paso a nivel y él la siguió dócilmente.
Estaban ya a conveniente distancia de aquel paso en el que pudieron perder
la vida. A Doris le pareció ridículo morir en semejante lugar, en un paso a
nivel tan corto. Pero todos sus pensamientos al respecto se interrumpieron
de golpe cuando unos pocos metros más allá, inopinadamente, vio que una
mano, que no era la de su esposo, una mano, sin más, comenzaba a
recorrer lentamente su brazo.
No gritó. Creyó que sus pulmones reventarían, faltos de aire pero
hinchados como una bolsa de papel. Su mente trató de olvidarse de las
reacciones de su cuerpo, para poder dirigirlo. Miró entonces a Lonnie,
esperando hallar una respuesta lógica a lo que ocurría, pero comenzaba a
apartarse de ella; no a apartarse realmente, sino a ascender… Lonnie
volaba lentamente. Lo vio ya a cierta distancia, al otro lado del paso a
nivel, silueteado contra el rojo furioso del sol poniéndose, alto y lánguido,
desprovisto de sus fuerzas. Fue la última vez que lo vio.
Aquella mano sin cuerpo que le recorría el brazo era peluda, parecía en
realidad la mano de un mono. No podía desprendérsela. Corrió
enloquecida hasta un muro en lo alto de un talud, en el que esperaba
encontrar amparo, una entrada que la condujera hasta una zona en la que
pudiera sentirse a salvo, entre personas corrientes. No vio más que una
especie de sombra en la que brillaban dos ojos verdes.
—¿Quieres un cigarrillo, preciosa? —le dijo una voz burlona, con
fuerte acento londinense de barrio bajo.
Sintió Doris un olor a patatas fritas y a carne guisada; quizás también a
algo dulce, acaso un pastel, a restos de un festín.
Aquellos ojos verdes eran de gato. Y temió que fuesen los de aquel
gato que tenía uno de los ojos velado por una catarata, aunque ahora no se
le apreciase. Trató de cerciorarse.
Los ojos verdes de gato se esfumaron entonces. Doris giró en redondo
y comenzó a caminar en otra dirección, de nuevo hacia el paso a nivel.
Algo llenaba el aire cerca de su rostro mientras andaba. ¿Una mano? ¿Una
garra? Comprobó que la mano peluda ya no se asía a su brazo. ¿Qué era lo
que silbaba junto a su oído como un manotazo?
Pasó otro tren a toda velocidad dejando una estela que parecía nieve
negra. Un pánico incontrolable se apoderó de ella. Se angustiaba por no
saber ni dónde estaba ni hacia dónde dirigirse. Ni a qué distancia real se
hallaba de algún lugar civilizado, normal.
Lo que aumentaba en mayor medida aquel sentimiento era la
constatación de que Lonnie ya no estaba a su lado. Caminó sin rumbo, aun
intuyendo que seguía en Norris Road, lo que comprobó poco después
cuando volvió a pasar ante aquellas tiendas cerradas. En el rótulo de una
de ellas leyó Dawglish & Sons. Más allá, otro rótulo, en letras verdes,
anunciaba el nombre de la tienda: Alhazred. Bajo este nombre aparecían
escritas varias especialidades de la cocina árabe.
—¡Lonnie! —llamó Doris aun suponiendo vano su esfuerzo.
No hubo eco para su llamada, ni respuesta. Ningún sonido respondió a
su grito. No se oía nada (o sí: el constante ruido lejano de los coches que
pasaban por algún lado que no había sido capaz de localizar). El nombre
de su esposo pareció salir de su boca como una gota que cayera
lentamente, sin proyectarse mucho más allá de sus labios, para morir en
sus propios pies. La luz ya no era roja como la sangre, sino de un gris
neblinoso. O como el gris de las cenizas. La perspectiva de que se hiciera
definitivamente la oscuridad sobre ella en Crouch End —si es que aún
estaba en Crouch End, en un lugar conocido, se decía— acrecentó su
espanto.
Doris había contado a los agentes Vetter y Farnham que era incapaz de
calcular, siquiera de manera aproximada, cuánto tiempo había transcurrido
desde que el taxi se detuvo ante la cabina telefónica y los horrores que
vivió después. Se había limitado a actuar, según sus propias palabras,
como un animal acorralado; su instinto, reaccionando ante cada estímulo
negativo, era probablemente lo que le había salvado la vida. Pero estaba
sola. Amaba a Lonnie, su esposo. De eso estaba segura; era un
sentimiento, una convicción que no la había abandonado en ningún
momento de su peregrinar por aquella zona desierta, a más de cinco millas
de distancia de Cambridge Circus.
Doris Freeman siguió caminando, siguió gritando de vez en vez el
nombre de su esposo. El eco no le devolvía su voz, pero sí el sonido de sus
pasos. Norris Road se iba llenando de sombras por momentos. El cielo era
entonces de color púrpura. No sabía decirse si era consecuencia de la luz
cada vez más escasa, o de su propio agotamiento, pero le pareció que el
cielo descendía lentamente hasta casi derramarse sobre Norris Road. Las
ventanas de las casas —se le antojó que llevaban décadas cerradas—
parecían mirarla como ojos malévolos. Los rótulos de las tiendas, los
nombres de aquellos comercios, le fueron pareciendo por momentos más
extraños, como escritos por lunáticos; impronunciables muchos de ellos.
Las vocales no estaban en el lugar preciso y las consonantes a menudo
aparecían juntas de forma que ninguna lengua humana hubiera sido capaz
de pronunciarlas. Cthulhu Kryon, decía un rótulo escrito con letras que
imitaban las árabes. Yogsoggoth, decía el rótulo de otra tienda. Y R’Yeleh,
anunciaba otro. Pero había uno que recordaba especialmente: Nrtesn
Nyarlahotep.
(—¿Cómo puede recordar rodo eso tan claramente? —le había
preguntado el agente Farnham.
—No lo sé, de veras que no lo sé —respondió Doris Freeman muy
despacio, terriblemente cansada).
Norris Road parecía prolongarse hasta el infinito, con sus tiendas
cerradas a cada lado de la calzada y aquellos camiones gigantescos
aparcados frente a ellas.
Aun desfallecida, siguió caminando; creyó, sin embargo, que sería
incapaz de correr, aunque no tardaría mucho en comprobar que sí podía
hacerlo. Pero le faltaron las fuerzas para continuar llamando a su esposo.
Tenía un miedo indecible, incomprensible; un miedo que jamás había
sentido y que nunca había supuesto que se pudiera experimentar. No sabía
en realidad a qué temía, pues nada concreto veía. Pero la sensación de
pánico dominaba su respiración. Un pánico que, o bien terminaba por
hacerla enloquecer, o bien la volvía dura como una piedra, si lograba salir
de allí. Era una esperanza que le daba ánimos. En cualquier caso, sentía
una rabia intensa por no poder dar un nombre concreto a la causa de su
miedo, por no lograr identificarla.
Después diría a los agentes que era el miedo que podría experimentar
una persona que sepa que ya no está en la tierra. Como si hubiera caído
inopinadamente en un planeta diferente; como si se viera rodeada de
alienígenas con los cuales resulta imposible cualquier forma de
comunicación. Un lugar en el que las cosas, aun siendo conocidas, resultan
distintas; un lugar en el que los colores, aun siendo los convencionales,
son diferentes.
Se había dicho Doris que sólo en lo que parecía lo más convencional,
lo más familiar, podría hallar amparo, así que siguió caminando en
dirección adonde se alzaban aquellas edificaciones que le resultaban
familiares, casas que se erguían como monolitos negros en la cada vez
más cerrada oscuridad.
Eso fue lo que hizo.
Llegó así a una calle por la que creía haber pasado antes y vio dos
pequeñas siluetas en la acera. Eran el niño que tenía la mano como una
garra y su amiguita.
—Es la americana —dijo el niño.
—Se ha perdido, seguro —dijo la niña.
—No, ha perdido a su marido.
—Y ella también se ha perdido, no sabe ni dónde está.
—Se ha metido por el camino más oscuro.
—Es como si estuviera en un embudo.
—Ha perdido hasta la esperanza.
—Tendrá que seguir por la senda de las estrellas.
—Se la ha tragado una dimensión desconocida.
—Sí, como aquel gaitero ciego que perdió su nombre hace mil años…
Las palabras de los niños parecían jaculatorias, la expresión de una
liturgia. Las palabras de los niños se clavaban en la mente de Doris, que
las repetía sin querer. Las casas hacia las que se dirigía parecían estar
ahora aún más lejos. Alzó los ojos al cielo pero no vio las estrellas
habituales. Temió que en cualquier momento, para su espanto, el
firmamento se llenase de constelaciones desconocidas para ella hasta
entonces, y lo que es peor, enloquecidas como ese mismo cielo que parecía
cada vez más próximo a la tierra. Se tapó los oídos con las manos para no
seguir escuchando a los niños; haciendo un gran esfuerzo consiguió
gritarles:
—¿Dónde está mi marido? ¿Dónde está Lonnie? ¿Qué le habéis hecho,
malditos?
Se hizo un silencio. Al fin respondió la niña:
—Se ha ido a lo más profundo.
—Se ha ido con el que siempre espera —añadió el niño.
La niña mostraba una sonrisa maliciosa, de inocencia diabólica.
—No podrá salir jamás de donde está —añadió la niña—. Llevaba en
su rostro la marca, el estigma propiciatorio… Y tú… Mejor será que te
largues de aquí cuanto antes… Vete de una vez, no te necesitamos…
—¡Lonnie! ¿Qué demonios le habéis hecho, desgraciados?
El niño unió entonces sus manos y comenzó a rezar en una lengua
extraña, de la que Doris no comprendía una palabra. El sonido de aquellas
palabras desconocidas, sin embargo, le produjo un espanto aún mayor, si
cabe… Como lo que aconteció unos segundos después.
—La calle comenzó a moverse entonces, comenzó a desplazarse —
había contado Doris Freeman a los agentes Vetter y Farnham—. El asfalto
empezó a ondularse como una alfombra, se alzaba y bajaba, se alzaba y
bajaba, una vez y otra, como si alguien lo sacudiera. Los camiones
aparcados ante las tiendas subían y bajaban sin estrépito, como si fueran
pompas de jabón, pero poco a poco comenzaron a caer uno tras otro, ahora
pesadamente, haciendo el ruido de un terremoto… Y empezaron esos
camiones a mutar, como si fueran…
—¿Cómo dice? —preguntó Vetter mirando con una sorpresa
indisimulable a Doris Freeman—. ¿Qué vio entonces? ¿A qué se refiere
con lo de que empezaron a mutar?
—Tentáculos —dijo ella—. Los camiones se convirtieron en árboles
vivos y carnosos que en vez de ramas tenían tentáculos… Árboles que
además tenían cara… La cara de Lonnie… Y a sus pies, en vez de raíces,
ojos que brillaban en la oscuridad, ojos enormes…
En este punto se vio interrumpida por el llanto, incapaz de proseguir
con su relato.
No pudo decirles más. No podía expresarse con mayor coherencia. No
recordaba qué más había sucedido. Lo último que recordaba era que había
logrado refugiarse bajo el tejadillo de un kiosco de periódicos, en una calle
por la que pasaban coches. Dos personas pasaron ante ella; había creído
que eran los niños malditos, pero no… Eran un chico y una chica que
paseaban de la mano. El chico contaba a la chica la última película de
Francis Ford Coppola.
Aquello le hizo recobrar cierta confianza. Salió de su escondite, cruzó
la calzada en dirección a la otra acera; un poco más abajo había una
intersección de calles por la que transitaban los automóviles. Había
también un semáforo, ante el que se detenían. En una joyería vio, tras el
escaparate, un reloj que marcaba las diez y cinco de la noche.
Incluso allí, en una zona perfectamente normal, con las luces propias
de la ciudad, en un lugar donde el tránsito rodado era abundante aún, en
cuyas aceras paseaba todavía la gente, o iba más apresurada en dirección a
sus hogares, aun allí, sentía tras de sí una suerte de presencia invisible
pero poderosa. Doris se volvía de continuo para comprobar que ningún
peligro la acechaba. Reparó entonces en que se le había roto el tacón de
uno de sus zapatos. Curiosamente, no había perdido el bolso, que aferraba
contra el pecho. Sentía un cansancio terrible, le pesaban mucho las
piernas, como si sufriese con fracturas musculares. La pierna derecha le
dolía especialmente, casi como si la tuviera rota.
En la intersección vio que se encontraba en la confluencia de Hillfield
Avenue con Tottenham Road. Una mujer de unos sesenta años, a la que se
le salían las greñas grises bajo el sombrerito con que se tocaba, hablaba
con un hombre de su misma edad bajo una farola. Al ver que Doris se
aproximaba a ellos, con sus trazas lamentables, la miraron con interés,
como si fuera una aparición fantasmagórica.
—¿Dónde está la comisaría? —les preguntó Doris Freeman—. Soy…
soy ciudadana estadounidense y… he perdido a mi esposo… Necesito
ayuda de la policía…
—¿Qué le ha ocurrido, cariño? —se interesó amablemente la mujer del
sombrerito y los cabellos grises—. Parece que acaba de atravesar una
selva…
—¿Han tenido un accidente de coche? —preguntó el hombre.
—No —acertó a decir Doris—. Por favor, necesito ir a la comisaría de
policía más próxima.
—Siga por Tottenham Road —le señaló el hombre mientras sacaba de
su bolsillo una cajetilla de Player—. ¿Un cigarrillo? Creo que le vendría
bien fumar un cigarrillo, señora…
—Gracias —dijo Doris tomando el cigarrillo que le ofrecía aquel
hombre, aunque llevaba ya cuatro años sin fumar; el hombre le dio fuego y
se ofreció a acompañarla hasta la comisaría.
—Voy a acompañarla Evvie, quiero asegurarme de que llegue a la
comisaría sin problemas —dijo el hombre a la dama del sombrerito.
—Bien, pues voy con vosotros —dijo la mujer, ofreciendo su brazo a
Doris—. Dime, querida, ¿qué es lo que te ha pasado? Parece como si te
hubieras caído en algo… no sé, pringoso…
—No —acertó a decir Doris—. Es que… Había una calle… Un gato
con una catarata en un ojo… La calle se movió y luego se abrió… Lo vi
todo, de veras… Le llamaban el que espera… Y allí estaba Lonnie…
Tengo que encontrar a Lonnie…
Sabía que se expresaba de manera inconexa, más aún, de manera
incoherente, pero era incapaz de hacerlo de otro modo… Igual que cuando
comenzó a declarar ante Vetter y Farnham… Les dijo entonces que sabía
que no se expresaba como era debido, pero que le resultaba imposible
hacerlo de otra manera, que no podía racionalizar ni sus recuerdos ni sus
palabras.
En efecto, cuando una vez más Evvie le preguntó qué le había
ocurrido, lo único que le salió de la boca a Doris es que aquello podía ser
algo así como una plaga bubónica.
El hombre, extrañado, reprimió una sonrisa, pero luego mudó el rostro
y dijo algo a Evvie, que Doris no oyó bien; o sí; quizás dijo:
—Otra vez, ha ocurrido de nuevo.
Evvie se detuvo entonces y señaló a Doris el camino:
—Allí está la comisaría, querida. Mire, desde aquí se ve.
Ambos, Evvie y su acompañante, volvieron sobre sus pasos aprisa.
Doris, sin saber muy bien qué hacía, caminó hacia ellos, en vez de
dirigirse a la comisaría, y Evvie, con gran acritud ahora, le gritó:
—¡No se acerque! —dijo mientras hacía la señal de la cruz para
espantar al diablo y el hombre la abrazaba para protegerla—. No se nos
acerque, porque está maldita, viene de Crouch End Towen.
Y se fueron corriendo.

El agente Farnham estaba justo entre el despacho donde habían tomado


declaración a la norteamericana y las dependencias destinadas al archivo
de la comisaría, a esos archivos de los que tanto le había hablado Vetter.
Farnham acababa de prepararse un té y fumaba el último cigarrillo que le
quedaba en la cajetilla —también la norteamericana le había aceptado
varios.
La mujer había sido enviada a su hotel en compañía de una agente a la
que pidió Vetter que la llevara y prestase asistencia y compañía aquella
noche, dependiendo de su juicio si la conducía o no a un hospital a la
mañana siguiente. Los niños, por lo demás, podían necesitar cualquier
cosa, y dado que la madre era norteamericana (como proclamaba a la
menor oportunidad) y no conocía bien la ciudad, quizás precisara su
ayuda.
Por otra parte, ¿qué les diría cuando despertaran? ¿Que a su padre se lo
había comido un monstruo en Crouch End Town (Towen)?
Farnham no pudo evitar sonreír al pensar eso mientras sorbía el té de
su taza. Para bien o para mal, la señora Doris Freeman podría recurrir a la
mediación de la Embajada de su país ante el Gobierno británico. No había
por qué pensar más en aquel asunto. Al fin y al cabo, él no era más que un
modesto agente de una comisaría de la periferia. Sólo deseaba olvidarse de
aquella tontería, tan latosa mientras duró la presencia de la mujer allí. Que
Vetter escribiera su informe, que hiciera lo que le viniese en gana; total, no
era su hijo, no tenía por qué preocuparse de lo que se le ocurriera; Vetter
era todo un veterano, por el contrario; le encantaba escribir su nombre en
los informes, firmarlos como un lunático, con mucha rúbrica. Seguiría
siendo un simple policía cuando le dieran el reloj de oro, su pensión de
jubilación, quizás un estúpido diploma. Farnham, por el contrario, era
ambicioso, tenía expectativas; esperaba ser ascendido a sargento en breve.
Eso quería decir que debía andarse con pies de plomo, no meter la pata, no
preocuparse por tonterías ni prestar mayor atención a lo que puedan decir
los locos que frecuentemente se dejan caer por las comisarías para
inventarse cualquier gilipollez porque no tienen otra cosa mejor que hacer,
pobres diablos.
Y hablando de Vetter… ¿Dónde se había metido? Llevaba ya un largo
rato tomando el fresco y estirando las piernas. No solía tardar tanto en
volver.
Farnham atravesó el vestíbulo y salió de la comisaría. Se detuvo bajo
las luces de la fachada del edificio, que se proyectaban sobre Tottenham
Road. Echó a andar un trecho, sin alejarse demasiado, por donde solía
hacerlo Vetter. Ni rastro de él. Eran ya las tres de la madrugada. El silencio
era absoluto, casi hiriente.
Volvió sobre sus pasos y se quedó en la acera, a la entrada de la
comisaría. Tuvo entonces una sensación extraña, algo que nunca había
experimentado ni siquiera cuando patrullaba de noche, algo que le hizo
sentir un poco de miedo. Una tontería, se dijo. Aquello le hizo sentir mal,
molesto consigo mismo; casi tan molesto como se había llegado a sentir
ante aquella mujer estúpida que les contaba semejantes idioteces. Lo que
más le molestaba es que acaso su aprensión se debiera a esa historia de
aquella americana loca. Seguro que a Sid Raymond no le hubiera
impresionado lo más mínimo todo eso, le faltaba mucho para ser un tipo
tan duro como él.
Farnham caminó lentamente hasta la esquina, suponiendo que en
cualquier momento se toparía con Vetter, que regresaba al fin de su paseo.
Pero no pasó de la esquina; si la comisaría se quedaba vacía siquiera un
minuto podría caerle una sanción de cuidado, una sanción que arruinaría
sus esperanzas de llegar a sargento en breve.
Antes de volver a la comisaría —cuya entrada no perdía de vista, sin
embargo, desde la esquina— echó un vistazo tratando de ver más allá de la
esquina. Todo parecía en calma, aunque observó con interés algo que, por
lo demás, tenía su explicación lógica: la calle no parecía la misma que
bajo la luz del día. ¿Cómo podía haber pensado siquiera un segundo
semejante estupidez? ¿Y dónde demonios se había metido Vetter?
Decidió arriesgarse, sin embargo, cuando ya estaba a punto de volver a
entrar en la comisaría. Daría una vuelta, echaría un vistazo, aunque sin
alejarse demasiado. Por otra parte, es lógico que un policía se preocupe si
su compañero tarda en reunirse con él más de lo preciso. Es normal que un
policía vele por otro policía… Aquella maldita loca americana…
Salió a buen paso, para no demorarse en exceso. No pretendía alejarse
mucho.
Vetter regresó cuando aún no habían pasado cinco minutos. Farnham
había salido en dirección contraria a la que tomó él para volver a la
comisaría. Un minuto antes aún lo hubiera visto alejarse.
—¡Farnham! —llamó el agente Vetter.
No se escuchaba nada, salvo el tictac del reloj de pared.
—¡Farnham! —volvió a llamar el agente Vetter, haciendo ahora bocina
con sus manos.

Jamás apareció Lonnie Freeman. Ni rastro. Su esposa, que al día


siguiente de los hechos comenzó a lucir canas abundantes, partió con sus
hijos en dirección a los Estados Unidos. Volaron en un Concorde. Un mes
después intentó suicidarse. Doris Freeman pasó un año entero en una casa
de reposo. Cuando salió mostraba una evidente mejoría.
Del agente Robert Farnham tampoco se halló el menor rastro. Dejó
esposa y unas gemelas de apenas dos años. Su esposa se hartó de escribir
cartas al ministro del Interior para que se investigase más a fondo lo
sucedido con su marido, pues estaba convencida de que le había ocurrido
algo serio, de que había sido víctima de un crimen extraño. Lo mismo
pidió en la BBC. Recibió alguna carta del ministro del Interior en la que
trataba de brindarle consuelo y en la que decía que su Ministerio no había
abandonado el caso, que proseguían las investigaciones. Por los mismos
días en que Doris Freeman salía de la casa de reposo donde permaneció
ingresada un año, Sheila Farnham se mudó a Sussex, donde vivían sus
padres. También se le habían vuelto blancos los cabellos. Un tiempo
después contrajo nupcias de nuevo, con un hombre, Frank Hobbs, que no
trabajaba como policía en Londres sino en la cadena de montaje de la
Ford. Ni siquiera había tenido la ocasión de pedirle el divorcio a Robert
Farnham por no abandonar la policía, cosa que ella llevaba tanto tiempo
solicitándole.
Vetter pidió la baja en el Cuerpo a los cuatro meses de ocurridos los
hechos. En ningún momento imaginó que pudiera desencadenarse tal
sucesión de desgracias cuando vio entrar en la comisaría a aquella
americana enloquecida. Abandonó la ciudad para irse a vivir a una casa de
campo en Frimley. Murió de un ataque al corazón apenas seis meses
después de pedir la baja. Lo encontraron con una botella de Harp Lager en
la mano.

La calurosa noche de verano en que Doris Freeman le contó su historia


era la del 19 de agosto de 1974. Han pasado tres años y medio de aquello.
Lonnie, el marido de Doris, y Robert, el marido de Sheila, están juntos.
Puede que Vetter sepa dónde.
Digamos que, no tanto en orden alfabético, como en un sistema de
ordenación tan democrático como aleatorio, sus casos están en el último
rincón de los archivos, el dedicado a almacenar los casos sin resolver.
Farnham, Robert. Eso se lee en una carpeta que, en realidad, no
contiene más que un folio. Leonard, Freeman, se lee en otra. Tampoco hay
en ella más que un folio. Vetter, que firmó ambos informes, no tuvo
ánimos para escribir algo más que una sucinta relación de hechos. Ni una
palabra de lo que había anotado en su libreta mientras Doris hablaba.
En Crouch End, un tranquilo suburbio de Londres, siguen pasando
cosas extrañas. De vez en cuando.
LA CHARCA DE LAS ESTRELLAS
A. A. ATTANASIO

En cada respiración hay una llamada, un grito tan agudo y


largo como una vena. Es el momento extremo en que el
organismo se precipita hacia la muerte, en que el grito de
pánico se produce a través de una expiración enconada de aire
que pasa entre filos herrumbrosos.
Schiavoni y Malamocco
Rituales Vudú

Sintió un dolor fuerte, agudo, lacerante. Un dolor que ni la corriente de


agua fría aliviaba. Henley Easton se incorporó lentamente después de
haberse metido con cuidado en el agua hasta el pecho, con los pantalones
hinchados por el agua. Se aferró a la piedra desde la que se había
deslizado, con todas las fuerzas que aún le quedaban. Salió del agua. Su
sangre teñía el agua fría. Tenía un fuerte dolor localizado en la frente y los
labios amoratados. La carne, en sus pies, parecía abrirse y cerrarse a
intervalos. Eso, y la visión del agua teñida por su sangre, hizo que se
sintiera aún peor. Pero tenía que disimular, había niños mirándole. Tenía,
pues, que mantener el tipo. Tenía que salir de allí como si tal cosa.
Salió al fin del agua y observó las líneas plateadas de su coche, tan
familiares, aparcado un poco más allá del arenal y las piedras. Aún se
apoyaba en la roca. Le hizo sentir mejor comprobar que, a pesar del dolor
tan fuerte que sentía, ahora no dejaba un rastro de sangre significativo.
Volvió a mirar a los niños que pescaban cerca de donde se encontraba y
comprobó que no le prestaban mayor atención, atentos como estaban ahora
a lo que hacían.
Se secó los pies con un paño que encontró en el maletero del coche, y
como preguntándose aún qué había ocurrido, echó un vistazo al pinar en el
que una hora antes había cavado frenéticamente sacando una tierra
húmeda. Era un buen hoyo para esconder algo.
Tras el pinar, la tierra parecía intransitable; no había senderos, salvo
estrechos caminos pedregosos y torturantes; más allá se recortaban los
acerados picos de los montes. Nadie podría llegar hasta ese lugar a pie,
sólo en un buen vehículo.
Recuperado a medias del dolor anterior, aunque seguían doliéndole los
pies abiertos, Henley Easton se metió en el coche y lo puso en marcha para
dirigirse lentamente a la autopista. Aunque le pareciera imposible, estaba
en Nueva York. Cenaría algo en Shakespeare’s, cruzaría después el
Washington Square Park e iría luego a ver a un médico al que conocía. En
la esquina de MacDougal con la Cuarta Avenida había un grupo de
músicos callejeros. No era el mejor momento para detenerse a escucharles,
siquiera unos segundos. Caminó un trecho más, disponiéndose a cruzar la
calzada hasta la acera contraria, pero de golpe se le nubló primero la vista
y después lo vio todo negro. Cayó blandamente sobre sus rodillas. Un
momento después parecía deslizarse por un tobogán a través de las
sombras que proyectaba su propio cuerpo.

Era como en un mal sueño. Quería levantarse, avanzar hacia donde se


reflejaban las luces de neón que llenaban la noche, que se le presentaban
como un pasillo propicio. Pero estaba solo, entre sombras, a oscuras en
realidad; sentía que no se abría ante sí otro camino que el de unos altos
muros grises en cuyas esquinas había grutas de las que salía humo. En el
ambiente se dejaba sentir un rumor de agua semejante a voces lejanas. O a
las olas del mar precipitándose sobre la orilla.
Tenía la sensación de llevar así varios días, incapaz de despertarse.
Sentía ahora que los pasillos que antes le ofrecía el reflejo de las luces de
neón estaban aún más lejos, que sólo había altos muros. Creyó que había
dejado de soñar. Sintió la angustia de saberse en un laberinto a través de
cuya oscuridad acaso consiguiera salir libre. ¿Pero por qué dirección ir?
¿Cuál sería el buen camino? ¿Y si había caído en algún lugar del que ya no
pudiera salir? Se sentía despersonalizado, deshumanizado. Ansioso. Sólo
conservaba intacta cierta capacidad de movimiento. Y su terrible ansiedad.
No importa en realidad dónde se encontraba. El espacio es algo que
llena cualquier lugar, que se instala en todas las direcciones. Como el
movimiento era lo único que le confería cierta identidad aún, su continuum
humano, comenzó a caminar y a caminar, incapaz siquiera de localizar el
sitio preciso de donde le llegaban ruidos, ecos. No tardó mucho en darse
cuenta, sin embargo, de que no se había movido, de que estaba en el
mismo lugar. Su desplazamiento había sido una mera ilusión. Sólo eso. En
realidad, eran las cosas las que se movían a su alrededor. Y a su través.
Esta sensación le preocupó especialmente. Volvió a tomar conciencia de
que se encontraba en un largo pasillo oscuro, o entre muros altos que
reflejaban nada más que sombras negras, y comenzaron a pasar imágenes
por su mente: un humus húmedo, pantanos, charcas, barrizales. Nada más.
Para distraerse, comenzó a canturrear algo, y de inmediato pasó de eso a
una risa enloquecida, y de las carcajadas a lanzar gritos terroríficos que no
eran en realidad de socorro. No halló alivio, porque entonces comenzó a
recordar aquellas pesadillas recurrentes en que lo amenazaban tiburones y
cefalópodos. Sólo el hecho de recordar aquellas pesadillas le obligaba a
decirse que ahora no las tenía, que simplemente las recordaba, y que
estaba por ello consciente, que aún podría hallar la salida.
Se rearmó. Anduvo un tiempo que le pareció interminable, siempre a
través de oscuros pasillos; a veces le parecía estar a punto de dar con la
salida, mas al instante se volvía a ver en otro pasillo, por lo general más
angosto, más oscuro. Se debatía además en una angustia infinita porque
apenas acertaba ya a saber quién era, a decirse qué hacía. Pasó largo rato,
mientras seguía yendo de pasillo oscuro en pasillo oscuro, preguntándose
si no sería más que un simple mamífero herido y sanguinolento, golpeado
de continuo por un dolor que parecía haber convertido las gotas de su
sangre, sus palpitaciones, en un garrote.
Hundido bajo el peso de su propio cuerpo, sólo muy de tarde en tarde
alumbrado por chispazos de lo que había sido la vida terrestre que
conociera, la de una tierra que ahora se le antojaba devorada por aquella en
la que estaba, asustado por el eco terrible en el que ahora reparaba, el de
las gotas que caían, se detuvo en un lugar que probablemente no era sino el
centro geométrico del laberinto y empezó a llorar sin lágrimas por lo que
suponía la muerte definitiva del sol.
Algo, inopinadamente, consiguió abstraerlo de tanto dolor; algo
pareció situarlo ante una perspectiva que le resultaba más familiar, que le
abría la ilusión de que todo lo anterior no había sido más que un mal
sueño. Cerca de donde se había detenido para llorar sin lágrimas vio un
caballo blanco, muy hermoso; no importaba que tuviera en los ojos un
diabólico brillo rosáceo. Y viñedos y árboles que crecían en la hierba de
un verdor intenso. A su izquierda estaba el mar, que lucía un fulgor
plateado. Había un hombre en un bote de negros remos, que parecía
aguardar la llegada de alguien. A la derecha, tres casitas blancas,
aparentemente vacías, con las ventanas abiertas. Todo era luminoso,
blanco. Hasta el cielo aparecía blanco en lo alto, salvo allá donde lucía
aquel sol que había creído marchito, o muerto. ¿O sí? El sol estaba negro.
Reparó en este detalle. El sol era negro. Lo miró fijamente. Sintió Henley
que se le aflojaban entonces las piernas y cayó de rodillas otra vez. El sol
parecía una masa fibrosa, una inmensa mancha negra, demasiado aterrador
para seguir contemplándolo. Bajó los ojos y los cerró violentamente, casi
hasta hacerse daño. No veía nada. Pero pensaba que en realidad nada había
cambiado. Aquel mar que creyó plateado no era más que un virus caído de
las estrellas, una plaga fagedénica caída del cielo, dispuesta a corroerlo
todo.
Se levantó entonces una brisa suave, fresca, sorprendente, y Henley
observó que algunas hojas caídas eran arrastradas por esa brisa hasta el
corral con postes de acero donde estaba el hermoso caballo blanco. El
caballo estaba quieto pero sus ojos diabólicamente rosáceos parecían
alerta. Aún seguía en su bote el hombre que parecía esperar a alguien. El
caballo y el hombre parecían no prestarle la menor atención; supuso que
estaban aburridos, hartos de esperar lo que fuese. Creyó ver que
bostezaban. El hombre movió los labios pero Henley no le oyó decir una
palabra. El hombre del bote tenía una expresión vacía, su cara parecía la
de un idiota. Henley observó que la frente se le hinchaba y desinflaba
como un globo, alternativamente; le dio la impresión de que comenzaba a
abrírsele la piel lentamente, sin sangre, como si fuera a descubrir de un
momento a otro su calavera. Tenía los ojos quietos, fijos en un punto.
Tenía cada vez más cara de idiota. Seguía moviendo los labios, ahora
como si susurrase, después como si silbara. Pero entonces volvió a soplar
una brisa fresca que le llevó sus palabras, su voz grave, hosca: «Abre bien
tus orejas, deja que la oscuridad te envuelva desde los ojos a los dedos de
los pies. Abre bien tus orejas, Henley». Eso le decía aquel hombre.
Henley se sintió aterrorizado por aquella voz horrible. Trató de echar a
correr pero no pudo; por el contrario, aquel esfuerzo que hizo, el dolor en
los pies, lo dejaron colapsado. Cayó vencido en un barrizal, boca arriba y
con los brazos abiertos. Un rayo del sol negro amenazaba con clavársele
en el cuello. Se frotaba los ojos una vez y otra como tratando de salir de
aquel mal sueño, que no acababa.
Allí estaba Henley, tirado en el suelo, sin fuerzas, sintiéndose cada vez
más reducido, como si lo consumiera aquella candente fuerza que
desprendía el sol negro. Ni siquiera la brisa, que había dejado de llevarle
las palabras del hombre, le daba un alivio mínimo en aquella oscuridad
absoluta y abrasadora.
Todo se volvió definitivamente negro.
Ya no había ningún resquicio. La oscuridad era incluso palpable.
Blandas, pegajosas masas del color negro inundaban el espacio, como si
las vomitara una montaña igualmente negra que volviese también negros
todos los sonidos, todas las luces.
Henley se provocó algo que no era un movimiento, sino una auténtica
convulsión, intentando despertarse. Creyó haberlo conseguido cuando se
vio en la cama de una habitación en penumbra. Eso fue todo lo que sintió
en aquel primer momento, sólo eso, pero experimentó cierto grado de
alivio. Trató de abrir lentamente los ojos, para mantenerlos entornados,
temeroso de ver otra vez el sol negro. Su cara tenía una expresión mineral.
Su cara, mejor dicho, era tan inexpresiva como una pared. Poco a poco
empezó a percibir sonidos, pasos, un olor a medicinas en el aire… Estaba
en un hospital. Comprobar que estaba en un hospital hizo que se calmara
un poco. Ya no había de qué preocuparse; ya no tenía que seguir
preguntándose qué era todo aquello que había visto, pues resultaba
evidente que no estaba bien, todo lo contrario… Respiraba ahora un aire
que, a pesar de su olor a medicina, ya no le atormentaba como las negras
masas que todo lo dominaban en su pesadilla.
¿Pero y si no hubiera sido una pesadilla? ¿Y si aquello siguiera
formando parte de su pesadilla porque era la realidad?
Temió vivir en una perpetua pesadilla. Se sabía ya en la cama de un
hospital pero Henley se sentía transformado. ¿Y si hubiese mutado? La
habitación estaba vacía; eso le hacía aún más confusa la realidad, sin otra
referencia que él mismo. La penumbra de la habitación nada tenía que ver
con la oscuridad anterior, pero era suficiente como para que aún no
estuviese del todo seguro acerca de si había atravesado ya o no el umbral,
la línea que separa el sueño de la vigilia. Por otra parte, estaba su cama,
había una mesita de noche, una silla, una ventana, lo propio de un hospital.
Trató de tranquilizarse diciéndose que esas cosas no se verían en un
agujero negro.
Se encendió de repente la luz e hizo su entrada en aquella habitación
un médico perfectamente identificable como tal. Henley notó que se
extrañaba de verlo despierto. Henley agradeció oír su voz sin tener que
hacer el menor esfuerzo para salir de la oscuridad, del silencio.
El doctor le dio unos golpecitos en los pies, y por primera vez en
mucho tiempo tuvo Henley la sensación de poseer un cuerpo. El médico
estaba a los pies de su cama, y aunque sabía que era un doctor, que se
interesaba por él, no podía verlo más que emergiendo de la misma
oscuridad que antes lo envolvía a él mismo. Aquello hizo que se
desazonara en cierta medida. Entonces empezó a recordarlo todo de nuevo,
las grandes piedras, el pinar…
—¡Dios mío! ¿Dónde estoy?
El médico lo miró con una expresión a medias entre la bondad y la
indiferencia.
—Tranquilícese, señor Easton. Está usted en buenas manos.
Mike Rapf caminaba sobre la alfombra de una de las salas de espera
del hospital St. Vincent. Estaba exhausto; en la última semana apenas
había podido dormir. Tenía fiebres en las comisuras de los labios,
caminaba arrastrando los pies, pesadamente. Nervioso como una rata iba
de una esquina a otra de la habitación con las manos en los bolsillos.
Estaba más bien gordo, tenía ojos de serpiente y el pelo cortado a lo
pachuco[3]. Sobre su camisa de madrás llevaba una cazadora amplia y
larga que le caía hasta casi la mitad de los pantalones. Su cara era de una
palidez que la hacía parecer de porcelana, a pesar de su tez morena y
surcada de finas arrugas debidas a muy largas exposiciones al sol.
Cuando oyó aquel desgarrador grito humano detuvo su camión y miró
con sus ojillos de serpiente hacia el lugar de donde provenía. El que había
gritado era Henley. Estaba seguro. Aunque no le conocía de mucho tiempo
pudo reconocer algo en aquel grito que le dijo que era Henley; quizás ese
cierto desamparo con el que asociaba al muchacho. El grito, más que de
dolor, le pareció de pánico.
Una hora más tarde se presentó en la sala de espera el médico, joven y
muy flaco, un tipo con pinta de dárselas de inteligente y con manos de
intelectual.
—Aquí estamos de nuevo —dijo.
—¿Qué tiene? —le preguntó Rapf.
El médico se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Es la catatonia más fuerte que he visto jamás.
Incluso llegó a dar encefalograma plano en un momento, poco después de
que ingresara. No respondía a ningún tipo de estímulo, tenía las pupilas
completamente dilatadas, una hipoglucemia severa… Y esa herida en su
pie izquierdo… Por no hablar del cuadro de fibrilación auricular que
presentaba… Hará sólo tres cuartos de hora que, en mi opinión, ha salido
de la fase crítica.
—¿Cree que se recuperará?
—Creo que sí. Sus órganos vitales, y sus sistemas nervioso y límbico,
no están afectados.
Rapf soltó un suspiro de alivio, perfectamente audible mientras se
pasaba una mano por la cara y el pelo.
—¿Cuándo podré verle? —preguntó.
—Ahora mismo, si quiere… Creo que está deseando ver una cara
conocida, parece muy asustado.
Henley Easton se había incorporado en el lecho de aquella habitación
privada; sonrió ampliamente al ver entrar a Rapf. Rapf se dirigió de
inmediato a la cabecera de la cama.
—¿Qué hay de nuevo, cabeza de chorlito? —le dijo.
Henley sonrió aún más ampliamente. Hizo un leve gesto con la mano,
para indicar que se encontraba bien. Le brillaban los ojos, vivos ahora. Era
un muchacho bien parecido, con una buena mata de cabello pelirrojo, con
su mentón fuerte y afilado como un cuchillo, con sus ojos a medias entre
el gris y el verde, muy limpios, como de cristal, a pesar de la medicación
que recibía en vena desde varios días atrás.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí haciendo de mono de laboratorio? —
preguntó.
—Ya me imagino que estás cansado de hacer el mono, pero no me
pidas que te desate, Easton —respondió el otro.
—¿Cómo me encontraste, Rapf?
—La semana pasada, cuando no te vi…
—¿La semana pasada? —lo interrumpió Henley—. ¿Llevo aquí todo
ese tiempo?
—¿No lo recuerdas? En realidad estuviste sin aparecer nueve días. Lo
único bueno que te ha ocurrido en todo ese tiempo es que te encontrara yo
antes de que lo hicieran Gusto o cualquiera de sus muchachos. Seguro que
no te habrían traído al hospital…
Henley cerró los ojos y movió lentamente la cabeza hacia los lados. De
nuevo le pareció que le daba vueltas la cabeza, pesadamente. Le volvía a
doler el cuello. No recordaba nada de lo que le decía su amigo; sólo
volvían a él, aunque vagamente, las imágenes de aquella pesadilla
angustiosa, el sol negro, el aire negro, la brisa igualmente negra…
—Te guardé el dinero que llevabas, para que no se te perdiera —dijo
Rapf. Buscó en sus bolsillos y extrajo unos billetes y algunas monedas—.
Aquí tienes la plata, hermano. Mejor que la tengas tú antes de que la tire
yo por ahí, gastándomela como quien arroja algo a la basura. He
conseguido convencer a los médicos de que somos buenos amigos para
que me dejen estar a tu lado y protegerte.
—¿Y qué hay de Gusto?
Rapf hizo un gesto de abatimiento, aunque pretendió no transmitir a
Henley su inquietud.
—Quiere cortarte las orejas, chico… Cree que le has robado lo que es
suyo y quiere cobrárselo con creces… Será mejor que me digas dónde lo
escondiste; iré, lo sacaré de donde esté y lo pondré en un lugar seguro
hasta que salgas de aquí.
Henley trató de incorporarse algo más, aunque dificultosamente. Un
agudo dolor de cabeza se le había clavado ahora en la región occipital. Era
como si a sus espaldas tuviera una impresión retinosa de aquel sol negro.
Todo se le antojó negro de súbito; lentamente, la habitación parecía dar
vueltas alrededor de su cama.
—Nada de eso, tío… Seguro que te lo llevas todo —dijo, intentando
recuperarse.
—¿Cómo? —se extrañó Rapf, indignado—. ¿Pero qué dices,
muchacho? Soy el único en quien puedes confiar ahora mismo.
Henley lo miró con arrogante frialdad.
—Tú, en realidad, sólo te preocupas por tus propios intereses, como
todo el mundo, hermano, no nos engañemos.
La indignación de Rapf estaba a punto de convertirse en rabia.
—Bien —dijo tratando de contener la furia que sentía entonces—, creo
que no tendrás más remedio que asistir a una reunión familiar con esos
muchachos, no precisamente divertida, si no te las arreglas antes con
Gusto… Quiere que le devuelvas esos dos kilos que tienes por ahí… Si lo
haces y no vuelves a joderle, quizás te deje en paz.
—Me parece muy bien. Pero estoy aquí por culpa de esa mercancía y
me parece que tendrá que pasar cierto tiempo hasta que pueda ir a
recuperarla.
—De acuerdo, pues dime dónde está e iré yo.
—Olvídalo. Sólo yo podría acceder a ese lugar, no darías con el sitio
preciso aunque te lo explicara mil veces… Iremos juntos, cuando pueda
valerme, y ya está…
—Claro, ¿pero cuándo estarás en disposición de andar de nuevo?
—Vale, olvidémonos de que estoy jodido… Iremos mañana mismo.
—¿Crees que podrás? —dijo Rapf—. Los médicos aún no saben
realmente qué tienes, siguen haciéndote pruebas…
Henley se encogió de hombros; entornó los ojos y su cara adoptó una
expresión más dura. De nuevo la sensación de hallarse bajo el influjo de
aquel sol negro. Sentía que cuanto pasaba ante sus ojos en aquel preciso
instante no era otra cosa que una vieja película en blanco y negro. La cara
de Rapf, más que vista directamente, de frente, le parecía reflejada en el
espejo de una habitación en penumbra, a través de cuyas ventanas se
filtrasen los rayos de aquel sol negro. Henley cerró entonces los ojos con
más fuerza, como si quisiera abstraerse de las sensaciones que
experimentaba en aquella habitación neblinosa, oscura, debatida entre las
sombras. La intuición de una luz azul, cuya fuente parecía originarse entre
su cama y la pared contra la que estaba, le obligó a abrir de nuevo los ojos,
sometido a aquella atracción poderosa. Una nueva escena. El camión de
Rapf. Un hombre de tez oscura con pantalones bombachos y una pistola en
su mano. Sentado en el asiento de atrás de su camión Chevy blanco.
La imagen desapareció de golpe.
Rapf puso una mano en el hombro de Henley.
—Necesitas descansar, muchacho —le dijo.
Henley volvió a cerrar los ojos y respiró profundamente. Necesitaba
calmarse y descansar, era cierto. Precisaba de una objetividad absoluta
para discernir lo real de lo imaginado, o de lo soñado. Respiró
profundamente un par de veces más y abrió de nuevo los ojos. Con fría
objetividad los clavó en el rostro de Rapf, escrutándole hasta el poro más
cerrado de su piel. Tuvo Henley la sensación, por una fracción de segundo,
de que salía de su propia envoltura corporal para sobrevolar el campo de
acción de sus pesadillas y observarlas objetivamente. Como si tuviera la
facultad de contemplar el mundo en todas sus partículas infinitesimales.
Volvió pronto a su cuerpo. No podía decirse, con lógica mundana, que todo
lo que había visto o supuesto fuera el mundo real, sin embargo. Y no podía
dejar pasar la oportunidad de engancharse de nuevo a la realidad.
—Espera, Mike —dijo—. Creo que hay algo en el asiento trasero de tu
camión…
—¿Cómo?
—Llámalo, si quieres, tenebroso… Llámalo, si quieres, una
jugarreta… Pero ándate con cuidado.
—Lo haré, descuida…
Cuando se fue Rapf, Henley se tumbó por completo y cerró los ojos.
Una fría calambrina, que se le antojó magnética, recorría entonces su piel,
de la cabeza a los pies; una calambrina que le llevó de inmediato el
recuerdo de aquella brisa negra de su pesadilla; una brisa, y una
calambrina, que además le traían un sonido no tan desagradable, a pesar de
que se originaba en el choque de sus propios huesos. Algo muy profundo,
una convicción ineludible por mucho que no quisiera reparar en sus
sensaciones, le decía que la pesadilla aún no había concluido. Supuso que,
con no prestar mayor atención a todo aquello, acabaría por superarlo. Al
fin y al cabo ya había sido estabilizado por los médicos.
Por eso se dijo que debería mantener los ojos bien abiertos. Miraba
ahora al frente, al extremo de la habitación más apartado de su cama. Pero
la certeza de que todo volvería a empezar lo exasperaba en gran medida, le
imposibilitaba el reposo que había deseado unos minutos antes. Comenzó
a sentir un calor extraño, turbador e incómodo. Otra vez las sombras.
Apretó entonces el timbre que conectaba su habitación con la sala de
enfermeras.
No tuvo que esperar mucho. Poco después entraba en su habitación una
enfermera, que lo vio sentado en el borde de la cama, con los pies en el
suelo, sonriente, Quería demostrar que estaba bien, que no le dolía ya
nada.
—Por favor, quítenme todo lo que me han puesto y tráiganme la ropa,
que quiero marcharme.
Rapf salió del aparcamiento del hospital y desembocó en la
confluencia de la Calle 10 con la Séptima Avenida. Iba en coche. Tenía el
camión aparcado junto al Waverly Building. Lo vio ya de lejos pues a
aquellas horas no había mucho tránsito.
Tranquilamente, dio una vuelta para cerciorarse de que no había nadie
junto a su camión y aparcó el coche a prudencial distancia para dirigirse a
pie hasta el Chevy. Se acercó lentamente, mirando a un lado y otro. Abrió
la portezuela del lado del conductor y subió al camión. No se oía más que
el ruido del motor de los pocos coches que pasaban por allí,
espaciadamente.
Nada había visto al subirse al camión. Mas en cuanto cerró la
portezuela y echó un vistazo al asiento de atrás, vio a un negro que
sostenía en su mano derecha una pistola automática Walther.
Rapf procedió con una rapidez inaudita. De un golpe despojó al negro
de su arma y lo golpeó fuerte y seco, como un boxeador en el cuerpo a
cuerpo, hasta dejarlo inmovilizado, rendido.
—Muy bien, amigo —dijo al negro—. Ya no más sorpresitas, ¿OK?
Dime quién te ha ordenado que me sigas.
El hombre, doliéndose de los golpes recibidos, abatido en el asiento de
atrás del camión, se tocaba la mandíbula.
—Gusto… Quiere recuperar lo que le pertenece, eso es todo… ¿Quién
demonios me iba a mandar? ¿La CIA?
—Vale, pues dile a Gusto que se le devolverá lo que le pertenece, que
no tenga tanta prisa… Recomiéndale un poco de paciencia, hombre…
—Ya sabes cómo es, lo quiere ya mismo…
—Vale, vale… Pero, las cosas, a su debido tiempo… ¿Crees que
seguiría en la ciudad, tranquilamente, si hubiera podido hacerme con eso
que busca Gusto? ¡Venga, tío, no me seas panoli! —devolvió al negro su
automática Walther, le dijo que ya podía incorporarse y añadió—: Dile que
lo tendrá mañana… Por lo menos, una parte.
Se bajó del camión el negro, tras guardarse su pistola, y Rapf lo puso
en marcha para largarse.
En los últimos nueve días, desde que Henley ingresó en coma en el
hospital St. Vincent, no había hecho otra cosa que ir de aquí para allá,
tratando de adivinar, más que averiguar, dónde demonios estaría aquello.
Sabía perfectamente que Gusto quería matarle. Era un hombre de muy mal
temperamento, lo había demostrado en numerosas ocasiones, las
suficientes como para andarse con cuidado. Por eso se dirigió a su
apartamento, y antes de bajarse del vehículo dio un par de vueltas al
bloque de viviendas. Todo estaba en calma, aparentemente. Aparcó, entró
en el edificio. Ya estaba a punto de sacar la llave de su apartamento para
entrar, cuando se dio cuenta de que dos tipos salían del apartamento que
había frente al suyo. No tuvo tiempo de reaccionar. Uno de ellos le hizo
una llave para inmovilizarlo, mientras el otro abría la puerta. Lo metieron
a toda prisa en su propio apartamento. El que le conducía estrelló su nariz
contra la puerta del cuarto de baño. Eran dos tipos grandes, muy fuertes;
dos negros bastante violentos. Uno tenía barba y le faltaba la mitad de su
oreja izquierda. El otro llevaba gafas oscuras con montura rosa. Portaba
una bolsa de una tienda. En el cuarto de baño, hicieron que se arrodillara
con la cabeza metida en el inodoro.
—¿Pero qué hacéis? Si ya lo he arreglado todo con Gusto —dijo Rapf.
El negro de la barba se echó a reír.
—¿Y a mí qué me importa? Me llamo Duke Parmelee y mi amigo es
Hi-Hat Chuckie Watz… Nos la suda todo. Te vamos a hacer un arreglito en
la cara, tío.
Hi-Hat Chuckie Watz sacó de la bolsa que llevaba unos frascos, cuyo
contenido vació en el inodoro.
—A Gusto le ha molestado mucho que te quisieras reír de él —dijo
Duke a Rapf.
Hi-Hat metió con fuerza la cabeza de Rapf en el inodoro. Los vapores
emanados por aquellos productos químicos que había vertido allí le
provocaron un gran escozor en la nariz y en los ojos.
—¡No, por favor, dejadme! ¡Me voy a intoxicar! —suplicaba Rapf.
Hi-Hat lo sacó de allí dándole un tirón de pelo. Rapf trató de respirar
cuanto podía, pues mientras el otro lo tuvo allí sujeto apenas lo había
hecho para no intoxicarse. Tenía el rostro rojo, como quemado, y le
rodaban abundantes las lágrimas.
—¿Dónde lo tienes? —preguntó Duke.
—Yo no lo tengo, pero sabré mañana dónde está… Ya le he enviado a
Gusto un mensajero diciéndole que lo tendrá mañana…
Hi-Hat volvió a meter la cabeza de Rapf en el inodoro. Tiró de la
cadena. El agua, al bañarle la cara, hizo aún más extremo su dolor. Rapf
gritó medio ahogándose y cayó al suelo sin fuerzas, casi desvanecido.
Duke le dio unas palmaditas muy dolorosas en la cara, con el dorso de
su mano repleta de anillos de oro.
—Llora por el nene, mamaíta, llora por el nene, mientras yo hago que
se trague toda la sopa —decía.
Rapf gritaba entre estertores.
—No te olvides de nosotros, capullo —le dijo Duke Parmelee—. Eres
un tramposo y todo el mundo lo sabe… Te aseguro que si no tienes
mañana lo que es del jefe vas a sufrir aún más… Te aseguro que te
haremos sufrir un montón, caballero…
Lo dejaron tirado en el suelo del cuarto de baño de su apartamento.
Tardó un buen rato Rapf en poder levantarse. Cuando lo hizo, se dijo que el
tratamiento recibido había sido el mejor de los posibles, que aquellos dos
tipos le habían demostrado una gran consideración para como solía
gastárselas Gusto.

Henley Easton tomó un taxi en la misma puerta del hospital St. Vincent
para dirigirse a la estación Pennsylvania. Desde allí caminó un trecho
corto hasta Garden City, donde alquiló un coche. Tras pagar el alquiler y
comer algo en un McDonald’s le quedaban cincuenta dólares. La única
pesadilla que ahora lo acechaba era la de salir con bien de aquel maldito
embrollo. Pensaba recuperar aquello y largarse rápidamente hacia el oeste.
No quería hacerle ninguna jugarreta a Rapf, no quería joderle, pero no
había más elección. Salir de un coma le hacía ver las cosas de otra manera.
Le hacía apreciar más fríamente la diferencia entre estar vivo y estar
muerto. Gusto y sus mañosos negros, a buen seguro, no se habían estado
quietecitos en aquellos nueve días, lo habrían peinado todo. Llevaba
Henley, pues, nueve días de retraso. O le llevaban ellos nueve días de
ventaja. No podía concederse más demoras. Trincar la pasta y salir de naja
cuanto antes. Ésa era la consigna. Lo único en que debía pensar. No había
nada de que tratar, ya no era el momento oportuno para intentar un trato,
en cualquier caso poco ventajoso para él, tal y como estaban las cosas.
Había llegado el momento de abrirse a otros mercados, por así decirlo, y
dejar que el bueno de Rapf se las apañara… Dejar que contestase, como
pudiera, las preguntas que se vería obligado a responder.
Henley pasó la noche siguiente en un motel de carretera. Era la
primera vez que se miraba los pies desde que abandonó el hospital. No
sangraban, no le dolían en exceso; observó cuidadosamente la negra línea
de los puntos de sutura recibidos. Se sintió mucho mejor al tumbarse y
descansar. Pronto cayó en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, muy temprano, salió hacia el meandro del río.
No tuvo mayor dificultad para encontrar pronto el lugar donde había
enterrado su botín y recuperarlo, tras caminar un trecho desde donde había
dejado aparcado el coche de alquiler. Hacia allí se dirigía, caminando entre
las piedras, cuando algo lo detuvo de golpe. Una especie de neblina súbita,
algo así como un humo proveniente de un incendio, pero que no olía como
el humo de los incendios, comenzó a dificultar la visión en la zona, a
confundir las cosas y a desorientarle.
—¡Vamos, sigue! —se dijo en voz alta para darse ánimos.
Pero no las tenía todas consigo. Algo no iba bien. No es que no pudiera
caminar, pues no le dolían los pies, sino que lo hacía como quien se mueve
durmiendo, llevado por un sueño. Como si pisara nubes. Una sombra que
parecía moverse majestuosa y lenta, pero con una precisión absoluta, iba
arrojando oscuridad sobre cada punto iluminado al que pretendía dirigirse.
Sus miembros parecían no responder a las órdenes de su cerebro, parecían
producirse en el movimiento de forma autónoma. Sus piernas, sin que
pudiera evitarlo, lo llevaron hasta una zona pantanosa. Pisando ya el
légamo, se detuvo. Sus miembros parecieron obedecerle entonces. Un
poco más allá del légamo, el río con su corriente. Frente a él, como un
animal al acecho, la roca en la que se había herido los pies. La misma en la
que se agarró más tarde, cuando salió del agua.
Cuidó de no acercarse a la piedra, reprimiendo su primera intención de
hacerlo. Era una piedra verdosa y enorme, con innumerables filos
cortantes, lo sabía bien. Lo que la cubría, más que una especie de musgo,
le sugería algo mucho más repugnante, una especie de baba nauseabunda.
Quiso largarse de allí, pero la contemplación de la piedra lo absorbía.
Trató de bromear diciéndose que eran dignos de admiración los diseños
cuneiformes de la piedra, y hasta se acercó unos pasos para tocarla de
nuevo, como cuando se había agarrado a ella tras salir del agua. Entonces
no le había producido la repugnancia, próxima a la náusea, que
experimentaba ahora. Repasó cuidadosamente con los dedos aquellos filos
cortantes. Durante unos largos minutos. Después, como si hubiera
conjurado un peligro que no podía explicarse, sin embargo, se alejó de la
piedra.
Volvió hasta donde estaba su coche sin mayores problemas, salvo la
pesadez de sus pasos y aquella sombra que parecía sempiterna. Estaba
hambriento, tantos días alimentándose sólo por vía parenteral. Se metería
en el primer restaurante que encontrara en la autopista. Tenía que poner
rumbo cuanto antes hacia el oeste, abandonar definitivamente la ciudad y
tratar de buscarse de nuevo la vida. Lo que llevaba le ayudaría a hacerlo
sin mayores problemas. No podía perder más tiempo, no podía detenerse a
considerar su situación, ya no había más tratos posibles. Huir era la única
respuesta. Se metió al fin en el coche y arrancó. Cuando llegó a Nueva
York tenía la ropa empapada, pero no de agua sino de sudor.
Devolvió el coche que había alquilado y tomó una habitación en la
calle Elton esquina con la East Veintisiete. Se sentó en la cama y palpó la
bolsa repleta de heroína, que había rescatado. Sentía un curioso placer al
palparla con sus dedos. Era la primera vez en su vida que había hecho algo
en verdad arriesgado. Algo que podía costarle la vida. O salvársela para
siempre. Un error o un acierto.
Tomó una pizca de heroína, hizo dos rayas con ella y se las metió por
la nariz. Unos instantes después se sintió relajado, a gusto con aquella luz
del sol en poniente que se colaba por la estrecha apertura de la ventana
entreabierta y con la persiana casi del todo bajada. Sintió una náusea leve,
no del todo desagradable, y se levantó de la cama para sentarse en el sillón
que había al otro extremo del cuarto. Con eso bastó para que sintiera de
nuevo una sensación placentera, para que el estómago se le sosegara.
Todos los problemas del día parecían esfumarse entonces. Se dijo que los
había resuelto como había que hacerlo.
Una hora después la habitación estaba en penumbra. Sombras espesas
como aceite de motor lo llenaban todo. Cuanto había en la habitación,
entre esas sombras, parecía inmenso, desproporcionado. Las aprensiones
derivadas de su pesadilla cobraban de nuevo entidad real. Recordó la gran
piedra filosa, aquella baba verdosa que la cubría, tan diferente al musgo
incluso al tacto, tan indefinible.
—¡Bah! Seguro que es cosa de la droga —se dijo en alto para oírse la
voz.
Pero no estaba seguro. Su miedo parecía a punto de reventar como un
gran trueno, turbándole la paz poco antes conseguida. Sabía que en
cualquier momento podía ser víctima, de nuevo, de aquellos horrores.
Algo tan negro y frío como las aguas del océano en la noche parecía
agitarse en su interior. Encendió la luz de la mesita de noche que había
junto a la cama, para espantar sus aprensiones, y se tumbó de nuevo. Se
dijo que la cama estaba fría como deberían estarlo las tumbas. Tocó el
cabecero metálico de la cama, y aun sabiendo que no era más que eso, el
cabecero metálico de la cama, se le agudizó aquella impresión terrorífica y
se puso rápidamente de pie.
Respiró hondo para tratar de calmarse. A veces le daba resultado
hacerlo. Era evidente que allí tenía de nuevo su pesadilla, enfrentándose a
él. Quizás con más ganas de trastornarle que nunca antes. ¿Es que no le iba
a abandonar jamás? ¿Hasta cuándo tendría que soportarla? Como el
relámpago que precede al trueno, su mente arrojó luz para prevenirlo de la
tormenta que se le venía encima. Vio así, con absoluta claridad, que
procedía una actuación urgente de su parte, mas no por ello desesperada.
Bastantes peligros reales lo acechaban como para consentir en esos
otros… ¿irreales? Tenía que actuar sobre la marcha, sin planteamientos
previos rígidos. Tenía que verse de nuevo con Rapf, aunque poco antes
hubiese decidido dejarle tirado. Porque, si volvía a caer en coma, sólo
Rapf sabría qué hacer con la heroína. Si volvía a caer en coma y Gusto o
sus muchachos lo encontraban con la bolsa, ya podía despedirse. No iba a
despertar jamás.
Salió al vestíbulo, donde había un teléfono público. Llamó a Rapf. Un
montón de timbrazos antes de que alguien descolgara. Alguien a quien no
reconoció. Una voz aguda, zumbona, retadora. Henley colgó de inmediato.
Le temblaban extraordinariamente las manos por lo que tardó casi cinco
minutos en marcar el otro número que Rapf le había dado, para que lo
llamara en casos de emergencia, si no respondía en el teléfono de su
apartamento. Contestó una voz de mujer. Le dijo que llevaba un montón de
días sin saber de Rapf y que no tenía la menor idea de qué era de su vida.
Lo dijo muy enfadada. Henley se identificó. Le dijo también dónde estaba,
para que se lo comunicase a Rapf si lo veía, y colgó.
Volvió a su cuarto y cerró la puerta con cerrojo. La oscuridad de la
habitación tenía ahora un tono verdoso. No se atrevía a encender la luz. En
donde suponía que estaba la cama creyó ver la gran piedra filosa y
cortante, de la que salía la luz verdosa que daba al cuarto aquel tono. Trató
de ver mejor, clavando los ojos en la piedra. Sintió un olor extraño, como
de gas, aunque no era exactamente eso; pensó en alguna especie de plasma
vaporoso y delicuescente que lo paralizaba, que le impedía apartar los ojos
de la gran piedra.
Henley estuvo parado largo rato, como mesmerizado. Sin duda aquello
era un gas paralizante, pensaba. Observó una especie de efluvio iridiscente
a contraluz de la ventana. En el techo de la habitación, de un verde más
oscuro, o acaso negro, pequeñas partículas de lo mismo. Volvió a mirar
intensamente hacia donde estaba la gran piedra. Emanaba de ella ahora un
vapor mucho más evidente que crecía a su alrededor como un seto de
flores. Un vapor que ya le llegaba a los pies y comenzaba a ascender por
sus piernas amenazando con envolverlo por completo. La piedra mostraba
ahora una superficie como la del jade; el ambiente se había llenado de una
sustancia espesa que hacía más difícil la respiración. Por detrás de la
piedra comenzaron a emerger burbujas, o algo parecido, de colorines.
Burbujas llenas de humo coloreado con el tono de cada una. Subían
lentamente hasta el techo, donde se alineaban.
Recordó Henley que el interruptor de la luz estaba a su izquierda e
intentó encenderla. No pasó nada. La habitación siguió en penumbra, sin
más luz que la de aquellas burbujas equívocas, que la del fulgor de la
piedra, que la de la propia materia irrespirable que llenaba el ambiente.
Todo era crepuscular y evanescente.
Notó entonces Henley que una mano helada le clavaba los dedos en el
justo centro de la espalda, entre sus hombros. Se volvió sacudiendo un
manotazo instintivo para quitarse de allí la mano, y al instante ocurrió
algo que le heló la sangre en las venas. La voz de aquel idiota del bote le
dijo entonces: «El miedo llega siempre a su meta, como quien corre una
carrera fácil. Abre bien tus orejas, Henley; mira esas sombras que te
rodean, porque ocultos en ellas hay presencias de las que harás bien en
cuidarte. Abre bien los ojos, Henley, no los cierres, mantente en constante
vigilia».
Henley se alejó cuanto pudo de la puerta para buscar el amparo de la
pared, contra la que pegó su espalda. El gas, o lo que tenía por gas, era
algo membranoso y flotaba en el aire como las algas flotan en el mar. Le
pareció que en la superficie de la piedra brotaba ahora, no el brillo del
jade, sino una especie de urdimbre capilar de color azul. Su pánico fue
definitivo. Quiso pedir auxilio pero no le salió la voz. Ni siquiera
escuchaba ya en su cabeza lo que había querido gritar, pues otras palabras
le repiqueteaban en ella: «La oscuridad te vence; estás bajo tierra,
Henley; ya no puedes correr, no hay ningún lugar en el que puedas
esconderte… Tú y yo somos lo mismo».
Al respirar sentía una opresión brutal en el pecho, como si tuviera
llenos de agua jabonosa los pulmones. Intentó orientarse, pues había
perdido la noción, no sabía dónde estaba la puerta, pero no le respondieron
las piernas. Boqueaba como los peces fuera del agua en sus últimos
estertores. Al fin localizó la puerta y pugnó por dirigirse a ella para
abrirla, con una terrible sensación de ahogo, pero el ambiente se hizo más
denso; era como si tropezase contra una malla tan invisible como viscosa.
Intentó abrirse paso a puñetazos, no sin verse obligado a otro esfuerzo
titánico para hacerlo, pero la masa viscosa parecía encajar sin el menor
problema sus golpes, reblandeciéndolos, acomodando los puños de Henley
a su textura invisible e impenetrable. Tuvo otra visión espantosa, por
introspectiva: le pareció ver su cerebro desangrándose poco a poco, gota a
gota. Una sangre que amenazaba con llenarle toda la cabeza.
De repente, cuando ya estaba a punto de rendirse a su suerte, la masa
viscosa lo dejó pasar. Se precipitó Henley hasta la puerta, descorrió el
cerrojo y salió al pasillo con las fuerzas renovadas que le daba pensar que
podía escaparse de lo que le había atrapado en su cuarto. Mas de nuevo la
decepción. Una mano tan invisible como fuerte tapó sus ojos; otra mano
como la anterior, acaso más fría, lo agarró por el cuello. Sintió como si
alguien quisiera troncharle la crisma de arriba abajo. No sabía decirse de
dónde sacaba las fuerzas, pero así y todo consiguió llegar hasta el
descansillo de la escalera, donde cayó rendido. El pasillo se llenó entonces
de una luz blanca. Sentía un aguijonazo entre los ojos. Espantado, se dijo
Henley que fuesen las que fuesen aquellas manos, acababan de clavarle a
martillazos algo entre los ojos, algo para lo que su calavera había ofrecido
menos resistencia que la mantequilla.
Se puso de pie como pudo. Se agarró a la barandilla del descansillo
para no caer y gritó desesperadamente. Dio un par de pasos más y se
precipitó al vacío tras vencerse sobre el pasamanos. Hubo un instante en el
que nada sintió, pero al momento tuvo la percepción de que su cabeza se
abría lentamente, como para dejar que se le escaparan los sesos. Quiso
mover su cabeza abierta para ver si en efecto los sesos se le iban, pero lo
que vio fue el empapelado de una pared. Flores amarillas en la pared que
iba desde una planta baja y subía a lo largo de la escalera. Se sintió
flotando. Alguna fuerza extraña, más aún que la de la gravedad, pugnaba
por bajarlo, por depositarlo de nuevo en el piso. Lo hacía tan lentamente
como antes había flotado en el aire. No sentía más que el agudo dolor de
aquello que le habían clavado a martillazos entre los ojos.
No pasó mucho, sin embargo, antes de que comenzara a experimentar
un dolor generalizado e insoportable; un dolor que le recorría la columna
vertebral y se incrementaba en los brazos y en las piernas. Era como si su
cuerpo hubiese reventado, como si le hubieran estallado todas las venas,
como si se fragmentase por momentos igual que un vaso roto en el suelo.
Henley, no obstante, trató de hallar una posición más cómoda en el suelo,
una posición en la que sintiese menos dolor.
Sintió entonces que le dolían terriblemente los músculos abdominales,
como si alguien tratara de levantarlo. Percibió movimiento en el vestíbulo,
algo que le sugirió que alguien corría de un lado a otro, varias personas
quizás. Creyó decirse que lo mejor sería intentar levantarse y volver a su
habitación, para echarse en la cama, pero aunque se imaginó subiendo las
escaleras, se dijo que era imposible hacerlo, se vio padeciendo un colapso.
No obstante, mantenía cierto autocontrol. Aunque nada veía, aunque se
sabía a oscuras, sin un punto de luz referencial, aunque intuía que su
cabeza se había llenado ya de sangre, pasó una mano por su cara y la llevó
hasta la nuca, como si quisiera hallar el agujero por donde se le iban los
sesos. Encontró, en efecto, un agujero profundo. Le dolió mucho más al
tocárselo. Entonces percibió con mayor nitidez el movimiento de varias
personas en el vestíbulo.
Otra cosa contribuyó a incrementar su horror. La bolsa de heroína.
Supuso que si lo conducían a un hospital, como cuando entró en coma la
vez anterior, estaba perdido, le quitarían su mercancía. Su esfuerzo resultó
en verdad sobrehumano. Logró ponerse en pie y subir las escaleras, como
había pensado hacerlo antes. No oía ni veía, pero lo hizo. Sólo pensaba en
poner a salvo su botín.
Había una escalera de incendios a la cual podía acceder a través de la
ventana de su cuarto. Se asomó y vio dos coches de policía que llegaban
un poco más allá, por la calle Elton, pero podía llegar a la Veintisiete sin
mayores problemas. Sabía que podía caer en cualquier momento, pero aún
aguantaba. Ferozmente. Fuese lo que fuese, fuese quien fuese su agresor,
la pierna, un magma extraño, unos dedos, aún no había podido troncharle
el cráneo. En realidad se sentía parte integral de sus heridas, de tal manera,
que parecían insuflarle las fuerzas que necesitaba para huir. Puede que
precisara ayuda, pero de lo que no le cabía la menor duda entonces era de
que ningún socorro mejor que el de huir cuanto antes de allí. Una vez más
tenía que proceder aprisa, no podía detenerse. Andar sin volverse a mirar
atrás. Su cuerpo reaccionaba mecánicamente. Caminaba como un
sonámbulo. Pero caminaba. Quienes lo veían venir de frente se apartaban
espantados.
Iluminado por la luna blanca y fría, atravesó callejones oscuros.
Cuando al fin se detuvo habían transcurrido varias horas. Era ya noche
cerrada y estaba en un callejón estrecho, cuyo nombre no acertaba a ver.
La puerta trasera de un local se abrió y vio que salía al callejón un hombre
mayor, con el pelo completamente blanco, para tirar algo en un cubo de la
basura. Se le quedó mirando. El viejo le preguntó si precisaba ayuda,
invitándole a entrar en el local. Henley se irguió como una cobra, presto
para repeler un ataque si se producía, y observó todo lo detenidamente que
era capaz al anciano. Confiado al fin, aceptó entrar en aquel local.
Era la tienda de un taxidermista. En una pared había un águila con sus
grandes alas desplegadas. Un mono tocándose los genitales pendía del
techo. Había conchas y caracolas gigantes por todas partes. El olor era
intenso, desagradable. Estaban en la habitación en la que el viejo disecaba.
Henley vio por allí pitones y otras serpientes, ya disecadas o simplemente
muertas. El viejo taxidermista, quizás consciente del repugnante olor que
había allí, insoportable para alguien ajeno a su negocio, prendió unas
varillas de incienso. Vio también Henley hipocampos y tarántulas, y toda
clase de pájaros, y más monos.
Unos canarios vivos en sus jaulas ponían con sus trinos la única nota
de vida al lugar. En unos terrarios había lagartos aún vivos, que podrían
comerse tranquilamente a los canarios. Una luz amarillenta, más
amarillenta aún por la tulipa de la lámpara, daba un aire sobrecogedor a
todo aquello. Al amparo de aquella luz, el anciano, que invitaba entonces a
Henley a tomar asiento, parecía aún más viejo, infinitamente viejo.
Henley tomó asiento en la silla que había en un rincón y observó con
ansiedad cómo se le acercaba el viejo arrastrando los pies. Llevaba los
pantalones tan caídos que casi se pisaba las perneras. Entonces se sentó a
su lado. Sacó el viejo una pequeña flauta de hueso, silbó unas notas y dijo:
—Llevo mucho tiempo esperándote. ¡Cthulhu fhtagn!
Henley se estremeció. El anciano se agrandaba ahora ante sus ojos más
aún que su propia sombra proyectada en la pared.
—Tú no sabes nada de esto —dijo el viejo—, pero da lo mismo…
Mejor que así sea.
El viejo se echó atrás en su asiento, levantó la cabeza como si mirase
al techo y Henley vio que le faltaba un ojo. Se percató al instante, también,
de que el que tenía no era tal, sino un ojo de cristal en el que se reflejaba
su propio rostro tumefacto. En aquel espejo que le ofrecía el ojo de cristal
del anciano observó Henley que tenía las pupilas extraordinariamente
dilatadas y sangre ya reseca en los labios.
—Tú no sabes nada de esto, ni siquiera sabes quién eres… Mejor que
así sea —volvió a decirle el viejo.
Se llevó otra vez la flauta de hueso a los labios y tocó una vieja
canción de marinos, una suerte de himno melancólico que evocaba, desde
luego, el rumor del mar. Algunas notas hacían recordar a Henley ese
zumbido que se percibe cuando uno bucea. Aquella melodía hizo sentir
extraño a Henley, en dos sentidos: como si fuese un pequeño animal
muerto y metido en una botella, un reptil, por ejemplo, o como si fuera un
gran pájaro de los que surcan los espacios más libres.

Rapf estaba a punto de perder la cabeza. Comenzaba a sentirse


traicionado, después de tantos sinsabores. Cuando supo que Henley se
había largado del hospital acudió a una armería y compró más munición
para su pistola, también una Walther automática. Era peligroso seguir en la
ciudad: ni siquiera en casa de su hermana, en Stony Brook, podría estar ya
seguro. Cuando su hermana le dijo que lo había llamado Henley, se
disiparon sus dudas sobre el muchacho. Pero supo que debía extremar las
precauciones mientras no le quedara más remedio que moverse por Nueva
York. Ya no había policías en la calle Elton, pero sí bastante gente en el
vestíbulo del hotelucho. Gente que comentaba lo ocurrido. Nadie supo
decirle con precisión qué había pasado.
La puerta de la habitación que ocupaba Henley estaba abierta, por lo
que Rapf entró sin necesidad de llamar. Salvo por el olor a sudor que había
en el ambiente, y salvo por unas gotas de sangre que había en el suelo, un
leve reguero que se perdía en la ventana, todo estaba en orden. Cuando se
asomó a echar un vistazo a la escalera de incendios vio una pequeña
piedra, oscura. Creyó que era una bola de papel; sólo cuando la tuvo en su
mano se dio cuenta de que era un tipo de piedra extraña, algo que nunca
había visto. Ya tendría tiempo de averiguar de qué se trataba. Se la metió
en un bolsillo, echó un vistazo en el cuarto de baño y se largó de allí.
Rara vez se emborrachaba, aunque, cuando bebía un poco más de la
cuenta era capaz de cualquier cosa. Se fue al Red Witch y bebió lo
suficiente como para que no le importara llamar a su viejo capitán. La
última vez que se habían visto aún andaban por Vietnam, cazando
norvietnamitas con sus rifles. De vuelta de la guerra Rapf estuvo un par de
años preso por robo y perdieron el contacto. Pero, como buenos veteranos,
sabían cómo dar el uno con el otro cuando lo necesitaran. Rapf sabía que
Vince Pantucci estaba en la ciudad. Llevaba un año entero oyendo hablar
de él en todos los tugurios. Era el único, lo sabía bien Rapf, que podía
pararle los pies a Gusto. Él no podía hacerlo directamente; ni siquiera
podía ya hablar con Gusto.
No era fácil dar con Pantucci, sin embargo, por aquellos días. Al
parecer estaba muy ocupado. Rapf hubo de hacer unas cuantas llamadas
hasta que consiguió localizarlo. Una hora después de que hablaran por
teléfono, Pantucci llegó al Red Witch. Era alto y muy ancho; estaba como
siempre, fuerte, con sus brazos que parecían tener los músculos trenzados
como cuerdas, con el pecho y el cuello que parecían a punto de reventar la
camisa de seda que llevaba. Sus ojos negros y acerados descubrieron a
Rapf al instante.
—¿Qué hay tic nuevo, capullo? —le soltó Pantucci sentándose a su
lado.
—Necesito que me hagas un favor.
Pantucci arqueó las cejas y sonrió burlón. Era un etrusco perfecto, con
el mentón de hierro, con la frente ancha y despejada, con la piel del color
del trigo tostado.
—¿Necesitas dinero?
—No, capitán, mira…
—El capitán te está observando, Rapf, y no le gusta lo que ve —dijo
Pantucci—. Otra vez andas metido en algo raro, ¿verdad? ¿Problemas con
la ley?
—No, capitán… Estoy limpio, de veras… Sólo que ando metido en un
negocio que se ha torcido un poco…
—¿Drogas?
—Sí.
—¿Hierba?
—No, otra cosa… Caballo…
—¿Mucho?
—Más de dos kilos.
Pantucci puso cara como de oler algo que no le gustaba. Dio una
palmadita a Rapf en la mejilla y luego le tiró de una oreja, como si lo
reprendiera.
—¡Mira que eres gilipollas, muchacho! —le dijo tirando de la oreja de
Rapf hasta poner su nariz contra la mesa—. Y un aprovechado, cabrón…
Andas por ahí haciendo tratos con cualquiera, metiéndote una buena pasta
en los bolsillos, y me llamas ahora, cuando te ves en problemas… ¿Por
qué no me llamaste al principio? Todo te hubiera ido mejor, ya lo sabes.
Rapf pudo al fin levantar la cabeza de la mesa, porque Pantucci dejó de
tirarle de la oreja.
—Me dijeron que no andabas por aquí, capitán —se excusó.
—No mientas, hijoputa… Sabes que siempre aparezco cuando se me
busca. Me parece que esos dos años en la cárcel te cambiaron bastante…
Bien, ¿de quién se trata?
—Gusto.
Pantucci se echó un buen puñado de sal y luego apuró su tequila.
Chascó la lengua y se quedó unos segundos mirando fijamente a Rapf, con
una media sonrisa de burla en los labios.
—Pero mira que eres gilipollas —dijo masticando lentamente las
palabras—. ¿De veras crees que puedes hacer negocios con esa gente? ¿De
veras te has creído que eres uno de su hermandad, uno de los sargentos de
la banda? Bien, veremos qué se puede hacer… Dame la droga.
—No la tengo yo. La tiene Henley Easton, un buen chaval… Pero es
que ha sido increíble… Mira, habíamos quedado en hacer el trato con
Gusto, pero no sé lo que le pasó a Henley. El caso es que entró en coma, no
acudió a la cita, Gusto creyó que le habíamos engañado… Mientras
Henley estaba en el hospital, Gusto andaba por ahí buscándome. Después,
Henley se largó del hospital y ahora no sé por dónde anda. Me llamó por
teléfono y fui a reunirme con él, pero no estaba… Me contaron una
historia muy extraña, que se había caído por unas escaleras, que estaba
como loco, pegando gritos en el cuarto del hotel… Se largó cuando iba a
llegar la policía y no he podido encontrarle. Él tiene la droga… El caso es
que estoy preocupado por ese muchacho… Ya sabes que su hermano me
salvó la vida en Ngoc Linh, patrullábamos juntos… En fin… Creí que tú
podrías dar con él.
—O sea, que pretendes que trate con Gusto y a la vez que haga de
niñera con el hermano de tu amigo… Vamos, hombre, no me jodas.
—Ayúdame, por favor —dijo Rapf poniendo las manos hacia arriba
sobre la mesa—. Me estoy jugando el culo, capitán… Sólo tú puedes
echarme una mano.
—¿Y no puedes ni hacerte una idea de dónde está ese niñato de
Henley?
—Ni idea, capitán… Lo busco por todas partes y nada…
Pantucci pareció contemplar sus manos nervudas y llenas de callos. Le
caía bien Rapf. Le tenía realmente mucho aprecio, como a todos los que
habían combatido valientemente a su lado. Alzó la vista, lo contempló
durante unos segundos y le dijo:
—Cuéntame todo lo que puedas acerca de ese chico.
—¿Crees que podrás encontrarlo?
—Es posible.

Pantucci llevó a Rapf a una villa que tenía en las montañas, donde
pudiera estar a salvo. Había en la villa incluso una piscina climatizada.
Pantucci tenía hasta una cocinera. Y un taller en el que se dedicaba al
desguace, recuperación, transformación, manipulación, en fin, de objetos
robados, joyas, por ejemplo. Rapf se pasó allí un montón de horas tratando
de horadar con un taladro aquella extraña piedra que se había encontrado
en la habitación de Henley. No podía ser buena. No era un diamante, desde
luego. Ni siquiera una gran pepita de oro. Era más dura que cualquier otra
cosa que hubiera tenido en sus manos hasta entonces. Ni las mejores
taladradoras, ni las brocas con cabeza de diamante, lograban hacerle un
mínimo agujero. Rapf trataba de entretenerse así para no pensar más en la
suerte que hubiera podido correr Henley. Además, le gustaba aquella
curiosa piedra, aunque no le pudiera sacar el menor partido. Le gustaba
tocarla, sopesarla. Le gustaba su textura, nunca antes vista ni palpada. La
ponía en la palma de su mano y contemplaba sus agujeritos naturales,
como pequeños cráteres. Quizás le pusiera una argolla, ya vería cómo,
para colgársela al cuello como si fuese un talismán.
Unos días más tarde, Pantucci lo encontró en la terraza de la villa
sentado tranquilamente, degustando una copa de vino al amparo de la
sombra que daba un cedro a la casa. El pinar que circundaba la villa
llenaba el aire de un olor delicioso. El sol extraía un brillo grato de
contemplar de los pedruscos que había en el pinar.
—Ya lo he encontrado —dijo Pantucci.
—¿Dónde está?
—Rumbo a Haití. Despegó hace una hora —dijo mientras sacaba un
billete—. Aquí tienes tu billete de avión y un pasaporte falso. Alguien se
te acercará en el aeropuerto para darte dinero y un permiso de armas. Que
tengas suerte, capullo… Y ya sabes dónde estoy… Me gustaría volver a
verte.
Rapf arribó a Puerto Príncipe con gafas oscuras, camiseta elástica de
las que marcan bien la musculatura y ajustados pantalones negros con las
perneras metidas en las botas, llenos de bolsillos. Llevaba consigo una
maleta con ropas diversas, doscientos cincuenta dólares en cheques de
viaje, quinientos dólares en efectivo y su pistola Walther automática.
Durante el vuelo había sacado su navaja tipo mariposa del bolso de mano
que portaba para guardársela en un bolsillo del pantalón.
Todos en el aeropuerto eran negros. Podía camuflarse entre ellos, por
eso, cualquiera de los muchachos de Gusto. Tuvo la extraña sensación de
que alguien lo seguía, algo que confirmó poco después, cuando se disponía
a salir del aeropuerto. Sintió un metal inequívoco en la espalda.
—Muy bien, maricón, ahora te vienes conmigo sin intentar nada, ¿de
acuerdo? —dijo mientras le quitaba del cinto la pistola.
Reconoció de inmediato aquella voz. Era el negro al que había
desarmado y golpeado aquel día, en su camión. Le metía ahora con fuerza
el cañón de su pistola en los riñones. Rapf fue muy rápido, sin embargo; se
tiró al suelo, rodó mientras sacaba del bolsillo su navaja tipo mariposa, la
abría y la lanzaba contra el negro. Se la clavó en el pecho, casi a la altura
de la garganta. El negro dio unos pasos hacia atrás y cayó mientras hacía
un disparo que no dio a Rapf. Rapf se levantó raudo, le sacó la navaja, se
cercioró de que seccionaba la aorta del otro y se guardó el arma para
marcharse de inmediato dejando al negro allí tirado.
El disparo que hizo aquel hombre al caer había alarmado a la gente,
confusión que aprovechó Rapf para perderse de inmediato entre la
multitud. Unos minutos después tomaba un taxi para dirigirse al centro de
la ciudad. Tomó una habitación en un hotel de mala muerte al este de la
ciudad y de inmediato salió a la calle para buscar a Henley. No debía
resultarle difícil encontrarlo entre tantos negros, pero nadie le había visto.
Al día siguiente fue más lejos en su búsqueda, se desplazó hasta la zona de
los mercados, en el más miserable arrabal de la ciudad. A veces caminaba
palpando su pistola disimuladamente. Sabía que en cualquier momento
quizás tuviera que vérselas con otro de los hombres de Gusto.
Había conseguido pegar con una cola especial la mitad de una argolla a
la extraña piedra, y la lucía al cuello colgada de una cadenita. Observó que
en la zona de los mercados llamaba mucho la atención. Nadie se la tocaba,
sin embargo, aunque parecían fascinados al contemplar la piedra. Tres
muchachos con el típico aire de los rateros de las bahías —dientes de oro,
camiseta, crucifijo al cuello— trataron sin embargo de arrancársela del
cuello. Primero le habían preguntado por la piedra en una lengua que no
conocía, por lo que nada pudo decirles. Hizo un gesto, como para decirles
eso, que no podía entenderles, y uno de los muchachos echó mano a la
piedra con intención de arrancársela. De nuevo anduvo presto Rapf; antes
de que el chico pudiera consumar el robo, le golpeó con el codo en la boca,
derribándole. Los otros, raudos, sacaron temibles cuchillos.
Rapf echó a correr, pues no creía oportuno hacer allí uso de su pistola,
entre las casuchas de tablas y latón que se alzaban anárquicamente en
aquel arrabal. Los muchachos salieron tras él, derribando algunos puestos
de fruta del mercado. Corrió Rapf hasta una especie de descampado, un
secarral en el que no se alzaba ninguna de aquellas casuchas, y entonces sí.
Echó mano a su Walther automática y les hizo frente. Los muchachos se
detuvieron de golpe, atónitos, con ojos de espanto al ver el arma. Uno de
ellos hizo un gesto que Rapf no entendió, a medias entre la reverencia y el
miedo, y exclamó:
—¡Cthulhu fhtagn!
Su voz sonó aguda como un chillido desesperado, mucho más afilada
que las hojas de los cuchillos con que lo habían amenazado.
Se fueron corriendo y Rapf decidió dar por concluida la jornada de
búsqueda.

Henley Easton había perdido por completo el control de su cuerpo. Su


cuerpo se movía como si lo gobernase otro cerebro. No podía hacer otra
cosa que observar aquel fenómeno y dejarse llevar. Los últimos días en los
que conservó el control de su cuerpo fueron de auténtica locura. Todo
comenzó progresiva pero rápidamente después de su encuentro en el
callejón con aquel anciano. Se llamaba Autway y era un sacerdote, un
gangan vudú. Ya no tenía que hablar a Henley para darle cualquier orden.
Con hacer sonar la calabaza seca llena de huesecitos que solía llevar
consigo le bastaba.
Cuando el cuerpo de Henley comenzó a experimentar tan significativo
cambio, Autway le proporcionó unos pantalones blancos muy anchos y una
especie de blusón igualmente ancho, para que pudiese moverse
perfectamente, para que nada se interpusiera entre las órdenes de su
calabaza repleta de huesecillos y su sensitiva piel. Las heridas de sus pies
habían sanado definitivamente, aunque mostraba cicatrices grandes y
abultadas, ribeteadas de carne negra. Babeaba de continuo, cayéndole la
baba sobre el pecho y las manos. Una baba que desprendía un olor
nauseabundo, de putrefacción. Autway le había curado las heridas de los
pies con raíces.
Durante una semana lo tuvieron en una especie de celda, en la más
completa oscuridad. Autway acudía a verle frecuentemente, acompañado
por jóvenes negros que danzaban alrededor de Henley durante horas
mientras cantaban sin descanso: «Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh
wgah’nagl fhtagn». Aquello producía en Henley un efecto especial. Caía
en una calma absoluta, en una especie de paradójica locura que lo llenaba
de energía controlada. El ritmo hacía en él el efecto de un vórtice que lo
envolvía. Era un tono machacón, un ritmo monocorde, a veces como la
marea nocturna, a veces como las llamas de un incendio. Por momentos
cobraba su cuerpo una fuerza que le hacía capaz de cualquier cosa y por
momentos se reblandecía entre estertores incontrolables. Los otros
trataban de imitarle, pero ninguno poseía la furia demoníaca con que su
cuerpo se enardecía en la mayor exaltación o se hundía en el mayor
abandono.
Por los días en que volaron hacia Haití la cara de Henley estaba ya
surcada de arrugas como tiras negras. Sus orejas, sus mejillas, su frente,
eran aún reconocibles como las de un hombre, pero su boca era como la de
la iguana. Y sus ojos no eran tales, sino círculos concéntricos y negros.
Quienes le vieron en el aeropuerto supusieron que estaba muy enfermo,
pero nadie le impidió tomar el avión.
Ya en la isla, Autway se lo llevó rápidamente desde la ciudad hacia las
montañas del norte, donde nadie pudiera verlo salvo sus fieles. Allí
siguieron aquellos cánticos, ahora hechos por más gente, marcado su ritmo
por tambores que machacaban sin tregua el aire, alumbrada aquella escena
tenebrosa con antorchas. Allí se hizo varias veces la ceremonia del zilet en
bas de l’eau, la exaltación del reino de una isla sumergida en el océano.
Una ceremonia que se culminaba con el sacrificio ritual de algunos fieles,
los más viejos, que se autoinmolaban clavándose piedras afiladas. Henley,
porque aún conservaba cierta capacidad de raciocinio, se horrorizaba al
ver que su cuerpo, sometido a un control ajeno al de su mente, se dejaba
llevar por aquellos cánticos, por aquellos tambores; danzaba enloquecido
hasta la extenuación, incapaz de cesar en su movimiento. Sus dedos
parecían por momentos atrapados en una urdimbre extraña; sus miembros,
especialmente las piernas, se movían como nunca hubiera podido imaginar
que lo hiciese un humano.
Así estuvo durante días, hasta la consunción. No era, sin embargo, una
consunción total. Seguía y seguía. A veces se enrollaba en la cabeza el
blusón y con el torso desnudo, marcándosele las costillas, vagaba por los
arrabales de casuchas apretadas las unas contra las otras. Bajo el sol
abrasador del día se sentía caminar por una región llena de humo. La brisa
le traía murmullos de palabras, órdenes, directrices a seguir. Las sombras
del anochecer estaban llenas de ojos que lo vigilaban, de presencias al
acecho. Al verlo pasar, los campesinos que laboraban en los campos se
detenían para mirarle, primero, y de inmediato extraían de sus ropas
flautas hechas con huesos de aves marinas para silbar en ellas melodías
con que acompañar su paso.
Un día, cuando pasaba bajo la sombra de una gran peña, una mujer
muy alta, negra y con los ojos amarillos, con una salvaje mata de pelo
coronándole la cabeza, una mujer que llevaba en brazos a un niño muy
pequeño, le salió al paso. Henley se detuvo. La mujer tumbó al niño en el
suelo y se levantó el vestido. Tenía la mirada de un caballo moribundo, y
Henley, que aún no se había percatado de que aquel niño de muy corta
edad estaba muerto, sólo reparó en ella. La mujer se sacó después los
pechos y comenzó a tocárselos suavemente, después furiosamente. Volvió
a levantarse el vestido y empezó a tocarse entonces el sexo. Se nubló
repentinamente el cielo. La mujer comenzó a orinar sobre el cuerpo sin
vida del niño, su hijo, mientras lloraba de felicidad. El niño abrió los ojos,
resucitado, y le miraba fijamente, con espanto y a la vez agradecimiento.
Henley percibió algo en aquella mirada; una especie de aviso sobre la
necesidad de acceder a un conocimiento violento que estaba más allá de la
inocencia o de la culpa.
En otra ocasión, cuando vagaba por una calle polvorienta del norte de
la ciudad, dos negros que vestían pantalones de pijama, camiseta de manga
corta y cazadoras brillantes, de plástico, le salieron al paso. Lo miraban
maliciosamente. A uno de ellos le faltaba la mitad de una oreja. El otro
llevaba un sombrero de alas flexibles y anchas y gafas oscuras. El de las
gafas oscuras lo agarró por un brazo, pero fue hacerlo y retrocedió de
inmediato unos pasos, soltándole, al comprobar la extraña consistencia de
aquel cuerpo que le sugirió la textura de una esponja. Henley se los quedó
mirando, inconsciente en realidad de lo que pasaba, y percibió el horror en
los ojos de aquellos hombres petrificados, incapaces de moverse. El que
había perdido la mitad de una oreja sacó entonces una pistola, que
empuñaba con la mano temblorosa. En un gesto de terror, Henley sintió
cómo se le contraían los músculos del estómago, que llevaba descubierto,
abierto su blusón. El negro observó el movimiento de aquellos músculos
de su estómago, justo en el lugar en el que apuntaba su pistola no obstante
aquel temblor de su mano, y de nuevo quedó paralizado, incapaz de apretar
el gatillo. Al fin echaron a correr los dos, en dirección contraria a la suya.
Henley siguió su vagabundeo; calle abajo, dobló por una esquina y
entonces los músculos de su estómago se relajaron de nuevo. Poco después
se vio lejos de las casuchas, en un sendero que parecía trazado para
atravesar un hermoso jardín de flores, lejos del arrabal de casas miserables
apretadas las unas contra las otras. Sintió como si hubiera sido
transportado hasta allí por el aire.
No experimentaba temor Henley ante aquellos hechos de los que era
protagonista, por más que le sorprendiera su cada vez mayor incapacidad
para dominar su cuerpo. A eso ayudaba el hecho de que poco a poco el
recuerdo de su vida anterior fuese más remoto. Observaba cuanto pasaba a
su alrededor, observaba los acontecimientos de los que era protagonista,
como si se tratasen de un sueño ni agradable ni terrible. Ni cuando subía a
un monte para ver las estrellas que se reflejaban en las charcas se
conmovía.
En aquellas colinas neblinosas, en las que parecía humear la tierra, las
estrellas parecían formar parte de aquella vegetación extraordinaria que
semejaba tocar el cielo. Henley subía y subía por senderos hechos en las
montañas generación tras generación de hombres, rodeado de sombras,
amparado en su insignificancia por tan extraordinaria maleza. En los
bordes de los senderos, de vez en vez, había monolitos de piedra negra con
inscripciones que no le llamaban la atención.
Hasta allí lo siguió una noche Autway. Cuando contempló a Henley
absorto en la contemplación de las estrellas que se reflejaban
extraordinariamente en una charca que ocupaba gran parte del sendero,
comenzó a canturrear con voz muy grave. De la charca comenzó a emerger
un fuego fatuo rojizo que parecía moverse con la brisa. Ambos, Henley y
Autway, quedaron cara a cara durante largo rato hasta que desapareció
aquel resplandor rojizo y volvió a envolverlos la oscuridad plena. Henley
notó que su cuerpo, sin que él hiciera lo más mínimo para que así fuese,
comenzaba a ser de nuevo incontrolable. Tuvo la sensación de que le
ponían un grillete alrededor del cuello, que una cadena tiraba de él a
medida que se producía en cántico ritual de Autway; tuvo igualmente la
sensación de que se le derretían los músculos de las piernas y que éstas
comenzaban a movérsele como las hojas secas barridas por el viento. Sus
pies se movían como si fueran polvo, pero no se desplazaba; su respiración
le llevaba un rumor de lenguas que desconocía. Sólo reconocía la luna, la
gran estrella de piedra, reflejándose ahora en la charca donde antes lo
hicieran las estrellas.
Algo pudo percibir en la charca a la luz de la luna: unas formas
dispersas, extrañas, que poco a poco se unían en algo que sin ser una
sombra lo parecía. Aquello comenzó a deslizarse lentamente desde la
superficie del agua de la charca. Verlo hizo que, por primera vez en mucho
tiempo, se agitase la respiración de Henley. Sonó una especie de coletazo
en el agua de la charca. Algo se aproximaba sin remedio.
Henley no podía controlar su respiración, que cada vez se hacía más
nerviosa y agobiante. Lento como un planeta en su periplo cósmico volvió
la cabeza pero no vio más que oscuridad. Ni siquiera veía ahora a Autway.
Un aleteo de aves salvajes llenó con su sonido el aire. Una masa informe
salió al fin de la charca. Entonces, bajo la luz de la luna, la gran estrella de
piedra que ahora parecía irradiar un mayor brillo, pudo contemplar cómo
se movía algo que no era un cuerpo en sí, sino que estaba hecho de jirones
de carne tumefacta, de músculos desgarrados, de tiras de piel que flotaban
en el aire, como desprendidas de aquella carne corrompida. Aquella masa
informe respiraba más ansiosamente que el propio Henley. Aquella masa
informe estuvo suspendida del aire no mucho tiempo y luego, con la
misma lentitud con que había salido del agua, volvió a meterse en la
charca de las estrellas.
Henley fue presa fácil entonces de un tórpido reblandecimiento que le
hizo sentir cansado como nunca lo había estado hasta entonces. Autway lo
tomó con suavidad por los codos, que eran ahora como de gelatina, y tiró
de él para llevárselo lejos de la charca cuya agua volvía a refulgir en rojo.
Ahora sí tenía Henley conciencia de sentirse mal. Realmente mal. Nunca,
hasta ese preciso instante, había sentido tan roto su cuerpo. Cuando
volvieron a la aldea estaba destrozado, exhausto, rígidos ahora sus
miembros como una tabla.
Al día siguiente Autway lo llevó hasta un canal cuyas orillas estaban
cubiertos de liquen. Había tres cabañas pintadas de blanco muy cerca del
canal. Tras ellas, un caballo albino parecía nervioso en un pequeño corral.
Henley apenas podía recordar lo ocurrido la noche anterior. A su izquierda,
en el canal, vio un pequeño bote, igualmente pintado de blanco, en el que
un hombre parecía esperar a alguien.
Autway hizo sonar su calabaza repleta de huesecillos y el hombre del
bote comenzó a remar hasta la orilla del canal. El agua que removían sus
remos parecía negra.
—El que espera y acecha viene para hacer que purgues tus culpas —le
dijo Autway.
¡Purgar mis culpas!, se dijo Henley francamente aterrorizado ahora
mientras se volvía para contemplar los ojos diabólicamente rosados del
caballo albino. Autway estaba a sus espaldas. Quiso volverse otra vez, para
mirarle, pero no le respondió el cuerpo, estaba rígido.
—Sí, debemos dar la bienvenida al que espera y acecha. No creas que
cometeremos un crimen al matarte, porque tu lugar no es otro que aquel en
el que te esperan les morts, tus hermanos. Ha llegado tu hora. La hora de
l’eau noir, del agua negra. No hay otro lugar para ti.
El hombre del bote ya pisaba tierra y se dirigía a él con algo que
parecía una jarra en las manos. Aquel hombre tenía la expresión propia de
un cretino.
Autway, siempre a sus espaldas, hablaba al oído de Henley:
—Hasta la tierra en donde reposan los muertos lo sabe. Pero tú no. Ha
llegado el momento de que tú también lo sepas. Mira de frente a la muerte
y dile que eres quien busca. Olvida la arrogancia del pasado y húndete en
las raíces del presente, de tu único presente. No pienses en el futuro. Si
preguntas al futuro te dirá que no tienes más que tu presente de condenado.
Hanley se estremeció, ahora sí sentía sus huesos, cuando aquel hombre
de rostro imbecilizado ofreció la jarra que llevaba a Autway. El gangan
tomó la jarra haciendo una especie de reverencia, y ahora sí, miró de
frente a Henley. La cara de Autway poseía un gesto indescriptible. Henley
no podía verse ahora en el espejo de su ojo de cristal. Autway habló con un
sonido metálico:
—El silencio es tu mejor aliado —le dijo—. El silencio hará que
culminemos en triunfo tu tránsito.
Autway puso ante sus ojos la jarra y agitó la sangre que contenía.
Henley sintió que todo su cuerpo, incontrolable, comenzaba a
experimentar la necesidad de aproximarse a aquella jarra. Miró al suelo y
vio que de allí se alzaban luces extrañas, flotantes, con un brillo de mil
colores. Le rodeaban. Supo entonces que eran polvo de las galaxias,
estrellas que, como bailarinas nebulosas, se habían desprendido de la
noche anterior para llevarlo al reino de las noches eternas cuyos senderos
se caminan a ciegas.

Rapf dobló la última esquina antes de llegar al sórdido hotel en el que


había dejado su equipaje. Vio que justo en ese momento entraban Duke
Parmelee y Hi-Hat Chuckie Watz. Rápidamente se dirigieron a la
habitación de Rapf, revolvieron su equipaje, y como no hallaron lo que
buscaban comenzaron a acuchillar el colchón de la cama.
En ésas estaban cuando Rapf, silencioso, con su Walther en la mano,
entró en la habitación apuntándoles.
—¡Quietos ahí! ¡Al que se mueva lo mato!
Rapf cerró la puerta. Los dos tipos, atónitos, no pudieron hacer otra
cosa que levantar sus manos. Rapf los despojó de las armas que portaban.
Duke llevaba un revólver Magnum del calibre 45 y un par de puños
americanos. Hi-Hat también llevaba un puño americano, una navaja
automática y un revólver convencional, un 38.
—¡Vaya! —se echó a reír Rapf—. Os he dado bien por culo, ¿eh? —
dijo arrojando sobre la cama las armas que había quitado a los negros y
señalando con su pistola la pared contra la que quería que se pusieran—.
Muy bien, par de gilipollas; ahora, quitaos la ropa lentamente, sin hacer
ningún movimiento extraño, ¿de acuerdo?
Cuando estuvieron completamente desnudos, se puso en la mano
izquierda uno de aquellos puños americanos. Lentamente, se acercó a Hi-
Hat y le golpeó con gran dureza hasta tirarlo al suelo. Después hizo lo
mismo con Duke.
—Bueno, quizás no me quede más remedio que mataros —les dijo
mientras se retorcían de dolor en el suelo—, pero de momento me basta
con divertirme un rato. Luego, ya veremos. Aunque, como creo en la
justicia, tendré que preguntarme primero si es necesario o no que os
limpie el pico, cabrones —añadió mientras los ataba de manos y pies con
sus propios cinturones—. La verdad es que tenía muchas ganas de
ofreceros una recepción tan bonita como la que me disteis la última vez
que nos vimos… No sé… Quizás, en vez de mataros, simplemente os
mutile un poco, ya veremos… Tendré que pensarlo…
—Gusto se encargará de ti, hijoputa —le soltó Duke—. Y será mejor
que nos mates, porque de lo contrario, la próxima vez seremos más crueles
contigo que el propio Gusto cuando te coja.
—¡Bah! No me vengas con cuentos —se echó a reír Rapf—. Sois unos
aficionados en comparación con los vietnamitas a los que me llevé por
delante… Bueno, si me seguís jodiendo, quizás me vea obligado a haceros
caer en alguna trampa de las que aprendí de ellos en la guerra… Pero,
realmente, no me interesa mucho mataros, jodido par de monos… Sólo
quiero encontrar a Henley.
—Olvídate de Henley —le dijo Chuckie.
—¿Y eso, guapito de cara?
—Henley está loco, ha perdido la cabeza.
—¿Sí? Bueno, resérvate tus opiniones hasta que haya dado con él…
Después hablaremos.
—Que sí, tío, que Henley está en otro mundo —habló Duke—. Lo que
te quiero decir es que ya no es un ser humano…
Rapf sonrió. Ya estaba acabando de rematar su trabajo: tras usar los
cinturones, los ató aún con más fuerza, pegado el uno contra el otro,
utilizando los jirones de en que convirtió la ropa de Duke. Después unió
las cabezas de ambos atándoles por el cuello. Rapf jugueteaba con la punta
de su navaja en la cara de Duke, aunque sin llegar a clavársela.
—¡Cállate, maricón! —le dijo—. No digas tonterías.
—Tú también estás loco, tío —siguió Duke—. Y te digo que, por culpa
de esa piedra que llevas colgada, te van a joder como a Henley, hazme
caso.
Rapf optó por echarse a reír de nuevo mientras les metía en la boca sus
propios calzoncillos para que no pudiesen gritar. Antes de salir metió en su
bolsa de viaje las armas que les había quitado y bajó a la recepción.
Preguntó por el propietario del hotel. Era un negro inflado, de rostro
brillante y de ojos amarillentos. Por boca parecía tener un agujero. Con
extremada cortesía, sin perder la sonrisa, le pagó de golpe Rapf el alquiler
por un mes de la habitación en la que había dejado a los dos sicarios de
Gusto.
En los alrededores del hotel había cientos, si no miles, de ratas. Rapf
logró capturar un par de ellas, enormes, y las metió en una caja. Subió a su
habitación. Abrió la caja y dejó salir a las ratas. Hi-Hat abrió espantado los
ojos. No pudo oírse lo que decía, pero en su garganta parecía producirse un
ruido extraño, como un chapoteo de sangre.
—Tranquilos, muchachos —les dijo Rapf—. Es la mejor manera de
despedirme de vosotros que se me ha ocurrido.
Salió y cerró con llave la puerta.

Rapf se dirigió al norte de la isla. Estuvo varios días buscando a


Henley por las más miserables aldeas de aquella región. Preguntó por él a
un montón de gente, pero todos, sin excepción, le dijeron no saber nada al
respecto. Allá por donde iba se sabía observado, seguido. Un día, se volvió
lentamente al notar pasos a sus espaldas y vio a uno de los rateros que
habían intentado quitarle su talismán. La gente a la que preguntaba parecía
horrorizarse al contemplar la piedra que llevaba al cuello. Al fin, una
mañana, tras encontrar la cabeza de un pollo y un cuchillo manchado de
sangre cerca de donde había acampado, decidió que tenía que actuar por
las bravas. Aún tenía consigo gran parte del dinero que Pantucci le había
procurado y eso le daba la seguridad suficiente como para enfrentarse a
Gusto y a quien fuese. Incluso podía largarse a cualquier otra isla exótica
por un tiempo y regresar cuando la cosa estuviera más calmada.
Pero a la mañana siguiente vio a Henley en otro lugar. O a alguien que
se parecía a Henley. Al menos, era un pelirrojo. Lo vio a lo lejos, en un
camino apartado y difícil, a varios kilómetros de la aldea más próxima. En
el cielo volaba en círculos un gran pájaro.
Rapf clavó cuanto pudo sus ojos en aquella figura decrépita y pelirroja
mientras seguía sus pasos a distancia, hasta llegar a un pueblo. Cada vez
estaba más seguro de que se trataba de Henley, sobre todo por su estatura,
próxima a los dos metros. Era mucha casualidad que anduviese por allí
otro blanco, pelirrojo y de dos metros de estatura. Pero había algo en aquel
ser que, en efecto, no parecía propio de Henley, ni siquiera del más
degenerado de los humanos. Algo que hacía dudar a Rapf de que fuera
Henley.
Siguió, sin embargo. Ya estaba en el pueblo. Iba por la misma calle
inmunda por la que un momento antes había visto caminar a quien tenía
por Henley, cuando alguien le salió al paso, llamándole. Era un anciano
que tenía un ojo de cristal. Le asía de un brazo, de forma
extraordinariamente fuerte para un hombre de su edad.
—Perdona, amigo —dijo—. Me llamo Autway, quiero hablar
contigo…
Rapf se vio reflejado entonces en el espejo que le ofrecía el ojo de
cristal de aquel anciano.
—¿Qué quieres de mí, viejo? —le preguntó Rapf, molesto.
—Ese tipo al que sigues no es el que buscas…
—¿Y tú cómo sabes que busco a alguien?
Autway hizo sonar los huesecillos de su calabaza. Llevaba un collar de
perro al cuello y se lo tocó, como si quisiera mostrárselo.
—Soy un gangan… Sé por qué estás aquí…
—¿De veras? ¿Y por qué demonios estoy aquí?
—Buscas a Henley Easton.
Rapf cambió su gesto por otro más violento. Por unos instantes creyó
hallarse ante uno más de los hombres de Gusto… Pero el anciano sonrió
entonces. Era un nativo, desde luego, y muy viejo como para trabajar
como sicario de Gusto.
—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Rapf.
—Ya te he dicho que soy un gangan —dijo el viejo haciendo sonar de
nuevo su calabaza y tocándose el collar de perro—. Tú eres Michael Rapf,
¿verdad?
Rapf sintió un estremecimiento que le recorrió completa la espina
dorsal. De nuevo su gesto se hizo duro, incluso violento.
—Tendrás que contarme unas cuantas cosas, maldito viejo, si no
quieres que te parta la cara —le dijo Rapf, blandiendo ante él su puño.
Autway ni se inmutó.
—Será mejor que te vayas… Nunca encontrarás a Henley porque ya no
está entre nosotros.
—¿Quieres decir que ha muerto?
—Peor que eso… Está mucho más allá de los vivos.
Rapf vio al hombre pelirrojo merodeando cerca del jeep alquilado con
el que había llegado hasta allí. Tuvo la sensación de que en cualquier
momento podría ser atacado por una turba armada con cuchillos y sólo
encontró la tranquilidad al pensar en su pistola.
—Viejo, no he entendido ni una maldita palabra de lo que me has
dicho.
—Perdona, pero tengo que irme… Tengo que oficiar un ritual vudú…
No hay nada así en los Estados Unidos, ¿verdad? Poder y dominio. Te diré,
sin embargo, que ese hombre al que seguías fue Henley bastón. Pero ya no
lo es.
Autway hizo sonar de nuevo su calabaza, y el pelirrojo alto comenzó a
acercarse a ellos. Cuando Rapf lo vio de frente, a corta distancia, supo que
estaba ante Henley, y que éste, ciertamente, no era Henley. Tenía sus ojos.
Tenía sus facciones. Tenía su pelo. Pero sólo eso le quedaba de Henley
Easton. Su piel tenía un tono negro y grasiento. No era la piel de un negro,
desde luego; era como si lo hubieran embadurnado con alguna tintura. Su
cuerpo parecía desmadejado, como una marioneta. Sus ojos, achicados,
brillaban como la punta de un clavo. Rapf tuvo una sensación extraña,
como de no vivir en el mundo real, como de estar a punto de volverse loco.
Trató de anclarse a la realidad con todas sus fuerzas.
—¿Qué le ha pasado?
—¿Crees que podrías entenderlo?
—Dímelo y ya veremos —respondió al viejo, sin dejar de contemplar a
Henley; le parecía mirar, más que a un hombre, la valva vacía de un
molusco.
—El que siempre espera —dijo el viejo— ha convertido a Henley en el
mensajero.
—¿Qué?
—Lo ha convertido en el que un día soñó que era.
—¿Cómo?
—Mejor sería que preguntaras por qué —dijo Autway sacudiendo
lentamente la cabeza—. Mejor harías si te preguntaras el porqué de su
locura.
Henley se alejaba por donde había llegado, como si fuera vapor, o
como si fuera un silbido leve.
—En aquellas colinas hay charcas de estrellas… Tú no sabes qué es
eso, ¿verdad? Un reino de hace mucho, mucho tiempo.
—No sé qué diablos quieres decirme, viejo.
—Escucha… Te hablo de un reino al que sólo se puede acceder a través
de Henley, él es la llave. Un reino que es un mundo oculto. El mundo de
los sueños que siempre acechan.
Rapf, nervioso y cansado, se pasó una mano por la frente. Notó que le
temblaba la mano y eso le molestó. No quería dar la menor sensación de
debilidad. Dio unos pasos para dirigirse al jeep, con la idea de coger algo
de su equipaje, y el viejo lo detuvo poniéndole de nuevo aquella mano tan
fuerte en un hombre.
—¿Quieres la droga? —le preguntó.
—¿Tú tienes la heroína? —se sorprendió Rapf.
—Si la quieres, es tuya. Te la cambio por eso —dijo señalando su
talismán, la piedra que llevaba al cuello, con su dedo color café con leche.
—¿De veras me ofreces ese trato?
Autway se levantó aquella especie de blusón que le cubría hasta la
mitad de los muslos y sacó una bolsa.
—Mira.
Rapf metió los dedos en la bolsa que abría el viejo, tomó un poco del
polvo blanco, se lo puso en la lengua y comprobó que, en efecto, se trataba
de heroína.
—Acepto el trato —dijo mientras tomaba la bolsa con una mano y con
la otra se quitaba la piedra del cuello para ofrecérsela a Autway.
Tan pronto como el gangan tuvo aquello en su poder, se echó a reír con
unas carcajadas que a Rapf parecieron hirientes.
—¡Qué estúpido eres, muchacho! —le dijo—. Me has cambiado ese
polvo por el polvo de las estrellas… Acabas de perder la última esperanza
que te quedaba.
Rapf no supo ni qué decir ni qué hacer. Autway se alejaba rápidamente.
Miró a su alrededor y volvió a experimentar la sensación de hallarse en
peligro, como si le observaran desde las chozas y las casuchas más
próximas a donde estaba. Al fin se dijo que en definitiva había conseguido
hacerse con lo que buscaba y se encogió de hombros. No obstante, se
preguntó si haberse desprendido de aquella piedra, que en verdad parecía
un talismán, por lo mucho que a cambio le había ofrecido aquel viejo, no
le traería mayores problemas. Por si acaso, lo mejor sería largarse de allí
cuanto antes, así que se dirigió a su jeep, que estaba un poco más abajo, en
aquella misma calle en la que tenía la sensación de ser vigilado por ojos
innumerables. Iba ya hacia el vehículo cuando sintió pasos a sus espaldas.
Instintivamente echó mano a su pistola Walther y se volvió. Vio a un
hombre con pecho de bisonte, que le sonreía tristemente. Era Pantucci.
—Tranquilo, capullo —le dijo alzando las manos—. Si estuviese
armado y hubiera querido matarte, imagínate, ya lo habría hecho.
—Date la vuelta, capitán, que voy a comprobarlo.
—No llevo hierros encima, hombre, estoy ligero como una pluma —se
rió Pantucci.
—Claro, claro, y yo soy el doctor Mabuse… Bájate los pantalones.
El capitán Pantucci se bajó los pantalones hasta las rodillas.
—Llevo varios días pisándote los talones, compañero… Ya tenía ganas
de verte —dijo.
—¿De veras? Pues aquí me tienes… ¿Qué se te ofrece?
—Bueno, alguien tendrá que mover por ahí la droga, ¿no? No creo que
puedas hacerlo tú solo con Gusto tratando de cazarte… No sabes las ganas
que tiene de echarte el guante.
—Me parece que dices una obviedad… Sí, es tan obvio lo que dices
que no puedes darme más miedo del que ya tengo.
—¿Pero de verdad crees que podrás colocar esa mercancía tú solo,
cabeza de chorlito?
—Capitán, sé bien que has estado echándome el aliento en el pescuezo
durante varios días, para aliviarme eso que te parece tan difícil y
problemático. Pero creo que has venido hasta aquí no para evitarme males
mayores sino para creármelos. Creo que sólo piensas en tu propio
beneficio, y a mí, pues nada, que me den por culo, ¿no? Sí, la verdad es
que en esta bolsa hay una pequeña fortuna, lo justo como para andar por
ahí mucho tiempo sin problemas… Si quieres una parte tendrás que hacer
lo que yo te diga. Tendrás que ganártela.
—Vale, dispara… Pero no en sentido literal, claro —se rió Pantucci.
Rapf no esbozó la menor sonrisa.
—Primero —comenzó a decir— suelta las armas que lleves; sé bien
que vas armado, capitán… Dime qué llevas en esa mochila…
—Nada importante. Un revólver, nada más. Un Magnum.
—Bien, estupendo… A los chicos de este pueblo les encantaría hacerse
con un Magnum, así que tíralo por ahí, vamos… Estupendo. Bien hecho,
capitán —dijo Rapf sin guardarse su pistola—. Ahora iremos a ver a ese
viejo hijo de puta con el que he estado hablando un buen rato de no sé qué
tonterías… Tiene algo que me pertenece. Después hablaremos de
porcentajes, ¿de acuerdo?
Pantucci parecía realmente sorprendido.
—Sí, claro —dijo mirando la bolsa de viaje que Rapf tenía en el jeep.
—Vamos, capitán, no me subestimes —dijo pasándose la mano libre
por el mentón—. Eres mucho más fuerte que yo, ambos lo sabemos… Pero
también sabemos que soy mucho más rápido que tú, y más certero, con las
armas… Así que no intentes nada y compórtate como todo un caballero.
Respeta el trato.
Montaron en el jeep y anduvieron dando vueltas durante casi una hora,
sin encontrar el menor rastro de Autway. Rapf decidió entonces tomar uno
de los caminos que llevaban a las colinas, un sendero relativamente
transitable. Cuatro horas más tarde, después de haber tenido que dejar el
jeep en un punto del sendero, y tras ascender a pie por una zona de
vegetación realmente selvática, oyeron el sonido de la calabaza de Autway.
Pantucci dijo que deberían dirigirse de una vez por todas hacia donde
estaba aquel viejo cabrón, al lugar de donde venía el sonido de los
huesecillos, pero Rapf le dijo que lo esperase allí. Iría solo al encuentro de
Autway.
Se adentró por unos arbustos muy tupidos. Poco después daba con una
construcción de granito de cuyo interior salía el sonido de la calabaza.
Quería sorprender al viejo, pero éste, rapidísimo, le salió al encuentro.
Pantucci no estaba para bromas. Apuntó con su pistola a la frente de
Autway, entre los ojos.
—Devuélveme mi piedra, vamos, rápido…
—Ya no te pertenece.
Rapf se acercó a él y le recorrió lentamente la cara con el cañón de su
pistola.
—Tampoco me pertenece tu vida, hijo de puta, y podría quitártela
tranquilamente… Es más, creo que lo haré si no me devuelves mi piedra.
Autway no mostraba signos de inquietud. Su ojo de cristal parecía más
grande y brillante que nunca.
—Ya no tengo esa piedra.
Rapf golpeó entonces la cabeza del viejo con su pistola. El rostro de
Autway comenzó a cubrirse de sangre. Rapf se percató de que Pantucci se
acercaba, así que se protegió con el cuerpo del viejo mientras apuntaba al
capitán.
—Quieto ahí, capitán, ni un paso más.
—Pero, Rapf, si es sólo una piedra —dijo Pantucci.
—No creo que sea sólo una piedra de nada, cuando este cabrón me la
ha cambiado por la bolsa de heroína… Parecía tenerle demasiado aprecio
como para que sólo fuese una piedra de mierda… Creo que se ha reído de
mí y no pienso consentírselo.
—A lo mejor sólo te estaba tomando el pelo… Piénsalo, ¿para qué
demonios iba a querer él la heroína? Esto no es Nueva York.
—Quizás —dijo Rapf—. Pero no me iré sin mi piedra. Creo que me
trae buena suerte.
Pantucci se acercó al viejo y lo agarró con sus manos por las orejas,
hasta ponerlo a la altura de sus pies.
—Muy bien, brujo de mierda… Ahora vas a decirme dónde demonios
está esa jodida piedra que quiere mi amigo… Habla pronto y claro o te
arrancaré ese ojo y lo pisaré como si fuera una uva.
—Yo no la tengo, la tiré por ahí…
—¿Por dónde?
—Por ahí, por el bosque.
Rapf tiró del pelo de Autway para levantarlo.
—Venga, llévanos al lugar donde la tiraste —le ordenó.
—Déjalo, Rapf —le pidió Pantucci con tono de súplica—. Puede que
su gente nos tienda una emboscada, no nos creemos más problemas de los
que ya nos han caído encima, ¿vale?
Rapf soltó al viejo, pero para sacar de la bolsa que se había colgado al
cuello las armas que quitó a los hombres de Gusto.
—Hay armas de sobra para hacerles frente —dijo agarrando de nuevo a
Autway y poniéndole en la sien el cañón de su pistola—. ¡Vamos, llévanos
a ese lugar!
Autway echó a andar.
Se adentraron en el bosque más profundo, donde se dejaba sentir una
neblina fría. Poco después caminaban por una zona de vegetación muy
crecida, salvaje, en la que los árboles eran tan inmensos y cerrados de copa
que apenas permitían que se viera el cielo. Observaron entre los árboles
curiosos monolitos preñados de inscripciones que no eran capaces de leer.
Rapf tuvo la sensación de que iban por una especie de cementerio.
Pantucci, que caminaba como en tiempos lo había hecho en las selvas
de Vietnam, atento a cualquier sonido, miró a uno y otro lado y dijo en voz
baja a Rapf:
—Creo que nos siguen.
—Vale, pues vigila bien… Tú sabes hacerlo.
Rapf dio a Pantucci un arma.
Un kilómetro más adelante el sendero se estrechó de tal forma que
parecía imposible que pudiesen dar un paso más. Una leve brisa levantaba
un rumor incesante en las hojas de los árboles.
—¿Falta mucho? —se impacientó Rapf.
—No mucho, es allí —dijo Autway señalando con su dedo—. Pero es
mejor ir despacio, muy despacio.
Pantucci decidió seguir en cabeza de la marcha, sin hacerlo tan
despacio como recomendaba Autway. Rapf iba detrás del viejo, con el
cañón de su pistola tocándole la nuca.
En aquel lugar que había señalado el gangan con su dedo había varias
charcas de agua verde, de las que emergía lento un fuego fatuo; no había
mucha distancia entre unas y otras; eran media docena de charcas
repartidas entre los árboles. La neblina se hacía más intensa en aquel
punto. Si volvían la vista atrás no podían ver más que selva, ninguna otra
referencia. Y si alzaban la vista, sólo las copas de los árboles cerrándose,
abrazándose entre sí; como si el cielo se hubiera reducido a un globo verde
que filtraba una luz mortecina.
Pantucci fue el primero en meterse en una de las charcas. El agua
apenas le llegaba a las rodillas, pero dar un paso le resultaba agotador.
—Parece que estoy soñando, que tengo una de esas pesadillas de la
selva en las que no puedo avanzar —dijo.
Rapf pensó que el capitán estaba muerto de miedo, lo que le
sorprendió. La verdad es que también él había pensado unos segundos
antes que las sombras de los árboles que se reflejaban en las charcas
parecían cosa de brujas. Pero no había que perder el tiempo en
estupideces.
Volvió a poner el cañón de su pistola entre los ojos del gangan, que
parecía tranquilo, con el gesto siempre impertérrito. Ya no sangraba.
—Bien —dijo Rapf—. ¿Dónde está mi piedra?
—Un poco más allá, por donde viene ese hombre —respondió Autway
con una cara que a Rapf pareció la de un cretino.
Más allá había otra charca, rodeada de árboles de gruesos troncos. De
ella emergía lentamente un hombre alto, negro, desnudo. Una figura
absolutamente irreal, irreconocible en su condición humana, a pesar de su
apariencia. Tenía en el pecho y en los hombros un brillo que parecía el del
cristal. Un halo de una luz muy leve, pero perfectamente perceptible, lo
envolvía por completo. Caminaba, ya sobre la hierba, como una aparición,
con los brazos hacia delante, dando tumbos. A pesar de la distancia a la
que aún se hallaba, Rapf y Pantucci vieron con claridad que no se le podía
tener por un hombre, por un espécimen humano. La carne parecía a punto
de desmigársele como si sus miembros fueran de pan, para mostrar el
hueso. Los huesos de sus piernas brillaban como el marfil pulido.
Rapf abrió fuego sin pensárselo dos veces. Impacto de lleno en aquel
ser. O eso pareció, porque lo cierto es que la aparición seguía avanzando
mientras aún se dejaba sentir el eco del tiro. Entonces se dieron cuenta de
que era Henley. Rapf soltó una maldición, mientras dudaba si hacer o no
otro disparo, mientras Pantucci pedía clemencia al cielo. Autway comenzó
a reírse de ellos.
El cuerpo ennegrecido de Henley dio unos pasos más y finalmente se
derrumbó, con la cabeza enroscada en los pies. La bala le había hecho un
gran agujero en el pecho pero apenas sangraba. En sus últimos estertores
el cuerpo de Henley produjo un sonido inequívoco, el de los huesos
tronchándose, aunque en realidad parecían cristales que alguien trituraba.
Y de inmediato comenzó a descomponerse aquel cuerpo gelatinoso,
viscoso.
Pronto aparecieron sobre él gusanos, sapos, crustáceos y otros
pequeños seres inmundos para dejarlo en muy poco tiempo convertido en
nada, apenas en unos tegumentos inhumanos esparcidos en el sitio donde
se había derrumbado. Aquello desprendía un olor nauseabundo. Pantucci
no pudo evitar el vómito.
Rapf no podía apartar los ojos de allí. Más aún, cuando vio que de los
escasos restos de Henley comenzaba a crecer una especie de ser, como si
todos los seres inmundos que se habían alimentado de él se convirtieran en
uno solo. Un ser inmundo como un pulpo, pero que en realidad no lo era;
otro ser inmundo y maloliente con tentáculos que ofrecían una sensación
horrorosa.
Rapf quiso correr. Ansió volar, ser parte del viento… Pero un nuevo
horror hizo que le fuera imposible dar un paso. Aquel ser repugnante se
expandía como una gran mancha, lentamente, amenazando con llegar hasta
donde se encontraba. Era como una sombra carnosa y ondulante; Rapf
creyó ver varias caras en ella, gordas, caras con ojos de lagarto y
mandíbulas de tiburón. Autway lo contemplaba todo con absoluta
tranquilidad, con los brazos cruzados, con una sonrisa beatífica.
La forma se detuvo entonces, cuando Rapf creía ya que se disponía a
devorarlo. Para su sorpresa, oyó que de sus mandíbulas de tiburón salía
una voz:
—¡Sálvame de la pesadilla! Rescátame. ¡Llévame más allá de estos
malos sueños! Despiértame para andar entre los hombres vivos.
Rapf incluso creyó ver su cara entre las que presentaba la forma y
cerró los ojos. Autway volvía a reírse a carcajadas, con una risa hiriente y
heladora. Cuando abrió los ojos al fin Rapf no vio nada más en el lugar por
el que, como una sombra, se había deslizado aquella forma repugnante.
Sólo sentía el olor pútrido que había dejado.
Pantucci no pudo soportar tamaño horror. Echó a correr a través de las
charcas, en dirección a lo más hondo del bosque. Lo atrapó una suerte de
cangrejo gigantesco que salió de una de las charcas. Gritaba aun cuando
aquella criatura infernal trituraba sus huesos con sus pinzas gigantescas.
Rapf luchaba denodadamente contra sí mismo para no perder
definitivamente el control de sus nervios. No quería morir como acababa
de morir Pantucci. Es más, se decía que, fuese como fuese, tenía que salir
de allí con vida. Con un arma en cada mano, anduvo marcha atrás, sin
perder la noción, por el mismo lugar por el que habían desembocado en
aquellas charcas. A prudencial distancia caminó ya de frente, volviéndose
y agachándose a cada poco, atento a lo que acontecía por sus flancos, a
cada ruido, a cada sombra, a cada simple intuición. Llegó a una zona más
despejada, en la que se abría el bosque y era mayor la distancia entre los
árboles, y apoyó la espalda contra un gran tronco para tomar resuello y
evaluar la situación, tratando de hallar la senda por la que podría salir de
allí, que ahora sí, había perdido. Bajó los brazos, cuyas manos aún
sostenían las armas. Entonces, inopinadamente, sintió que le asían por
detrás, inmovilizándole. De inmediato vio ante su cara las de Duke
Parmelee y Hi-Hat Chuckie Watz, que estaban desfiguradas, llenas de
heridas aún sangrantes. Hi-Hat Chuckie Watz prácticamente había perdido
el labio superior. Tenían cuchillos de carnicero en las manos.
Rapf trató de decirles algo, trató de contarles aquello por lo que
acababa de pasar, pero no le salió la voz, sólo un sonido gutural. Sin decir
una palabra, alzaba ya Duke su cuchillo para clavárselo a Rapf, pero algo
lo distrajo entonces. Hi-Hat fue el primero en lanzar un grito de espanto.
Rapf observó que su rostro se contraía en un rictus de espanto y al
momento lo vio caer de espaldas. Supo de qué se trataba: una tarántula
gigantesca acababa de alcanzarlo con sus patas membranosas, matándole
en el acto. Duke trató de huir desesperadamente, pero la tarántula lo
alcanzó por la cabeza a muy corta distancia.
Rapf observó los estertores de Duke, mientras la tarántula daba vueltas
a su alrededor como sin decidirse por dónde comenzar a devorarlo, y echó
a correr con todas sus fuerzas, guardándose las armas en el cinto. La
tarántula se percató entonces de su presencia y salió tras él. Casi de
inmediato se vio Rapf como entre barrotes, bajo la tarántula que lo
aprisionaba con sus patas. Conservó sin embargo la frialdad suficiente
como para sacar su navaja de mariposa y clavársela allá donde suponía que
debía tener el corazón. Acertó. La bestia comenzó a tambalearse antes de
caer, lo que aprovechó Rapf para salir corriendo de nuevo a través de una
auténtica nube de hojas.
Llegó hasta donde el terreno ofrecía una leve depresión. Rapf pudo así
correr aún más velozmente, sin reparar en las piedras ni en el polvo que
levantaban sus pies. La foresta iba dando paso, progresivamente, a un
terreno pedregoso y de tierra. Casi ni pudo reparar en una laguna que se le
abría al final de aquella depresión del terreno. No hubiera podido pararse,
en cualquier caso, así que, sin pensarlo siquiera, se precipitó al agua de
bruces y comenzó a bracear con fuerza. El agua fresca lo reanimó
momentáneamente.
No podía decirse cuánto tiempo había estado en el agua cuando logró
alcanzar la orilla opuesta. Salió a un claro en el que había árboles
tronchados, innumerables raíces podridas. Le pareció que cerca de allí
había una aldea. Se puso en pie, tras descansar un buen rato en tierra
firme, lentamente, precavido. Le dolía todo el cuerpo pero siguió
caminando, no podía esperar más para irse de allí cuanto antes. Había
contemplado demasiados horrores. Había perdido mucho tiempo tomando
aire. Le dolía además la cabeza; sus pasos, más que sobre la hierba, le
daban la impresión de que se producían sobre alguna viscosidad
indescriptible, por lo que no era cosa de detenerlos.
Vio ya unas casuchas de madera y lata y aguzó la vista como las
serpientes. Acuciado por la sola idea de sobrevivir, se movía
mecánicamente. Cuando los habitantes de aquella aldea lo vieron
acercarse echaron a correr. Los niños, no; los niños empezaron a tirarle
piedras. Rapf, sin embargo, parecía indiferente a todo, no cesaba de
caminar y los niños acabaron por echarse a correr igualmente. Cada vez le
dolía más la cabeza.
No supo decirse cuántos días habían transcurrido desde aquello cuando
despertó en una celda oscura. Pronto tomó conciencia de cuanto le había
sucedido. Vio en los ojos de los policías que le vigilaban un claro afán de
hacerle preguntas. Querían saber a toda costa qué le había ocurrido, si
había tomado algún hongo, si había bebido cualquier anís de los que
preparan en las aldeas.
Rapf no pudo decirles nada de lo que pretendían saber. Les contó
pormenorizadamente, hasta donde le era posible recordarlo, cuanto había
visto en las colinas. Los policías se echaron a reír, salvo uno de sus
compañeros de celda, un negro muy flaco, que le miraba con ojos de
espanto.
Al día siguiente del interrogatorio le dijeron que pronto saldría en
libertad, después de que recibiera la visita de un oficial de la Policía de
Puerto Príncipe, que deseaba oír su historia. Temió Rapf que el oficial en
cuestión hubiera encontrado su jeep con la droga y acudiera a detenerlo.
Aquel oficial, sin embargo, sólo le hizo unas cuantas preguntas para tratar
de localizar el lugar exacto en donde había visto lo que decía.
El tipo era muy distinto a los policías que le habían interrogado antes.
Era un hombre correcto y elegante, joven, de buenos modales y ojos
inteligentes y apacibles. Tenía dedos de intelectual. Creyó lo que Rapf le
contaba y pretendió que los guiase hasta aquel lugar; Rapf, que sólo
deseaba recuperar su jeep, dijo que le daría mucho miedo volver a
encontrarse con el viejo gangan, y el oficial no insistió, dejándole en
libertad. No obstante, pidió que le permitieran dormir en la celda aquella
noche, para irse a la mañana siguiente, cosa que le concedieron. Estaba
realmente cansado. Había pasado varios días inconsciente y pronto logró
conciliar el sueño. Tuvo un sueño extraño: con un sol negro, pero brillante;
bajo un cielo ajeno al cielo que siempre había contemplado; azotado, no
acariciado, por una brisa que lo llevaba a través de una especie de calle
estrecha a cuyos lados se alzaban muros muy altos. Algo había en el
ambiente que le encogía el estómago.
Entonces vio a lo lejos una silueta que se dirigía a él. Era un hombre
alto y delgado como un bastón de hockey. Llevaba algo consigo. Cuando lo
tuvo ya de frente observó Rapf que su cara era la de un idiota. Vio que
movía los labios. Oyó que le susurraba:
—Mantén bien abiertas las orejas, Rapf.
Rapf sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo al oír aquel
susurro. Pero no fue capaz de preguntarle nada. Había quedado como
petrificado, fuertemente impresionado por las palabras que le había
susurrado el idiota. Observó que llevaba consigo una jarra y que se oía un
líquido en su interior que sugería espesura. Lo vio alejarse. Vio que con
cada paso los pies del idiota levantaban del suelo un brillo que no parecía
el de las chispas, sino el de diminutas estrellas.
Las estrellas, tan pequeñas y luminosas, no se agostaban, sin embargo.
Quedaban en el suelo como una estela, trazando el recorrido que hacía
aquel hombre de rostro imbecilizado que ya se perdía de su vista. Rapf
sufrió entonces un vértigo brutal. Cayó de rodillas sin remedio. Todo se le
hizo oscuro.
Se marchó apenas hubo amanecido, tras aceptar el café y un trozo de
pan que le ofrecieron los policías. Le contaron que habían enviado a cuatro
hombres, para que peinaran la zona, pero que habían desaparecido sin
dejar rastro. El oficial que se había entrevistado con él el día anterior
acababa de partir en helicóptero, en un intento desesperado de dar con
ellos. Justo cuando se disponía Rapf a abandonar aquella comisaría
regresaba el helicóptero. El piloto y el oficial parecían muy asustados y
nerviosos. Rapf supuso que habían visto algo tan terrible como lo que él
mismo había visto. Pero prefirió no esperar a que se lo contasen.
No encontró el jeep en donde había dejado la bolsa de heroína. No le
importó mucho y buscó transporte para regresar cuanto antes a Puerto
Príncipe. Estaba realmente cansado, abatido. El viaje hasta la capital
resultó tedioso, le cansó mucho más aún. A través del cónsul
norteamericano pudo pedir dinero a su hermana, que vivía en Stony Brook.
Así pudo largarse de la isla, antes de que Gusto enviara en su busca a
varios más de sus muchachos. Aunque, de hacerlo, seguro que también
desaparecían en las colinas, mientras trataban de darle caza.
Cuando se dirigía al aeropuerto pidió al taxista que se detuviera unos
instantes. Bajó del automóvil y echó un último vistazo a la ciudad, que iba
quedando atrás. Miró más allá aún y vio cómo el sol alumbraba las
colinas, haciendo que pareciesen un lugar apacible, limpio y luminoso.
EL SEGUNDO DESEO
BRIAN LUMLEY

La escena era aterradoramente fría: montañas vagamente grisáceas y


altas, o como torres negras, hacia el este, levantando una especie de
paredón para contener el valle de bosquecillos dispersos, de praderas de
hierba rala, de árboles desfoliados. En un extremo del valle, en las faldas
de las colinas, se alzaban pequeñas casas de antigua construcción europea
en piedra, muchas de las cuales mostraban serios desperfectos en sus
tejados.
A una milla, aproximadamente, del pueblo —si es que se podía llamar
así, pueblo, a la dispersa situación de aquellas casas—, allá por donde se
extendía la vieja carretera sembrada de piedras y pedruscos que bajaba
hasta el valle, la pareja de turistas comenzaba a experimentar una desazón
profunda ante lo que se ofrecía a su vista; una sensación incrementada por
el frío, al que no parecían ofrecer suficiente resistencia sus buenos
abrigos. Más atrás habían dejado el coche en el que viajaban, un viejo
modelo ruso que subía ya con dificultad las cuestas, como si les aguardase
pacientemente.
Harry era relativamente joven, de estatura mediana, de cabellos
negros, bien parecido, inteligente y razonable, decidido y resuelto. Desde
muy joven se dedicaba a los negocios heredados de su familia, que le
hubieran permitido incluso hacerse aún más rico sin mayores problemas;
unos negocios que llevaba con cierta buena mano, aunque sin exagerar y
sin necesidad de agotarse en su desarrollo. No obstante, tras haberse dado
a una década de absoluto despilfarro, había agotado buena parte de los
fondos de la herencia; sus negocios, pues, precisaban de su empleo en
ellos día a día. Pero hasta cierto punto. Le seguía gustando la diversión,
aunque no una diversión barata, y le seguían gustando las mujeres, a las
que frecuentaba quizás más de lo necesario incluso ahora que estaba con
Julia, pero en cualquier caso nunca había ejercido de gigoló —a pesar de
lo que se rumoreaba—, ni siquiera cuando peor le fueron las cosas y sus
negocios precisaban de mayores fondos, por muchas oportunidades que de
dedicarse a eso, a vivir de las mujeres, se le habían presentado.
Ciertamente, las mujeres se le daban bien; lo buscaban incluso cuando
él no les demostraba la menor atención, estuviera donde estuviera en esos
momentos, incluso en las fiestas y reuniones organizadas por la crema de
la crema de la más alta sociedad. Ya se ha dicho que nunca trató de obtener
ventajas económicas de lo muy atractivo que resultaba a las mujeres. Y
cuando comenzaron a irle mal las cosas, cuando empezó a menguar su
fortuna, simplemente se apartó de aquel mundo para llevar sus negocios
sin mayores aprietos ni aspiraciones, en un día a día que al menos lo tenía
entretenido. Además, tampoco estaba tan solo ahora, a pesar de que ya no
frecuentaba aquellas fiestas ni reuniones sociales en las que tanto brillaba,
sino otros salones de menor rango… en los que, no obstante, también
había mujeres hermosas y solícitas. Poco a poco, sin embargo, se iba
diciendo que con Julia tenía suficiente para poner en fuga los fantasmas de
la soledad y del aburrimiento.
Julia era una viuda algo mayor que él, de cuarenta y tantos años, aún
guapa, alta, brillante y de buen carácter, que estaba en posesión de una
buena renta. No se puede decir que estuviera locamente enamorada de él,
pero hacía ya algún tiempo que el amor le importaba un bledo. Le gustaba
Harry; era un buen amante, se divertían juntos. Con eso se daba por
satisfecha. Cuando comenzaron a salir juntos no aspiraba a un nuevo
matrimonio. A buen seguro, lo que más le preocupaba era no perder sus
rentas, poder seguir manteniendo el ritmo de vida que tanto le gustaba
llevar, y en eso, él, desde luego, en nada suponía una amenaza para su
estabilidad. No podía decir lo mismo de otros hombres a los que había
conocido antes, que sí iban tras sus rentas, deseosos de desposarla. Harry,
pues, además de resultarle divertido, buen amante en la cama y nada
interesado en su dinero, le brindaba compañía y protección, si las
necesitaba. Se preocupaba por ella de muy buen grado, en todo cuanto
precisaba, fuera carnal o espiritual. Desprendido y desinteresado como
siempre.
Por lo demás, nunca había conocido a un hombre tan poco ambicioso
como Harry, hablando en términos generales. Le bastaba con lo que
obtenía del día a día. Sin embargo, no podía por menos que sorprender a
Julia aquella aceptación de tan buen grado de su situación actual, pues era
notorio y suficientemente conocido de todos que veinte años atrás, cuando
aún era extraordinariamente joven, incluso magníficamente joven, había
poseído una fortuna considerable. Sólo cabía pensar —y ésa era la
explicación que Julia daba a su propia extrañeza— que la había dilapidado
gozando de su situación hasta quedarse más que satisfecho. ¿Y quizás
harto?
En los últimos tiempos vivían en realidad como marido y mujer. Como
tales hacían aquella excursión turística por Hungría. Inopinadamente, un
día, mientras se desplazaban en el viejo coche ruso, Harry pidió a Julia en
matrimonio y ella le dijo que ya hablarían de eso cuando regresaran a
Londres. Julia tenía bastante con pasar buena parte del día a su lado, y
sobre todo las noches. Harry era maravillosamente viril, nunca parecía
cansarse de amarla. Ella se sentía más que colmada. Ningún hombre la
había dejado jamás tan satisfecha como él.
Allí estaban, en aquel paraje húngaro, olvidándose de todo lo demás,
como buenos turistas. Ella había dicho que, de abandonar Londres, lo haría
para irse lo más lejos posible.
—¿Y bien? ¿Estás ya lo suficientemente lejos? —le preguntó Harry
pasándole el brazo por los hombros.
—Umm, no lo sé —respondió ella—. Esto, en cualquier caso, es un
lugar deliciosamente solitario, ¿no crees? Aunque también un poco
deprimente…
—Sí, ya lo creo… Bueno, respiremos hondo, Julia… Disfrutemos de
estos días de paz absoluta y de tanta tranquilidad, probablemente excesiva,
pero grata… Me gusta viajar contigo, Julia. Has tenido una idea
excelente… Venga, caminemos un poco antes de regresar a Budapest.
—Creo que estás ansioso por verte de nuevo caminando de noche por
una ciudad, bajo todas esas luces que tanto te gustan. ¿Echas de menos el
bullicio? ¿Ver a otras mujeres? —le preguntó Julia y creyó detectar él un
cierto reproche en el tono de su voz.
—No, nada de eso, cariño… A tu lado me sentiría bien hasta en
Siberia, te lo juro. Pero me gusta salir de noche en cualquier ciudad con
una chica tan estupenda como tú… En una ciudad, además, siempre hay un
sitio para hacer el amor… Aunque, si quieres, aquí mismo, en el coche…
—¡Oh, Harry, cariño! —se rió ella—. ¿No puedes esperar a que
regresemos a Budapest?
Él sonrió resignadamente, pensando: «¡Qué puta eres, encanto, cómo
te gusta hacerme esperar!», pero se limitó a decirle:
—Lees mis pensamientos como si fueran un libro abierto… Bueno,
esperaré… Total, Budapest está más cerca de Londres que este lugar, y
Londres está mucho más cerca de nuestra boda…
—¿Sigues insistiendo en que nos casemos? Pero si estamos bien así,
juntos cuando nos apetece… ¿Tan importante es que nos casemos, Harry?
—Pienso en tus amistades, Julia —dijo él poniéndose muy serio—.
Supongo que sabrás a qué me refiero —añadió apretándola más
fuertemente hacia sí mientras se dirigían al automóvil—. Me ven como un
intruso, si no como un tipo interesado; me ven como alguien que les ha
quitado a su amiga… Y supongo que creen que estoy contigo por tu
dinero, aunque eso sea, precisamente, lo único que les interesa de ti.
—¿El dinero? —se extrañó ella mientras abría la portezuela del coche.
—Sí, claro… Pensarán que quiero rehacer mi fortuna perdida a costa
de la tuya, estoy seguro… Tus amigos creen que soy tu gigoló y me
molesta, Julia… Una vez casados, sin embargo, me dará igual lo que
piensen o puedan decir. No tendrán más remedio que aceptarme como tu
esposo, lo que, por otra parte, supondrá para mí el mayor de los orgullos.
Sorprendida por aquella declaración de amor, Julia no hizo otra cosa
que dedicarle una hermosa sonrisa mientras subía el cuello de su abrigo.
La sonrisa se desvaneció en su rostro al poco, sin embargo, para dar paso a
un gesto de tiritona mientras él intentaba poner en marcha el viejo
automóvil.
—¿Tienes frío, querida?
—Sí, bastante —dijo ella acercándose más a él—. Y me duele un poco
la cabeza… La verdad es que comenzó a dolerme en cuanto paramos en
este… ¿Cómo se llama este lugar? Vimos el nombre en un extraño
monolito, más atrás, ¿recuerdas?
—Stregoicavar —dijo él—. Eso quiere decir el País de las brujas,
fíjate qué nombrecito. El monolito ese del que hablas es curioso, sí, una
piedra negra… Un tipo de piedra bastante sobrecogedor, ¿eh? Pero
Hungría está llena de cosas así, por lo que he leído… Mitos, leyendas,
extrañas reliquias de otros tiempos… Según los habitantes de estas
regiones trae mala suerte mirar esas piedras…
—¡Bah!, supongo que sólo me ha impresionado este lugar, es un poco
deprimente…
Él se lo tomó con buen humor, para divertirla, y dijo:
—¡Oh, el eterno femenino!
Ella se le acercó más, riendo ahora con franqueza:
—Eso es lo que más me gusta de ti, Harry, que siempre sabes cómo
poner lo que a mí me falta en el momento oportuno… Es un misterio que
tiene que ver, supongo, con nuestra compenetración… Bien, hagamos lo
que habíamos dicho que quizás hiciéramos, ¿de acuerdo? En vez de
regresar a Budapest, busquemos alojamiento por aquí, pasemos la noche y
volvamos mañana a la ciudad, no estamos a más de dos horas de viaje. Nos
queda poco para volver a Londres y será mejor que aprovechemos el
tiempo al máximo… ¿Te parece?
—Me parece maravilloso —dijo tomándole la mano mientras conducía
con la izquierda sobre el volante—. Y a finales de octubre, nuestra boda.
En Londres, claro. Ahora, a ver si encontramos ese hostal…

Encontraron, en la villa próxima de Szolyhaza, aquel hospedaje que


venía recomendado en una guía turística como uno de los mejores, por su
estilo inconfundiblemente magiar y por su excelente cocina.
El lugar estaba absolutamente vacío, lo que era normal en aquella
época del año, a comienzos del otoño. Seguramente, en verano, les hubiera
resultado imposible encontrar alojamiento allí sin haber hecho antes la
necesaria reserva. Era un edificio muy sólido y hermoso, pero a la vez
muy triste y un tanto sobrecogedor, sin duda por esa ausencia de turistas y
a causa de la baja temperatura, que aún lo era más a medida que
comenzaba a caer la tarde.
La primera sorpresa, grata, fue comprobar que el propietario del
hostal, Herr Debrec, hablaba un inglés excelente, el mejor que habían oído
hablar hasta entonces en Hungría; la segunda sorpresa, igualmente grata,
fue comprobar que la habitación que les destinó el propietario era
hermosa, amplia, cálida y perfectamente confortable, con una gran puerta
acristalada que daba paso a una balconada de ensueño. A Julia, además, le
gustó especialmente un detalle: no había televisión, con lo cual les
resultaría imposible poner cualquiera de aquellos programas culturales de
la televisión húngara. Para su mayor encantamiento, un tato después,
cuando bajaron a cenar al salón comedor, les sirvieron unas viandas
auténticamente deliciosas.
Había algo acerca de lo cual Harry había pensado pedir información a
Herr Debrec, pero se le olvidó en aquel ambiente extraordinariamente
confortable —el candelabro en la mesa, el fuego de la chimenea próxima,
la maravillosa calidad del cristal de las copas, por no hablar de la cena en
sí y del sabor incomparable de aquel vino tinto de la región. Se le había
ocurrido preguntar unas cuantas cosas a Herr Debrec, cuando, por
recomendación del recepcionista, salió para llevar el coche de donde lo
había dejado, frente al hostal, hasta un cobertizo próximo. Julia le
acompañó; fue salir a la intemperie y volverle el dolor de cabeza. ¿Sería
cierto lo que contaban esas antiguas leyendas húngaras a propósito del
pernicioso influjo de la piedra negra de las colinas?
La excursión por aquella región les había ofrecido muestras de una
arquitectura tan sorprendente y hermosa como sobrecogedora. Antiguas
iglesias y castillos, torres abandonadas… Una arquitectura que cobraba
una presencia imponente recortándose contra las colinas próximas y contra
las montañas lejanas, según los vaivenes de aquella carretera, con no muy
buen firme, que iba de Kecshemét a Szolyhaza. Durante el viaje cambiaron
impresiones acerca de lo que veían; compararon aquellas antiguas
construcciones con las que ofrece la campiña inglesa; se rieron; se
sobrecogieron cuando tras tomar una curva angosta y peligrosa apareció
frente a ellos, más abajo, otro castillo, otra iglesia, una torre más, el único
bastión que quedaba en pie de lo que probablemente había sido una
construcción militar de tiempos remotos. Harry, aunque apenas podía
concederle mayor atención a las impresiones recibidas durante el viaje,
pues no paraban de hablar y de maravillarse ante lo que se ofrecía a sus
ojos, había tenido una sensación vaga de déjà vu, o acaso de
premonición… Quizás por eso quería preguntar algo al propietario… Pero
aquella sensación oscura se le había esfumado con la sola contemplación
de la lujosa habitación que les ofreció Herr Debrec. Y con la deliciosa
cena. Y con el extraordinario vino, sobre todo.

Cuando entró Herr Debrec en el salón comedor que sólo ocupaban


ellos, para llevarles los postres de la cena, Harry dijo algo elogiando la
belleza de una iglesia en ruinas que habían visto en algún punto de la
carretera… Harry añadió que al día siguiente, de regreso a Budapest,
harían una parada para visitarla detenidamente.
—¿Visitar esas ruinas, señor? —se extrañó Herr Debrec—. No se lo
recomiendo…
—¿Es peligroso? —preguntó Julia.
—¿Peligroso? —dijo Herr Debrec.
—Quiero decir que si hay peligro de derrumbe, algo así —añadió Julia.
—No, no es eso… Pero me temo que… —dijo Herr Debrec.
—Siga, por favor —le pidió Harry.
Debrec pareció dudar. Su cuerpo, bajo y un tanto grueso, se balanceaba
hacia los lados. Pasó la mano por sus cabellos prematuramente canosos y
trató de sonreír.
—Es un lugar muy antiguo, esa iglesia, quiero decir… Es mucho más
antigua que mi hostal… Esa iglesia fue testigo de cosas malas en la
antigüedad… De cosas, ¿cómo se dice en su idioma? Sí, horrorosas,
espantosas…
—¡Vaya, se trata de un lugar encantado! —bromeó Julia dando una
palmada y provocando la sonrisa cómplice de Harry.
—No, no he querido decir eso, pero a veces… —movió hacia los lados
la cabeza el hostelero húngaro, sombrío ahora, mientras se aferraba a las
solapas de su chaqueta. Era evidente que aquella conversación no le
resultaba agradable.
—Siga, por favor, señor Debrec —le rogó Harry—. Seguro que nos
cuenta cosas fascinantes.
—En esa iglesia vive… un santo, un hombre muy viejo y piadoso…
Bueno, no es que viva allí siempre… Dicen que a veces habita la iglesia…
Yo nunca lo he visto, la verdad, pero sí he podido observar… algunas
cosas… que, en fin, no quiero…
—O sea, que se ocupa de cuidar el lugar, ¿es eso? —intervino Julia.
—Algo así, señora… Dicen que es una especie de ermitaño… Cuentan
algunos que les ha dicho que es un monje… Pero yo no lo creo… Tengo
mis dudas al respecto.
—¿Qué dudas? —preguntó Harry, que comenzaba a impacientarse por
la reluctancia que mostraba el húngaro a darle información—. ¿Qué quiere
decir?
—Señor, no podría explicarme bien —dijo Debrec juntando sus manos
como para pedir perdón—. Sólo puedo decirle que no deberían ir a ese
lugar… Le aseguro que no es un buen sitio, los hay mucho mejores, señor.
—Espere… —comenzó a decir Harry, pero Debrec lo interrumpió.
—Si desean ir allí, bien, háganlo… Pero no toquen nada, se lo ruego…
Discúlpenme, pero tengo que hacer varias cosas.
Salió rápidamente del comedor.
Julia y Harry se miraron en silencio, extrañados, durante unos
segundos.
—¿Y bien? —dijo Harry al cabo.
—Bueno, me parece que no tenemos nada más que hacer hasta la hora
de acostarnos, ¿no? —dijo Julia con una sonrisa cómplice.
—No, bueno… ¿Quieres ir ahora mismo a ver esa iglesia, sin esperar a
mañana? No sé, querida, quizás debiéramos hacer caso de lo que nos ha
recomendado Herr Debrec…
—No irás a decirme que eres supersticioso, Harry —se echó a reír ella.
—No, claro que no… Pero, es que… No sé cómo decirlo, Julia, pero
tengo un presentimiento extraño… O no, quizás no sea eso… Tengo una
sensación extraña, mejor dicho.
Ella lo miró sorprendida.
—Vamos, Harry, no creo posible que te hayan podido impresionar
tanto las palabras de ese hombre… No sé quién me pone más nerviosa, si
tú o Debrec —hizo un gesto de decisión y añadió—: Bien, ahí está esa
iglesia en ruinas… Vayamos ahora mismo, Harry… Estamos de
vacaciones, ¿no? Y olvídate de las leyendas, los cuentos, todas esas
tonterías, hombre…
Harry se echó a reír de buen humor.
—¿Sabes, Julia? Creo qué tienes algo de razón en lo que dices…
Quizás tengamos suerte y ande por allí ese monje del que habla Debrec…
No me extrañaría nada que fuese un tío suyo, algo así… A lo mejor es
alguien que se dedica a entretener a los turistas con sus apariciones… Te
apuesto cinco libras a que se trata de eso… Ya verás como sale a darnos la
bienvenida como si fuera el jefe de pista de un circo…
Ambos rieron a carcajadas.

El cielo estaba cada vez más oscuro y empezaba a lloviznar cuando


salieron. De nuevo le costó poner en marcha el viejo coche ruso, pero no
pasó mucho tiempo hasta que transitaron por la pésima carretera —ahora
parecía absolutamente gris— que llevaba a la iglesia. Según avanzaban
por ella los envolvía una neblina cada vez más densa.
—Qué siniestra es esta región, ¿verdad? —dijo Harry, y Julia,
riéndose, le hizo burla—. ¿No prefieres que demos la vuelta? El tiempo
está empeorando… Quizás mañana el día sea más despejado.
—No, sigue… Lo único que me da miedo es que te salgas de la
carretera con esta niebla tan densa… ¡Parece que flotamos en leche! —se
rió Julia—. Mira, ya se ve nuestra iglesia…
Se interrumpía el bosque a esa altura; en las proximidades de la iglesia
no había aquellos árboles que bordeaban la carretera, sino altos muros de
piedra. Tras ellos, ocupando la mitad de un acre, se percibía entre la niebla
y la oscuridad creciente una construcción perfectamente gótica. Desde la
carretera, y con un poco de imaginación, se hubiera podido pensar que era
un gigante que contemplaba el paso de los coches. Harry, aminorando la
marcha, se salió de la carretera y fue por un estrecho sendero en dirección
a un portón herrumbroso que permanecía abierto.
Se bajaron del coche tras meterlo en un cobertizo próximo que parecía
a punto de derrumbarse. Desde allí apenas se veía ya la carretera, de tan
densa como era la niebla. A lo lejos, tras los picos de las montañas, el sol
parecía morirse definitivamente, más que ponerse, en una lucha desigual
contra las nubes victoriosas.
Harry subió los escalones de piedra resbaladiza que llevaban hasta la
puerta de la iglesia. Julia le seguía.
—¿De veras crees que el monje es una atracción para turistas, una
especie de payaso? —le dijo burlona.
—¿Qué? Bueno, cualquier sabe, querida… Hay gente capaz de todo
con tal de sacarle unos peniques a los turistas… Pero… Hay algo en este
lugar… Me sugiere… No sé, la verdad…
—¿Cómo si hubieras estado antes aquí?
—¡Sí, eso es! ¿Sientes tú lo mismo?
—No —dijo ella tranquilamente, siempre burlona—. No recuerdo
haber estado antes en un lugar tan feo… Así vista, de cerca, esta iglesia es
realmente espantosa; no me parece que tenga el menor atractivo
turístico… Y encima creo que me dolerá de nuevo la cabeza, a menos que
encontremos por aquí algo en verdad llamativo…
Estuvieron unos pocos segundos en silencio, ante la puerta.
—Tienes razón —dijo Harry—. Aquí no parece haber nada de
interés… Unas ruinas más, como tantas.
Displicente, agarró entonces el gran aldabón de la puerta y lo dejó caer
con fuerza, produciendo un sonido metálico que restalló en el silencio, que
hizo un gran eco entre la niebla.
—Ya verás —dijo Julia riéndose—. Ahora se abre la puerta, sale Bela
Lugosi con su gran capa negra y nos da las buenas noches con esa voz de
ultratumba que tenía…
Según iba hablando, sin embargo, su voz sonaba temblorosa, ajena a la
broma con que había iniciado aquellas palabras. Dijo para sus adentros que
era una tonta por hacer aquellas chiquilladas, a su edad… La verdad es que
hubiera preferido entonces estar ya en la cama con Harry, aunque fuese
aún temprano y anduvieran de vacaciones, para sentir su cuerpo fibroso y
caliente, para sentir una vez más cómo la penetraba tan sólida como
tiernamente.
Harry, por su parte, se sentía un tanto defraudado, como quien va al
museo de cera y lo encuentra cerrado. Algo así iba a decirle a Julia,
cuando comenzó a chirriar la puerta a la que había llamado,
sobresaltándoles.
La puerta se abrió por completo, franqueándoles la entrada. Mudos de
asombro, no podían sino mirar al interior de la iglesia, en la que nada más
que sombras se percibían. De la misma manera, sin decirse una palabra, se
acercaron lentamente, como si una fuerza extraña, una especie de
aspiradora tan grande como invisible y silenciosa, los atrajera… Ya
traspasado el umbral, miraron al techo, mucho más alto de lo que pudiera
parecer desde el exterior.
Lo primero que les llamó la atención del morador de la iglesia, en
cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra del templo y pudieron así
reparar en él, fue que iba vestido como un auténtico pordiosero. Hacía
tiempo, se dijo Julia, que no veía a un hombre tan sucio, ni siquiera entre
los mendigos. Llevaba un abrigo oscuro, a saber si por su tela o por la
mugre, varias tallas más grandes. El morador de la iglesia tenía una mata
pobre de cabello, mitad canosa y mitad amarillenta. Y una cabeza grande,
como bulbosa. Era menudo y delgado, pero sus ojos, de un fulgor
amarillento, inspiraban respeto, al igual que su nariz, ganchuda como la de
un ave de presa… Los miraba serio, como interrogándoles acerca del
porqué de su presencia.
—Yo… Bien, nosotros queríamos… —comenzó a decir Harry,
francamente impresionado.
—¡Ah, vaya! Son ingleses, ¿verdad? ¿O quizás americanos? —dijo el
morador.
Su voz, expresándose en un inglés suficientemente claro, sonaba como
el caudal de una corriente subterránea. Julia, agarrándose con fuerza al
brazo de Harry, pensó que acaso su garganta estuviese anegada por las
flemas.
—Turistas, ¿me equivoco? —dijo el anciano—. ¿Andan buscando algo
digno de verse, algún libro antiguo de sabiduría magiar, o simplemente no
saben qué quieren ver?
El anciano entrelazó sus dedos y dejó caer las manos, a la espera de
una respuesta, mientras alzaba la cabeza y dejaba salir una risita mucho
más aguda que su voz.
—El caso es… que nosotros… —intentó decir algo Harry, pero se
sentía tan estúpido que no acertaba a hilvanar una frase consecuente para
decir por qué estaban allí.
—Entren, por favor, pasen, no se queden ahí… ¿Quieren ver la
biblioteca? Quizás quieran consultar mis libros… Permitan que me
presente, me llamo Möhrsen… Pero también hay otras cosas de esas que
gustan a los turistas… Tenemos una torre desde la que contemplar el
paisaje… Y las catacumbas, claro…
—Nos llamaron la atención estas ruinas —acertó a decir entonces
Harry—. Las vimos desde la carretera y…
—Muy pintorescas, ¿verdad? Las ruinas de una iglesia en un claro
entre los árboles… Sí, llaman mucho la atención… Pero les aseguro que
aquí hay cosas de interés mucho mayor, ya lo verán.
—La verdad es que no disponemos de mucho tiempo —dijo Julia con
amabilidad, pero resuelta, aguantándose la náusea que le provocaba la
proximidad de aquel hombre, su aspecto, su olor pestilente.
El hombre se le acercó aún más y la tomó por un brazo, con gran
delicadeza, mirándola con sus ojos de fulgor amarillo. Julia no pudo
resistirse y le siguió.
—¿Tiempo? ¿No disponen de tiempo? ¡Qué gran verdad! ¡Nadie
dispone de tiempo! El tiempo es algo que siempre se nos escapa —dijo el
anciano con la voz más gutural y subterránea aún que antes.
Julia se dejaba llevar, aunque sin soltarse del brazo de Harry, por lo
que ambos, apenas sin darse cuenta, seguían al anciano. Sólo fueron
conscientes de eso, de que lo seguían sin remisión, cuando él les dijo con
voz imperativa:
—¡Vengan conmigo!
Y no se resistieron.
Obedientemente siguieron al morador de la iglesia escaleras arriba,
desembocaron en una amplia y larga galería, y llegaron a una gran estancia
en la que había una puerta corrediza. Möhrsen abrió la puerta.
—He aquí mi biblioteca… Les aseguro que contiene auténticas
maravillas.
Entraron, siguiéndole. El ambiente se hacía un tanto irrespirable, muy
denso, a causa del polvo que flotaba en aquella estancia vacía aunque con
las paredes repletas de libros, sin otros muebles que una mesa y una silla.
Una ventana, al fondo, procuraba una sensación de alivio que Julia
agradeció. A su través pudieron observar los turistas que el sol acababa de
perder definitivamente su batalla contra las nubes.
—Sí, ya sé que hay aquí mucho polvo… Polvo de décadas… O de
siglos… Pero no puedo entretenerme en limpiarlo… Por favor, firmen
aquí…
—¿Firmar? —dijo Harry—. ¡Ah, claro! El libro de visitas, supongo…
—Claro, así puedo recordar después a todos los que me han visitado…
Eche un vistazo a los nombres.
El anciano le ofreció aquel volumen pesado y polvoriento. Möhrsen
comenzó a pasar las hojas y Harry y Julia vieron en ellas una gran cantidad
de firmas y de fechas… Así descubrieron que eran los primeros en entrar
allí en los últimos diez años… Harry volvió a la primera página y
comenzó a escrutar su contenido con suma atención. Era difícil, pues la
tinta se había corrido en casi todas las firmas y las fechas. No obstante,
pudo ver al fin la primera firma y la primera fecha: Frühling, 1611.
—Sí, ya veo que el libro de visitas es realmente antiguo —dijo Harry
tratando de mantener la calma—. Pero supongo que este libro tendrá su
continuación en otro… No he visto las firmas de los últimos visitantes.
—No hay otro libro… Ahí están todas las firmas de los que me han
visitado —dijo el anciano, como si pudiera leer los pensamientos de Harry
—. Firmen ustedes, por favor… Primero usted y después la dama…
Harry, no sin bastante reluctancia, sacó su pluma y firmó. Julia hizo lo
mismo. Möhrsen parecía muy complacido mientras lo hacían.
—¡Bien, muy bien, muchas gracias! —dijo cuando ambos hubieron
firmado, juntando sus manos como si fuese a orar—. Dos visitantes más,
dos nombres más… Eso me hace muy feliz, créanme; soy ya muy viejo y a
veces únicamente encuentro solaz en el recuerdo de los que me visitaron…
Aunque a veces también me cause gran tristeza contemplar algunas
firmas…
—¿Sí? —dijo Julia con gran interés, a despecho de sus ganas de
marcharse de allí cuanto antes—. ¿Por qué se entristece?
—Porque sé que muchos de los que me visitaron ya no podrán volver a
verme —dijo cerrando evocador los ojos—. Pero, miren, miren —siguió
diciendo al poco—: Vean esta firma, Justin Geoffrey, 12 de junio de
1926… Era un joven poeta americano… Una gran promesa de la
literatura… Pero sufrió la maldición de la piedra negra…
—¿La piedra negra? —se sobresaltó Harry—. Pero…
—Y miren esta otra firma, de dos años antes… Charles Dexter Ward,
otro joven americano que vino a visitar mi biblioteca… Y aquí tienen a un
inglés, John Kingsley Brown, vean, además de su firma dejó también las
huellas de sus dedos, que impregnó de tinta… Y aquí tienen otra visita
mucho más reciente, la de Hamilton Tharpe, en noviembre de 1959… ¡Ah,
cómo me acuerdo del señor Tharpe! Cuánto conversamos aquí mismo,
donde ahora están ustedes… Cuán profundas fueron las apasionadas
controversias que sostuvimos… El señor Tharpe quería ser sacerdote,
pero… Bueno, fue víctima de un destino fatal que se lo impidió… El
mismo fatal destino que se llevó a tantos de mis visitantes…
—Ha dicho usted algo de la piedra negra, ¿me equivoco? —señaló
Julia.
—¿De veras? No creo, no sé —dijo el anciano—. No es más que una
antigua leyenda… Una tradición según la cual caerá la mala suerte sobre
quien mire la piedra negra…
—Sí, algo he oído acerca de eso… Algo leí antes de visitar Hungría…
Es una leyenda de la región de Stregoicavar, ¿verdad? Bueno, es la región
en la que estamos…
—¡Ah! —exclamó Möhrsen cerrando el libro de las firmas—. Ha visto
usted esa piedra negra en la que viene el nombre de la región, ¿me
equivoco?
Dejó el volumen sobre la mesa y se volvió a ellos para contemplarlos
en silencio con gran curiosidad. Lucía una sonrisa tan amarillenta como
sus ojos.
—Dígame… —habló Harry, que comenzaba a experimentar una
turbación que a él mismo le parecía irracional.
—No tenga en cuentas esas leyendas —dijo el anciano, mirándole
ahora con bondad—. Son mitos, historias de brujas… Después de todo,
¿qué es una piedra, negra o blanca, salvo una piedra? No lo tenga en
cuenta, caballero.
—Creo que deberíamos irnos ya, se ha hecho de noche —dijo Julia con
la voz un tanto sobrecogida.
Harry notó que se apretaba temblorosa contra él y le tomaba la mano
con una fuerza desconocida.
—Sí —dijo—. Yo también creo que debemos irnos.
—Pero aún no han visto mis libros, les aseguro que son una auténtica
maravilla, difícilmente encontrarán una biblioteca como la mía, vayan a
donde vayan —protestó apaciblemente Möhrsen—. ¡Miren, miren! —dijo
tomando al azar dos gruesos volúmenes, que abrió de inmediato sobre la
mesa.
Eran en verdad dos hermosos volúmenes, preñados de ilustraciones
sorprendentes. Harry y Julia no pudieron por menos que admirarse de su
belleza.
—Y este otro, y este más, y… —decía Möhrsen mientras seguía
tomando volúmenes al azar y poniéndolos sobre la mesa, abriéndolos ante
los ojos de los turistas—. No me digan que no son un tesoro… ¿Verdad
que se alegran ahora de haber venido a visitarme?
—Sí, claro, cómo no… —dijo Harry, incapaz de llevar la contraria a
aquel anciano tan entusiasmado.
—Bien, pues quédense unos minutos contemplando esas joyas, que
ahora mismo vuelvo con ustedes —dijo el anciano saliendo de la
biblioteca.
—Estos libros —dijo Julia cuando estuvieron a solas— deben de valer
una fortuna…
—Y hay miles de ellos —se asombró Harry—. Pero, dime, cariño…
¿Qué opinas de este viejo amiguito que nos hemos echado?
—Tengo que confesarte que me da un poco de miedo, sobre todo por su
manera de sonreír…
—Chist —se puso un dedo en los labios Harry—. Podría oírte…
¿Dónde se habrá metido el cabronazo?
—Quizás haya ido a buscarnos unos refrescos, qué sé yo —bromeó
Julia—. Espero que no crea que voy a tomar cualquier cosa que haya
podido preparar él, es tan sucio…
—¡Mira esto! —dijo entonces Harry, que recorría con la vista una
estantería próxima a la ventana—. Creo que conozco estos libros —y tomó
un par de volúmenes—. Mi padre era un gran aficionado al ocultismo y
tenía unos cuantos libros… Creo haber visto dos como éstos en casa…
—¿Tu padre era aficionado al ocultismo? —dijo extrañada Julia, con
un deje de inquietud en la voz.
Nunca le había oído decir algo semejante cuando hablaba de su
familia. Julia volvía a decirse que todo aquello era una estupidez impropia
de sus años, andar por allí, haciendo el idiota, metiéndose en una iglesia en
ruinas cuando estaba a punto de anochecer, soportar a un viejo loco y
maloliente que coleccionaba libros llenos de polvo y que quizás quisiera
servirle un refresco con sus manos mugrientas… ¿Y qué más le daba si el
padre de Harry había sido o no aficionado al ocultismo?
—Sí, mi padre era muy aficionado al ocultismo —dijo Harry—. Estoy
seguro de haber visto en mi casa estos libros… Arte místico… Lo
sobrenatural… Y algunos más, seguro que están por aquí… ¡Pero vaya
biblioteca que se ha montado el viejo! Mira, hay libros en alemán antiguo,
en latín, en holandés… Oye qué títulos: De Lapide Philosophico… De
Vermis Mysteriis… Othuum Omnicia… Liber Ivonis… Necromicon… Estoy
seguro de que el Museo Británico le soltaría una buena pasta por su
biblioteca —se echó a reír Harry.
—Esos libros no tienen precio —oyeron la voz del anciano que volvía
en ese preciso instante portando una bandeja en la que había una jarra y
tres vasos de cristal sorprendentemente limpios—. Debo pedirles por favor
que tengan cuidado al tocar esos libros, son las joyas más sagradas de mi
biblioteca, son muy antiguos.
El anciano depositó la bandeja en una esquina de la mesa y procedió a
servir vino en los vasos. Harry se acercó de inmediato a la mesa, tomó uno
de los vasos y se lo llevó a los labios. El vino era excelente, muy rojo, muy
rico. Tomó un segundo trago entornando los ojos.
—¡Magnífico! —exclamó—. El mejor vino que he bebido en Hungría,
y puedo dar fe de que los he probado excelentes.
—No hay otro vino mejor —dijo Möhrsen—. Tiene una solera de cien
años… Ya sólo me quedan seis botellas, que guardo como oro en paño en
las catacumbas, el mejor sitio para que el vino se conserve como es
debido… Por cierto, si lo desean les enseñaré las catacumbas… Les
aseguro que merece la pena visitarlas… Hay allí algo que, a buen seguro,
les parecerá lo más interesante de cuanto hayan visto y puedan ver en su
viaje a Hungría… Comparado con eso mis libros son una bagatela.
—Me parece que no podremos acompañarle a ver sus… —comenzó a
decir Julia, pero Möhrsen la interrumpió de inmediato.
—Será sólo un segundo —dijo—. Les aseguro que lo recordarán toda
su vida… Pero permítanme llenar de nuevo sus vasos.
El vino del primer vaso, que también había tomado Julia a pesar de su
aprensión, contribuyó a calmarle los nervios. Como observó que Harry no
ponía la menor objeción a las pretensiones del anciano, se bebió el
contenido del segundo vaso de vino.
—Démonos prisa, quizás se nos esté haciendo tarde —dijo Harry,
urgiendo al morador de la iglesia en ruinas.
—Claro —dijo Möhrsen—. No hay que desperdiciar el tiempo como si
no tuviese el menor valor —apuró de un trago el vino de su vaso, se pasó
la lengua por los labios con avidez, ansioso de renovar el excelente sabor
de lo que había tomado, y condujo a sus visitantes fuera de la biblioteca
diciéndoles con gran entusiasmo—: Ya verán, ya… Será sólo un
segundo…
Otra vez lo seguían sin remedio, como si no pudieran hacer otra cosa.
Llegaron al final del largo corredor y el anciano abrió una pequeña puerta,
que antes les había pasado inadvertida. Conducía a unas escaleras de
bajada, angostas, en espiral; había un par de hachones en la pared de las
escaleras, que el morador se apresuró a encender para que tuviesen luz
suficiente y no rodaran por ellas. Un trecho más abajo se abría una gran
habitación, en la que, sobre unos almohadones de seda puestos en aquel
lecho de piedra que había justo en el centro, reposaba lo que Möhrsen
quería mostrarles con tanto interés.
Todo parecía polvoriento en aquella estancia, aunque, a pesar de la
densidad del ambiente, no resultaba tan agobiante como la biblioteca. No
se percibía humedad, aunque era evidente que estaban en una planta
subterránea, lo que a buen seguro había contribuido a mantener en perfecto
estado cuanto allí almacenaba el anciano. Había varias miniaturas de
tiempos remotos. Y en mitad de la estancia, en el lecho de piedra, sobre
los almohadones de seda, una momia de siglos, con los brazos cruzados
sobre el abdomen, reposando en un sueño centenario, pero mostrando, no
obstante, un aire inquietante.
A los pies de la momia había un casco de combate y un cofrecillo que
parecía la réplica de un ataúd. A la luz pobre de la estancia, el cofrecillo
puesto a los pies de la momia y abierto parecía contener una criatura mitad
humana, mitad canina… La boca estriada de la momia parecía contraerse
en un rictus de dolor que hacía sugerir que su reposo no era ni eterno ni
apacible. Harry señaló lo que veía con su dedo tembloroso, como si fuera a
decir algo.
—Lo que yace en el cofrecillo que hay a sus pies era su mascota, su
animal de compañía —dijo Möhrsen, anticipándose a la pregunta del
visitante.
—¿Quién es? —se interesó Julia—. ¿Quién fue, mejor dicho?
—La última sacerdotisa del Culto —respondió Möhrsen—. Murió hace
cuatrocientos años.
—¿La mataron los turcos? —preguntó Harry.
—Así fue, en efecto… Pero quizás no haya que culpar de su muerte
sólo a los turcos… El Culto siempre ha tenido detractores, o más que eso,
violentos enemigos.
—¿El Culto? ¿A qué orden se refiere? —inquirió Harry—. He oído
decir que es usted un monje, un auténtico… santo, un hombre entregado
por completo a Dios… Si esto fue alguna vez una iglesia…
—¿Yo un hombre por completo entregado a Dios? —dijo Möhrsen
riéndose guturalmente ahora, como si algo se le hubiera atravesado en la
garganta—. En cualquier caso, no puedo decir que sea un hombre
entregado al Dios al que usted alude, amigo mío… Y este lugar no fue una
iglesia, sino un templo. Y no hubo aquí orden alguna, sino el Culto… Soy,
en efecto, un sacerdote, uno de los últimos, sí, pero algún día seremos
muchos más… Por algo pertenecemos al Culto que nunca muere —su voz,
tranquila ahora, aterciopelada, resonaba acariciadora en la bóveda de
aquella cripta.
—Creo —intervino Julia con la voz temblorosa y débil de nuevo— que
deberíamos irnos, Harry, es tarde…
—Sí, sí —dijo Möhrsen—; el ambiente aquí es un tanto irrespirable,
supongo… Bueno, antes de irse deberían hacer los debidos honores a una
antigua leyenda…
—¿Una leyenda? —dijo Harry—. ¿A qué se refiere?
—Hay una tradición, según la cual —dijo el anciano—, si uno toma la
mano de la princesa y formula un deseo…
—¡No! —gritó entonces Julia apartándose cuanto pudo de la momia—.
¡Yo no podría tocarla!
—Tranquilícese, por favor —dijo Möhrsen tratando de calmarla y
extendiendo sus manos hacia ella—. No tema, señora, no es más que una
tradición, una leyenda, ya se lo he dicho…
Julia esquivó al anciano para refugiarse en los brazos de Harry, que
también parecía angustiado; cuando recobró el control de sí mismo se
dirigió al morador:
—Bien, de acuerdo, cumpliré con esa tradición… Tomaré la mano de
esa momia y formularé un deseo, pero después nos iremos de una vez. Ha
sido muy amable y hospitalario con nosotros, pero…
—Comprendo —le interrumpió Möhrsen—. Éste no es el lugar más
apropiado para una dama elegante y sensible como la que lo acompaña,
caballero… ¿Ha dicho usted que tomará la mano de la princesa y
formulará un deseo? ¿He oído bien?
—Sí, eso he dicho… Tomaré su mano y formularé un deseo —
intervino Harry, creyendo que así podrían largarse de allí de una vez por
todas.
Julia se separó de Harry y dio unos pasos atrás mientras él comenzaba
a dirigirse al lecho de piedra donde yacía la princesa momificada.
Möhrsen le ofreció un antiguo guante de piel, para que se lo pusiera. A
Harry le sorprendió sobremanera que la articulación del codo de la momia
no le ofreciese resistencia alguna cuando tomó su mano para despegársela
del abdomen. Notó la mano firme y fría, pero no seca. Mentalmente, Harry
trató de situarse en el siglo de la princesa mientras cumplimentaba el
ritual legendario. Se preguntaba quién habría sido aquella dama, sin duda
muerta violentamente, en la flor de su vida. Y formuló mentalmente su
deseo: «Deseo saber —dijo para sus adentros— quién fuiste».
Al tiempo que Harry formulaba su deseo Julia lanzó un grito de
pánico, se dirigió corriendo a Harry y lo agarró del cabello para separarlo
de la momia. Julia había lanzado aquel grito al contemplar horrorizada
cómo, justo en el instante en que Harry besaba la mano de la momia, de su
brazo salía una descarga eléctrica, perfectamente visible, que penetraba en
su cuerpo.
Harry contempló entonces algo más de lo que había ocurrido: al lanzar
su grito, y antes de abalanzarse sobre él para agarrarlo de los pelos, Julia
se había asido a unas cortinas que cubrían buena parte de la pared,
echándolas al suelo. Al hacerlo descubrió bajorrelieves e inscripciones que
sólo Möhrsen, a buen seguro, podría traducirles.
Mientras Harry contemplaba aquella pared antes oculta por las
cortinas, Julia volvió a buscar refugio en sus brazos. Harry no podía
apartar la vista de algunos bajorrelieves, que se le antojaban monstruosos.
El tema central que imperaba en ellos era el de un pulpo gigantesco, como
un dragón con tentáculos en vez de alas y con una vaga inspiración
antropomórfica… A su alrededor danzaban los demonios del infierno.
Peor que aquello, sin embargo, era lo que representaban las figuras
humanas que ofrecía la pared, sometidas a toda suerte de horrores y
torturas. Y en mitad de los que sufrían el suplicio de los demonios, una
muchacha a cuyos pies yacía la criatura con cuerpo de niño y cabeza de
perro que acababa de parir.
Difícilmente hubiera concebido El Bosco una escena que mostrase
tanta depravación y tortura…
—¿Que esto es un templo, dice usted, maldito viejo? —se encaró
entonces Harry con el anciano—. ¿Un templo de qué? ¿De la tortura y de
la obscenidad?
—Para él, sí —dijo Möhrsen exultante, acercándose con un hachón
para que se vieran mejor aquellas representaciones—. Éste es el templo en
el que se ofrece el Culto más sublime a Cthulhu, el de la faz tentacular, y a
todos los que le adoran y contribuyen a expandir su imperio.
Con una rabia que nunca antes había experimentado hacia nadie, Harry
se fue hacia el anciano y lo tomó por las solapas del abrigo, levantándole
los pies del suelo. No pudo evitarlo, aunque Julia le rogó que no lo hiciese:
dio un fuerte puñetazo en la cara a Möhrsen, que rodó por el suelo.
—Vamos, maldito viejo, ábrenos esa puerta y sácanos de aquí. Date
prisa o me veré obligado a pisarte la cabeza como si fueras un maldito
reptil.
—Si apago este hachón quedaremos en la más completa oscuridad y no
podrás hacerme nada —dijo Möhrsen mientras se incorporaba y recogía la
antorcha del suelo. Al haber cerrado la puerta de acceso a la cripta no
llegaba la menor luz desde la escalera.
—¡No, por favor, no lo haga! —rogó Julia—. Permita que nos
vayamos, no volveremos a molestarle.
—Si aprecias en algo tu sucio pellejo —le soltó Harry— será mejor
que no apagues esa luz.
A la luz del hachón que sostenía, los ojos de Möhrsen parecían más
amarillos que antes. Harry, con la furia que ponía en sus brazos la
indignación que sentía, se abalanzó rápidamente sobre él y le echó un
brazo al cuello, sosteniéndole los suyos contra la espalda, para obligarlo a
franquearles la salida de aquel templo blasfemo. Subieron las escaleras,
atravesaron lo que habían tomado por una iglesia en ruinas, y no soltaron
al morador hasta que estuvieron donde habían dejado el viejo coche ruso.
Fue entonces, en el momento en que ya arrancaban, cuando Möhrsen le
dijo las siguientes palabras:
—No lo olvides, yo no te obligué a que hicieras lo que has hecho. No
te forcé a que tocaras nada… Viniste aquí porque quisiste venir.
De inmediato volvió el anciano hacia las ruinas.

Durante el trayecto de vuelta al hostal Julia parecía tranquila.


—Ha sido horrible. Nunca imaginé que hubiera gente así —dijo al
cabo de un rato.
—Ni yo.
—Me siento sucia, creo que tomaré un largo baño cuando volvamos a
nuestra habitación… ¿Por qué habremos tenido que encontrarnos con
alguien tan desagradable?
—Nunca pude suponer que daríamos con semejante loco —dijo Harry.
—Harry, no vayamos ahora al hostal, demos una vuelta, necesito más
aire —le rogó ella entonces, bajando la ventanilla y cerrando los ojos.
Harry la encontró más hermosa que nunca y comprendió que deseara
respirar aire fresco antes de subir a la magnífica habitación del hostal.

Varios miles de millas lejos de Szolyhaza no había más que dos o tres
aldeas pequeñas, que desde luego contrastaban grandemente con
Szolyhaza, la capital de la región. Eran aldeas pintorescas, de muy pocos
habitantes, muy tranquilas. La noche era ya muy oscura y el aire fresco; la
lluvia caída parecía haber incrementado más el frescor que el frío. Por eso,
y porque se sentían tranquilos, porque podían respirar ya una atmósfera
sana, decidieron aparcar el coche a un lado de la carretera para tomar un
trago de la botella de Gasthaus que llevaban en el coche.
Apoyada contra la portezuela, abierta la ventanilla, Julia se mostraba
realmente hermosa, tranquilizados ya sus ojos y su expresión. Harry la
contemplaba encantado, mas algo le llamó la atención. Al fondo, detrás de
Julia, contra un muro, había unos carteles parecidos a los que ya había
visto en el casco urbano de Szolyhaza; su conocimiento del idioma era el
justo como para saber qué evento anunciaban. Preguntaría sobre el asunto
a Herr Debrec cuando volvieran al hostal. Y acordaron Julia y él no decir
una palabra de lo ocurrido durante su visita a la iglesia en ruinas. Preferían
olvidar aquella hora larga que habían pasado en compañía de Möhrsen.

Era ya tarde cuando volvieron al hostal de la villa. Julia, a quien dolía


entonces la cabeza, tomó un largo baño de agua caliente y se metió en la
cama. Harry, por el contrario, estaba nervioso, sin sueño; se notaba
increíblemente activo y lleno de energía. Julia le pidió un vaso de agua y
una píldora para dormir; él le dio dos de aquellas píldoras, para que su
sueño fuese más profundo y más cierto su descanso. Julia se quedó
dormida poco después y Harry bajó al bar del hostal.
Un par de tragos y se decidió a preguntar a Herr Debrec sobre lo que
tanto le llamaba la atención, aquello que se anunciaba en los carteles que
había visto en la carretera. ¿Qué gran evento acontecería justo aquella
noche? Debrec le dijo que estaban en la primera noche de cierta
celebración que se prolongaba durante tres días. Una especie de carnaval
local, algo que únicamente se celebraba en la región; algo así como un
concurso de tiro con rifle de día y fiesta de noche, parecido al Schützenfest
alemán, para determinar quién era el mejor tirador de la región.
Para ello se reunirían en un claro del bosque, no muy lejos de donde se
alzaba el hostal, hombres llegados de toda la región con sus escopetas y
rifles, y ataviados con los trajes verdes de los cazadores. El vino y la
cerveza correrían como el agua de la lluvia y habría viandas exquisitas,
como era norma en la celebración que comenzaba aquella misma noche…
Herr Debrec le dijo que, si los señores deseaban ir a contemplar la
inauguración, él mismo les acompañaría encantado.
Harry declinó el ofrecimiento, dándole las gracias, y pidió otra copa.
El brandy le iba haciendo un efecto muy especial aquella noche. No es que
se emborrachara, ni siquiera que fuese atontándose agradablemente con
los tragos, pero sí notaba una cierta excitación rara y no del todo
desagradable, cosa que jamás le ocurría cuando bebía de noche desde
aquellos tiempos de su juventud en la Riviera, cuando no había muchacha
rica y hermosa que se le resistiera en cualquier baile de debutantes.
Media hora después, y con otras dos copas de brandy encima, subió a
ver cómo estaba Julia. La encontró profundamente dormida. Bajó de nuevo
al bar, se tomó otro brandy, dijo a Herr Debrec que su esposa dormía y no
debía ser molestada, y tras pedir al propietario del hostal datos acerca de
cómo llegar al lugar donde se iniciaría el Schützenfest, montó en el viejo
automóvil ruso y salió con bastante entusiasmo, por no decir que con
absoluta euforia. Se sabía un extraño en la región, lógicamente, pero
también había podido notar que desde que arribaran a Budapest la gente
les había tratado cortésmente, con suma amabilidad, y no tenía por qué ser
distinto ahora, aunque no anduviera precisamente por las carreteras
próximas a la capital del país. Regresarían a Budapest al día siguiente,
para preparar ya su vuelta a Londres, así que nada más lógico que
aprovechar el tiempo de la mejor manera posible. Además, conocía lo
justo del idioma local como para poder decir algo más que «buenas
noches» u «otro brandy, por favor». Y había mucha gente que al menos
poseía algún conocimiento del idioma inglés. No creía que pudiera tener,
por todo ello, mayores problemas para comunicarse con los lugareños.
Todo eso pensaba mientras conducía. En efecto, tal y como le había
dicho Herr Debrec, la campa en donde se celebraba el evento estaba
relativamente cerca. Cuando llegaba al lugar, iluminado
extraordinariamente por las hogueras, le pareció todo semejante a ciertas
fiestas nocturnas que celebran los campesinos ingleses a finales del
verano, en las que también se come, se bebe y se baila a la luz de las
hogueras, mientras se aguarda la llegada del día para dar inicio a la
jornada de caza. Una fiesta, en fin, quizás más apropiada para jóvenes
campesinos, hombres y mujeres que además aprovechan el amparo de la
noche para perderse por el bosque próximo y entregarse a sus pasiones
desatadas, que para un hombre tan respetable ya como él. Pero se trataba
de contemplar algo distinto y a buen seguro divertido. Había en la campa,
también, varias caravanas de gitanos húngaros, que le parecieron preciosas
y muy llamativas. Aparcó rápidamente su coche en la cuneta y se dirigió
feliz y contento hacia el lugar donde se concentraba la mayor cantidad de
gente, de donde provenía el mayor bullicio.
Había puestos con viandas y bebidas, muchas bebidas; aquí y allá,
hombres y mujeres jóvenes que se gastaban bromas y se perseguían hasta
los lugares en donde la oscuridad era mayor, para demorarse en el regreso.
Otras parejas bailaban la música regional que tocaban varios hombres
sonrientes y felices. Las hogueras hacían que el ambiente fuera
deliciosamente cálido, ideal para pasar una noche de fiesta al aire libre.
Entre las caravanas, los vehículos convencionales y los coches de caballos
o las carretas tiradas por asnos y por mulos, se amontonaban los rifles y
las escopetas. Harry paseaba con una sonrisa de encantamiento en los
labios. Realmente se sentía bien. Y de súbito captó esa suerte de cámara
fotográfica que era su mente una silueta, una figura, un cuerpo de mujer
espléndida, joven, increíblemente hermosa, de rasgos finos, bellísima…
Una mujer que poseía algo parecido a un magnetismo animal. Iba ataviada
a la usanza típica de la región.
Se quedó mirándola unos segundos, sin poder hacer otra cosa, pero
ella, ajena a la contemplación admirativa de la que era objeto, se fue a otro
lugar, ocupada en cualquier cosa. Pero Harry no podía reparar ya en algo
que no fuera aquella delicia de mujer. Tenía que verla de nuevo; tenía que
acercarse a ella y hablarle.
Aquel anhelo le hacía respirar fuerte, como si resoplara, como una
bestia en celo. Notaba la cabeza liviana ahora, mas la boca seca; sabía que
aquella excitación que le había provocado la joven hermosa sólo se parecía
levemente a la excitación que de común provocan otras jóvenes hermosas.
Esta vez era distinto. Casi le dolía la garganta de tan seca como tenía la
boca, así que se dirigió a uno de los puestos en los que generosamente se
ofrecía de beber, tomó una jarra de vino, se sirvió un vaso lleno y vació el
contenido apenas sin respirar. Pero su sed no se saciaba. Sólo aquella
hembra de belleza incomparable podría saciársela, se decía Harry.
Siguió buscando entre los automóviles, entre las caravanas de los
gitanos, entre los coches de caballos y las carretas tiradas por asnos y por
mulos… Vio una caravana abierta, y decidido, sin pensárselo dos veces,
sin atender a si había o no alguien en su interior, entró. Estaba vacía. Mas
iba a darse ya la vuelta para salir, cuando percibió a sus espaldas un olor
delicioso, un perfume que no conocía. Se volvió rápidamente y la vio. Era
ella, la deliciosa muchacha que lo había enajenado con su sola presencia.
—Hay una mesa libre cerca de aquí… ¿Quieres que nos sentemos un
rato? —le dijo.
Se dirigía a él en un inglés más que correcto. Era mucho más de lo que
podía haber esperado. Harry aceptó, naturalmente. De un salto bajó de la
caravana y ella le tomó de la mano para conducirlo hasta la mesa.
Abrieron sendas sillas plegables de madera y tomaron asiento, frente a
frente, cara a cara. Era tan hermosa que su contemplación producía cierto
placer hiriente. Un gitano les ofreció viandas y una botella de vino, que
aceptaron con gran alegría.
A su alrededor sonaba la música y bailaban las gentes, pero
permanecían entonces ajenos a todo lo que no fuera mirarse. Harry habló a
la muchacha de Londres, de las montañas de Suiza, de la playa de
Cannes… Ella le habló de las montañas de la región, de los mercadillos de
los barrios más hermosos de Budapest, de la sangrienta y atormentada
historia de Hungría… Sobre todo, de la particularmente sangrienta y
atormentada historia de aquella región, de su región… Él la escuchaba
embelesado. Ella hablaba despacio, escogiendo con gran exquisitez las
palabras inglesas en las que le hablaba, arrastrando maravillosamente las
erres… Sin saber cómo había ocurrido aquello que se le antojó prodigioso,
vio que ella sostenía sus manos entre las suyas tan finas y cálidas.
La muchacha, cuando se hizo un silencio entre ambos, un silencio en el
que no dejaron de mirarse a los ojos, un espacio de tiempo en el que uno
de los muchos gatos de la región se frotaba contra las piernas de Harry,
aunque Harry no parecía darse cuenta de ello, tiró de él levemente para
que se levantara. Lo hizo. Lo llevó de la mano hasta donde bailaban los
demás y comenzaron a bailar también ellos. Alumbrados ahora por las
hogueras más próximas observó Harry que la muchacha tenía unos rasgos
gitanos finísimos. Se sintió mágicamente atraído por ella, aún más que
antes, si cabe… Mientras bailaban ella sacó de sus faltriqueras una
máscara roja que puso en la cara de Harry. Después bebieron más vino.
Mucho más vino.

Harry no podía por menos que sorprenderse de verse allí, en el asiento


junto al del conductor, donde antes había ido Julia, con la maravillosa
muchacha conduciendo el viejo coche ruso. Se notaba bastante bebido a
esas alturas de la noche, e igualmente le sorprendió verse alejado de donde
se celebraba el Schützenfest. No recordaba cuándo habían decidido
levantarse de la mesa en la que bebían vino, un vino que se le antojaba
cada vez más delicioso, para irse.
—¿Cómo te llamas? —preguntó entonces a la bella, reparando en que
aún no sabía su nombre. Le sonaron extrañas sus propias palabras, como si
las hubiera dicho alguien que no fuese él mismo.
—Casilda —respondió ella.
—¡Qué nombre tan dulce! Y raro…
—Me lo pusieron en recuerdo de alguien de mi familia…
—¿Adónde me llevas, Casilda?
—Da lo mismo… ¿Eso importa?
—Me temo que nos estamos alejando de Szolyhaza…
—¿Quieres que vayamos a mi casa? —le preguntó.
—¿Está muy lejos?
—No, no mucho… Aunque…
—¿Sí?
Casilda redujo la velocidad, hasta detener el vehículo. Harry la
contempló expectante. Embriagado de nuevo por su perfume.
—Pensándolo bien —dijo Casilda—, quizás sea mejor que te lleve a tu
hostal y luego me vaya…
—No, nada de eso —protestó Harry, temeroso de que se acabara
abruptamente aquella noche. Ya tendría suficiente con dormir unas pocas
horas de madrugada. Ahora quería gozar lo que quedaba de la noche en la
compañía de la mujer más hermosa que había conocido—. Además, ¿cómo
ibas a regresar después a tu casa? Me parece que no estamos en una zona
en la que abunden los taxis, Casilda… Vamos, sigue hasta tu casa… Yo
volveré al hostal después…
—¿Crees que estás en condiciones de conducir? —le preguntó la
muchacha.
—Bueno, quizás sea mejor que me ofrezcas en tu casa una taza de café
bien cargado —dijo con juvenil entusiasmo, confortado por la sonrisa con
que ella le miraba.
Pronto, sin embargo, un halo de tristeza borró la sonrisa de la
muchacha.
—Quizás sea preferible que no veas dónde vivo… —dijo con la voz
ahora triste.
—¿Por qué no?
—Mi casa no es precisamente un palacio…
—Me importan poco los palacios, Casilda…
—No creo que puedas volver después tú solo al hostal —dijo ella.
—Olvídate de eso, Casilda… Si no quieres que vea tu casa, de
acuerdo… Véndame los ojos y condúceme directamente a tu habitación —
dijo entonces acercándose a ella e introduciendo su mano en el escote de
su blusa de seda para acariciarle tiernamente los pechos.
Ella se echó a reír y con gran delicadeza le apartó la mano.
—Bien, quizás sea mejor que te ponga una venda en los ojos, si así lo
quieres…
Sacó un negro pañuelo de seda y le vendó los ojos. Arrancó el coche de
nuevo.
—¿Vas bien? —le preguntó.
—Bueno, no es muy cómodo ir en un coche con los ojos vendados,
pero no voy mal.
—No te preocupes, no tardaremos mucho —dijo mientras aceleraba.
Harry, aun incómodo con la venda, se las prometía no obstante muy
felices.
—Ya hemos llegado —dijo ella no mucho después, deteniendo el
automóvil.
Harry se sentía torpe, algo mareado. Se dijo que pronto conseguiría
despejarse, que aquello no era sino la consecuencia lógica de haber viajado
en coche un buen trecho con los ojos tapados… ¿Y si se hubiera dormido y
acabase de despertar con el frenazo? No, no era posible… No se creía
capaz de semejante descortesía para con tan bella acompañante.
—No, espera —le dijo ella cuando vio que a tientas buscaba la manija
de la portezuela para abrir—. Quedémonos un rato en el coche, bebamos
algo, estoy sedienta…
—¡Ah, sí, las botellas! —recordó Harry que había echado en el asiento
de atrás dos botellas de vino que cogió de uno de los puestos de la campa
cuando se iban. Las buscó a tientas hasta encontrarlas—. No tenemos
vasos… ¿Por qué beber aquí cuando podríamos hacerlo mucho más
cómodos en tu habitación?
—Harry, es que estoy un poco nerviosa —se excusó ella riéndose
encantadoramente.
¡Ah, claro, era una muchacha húngara, una muchacha no tan fácil de
seducir como las francesas o las holandesas! Bueno, quizás necesitara
tomarse antes un par de tragos más… ¿Por qué no? Silencioso, siempre
con los ojos vendados, consiguió abrir una de las botellas, trabajosamente,
hundiendo el corcho. Ella bebió un largo trago. Escuchó perfectamente
Harry con qué ansia trasegaba el vino. Su perfume lo llenaba todo más
intensamente. Olía ahora como un campo de amapolas. Esperaba que la
espera no se le hiciera muy larga.
Ella le pasó la botella y Harry dio también un trago largo. El vino le
produjo entonces un efecto euforizante tal, que comenzó a reírse a
carcajadas, locamente, sin una razón clara para hacerlo. No pudo por
menos que sorprenderse, en medio de todo, de su propia risa.
Pasó de nuevo la botella a Casilda y otra vez introdujo su mano en su
blusa, para acariciarle los pechos mientras bebía. Ahora no apartó su
mano. Más aún, se abrió del todo la blusa y así pudo acariciarle Harry los
senos libremente, gozando de aquella caricia. Hizo ademán entonces de
quitarse la venda de los ojos.
—No —protestó ella, impidiéndoselo—. Si te quitas la venda cerraré
de nuevo mi blusa… Espera a que acabemos de beber todo el vino.
—Casilda —dijo Harry en un susurro—. Acabemos ya con este juego,
vayamos…
—No podrás quitarte la venda hasta que estemos en mi habitación, es
un trato, ¿recuerdas? No te quitarás la venda hasta que ambos estemos
completamente desnudos.
Harry sintió que se excitaba aún más al oír la voz insinuante con que
ella le decía aquellas palabras, y ajeno a lo que le había dicho Casilda, sin
embargo, trató de quitarse la venda de una vez por todas. Ella le tomó las
manos entonces con una fuerza inusitada y no pudo resistirse. Notó Harry
que se debilitaba, que no era capaz de quitarse la venda de los ojos.
Paralizado, excitado también, a medias entre el placer y el sufrimiento,
oyó claramente que Casilda abría la portezuela del coche y se bajaba
dando un portazo.
Abrió rápidamente la portezuela de su lado y se apeó él también. Ella
le puso una mano en el hombro:
—La otra botella, Harry —le dijo.
Siempre a tientas, abrió la puerta de atrás y tomó del asiento la otra
botella. Ella le tomó entonces de la mano que tenía libre.
—Chist, calla —le dijo.
Lo llevó de la mano por un terreno difícil pero que le parecía conocido,
blando y húmedo. Supuso que incluso pisó algunos charcos. Después pisó
algo que le pareció piedra.
—Agacha la cabeza —le dijo Casilda— y ve con cuidado, tenemos que
bajar una escalera… Ven, por aquí, así…
—Casilda —dijo Harry—, me siento un poco mareado, estamos dando
vueltas, ¿no?
—No te preocupes, es el vino —y se echó a reír.
—¡Espera, espera! —gritó entonces angustiado—. Creo que me voy a
desmayar, la cabeza me da vueltas.
Se detuvo, apretando la botella contra su pecho y poniendo la mano
que había soltado de la de Casilda contra la pared de la escalera por la que
bajaban. Pasados unos segundos recuperó el sentido del equilibrio y
respiró hondamente.
Lamentaba haberla alarmado. Se decía que era un estúpido por no
haber podido controlar su miedo. Se rió entonces, como disculpándose, y
le dijo:
—Este vino es realmente fuerte.
—Baja con cuidado, sólo son unos pocos escalones más…
Llegaron al final de la escalera. Harry se abrazó a ella y volvió a sentir
más profundamente aún su olor delicioso, que lo enervó de nuevo. Besó
los pechos descubiertos de Casilda, que se le antojaron mucho más duros y
jóvenes que los de Julia, algo caídos…
—¡Dios! —exclamó—. Daría cualquier cosa por pasar a tu lado el
resto de mis días…
—Bien —dijo ella echándose a reír con su risa maravillosa—. Acabas
de formular tu segundo deseo…
¿Un segundo deseo? ¿Qué demonios significaba eso? Nervioso,
trastabilló y a punto estuvo de caerse, pero ella le asió por un brazo,
fuertemente, para evitarlo… Notó que empezaba a desnudarle, quitándole
la chaqueta, desabotonando su camisa, bajándole los pantalones…
—¿No era esto lo que más deseabas? —le susurró cálida.
Completamente desnudo ya volvió a experimentar un vahído que
achacó a la gran cantidad de alcohol que había tomado desde la cena en
adelante. Tenía la sensación de que su sistema nervioso estaba encharcado
por completo en alcohol. Ansiaba quitarse de una vez por todas la venda
de los ojos, para así dejar de percibir aquel mareo. Casilda, al fin, pareció
comprenderlo.
—Ya puedes quitarte la venda —le dijo.
Mas entonces ocurrió algo sorprendente, algo que lo dejó aturdido,
aunque seguía achacándolo al alcohol. El maravilloso perfume que hasta
entonces había percibido se esfumó para dar paso a un hedor pestilente. La
voz dulce y juvenil de Casilda le sonó seca, vieja, temblorosa… Como una
voz de dientes podridos. Ella le tomó de la mano… Y su mano era…
La vio perfectamente en cuanto se quitó la venda. Más que un grito de
horror, soltó una risa de lunático, frenética, irreprimible. Trató de salir
corriendo de allí pero fue incapaz de hacerlo; no encontró más que la
pared en la que había visto, en su visita anterior, aquellas escenas
monstruosas, aquellos bajorrelieves infernales.
Algo se aferraba a sus piernas desnudas, tirando de él como si quisiera
llevárselo. Unas manos irreconocibles volvieron a taparle los ojos
poniéndole de nuevo la venda con mayor violencia que antes. Sintió que
hacían presa en él muchos brazos, como de al menos diez hombres
corpulentos y fieros.

Herr Ludovic Debrec oyó el motor de un coche que se acercaba a su


hostal mientras iba recogiendo lo último que le quedaba antes de irse a
dormir. Tenía que levantarse muy temprano, como todos los días, para
atender al puñado escaso de huéspedes que ocupaban las habitaciones de
su hostal. Oyó el frenazo de aquel coche, ya cercano.
Debrec estaba cansado, como todos los días a esa hora. Los pocos
huéspedes que alojaba en su negocio dormían, salvo el inglés, que aún no
había llegado. Supuso que era él. ¿Pero a qué venía aquel frenazo? Miró a
través de los cristales de la ventana de la cocina del hostal. Era el coche
ruso que los ingleses habían alquilado, en efecto. Pero… ¿Qué demonios
le pasaba a su huésped? ¿Tanto había bebido? El Herr inglés, tan
caballeroso y elegante, tan educado, llegaba completamente desnudo y
dando tumbos.
El hostelero húngaro salió para ayudar a su huésped, que abrazaba algo
contra su pecho y sonreía estúpidamente, como si más que borracho
estuviera al borde de la locura. Le ayudó, en efecto, pero Harry no parecía
reparar en su presencia. Subió lentamente las escaleras del hostal sin darle
siquiera las buenas noches.
—¡Dios mío! —exclamó Debrec, aterrorizado—. El inglés ha estado
en ese maldito lugar…

A pesar de las píldoras, Julia no tuvo un sueño muy profundo más allá
de la medianoche. Despertó varias veces a consecuencia de su fuerte dolor
de cabeza. Otras veces más lo hizo sobresaltada por culpa de alguna
pesadilla. Sólo había conseguido conciliar el sueño a intervalos que se le
antojaban muy cortos. Se decía que a la mañana siguiente iba a estar
terriblemente cansada.
Acababa de despertarse una vez más… ¿Por qué? ¿El ruido de la
puerta al abrirse? ¿Había alguien allí? ¿Sería verdad o sería un sueño que
alguien susurraba pidiéndole ayuda?
¿Qué la despertaba ahora, si es que en verdad estaba despierta? Trató
de tocar a Harry una vez más, pero aún no había llegado, seguía sin
acostarse. Abrió los ojos. Sí, estaba despierta, no era un sueño… Vio en la
oscuridad de la habitación que una silueta se acercaba a la cama.
Julia se incorporó en el lecho, asustada. Olía muy mal. Buscó con la
mano el interruptor de la lámpara que había sobre la mesita de noche de su
lado y dio la luz. Harry estaba ante ella desnudo, atónito, con gesto de
imbécil.
—¡Harry! —gritó Julia saltando rápidamente de la cama para dirigirse
a él; le tomó de la mano, lo sentó en la cama y de inmediato cayó de
espaldas en el lecho, agotado.
Tenía perdida la mirada, era incapaz de decir una palabra. Julia trató de
reanimarle dándole palmaditas en la cara, pero sin éxito. Le hablaba, le
preguntaba cosas, si quería que llamara a un médico, si pedía ayuda, pero
no obtenía de él ninguna respuesta. Se fijó entonces en que apretaba algo
contra su pecho. Algo negro. Le despegó no sin esfuerzo el brazo del
pecho y contempló aterrorizada que Harry tenía en su mano lo que era, sin
duda, la mano de la momia que habían visto en la cripta de la iglesia en
ruinas.
Espantada, dio unos pasos atrás y cayó al suelo, sin poder lanzar un
grito. Percibió entonces una forma sinuosa, quizás felina, que se acercaba
a ellos desde el fondo de la habitación. Arrastrándose, Julia buscó amparo
contra la pared del cuarto. Quería gritar pero no le salía la voz.
Aquella criatura, sin embargo, no se dirigió a ella, sino a Harry, cuyas
piernas pendían, tumbado boca arriba en la cama, hasta tocar con los pies
el suelo. La criatura arqueó el lomo, mostró unos colmillos terroríficos y
se abalanzó contra una de las piernas de Harry, mordiéndole hasta
arrancarle pedazos de su carne. Luego se fue, aunque Julia no podía
precisar hacia dónde.
No podía apartar los ojos de las heridas que la bestia había causado en
la pierna de Harry. No podía gritar ni llorar siquiera. Harry no sangraba.
Allá donde fue mordido por aquella criatura infernal las heridas se
volvieron de inmediato negras, no como gangrenadas, sino momificadas.
Poco a poco, para espanto de Julia, el cuerpo entero y desnudo de Harry se
iba tornando negro como el de las momias, como si lo consumiera un
fuego interno hasta carbonizarlo.
Entonces, Julia, que no reparaba en los insistentes golpes que alguien
daba en la puerta de la habitación para que abriese, sintió que los
pulmones se le reventaban, que se le nublaba la vista… Y lanzó un grito
aterrador que parecía ir a mantenerse en el aire eternamente…
OSCURO DESPERTAR
FRANK BELKNAP LONG

Era el lugar idóneo para encontrarse por sorpresa con una mujer
encantadora. Una playa de fina arena que se extendía hasta una formación
de dunas tras de las cuales se veían los tejados de aquella pequeña villa de
Nueva Inglaterra desde cuyo hotel me había dirigido a la playa. Estaba de
vacaciones, alojado en un pequeño hotel de la villa, no muy cómodo, si
quieren, pero bueno para alguien que va con poco equipaje, dispuesto a
pasar unos días de asueto y a disfrutar del buen tiempo. El hotel, por lo
demás, recibía la sombra de un árbol centenario que aumentaba el encanto
del lugar. Lo justo para pasar unos buenos días de descanso, ya digo.
La villa era apacible, parecía dormitar en su propia tranquilidad
inalterable desde tiempo inmemorial. Un lugar ideal para olvidarse de los
días más calurosos del verano en la ciudad, de las aglomeraciones, de los
atascos de tráfico en las calles y de los ruidos. Para olvidarse, sobre todo,
no ya de la contaminación, sino del «tienes que hacer esto» o el «es
imprescindible que hagas aquello».
La vi por primera vez un día, a la hora del desayuno, con sus dos hijos,
un niño y una niña. Me la quedé contemplando, admirado por su belleza,
mientras ella, solícita, atendía a sus hijos sirviéndoles cuanto le pedían.
No hubiera podido echarle una mano para bregar con ellos, en cualquier
caso. Eran niños bastante latosos. La verdad es que parecía una auténtica
modelo de pasarela, elegante y distinguida. ¿Una viuda? Ojalá, me dije.
¿Una divorciada? Bueno, tampoco estaría mal que fuese una divorciada.
¿O quizás estuviera felizmente casada? Esa posibilidad me resultaba
menos grata. Aunque, la verdad sea dicha, resulta muy difícil saber qué
piensa de verdad una mujer aparentemente feliz en su matrimonio.
Lo repito: es muy difícil saber qué piensa de verdad una mujer que en
apariencia disfruta de un matrimonio feliz. Pero no es menos cierto que,
cuando inopinadamente alzó la vista, miró al frente y sus ojos se
encontraron con los míos, que no podían dejar de contemplarla, me
sonrió… Era bellísima. Y tuve la sensación de que adivinaba al instante
cuáles eran mis pensamientos hacia ella. Tuve la sensación de que
descubría mi más secreto deseo y no le desagradaba… Bueno, supongo
que no resultaba tan difícil adivinarlo, dada la intensidad con que la
miraba.
También es verdad que todos los que acababan de llegar a la villa
lucían de continuo una sonrisa, encantados con saberse de vacaciones,
ajenos por un tiempo, más o menos corto, a sus obligaciones diarias. No
tenía que hacerme muchas ilusiones, por ello… Pero, aquella sonrisa
suya…
Por eso, encontrarme inopinadamente con ella en aquel lugar discreto,
entre la playa y las dunas de arena, con sus hijos un tanto apartados de ella
entonces, era mucho más de lo que podía pedir, por el momento. Había
deseado como nada en este mundo verla sonreír de nuevo para mí. Y lo
hizo, en efecto, en cuanto me vio salir de una de las dunas.
—Hola —me dijo ofreciéndome la mano con su más luminosa sonrisa
—. No esperaba ver a nadie del hotel por aquí a estas horas, es tan
pronto… Quizás pueda ayudarme…
—Claro, en lo que necesite —respondí tratando de que mi sorpresa no
turbara las palabras que me salían de la boca, por un lado, y de que ella no
se diese cuenta de lo mucho que me había impactado su presencia.
—Mire, me he cortado tontamente con una concha —dijo entonces
mostrándome su otra mano—; no es que me duela, pero sangro un poco y
no tengo a mano un pañuelo… Quizás pueda usted dejarme el suyo.
—Sí, naturalmente —le dije—, pero permita primero que eche un
vistazo a su herida.
La herida era tan pequeña, y tan perfecta y tibia su mano, que apenas
presté atención a la poca sangre que tenía en la palma. No era
precisamente un buen tajo. Saqué mi pañuelo y cuidadosamente le hice un
vendaje provisional.
—Luego deberá lavarse bien la herida y poner en ella algún antiséptico
—le recomendé—. Pero no se preocupe, que no es nada. Seguro que el
agua del mar ya ha hecho su acción antiséptica en la herida, no hay nada
mejor, salvo si de una herida causada por un clavo roñoso se trata, claro…
—Es usted muy amable —dijo como sin prestar mayor atención al
hecho de que aún no le había soltado la mano tras vendársela—. No puedo
decirle cuánto se lo agradezco.
Los niños se nos acercaron entonces con los pies llenos de arena,
mirándonos como si nos reprocharan algo. Nada hay que despierte mayor
resentimiento en los niños que ver cómo los adultos se desentienden de
ellos, siquiera por unos segundos. Son ferozmente egoístas. Por lo general,
un auténtico golfo, por no decir que un mar o un océano, separa las
necesidades de un niño de las de un adulto. Bueno, quién sabe si ese
resentimiento infantil a la larga no deviene en una experiencia de vida
benéfica.
Ella, sin embargo, no pareció prestar mayor atención a la cara de enojo
que mostraban sus hijos y se presentó.
—Me llamo Helen Rathbourne —me dijo—. Después de morir mi
esposo jamás creí que fuera capaz de volver de vacaciones a este hotel, y
ya ve… Aquí estoy de nuevo. La verdad es que adoro este lugar. Todo tiene
un aire absolutamente encantador… A mis hijos también les gusta mucho.
Reparó entonces en los niños. Tomó al niño por un hombro y lo atrajo
junto a ella, mientras con la mano en la que no llevaba mi pañuelo
acariciaba la cabellera de la niña.
—John tiene ocho años y Susan seis —siguió diciendo para
presentármelos—. John es un joven explorador, le encanta recorrer estas
dunas como quien se adentra en la geografía más difícil. No necesita llevar
armas pesadas para hacer frente a cualquier peligro —y volvió a sonreír
maravillosamente—; le basta con su arco y sus flechas… Es capaz de
abatir con ellas las fieras más temibles, no se vaya a creer…
—No lo dudo —dije sonriendo al niño—. Hola, John.
Me estrechó la mano con gran seriedad, sin la menor sonrisa,
mirándome fijamente. Supuse que quería demostrar con ello que lo que
había dicho su madre era totalmente cierto.
—Susan es distinta —siguió la madre, mirando a su hija con mucho
amor—, Susan vive aventuras imaginarias sin necesidad de desplazarse.
Tiene una manera muy poética de ver las cosas… A veces me parece que
no pertenece a este tiempo, que es una niña de la época victoriana… Es
mucho más sensible que yo; diría que poética, aunque no creo aceptar…
Bueno, la verdad es que no me interesa demasiado la poesía de ese
periodo…
—Pues permítame decirle que es un error por su parte —le dije—. He
leído poesía de ese tiempo, y poesía de vanguardia, y le aseguro que no
hay razones para despreciar la poética de la época victoriana…
—Ya, cualquier tiempo pasado fue mejor, ¿no? —me dijo con cierta y
muy graciosa burla en los ojos.
—La verdad es que dicho por usted suena extraordinariamente distinto,
ese lugar común… Suena incluso con una grandiosidad impresionante.
Pero, bueno, creo que sé lo que piensa… Susan es una niña capaz de
estarse horas y más horas ante una ventana, viviendo sus ensoñaciones, sin
que nada sea capaz de sacarla de sus abstracciones… ¿Me equivoco?
—¡Oh, muchas gracias por tranquilizarme! Siempre he temido que una
flecha de John la despertara bruscamente…
Los dos nos echamos a reír mientras los niños se iban de nuestro lado.
—La verdad es que Susan no es precisamente un chicazo —siguió
diciendo la madre—. No es como otras niñas; a ella no le gusta jugar con
su hermano ni con sus amigos… Pero tampoco es una damisela, créame…
No sabe usted a qué velocidad es capaz de correr de lado a lado de la
playa, por la orilla… Lo hace en muy pocos segundos, como toda una
atleta… La verdad es que estoy orgullosa de mis hijos, creo que se me
nota…
—Y lo comprendo perfectamente —dije—. Yo también lo estaría.
—Muchas gracias de nuevo —me dijo—. Le confieso, sin embargo,
que me da miedo verles crecer, el futuro… No sé cómo cambiará su mente
con el paso de los años… No sé qué pensarán de mí entonces… Los
adultos somos tan distintos de los niños…
En eso podía estar también totalmente de acuerdo con ella. Los adultos
somos tan distintos de los niños… No me cabía la menor duda. Aunque
tardé un poco en darme cuenta del porqué de su cambio tan súbito como
brusco.
—¡John, ven aquí ahora mismo! ¡Ahora mismo, te digo! —gritó de
pronto con el gesto contraído, ida su dulzura de antes.
Y echó a correr tras él, para mi sorpresa, antes de que pudiera darme
cuenta de lo que ocurría. El niño se había ido hacia una parte de la playa,
entre las dunas, donde una tormenta reciente había arrastrado a través de
una especie de canal que nacía en la propia playa los restos de una vieja
embarcación de madera que naufragó aquel día. El agua allí era negra y
asomaban raíces podridas entre lo que quedaba de aquella embarcación, un
pequeño pesquero. El niño se había detenido justo en el borde de aquella
especie de canal que, desde luego, no era un lugar grato por el olor
pestilente que salía de sus aguas estancadas. Era un lugar amenazador,
cuando menos.
Salí detrás de ella, por si precisaba de mi ayuda para atrapar al
chiquillo, pues uno nunca sabe de qué es capaz un niño cuando algo se le
mete entre ceja y ceja. Pero el crío no iba más allá. Contemplaba aquella
agua estancada sin osar meterse en ella. Miraba fijamente los restos del
naufragio.
—No se alarme —dije a la madre poniéndome a su altura—. Los niños
suelen ser desobedientes, pero poseen un instinto de conservación natural
que a menudo los preserva del peligro. Ese instinto de conservación hace
menos peligrosa su poca capacidad de reflexión, créame…
—Pero fíjese que no me hace caso, ni siquiera se ha vuelto para
mirarme cuando le he dicho que se detuviese… Eso es lo que me
preocupa… Cada día que pasa es más desobediente.
—Descuide, que ya verá cómo a mí sí me hace caso —le dije—.
Quizás necesite oír una voz de hombre que le haga recordar la de su
padre…
—Tengo miedo de que se caiga en esa charca asquerosa —dijo como si
no me prestara atención.
—No se preocupe, no es nada, mujer; ya verá como sale de ahí y viene
hacia nosotros en cuanto le hable.
No estaba muy seguro de que el niño me obedeciera, pero pretendía
impresionar a su madre. La verdad es que yo también me preocupaba por
él, no me apetecía nada que se metiera en aquel canal pestilente. Y mucho
menos me apetecía tener que meterme yo después, para sacarlo de allí.
Bastante asco me dio ya verme en dirección hacia la charca asquerosa
que decía la madre, entre esa maleza que crecía en las dunas por donde
discurría el negro canal de agua, entre algas putrefactas que se
descomponían desde hacía días, tras la tormenta, bajo los rayos del sol.
Comportarme como un padre me resulta difícil, porque siempre he
sostenido que los jóvenes tienen razones más que suficientes, evidentes u
ocultas, para rebelarse contra la autoridad paterna. Por mucho que vaya
cumpliendo años, creo que siempre sostendré la misma opinión… Pero en
aquel momento me sentía muy concernido en lo que, al menos para su
madre, parecía la necesaria salvación del niño, en algo que, por lo demás,
no parecía suponer mayor peligro que el propio de la suciedad. No me
parecía que las aguas de aquel canal fueran profundas, dado lo que
sobresalían de ellas los restos del naufragio del pequeño barco de pesca.
En cualquier caso, me sentía llamado a acabar con la angustia de aquella
mujer.
—Vamos, John, sal de ahí, no vayas a hacerte daño —le dije cuando
estuve a poca distancia de donde se encontraba. Como ni siquiera se volvió
para mirarme, proseguí con mi discurso—: Tu madre me ha dicho que eres
un gran explorador, y por eso sabrás que ningún gran explorador se
arriesga en vano; ninguno de los más grandes exploradores arriesgó jamás
su vida por una tontería, sólo por causas de veras importantes… Piensa en
tu madre, muchacho, no seas cruel con ella…
Se volvió entonces y corté abruptamente mi discurso. Había algo en su
mirada que me estremeció, una rabia inaudita. No parecía dispuesto a
hacerme caso. Tenía algo en la mano, que supuse era una piedra, y temí
que me la arrojara.
Y entonces ocurrió todo. Seguramente a causa de mi error. En vez de
hablarle tenía que haberme mostrado menos complaciente, haberme
acercado a él subrepticiamente y llevármelo de un brazo, por las bravas,
para devolverlo junto a su madre y que ella se encargara de reprenderle.
Pero no lo hice.
El caso fue que el niño se metió en aquella charca negra en la que
sobresalían los restos del naufragio del pequeño barco de madera. Grité
con todas mis fuerzas su nombre, para que se detuviese, pero no me hizo
caso. Iba sumergiéndose poco a poco, caminando hacia donde estaba a
medio hundir lo que quedaba del barco y vi que el agua le llegaba ya al
cuello, aunque aún hacía pie. No me quedó más remedio. Tuve que
meterme en aquella agua pestilente, animado por la única idea que, más
allá de mis maldiciones, me insuflaba coraje: rescatarlo y llevárselo a su
madre. Pero entonces el niño, no sé cómo, comenzó a subirse al barco a
medio hundir, o a lo que quedaba del barco. Mientras me dirigía a él,
gritándole que no lo hiciera, se agarraba a los maderos que sobresalían, a
las cuadernas que ya se pudrían, qué sé yo… El caso es que cuando, no sin
esfuerzo, pues el fondo parecía de arenas movedizas, logré llegar a su
altura, ya había subido a lo que a buen seguro era lo que quedaba de la
borda. Volví a decirle que bajara para salir ambos de allí, le dije que olía
muy mal, que estaríamos mejor donde antes, más cerca de la playa, en la
arena limpia, y nada, ni caso… Entonces intenté subirme yo también a la
borda, para llevármelo de una vez por todas. Y quizás por mi peso, aquello
giró en el aire y cayó estrepitosamente sobre el agua. No vi al niño.
Mi reacción inmediata fue pedirme calma, imponérmela… Al fin y al
cabo, me dije, había ido a la playa para darme un baño; bien, aquello no
era precisamente el agua del mar, aunque sí, bueno, quiero decir que no
era el agua de la playa propiamente dicha, sino una especie de charca
inmunda que se prolongaba desde la orilla hasta bien entrada la zona de las
dunas, así que adelante, no tenía más opción que mojarme de una vez por
todas. Me di cuenta entonces de que estaba agarrado a uno de los maderos
del barco, pues de lo contrario no hubiera podido hacer pie.
Sorprendentemente, justo bajo donde antes se veían los restos del
naufragio la profundidad parecía cierta. No sabía cuán grande podía ser,
pero sí que allí no se hacía pie. Y me asusté mucho.
No veía emerger la cabeza del niño por ninguna parte. Y no me quedó,
por ello, más remedio que bucear. Era la primera vez que me veía metido
en algo parecido, la primera vez que la vida de alguien dependía de mi
esfuerzo, y me dije que no podía fallar. Pero mi primera intentona resultó
absolutamente fallida. Emergí para tomar aire de nuevo y volví a
sumergirme. Naturalmente, dada la suciedad de aquellas aguas, de aquello
que me parecía en realidad un pozo negro, tenía que ir a tientas cuando
buceaba, por lo que no hacía más que tocar con las manos esto o aquello
del barco, algas… Cosas, en fin, que se me antojaban repugnantes…
Quizás incluso peces muertos descomponiéndose… Entonces, a través de
una película negra, como de petróleo que se hubiera derramado, vi en el
fondo a John. Pugnaba por liberarse de unos restos del naufragio que lo
tenían atrapado. Me sumergí con toda mi alma. Por fortuna, esta vez no
hizo intención de escapar de mí, aunque estaba claro que no podía hacerlo,
ni de resistirse en cualquier medida de las fuerzas que pudieran quedarle,
pues ya llevaba sumergido más tiempo del deseable… Lo liberé de entre
aquellas maderas y tiré de él… Cuando salimos a la superficie estábamos
bastante más lejos… Claro, la charca era el fin del canal, y acaso por la
corriente, acaso por llevarnos los propios restos del naufragio, fuimos
arrastrados hasta una zona de dunas más próxima a la playa, por donde se
producían el flujo y el reflujo de la marea. Al menos allí el agua era menos
negra.
Cinco minutos más tarde descansaba John en la arena, envuelto en una
toalla, con su madre atendiéndole solícita. La madre tenía los ojos llenos
de lágrimas y me miraba con una expresión de gratitud infinita.
Es increíble la capacidad de recuperación de los niños. Pronto volvió el
color a las mejillas de John; de nuevo tenía en los ojos aquella mirada
sorprendentemente dura, de hombre. ¿La mirada de un valiente
explorador, como decía su madre?
Supongo que tenía que haber experimentado simpatía hacia el niño, no
obstante su tozudez, ahora que lo veía recuperado. Pero la verdad es que
tenía que hacer un gran esfuerzo para disimular mi enfado. Por mucho que
lo intenté, creo que mis palabras denotaban mi enojo.
—Deberías ser más considerado con tu madre —le dije—; no está bien
que le hagas pasar tan mal rato… Tienes suerte de no ser mi hijo, porque
si lo fueras te daría una buena tunda y te castigaría sin béisbol y sin
cualquier otra diversión durante un mes entero… Te pondría en la ventana
para que vieras jugar a tus amigos, que seguramente serán tan malos y
desobedientes como tú… Me parece que a los niños hay que trataros como
si fueseis lobeznos, porque si no…
Cuando terminé de soltarle mi discurso me miraba con los ojos muy
abiertos. Evidentemente, su mirada era hostil y resentida. Como si le
hubiese dejado más que claro que era un tipo con el que sólo trataba, y al
que había salvado, por deferencia hacia su madre, no porque me interesara
lo más mínimo.
—No pude evitar ir allí —dijo John justificándose, pero sin dulcificar
su mirada—. Había algo que tenía que encontrar. Cuando ves algo en un
sueño tienes que buscarlo…
—¿Qué soñaste? —le pregunté.
—Nada… Bueno, sí, pero no cuando estaba dormido… En realidad
pensaba que podría encontrar algo en ese barco hundido, cuando lo vi…
Tenía que cogerlo…
—Y por eso echaste a correr sin que te preocupara tu madre, sin pensar
que corrías peligro…
—No pude evitarlo, era más fuerte que yo, como si una fuerza extraña
me llevara…
—Vi que mirabas algo con mucha atención, eso sí, antes de que te
metieras en el agua… Eso quiere decir que viste lo que buscabas, ¿me
equivoco? Y supongo igualmente que lo perdiste cuando te metiste en el
agua para huir de mí… ¿No nos quieres decir de qué se trata? ¿Qué es lo
que tanto te llamó la atención?
—No te enteras de nada… No lo perdí… Lo tengo en mi mano.
—No digas tonterías, John, no tienes nada en la mano…
—Sí, sí tiene algo —terció por primera vez su madre—. Mire cómo
aprieta el puño cerrado…
Me resultaba difícil creer que guardara algo en su mano, después de
haberse hundido y braceado para salir a la superficie. Pensé que quizás
bastara con abrírsela, pero desistí. No era mi hijo y no podía obligarle a
hacerlo. Luego me dije que nos estaba tomando el pelo; que quizás no
tuviera allí guardada más que una concha pequeña, cualquier tontería. Una
de esas cosas con las que se encaprichan los niños al extremo de
convertirlas en un secreto. Una manifestación más de la cruzada de los
niños…
Debo confesar, sin embargo, que me intrigaba cada vez más aquello;
acaso como un niño malcriado yo también, quería ganarle la partida a
John. Por fortuna, su madre pareció darse cuenta de cuáles eran mis
sentimientos.
—Enséñale a este señor qué tienes en la mano, John —le dijo—. Abre
la mano y muéstraselo; bueno, y muéstramelo a mí también, cariño…
Vamos, queremos ver de qué se trata, no seas tan misterioso…
—No puedo hacerlo —dijo John.
—¿Por qué no puedes? —le pregunté intentando no ser muy duro; vi
que sus ojos pasaban de la furia al dolor.
—Es que no puedo mover los dedos —dijo—. Nunca me había pasado.
—¡Oh, vamos! Esto no tiene sentido —exclamé—. Escúchame y deja
de decir tonterías, John… He visto que movías los dedos una docena de
veces desde que te rescaté.
—Eso no es verdad —y reafirmó sus palabras moviendo la cabeza
enérgicamente.
—No mientas, te he visto mover los dedos de tu mano… Sí, John, los
deditos de tu mano derecha… Así que deja ya la broma, es suficiente.
—No puedo mover los dedos —repitió—. Si lo hago, lo que he cogido
se me escapará…
—Ya me lo imagino —le dije—. Pero eso no significa que no puedas
mover los dedos, como todo el mundo… Mira cómo los muevo yo, mira
cómo abro y cierro la mano… ¿Lo ves? Es la cosa más natural del mundo.
No hubiera podido imaginar que aquella mujer a la que tanto había
admirado en la distancia pasara esa gran cantidad de tiempo a mi lado.
Claro que tampoco hubiera podido imaginar que, de conseguirlo, fuera por
un motivo tan desagradable, por culpa de la tozudez de su hijito del
alma… Y encima volvía a mostrarse preocupada, con los ojos llenos de
lágrimas otra vez.
—¿Podría ser que padeciera una parálisis histérica? —me preguntó
acongojada—. Suele pasar, he oído comentar algún caso… Los niños son
muy impresionables.
—No lo creo, la verdad —dije secamente—. Mantenga la calma. Lo
comprobaremos en un segundo…
Tomé la mano de John sin que me ofreciera resistencia. Intenté
abrírsela. No pude. Tenía tan firmemente cerrados los dedos contra la
palma, que sus uñas se habían clavado en ella haciendo que comenzara a
sangrar. De tan fuerte como apretaba sus nudillos aparecían exangües.
Volví a intentar despegarle los dedos, valiéndome de toda la fuerza de
que soy capaz. Nada. Lo volví a intentar, ahora con una cierta violencia,
para qué negarlo. Tuve algo más de éxito, pues noté que sus dedos
parecían más flexibles que antes. Otro intento más y logré al fin abrirle
por completo la mano. Lo que vi en su palma no parecía justificar en modo
alguno tal contumacia por su parte, tanta violencia, aquella sangre que se
había hecho con las uñas… Me pareció algo metálico, era una cosa muy
pequeña. Pero cuando se lo quité para observarlo detenidamente, vi que
era un objeto hecho de caucho, que brillaba como el cobre.
Nunca había visto un objeto inanimado tan asqueroso como aquello. A
primera vista podría parecer un pulpo de goma, o de plástico; uno de esos
muñequitos con los que juegan los niños. Eso era, desde luego, pero
feísimo. Mucho más feo que el monstruo más horrible que hubiera podido
parir la imaginación más mórbida de un fabricante de juguetes, con
aquella cara de pez que parecía al tiempo la de un hombre, un anciano
miserable, aunque tampoco era eso exactamente. Era en realidad la
representación de una inmundicia con gesto de inteligencia
antropomórfica y naturaleza maligna. Aunque también es verdad que me
dije de inmediato que estaba fabulando, que no era propio de mí dejarme
llevar por esas estúpidas sensaciones. Supuse que seguía enfadado con el
niño. Me reí para mis adentros de aquello que seguía hirviendo en mi
mente, no obstante; algo informe, que no llegaba a constituir una idea,
pero que me sugería no sé qué inteligencia maligna venida de otro mundo,
caída de las estrellas desde la negra noche sideral… Cualquier cosa.
Incluso llegué a pensar que debíamos mostrar aquella cosa a una autoridad
en el estudio de esas materias.
Miré a Helen Rathbourne por contemplar algo mucho más hermoso
que eso que tenía su hijo en la palma herida de su mano, pero observé que
había empalidecido y temblaba, no sé si harta de mi insistencia. Sostenía
yo aquello en alto, precisamente para que ella lo pudiera contemplar
mejor, pero quien con más interés lo miraba era su hijo. John no decía
nada, sin embargo. Y me volvió a mirar de nuevo como lo que era, un niño
rabioso al que un extraño había quitado un objeto por el que parecía sentir
un aprecio extraordinario.
—Deberías tirar por ahí esta cosa tan horrible —le dije entonces,
observándola aún con mayor asco—. Olvídate de esta porquería,
muchacho, no permitas que algo tan horrible ocupe tu atención… Mira, si
quieres, yo mismo la tiro a esa charca y que se hunda definitivamente con
los restos del barco, ¿de acuerdo?
Mas, apenas dije estas palabras, comenzó a sucederme algo en la
mano; no pude decir una palabra más, por ejemplo, que aquello, que
quizás fuese un amuleto que alguien había llevado al cuello, incluso uno
de los miembros de la tripulación del pequeño pesquero, denotaba el
pésimo gusto de quien se lo hubiera colgado.
Lo cierto fue que mis dedos se cerraron contra la palma de mi mano,
apretando con violencia aquella baratija. Igual que antes el pequeño John.
Tuve la sensación terrible, incluso, de que jamás sería capaz de abrir
nuevamente mi mano. Y enfurecido corrí hasta la charca con la intención
de meterme en el agua, a ver si así lograba abrir otra vez la maldita mano
y dejaba allí de una vez por todas aquella figurita repugnante.
Pero ocurrió algo más. Todo, a mi alrededor, pareció mudar de
volumen, intensidad y color. Tanto la madre como sus hijos se me borraron
y apenas podía percibir sus siluetas como a través de una neblina, no
obstante seguir dándome cuenta de que el sol brillaba luminoso y
espléndido. Lo que había más allá de las dunas, los tejados de las casas de
la villa, incluso la playa, del otro lado, todo, absolutamente todo, aparecía
velado, como a punto de disolverse. Sentía además un fuerte zumbido en
los oídos, y un extraño, un terrorífico sentimiento de vacío… No puedo
describirlo con más precisión, porque era eso, un vacío completo que me
anulaba los pensamientos, que parecía anunciar un dolor inminente, acaso
la única posibilidad de salir de aquella vacuidad sobrecogedora.
Nada, por supuesto, se había emborronado, nada había desaparecido de
mi vista; sólo que tenía la extraña sensación de hallarme en dos lugares al
mismo tiempo. O, peor aún, suspendido sobre un abismo de vaciedad, sin
nada a lo que asirme, a punto de caer fatalmente; como si dependiera de
que las estrellas de un universo oscuro, en el que sólo ellas brillaban,
decidieran golpearme para hacerme caer al abismo definitiva y fatalmente.
Así y todo, a pesar de aquella confusión, observé que Helen Rathbourne,
John y Susan me miraban aterrados, más que confundidos.
Supongo que estaban asustados porque me movía convulso, haciendo
cosas que no son propias de un humano. Como si fuera un robot
descontrolado porque su cerebro cibernético hubiese explotado a
consecuencia de un cortocircuito. Yo era algo así como un robot
enloquecido, que parecía a punto de caer de un momento a otro sobre la
arena de las dunas. Que parecía a punto de expirar en una de aquellas
convulsiones.
Poco a poco fui recobrando, sin embargo, al menos cierto dominio
sobre mis percepciones. Cuando pude mirarme observé que seguía siendo
el mismo, que nada en mí había cambiado, que mi cuerpo no se había
descoyuntado. Me vi entonces caminando en dirección a la orilla de la
playa, sin embargo, con gran dificultad. Y para superar esa dificultad, más
que correr, sentí que volaba, que agitaba los brazos brutalmente.
Supe que no iba solo. John había salido tras de mí, al igual que Susan.
Su madre, que tardó en reaccionar, salió también tras ellos, aunque sin
alcanzarlos, porque yo era todo velocidad, parte del viento, y los niños,
que intentaban por todos los medios impedir que me precipitara al mar,
eran más rápidos que ella. Se había levantado un oleaje muy fuerte cuando
nada hacía presagiar poco antes aquel fenómeno.
Me alcanzaron los niños, finalmente, y caí en la arena, sentí que la
espuma de las olas me salpicaba. Susan me agarró con fuerza de la mano.
Noté que sus deditos temblaban de miedo. John me asió con fuerza de la
otra mano. Lograron así detener mi carrera enloquecida hacia las olas. Fue
entonces cuando me escuché decir, con una voz que no reconocía como la
mía, las siguientes palabras:
—El que vive en la mayor profundidad espera a sus fieles, no debemos
retrasar el despertar más oscuro. Está escrito que sólo desde la oscura
profundidad iluminaremos la vida. Nosotros, los que sostenemos en alto el
estandarte de la verdad oculta, hemos de preservar el reino de las
profundidades, la oscuridad plena. Ya se ha producido la llamada necesaria
y nada puede detenernos.
Y añadí:
—En el agua habita R’lyeh el gran Cthulhu. Shub-Niggurath! Yog-
Sothoth! ¡El Macho Cabrío mil veces joven!

—Pronto se pondrá bien —dijo el joven médico residente—. No me


cabe la menor duda de que se recuperará sin problemas, a pesar de…
eso… Menos mal que sus hijos, señora, lo detuvieron a tiempo, antes de
que se ahogara entre las olas…
Podía escuchar su voz claramente aunque aún me parecía que tenía la
cabeza en otra parte, o que no era mi cabeza, sino la de otro… Las blancas
paredes de la habitación del hospital refulgían, casi tanto como aquella
blanca sábana que me cubría hasta el cuello cuando traté de mover la
cabeza en dirección al lugar del que provenía la voz del médico.
—Es curioso… —dijo una voz femenina que me resultaba tan grata
como familiar; una voz que tuve la sensación de oír de nuevo tras muchos
años—. Mis hijos han estado a punto de arriesgar sus vidas por salvar a un
hombre al que no conocían de nada… Y eso que creí que a mi pequeño
John le había molestado mucho que le quitara ese juguete estúpido… Por
un momento pensé que este hombre estaba loco, de tanto como insistió en
ello… No se puede imaginar usted, doctor, lo que parecía… Un auténtico
enajenado.
—Seguro que aún no sabe nada de lo que le ha pasado…
—Pues ahora todo el mundo habla de eso en el hotel, donde también él
se hospedaba… Qué sorpresa, con lo buena persona que parecía, y ya ve,
está loco… ¿Pero de dónde saldría esa figura horrible que desató su
locura?
—Supongo que pertenecería a algún miembro de cualquier secta
ocultista, uno de esos tipos que lucen largas barbas y van por ahí
dándoselas de santones… Hubo unos cuantos por aquí, bueno, no más de
una docena, hace algún tiempo… Pero después dejamos de verlos
vagabundear por la playa…
—Preferiría olvidarme de todo lo que ha pasado… Aún lo recuerdo
descoyuntándose, hecho un guiñapo y corriendo como un poseso, a pesar
de… eso… El pobre ha perdido una pierna, que apareció después en ese
maldito canal, cualquiera sabe cómo… Y aquella locura que se desató en
él cuando mi hijo encontró el amuleto. Parecía como si el niño le hubiese
quitado algo de gran valor que le pertenecía… Bueno, cada uno puede dar
la explicación que quiera, pero el sheriff Wilcox sostiene que en la charca
donde están los restos de ese barco que naufragó hay una profundidad
suficiente como para que llegue desde la playa, a través del canal, un
tiburón… Seguro que fue eso, que un tiburón le arrancó la pierna y del
dolor se volvió aún más loco. ¿Por qué, si no, salió de la charca sin una
pierna? ¿Y cómo pudo correr de aquella manera, sin una pierna, hasta la
orilla?
—¿Usted cree que fue el dolor lo que le volvió loco? —preguntó el
médico.
—Bueno, es verdad que se puede creer cualquier cosa, aún no le hemos
oído decir por qué intentó meterse en el mar después de que el tiburón,
según el sheriff Wilcox, le arrancara la pierna… ¿Ha leído usted a H. P.
Lovecraft? Fue un genio, o le faltó poco para serlo… Vivió en Providence
hasta su muerte en 1937.
—Sí, he leído algunas de sus historias.
—Seguro que esos barbudos de los que antes hablaba, los de alguna
secta ocultista, también lo leían… Quizás por eso desaparecieron, ¿no?
Quizás cometieron el error de creer que las historias de Lovecraft no eran
una simple ficción…
—No creo que hable usted en serio, señora… ¿Cómo iba alguien a
tomar al pie de la letra…?
—Yo tampoco estoy muy segura de lo que digo, es una suposición…
Creo que realmente Lovecraft no escribió ninguna de sus historias
creyéndoselas, supongo que sólo era un juego intelectual, una fantasía…
Una manera, probablemente, de ensanchar el cauce de la literatura para
permitir nuevas exploraciones intelectuales…
—Bueno, eso sí —dijo el joven médico residente—. Este pobre
hombre dijo algo acerca de ensanchar las fronteras de la mente cuando yo
mismo le puse una inyección para calmarle el dolor… Pero supongo que
se manifestará en otros términos cuando se recupere del todo y compruebe
cuál es su estado actual, un hombre joven sin una pierna…
—Sólo espero que no olvide jamás a mis hijos… Susan, una niña tan
delicada, que arriesgó su vida por él… Una demostración de amor hacia un
completo desconocido… Aún no me explico por qué hizo Susan eso, ella
que siempre parece indiferente a todo. Le confieso que yo hubiera sido
incapaz…
Era justo lo que esperaba oír. Cerré los ojos de nuevo, pues comenzaba
a marearme otra vez, a la espera de que me inyectaran otra dosis para
calmarme el dolor.
La inyección, sin embargo, me hizo el mismo efecto que el agua. Algo
parecido a un rostro que veía muy lejano me repetía entonces, en mitad de
mi dolor no calmado, aquellas palabras que recordaba haber dicho en la
orilla de la playa: «Nosotros, los que sostenemos en alto el estandarte de la
verdad oculta…»
LA SECCIÓN 247
BASIL COPPER

El proceso de profundizar en el abismo más negro supone


para mí la forma más aguda de fascinación.
H. P. Lovecraft

Driscoll miraba meditabundo el dial. La sala de control habría estado


en el más absoluto silencio de no haber sido por el zumbido constante de
las dinamos. La tenue luz daba un tono relajante a los paneles de control;
el techo abovedado ofrecía a la vista su tramoya de vigas metálicas que lo
sostenían bajo la presión del suelo de la primera planta. En el reloj digital
que había sobre los paneles de control los verdes números estaban a punto
de señalar la medianoche.
Era la parte más tranquila de la zona de seguridad y vigilancia.
Driscoll buscó una posición más cómoda en su silla articulada. Era un
hombre corpulento al que comenzaba a encanecérsele el cabello sobre las
sienes; su aspecto era saludable, de hombre fuerte, aunque ya pasaba de
los cincuenta años.
Echó un vistazo al extremo de los paneles de control y vio a
Wainewright que seguía con los auriculares puestos mientras parecía
concentrado en la observación de uno de los muy sensibles instrumentos
de medición que había en el panel del que se ocupaba. Driscoll sonrió un
tanto sarcástico. Wainewright era un tipo que parecía siempre, más que
concentrado en su tarea, hondamente atribulado. Tenía sólo veintinueve
años pero parecía más viejo que el propio Driscoll, con aquel bigote que le
daba un aspecto de gran seriedad, con su calvicie prematura.
Driscoll volvió a sonreír al contemplar la abstracción de su colega y
miró de nuevo los paneles de control de los que se encargaba. Comprobó
de nuevo que todo seguía en orden, que la alarma no mostraba ningún
signo de ir a activarse en breve, y se movió otra vez tratando de hallar una
posición aún más cómoda en su silla. La tenue luz de la sala de control, el
reflejo de ésta en los instrumentos que tenía que vigilar, le hacía sentir una
profunda sensación de tranquilidad que, si no al sueño, sí podía llevarlo a
una cierta relajación, a una posición más descansada. En la pantalla del
monitor permanecían inalterables, igualmente, la media docena de
imágenes de los dispositivos que habrían de activarse en el supuesto de
que se diese una situación de emergencia. La pantalla del monitor también
poseía un brillo tenue, relajante.
Driscoll estaba al mando de aquella sala de control. Todo era normal.
Como siempre. Driscoll, para no aburrirse en exceso —temía siempre que
el aburrimiento le causara sueño— comenzó a juguetear con su lápiz
electrónico en el monitor. Aún le quedaban dos horas más de trabajo.
Prefería trabajar de noche, le resultaban mucho más tranquilos esos
turnos; peor el día, había mucha más gente, una mayor actividad. Incluso
podía utilizarse la palabra disfrutar para dar cuenta de cómo se sentía por
la noche, entregado a su trabajo. Se decía que ya no tenía el humor
necesario para aguantar la trepidante actividad del día, con toda esa gente
pululando por allí.
Wainewright alteró de pronto su paz lanzando un silbido al que siguió
una exclamación no sabía si de admiración o de simple sorpresa.
—Detecto alguna actividad en la zona 639 —dijo mirando con sus ojos
azules y algo ingenuos a Driscoll, su jefe.
—Nada, quizás se haya filtrado un poco de agua, sólo eso —dijo
Driscoll sonriendo tranquilamente.
—Puede —respondió Wainewright sin dejar de mirar los instrumentos
de control que tenía ante sí—, pero en cualquier caso tengo que informar
de esta anomalía…
Driscoll soltó una risita sarcástica, no tanto por lo que le decía su
compañero sino por la pinta que tenía, tan delgado, tan poca cosa. Se le
antojó entonces más consumido que cualquier otra noche.
—Vale, pues informa —le dijo—; pero me juego lo que quieras a que
es lo que te he dicho, que se ha filtrado un poco de agua.
Pulsó con su lápiz electrónico uno de los iconos de emergencia que le
ofrecía la pantalla del monitor y vio que, en efecto, nada se registraba en
el mismo, ni en poco ni en mucho interesante… Nada.
—El año pasado se produjeron hasta diecisiete incidencias de ese
tipo… Nada, siempre un poco de agua, ya verás como los sensores no
detectan otra cosa —dijo.
Wainewright no le prestó mayor atención, ocupado en el control y
activación de todos los instrumentos que tenía en su panel. Inclinado sobre
ellos, aún se le cargaban más sus hombros estrechos y huesudos. Driscoll
volvió a sonreír sarcásticamente mientras le observaba, no tanto por eso,
por su pinta de hombrecillo consumido, sino por su extremada capacidad
de asombrarse, y hasta preocuparse, por esas cosas que no tienen la menor
importancia, como lo demuestra la experiencia. Bueno, pensaba Driscoll,
al menos mientras redactaba su informe lo dejaría en paz un buen rato,
estaría entretenido… Quizás hasta la hora de irse… Por lo demás, seguía
prensando Driscoll, los encargados de valorar los informes seguramente se
partirían de risa al ver lo mucho que se alarmaba Wainewright por nada…
Él, con tantos años de experiencia, jamás procedía así. Sólo informaba
cuando los datos objetivos, o su intuición de profesional experto, le
sugerían la existencia de algún descontrol notable.
—Zona controlada —anunció Wainewright pulsando botones y
activando interruptores—. Procedo a informar de la situación.
Parecía divertirse pulsando los botones y activando los interruptores
que le ofrecía su mesa. Driscoll lo miraba sonriente. Se echó hacia atrás en
su silla, estiró los brazos cuanto le fue posible, para desentumecer la
espalda, y alzó los ojos hacia el techo abovedado y cruzado de vigas
metálicas que brillaban muy levemente, muy tranquilizadoramente.
Consideró de nuevo el caso de la alarma tan sorprendente como estúpida
de su compañero. Pensó en su manera de ser, en su comportamiento, en
sus trazas de pobre hombre.
Le pareció entonces que Wainewright comenzaba a mostrar síntomas,
otra vez, de lo que podía ser una alteración psicótica. O de simple miedo,
quizás… Por otra parte, podía comprenderlo en alguien que no llevara
tantos años de servicio como él… Estar allí, en lo que llamaban en la
estación estar bajo tierra, sin tener una visión directa de lo que ocurría en
el exterior, podía resultar agobiante para una personalidad tan débil como
la de su colega, un pobre hombre con una constitución nerviosa
extremadamente débil… Por otra parte, y si se tenía en cuenta que estaban
encargados de vigilar cuanto pudiera suceder en una red de más de
cuarenta mil tuberías de conducción y un montón de túneles y torretas de
ventilación, lógico era que un tipo como él se preocupase por la menor
tontería… Pero tampoco quería disculparle del todo. No le gustaban los
cobardicas, los tipos que se asustan a las primeras de cambio. En un
trabajo como el suyo, y al margen de la cualificación técnica, importaba
mucho el temple personal, el autocontrol… Driscoll no podía por menos
que preguntarse cómo un tipo de personalidad tan débil, acaso psicótica,
como su compañero, había superado las pruebas psicotécnicas de acceso al
puesto. En cualquier caso, no era asunto de su competencia.
Driscoll no hacía uso jamás, llegado el momento de verificar cualquier
situación, de otra cosa que no fuera un alto grado de empirismo. Y para
eso hay que mantener la cabeza fría y no abrir desmesuradamente los ojos
ni poner aquella cara de loco, o de estúpido, que veía ahora en
Wainewright. No pudo evitar reírse, esta vez en alto, pero el otro ni se
enteró.
Quizás, se dijo Driscoll, quizás fuera mejor dejarlo allí un rato,
entretenido con su mesa y su panel de control, o tecleando en su informe
cuanto viera o imaginase que pudiera suceder… Quizás le viniera bien
bajar un rato a la cantina, tomar un café y comer algo, jugar un poco al
ajedrez con Karlson.
Sí, eso era lo que tenía que hacer. Pero no lo hizo. Recordó lo que había
ocurrido dos años atrás, poco después de que Wainewright comenzara a
trabajar allí… La muerte de Deems… Wainewright y él se habían hecho
amigos muy pronto. Aquello supuso un auténtico mazazo para el
muchacho. No, mejor seguir allí con él, vigilando.
Pulsó el botón para requerir informaciones de la sala de control en
superficie, en tierra, como llamaban a la última planta de la estación
espacial, y se dejó sentir entonces la voz burlona y cavernosa de Hort, que
llenó la sala de control en la que se encontraban, la que llamaban
subterránea:
—Todo en calma, supongo…
Driscoll sonrió dándole las gracias y gastándole alguna broma que hizo
reír a Hort, aunque no era un hombre del que se pudiera decir que tuviera
buen humor, al contrario; a veces tenía raptos violentos y era capaz de
pelearse con cualquiera.
—Aquí tampoco hay novedad, supongo —le dijo Driscoll riéndose,
antes de cortar la comunicación.
Un rato después, sin embargo, y como se aburría de ver a Wainewright
tontamente ocupado en alguna estupidez, en algún asunto irrelevante, una
simple filtración de agua —no quería ni echar un vistazo a lo que tecleaba
para redactar su informe—, llamó a Hort y le dijo que encendiera la
cámara que les permitía comunicarse cara a cara, viéndose a través de sus
monitores mientras hablaban. El otro, que probablemente también se
aburría, lo hizo.
—Quiero verte cuando salgas de ahí —le dijo.
La verdad es que tenía una sonrisa de guasa, aunque dura, como
siempre; Driscoll se dijo que acaso tuviera algo gracioso que contarle… Él
también, pero sobre Wainewright. Aunque tampoco quería burlarse
demasiado del chico.
—De acuerdo, pasaré a verte antes de irme a dormir —dijo al otro,
pensando que no, que mejor no le contaba nada sobre el pobre
Wainewright.
Hablaron un poco más de cosas sin importancia y cortaron la
comunicación… Ambos vieron, en sus respectivos monitores, cómo
desaparecía de inmediato la cara del otro.
Driscoll volvió a fijarse en Wainewright. La verdad es que tenía cara
de idiota. La verdad es que parecía un auténtico botarate, si no un loco,
con aquellos ojos clavados en sus paneles de control. Observó Driscoll que
se pasaba un rato largo sin pestañear; incluso intentó aguantar lo mismo
que él, pero le resultó imposible, casi se le salían las lágrimas.
Wainewright no parecía dedicarse a un control rutinario, a hacer ese repaso
de los instrumentos de control y vigilancia que de vez en cuando era
preciso hacer, sólo para comprobar que funcionaban, sin más. El tipo
parecía enajenado por cualquier cosa… Driscoll creía saberlo: enajenado
por su propia tontería, por su propio miedo a meter la pata, por su propia
inseguridad… Era un cobardica, aunque no era menos cierto que el pobre
muchacho tenía motivos para serlo. Estaba mal de los nervios. Así es
difícil pensar bien las cosas, sopesarlas, calibrarlas, hallarles su valor o su
importancia más cierta.
Trató de no prestarle más atención. Seguía faltando un buen rato para
que acabase su turno y no era cosa de ponerse de mal humor. Se preguntó
Driscoll entonces qué querría Hort. Nada importante, con toda seguridad.
Pero haría bien en estar preparado, nunca se sabía con Hort; lo mismo te
llamaba para contarte un chiste que para decirte una grosería, por lo que
fuese; a veces, porque habías pasado a doscientos metros de distancia de
donde estaba sin saludarle… Driscoll, mientras pensaba en todo eso,
activó los interruptores del control de la presión de vapor. Comprobó que
los tres registros más importantes, los únicos en verdad vitales, no
presentaban la menor novedad. Todo seguía tan de acuerdo con la
normalidad más absoluta, que hasta se permitió una broma, volviendo los
interruptores a su posición anterior, no con los dedos de la mano, sino con
el codo. Fue pasando el tiempo. Activó y desactivó los interruptores un
montón de veces con los codos. Sólo para entretenerse.
Cerró los ojos y se recostó de nuevo en su silla. Tamborileó con los
dedos en el borde de la mesa de control. Como en el fondo, bueno, y en la
superficie, se dijo, era un tipo responsable, mejor abrir los ojos cuanto
antes… Y los abrió, no fuera a quedarse dormido; nunca se sabe qué puede
ocurrir a esas horas, cuando uno cierra los ojos más tiempo de lo debido…
Abrió los ojos justo cuando se comenzó a sentir en la sala de control la
leve vibración que provenía de la galería que conducía hasta allí. Unos
pasos rápidos. Llegaba Krampf para relevarles, tomando el puesto de
Wainewright, aunque aún faltaban nueve minutos para la hora, como
siempre. A partir de las dos de la madrugada (seguían rigiéndose por el
horario terrestre) bastaba con un solo vigilante en la sala de control.
Driscoll pensó que a Wainewright le vendría bien descansar.
Krampf era el tipo más puntual —y celoso de su deber— de todos.
Pero lo cierto es que, aun después de tanto tiempo en órbita, Driscoll
apenas sabía nada de él. Era un hombre muy reservado. Wainewright
seguía tecleando su informe y Krampf se acercó a él para echar un vistazo
a lo que escribía.
—Si no hay nada de mayor interés, como dices, si no has detectado
nada alarmante… ¿para qué diablos escribes ese informe? —soltó Krampf
a Wainewright.
Wainewright se apresuró a terminar, aunque no cedió su puesto al otro
hasta que llegó la hora de hacerlo. No le dirigió la palabra. Krampf parecía
divertirse molestando a Wainewright y eso no sentaba bien a Driscoll. No
era de extrañar, por lo tanto, que se sintiera ahora vagamente irritado.
Wainewright podría ser lo que fuese, incluso un chiflado, pero al menos no
era un tipo arrogante y soberbio, un petulante como Krampf.
Había algo más en él que no le gustaba, aunque no supiera decirse por
qué. No podía reprocharle nada desde un punto de vista profesional, pues
era de los mejores, un tipo muy competente. Si se alarmaba lo hacía por
algo, no por cualquier tontería de las que podían alterar a Wainewright, por
ejemplo una simple filtración de agua… Pero ese algo que no acertaba
Driscoll a definir… Una suerte de egotismo, de prepotencia… Aunque con
él se mostrara como hay que hacerlo con alguien de rango superior, claro.
Bueno, daba lo mismo… No tenía que soportarle más que unos
minutos al día.

Sólo estaba Karlson en la cantina, aburrido, medio dormido… Apenas


se percató de que entraba Driscoll, y cuando éste le saludó, alegró la cara,
despejándose de inmediato. Sonaba una música suave a través de los
altavoces que pendían del techo. Tomaron asiento en la mesa del fondo,
donde siempre lo hacían, después de que Karlson sirviera un par de cafés
bien calientes.
Karlson le preguntó qué tal se había dado la noche, y cuando Driscoll
le contó la excentricidad de Wainewright, Karlson se rió de buena gana.
—¿Cansado? —preguntó a Driscoll.
—No, no mucho, como todos los días —dijo mirando la taza mientras
removía lentamente el café.
—¿No ha habido ninguna novedad en la sala de control?
—Bueno, la tontería de Wainewright que ya te he contado…
Pero observó Driscoll que Karlson lo miraba expectante, como si
aguardara algo más. Se conocían desde hacía años; Driscoll sabía que era
difícil ocultarle las cosas, porque era un hombre muy intuitivo; uno de
esos tipos con los que hay que escoger muy bien las palabras que se dicen,
porque te puede sacar punta a lo que le venga en gana.
Driscoll sorbió un poco más de su café, mientras Karlson le miraba
fijamente, sin abandonar su sonrisa.
—O sea, que no ha pasado más que lo de Wainewright y sus ruidos
extraños… Pobre muchacho… Siempre con la misma historia…
Driscoll se sorprendió.
—¿Cómo que siempre con la misma historia? —dijo.
—Bueno, no es un secreto, tiene esas paranoias, el pobre… ¿No te han
contado la que lió hace tres semanas, cuando no viniste a trabajar porque
estabas enfermo? ¡Pobre Collins! Pregúntaselo…
—No sé cómo no me ha contado nada Collins… Es más, no sé cómo
no me ha contado nada Krampf, con lo que le gusta burlarse del chico…
—Bueno, hombre, tampoco tiene mayor importancia, en realidad no
ocurrió nada… salvo que activó la alarma, y todo el mundo de aquí para
allá, de un lado a otro… Al final nos reímos un montón…
—Teníais que habérmelo contado cuando me reincorporé —dijo
Driscoll, serio.
—¿Para qué? Bastante tuvo el muchacho con soportar luego las
bromas de todo el mundo… Hasta Collins, que lo pasó realmente mal en
un primer momento, se reía después como un loco… Hombre, todos
sabemos que está mal de los nervios, pero saca adelante su trabajo, ¿no?
Aunque haga excentricidades… El pobre no ha vuelto a ser el mismo
después de la muerte de Deems…
Se quedó pensativo, mirando a la mesa… Driscoll supuso que, más que
pensar en lo que le había sucedido al otro dos años atrás, trataba de
discernir algo, quizás unos pasos de alguien que se dirigía a la cantina,
algún ruido… Tenía cara más de eso que de recordar lo que le sucediera
dos años atrás al bueno de Wainewright, tras morir Deems.
—He oído algo arriba —dijo Karlson.
—¡Bah!, cualquier tontería… La vida discurre en la superficie y
nosotros estamos bajo tierra —bromeó Driscoll.
—Sí, a estas horas, y en este lugar, uno a veces se vuelve tan
impresionable como… Wainewright —dijo Karlson y se echó a reír.
Pero de inmediato volvió a ponerse serio; parecía nervioso, no hacía
más que tamborilear con los dedos de ambas manos sobre la mesa.
Su voz, sin embargo, no denotaba mayor alteración en él, ni siquiera
hastío… Y mucho menos enfado.
—Quizás tengas razón, Driscoll; puede que hubiéramos tenido que
contarte aquello —dijo, volviendo a hablar del incidente protagonizado
por Wainewright unas semanas atrás—. No sé, quizás temimos que lo
expedientaras… Por lo menos yo temí que lo hicieras y por eso pedí a los
demás que no te dijesen nada…
—¡Ah, caramba, de manera que fuiste tú! —bromeó Driscoll mientras
mojaba en su café uno de aquellos bizcochos que tanto le gustaban y
prosiguió—: En cualquier caso, creo que debo vigilarlo estrechamente;
realmente tengo mis dudas acerca de su estado… mental, ¿sabes? No es
que trabaje mal, no, aunque ese alarmismo estúpido…
Karlson le puso una mano en el brazo para tranquilizarle.
—No lo tomes en cuenta, hombre —dijo—; quizás el pobre muchacho
no necesite más que un poco de confianza… Todos estamos al tanto de sus
problemas, todos sabemos que está un poco chiflado… Pero tampoco pone
en peligro a nadie, ¿no? No me gustaría que perdiera su trabajo…
En ese momento entraron en la cantina varios hombres más que acaban
de concluir su turno.
—¡Vaya noche! —exclamó uno—. Wainewright ha informado de
alteraciones en cinco zonas diferentes…
Driscoll apretó los labios, no sabía si para reírse o para no maldecir al
joven. Se limitó a esperar que Karlson volviera de servir su café a los
otros.
—Tranquilo, Driscoll —le dijo entonces—. ¿Ves? Nadie le da mayor
importancia… Collins mismo me dijo aquella noche que no era para tanto,
que bastaba con vigilarle de cerca y comprobar que sus alarmas eran
infundadas. No se lo tomes en cuenta —concluyó mirando a Driscoll como
si temiera que se le estuviese pasando por la cabeza pedir una sanción para
el joven, o su relevo.
—Bueno, supongo que es por eso por lo que Hort quiere verme —dijo
torciendo el gesto.
Karlson se encogió de hombros para demostrarle que no sabía nada de
aquello.
—No lo sé —dijo—. Quizás sí o quizás no… Pero no te precipites al
tomar una decisión, te diga Hort lo que te diga, ya sabes cómo es…
Lo miró sonriente a la espera de sus palabras.
—Gracias por tu consejo, amigo —le dijo Driscoll—. La verdad es que
tienes razón, no hay por qué exagerar las situaciones… A veces, aquí
metidos, estamos todos muy tensos. Encima, Wainewright… Bueno, ya
sabemos que el chico anda un poco jodido de los nervios… Esta noche la
tomó con la zona 639, eso es todo… No ha pasado nada relevante.
Karlson respiró aliviado.
—Así es, Driscoll.
—Bueno, voy a ver qué quiere de mí el pesado de Hort —dijo Driscoll.
Salió de la cantina lentamente, con andar pesado.
—Que te sea leve con Hort, muchacho —le dijo Karlson cuando ya se
perdía por la galería que llevaba a los ascensores.
Driscoll subió hasta la zona en donde lo esperaba el otro.
Hort era alto, muy delgado. Un tipo con pinta de asceta, con el pelo
completamente blanco y con los ojos grises. Llevaba la cremallera de su
mono azul subida hasta el cuello y bien visible la galleta en donde se leía
su nombre y su categoría de jefe de aquella ala. Acababa de cumplir
sesenta años, pero aún tenía un porte atlético del que le gustaba presumir.
La gente, por lo general, le echaba unos cuantos años menos. Era enérgico
y vivaz. Casi siempre parecía enfurruñado. Driscoll lamentó tener que
hablar con él a aquellas horas, en vez de irse a la cama directamente, pero
no le quedaba más remedio. Un jefe de ala nunca debe menospreciar a
otro. Así que, aunque muy despacio, como si quisiera demorarse en el
encuentro, subía las escaleras de caracol que conducían a la sala donde
reinaba, por así decirlo, Hort.
Lo vio, nada más llegar arriba, a través de la cristalera que separaba su
zona de control de las dependencias administrativas. Driscoll abrió la
puerta y entró sin llamar. No hacía falta, el otro ya le había visto. Hort
estaba sentado ante su mesa semicircular, ante unos paneles repletos de
luces que parpadeaban con absoluta precisión y normalidad, lo habitual
cuando no ocurría nada. Ninguna luz roja y constante encendida. Driscoll
se sentó en un diván próximo a la mesa y estiró las piernas. Hort le miró
un rato sin decir palabra, como si quisiera que Driscoll le preguntase para
qué le había hecho subir. Pero como Driscoll continuaba en silencio,
haciendo que no daba mayor importancia a sus palabras, comenzó a
hablarle mirándose las uñas.
—Supongo que estarás preguntándote para qué te he hecho venir —
dijo.
Driscoll hizo un gesto de indiferencia.
—¿Algo relacionado con Wainewright? —preguntó.
—Pues sí…
Hort se echó hacia atrás en su silla y volvió a examinarse las uñas de
los dedos con gran detenimiento.
—No quiero ocultarte, Driscoll, que hay cierto malestar con él… Es tu
subordinado, y esta noche… Bueno, ve a ver si quieres sus informes… Y
no es la primera vez… La verdad es que el tipo, desde aquello…
—¿Te refieres a la muerte de Deems? —dijo Driscoll.
—Sí —aceptó Hort, aunque como si no le diera más importancia—.
Bueno, que le diese aquella chaladura, pues vale… Todos tenemos derecho
a volvernos locos de vez en cuando… Le dieron su baja temporal y ya está.
Volvió a trabajar y punto… Pero me parece que debemos ir con cuidado
con él, hace unos informes que, la verdad, no son serios, dan risa… ¿Por
qué diablos no se limita a verificar los sistemas de los que tiene que
encargarse? ¿Por qué siempre pretende ver anomalías donde no las hay?
Echó una mirada rápida a Driscoll y volvió a examinar sus uñas.
—Es un tanto delicado decirlo, pero yo también me pregunto a veces
cómo, sobre todo después de aquel episodio, se le admitió de nuevo entre
el personal de servicio… Te aseguro, Hort, que yo le hubiera dado la baja
definitiva, aunque es un buen chico y le tengo aprecio. Pero…
Compréndelo, me costaría mucho informar en su contra, sobre todo
porque, salvo lo de hoy, bueno, no sé vosotros, pero yo no tengo mayores
quejas… Y tampoco ha sido tan importante… Sí, ya sé, acabo de oír que
ha informado de anomalías en no sé cuántos sitios… Pero no se ha
producido ninguna, ¿cierto?
—Me temo que no te sigo —le dijo Hort—. ¿No te parece grave
informar de anomalías que no se producen, que él mismo asegura que no
ha constatado? Quizás la anomalía sea él mismo…
Molesto por el largo silencio que hizo Hort tras estas últimas palabras,
y harto ya de que se mirase de aquella manera las uñas, como si fueran lo
más importante de este mundo, Driscoll se vio obligado a decir algo.
—Está claro que Wainewright no anda bien de la cabeza —dijo—, pero
como responsable de la sala de control de abajo te aseguro que cuido de él
y le vigilo… Es parte de mi responsabilidad, y supongo que cualquier otro
jefe de área haría lo mismo si tuviera entre sus hombres a un chico que…
ha padecido… bueno, problemas mentales, ¿no?
Hort asintió lentamente, gravemente, como si al fin pudiera llegar a un
acuerdo con el jefe de la sala de control.
—Me alegra mucho oírte decir eso… Sólo espero que no se repita… Si
vuelve a enviarme algún informe como el de hoy, por no hablar de lo que
hizo… bueno, da igual; si volviera a hacerlo, no me quedaría más remedio
que dar parte… Quiero que lo sepas, como responsable que eres de su
trabajo.
Había dejado de mirarse las uñas mientras hablaba, para presionar con
fuerza sus dedos contra el borde de la mesa, como si deseara desviar así de
sus palabras la tensión que, lo percibía bien Driscoll, le invadía.
La cosa había quedado suficientemente clara. A Driscoll no le gustaba
especialmente Hort, y él tampoco a éste. Pero ambos se respetaban, pues
cada uno sabía que estaba ante un buen profesional. No tenía motivos, por
lo demás, para llevarle la contraria, ni para defender a su subordinado más
allá de lo necesario. Pero no pudo evitar Driscoll que lo asaltara el temor
de que Wainewright hubiese recaído… Si así fuera, la administración, a
buen seguro, tomaría cartas en el asunto. Y podía ocurrir que al pobre
muchacho lo sacaran de allí para enviarlo a un manicomio. Hort le
acababa de avisar de que no toleraría más excentricidades.
No tenía nada que decir, tal y como estaba el caso, así que conversó
con Hort acerca de cosas triviales, se contaron un par de chistes y se fue de
allí, despidiéndose ambos con gran cortesía.
Antes de bajar por la escalera de caracol, Driscoll echó un vistazo a
Hort a través de la cristalera y lo vio pensativo… Se dijo que a buen
seguro seguía rumiando lo de ese pobre loco de Wainewright.
Bajó aprisa las escaleras y accedió al pasillo de los ascensores. Mil
pensamientos cruzaban su mente cuando llegó al ala donde estaban las
habitaciones, el ala de las casas, como llamaban los hombres a sus
habitaciones, y abrió la puerta de la suya. Quizás le viniera bien dormir.

Le costó conciliar el sueño y además se despertó muy pronto. Nada


más hacerlo se dirigió al control central, donde se archivaban todas las
grabaciones. No podía quedarse como si tal cosa, desperdiciando el día,
viendo pasar las horas con aquella inquietud hasta que le llegara la de
acudir a cumplir su horario, junto a Wainewright, en la sala de control. El
control central no le era desconocido, pues muchos días, bien que sin que
lo alterase cualquier preocupación, iba allí para estudiar, para prepararse
mejor. Esta vez, sin embargo, se dirigió al archivo de imágenes e
incidencias y tomó asiento ante uno de los monitores conectados con la
base de datos, junto a la biblioteca. Aún no se daba allí el bullicio que
solía haber por las mañanas, esa actividad frenética que tanto le
importunaba, pues era muy temprano. No habría más de media docena de
personas, silenciosamente sentadas ante sus monitores. El zumbido de las
máquinas lo llenaba todo.
Olía bien. Los encargados de la limpieza habían perfumado el
ambiente con esencia de jazmín, un olor que encantaba a Driscoll. Eso le
hizo sentir mejor. Tecleó la información que buscaba y al poco apareció en
la pantalla la siguiente indicación: «Encontrará la información que busca
en el monitor 64».
Fue hacia allí. La puerta del control central se cerró automáticamente a
sus espaldas cuando Driscoll salió al pasillo que llevaba hasta aquella zona
de monitores a la que lo enviaba la información recibida. Metió su tarjeta
en el ordenador de reconocimiento y tuvo libre acceso a la sala de
monitores. Tomó asiento en la mesa número 64, a través de cuyo monitor
podía repasar el archivo de las incidencias habidas durante las veinticuatro
horas de cada día de todo el año anterior… No sabía muy bien qué buscar
en concreto, y aquello lo desazonó un poco.
Se puso a trabajar de inmediato, sin embargo, para espantar aquella
desazón. Pulsó el entry y apareció en la pantalla rápidamente una relación
infinita de fechas y horas. Extrajo de su bolsillo la libreta y comenzó a
tomar notas. Una hora entera estuvo tomando notas, apuntando
referencias. Entre ellas, varias referencias que supuso le serían más que
necesarias para acabar encontrando lo que buscaba.
Las repasó. Tecleó la clave de una de aquellas referencias y pulsó de
nuevo el entry. Le sorprendió tener que esperar tanto. Al cabo de un largo
rato apareció en la pantalla un cuadro de diálogo con el siguiente aviso:
«Busca usted información restringida. Necesita un permiso especial para
acceder a ella».
Driscoll buscó otra información. Si insistía en acceder a aquella
información restringida tres veces el ordenador se bloquearía y pronto
tendría ante sí al responsable de la sección interrogándole. Sería mejor no
correr riesgos.
Se puso a consultar las notas que había tomado en su libreta. ¿Pero
para qué le valían si todas ellas conducirían probablemente a una
información restringida, para cuya consulta tendría que pedir autorización
especial?
No había nada que hacer. Bueno, sí: hablar directamente con
Wainewright, tal y como estaban las cosas. No le resultaba fácil. Por muy
interesado que se mostrase en sus problemas, abordar determinados
aspectos con una persona que ha padecido trastornos mentales —y que
podía seguir padeciéndolos, por lo que colegía— siempre resulta duro.
También es verdad que, por su carácter, cuando Driscoll se interesaba por
algo no solía abandonar fácilmente. Siempre quería llegar al final. Si Hort
no le hubiese dicho lo que le dijo, si Karlson no hubiera puesto aquella
cara, es probable que el asunto… Pero no, no podía cerrarse a la
posibilidad de descubrir los entresijos de lo que sucedía. Además, él
mismo había podido percatarse la noche anterior de que Wainewright no
estaba bien.
Se quedó todavía un buen rato ante el monitor, sin hacer absolutamente
nada. Sabía lo que tenía que hacer, había tomado una determinación, pero
le costaba reaccionar. Sentía pena por el muchacho. No deseaba hacerle
pasar un mal rato.
También estaba molesto consigo mismo. Llevaba una vida apacible y
le gustaba su trabajo, aunque probablemente la mayoría de la gente
pensaría que era un trabajo muy duro. Pero se sentía contento con la vida
que llevaba, un vida tranquila, sin los sobresaltos que sufren otras
personas que se dedican a cosas aparentemente más simples en la tierra. O
que tienen familia. No le gustaba aquella inquietud que sentía, aquel nudo
en el estómago. Aún se quedó en la mesa, mirando aquella pantalla que
nada realmente notable le había dicho, tres o cuatro minutos más. Quizás
cinco minutos más. Si se dejaba llevar por sus sentimientos, lo más seguro
sería que se quedara allí toda la mañana. Así que se levantó abruptamente
y se fue.
Driscoll esperó a que pasara la hora del almuerzo para ir a ver a
Wainewright. No sería una hora intempestiva. Aunque sabía que las
cámaras de televisión del circuito cerrado lo registraban todo, que
permanecían constantemente conectadas para grabar cuanto pasaba en las
áreas públicas, y aunque no había motivos para que resultase sospechoso
que se viera con su subordinado, prefería hacerlo discretamente, a una
hora en la que no pudiera parecer a nadie anormal que acudiese a la galería
donde estaba la habitación de Wainewright, la galería número 4.034.
Mientras iba hacia allí, tomándose su tiempo, pensaba en cómo
abordarle para no resultar muy duro… Tenía que aludir directamente, por
fuerza, a la muerte de Deems. Aunque no le gustase. Una muerte que había
impresionado terriblemente a Wainewright, eso era evidente, todo el
mundo lo sabía, había tenido que tomarse una baja… No todos eran tan
duros como Driscoll, lo que no quiere decir que no fuese un hombre
sensible; no todo el mundo podía hacer frente a una situación como
aquélla… Driscoll sintió la muerte de Deems como el que más, pero
parecía evidente que a Wainewright, aparte de dolerle, lo había
trastornado. Y no era menos cierto que a los responsables de la estación
espacial aquella muerte les había suscitado infinidad de dudas y hasta
temores. Un asunto poco claro, por no decir que realmente turbio.
Llegó por fin a la estación 68 y se dirigió a la galería 4.034. Pronto dio
con la habitación de Wainewright, en la tercera planta de aquel edificio,
uno de los varios destinados a los trabajadores de la central. Wainewright
no pudo evitar un gesto de absoluta imbecilidad, más que de sorpresa,
cuando abrió la puerta y vio ante sí a Driscoll. Pero al momento sus
acuosos ojos azules denotaron que estaba a la defensiva.
—Perdona —comenzó a decir Driscoll—, si no puedes atenderme…
—No, no, nada de eso —reaccionó Wainewright.
Dio un paso atrás e hizo un gesto significativo con su mano, invitando
a su jefe a entrar en la habitación.
—Pasa, pasa, no estoy ocupado —dijo.
Driscoll entró y se quedó de pie, sorprendido de que estuvieran
encendidas todas las luces, incluso la de la pequeña cocina y el cuarto de
baño, que tenía la puerta abierta.
—Perdona, pero es que no esperaba tu visita —dijo Wainewright
dirigiéndose a la columna para bajar el volumen de la música que tenía
puesta, una música de esa que gusta escuchar a los amantes cuando no
necesitan decirse nada. Invitó a Driscoll a que tomara asiento en una
butaca; él se acercó una de las sillas que había junto a la mesa para
sentarse frente a su jefe.
—Tú dirás… La verdad es que me extraña verte por aquí, nunca has
venido a mi habitación… Supongo que no he metido la pata, ¿no?
Driscoll negó con la cabeza. Le costaba empezar.
—Realmente no pasa nada, créeme —dijo—. Me sobraba un poco de
tiempo hoy y he decidido venir a verte, me gustaría hablar un rato contigo,
si no tienes otra cosa mejor que hacer.
Su tono era de disculpa. Wainewright había recuperado la calma.
—Claro que no tengo nada mejor que hacer —dijo—. ¿Quieres beber
algo? ¿Un refresco? ¿Un té? Yo me estaba preparando un té.
Driscoll sonrió. Poseía Wainewright una educación algo antigua, unas
maneras un tanto olvidadas, de esas que ya no se ven por el mundo.
—Gracias, pues también yo tomaré un té —dijo Driscoll—. Mira,
quería hablar contigo de algo que en realidad no tiene importancia,
verás…
Wainewright se levantó en dirección a la pequeña cocina de la
habitación. Era obvio que deseaba ganar tiempo. Driscoll observó que, sin
embargo, no estaba nervioso. Sirvió el té como si nada, sin que le
temblaran las manos. No estaba ni pálido ni rojo. Tenía los párpados aún
algo caídos, lo que significaba que había despertado poco antes de su
llegada. Quizás fuese sólo que resultaba difícil alterar los hábitos de un
tipo como él, tan metido en sus cosas, y por eso se había levantado a por el
té sin esperar siquiera a que le avanzara algo de eso acerca de lo que
quería hablarle.
Wainewright se acercó de nuevo con el servicio de té, pidiéndole
disculpas. Driscoll prefirió no decir una palabra hasta que el otro sorbió
bastante de su taza. Y hasta que él mismo casi se acabó la suya. Bebió
mientras aún se admiraba de lo muy ceremoniosamente que su
subordinado le había servido el té, del cuidado con que lo vertía de la
tetera a la taza, concentrado en todo eso como quien se entregara a una
tarea de la que dependiese el buen fin de algo de vital importancia.
Wainewright, sin embargo, rompió el hielo, de pronto, cuando menos
se lo esperaba Driscoll.
—Sí, debo admitir que me ha sorprendido tu visita… Espero no haber
metido la pata en la sala de control… Supongo que todo está en orden,
¿no? —observó la mirada de Driscoll y siguió diciendo—: Bueno, sí, ese
informe que hice… Pero actué correctamente, ¿o no? Tenemos orden de
dar cuenta de la menor incidencia…
—Precisamente de eso quería hablarte —aprovechó Driscoll la
oportunidad que le ofrecía su subordinado—. Mira, iré directamente a lo
que me preocupa… Es obvio que no estás bien, muchacho, que hay algo en
tu mente que no funciona… Bueno, es cosa tuya; digamos que tu mente es
un sector del que eres el único jefe… Pero la sala de control es otra cosa;
ahí soy el máximo responsable.
Hizo una pausa para observar el efecto que causaban en Wainewright
sus palabras. El joven parecía impávido, aunque sus acuosos ojos azules se
movían incesantemente, de lado a lado, mirándole como de pasada. Sólo
un leve temblor en sus manos demostraba que se empezaba a poner
nervioso. Driscoll, que no quería asustarle, cambió de conversación
rápidamente.
—¡Muy buen té, sí señor! —dijo alargando hacia él su taza para que le
sirviera más—. ¿Dónde consigues un té de tanta calidad?
Wainewright pareció complacido con aquella observación de su jefe.
—¡Oh, es un té normal! —dijo sonriendo ahora y sirviéndole otra taza
—. El secreto está en la preparación, sigo un método inglés muy antiguo,
algo así como un arte…
Driscoll, viéndolo más relajado, volvió a hablar de lo que le había
llevado hasta allí.
—Mira, se trata de tus informes… Es algo que me concierne, porque
no sé qué es lo que detectas; en realidad, tú mismo escribes en ellos que no
compruebas nada… Y claro, después de lo que te pasó… cuando…
No siguió. Prefirió callarse, que Wainewright fuera consciente de la
situación. No creía necesario decirle más. Se hizo un largo silencio.
Driscoll notó que le temblaban los labios y las manos; incluso creyó que el
joven se echaría a llorar. O que se tiraría el té encima.
Al fin dejó Wainewright la taza sobre la mesa, se cruzó de brazos,
como para contener la tensión que lo invadía, y tras un titubeo empezó a
hablar.
—¿Te ha pedido Hort que vengas a verme? —dijo con la voz
temblorosa.
A pesar de su debilidad había algo de reto en sus palabras, cierta rabia.
Sus ojos lucían entonces un fulgor desafiante, sin dejar de ser acuosos.
Driscoll sintió pena por él y negó con la cabeza.
—Hort no me ha pedido que hable contigo, muchacho… He venido
porque me preocupas, simplemente, no te miento… Esta conversación es
privada, te lo aseguro… Si puedo ayudarte en algo, no lo dudes, cuenta
conmigo… Eso es todo lo que venía a decirte.
Se volvió a hacer un silencio en el que parecía retumbar el eco de sus
palabras. Una simple aprensión de Driscoll, a quien resultaba duro seguir
allí, ante la mirada ahora expectante del muchacho.
Wainewright seguía cruzado de brazos, hundido en su silla, como si
atendiera a cualquier cosa de la que sólo él estaba al tanto. Tuvo Driscoll
la sensación, incluso, de que ya le daba igual si le decía o no cualquier otra
cosa. Una sensación que había experimentado muchas noches, cuando
trabajaban juntos en la sala de control.
Sin embargo, al tiempo le parecía menos aprensivo que de noche. Le
sonrió, tratando de infundirle confianza.
—Son tantas cosas, que no sabría por dónde empezar —dijo al fin
Wainewright—. Después de lo que le pasó a Deems…
Pero no dijo más. Driscoll observó ahora una luz extraña en sus ojos,
algo más que el reflejo de su gesto sombrío. Le costaba hacerlo, pero no
tenía otro remedio.
—Precisamente de la muerte de Deems quería hablarte también —
siguió diciendo—. Y de esas cosas que sólo tú percibes y acerca de las que
informas, aunque diciendo a la vez que no descubres anomalías… Admite
que es bastante extraño todo, muchacho…
Abrió Wainewright sus ojos, desmesuradamente ahora, como alguien
que no sabe lo que ocurre a su alrededor, o como alguien que no sabe de
qué le están hablando.
—¿Anomalías? ¿Dónde? —preguntó.
—En no sé cuántas secciones, en un montón, según parece… ¿O quizás
ahí fuera?
Wainewright hizo un gran esfuerzo para mantenerse erguido en su
silla. Volvió a sorber un poco más de té, con un temblor más que
perceptible en sus manos. Dio un trago largo, como un tipo sediento que
bebiese agua fresca. Sus ojos parecían los de alguien que trata de hacer
memoria, de repasar alguna situación particularmente difícil.
—Deems fue un buen amigo tuyo, ¿verdad? —dijo Driscoll todo lo
amablemente que pudo.
El joven lo miró ahora con unos ojos en los que era evidente su
emoción.
—El mejor amigo que he tenido… Ahora no tengo amigos.
Dijo tan bajo lo último que a Driscoll le costó oírle.
—He intentado buscar en los archivos lo que ocurrió aquella noche en
la que murió Deems… Pero el ordenador no me lo ha permitido…
Wainewright empalideció de golpe. Comenzó a temblar, ahora más que
evidentemente. Movió la cabeza hacia los lados, como para darle a
entender que no debía haber hecho aquello.
—No debiste… Me sorprende que te interese tanto remover todo eso
—acertó a decir.
Mientras hablaba fue endureciendo su gesto. Seguía temblando, pero a
Driscoll le pareció que ahora su estremecimiento no era de miedo sino de
ira. Lo miró con una dureza sorprendente, con los ojos más oscuros que
nunca.
—¿Crees que podrías entenderlo? Es más, ¿crees que serías capaz de
creerme?
—Inténtalo —respondió Driscoll con gran calma, echándose atrás en
su asiento para demostrarle que se disponía a escuchar lo que tuviera que
decirle—. Hablemos de todo lo que quieras, muchacho; te prometo que
seré discreto.
—¿Quieres que te hable de Deems?
Driscoll se encogió de hombros.
—Si crees que es importante… —dijo—. Si crees que eso me ayudará
a comprender mejor tus problemas…
Sabía, no obstante que ahí radicaba todo, que sí era importante que el
otro le hablara de eso. Wainewright parecía nervioso, pero en cualquier
caso también resultaba evidente que por fin se disponía a hablar de lo que
más le atribulaba. Dio unos pasos por su habitación, preso de un
nerviosismo que aumentaba por momentos, y al fin, sin que Driscoll le
urgiera, tomó asiento de nuevo, dispuesto a hablar.
—Quizás no lo entiendas —dijo.
—Si no me lo cuentas será difícil que lo entienda —dijo Driscoll—. Si
no sé cuáles son tus problemas será mucho más difícil que pueda
comprenderlos.
Wainewright pareció sosegarse un poco. Miraba a Driscoll con una
expresión que lo hacía parecer más joven, casi desamparado; en esa edad
en la que se agradecen los consejos, o simplemente que alguien escuche.
—Deems era mi mejor amigo, ya te lo he dicho —comenzó a decir
Wainewright entrelazando los dedos de sus manos—. Su muerte me
impactó mucho.
—Lo comprendo —dijo Driscoll con gran sinceridad—. Quiero
ayudarte, muchacho, créeme.
Wainewright trató de hallar una postura más cómoda en su asiento. Sus
ojos tenían ahora la inequívoca expresión del miedo.
—Si pudiera creerte… —comenzó a decir, mas interrumpió
bruscamente sus palabras.
Driscoll se impacientaba, pero no quería demostrarlo. Cruzó la pierna
derecha sobre la izquierda y entrelazó los dedos de las manos para
sujetarse mejor la rodilla y combatir así la tensión.
—Creo que te he dado muestras más que sobradas de que puedes
hacerlo —dijo manteniendo la calma—; ya ves que he venido a verte de
manera confidencial, no te he dicho nada en nuestro horario de trabajo, en
la sala de control.
Su tono y su actitud le iban granjeando poco a poco la confianza de
Wainewright. Pareció el joven mirarlo con franqueza, dispuesto a hablar
de una vez por todas. Tomó aire y empezó a hablar al fin muy despacio, en
voz baja.
—Deems alguna vez me habló de algo —comenzó a decir— que le
tenía muy preocupado… Me habló de eso tanto en la sala de control como
fuera de allí… Sabía que en algunas zonas pasaba algo… Bueno, no
exactamente en las zonas, quizás, pasaba fuera, pero…
—¿Fuera? —se extrañó Driscoll.
Wainewright hizo un gesto de duda, como si quisiera expresar que no
había llegado a descubrir aquel secreto… Era tarde para volverse atrás, así
que siguió hablando.
—Al parecer se trata de algo que tuvo que ver con cierto problema
ocurrido en lo que Deems y yo llamábamos la sección 47… No sabes qué
es eso, ¿verdad?
Driscoll se lo quedó mirando fijamente, como a la espera de más
información, mientras negaba con la cabeza. Wainewright sonrió,
comprensivo, lamentando la sorpresa de su jefe.
—Es un secreto muy bien guardado —prosiguió el joven—. La sección
que nosotros llamábamos la 47 es en realidad la antigua 247… Bueno,
pues en la sección 47 apenas hay luz, es una especie de cuarto en
penumbra, una sala de máquinas de la que parten varias tuberías de
alimentación. Y ahí sigue aquella rampa. ¿Te acuerdas?
Driscoll miraba a su joven compañero, ahora con un gesto a medias
entre la sorpresa y la incredulidad. Torció incluso la boca, pero la
expresión del otro no le hacía sospechar que se estuviera inventando
aquella extraña historia.
—Te digo la verdad, Driscoll, tú mismo puedes ir a comprobarlo… Ya
sé que todo el mundo cree que es una zona sin importancia, totalmente
clausurada… Pero te aseguro que hay un equipo especial que se encarga
del mantenimiento de la sección 47, bueno de la antigua 247, aunque
jamás haga constar nada en sus informes…
Driscoll se quedó mirando a Wainewright largo rato, sin decir palabra,
completamente anonadado por lo que acababa de oír.
—¿Sabes que lo que estás diciendo, muchacho? ¿Una sección sometida
a un control especial del que nada se informa? ¿Una sección, además,
fuera de servicio desde hace tiempo? —dijo al fin sin que su gesto
denotase que salía de su sorpresa.
Wainewright también lo miraba fijamente.
—Sé muy bien lo que digo, Driscoll, puedes creerlo… Y escojo muy
bien mis palabras, no aventuro nada, ni especulo… Sólo hablo de lo que sé
y he visto…
Driscoll cerró los ojos y se pasó los dedos índice y pulgar de la mano
derecha por los párpados, como si quisiera despertarse. Desde luego, si
algo parecía verdad era que Wainewright no mentía. No sabía qué pensar,
pero se decía que, de pensar en algo, no podía ser en nada bueno. Ese tipo
de secretos en una estación espacial… Ese tipo de secretos a los que ni un
oficial superior como él, encargado del control y seguridad de la nave,
podía tener acceso… Sus pensamientos comenzaban a oscurecerse,
incapaces de ofrecerle cualquier explicación lógica.
—Sigue por favor… Quizás debamos ir allí… —dijo al joven.
Wainewright se asustó. Volvieron a temblarle patéticamente las manos.
—¿Seguro?
—Sí, muchacho; creo que, por mis responsabilidades en esta estación,
debería estar al tanto de todo lo que ocurre por ahí abajo… Es mi zona,
¿no? Aunque, primero quizás debiera mirar más a fondo en los archivos…
Su voz parecía alterada entonces, aunque había hablado sin abandonar
aquella sonrisa con la que pretendía hacer ver al otro que podía confiar en
él.
—En los archivos no encontrarás nada —le aseguró Wainewright con
una seguridad que no pudo por menos que sorprenderle—. Pero él lo sabía
todo… Lo descubrió todo… Hablo de Deems, claro. Se empeñó en
descubrir qué estaba pasando… Al final tenía una información
extraordinaria sobre todas las zonas. Una información de la que no aparece
en los archivos, de la que no se ofrecen datos. Lo sabía todo de la 247…
—¿Y qué había que saber?
—Bueno, ya sabes… Por ahí salía la gente al espacio y por ahí
regresaba a la estación… Hace años que está en desuso, desde que se
abrieron los demás accesos.
Driscoll se irritó consigo mismo… ¿Cómo no haberse preocupado
jamás por aquella zona, la 247, tan importante en tiempos, desde que se
dio por oficialmente clausurada?
—En la 247 había una cápsula espacial para salir al exterior… ¿Sabes
si continúa allí? —preguntó.
Wainewright negó con la cabeza.
—No, según parece —siguió diciendo— las autoridades mandaron
retirar esa cápsula hace tiempo… Pero no inutilizaron la rampa de
lanzamiento. Cualquiera podría usarla, no hay más que llevarse allí una
cápsula individual.
Driscoll seguía estupefacto.
—¿Y para qué iba a querer nadie darse un paseo por ahí, sin una
misión concreta que cumplir? Aquí no se puede traficar con nada, ni hacer
negocios raros por ahí… En el espacio no hay tiendas, ni bares, ni
chicas…
Wainewright sonrió ahora, compadeciéndose de su jefe.
—¿Sabes por qué lo hacía Deems? Por nada, por darse un paseo, sólo
por eso, por salir de aquí… Para incrementar su pasión por conocer, por
descubrir cosas, algo perfectamente humano…
—¿Tú sabes si descubrió algo? Algo relacionado con la estación, me
refiero… Alguna anomalía —preguntó Driscoll.
Los acuosos ojos azules del muchacho mostraron de nuevo una
expresión de miedo.
—Bueno, descubrió algo… no sé cómo decirlo, Driscoll… Algo
animado… Algo que deseaba tomar contacto con nosotros, ¿comprendes?
La rampa de la 247 era un lugar magnífico para hacerlo… Lo que
descubrió Deems es que alguien o algo alteraba nuestro rumbo desde ahí
fuera…
El rostro de Wainewright volvió a ensombrecerse. Sus ojos azules
parecían ahora negros.
—Creo que deberías contarme ahora cómo murió realmente Deems —
dijo Driscoll.
Se hizo un hondo silencio. Los ojos de Wainewright parecían dos
agujeros inexpresivos. Hizo un gesto con la mano, como preguntando a
Driscoll si quería más té, y éste declinó con un enérgico movimiento de
cabeza.
—¿Cómo murió Deems? —repitió el joven y se pasó rápidamente la
lengua por los labios, como si le consumiera la fiebre—. Lo sabía todo
acerca de la 247. Había descubierto cómo abrir la rampa, aprovechando la
desconexión de los circuitos de alarma que se hizo una vez quedó fuera de
servicio… Iba allí a escondidas, claro… Le fascinaba ese lugar, decía que
era el más interesante de toda la estación por las muchas posibilidades que
ofrecía… La verdad es que soportaba mal estar aquí metido…
Hizo una pausa y miró a Driscoll, que no podía evitar ya un claro gesto
de impaciencia con el que pedía a su subordinado que siguiera.
—¿Te lo contaba todo? —le preguntó Driscoll.
—Ya te he dicho que éramos amigos… Pero nunca supe qué fue lo que
le trastornó… No pude averiguarlo. Él no admitía que le pasaba algo.
—¿Algo relacionado con lo que pudo ver ahí fuera? —preguntó
Driscoll.
La expresión de Wainewright se tornó sombría de nuevo. No era capaz
ahora de sostener la mirada ansiosa de Driscoll.
—Ya te he dicho que no soportaba estar aquí metido tanto tiempo —
dijo—. Consideraba intolerable la vida que llevamos en la estación, una
vida indigna de un ser humano, me decía siempre… No se acostumbraba.
Quería descubrir qué había por ahí… No sé mucho, pero sí que preparaba
sus salidas meticulosamente… Y también sé, Driscoll, que cuando salía
era capaz de anular los sistemas de seguimiento de nuestros radares. Era
un buen ingeniero, recuérdalo…
Driscoll escuchaba ahora en absoluto silencio. Era muy grave lo que le
estaba refiriendo su subordinado, algo que demostraba que la seguridad de
la estación espacial no era tan perfecta como siempre habían creído tanto
él como otros responsables de la misma. Le daba miedo oír aquello y a la
vez necesitaba mayor información, aunque no sabía qué podía hacer con
todo lo que el otro le iba diciendo… Quizás fuera demasiado tarde para
poner remedio a la situación. Quizás no fue sólo Deems el que vagó por el
espacio, el que encontró el modo de burlar los sistemas de alerta.
La voz de Wainewright le hizo emerger de sus funestos pensamientos.
—Después de salir una de las últimas veces vino a verme —dijo el
joven—. Aquella noche estaba más excitado que nunca… Estaba ahí
sentado, donde estás tú ahora. Me contó que estaba a punto de descubrir,
no el fenómeno relacionado con el manejo de nuestra estación espacial
desde un punto que no podríamos ni imaginar, sino cómo lo hacían… —
carraspeó Wainewright nerviosamente y siguió—: Me dijo aquella noche
que por eso deseaba ser libre de una vez, salir de aquí cuanto antes…
También me dijo que quizás él pudiera tomar contacto… con… no sé, la
verdad, con qué o con quién… Que tenía que ofrecerse en misión de paz,
para que los demás también pudiéramos seguir siendo libres, aunque fuese
aquí, en la estación.
Guardó silencio unos segundos. Driscoll alzó los ojos al techo de la
habitación, pensando en la enorme cantidad de conducciones y de galerías
que pasaban por allí. Un peso que pareció hundirle los hombros, hacer que
se sintiera bajo tierra, literalmente hablando, y no como cuando en broma
llamaba el subterráneo a su sala de control. Tenía por primera vez un
sentimiento extraño, ajeno a su capacidad de comprensión, y no le gustaba.
—¿Qué pasó aquella noche, la de su muerte? Recuerdo que sonaron las
alarmas…
—Dije entonces que tuve que relevar a Deems del servicio porque se
hallaba indispuesto, ya sabes… Yo aún no estaba contigo en la sala de
control, sino en la de seguridad de accesos… La verdad es que no
cruzamos una palabra en todo el tiempo que estuvimos juntos. Parecía
mudo. De vez en cuando se cruzaban nuestras miradas, y puedo jurarte,
Driscoll, que sus ojos me daban miedo, eran los de un loco… Vi entonces
que se levantaba de su silla, pero supuse que iba quizás a comer algo, a
tomarse un café… Pero un cuarto de hora más tarde comenzaron a sonar
las alarmas. Collins vino a ver qué pasaba y me pidió que no me levantara
de mi puesto, pero no le obedecí… Dejé funcionando los monitores y las
cámaras y salí corriendo… Sabía perfectamente a qué sección tenía que
ir… A la 247… Quería hacerlo antes de que llegaran los demás… O
ellos… Esos de las brigadas especiales que andan por ahí y que no hacen
informes… O que se dedican a hacer que se pierdan los informes que
hacemos los demás.
Hizo otra pausa. Driscoll seguía sus palabras mudo de asombro.
Continuó el joven:
—Había una fuga de agua en la galería… Y cuando llegué a la puerta
metálica de acceso, que daba paso a lo que llamábamos nosotros la sección
47, vi una nota dirigida a mí y pegada a la lámina con una sustancia
viscosa que me resultó repugnante.
Wainewright no pudo evitar un gesto de asco, casi una náusea, al
recordarlo. Sorbió un largo trago de té, como si deseara quitarse el mal
sabor de boca, y hubo de seguir hablando porque el otro le acuciaba con su
mirada expectante.
—¿Qué decía aquella nota? —preguntó Driscoll.
—Decía: «Esto es sólo el principio, vendrán muchos más… Si sales al
exterior encontrarás la paz verdadera, la luz más luminosa, la única
libertad». Era una letra, Driscoll, que nunca he podido ni identificar ni
definir… Era, te lo aseguro, como si la hubiese escrito una araña con una
de sus patas, algo así, es la única imagen que puedo ofrecerte para que te
hagas una idea… Supe desde el primer momento que aquello no lo había
escrito Deems. No volví a verle… Dijeron que se había precipitado por la
rampa; dijeron los encargados de la investigación, los de esas brigadas de
las que tengo miedo, Driscoll, créeme, que había intentado abrir la rampa
y que por eso se había precipitado al espacio, pero yo no lo creo… Deems
no era un novato en lo de salir y volver a la estación cuando le diera la
gana, ya te lo he dicho… Por eso, porque no me fío de esas brigadas, doy
informes de continuo ante la menor cosa que oigo por ahí… Si hay al
menos una cierta alarma en la estación les será más difícil actuar, ¿lo
comprendes? No creas que soy un imbécil. No me gusta que se rían de
mí… Pero no puedo hablar de mis sospechas, correría peligro mi vida.

Driscoll no pudo conciliar el sueño cuando acabó su jornada laboral de


aquel día y se metió en su habitación. Daba tantas vueltas en su cama, que
al final optó por encender la luz y sentarse. Seguían resonando en su
cabeza las palabras de todo lo que le había contado Wainewright. Seguía
repasando todos y cada uno de los supuestos acerca de los cuales le había
alertado. Algo le decía que no podía contarle a nadie, ni siquiera a sus
mejores amigos, nada de lo que le había referido el muchacho.
Recordó entonces que tras la depresión en la que se hundió
Wainewright después de los sucesos de aquella noche que culminaron con
la desaparición de Deems, fue dado de baja por la administración de la
estación espacial. Y que al reincorporarse lo pusieron a trabajar con él en
la sala de control, recomendándole que lo vigilara con especial atención
para que no hiciera excentricidades.
Wainewright, durante aquella charla que habían mantenido, le aseguró
que jamás había estado loco, ni siquiera enfermo; que le habían obligado a
tomarse la baja, por indicación de uno de los médicos de la estación, so
pena de enviarlo de vuelta a la Tierra, pero no para que pudiese vivir
libremente sino como interno en un manicomio… Creyó comprender, o al
menos, creyó empezar a comprenderlo todo… ¿Por qué no le habían
contado ni Hort ni Karlson lo de aquella alarma, aquel incidente del que al
parecer todos se habían reído tanto, cuando él no pudo ir a trabajar porque
estaba indispuesto? ¿Por qué tampoco se lo contó Collins, que había
tomado su puesto aquella noche en la sala de control? ¿Por qué no había
posibilidad de acceso a los archivos en los que, según era norma años
atrás, se registraban este tipo de incidentes? Sintió miedo. Había visitado a
Wainewright en su habitación. Seguro que al muchacho lo seguían
cuidadosamente a través del circuito cerrado de televisión. Tuvo la terrible
sensación de que desde aquel día en adelante debería proceder con
extraordinaria cautela. No sabía muy bien qué ocurría, pero sí que estaba
pasando algo que se le escapaba.
Por un momento se le pasó por la cabeza salir a echar un vistazo…
Pero por primera vez en su vida tuvo que admitir que sentía miedo. Un
miedo vago y difuso, pero paralizante.
Sus dudas y su desazón se mantuvieron al día siguiente, cuando llegó
la hora de ocupar su puesto en la sala de control. Quería haber visto a
Collins, pero le pareció sorprendente que no apareciera para darle las
novedades oportunas, o para charlar, nada más que para conversar sobre
cualquier tontería, como tantas veces… Tampoco quería perder los nervios
y fantasear como un paranoico… Pero tampoco podía dejar de pensar en
aquellas palabras de Wainewright, que desde luego no parecían las de un
loco, todo casaba perfectamente con esas sospechas en las que Driscoll no
quería consentir, mientras no tuviera al menos evidencias sostenibles. Su
subordinado, al referirse a la desaparición de informes, no había dicho
desaparición, sino disolución. ¿Y lo de aquellas brigadas especiales de
vigilancia, de las que al menos, dado su cometido, tenía que haber sido
informado por alguien?
Todo se reducía a la versión de los administradores de la estación
espacial, que era, al parecer, la versión extendida entre el resto de los que
allí se empleaban: Wainewright estaba loco. También él lo había creído.
Pero, ahora…
Sí, mejor que procediera con la mayor cautela, se decía una y otra vez.
Mejor, incluso, que no volvieran a verlo con el muchacho, salvo en las
horas en que compartían su jornada en la sala de control.
Antes de entrar a cumplir su horario de trabajo fue a comer algo a la
cantina. Todo parecía normal. Le saludaron como siempre los que allí
estaban. Karlson, tan solícito como de costumbre, se acercó a darle
conversación. Le notó, sin embargo, una mirada extraña. Luego vio que
tomaba asiento a una mesa en la que había otro hombre.
No veía bien de quién se trataba porque el tipo estaba de espaldas y
había mesas con más hombres en esa dirección. Podía ser Hort… ¿Tenía
que sospechar que Hort, si era en verdad Hort, y Karlson, hablaban de él?
Driscoll no pudo evitar una sonrisa mientras se decía que acaso no hubiera
lugar para semejantes conjeturas, mientras se recomendaba de nuevo
calma, no proceder como lo hacen los paranoicos… Pero la sonrisa se le
murió pronto en los labios. Tenía que apurar cuanto antes lo que le
quedaba en el plato pues se le echaba encima la hora de sentarse ante los
paneles de control de la sala.
Driscoll, por lo general, disfrutaba de la comida y del ambiente de la
cantina antes de entrar a trabajar. Era un hombre capaz de asumir las
mayores responsabilidades, y de echar las horas que hiciera falta en el
trabajo, pero que sabía divertirse con los demás. Por eso le gustaba la
cantina. Era un alto necesario en su labor acaso rutinaria, que ayudaba a
relajarlo, a no hacerse preguntas sobre su vida, a sentirse feliz y contento
con lo que hacía día tras día. Aquella noche se sentía deprimido. Pero no
podía permitírselo. Un lapsus, un descuido, y no ya una leve filtración de
agua, sino una inundación en cualquier galería, podía poner en grave
peligro la seguridad de la estación. O una fuga en cualquiera de los
reactores… O una pérdida de combustible… Por eso debía sobreponerse a
aquellas terribles revelaciones que le había hecho Wainewright. No
obstante, su sentido de la disciplina, su cualificación profesional y el buen
aprovechamiento que siempre había hecho de los cursos más avanzados,
así como del entrenamiento recibido, hacía que nada de eso pesara en su
ánimo a la hora de trabajar; es más, todo eso hacía que actuara
mecánicamente. Cuatro horas estuvo, quizás centrándose en su tarea más
que nunca antes, coordinando los elementos de control y visión de las
conducciones, de las galerías, de los largos pasillos, observando
detalladamente incluso lo que sólo de vez en cuando hacía: conectar las
pantallas que ofrecían imágenes de los hombres que se desempeñaban en
su labor en las distintas zonas. Cuatro horas en las que él y Wainewright
no cruzaron ni una sola palabra.
Estaba a punto de concluir su turno cuando sucedió lo inesperado.
Esperaba el relevo para darle las novedades pertinentes, cuando saltaron
las alarmas y los beepers comenzaron a parpadear intermitentemente
lanzando sus pitidos. Los paneles de la sala de control entraron en una
actividad, pues, tan sorprendente como rara. Nunca, al menos hallándose
él al mando de la sala, se había producido una alarma semejante. Activó
los circuitos de seguimiento y pronto obtuvo la información que esperaba,
la que temía: el origen de aquella situación anómala estaba en la zona 247,
en la zona clausurada desde hacía años.
Salió corriendo hacia allí sin decir nada, salvo para ordenar a
Wainewright que no se moviese antes de que llegara el relevo. No
importaba a Driscoll que se le viera y registrase a través de las cámaras de
seguridad que había en las galerías. Al fin y al cabo, él era, a esas horas,
uno de los máximos responsables de la seguridad de la estación y se había
producido una alarma evidente en su zona de control… Nadie podría
reprocharle su celo… si es que las cosas, se decía Driscoll, seguían
funcionando como debían… Pretendía llegar el primero a la sección en la
que se producía la emergencia.
No obstante, tuvo tiempo de preguntarse la razón de que corriese como
si le fuera la vida en el empeño. No era sólo celo profesional, fue
consciente de ello; era, fundamentalmente, interés por aquella zona. Un
interés ineludible después de lo que le había contado el muchacho… Aquel
muchacho al que también él había tomado por loco, pero que hablaba con
una fuerza de convicción tal, consecuencia de su sinceridad, que no podía
sino hacerle correr y correr, obligarle a llegar antes que nadie. Antes, por
supuesto, que aquellos extraños servicios acerca de los cuales le había
prevenido Wainewright.
Lo primero que observó fue que, como le había dicho su subordinado,
aquello estaba prácticamente a oscuras. Y unos pasos más allá, totalmente
a oscuras, sorprendentemente a oscuras en una zona que, aunque estuviese
fuera de uso, debía por norma seguir iluminada. Casi sin resuello, corrió
aún más que antes para volver a la sala y hacerse con una linterna. Volvió
a pensar en que podían estar siguiéndole y filmando su carrera. Pero se
dijo lo de antes: actuaba con perfecta corrección, de acuerdo con sus
obligaciones. Una vez se había decidido, por otra parte, nada ni nadie
podía evitarle satisfacer su curiosidad acerca de la sección 247, al parecer
origen de un sinfín de cosas extrañas.
Tomó la linterna, ante la mirada expectante de su subordinado, al que
volvió a repetir que no se moviese. Volvió corriendo por donde antes.
Estaba ya rodeado de la más completa oscuridad, alumbrándose con la
linterna. Más allá del alcance del chorro de luz de la linterna, nada, una
masa compacta, negra.
Cesó de sonar la alarma, pero bien sabía Driscoll que los paneles de
control seguían registrando la incidencia. Así debía ser hasta que todo
estuviese en orden, hasta que no se acabara la reparación de lo que fuera
necesario, si es que de cualquier alteración mecánica se trataba la alarma.
Se imaginaba entonces a Hort, a los mandos de su mesa, pulsando
interruptores y dando órdenes. ¿Qué órdenes? Bueno, tampoco lo sabía; no
quería especular, sólo observar cosas, hacerse una composición de lugar a
través de las evidencias. Puede que no tuviera más que unos pocos
minutos. Por eso debía darse prisa, aprovechar al máximo el tiempo de que
pudiera disponer antes de que llegasen los otros.
Estaba ya en la sección 247. Justo en el centro de aquella sala. Lo
primero que le sorprendió fue el trepidar de una maquinaria que, en teoría,
debía haber sido inutilizada mucho tiempo atrás. Pero lo que más
desagradable le resultó fue aquel olor acre, como de alguna materia
descomponiéndose. Una materia orgánica. En semejante lugar.
No tenía tiempo casi ni para preguntarse qué podía oler de aquella
forma pestilente. Enfocó con su linterna al lugar donde debería hallarse el
acceso a la rampa y comprobó que la puerta estaba cerrada. Le sorprendía
no escuchar aún ruido de pasos en la galería que llevaba hasta allí, las
pisadas de quienes sin duda acudirían en breve alertados.
Alumbró el techo con su linterna pero no descubrió ninguna filtración.
Seguía extrañándole especialmente el trepidar de aquella maquinaria que
aún albergaba la sala; un trepidar que le hacía suponer que alguien, en
contra de toda lógica, y por supuesto en contra de la normativa vigente,
había activado sus mecanismos. El olor seguía siendo repugnante. Y a la
vez familiar. Aunque trataba de respirar despacio, se le metía
violentamente en las fosas nasales.
Fue a dar un paso y no pudo. Cayó al suelo inevitablemente. Quiso
reincorporarse, pero le fue imposible. No sabía qué le impedía hacerlo.
Notó una agitación extraña, como si el suelo se moviese. Como no había
soltado la linterna al caer, vio que el chorro de luz se movía en todas las
direcciones.
Logró ponerse en pie trabajosamente. Le dolía entonces la cabeza y
hasta creyó preguntarse por qué estaba allí; vagamente recordaba a
Wainewright y lo que le había contado; supuso que se había producido una
alarma, razón de que se encontrara en aquel lugar. No sin sorpresa, una de
las veces acertó a ver, gracias a la luz de su linterna, que estaba en la
sección 247, tantos años atrás clausurada.
El olor se hizo aún más repugnante. Esta vez no le resultaba familiar.
Creyó que iba a desmayarse; se preguntó si no se habría desmayado antes.
Salió caminando con gran dificultad para mantenerse erguido en dirección
a la galería… Supo que pisaba agua y recordó que había hecho una
comprobación anterior: no había filtraciones en aquel techo metálico que
había inspeccionado gracias a la luz de su linterna. Mas tuvo también la
sensación, tan repugnante como el hedor pestilente que lo invadía, de que
además de agua pisaba otra cosa. Algo como podrido y blando; algo, en
realidad, que le sugería la presencia de algún reptil.
Driscoll, cuando estaba en la tierra, gustaba de ir a veces a darse una
vuelta por el zoológico. Los acuarios le fascinaban especialmente. Esa
sensación tenía ahora, la de hallarse en un acuario, pero metido en alguna
pecera gigantesca. O en un terrario. Como si le llegara el aliento mefítico
de algún gran saurio que durmiese a pocos pasos de donde estaba. O que lo
contemplase con sus ojos verdes inmóviles durante horas. Había perdido la
noción del tiempo. Se preguntaba Driscoll cuánto llevaría allí. Quería
hacer memoria.
Respiró hondo, a pesar del terrible olor, y se dijo que no podía perder
los nervios. Ya se había convencido de que no soñaba. Hizo un recorrido
con la luz de su linterna, barriendo lentamente el lugar, y no vio nada…
salvo, al fondo, algo que parecía adherido a la pared metálica… Se acercó
lentamente, chapoteando sus pies en el agua o lo que fuese aquello, más
denso en realidad que el agua. Vio así, a unos pasos, que parecía gelatina, o
un vómito… Algo a medias verde y a medias rojo. De allí, se dijo, salía
aquel maldito olor. No quiso acercarse más. Se dijo que por nada del
mundo tocaría aquello.
Entonces aquella viscosidad repelente cayó al suelo, chapoteando en el
agua, o lo que fuese aquel líquido que se le antojaba infecto. Todo lo
demás estaba en orden… Se acordó vagamente del trepidar de las
máquinas, pero había cesado por completo. Como si nunca se hubiese
producido, cosa normal, por otra parte, se dijo, habida cuenta de los años
que llevaban inutilizadas. No oía otra cosa que el líquido —prefería pensar
que era agua— al producirse sus pasos. La verdad es que no sabía qué
esperaba encontrarse allí. Seguía aturdido.
Unos pasos más, en busca de la salida, y lo invadió otro olor. Era, en
realidad, un aroma fresco y vivificante ahora. Un aroma que le ayudó a
recobrar en gran medida el dominio sobre sus recuerdos y sus
pensamientos. Pensó que aquel olor también debió de embriagar en su día
a Deems y a Wainewright. Respiró hondamente, como si pretendiera
gozarlo, como para olvidarse definitivamente de la pestilencia anterior…
Y al respirar profundamente vio verdes campos, y un cielo azul y
luminoso, y el trigo en los trigales meciéndose dulcemente al compás de
una brisa suave como la más deliciosa de las músicas. Sabía, sin embargo,
que aquellas visiones eran imposibles en la estación espacial. Sabía que no
era más que una ilusión retrospectiva, un atavismo de su memoria.
Driscoll, en cualquier caso, tuvo la fuerza suficiente como para abrir
los ojos cuando más felices le resultaban aquellas visiones. Volvió a barrer
la sala con su linterna y observó que había un papel en una de las paredes
metálicas. Se acercó y pudo leer las siguientes palabras: «La felicidad está
fuera de aquí. Yo la conozco. También está fuera de aquí la libertad.
Sígueme y serás libre». Una inicial firmaba el mensaje: W.
¿Podía haber escrito aquello Wainewright?, se preguntaba Driscoll. ¿Y
por qué? Seguía confuso. ¿Dónde estaría su compañero? ¿Por qué se había
dirigido él a aquella sección abandonada? ¿Por qué no estaba en su puesto?
Recordó la alarma. No parecía ocurrir nada, sin embargo. Nadie había
acudido a ver qué sucedía. Arrancó la nota pegada a la pared y salió
definitivamente de allí.

Driscoll fue amonestado y suspendido de empleo durante un tiempo,


naturalmente. Las cámaras habían registrado su loca carrera. Hort no
quería ni verlo, de tanto como le había defraudado. Él no trataba con locos,
decía. Karlson no volvió a llamarlo para jugar al ajedrez. Se limitaba a
saludarle correctamente cuando iba a la cantina a comer o a tomarse un
café con bizcochos. Curiosamente, el único que se mostraba realmente
amable cuando se cruzaba con él era Krampf, el que tanto le irritaba.
Se limitaba a comer, a dormir y a pasear por las zonas de libre acceso.
No se le permitía, sin embargo, entrar en la sala de control de la que había
sido jefe.
Así estuvo tres días y tres noches que se le hicieron insoportables. No
podía seguir de igual manera por más tiempo. La sanción era muy larga. A
él no le iban a convencer de que se había vuelto loco, sabía que no lo
estaba.
¿Y Wainewright? ¿Por qué no se había acercado siquiera a saludarle
cuando andaba por las zonas no restringidas?
No podía más. A la cuarta noche metió en una bolsa varias cosas, un
martillo, un destornillador, varios cúters… Y comida para unas tres
semanas. El tiempo que tardaría en llegar a la tierra. Pensaba hacerse con
una cápsula, arrastrarla hasta la sección 47, ponerla en la rampa y salir al
espacio… Podía hacerlo. No era un piloto experto pero se sabía capaz de
conducirla hasta la tierra.
Anuló de un martillazo una de las cámaras del circuito cerrado de
televisión, la que controlaba el paso por la bifurcación de una galería. Era
consciente de que eso suponía una alerta, que acudieran a cazarlo, pero no
le importaba, llevaba la suficiente ventaja sobre sus posibles
perseguidores como para culminar su propósito antes de que pudieran
echarle el guante.
En el pasillo que conducía a la sección 47 la oscuridad le pareció más
densa que nunca. El chorro de luz de su linterna, no obstante, le abría una
brecha perfecta en aquella espesura por la que colarse subrepticiamente.
Su memoria lo guiaba a la perfección por aquellos recovecos en los que
días atrás se había introducido con mucho más miedo del que ahora sentía.
La necesidad de huir lo había convertido en un valiente, en un hombre
definitivamente arrojado, dispuesto a cualquier cosa con tal de abandonar
la estación espacial. No le importaba el líquido que pisaba —aunque no se
atrevía ya a pensar que fuese agua debida a las habituales filtraciones—;
su corazón latía fuerte y rápido, pero seguro, con la firmeza de su decisión.
Aún no se dejaba sentir la sirena del aviso de máxima alarma, la que se
imponía a todas las demás llamadas de emergencia.
Entró en la sala de máquinas de la sección 47. Comenzó a sentir
entonces aquel olor maravilloso. Respiró profundamente para llenarse las
fosas nasales con aquel aroma, la cabeza, los pulmones. Aquello le daba
fuerzas, aunque, paradójicamente, sintiese que se le aflojaban las piernas,
que se le desmadejaban los brazos. Cerró los ojos sin angustia para
disfrutar de aquel olor benéfico. Se sabía en el centro de la sala de
máquinas, con la linterna apuntando al suelo. Pero se sabía también a
salvo. Veía brillar un sol espléndido que bañaba con sus rayos campos
verdes y trigales feraces. Las nubes hacían armoniosas formas blancas y
algodonosas que el viento se llevaba con una paz absoluta. Driscoll
disfrutaba de su propia sonrisa. Una anciana, vestida de negro y con un
delantal blanco, abría sus brazos para recibir a un niño que corría feliz
hacia ella en medio del trigal.
Volvió a respirar profundamente y se dijo que debía abrir ya los ojos.
Los abrió, levantó su linterna para alumbrarse. Trepidaban levemente las
máquinas, sin alterar aquella paz que experimentaba, sin que oliera a
combustible. Seguía imperando el delicioso aroma terrestre de antes. El
trepidar de las máquinas y los generadores de energía le sonaba a música.
Al fondo estaba la rampa de lanzamiento; para su sorpresa comprobó que
tenía la puerta de acceso abierta y había una cápsula unipersonal dispuesta
para el lanzamiento. Dio las gracias no sabía a quién, al que fuese, al que
hubiera puesto allí la cápsula, qué más le daba… Volvió a respirar
profundamente, para saciarse de aquel aroma que le hacía olvidar sus
males, todos sus resentimientos. Vio que una muchacha hermosa y
desnuda se metía en las aguas azules de un mar en calma. La muchacha
llevaba flores en el pelo que exhalaban un aroma aún más delicioso que el
que sentía entonces en la sección 47.
La muchacha le sonreía. Él se veía en la orilla de la playa,
contemplando su hermosura. La muchacha tenía los ojos de un verde
grisáceo y el cabello rubio. Por la carretera que conducía a la playa iban
muchachos montados en pequeñas motos que se parecían a las cápsulas
unipersonales de la estación.
De golpe lo comprendió todo. La felicidad estaba allí abajo. No podía
esperar más tiempo. Pensó que Krampf, Deems, Wainewright, Hort,
Karlson, todos, en fin, jamás habían sido sus amigos. Tuvo la sensación de
que en realidad no existían. Un paso le separaba de la tierra. Un paso más
y ya estaría en la rampa, dispuesto a pilotar la cápsula unipersonal.
Pesadamente, con una sensación de paz infinita, se dirigió a la rampa, y
puso la cápsula unipersonal sobre los raíles. Adiós de una vez por todas a
la sección 47 en la que trepidaban las máquinas como una banda de música
que hubiese acudido a despedirle. Se metió en la cápsula y cerró con las
debidas precauciones. La cápsula se deslizó suavemente sobre los raíles de
la rampa hasta llegar al extremo. Allí se le abría el espacio. Notó el abrazo
cariñoso de un niño. Sonrió mientras encendía los motores de la cápsula.
[4]
UN NEGRO CON UN SAXOFÓN
T. E. D. KLEIN

Lo negro (aquí no se lee lo escrito, cubiertas las palabras por


el grueso trazo del matasellos) resultaba fascinante; debí
llenarme con su impacto.
(H. P. Lovecraft, en una tarjeta postal enviada a E. Hoffmann
Price el 23 de julio de 1934.)

Hay algo en la conjugación en pasado de los verbos que tranquiliza al


estudioso tanto como fumar en pipa mientras se entrega al análisis de los
datos obtenidos en su investigación. Algo que lo ayuda a distanciarse de
aquello sobre lo que precisamente quiere informar, ofreciendo así los
datos necesarios de la manera más objetiva. Los datos esenciales a
propósito de sus experiencias. Es como decir: «Voy a contarles a ustedes
lo que viví, como si fuese un cuento».
En mi caso, lo que voy a contar no es un cuento sino algo
perfectamente comprobado, sopesado y sometido a las necesarias
valoraciones. Al menos hasta el punto en el que pueden comprobarse las
cosas. No se trata, sin embargo, de una investigación ya cerrada; sigo
progresando en ella, adentrándome en ella, pues al fin y al cabo los hechos
no ocurrieron en una especie de covachuela de Manhattan, cerca de donde
están las librerías de viejo, donde transcurre aquella historia, una de las
primeras que escribí, basada en un suceso más que improbable que me
relató mi hermana. Sobre la historia que me ocupa ahora he investigado
mucho, repito, hasta donde me ha sido posible, durante años. Puede que la
presente sea la versión definitiva, pues no sé si mis investigaciones
actuales lograrán llevarme más allá de lo que puedo referir.
El escritorio en el que trabajo me lo regaló, por cierto, mi hermana. Un
hermoso escritorio. Ante mí, la máquina de escribir eléctrica; a mis
espaldas, junto a la ventana, el aparato de aire acondicionado, un viejo
modelo que parece ir a reventar de un momento a otro en las noches en
que se deja sentir este calor tropical. Más allá, en la calle, los sonidos
habituales de la noche, la brisa agitando las palmeras, el canto de los
grillos, el murmullo, o a veces las estridencias, de las televisiones de mis
vecinos, un automóvil que pasa de vez en cuando algo más lejos, por la
autopista; un automóvil que pasa a tal velocidad que parece ir a llevarse
mi casa en su rebufo.
Bueno, llamar casa al lugar donde vivo cuando no estoy en Nueva York
me parece una exageración. No es más que una especie de bungalow de
estuco a unos trescientos metros de la autopista principal, protegido por
una pequeña valla de madera que protegió a su vez, en tiempos, la casa de
mi hermana. Los vecinos se opusieron a que la plantara frente a mi
bungalow, en un principio, pero pudimos llegar a un acuerdo. A mí me da
igual lo que tengan ellos o dejen de tener en sus casas o ante sus casas. Me
da lo mismo si una valla o un árbol. O la rueda de un camión.
No es un mal sitio, en cualquier caso, para retirarse de vez en cuando y
trabajar en calma. Pero no debe confundirse con un lugar especialmente
romántico, nada de eso. Se puede trabajar bien aquí, eso sí. Uno, como
escritor, se ve capaz de decir eso de «bueno, aquí estoy», mientras
mordisquea su pipa. Y puede empezar a escribir usando aquello tan
convencional de «los hechos que me fue dado vivir…» sin que le importe
nada lo que hay fuera. Quiero decir que, aunque sea exagerado llamar casa
a mi bungalow, vale como refugio y cuarto de trabajo.
Lo anterior es una premisa que me atrevo a calificar como confortable.
A partir de ahí, se arranca bien con la narración. Pero eso no supone que se
vaya a contar lo que realmente ocurrió. Nadie puede decir qué ocurrió
realmente cuando refiere algo que a su vez le fue referido. Corre el peligro
de modificar la narración, sobre todo si la escribe en primera persona. Y si
conjuga los verbos en pasado. Puede resultar patético, la verdad. Eso, por
volver, por ejemplo, a mi primera historia publicada, la escrita sobre lo
que me contó mi hermana. Pero a veces ocurre lo mismo cuando uno trata
de dar forma literaria a una historia que le ocurrió de veras. O que le puede
ocurrir, cuando no tiene nada de qué escribir y empieza a fantasear.
A mí, por ejemplo, me resulta especialmente turbador pensar en mi
muerte. A veces me siento agotado en esta habitación en la que escribo e
imagino que me muero. Horrible. Al cabo de un rato tengo que dejar de
escribir esas cosas… Entonces me horrorizan aún más los baratos muebles
que me rodean. Incluso las estanterías repletas con los libros que me he
traído hasta aquí. Y más horrible aún me resulta pensar en la noche
tropical de ahí fuera, esa especie de masa oscura y caliente que parece
presionar contra mi débil casa y de la que apenas me defiende el viejo
aparato de aire acondicionado, cuyo ruido se me antoja asmático y me
hace respirar de manera agobiante… Y eso que no creo ser un tipo
impresionable, más allá de lo convencionalmente impresionables que
somos todos. El rumor de la noche caribeña entonces, la brisa que agita las
palmeras, el canto incesante y molesto de los grillos, se me antoja una voz
estúpida que lanza un no menos estúpido mensaje: «Crece conmigo, ve por
donde yo he ido». Eso me impresiona, debo reconocerlo, y no soy capaz
siquiera de irme a dar una vuelta por ahí, para estirar las piernas y
olvidarme de esa aprensión que no quiero, sin embargo, calificar como tal.
A veces he hecho algo así, no obstante, a veces he tratado de
vincularme de una manera especial a las cosas sobre las que investigaba
para después contarlas desde mi más exclusivo punto de vista o desde mi
impresión más acuciante. Pero eso no deja de ser una manera de
esquematizar, precisamente, esas cosas sobre las que se investiga. Y más
aún, una forma de esquematizar lo que se escribe. Así no se llega muy
lejos, estoy seguro, lo he comprobado a base de romper cosas ya escritas.
Tú, Howard, podrías entender perfectamente lo que digo. Si aún
estuvieras entre los vivos, para contártelo.
Eso, muchacho, es lo que yo llamo una auténtica experiencia de
viaje.
Lovecraft, 12 de marzo de 1930

Si al fin esto que escribo acaba siendo un cuento, con su perfecto


desarrollo y con su final debido, puedo jurar que no me sentiré
precisamente feliz. Pero por algo hay que empezar. Puede que a ustedes
todo esto, incluso todas estas perífrasis y digresiones, les parezcan una
humorada, o simplemente les hagan gracia; puede que incluso tomen estos
titubeos míos iniciales por un intento de coger el tono y el ritmo, y se rían
no ya porque les parezca gracioso mi intento, sino porque les resulte
cómica, por no decir patética, mi incapacidad para comenzar a narrar de
una vez por todas. Pero la verdad es que me siento como el viajero que,
apenas iniciado su periplo, se ve por donde no lo había imaginado,
cruzando ríos que le mojan los pantalones, tropezando cómicamente en
lugares intransitables… O como el que nada más subir al avión echa mano
de la bolsita que te ponen por si necesitas vomitar.
Eso fue, precisamente, lo que no hizo aquella vieja.
—Yo me aguanto todo lo que puedo, he decidido endurecerme —dijo
la vieja dama que viajaba a mi lado en el avión—. No le negaré —siguió
diciendo— que me da miedo volar, que se me hace un nudo en el
estómago cada vez que subo a un avión. Mire, fíjese en cómo me agarro a
los brazos de mi asiento, mire cómo aprieto los dientes… Y no le cuento
cuando se oye la voz del piloto avisando de que se aproximan turbulencias,
ya sabe, cuando el avión comienza a subir y a bajar, flip, flop, flip, flop…
Bueno, entonces prefiero quitarme la dentadura postiza y esperar a que
pase todo para ponérmela de nuevo —y va la vieja y se quita los dientes y
me los enseña—. Pero, créame, nunca pasa nada. Es sólo un mal rato del
que luego se ríe una.
¿De dónde sacaría aquella vieja semejantes expresiones, tan perfectas,
de lo que es el miedo? ¿Acaso me vio asustado y quiso ayudarme,
distraerme? Pero la verdad es que no me asustaban especialmente las
turbulencias.
Puedo jurar que fue peor el remedio que la enfermedad. Cuando pasó
todo, cuando el avión había atravesado ya aquellas turbulencias, la vieja,
que por su afán de endurecerse, como ella decía, no había querido sacar la
bolsita para los vómitos, me lo echó todo encima.
Con un pañuelo de papel comenzó a limpiarme la chaqueta.
—No se preocupe —me decía—; espero que me deje pagar la factura
de la tintorería.
—Señora —le respondí—, olvídese de eso… Es un traje muy viejo, lo
uso sólo para viajar, lo tiraré a la basura en cuanto llegue…
—¡Oh, qué hombre tan encantador! —exclamó la anciana pestañeando
coquetamente mientras me hablaba, sin dejar de limpiarme con la
servilleta la vomitona que me había arrojado.
La vieja dama tenía los dedos largos y firmes como las teclas de un
piano. Y unos ojos bonitos, créanlo, a pesar de su edad. Seguro que de
joven fue hermosa. Mas, naturalmente, su aliento apestaba, me resultaba
insoportable. Para que dejara de hablar echándome el aliento encima saqué
del bolsillo de la chaqueta vomitada un libro, uno de mis libros, y me puse
a hacer como que leía.
La historia, en realidad, comenzó horas después, cuando al avión le
quedaba un buen rato aún para llegar a Heathrow. Viajaba en primera clase
un equipo de rugby neozelandés, cuyos componentes iban ataviados a la
usanza aborigen (alguno llevaba incluso huesecillos atravesándole las
narices y las orejas) y sin duda aburridos ya por el largo viaje comenzaron
a cantar y a dar palmas. Se les oía bien desde la clase turística. Me había
levantado para ir al servicio y lavarme con un poco de agua donde la vieja
me había vomitado, y un tipo, un chino que apuraba aún la cena que nos
habían servido, me derramó en los tobillos, cuando pasaba a su altura,
parte de la sopa. O sea, que debía lavarme aún más en el servicio para no
bajarme del avión hecho una auténtica piltrafa. Todo pasó, en realidad,
porque al llegar a la altura donde cenaba el chino tuve que hacerme a un
lado, en el estrecho pasillo de la clase turista, para dejar pasar a un tipo
alto y caucásico que volvía del servicio. Tropecé en el codo al chino y se
le derramó la sopa, no sé si de pato o de qué, pero que quemaba. Me ardían
los tobillos. Tenía los zapatos hechos una pena.
—Lo siento mucho —me dijo el Charlie Chan aquel y siguió cenando,
algo más sólido ahora, mientras el otro, el caucásico, seguía como si nada
hacia su asiento, abría la portezuela donde llevaba su bolsa de mano y
metía algo en ella, para cerrarla de golpe y sentarse. Todo eso, sin mirarme
ni pedirme perdón.
Vi que el chino atacaba entonces unas costillas.
—No es nada, no se preocupe —creo que le dije.
Excuso decir que aquel día, en aquel vuelo, en aquel momento, al
observar cuán tranquilamente volvía a sentarse el caucásico, me sentí
realmente un estúpido. Sólo faltó que alguien apagara su cigarrillo en mi
cabeza. Me hubiera gustado entonces vivir en aquellos tiempos en que
volar era una relativa novedad, algo que sólo se hacía para cubrir trayectos
transoceánicos, y muy de vez en vez, si no había más remedio. Mi
admirado Howard decía que odiaba la velocidad que suponía el avión, el
rápido tránsito que uno podía hacer de un lugar a otro gracias a la aviación
comercial. Decía Howard que hay ciertas cosas que un caballero nunca
debe hacer, y una de ellas es viajar en avión. Creo, sin embargo, que se
perdió algunos placeres temibles, como el del aterrizaje, cuando ves tan
cerca la tierra que va a tomar el avión y se te encoge el estómago. O acaso
fuera todo un triunfo por su parte no haber volado jamás. Ya es difícil ser
cosmopolita sin usar el avión. Y Howard fue un hombre cosmopolita. Ahí
están sus escritos para demostrarlo.
El caso es que en aquel viaje que evoco me limpié como pude en el
servicio y volví a mi asiento extremando las precauciones al pasar por el
estrecho pasillo.
—¡Oh, qué pena lo de su traje! —me dijo la vieja dama cuando iba a
tomar asiento a su lado otra vez—. Espero que lleguemos de una vez a
Londres, porque comienzo a cansarme de estar aquí sentada… Mire, no es
por asustarle, pero creo que debería usted buscar otro asiento, caballero…
Mucho me temo que pueda volver a ocurrirme…
—¿Cómo?
—Temo vomitar de nuevo… Trataré de aguantar al máximo, me
refiero a sin hacer uso de la bolsita para vomitar, porque me parece
indigno de una persona que se tiene por tal rendirse, pero es posible que
cuando me vengan otra vez las ganas no me dé tiempo a cogerla y se lo
eche encima todo de nuevo… ¿Me entiende? Este maldito avión no para
de dar brincos, flip, flop, flip, flop…
Me quedé atónito. No sé si fui un maleducado o no, pero creo que no le
di las gracias por su aviso.
Bastante sorprendido, aunque en el fondo no dejaba de hacerme gracia
lo de aquella maldita vieja, incluso me daba la risa, busqué al sobrecargo y
le planteé la cuestión.
—¿Podría conseguirme otro asiento, quizás uno de esos que parecen ir
vacíos en la cola del avión? Es que no tengo ganas de que esa dama me
eche encima otra vez lo que ha comido, ¿comprende?
Inglaterra aún quedaba a unas cuantas millas, por así decirlo. En la
cola del avión hacía más frío, no sé… Era como si hubiese rendijas por las
que penetraba el aire helador del océano. El tipo me dijo que no habría
problema, lo que me supuso gran alivio. Eso sí, en la cola del avión. Tenía
muy cerca el servicio. Así que, viendo que no me había quedado muy
limpio el traje, ni los zapatos, ni los calcetines, primero vomitado por la
vieja y después quemado con la sopa del chino, me fui allí para limpiarme
con más cuidado, sin la prisa de antes.
Allí sí que hacía frío. Allí sí que parecía penetrar el viento helado a
través de infinitas rendijas. Bueno. Me envolví la mano en una más que
suficiente cantidad de papel higiénico, lo mojé un poco y comencé a
repasarme concienzudamente las partes de la chaqueta sobre las que me
había vomitado la vieja, los calcetines, los zapatos… Tuve que renovar
muchas veces el papel, claro. Menos mal que el papel higiénico era de esa
clase que está perfumado, porque me parecía oler espantosamente. Olía a
vómito y a sopa. Cuando me miré en el pequeño espejo del servicio del
avión sentí un poco de lástima hacia mí mismo. Me veía ridículo.
Salí tras un largo rato de aseo, en lo que me fue posible asearme, claro,
que no era mucho, y busqué al sobrecargo para que me condujese a mi
nuevo asiento. En la cola del avión, ya lo he dicho; cerca del servicio
donde había tratado de quitarme al menos el olor que llevaba encima.
Donde más frío hacía. Me senté al fin y respiré tranquilizado, a pesar de
todo. Pensé que realmente me hubiera supuesto una tortura continuar lo
que restaba de viaje junto a aquella anciana. Incluso aunque no hubiese
vuelto a vomitarme encima.
Pronto, sin embargo, me di cuenta de que no estaba solo, de que había
un asiento más, apartado del mío pero relativamente próximo, en el otro
lado del pasillo, que en la cola del avión se estrechaba mucho más aún que
donde había ido antes. Ocupaba aquel asiento un hombre, que dormía, o
dormitaba, con la cabeza recostada contra la ventanilla. Me dije que quizás
fuera mejor dormir un poco yo también. Antes, no obstante, leería un rato
más. O echaría, mejor dicho, un vistazo más a mi libro recién editado, el
que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Para ver si me entraba el sueño,
más que nada.
Me acomodé cuanto pude en mi asiento, lo eché un poco hacia atrás, y
empecé la lectura de uno de mis cuentos, como por encima, de esa forma
en que uno lee, cuando ya está impreso, aquello que repasó tantas veces, y
que corrigió infinitas veces, antes de darlo a la imprenta. Así y todo,
siempre resulta inevitable pensar que hubiera sido mejor escribirlo de otra
manera. Incluso cambiarlo todo… En estos casos, para colmo, uno suele
descubrir erratas que antes había pasado por alto. ¿Pero qué hacer ya? Sólo
anunciarse el firme propósito de corregir las próximas galeradas con más
detenimiento. Para que el siguiente libro lleve menos erratas. No sé si por
temor a encontrarme más erratas, cerré pronto el libro. Miré la portada, en
rústica, lo propio de una edición de bolsillo, que ahora se me antojaba un
tanto grosera. Leí el título: «Tonterías sangrientas: trece historias
cósmicas en la tradición inaugurada por Lovecraft».
A eso, en realidad, se reducía lo que tiempo atrás, cuando creí tener
material suficiente para hacer el libro, había supuesto que sería una
auténtica obra maestra. Pero mi cerebro, mi creatividad, no me había dado
más que para hacer una especie de pastiche. Los cuentos, debo admitirlo,
eran de una simplicidad tan enorme que llamarlos lovecraftianos no
suponía sino un insulto para Lovecraft. O una petulancia de aprendiz de
escritor.
He ahí tu triunfo, Howard, a pesar de todo. Tu apellido convertido en
un adjetivo. Eso es triunfar a lo grande, a pesar de cuentos tan estúpidos
como los míos.
Quizás no sea más que una broma que se me haya considerado siempre
un discípulo de Lovecraft. Así he ido dando conferencias de un lado a otro.
Quiero creer que Lovecraft me soportó sólo por mi petulancia: para reírse
de mí; o acaso porque le hacía gracia, simplemente. No sé si hubiera
aguantado leer que soy uno de sus discípulos…
A veces esas cosas, sin embargo, tienen su envés. Esas bromas del
destino se vuelven contra uno, te golpean. Aunque nadie se dé cuenta de
ello. Sólo tú. Por ejemplo, cuando lees la presentación que alguien ha
escrito sobre ti cuando vas a cualquier sitio a dar una conferencia:
«Miembro del círculo lovecraftiano. Profesor neoyorkino y autor de la
exitosa colección de relatos titulada Más allá de la tumba».
Así, tan indignamente, lo inmortalizan a uno mediante la letra impresa.
Pero mi caso no es el único. Tú sí sabrás, Howard, apreciar estas cosas en
lo que valen, lo que es como decir que tú sí sabrás reírte de todo esto…
Desde donde estés… ¿En dónde? ¿Quizás más allá de la tumba?
Bueno, mientras echaba un vistazo y otro a la portada de mi libro, sin
atreverme a abrirlo de nuevo, y no sólo por miedo a encontrarme con más
erratas, sino por simple vergüenza, o para no avergonzarme más de mí
mismo, comencé a oír los ronquidos del tipo que dormía en el otro asiento.
Roncaba como si llevase por bufanda una boa constrictor. Le eché un
vistazo. Parecía tener unos sesenta años. Sus manos, aun siendo grandes y
fuertes, tenían la piel arrugada. En una de ellas lucía un anillo grueso con
una bonita cruz de plata. Tenía una barba más gris que negra.
Volví a mirar la portada de mi libro y luego otra vez a aquel hombre
que roncaba de manera un tanto angustiosa. Vi entonces en lo que de rostro
le dejaba al descubierto su barba que estaba muy pálido. Era de una
palidez llamativa. No podía dejar de mirarle.
Y entonces abrió los ojos.
Se me quedó mirando extrañado. Tenía los ojos enrojecidos, nada
particular, lo propio de cuando uno los abre tras haberse quedado dormido
un rato. No pareció muy feliz de observar que lo miraba, pues
inopinadamente me soltó, con una voz un tanto rasposa, esto:
—Aquí no.
Naturalmente, me sorprendió aquello. Seguí mirándole, como si le
preguntara, a la espera de una respuesta por su parte. A través de la
ventanilla el cielo era azul y despejado. Un cielo en calma, aparentemente,
aunque el avión seguía atravesando turbulencias que a buen seguro
provocaban en la vieja dama nuevos vómitos… Pero no me iba a levantar
para interesarme por ella.
Reconocí al tipo, era uno que iba atropellando a todo el mundo para
subirse el primero al avión en Singapur.
—Le digo que no me mire así —dijo aquel hombre, cambiando de
posición en su asiento para perderme de vista.
¿Sería un lunático? ¿Un loco peligroso? Mi fantasía comenzó a
desbordarse. Empecé a imaginar titulares de periódico en los que se decía:
«Terror en el aire. Profesor neoyorkino asesinado en pleno vuelo». Hubo
una pausa larga, de varios segundos. El avión seguía dando tumbos en el
aire. Yo no me atrevía a mirar al tipo aquel ni de reojo. Seguía concentrado
en la portada de mi libro. Y entonces oí su voz, ahora más clara, menos
rasposa.
—Perdone —se dirigió a mí—, creo que le he dicho no sé qué…
Discúlpeme, es que tenía una pesadilla…
Tomó aire como un atleta que acabara de llegar a la meta, sacudió su
cabeza y siguió hablándome. Tenía un acento inequívocamente de
Tennessee.
—Amigo —me dijo—, disculpe, pero creo que el whisky me ha hecho
tener un mal sueño.
Le sonreí abiertamente, como para hacerle ver que no me había
molestado. La verdad es que no parecía estar bebido.
—Hacía tiempo que no escuchaba hablar con acento de Tennessee —le
dije.
—¿De veras? Es curioso, porque hace mucho que salí de allí —dijo
golpeando rítmicamente con sus dedos en el reposabrazos del asiento.
—¿Ha vivido en la península Malaca? —le pregunté.
El tipo dio un respingo en su asiento y me miró de frente.
—¿Cómo lo sabe?
No era difícil. Había en el suelo, entre sus pies, una bolsa de viajes de
una compañía aérea de Malaca.
—Esa bolsa… —le dije—. Me llamó la atención cuando
embarcamos… Iba usted tan rápido, además, que a punto estuvo de
derribarme, me tropezó con ella… Vaya, parece que tengo un mal día, todo
el mundo se tropieza hoy conmigo…
—¡Ah! Perdone, amigo… Lo siento mucho, de verdad, pero es que
tenía mucha prisa por subirme a este avión… Temía ser perseguido,
¿comprende?
Creí lo que me decía. Una historia extraña y quizás interesante, me dije
con esa ingenuidad propia de los escritores que ya han empezado a ver
publicado lo que escriben y aspiran a la gloria, aunque se supone que yo
era ya un escritor consagrado, un profesor y conferenciante. Su expresión
era la de un hombre más sincero que torvo.
—¿Tiene algún problema? —le pregunté dándomelas de chico agudo.
—¿Quiere decir que si me escondo de alguien? Quizás… La verdad es
que no puedo presumir de haber hecho muchos amigos en Singapur… ¿Un
enemigo? Sí, podríamos llamarlo enemigo… —me respondió con bastante
tranquilidad.
—Permítame aventurar una hipótesis —le rogué—. Creo que usted
trabaja para el servicio secreto, ¿me equivoco? La verdad es que tiene
usted pinta de espía…
—¿En el servicio secreto? —dijo bajando la voz y mirando a un lado y
otro—. Bueno, sí, aunque no se trata de un servicio tan secreto… La
verdad es que trabajo en una misión, una misión no precisamente
diplomática… Bueno, trabajaba allí hasta ayer mismo, en su servicio —
dijo señalando con su dedo índice al techo del avión.
—¿Quiere decir que…?
—Eso es, amigo. Soy misionero. O lo fui hasta ayer mismo.

Los misioneros suponen una molestia infernal deberían


quedarse en su casa.
Lovecraft, 12 de septiembre de 1925
¿Han conocido alguna vez a un hombre que teme por su vida? Conocí a
uno, hace tiempo, cuando aún era yo un estudiante veinteañero que
trabajaba en cierta oficina de un tipo metido en negocios no precisamente
limpios. Alguien le quería cobrar unas deudas. El tipo temía por sí mismo
tanto como por su familia. Iba de un lado a otro como enloquecido.
Recuerdo que resultaba difícil cruzar con él dos palabras, porque no te
escuchaba.
Con mi compañero de viaje hablar resultaba sencillo. La verdad es que
parecía tranquilo, cómodo en el asiento del avión. Sus ojos no denotaban
preocupación alguna. Y además sabía escuchar. Atendía con mucha
gentileza a cualquier cosa que le dijese o preguntara. Era además un
hombre muy educado, que se expresaba con absoluta corrección. No
parecía acosado.
Claro está, no sabía si me decía la verdad. O si su historia era una
excentricidad, como su barba. Si creía sus palabras era sólo porque me
parecían sinceras. Una simple impresión que a veces basta para saber qué
catadura posee el tipo al que tenemos delante. No se veía en la necesidad
de reafirmar sus palabras asegurando, tras cada relato de cualquier cosa
sorprendente, que decía la verdad. Hablaba con una franqueza tal que
inspiraba la confianza que de inmediato se ganó conmigo. Tampoco me
contó nada truculento, como que se había visto obligado a huir porque
había violado a la hija de un brujo de cualquier tribu, por ejemplo…
Aunque algunas de las cosas que me contó, acerca de la región en la que
había trabajado —en un lugar llamado Negri Sembilan, al sur de Kuala
Lumpur— parecían increíbles: casas invadidas por pequeños árboles que
llegaban hasta ellas para quedarse; edificios que se esfumaban de la noche
a la mañana, incluso algunas dependencias gubernamentales; carreteras
que también se evaporaban; algún misionero que igualmente parecía
haberse esfumado de la noche a la mañana con su casa a cuestas, sin dejar
rastro… Y arañas tan grandes como la espalda de un hombre.
—Había una muchacha en una aldea a la que se le metió por la oreja,
mientras dormía, una araña. Fue creciendo en su vientre de tal manera, que
todos la supusieron embarazada. Al cabo del tiempo normal de un
embarazo, alumbró uno de esos sucios bichos, más grande que las espaldas
de un hombre de dos metros —fue una de las historias que me refirió.
Por no hablar de los mosquitos que parecían aviones… Las regiones
por las que anduvo, me decía, estaban preñadas de manglares, ciénagas y
plantaciones de caucho más grandes que muchos reinos medievales
europeos. Unas regiones tan húmedas que hacían sentir a cualquiera asco
de sólo tocarse su propia piel.
Todo aquello, en el avión, parecía un cuento, uno de esos cuentos
coloreados. Ninguna de aquellas cosas parecía posible a la vista de los
uniformes del sobrecargo y las azafatas, volando en un avión al que no
conseguían tirar las turbulencias, rodeados de gente convencionalmente
vestida que bebía refrescos y comía cualquier cosa previamente sometida
a los mayores controles sanitarios. Aunque nada me hacía dudar de la
veracidad de sus palabras, tampoco es que me lo creyera todo. Quizás sólo
me creía la mitad de lo que me contaba, atribuyendo el resto, bien a su
fantasía, bien a la asunción que había hecho de las leyendas tradicionales
del lugar. Pero una semana después de regresar a Brooklyn, tras la escala
en Londres, cuando fui a ver a mi sobrina y eché un vistazo a uno de sus
volúmenes de geografía universal, leí lo siguiente: «En la península de
Malaca y en la isla de Singapur se dan las especies de insectos más
grandes y variadas del mundo. También los árboles y las orquídeas que
crecen en esta tierra representan las variedades más salvajes y grandes de
que se tiene noticia». Seguía extendiéndose el libro acerca de la infinita
variedad étnica y lingüística de ese rincón del mundo, de su humedad
extrema, de la abundante fauna y de las selvas «en las que según algunos
exploradores habitan bestias monstruosas no conocidas por el hombre
civilizado».
Sin embargo, aquel hombre me había hablado también de lugares
absolutamente paradisíacos.
—Hay una montaña en el centro mismo de la península —y dijo un
nombre impronunciable— que es el lugar más hermoso que pueda
contemplarse. Y hay villas a lo largo de la costa que son maravillosas,
mucho más que cualquier aldea de las islas del Pacífico… Querían
levantar la nueva misión en el interior de la península, en la región central,
pero… Alguien dijo que era una zona en exceso calurosa, lo que es
mentira… Hace mucho más calor en Nueva York durante el verano… En
realidad lo que querían era levantar una misión en la selva.
—Curioso —dije.
—Allí, la gente —siguió diciendo— es muy amable, la más
hospitalaria del mundo… Usted habrá oído decir mil cosas acerca de los
musulmanes; pues bien, en la península Malaca, y sobre todo en el
interior, son fundamentalmente musulmanes suníes; y a pesar de que
nosotros somos cristianos nos trataban con un cariño extraordinario. Y
nadie se metía con nosotros. Claro está que tampoco nosotros
pretendíamos convertirlos a la fuerza, sólo tratábamos de prestarles ayuda
en lo que les fuese más necesario. Cristianizábamos sólo a los que
deseaban ser cristianos. Y levantamos un hospital para atender a todo el
mundo, sin distinción de credos. Atendíamos a la gente nosotros mismos,
los misioneros, de la mejor manera posible… Sólo contábamos con un
médico que iba por allí dos veces al mes. Teníamos en nuestro hospital
hasta una biblioteca. Y un salón de conferencias en el que se hablaba de
todo, no sólo de teología. A veces se llegaban hasta nosotros incluso los
lontoks.
—¿Quiénes?
—Los sacerdotes tribales, los hechiceros de las tribus… No eran
musulmanes, claro, ni cristianos… Iban a que les prestáramos asistencia.
Tampoco nos molestaban. Y nosotros hacíamos todo lo posible por no
molestarles… Quizás por eso logramos convertir al cristianismo a muchos
de ellos.
Hizo una pausa. Me pareció que se entristecía, que le caían de golpe un
montón de años encima. Siguió hablando:
—Fui muy feliz el tiempo que estuve allí… Pero me llamaron para que
abriese la misión en plena selva.
Hizo una nueva pausa y ambos nos quedamos mirando a una mujer,
una medio china, que se dirigía al servicio. El avión seguía dando tumbos
y la mujer, cómo no, se tropezó con el reposabrazos de mi asiento y a
punto estuvo de caérseme encima. Me pareció que aquel hombre la miraba
amoscado.
—He estado en muchos lugares diferentes —siguió diciéndome—, en
América del Sur, por ejemplo, en un montón de países bellísimos, y en
Asia, en China… También en Japón… Pues bien, ningún lugar he visto tan
hermoso como aquel en el que se alzó nuestro pequeño hospital. Bien,
pues obediente como lo soy partí a cumplir con el encargo que se me hacía
de inaugurar una nueva misión. Aunque se me partiera el corazón de pena
al verme obligado a abandonar aquel lugar y me diese bastante miedo
adentrarme en la selva… Me acompañaban dos nativos, convertidos al
cristianismo ambos, dos buenos muchachos que además me servirían
como intérpretes.
—¿No había aprendido aún su idioma?
—Sí, pero en el interior, y más entre las tribus de la selva, se hablan
hasta doce dialectos distintos… Aquellos muchachos los conocían todos.
No podía conversar directamente con los que hablaban agon-digautan, o lo
que es igual, la lengua más antigua de la región, aquella de la que parten
todos los dialectos… Le aseguro que es muy enrevesada… Nunca logré
aprenderla, a pesar de mis intentos y de la ayuda de la gente… Quizás no
estuve allí el tiempo suficiente —dijo mirándose las manos con gesto de
mucha tristeza.
—¿Tuvo problemas con los nativos de la selva? —le pregunté.
—La verdad es que no se parecen en nada a los demás —dijo sin
querer contestar directamente a mi pregunta—. Son la gente más sucia del
mundo… No podía dejar de preguntarme cómo pudo crear Dios
semejantes criaturas… Los más civilizados, por así decirlo, son los que se
hacen llamar chauchas; tienen algunas costumbres tomadas de los colonos
franceses, pero los franceses no se mezclaron con ellos. Son perfectamente
asiáticos. Como chinos con la piel muy oscura. Y de muy baja estatura. Y
muy arteros. Se dicen musulmanes, pero le aseguro que no tienen nada que
ver con los suníes de otras regiones… Son, en realidad, como hombres
primitivos… Por sus ritos, quiero decir… Nada que ver ni con las
costumbres de los musulmanes malacos ni con las de influencia francesa
que se observan en otros lugares, sobre todo en la costa… La verdad es
que me parece que mantienen esos ritos simplemente porque les gusta ser
violentos —trató de sonreír pero su gesto era de repugnancia—. Así se
hacen respetar ante los demás.
—No le recibieron bien, supongo —aventuré.
—No, no; en principio parecieron aceptarme… Permitían que me
acercara a ellos, que les hablara, siempre a través de mis intérpretes, claro,
incluso que los acompañase cuando salían a cazar y a pescar. Y no se
negaban a que les predicara acerca de nuestros valores, a que les hablara
de la Salvación… Siempre sonreían… Sí, sonreían todo el rato, como los
chinos… Sonreían como si en verdad me aceptaran de buen grado…
Hizo una pausa, carraspeó.
—Supongo que en realidad no le aceptaban —dije.
—Mire, hay una especie propia de la península Malaca, parecida a un
caracol, pero más grande que los caracoles que conocemos nosotros. Es
una especie de tótem de la muerte… Lo llaman el caracol chaucha…
Dicen que cuando aparece un caracol en la sombra de alguien, está
condenado… Pero le diré por qué lo llaman el caracol chaucha…
—¿Sí?
Echó una mirada al resto del pasaje, levantándose de su asiento para
ver mejor.
—Se imaginará que tanto los muchachos que me acompañaban como
yo dormíamos en tiendas de campaña. Lógicamente, hasta que no
hubiéramos hecho un número suficiente de adeptos no podríamos empezar
a construir la misión… Bien. El tiempo, allí, era realmente infame, más
húmedo que en cualquier otro lugar, todo lleno de mosquitos enormes e
insaciables. Comencé a ver síntomas de debilidad en mis acompañantes…
No duraron mucho conmigo.
—¿Quiere decir que lo abandonaron?
—Sí, a la semana de llegar… Pero no digo que me abandonaran…
Digamos que desaparecieron… Volvíamos ya al atardecer un día, después
de caminar un largo trecho en busca de gentes que quisieran oír nuestras
prédicas… Yo iba acompañado de uno de los dos muchachos, y el otro se
nos había adelantado, partiendo antes que nosotros, para preparar algo de
comer… Bien, yo iba delante, caminando sobre la hierba y hablándole
para animarlo, pues sabía que estaba muy cansado, cuando de repente me
volví y ya no estaba. Eso, según las tradiciones del lugar, solía pasarles a
quienes les pisaba la sombra uno de aquello repugnantes caracoles.
Hablaba ahora con la voz temblorosa. Recordé algún viejo documental
que había visto en los años 40, acerca de los sacrificios tribales que se
llevaban a cabo en aquella parte del mundo de la que venía mi compañero
de viaje. Ya no me cabía la menor duda de que decía la verdad.
—Cuando llegué, a todo correr, asustado, tampoco vi al otro… Tenía la
esperanza de encontrarlos allí, juntos, aunque la verdad es que ningún
razonamiento lógico me permitiera esperarlo, y de repente me encontré
solo, en aquella región inhóspita, sin conocer el dialecto de aquellas
gentes… Sólo podía comunicarme con los chauchas mediante gestos y con
algunas palabras de la lengua malaca mayoritaria que también utilizaban.
Claro que sospechaba. No paraban de reírse todo el tiempo. Así, durante
una semana entera, riéndose sin parar, sin disimulo. Comencé a suponer,
por ello, que habían tenido algo que ver en la desaparición de mis
acompañantes —la palidez del misionero resultaba ahora asustante—.
Pasó una semana; una mañana vi que venían hasta mi tienda con uno de
los dos muchachos, cosa que me alegró como no se puede usted
imaginar… Supuse que se había perdido, que ellos lo habían rescatado…
Estaba felizmente vivo, me dije… Pero le hablé y no me contestó. ¿Se
imagina lo que le había ocurrido? Le habían… —e interrumpió su relato
con lágrimas en los ojos.
Le habían cortado la lengua. Pero entonces ocurrió algo. El avión pegó
otra sacudida tremenda, siempre a causa de las turbulencias, y se dejó
sentir un grito en el lavabo. Poco antes se había dirigido allí un viejo, todo
vestido de blanco, en el que me fijé cuando pasaba a mi altura, primero
temiendo que se me cayese encima, y en segundo lugar porque tenía un
aspecto bastante cómico… El viejo se había caído en el servicio. De ahí su
grito. Casi todo el pasaje se volvió a mirar hacia atrás, asustado. Corrió el
sobrecargo para ayudarle. Cuando le sacó de allí y lo llevaba hasta su
asiento, los demás pasajeros le miraban con rabia, por haberles dado
tamaño susto. Que alguien pegue un grito de espanto en un avión es algo
que impresiona mucho.
Aunque se trató de un accidente a todas luces insignificante, no
pudimos por menos que estar atentos a lo que ocurría. Así, el misionero
interrumpió su relato. Lo vi reconcentrado, mesándose la barba. Luego
siguió hablando, cuando se hizo la calma de nuevo en el avión, pero de
otras cosas, desde luego bastante más triviales. Por ejemplo, del precio de
la comida en nuestro país. Me dijo que se dirigía a Florida, donde esperaba
recuperarse antes de volver a cualquier misión a la que lo enviara su secta.
Naturalmente, no pude evitar preguntarle qué pasó, finalmente, con aquel
muchacho al que le habían cortado la lengua. Lacónicamente me dijo que
murió poco después y los chauchas se lo comieron.
Llegamos a Londres. El avión hizo su pertinente escala y seguimos
viaje hacia América. Poco después del despegue nos sirvieron bebidas.
Horas más tarde avistábamos ya Norteamérica, primero como un dedo de
hielo, después como una gran pradera. No hablamos en todo ese tiempo.
No obstante, cuando ya nos aprestábamos a tomar tierra di a aquel hombre
mi dirección, o mejor dicho, la dirección de mi hermana en Indian Creek,
a las afueras de Miami. La verdad es que, nada más hacerlo, me
arrepentí… Al fin y al cabo, ¿quién era? ¿Qué sabía de él aparte de lo que
me había contado? Me dio las gracias y su nombre: Ambrose Mortimer.
—Mi apellido significa Mar Muerto —me dijo—. Viene del tiempo de
las cruzadas.
No lo sabía y me hizo gracia enterarme. Le dije que le deseaba suerte,
insistí en que acudiera a mi hermana si precisaba ayuda, o si quería
ponerse en contacto conmigo, y me respondió con una mirada muy triste:
—La verdad es que no sé si puedo seguir diciéndome misionero…
Ayer, cuando abandoné la península de Malaca, aún creía que sí… Pero lo
cierto es que vuelvo a territorio civilizado… No sé qué pinta un misionero
en un país civilizado…
—Aquí al menos no le perseguirá nadie —le dije.
—¡Quién sabe! —exclamó sonriendo tristemente—. Mire, poco antes
de despegar de Singapur, y después, en la escala en Nueva Delhi, y
posteriormente en Heathrow, oí que alguien entonaba a mis espaldas cierta
canción… No vi quién lo hacía en ninguno de los casos… Una vez, cuando
me dirigía al servicio para hombres del aeropuerto; otra, cuando paseaba;
la tercera, cuando de nuevo estábamos a punto de tomar el avión… Pero sé
bien de qué canción se trata, una canción que hacen en el dialecto de esa
gente infame, los chauchas… No sé lo que dice la canción, pero sí que es
una especie de amenaza… Bueno, una amenaza con todas las letras.
—¿Y para qué limitarse a cantar si le seguían? Supongo que hubieran
intentado algo, no sé, atacarle quizás…
—Sí, tiene usted razón… Es ilógico, pero sólo para nosotros, hombres
civilizados… Supongo que forma parte del ritual.
—¿Qué ritual?
—No lo sé, pero estoy seguro de que no debe de tratarse de una fiesta
para la víctima —dijo.
Me pareció tan aterrorizado que decidí no seguir haciéndole preguntas.
El ambiente en el avión estaba muy cargado. Tenía ganas de que
aterrizáramos en Nueva York de una vez. Olía a ropa sucia y a carne
humana. Yo, claro, olía a vomitona.
Casi sin darme cuenta, olvidándome incluso de mi decisión de no
hacerle más preguntas, me sorprendí hablándole de nuevo.
—Pero usted debió de oír esa canción antes, porque la reconoció —le
dije.
—Sí —me dijo mientras el avión sobrevolaba Maine y desde allí
arriba me dio por pensar, si bien fugazmente, que la tierra era un lugar
realmente pequeño—. Alguna vez oía a las mujeres chauchas cantándola…
Lo hacían mientras trabajaban en el campo, como si fuera un canto de
labor, una de esas canciones que tienen para pedir buenas cosechas a sus
divinidades.
Me aguanté las ganas de preguntarle más cosas. Un rato más tarde
veíamos desde el avión esa especie de neblina azafranada que cubre
Manhattan. Se encendió el letrero que avisa de que no se puede fumar. Se
encendió el letrero que insta a abrocharse el cinturón.
—Bueno —dijo entonces mi compañero—, el vuelo hacia Miami parte
una hora después de que tomemos tierra… Espero que no lleve retraso…
Aprovecharé para dar un paseo y estirar las piernas, el viaje desde Londres
se me ha hecho muy largo… Quizás aproveche para comprar algo.
Me dio la impresión de que hablaba más para sí mismo que por
comunicarse conmigo. De nuevo lamenté haberle dado la dirección de mi
hermana Maude. Quizás aquel hombre decidiera cursarle visita… Bueno,
también podía ocurrir que no lo hiciera, que se olvidara… Y hasta que
perdiese el papelito en donde le había apuntado la dirección y el
teléfono… Y si la llamaba, qué diablos… Total, mi hermana y él eran de la
misma edad, seguro que tendrían algo que contarse. Mi hermana, por ser
viuda, no tenía ya a su lado a un marido que pudiera sentir celos del pobre
misionero… No podía seguir reprochándome haberlo hecho.
Cuando el avión iba ya a tomar tierra dejamos de hablarnos, mirando
al frente como dos perfectos extraños.
—Ha sido un placer —dijo estrechando mi mano cuando ya en tierra
nos despedimos.
—Procure descansar en Miami —le dije eufórico al verme libre ya del
ambiente opresivo del avión después de tantas horas de viaje, casi un día
entero—. Descanse, que le vendrá bien.
—Lo sé —me respondió—. Que Dios le bendiga, joven.
Me disponía a ir en busca del equipaje, cuando oí que me decía:
—Y no se preocupe, que no me olvidaré de llamar a su hermana.
Aquello ya no me dejó tan contento.
Cuando salía me topé con la vieja que me había vomitado encima. Esta
vez se limitó a sonreírme.

Un problema que se plantea con las despedidas en los aeropuertos es


que pueden ser redundantes. Un rato después de recuperar mi equipaje, y
antes de salir en busca de un taxi, decidí inopinadamente darme una vuelta
por una de las tiendas de regalos con la intención de comprar algo… Allí
vi de nuevo al misionero.
Él no me vio llegar; yo dudé unos instantes; no me decidía ni a
marcharme ni a entrar. Estaba justo frente a uno de esos anaqueles en los
que hay libros de bolsillo, junto a los periódicos y las revistas. Estaba lo
que se dice matando el tiempo, quizás tratando de encontrar algo para leer
durante su viaje desde Nueva York a Miami.
Por alguna razón —llámese vergüenza, si se quiere— me pareció
ridículo entrar allí y tener que saludarle de nuevo, y otra vez despedirnos
un rato después, así que me aparté lo justo como para hallar un punto
desde el que observarle a través de las lunas de la tienda, sin que él se
diera cuenta.
Entonces vi que dejaba de mirar los libros, probablemente porque no
encontró ninguno que le pareciera suficientemente atractivo, y se fue hasta
la sección de discos. Empezó a mirar las carátulas con mucho
detenimiento. Lo propio, me dije, de quien en realidad no tiene ganas de
comprar nada y anda matando el tiempo… Sacaba un disco, lo miraba por
detrás y por delante, lo dejaba donde antes, volvía a sacar otro disco… Y
así un buen rato… Pero se detuvo especialmente con uno. Lo miró como
había mirado los otros… Y soltó un grito aterrador, dejando caer de sus
manos el disco y echando a correr fuera de la tienda, a punto de llevarse
por delante a una familia que pretendía entrar justo cuando él salía
despavorido.
—Es que va a perder su avión —se me ocurrió decirle a la atónita
vendedora.
Me preguntaba qué podía haberle sorprendido tanto. Vi el disco que
había dejado caer al suelo antes de salir gritando de la tienda. Me agaché a
recogerlo: era una grabación de jazz, un disco del saxofonista John
Coltrane. Confundido, miré hacia la puerta, pero claro, ni rastro de mi
compañero de viaje. Había desaparecido entre la multitud que pululaba por
el aeropuerto.
Parecía evidente que algo de lo que contenía aquel disco lo había
puesto en fuga. Pero, un simple disco… ¿De qué podría tratarse? Miré
detenidamente la carátula. Aparecía Coltrane fotografiado con una puesta
de sol tropical a sus espaldas, con el saxofón entre sus manos, al que el sol
aún extraía un brillo que no resultaba precisamente inquietante sino
prometedor de buena música… Un negro con un saxofón, nada más.

Nueva York eclipsa a muchas ciudades con la espontaneidad


cordial de sus gentes; por lo menos con la espontaneidad cordial
de las gentes a las que yo he conocido en la ciudad.
Lovecraft, 29 de septiembre de 1922

¡Qué rápido cambian tus impresiones! Vuelves dos años más tarde a un
lugar que te pareció deslumbrante y sólo ves en él poco menos que hordas
de alienígenas…
¿Qué hace que en ocasiones los sueños más hermosos se derrumben
con estrépito? ¿Por qué ese imposible maridaje entre lo real y lo soñado,
cuando lo soñado es verdaderamente grato? ¿Y todas esas caras extrañas y
hasta desagradables en el metro? A veces tengo la sensación terrible,
Howard, de que la pesadilla está en uno mismo, por mucho que se le
quiera buscar otros responsables.
La verdad es que cuando estoy en Nueva York suelo añorar mi
bungalow tropical con sus horribles muebles, con su aire acondicionado
que parece siempre a punto de romperse definitivamente, en medio de esa
humedad indefinible del ambiente… Y cuando estoy en mi bungalow,
escribiendo, o intentándolo, añoro hallarme en Nueva York, paseando por
Central Park o dirigiéndome al Museo de Historia Natural, o abriendo el
cajetín de correos en mi edificio de apartamentos para recibir la postal que
me envía Maude. O visitando el Museo de Historia Natural con mi
sobrina. A mi sobrina siempre le encantó el Museo de Historia Natural.
Cuando era niña le gustaban las ballenas y los dinosaurios.
Tras aquel viaje a Nueva York desde Singapur había quedado con ella
directamente en el Museo. Ellen, mi sobrina, la hija de Maude, me hizo
esperar más de veinte minutos. Pensé mucho en ti, Howard, durante todo
ese tiempo… Pensé que Nueva York, que tanto te maravilló en los años 20,
ahora te resultaría un lugar espantoso. Supongo que te encantó aquel
Nueva York en blanco y negro, con música de mambo por las calles. Me
acordé de ti especialmente cuando vi en una calle a otro negro con un
saxofón.

Mi sobrina me pidió disculpas al llegar, lamentando el retraso.


—¿Aún aguantas aquí? —me dijo después—. No sé cómo no te has
ido… con toda esa gente… Mírales —dijo tomando de la mano a Terry, su
hijito, y señalando hacia un lugar, poco más abajo de la entrada al Museo,
donde había varios muchachos negros y latinos…
—¿Es que Brooklyn te parece mejor que esto? —le pregunté.
—Por supuesto —dijo ella—. Pero, vamos, entremos en el Museo de
una vez, no conviene estar mucho tiempo en la calle, sin moverse… Esto,
desde luego, no se parece en nada al lugar al que me traías de niña, ¿te
acuerdas?
Echamos a caminar. Saqué entonces la tarjeta postal que había recibido
de su madre y se la leí… Maude me contaba que estaba leyendo de nuevo
las novelas de Pearl S. Buck. Me decía también que el reverendo Mortimer
había vuelto a visitarla y que se lo habían pasado muy bien charlando…
Luego me recomendaba que tuviese cuidado, de vuelta ya a mi bungalow,
durante la estación de los huracanes.
Terry estaba deseoso de acceder a la sala de los dinosaurios y nos
seguía todo lo rápido que era capaz mientras su madre y yo subíamos las
escaleras. El Museo entero era un auténtico guirigay de voces y risas,
todas las salas hasta arriba de niños, preadolescentes y adolescentes…
Primero nos dirigimos a la sala de los reptiles, en donde los muchachos,
que no cesaban en sus voces ni en sus risas, decían de todo, cualquier cosa,
alguna francamente obscena.
Terry se mostraba impaciente.
—Esto ya lo he visto en el colegio —protestó—. Quiero ir a ver los
dinosaurios… Y aquello también me lo sé —dijo señalando a la sala del
fondo, la que se anunciaba como dedicada al Gran Cañón.
Cursaba entonces el séptimo grado de la enseñanza primaria y
empezaba a hacer valer sus opiniones. Casi todos los niños que había por
allí eran mayores que él.
Me sorprendió lo que dijo cuando al fin, en la sala que ansiaba, nos
plantamos ante el brontosaurio:
—¡Bah! No me acordaba de que sólo tienen el esqueleto…
Se aburría, era evidente. En los meses que llevaba sin ir al Museo
había desarrollado ese sentido crítico que ayuda a crecer a los niños. La
sala de los dinosaurios le había supuesto, definitivamente, una completa
frustración, digamos intelectual.
Salimos, más que nada para conversar su madre y yo de distintas cosas
mientras paseábamos por los amplios pasillos del Museo, sorteando niños
mayores que Terry y más revoltosos, preadolescentes, adolescentes. Terry
no hacía otra cosa que protestar, porque, en su opinión, todo estaba lleno
de huesos. Ante la puerta dedicada al Hombre de África —así de
pomposamente se anunciaba aquella sala— hizo un comentario curioso:
—Aquí también hay huesos.
La verdad es que empezaba a cansarme de su aburrimiento. Un poco
más allá, ante la sala que se anunciaba como dedicada al Hombre de Asia,
dijo Terry ante unas figuras chinas:
—Esto ya lo he dado en el colegio.
Ni se paró ante una figura que había en una gran urna de cristal,
ataviada a la usanza tradicional.
Una figura que me llamó poderosamente la atención. La verdad es que
nunca antes había reparado en ella, pasando por allí como lo hacía Terry,
como si yo también hubiera tenido información suficiente en el colegio…
Terry, que me observó contemplándola con tanto interés, se me acercó
entonces y me dijo:
—No te creas que es un chino, aunque lo parezca… —y recitó de
seguido, con la lección bien aprendida—: Es de una tribu de la península
Malaca, Federación de Malasia… Pertenece al siglo XIX.
Y se quedó en silencio, haciéndose el interesante.
—¿Seguro? —le pregunté.
—Sí… Pero en el libro ese que hay allí —dijo señalando una mesa en
la que había varios atlas y otros volúmenes— no pone de qué tribu es… Ya
lo he mirado…
—Bueno, la verdad es que me gustaría encontrar a alguien que pudiese
informarnos al respecto —dije.
La verdad era que sí, que deseaba tener más información que aquella
tan sucinta que se ofrecía en la placa de la urna… Terry, sin decir palabra,
echó a andar tras hacer un gesto como dándome a entender que acaso
pudiera ayudarme en la investigación que pretendía, y lo seguimos. Pero
una colegiala, una adolescente tan sabihonda como bonita, y que al parecer
había oído nuestra conversación, me dio un golpecito displicente con el
catálogo que tenía en la mano y me dijo:
—No encontrará a nadie que pueda informarle… Están todos de
vacaciones… Hasta septiembre no habrá nadie en el archivo.
No obstante, me ofrecía, siempre displicente, el catálogo. Lo tomé,
busqué en el índice la página que me señalaba con un dedo, y leí: «El
inmenso continente asiático tiene la consideración de cuna de las
civilizaciones, pero es, en realidad, la cuna del hombre». Evidentemente,
el catálogo había sido escrito antes de que se produjeran las campañas que
ahora conocemos, en contra del sexismo, pues hablaba del hombre y no
mencionaba a la mujer… Miré la fecha. La primera edición era de 1958…
Un tanto anticuado, me dije… ¿Tan mal andaba de fondos el servicio de
publicaciones del Museo? No obstante, cuando me disponía a pasar las
hojas rápidamente, para devolverle a la chica su catálogo, vi algo ante lo
que no pude sino detenerme con gesto de sorpresa, algo que aludía a la
figura de la urna de cristal:
«Túnica de seda verde, atavío ceremonial de la región de Negri
Sembilan, una de las más antiguas provincias de Malasia. La figura,
representación de un nativo de la región, lleva en la túnica un bordado en
el que aparece una figura negra que lleva colgado al cuello un cuerno con
el que anuncia el inicio de las ceremonias. Se cree que esta figura es una
representación de los Heraldos de la Muerte, que anuncia con su cuerno,
también, las calamidades que se ciernen sobre los habitantes de las tribus.
Recogida de manos de un donante anónimo, la túnica de seda parece
provenir de la tribu de los tcho-tcho y seguramente data del siglo XIX».
—¿Qué te pasa, tío? ¿Te encuentras mal? ¿Qué dice ahí? —oí que me
preguntaba Terry mientras su madre, ajena a nosotros, admiraba aquella
túnica—. Mi cara, supongo que de asombro, estaba a punto de reafirmarle
en su sentimiento poco antes expresado de que no le gustaba la gente de la
antigüedad.
Le di el catálogo que me había prestado la adolescente, a la que
entonces no veía por la sala, y caminé unos pasos hasta encontrar el apoyo
de una columna. Necesitaba pensar un poco. La tribu de los tcho-tcho, se
decía en aquella información. Un nombre que aparecía en varios cuentos
de Lovecraft y sus auténticos discípulos; Howard, incluso, los tacha de
«abominables tcho-tcho». Hasta entonces había pensado que eran producto
de sus imaginaciones, entes puramente ficticios.
Estaba claro mi error. Los tcho-tcho no eran una invención de
Lovecraft. Eran los chauchas de los que me había hablado el misionero.
Naturalmente, aquello no podía sino desbocar mis ansias de escribir
una historia. Aquello, compréndase, no podía sino alentar mi imaginación,
últimamente un tanto aletargada cuando me sentaba a escribir. Tenía que
recabar mayor información al reverendo Mortimer. Daba igual si
exageraba o no. Daba igual si lo que me contaba era verdad o simple
tradición legendaria… Ya me encargaría yo de ponerlo como es debido en
un buen libro de ficciones… Seguro que encontraba buen material para
elaborar tres o cuatro cuentos a propósito de los chauchas, tras releer las
historias de Howard que hablaban de los tcho-tcho. En el fondo, la
inspiración estaba de nuevo ahí, en Howard.

Para mí, la correspondencia es el mejor sustitutivo de la


conversación.
Lovecraft, 23 de diciembre de 1917

Me hizo gracia, días después, doblar una esquina y toparme casi con un
negro que tocaba su cuerno… Su saxofón, vamos… No era Coltrane, desde
luego, sino un músico callejero… La verdad es que desde lejos bien podía
parecerse a la figura de la urna de cristal del Museo, con su curvo cuerno
colgado del cuello.
Un mes después mi sorpresa fue aún mayor. Recibí, ya en mi
bungalow, carta de mi hermana… Y un recorte del Miami Herald en el que
había escrito a bolígrafo: «¡Atención! ¡Noticia terrible!»
No reconocí su cara, porque la foto era evidentemente de mucho
tiempo atrás, además de mala. Era de un hombre perfectamente afeitado,
por otra parte… Pero nada más comenzar a leer aquel recorte supe de
quién hablaba la noticia:

RELIGIOSO DESAPARECIDO EN TORMENTA


(Miércoles) El reverendo Ambrose B. Mortimer, de 56 años, natural de
Knoxville, Tenn., y pastor de la Iglesia de Cristo, desapareció durante el
huracán que azotó nuestras costas el lunes pasado. Portavoces de la orden
aseguran que Mortimer había dejado de ejercer como misionero, tras
servir durante diecinueve años en distintas partes del mundo, los últimos
en Malasia. Tras llegar a Miami en julio pasado, residía en el 311 de la
Pompano Canal Road.

Mala suerte, me dije… Ya no podría consultarle… Ya no recibiría de él


la información que le había pedido, acerca de los chauchas. Me sorprendió
que fuese más joven de lo que aparentaba… No pude pensar en la fatalidad
del destino. Tantos años en tierras peligrosas e iba a perder la vida durante
una fuerte tormenta, exageradamente tildada como huracán… El destino
se lo había tragado irremediablemente. No pudo evitar esa fatal
alcantarilla que es el destino.
Mis pensamientos, en cualquier caso, no iban a estancarse ni por la
pena que me daba la triste desaparición del reverendo Mortimer ni por la
carencia de esa información que le había pedido. Es verdad que en
ocasiones soy víctima fácil de algo parecido a la depresión, pero también
es verdad que desde hace tiempo suscribo los principios de esa filosofía
tan propia de Howard, que alguno de sus biógrafos ha denominado
futilitarista.
Pesimista como lo soy, en la futilidad encuentro a veces el aliento para
seguir. En cualquier cosa aparentemente vana, que me sirva, no obstante,
como punto de partida para acceder a ese punto en el que el pensamiento
ya vuela solo y establece sus premisas más analíticas. Podía ser verdad lo
que decía aquel recorte de prensa, que Mortimer había desaparecido en
mitad de la tormenta. Y también podía haber ocurrido que Mortimer
aprovechara la circunstancia, el azar meteorológico, para desaparecer sin
dejar rastro. Y hasta podía haber ocurrido igualmente que cualquier
fanático de su secta hubiese aprovechado aquello para quitárselo de
encima, toda vez que acaso los problemas en que se había visto envuelto
en la península de Malaca afectaran de manera notable a su iglesia.
Escribí a la policía de Miami aquella misma tarde.
«Señores —así comenzaba mi carta—, habiendo tenido noticia de la
reciente desaparición del reverendo Ambrose Mortimer, me pongo en
contacto con su Departamento para ofrecerles información que acaso les
resulte útil para avanzar en sus investigaciones».
No creo necesario reproducir aquí y ahora los términos en que se
expresaba mi carta. Baste decir que referí en detalle, a la policía de
Miami, la conversación que mantuve durante aquel vuelo con Mortimer,
haciendo especial hincapié en los temores que el misionero me había
expresado, que podían resumirse en uno solo: miedo a ser víctima de un
asesinato ritual a manos de los tcho-tcho, o chauchas. Después envié la
carta a mi hermana, para que la hiciera llegar ella a su destino, pues no
estaba muy seguro de poner bien la dirección del Departamento de Policía
de Miami.
La policía me contestó con una rapidez inusitada, aunque de forma que
llamaría más cortante que cortés.
«Estimado corresponsal —así empezaba su misiva el sargento
detective A. Linahan—, a propósito del reverendo Mortimer le
comunicamos que poseemos amplia y suficiente información acerca de su
vida y actividades como misionero, no obstante lo cual le agradecemos la
que usted nos brinda, que ya conocíamos. En lo que a su desaparición se
refiere, sólo podemos hacer público, por el momento, que la búsqueda
iniciada en los alrededores de Pompano Canal tras la tormenta en la que
supuestamente desapareció dicho reverendo, no ha arrojado datos
positivos. Siguen las investigaciones. Gracias, en cualquier caso, por su
comunicación».
Bajo su firma, sin embargo, el sargento detective A. Linahan había
escrito una posdata de su puño y letra, en un tono más personal:
«Quizás le interese saber que recientemente tuvimos constancia de la
presencia de un hombre con pasaporte de Malasia que había reservado
habitación en el North Miami Hotel para todo el verano. Sin embargo,
abandonó Miami dos semanas antes de que su amigo el reverendo
Mortimer desapareciese. No puedo decirle más, pero tenga por seguro que
lo mantendré informado en todo momento del curso de nuestras
investigaciones, que esperamos concluyan en breve, dado que nuestros
servicios se emplean denodadamente en las mismas».
La carta de Linahan estaba fechada el 21 de septiembre. Antes de que
trascurriera una semana, recibí otra de mi hermana con un nuevo recorte
del Herald, desde ese instante, como en una vieja novela victoriana, mis
especulaciones, lo que es como decir el presente relato, adquirieron una
forma que llamaría epistolar.
En el recorte que me envió mi hermana aparecía la foto del pasaporte
de un sujeto, aquel al que se refería el sargento detective en su posdata, y
la siguiente información:

BUSCADO PARA INTERROGATORIO


(Jueves) La policía busca en estos momentos a un ciudadano que viaja
con pasaporte de la Federación Malasia, pues supone que puede estar
relacionado con la desaparición del religioso norteamericano, de la que
ya informamos recientemente. El ciudadano de la Federación Malasia,
que según su pasaporte responde al nombre de D. A. Djaktu-Tchow, al
parecer alquiló un apartamento amueblado en Barkleigh Hotella, 2401
Culebra Ave., tras abandonar su habitación en el North Miami Hotel. La
policía dice, no obstante, que se le ha perdido todo rastro desde el pasado
22 de agosto y que su visado expiraba el 31 de dicho mes. La policía se
muestra sumamente interesada en su localización para proceder al
interrogatorio de dicho ciudadano de la Federación Malasia y determinar
si se pueden o no formular cargos. El reverendo Ambrose B. Mortimer
permanece desaparecido desde el día 6 de septiembre.

Estaba claro que la foto del tipo era reciente, la de su pasaporte o la de


su visado… No pude evitar una sacudida. Más que eso, un
estremecimiento. Y una taquicardia. Reconocí rápidamente aquella sonrisa
en aquella especie de cara de luna. Era el chino, o a quien 70 había tomado
por tal, que me tiró la sopa en los calcetines en el avión. En la foto, sin
embargo, no lucía el bigote que 70 le había visto. En la foto se parecía un
poco menos a Charlie Chan.
La carta con que mi hermana acompañaba el recorte ofrecía algunos
detalles, más o menos interesantes.
«Telefoneé al Herald —me decía— pero no supieron darme más
información. Me atendió una chica, seguramente imbécil, por su forma de
expresarse, que me pasó con un tipo, no menos idiota, que me recomendó
que leyera detenidamente la noticia que habían publicado… ¡Como si no
lo hubiese hecho! Bueno, pues después, harta de aquellos periodistas,
telefoneé a la policía, pero la verdad es que tampoco me dijeron mucho…
Quizás si les llamas tú, que tienes más paciencia… Ya sabes que yo me
enfado en cuanto me llevan un poco la contraria. Bueno, en fin, sigo. Por
la tarde, ni corta ni perezosa, me planté en el despacho del sargento
detective Linahan, que estuvo muy atento. Me dijo que ya te había escrito.
¿Has tenido más noticias suyas? Bien, te he dicho que estuvo muy atento,
pero eso no quiere decir que no se mostrase evasivo. Trataba de ser
amable, es verdad, pero no me contó nada interesante. Sólo me dijo el
nombre de ese chino, o lo que sea, que es el que viene en el periódico. Por
cierto, ¿no te parece que ese nombre sólo lo puede llevar un auténtico
malvado? Como yo le dije al sargento detective que a veces no me explico
muy bien qué demonios hace la policía, me respondió que tenían más
información pero que de momento no podían hacerla pública, mucho
menos a una ciudadana que se presentaba de improviso en el
Departamento… ¿Tú te crees? Bueno, querido, ya sabes que soy muy
pesada, y hasta persuasiva cuando consigo dominarme. Le dije que tenía
tanto derecho como la que más a recibir información, dado que el
reverendo Mortimer era un buen amigo mío. Entonces me dijo el sargento
detective Linahan que no lo contase por ahí, pero que habían descubierto
que el pobre Mortimer probablemente padecía tuberculosis…
¡Tuberculosis! No puedes imaginarte qué asustada estoy… Ya he ido a
hacerme las pruebas, para ver si estoy contagiada. Espero los resultados.
Te recomiendo que tú también te hagas esas pruebas. Me dijo el detective
que en la habitación del reverendo encontraron unos pañuelos de papel
con manchas de sangre».

De joven yo también fui detective.


Lovecraft, 17 de febrero de 1931

¿Hay aún detectives aficionados? Al margen de ciertos personajes de


las novelas, quiero decir… La verdad es que lo dudo. ¿A quién le sobra
tiempo en nuestros días para dedicarse a eso? A mí, no… Por desgracia,
me atrevo a decir… De joven yo también fui detective, en cierto modo…
Investigaba antes de escribir. Seguía a la gente que me parecía interesante.
Metía las narices en casos sobre los que sabía que estaba la policía.
Preguntaba a los detectives como el más sabueso de los reporteros… Pero
hace más de una década que me dedico a escribir sin más, abandonadas
aquellas románticas actividades detectivescas con las que hacía acopio de
datos. Ahora me entrego por completo a la ficción, a la fabulación. A todo
eso, en fin, que supone dedicarse a la literatura de género. Realmente hace
mucho que no hago reportajes novelados. Quizás porque me ocupen gran
parte del tiempo las conferencias, contestar cartas, concluir mis libros a
tiempo, leer (no mucho), ver la televisión (bastante tiempo cuando estoy
en Nueva York) o visitar a mi sobrina y a su hijo. Bueno, cuando estoy en
Nueva York voy bastante al cine, sobre todo a las matinés del Golden
Agers… Me encantan cada vez más las películas antiguas. Aquellas
grandes damas del cine… Esos héroes… Añado que otra de las cosas que
más me gustan es pasar la semana de Halloween en Atlantic City. Allí,
además, he encontrado recientemente a un joven editor que se empeña en
reeditar mis primeros libros.
Entiéndase todo lo anterior, por supuesto, a modo de justificación del
porqué me resistía a investigar el caso del reverendo Mortimer sobre el
terreno. Quizás ya no tenía otra cosa mejor que escribir novelas (cosa de
gente que nada mejor tiene que hacer) y me daba una pereza espantosa
echarme a la calle como cuando era joven, para tomar de verdad el pulso a
lo que ocurría.
Maude, sin embargo, logró poco a poco que me desperezase. Al fin y al
cabo era unos cuantos años menor que yo. Me admiraba su afán por buscar
datos, cómo se leía los periódicos de arriba abajo, buscando alguna
noticia, cualquier indicio. Y no sólo en los periódicos. En poco tiempo
tuvo tanta información acerca de la historia y de la geografía de la
Federación Malasia, y sobre todo de la península Malaca y hasta de
Singapur, que no podía por menos que asombrarme. Telefoneaba a diario
al sargento detective Linahan, y si no se le ponía al teléfono —muchas
veces porque el hombre andaba por ahí atendiendo a su trabajo—, allá que
iba y se plantaba ante la puerta de su despacho hasta que la recibía. Del
caso en sí, desde luego, poco más sabía… Tampoco la policía de Miami.
Maude, en cualquier caso, siempre obtenía algo, la mayor parte de las
veces irrelevante, aunque yo quería creer que para un novelista nada es
irrelevante… Así se enteró de que la policía sospechaba que Mr. Djaktu,
mi particular Charlie Chan, tenía un cómplice, un muchacho negro… No
era una información oficial, por supuesto, ni medianamente contrastada.
Era algo que le había dicho a mi hermana un conocido suyo bien
relacionado en el Departamento de policía de Miami, al que obligó
literalmente a interesarse por el caso del reverendo Mortimer. Todo
aquello me parecía cada vez más embrollado, más siniestro.
El caso es que no tardé mucho en volar hacia Nueva York para verme
al poco de mi llegada caminando en dirección al Museo de Historia
Natural, pero solo, sin la compañía de mi sobrina. Lo que me había
contado Maude a propósito de un chico negro, y lo de los pañuelos
manchados de sangre en la habitación de Mortimer, no sé por qué extraña
asociación, me hicieron recordar aquella figura de la urna de cristal
ataviada con ropas de ceremonia… Para colmo, la noche anterior había
tenido una pesadilla en la que veía a aquel músico callejero negro, al
saxofonista recostado contra la estatua de Roosevelt mientras tocaba,
extrayendo los pulmones de Mortimer con su saxofón, como si cavara en
su pecho.
Ya no era verano y había menos gente por la calle. Incluso soplaba un
aire algo frío aquella tarde, por lo que me puse ese viejo abrigo que casi
me llega a los zapatos. Me sentí fuerte y muy dispuesto cuando subía las
escaleras de acceso al Museo.
Los pasillos estaban vacíos, en absoluto silencio. Sólo al fondo había
un aburrido vigilante que parecía o muy triste o medio dormido, aun
hallándose de pie y paseando lentamente. Me invadía una gran sensación
de alegría, como si el Museo fuera todo mío. Atravesé la sala de los
dinosaurios («esos monstruos que dominaban la tierra cuando nosotros
aún no habíamos dado los primeros pasos», leí una vez en alguna revista),
y en la sala dedicada al Hombre Primitivo, en la sección africana, vi a dos
muchachos puertorriqueños que se reían de una representación de un
guerrero masai dispuesto para el combate. Mi sorpresa no pudo ser mayor,
sin embargo, cuando llegué a la sala dedicada al continente asiático… La
urna estaba vacía. Sobre la placa había un aviso, escrito a mano, que decía:
«En restauración».
Era la primera vez, en más de cuarenta años, que se llevaban la figura
para restaurarla, me enteré después… También era mala suerte la mía. Salí
cabizbajo, recomendándome que no hiciera conjeturas en vano, y oí
entonces la voz avinagrada del vigilante que recomendaba silencio a los
muchachos puertorriqueños, que seguían riéndose, ahora de manera más
escandalosa, ante la representación del guerrero masai.
Bajé al vestíbulo principal y me dirigí a las oficinas del Museo.
—La sala de documentación está en el sótano, pasada la cafetería —
me dijo una mujer ya mayor, muy simpática, que me miraba con gran
interés, como si fuese yo un entomólogo o algo así, no digo que como si
fuese un antropólogo, que a éstos debía estar ya acostumbrada.
Me dio una acreditación de color rosa, por si me pedían la autorización
para acceder a la sala de documentación. Según bajaba las escaleras me
crucé con una familia muy rubia, a buen seguro de procedencia
escandinava, que subía. Un matrimonio joven y dos hijas pequeñas, de
grandes ojos azules. Tenían la inequívoca expresión ingenua de los
turistas. Y tras el padre, a muy corta distancia, casi pisándole los talones,
subía un muchacho negro, inequívocamente americano… No vi nada raro,
pero me sobresalté. El muchacho negro tenía una expresión malévola…
Supuse que pretendía atracar a los nórdicos. Seguí bajando, en la
esperanza de encontrarme con algún vigilante y prevenirlo, pero no lo vi.
Entré en la sala de documentación y dije a los oficinistas que allí estaban
lo que acababa de ver, pero me respondieron que no era asunto suyo, que si
se producía el atraco que yo temía los turistas deberían acudir a la policía
para denunciarlo.
Bien, el lugar no era precisamente noble. Allí no había mármol ni
madera, sino vulgares escritorios de contrachapado, paredes cubiertas con
láminas de plástico, burda imitación de la madera. La verdad es que la
gente que trabajaba allí tenía pinta de estar enterrada, y no lo digo porque
se tratase del sótano… Pregunté y me remitieron a un tal Richmond, que
tenía su despacho en una dependencia contigua. La puerta estaba abierta y
se levantó nada más verme entrar. Creo que me tomó por alguien
importante, lo que quizás debiera agradecerle yo a mi abrigo…
Richmond era un joven de barba más roja que rubia, perfectamente
recortada y limpia, de aspecto sano, como de surfista de California, y
amplia sonrisa. Una sonrisa que se le borró, sin embargo, en cuanto le
pregunté por lo que me había llevado hasta allí.
—Ah, ya… Es usted el hombre que preguntó arriba por esa figura —
dijo.
Le dije que no, que me había limitado a preguntar por la sala de
documentación, en la que nunca había estado, sólo en la biblioteca, en la
primera planta…
—Bueno, pues alguien debió ser —añadió mirándome de manera que
se me antojó un poco molesta, como aquella máscara de un indio
norteamericano que presidía la pared junto a la que estaba su mesa—. Qué
sé yo… Vienen tantos turistas estúpidos por aquí… Le aseguro que
algunos se quedan sólo un día en la ciudad, pero no puede hacerse usted
idea de lo mucho que molestan ese día… Sobre todo, algunos turistas
llegados de Malasia… Más de una vez hemos tenido que llamar a su
embajada para protestar por su actitud. Especialmente, desde que se
publicó aquella información en el Times.
Recordé la información a la que se refería. El año anterior el Museo
cobró cierta y nefasta notoriedad al producirse una denuncia de que allí se
llevaban a cabo algunos experimentos con gatos… La gente creía que el
Museo estaba lleno de laboratorios y sus responsables tuvieron que
convocar a la prensa y hacer varias jornadas de puertas abiertas para
demostrar que se trataba de una gran mentira, para demostrar que allí no
había ningún laboratorio, sino simples salas de restauración.
Alguien, desde luego, había querido arrojar porquería sobre el Museo.
Creía comenzar a saber por qué.
—Bueno, da igual —volvió a sonreír el joven Richmond—; lo cierto es
que la túnica de esa figura necesitaba que alguien le echase un zurcido, por
así decirlo. Dicen los expertos que llevará quizás seis meses repararla por
completo, estaba cayéndose a pedazos, según parece… Venga conmigo, le
acompaño a esa sala de restauración —dijo echando un vistazo rápido a su
reloj.
Lo seguí a través de un largo pasillo que parecía cruzar todo el sótano.
—Mire, ahí, a su derecha, está el famoso y tan infame laboratorio de
experimentación del que se hablaba en aquellas informaciones —dijo con
una sonrisa desganada cuando pasábamos ante una puerta.
Percibí un olor extraño, pero no desagradable.
—Huele como a melaza —dije.
—Pues tiene usted buen olfato, amigo —me dijo Richmond—. Es un
compuesto que utilizan nuestros químicos, a base de melaza, para
combatir los microorganismos que amenazan algunas piezas de nuestra
colección… Ya ve qué nutritivo, ya ve qué bien cuidamos de nuestros
fondos…
—¡Qué curioso! —me admiré.
—Pues sí… Pero la verdad es que no puedo darle más información al
respecto, no sé mucho de química, ni de restauración… Mi cargo es
puramente administrativo; mi especialidad, la antropología cultural, no la
restauración…
Al fin nos detuvimos ante una puerta negra.
—Aquí está una de las salas de reparación —me anunció Richmond
mientras metía una llave en la cerradura—. La sala olía a madera, a cola, a
muchas cosas a la vez, pero no resultaba desagradable—. Siéntese donde
pueda —me dijo mientras encendía la luz—, vuelvo en un segundo.
Me vi ante un enorme busto de ébano, luminoso y espléndido; era la
figura que llevaba tantos años en la urna de cristal. No podía por menos
que sorprenderme su lustre; quizás la habían resobado ya con melaza…
Richmond, tal y como me lo había prometido, volvió pronto. Llevaba
sobre su brazo izquierdo, perfectamente doblada, la túnica de seda que
estaba en proceso de restauración.
—Aquí la tiene —dijo ofreciéndomela—. Vea que no parece estar a
punto de caerse en pedazos, en realidad… No sé, los expertos tienen
siempre la última palabra. Parece que es necesario retocar el bordado…
Comprobé que, en efecto, la pieza no mostraba mayor deterioro,
habida cuenta, encima, de que era del siglo XIX y llevaba más de cuarenta
años en el Museo. La extendí para contemplar mejor aquel bordado:
tampoco parecía sufrir mayor deterioro que el normal del paso del tiempo.
Se veía perfectamente al negro soplando su cuerno en el centro de la
túnica.
—¿Cree usted que los tcho-tcho son aún supersticiosos? —le pregunté.
—Lo fueron —me respondió—. Fueron un pueblo supersticioso y no
muy amable, por así decirlo… Los franceses tuvieron bastantes problemas
con ellos… Pero hoy se les puede considerar tan extinguidos como los
dinosaurios… Entre los franceses, los japoneses, los chinos y demás,
acabaron con ellos.
—¡Qué extraño! —no pude evitar mi exclamación—. Un amigo mío
me contó que había estado con ellos este mismo año…
Richmond me miró con guasa mientras recogía la túnica y la doblaba
cuidadosamente.
—Supongo que puede ser verdad —dijo—, pero no conozco ninguna
comunicación científica que en los últimos tiempos se refiera a su
existencia como grupo étnico… Le aseguro que algo he leído al respecto;
por otra parte, esta túnica tiene más de cien años, no hay en todo el mundo
otra pieza igual, puede creerlo. Me atrevería a decir que fue la última que
usó la tribu en sus rituales.
—¿Y qué me dice del tipo que aparece ahí bordado, el negro que sopla
el cuerno? —le pregunté.
—Un heraldo de la muerte —respondió rápido, como si estuviera en un
concurso de televisión—. O eso es lo que cuenta la literatura antropológica
de la que se dispone. Se supone que los heraldos avisaban a la tribu de las
calamidades que se les venían encima…
Bueno, eso podía leerlo también en el anticuadísimo catálogo del
Museo… Pero el bordado de la túnica tenía más cosas… Aparecían en él
otros hombres, que parecían escuchar al heraldo como si estuviesen
atendiendo a la interpretación de un saxofonista de jazz en cualquier club
de Manhattan.
—Hay algo que me extraña, sin embargo… Abra la túnica de nuevo,
por favor —le dije—. Esos otros tipos que aparecen ahí… No tienen
precisamente cara de pánico, de que les estén anunciando una catástrofe
inminente, qué sé yo, algo así como una plaga…
—¿Le parece? —me preguntó un poco impaciente.
—Y desde luego son bastante más bajitos que el tipo que sopla el
cuerno… Bueno, quizás escogían a los heraldos entre los más altos de la
tribu, ¿no?
No estoy muy seguro de que mi broma le hiciera gracia.
—Mire, señor —me dijo Richmond un poco harto—. No me creo un
experto en tribus asiáticas, y mucho menos lo soy a propósito de esta
etnia, mi especialidad se reduce a las dos Américas, pero sí puedo decirle
que en todas las culturas se tiene a los heraldos por divinidades, o por
enviados de los dioses… De manera que a nadie medianamente avisado le
puede sorprender que se los represente más imponentes que el común de
los mortales, ¿no cree? Según parece así ocurría también en las antiguas
culturas de Malasia, que no eran, por lo demás, muy homogéneas en otro
tipo de costumbres… Perdone, pero tengo una reunión en breve…
Claro que no era yo un experto en antropología cultural. Pero tampoco
soy excesivamente tonto. Aquel bordado era una representación clarísima
del horror. La gran figura central, el negro enorme que soplaba aquel
cuerno, los tenía hipnotizados, les hacía asumir su fatal destino de tal
forma que ni siquiera mostraban ante él la rebelión que supone el miedo.
No era, pues, la representación de un heraldo de la muerte. Era la
representación de la muerte en sí misma.

Llegué a mi apartamento cuando sonaba el teléfono, pero no


descolgué. Me dejé caer poco después en el sofá, con una taza de café y un
libro que tenía desde treinta años atrás pero que jamás había abierto: Los
caminos de la selva, del viejo explorador William Seabrook. Le conocí
cuando tenía yo veintitantos años; era un tipo simpático, aunque un tanto
bocazas, muy pagado de sí mismo. Como la mayor parte de los
aventureros, vamos… Por fin abrí su libro. Hablaba de un montón de gente
a la que había tratado en sus viajes, pero me detuve especialmente en la
descripción de quien, según Seabrook, era «un jefe caníbal, famoso en la
selva por haberse comido cruda y aún viva a su primera mujer, una
muchacha muy hermosa llamada Bito, y a las doce mujeres más que tuvo
después». Cosas así… Pero no hallé la menor descripción del negro que
soplaba el cuerno.
Justo sorbía lo poco que ya me quedaba en la taza cuando volvió a
sonar el teléfono. Descolgué esta vez. Era mi hermana.
—Sólo quería decirte que ha desaparecido otro hombre —me contó
con la respiración entrecortada; no supe entonces si estaba asustada o
simplemente excitada por tener una novedad que referirme—. Un
conductor de los autobuses que van a San Marino… ¿Recuerdas? Te llevé
allí…
Me acordaba perfectamente. San Marino era una zona residencial de
Indian Creek, algo alejada de donde vivía mi hermana. Ella y sus amigos
solían ir allí algunas veces cada semana para almorzar.
—Sucedió anoche —continuó—. Me lo han contado hace un rato,
cuando jugaba a las cartas con unas amigas… Dicen que se fue a pescar,
cuando acabó su turno, y no volvió…
—Sí, es terrible, incluso interesante, pero… —me detuve; mi hermana
no solía llamarme para hablar de simples accidentes—; Maude, ¿y no ha
podido ocurrir que el tipo ande por ahí, o que se haya ahogado, sin más?
¿Qué te hace pensar que hay alguna relación entre esto y…?
—Bueno, es que fui varias veces allí con Ambrose, tres o cuatro veces,
ya sabes… En realidad nos encontrábamos allí, ¿comprendes? Ambrose
solía hablar con ese conductor…
Intuí que lo de Maude con el reverendo Mortimer había sido algo más
que una amistad… Pero, bueno, ya era mayorcita; no tenía por qué
meterme en su vida privada…
—¿Estás segura de que se trata del mismo conductor? —le pregunté.
—Pues claro que sí —me dijo cargada de razones—. No podría
equivocarme, conozco a todo el mundo en San Marino… Se llamaba
Carlos… Era un muchacho muy correcto, muy amable… Habremos subido
a su autobús más de doce veces…
Comprendí que a mi hermana le hubiese impresionado la desaparición
del conductor, pero no se me ocurría nada que decirle para que se
tranquilizara, más allá de los tópicos de rigor en estos casos… Antes de
colgar me recordó que había prometido ir a Miami para pasar las
Navidades con ella. Me amenazó, si no lo hacía, con no regalarme nada
cuando cumpliera mis sesenta y siete años. Le dije que iría antes de
Navidad, para el día de Acción de Gracias, si encontraba vuelo.
—Inténtalo, por favor —me rogó—. Si alguien puede averiguar qué
está pasando por aquí, eres tú.

No soporto pasar una semana lejos de mi biblioteca.


Lovecraft, 25 de febrero de 1929

Quizás a mí me ocurra lo mismo. He ido almacenando miles y miles


de libros a lo largo de los años, aunque a muchos de esos volúmenes jamás
les haya echado un vistazo después de ponerlos en su anaquel.
Seguramente sea eso lo que me encadena a este apartamento del West Side
desde hace medio siglo.
Aquí sigo, pues, rodeado de manuales de jardinería que compro sólo
por ver las fotos, pues en un apartamento no se puede cuidar de un jardín,
como sabe todo el mundo, y amontonando libros antiguos, entre otros
muchos, por el simple placer de tenerlos entre las manos, nada más… Yo
me puedo pasar aquí una semana, un mes, incluso una estación entera.
Pero, la verdad, Howard, te hubiera sorprendido todo lo que se puede hacer
lejos de tu biblioteca personal. En realidad se puede vivir tranquilamente
sin los libros. Y morir… Alguien se encargará de ellos cuando yo muera…
Me alegró mucho poder largarme de Nueva York en noviembre, pues
encontré plaza en un vuelo hacia Miami. Pasaría casi una semana lejos de
mis libros. Te aseguro, Howard, que no los eché en falta. Ni siquiera
cuando, una semana antes de poner rumbo a Miami, fui a la biblioteca
pública de la calle 42, esa que tiene unos leones a cada lado de las
escalinatas, y comprobé que no tenían ninguna de mis obras… Bueno, en
realidad había ido en busca de algo que me pudiera servir durante mi
estancia en Miami, no tanto para entretenerme con su lectura como para
documentarme, pero no lo hallé.
Y eso que sabía buscar bien. La biblioteca pública de la calle 42 no me
resultaba desconocida. Años atrás, durante una de las visitas de Howard a
la ciudad, lo acompañé en su busca de datos genealógicos a propósito de
su familia. Y eché allí muchas horas, en los días de mi juventud, leyendo
cuanto había, antiguo y moderno, de terror, cuentos, novelas… Ahora
buscaba otra cosa, que me resultaba difícil encontrar… Quizás hubiera
perdido ya los hábitos del ratón de biblioteca… ¿Cómo y dónde dar con
algo que informara acerca de una antigua tribu del más recóndito sudeste
asiático?
Eso es lo que buscaba. Así que me puse a consultar cuanto libro
encontré en cuyo título figurase Malasia. Leí cosas acerca de los dioses
que montaban en el arco iris y de los altares sacrificiales; leí cosas,
también acerca de los llamados tatai, o símbolos fálicos que auspiciaban
as buenas cosechas y la salud de las gentes; leí, por supuesto, cosas acerca
de los rituales de boda y de la muerte de los truenos; y otras acerca de los
caracoles como heraldos de la muerte, algo de lo que ya me había hablado
Mortimer. Pero ni una sola palabra sobre los tcho-tcho. Y tampoco, claro,
sobre sus divinidades.
No podía dejar de sorprenderme. Se proclama que vivimos un tiempo
en el que no hay secretos, un tiempo en el que hasta el hijo de mi sobrina
leía libros con títulos tales como La enciclopedia de los antiguos saberes
prohibidos, que se puede encontrar en cualquier librería, incluso en un
supermercado, y nada… Hasta el Necronomicón, que tanto buscaban los
escritores de terror de los años 20, se encuentra ya en un sinfín de
ediciones de bolsillo con un prefacio de Lin Cárter. Pero sobre lo que yo
quería informarme, ya digo, nada de nada.
Curiosamente, sin embargo, hallé algo al fin, pero no en un libro sino
en una microfilmación del servicio de la biblioteca. Se trataba del libro
Recuerdos de Malasia, de 1937, de un tal reverendo Morton. No había
filmadas más que noventa y seis páginas, bastante ilegibles, por lo demás,
según pude comprobar cuando tras la pertinente solicitud me entregaron
las fotocopias. Una nota del autor, al comienzo del libro, agradecía al
Gobierno de los Estados Unidos la subvención otorgada para que la obra
fuese impresa. Comprendí pronto por qué la administración había puesto
aquel dinero: se hacía un canto de los colonos, en la obra, a los que se
tenía por imprescindibles para la conveniente explotación de las
plantaciones de caucho… Ese tipo de opiniones tan del gusto de las
autoridades norteamericanas… Por ejemplo, se recogían algunas
entrevistas. En una de ellas preguntaba el reverendo Morton a un colono
apellidado Pierce acerca del porqué de su presencia, entre otros
norteamericanos, en aquella región del mundo tan apartada de su país, para
trabajar junto a los colonos franceses. Mr. Pierce respondía lo que sigue:
«Vea cuánta prosperidad… La explotación de las riquezas de esta tierra
por nuestra parte es lo que ha hecho que podamos construir escuelas para
los nativos… Por eso estoy agradecido al caucho. Soy de Detroit y allí no
lo hay».
Así seguía aquella entrevista:
Pregunta: ¿Y los japoneses? ¿Son tan buenos comerciantes como se
dice?
Pierce: Bueno, son nuestros clientes… Pero es difícil hacer tratos con
ellos, ¿sabe? (risas). Al final siempre quieren quitarte más de la mitad.
Había cosas algo más interesantes, al menos para saciar mis
expectativas, que lo que se refería a las explotaciones de caucho.
He aquí lo que encontré después de que casi me dejara los ojos en
aquellas fotocopias que me entregaron:

ATARDECER EN LA ESCUELA DEPENDIENTE DE LA IGLESIA


Pregunta: Uno de tus compañeros de clase ha dibujado a un demonio
al que llama Shoo Goron. Quiero que me cuentes algo acerca de eso que
lleva colgado del cuello… Me recuerda al shofar de los judíos, ese cuerno
de carnero. No tengas miedo, muchacho, háblame de eso…
Muchacho: Sopla en el cuerno…
Pregunta: Sí, ya lo veo, sopla en el cuerno para hacer un ruido, ¿no es
eso?
Muchacho: Pero no es un cuerno, no es un cuerno… Es él mismo (y se
echa a llorar).

Miami no es un lugar que impresione favorablemente…


Lovecraft, 19 de julio de 1931

Ellen y su hijo fueron conmigo al aeropuerto y esperaron a que


embarcara. Me sentía preso de una cierta ansiedad; quizás la misma
ansiedad que tan a menudo me asaltaba de joven, siempre deseando hacer
cosas, enterarme de otras… De moverme, en definitiva. Como entonces,
tenía la sensación de que se me acababa el tiempo, de que el tiempo
volaba, cosa que hacía años que no me ocurría. No podía atender a la
conversación que pretendía darme Terry, tan ajenos sus intereses a los
míos en aquel momento.
Pero quizás pudiera ayudarme.
—Terry —le dije—, ¿podrías hacerme un gran favor? ¿Recuerdas ese
edificio por el que pasamos cuando nos dirigíamos aquí? El de las llegadas
internacionales…
—Claro que sí —me respondió—, se va por ese pasillo…
—Bueno, hay un mostrador de las Líneas Aéreas de Malasia… Me
pregunto si podrías ir a pedirles cierta información…
Intervino entonces mi sobrina.
—No, claro que no irá, caramba… No quiero que ande por ahí, podría
perderse… ¿Cómo se te ocurre, tío…? —me dijo ignorando las protestas
de su hijo, que deseaba hacerme el favor que le pedía—. Y en segundo
lugar, no quiero que tenga nada que ver con ese juego de detectives que os
traéis mi madre y tú… Parecéis dos chiflados…
Bueno, el resultado final de la regañina que me echó fue que acudió
ella misma al mostrador de las Líneas Aéreas de Malasia, mientras Terry y
yo charlábamos animadamente de cualquier cosa que ya no recuerdo. Di a
Ellen una hojita de mi libreta de notas, en la que había escrito Shoo Goron,
lo que la hizo reír compasivamente, como quien no quiere desairar a un
loco… Estuvo de vuelta junto a nosotros antes de que se produjera el
segundo aviso de partida de mi vuelo.
—La mujer que atiende ese mostrador me dijo que está mal escrito —
me anunció Ellen con cara de guasa.
—¿Quién es?
—¿Yo qué sé, tío? Alguien que se encarga de atender ese mostrador,
supongo… Una chica muy mona, por cierto, de unos veintitantos años…
La única nativa de Malasia que atiende ese mostrador, dicho sea de paso…
Los demás son americanos… Al principio pareció no saber de qué se
trataba, pero tras leerlo unas cuantas veces lo recordó… Me dijo que le
parecía que es una especie de pez, algo así… Un pez grande, creía
recordar… Cuando ya me iba me dijo algo más, que de pequeña su madre
la amenazaba con eso cuando se portaba mal… Pero le parece que no se
escribe como lo has escrito tú…
Parecía claro que Ellen, o mejor dicho, la chica que le dio aquella
información, no estaba muy enterada.
—¿No te dijo si era un pez con forma de hombre? —pregunté a mi
sobrina.
—No me lo dijo, pero puede, ¿no? Si era un pez tan grande como para
asustar a los niños… —dijo Ellen—. La verdad, tío, es que no parecía
estar muy enterada… Además, me dio la impresión de que le preguntaba
por una guarrería… Puso una cara, cuando al fin se acordó…
Oímos la última llamada para tomar mi vuelo; Ellen me metió prisa.
Mientras nos dirigíamos a la puerta de embarque seguimos hablando.
—¡Ah, tío! Me dijo también que eso no es algo propio de toda Malasia,
sino de una zona costera muy concreta… ¿Malaca, puede ser? Creo que
sí… Dijo algo más, algo así como que eso era cosa de una gente muy
rara… ¿Chocha? ¿Chocho? Algo parecido…
Me despedí deseándoles un feliz Día de Acción de Gracias y subí a mi
avión.

Las nubes eran algo parecido a un paisaje de colinas nevadas y


rodantes. Otras tenían la forma de algún animal, con sus ojos, con su boca,
con sus patas.
Nubes… Sombras… Me dio por pensar que, como escritor, había
pasado los últimos cuarenta años a la sombra de Howard, viviendo de su
maestría, pero sin poder compararme con él ni por lo más remoto. Sus
cuentos habían influido de manera más que directa en los míos. Pero no
quería pensar más en eso. Deseaba llegar cuanto antes a Miami para no
pensar más en mi obra literaria, tan pobre como exitosa.
Así que decidí fijarme en la gente que viajaba conmigo en el avión. En
la tripulación y en el pasaje. Allí estaba ese sobrecargo sudoroso, de rostro
grasiento, que olía bastante mal, a sudor de muchas horas… El niño que
lloraba y no quería hacer caso a lo que le decía su madre, que mirase por la
ventanilla… El tipo que dormía a mi lado con la boca abierta, y que un
poco antes de quedarse así me había preguntado si quería echar un vistazo
a la revista que llevaba, una especializada en rompecabezas… La verdad
es que no había en el pasaje nadie medianamente interesante, ni siquiera
una vieja loca. Así que abrí el Miami Herald.

PECES EN EL JARDÍN
Si su hijo llega a casa y le cuenta que ha visto peces en su jardín, no le
riña ni crea que le está tomando el pelo, pues le dice la verdad. Según
varios zoólogos de Miami, consultados por este periódico, se produce en
ocasiones, sobre todo tras la estación de los huracanes, un fenómeno
migratorio por el cual algunos peces se propulsan con tanta fuerza que
van a parar a los jardines de las residencias próximas al mar. Esos peces,
lógicamente, no consiguen su objetivo, y mueren sobre la hierba.

Esas cosas traen los periódicos en ocasiones. Ninguna noticia, sin


embargo, acerca de lo que podemos llamar el objeto de mis
investigaciones. Quizás me hubiera resultado más entretenido echarle un
vistazo a la revista de rompecabezas que me había ofrecido el tipo que
dormía con la boca abierta en el asiento de al lado. Pero ya no me
quedaban ganas de leer. Además, ¿hay algo que leer en una revista de
rompecabezas? Pegué las narices a la ventanilla. Ya nos estábamos
acercando a Florida. Desde el aire se veían sus infinitos canales. Era una
visión muy hermosa. Tomaríamos tierra en breve.

Maude me esperaba con un porteador negro dispuesto a llevarme el


equipaje en su carrito. Mientras esperábamos a que apareciera mi maleta
en la cinta de equipajes me informó de las últimas a propósito del suceso
ocurrido en San Marino. El cuerpo del infortunado conductor de autobuses
había aparecido en una playa lejana… Al hacerle la autopsia descubrieron
que le faltaban los pulmones y la laringe.
—Se los han quitado, seguro —dijo Maude, espantada—. ¿Te
imaginas? Lo han dicho por la radio esta misma mañana… ¿Quién podría
hacer una cosa así? ¿Ves como no ha sido un accidente? Jamás había oído
nada parecido, ¡qué horror!…
El porteador puso al fin mi maleta en su carrito y lo seguimos hasta la
parada de taxis. Maude no paraba de hablar de mil cosas, no sólo de aquel
pobre muchacho, y sobre todo, no paraba de gesticular… Me pareció que
estaba más joven que la última vez que la vi. Quizás aquellas historias, tan
sobrecogedoras como excitantes, la mantenían en plena forma, de aquí
para allá todo el día, en plena actividad, evidentemente beneficiosa para
ella.
Maude pidió al taxista que nos dirigiéramos al 311 de Pompano Canal
Road, pues quería, no sé por qué, que viese el lugar donde había fijado su
última residencia en este mundo el reverendo Mortimer… Era un lugar
que se me antojó sucio, aunque a primera vista no lo parecía… Quizás
porque muy cerca del edificio de apartamentos había una especie de
laguna, que más bien era una charca. Mi hermana se mantuvo en silencio
los minutos que estuvimos allí, mirando los dos como tontos el edificio…
Después, ya con el taxi rodando de nuevo, me dijo que nunca había subido
al apartamento de Mortimer. La creí.
La carretera se extendía en paralelo al canal. Mi hermana dijo su
dirección al taxista, que giró en dirección sur. Pasamos ante un montón de
pequeños hoteles, de moteles, de edificios de apartamentos, de centros
comerciales, alguno de ellos, me pareció, tan grande como Central Park;
pasamos también ante una sucesión infinita de tiendas de souvenirs… Y de
establecimientos en los que se ofrecía pescado y marisco. Y de
gasolineras… Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, echados en los
jardines de sus casas sobre tumbonas playeras, indiferentes a la enorme
cantidad de coches que pasaba frente a ellos. Hombres y mujeres de mi
edad ataviados, sin embargo, como jovenzuelos… Me parecían ridículos,
la verdad… Los pocos a los que se veía caminar por las aceras andaban
despacio, muy despacio. Y cuando cruzaban por un paso de peatones
parecía que no lo iban a atravesar del todo aunque vivieran cien años…
Tardamos unos cuarenta minutos en llegar a casa de Maude, un lugar
bastante más agradable, a pesar de que la casa tenía la fachada pintada en
un color naranja chillón que no había visto la última vez que estuve allí. A
Maude le daba por hacer esas cosas. Hallé cierto alivio contemplando los
geranios que Maude tenía en la ventana de su dormitorio.

Menos mal que había lugares en donde no molesta la humedad, el calor


pegajoso. Maude y sus amistades se pasaban el día metidos en cafeterías y
restaurantes con buen aire acondicionado. También era muy bueno el aire
acondicionado que tenía instalado Maude en su casa. Nada que ver con el
de mi bungalow tropical. A pesar de todo eso, algunas tardes se me
despertaba un fuerte dolor de cabeza. Pero no quiero decir que de tanto
pensar en lo que me había llevado hasta Miami, no quiero parecer
petulante. Solía dar un paseo por las noches, tras contemplar las hermosas
puestas de sol de Miami, acompañado siempre, fuera por donde fuese, de
aquel eco estruendoso que hacían los aparatos receptores de televisión del
vecindario. No eran, desde luego, paseos tan gratos como los que uno
puede darse por algunas calles de Nueva York. Al volver a casa de mi
hermana me reconfortaba hasta el olor a óleo reciente de los cuadritos que
le gustaba pintar y que amontonaba por todas partes. Mejor eso que salir al
jardín con el consiguiente riesgo de ser acribillado por los mosquitos.
Tenía también Maude un dibujo muy simpático, de Terry, su nieto. Sonreía
embebida mientras lo contemplaba.
Naturalmente, fuimos a almorzar varias veces a San Marino, era una
especie de atracción turística que uno no se podía perder. También acudí
varias veces a la biblioteca pública, sin éxito. Quiero decir que no hallé
nada de lo que buscaba. Hasta que… Bueno, eso vendrá después.
Una de aquellas tardes en que volvía de la biblioteca, conduciendo el
coche de mi hermana, sentí un impulso y me dejé llevar. Hice una parada
ante una cabina telefónica y llamé al Barkleigh Hotella para reservar allí
habitación por dos noches. El tipo que me atendió dijo que estaba yo de
enhorabuena, pues disponía de una habitación, cosa rara por esas fechas.
Añadió que solían estar completos hasta pasado el Año Nuevo.
Maude se negó en redondo a ir conmigo a la Culebra Avenue; no le
hacía la menor gracia ir a ese lugar en el que había estado el malayo
fugitivo, añadiendo que la cosa no era de broma, que no estábamos
protagonizando un pulp… Fui, pues, solo, en taxi, con un par de mudas de
ropa y algunos libros. La verdad es que, más allá de leer un poco, no tenía
otros planes.
El Narkleigh Hotella era un edificio un tanto cómico, y hasta ridículo,
como tantos de Miami. Estaba pintado de un rosa chillón. El rótulo de
neón era todavía más chillón. Había, ya digo, un montón de edificaciones
de ese tipo, a cada lado de la calle y a cada cual más deprimente… El
hotelucho no tenía ascensor; para colmo, la habitación que había reservado
no estaba en la primera planta, sino en la última, en la tercera. Es evidente
que me vi obligado a un esfuerzo en el que ni por asomo había pensado.
No obstante, sí hice un esfuerzo. Pregunté al recepcionista si me podía
enseñar, siempre y cuando no estuviese ocupada, la habitación en la que se
había alojado el famoso Mr. Djaktu, prometiéndole una buena propina si
por cualquier casualidad estuviese vacía y me la cambiaba, pero el tipo, un
cubano muy ampuloso, me dijo que no sabía una palabra de todo eso, que
llevaba trabajando allí apenas seis semanas. En un inglés digamos que
muy peculiar —a pesar del cual logré enterarme de lo que decía— me
contó que la propietaria del establecimiento, Mrs. Zimmerman, había
partido en viaje hacia Nueva Jersey aquella misma tarde para visitar a
unos parientes y no regresaría hasta las Navidades. Él no estaba autorizado
para cambiarme una habitación previamente reservada. No había sido él,
desde luego, quien atendió mi llamada telefónica. Quizás un muchacho
que cubría otro turno. Lo había tomado por el dueño.
Estuve a punto de cancelar la reserva, tomar un taxi y volver a casa de
mi hermana. Pero, de una parte, Maude se hubiese reído de mí, seguro; y
de otra, la verdad es que, a pesar de su buen carácter y del cariño que nos
profesábamos, me agobiaba un poco, siempre hablando, sin descanso…
Seguro que en esos dos días sin verla no volvía a dolerme la cabeza. Creo
que nunca hubiera podido vivir con una mujer como ella.
Seguí al chico cubano escaleras arriba. Llegamos al pasillo en el que
estaba mi habitación. Olía a salitre. La habitación era pequeña, ideal para
alguien que quisiera correrse una juerga desesperada con una fulana…
Excuso decir que no era mi caso… Tenía hasta una pequeña terraza, toda
de cemento, que daba al jardín plagado de mosquitos. Sería mejor dejar la
puerta de acceso bien cerrada. Se oía desde la habitación el rumor de las
hojas de los cocoteros bajo la fuerza del viento, más que brisa. A lo lejos,
luces, muchas luces.
Salí a cenar a un restaurante próximo y volví pronto. Me sentía
extrañamente cansado, para ser aún pronto, primeras horas de la noche, yo,
que soy un noctívago empedernido… Había refrescado y se estaba mejor.
No era necesario encender el acondicionador de aire. Me tumbé en la cama
y abrí un libro, ni recuerdo cuál… En la habitación de al lado oía risas.
Luego, jadeos y gritos… Un hombre y una mujer parecían pasárselo
estupendamente… De la calle subía un ruido constante, de motores a toda
pastilla… Curiosa música, la de los motores y el contrapunto del susurro
de los cocoteros.
Pasé buena parte de la mañana siguiente escribiendo una carta a Mrs.
Zimmerman pidiéndole autorización, como conocido novelista que era yo,
para que me permitiese al menos visitar la habitación del malayo… Luego
di un largo paseo hasta encontrar una cafetería no muy chabacana en la
que servían almuerzos. Antes de cenar, lo mismo, en el mismo sitio. Los
que ahora ocupaban la habitación de al lado no eran tan cariñosos como
los de la noche anterior. Tenían la televisión a todo volumen. Veían, por lo
que pude oír, una auténtica garrulada de programa… Una cosa muy de
Miami… Traté de concentrarme en los libros. Había encontrado uno, en la
biblioteca pública, sobre la península Malaca. En realidad era un libro de
geografía, uno de esos libros que se extienden páginas y páginas sobre el
tipo de flora y fauna, sobre los accidentes geográficos, todo eso… Cuando
le eché un vistazo en la biblioteca me había parecido que no contenía nada
que pudiera interesarme, pero así y todo me lo llevé… Para mi sorpresa,
sin embargo, se recogían en el apéndice unas valoraciones curiosas de un
tal coronel E. G. Paterson, un inglés, que había estado por allí a finales del
siglo XIX. Era al parecer experto en fauna, pero según decía, tras largos
años de residencia en el sudeste asiático, no había podido sustraerse a
otros intereses. Y con bastante emoción, pues al fin leía algo un poco más
interesante, ofrecía sólo esto, sólo un párrafo, que no obstante me pareció
revelador… Deseé que al buen Paterson lo tuviera Dios en su gloria.
Decía:
«Hay en las costas de la península Malaca gran variedad de pesca…
Pero quizás el pez más curioso se dé en el interior, en la selva… Dicen los
nativos, aunque yo no lo vi, que se da incluso en secano un pez gigantesco,
medio hombre y medio pez, al que llaman shugoran, que se encarga de
asustar a los niños que son malos. No puedo dejar de señalar que dicho
pez, por lo que pudo oír este explorador, también se emplea en otras
tareas, al parecer no tan benéficas y sí bastante obscenas… Algunos lo
describen como un pez que tiene piernas de hombre y un miembro viril tan
grande como el de un elefante. En el Traders’ Club de Singapur volvería a
oír hablar posteriormente de tal criatura, aunque en otros términos:
alguien me dijo que era alto, negro como un hotentote, pero sin miembro
viril, salvo que se tomara por tal un cuerno curvo que llevaba colgado del
pecho… Quien me contó esto dijo no haberlo visto, sin embargo. Era un
marinero inglés que regresaba a Gibraltar tras su periplo por este rincón
del mundo… De manera que, pues no puede tenerse dicha criatura por
perteneciente a la fauna marina ni terrestre de la región, sigamos con lo
que es de nuestra incumbencia…»
No pude evitar una sonrisa, que a buen seguro Maude, tan preocupada
por los recientes sucesos, me hubiera reprochado… Luego seguí leyendo
una novela, de la que no era yo autor, que quede claro, y así fue pasando la
noche. No tenía sueño, la verdad.
A la mañana siguiente recogí mis cosas y me largué. Lo cierto es que
mi estancia en aquel hotelucho no había sido precisamente provechosa.
Mrs. Zimmerman ni se tomó la molestia de descolgar el teléfono para
decirle al cubano que había recibido mi carta y que me concedía la
autorización que le pedía.
Volví a casa de Maude y la encontré en animada charla —o quizás
debiera decir en agitada charla— con el químico que tenía por vecino. Me
dijo muy enfadada que había estado intentando localizarme toda la
mañana, lo que era una exageración. Quizás únicamente había estado
intentando localizarme una parte de la mañana, no llegué tan tarde a su
casa… Me contó, de forma tan sincopada que creí que ella misma sufriría
un síncope en cualquier momento, que alguien había destrozado las
macetas con geranios de la ventana de su cuarto. Lo vio al despertar…
También vio después que en el pasillo de la casa, hasta la planta baja, y de
ahí por el pequeño camino de piedra que atravesaba el jardín hasta la
acera, había un asqueroso rastro de babas, «como si hubiera pasado un
caracol gigantesco», me dijo. A la pobre no le quedó más remedio que
limpiar aquella porquería entre náuseas.

¡Cómo pasa el tiempo, amigo mío! ¡Qué estólido me he vuelto


ahora que soy un hombre de mediana edad! Y pensar que de joven
me ocuparon tanto tiempo los misterios de este mundo informe…
Lovecraft, 20 de agosto de 1926

Tengo algo más que referir… Quizás en este punto el cuento degenere
y se convierta en una sucesión de ítems informes que acaso no debiera
poner sobre el papel. Ítems que probablemente conformen un
rompecabezas que sólo interese a los amantes de los rompecabezas… Pero
diré que en el centro de ese rompecabezas hay un gran ojo.
Naturalmente, mi hermana abandonó su casa aquel mismo día y tomó
una habitación en un buen hotel en pleno centro de Miami. Poco después
se mudaba al bungalow de una amiga en las afueras, bien avanzada ya la
autopista principal. Mi hermana, cuando murió su amiga, en raras
ocasiones volvió, no ya a Miami, sino a Indian Creek, y sólo para ir de
compras con sus otras amigas.
Después de aquel episodio volví a Nueva York. Caí enfermo un mal día
y hube de pasar cierro tiempo en el hospital, con el único consuelo que me
procuraban las visitas de mi sobrina y su hijo. Por suerte, salí de aquélla y
Brooklyn no se me borró para siempre.
Uno se toma las cosas con calma cuando tiene mi edad. Está más que
claro que aprendemos de lo vivido. La vida de Howard fue corta y a veces
creo que más intensa de lo debido. Con una edad en la que cualquiera se
considera joven él se tenía ya por un hombre de mediana edad. «Los años
te van diciendo lo que realmente eres», escribió. «Vosotros, mis jóvenes
amigos, no sabéis cuán afortunados sois por ser simplemente jóvenes»,
escribió también.
La edad es, desde luego, el gran misterio. Si no, ¿por qué escribió
Terry un buen día a su madre, en una tarjeta de felicitación, lo que sigue?:
Hazte vieja conmigo;
lo mejor está aún por venir.
Sí, un niño escribió eso. Junto con la tarjeta, había regalado a su madre
un reloj de arena. Con diabólica precisión escribió lo mejor está por
venir… Su madre se mostraba muy contenta cuando me lo enseñó, pero a
mí me rechinaron los dientes… Podía tomarse por un nonsense… Pero a
mi edad uno sabe qué es lo que queda por venir cuando uno ya ha
envejecido… No es lógico que los jóvenes escriban sobre el
envejecimiento y lo que viene después.
Me paso ahora los días casi siempre en casa, salgo lo justo, cocino yo
mismo los frugales almuerzos que hago… Y trato de seguir escribiendo,
unas veces en Nueva York y cada vez menos en mi bungalow… Sigo
cumpliendo, más o menos, los plazos de entrega que me dan los editores…
Digo que más o menos porque cada vez escribo con mayor lentitud y
corrijo más. Corrijo como no lo hice nunca de joven. Como si quisiera
corregir el cauce de la vida.
Mi hermana seguía interesada en mis cosas. De vez en cuando me
enviaba algún recorte, por lo general del Enquirer. En el último se
elogiaba una novelucha mía, muy barata, en la que una cosa parecida a
una aspiradora succionaba a un pobre marinero sueco y luego lo vomitaba
con la cara completamente púrpura… Maude había escrito a bolígrafo en
el margen: «¿Lo ves? También aquí dicen que escribes según la mejor
tradición lovecraftiana».
Tengo que contar, igualmente, que ya en Nueva York, tras abandonar el
hospital, recibí carta de Mrs. Zimmerman. La dama en cuestión, tras
enterarse de quién era yo, escribió a mis editores y éstos me hicieron
llegar su misiva… Me pidió mil disculpas. Me invitó a alojarme gratis en
su hotel cuando me viniese en ganas. Incluso prometía presentarme a
varias de sus amigas, ansiosas, al parecer, por almorzar con un autor
lovecraftiano… Y decía, entre otras cosas más, lo siguiente: «Lamento
mucho la desaparición de su amigo el reverendo. Estoy segura de que fue
todo un caballero, como usted».
Cosas de una señora de mediana edad… Seguía diciendo:
«Me pide usted detalles acerca de tan terrible caso, pero no podría
decirle más de lo que ya he dicho a la policía. Según el registro de nuestro
establecimiento, Mr. Djaktu llegó hace aproximadamente un año, a finales
de junio, y se marchó a finales de agosto, dejando sin pagar alguna
semana. Hice la oportuna reclamación ante el consulado de Malasia, sin
éxito. Ya he perdido toda esperanza de cobrar ese dinero. Por lo demás, se
comportó siempre como un hombre educado, que solía pasear por nuestro
jardín… Tenía la mala costumbre de subirse comida a la habitación, cosa
que no me gusta que hagan mis huéspedes, aunque tampoco me pareció
oportuno decírselo. Recuerdo que a mediados de julio me dijeron que solía
subir a la habitación con un muchacho negro. Uno de nuestros empleados
me dijo que no reconocía la lengua en la que hablaban, que quizás fuera
hebreo, imagínese… Una empleada de la limpieza se atrevió a preguntarle
un día quién era el muchacho, y Mr. Djaktu le respondió en inglés que era
suyo, nada más, lo que la pobre mujer, fíjese, interpretó como que era su
hijo… ¿Se imagina usted? Nuestra empleada no salía de su asombro,
porque, un poco amiga de meterse en la vida de los demás como lo es, un
día los vio desnudos a los dos… Bueno, nosotros no solemos tener
prejuicios morales en esas cosas, que cada uno haga lo que le venga en
gana, siempre y cuando respete las normas del hotel… Después
desapareció el muchacho negro y no se le volvió a ver por aquí en el resto
del tiempo que siguió con nosotros ese señor de Malasia… Lo dicho.
Espero su visita la próxima vez que venga a Florida».
Por desgracia, la última vez que estuve en Florida, no mucho después
de todo aquello, fue para asistir al entierro de mi hermana. Meses después
enfermó también Ellen y murió. Y apenas un mes después de su muerte, la
del pequeño Terry… Sigo en mi apartamento, rodeado de libros, saliendo
cada vez menos. Creo haber visto ya todo lo que tenía que ver. Pronto,
incluso, dejaré de ir a mi bungalow. Ya lo he puesto en venta. Mi
apartamento es mi mundo. Hace mucho tiempo que no he pasado las
páginas del calendario. El que quiera saber cuál fue la fecha real de mi
muerte, que lo haga.
Debo decir, sin embargo, que la semana pasada ocurrió algo que me
parece directamente relacionado con aquellos incidentes… Lo diré como
venía en el periódico: poco después de la medianoche, la señora Florence
Cavanaugh, desvelada, corrió las cortinas de su habitación y vio a través
del cristal, en la terraza, a un negro gigantesco que tenía en la cara algo
que definió ella como una máscara de gas muy larga, o cosa parecida.
Llamó a su esposo, el señor Cavanaugh, pero cuando consiguió despertarlo
el negro se había esfumado como por arte de magia. La policía halló en la
terraza unas huellas como de aletas, que se están investigando. Una
primera versión de los hechos apunta a un ladrón, o a un simple bromista,
o a un loco vestido de buceador…
Yo hubiera tomado esta noticia por una extravagancia de la señora
Cavanaugh, si no fuera porque los Cavanaugh viven en el apartamento
contiguo al mío…
Piensen ustedes, si quieren, en el ego del escritor, pero no puedo dejar
de decirme que aquel ser, lo que fuera, en realidad a quien quería cursar su
siniestra visita era a mí…
Seguiré cuidándome mucho de no salir de mi apartamento. Y de
mantenerlo todo bajo control, bien cerrado. Tampoco tengo mucho más
que hacer. Ni lugares a los que ir.
En realidad no me considero ya más que el personaje de algún cuento
escrito por otro, ni siquiera el personaje de un cuento escrito por mí.
Hazte viejo conmigo;
lo mejor está aún por venir.
Dime, Howard: ¿Cuánto me queda realmente para ver de cerca la cara
de ese ser a través del cristal de mi ventana?
EL LIBRO NEGRO DE ALSOPHOCUS
H. P. LOVECRAFT Y MARTIN S. WARNES

Mis recuerdos son muy confusos. Casi no sé cuándo empezó en


realidad todo; a veces tengo la impresión de que es como si contemplara
visiones pertenecientes a un tiempo, a unos años que ya pasaron, y otras
veces, sin embargo, me parece que el presente se diluye en un punto tan
aislado como concreto, en medio de una difuminación informe y a la vez
inabarcable por infinita. Tampoco sé cómo contar lo ocurrido. A medida
que trato de expresarme tengo la sensación de que necesitaré aportar
pruebas, no tan extrañas, por otro lado, como espantosas. Mi propia
identidad parece diluida; es como si hubiera sufrido un fuerte golpe,
recibido del advenimiento de un proceso realmente monstruoso que formó
parte de los hechos de los que fui víctima.
Estas experiencias cíclicas tienen su origen, por supuesto, en aquel
libro polvoriento. Recuerdo perfectamente dónde me hice con él. Apenas
se veía el edificio, oculto en la margen del río más brumosa, por donde
pasa el agua negra y densa. Era muy antiguo; sus inmensas estanterías
contenían cientos de volúmenes a punto de hacerse polvo, que todo lo
llenaban en aquellas dependencias en las que no había ni puertas ni
ventanas. Había también montones de volúmenes en el suelo. Fue
precisamente en uno de esos montones donde encontré el libro. A primera
vista no supe ni cómo se titulaba, pues le faltaban las primeras páginas.
Sin embargo, lo abrí por el final y de inmediato observé algo que no pudo
por menos que llamar mi atención.
Era una especie de formulario, algo así como una relación de cosas que
decir y hacer, cosas que parecían aludir a una prohibición, a un
ocultamiento. Seguí leyendo y descubrí entonces unos párrafos que me
resultaron por igual fascinantes y repelentes, tanto como aquellas páginas
amarillentas y a punto de pulverizarse, antiguas y extrañas páginas que
parecían atesorar el secreto del universo que yo ansiaba desentrañar. Era
una guía que, como un ave, parecía conducir a puertas que llevaban más
allá de las dimensiones conocidas, a esas regiones donde el hombre dio sus
primeros pasos, siempre ansiadas por los magos de todas las edades, donde
la vida y la materia eran extrañas.
Los hombres, durante muchos años, habían sido incapaces de
reconocer su esencia vital; no sabían dónde hallarla; pero el libro era
verdaderamente antiguo; en realidad no estaba impreso sino escrito a
mano por algún monje loco que diera en transmitir a aquellas palabras
latinas un conocimiento prohibido de la más espeluznante antigüedad.
El viejo que me lo vendió, lo recuerdo perfectamente, temblaba de
miedo; hizo un gesto extraño con las manos cuando me lo llevé, no sé si de
alivio o de terror; incluso se había negado a aceptar el dinero que le
ofrecía por el libro. Pronto descubriría el porqué de todo ello.
Mientras me iba a través de las callejas estrechas del puerto y de los
callejones laberínticos y brumosos, me asaltaba una sensación, no por
vaga menos intensa, de que era seguido por unos pies que se arrastraban a
mis espaldas. Unos pies invisibles. Las viejas casas que se levantaban a mi
alrededor parecían, no obstante su miseria, animales en posesión de una
existencia brutal, como alentados por una ráfaga de maligna iluminación
inteligente. Era como si aquellos muros combados por la humedad, como
si aquellas buhardillas infectas, como si aquellas construcciones, en fin,
levantadas con ladrillo ahora cubierto de musgos, como si aquellas
ventanas que parecían seguir mis pasos, fueran a aplastarme de un
momento a otro o a cerrarme el paso. Todo eso, sólo con leer apenas unos
párrafos de aquel libro, sólo con haber intuido cuáles eran los secretos que
guardaba antes de cerrarlo y salir con el volumen bajo el brazo.
Después, lo recuerdo bien, leí ansiosamente el libro, notándome
empalidecer a cada poco, encerrado en mi habitación de aquel ático que a
menudo me servía de refugio para quedarme a solas con alguno de los
extraños descubrimientos que hacía. Aún era cálido el ambiente de la casa,
pues había salido de ella pasada ya la medianoche. Creo recordar que vivía
con algún familiar, si bien no puedo aportar más detalles a este respecto,
pues también estos recuerdos me resultan confusos, y me parece tener por
seguro que había en aquella mansión muchos criados. No puedo decir con
exactitud qué año era. Desde aquel entonces he conocido muchas edades y
muchas dimensiones diferentes, por lo que la noción que poseía del
tiempo, si es que alguna vez la tuve, se ha desvanecido ya por completo.
Sí sé que leía largo rato a la luz de las velas, pues recuerdo el incesante
goteo de la cera mientras me llegaba como de muy lejos un tañido de
campanas que se producía de tarde en tarde, no sé cada cuánto tiempo. Y
sé igualmente que prestaba una especial atención al tañer de aquellas
campanas, como si en cualquier momento fueran a llevarme un sonido
muy especial, un tañido más extraño que los anteriores.
Fue entonces cuando percibí en los cristales de aquella ventana que
daba a unos tejados laberínticos algo que parecía un leve golpe, o más bien
una sucesión de arañazos. Ocurrió cuando había dicho en voz alta el verso
noveno de un conjuro evidentemente importante, acaso primordial, y supe
de inmediato cuál era su significado terrible. El que atraviesa el umbral
siempre lleva su sombra consigo, ya no puede volver a estar solo. Yo la
había invocado. El libro era cuanto había sospechado y temido. Aquella
noche atravesé la puerta que da al abismo del tiempo y de las dimensiones
cruzadas; cuando me sorprendió el amanecer en el ático descubrí en las
paredes y en los anaqueles de mi habitación eso que nunca antes había
contemplado.
El mundo ya no es para mí lo que fue antes de aquella noche. En el
presente, hasta entonces, había siempre algo del pasado y algo, también,
del futuro; ahora, todos los objetos que me habían sido familiares me
resultaban extraños a la luz de la nueva y enfebrecida luz de mis ojos.
Desde aquel instante me vi envuelto en un sueño fantástico poblado de
formas desconocidas y que parecían silueteadas; cada vez que cruzaba un
umbral nuevo me costaba en mayor medida reconocer los objetos de la
estrecha esfera mundana a la que durante tanto tiempo había pertenecido.
Nadie puede imaginar siquiera lo que llegué a descubrir acerca de mi
propio yo. Después de aquella noche cada vez hablaba menos, me pasaba
prácticamente todo el tiempo solo. Era consciente, sin embargo, de que la
locura me rondaba. Los perros no se acercaban a mí, al contrario, huían…
Pero continué leyendo libros de conocimiento oculto y prohibido; seguí
explorando fórmulas, atravesando puertas espaciales y existencias y
regiones que se abren más allá del universo, llevado de mi afán de conocer.
Recuerdo perfectamente la noche en que tracé los cinco círculos
concéntricos de fuego en el suelo y después canté erguido en el círculo
central aquella letanía monstruosa que era una invocación al mensajero de
Tartaria. Las paredes se difuminaron y un viento tenebroso me arrastró a
través de abismos fantasmagóricos y grises, en los que brillaban a
infinidad de metros bajo mis pies los picos amenazantes de montañas cuya
localización desconocía. Luego se hizo una oscuridad completa para dejar
paso, al poco, al brillo de millones de estrellas que dibujaban las más raras
constelaciones. Más tarde descubrí una verde llanura en la lejanía, siempre
bajo mis pies, y avisté las altas torres de una ciudad construida con unos
materiales por completo desconocidos en la tierra. A medida que me
acercaba a esa ciudad me percaté de la presencia aterradora de un edificio
que parecía de piedra, en mitad de un paraje desolado. Entonces sí
experimenté una auténtica sensación de miedo. Grité espantado, pero tras
un nuevo lapso de oscuridad me vi otra vez en mi buhardilla, caído en el
suelo, sobre los cinco círculos concéntricos de fuego. Realmente, mi
peregrinar de aquella noche no había sido más extraordinario ni fantástico
que los de otras noches. Pero sí había experimentado un pánico que nunca
antes sentí, debido a la completa certeza que tenía de haberme aproximado
por primera vez a los abismos de un mundo exterior que hasta entonces
desconocía.
Traté de ser más cauteloso en la formulación de aquellos conjuros
después de aquella experiencia; temía perderme; no quería separarme de
mi cuerpo ni del mundo que conocía; temía vagar por abismos de los que
quizás jamás pudiera volver.
En cualquier caso, y dada la situación en la que me encontraba, mi
capacidad de reconocimiento de los objetos que me rodeaban y de las
escenas debidas a la vida normal desaparecía lentamente, cada día un poco
más, a medida que me adentraba en aquellos conocimientos ocultos. Mi
visión de la realidad circundante se volvía, así, fragmentada, inexacta,
geométricamente distorsionada. También noté afectado mi sentido del
oído. Aquel tañido de las campanas me parecía en cierto modo más
ominoso, espantosamente deletéreo, como si su sonido me llevara a través
de golfos y regiones desconocidas y lejanas donde las almas gritaran de
angustia y dolor en mitad de su tormento. A medida que iban pasando los
días me alejaba más de lo que me rodeaba materialmente, apartándome de
los cánones terrestres para ocultarme, o diluirme, en lo que no tenía
nombre. El tiempo pasó a convertirse para mí en un concepto incierto; mis
recuerdos de los acontecimientos de otros días, de las gentes a las que
había tratado antes de hacerme con el libro, se desvanecían o perdían en
una nebulosa que todo lo tornaba irreal. Mis intentos por recuperar aquello
que intuía iba perdiéndose resultaban desesperantemente vanos.
Recuerdo la primera vez que escuché aquellas voces. Eran inhumanas,
sibilinas; parecían llegarme de las regiones más tenebrosas del espacio, de
algún lugar habitado por seres amorfos que adorasen y dedicaran danzas a
un ídolo repugnante y maloliente, creado en su monstruosidad por el paso
de infinitos siglos de ignominia. Por el tiempo en que comencé a escuchar
aquellas voces tuve también sueños de una espantosa intensidad,
pesadillas funestas en las que soles negros y verdes lucían sólo para
derramar su luz sobre grotescos monolitos y ciudades pérfidas e insanas
que parecían querer huir de su propia condena. Aquellos sueños, sin
embargo, poca cosa eran en comparación con el imponente y siniestro
coloso que más tarde cobró una presencia impostergable en mi conciencia.
Todavía hoy me resulta imposible recordar en toda su importancia y
magnitud aquel horror, aunque, cuando lo intento, me aborda una
desazonadora sensación de inmensidad desconocida y veo tentáculos que
se proyectan ondulantes, que se tienden y distienden a latigazos, como si
cada uno de ellos poseyera inteligencia propia, una intención vil.
Alrededor de aquel coloso hediondo danzaban seres monstruosos en su
deformidad que entonaban este canto cacofónico y salvaje:
Mwlfgab pywfgbtagn Gh’tyaf nglyf lgbya.
Horrores que me acompañaban en todo momento, como la sombra del
más allá.
A pesar de todo ello seguía estudiando libros y manuscritos, seguía
atravesando los oscuros umbrales de esas puertas que abocan a
dimensiones desconocidas, lugares en los que seres tenebrosos me
instruían en artes tan infernales que hasta las más débiles mentes serían
incapaces de soportar.
No puedo por menos de recordar la manera en que descubrí al fin cuál
era el título del libro.
Era ya de noche, muy tarde, y hojeaba las polvorientas y frágiles
páginas de aquel códice cuando descubrí un párrafo que al fin me desveló
algo acerca de su origen:
«Nyarlathotep gobierna en Sharnoth, más allá del espacio y del
tiempo; sumido en las sombras de su palacio de ébano espera su segundo
advenimiento; en compañía de sus siervos y acólitos celebra impúdicos
festines en las horas más profundas de la noche. Cuídese quien sea de
importunarlo con sus conjuros y encantamientos, pues quedará atrapado
en ellos sin remedio. Cuídese el ignorante de hacerlo, como previene el
Libro Negro, pues nada en verdad tan terrible como la cólera de
Nyarlathotep».
Había encontrado ya, en otro tiempo, referencias al Libro Negro en
secretos códices. Pero el que ahora ocupaba mis horas había sido escrito
siglos atrás por el gran hechicero Alsophocus, que vivió en las tierras de
Erongil antes de que los hombres dieran sus primeros pasos inciertos sobre
la tierra.
Ya había desvelado el primero de los misterios. Tenía en mis manos el
blasfemo y vil Libro Negro. Saberlo me dio más fuerzas para aprehender
las enseñanzas que contenía el libro. Supe así fórmulas para ocultar,
invocar y crear seres; me sentía poderoso al saberme en posesión de tales
secretos y por el dominio de aquellas fuerzas ocultas. Descubrí además
nuevas puertas para acceder a diferentes dimensiones; tenía bajo mi férula
a los demonios de las más ignotas regiones; pero aún, no obstante, había
ante mí barreras que no podía salvar, negros abismos espaciales que se
extienden más allá de Fomalhaut, donde acecha siempre el horror
definitivo entre blasfemias más antiguas que las propias estrellas. Volví al
De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y al Cultes des Goules, del Conde
de D’Erlette, en mi afán de aprehender los más antiguos secretos a la luz
de lo que ahora sabía, mas descubrí que todos aquellos misterios no eran
cosa de importancia relevante en su comparación con las enseñanzas
esotéricas que contenía el Libro Negro, una obra en la que podían
conocerse encantamientos de tan siniestro poder que incluso el mismo
Alhazred habría temblado ante su sola lectura.
El Libro Negro hablaba de la llamada de Boromir, de los oscuros
secretos del Trapezoedro luminoso —aquella ventana que se abría al
espacio y al tiempo—, de la invocación de Cthulhu desde su palacio
oceánico de la acuática ciudad de R’Iyeh… El libro contenía todos esos
secretos, a la espera del valiente o del loco capaz de utilizarlos.
Estaba, pues, en la cima del poder; podía hacer que el tiempo se
expandiese o contrajera a mi capricho; el universo no encerraba ya
secretos que me fueran ajenos. Esos estudios secretos que hacía chocaron
frontalmente con los conocimientos mundanos que había atesorado hasta
entonces. Me sentí tan poderoso que llegué a intentar el acceso a lo más
imposible, el paso del último umbral, el que se abre a las secretas regiones
del más allá, donde los Primigenios esperan como presos el momento de
su retorno a la tierra, de la que fueron expulsados por los dioses de la
antigüedad. Vanidoso entonces, creí que yo —nada más que una diminuta
mota de polvo en la vastedad cósmica del tiempo— podría atravesar los
negros abismos del espacio, esos que se extienden más allá de las estrellas,
donde imperan la anarquía y el caos más completo, y no obstante regresar
con la mente inmaculada y libre de los horrores de cientos de eones de
antigüedad que allí se contienen.
Tracé en el suelo, una vez más, los cinco círculos concéntricos de
fuego; me situé en el centro, invoqué a los poderes inimaginables con un
conjuro tan terrible, tan inconcebiblemente espantoso, que mis manos
temblaban mientras lo decía al tiempo que hacía los misteriosos signos
simbólicos. Las paredes se difuminaron y un viento oscuro y brutal me
arrastró a través de abismos sin fondo, grises como regiones informes.
Viajaba más veloz que el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y
regiones que parecían hallarse a gran distancia. Las estrellas discurrían
con tanta velocidad que formaban regueros de luz dibujando formas
caprichosas en el espacio, haces luminosos que resaltaban contra la
oscuridad deletérea, más negra que las fabulosas profundidades de Shung.
Pasó un minuto —o un siglo— y aún seguía en viaje vertiginoso. Las
estrellas parecían entonces agruparse en pequeños montones, como si
buscaran acompañarse en aquella desolación circundante. El resto seguía
inmutable. Me sentía muy solo en mi viaje; me sentía como si estuviese
colgado y suspendido en el espacio y en el tiempo, como si no me moviera
de donde me encontraba, aunque estoy seguro de que la velocidad a la que
iba era imposible. Mi espíritu se rebelaba contra la soledad, contra la
quietud y el silencio de la nada; era yo un hombre sepultado en vida en una
fosa tan inmensa como oscura. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía
el último montoncito de estrellas, que eran las últimas luces de un espacio
milenario. Más allá no había sino una oscuridad impenetrable, el final del
universo. Grité horrorizado, pero fue en vano, una vez más; seguí mi
búsqueda inacabable a través de algo que me parecía una sucesión de
pasillos silenciosos, o muertos.
Mi viaje se extendió en una eternidad inacabable; nada cambiaba, si no
era el ritmo de los latidos de mi corazón. Pero entonces comencé a
percibir una luz tenue, de fulgor verdoso; supe que había pasado a través
de una ausencia plena de tiempo y de materia; supe que había dejado atrás
el Limbo. Estaba al fin más allá del universo, a inconcebible distancia del
cosmos conocido racionalmente; había cruzado el último de los umbrales,
la última de las puertas que se abrían al olvido. Ante mí brillaban los dos
soles de mis visiones, entre los que fui conducido a una velocidad que
ahora se me antojaba muy lenta. Alrededor de aquellos dos prodigiosos
soles de color negro uno y verde el otro rotaba sólo un planeta. Me fue
dado el don de adivinar su nombre: Shamoth.
Sentí que flotaba lenta y suavemente alrededor de aquella negra esfera;
mientras me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se
extendía bajo mí y en la que descansaba la gigantesca y laberíntica ciudad
de mis pesadillas. Ahora parecía informe y desproporcionada bajo aquella
luz.
Fui llevado sobre los tejados de la ciudad muerta mientras
contemplaba los muros derruidos y los pilares devastados que resaltaban
como cuchillos amenazantes contra la oscura línea del cielo. Nada se
movía; no obstante, tenía la sensación de que allí moraba algo vivo,
palpitante. Un ser corrompido, pleno de inmunda vileza; un ser maligno
que ya sabía de mi presencia.
Al tiempo que descendía lentamente hacia la ciudad recobré mis
sentidos físicos. Sentí frío, un frío helador que me entumecía los dedos.
Bajé hasta una depresión abierta en cuyo centro se erguía un edificio
enorme con una gran puerta en una de sus bóvedas que parecía bostezar
tenebrosamente, como las fauces de algún temible animal de los orígenes.
De aquel edificio emanaba un aura de palpable malignidad; me quedé
petrificado y sin capacidad de respuesta física ante la sensación terrorífica
que experimenté, ante la conciencia de mi indefensión desesperada.
Mientras quedaba inmóvil ante el monstruoso edificio recordé lo que
había leído en el Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se alza el palacio de
Nyarlathotep, en el que se puede acceder a todos los secretos, aunque el
precio a pagar resulte espantoso».
Supe que estaba ante el palacio de Nyarlathotep. Aunque el solo
pensamiento de entrar allí me repugnaba, caminé sin cuidarme de no
hacerlo hasta atravesar la puerta en la bóveda, como si una mente que no
era la mía guiase mis pasos. Atravesé aquel gran portalón en la bóveda,
accediendo a una oscuridad tan profunda como la que había soportado
antes en mi viaje espacial. Poco a poco la oscuridad impenetrable fue
diluyéndose para dejarme ver la luz verdosa que iluminaba la superficie
del planeta. Y en aquella tétrica luminosidad vi lo que jamás nadie debiera
haber visto.
Estaba ante una larga sala con techo abovedado, sostenida por pilares
de ébano; a cada lado de la sala se alineaban unas criaturas salidas de una
pesadilla. Vi a Khnum y Anubis, con su cabeza de zorro, y a Taveret, su
madre, asquerosamente gorda. Había otros seres de aspecto grotesco y
maligno, que espiaban mis pasos; tenebrosas existencias que me
observaban con furia. Allí, acechado por estas criaturas infernales, mi
cuerpo luchaba contra las sensaciones trágicas de mi alma. Unas garras me
asieron por los brazos y las piernas; el estómago me dio entonces un
vuelco de asco, contraído al sentir mi cuerpo el contacto de aquella carne
putrefacta. En el aire se oían gritos y aullidos como lejanos, mientras
aquellas presencias danzaban obscenamente a mi alrededor, deleitándose
en aquel ritual de blasfemia y depravación. Al final de la enorme sala,
perdido en la distancia, se hallaba el terror último, el hediondo coloso
negro de mis visiones, el amo y señor del palacio, Nyarlathotep.
Me observó atentamente. Su mirada quemaba mis entrañas,
llenándome de un pánico tan insoportable que cerré los ojos para no seguir
contemplando la más fiel imagen de la maldad. Mi ser se contrajo,
desvaneciéndose al poco, como si fuera absorbido por una atracción tan
feroz como irresistible. Perdí así la poca conciencia de mi propia identidad
que tenía; mis poderes necrománticos, lo sabía bien entonces, no eran nada
comparados con los del habitante de aquel submundo. Nunca los recuperé.
Bajo su mirada, mi mente y mi alma se llenaban de un espanto
aterrador; no podía hacer nada mientras él siguiera absorbiendo mi
existencia, quitándome la vida lentamente. Me sentí desesperar, me
hallaba indefenso; no era capaz de hacer frente a la irresistible fuerza que
me tenía atrapado. Apenas sin sentirlo, algo de mi ser se iba, algo
insustancial, pero necesario para mi existencia futura; no podía resistirme;
había llegado demasiado lejos y estaba pagando el error de hacerlo. Mi
visión quedó nublada definitivamente por el refulgir de miles de rayos. Vi
mi casa y mi familia flotando ante mis ojos. Después se desvanecieron
como si nunca hubieran existido. Y al instante comencé a experimentar
cómo cambiaba yo mismo, disolviéndome en la no existencia.
Aun sin cuerpo, me elevé sobre aquellos seres de pesadilla,
atravesando la fría piedra del palacio que no ofrecía resistencia a mi vuelo,
hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la superficie del planeta. No
estaba ni vivo ni muerto. Hubiera sido preferible la muerte. La ciudad se
expandía por debajo de mí, mostrándome toda su asombrosa
malevolencia; sobre aquel siniestro edificio que era el palacio de
Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía para desparramarse por toda la
ciudad, una masa que se fue haciendo cada vez más grande hasta ocultar la
ciudad a mi vista. Cuando hubo ocultado absolutamente todo, se contrajo,
transformándose entonces en el negro coloso de mis visiones. Temblé
aterrorizado. Mas a medida que me alejaba de la ciudad y a medida que
ganaba altura, la escena fue reduciéndose y observé lo que pasaba con un
gran sentimiento de alivio.
La masa comenzó a adquirir entonces una forma esférica. Yo me
alejaba aún más, accediendo ahora a las negras profundidades del espacio.
Suspendido, sin ver nada que se moviese a mi alrededor, incluso cuando
llegué a las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el último
acto del drama que yo mismo había desatado. De la superficie del planeta
brotó un rayo de energía hecha luz que atravesó el espacio, perdiéndose en
su infinitud. Estaba seguro de que se dirigía al planeta en el que había
vivido. Todo quedó sumido de inmediato en una calma completa. Volví a
sentir el peso terrible de la soledad, más allá de las estrellas.
Mis recuerdos se iban desvaneciendo por momentos; tanto era así que
pronto no tuve memoria de mi pasado. No quedaba mucho para que se
esfumaran los vestigios de mi humanidad. Mas en ese instante, suspendido
en el espacio y en el tiempo por toda la eternidad, experimenté un
sentimiento difícil de explicar. Una enorme sensación de paz, mayor que la
que procura la muerte. Sólo un recuerdo alteraba esa sensación de paz, un
recuerdo que deseaba quedase borrado pronto de mi mente. No era capaz
de decirme cómo lo sabía, pero estaba más seguro de ello que de mi
existencia. Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth;
jamás volvería a reunirse con su corte en aquel palacio negro, pues el rayo
de luz que viajaba a través del espacio tenebroso llevaba consigo algo más
que energía.
En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se
estiraba, poniéndose en pie lentamente. Sus ojos eran dos trozos de carbón
incandescente; una diabólica sonrisa cruzaba su rostro. Mientras
contemplaba los tejadillos laberínticos de la ciudad a través de la ventana,
alzó los brazos en señal de triunfo.
Había atravesado las barreras creadas por los dioses de la antigüedad;
era libre para seguir caminando por la tierra, libre para controlar la mente
de los hombres y manipularla hasta esclavizarles el alma. Era ése al que
yo había dado la oportunidad de escapar; yo, que, a causa de mis ansias de
poder, le había procurado los medios para regresar a la tierra.
Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues
cuando me robó mis recuerdos y mi ser se quedó también con mi físico.
En mi cuerpo habitaba ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el
Terrible.
MALDITA SEA LA OSCURIDAD
DAVID DRAKE

¿Y el África que desconocemos?


H. P. Lovecraft

Los árboles más altos de la selva se inclinaban bajo la fuerza de la


lluvia empequeñeciendo a extremos increíbles al grupo de hombres que
había en el centro del poblado. Uno de ellos estaba atado a un poste. Diez
guardas forestales lo rodeaban, todos ellos de la tribu de los baenga, al
oeste del Congo, conocida en otros tiempos por su feroz canibalismo.
Bromeaban apuntándole con sus rifles, empujándose entre sí, golpeando al
hombre amarrado al poste a cada poco, mientras se las prometían muy
felices en cuanto cesara la lluvia y pudiesen continuar su búsqueda, la
persecución de los que habitaban aquel poblado y habían huido para no
tener que trabajar. Matar, en aquel tiempo, no estaba mal visto.
Seguro que en breve se colmaban sus expectativas. Todos los hombres
de los poblados que se hallaban en disposición de trabajar debían, según la
ley, emplearse a fondo en la recolección del caucho. Al menos cuatro kilos
de caucho se esperaba que aportase cada uno semanalmente para llenar las
arcas del rey Leopoldo. Nada decían las leyes belgas acerca de que se
debía preservar la vida de los habitantes de los poblados de la selva.
Tampoco hablaban aquellas leyes de cómo enseñar a los nativos a
recolectar caucho sin destrozar los árboles. Al que destrozaba un árbol, lo
mataban, sin más.
Había muchos poblados a la vera del río con hombres en disposición
de trabajar. Las reclutas se hacían a la fuerza.
—Si no sabes trabajar bien, o si no quieres hacerlo —dijo uno de los
guardas baenga al hombre amarrado al poste—, ya te enseñaremos
nosotros —y le golpeó con la culata de su rifle.
Los guardas forestales pertenecientes a la tribu de los baenga no
llevaban uniforme. Bastaba el rifle que portaba cada uno para conferirles
una autoridad que ningún tipo de vestimenta militar les hubiera dado.
Cesaba la lluvia cuando escucharon próximo un ruido entre los
arbustos de la margen del río. Supusieron los baenga que se trataba de un
hipopótamo, pero grande fue su sorpresa cuando vieron salir de allí a un
niño desnudo, de apenas siete años, que se dirigía con ojos de espanto al
centro del poblado, donde estaba amarrado al poste aquel hombre.
—¡Samba! —gritó el hombre al que torturaban los baenga.
Los guardas forestales supieron así que el niño era su hijo. Aún no
tenía la edad para que, según las leyes, pudiera emplearse en la
recolección del caucho. Era pequeño como un monito; y rápido y vivaz,
también, como las crías de mono. El niño llevaba un palo en la mano. No
supieron cómo los guardas forestales, pero de inmediato se vieron
persiguiéndole, tratando de cazarlo, porque se metía entre sus piernas y los
golpeaba con el palo mientras decía a su padre que no se preocupase, que
él lo libertaría.
No pasó mucho tiempo antes de que lo abatieran con sus rifles. Tres
tiros recibió aquel niño de apenas siete años.
Al oír los disparos llegó corriendo hasta el centro del poblado el
teniente Trouville, que mandaba el pelotón de guardas forestales.
—¡Alto, idiotas! —les gritó.
Trouville, un hombre rubio y que lucía grandes mostachos, había
desenfundado su pistola al oír los tres disparos que abatieron al niño,
suponiendo que tendría que hacer frente a otro tipo de problema, acaso a la
rebelión de varios hombres a los que hubieran capturado los baenga a los
que mandaba.
—¡Habéis desperdiciado tres balas para matar a un niño! —gritó el
belga a los negros—. ¡Tres balas cuando no hacía falta usar las armas!
¡Sois unos imbéciles! ¿Acaso os ha dicho el armero que podéis
desperdiciar las balas como si fuesen pan?
El hombre amarrado al poste lloraba. Uno de los baenga se acercó al
niño y le cortó la oreja derecha, guardándosela después.
Trouville dio orden de que soltaran al hombre amarrado al poste antes
de que la patrulla siguiera su búsqueda de los que habían huido para no
verse obligados a trabajar.
—No tiene sentido matar a tiros a un niño —decía Trouville a los
baenga mientras proseguían la marcha—. Guardad las balas para cuando
nos ataquen en serio.
El hombre que había estado amarrado al poste se acuclilló junto al
cuerpo de su hijo. De entre unos arbustos salió una mujer, que se puso a su
lado. Ambos lloraban.

Pasa el tiempo. En lo más hondo de la selva suenan los tambores


incesantemente.
En Londres, Alice Kilrea toma asiento ante el escritorio de la
biblioteca de su residencia y abre el libro que un mensajero le acababa de
entregar en mano, traído desde Viena. Es una dama de mediana edad, aún
enérgica y de movimientos nerviosos, con el cabello recogido como las
muchachas. Nunca fue hermosa. Comienza a pasar las páginas del libro,
sin detenerse mucho en su lectura. Pero a mitad del volumen presta mayor
atención. Allí se dice algo acerca de una fórmula, unas palabras
mágicas… El libro, en alemán, ofrece a continuación la fórmula, pero
escrita en un idioma extraño, que quizás sólo unos pocos estudiosos
fueran capaces de reconocer y traducir convenientemente. La dama no lo
conoce, pero intuye que en su musicalidad radican sus virtudes. Lo lee
como si fuera inglés y parece una salmodia.
Tendrían que transcurrir dieciocho años para que comprobara la
bondad de la fórmula.

El sargento Osterman bebía un poco de vino de palma a la sombra de


un árbol mientras esperaba a que sus baenga le llevaran a todos los
hombres de aquella aldea, para escoger a los más fuertes y ponerlos de
inmediato a recolectar caucho. Baloko, uno de los baenga, volvía con
M’fini, el jefe del poblado, que traía un cesto con caucho para dar ejemplo
al resto de los hombres.
M’fini era ya anciano, pero aún parecía fuerte, por lo que, según las
leyes, podía trabajar.
—Vamos, M’fini, enséñanos qué nos traes —le dijo Baloko, jovial y
sonriente.
M’fini se limitó a señalar lo que llevaba, un cesto con caucho que él
mismo había recolectado.
—¿Recuerdas, M’fini, lo que me dijiste la semana pasada? Sí, eso de
que tu mujer, T’sini, no dormiría jamás con otro hombre mientras tú
estuvieses vivo —le dijo entonces Baloko.
El jefe del poblado pareció temblar de miedo y de ira al tiempo.
—Mira lo que nos traes —siguió diciéndole Baloko—. Piedras, para
ganar peso, hojas, ramas… Basura, nada más que basura… Creo que pasas
mucho tiempo junto a tu mujer en vez de recolectar caucho para el rey
Leopoldo.
El sargento Osterman oyó entonces unos gritos de dolor pero no le dio
mayor importancia y siguió bebiendo el vino de palma. Era un hombre
muy alto y fuerte, que se había distinguido en Argelia, cuando estuvo
alistado en las tropas francesas, luchando contra los tuaregs.
Baloko dio una patada en la cabeza a M’fini, que se retorcía de dolor
en el suelo. Luego le pisó con saña los dedos de las manos, mientras le
decía:
—Vamos, no llores como una mujer… Deberás recolectar más caucho
para el rey Leopoldo si no quieres que T’sini duerma conmigo…
Osterman dejó de beber vino de palma y se dirigió lentamente al lugar
de donde salían aquellos gritos de dolor. Conocía unas cuantas palabras de
bantú, así que pudo entender lo que Baloko le soltaba entonces a M’fini,
aunque él solía hablar con los guardas baenga en dialecto pidgin.
—Me parece que no eres un buen hombre, M’fini, y tratas de engañar
al rey Leopoldo.
El sargento Osterman se echó a reír.
—Creo que su mujer no le necesita —dijo entonces Baloko a su
sargento—. Creo que sería una buena mujer para todos nosotros, los
guardas… Seguro que la hacemos más feliz que él, ¿verdad, mi sargento?
Osterman dijo que probablemente tenía razón. Hizo que sus hombres
reunieran a todas las mujeres del poblado y comenzó a pasarles revista
muy lentamente, como si fuera a proceder a un reclutamiento de las
hembras. Preguntó quién era T’sini y Baloko se la señaló con un dedo. El
sargento Osterman dijo a su subordinado que tenía razón, que sería una
buena hembra para los baenga… Pero añadió que él, como su sargento,
debía ser el primero en acostarse con ella.
T’sini, la esposa del anciano M’fini, no tendría más de doce años.

Pasa el tiempo. En lo más hondo de la selva atruenan los tambores


como nunca antes.
En un despacho de Londres, con la neblina tornando opacos los
cristales de las ventanas, la dama Alice Kilrea dicta a su amanuense: «Su
ayuda me ha resultado muy valiosa; creo que la fórmula que Spiedel
encontró en la biblioteca de Kloster-Neuburg poco antes de morir puede
preservarme contra los horrores y cuanto nos resulta desconocido del
gran continente negro. Estoy dispuesta a investigar donde y como no se
hizo jamás hasta ahora, aun a sabiendas de que los evidentes peligros que
puedo correr son el precio a pagar por el conocimiento, por la revelación
de la verdad».
El amanuense de la dama, sin embargo, tiene miedo. Está incluso
molesto con la dama y consigo mismo. No es que la dama esté loca, pues al
fin y al cabo todas las mujeres lo están, se dice el amanuense, sino que su
locura podría arrastrarlo también a él. Como su correspondencia, que va
dirigida a Su Alteza Real…

En muchas regiones de África bañadas por los ríos crecen los árboles
en sus orillas y se inclinan sobre el agua como para acariciarla. El caudal
aumenta sorprendentemente cuando llueve, y entonces los ríos se
desbordan creando barrizales tan negros como la piel de quienes viven
cerca de los cauces. Los extranjeros sufren infinitamente para transitar por
esas zonas.
Gomes sentía aún más fatiga al volver la vista y contemplar sus
huellas en el barro. Un grupo de nativos porteaba su equipaje, el de su
esposa y el de Kaminski, sin esfuerzo aparente.
Aún quedaba un buen trecho para llegar a los ingenios, y el portugués
no podía disimular su malhumor y su agotamiento. La última vez que
había estado allí era la estación seca y a pesar del calor se podía andar
bastante bien.
Al fin, tras innumerables fatigas, llegaron a los ingenios. Salió a darles
la bienvenida un joven suboficial belga, nuevo en la región, perfectamente
vestido de uniforme, al que acompañaban varios soldados negros armados
con fusiles Hotchkiss.
—Los señores Gomes y Kaminski, supongo… —dijo el suboficial
belga muy sonriente.
—Veo que sabe quiénes somos… Y usted debe de ser De Vriny, el
nuevo suboficial, si no me equivoco —respondió Gomes con la voz más de
enfado que de hastío—. Traemos nuestras patentes, para negociar sobre
ellas, así que ahorrémonos todo lo demás… Ya se llevará usted la parte
que le corresponda, para que siga ampliando su maravillosa Société
Cosmopolite… Vayamos al grano. Condúzcanos hasta los responsables de
negocios.
—Pues claro que me llevaré lo que me corresponda, caballero… Una
pepita de oro siempre deja un rastro de polvillo… Está por ver, sin
embargo, si lo que tienen ustedes que ofrecernos es realmente oro… o
simple barro…
Y se echó a reír el suboficial belga.
—Vamos, Carlos, no te enfades —dijo Kaminski a Gomes—. Este
caballero sólo pretende recibir lo que le corresponde, además de
prestarnos la ayuda que precisemos.
Kaminski, que se tocaba con un sombrero que había comprado en
algún lugar de Sudamérica, era un hombre de carácter tranquilo y buen
negociador, al contrario que su socio, el portugués, explosivo y colérico.
Kaminski, por otra parte, ya había oído hablar antes de De Vriny; sabía,
pues, de su valor como soldado… y sabía también de sus tejemanejes, por
no decir que sabía de sus extorsiones a tantos comerciantes europeos.
Antes de llegar allí había puesto en antecedentes a Gomes.
—¿Pero por qué vamos a tratar directamente con este sujeto? ¡Ya
tendrá su comisión, caramba! ¡Que se limite a hacer su trabajo!
El portugués se encontraba muy fatigado, tenía un humor de perros. Su
esposa, una angoleña con la que llevaba varios años de matrimonio,
también trataba de calmarlo.
—Habla usted de negocios como si no fuera un estafador —seguía
diciendo Gomes a De Vriny, sin que sirviera de nada el afán de su esposa y
de su socio Kaminski por tranquilizarlo—. Habla usted de tratos, usted que
se dedica a poner una pistola en la cabeza de unos pobres negros,
obligándoles a recolectar caucho que luego vende en París a espaldas de su
propio Gobierno… ¿Tratos con usted? ¡Que le paguen sus jefes, caballero!
Todos sabemos lo que hace… Obliga a los negros a trabajar más horas de
las necesarias y el caucho que obtienen en esas horas se lo queda usted.
El suboficial belga se echó a reír de nuevo, ante semejante explosión
de cólera del portugués, y dijo:
—Verá, caballero… Hay algo que tenía que haberle dicho antes, quizás
así se hubiera ahorrado usted ese enfado… Resulta que hay un error en su
acreditación… A nosotros se nos anunció que vendría un señor Gómez,
con zeta, como se escribe en español, y no un señor Gomes, con ese… Se
trata de una simple formalidad, pero mucho me temo que no podrá entrar
en los ingenios antes de que comprobemos quién es usted en realidad…
Así que debo conducirles a Roma… Seguro que allí se soluciona todo…
De manera que, marcha atrás, y a embarcar de nuevo… A estas horas se
navega muy bien por el río.
El rostro de Gomes adquirió un tono azafranado. Se le derrumbó el
ánimo como se derrumba un muñeco de nieve bajo el sol.
—¿Me está diciendo que todo este viaje ha sido en vano, que debemos
ir a embarcar de nuevo, por un simple error de cualquier escribiente al
poner mi apellido? —Sus palabras, más que una queja, eran ahora un
lamento—. La verdad, no me parece un problema…
El suboficial belga sonreía, burlón y vengativo.
—¿Usted cree? —dijo De Vriny—. ¿Es que no sabe usted nada acerca
de los muchos problemas que tiene nuestro Congo, que hay gente
dispuesta a levantarse en armas contra nosotros? ¿Cree usted que podemos
dejar entrar a cualquiera? No, caballero, no… Se nos llenaría esto de
judíos, de negros de otras partes… Y de portugueses… Tenemos que tener
mucho cuidado.
Evidentemente, al hablar de portugueses se refería a él, al hablar de
judíos se refería a Kaminski, y al hablar de negros de otras partes se
refería a la esposa de Gomes.
Quizás hizo Gomes un gesto como de ir a echar mano al fusil Mauser
que llevaba uno de sus porteadores, quizás eso pensó uno de los soldados
negros que acompañaban al suboficial belga… Sonó un disparo y el
portugués cayó a tierra con un balazo en el pecho.
—¡Por la sangre de Cristo, estás loco, muchacho! —gritó De Vriny al
soldado que había disparado contra el portugués—. Bueno, ya da igual…
Tendremos que hacer lo mismo con los otros.
Kaminski trató de huir, pero además de ser un hombre gordo y
corpulento, el terror y el barro no le dejaron ir muy lejos. Pronto cayó
abatido por un disparo. Los porteadores y la mujer del portugués también
murieron en unos segundos. Poco después quedaban en silencio los fusiles
Hotchkiss de los soldados del suboficial belga.
Los soldados de De Vriny comenzaron a repartirse el botín. Los baenga
sólo cortaron la oreja a los negros. Cortársela a los blancos traía mala
suerte.
—Bien, muchachos —les dijo De Vriny—. Ya tenéis lo vuestro, ¿no?
Pues ahora acabemos la tarea.
—¿Qué hacemos con los cuerpos? —preguntó uno de los soldados a
sus órdenes.
—¿Y para qué crees tú, muchacho, que el buen Dios hizo los
cocodrilos y los puso en los ríos? ¡Vamos, tirad los cuerpos al agua!

Pasa el tiempo. En lo más profundo de la selva, cuando llueve, al


andar se tiene la impresión de que pisas racimos de uvas y la corteza de
los árboles arrancada por disparos de balas. En lo más profundo de la
selva, cuando anochece, hay arbustos que semejan formas humanas
acechantes, aunque sea imposible distinguir en esas formas ni un sexo ni
una raza. No hay géneros para las impresiones terroríficas.
A cinco mil millas de distancia, la dama Atice Kilrea se dirige en su
carruaje a entrevistarse con cierta personalidad a la que quiere mostrar
un antiguo libro en alemán. La acompaña un criado recién llegado a
Londres desde Norteamérica, Sparrow, un hombre joven y buen sirviente,
que será además su amanuense, toda vez que el otro ha decidido
abandonarla.

En lo más profundo de la selva a veces se tiene la impresión de que los


tambores son el rugido de bestias que acechan entre los arbustos, bestias
que vienen lentamente desde la oscuridad.
Alrededor de una hoguera descansan y comen algo varios oficiales. Un
poco más allá los soldados baenga se gastan bromas y ríen mientras dan
cuenta del rancho. Luego se ponen a cantar rítmicamente, dando palmas,
una canción de su tribu.
—Son como niños —dice el coronel Trouville a la dama Alice.
La dama había llegado poco antes en el vapor Archiduquesa Stephanie,
en compañía de dos sargentos y un ingeniero que tenían como destino el
cuartel general belga en la región.
El color no era lo único que separaba a las gentes en el Congo belga.
—Estos hombres hacen una bebida de corteza de árbol que los vuelve
locos, el malafou, mucho más fuerte que el vino de palma… Hay que tener
mucho cuidado con ellos entonces, señora… Serían capaces de devorarnos,
no olvide que son de una tribu caníbal.
De Vriny y Osterman secundan la risa de su coronel. La dama
simplemente sonríe, no sin bastante aprensión. Hace poco que ha
desembarcado, tras larga travesía en vapor por el río, y pisa por primera
vez, al fin, la selva africana. Comienza a anochecer y las masas de
arbustos, y los grandes árboles, parecen cada vez más negros. Aunque
había imaginado que así sería África, no puede hallarse sino impresionada
por esa oscuridad creciente. De todos los militares belgas que la
acompañan, el ahora coronel Trouville es el que más tiempo lleva en el
Congo. Es un hombre cortés y muy tranquilo, al que nada parece alterar.
Están a corta distancia de la orilla. La noche se hace cada vez más
negra e inquietante. La dama experimenta la sensación de hallarse en un
hemisferio separado del otro por el tajo de un gran cuchillo. Ni el buen
vino portugués que toma junto a los oficiales belgas le alivia el
estremecimiento que siente al escuchar los cantos de los baenga borrachos
de malafou.
El ahora capitán De Vriny también parece tranquilo y confiado, tiene
una mirada que inspira calma. Hombre de mediana edad, más joven que
ella, sin embargo es alto y fuerte como un oso. Tiene en sus andares, acaso
por ello, un algo que sugiere crueldad. Frente a él, Sparrow enciende el
cigarrillo que acaba de liar. A la luz de la cerilla su rostro parece de color
naranja. El capitán De Vriny sonríe. Sparrow comparte el vino y la comida
en el exclusivo corro alrededor de la hoguera con ellos, sólo porque esa
vieja loca y al parecer con título nobiliario, y que lleva una carta de
recomendación firmada por el propio rey Leopoldo, así lo ha pedido.
Jamás, de lo contrario, hubiera permitido que un criado norteamericano
tomara asiento frente a él. Sparrow se le antoja ridículo, con su camisa de
algodón azul abotonada hasta el cuello y con sus pantalones con tirantes.
De baja estatura y con el pecho hundido, muy enclenque, el americano
parece en verdad insignificante frente a él, temible con su uniforme y la
pistola al cinto.
Doña Alice, sin embargo, no desentona en el ambiente. Aunque vieja,
viste pantalones de hombre metidos en las botas. De Vriny la mira, y
cambiando la sonrisa de burla con la que acaba de contemplar al criado
por una expresión de interés, se dirige a ella:
—Me sorprende, Doña Alice, que una dama de buena cuna como usted,
una dama de tan gran educación, se haga acompañar para un viaje tan duro
por un hombre tan insignificante…
La dama lo mira con bastante dureza, alzando su afilada nariz, y
responde:
—No creo que sea un asunto de su incumbencia, capitán… Supongo
que, desde luego, mi criado no será tan valiente como usted, llegado el
momento de practicar el tiro con unos pobres negros indefensos… Seguro
que se entretiene usted en la práctica de tan apasionante deporte, ¿me
equivoco? —dice con tanta altivez como contundencia.
Se hace un tenso silencio que obliga a intervenir al coronel Trouville,
deseoso de limar asperezas.
—Lo que el capitán ha querido decir, señora, es que en la selva no
están bien delimitados los frentes de guerra, por expresarlo en términos
militares… El problema puede surgir en cualquier instante y conviene
estar preparados… Probablemente duda el capitán de que su criado sea el
hombre que mejor pueda brindarle protección.
—Bien, para eso ya están ustedes, ¿no? —responde la dama, tajante—,
Sparrow, por lo demás, es la persona de mi mayor confianza, por eso me
acompaña en este viaje.
Los oficiales se vuelven a mirar al insignificante americano, al que
creen al margen de todo porque la conversación se desarrolla en francés.
—Espero que sepa comportarse como todo un hombre, si llega el
momento de demostrar que lo es —dice De Vriny sin mirarle—. Pero no
creo que ese viejo pistolón que lleva a la cintura le sirva de mucho, si de
veras hay problemas. Tampoco creo que aguante unos kilómetros más
cargando esa mochila…
Los belgas se echan a reír. Sparrow, con su vocecilla, se dirige entonces
a De Vriny.
—Capitán —le dice en inglés—, me gustaría ver su pistola.
De Vriny se sorprende tanto como los demás. No sabe decirse si el
americano es rematadamente tonto o si se lo hace… Saca su pistola
Browning, con gesto aún de sorpresa, y se la ofrece al criado. Es una
pistola perfecta, muy bien cuidada; se ve que el oficial la limpia a diario
con tanto mimo como esmero.
Saparrow la examina con sumo detenimiento, como si fuese un experto
en armas.
—¿Está usted familiarizado con las armas automáticas? —le pregunta
Trouville, como si le extrañara que el americano las conociese.
—No —responde el criado mientras sopesa el arma con dedos ágiles,
como los de un pianista haciendo una escala—, pero sé bien cómo
funciona esta pistola.
—Puede hacerse con una igual, si lo desea —le dice De Vriny con una
sonrisa burlona mientras vuelve a meter en la cartuchera el arma que el
otro le ha devuelto—… Incluso pesa menos y es mucho más fácil de llevar
que eso…
—¿Que mi viejo pistolón? —dice Sparrow—. Mire, capitán, cuando
disparo contra un hombre lo único que pretendo es matarlo… Le aseguro
que este viejo pistolón que llevo conmigo me ha sacado de más de un serio
apuro en América… Incluso he matado a varios hombres que llevaban una
pistola como la suya, capitán…
Sparrow ha dicho las últimas palabras mirando retador al capitán De
Vriny.
Doña Alice tose, como para desviar la atención de todos. Le hace
gracia que su criado, un tipo tan insignificante, haya puesto nervioso a
aquel oficial que parece un oso.
—Díganme cuáles son las últimas nuevas a propósito de la rebelión —
pide entonces la vieja dama irlandesa.
Osterman suspira profundamente pero no dice nada. Está más
pendiente de sus hombres, borrachos de malafou. Trouville y De Vriny
intercambian miradas, como preguntándose quién debe responder. Al fin
toma la palabra Trouville.
—¡Qué quiere que le digamos, señora! Es cierto que en determinadas
zonas se producen ataques contra nuestras fuerzas y las propiedades de
nuestros colonos… A menudo, sin embargo, se confunden los elementos
que se dicen rebeldes con otros dedicados al comercio clandestino de
marfil y a la recolección igualmente clandestina de caucho… Nosotros nos
limitamos a cumplir órdenes… Cuando nos llaman para sofocar un
levantamiento en algún poblado, acudimos tan rápidamente como nos es
posible; después, con la inestimable ayuda de nuestros soldados baenga,
capturamos a la mayor cantidad de rebeldes que podemos y los fusilamos
de inmediato para que su muerte sirva de escarmiento… Y fin de la
rebelión, al menos en esa zona… Y hasta la próxima…
—¿Y qué saben ustedes de los dioses de estas gentes? —pregunta la
dama, como si no hubiese prestado mayor atención a las palabras del
militar. A la luz de la hoguera su largo cuello hace que parezca un ave
mitológica.
El coronel, sorprendido por la pregunta, se echa a reír, asegurando que
él no es precisamente un estudioso de las tradiciones africanas.
De Vriny es mucho más expresivo:
—Nosotros somos los auténticos dioses de esta región, señora…
Disponemos de la vida de los negros…
Se ríen a carcajadas los militares belgas mientras la dama se mantiene
silenciosa.
—He oído decir a los negros que hay un nuevo dios en la selva —
interviene entonces Osterman, que parece salir de su sopor.
Los demás le miran como si fuese un sapo recitando a Shakespeare.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta De Vriny denotando irritación en su
voz—. Las únicas palabras que conoces en bantú son bebida y mujeres…
—Pero puedo hablar con B’loko, ¿o no? —replica el ahora teniente
Osterman con un tono en el que va implícita una clara petición de respeto
al otro—. El viejo B’loko es amigo mío desde hace muchos años… Mucho
mejor amigo que algún bastardo blanco al que no quiero señalar…
La dama se dirige a Osterman entonces con un brillo especial en los
ojos.
—Cuénteme, por favor, lo que sepa de ese dios —le pide—. Dígame
cómo lo llaman.
—No recuerdo el nombre, señora —dice el teniente Osterman agitando
la cabeza con pesar; se levanta lentamente y camina pero sin alejarse de
donde están, algo turbado por concitar de manera inequívoca la atención
de los otros belgas, sus superiores jerárquicos, y de los extranjeros, la
dama y su criado—. Puede que lo llamen Baloko, quizás, pero no estoy
muy seguro… Lo que sí he oído decir es que siempre anda borracho…
—¿Cómo? —dice entonces el coronel Trouville, burlón—. ¿Baloko?
¿Uno de nuestros baenga se ha convertido en un dios de los bakongo?
Osterman agita su cabeza gris. Sigue molesto consigo mismo por haber
concitado de tal modo la atención de los otros. Pero no le queda más
remedio que seguir.
—No, la verdad es que no creo que se le pueda llamar un dios, al
menos por cómo consideran los bakongo a sus dioses… Los bakongo
viven como tantas otras tribus, a la orilla del río, y tienen fetiches
similares a los del resto de los negros… Pero en el interior de la selva, en
lo más profundo de la selva, hay un poblado. No es una tribu, porque se
compone de unos cuantos hombres de aquí, otras cuantas mujeres de otro
lado… Se aparean, por así decirlo, un par de veces al año, todos juntos…
Es la única vez que lo hacen. Y he oído decir también que toman esclavos
entre los negros de las tribus de la región, a los que castran para que no
puedan preñar a las mujeres… Creo que llegaron allí unos veinte años
atrás… Tienen su dios, un dios único, lo que les hace problemática su
relación con los demás negros. Y les dicen que no deben recolectar caucho
para los blancos, que no deben adorar a sus fetiches tradicionales… Dicen
que su dios es omnipotente y vengativo, que un día vendrá para acabar con
todos los que no le rinden pleitesía, algo así…
Osterman, tras hablar, agitó de nuevo su cabeza gris y gritó a uno de
los soldados negros:
—¡Muchacho, tráeme un poco de malafou!
Rápidamente, el negro le llevó en un cuenco lo que pedía. Osterman
vació el recipiente de dos tragos. Poco después se quedaba dormido,
roncando.
Los otros militares belgas se miraron sorprendidos.
—¿No se habrá vuelto loco? —dijo el capitán De Vriny.
—Es más que posible —admitió el coronel con un gesto de tristeza—.
Bebe demasiado, y en esas condiciones es normal que se haya creído
cualquier cosa que le contaran los negros… La verdad es que se parece
mucho a ellos, a pesar del color de su piel… Miren cómo se emborracha
con esa porquería…
—No está loco; creo que lo que ha dicho es cierto —intervino entonces
Doña Alicia mirando fijamente las llamas de la hoguera, como si se
desentendiese de quienes estaban con ella—. Sólo en una cosa ha errado:
no es un dios nuevo, viene de un tiempo anterior a ése en el que aún los
grandes saurios y los reptiles dominaban la tierra. Los bakongo le dan el
nombre de Ahtu. Alhazred lo llamó Nyarlathotep cuando se refirió a él
hace doce siglos…
Hizo una pausa y sorbió un poco más de vino, elegantemente, a la
espera de las reacciones de los oficiales belgas.
—Así que es usted una misionera, o algo parecido —le dijo De Vriny,
contento de hallar una categoría en la que encuadrar a aquella dama tan
inclasificable—. ¿O quizás sea usted una estudiosa de las religiones de
estos salvajes? —añadió el capitán, sin reparar en la mirada de profundo
desprecio que la dama le lanzaba.
—Estudio las religiones como un médico estudia las enfermedades,
nada más —replicó ella con gran altivez—. Yo… —iba a proseguir, ¿pero
para qué hablar de su vida a unos hombres tan corrompidos como aquéllos,
sin ideales ni devociones?
Realmente, su vida, desde niña, había transcurrido entre libros…
Quizás, se decía siempre, porque su cuerpo no era sino el de un patito feo
que jamás llegaría a convertirse en un hermoso cisne… Siempre había
buscado en los libros la revelación de ese porqué según el cual los
hombres han de ver pasar su existencia sin saber realmente nada de la
misma, en una absoluta oscuridad, en una completa ignorancia de cuáles
son las fuerzas ocultas que gobiernan el mundo. Ni su padre ni el vicario
pudieron satisfacer su curiosidad de niña, por eso buscó el amparo de los
libros. Así fue creciendo, ajena a la religión, encerrada en las bibliotecas
mientras sus familiares y amigos se encerraban en la iglesia. O salían de
caza con sus perros.
Aún joven, sin embargo, ya en Londres conoció a algunas personas que
al menos entendían lo que les planteaba. Gente, además, que tenía buenas
bibliotecas.
—Capitán —dijo la dama después de guardar silencio un rato y
observarle—, me he pasado más de la mitad de mi vida estudiando ciertas
mitologías. Así he llegado a la conclusión de que buena parte de los mitos
contienen al menos la mitad de una verdad, por no decir que son una
verdad a medias… Mire, hay poderes en el universo acerca de los cuales
somos absolutamente ignorantes. Si llegamos a descubrir la verdad de uno
sólo de esos poderes, estaremos en disposición de estudiar analíticamente
el resto… Yo, simplemente, aspiro al máximo conocimiento posible. Sin
eso la vida me parece que no tiene sentido… La humanidad debería
preguntarse por qué ese caos en el que vive, ese desconcierto en el que ve
pasar sus días…
De Vriny no pudo evitar una risita burlona. Trouville lo reprendió con
la mirada y dijo a Doña Alicer:
—Y quiere usted estudiar lo que concierne a ese dios de los rebeldes…
—Sí, al que llaman Ahtu.
Los soldados negros seguían cantando, riendo y tocando ahora sus
tambores.

—Osterman y De Vriny ya habrán tomado posiciones con sus hombres


para recibirnos y escoltarnos —dijo el coronel apoyando sus manos en la
balaustrada de madera del barco—. La verdad, señora, tengo ganas de
volver a pisar tierra.
—Pues vayamos a tierra —dijo Doña Alice.
Habían embarcado con el amanecer mientras los otros dos belgas y sus
soldados negros batían el recorrido que hacían, por tierra, en previsión de
que pudiera haber rebeldes ocultos y prestos a tenderles una emboscada.
En su carta de recomendación de la dama, el rey Leopoldo exigía le
fuera prestada la mayor protección posible.
Estaban a punto de bajar a tierra, sin embargo, cuando oyeron tiros. El
único síntoma de nerviosismo que se adivinaba en el coronel era la forma
en que se retorcía con los dedos las guías de sus mostachos.
—¡Atraquen allí! —gritó el coronel señalando una especie de cúpula
que formaban los árboles con sus copas al inclinarse sobre la orilla.
El Archiduquesa quedaba así oculto. El coronel siguió junto a la dama,
en el vapor, mientras los guardas forestales que iban en el mismo bajaban
a tierra a toda prisa, armados con sus rifles, para prestar apoyo a los
soldados regulares baenga.
—Supongo que estaremos más a salvo en tierra, señora; ahora sería
peligroso alejarnos de aquí en el barco, les ofreceríamos un blanco fácil a
los rebeldes —dijo el coronel a la dama—. Pero si no quiere
acompañarme, quédese a bordo y protéjase en el interior. Supongo que en
breve habrá concluido todo esto…
—No, prefiero bajar con usted, coronel —respondió Doña Alice.
En cuanto comenzó a bajar del barco, siguiendo el paso rápido de
Trouville, Sparrow salió tras ella blandiendo su pistolón. La dama no
llevaba armas en sus manos, sólo un grueso tomo encuadernado en piel
negra.
Se trataba, en efecto de una emboscada de los rebeldes. Los baenga
combatían con fiereza, por una razón: consideraban malditas aquellas
tierras ribereñas del alto Congo. Trouville intentaba alejarse lo más
posible de la línea de fuego, seguido siempre por la dama y su criado;
quería el coronel dar el rodeo preciso para acceder al punto en el que, una
vez se hubiera producido el triunfo de sus fuerzas en aquella escaramuza,
reunirse con sus hombres. Los guardas forestales que iban en el vapor ya
habían llegado a las posiciones sostenidas por los belgas y los baenga,
empleándose también con dureza en el combate.
Vieron a conveniente distancia para estar a salvo, siempre según
seguían al coronel, que tras una baja empalizada levantada alrededor de un
grupo de chozas había un hombre atravesado por una lanza, un soldado
baenga, y varios rebeldes acribillados a balazos. Sparrow tenía ocupadas
ahora sus dos manos; en la derecha, el pistolón que llevaba habitualmente
en su cinto; en la izquierda, un gran Colt 45 que había sacado de su
mochila. No se despegaba de su señora más de medio metro. Ardían varias
chozas con un humo negro que contrastaba, elevándose al cielo, con la
luminosidad azul del nuevo día.
A la dama se le antojó aquello un contraste aterrador. Por una parte,
nada de sobrecogedor tenían sus impresiones bajo aquella luz, nada se
parecían sus percepciones a las de la noche anterior, inmensamente negra,
pero la visión de los cadáveres, el humo, las llamas de las chozas que
ardían, los gritos de los que combatían, los tiros, y en fin, la guerra que
contemplaba por primera vez en su vida, le sugería algo tan alejado del
pánico como próximo a una seducción terrible, destructiva. Hubiera
querido acercarse más a la escena del combate; hubiera querido, incluso,
estar a la altura de alguno de los que disparaban, ver desde su perspectiva
cómo se contemplaba al enemigo a punto de destrozarlo a poco que se
descuidara o en cuanto fallase un tiro, pero consciente de que ni el coronel
ni Sparrow se lo iban a consentir, trataba de impregnarse de aquella
violenta y hermosa mañana, de Fijarla en el caudal de sus sensaciones más
significativas.
No fue hasta bien avanzada la tarde cuando cesaron los combates.
Hecha ya la calma, los baenga rodeaban a los prisioneros que habían
hecho, mientras Trouville les pasaba revista. La dama, siempre protegidas
sus espaldas por Sparrow, contemplaba la escena a prudencial distancia.
Los prisioneros, atados de manos y pies, estaban sentados en el suelo,
pegados los unos a los otros. Más allá, aún los baenga cortaban las orejas
de sus enemigos muertos.
—Y bien —dijo Trouville a la dama después de hacer el recuento de
los prisioneros—. ¿Podría usted decirme si cree que alguno de estos
hombres es ese dios sobre el que trabaja usted?
—Lo ignoro por completo, comandante —respondió Doña Alice como
si la pregunta no fuese con ella.
Los oficiales belgas custodiaban a otro hombre, evidentemente un
hechicero por sus adornos de conchas y plumas; era viejo, negro como la
noche más cerrada de la selva. Hablaba perfectamente francés, por lo que
entendió la pregunta burlona que el coronel había hecho a la dama, y
respondió con la voz quebrada por el pánico:
—No tenemos nuevos dioses, señor…
Trouville, sorprendido por sus palabras, se dirigió a él y a medias de
veras y a medias en broma le soltó:
—¡Mientes, rebelde, maldito mono! Tú adoras a Ahtu, lo sé… Pero no
te preocupes, que también él recibirá esta buena medicina a base de palos
que os hemos dado a vosotros…
Pudo verse perfectamente que los negros se mostraban aún más
aterrorizados. El viejo hechicero temblaba violentamente.
—¡Teniente Osterman! —llamó el coronel a su subordinado mientras
miraba al cielo—. Encárguese usted de interrogar a estos hombres —
refiriéndose a los presos— y en especial a ese viejo hechicero… Estoy
seguro de que puede saber algo que nos interese, e incluso también algo
que pueda interesar a la señora Kilrea… Ya decidiremos, antes de la puesta
de sol, qué hacer con todos ellos… ¡De Vriny! Recoja usted sus armas,
sobre todo las lanzas, y guárdelas… Ya sabe que en los museos gustan
mucho esas cosas.
El viejo Baloko ayudó, como siempre, a Osterman. Parecía feliz como
un niño llevándose del brazo al hechicero para que el belga lo interrogase.

Comenzaba a anochecer cuando Osterman volvió al lugar en donde


habían hecho un alto. Ya se habían encendido las hogueras y se disponían a
dar cuenta de los alimentos de campaña que llevaban. Baloko regresaba
contento, arrastrando prácticamente al anciano. Osterman llevaba en su
mano la antorcha con la que había quemado los genitales del viejo
hechicero para sacarle información. Hecho ya su trabajo, dejaron al viejo
con los demás prisioneros; tanto él como Baloko podían gozar del
merecido descanso. Ambos, un tanto alejados de los soldados baenga, e
igualmente apartados de donde estaban los oficiales con la dama y su
criado, más próximos al grupo de prisioneros, comenzaron a beber
malafou hasta embriagarse.
Osterman estaba contento porque Trouville le había felicitado
públicamente por su trabajo.
Antes, sin embargo, Osterman había contado a su comandante algo que
éste comunicó a la dama mientras cenaban.
—Creo, señora, que los adoradores de ese dios del que usted habla
viven realmente en lo más profundo de la selva, que no son invenciones…
Ese viejo le ha dicho a Osterman que todo el mundo los teme… Aún más
que a nosotros… Si lo desea, puede hablar con él… Sabe francés
perfectamente…
La dama aceptó el ofrecimiento que le hacía el coronel, y seguida por
Sparrow se dirigió al lugar en donde se hallaba el anciano junto a los
demás prisioneros. Sparrow llevaba ahora al cinto el pistolón de siempre y
el Colt. Su cara reflejaba una alarma constante. Miraba de continuo a todas
partes y no se separaba de su señora más de medio metro.
Doña Alice se sentó en el suelo para hablar con el anciano. Sparrow
quedó de pie, protegiendo la espalda de su señora.
En efecto, aquel hombre hablaba un buen francés, con las graves
inflexiones musicales de la selva.
—Un muchacho de nuestra tribu fue una vez a donde están ellos —dijo
el hechicero—. El muchacho vio al dios Ahtu y se quedó ciego. Pero no
hay un dios nuevo, madame… Sólo ellos son nuevos aquí… Yo no he visto
a Ahtu, yo tengo miedo de Ahtu.
—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? —preguntó la dama.
—Ellos, los que viven allí… Hombres malos. Matan a los nuestros y
les sacan los ojos y los castran.
—¿Adoran a Ahtu?
—Sí, ellos dicen que son los mensajeros de Ahtu.
Trouville se acercó entonces hasta el lugar en donde la dama hablaba
con el hechicero. Llegó cuando el anciano contaba a la irlandesa que una
vez tres hombres de aquellos que se decían Ahtu despedazaron el cuerpo
de un muchacho de su tribu que osó adentrarse en la selva.
—¿Sólo hay tres rebeldes por ahí? —preguntó extrañado el coronel al
hechicero.
—No, no… Muchos más —respondió el anciano—. Hay diez veces
diez hombres… Todos son mensajeros del dios, dicen ellos…
—¿Hay algún blanco entre ellos? —preguntó Trouville.
—No, no —dijo el hechicero.

La noche se cerraba rápidamente. De repente se levantó un vendaval


que parecía a punto de tirar los árboles. Los nativos hechos prisioneros y
los soldados baenga comenzaron a gritar horrorizados.
—¿Será un terremoto? —se alarmó Trouville, que en sus muchos años
en el Congo jamás había vivido algo como aquello.
La tierra, en efecto, temblaba, aunque no como suele hacerlo en los
terremotos; más bien, como si un monstruo invisible se divirtiera saltando.
Oyeron el fragor de las ramas y de las hojas de un árbol que cayó cerca
de ellos. Los oficiales belgas amenazaban a sus soldados baenga con
fusilarlos allí mismo si desertaban. El viento, cada vez más fuerte, parecía
contener una humedad distinta, como gelatinosa, muy parecida al sudor
que impregnaba sus cuerpos europeos en las horas de más sol.
Doña Alice trataba de mantener la calma. No obstante, Sparrow, quien
mejor la conocía, la supo aterrada. Trataba de protegerla de aquel viento
huracanado y de aquella sensación viscosa pasándole un brazo por encima.
Sin saber bien para qué, con la mano libre empuñó su viejo pistolón. En
realidad la amenaza no era física, corpórea; en realidad no sabía contra
quién ni contra qué podría disparar.
En medio de aquella tormenta seca, de viento gelatinoso, una tormenta
que a rachas parecía más de tentáculos invisibles que de aire brutal, la
dama abrió su libro. Protegida por el fiel Sparrow luchó contra aquel
vendaval que parecía ir a arrancar las páginas amarillentas y frágiles como
polvo apenas consistente del volumen, y buscó unas palabras.
—¡Luz, por favor, luz! —gritó enérgicamente—. ¡Luz, por el amor de
Dios!
Ni Trouville ni los otros dos belgas, ni los soldados baenga, que
parecían ahora más en calma y obedecían las órdenes de sus mandos de
arrastrar a los prisioneros hasta un claro, donde quedaran a salvo si el
ventarrón volvía a tirar un árbol, ninguno de ellos, prestó atención a
aquellos gritos de la vieja irlandesa que se les antojaron una excentricidad.
¿Para qué demonios quería ponerse a leer en ese momento?
Sparrow, sin embargo, buscó en uno de los bolsillos de su pantalón un
fósforo. No sin dificultad, protegiendo del viento la débil llama con su
camisa abierta, ofreciendo su pecho enclenque a su señora para que
buscara la luz que le daba, Doña Alice encontró las palabras que buscaba y
con su voz más potente y aguda las gritó al viento… Nada de lo que decía,
sin embargo, tenía el menor sentido ni para los negros ni para los blancos
que con ella estaban. Pero de golpe se detuvo la tormenta, cesaron aquellos
latigazos más tentaculares y viscosos que de viento, se calmaron los
árboles en su brutalidad vegetal, se hizo el más hondo silencio de las
noches africanas. Ya lejos se dejó sentir entonces una especie de lamento
de bestia herida, alejándose; no fue un rugido, ni un chillido… Fue algo
más acuoso y a la vez crujiente; algo parecido a esa suerte de aire líquido,
como cargado de burbujas, que exhalan los pulpos cuando reciben un
arponazo, y al ruido que hacen los crustáceos cuando los tronchas para
comértelos, o al que hacen las cucarachas cuando las pisas.
Sparrow apagó el fósforo como un cowboy que acabara de encender un
cigarro después de abatir a su contrincante en el duelo, y sonrió agradecido
a su señora.
Tuvieron que transcurrir unos minutos para que percibieran un olor a
carne quemada. No tardaron mucho en descubrir los belgas que el viejo
hechicero al que tenían preso estaba carbonizado.
—¡De Vriny! —llamó el coronel Trouville sin saber bien qué órdenes
dar ni para qué hacerlo—. Intente que alguno de esos negros nos conduzca
hasta donde se esconden esos rebeldes de los que habló el hechicero…
—¿Y quién va a querer guiarles hasta ellos, coronel, después de lo que
han visto? —intervino entonces la vieja dama irlandesa, que abrazaba
contra su pecho aquel viejo libro que acababa de salvarles la vida.
—¿Y qué es lo que han visto, señora? —dijo Trouville—. Una
tormenta seca, nada más… Un negro achicharrado por un rayo…
—Usted, sin embargo, quiere que alguien los lleve hasta donde están
esos a los que tiene por rebeldes… Eso quiere decir que en cierto modo no
considera lo ocurrido un simple fenómeno natural… ¿Me equivoco?
—¡Da igual! —gritó el coronel, perdiendo entonces su proverbial
calma—. La rebelión tiene que acabar… Esos malditos rebeldes pueden
haber aprovechado el temporal para… dispararnos… O para haber
quemado vivo al hechicero por habernos hablado de ellos… ¡La rebelión
tiene que acabar! ¡Fusilaremos a veinte, a treinta, a los que haga falta! —
se empecinaba el coronel, fuera de sí.
La tierra pareció temblar de nuevo, pero de forma muy leve, y se hizo
la calma al instante. Trouville, más tranquilo, revocó sus órdenes
anteriores.
Nada se movía en el claro donde estaban, salvo las sombras que
auspiciaban las llamas de las hogueras, a cuya luz los troncos de los
árboles adquirían unas dimensiones impresionantes.
La revista cuidadosa que hacían los oficiales belgas de sus prisioneros
arrojó datos tales como que, varios de ellos, sufrían profundas quemaduras
que tornaban su piel negra en una masa roja y anaranjada. Uno de ellos
tenía completamente desfigurado el rostro por las quemaduras y se
lamentaba quedamente en su agonía.
Trouville se limitó a ordenar a Osterman que organizara una patrulla
con los baenga menos impresionables y redobló la guardia en torno al
claro en el que acampaban a la espera del amanecer.
En el corazón de todos latía el temor a que la noche no fuera
precisamente apacible. Poco después, cuando ya se había iniciado aquella
patrulla de los hombres que ordenó el coronel, se dejó sentir un rumor
lejano de voces, un ritmo que se iba incrementando a la par que el latido
de los corazones de los blancos que allí acampaban. Nada se veía. A nadie
se percibía próximo. De ningún peligro inminente podían avisar los
baenga que patrullaban al mando de un Osterman tan borracho como buen
cumplidor de sus obligaciones militares, pero se incrementaba por
momentos aquel rumor rítmico, cantado con voces de hombres y de
mujeres en un tono bajo que parecía ir a provocar de nuevo un temblor de
tierra… Al fin pudieron oír todos cuál era el cántico de aquellas voces que
helaban la sangre y parecían hacer más denso y viscoso el aire:
—¡Ahtu! ¡Ahtu!
—Esos malditos son la hez de la tierra —masculló De Vriny—. ¡Qué
razón tiene su Darwin al decir que el hombre desciende del mono! Bueno,
estos canallas son mucho menos que los monos —se había dirigido
entonces a la dama…
—No es mi Darwin —replicó la irlandesa.
Seguía haciéndose más denso el cántico, espesando el aire:
—¡Ahtu! ¡Ahtu!
A una cierta distancia, de entre la masa arbórea que circundaba el
claro, salieron tres hombres, perfectamente visibles merced a los hachones
encendidos que portaban, de los que no había dado aviso la patrulla. No
parecían llevar armas de fuego, pero sí cuchillos. Iban completamente
desnudos.
De Vriny llamó a las fuerzas que no habían salido a patrullar con
Osterman para que se pusieran en posición de combate, desplegándose de
manera tal que diesen protección suficiente al claro.
—Esto no me gusta nada, señora —dijo Sparrow empuñando su viejo
pistolón y el Colt 45—. Creo que hay por ahí más negros de los que
seríamos capaces de contar… Póngase a mis espaldas, Doña Alice…
El capitán De Vriny, que había oído las palabras del americano, se
dirigió a él gritándole:
—Nadie abrirá fuego hasta que yo lo diga, ¿entendido? Es una orden
del coronel… Quizás Osterman necesite ayuda, o quizás lo hayan matado
junto a sus hombres, así que no podemos correr riesgos… Se abrirá fuego
cuando deba hacerse… ¿Me oye?
—Le oigo perfectamente —dijo Sparrow sin mirarle.
De Vriny se acercó con una docena de soldados baenga prestos a hacer
uso de sus fusiles hacia donde se habían visto aquellos hachones
encendidos por los hombres desnudos. A medida que se dirigían al lugar
en el que se habían hecho presentes los negros, éstos comenzaron a
retroceder. Poco después dejaban de verse sus hachones.
—No he visto ningún dios, señora —dijo el capitán belga con una
sonrisa de burla al regresar al claro—. ¡Bah! Sólo serían rebeldes, pero sin
la fuerza necesaria para atacarnos ahora mismo…
—Querrá usted decir, capitán, que no ha visto ningún fetiche —replicó
la dama—. Ahtu no es un fetiche…
—Bien, pues dígame usted qué tipo de infame dios es ese Ahtu —dijo
De Vriny sin poder disimular su irritación.
La vieja dama irlandesa pareció meditar unos segundos.
—La verdad, capitán —dijo al fin—, es que tampoco estoy segura de
que se le pueda considerar un dios, no obstante lo que hayan escrito en su
día Alhazred y otros… Quizás debiéramos llamarlo un cangrejo… Sí, no
se extrañe… Los cangrejos habitaron la tierra incluso antes de la aparición
de los dinosaurios… Hablaba usted de Darwin… Bien, pues Darwin no
tuvo en cuenta la evolución de esos seres, los cangrejos…
—¿Cómo que no? Habla de la evolución de todas las especies… ¿A
qué tipo de evolución se refiere usted, madame?
—Quizás le resulte difícil de creer… Pero según varios autores de la
antigüedad los cangrejos vinieron de otros planetas para hacer de este
rincón del mundo, África, su base de operaciones, por así decirlo… Utilizo
términos militares porque es usted militar —dijo la dama irlandesa con
cierto aire de burla en sus palabras y a la vez con bastante arrogancia,
contenta de poder dar una lección a aquel hombre—. Tengo la impresión,
capitán, de que esta noche hemos recibido cierta visita, llegada desde otro
planeta… Quizás quieran esos cangrejos ver cómo andan las cosas por
aquí abajo, por su base de operaciones…
—Ya, comprendo… —dijo el militar sopesando mucho sus palabras y
cuidando de no parecer hiriente en su tono—. Y usted cree que los
bakongo adoran a una de esas criaturas y están dispuestos a extender el
dominio de esos seres llegados de otro planeta por todo nuestro mundo…
—No creo que se deba hablar de su pretensión de extender su dominio
por el mundo, sino de refundar el mundo, capitán… Un mundo
directamente conectado con Marte… Debería usted, capitán De Vriny,
considerar lo que ocurre a su alrededor de manera muy diferente a como
de común lo hacen los militares, que creen enfrentarse a la maldad de
hombres comunes. Le aseguro que no está usted aquí luchando contra unos
rebeldes que sólo pretenden expulsar de su país a los belgas… ¿O es que
no ha visto lo ocurrido esta misma noche?
El belga, perplejo, no sabía si reírse o llamar loca a la irlandesa.
Hombre disciplinado, recordó que llevaba credenciales otorgadas por el
propio rey Leopoldo y mantuvo una actitud respetuosa.
Se limitó a encender su pipa para calmarse, y a pensar en la suerte que
hubiera podido correr la patrulla mandada por Osterman, deseando que
regresaran sanos y salvos cuanto antes.
Pero entonces volvió a temblar la tierra, como si fuera a ceder bajo el
peso de los hombres.
Los soldados, atendiendo a la única respuesta que conocían, montaron
sus fusiles dispuestos a abrir fuego.
—¡Luz! —volvió a pedir la dama irlandesa mientras abría de nuevo su
libro.
Uno de los soldados le acercó entonces su hachón encendido, antes de
que Sparrow tuviera tiempo de encender otro fósforo. De nuevo en la
distancia se dejaron ver tres hombres negros desnudos que portaban
hachones y cantaban rítmicamente: «¡Ahtu! ¡Ahtu!»
La dama encontró aquellas palabras extrañas, las gritó con su voz más
potente y aguda y los tres hombres retrocedieron a gran velocidad hasta
perderse.
Pero no cesó el temblor de tierra. Observó Doña Alice que los soldados
baenga temblaban como si se les fueran a quebrar todos los huesos.
Siguió buscando la dama en otras páginas, hasta hallar lo que
pretendía. Entonces, con una voz cantarina, pugnando su líquido acento
irlandés por modular bien aquellas palabras extrañas, las dijo
repetidamente hasta que cesó la tierra en su agitación y se hicieron de
nuevo la paz y el silencio.
De Vriny la miraba estupefacto. Sparrow sonrió contento.
—¡Ha sido usted! —dijo entonces De Vriny—. Usted ha conseguido
parar el terremoto…
Doña Alice, sin prestarle atención, seguía canturreando aquellas
palabras como si quisiera aprenderse de memoria la fórmula mágica.
—¡A su espalda, capitán! —le avisó entonces Sparrow.
De Vriny se volvió rápidamente. Avistó de inmediato a un negro
armado con un rifle Winchester. El capitán, raudo, sacó su pistola
automática y lo abatió de tres certeros disparos en el pecho. Otro negro,
armado igualmente con un rifle, apareció de inmediato, pero Sparrow le
reventó la cabeza de un tiro con su pistolón. Sesos y sangre en el suelo.
Vieron a otros negros que corrían en desbandada. Sparrow los fue
abatiendo uno a uno, como si quisiera hacer justicia a la fama que antes de
partir de América había tenido su pistolón. Ni siquiera precisó del Colt 45.
En el aire olía a pólvora y a carne prontamente descompuesta. Junto a la
risa del pistolero americano seguía escuchándose el recitado —más bien el
cántico monocorde— de la vieja dama irlandesa.
Trouville dio entonces la orden de que se recogiera a los prisioneros
que quedaban vivos y salieran todos de allí, sin aguardar el regreso de
Osterman y sus hombres, a los que supuso muertos. Rápidamente, De
Vriny y los baenga hicieron levantarse a los negros; echaron a correr todos
por un sendero que conducía a la orilla del río; Trouville suponía que allí
podrían hacerse fuertes, sin el peligro de que los atacaran por la
retaguardia, pues la otra orilla, en aquella región, quedaba muy lejos dada
la anchura que mostraba el cauce. Salieron todos a la carrera, menos Doña
Alice que iba despacio, mientras repetía aquella especie de salmodia.
Sparrow le cubría la espalda.
Anduvo rápido el americano. La dama se detuvo un instante, para
buscar a la luz del hachón que ahora llevaba su criado en la mano libre de
la pistola otras palabras mágicas, y una columna negra, compuesta por
hombres cuyos ojos lucían blancos en la oscuridad, les salió al paso.
—¡Maldita sea! —gritó el americano abriendo fuego contra ellos
rápidamente.
Cayeron tres o cuatro; el resto retrocedió para intentar volver a la
carga de inmediato. Rugían como en tiempos debieron de hacerlo los
dinosaurios en que se transmutaron, evolución mediante, aquellos
cangrejos astrales de los que había hablado su señora. Sparrow siguió
abriendo fuego con su pistolón, tras una apresurada recarga de cartuchos;
no podía echar mano al Colt 45 con su otra mano para no dejar a su señora
sin la ansiada luz.
Mas ella encontró las nuevas palabras que buscaba y las dijo con la
misma seguridad que las otras. La masa negra pareció correr despavorida,
abriéndoles paso. Sparrow volvió a sonreír ampliamente. El libro mágico
de aquella mujer a la que servía parecía tan eficaz como sus balas.
No llegaron a tiempo, sin embargo, de evitar lo que sucedió instantes
después. La masa negra cayó sobre quienes iban delante de ellos,
encabezados por el coronel Trouville. La dama irlandesa y el americano
sólo pudieron oír gritos desgarradores contrapunteados por el cántico
constante de alabanza a Ahtu. La masa negra succionó a varios soldados
negros con uniforme belga, a varios guardas forestales igualmente negros,
a los negros hechos prisioneros por su rebeldía contra los belgas, al
capitán De Vriny… Un horror del que no quedó nada en apenas unos
segundos, salvo el olor inequívoco de la muerte, de la carne desgarrada, de
la sangre vertida.

Amaneció cuando los supervivientes, en la orilla del río, aún se


aprestaban a defenderse con sus armas. Nada, a su alrededor, ni siquiera en
el sendero próximo por el que habían escapado del claro hasta la margen
del río, denotaba la ferocidad del combate librado la noche anterior. La
masa negra les había arrebatado a sus prisioneros y a sus muertos como
una leona celosa que hubiese recuperado a sus cachorros de las manos de
los cazadores. Sin embargo, había en el ambiente una suciedad tan
invisible como nauseabunda; había en el aire un hedor persistente y
asquerosamente dulce; no a carne quemada sino a marisco en estado de
putrefacción.
Volvieron, en apretada columna, a adentrarse en la espesura forestal.
Trouville se lamentaba en voz alta de la desaparición del capitán De Vriny;
en lo más íntimo creía que también podía estar próximo su fin, pues
apenas contaba ya con un puñado de soldados negros y con el pistolero
americano.
—Señora —dijo Sparrow a la vieja dama irlandesa mientras
marchaban—, confío en que usted pueda matar a lo que nos salga al paso
de aquí en adelante, sea lo que sea… Me quedan pocas balas…
—Yo no mato nada ni a nadie —le dijo Doña Alice con la voz ahora
apagada, triste—. Los médicos no pueden matar el cáncer, se limitan a
cortar aquí o allá, tratando de que no se extienda, aun sabiendo que eso que
cortan puede aparecer de nuevo en breve en cualquier otra parte del
organismo.
Entonces se dejó sentir la voz del coronel Trouville, que ordenaba se
dirigieran todos los que lo seguían a un claro en el que un montón de
cenizas humeantes denotaba la existencia de chozas que habían sido
arrasadas durante la noche. Unos baenga a los que había mandado en
avanzadilla acababan de descubrirlas.
Cuando llegaron al claro en el que estaba lo que fue un poblado ahora
reducido a cenizas, vieron que los baenga tenían a un niño de no más de
dos años. Un niño negro, como tantos de los que hay en los poblados del
Congo. Uno de los baenga lo llevaba boca abajo, agarrado por un tobillo,
pero el niño no lloraba a pesar de las sacudidas que aquel hombre le daba.
Doña Alice sintió que un escalofrío parecía ir a quebrarle la columna
vertebral, y con la voz acongojada, como si hubiera querido decir aquellas
palabras para sí misma, alertó a quienes la acompañaban:
—La única manera de evitar que Ahtu deje en paz a los hombres por
varias generaciones es acabar con su semilla… No debe temblarnos la
mano si hay que acabar con su diabólica descendencia. Las palabras
mágicas no bastan. Sólo cercenando el mal de raíz podrá estar a salvo la
humanidad, al menos durante varias generaciones, hasta que los cangrejos
astrales puedan evolucionar de nuevo y convertirse en hombres.
El coronel Trouville no daba crédito a lo que oía decir a la dama
irlandesa, pero tampoco encontraba un argumento lógico para rebatirla.
Quizás tuviera razón. No era la primera vez, por lo demás, que sus
soldados mataban a un niño. Pero algo le impedía darles la orden de
hacerlo; algo, igualmente, impedía a sus soldados baenga, los temibles
caníbales de otro tiempo, acabar con aquella criatura silenciosa.
Sparrow se distanció unos pasos de su señora, mientras metía en su
pistolón varios de los pocos cartuchos que le quedaban.
—Tranquilo, coronel —dijo a Trouville con la misma sonrisa con que
en otro tiempo se había enfrentado a sus enemigos en los duelos a muerte
librados en América—. No hay que mostrar la menor repugnancia por
matar a un demonio, se presente en la forma que se presente…
Apuntó a la cabeza de aquel niño que sostenía boca abajo, por un
tobillo, uno de los baenga, y se la destrozó de un disparo.
El día se despejó por completo, mostrando en el cielo inmensamente
azul un sol hermoso. Todo alrededor era paz y sosiego mientras seguían la
marcha hacia el cuartel belga más próximo de aquella región. Los baenga
cantaban alegremente entre risas. Cuando llegaron al fin al cuartel belga,
los baenga seguían cantando. A la luz de la luna sus blancos dientes
brillaban como perlas.
LAS CARAS DE PINE DUNES
RAMSEY CAMPBELL

Cuando sus padres comenzaron a discutir, Michael salió de la


caravana. Aún podía oírles a través de las débiles paredes metálicas del
vehículo.
—No tenemos por qué seguir aquí aparcados —decía la madre.
—Tenemos que comprar —argumentó el padre—. No perderemos
mucho tiempo.
¿Por qué aquella prisa de su madre por irse cuanto antes? Michael echó
un vistazo al aparcamiento de caravanas de Pine Dunes. Brillaba bajo el
sol de noviembre, azotado por el viento frío, aquella especie de poblado
metálico en el que se alineaban los vehículos con sus caravanas. Desde
más allá de las dunas próximas se dejaba sentir el atronador oleaje del
mar; del otro lado, el bosque de un verde fantasmagórico con su tristeza de
otoño; algunas hojas caídas y otras a punto de desprenderse de los árboles
con un apagado tono de oro del que no conseguía extraer brillos el sol.
Michael respiró profundamente, intentando tranquilizarse. Algo le hacía
sentirse mal en casa.
Su madre insistía:
—Aún eres joven —dijo al padre—, no me explico cómo puedes ser
tan aburrido.
Michael pensó que su madre se estaba poniendo muy pesada en su afán
porque se fueran de allí cuanto antes.
—Hay un montón de sitios por ahí, aquí estamos perdiendo el tiempo
—seguía diciendo su madre.
—Eso puede esperar. Necesitamos comprar unas cuantas cosas —
repetía el padre, paciente—. Y no está de más tomarse unos días de
descanso de vez en cuando…
La discusión, aun produciéndose en un tono mesurado, aun llegándole
más atenuada a través de las paredes metálicas de la caravana, comenzaba
a hartar a Michael. Apoyaba la decisión de su padre de hacer aquel alto en
el viaje. Estaba un poco harto de ir de un lado a otro.
—Yo también quiero quedarme más tiempo… ¿Por qué tenemos que
estar siempre por ahí? —dijo acercándose a la caravana.
—No hables así a tu madre —le respondió el padre.
Se alejó otra vez de la caravana, lentamente, mirando al suelo. Aún
parecían resonar en el espacio habido entre la caravana y él las palabras de
su padre. Oyó el sonido de la portezuela al cerrarse y al volverse vio que
su padre se apeaba. Era un hombre alto y fuerte. Detrás de él bajó de
inmediato su madre, menuda y vivaracha. Como lo miraban preguntándose
qué pretendía, Michael se vio obligado a darles una respuesta.
—Me voy por ahí —dijo.
—No irás a ninguna parte —le dijo su madre con voz de estar enfadada
— y punto… Quédate en la caravana y haz algo… Estudia, por ejemplo.
No comprendía Michael por qué su madre quería impedirle que diera
un paseo.
—Déjale, mujer —intervino entonces el padre—. Seguro que
encuentra a alguien de su edad y se entretiene un poco…
Michael aprovechó la oportunidad de desobedecer a su madre que le
brindaba su padre.
—Sólo voy a dar una vuelta, no me alejaré mucho —dijo.
Siguió caminando, sin volverse ahora. Oyó que sus padres discutían de
nuevo.
—He dicho que nos quedamos y ya está —sentenció el padre.
Dudaba Michael que así fuera. Sabía bien que cuando a su madre se le
metía algo en la cabeza, por mucho que tratase su padre de convencerla de
lo contrario, por mucho que quisiera hacer valer su decisión, acababa
siempre por rendirse ante el constante trabajo de zapa de ella.
A Michael le hizo gracia pensar que su padre había ganado tanto peso a
lo largo del año anterior que parecía un elefante, allí, tratando de hacer
valer su decisión ante su madre.
El viento soplaba ahora más frío. Michael subió por completo la
cremallera de su anorak. Casi todas las caravanas aparcadas en la
explanada destinada a los vehículos en Pine Dunes tenían echadas las
cortinillas, lo que indicaba que sus propietarios andaban por ahí, haciendo
turismo… Del lado del bosque llegaba un rumor de hojarasca, más o
menos intenso según lo fuerte que soplara el viento en cada una de sus
rachas. Michael salió de la zona pavimentada y comenzó a caminar por las
dunas, en dirección al mar. El cielo empezaba a oscurecerse por momentos
a causa de las nubes que venían desde el horizonte. Las olas rompían
entonces más violentamente contra la playa, o eso le parecía a Michael a
medida que se iba acercando. Volvió sobre sus pasos, con la idea de
atravesar de nuevo el aparcamiento de las caravanas y dirigirse al bosque.
Prefería pisar hierba en vez de arena.
En el bosque, sin embargo, el viento soplaba aún con más violencia.
Flotaban en el aire, como bandadas de pájaros, las hojas caídas de los
árboles. Descubrió un sendero entre los árboles, que llevaba a un pinar. La
luz de la tarde, al adentrarse por el sendero, era anaranjada y derramaba
una hermosa luz sobre los pinos.
Al final del sendero se adivinaba ya la luna, aún pálida, en el cielo
grisáceo. Había más arbustos y más maleza, que iba estrechando poco a
poco el sendero abierto entre las hileras de altos árboles. Vio que el
sendero hacía un recodo y conducía, siguiéndolo, hasta la carretera; de ahí
al aparcamiento de las caravanas podía irse por el arcén, si no quería
desandar el camino hecho por el bosque. El recodo, sin embargo,
estrechaba aún más el sendero, apenas un camino ahora ribeteado de
arbustos con hojas que le rozaban la cara y le susurraban en las orejas con
una sequedad propia de labios exangües. Era como si unas lenguas muertas
le hablaran en algo que parecía un sonido gutural. El suelo, para colmo, se
hacía poco a poco más intransitable a causa de las hojas, las ramas y la
corteza húmeda y en descomposición de los árboles. A medida que
avanzaba se cernían sobre el estrecho camino arbustos espinosos que
amenazaban con herirle. Sabía que no podía perder mucho tiempo allí,
antes de alcanzar la carretera, si no quería que se le hiciera de noche;
levantó la cabeza y las copas de los árboles hacían algo parecido al techo
de un túnel, impidiendo casi que se viera el cielo. Sintió Michael entonces
una opresión en el pecho, que era la manifestación física de la aprensión
que lo embargaba entonces, y pensó que sería mejor desandar lo andado y
volver al aparcamiento de las caravanas por donde había llegado, en vez de
seguir hasta alcanzar la carretera e ir al aparcamiento por el arcén.
Dio la vuelta, atravesando en sentido contrario, y con la misma
dificultad de antes, el recodo, pero entonces, para su sorpresa, se topó con
una oscuridad que sugería espinas dispuestas a clavársele en el rostro,
ramas azotándole al pasar. Extendió los brazos y caminó un poco a la
derecha y otro poco a la izquierda, alternativamente, pero no encontró el
sendero relativamente amplio por el que había ido antes de que se
estrechase justo al llegar al recodo. Respiró hondo y trató de sosegarse. Su
corazón latía acelerado. Se sintió perdido en la oscuridad. Apenas veía
algo más que sombras, algo más que masas que intuía arbóreas y
amenazantes.
Tratar de calmarse no le ayudaba mucho. Comenzó entonces a
reprocharse la decisión de caminar por el bosque en vez de hacerlo por la
playa o a través de las dunas que llevaban a la playa. ¿Por qué demonios
estaba allí? ¿Qué diantres le había hecho escoger el bosque y no la playa,
estando a punto además de producirse la puesta de sol, y en una tarde que
había comenzado a oscurecerse por culpa de aquellas nubes que llegaban
del mar? ¿Por qué había intentado alejarse tanto de sus padres? Trató de
dar unos pasos más, pero se vio repelido de inmediato por las espinas de
los arbustos. La oscuridad le confundía, ofreciéndole senderos que no eran
tales.
A duras penas consiguió mantenerse en calma y no gritar pidiendo
auxilio. Le pareció ridículo hacerlo. Encima, su madre le reñiría por
haberse alejado. Aunque no tenía realmente la sensación de haberse
alejado mucho. El bosque estaba a un paso del aparcamiento,
prácticamente a un paso… Respiró profundamente de nuevo. Pensó en la
línea recta. Ya había vuelto sobre sus pasos, ya había recorrido en sentido
contrario el recodo, luego no tenía más que seguir de frente para pisar de
nuevo aquel sendero por el que se adentró en el bosque. Echó a caminar.
Unos metros sin problemas. Mas de inmediato otra vez las espinas
hirientes, las ramas. Se detuvo. Respiró profundamente una vez más.
Cualquier cosa antes que ponerse a gritar como un niño pequeño. Ya no era
un bebé, se decía. No podía asustarle la oscuridad. El sendero tenía que
estar ahí mismo, a un paso. Un poco más y estaría de nuevo en el
aparcamiento. Tenía ganas de verse ya en la caravana, aunque sus padres
siguieran discutiendo. Seguro que se quedarían al menos hasta la mañana
siguiente, seguro que saldrían después de hacer las compras necesarias que
había dicho su padre.
Unos pasos más y otra vez las espinas. Otra intentona, y las ramas
azotándole la cara.
Percibió entonces algo aún más desagradable que aquellas sensaciones
de incomodidad puramente físicas. Le pareció que a sus espaldas la
oscuridad era corpórea; un ente que se movía. También en sus flancos. Era
como si alguien, con su presencia, le impidiese ir en otra dirección que no
fuese aquella especie de túnel forestal en el que se sentía inmerso. Si
detenía sus pasos y sus movimientos, aquella masa imposible y negra
parecía detenerse igualmente; si daba un paso más, aquella sensación
extraña e invisible, de movimiento a medida que se producían los suyos,
echaba a andar también.
No podía ser otra cosa que su aprensión, que su imaginación, se decía
Michael. No podía dejarse llevar de su miedo, pues entonces le resultaría
mucho más complicado salir de allí y llegar de una maldita vez al
aparcamiento. Decidió dar pasos mucho más cortos, por temor a desviarse
y llegar a la zona que había visto antes, a los lados del sendero, preñada de
árboles de gruesos troncos, pero también la negra oscuridad pareció
moverse a su ritmo lento, como si fuera su sombra, incapaz él de apartarla.
Una sombra en medio de la oscuridad.
Entonces hizo Michael justo lo que no quería. Empavorecido, aun
diciéndose que así no conseguiría nada, echó a correr. Sufrió los
aguijonazos de los espinos y el furioso azote de las ramas; sintió también
que una materia extraña, como viscosa, se le adhería cuando pasaba entre
los arbustos, y supuso con más pánico aún que sería su propia sangre, la
que le brotaba de los cortes hechos por las ramas y los espinos. Ya no
podía detenerse, sin embargo. En aquella dirección, estaba seguro, al
menos alcanzaría pronto la carretera. No era tan tonto como para haberse
metido en la dirección no deseada, de nuevo hacia lo más profundo del
bosque… Cuando al fin se sintió en un lugar espacioso, cuando dejó de
saberse aguijoneado por los espinos y azotado por las ramas, respiró
profundamente. Se dio cuenta, además, de que la oscuridad no era tanta
como la del bosque. Supo con alivio que estaba en la carretera. Es más,
desde donde se encontraba podía ver a no mucha distancia el
aparcamiento. Buena suerte. Echó a correr tanto como pudo en dirección a
la caravana de sus padres. Había luz en las ventanillas de otras muchas
caravanas. Una luz que le hizo sentir bien.
Ya estaba en casa. Abrió la puerta de la caravana y entró sonriente. No
estaban sus padres. En la mesa de lo que era el pequeño comedor de la
caravana vio un papel. Su madre le había dejado una nota:
«Volveremos tarde. Acuéstate pronto».
Comprobó, para su tranquilidad, que no tenía la menor herida. Ni un
poco de sangre. Lamentó su mala suerte, en un sentido: si hubiera
conocido al menos a alguien de su edad, ahora podría estar charlando
tranquilamente y no allí, solo en la caravana después del susto que había
pasado por culpa de su propia imprudencia. Se preparó un café y algo de
comer, y fue a tumbarse con la idea de echar un vistazo a alguno de sus
libros… Abrió y cerró varias veces la cajita del minúsculo ajedrez de
bolsillo. Y la caja en la que tenía guardadas piedrecitas de formas
extrañas, conchas, caracolas, una versión reducida de la Biblia, un anillo
de plata renegrida, tarjetas postales… No recordaba cómo había llegado el
anillo hasta su caja, lo debía de tener desde que era muy pequeño… Pero
no se encontraba aquella noche, tras el susto pasado, como para ponerse a
hacer memoria.
Se levantó y fue hasta la habitación de sus padres. Parecía una tienda
de ropa de segunda mano. Allí estaba la caja metálica de su padre, donde
guardaba también varias cosas, unas útiles y otras inútiles, pero no le
apetecía tampoco echar un vistazo a uno de sus viejos libros. En realidad
buscaba los preservativos, pero no estaban allí, como siempre que los
buscaba. Quizás sus padres no los usaran… ¡Pobres! Seguramente no
suponían lo mucho que él husmeaba en sus cosas en cuanto lo dejaban
solo.
Se aburría. Decidió salir de nuevo. Naturalmente, no iría a pasear otra
vez por el bosque, y mucho menos ahora que también el aparcamiento de
las caravanas comenzaba a estar oscuro. Soplaba el viento con fuerza y en
el interior de la caravana resultaba especialmente desagradable. La
caravana incluso se movía. Michael salió a la carretera. Sabía que no muy
lejos estaba la parada de autobuses la línea de Liverpool.
El autobús iba casi vacío. Algunos viajeros más se subieron a lo largo
del trayecto. Ya era completamente de noche. Sólo se veían las luces de los
coches en aquella carretera comarcal por la que transitaban.
Naturalmente, no pensaba ir a Liverpool, pues se le haría muy tarde:
dos horas más de viaje hasta llegar allí y otras dos horas y pico para
regresar… Se bajó, pues, en el primer pueblo, fijándose bien en dónde
estaba la parada de autobuses, en sentido contrario, para regresar más
tarde a Pine Dunes.
No había mucha gente en la calle. Caminó por allí, entre las grises
casas de piedra que se alzaban a los lados. Todo estaba en silencio, muy
tranquilo. De las chimeneas de los tejados salía el humo; luces en las
ventanas; calles vacías, aquí y allá; cada vez menos gente en las calles.
Siguió caminando. No pensaba tardar mucho antes de tomar el autobús de
regreso a Pine Dunes. Llegó a una calle más iluminada, en la que había
coches aparcados y gente que iba y venía con prisa. Vio unas luces de
neón. Un club. Aquello le gustó y apresuró el paso. Lo mejor sería echar
un vistazo allí que seguir caminando por esas calles tan vacías que
parecían de hielo. Llamó a la puerta y le abrió un hombre con la nariz rota
como los boxeadores.
—¿Es usted miembro del club, señor? —preguntó al muchacho.
No lo era, naturalmente, pero le dejaron pasar después de pagar tres
libras.
No pudo por menos que sorprenderse Michael cuando llegó al salón
del baile. Hombres y mujeres se movían letárgicamente, como marionetas.
Otros, en la barra, parecían dispararse palabras y risas. Oyó lo que se
decían: hablaban de motos, de negocios turbios, del tercer aborto de una
chica… Desde luego, no esperaba hacer allí amigos cuando entró, y una
vez visto lo que había le apetecía menos esa remota posibilidad. Los otros,
por lo demás, parecían ignorarle por completo.
Las tres libras de la entrada le daban derecho a una consumición. Se
acercó a la barra, se puso en el lugar de la barra donde menos gente había,
y pidió al barman una cerveza que comenzó a beber muy despacio, a
pequeños sorbos.
Vio entonces que una chica lo miraba desde una mesa. Apartó Michael
la mirada rápidamente, mas cuando volvió a dirigir sus ojos hacia donde
se encontraba comprobó que seguía mirándole, sonriente ahora. Se sintió
entonces especialmente extraño en aquel lugar, pero a la vez seducido,
excitado. Miró de nuevo a la chica y ella le volvió a sonreír. Entonces,
lentamente, se levantó de su asiento y llegó hasta la barra, sentándose en el
taburete libre que había junto al que ocupaba Michael. Era hermosa. Le
echó los brazos alrededor del cuello.
—Me suena tu cara —le dijo—, seguro que nos hemos visto antes…
¿Cómo te llamas?
—Michael —respondió el muchacho, nervioso, con un hilo de voz;
carraspeó y la voz le salió más fuerte—. Me llamo Michael —repitió—,
¿y tú?
—June —dijo haciendo un gesto de asco, como si acabara de tomar un
jarabe repulsivo.
—Pues a mí me parece un nombre muy bonito —dijo él.
—No eres de por aquí, seguro… ¿Has venido a visitar a alguien? —le
preguntó la chica.
Había algo extraño en ella, a pesar de su belleza. Quizás sus ojos…
Quizás la manera de preguntar…
—Mis padres tienen una caravana —dijo Michael—. Estamos en Pine
Dunes. Llegamos hace una semana…
—¡Bien! —dijo ella—. Me encanta la gente que viaja en caravanas.
Para mí, que son como los marinos; hoy en un puerto, mañana en otro…
Es fantástico, de veras… A mí me encantaría tener una caravana, ir de un
lado a otro, conocer otras ciudades, ver paisajes… Aquí, la única manera
que tengo de viajar es metiéndome un ácido… Ahora mismo estoy en
pleno viaje, chaval…
Lo dijo entornando mucho los ojos y sonriendo como si quisiera
hacerle depositario de sus confidencias más íntimas.
—Bueno, lo que quiero decir —prosiguió— es que estoy un poco harta
de vivir aquí, entre todos estos brutos provincianos… Me gustaría conocer
otros sitios… Tú no eres un provinciano como ellos, eso salta a la vista.
No sabía qué decirle. La miraba con atención y veía Michael que las
pupilas de la chica se dilataban o parecían cerrarse del todo,
alternativamente… Era además tan bonita… Era tan delicado su cuerpo y
tenía tan firmes los pechos, con aquellos pezones que se le marcaban en el
vestido…
—¿Sabes? Yo he visto bailar a la luna… Pero ahora creo que estoy en
bajada… Del ácido, quiero decir… Creo que necesito meterme un poco
más… ¿Tú quieres? No tengas miedo, chico; se trata de controlarlo según
lo que quieras hacer…
Michael se dijo que seguramente la chica no tenía el menor interés por
él, que sólo pretendía hablar con alguien, porque estaba drogada y tenía
muy suelta la lengua…
Había oído contar muchas cosas acerca del LSD… Algunas, divertidas;
otras, terroríficas.
—¿No quieres hacerte un viajecito conmigo? —le preguntó la chica.
—Querrás decir un viaje hacia atrás, ¿no? Eso he oído decir… Nunca
lo he hecho, la verdad… Y no creo que me guste…
Ella lo miró con escepticismo.
—Todo el mundo se mete sus viajes, tío —dijo la chica—. No te creas
que es cosa de brujas… Verás, te enseñaré algo…
Buscó en su bolso y extrajo un libro, una edición de bolsillo que se
titulaba Brujería en Inglaterra.
—¡Quédatelo, si quieres! —lo animó June—. Ya verás qué
interesante… ¿En qué trabajas?
Le sorprendió que la chica cambiara de conversación.
—No trabajo —dijo al fin—. En realidad hace poco que acabé la
escuela… Siempre de un lado a otro, con mis padres… Tardé bastante en
terminar… Venden ropa en los mercadillos de los pueblos y yo les
ayudo… Pero me gustaría encontrar pronto un trabajo… Tengo ya veinte
años…
—Mira, podría ser un buen empleo —le dijo June señalándole un
anuncio que había en la barra, en el que se pedía un camarero—. Me
parece que los dueños quieren echar a ese camarero, no cae bien a la
gente… Sé de un montón de amigos que vendrían a este club todas las
noches si atendiese la barra un tío tan simpático y guapo como tú…
¿Era el tripi lo que le hacía hablar así? Comenzaba a sentirse bien a su
lado.
Dos chicas, también muy guapas, se despidieron de ella.
—Hasta luego, June.
—Adiós… ¡Eh, mirad! Os presento a Michael.
—¡Hola, Michael!
—¡Hola, ya nos veremos, guapo!
Era la primera vez que le llamaban guapo chicas que realmente sí eran
hermosas, no las paletas de los mercadillos de los pueblos… No parecían
mala gente, después de todo, por mucho que le dieran al ácido… Apuró su
cerveza y pidió otra. Invitó a June, pero ella no quiso beber.
—¡Oh, no! Me daría un bajón terrible…
Siguieron hablando. Él, de sus viajes en la caravana de sus padres, de
mercadillo de ropa en mercadillo de ropa. Ella, de su aburrimiento, de sus
ganas de salir de aquel pueblo, lo que haría en cuanto consiguiese un poco
de dinero…
—Me alegro mucho de haberte conocido —le dijo June cuando
Michael le anunció que debía marcharse ya—. Me gustas, tío… Si te
decides a trabajar aquí de camarero, nos veremos todas las noches…
La oscuridad lo cegaba. Sentía una pesadez extraña, dificultad para
moverse. No era simplemente la oscuridad. Era algo más que eso; algo
carnal en lo que parecía sumirse. Sobre él, a su alrededor, bajo él, era
como si hubiese cuerpos, carne que pisaba, carne amontonada. Cuerpos tan
pesados como el suyo. Cuerpos que hacían, al pisarlos, un ruido hondo,
apenas perceptible pero inequívoco: como el del barro.
Estaba agotado. Sentía algo innominable, mucho más que simple
cansancio. Todo su cuerpo parecía negársele, como si quisiera yacer sin
más, derrumbarse sobre aquella carne de otros cuerpos desmadejados. Ni
siquiera podía imaginarse ahora cómo era, cuál su forma, cuáles sus
miembros. Más que nada, porque no se sentía como siempre, era como si
se los hubieran cambiado por los miembros de un muerto. Y los
pensamientos, lo mismo; o no los tenía; como si le hubiesen succionado el
cerebro. Intentaba recordar alguna cosa pero sólo fantaseaba: piedras
circulares enormes; montañas de miel; caras sonrientes que por boca
tenían una cueva; enormes ojos soñadores en los que se veían el reflejo de
aquellas piedras redondas y enormes, el mar. Y un laberinto de espinos. Y
su propio rostro. ¿Pero por qué le parecía que su cara era sólo un recuerdo?
Despertó bruscamente. Despertó con una gran necesidad de tomar aire,
como si hubiese estado respirando durante mucho tiempo un gas
paralizante. Se vio tumbado tranquilamente. Todo parecía en orden. Su
cara era la de siempre, no tenía por qué recordarla como lo había hecho en
su pesadilla. Su cuerpo era el de siempre, no el que tenía los miembros de
un muerto. Estaba en posesión plena de su fuerza, sus huesos no eran
lábiles como lo había sido su voluntad mientras soñaba. Así y todo,
percibió una presencia. Un rostro que aún lo miraba como si no estuviese
despierto del todo. Una cara que todo lo presidía, aun sin corporeizarse.
Encendió entonces la luz de su mesita de noche. Sin dificultad, lo que
le hizo saber que ya estaba completamente despierto, tomó asiento en la
pequeña cama de su cuarto en la caravana. Sentía fuertes las piernas, que
vio como siempre cuando se quitó de encima la manta. Pero no quería
volver a dormirse. Se asomó al resto de la caravana. Le pareció más
grande. La habitación de sus padres estaba vacía.
Tenía la completa seguridad entonces, algo más despierto, más dueño
de sí mismo, de que había visto antes en algún lugar aquella cara que
parecía mirarlo, aun sin corporeizarse, cuando despertó de su mal sueño.
Una cara quizás de los días de su niñez; una cara que le había
impresionado entonces, aunque no la recordaba con nitidez ni recordaba
tampoco cuáles fueron aquellas impresiones lejanas. ¿Quizás había soñado
con alguno de sus abuelos, a los que apenas recordaba? Los sueños se
desvanecen con la irrupción de la luz, todo el mundo lo sabe. Resulta
entonces mucho más difícil recordarlos. Miró su reloj de pulsera: las dos
de la madrugada. No quería volver a dormirse. Al menos, hasta que no se
le hubiera ido del todo aquella sensación extraña que la pesadilla le había
dejado, aquella intuición de un rostro vigilante.
Se abrigó para salir de la caravana y tomar asiento en los escalones de
acceso a la entrada, que estaban bajados. Soplaba un viento frío. Desde el
bosque llegaba el fuerte rugido de los árboles batidos por el viento; desde
el mar llegaba el no menos feroz rugido de las olas rompiendo en la playa,
tras las dunas. También llevaba el viento hasta el aparcamiento de
caravanas, desde la playa, ráfagas de arena. La luna aparecía y desaparecía
en el cielo, cubierta y despejada de nubes, alternativamente. Sus padres no
se habían llevado el coche. ¿Dónde se habrían metido? ¿Qué demonios
harían a esas horas?
Un ruido interrumpió sus pensamientos. ¿O era un simple rumor, uno
más, de los que procuraba el viento aquella noche? ¿De dónde le llegaba?
¿O eran acaso unas palabras? ¿Un lamento de alguien que pedía ayuda?
¿La queja de un enfermo? Miró al cielo y vio la luna, a la que parecían
abandonar al menos momentáneamente las nubes que le prestaban un
fúnebre cortejo. Sí, seguramente aquel ruido que le llegó eran las palabras
de un hombre. De un borracho que decía cualquier cosa. Michael echó un
vistazo en dirección al bosque mientras rogaba que sus padres volvieran de
una vez. Las ráfagas de viento a veces parecían querer arrancar los árboles,
de tanto como rugían éstos. Se sentía cada vez más molesto por aquella
tardanza de sus padres.
Abrió lentamente la puerta de entrada de la caravana cuando comenzó
a sentir el frío inclemente del exterior. Aún lo acompañaba, vagamente,
aquella sensación tan desagradable que le dejó la pesadilla. Percibió algo
extraño en la ventana del saloncito. Extraño y desagradable, aunque se dijo
que a buen seguro esa sensación no se debía a otra cosa que al mal sueño
de antes. Total, no era la primera vez que le pasaba algo parecido después
de tener un mal sueño. Siempre creía que lo espiaban a través de las
ventanillas de la caravana. Además, había tenido un descuido que no solía:
no había corrido las cortinas. Fue entonces y corrió todas las cortinas de
todas las ventanas, cuatro ventanas, de la caravana. Mejor pensar en June
que en sus padres o en sus pesadillas. Sí, recordar de nuevo a June le hizo
sentirse aliviado. La sensación era incomparablemente más grata. Los
labios gordezuelos de la chica. Sus pezones erectos marcándosele en el
vestido de aquella manera tan extraordinaria. No llevaba sostén. Su
cuerpo… Sí, mejor pensar en June.
June había ido todas las noches al club desde que él se hizo con el
empleo de camarero, un mes atrás. June le había recomendado
especialmente, diciendo que sus padres respondían por él, pues eran
amigos de los de Michael. Una gran mentira que dio resultado.
—De acuerdo, estarás a prueba seis semanas y después ya veremos…
—le dijeron.
El barman saliente, ese que según June caía mal a la gente, le puso al
tanto de todo. No le pareció que fuera tan mal tipo, ni tan antipático, como
le había dicho la chica. Los primeros días incluso trabajaron juntos, pero
es verdad que de inmediato la clientela se mostró más contenta con
Michael. Hizo muchos amigos en poco tiempo. Desde luego, no se sentía
un marginado. El marginado que siempre se había sentido en aquel
incesante viajar de un lado a otro con sus padres.
Sus padres seguían viajando por ahí, atendiendo a su negocio de
ropavejeros. Cuando pasaban por Pine Dunes, Michael acudía a dormir a la
caravana. Cuando se iban, lo hacía en un hostal del pueblo, muy cerca del
club en el que trabajaba.
Aquella noche, sus padres, que habían llegado a Pine Dunes el día
anterior y pensaban quedarse tres o cuatro días más, tardaban en volver a
casa. A la caravana que era su casa. ¿Dónde demonios se habrían metido?
No le iban mal las cosas. Es más, le iban mucho mejor que antes. June
le había invitado incluso un par de veces a casa de sus padres, que lo
recibieran estupendamente. Eran muy agradables.
—Sí, pero no son la clase de gente que más me gusta —le había dicho
June refiriéndose a sus padres aquella misma noche—. ¿Por qué no me
presentas a los tuyos, ahora que están aquí? ¿Por qué no vamos a tu
caravana cuando salgas del club?
Pero Michael no había contado nada a sus padres, acerca de su relación
con June. Es más, no les había gustado nada que decidiera aceptar aquel
empleo para desligarse de ellos.
—Si querías separarte de nosotros, de acuerdo —le había dicho su
madre—. ¿Por qué no te fuiste entonces a la ciudad? Seguro que allí
habrías encontrado un trabajo mejor…
—Me gusta más estar aquí —fue su respuesta, sin añadir el porqué.
Ahora no tenía razón para preocuparse, sin embargo. Estaba con June.
Al fin había encontrado alguien, además una chica, con la que llevarse
bien. Sus padres sólo le molestaban lo justo, de vez en cuando.
Había creído, desde los primeros días de su adolescencia, que era
impotente. Una vez, cuando aún iba al colegio, un compañero de clase le
prestó una novela erótica. Leyó con avidez aquellas crudas descripciones
del placer, aquellas sugerentes escenas de cama, y nada… Muchas noches,
como las paredes metálicas de la caravana eran tan débiles, oía roncar a
sus padres. Pero nunca les oyó jadear como decía aquella novela que lo
hacían en la cama los hombres y las mujeres cuando llegaba la noche.
Tenía miedo de ser como ellos, de no jadear nunca por la noche en
compañía de una mujer.
Por suerte para su autoestima, comprobó que no era impotente en
cuanto June le brindó la ocasión, apenas dos días después de que se
conocieran.
—Creo que nos lo pasaríamos mucho mejor si hiciéramos el amor
después de meternos un ácido —le dijo cuando ya habían comenzado a
besarse, cuando comprobaba él que sí era capaz de tener una buena
erección.
Le daba miedo tomar LSD pero aceptó. Copularon un montón de veces.
Raro era el día que no lo hacían desde entonces.
Ahora deseaba que June estuviera a su lado. No le gustaba aquella
soledad en la caravana, con aquel viento soplando, con aquel frío.
Comenzaba a preguntarse si acaso les habría pasado algo malo a sus
padres, no era propio de ellos semejante tardanza. Abrió el libro Brujería
en Inglaterra que June le había regalado cuando se conocieron. Comenzó a
leer un poco aquí y allá —era la primera vez que lo abría, nunca le habían
interesado esas historias— en la esperanza de quedarse dormido poco
después.
En la portada había brujas que bailaban, y de eso, de brujas que
bailaban obscenamente leyó unas cuantas líneas. Brujas que también
cantaban obscenidades. Las mismas que le decía June cuando se amaban.
Brujas que tomaban drogas como la belladona. Bueno, June también se
drogaba con LSD, él mismo seguía tomando el ácido de vez en cuando, no
tanto ni tan frecuentemente como ella, y no era mala persona. Tampoco lo
eran aquellas brujas de las que hablaba el libro.
De repente llamó su atención un nombre: Severnford. No parecía nada
importante pero sonaba bien. Una isla en medio de un llamado río negro, a
la que iban las brujas para danzar desnudas y hacer sus obscenos rituales
bajo la luz de la luna. A Michael le seguía pareciendo gracioso todo
aquello.
Otros nombres volvieron a llamar su atención líneas más abajo.
Exham. Whitminster. El Gran Cornudo. Holihaven. Dilhan. Y de nuevo,
Severnford. Recordó entonces que alguna vez había oído decir esos
nombres a su padre, mientras conducía. Unas veces para hacer chistes
sobre esos lugares. O para decirle a su madre, medio en broma o medio en
serio, que era como las brujas que danzaban desnudas en esos lugares,
arrojándose después en los brazos del Gran Cornudo. Una tradición
popular, sin duda, la que se reflejaba en aquel libro, pensaba Michael. Por
cierto, ¿a qué se debería que sus padres tardaran tanto en regresar a la
caravana? Varios de aquellos nombres, además, pertenecían a lugares en
los que habían estado muchas veces.
Miraba el índice del libro, en busca de algo llamativo para buscar la
página que le interesara, cuando oyó que se abría la puerta de la caravana.
Entró su padre, se asomó a su pequeño dormitorio y le miró sin decirle una
palabra. Salió y oyó Michael que decía a su madre:
—Vamos, entra.
Michel se levantó de su cama pero su padre le conminó a que se
volviera a acostar. Tenían una pinta extraña. Su padre parecía abotargado,
como si hubiera bebido mucho. Su madre, por el contrario, estaba muy
pálida, como extenuada.

—Seguro que han visto un montón de lugares, cómo me gustaría… —


decía June.
—Sí, hemos estado en unos cuantos sitios —decía la madre de
Michael, que parecía nerviosa, mirando de continuo a un lado y otro; al fin
cumplía la chica su deseo de conocer a los padres de su novio—, y
seguramente iremos aún a muchos más…
—Bueno, la verdad es que a lo mejor hay que empezar a considerar la
posibilidad de cambiar de vida —dijo el padre de Michael.
Estaba realmente tan gordo que parecía llenar el reducido espacio que
ocupaban aquellas cuatro personas que tomaban el té en la caravana.
—¿Qué te hacía escoger los lugares a los que nos dirigíamos? —le
preguntó entonces Michael.
—Bueno, íbamos a unos sitios u otros por distintas razones…
—¿Qué razones?
—Quizás te lo diga algún día, pero no ahora, hijo mío… No querrás
que discutamos tu madre y yo delante de tu novia, ¿verdad?
Se hizo un silencio embarazoso, que rompió June con su entusiasmo de
siempre.
—De veras que les envidio —dijo—. No saben cómo me gustaría
andar siempre por ahí, un día aquí y otro allí… Como los marinos…
—¿Crees de verdad que te gustaría? —preguntó a la chica la madre de
Michael.
—Claro que sí, adoro ver cosas diferentes, conocer el mundo… No
puede haber nada mejor que eso.
—Pues hazlo, muchacha; tienes la edad ideal para hacerlo… Aunque
no estoy muy segura de que a Michael le guste volver a echarse a los
caminos —dijo la mujer.
Michel se puso triste. Los ojos de su madre denotaban gran violencia,
como cuando iba a estallar en una de sus broncas. Le pareció que no
aprobaba su noviazgo con la chica.
—Lo mejor es quedarse en el lugar donde uno ha nacido —dijo
entonces el padre del muchacho—. Te aseguro, June, que no encontrarás
otro sitio mejor para vivir… Te lo digo yo, que sé bien de qué hablo…
Su mujer le echó una mirada de odio.
—Tendría usted que vivir donde vivo yo… Seguro que se colgaba de
una cuerda —dijo ella con una sonrisa triste.
—Pues a Mike parece gustarle vivir aquí, ¿verdad, hijo? —insistió el
hombre.
—Sí, me gusta vivir aquí —dijo Michael, como si le costara hablar,
como si tuviera un nudo en la garganta—. Quiero decir, que me gusta este
lugar porque aquí te he conocido, June —dijo mirándola con amor.
Su madre se acababa de levantar para preparar la cena. Se oía desde la
pequeña cocina de la caravana cómo cortaba vegetales con un cuchillo.
Chop, chop, chop…
—¿Quiere que la ayude? —preguntó June a la madre de su novio.
—No, puedo yo sola, gracias —dijo la mujer con voz indiferente,
sabiendo que ésa era la forma de hacerle más patente a su hijo que aquella
chica no le gustaba nada.
—Pero si estás segura de que lo que más deseas es ver mundo, ¿qué te
detiene aquí? —preguntó a June el padre de Michael.
—Aún no puedo permitírmelo… Trabajo en una boutique, pero apenas
ahorro, me lo gasto todo en ropa… Además aún no me he sacado el carnet
de conducir… Siempre me falta el dinero necesario, ya digo, me cuesta
mucho ahorrar…
—Bueno, eso lo tienes resuelto —dijo el hombre—, porque Mike sí
conduce…
—Creo que deberíais preguntarme mi opinión, ¿no? —intervino
entonces Michael.
—Me gustaría viajar para comprarme todo lo que viese por ahí, soy
una compradora compulsiva —dijo June sin prestarle atención.
—Pues nada, adelante —le dijo Michael, molesto—. Una linterna, para
lucir, no precisa más que de una pila…
June, que abría entonces la caja en la que tenía Michael sus recuerdos
—se la había ofrecido poco antes para que viese las postales—, descubrió
rápidamente aquel anillo de plata ennegrecida por el paso del tiempo.
—¡Qué bonito! —exclamó la muchacha poniéndoselo en un dedo.
—Pues quédatelo si te gusta —le dijo Michael.
A su padre se le congeló entonces la sonrisa que lucía.
—Sí, dáselo… Será como si le ofrecieras un anillo de compromiso.
La muchacha seguía mirándolo embelesada, a pesar de que la plata del
anillo estaba ennegrecida.
—¿Puedo llevarme a Mike a dar un paseo antes de la cena? —pidió
permiso June.
—Sí —intervino entonces la madre—, aún tardaré una hora en tenerlo
todo preparado… Pero mejor id a pasear por la playa, en el bosque os
podríais perder, hay mucha niebla.
—Es precioso —decía June sin dejar de contemplar el anillo.
Fuera de la caravana se oía una radio, acaso de otra caravana allí
aparcada —eran pocas las que había por esas fechas— que emitía
canciones de Navidad. Había niebla. June y Michael caminaron hacia la
playa y se tomaron de la mano cuando iban entre las dunas.
—Estaba deseando que saliéramos —le dijo June.
Él también. Quería decirle lo que había descubierto. Era la razón por la
que al fin se había decidido a presentarle a sus padres; es más, necesitaba
que estuviera presente para insuflarle fuerzas, las que le faltaron por la
mañana cuando quiso interrogar a su padre acerca de… ¿Pero cómo
contárselo a June? ¿Qué decirle? ¿He descubierto que mis padres son
brujos? ¿Sabes? En el libro que me dejaste… ¡Qué tontería!
—No, Mike, la verdad es que no tenía nada especial que decirte… Es
sólo que… ¿sabes? No estaba notando buenas vibraciones ahí, en la
caravana… Pero no le des importancia, es una gilipollez mía…
Volveremos y ya está, ¿vale? Me sentará bien tomar un poco el aire…
Mike, no te enfades, pero tus padres son un poco raros, ¿no? Por cierto, tu
padre debería ponerse a dieta, no es bueno para la salud estar así de
gordo…
—Hace no tanto estaba como yo… Ha engordado una barbaridad
apenas en un año —hizo una pausa y añadió con la voz entrecortada—:
Espero no ser nunca como él…
—Y si empiezas a engordar, descuida, que yo me encargaré de que
hagas ejercicio —le dijo June con una sonrisa pícara.
Cuanto más se acercaban al mar desaparecía la niebla. La arena
húmeda se adhería a sus botas, pero no caminaban por la playa con mayor
dificultad que a través de las dunas. Seguía dándole vueltas Michael a la
manera en que decirle a June lo que tan angustiado le tenía. Quizás fuera
mejor dejar pasar unos días. Quizás cuando sus padres se marcharan de
Pine Dunes… Comenzaba a sentirse mejor, con ella apretándose contra su
cuerpo mientras caminaban.
—Me encanta la niebla —dijo June—. Hay algo mágico en la niebla…
Dicen que en Londres siempre hay niebla, ¿es verdad?
Aún se dejaba ver en el cielo un sol que parecía de bronce muy
bruñido, asomando a duras penas entre una gran masa de nubes. A la
izquierda podían ver, por encima de las dunas, los árboles del bosque del
otro lado, aunque la neblina, que allí sí era realmente densa, los tornaba
más oscuros que verdes.
Al final de la plata, tras una formación rocosa, se extendía un prado
que desde donde estaban aún no podía contemplarse con claridad.
—¿Seguimos en aquella dirección? —preguntó Michael.
—Sí, vamos —respondió June apretándose aún más contra él.
Poco a poco, a medida que caminaban en aquella dirección, veían el
prado más claramente. Como recortado al fondo de aquel paisaje
neblinoso en el que apenas sobresalía el verde de la hierba, se elevaba un
árbol… ¿Un árbol?
—¡Pero si es un molino de viento! —dijo Michael cuando ya
comenzaban a subir por aquellas rocas que separaban la playa del prado—.
¡Un molino de viento junto al mar! Ahora lo comprendo todo… Aquí
vivieron mis abuelos…
—¿De veras?
—Sí… Vivían cerca de ese molino… Es el mismo, estoy seguro…
Parecía confuso, sin embargo. A veces los recuerdos juegan malas
pasadas y se confunden con los sueños, pero se vio de niño allí mismo,
junto aquel molino, en la caravana donde vivían sus abuelos. Se vio
contemplando girar las aspas del molino en un día de viento a través de la
ventana de la caravana de sus abuelos… ¿Lo habría soñado? No, estaba
seguro de que era un recuerdo, de que no rememoraba ahora un sueño.
June le había tomado la delantera y tiraba de él, llevándolo de la mano.
Iba contenta. Michael, sin embargo, seguía debatiéndose en la duda.
Apenas recordaba a sus abuelos. Le resultaba difícil reconstruir el rostro
de sus abuelos en su memoria. Reparó en que en la caravana de sus padres
jamás había visto una foto en la que apareciesen. Lo asaltó otra pregunta
aterradora: ¿También sus abuelos fueron brujos?
Una pregunta que se hacía una y otra vez mientras regresaban a la
caravana de sus padres, casi cuando se iba a cumplir una hora desde que
salieran.
—¿Vivieron aquí los abuelos de Mike? —preguntó entonces June.
La madre de su novio se la quedó mirando. Le temblaba la sopera que
tenía en las manos y parecían rechinarle los dientes. Tuvo entonces la
mujer una sensación terrible: por mucho que había intentado proteger de la
gente a su hijo a lo largo de los años, sus esfuerzos habían rodado por
tierra estrepitosamente. En cualquier caso, intentó mantener cuanto pudo
el control de sí misma.
—¿Y esa pregunta? ¿Qué quieres decir?
—Nada, es que me ha dicho Mike que sus abuelos vivieron aquí, junto
al viejo molino del prado que hay al final de la playa…
—¿Ya podemos cenar? —interrumpió Michael, que por nada del
mundo quería que se le fuera la situación de las manos, antes de encararse
con su padre e interrogarle.
—¿Los abuelos de Mike eran de aquí, entonces? —hizo otra pregunta
la chica.
—No, creo que no —dijo la madre de su novio mientras depositaba la
sopera en la mesa e iba a buscar los platos.
—¿Entonces por qué se vinieron a vivir aquí? —siguió preguntando
June mientras le ayudaba a poner los platos.
La mujer dio la espalda a la muchacha, dirigiéndose a la cocina en
busca de los vasos.
—Vinieron aquí cuando se retiraron —dijo.
El padre de Mike, mientras, sonreía asintiendo a lo que decía su mujer.
—Pues no sé… —dijo June—. No sé si este lugar es bueno para
retirarse… Quizás sí, si uno se quiere retirar de la especie de los humanos,
en realidad…
El padre de Michael respiraba agitadamente, como un globo al que se
le escapase el aire.
Mientras cenaban cayó la noche. La cena transcurrió en tensión. La
madre de Michael miraba con rabia, a veces mal disimulada, a la novia de
su hijo, que no paraba de hacer preguntas. Michael estaba con los nervios a
flor de piel, como su padre, que parecía inmenso en su silla, con su gran
barriga.
—El negocio de la venta de ropa no funciona todo lo bien que
quisiéramos en invierno —dijo el hombre para responder a una pregunta
de la muchacha—. La verdad es que hacéis una buena pareja, ¿verdad que
sí, querida? —añadió levantándose con dificultad para pasar sus brazos
por los hombros de los jóvenes.
Pero su mujer no le respondió.
—Creo que me voy a acostar pronto, estoy agotada —se limitó a decir
—. ¿Volveremos a vernos? —preguntó a la muchacha con fingida cortesía.
—Espero que sí —dijo June con gran naturalidad.
—Claro que volveremos a vernos —apostilló el padre de Michael con
alegría.
Michael acompañó a June hasta la parada del autobús.
—Luego te veo en el club —le dijo ella antes de subir al vehículo
mientras le besaba.
La niebla que envolvía la carretera, por cuyo arcén volvía Michael al
aparcamiento de caravanas, parecía contener susurros que provenían del
bosque. Michael prefirió no dar importancia a sus sensaciones. Se decía
que no era más que el rumor de las hojas, se decía que no era más que el
rugido de la marea, al otro lado.

Cuando salió a aquel páramo se despejaron las nubes para que la luna
brillase en su mayor esplendor. Todo parecía presidido por la luna. La luna
poseía dos inmensos ojos que no dejaban de mirarle ni un momento.
El sueño lo llevaba a Liverpool, a la gran biblioteca pública de la
ciudad. Se veía subiendo las escaleras que conducían a la sección donde
estaban los libros de Religión y de Filosofía.
No mucho después se veía allí, en la gran biblioteca, que en verdad
parecía la de su sueño. Pero el viento y la lluvia le habían barrido los
recuerdos de lo soñado. Ahora vivía la realidad. Ahora subía por las verdes
escaleras de madera que conducían a la sección de Religión y Filosofía.
Empezó a sacar libros de las estanterías: Las brujas de Lancashire,
Encantamientos y prodigios en el Noroeste, Fantasmas en Lancashire…
Eran libros con portadas grotescas, ediciones baratas, viejas, muy
sobadas… Le parecía imposible que sus padres pudieran creer en esas
cosas, más propias de niños. Miraba aquellas portadas y tenía que
aguantarse la risa. No obstante, tomó asiento en una de las mesas de
consulta.
A medida que repasaba el índice de cada uno de aquellos libros —sacó
más de media docena— se fue sintiendo mejor: Pine Dunes, al menos, no
aparecía en el índice de Encantamientos y prodigios en el Noroeste. No
había nada que temer, se dijo haciendo una mueca, aguantándose otra vez
la risa. Se entretuvo, sin embargo, leyendo lo que se anunciaba en aquel
volumen en el que no aparecía Pine Dunes. Cosas tales como una historia
acerca de un hombre que se ahorcó en una biblioteca de Everton, en la que
pasó a morar su fantasma. O como un caso de poltergeist en el Hotel
Palace de Birkdale. O historias de fantasmas escritas en el viejo dialecto
de Lancashire. Y etcétera. Afuera llovía con fuerza; la lluvia y el viento se
estrellaban contra los cristales de la sala de la biblioteca en la que se
hallaba. Varias personas leían tranquilamente en sus mesas mientras los
empleados de la biblioteca subían y bajaban tas escaleras, increíblemente
silenciosos, cargados de volúmenes, carpetas, hojas sueltas… Abrió
entonces el índice de Las brujas de Lancashire, uno de los volúmenes que
le quedaban por consultar. No tuvo tanta suerte. Se decía allí algo sobre
Pine Dunes, y de inmediato abrió la página en donde venía.
No se contaba allí gran cosa acerca de Pine Dunes. Sólo que, durante
siglos, se ha tenido su bosque por el lugar de reunión de tas brujas de la
comarca, aunque también se aseguraba que era únicamente un rumor
jamás comprobado por los estudiosos… Una nota a pie de página, sin
embargo, remitía a otro libro, Fantasmas en Lancashire, del que no había
visto más que su ridícula portada y alguna hoja suelta. Imaginaba que sus
páginas no contendrían más que estupideces, como los demás libros. Vio,
sin embargo, que había todo un capítulo dedicado a Pine Dunes.
Rápidamente abrió el libro por aquella página.
El autor había redactado su libro haciendo algo que los autores de los
demás volúmenes no habían tomado en cuenta: entrevistar a los viajeros.
Eran historias increíbles pero fascinantes y hasta divertidas. A varios
viajeros les había ocurrido lo mismo: caminaban por Pine Dunes después
del anochecer, o cuando estaba a punto de ponerse el sol, y referían cosas
como la que al propio Michael le había sucedido aquella tarde en que se
adentró en el bosque. Una oscuridad en la que se perdieron, una dificultad
enorme para salir de allí. Después de eso no dejaban que sus hijos jugaran
siquiera a la entrada del bosque, aunque fuese de día y luciera el sol. Era
un libro escrito treinta años atrás. Los viajeros allí entrevistados poco más
decían que no le resultara familiar, que no fuese lo que él mismo había
experimentado.
Un viajero, al que el autor del libro presentaba como de bastante edad,
senil e incoherente, contaba una historia por lo menos curiosa. Había oído
decir que mucho tiempo atrás —no precisaba el autor cuánto— un hombre
que iba borracho se metió en el bosque y jamás se volvió a saber de él. El
viejo al que entrevistaba el autor del libro decía que todas las noches se
escuchaban sus lamentos, que él mismo los había oído alguna vez…
Michael recordó que él había tenido la sensación de haber escuchado,
aquella noche en la que estuvo esperando el regreso de sus padres, algo
que le pareció la queja de un borracho.
Bien, ¿pero todo eso qué probaba? Michael pensaba en lo que había
leído en aquellos libros mientras regresaba a Pine Dunes en el autobús. Un
tipo borracho. Bien, vale; hay un montón de borrachos todas las noches
que vuelven a pie hasta sus casas después de haber bebido hasta hartarse
en las tabernas de las villas y pueblos vecinos… No había en aquel cuento
algo de eso que se considera diabólico, genéricamente hablando. Y por
otra parte, ¿por qué no iban a salir sus padres de noche? ¿Es que eran el
único matrimonio que lo hacía? Le dio la risa al pensar otra cosa: ¿Y si en
realidad no fueran brujos, sino cazadores de brujos, o mejor aún, cazadores
de fantasmas? A lo mejor con el paso del tiempo le sorprendían
publicando un libro sobre sus experiencias, parecido a los que había
consultado en la biblioteca… ¿Por qué no? ¿Quién no tiene algún
entretenimiento oculto, privado?
Había algo, a pesar de todo, que seguía inquietándole: la actitud de su
madre, sobre todo cuando llevó a June a la caravana.
Cuando llegó, sus padres dormían. El padre roncaba muy fuerte echado
de lado en la cama; su madre, también dormía y roncaba. Hubiera querido
decirles algo; sentía cierto pesar por dudar de ellos. Pero tenía que irse a
trabajar al club.
Montó en la bicicleta que se había comprado con su primer sueldo
semanal y partió hacia el pueblo. Pedaleó con fuerza pues quería llegar
cuanto antes. Pretendía contárselo todo a June aquella misma noche, sin
más dilaciones.
Ella, sin embargo, no apareció por el club. El club estaba hasta los
topes, lleno de gente que bailaba, cantaba, bebía y fumaba. El ambiente era
muy divertido, todo lleno de humo que parecía de infinitos colores bajo las
luces de la sala, sobre todo en la pista de baile. Michael servía las
consumiciones que le pedían, sin dejar de extrañarse por la ausencia de
June, mirando a cada poco el reloj.
—¡Mike, Mike! —lo llamaban unas chicas ahora, después unos chicos,
para pedirle una copa o para contarle un chiste; tenían esas caras de alegría
un tanto desencajadas; le parecían todos más pálidos que nunca bajo el
juego de luces de la sala.
Estaba triste, deprimido por la ausencia de June; nada le hubiera
alegrado más que verla entrar en aquel momento. Se deprimía aún más al
pensar en sus padres, al recordar la cara de su madre un par de días atrás,
cuando la llevó a la caravana.
—Tengo que volver a casa —dijo entonces al encargado.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó el otro.
—No, estoy bien… Mis padres son los que no lo están, necesitan de
mí, estoy preocupado…
—Pues habérmelo dicho antes, hombre… Bueno, tranquilo; vete, que
yo atenderé la barra… Al menos tenemos hoy una noche de lo más
divertida…
Salió a la calle y montó de nuevo en su bicicleta. La luna brillaba en el
cielo con una intensidad tal que hacía palidecer en su pobreza las luces de
la calle… Salió a la carretera y pedaleó de nuevo con fuerza… ¿Cómo
encarar a su padre y pedirle las explicaciones que pretendía? ¿Cómo
decirle a su madre lo que pensaba? ¿Se echaría a llorar, como siempre que
se le llevaba la contraria, lo hiciera él o lo hiciese su padre? ¿Y si le
dijeran que sí, que eran brujos? ¿Cómo reaccionaría? Quizás sentía más
miedo de su reacción que de la actitud de sus padres.
No podía echarse atrás, sin embargo. Por eso pedaleaba con fuerza por
la carretera que conducía a Pine Dunes. La bicicleta se deslizaba con gran
suavidad por la carretera de buen firme. La luz amarillenta de la bicicleta,
a veces, al pedalear por un cambio de rasante, descubría levemente las
formas de los árboles que había a cada lado. En ocasiones le parecía que
los troncos de los árboles, vistos a la pobre luz de su bicicleta, y a la
velocidad a la que pedaleaba, semejaban un rostro. Pero de inmediato se
decía que ya estaba bien de idioteces. Pedaleaba más fuerte entonces. No
podía haber nada más que árboles. Y mucha oscuridad entre un tronco y
otro. Nada de aprensiones estúpidas. Llegó al fin al aparcamiento de
caravanas de Pine Dunes. Las pocas que allí había no mostraban una sola
luz en sus ventanillas. La de sus padres tampoco.
Entró decidido. Despertaría a su padre. Imaginaba la escena. Su padre,
medio dormido, le miraría con ojos de asombro; él, como un policía que lo
interrogara, no repararía en su sorpresa, abordaría de inmediato, acaso
abruptamente, el asunto que le importaba. Pero sus padres no estaban. Su
cama estaba vacía.
Golpeó con gran enfado la débil paced metálica del cuarto. Una vez
más, sus padres parecían burlarse de él, o al menos desentenderse de sus
preocupaciones. Daba vueltas por la pequeña habitación, enrabietado…
Allí estaba, amontonada, la ropa, como siempre. Allí estaba la maleta en la
que su padre guardaba las cosas. Y la caja metálica en la que tenía algunos
libros y otros objetos. Se sentó en la cama, con la intención de
inspeccionar bien aquello. Pero no había espacio suficiente y se lo llevó al
saloncito.
Abrió la maleta, que estaba cerrada sin llave, y abrió igualmente la
caja. Era un sonido que le recordaba su niñez, tantas veces como abría y
cerraba su maleta y su caja el padre, durante años. Un sonido tan familiar
como la voz de su madre cuando decía a su padre:
—Deja que tenga una niñez como la de todos.
Entonces oía el ruido de la caja al cerrarse. Y a su padre, que decía:
—De acuerdo… Ya se enterará de todo cuando llegue el momento.
Ahora comenzaba a comprender aquel misterio. Pero parecía como si
sus padres no hubieran considerado que, por su edad, ya había llegado el
momento.
En la caja no había sino los libros, unas novelas de aventuras, que
tantas veces había visto, sin prestarles mayor atención… Y unos cuantos
cuadernos, que jamás había abierto cuando sólo buscaba entre las cosas de
su padre los preservativos que, según los niños que había conocido en la
escuela a la que fue un tiempo, siempre tenían guardados los padres…
Abrió los cuadernos. En unos reconoció la letra de su padre y en otros la
letra de su madre. La tinta estaba corrida en algunas páginas, no obstante
lo cual podía leerse lo escrito, y en otras parecía marrón, como sangre
reseca. Había dibujos que parecían de mapas. Y nombres que le resultaban
ahora más que familiares: El Gran Cornudo. Exham. Whitminster… Nada,
sin embargo, sobre Pine Dunes. Y había pasajes que, simplemente, no
podía leer porque no entendía una palabra.
Gran parte de lo escrito en aquellos cuadernos estaba en inglés, pero
había fragmentos, que parecían copiados de libros antiguos, escritos en
otras lenguas. Cosas que empezaban con Necro, Revelación, Glaaki,
Garimiaz, Vermiis, Theobald, y de las que apenas comprendía alguna
palabra, o sólo la intuía, o creía intuirla… Cosas, en fin, que le parecían
como pertenecientes a alguno de esos cultos extraños que había oído decir
que había en América.
Tras pasar un buen rato revisando todo aquello se levantó. Acababa de
leer algo, escrito por su madre, que parecía no tener el menor sentido.
Unas palabras que le resultaba imposible pronunciar… ¿Kuthullhoo?
¿Kuthoolhew? ¿Cómo demonios se diría aquello? Y sobre todo, ¿qué
diantres significaba?
En medio de todo, aquello le sirvió para tranquilizarse. Si sus padres
andaban metidos en algo extraño, no podía ser muy importante… Parecía
tan estúpido todo aquello… Como un juego de esos que inventan los niños
con palabras… Eran, por lo demás, gente convencionalmente normal. Con
mejor o peor humor, según los días, pero normales. Y al fin y al cabo, es
sabido que incluso grandes hombres de negocios pertenecen a sociedades
secretas que sólo se dedican a montar ritos ridículos para divertirse con la
jerga de la que sólo ellos están al cabo de la calle… A lo mejor sus padres
se habían metido en una de esas sociedades, formada por ropavejeros y
viajantes de comercio en general…
Este último pensamiento le hizo sonreír… Pero se le borró la sonrisa
de golpe, al recordar la mirada de pánico que tenía su madre en los últimos
tiempos, su mal humor, mucho más acrecentado y constante que nunca, la
forma en que se había comportado ante June… No podía hallar una razón
para todo eso, desde luego, en aquellas tonterías incomprensibles que
había leído en los cuadernos. Volvió a intentarlo y así estuvo otro largo
rato.
¡Qué pérdida de tiempo! Por mucho que lo intentaba seguía sin colegir
nada, todo le parecía cada vez más enrevesado. Como mal menor, se echó
a reír una vez más. ¿Qué sería aquello de la gestación milenaria, una de
las pocas cosas que al menos pudo leer pues venía en inglés? ¿Y lo de los
dioses antiguos? ¿A qué dioses se referiría? ¿A los griegos o a los
romanos? ¿Y lo del renacer hereditario? ¿Y lo otro acerca del renacer
hereditario y la reencarnación? Por no hablar de sentencias como la que
sigue: «Cuando la mente se abre a todas las dimensiones, se incardina. En
la incardinación todas las mentes devienen en una sola». ¡Oh, claro, eso lo
explica todo!, se reía Michael. Pero había más joyas del mismo estilo: La
ingestión. Los maitines matrimoniales. La fundición emergente…
Guardó todo aquello con gesto de hastío, tras la risa. Le pesaban los
ojos, que tenía enrojecidos, a causa de la risa y a causa también de aquella
lectura imposible. Le costaba mantenerlos abiertos y tenía que frotárselos
de continuo, a medias por el escozor que sentía y también por el sueño que
comenzaba a invadirle, reblandeciéndole las fuerzas. La caravana parecía
moverse a estrincones: era el viento. Con pereza, mientras guardaba lo que
había estado leyendo, más o menos, vio otro cuaderno en el que no había
reparado. Lo tomó, como si lo sopesara, dudando… No quería más, ya
había tenido bastante… Pero cuando lo iba a dejar en su sitio vio que de
entre las páginas se deslizaba un sobre. Lo tomó. Comprobó que había
algo escrito por su padre: Para Michael. Este sobre únicamente deberá
abrirse cuando yo no esté entre los vivos. Le dio un vuelco el corazón. Era
muy difícil sustraerse a la intención de abrir aquello para leer lo que
contenía… Dudó. Al fin se metió el sobre en el bolsillo. Le daba miedo,
por otra parte, leerlo. Quizás en otro momento. Aquella noche, no, eso
estaba claro… Bastante aprensión sentía. El viento no dejaba de azotar la
caravana como si quisiera llevársela.
Al fin se quedó dormido. No estaba aún seguro de si dormía o había
despertado ya cuando escuchó la voz de su madre. Sí, quizás estaba
despierto porque sintió también el aliento de la madre en su cara.
—Vamos, levántate ya —le decía—. Tu novia ha tenido la mejor idea
que podía ocurrírsele a alguien… Venga, ve con ella y marchaos por ahí, a
ver mundo… No sigáis aquí, te lo pido por favor, hijo mío…
Oyó también la voz de su padre, que llamaba a la mujer:
—Vamos, déjalo en paz… ¿No ves que duerme? Venga, métete de una
vez en la cama…
Silencio y oscuridad. Noche profunda. En la noche, o acaso en los
sueños de Michael, había empero muchos ruidos: un coche que arrancaba;
pasos rápidos; una portezuela cerrándose… Qué más daba. Sí, estaba
dormido. Dormir era lo único importante en aquellos momentos.
Pero entonces lo despertó la voz de su padre, alarmada.
—¡Vamos, hijo, levántate, que nos roban el coche!
Abrió los ojos con dificultad. Estaba seguro de que algo ocurría de
verdad, no en sus sueños. Intentaba levantarse cuando su padre salía aprisa
de la caravana… Michael se sentía, sin embargo, como paralizado. Quedó
unos segundos a la espera del grito de pánico de su madre, como para
cerciorarse de que algo en verdad grave estaba pasando y poder así
levantarse. Su madre se había levantado, pero no parecía asustada, al
contrario. Parecía hallarse en un estado muy próximo al letárgico.
—Cariño, hijo mío —le dijo con una voz muy débil y los ojos
entornados, tambaleándose.
Recordó entonces lo que había leído en aquel libro de June: que las
brujas tomaban drogas… Pensó que su padre había drogado a su madre.

No tardó mucho la policía en encontrar el coche. El ladrón o los


ladrones lo habían abandonado cerca del molino.
—¡Bah! Unos rateros sin mayor importancia —dijo uno de los agentes
—. Nos pondremos en contacto con ustedes.
El padre de Michael les dio las gracias.
—Tendré que poner la barra de seguridad cuando salgamos —dijo el
padre de Michael.
Michael sintió que su padre le reprochaba haberse quedado allí, en la
cama, sin capacidad de reacción, cuando lo alertó de que estaban
robándoles el coche. Quería hallar una disculpa, que al menos lo
tranquilizase, diciéndose que había creído que su madre estaba enferma.
Es más, luego de recibir la visita de la policía, a la luz del día, le pareció
que su madre seguía sintiéndose mal.
—¿Estás bien, mamá? —le preguntó, pero la mujer no hizo más que un
gesto vago—. ¿Quieres que vaya a buscar a un médico?
Ni su padre ni su madre respondieron. Se sintió triste, frustrado. Volvió
a pensar en lo que había pasado por la noche. Había sido incapaz de
reaccionar cuando lo llamó su padre, que sin embargo ahora no se lo
reprochaba. Le alivió pensar que por la noche a buen seguro vería a June
en el club. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba, en realidad, hablar
con ella, oír su interpretación de todo eso que tenía ganas de contarle
desde hacía días… Quizás June lo convenciera de que no eran más que
fantasías, interpretaciones suyas sin la menor base.
Cuando comenzaba a oscurecer tomó una ducha y empezó a afeitarse.
Mientras se afeitaba, se abrió la puerta del pequeño cuarto de baño de la
caravana. Vio a su padre en el espejo.
Pasó la mano para verlo mejor, pues el pequeño espejo ante el que se
afeitaba estaba empañado por el vapor del agua caliente. Vio que la
expresión de su padre parecía la de una máscara de plástico que acabara de
arder. Antes de que se diera cuenta, su padre lo agarró con fuerza y
comenzó a zarandearlo, aunque sin llegar a agredirle. Notó que su piel
quemaba.
—¿Qué haces? ¡Vamos, déjame en paz! —le gritó.
Su padre se fue llorando en silencio.
Terminó de afeitarse, muy nervioso y confuso por aquel incidente. Era
la primera vez en toda su vida que su padre había intentado pegarle.
Cuando salió del cuarto de baño parecieron ignorarle. Su padre hacía como
que leía un libro. Su madre, como que doblaba unas camisas. No le dijeron
adiós. Él tampoco. Cogió su bicicleta para dirigirse al club.
—¿Qué tal tus padres? —le preguntó el encargado al verlo llegar.
—No estoy muy seguro de que se encuentren del todo bien…
—Muy bien que hayas venido —pareció sarcástica a Michael la voz
del encargado—. Tienes que fregar todas esas copas…
Puso manos a la obra, empleándose a fondo en su trabajo para no
recordar la forma violenta en que su padre, como si pugnara contra sí
mismo para no golpearle, le había atacado en el baño… Aunque… ¿Y si
sólo había querido abrazarle? La verdad es que llevaba tantos años sin
hacerlo… Luego comenzaron a entrar los clientes habituales, que le
saludaban con el buen ánimo de siempre… Pero June no estaba entre ellos.
Se le cayó una jarra de cerveza, que se hizo mil pedazos.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué te pasa, muchacho? —le preguntó el encargado.
Cuando su padre lo atacó, o iba a atacarle, o pretendía abrazarle, ya no
sabía bien qué había pasado, en el pequeño cuarto de baño de la caravana,
sólo había pensado en quitárselo de encima… Ahora creía comprender qué
le había pasado en realidad.
—Mis padres —dijo—. Sé que se encuentran peor…
—¿Cómo lo sabes? ¿Es que te han enviado un mensaje por telepatía?
—le dijo el otro con bastante sarcasmo—. Anda, ve con cuidado… Espero
que no se te caiga otra jodida jarra de cerveza…
Michael, sin responderle, salió de la barra y cruzó la sala entre la
gente, que ya comenzaba a ser numerosa. Todos le saludaban; las chicas le
decían cosas que en otro momento le hubiera encantado oír, pero no
parecía prestarles atención. Tenía que descubrir de una vez por todas qué
pasaba. Entonces, cuando ya estaba a punto de alcanzar la calle, una mano
lo sujetó por el brazo.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te largas?
Era June.
—Lamenté mucho no poder venir anoche… Mis padres se empeñaron
en que fuese a cenar con ellos…
—Está bien, no importa…
—Estás enfadado conmigo, lo sé —dijo June—. Tenía tantas ganas de
verte… No te vayas, por favor.
—Tengo que hacerlo… Mira, mis padres no están bien…
—Vale, pues voy contigo… Podemos ir los dos en tu bici y así te
ayudo con tus padres si necesitan algo… Por favor, Mike, no me dejes
aquí sola… Mira, si quieres, en vez de ir en bici tomamos el autobús,
pasará por la parada en cinco minutos, así llegaremos antes…
¡Dios! Era más pesada aún que su propio padre, se dijo Michael.
—Escucha, June… No están enfermos, no es eso… Es que creo que he
descubierto en lo que andan metidos… Anoche tuve la certeza, al fin, de
que son brujos…
—¡No es posible! —dijo ella atónita, pero con delicadeza, como si no
deseara herirlo poniendo un gesto de asco.
—Mi madre estaba aterrorizada… Mi padre la había drogado, estoy
seguro… Tengo que ir a la caravana cuanto antes; temo que ocurra alguna
desgracia esta noche.
—Anda, por favor, deja que vaya contigo —insistió June—. Sé algo de
todo eso… De brujería, quiero decir… Bueno, recuerda el libro que te
presté…
Michael la miró como si dudase de la conveniencia de que June lo
acompañara, pero ella le dijo resueltamente:
—Ya verás como se tranquilizan en cuanto me vean.
Pensó Michael que la presencia de June en la caravana no podía sino
hacer que su madre se molestase, pero también que su padre se
tranquilizara. Y el peligro, se decía el muchacho, era su padre. Tomaron el
autobús, que pasó en el tiempo previsto. Mientras duró el breve trayecto,
Michael contó a June todo lo que sabía, más o menos en detalle,
rápidamente… La muchacha parecía auténticamente fascinada con su
relato.
—Tendríamos que ver si tu padre baila desnudo en el bosque por la
noche… A lo mejor es el Gran Cornudo, Mike —dijo con tal entusiasmo
que, ante la mirada reprobatoria de su novio, no tuvo más remedio que
moderarse—: Perdona, Mike —añadió con las pupilas contrayéndosele y
dilatándosele como si acabara de tomar un tripi.
Cuando se apearon en la parada de Pine Dunes el viento parecía un
huracán que extraía de los árboles terribles lamentos de hojas.
Supongamos que mis padres no están, como ayer, se decía Michael. ¿Qué
le diría entonces a June? Pensaría que estaba loco o que era un imbécil, un
niñato que en realidad no podía vivir sin sus padres… Comenzó a
sospechar lo peor cuando, a medida que se acercaban a la caravana,
observó que no había luz en las ventanillas. Así fue. No estaban allí.
—Vamos, creo que sé dónde encontrarles —dijo a June.
El cielo poseía una luz lechosa. Sin nubes, la luna parecía derretirse
expandiendo su fragmentación por el firmamento. La oscuridad semejaba,
más que la masa impenetrable de siempre, una especie de humo negro
inodoro que se desplazaba allá por donde fueran los pasos de la pareja. Se
dejaba sentir, violento, el incesante vaivén de la marea rugiente. Cuando
llegaron al bosque, aprensivo, se aferró Michael con fuerza a la mano de
June.
Estaba seguro de que sus padres no andaban muy lejos. Tuvo entonces
la sensación de que acaso aquella oscuridad súbita en la que se vio
envuelto la tarde en que creyó perderse cuando iba por el mismo sendero
en el que ahora estaban, no era otra cosa que la oscuridad de un túnel bajo
tierra. De hecho, ahora, en mitad de la oscuridad, a medida que caminaban
lentamente por el sendero, parecían descender poco a poco, como si
atravesaran un declive del terreno.
—Esto es realmente fantástico —oyó que le decía June, feliz,
apretándose mucho contra él.
Si miraban hacia arriba veían más altas aún las copas de los árboles
recortándose contra el cielo lechoso. Era evidente que bajaban, que habían
tomado una pendiente. La oscuridad iba, entonces sí, convirtiéndose en esa
masa densa, en esa espesura que tan bien recordaba Michael. A su
alrededor percibían una extraña urdimbre de sombras, que sin embargo no
le parecían amenazantes ahora; a buen seguro, se decía el muchacho, por
su determinación, porque la valentía con que al fin había decidido afrontar
el caso barría de su mente las más negras aprensiones. June, a su lado,
seguía entusiasmada. Los arbustos, abundantes, las ramas, los espinos y la
hierba, parecían abrazarlos suavemente ahora, en vez de herirles. Cuando
miraban hacia el cielo todo daba la sensación de hallarse más lejano, más
despegado de la tierra que pisaban.
—¿Qué es eso? —preguntó June de súbito, algo sobresaltada.
Michael se quedó pensativo. Parecían pasos. Pasos en un lodazal. Pero
no. Quizás algún animalillo del bosque, asustado precisamente por los
pasos de ambos. No parecían pasos humanos. En cualquier caso, qué más
daba.
Entraron, en efecto, en un túnel. Era claramente perceptible ahora que
se adentraban en un túnel cavado bajo tierra. La experiencia resultaba
ahora menos terrible a Michael, o nada terrible; los sonidos de la noche,
los sonidos amortiguados que se percibían en el túnel, como acolchados,
no lo impresionaban. Lamentó no haber experimentado la misma
sensación de seguridad en sus propias fuerzas aquella tarde de su gran
susto. Quizás así lo hubiera descubierto todo entonces, ahorrándose ese
tiempo de angustia e incertidumbre por el que había tenido que pasar.
Notó, sin embargo, que la respiración de June se hacía agitada en exceso,
como si le costase tomar aire, y que se apretaba contra él haciéndole
incluso daño… Bueno, también se lo hacía casi siempre, cuando se
amaban, abrazándolo con una fuerza inusitada entonces, como parecía
imposible a la vista de su delicadeza.
—Creo que nos siguen, alguien ha entrado detrás de nosotros en el
túnel —le dijo June, aprensiva, nerviosa.
—No te preocupes, June, será cualquier animalillo.
Sin embargo, todo aquello comenzó a parecerle un tanto extraño.
Había una paz excesiva y a pesar de la oscuridad imperante podía
conducirse perfectamente, incluso sorteando los arbustos de espino que
crecían allí mismo, en medio del túnel subterráneo, absorbiendo el eco de
sus pasos.
—Me siento como si saliera de un viaje con LSD —dijo June—. ¿Y
ahora? No veo nada, Michael, ¿y tú?
—Sigamos por aquí; ven, dame la mano que yo te guío.
Ahora el camino ofrecía más dificultad. Ahora sí empezaban a pisar
lodo.
—No vayas tan rápido —le pidió June con voz quejumbrosa—. Espera,
dame otra vez la mano…
Michael le dio la mano y notó la chica que temblaba, que le ardía, que
estaba excitado y nervioso, que su tensión podía definirse, en suma, como
violenta.
Michael, en efecto, se sentía entonces capaz de cualquier cosa. Había
llegado hasta allí, manteniendo su cordura intacta y no iba a dejarse vencer
por cualquier impresión. Su mente podía derrotar entonces cualquier
sensación desagradable, cualquier manifestación de lo terrorífico. Ahora sí
podría enfrentarse tranquilamente a su padre, y soportarle la mirada, y
repeler su ataque, si se producía, y pedirle explicaciones de una maldita
vez…
Se detuvo en seco, como un sabueso que olisqueara en el viento el
rastro de su presa. June se apretó a él con más fuerza aún.
—Ahí está, otra vez —dijo la chica.
—¿Qué?
¿Aquellos pasos? ¡Bah!, seguramente eran los suyos propios, ahora que
en aquel lodazal no había arbustos de espinos que les absorbieran el eco.
Al fin y al cabo estaban en un túnel.
Siguieron avanzando e incrementándose el sonido… Ya no podía
ignorarlo Michael por más tiempo. Ahora parecía una sílaba… O acaso
dos… O más sílabas que se repetían una y otra vez. Era, en efecto, una
voz. Y decía un nombre.
—¡Vámonos, por favor, esto me empieza a dar miedo! —rogó June.
—¡Por Dios, June! Creí que podrías ayudarme.
Aquel sonido se elevó unos segundos para desaparecer de inmediato.
Siguieron caminando unos pasos, tenía entonces que tirar Michael de
June con fuerza, y escucharon con bastante nitidez, aunque lejana, la voz
de un hombre: era su padre. Después, la voz de una mujer: era su madre.
Hablaban. Eran ellos, evidentemente, se dijo Michael, quienes habían
invocado poco antes su nombre familiar: Mike, Mike, Mike…
—Ahí están —dijo en voz baja a June—. Lo siento, cariño, pero no
puedo perder el tiempo acompañándote hasta la salida… ¿Es que te da
miedo enfrentarte de nuevo con mi madre?
Su voz le sonaba excitada, con bastante acritud, más que nerviosa.
Siguió caminando lentamente, como sin querer hacer ruido, sin
preocuparse de June. Notó al poco, sin embargo, que ella lo seguía,
también muy despacio, pisando con cuidado. El ambiente parecía erizado
de espinos otra vez. El camino se interrumpía en un punto, para ofrecer
una entrada a la derecha… Su intuición decía a Michael que en breve
desembocarían en un espacio amplio. Aceleró entonces el paso y June se
vio obligada a hacer lo mismo, atravesando arbustos que hacían un ruido
semejante al que harían las calaveras si aplaudiesen… Vio tiradas en el
suelo las ropas de sus padres… Otra abertura, de la que salía luz, y ya
habría alcanzado aquel espacio…
—¡No lo hagas! —le gritó June.
Pero ya entraba en aquel espacio abierto e iluminado por hachones. Un
espacio raro, inconcebible: de una parte, había árboles conformando un
círculo perfecto… ¡Bajo tierra! Y al mirar hacia arriba —¡bajo tierra!— se
contemplaba el mismo cielo lechoso, acaso un poco más oscurecido ahora,
que habían visto antes de adentrarse por el sendero que los condujo al
túnel.
La luz de los hachones, sin embargo, no conseguía destruir una neblina
que flotaba por doquier y ocultaba sus pies, como si emanase del suelo. Un
suelo duro, de tierra, sin barro ahora. Observó entre la neblina que había,
en círculo, unos treinta pies. Y seres tumbados. Pies muy grandes. Quedó
absorto. Entonces vio que avanzaba hacia él una gran barriga.
Trató de acercarse a esa figura, pero lo eludía. La luz se hacía más
difusa, como si al moverse la figura se levantara la neblina, llenando de
manera más espesa el ambiente. Volvió a ver aquella forma panzuda,
alejándose, que se movía aletargada.
June, que al fin se había decidido a seguirle, apareció entonces en
aquella escena alucinante. Se aferró a él temblando.
—¿Qué es eso?
—¡Cállate! —le ordenó Michael.
No obstante, se sentía perfectamente en calma, más que nunca.
Reconocía Michael ahora cuál era la fuente de la que brotaban todos sus
sueños. Era como si en ese momento, en estado de conciencia, los sueños
acudieran a él para que pudiera interpretarlos a la luz de la lógica. Las
cosas le parecieron, por un instante, como cuando June le daba una dosis
de LSD. Aquella escena parecía abrirle la mente, ayudarlo a investigar en
ella, en las imágenes y las sensaciones que le ofrecía. Acudían libremente
a él recuerdos, y hasta olores y sabores de otro tiempo, incluso de cuando
era un niño… Echó a andar, lentamente, hacia aquel círculo infernal de
cuerpos yacientes. Vio entonces sus caras, como sorprendidas y molestas
por su presencia. Caras grotescas, deformadas, pálidas. Una mujer preñada
avanzó hacia él desde el centro del círculo, a cuatro manos, rugiendo como
una leona. Sintió que llevaba viéndola toda la vida en sueños. Incluso
recordó con claridad, brevemente, algún fragmento de un sueño en el que
se le apareció aquel ser diabólico. Fue como si pudiera acceder a una
relación completa de los siglos. Una relación que le ofrecía su memoria.
No se alteró. Permaneció de pie, en silencio, sin decir una palabra,
observándolo todo… ¿Quién era aquella mujer preñada y asquerosamente
obscena que se arrastraba por el suelo como una leona? June, con ojos de
espanto, le tomó del brazo pero no para tirar de él, sino para unírsele, a la
espera de algo que suponían ambos tenía que suceder de inmediato.
Probablemente, la revelación definitiva de aquel misterio.
Eran como unos novios ante el altar, a punto de desposarse.
Unos segundos de silencio que parecieron a Michael toda una
eternidad, acaso el sinfín de siglos de sensaciones que experimentaba
desde hacía tan pocos años. Una paradoja para la que no precisaba ahora
de más explicación que aquello que se le ofrecía ante sus ojos. Al fin se
oyó una voz, la de su padre; luego otra voz, la de su madre, a la que pudo
identificar así como la obscena preñada que se arrastraba por el suelo.
Reconocerla le causó gran turbación, pero logró controlar sus
sentimientos. Había llegado al punto culminante de su investigación. No
podía consentir que sus nervios le negaran, una vez más, la respuesta que
acaso sin saberlo llevaba buscando veinte años, o quizás veinte siglos… O
veinte millones de años o veinte millones de siglos. Ahí tenía, ante sí, la
mejor formulación de esas teorías acerca de las distintas dimensiones que
había visto como de pasada en aquellos libros que consultó un día lluvioso
en la biblioteca pública de Liverpool. En el fondo, era para sentirse
satisfecho, no obstante la manifestación asquerosa que de su esencia hacía
su propia madre, la que lo había parido… La que, acaso, lo llevara en el
vientre en aquella representación de su única dimensión verdadera que
ahora querían ofrecerle sus padres como si fuese el regalo del primer
cumpleaños de su única vida esencial.
Aquella voz, la de su padre, repitió:
—El gran dios de la antigüedad aún vive entre los hombres. Los sueños
de la humanidad dejarán de ser confusos, inexplicables, pues él es la razón
de todo.
Su madre, después, repitió las mismas palabras que había dicho su
padre.
June estuvo a punto de sufrir un desvanecimiento, pero Michael la
sostuvo entre sus brazos.
Se disipó la niebla entonces y supo que en lo sucesivo podría
comprender sin esfuerzo cuanto estaba escrito en aquellos cuadernos
inextricables que guardaba su padre. La gran barriga era la de su padre…
Mas ¿y la cabeza? En la cabeza lucía su padre dos grandes cuernos… Era,
en verdad, el Gran Cornudo.
Un fuerte viento barrió de golpe la escena, dejando sólo las presencias
de sus padres. Arriba brillaban ahora las estrellas.
—Ya tengo sucesor. Ya puedo morir en paz —dijo entonces la gran
barriga del Gran Cornudo, desintegrándose de inmediato en el aire.
Su cara, sin embargo, quedó flotando unos segundos en el espacio. Era
la cara humana de su padre, la que siempre le había conocido. Sus ojos,
con una expresión más relajada, flotaban de lado a lado en la superficie de
la cara. En el cielo, la luna lloraba lágrimas como nubes licuadas.
June tiraba de Michael como para llevárselo de aquel lugar.
—¡Espera un poco! —le dijo Michael.
Sabían los dos que su destino estaba ya escrito. Sabían que su destino
era el de propagar en la tierra la estirpe del Gran Cornudo. Sabían que,
aunque continuaran manteniendo su apariencia humana entre las gentes
comunes, su esencia no era ya distinta de la de aquellos seres ante los que
se acababan de desposar.
June gritó. Comenzó a llorar entonces como lo hacía la propia luna.
Las lágrimas le anegaban la garganta. Michael le ordenó furioso que
dejara de llorar y June cayó a tierra, desmayada. La sombra de una nube
cubrió entonces su cuerpo; cuando pasó la nube y quedó descubierta
nuevamente June, Michael contempló sin el menor espanto que tenía el
rostro de su madre. Un segundo después pasó otra nube, y lo mismo:
cubrió a June, primero; al descubrirla después, volvía a poseer su rostro de
siempre.
Tranquilo, sin angustiarse, Michael la tomó en sus brazos para salir de
allí lentamente. Sabía ya qué le diría cuando recuperase el conocimiento:
que había tenido un mal viaje en ácido, que el LSD le había jugado una
mala pasada. Que únicamente a la droga debía aquellas visiones
espantosas que acababa de sufrir. Sonrió pérfidamente Michael mientras se
la llevaba.
Sabía Michael que tardaría mucho tiempo, acaso siglos, en volver a ver
a sus padres. Recordó que llevaba aquel sobre en el bolsillo. Un sobre en el
que su padre le daba instrucciones, en el que le ofrecía la más completa
explicación de lo sucedido… Aunque Michael ya no precisaba la menor
explicación.
Ya en la carretera volvió a sentirse perfectamente humano, en calma,
agradecido al viento y a la leve llovizna que comenzaba a caer. Algún día
June y él volverían a ese lugar, para hacer lo que allí hacían sus padres…
Pero aún quedaba tiempo, no era necesario apresurarse. En principio
debían seguir mostrándose como todo el mundo. Sabía qué decirle a June
en cuanto despertara: que aunque a veces el LSD provocase malos viajes,
le gustaba tomar ácido con ella. Eso hacía que sus cuerpos y sus mentes
fuesen un ente único e indivisible.
NOTA SOBRE LOS AUTORES
A. A. Attanasio nació en Newark, New Jersey, ha viajado por todo el
mundo y en la actualidad reside en Nueva York. Ha impartido cursos sobre
la obra de H. P. Lovecraft y sir Walter Scott, sobre los que versa en el
ensayo titulado The Colour Out of Space. Autor de innumerables cuentos y
novelas de ciencia ficción, destaca entre sus obras la novela titulada
Emblems and Rites.

Ramsey Campbell nació en Liverpool, Inglaterra, ciudad en la que


reside y donde se localizan gran parte de sus historias. Desde 1973 trabaja
como guionista de la BBC, empleo en el que se desempeña oyendo música,
de Bach a Tippett. Dice, sin embargo, que su trabajo full-time le impide
leer todo lo que quisiera. Entre sus libros de relatos cabe destacar los
titulados The Inhabitant of the Lake, Demons by Daylight y The Height of
the Scream; entre sus novelas, The Face That Must Die y To Wake the
Dead. Aspira a escribir algún día un gran relato de corte lovecraftiano.

Basil Copper es uno de los escritores de terror más prolíficos. Trabajó


como periodista de sucesos durante más treinta años y en la actualidad
dirige un periódico local de Kent, aunque desde 1970 se dedica
fundamentalmente a sus relatos y novelas de género. Huelga decir que sus
más de sesenta libros publicados versan acerca de lo macabro, si bien en
todos ellos se aprecia un gran esfuerzo por renovar el género, y no sólo en
sus aspectos estilísticos. Sus libros de relatos más exitosos son From
Evil’s Pillow, And Afterward, the Dark, When Footsteps Echo y Voices of
Doom. Es autor igualmente del celebrado thriller Necrópolis y de la novela
de ciencia ficción The Great White Space, así como de las entregas por
capítulos de las distintas historias protagonizadas por su último héroe, el
detective londinense Solar Pons.

David Drake reside en Chapel Hill, Carolina del Norte, en cuyo


Ayuntamiento ejerce como abogado. Durante la guerra de Vietnam fue
relator jurídico del undécimo cuerpo del Regimiento de Caballería allí
destacado, y todas sus historias están impregnadas de un ambiente de
guerra en el cual se desarrollan sucesos de terror sobrenatural. Sus obras
más importantes son Analog, Fantasy and Science Fiction (ensayo) y
Galaxy. Es autor igualmente de la muy exitosa novela The Dragon Lord y
de la serie de relatos de ciencia ficción por entregas Hammer’s Slammers.

Stephen King es sin duda el más famoso de los escritores de terror


vivos. Novelas como Carrie, The Shining, Salem’s Lot y The Stand, son ya
auténticos clásicos del género. King es un lector impenitente de Lovecraft
desde muy joven; escribió el relato que aparece en esta antología durante
una larga estancia en Londres, tras recorrer con el escritor Peter Straub
zonas de la ciudad tenidas por mistéricas, como Crouch End, un lugar
aparentemente tranquilo en el que, no obstante, suceden cosas tan
subterráneas como aterradoras, según la tradición popular.

T. E. D. Klein vive en Nueva York, en el West Side, literalmente


sumido, más que rodeado, en miles de libros de terror y fantasía que llenan
su apartamento. En los pocos espacios de pared libres que dejan las
estanterías puede contemplarse algún cuadro de Hopper. Tiene por
mascotas un ratón y una tarántula. En algunos rincones de su apartamento
hay tallas y pequeñas estatuas. Y recuerdos de sus viajes. Tras graduarse
en la Universidad de Brown y doctorarse en Columbia, pasó un año
enseñando en Maine y tres más trabajando para el Departamento de
Historia y Documentación de la Paramount Pictures. Publica regularmente
artículos en The New York Times y sus relatos aparecen en innumerables
antologías, entre otras las del Year’s Best Horror.

Frank Belknap Long es el único miembro del llamado círculo


lovecraftiano que aparece en esta antología. Ha escrito, sobre aquellos
tiempos, una obra tan valiosa para los amantes de la literatura de
Lovecraft como HPL: Dreamer on the Nightside, uno de los grandes éxitos
de la Arkham House, casa editora a la que igualmente se debe la edición
de sus colecciones de relatos tituladas The Hounds of Tindalos y The Rim
of the Unknow, además de la novela corta The Horror from the Hills y el
volumen de poemas In Mayan Splendor. Lovecraft, a buen seguro, hubiese
disfrutado con la lectura del relato que de Belknap se ofrece en esta
edición.

H. P. Lovecraft es por derecho propio el autor norteamericano de


mayor influencia en la literatura de ficción del siglo XX. Entre los muchos
escritores que confiesan su devoción por él se cuentan Robert Bloch, Ray
Bradbury, August Derleth, Henry Kuttner, Fritz Leibes y Colin Wilson,
entre otros, sin olvidar la obra de Robert Antón Wilson Illuminatus!, esa
trilogía plena de guiños dedicados a las narraciones de Lovecraft. Su obra
completa, incluida su correspondencia, ha sido publicada por Arkham
House en varios volúmenes.

Brian Lumley nació en Horden, una pequeña villa de Country


Durham, al nordeste de Inglaterra, y fue sargento de la British Royal
Military Pólice. Confiesa que ama a su esposa tanto como a Lovecraft, a
sus tres hijos, su máquina de escribir, el pescado y las patatas fritas, el
juego y el brandy. Entre su obra cabe destacar la fantasía histórica Khai of
Ancient Khen. Varios de sus relatos aparecen en distintas antologías de
terror publicadas por Arkham House.

Martin S. Warnes nació en Bradford, Inglaterra, en cuya industria


textil trabajó toda su vida. The Black Tome of Alsophocus (El libro negro
de Alsophocus) es el cuento que escribió basándose en el fragmento
titulado The Book, de 1934, escrito por Lovecraft y publicado en Dagon
and Other Macabre Tales.
Notas
[1]Crouch significa humillarse, inclinarse ante alguien con adulación.
Crouch End podría traducirse como Humilladero. (N. del T.) <<
[2]En el titular al que alude, Doris dice Underground, como se denomina
al metro en el Reino Unido. Al hacer la comparación dice Subway, como
se denomina al metro en Estados Unidos. (N. del T.) <<
[3] Chicano. (N. del T.) <<
[4]En el original, horn, cuerno. Una de las formas en que los músicos de
jazz llaman al saxofón en slang norteamericano. (N. del T.) <<

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