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Todavía hoy existe una clara reticencia, por parte de muchos estudiosos, a reconocer el

importante papel que las mujeres han jugado en el desarrollo del género fantástico y de
terror, bien como lectoras o como creadoras, ignorando la larga tradición de escritoras
especializadas en esta narrativa, particularmente en la cultura anglosajona.
Aunque fueron dos hombres, Horace Walpole (1717-1797) y Matthew Gregory Lewis
(1775-1818) quienes «inventaron» la ficción gótica con sus clásicas historias El castillo de
Otranto y El monje —números 10 y 3 de la colección Gótica—, el género no habría
alcanzado la popularidad y difusión necesarias en sus inicios sin la decisiva participación
de las «escritoras fantásticas». Fue una mujer, Ann Radcliffe (1764-1823), quien
convertirá la novela gótica en un fenómeno popular gracias a títulos como Los misterios
de Udolfo o El italiano o El confesonario de los penitentes negros —colección El Club
Diógenes nº 167 y Gótica nº 34.
Los veinte relatos que conforman esta antología, Venus en las tinieblas. Relatos de horror
escritos por mujeres, recorren la historia del género desde la consolidación artística y
comercial de la narrativa gótica con relatos como El espectro o Las ruinas del Priorato
Belfont, de Sarah Wilkinson hasta el afianzamiento del «cuento de miedo realista» con
historias como La casa encantada, de Edith Nesbit, pasando por autoras emblemáticas
del género fantástico como Mary Shelley (La joven invisible,), Vernon Lee (Marsyas en
Flandes,), o Edith Wharton (Los ojos,). Venus en las tinieblas. Relatos de horror escritos
por mujeres, trata de acotar estilos y tendencias, y de exhibir los logros artísticos de las
mujeres dentro de la literatura fantástica como parte integral y fundamental de la misma.
VV. AA.

Venus en las tinieblas


Relatos de horror escritos por mujeres
Valdemar: Gótica - 68

ePub r1.0
orhi 30.03.2017
Título original: Venus en las tinieblas
AA. VV., 2007
Traducción: Francisco Torres Oliver & José Luis Moreno Ruiz & Gonzalo Quesada & Rafael Lassaletta
Ilustración de cubierta: Antoine Wiertz La belle Rosine (1847)

Editor digital: orhi


ePub base r1.2
INTRODUCCIÓN
Venus en las tinieblas:
Las mujeres y la literatura fantástica

Antonio José Navarro

No creo en fantasmas, pero aun así me dan miedo.


Madame Du Deffand

1. Todavía hoy existe una clara reticencia, por parte de numerosos estudiosos de la narrativa
fantástica y/o terrorífica, en reconocer el importante papel que las mujeres han jugado en el
desarrollo del género, bien como lectoras o como creadoras, pues, si se me permite la digresión,
«escribir es ejercer, con especial intensidad y emoción, el arte de la lectura», según afirmaba Sunsan
Sontag. Se tiende a justificar la existencia de antologías como la presente apelando a razones más o
menos peregrinas sobre el extraño maridaje entre lo fantástico, lo terrorífico, y la literatura de
mujeres. Incluso diferentes antólogos suelen disculpar su labor refiriéndose a una cierta
especificidad femenina en lo tocante a la narrativa de horror, muy alejada del genio masculino de
los grandes nombres del género. En cualquier caso, tales excusas y argumentos únicamente
responderían a un deseo, deplorable, de paliar en la medida de lo posible la incomodidad o el recelo
que semejante trabajo podría despertar en aquellos aficionados y especialistas que todavía niegan la
valiosa contribución de las escritoras a la literatura fantástica y/o de terror.
No obstante, la norma generalizada continúa siendo una marginación más o menos encubierta,
más o menos descarada, de las mujeres que han escrito narrativa fantástica y de terror. Por ejemplo,
el crítico y escritor Douglas E. Winter —al que sus editores llaman la conciencia del terror y la
fantasía negra (sic)—, en su celebérrimo libro Faces of Fear (1985), donde entrevistaba a
diecisiete populares (y, en algunos casos, mediocres) escritores especializados en literatura de
horror —entre ellos, Clive Barker, Robert Bloch, Ramsey Campbell, Charles L. Grant, Stephen King,
Richard Matheson y Peter Straub—, únicamente incluía a una escritora, V. C. Andrews —obviando a
personalidades tan interesantes y no menos conocidas como Anne Rice o Chelsea Quinn Yarbro—, la
cual, por cierto, no le merece un gran respeto a Winter. En su antología Prime Evil: New Stories by
the Masters of Modern Horror (1988), aquél afirmaba, de modo un tanto despectivo, que el único y
despiadado tema de los best sellers de V. C. Andrews es «el maltrato de los niños», ignorando sus
múltiples y modernas ramificaciones creativas con la literatura gótica clásica. Douglas E. Winter no
es más que uno de tantos eruditos (masculinos) que ignora maliciosamente la obra de personalidades
como Mary E. Wilkins-Freeman —“The Cloak” (1917)—, Greye La Spina —Invaiders From The
Dark (1925)—, Shirley Jackson —La casa encantada (The Haunting of Hill House, 1959)— o
Angela Carter —“La cámara sangrienta” (The Bloody Chamber, 1979)—, porque la encuentran
menos horripilante, menos sobrenatural, carente de elementos siniestros y morbosos. Una idea que,
de entrada, propone una visión del género muy pobre y extremadamente discutible[1], además de
ignorar la larga tradición, al menos en la cultura anglosajona, de escritoras especializadas en lo
fantástico. Por ello, la ensayista norteamericana Jessica Amanda Salmonson, en la introducción de
What Did Miss Darrington See?: An Anthology of Feminist Supernatural Fiction, señalaba: «Las
mujeres siempre hemos escrito historias de terror. ¿Es que acaso nos olvidamos de que la madre de
Frankenstein, la madre de todas nosotras, es Mary Shelley?»[2]

2. A su vez, en el excelente ensayo de Richard Davenport-Hines, Gothic. Four Hundred Years of


Excess, Horror, Evil and Ruin (1999), elude «elegantemente» a autoras tan importantes como
Charlotte Smith, Edith Nesbit, Vernon Lee o Elizabeth Gaskell, en beneficio de un análisis histórico y
artístico que omite, de manera no menos «sutil», circunstancias socio-culturales tan determinantes
para el afianzamiento comercial y creativo de la novela gótica, a lo largo del siglo XIX, como el
hecho de que una parte muy importante de sus lectores eran, precisamente, lectoras… Aunque no
existen, por supuesto, estadísticas o estudios al respecto, en países como Inglaterra, Estados Unidos,
Alemania o Francia, las esposas e hijas de la burguesía disponían del tiempo y del dinero suficiente
para poder entregarse al placer de la lectura. A diferencia de la lectura erudita y útil de la tradición
intelectual europea, la nueva práctica tenía algo de indisciplinada, de salvaje. Estaba destinada a
excitar la imaginación de sus lectoras. Lo importante no era el tiempo dedicado a la lectura, sino la
intensidad de la experiencia emocional. Las mujeres, en concreto, leían de modo no sistemático,
disperso y no raras veces en secreto; se adaptaban a los huecos de libertad que les quedaban y
estaban condicionadas por sus estados de ánimo, oportunidades y modas del mercado. Igualmente,
las criadas y doncellas se beneficiaron de semejante situación, pudiendo compartir el hobby de sus
patronas en su tiempo libre o al finalizar su jornada laboral, de noche, gracias a los nuevos y caros
sistemas de iluminación artificial[3], y a las ediciones baratas de novelas y cuentos, como los
«Bluebooks» o los «Penny Dreadful’s».
La literatura fantástica y de terror consiguió rápidamente un puesto destacado entre los gustos
literarios de las mujeres —junto a los melodramas románticos y las novelas históricas— porque las
trasladaba a lugares exóticos y misteriosos, les hacía vivir aventuras increíbles sin correr peligro y,
además, alimentaba su fascinación por lo sobrenatural y lo macabro, oponiendo lo imposible a la
razón. O, como señala Julia Kristeva, las enfrentaba con aquellos elementos que se encuentran en el
límite de los inconscientes, nuestro lado tenebroso y primigenio no del todo reprimido u oculto[4].
Era una forma de vulnerar las rígidas estructuras patriarcales que habían delimitado sus funciones
como esposas y madres. Las historias de horror en numerosas ocasiones ilustraban, de forma
alegórica, las tensiones creadas en la búsqueda de un equilibrio entre su presunto rol social y sexual
y los espacios físicos y mentales donde debían realizarse[5]. También les sirvió para exorcizar sus
peculiares miedos y angustias, a veces marcados por su condición de mujeres, otras, muy similares a
los de los varones. Y es que el miedo, tal y como apuntaba H. P. Lovecraft, es la emoción más antigua
e intensa de la humanidad, y el más antiguo e intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido[6].
Y eso afecta por igual a hombres y mujeres.
3. La capacidad lectora de las mujeres propició en el plano íntimo y personal el desarrollo de
una nueva mentalidad, de nuevos modelos de comportamiento, que laminaron la autoridad patriarcal
tanto en el ámbito espiritual como temporal. Las mujeres que leían eran peligrosas porque
conquistaban un espacio de libertad al que sólo ellas tenían acceso, fortaleciendo un sentimiento de
autoestima que las llevó a marcarse nuevas metas[7]. Clara Reeve (1729-1807), Anna Laetitia
Barbauld (1743-1825), Eliza Parsons (1748-1811), Sophia Lee (1750-1824), Ann Julia Kemble
Hatton, más conocida como «Anne of Swansea» (1764-1848), Mary W. Shelley (1797-1851), Mary
Louisa Molesworth (1839-1921) o Elizabeth Bowen (1899-1973), entre otras muchas escritoras que
cultivaron la literatura fantástica, fueron antes lectoras que autoras, y el entusiasmo por su afición,
por su arte, les hizo desafiar todo tipo de contingencias y prohibiciones con éxito. No solamente
escribieron para otras mujeres, sino también para los varones, para todo ser humano que desea soñar,
aprender, sentir, vivir; en suma, experimentar la literatura.
Con todo, hoy en día estamos en disposición de afirmar que el género no habría podido alcanzar
la popularidad y difusión necesarias en sus inicios, a finales del siglo XVIII y todo el XIX, sin la
decisiva participación de las escritoras fantásticas. Así pues, es verdad que fueron dos hombres,
Horace Walpole (1917-1977) y Matthew Gregory Lewis (1775-1818), quienes «inventaron» la
ficción gótica gracias a El castillo de Otranto (Castle of Otranto, 1764) y El monje (The Monk,
1796), respectivamente. La primera, una novela breve, totalmente disparatada, surreal, supone una
ruptura agresiva con el racionalismo y las rígidas leyes literarias imperantes en la época, y prefigura
con contundencia el romanticismo[8], mientras que la segunda es un texto atroz, mezcla de bóvedas
góticas y lúgubres osarios, lujuria y pureza, cadáveres en descomposición y amantes apasionados[9].
Sin embargo, será una mujer, Ann Radcliffe (1764-1823), quien convertirá la novela gótica en un
fenómeno popular por mediación de títulos como Julia o Los subterráneos del castillo de Mazzini
(A Sicilian Romance, 1790), Los misterios de Udolpho (The Mysteries of Udolpho, 1794) o El
italiano o El confesionario de los penitentes negros (The Italian, 1797). Radcliffe sentó de manera
tosca, pero efectiva, las bases del género en su primera época, resumidas en tres puntos: una joven
damisela en apuros, una densa atmósfera de misterio y terror, y la constante amenaza de lo viejo
contra lo nuevo. Su habilidad para las texturas mórbidas y siniestras choca con su exasperante
racionalismo. En efecto, sus espectros resultan ser ilusiones ópticas, trucos con espejos, personajes
disfrazados, y lo inexplicable recibe una explicación lógica. Una espectacular tramoya escénica que
perfila, admirablemente, varios de los artificios que emplearán numerosos falsos espiritistas en sus
fraudulentas sesiones de «contacto» a partir de 1848. La fórmula de Ann Radcliffe se explotó, con
más o menos variaciones, hasta finales del siglo XIX, cuando la irrupción del cuento de fantasmas
denominado «realista» —Sheridan Le Fanu, M. R. James, Margaret Oliphant, Catherine Crowe—
barrerá de un plumazo algunos artificios góticos decididamente démodés. Incluso en la temprana
fecha de 1803, se publica la primera parodia literaria «seria» de la incipiente novela gótica y, en
concreto, de las obras escritas por Ann Radcliffe: se trata de La abadía de Northanger (Northanger
Abbey), escrita en 1798 por una jovencita llamada Jane Austen…

4. ¿Las mujeres escriben de modo diferente a los hombres? Delicada cuestión, y más si la
extrapolamos al ámbito de la narrativa fantástica y/o de terror[10]. Lo único cierto es que, durante
mucho tiempo, han escrito en condiciones muy diferentes. Las escritoras se han visto obligadas a
vencer los terribles prejuicios de padres, maridos, compañeros de profesión e intelectuales de
diverso calado, más allá de la estricta calidad artística de sus trabajos. Por ejemplo, el poeta alemán
Heinrich Heine (1797-1856), inquieto por el talento de Madame de Staël (1766-1817) —
revolucionaria y una de las fundadoras del movimiento romántico, autora de la novela trágica Jane
Grey (1790) y del ensayo De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions
sociales (1800)—, dijo de sus colegas femeninas: «Las mujeres que escriben tienen un ojo en el
papel y otro en el hombre (…) sus textos se caracterizan por un cierto tipo de malicioso chismorreo,
de compadreo que trasladan a la literatura»[11].
Bajo tales presiones —que suman la actitud moralista y desdeñosa de otras mujeres que no
quieren ni pueden entenderlas, víctimas de las normas sociales imperantes—, la literatura fantástica
hecha por mujeres ha sido tildada, además, con excesiva frecuencia, de suave, frente a la dureza del
trabajo desarrollado por sus colegas masculinos. Si, como hemos señalado antes, el terror afecta por
igual a hombres y mujeres, su expresión literaria únicamente variará en función de las técnicas
creativas y gustos personales de cada autor, independientemente de su sexo. Lo pavoroso, lo
inquietante, puede expresarse por medio de detalles sutiles, poéticos, livianos quizá, de una
atmósfera mágica, de una trama unilineal y simple o, por el contrario, a través de apuntes gráficos,
grotescos, artificiosos en ocasiones, de argumentos retorcidos, tortuosos, de un ambiente lúgubre y
opresivo —o incluso una combinación de ambas posibilidades estéticas—; la actitud y el lenguaje de
un personaje, la textura de la narración como organismo perturbador del equilibrio del lector, la
profundidad psicológica del relato en su conjunto… Son elementos que no tienen que ver, en muchos
casos, con la identidad sexual de los autores/las autoras. Mas urge reconocer que, si bien todos
comprendemos el lenguaje del miedo —de ahí la cohorte de admiradores (varones) que tiene, por
ejemplo, Poppy Z. Brite o Tanith Lee, o el enorme número de mujeres que leen las obras de Thomas
Ligotti o Dean R. Koontz—, la sociedad «habla» a hombres y mujeres en diferentes dialectos de ese
lenguaje[12]. Nuestros espantos más profundos, casi inconscientes, deben ser muy similares: la
expulsión del útero materno, lejos de su comodidad y seguridad, solos frente a un entorno hostil, la
sensación de indefensión, el hambre, el sueño, la inquietud que provocan sonidos extraños, luces
tenues, la oscuridad… Pero a medida que crecemos y asumimos nuestros papeles sociales como
niños/hombres, niñas/mujeres, las cosas cambian, y las causas objetivas y subjetivas que generan
pavor, también. Aun así, pervive el unheimlich primigenio en el que los objetos más familiares se
transforman bruscamente en cosas extrañas y las personas más próximas en desconocidas.

5. Los veinte relatos que conforman Venus en las tinieblas van desde la consolidación artística y
comercial de la narrativa gótica —“El espectro o Las ruinas del Priorato Belfont” (The Castle
Spectre, 1829), de Sarah Wilkinson—, hasta el afianzamiento de «el cuento de miedo realista» —“La
casa encantada” (The Haunted House, 1913), de Edith Nesbit—, nacido al calor del impresionante
desarrollo económico, científico e industrial de la Inglaterra victoriana y de los Estados Unidos, con
sus grandes revoluciones artísticas, filosóficas y sociales, marcado por la brevedad, ciertas dosis de
ironía y, fundamentalmente, verosimilitud. Éstos constituyen, de modo muy lacónico, una historia no
solamente de la literatura fantástica anglosajona del siglo XIX y primer decenio del XX —uno de sus
máximos periodos de esplendor—, sino una crónica muy precisa de su práctica a cargo de las autoras
más importantes que ha dado el género a lo largo de casi un siglo. Más que ofrecer una especie de
contrapeso, de alternativa cultural a un tipo de narrativa a menudo dominado y definido por los
hombres, Venus en las tinieblas trata de acotar estilos y tendencias, de exhibir los logros artísticos
de las mujeres dentro de la literatura fantástica como parte integral y fundamental de la misma, por
encima de cuestiones de sexo, resaltando el papel revolucionario de su labor, sus aspectos
exorcísticos, íntimos, bajo las sombras de lo escalofriante y/o asombroso.
VENUS EN LAS TINIEBLAS
Relatos de horror escritos por mujeres
Sarah Wilkinson
(1779 - 1831)

Sarah Carr Wilkinson vivió por y para la escritura, al igual que otras creadoras de su época,
como Eliza Parsons (1748-1811) —autora de una célebre novela gótica, The Castle of Wolfenbach
(1793), de popularidad equiparable a los más elogiados trabajos de Ann Radcliffe— o Charlotte
Smith (1749-1806) —quien contribuyó en grado sumo a la definición de lo «gótico» en la literatura
con obras de la enjundia de Emmeline: The Orphan of the Castle (1788)—. No obstante, a
diferencia de éstas, Wilkinson nunca saboreó el prestigio literario o el éxito económico. Su vida, en
ocasiones, parece extraída de un melodrama dickensiano, marcada por la pobreza, la soledad y la
enfermedad.
Poco sabemos sobre la infancia y adolescencia de Sarah Wilkinson, así como de su educación.
No obstante, la aparición entre 1805 y 1810 de tres libros escolares sumamente cuidados —A Visit to
a Farm-House (1805) y A Visit to London: Containing a Description of the Principal Curiosities in
the British Metropolis (1810), ambos publicados en Juvenile and School Library by McMillan,
además de The Instructive Remembrancer: Being an Abstract of the Various Rites and Ceremonies
of the Four Quarters of the Globe. For the Use of Schools (1805) de McKenzie Publishers—
sugiere que su formación cultural era lo suficientemente elevada como para ejercer de maestra o
institutriz. Intuición confirmada cuando, después de 1812, acuciada por la necesidad de dinero,
empezó a trabajar como profesora en la White Chapel Free School de Gower Walk, País de Gales.
Quizá influyó en su carrera docente el hecho de que fuese «una de las jóvenes seleccionadas por la
señora (Frances) Fielding para que leyeran a su madre, lady Charlotte Finch, cuando empezó a
mermar su vista», según una carta a la Royal Literary Foundation (10 Feb. 1824). Charlotte Finch
(1725-1813), hija de Thomas Fermor, lord de Pomfret, fue preceptora de los hijos del rey Jorge III
entre 1762 y 1792, y la relación entre Wilkinson y los Fermor se prolongó, efectivamente, toda la
vida; de ahí que varias de sus obras estén dedicadas a los miembros de esa familia.
La carrera literaria de Sarah Wilkinson empezó en 1803, al publicar algunos relatos cortos en
Tell-Tale Magazine, un semanario especializado en narrativa breve editado por Ann Lemoine,
semanario que se vendía conjuntamente con «bluebooks». Los «bluebooks» —llamados así por sus
cubiertas azules de cartoné de mala calidad— eran libros pequeños, baratos y, a menudo, no muy
bien impresos, dedicados íntegramente a lo que hoy llamaríamos literatura popular —aventuras
históricas, melodramas góticos y narraciones terroríficas—, pero eran de lectura relativamente
sencilla, tremendamente viscerales, directos, y durante las dos primeras décadas del siglo XIX
gozaron de una magnífica distribución por las Islas Británicas, distribución sustentada en una
intrincada red de vendedores ambulantes. El buen oficio de Sarah Wilkinson logró que su nombre
pronto empezara a aparecer en las portadas de los «bluebooks». Títulos como The Subterraneous
Passage; or the Gothic Cell (1803), Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St Mary (1804) y The
Water Spectre; or, An Bratach (1805) fueron algunas de las dieciséis novelas góticas que la escritora
publicó entre 1803 y 1806 bajo la tutela editorial de Ann Lemoine. Empero, Wilkinson también
colaboró con otros libreros / impresores interesados en el mismo producto: por ejemplo, John Bull;
or the Englishman’s Fire-side (1803) fue publicada por Thomas Hughes, y Monkcliffe Abbey (1805)
por Kaygill Publishers, mientras que The Ghost of Golini; or, the Malignant Relative. A Domestic
Tale (1820) lo hizo por Simon Fisher.
Los beneficios de su primera novela al margen del ámbito de los «bluebooks», The Thatched
Cottage; or, Sorrows of Eugenia, a Novel (1806), posibilitó que Sarah Wilkinson abriera una
librería en el nº 2 de Smith-Street, Westminster, cuya gestión compaginó con la actividad literaria,
publicando The Fugitive Countess; or, the Convent of St Ursula, a Romance (1807), The Child of
Mystery, a Novel (1808) y The Convent of the Grey Penitents; or, the Apostate Nun, a Romance
(1810). Un año después, en 1808, nacía su hija Amelia Scadgell, hija de un misterioso Mr. Scadgell
del que se ignora si contrajo matrimonio con la escritora —probablemente no—, aunque en esa
época firmara algunos textos como Sarah Scudgell Wilkinson. En 1811, la librería quebró, y su
propietaria se vio obligada a alquilar habitaciones en su casa para saldar deudas y criar a su hija.
Pero también este negocio resultó efímero, ya que su quebradiza salud —que ya empezó a
manifestarse durante su adolescencia— y los problemas domésticos derivados de ella —es decir,
una ineficaz prestación de servicios— ahuyentaron a sus huéspedes. De manera trágica, los
problemas de dinero y de salud empeoraron: la Royal Literary Foundation —una especie de
«sindicato» destinado a ayudar económicamente a aquellos dramaturgos, poetas, traductores,
biógrafos, periodistas o críticos que estuvieran en apuros, sin distinción de sexo, religión o ideas
políticas, y al que han pertenecido Thomas Love Peacock, James Hogg, Joseph Conrad, D. H.
Lawrence, James Joyce, Ivy Compton-Burnett, Mervyn Peake, G. K. Chesterton y Somerset
Maugham, entre otros— no atendió a sus peticiones de auxilio, hasta el extremo de que Sarah estuvo
a punto de perder la custodia de su hija en 1821. Pero la intervención del nuevo lord Pomfret, nieto
de Charlotte Finch, evitó en el último instante lo que parecía una inevitable separación. En 1824 se le
diagnosticó un cáncer de mama y fue intervenida quirúrgicamente en el Westminster Hospital con los
fondos facilitados, esta vez sí, por la Royal Literary Foundation. La escritora siguió trabajando para
sacar adelante a Amelia, pero algunos de sus últimos textos, como The Baronet Widow (1825), una
novela en tres volúmenes, sufrió graves retrasos en su publicación a causa de la crisis editorial de
los «bluebooks». Crisis que coincidió con un agravamiento del estado físico de Wilkinson, sometida
a dos operaciones más en el St. George’s Hospital. A fin de procurarse una manutención básica, la
autora se empleó como letrista para compositores de música popular, tal y como explica en otra
misiva dirigida a la Royal Literary Foundation (8 En. 1828). Su última obra literaria, The Curator’s
Son (1830), es un drama moral muy alejado de sus queridas ficciones góticas. Sola y agotada, pasó
sus últimos meses de vida en el St. Margaret’s Workhouse, Westminster. Sarah Wilkinson falleció el
19 de marzo de 1831, dejando tras de sí una vasta obra narrativa y poética, hoy prácticamente
olvidada.
The Spectre; or, The Ruins of Belfont Priory, publicado por primera vez por J. Ker Publisher, es
junto con Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St. Mary (1804) y The Water Spectre; or, An
Bratach (1805), el «bluebook» de Sarah Wilkinson que mejor ha resistido el paso del tiempo. Se
trata de una clásica historia de horror gótico según los cánones estilísticos y dramáticos de los
inicios del género, cuando sus tramas y artificios estaban en fase de desarrollo. Su argumento se
centra en las estremecedoras vivencias de una joven pareja de aristócratas, Theodore Montgomery y
Matilda Maxwell, obligados a residir en un castillo embrujado cerca de los enmohecidos restos del
priorato de Belfont —un priorato es una especie de monasterio habitado por unos pocos monjes,
erigido en el antiguo reducto de un ermitaño o anacoreta…—. Castillo, por supuesto, en el que hacen
sus apariciones dos turbadores espectros —de cuyas horribles heridas parece manar todavía
sangre…—, y que esconden un terrible secreto. Los vagos sobresaltos que provoca la noche, la
soledad, el misterio que segregan las cosas viejas, abandonadas, y el pavor concreto, profundo, de lo
sobrenatural, son tratados por la escritora con una mezcla de circunspecto respeto y fina ironía.
EL ESPECTRO
o las ruinas del priorato belfont

Durante el reinado de nuestro Enrique VIII, cuando las casas religiosas fueron suprimidas y sus
tesoros embargados por el monarca, el Priorato Belfont estaba entre aquellos que se resistieron en
vano a la orden, y que, apelando a Roma, buscaban mantener la posesión de sus dominios, que eran
extensos y generosamente dotados. Esto no sirvió para otro propósito más que para hacer caer sobre
sus cabezas la venganza de su irritado soberano: fueron obligados a buscar refugio bajo otro techo, y
gran parte del Priorato fue reducido a escombros. Las tierras que poseían del fundador de la orden
fueron vendidas, pero el edificio permaneció como una solemne ruina inadvertida por los ricos y
evitada por los pueblerinos, quienes tenían la firme creencia de que estaba encantada: ni siquiera se
podía convencer de que pasaran cerca de las ruinas después de la puesta del sol a los más valerosos
de entre todos ellos. Así permaneció hasta el reinado de Isabel, cuando ella ofreció el Priorato a
Cecil lord Burleigh, pero dado que Su Excelencia ya poseía otros terrenos magníficos, prefirió no
incurrir en el gasto de reconstruirlo para la mansión familiar.
Poco después, Theodore Montgomery dejó su país natal (Escocia) buscando en Inglaterra
protección de sus vengativos parientes. El osado joven era el heredero del conde Gowen, un noble
escocés de gran riqueza y poder. Su hijo, al casarse con Matilda Maxwell, una joven dama dotada de
excepcionales cualidades mentales y de gran belleza, pero sin fortuna, incurrió en su desagrado, al
igual que en el del resto de sus parientes, pues la familia había confiado en que se casara con la
heredera del conde de Glencoe. El desgraciado Montgomery y su amada Matilda, perseguidos con
todos los actos que la crueldad podía inventar o la malicia sugerir y cansados de ser expulsados de
todas partes, decidieron buscar refugio en Inglaterra.
Con la venta de algunas posesiones valiosas, reunieron suficiente dinero para ejecutar su plan, y
prepararon el viaje con sólo dos sirvientes de cuya fidelidad estaban seguros. Llegaron a la
metrópolis sin que tuviese lugar ningún sucedido o descubrimiento digno de mención.
Inmediatamente, Montgomery se presentó ante lord Burleigh, con cuya esposa su mujer tenía un
parentesco lejano, y le habló de su matrimonio y posteriores desgracias.
Lord Burleigh le aseguró su protección hasta que pudiese reconciliarse con su familia, le dijo que
mantendría un secreto absoluto acerca de su estancia y les habló del arruinado Priorato. Aceptaron la
propuesta alegremente y, a la mañana siguiente, comenzaron su viaje a Cornwall. El hermoso paisaje
del campo les subió el ánimo, y se sintieron felices en su exilio. Cuando llegaron a Truro
descargaron el carruaje y los carros y siguieron a pie hasta llegar al Priorato. Eran cerca de las ocho
de la noche cuando entraron en el camino que llevaba a las puertas; apenas podían distinguirse los
objetos de su alrededor entre la oscuridad que ahora los inundaba, y los altos árboles que se movían
sobre sus cabezas les insuflaron sensaciones melancólicas, que las ruinas a las que se acercaban ni
mucho menos disiparon. Theodore dirigía la marcha hacia la parte habitable, según las instrucciones
que había recibido de lord Burleigh, y pasaron por un arco de madera de aspecto antiquísimo;
llevaba a una puerta pequeña, en cuya cerradura colocó la llave que le habían dado y la abrió con
dificultad. Encendieron una mecha y tras prender las antorchas se encontraron en un gran recibidor de
ventanas pintadas y techo abovedado. Desde este lugar se abrían varias puertas y pasillos que
llevaban al interior del edificio. Tras examinarlo, averiguaron que esta parte que quedaba en pie eran
las oficinas del Priorato que no estaban anejas al resto del edificio y que habían escapado de la
devastación, dado que los saqueadores consideraron innecesario buscar tesoros en una parte
dedicada a tareas domésticas. Para su gran consuelo encontraron que aún permanecían los muebles,
aunque cubiertos de óxido y suciedad. Donald reunió tanto material como pudo y encendió fuego en
una de las salas, la que parecía más confortable que el resto, y allí se sentaron para descansar de su
fatiga y para airear la ropa de cama que pudieron encontrar. Tras cenar provisiones frías que habían
traído con ellos, decidieron reunir varios colchones en la misma habitación y así estar cerca unos de
otros. Agotados por el viaje, se quedaron dormidos nada más cerrar los ojos, y su nueva situación no
impidió su reposo. Ya era tarde a la mañana siguiente cuando despertaron sin rastro de cansancio.
Emplearon el día en acomodar su estancia y lo lograron más allá de sus expectativas: completaron
tres dormitorios, un recibidor y una cocina en un estilo pulcro aunque antiguo, y apilaron la leña en
una sombría habitación que no querían usar.
Acordaron que Donald debía ir todas las semanas al pueblo más cercano a comprar provisiones
al atardecer y volver lo más discretamente posible.
En cuanto hicieron todos los arreglos necesarios, dedicaron el tiempo a explorar las ruinas. Aún
quedaba el gran salón. Tenía veintiún metros de largo y diez de ancho y una altura de cinco metros.
En el lado norte había una escalera de unos dos metros de ancho que subía directamente hasta el
salón; el techo era abovedado y se apoyaba sobre veinte arcos que se elevaban gradualmente uno
sobre otro hasta entrar al salón. En el otro extremo de la escalera, en el lado sur de la sala, había una
chimenea de unos tres metros y medio de ancho. A cada lado de la chimenea había dos ventanas de
estilo gótico adornadas con esculturas de frutas y hojas y a cada extremo del salón había ocho pilares
triangulares colocados equidistantemente y apoyados en tres bustos. La grandeza de la arquitectura
los llenaba de deleite. Las cámaras que partían de este lugar estaban ahora a ras de suelo, o sólo
quedaban en pie partes de sus paredes. Bajaron por la noble escalera y cruzaron el patio de las
ruinas entrando en la capilla, pero sólo una parte permanecía en su estado anterior. Examinaron los
ornamentos que encontraron, y Theodore se sorprendió mucho de ver en una piedra, apenas legibles,
los títulos del conde de Gowen unidos a los de Belfont, pero el resto de la inscripción (que tenía
muchas líneas) estaba demasiado perjudicada por el paso del tiempo como para que pudiese
descifrarla. Tras mucho estudio y esfuerzos, se vio obligado con gran disgusto a abandonar la
empresa y permanecer en la ignorancia. Dejando la capilla y volviendo hacia la izquierda, llegaron a
la biblioteca. Ya habían desaparecido la mayoría de los libros y en las estanterías sólo quedaban
algunos volúmenes, pero para Theodore y Matilda ésta fue una dulce adquisición. Estaban por
retirarse cuando Blanche abrió una pequeña puerta de roble que había escapado de la atención de su
señora y, profiriendo un grito, ¡cayó desmayada! Donald corrió a ayudarla, pero al mirar hacia el
lugar que le había causado tal alarma a la muchacha, se encontró en una posición no mucho mejor que
la de la aterrada damisela. Todo su cuerpo tembló como una hoja de álamo y en los ojos se le fijó una
vidriosa mirada de horror. La bella Matilda se aferró al brazo de Theodore, buscándolo para que la
protegiese. Él la llevó gentilmente hacia las estancias habitables y, tras sentarla en un sillón, volvió
con los sirvientes, a quienes encontró en la misma postura en que los había dejado, pero para su
asombro la puerta se había cerrado sin ayuda. Ayudó a Donald a levantarse y éste, recuperando su
habitual estado mental ante la presencia de su señor, le ayudó a llevar a Blanche, aún inconsciente,
con Matilda, que vio con agrado su regreso. En cuanto los sirvientes se hubieron recuperado de su
terror, Theodore quiso que le relatasen la causa. Blanche dijo que nada más abrir la puerta una figura
alta y erguida la miró, se acercó a ella y movió una de sus manos; ¡que su rostro era de un blanco
mortal y tenía grandes y terribles ojos! Donald corroboró esta historia, añadiendo que en su mano
derecha la figura tenía una espada manchada de sangre que blandía de modo amenazante.
—¡Por piedad! —confirmó Blanche—. Es cierto, pero el miedo me ha privado de mis sentidos.
¡Oh, era un espectro terrible!
Theodore ordenó a Donald que le siguiera para escudriñar entre las ruinas y ver si el objeto de su
alarma aún permanecía. La temblorosa Blanche se arrojó de rodillas ante Theodore:
—¡Oh, mi señor! —dijo la doncella—. Le suplico que no vaya. ¡Si el fantasma os mata a vos y a
Donald, qué será de mí y de mi querida señora!
Theodore sonrió ante la torpe simplicidad de la cariñosa muchacha, pero no desistió de su
propósito y le ordenó a Donald, que permanecía parado como una estatua, que le acompañase al
salón sin mayor retraso.
Matilda se levantó de su asiento y anunció su intención de ir con ellos diciendo que su temor por
el bienestar de su esposo no le permitiría permanecer allí.
Tras varias cariñosas protestas, su amado marido accedió a su petición y Blanche, avergonzada
de parecer menos heroica que su señora, se unió a la partida y se dirigieron hacia la biblioteca.
Donald exclamaba durante todo el trayecto que antes preferiría enfrentarse a un regimiento de
franceses que a un espectro:
—Nunca he sido un cobarde —dijo el hombre (y decía la verdad, pues había mostrado su valor
en varias ocasiones)—, pero odio a estos seres sobrenaturales.
—Calla, mentecato —le dijo Theodore mientras se aproximaban a la puerta de roble que él
mismo abrió, mientras su dama y los sirvientes dieron un respingo provocado por sus aprensiones,
que estaban llegando a su punto más álgido. Nada apareció, y todo estaba silencioso como una tumba.
El grupo entró y procedieron a investigar los muebles, que parecían más antiguos que los otros
que habían encontrado en el Priorato. Colgaban del techo ricos tapices bordeados de preciosas
cadenetas de flores donde se describían exquisitamente varios paisajes de carácter histórico y las
sillas habían sido construidas para armonizar con el conjunto, pero las mesas eran de una hermosa
madera tallada de curiosas formas. A un extremo había un gran armario de ébano que Theodore
abrió; se le heló la sangre con horror ante la espantosa escena que se le presentó: ¡había colgados no
menos de tres cuerpos humanos descompuestos! Al fondo del armario había un puñal con mango de
oro macizo con varios caracteres en relieve. Por el aspecto de la hoja no tuvo duda de que era el
arma con la que se habían cometido los asesinatos.
Los muertos, según los restos de sus ropas que no habían sido consumidas por la todopoderosa
mano del tiempo, parecían ser de alto rango. Había un caballero, una dama y un muchacho,
aparentemente de unos siete años de edad. Los asesinos no parecían ser de aquellos para quienes el
pillaje era su objetivo principal, pues en los cadáveres permanecían varios ornamentos de
considerable valor. El más llamativo era una cruz de diamantes suspendida de una cadena de oro del
pecho de la dama. Tras buscar unos instantes no vieron nada que pudiese solucionar el misterio de
quién era el asesino y regresaron a sus habitaciones abrumados por el horror. El espantoso
descubrimiento hizo que el refugio que les había parecido tan confortable se tornase odioso e
inquietase su descanso, pero la necesidad los obligó a permanecer allí.
Una noche, cuando Donald había acompañado a su señor al pueblo de al lado para comprar
algunos víveres, quedaron fascinados con las diferentes conversaciones que habían oído sobre el
Priorato encantado: se habían visto luces y figuras de hombres y mujeres caminando entre las ruinas,
todo lo cual se juzgaba como sobrenatural, y todos los relatos habían sido grandemente exagerados.
Algunos afirmaban que los fantasmas no tenían cabeza y otros que había más de una docena en una
fiesta espectral. Theodore le preguntó a uno, que parecía el más locuaz, qué razón se daba para la
reaparición de aquellos quienes por las leyes divinas y naturales debían descansar en su silencioso
sepulcro. El hombre (que resultó ser el notario del pueblo) le informó de que el Priorato no había
sido construido hasta el reinado de Eduardo IV en el año 1463 por Roben, conde de Belfont, un
poderoso hombre que gozaba del favor del monarca y de quien era fiel súbdito, vigilante en su causa
contra la casa de Lancaster y que había sido uno de los principales valedores para arrebatarle al
desgraciado Enrique VI la dignidad real. El edificio había sido construido cumpliendo un voto que
había hecho en el campo de batalla. Juró construirlo si Dios le concedía la victoria sobre los
enemigos de su soberano. Esta victoria resultó decisiva a favor de la dinastía de York y el conde
cumplió su promesa religiosa. Fue muy generoso, y el edificio debía convertirse en la estructura
religiosa más hermosa de todo el reino. El conde vivió hasta muy avanzada edad, pero en el momento
en que el vil duque de Gloucester subió al trono, se retiró del asqueado mundo y se hizo hermano del
Priorato de Belfont.
Allí vivió siguiendo con el mayor rigor las reglas prescritas hasta el fallecimiento de Hugh de
Burgh, el Prior, y fue elegido el nuevo Prior por consenso universal. Su muerte fue fuente de gran
desconsuelo para sus hermanos. Su hijo heredó el título. Era el peor de los tiranos: arrogante, cruel y
vengativo. Se casó con lady Margaret, hija del conde de Gowen (Theodore no pudo evitar
sobresaltarse). La dama expiró al dar a luz a su primera hija, que recibió el nombre de Avisa. El
conde estaba disgustado por no tener un heredero masculino de sus títulos y hacienda, y lamentaba
más esa circunstancia que la pérdida de su encantadora esposa. Contrajo segundas nupcias unos
meses después del fatal suceso y no tuvo descendientes. El conde y la condesa vivieron una vida
desdichada y ella murió unos años antes que su esposo, no sin que se sospechara que le dieron a
beber vino envenenado.
La adorable Avisa se crió muy desatendida por su padre, y mucho antes de la muerte de éste se
retiró a un convento en Sheen, donde permaneció hasta su trigésimo cumpleaños. El conde, informado
por sus médicos de que no le quedaban muchas horas de vida, nombró a un sobrino de su primera
esposa Margaret como su heredero si se casaba con Avisa y se podía conseguir de Roma una
dispensa para anular los votos de la muchacha. Así se hizo, pero ni el joven conde de Gowen ni
Avisa veían el matrimonio con buenos ojos. Ambos eran hermosos y agradables, pero no sentían nada
el uno por el otro. El conde había fijado sus afectos en otra parte, pero no podía heredar sin cumplir
con la voluntad de su difunto tío, de modo que prefirió rechazar su amor y casarse con la heredera.
Vivieron cerca de siete de años en completa armonía. Dado que el conde poseía una mente noble y
elevada, y detestaba comportarse mal con la agradable condesa, luchó por olvidar a su primer amor y
le prestaba a Avisa grandísima atención, que ella pagaba cumpliendo su deber y complaciéndolo.
Más o menos durante este tiempo, Gowen alojó en su castillo a sir Leopold de Courcy, que había
llegado inesperadamente de Alemania. Al entrar en la sala donde Avisa estaba sentada tejiendo un
tapiz con sus doncellas, ella levantó la vista y, al ver al apuesto caballero, se cayó de su asiento y se
desmayó. El conde estaba sorprendidísimo, pero la dama atribuyó su emoción a una repentina y
violenta indisposición. Él quedó satisfecho y ella se retiró a sus aposentos.
Tras un rato conversando de diferentes asuntos, la alarma de la condesa ante la entrada de su
amigo volvió al recuerdo del aún descreído marido.
—Decidme, sir Leopold —dijo el conde—, ¿alguna vez habíais visitado al fallecido conde de
Belfont la última vez que honrasteis nuestra patria con vuestra presencia?
El caballero respondió afirmativamente:
—¿Quizá —dijo su amigo— conocisteis entonces a lady Avisa, su hija?
Sir Leopold replicó que, por lo que recordaba, nunca la había visto.
—Pero ¿por qué lo preguntáis? —continuó el caballero.
—Por nada en particular —dijo el conde, dudando—. Se me ocurrió que vos y mi dama ya os
conocíais de antes.
La llegada de la cena interrumpió su conversación. Uno de los sirvientes comunicó que la
condesa estaba demasiado indispuesta para acompañarlos a la mesa y, habiendo llegado el resto de
los comensales, empezaron a dar cuenta de una suntuosa cena. Ese mismo día el Priorato de Belfont
fue destruido por un edicto de Su Majestad, cuando sólo había permanecido en pie setenta y cuatro
años. El conde, que era un reformista apasionado, oyó las noticias sin lamentarlo en absoluto:
además, para su gran consuelo, ahora estaría exento de pagar las grandes sumas que le cobraban
anualmente según el testamento de Robert, el fundador del Priorato. Pero el caso era muy distinto
para lady Gowen. Ella veneraba ésta y todas las casas religiosas, y durante un tiempo estuvo
inconsolable. Aún quedaban en pie las oficinas del Priorato, el salón principal y una habitación
grande que había sido el aposento del superior, y el lord apeló al rey para que le permitiese
conservarlas como residencia para la temporada de caza. Obtuvo el permiso, pues los Gowen
siempre habían gozado del favor de los Enriques por su estricta adherencia a la familia Lancaster.
Pero el destino había dispuesto que el conde nunca disfrutase del privilegio obtenido: en menos de
tres meses tras la llegada de Leopold, Gowen se vio obligado a asistir a la boda de su monarca con
Ann de Cleves. Invitado una noche a un espléndido banquete durante su estancia en la Corte, hacia el
final de la cena los caballeros estaban algo ebrios de brindar a la salud de Sus Majestades. Lord
Weston comenzó a tomarle el pelo al conde amistosamente a cuenta de que estuviese alojando a quien
había sido amante de su esposa. Al día siguiente, lord Gowen le preguntó al noble, declarando que
ignoraba a qué se había referido la noche anterior y que deseaba una explicación, que lord Weston le
dio de la siguiente manera: durante cierto tiempo, sir Leopold de Courcy había dedicado sus
atenciones a la heredera de Belfont, pero el conde se negó a dar su consentimiento diciendo que él
tenía otros planes para su hija y pidiéndole al caballero que dejase de visitarla. Esto les causó un
gran desconsuelo a Leopold y a Avisa, pero continuaron viéndose en secreto en la casa de la nodriza
de la dama durante un tiempo, hasta que uno de los pastores informó a lord Belfont del asunto. Avisa
fue encerrada en sus aposentos y poco después enviada al convento de Sheen. Sir Leopold vio
frustrados todos sus intentos por recuperar a su amante y se retiró a su país, donde pronto conoció a
una viuda rica con la que se desposó. Aquí el conde de Gowen le interrumpió diciendo que conocía
bien a la dama y que había conocido por primera vez a sir Leopold durante la celebración de su
matrimonio en el Spa; y a esto añadió que el motivo del regreso del caballero a Inglaterra se debía a
que deseaba aliviar su dolor tras la muerte de lady de Courcy. Lord Weston continuó su conversación
diciéndole al conde que lady Avisa sólo estaba alojada en el convento, sin tomar los votos, pero que
al recibir la noticia de la boda de Leopold insistió en tomar el hábito, lo que hizo ignorando
completamente las órdenes en contra de Belfont, quien estaba tan exasperado por la conducta de su
hija que nunca fue a visitarla al convento los muchos años que ella sobrevivió a este estado de cosas.
—Pero nunca oí —dijo lord Weston— que se sospechase nada ilícito entre los amantes, y espero
que ahora sus actos estén dictados por el honor y la rectitud.
Se separaron los nobles, y el conde de Gowen volvió a su alojamiento con el estado de ánimo
más desdichado que concebirse pueda.
—Pero quizá sea necesario informarles —dijo el notario— de que lord Weston era pariente de la
segunda esposa del conde fallecido y estaba mejor enterado de los asuntos de la familia que el
sobrino conde Gowen, que había residido en Escocia hasta su matrimonio con Avisa.
A estas alturas Theodore y su acompañante habían llegado a los límites del pueblo, la noche se
acercaba y alargar su estancia resultaría peligroso para sí mismos e inquietante para lady Matilda,
quien sin duda se alarmaría por el inusual retraso. Por lo tanto, le dijo al notario que estaba ansioso
por llegar a su morada, que quedaba en un pueblo distante, pero que le había interesado tanto la
historia que había sido tan gentil de relatarle que le complacería volver a verle en la posada para
escuchar el resto en el momento que le conviniese. El notario mencionó la noche del día siguiente, y
partieron.
Theodore y Donald recorrieron la mayor parte de su camino a través del bosque hasta que
llegaron al Priorato, donde lady Matilda y su fiel Blanche los recibieron con placer y Theodore les
relató lo que el notario acababa de contarle.
—Ahora entiendo —dijo él— el motivo de la tumba de la capilla con los nombres y los escudos
de armas de las familias de Belfont y Gowen. Aunque estaban tan íntimamente ligadas por dos
matrimonios, las terribles escenas que sin duda ocurrieron evitaron que mi padre mencionase ese
parentesco, y yo noté a menudo que no le gustaba hablar de sus ancestros.
A la noche siguiente Theodore reapareció en la posada y vio que el notario había cumplido su
palabra y retomaba el hilo de su narración del siguiente modo:
Tan pronto como pudo retirarse decorosamente de la corte, volvió al Castillo Belfont, que estaba
situado a varios kilómetros del Priorato, en el pueblo de Launceston. En su viaje ponderó cómo
debía actuar en consecuencia de las nuevas que había oído. Negarle a sir Leopold que continuase su
visita en el castillo sin explicar las razones parecería quebrantar su deber de hospitalidad. Estaba
seguro de que las intenciones del caballero no eran honorables, o no habría negado que conociera a
lady Gowen. Pero disculpaba a Avisa de tener conocimiento de la llegada de sir Leopold, y decidió
desafiarlo a combate singular y borrar el manchón que había sufrido su honor. El conde viajaba a tal
velocidad que llegó al castillo mucho antes de lo que lo esperaban sus habitantes, quienes parecieron
agitados y sorprendidos. El conde saltó de su orgulloso semental y pronto inquirió a los sirvientes la
causa de la consternación tan visible en su comportamiento, pero no pudo obtener una respuesta
satisfactoria. Se dirigía a los aposentos de su dama cuando el mozo de cámara, dubitativo, le informó
de que lady Gowen había salido del castillo la noche anterior en compañía de sir Leopold y el joven
lord Montgomery con sólo dos sirvientes que pertenecían al caballero. Al salir le dijeron que se
dirigían a ver las minas. Cuando vio que era de noche y que no habían vuelto, se intranquilizó y,
acompañado de varios sirvientes, partió en busca de ellos temeroso de que hubiese tenido lugar un
terrible accidente. Pero su búsqueda fue en vano y, aunque estaba seguro de que no habían ido a las
minas, no supo de su paradero.
El conde se entregó a los más violentos paroxismos de ira, jurando venganza contra su pérfida
esposa y su falso amigo. Despachó a sus vasallos por todos los caminos que se le ocurrieron,
montados en veloces corceles para darles alcance, pero todos sus intentos resultaron infructuosos y
le desesperaron.
Amargamente se reprochaba haberse casado con lady Avisa y haber abandonado a lady Julia
Malcolm, el verdadero objeto de sus afectos y a quien numerosas veces le había hecho las más
solemnes declaraciones de amor. Consideró sus desgracias como una penitencia de los cielos como
justo castigo por su perjurio y maldecía la herencia Belfont por ser el medio de su caída.
Pasaron algunas semanas y nada se sabía de los fugitivos hasta que Roland, uno de los cazadores
del conde, trajo sorprendentes noticias: contó que siguiendo a un gamo, el azar le había llevado cerca
del Priorato, justo cuando comenzaba una violenta granizada. Estaba solo y, aunque deseaba
refugiarse de las inclemencias del tiempo, no le convencía la idea de meterse en las ruinas, ya que se
comentaba entre los habitantes del pueblo que desde que el edificio fuese demolido se veía al
fantasma del fundador vagando entre ellas. Pero la tormenta continuaba cayendo con tal violencia que
no le quedó otra opción y se cobijó bajo un gran pórtico. No llevaba mucho tiempo así guarecido
cuando oyó las voces de varias personas conversando a cierta distancia. Esto le sobresaltó, pero se
le ocurrió que podían ser viajeros que, como él, habían buscado refugio de la tormenta y se decidió a
ir en su encuentro para poder unirse a su grupo. Desmontó de su caballo y, atándolo a la estatua que
quedaba en la pared, escuchó atentamente de dónde procedía el sonido y subió por la escalera noble.
Al entrar al salón le pareció que las personas estaban en una habitación cercana. Roland recordaba
que se habían llevado muebles del castillo para que la sala fuese apropiada para que su señor
recibiese a sus visitantes durante la temporada de caza y pensó que ésa era la razón por la que los
viajeros habrían elegido esa sala que con exquisito gusto había decorado lady Avisa. Estaba a punto
de entrar por la puerta cuando, para su gran horror y sorpresa, se dio cuenta de que una de las
personas era sir Leopold de Courcy. Reuniendo valor, miró por una rendija de la puerta y vio al
caballero, a lady Gowen y a su hijo con los dos sirvientes. Por su conversación, comprendió que se
habían ocultado allí desde que dejaron el Priorato Belfont, pero que aquella noche tenían intención
de comenzar su viaje. Pensaban partir a la medianoche y habían preparado un disfraz de hombre para
la señora, que llevaría hasta su llegada a Alemania. No sin dificultad, el hombre pudo salir sin ser
visto, pues sir Leopold entró en la sala en el momento en que Roland llegaba a las escaleras. Montó
en su caballo y tuvo que huir precipitadamente, pues no dudaba de que lo asesinarían si lo
encontraban en aquel lugar. El conde recompensó al cazador por su fidelidad y le ordenó que
mantuviera el asunto en secreto. Alrededor de las nueve de la noche el conde Gowen salió
discretamente del castillo y se dirigió hacia el arruinado Priorato. Llegó allí justo cuando el reloj del
pueblo vecino daba las once. Entró cautelosamente al salón, la puerta de la habitación interior estaba
abierta y pudo ver perfectamente a su dama y al caballero traidor: éste la estaba convenciendo para
que se vistiese el disfraz que le había conseguido, a lo que ella parecía acceder con reluctancia,
diciéndole con aire afectuosísimo que sacrificaría su vida por él.
Sir Leopold la abrazó y le dijo que se acercaba la hora que esperaba que los rescatase de su
molesto escondite y del miedo de ser sorprendidos por sus enemigos. Lady Gowen le respondió con
tanto afecto que el conde ya no pudo contener sus ansias de venganza. Se abalanzó en la habitación y
hundió un puñal en su pecho. La sorpresa había paralizado el brazo de sir Leopold, pero,
recuperándose de su estupor, desenvainó la espada y atacó furiosamente al desdichado esposo. Falló,
y recibió una herida mortal del arma del conde, aún manchada de la sangre de su amante.
Sir Leopold se tambaleó unos pasos y, exclamando que no caería sin ser vengado, atravesó con su
espada el corazón del niño, lord Montgomery, que estaba dormido en un asiento vestido para el viaje.
No pronunció una sola palabra, sino que al instante su alma pura abandonó su alojamiento terrenal y
voló a los reinos de la felicidad. El conde cayó casi en estado de locura: su venganza le había
costado un alto precio, pues amaba muchísimo a su hijo y había contemplado el golpe fatal con un
horror que desafía toda descripción. Puso a la desdichada víctima en un armario de roble y, cerrando
la puerta, huyó frenéticamente de la escena de muerte. Volvió a su castillo sin incidentes, aunque al
cruzar uno de los patios oyó cascos de caballos en el camino que llevaba al Priorato. Recordó qué
propósito llevaban, y por un momento deseó no haber evitado la huida. La agonía del dolor y los más
desgarradores sentimientos por la pérdida de su amado hijo pronto le afectaron al cerebro y se
convirtió en un maníaco afligido. En ese estado continuó cerca de tres años durante los cuales
murmuraba las expresiones más aterradoras. Roland era el único de sus sirvientes que entendía sus
delirios sobre asesinatos, pero mantuvo para sí el fatal secreto.
Alrededor de una semana antes de su muerte, el desdichado conde recuperó el sentido y pidió un
sacerdote para hacer una confesión pública. El caso fue comunicado al rey de inmediato, quien
ordenó que se le prestase a Gowen toda atención considerando las desgraciadas y lamentables
circunstancias del asunto y le concedió el perdón total en caso de que alguna vez recuperase la salud.
Pero la corona embargó los bienes de la familia Belfont, aunque no interfirió con los de los Gowen.
El conde vivió lo justo para recibir el perdón, hizo una petición al Cielo y expiró. Fue enterrado
entre las ruinas de la capilla del Priorato por su expreso deseo. Su hermano Adolphus heredó sus
bienes en Escocia. Desconozco la causa, pero el monarca ordenó que los cuerpos de los asesinados
no fuesen enterrados y a menudo se ve a sus espíritus rondar por el lugar. Así terminó el notario su
triste historia, expresando el deseo de que hubiesen permitido llevar a cabo los ritos funerarios. Tras
los saludos mutuos de rigor, partieron, y Theodore pensó en los terribles acontecimientos y
sinceramente deploró el destino de sus ancestros.
El pequeño círculo que componía su familia estaba sentado alrededor de un animado fuego,
escuchando atentamente el relato de Theodore de lo que le había contado el notario. Matilda se
estremeció ante la horrorosa historia, mientras que a los dos sirvientes se les puso el vello de punta.
Acercaron sus sillas a las de sus señores y mostraron todos los síntomas de estar aterrados. Acabó
Theodore de concluir su relato y le dijo a Donald que sacase una botella de vino del baúl, pues un
buen vaso podría levantarles el ánimo y dispersar la sombra que se cernía sobre sus rostros. Donald
se disponía a obedecer la orden de su señor cuando la puerta de su habitación, que siempre cerraban
con cuidado por dentro en cuanto estaban todos, se abrió de repente, chirrió sobre sus goznes y se
volvió a cerrar violentamente. Esto se repitió tres veces y luego todo se quedó en silencio como
antes. Theodore fue el primero en recuperarse del susto y la confusión en que los había sumido el
suceso y se dedicó a calmar sus aprensiones asegurándoles que se les había olvidado echar el
cerrojo y que el viento había abierto la puerta. Se adelantó para examinar la puerta, convencido de
que encontraría los cerrojos sin echar, pero se quedó paralizado al contemplar que estaban totalmente
cerrados como de costumbre. Un grandísimo terror se apoderó de todos los infelices fugitivos. Lady
Matilda declaró que prefería mendigar pan que permanecer en un lugar tan terrorífico. Pasaron la
noche entre tremendos miedos, escuchando cada sonido con profunda inquietud, pero no ocurrió nada
más que los inquietase. Se levantaron temprano a la mañana siguiente, agotados y enfermos por falta
de descanso y decidieron buscar un refugio más acogedor sin pérdida de tiempo. Durante todo el día
llovió a mares, lo que les impidió a Theodore y a su sirviente llevar a cabo la búsqueda que
pretendían.
No les fue posible salir del Priorato debido al clima desfavorable y, para calmar las aprensiones
de Matilda, Theodore decidió enterrar los restos de las víctimas culpables y del niño inocente con la
ayuda de Donald en uno de los pasillos de la derruida capilla. Envió a su sirviente a por un pico y
una pala y, metiendo los restos en un viejo baúl, llevaron a cabo las exequias de los muertos.
Theodore se esforzó por convencer a su dama y a los sirvientes de que pasaran algún tiempo más
en su actual morada con la esperanza de que ahora que el terrible espectáculo estaba enterrado,
debían poder descansar en paz. Tras discutirlo, accedieron a su proposición y se prepararon para
armarse de valor.
La luna brillaba con fulgor resplandeciente y la noche era inusualmente cálida para la estación.
Theodore y Matilda paseaban a menudo por el lugar mientras sus fíeles sirvientes, que sentían un
sincero afecto el uno por el otro, los seguían a cierta distancia. En uno de esos paseos nocturnos se
alejaron insensatamente de su morada y las campanadas del reloj del pueblo les advirtieron de que
había llegado la muy temida medianoche, por lo que volvieron hacia el Priorato con toda la ligereza
que pudieron. Acababan de llegar a las ruinas cuando el espectro que habían visto Donald y Blanche,
la primera vez que entraron en el salón, se cruzó en su camino, profirió un sombrío gemido y, tras
observar a la partida con una mirada escrutadora, desapareció de su vista. Continuaron andando
lentamente sin decir una sola palabra, tan grande era su miedo, un miedo que se acrecentó cuando al
subir por las escaleras que llevaban a la habitación donde habitualmente residían, la misma figura les
impidió el paso interponiéndose en el estrecho pasaje. Theodore se deshizo del abrazo de la aterrada
Matilda y, avanzando osadamente hacia el espectro utilizando todas las imprecaciones sagradas, lo
conjuró a que relatase el motivo de su irrupción del mundo de los muertos y hechizar aquella morada
del horror. El espectro, con una voz solemne, le ordenó que le siguiese y bajó por la escalera de
caracol mientras Theodore le siguió con asombrado silencio aunque dispuesto a obedecerlo y
desentrañar, si era posible, el terrible misterio. Su fantasmal guía le llevó por una estrecha escalera
mientras una llama azul proyectaba una tenue luz en los objetos que los rodeaban. Al final de la
bajada entraron en una espaciosa cripta. En medio de la sala había una amplia piedra cuadrada donde
se detuvo el espectro y se dirigió al joven:
—¡Observa, heredero de Gowen, el errante espíritu de Robert, señor de todos los ricos dominios
de Belfont, cuyos actos de benevolencia le ganaron el cariño de sus vasallos, pero sabe que era un
asesino!
Theodore profirió un profundo suspiro y el espectro continuó.
—Mi hermano mayor era un noble joven. Nos teníamos el más profundo afecto el uno al otro y no
nos ocultábamos ningún sentimiento; todo era sinceridad y amor fraternal. Acababa yo de cumplir los
dieciocho años cuando, desgraciadamente, caí locamente enamorado de la hermosa Elizabeth,
sobrina del duque de Somerset y quien, sin yo saberlo, se había comprometido previamente con mi
hermano. Pronto le declaré mi afecto, que ella rechazó. Poco después supe que la causa de su rechazo
era que prefería a mi hermano. Desde aquel momento, los celos, un odio mortal y la venganza
tomaron posesión de mi alma. Contraté a cuatro rufianes que lo emboscaron en un sendero privado.
Se resistió valientemente, pero cayó cubierto de heridas. Cavaron un hoyo profundo y ocultaron el
cruel acto de los ojos de los mortales. Nunca se descubrió el miserable asesinato, y yo se lo oculté
incluso a mi confesor. Pero en la conciencia me pesaba el pecado y me atormentaba. Algunos años
después conseguí la mano de Elizabeth, quien cedió reticentemente a los deseos del duque, ansioso
por una unión con nuestra familia. El Cielo no le podía ser propicio a un matrimonio fundado en
sangre. Elizabeth murió en el segundo año de nuestro matrimonio al dar a luz a mi hijo. ¿Acaso los
anales de mi familia no están manchados de asesinatos, deshonor y los actos más horrendos? En ti,
noble Theodore, reviven las virtudes de mi hermano. ¡Mueve esta piedra, cava algunos metros y
encontrarás el esqueleto del desdichado Edward! Hazle los honores funerarios, que se digan misas
por el descanso de mi alma y así mi perturbado espíritu conocerá el reposo que durante tanto tiempo
se le ha negado. Cumpliendo mi voto durante la guerra, erigí este Priorato y elegí el lugar donde se
había cometido el asesinato con la esperanza de expiar mi falta… ¡un maldito fratricidio!
Aquí se desvaneció el conde Robert entre los más terroríficos gemidos y la llama azul se apagó
gradualmente. Theodore quedó en total oscuridad, palpando las paredes con la esperanza de
encontrar el pasaje por el que el espectro le había guiado hasta la profunda cripta, pero sus esfuerzos
fueron en balde: en vano dio grandes voces, sólo le respondía el eco que rebotaba desde el techo y
ya empezaba a sentir las más terroríficas aprensiones acerca de su destino cuando una helada
frialdad le agarró la mano y este agente invisible le guió o más bien tiró de él con fuerza durante una
distancia considerable, hasta que el joven notó que se encontraba en el estrecho pasaje por el que
había entrado a la cripta. Esta circunstancia le levantó el alicaído ánimo y pensó que el mismo
espectro le guiaba, aunque oculto de su vista y sintió una confianza total en su guía. Ahora sus pies
tropezaban con la escalera de caracol y para su gran alegría descubrió que estaba cerca de su propia
habitación y de su amada Matilda, cuya angustia ante su ausencia bien sabía que habría sido
dolorosísima. La fría mano le soltó y una voz doliente exclamó:
—No puedo ir más allá, éste es el último paso de mis límites; continúa y que todos los ángeles te
guarden.
El tono era muy distinto al del conde Robert. Theodore estaba asombrado. Ahora una gran luz
blanca brillaba tras él. Se giró, y vio una visión que lo llenó de piedad y horror al mismo tiempo: ¡el
fantasma del asesinado Edward (pues sin duda tal era) estaba en pie a cierta distancia! Tenía el
cuerpo cubierto de heridas y un gran corte en la frente, del cual aún brotaba sangre copiosamente.
Montgomery tenía los ojos clavados en esta visión y con un débil suspiro exclamó:
—¡Theodore! Eres la única esperanza que les queda a dos nobles familias, cumple la petición de
mi asesino, el acto te recompensará grandemente.
Theodore se vio obligado a detenerse unos momentos para recuperarse de la sorpresa y se
apresuró a llegar a su habitación. Los dos sirvientes se esforzaban por ocultar sus propios miedos y
confortar a su afligida señora, aunque en vano, pues el dolor había tomado posesión de su alma y
declaraba que había perdido para siempre a su Theodore. En ese instante, él apareció y
cariñosamente tomó sus manos entre las suyas. Abrumada por la agradable sorpresa, se desmayó,
mientras Donald y Blanche se arrodillaban y le daban las gracias al cielo con fervor por el regreso
de su señor sano y salvo. En cuanto lady Matilda recuperó el conocimiento y el grupo recuperó la
serenidad, Theodore respondió a sus vehementes preguntas y les narró todos los detalles que habían
tenido lugar durante su dolorosa ausencia. Concluyó su relato con el deseo de llevar a cabo las
instrucciones que había recibido de los desdichados espectros, pero temía acarrear con ello su ruina,
pues dar ese paso significaba necesariamente descubrirle a su cruel y despiadado padre dónde
habían buscado refugiarse por miedo a su poder y éste podría buscar algún modo de arrancarle del
lado de su amada Matilda, cuya situación exigía ahora más ternura que nunca.
Matilda le rogó que no permitiese que su preocupación por ella, aunque justa, le impidiese llevar
a cabo un acto que el cielo aprobaría y, a su tiempo, recompensaría.
—Por favor, mi señor —dijo el torpe Donald con una simplicidad que le arrancó una sonrisa a
Theodore—, ¡por favor, mi señor, enterrad al fantasma o puede que busque venganza y os haga
pedazos!
Tras varias disquisiciones al respecto, acordaron que no debían dar ningún paso importante sin el
consentimiento de lord Burleigh y decidieron hablarle del asunto. Theodore se levantó temprano a la
mañana siguiente y, disfrazándose de la guisa con la que había viajado, se despidió cariñosamente de
Matilda, montó sobre su caballo y cabalgó hacia Launceston ayudado por Donald. Allí consiguió un
vehículo apropiado que le llevase a la metrópolis y envió a su fiel sirviente de regreso al Priorato,
dándole instrucciones estrictas de que cuidase de su dama y de Blanche durante su ausencia, que
haría tan corta como fuese posible.
Llegó a la residencia de lord Burleigh sin que le ocurriese por el camino ningún incidente digno
de mención. Fue recibido por el noble con muestras amistosas, pero nada pudo igualar la sorpresa de
Cecil cuando le informó del motivo de su visita. No desconocía el asesinato de sir Leopold de
Courcy y de la condesa de Gowen, pero el resto lo ignoraba, y admiró los caminos inescrutables de
la Providencia para traer a la luz el asesinato.
—Ahora tengo —dijo el conde— una gran sorpresa para ti, tan grande como la que tú me has
comunicado. Permíteme que te felicite por tu acceso a la riqueza, esplendor y un título.
—Explicaos, mi señor —dijo el aturdido Theodore.
Lord Burleigh le dijo que esa mañana había recibido la noticia del fallecimiento del conde de
Gowen, quien había expresado antes de su muerte el más sincero arrepentimiento por el maltrato que
le había dado a su hijo y a su encantadora dama, a quien había escrito una carta de su propio puño y
letra rogándole que no odiase su memoria.
—Conozco tan bien las virtudes de tu Matilda —añadió lord Burleigh—, que estoy seguro de que
borrará de su pecho todo resentimiento. Tu padre te ha dejado todo lo que poseía, aunque yo tampoco
he estado ocioso. Le he implorado en tu favor a nuestra amada reina y ha ratificado mi concesión de
todas las tierras del Priorato y el castillo de Belfont a tu dama, y lo considero un regalo de mi
soberana. Tomaste a Matilda renunciando a la rica heredera de Glencoe. Habéis soportado la
pobreza y la desgracia por vuestro amor y ahora sois recompensados. Nunca quise que una parte de
nuestra familia quedase sin herencia, pero decidí ocultar mis intenciones y poner a prueba vuestras
virtudes y sentimientos. Han excedido mis mayores esperanzas, y ved en mí a un sincero amigo que
os ama como a sus propios hijos. Aquí tienes los títulos de los bienes, tuyos son, y en cuanto a la
visita sobrenatural que has recibido, eres libre para actuar como tus deseos te guíen.
Theodore no tardó en expresar su gratitud. En cuanto fue a la corte y presentó sus respetos a su
soberana, regresó a Cornwall.
Matilda no pudo reprimir las lágrimas cuando le informó de la muerte del conde y del cambio de
sus sentimientos hacia ella, y lamentó sinceramente que no hubiese sobrevivido para que los volviese
a ver y les diese su bendición. Estas cariñosas palabras enternecieron a su esposo, que también
lamentaba como ella la muerte del conde, a quien idolatraba a pesar del cruel tratamiento que había
recibido de él. E incluso aquello quedó olvidado cuando supo del amor que había expresado por él
antes de exhalar su último suspiro.
El notario fue la primera persona a la que Theodore reveló su rango. Al anciano se le erizó el
pelo de terror cuando le habló de los espectros que se le habían aparecido al conde, y Theodore se
vio obligado a hacer uso de toda su elocuencia para persuadirlo de que volviese con él al Priorato.
Al fin accedió y acompañó al conde, disculpándose efusivamente por la familiaridad con que antes le
había tratado.
—Continúa así, te lo ruego —dijo Theodore—, la sinceridad es lo que más estimo.
Donald había conseguido dos hombres y con la ayuda de antorchas descendieron por la escalera
de caracol llegando a la cripta por el mismo camino que el espectro le había mostrado a Theodore.
El conde los llevó hasta la piedra, la movieron y cavaron hasta cierta profundidad antes de llegar
hasta el objeto de su búsqueda. El esqueleto estaba muy corrompido, pero la cabeza estaba en
perfecto estado. El conde la examinó concienzudamente y pudo percibir claramente que tenía una
herida profunda en la frente que correspondía al segundo espectro que había visto.
Cuidadosamente colocaron los restos en un ataúd que habían llevado con ellos y, mientras
llevaban a cabo esta tarea, oyeron la música más dulce y solemne, lo que les demostró cuánto
complacía este servicio a los espíritus errantes.
Al día siguiente tuvo lugar el funeral en Launceston con gran pompa y magnificencia, y se erigió
un monumento en la iglesia de Launceston a la memoria de lord Edward sobre el que se grabó la
melancólica historia de los dos hermanos.
Theodore, al despejar las ruinas del Priorato, descubrió un cofre de hierro que contenía una
cantidad inmensa de oro y joyas. Dentro había un pergamino que lo declaraba propiedad de Hugh de
Burgh, el primer Prior de la casa, quien al renunciar al mundo, ofendido por sus familiares, enterró el
tesoro y lo dejó para quien fuese tan afortunado de descubrirlo. Así, por un singular capricho del
Prior, Theodore se hizo con la posesión de un valioso tesoro, que dedicó a propósitos caritativos.
Construyó una noble mansión en el lugar del Priorato Belfont donde residía varios meses al año y
nunca sufrió el más mínimo incomodo por parte de visitantes sobrenaturales. Todo fue paz y
tranquilidad, y los desgraciados espíritus dejaron de vagar e inquietar el reposo de los mortales.
Theodore y Matilda fueron bendecidos con una descendencia encantadora y obediente. Sus
arrendatarios y sirvientes los adoraban y vivieron respetados y felices hasta edad provecta. Murieron
con pocos días de diferencia e incluso ese corto espacio de tiempo le resultó doloroso a quien había
sobrevivido.
Donald y Blanche se casaron poco después de que Theodore se convirtiese en conde, y éste les
regaló una valiosa granja en Escocia y siempre conservó, junto con su Matilda, un sincero aprecio
por esos fieles sirvientes.
Mary W. Shelley
(1797 - 1851)

La mañana del 20 de marzo de 1831, en los albores de la primavera londinense, Mary Shelley se
hallaba sumida en sus pensamientos, arropada por la tibia luz de la mañana que se filtraba por los
ventanales de su biblioteca. Días atrás, Henry Colburn y su socio, Richard Bentley, propietarios de
Standard Novel Series —popular colección de ficción a precios populares, de amplia difusión y
prestigio—, le habían propuesto una reedición de Frankenstein o el moderno Prometeo
(Frankenstein; or the Modern Prometheus, 1818), «revisada y corregida, con una nueva
introducción de su autora, en un lujoso volumen de tapa dura, ilustrado con grabados del francés
Chevalier…»
La posibilidad en 1831 de insuflar una segunda vida artística y comercial a Frankenstein o el
moderno Prometeo sedujo a Mary Shelley por dos motivos. Por un lado, las posibles ganancias que
obtendría con la operación le ayudarían a sobrellevar su precaria situación económica; por otro, la
reedición de su obra más importante hasta entonces quizá serviría para consolidar el incipiente
prestigio literario que poco a poco se estaba labrando. Al fin y al cabo, ella era una escritora
profesional que vivía de su trabajo. Publicaba regularmente relatos fantásticos como “El sueño” (The
Dream) o los frankenstenianos “El mortal inmortal” (The Mortal Inmortal: A Tale), “Roger
Dodsworth, el inglés reanimado” (Roger Dodsworth: The Reanimated Englishman) y “La
transformación” (The Transformation), en la revista The Keepsake. No olvidemos tampoco sus
novelas: Valperga: or, The Life and Adventures of Castruccio, Prince of Lucca [Valperga, o la vida
y aventuras de Castruccio, príncipe de Lucca] (1823), The Last Man [El último hombre] (1826),
The Fortunes of Perkin Warbeck, A Romance [La suerte de Perkin Warbeck: una novela] (1830), e
incluso algunas piezas dramáticas como Proserpine: A Mythological Drama, in Two Acts, en The
Winter’s Wreath of MDCCCXXXI, a punto de publicarse por esas fechas. Pero, sin duda, la gran
obsesión de Mary Shelley fue la recopilación y divulgación de la obra de su marido, el gran poeta
Percy Bysshe Shelley, tarea iniciada con Posthumous Poems of Percy Bysshe Shelley (1824).
Pero existía otra razón muy íntima para revisar las páginas de Frankenstein o el moderno
Prometeo. Mientras el cálido sol de primavera se enseñoreaba de la pequeña biblioteca, Mary
Shelley se sumía en la nostalgia y el desaliento. Era viuda, con tendencia a la melancolía, y apenas
hacía vida social, si exceptuamos a un reducido y muy selecto grupo de amigos; vivía en un austero
apartamento en Somerset Street junto a su criada suiza Millie y su hijo Percy Florence, y se
consideraba víctima de un destino fatal, trágico. «El conjunto de toda mi vida ha sido la desgracia y
lo seguirá siendo porque estoy marcada. Nunca podré ser feliz, y por eso mismo continuaré siendo
herida cruelmente, desamparada en este abismo sin fondo que es mi vida. Cuando estoy sola, apenas
puedo soportar el peso de la aflicción, pero en compañía de otros es casi peor», escribió en su
diario. En cierto modo, se consideraba la última superviviente de toda una estirpe de hombres y
mujeres mimados por los dioses apasionados y turbulentos, honestos y contradictorios, fascinantes y
siniestros, adoradores de la belleza, del amor y de lo siniestro. Percy B. Shelley, Lord Byron, John
William Polidori, la madre a la que admiró sobrecogida por la frialdad del cementerio de Old St.
Pancras Church, Mary Wollstonecraft, su hierático padre William Godwin, su hermanastra Claire, y
los amigos fallecidos o casi perdidos en la distancia, como Leigh y Marianne Hunt, Matthew Gregory
Lewis, la condesa Potocka, Edward Trelawny o Thomas Jefferson Hogg y su esposa Jane Williams,
todos, sin excepción, forman parte de los capítulos que componen la biografía de Mary Shelley. Y
cada uno de ellos, entre la imaginación y la realidad, encierran una historia más romántica que
cualquier posible relato. Así pues, deambular una vez más a través de la senda literaria y vital
trazada por Frankenstein o el moderno Prometeo suponía para Mary Shelley enfrentarse a sus
particulares monstruos, reviviendo, en suma, tiempos felices que transformaban su actual existencia
en algo más doloroso aún. No en vano, el prefacio que empezaba a redactar con pulso firme y seguro
concluía de la siguiente manera: «Y ahora, una vez más, invito a mi espantosa progenie a que avance
y prospere. Siento afecto por ella, porque fue el producto de días felices, cuando la muerte y la
aflicción eran tan sólo palabras que no encontraban auténtico eco en mi corazón. Sus páginas hablan
de paseos, de viajes y de conversaciones de cuando no estaba sola; y mi compañero era alguien que
no volveré a ver en este mundo. Pero esto es sólo para mí; mis lectores no tienen nada que ver con
estos recuerdos».
Desde aquella lejana reedición de 1831, Mary Shelley ha sido, es y será la autora de
Frankenstein o el moderno Prometeo. Como explica Chris Baldick en su ensayo In Frankenstein’s
Shadow. Myth, Monstruosity, and the 19th Century Imagination (1987), la pervivencia de la
leyenda de Frankenstein ha sido posible porque Shelley desarrolló imaginativamente varios de los
problemas más acuciantes y esenciales de la modernidad. El tipo de problemas aludidos por su
novela son aquellos que, históricamente, se fraguaron alrededor de los éxitos y los fracasos, las
aspiraciones y las frustraciones, del proyecto revolucionario de finales del siglo XVIII que Mary
Shelley —tanto por sí misma como por su herencia familiar y relaciones personales— vivió muy de
cerca. Sus dudas son las de una época en la que se mezclan el legado de la Ilustración y los ímpetus
del liberalismo radical junto al idealismo romántico, preocupados por los efectos del progreso
científico y tecnológico. Todo ello despertó en la escritora un intenso sentimiento de ansiedad frente
a las fuerzas conjuradas que sustentaban este proyecto de progreso, cuya emancipación podía devenir
en un hecho monstruoso, incontrolable e impredecible, hasta el extremo de poner en peligro el
proyecto mismo. Ansiedad que, a lo largo de todo el siglo XX, ha adquirido proporciones universales.
Así pues, Frankenstein o el moderno Prometeo puede ser leída a distintos niveles, extrayéndose
significados ideológicos, temáticos y metafóricos muy heterogéneos. De ahí que el inconsciente
colectivo, gracias a la narrativa, al teatro, la radio, el cine, el cómic y la televisión, hayan convertido
a Frankenstein y a su Criatura no sólo en un tótem de la cultura popular, sino en un producto de
consumo capaz de conectar, todavía hoy, de manera visceral, con inquietudes muy propias del siglo
XXI: ciencia vs. ética.
Eclipsada por Frankenstein o el moderno Prometeo, la interesantísima obra literaria de Mary
Shelley ha ido emergiendo poco a poco de las tinieblas del olvido. Por ejemplo, una de las mayores
estudiosas de su trabajo, Elisabeth Nitchie —a quien se debe el mérito de haber efectuado los
primeros ensayos rigurosos de Frankenstein o el moderno Prometeo—, descubrió una excelente
novela inédita, Mathilda (¿1819?), editada por primera vez, a título póstumo, en 1959, editada en el
nº 3 de Studies in Philology, University of North Carolina Press, y publicada en España en 1985
por Montesinos Editor (Barcelona). Una historia de incesto padre-hija, amores desgraciados, miseria
y muerte, salpicada de elementos autobiográficos, monstruosas sugerencias de la imaginación y
testimonios de las tensas relaciones hombre/mujer de la época. Merece recordarse también The Last
Man (1826), novela inédita en nuestro país y, como Frankenstein o el moderno Prometeo,
precursora de la ciencia-ficción moderna. Se trata de la apocalíptica crónica del fin de la raza
humana, en las postrimerías del siglo XXI (¡!), a causa de una mortal plaga vírica —llamada negro, en
español en el original— descrita por un joven aristócrata —especie de alter ego de quien fue su
marido, el poeta Percy Bysshe Shelley (1792-1822)—, inmune a la enfermedad, y que se refugia en
las vacías, fantasmagóricas calles de Roma.
No menos importantes son los cuentos que Mary Shelley publicó entre 1928 y 1857, más de una
veintena, la mayoría de ellos aparecidos en la revista The Keepsake, prestigioso anuario literario de
prosa y poesía que se editó entre 1828 y 1857, lujosamente ilustrado, que abordaba también temas
políticos y sociales, y en el que colaboraron, entre otros, William Wordsworth, Samuel Taylor
Coleridge, sir Walter Scott, Percy Bysshe Shelley, Thomas Moore, Robert Southey, L. E. L. (Letitia
Elizabeth Landon) y Felicia Hemans. Gracias a la antología preparada por Charles E. Robinson,
Mary Shelley: Collected Tales and Stories with original engravings (The John Hopkins University
Press, Baltimore, 1976 y 1990), se ha podido recuperar este precioso patrimonio cultural, parte del
cual fue dado a conocer al lector de habla hispana por la propia Editorial Valdemar en su volumen
Cuentos góticos (Col. Gótica nº 8). Tal y como explicaba Agustín Izquierdo en el prólogo de la
mencionada obra, «todas estas historias están envueltas en un ambiente romántico y tratan de
describir caracteres cuyo elemento más conspicuo es el estar sometido a la influencia de fuertes
pasiones, que a veces dan pie a sucesos sobrenaturales o extraordinarios en extremo, o son el
producto de este tipo de acontecimientos». Publicada en la revista The Keepsake, “The Invisible
Girl” (1833) es un relato fantástico muy en la línea de su autora, con paisajes típicos del
romanticismo más oscuro y agitado —cf. la torre en ruinas en lo alto de un promontorio—, el
evocativo lienzo de una hermosa muchacha, la chica invisible, marinos supersticiosos, y una historia
macabra, espectral, que en el fondo no deja de ser un triste y sombrío melodrama rodeado de una
aureola mística. El tono melancólico y ligeramente siniestro del relato es característico del arte de
Mary Shelley como narradora breve. “The Invisible Girl” trata de romper y, de hecho, rompe, las
barreras de los cinco sentidos, explorando la relación entre los mundos de la psique y de la soma, de
la percepción visionaria, subjetiva, y de la pura realidad física. Una pequeña obra maestra.
LA JOVEN INVISIBLE
Esta breve narración no tiene la pretensión de lograr el nivel de un relato ni el desarrollo de
situaciones y sentimientos; no es sino un pequeño esbozo que transmito casi tal como me fue contado
por uno de los más humildes de los protagonistas implicados; tampoco voy a prolongar una
circunstancia que interesa, ante todo, por su singularidad y su verdad, limitándome a narrar, con la
mayor concisión que pueda, la sorpresa que me produjo la visita a lo que parecía ser una torre en
ruinas que coronaba un inhóspito promontorio que colgaba sobre el mar que fluye entre Gales e
Irlanda, descubriendo que aunque el exterior conservaba la salvaje tosquedad, señal de muchas
guerras con los elementos, el interior se encontraba acondicionado a la manera de un cenador, pues
era demasiado pequeño para merecer otro nombre. Estaba formado por la planta baja, que servía de
vestíbulo, y de una habitación arriba a la que se llegaba por unas escaleras que salían de la pared.
Esta cámara estaba solada, alfombrada y decorada con muebles elegantes. Pero por encima de todo,
para atraer la atención y excitar la curiosidad, colgaba sobre la repisa de la chimenea —pues para
defender el apartamento de la humedad se había construido una chimenea que asumía un aspecto tan
diferente del objeto de su construcción— una imagen pintada sencillamente con acuarela que, más
que cualquier otra parte de los adornos de la habitación, parecía enfrentada a la tosquedad del
edificio, la soledad en la que estaba situado y la desolación del lugar que lo rodeaba. Representaba a
una hermosa joven en lo mejor de la flor de la juventud; vestía con sencillez, a la manera de los
tiempos (recuerde el lector que escribo esto a principios del siglo dieciocho) y embellecía su
semblante una mirada que unía inocencia e inteligencia, a lo que había que añadir la huella de la
serenidad del alma y una alegría natural. Estaba leyendo una de esas novelas en folio que durante
tanto tiempo fueron la delicia de los entusiastas y de los jóvenes; la mandolina estaba a sus pies; su
periquito estaba posado sobre un enorme espejo que tenía ella al lado; los muebles y colgaduras eran
prueba de un lugar lujoso, y su atuendo transmitía idea de hogar e intimidad, aunque añadía una
apariencia de relajación y de ornamentación juvenil, como si ella deseara complacer. En la parte
inferior del cuadro, en letras doradas, estaba inscrito «La Joven Invisible».
Recorriendo una extensión casi deshabitada, tras haberme perdido y haber sido sorprendido por
un aguacero, di con esta casa de lóbrego aspecto que parecía oscilar en la tempestad y colgaba allí
como el símbolo mismo de la desolación. La contemplaba nostálgico y maldecía mi suerte por
haberme conducido a una ruina que no podía ofrecer abrigo alguno, ahora que la tormenta descargaba
más todavía que antes, cuando vi la cabeza de una anciana que emergía de una especie de tronera y
con la misma rapidez se retiraba: un minuto después, una voz femenina me llamaba desde el interior
y, cruzando un laberinto de zarzas que ocultaba una puerta que no había visto antes, tan
habilidosamente había conseguido el constructor ocultar el arte con la naturaleza, encontré a la
bondadosa dama en el umbral, invitándome a que me refugiara en el interior.
—Acababa de subir desde la casita que tenemos ahí al lado, para ocuparme de las cosas, como
todos los días —dijo—, cuando llegó la lluvia. ¿Entra hasta que pase?
Iba a comentar que la casita de al lado, incluso corriendo el riesgo de unas gotas de lluvia, era
mejor que una torre arruinada; iba a preguntar a mi amable anfitriona si «las cosas» que cuidaba eran
palomas o cuervos, cuando sorprendieron mi vista las esteras del suelo y el alfombrado de la
escalera. Más me sorprendió todavía la habitación de arriba; pero lo que más de todo, el cuadro con
su singular inscripción, que llamaba invisible a quien el pintor había coloreado con una muy
agradable visibilidad, que despertó mi más viva curiosidad: como consecuencia de esto, de mi
cortesía extremada hacia la anciana y de la verborrea natural en ella, salió una especie de relato
embrollado que mi imaginación estiró y las investigaciones posteriores rectificaron, hasta que
asumió la forma siguiente.
Hace unos años, antes de la tarde de un día de septiembre, que aunque tolerable daba muestras
abundantes de que la noche sería tempestuosa, llegó un caballero a una ciudad costera situada a unas
diez millas de aquí; expresó el deseo de contratar una barca que le llevara a otra ciudad de la costa
situada a unas quince millas. Por las amenazas que presentaba el cielo, los pescadores no parecían
dispuestos a aventurarse, hasta que finalmente dos aceptaron; uno de ellos padre de familia
numerosa, fue comprado por la dadivosa recompensa que ofrecía el extranjero, mientras que el otro,
el hijo de mi anfitriona, aceptó el viaje inducido por la osadía juvenil. El viento estaba a favor, por
lo que esperaban haber avanzado mucho antes de que anocheciera y que podrían entrar en puerto
antes de que se levantara la tormenta. Partieron animosos, al menos los pescadores; en cuanto al
extranjero, el luto riguroso que vestía no era ni la mitad de negro que la melancolía que envolvía su
mente. Daba la apariencia de que nunca hubiera sonreído: como si un pensamiento impronunciable,
oscuro como la noche y amargo como la muerte, hubiera anidado en su pecho y se hubiera quedado
allí para la eternidad. No mencionó su nombre, pero uno de los aldeanos lo reconoció como Henry
Vernon, hijo de un baronet que poseía una mansión a unas tres millas de distancia de la ciudad a la
que se dirigía. La mansión había sido casi abandonada por la familia, pero en un arrebato de
romanticismo Henry la había visitado tres años antes, mientras que sir Peter había residido allí un
par de meses durante la primavera anterior.
La barca no avanzaba como habían esperado; les falló la brisa en cuanto salieron al mar y de
buen grado se ayudaron de los remos como de la vela, en un intento de capear el promontorio que se
interponía entre ellos y el punto que deseaban alcanzar. Ya se habían alejado bastante cuando el
cambio de dirección del viento empezó a ejercer su fuerza y a soplar con ráfagas violentas, aunque
desiguales. Llegó la noche oscura y las olas huracanadas se elevaban y rompían con una violencia
temible que amenazaba con aplastar la diminuta barquilla que osaba resistirse a su furia. Se vieron
obligados a arriar todas las velas y ponerse a los remos; un hombre tuvo que dedicarse a achicar
agua y el propio Vernon hubo de sujetar un remo para remar con energía desesperada que igualara en
fuerza a la de los remeros de más práctica. Habían hablado mucho entre los marineros antes de que la
tempestad llegara; pero ahora, salvo alguna orden de mando, guardaban silencio. Uno pensaba en su
esposa y sus hijos, y maldecía en silencio el capricho del extranjero, que había puesto en peligro así
no sólo su vida, sino el bienestar de los suyos; el otro, que era un joven osado, temía menos, pero se
esforzaba duramente y no tenía tiempo para charlar; Vernon lamentaba amargamente su irreflexión,
que le había impulsado a que otros compartieran un peligro que por lo que a él concernía era poco
importante, por lo que trataba ahora de darles ánimo con una voz que infundiera valor y manejaba
con más fuerza todavía su remo. La única persona que no parecía totalmente concentrada en su
trabajo era el hombre que achicaba el agua; de vez en cuando miraba fijamente a su alrededor, como
si el mar sostuviera lejos, en su derroche tumultuoso, algunos objetos que se esforzaba por discernir
con su mirada. Pero todo estaba vacío, salvo cuando se mostraban las crestas de las altas olas, o
cuando lejos, al borde del horizonte, una elevación de las nubes presagiaba mayor violencia en la
descarga.
—¡Lo veo! ¡A babor ahora!… Si podemos ir hacia aquella luz, estamos salvados.
Los dos remeros giraron instintivamente la cabeza, pero como respuesta a su mirada obtuvieron
una oscuridad poco alentadora.
—No la podéis ver —les gritó el compañero—, pero nos estamos aproximando. Y si Dios lo
quiere sobreviviremos a esta noche.
Inmediatamente tomó el remo de las manos de Vernon, quien, agotado, iba fallando en sus
remadas. Se levantó y buscó el faro que les prometía seguridad. Brilló como un rayo apenas visible
que le hizo exclamar que lo veía, para añadir a continuación que no era nada. Sin embargo, conforme
fueron avanzando se le hizo visible, haciéndose cada vez más firme y claro su brillo sobre las
escabrosas aguas, que se iban volviendo ellas mismas más calmas, como si esa seguridad surgiera
del fondo mismo del océano por la influencia de aquel faro parpadeante.
—¿Qué faro es ese que nos socorre en nuestra necesidad? —preguntó Vernon, y ahora los
hombres, como ya podían manejar los remos con mayor facilidad, encontraron aliento para
responderle.
—El de un hada, creo —respondió el marinero mayor—, aunque no por ello menos cierto: arde
desde una vieja torre en ruinas, construida sobre una roca desde la que se domina el mar. Nunca lo
vimos antes de este verano, aunque ahora puede verse todas las noches, al menos cuando se busca,
pues desde el pueblo no se ve; es un lugar tan apartado que nadie tiene necesidad de acercarse, salvo
en un caso de peligro como éste. Hay quienes dicen que son brujas las que lo encienden; otros, que
son contrabandistas; lo que sé es que dos partidas han ido a buscar sin encontrar más que los muros
desnudos de la torre. Todo está desierto por el día y oscuro por la noche; pues no se veía luz alguna
mientras estábamos allí, pero ardía con viveza suficiente cuando estábamos en el mar.
—He oído decir —comentó el marinero más joven— que lo enciende el fantasma de una
doncella que por estos lugares perdió a su enamorado; naufragó y encontraron su cuerpo al pie de la
torre. Entre nosotros, le hemos dado el nombre de la «Joven Invisible».
Los viajeros habían llegado ya al embarcadero que estaba al pie de la torre. Vernon miró hacia
arriba, donde la luz brillaba todavía. Con algo de dificultad, pues luchaban contra grandes olas y
estaban cegados por la noche, consiguieron llevar a la orilla la pequeña barca y subirla sobre la
playa; ascendieron penosamente la pendiente, cubierta de hierbas y matorrales, y guiados por los
pescadores más expertos encontraron la entrada a la torre, aunque puerta no había ninguna y todo
estaba tan oscuro como una tumba y tan silencioso, y casi tan frío, como la muerte.
—No lo haríamos solos —dijo Vernon—. Pero seguramente nuestra anfitriona nos mostrará su
luz, si no a sí misma, y guiará nuestros pasos oscuros con alguna señal de vida y consuelo.
—Iremos a la cámara superior —dijo el marinero— si puedo dar con los escalones; pero le
aseguro que no encontrará rastro ni de la Joven Invisible ni de su luz.
—Verdaderamente es ésta una aventura romántica de lo más desagradable —murmuró Vernon
mientras andaba a trompicones por el suelo desigual—. La de la luz del faro debe ser espantosa y
vieja, pues en otro caso no habría sido tan desagradable y poco hospitalaria.
Con considerable dificultad y tras diversos golpes y magulladuras, los aventureros lograron por
fin llegar al piso superior; pero todo estaba vacío y desnudo, por lo que de buen grado se tendieron
sobre el duro suelo cuando la fatiga, de la mente y del cuerpo, condujo sus sentidos al sueño.
Largo y profundo fue el sueño de los marineros. Vernon se olvidó de sí mismo durante una hora;
después, sacudiéndose el sopor y viendo que el áspero colchón no congeniaba con el reposo, se
levantó y se colocó en el agujero que servía de ventana, pues allí no había cristal alguno, y como no
hubiera ni un basto banco, apoyó la espalda en la jamba como el único apoyo que pudo encontrar.
Había olvidado el peligro, el faro misterioso y a su invisible guardiana: ocupaban el pensamiento los
horrores de su destino y la indescriptible desdicha que se asentaba como una pesadilla sobre su
corazón.
Haría falta un volumen de buen tamaño para relatar las causas que habían cambiado al en otro
tiempo feliz Vernon en el doliente más desconsolado que se ha aferrado nunca a los símbolos
externos de la pena, como símbolos ligeros pero preciados de la desdicha interior. Henry era el hijo
único de sir Peter Vernon y había sido tan malcriado tanto por la idolatría del padre como lo permitía
el temperamento tiránico y violento del viejo baronet. Una joven huérfana era educada en la casa de
su padre y, al tiempo que era tratada con generosidad y amabilidad, vivía en un temor profundo a la
autoridad de su padre, que era viudo. Aquellos dos niños eran lo único sobre lo que podía hacer
llegar su poder o extender su afecto. Rosina era una niña de temperamento alegre, un poco tímida,
que evitaba cuidadosamente desagradar a su protector; pero era tan dócil, tan bondadosa, tan
afectuosa, que percibía todavía menos que Henry el espíritu discordante de su padre. Esta historia se
ha contado muchas veces: amigos y compañeros de juegos en la infancia, se amaron posteriormente.
A Rosina le atemorizaba imaginar que ese afecto secreto, y los votos que se hicieron el uno al otro,
pudieran ser desaprobados por sir Peter. Pero se consolaba a veces pensando que quizás fuera en
realidad la novia que le había destinado a Henry, quien la había educado junto a él pensando en esa
futura unión; Henry sentía que no era así, pero decidió esperar hasta tener la edad de declarar y
cumplir su deseo de convertir a la dulce Rosina en su esposa. Procuró entretanto evitar que sus
intenciones se conocieran prematuramente, para que su amada no fuera acosada por la persecución y
el insulto. Convenientemente, el anciano vivía a ciegas; vivía siempre en el campo, por lo que los
amantes pasaban la vida juntos, sin ser reprendidos ni controlados. Bastaba que Rosina tocara la
mandolina y cantara para que sir Henry se durmiera todos los días después de la cena; era la única
mujer de la casa que estaba por encima del rango de criada y podía disponer como quisiera de su
tiempo. Incluso cuando sir Henry torcía el gesto, sus inocentes caricias y su dulce voz bastaban para
suavizar el temperamento duro de él. Si alguna vez un espíritu humano ha vivido en un paraíso
terrestre, Rosina lo pudo hacer en aquella época: su amor puro era feliz por la presencia constante de
Henry; la confianza que sentían el uno por el otro, y la seguridad con la que contemplaban el futuro,
hacían que el suyo fuera un camino de rosas bajo un cielo sin nubes. Sir Peter era el contratiempo
ligero que servía para que su tête-à-tête fuera más delicioso y aumentara el valor de la simpatía que
sentían el uno por el otro. De repente, un personaje siniestro hizo su aparición en Vernon-Place: una
hermana viuda de sir Peter que, tras haber logrado matar a su esposo e hijos con los efectos de su
temperamento repugnante, como una arpía codiciosa de nuevas presas llegó bajo el techo de su
hermano. Pronto detectó lo que unía a aquella pareja, que nada sospechaba. Actuó velozmente para
dar a conocer ese descubrimiento a su hermano y, al mismo tiempo, frenar e inflamar la rabia de éste.
Gracias a sus artimañas, Henry fue enviado repentinamente en viaje al extranjero, para que quedara
libre el camino de la persecución a Rosina. Entonces, de los numerosos admiradores de Rosina, a
quienes cuando sir Peter ostentaba el mando único a ella se le permitía despreciar, o casi se la
obligaba a ello, tan deseoso estaba él de conservarla para su propio consuelo, fue seleccionado el
más rico de ellos y se le ordenó a ella que lo aceptara en matrimonio. Las escenas de violencia a las
que ella se vio expuesta ahora, el amargo hostigamiento de la odiosa Mrs. Bainbridge y la furia
implacable de sir Peter resultaban más temibles y sobrecogedores todavía por lo que tenían de
novedoso. A todo ello solamente podía oponer una firmeza de propósito silenciosa, bañada en
lágrimas pero inmutable: ninguna amenaza ni rabia podían arrancar de ella más que la conmovedora
súplica de que no la odiaran por el hecho de que no pudiera ella obedecer.
—En todo esto debe haber algo que no vemos —dijo Mrs. Bainbridge—, créeme lo que te digo,
hermano: ella mantiene una correspondencia secreta con Henry. Llevémosla a tu lugar de Gales,
donde no tendrá desvalidos pagados que la ayuden; veremos entonces si no se inclina su espíritu a
nuestros fines.
Consintió sir Peter y los tres fueron a shire y los tres moraron en la solitaria casa de temible
aspecto a la que poco antes se había aludido como una pertenencia de la familia. Allí se hicieron
intolerables los sufrimientos de la pobre Rosina: antes, rodeada por escenarios bien conocidos y en
relación constante con rostros amables y familiares, no había desesperado de vencer finalmente con
su paciencia la crueldad de quienes la perseguían; tampoco había escrito a Henry, pues el nombre de
éste no había sido mencionado por sus parientes, ni se había hecho alusión a la relación que tenían, y
ella sentía un deseo instintivo de escapar de sus peligros sin que él fuera molestado; sin que el
secreto sagrado de su amor quedara al descubierto y fuera juzgado mal con los insultos vulgares de
su tía o las maldiciones amargas de su padre.
Mas cuando la llevaron a Gales y la convirtieron en prisionera en sus aposentos, cuando las
montañas silíceas que la rodeaban parecían una débil imitación de los corazones de piedra a los que
debía de enfrentarse, su valor comenzó a fallar. La única asistente que tenía permiso para acercarse a
ella era la doncella de Mrs. Bainbridge. Bajo la tutela de esta desalmada dueña de la casa, aquella
mujer era usada como cebo para ganar la confianza de la pobre prisionera, para traicionarla después.
Con su corazón simple y amable, Rosina era una víctima fácil, por lo que finalmente, en un exceso de
desesperación, escribió a Henry y dio la carta a esta mujer para que fuera entregada. La carta habría
bastado para ablandar el mármol: no le hablaba de sus votos mutuos, pero le pedía que intercediera
ante su padre, que la volviera a poner en el lugar amable en el que hasta entonces la había tenido en
su afecto y que dejara de tratarla con una crueldad que la destruiría. «Pues moriría antes de casarme
con otro. ¡Jamás!», escribía la desventurada joven. Esa sola palabra hubiera bastado para traicionar
su secreto, de no haber sido ya descubierto; pero para lo que sirvió fue para aumentar la furia de sir
Peter en cuanto su hermana, triunfante, se la señaló, pues no es necesario decir que todavía estaba
húmeda la tinta, y caliente todavía el sello, cuando la carta fue entregada a esa dama. La culpable fue
citada ante ellos; lo que sucedió después nadie lo sabría decir, pues pensando en ellos mismos,
aquella pareja cruel trató de paliar su papel. Las voces eran altas y el suave murmullo de la voz de
Rosina se perdía en el clamor de sir Peter y en los gruñidos de su hermana.
—Cruzarás esas puertas —rugió el anciano—. No pasarás otra noche más bajo mi techo.
Las palabras «seductora infame», y otras tanto peores que nunca habían entrado en el oído de la
pobre joven, fueron recogidas por los criados que escuchaban; y a cada discurso colérico del
baronet, Mrs. Bainbridge añadía una punta envenenada que era todavía peor.
Más muerta que viva, Rosina fue finalmente despedida de su presencia. Bien porque lo hizo
guiada por la desesperación, o porque se tomó literalmente las amenazas de sir Peter o porque las
órdenes de la hermana de éste eran más contundentes, nadie lo sabe, el caso es que Rosina abandonó
la casa; una criada la vio cruzar el parque llorando y retorciéndose las manos al irse. Nadie sabe lo
que fue de ella; su desaparición no le fue comunicada a sir Peter hasta la mañana siguiente, cuando él
demostró, en su ansiedad por seguirla y encontrarla, que sus palabras no habían sido sino amenazas
vanas. La verdad era que, aunque sir Peter llegó muy lejos para impedir el matrimonio del heredero
de su casa con la huérfana sin fortuna, objeto de su caridad, en su corazón amaba a Rosina y la mitad
de su violencia contra ella se debía a la cólera contra sí mismo por tratarla tan mal. Ahora, los
remordimientos empezaron a herirle, cuando un mensajero tras otro llegaba sin noticias de ella; no se
atrevió a confesarse a sí mismo sus peores miedos. Por eso cuando su inhumana hermana, intentando
endurecer su conciencia con coléricas palabras gritó: «La muy fresca y vil se ha ido para vengarse de
nosotros», un juramento, el más tremendo, y una mirada bastaron para hacerla callar incluso a ella,
ordenando su silencio. Su conjetura, sin embargo, pareció ser cierta: un riachuelo oscuro y vivo que
fluía en un extremo del parque había recibido sin duda su hermoso cuerpo y había apagado la vida de
la infortunada joven.
Cuando los esfuerzos por encontrarla resultaron inútiles, sir Peter regresó a la ciudad, acosado
por la imagen de su víctima y para sí reconoció en su corazón que daría su propia vida si pudiera
verla de nuevo, aunque fuera como novia de su hijo. Su hijo, ante cuyas preguntas tembló como el
mayor de los cobardes; pues cuando Henry supo de la muerte de Rosina, volvió inmediatamente del
extranjero para averiguar la causa, para visitar su tumba, para llorar su pérdida por las arboledas y
los valles que habían sido el escenario de su mutua felicidad. Hizo mil preguntas que tuvieron como
respuesta solamente un silencio que no presagiaba nada bueno. Cada vez más ansioso y decidido,
llegó finalmente a conocer toda la verdad por medio de los criados y los familiares de éstos, así
como de su odiosa tía. La desesperación golpeó su corazón desde ese momento y el sufrimiento lo
convirtió en uno de los suyos. Huyó de la presencia de su padre; el recuerdo de que aquel a quien
debería reverenciar era culpable de tan oscuro crimen le acosaba, como en la antigüedad las
Euménides atormentaban el alma de los hombres entregados a sus torturas. Su primer y único deseo
era visitar Gales para saber si se había descubierto algo nuevo y si era posible recuperar los restos
mortales de la perdida Rosina, para satisfacer el turbulento deseo de su desgraciado corazón. Ahí se
dirigía cuando apareció en el pueblo antes nombrado; ahora, en la torre desértica, ocupaban su
pensamiento imágenes de desesperación y muerte, así como todo lo que su amada habría sufrido
antes de que su naturaleza amable fuera empujada a tan triste hecho.
Aunque inmerso en una lúgubre ensoñación, a la que el monótono estruendo del mar acompañaba
adecuadamente, las horas pasaron volando y, finalmente, Vernon se dio cuenta de que la luz de la
mañana salía de su refugio del este y amanecía sobre el océano, que todavía rompía tumultuosamente
en la playa rocosa. Despertaron sus compañeros y se dispusieron a partir. El agua del mar había
estropeado los alimentos que habían llevado y su hambre, tras el duro trabajo y las muchas horas de
ayuno, era voraz. Era imposible hacerse a la mar con la barca en ese estado, pero había una cabaña
de un pescador a unas dos millas, en una entrada de la bahía, de la que el promontorio en la que
estaba la torre formaba un lado, y allí se apresuraron a ir para reponerse; no dedicaron ni un segundo
a pensar en la luz que los había salvado, ni en su causa, sino que abandonaron las ruinas en busca de
un asilo más hospitalario. Vernon miró a su alrededor al irse, pero sus ojos no encontraron vestigio
alguno de que estuviera habitado, por lo que empezó a sospechar que el faro había sido una creación
de la fantasía. Al llegar a la cabaña, que estaba habitada por un pescador y su familia, tomaron un
desayuno casero y se dispusieron a volver a la torre para reacondicionar la barca y recuperarla si era
posible. Vernon los acompañó, junto con el anfitrión y su hijo. Se hicieron varias preguntas sobre la
Joven Invisible y su luz, aceptando todos que la aparición era nueva, sin que nadie pudiera dar ni la
menor explicación de cómo se había unido el nombre a la causa desconocida de aquella singular
aparición; aunque ambos hombres afirmaron que una o dos veces habían visto una figura femenina en
el bosque de al lado y que una joven extraña aparecía de vez en cuando en otra cabaña que estaba en
el lado contrario del promontorio y compraba pan; sospechaban que ambas debían ser la misma
joven, pero no podían asegurarlo. No obstante, los habitantes de esa cabaña parecían demasiado
estúpidos incluso para sentir curiosidad y ni siquiera habían intentado descubrir nada. Los marineros
dedicaron todo el día a reparar la barca; el sonido de los martillos y las voces de los hombres que
trabajaban resonaron por la costa mezclándose con el embate de las olas. No había tiempo para
explorar las ruinas buscando a alguien que, ya fuera natural o sobrenatural, era evidente que evitaba
cualquier relación con un ser vivo. Sin embargo, Vernon fue a la torre y buscó en vano por todos los
rincones; las paredes vacías y deprimentes no incluían signo alguno de que sirvieran de abrigo; e
incluso un pequeño hueco en la pared de la escalera, que no había visto antes, estaba igualmente
vacío y desolado.
Se fue de la torre y deambuló por el pinar que lo rodeaba; abandonando toda esperanza de
resolver el misterio, se vio pronto absorbido por los misterios que más de cerca tocaban a su
corazón cuando de pronto vio en el suelo, junto a sus pies, una zapatilla. Desde Cenicienta no se
había visto jamás una zapatilla tan pequeña; por poco que un zapato pudiera decir, contaba una
historia de elegancia, encanto y juventud. Vernon la recogió; había admirado a menudo el pie
singularmente pequeño de Rosina y lo primero que se preguntó fue si esa pequeña zapatilla le habría
entrado. ¡Todo era muy extraño! Debía pertenecer a la Joven Invisible. Así que había una forma de
hada que despertaba esa idea, una forma de sustancia material, que indicaba que su pie necesitaba ser
calzado. ¡Y qué manera de ser calzado! De una piel de cabritilla tan fina, y de una forma tan
exquisita, que se asemejaba exactamente al modo de vestir de Rosina. De nuevo se le repitió la
imagen de su adorada fallecida; y mil asociaciones domésticas, infantiles pero dulces, amorosas pero
nimias, llenaron de tal modo el corazón de Vernon que se recostó en el suelo y lloró con más
amargura que nunca el destino desgraciado de la dulce huérfana.
Por la tarde, los hombres abandonaron el trabajo y Vernon regresó con ellos a la cabaña en donde
iban a dormir, con la intención de proseguir su viaje, si el tiempo lo permitía, a la mañana siguiente.
Nada dijo de la zapatilla cuando volvió con sus toscos compañeros. Miró hacia atrás a menudo, pero
la torre se elevaba oscuramente sobre las olas sin que apareciera luz alguna. En la cabaña habían
preparado su acomodo, ofreciéndosele a Vernon la única cama; pero se negó a privar de ella a su
anfitriona y, extendiendo su capa sobre un montón de hojas secas, se esforzó por entregarse al reposo.
Durmió varias horas y al despertar todo estaba en calma, pues únicamente la fuerte respiración de
quienes dormían en la misma habitación que él interrumpía el silencio. Se levantó y se acercó a la
ventana, mirando por encima del mar, plácido ahora, hacia la torre mística; ardía en ella la luz,
enviando sus esbeltos rayos por encima de las olas. Felicitándose de una circunstancia que no había
anticipado, Vernon salió silenciosamente de la cabaña, se envolvió en la capa y caminó a paso vivo,
rodeando la bahía, hacia la torre. Al llegar allí, la luz estaba todavía encendida; entrar para
devolverle el zapato a la doncella no sería sino un acto de cortesía; y trató de hacerlo con sumo
cuidado, sin ser percibido, para que ella, con sus artes habituales, no pudiera hurtarse a sus ojos;
pero desafortunadamente, cuando todavía estaba subiendo por el estrecho sendero, desplazó con el
pie un ligero fragmento que cayó sonando por el precipicio. Se abalanzó entonces, para recuperar
con la velocidad la ventaja que había perdido con el desafortunado accidente. Llegó a la puerta y
entró: todo estaba en silencio, pero también oscuro. Se detuvo en la habitación de abajo, seguro de
que su oído captaría hasta el sonido más ligero. Subió los escalones y entró en la cámara superior,
pero su mirada penetrante encontró la oscuridad, pues la noche sin estrellas no admitía el menor
brillo por la única abertura. Cerró los ojos, para abrirlos de nuevo e intentar que su nervio visual
captara algún débil rayo; pero fue en vano. Recorrió a tientas la habitación: se quedó quieto,
manteniendo la respiración; de pronto, escuchando intensamente, estuvo seguro de que había alguien
más en la habitación y que la atmósfera era ligeramente agitada por otra respiración. Recordó el
hueco de la escalera, pero habló antes de acercarse; dudando por un momento lo que iba a decir.
—Debo creer que sólo el infortunio os mantiene en el encierro; y si la ayuda de un hombre, de un
caballero…
Fue interrumpido por una exclamación: una voz como de tumba pronunció su nombre y el acento
de Rosina prosiguió silabeando.
—¡Henry! ¿Es cierto que es a Henry a quien oigo?
Él se precipitó, dirigido por el sonido, y tomó entre sus brazos la forma viva de la joven por la
que se había lamentado: su Joven Invisible la llamó, pues aunque sentía que el corazón de ella latía
junto al suyo, y la tomaba de la cintura con su brazo, sujetándola como si ella fuera a hundirse en el
suelo por la agitación; y aunque los sollozos de ella le impedían hablar articuladamente, el instinto
que llenaba de tumultuosa alegría el corazón de Vernon le decía que la forma esbelta y debilitada que
apretaba cariñosamente era la sombra viva de la bella Hebe que él había adorado.
La mañana contempló a esa pareja que tan extrañamente se había reencontrado navegando sobre
un mar tranquilo hacia L, desde donde se dirigirían a la residencia de sir Peter, que tres meses antes
había abandonado Rosina con tanto dolor y terror. La luz de la mañana despejó las sombras que la
habían ocultado y reveló a la bella persona que era la Joven Invisible. Alterada, claro, por el
sufrimiento y la aflicción, pero todavía con la misma dulce sonrisa en sus labios y con la luz tierna de
sus ojos azul claro. Vernon sacó la zapatilla y presentó la causa de lo que le había llamado a tomar la
resolución de descubrir a la guardiana del faro místico; pero ni siquiera ahora se atrevía a preguntar
cómo había existido en aquel desolado lugar, o por qué había conseguido evitar que la vieran, cuando
lo correcto habría sido buscarlo a él inmediatamente, pues bajo su cuidado y protegida por su amor,
no tendría que haber temido ningún peligro. Pero Rosina se apartó de él al escuchar eso y una palidez
mortal cubrió su rostro al hablar.
—Por la maldición de tu padre. ¡Por sus temibles amenazas!
Pues parece ser que la violencia de sir Peter y la crueldad de su hermana habían conseguido
introducir en ella un terror salvaje e invencible. Había huido de la casa sin tener pensado un plan:
impulsada por un horror desesperado y un miedo abrumador, se había ido sin apenas dinero, sin
posibilidad de retroceder ni de seguir avanzando. En todo el mundo no tenía otro amigo que Henry;
¿adónde podía ir? De haber buscado a Henry, habría sellado la desgracia del destino de ambos; pues,
con un juramento, sir Peter había afirmado que antes los vería a ambos en un ataúd que casados. Tras
deambular por ahí, ocultándose durante el día y atreviéndose a salir solamente por la noche, había
llegado a esa torre desértica que le había parecido un refugio. Apenas podía decir cómo había vivido
desde entonces: había permanecido en el bosque durante el día o dormido en el sótano de la torre
cuando no había encontrado refugio: por la noche quemaba piñas recogidas en el bosque; y era la
noche su momento más querido, pues le parecía que con la oscuridad llegaba la seguridad. No sabía
que sir Peter hubiera abandonado esa parte, por lo que a ella le aterrorizaba que su escondite fuera
descubierto. Su única esperanza era que regresara Henry: que Henry no descansara nunca hasta que
la encontrara. Confesó que el largo intervalo y la proximidad del invierno la habían llenado de
consternación; temía que, como las fuerzas le estaban fallando y el cuerpo convirtiéndose en
esqueleto, podría morir y no volver a ver nunca a su Henry.
A pesar de todas las atenciones de él, una enfermedad siguió a su recuperación de la seguridad y
las comodidades de la vida; pasaron muchos meses hasta que sus mejillas florecieron, sus miembros
recuperaron la redondez y se volviera a parecer a la imagen que se había hecho de ella en sus días
dichosos, antes de que la pena la visitara. Una copia de ese retrato decoraba la torre, escenario de su
sufrimiento, en la que había encontrado abrigo. Sir Peter, gozoso de verse liberado de las punzadas
del remordimiento y encantado de ver nuevamente a su pupila huérfana, a quien amaba realmente, ya
no se oponía como antes a bendecir la unión con su hijo: a Mrs. Bainbridge no la volvieron a ver.
Todos los años pasaban algunos meses en la mansión galesa, escenario de su primera felicidad
conyugal, donde la pobre Rosina despertó de nuevo a la vida y el gozo después de haber sido
perseguida cruelmente. Henry había amueblado con cariño la torre, decorándola tal como yo la vi: y
venía a menudo, con su «Joven Invisible», a renovar, en el escenario mismo en donde había
sucedido, el recuerdo de todos los incidentes que los habían llevado a encontrarse de nuevo, en las
sombras de la noche, en esa ruina aislada.
Charlotte Brontë
(1816 - 1855)

Al igual que Mary Shelley, Charlotte Brontë ha pasado a la historia de la literatura universal
como la autora de una sola novela, magistral, inolvidable. En su caso, se trata de Jane Eyre (1847), a
cuya tremenda popularidad han contribuido, y no poco, sus adaptaciones al cine. En efecto, este
melodrama romántico cuenta con más de una docena de versiones fílmicas, la primera de las cuales
fechada en 1910 y dirigida por Mario Caserini y Theodore Marston. No obstante, entre todas ellas
destacan principalmente dos: la inquietante adaptación llevada a cabo por el cineasta franco-
americano Jacques Tourneur y los guionistas Curt Siodmak y Ardel Wray, I Walked with a Zombie
(1943) y, especialmente, Alma rebelde (Jane Eyre, 1944), hoy por hoy considerada la mejor
traslación a la gran pantalla del texto de Charlotte Brontë, firmada por el británico Robert Stevenson
—popular luego por sus trabajos en la factoría Disney como Mary Poppins (íd., 1964)—, quien
construyó alrededor de tan trágica historia una sorprendente atmósfera gótica, y protagonizada por
unos magníficos Orson Welles, como Edward Rochester, y Joan Fontaine, como Jane. Junto a ambas
películas cabe añadir el notable telefilme de Delbert Mann Jane Eyre (íd., 1970) —que, en países
como el nuestro, se proyectó en salas debido a su exquisita puesta en escena, a sus excepcionales
intérpretes, George C. Scott y Susannah York, y a la notable banda sonora de John Williams—, o la
personalísima interpretación de Franco Zeffirelli en Jane Eyre, de Charlotte Brontë (Jane Eyre,
1996).
Pero, a diferencia de la fábula de Mary Shelley, el texto de Charlotte Brontë no engendró un mito
de la envergadura del barón Frankenstein y su Criatura, ni tampoco consiguió labrarse una carrera
literaria de gran calado. Solamente tres novelas más componen «oficialmente» la producción de su
autora: Shirley (1849), Villette (1853) y The Professor —escrita antes que Jane Eyre pero rechazada
por diversas editoriales, viendo la luz a título póstumo en 1857—, además de otras tres novelas de
juventud, The Green Dwarf, The Foundling y The Spell: An Extravaganza —las cuales son una
curiosa mezcla de escenarios góticos, invenciones fantásticas, intrigas políticas y/o palaciegas y
melodrama amoroso…—, escritas durante su estancia en la escuela de Roe Head, entre 1832 y 1833,
y publicadas por primera vez entre 2003 y 2005 por Hesperus Press (Londres). Brontë las firmó con
el alias de Wellesley.
Sin embargo, Jane Eyre da la exacta medida de una gran novelista, una de las más brillantes de
su generación. Y no únicamente por sus enfebrecidos retratos góticos de mujeres que luchan por
sobrevivir, atrapadas en la arquitectura patriarcal que ha delimitado el espacio reservado a la
condición femenina —el castillo de Rochester es un tenebroso laberinto que, por un lado, recluye en
el ático a la esposa monstruosa, enloquecida, de Edward, mientras que, por otro, acoge el romance
interclasista entre una joven huérfana y un aristócrata víctima de un destino aciago—. También sus
excelentes retratos de personajes, adornados por valores humanos como la lealtad, el altruismo o el
amor puro y sincero, sus verdaderas riquezas —cf. Jane Eyre decide casarse con Rochester aunque el
hombre pierda la vista—. Asimismo, resulta sumamente transgresora la manera de pensar y de actuar
de Jane, su forma de ver el mundo, sin sentirse jamás coartada o intimidada por la sociedad puritana
y machista que la rodea. De ahí que Jane Eyre sea considerada por muchos críticos y ensayistas
como una de las novelas precursoras del feminismo —si bien en su primera edición, su autoría se
encubrió bajo el pseudónimo «masculino» de Currer Bell—, cualidad que en su tiempo desató
furibundas polémicas. Aun así, fue un éxito instantáneo, tanto para los lectores como para la crítica,
encontrando en el escritor William M. Thackeray (1811-1863) —célebre autor de Barry Lyndon
(1844)— uno de sus más acérrimos defensores.
“Napoleon and the Spectre” es un pequeño relato fantástico, originalmente contenido en el primer
manuscrito de The Green Dwarf (10 de julio-2 de septiembre de 1833) y popularizado por la
antología The Twelve Adventurers and other stories (C. K. Shorter & E. W, Hatfield Editors,
Londres, 1925). Hoy se revela como una pequeña pieza de artesanía en la que Charlotte Brontë pone
de relieve la profunda antipatía que el pueblo inglés sentía por el emperador francés aun después de
su muerte —Napoleón falleció el 5 de mayo de 1821—, pues las largas y costosas campañas que
Gran Bretaña había emprendido contra el corso habían dejado al país exhausto económicamente.
Charlotte ironiza sobre la salud mental de Napoleón, juega descaradamente con los efectos
terroríficos al estilo de Ann Radcliffe, y los rodea de un fino humorismo.
Charlotte Brontë nació en Thornton, Yorkshire, Inglaterra, el 21 de abril de 1816. Era la tercera
de seis hermanos, Maria (1814-1825), Elizabeth (1815-1825), Patrick Branwell (1817-1848), Emily
(1818-1848) y Anne (1820-1849), todos ellos muy unidos. En 1820, su padre, Patrick Brontë, fue
nombrado rector de Haworth, un pueblo situado en los páramos de Yorkshire, lugar al que desde
entonces quedó vinculada toda su familia. Patrick Brontë, quien en realidad se llamaba Patrick
Brunty, era un irlandés de grandes inquietudes vitales e intelectuales que trabajó como herrero,
aprendiz de tejedor, maestro de escuela de su localidad natal, Drumballerony, y, finalmente, clérigo.
Patrick también demostró sus aptitudes literarias publicando dos libros, The Cottage in the Woods
(1815) y The Maid of Killarney, or Albion and Flora (1818), así como poesías, folletos y sermones.
Charlotte y sus hermanos, pues, crecieron en un ambiente donde la imaginación desbordada de su
progenitor —durante sus estudios de teología, Brunty cambió su apellido por Brontë, palabra
derivada del griego y que significa «trueno»—, unida a su notable sed de conocimientos, convirtió su
hogar en un sitio maravilloso poblado por libros, arte, leyendas y juegos, por medio de los cuales la
niña se evadía de la realidad cotidiana.
Al morir su madre, Mary Branwell, en 1824, a causa de un cáncer de estómago, Charlotte y Emily
fueron enviadas junto con sus hermanas mayores, Maria y Elizabeth, a un colegio en Cowan Bridge
(Lancashire, noroeste de Inglaterra), un centro especial para hijas de clérigos, cuyo fundador, el
reverendo William Carus Wilson, gozaba de gran respeto y admiración entre todos los cristianos
británicos de la época. Sin embargo, sus ideas docentes eran bastante turbias: para salvar el alma de
sus alumnos y extirpar de ellos cualquier tentación pecaminosa, en Cowan Bridge se castigaba sus
cuerpos haciéndoles pasar hambre y frío, aplicándoles además severos castigos físicos. Debido a las
infames condiciones de vida del internado, Maria y Elisabeth enfermaron de tuberculosis y, tras
regresar a Haworth con pronóstico de extrema gravedad, fallecieron meses después, Maria, en mayo,
y Elizabeth, en junio. Emily y Charlotte resistieron los rigores de la educación impartida por el Carus
Wilson, pero su estancia en el colegio se cobró un alto precio: Emily tuvo siempre una salud frágil,
hostigada por una latente tuberculosis que, al final, acabaría también con su vida. Buena parte de la
espantosa experiencia que las hermanas Brontë vivieron en Cowan Bridge fue recogida por Charlotte
en su novela Jane Eyre, a la hora de retratar Lowood y su pavoroso propietario, Mr. Blocklehurst,
alter ego literario del reverendo.
Rescatadas por su padre, Charlotte y Emily regresaron a Haworth, junto a Anne y P. Branwell, lo
cual estrechó aún más sus lazos afectivos. Para divertirse —«Por residir en una región apartada en la
que la cultura no estaba muy extendida y en la que, en consecuencia, no teníamos ningún estímulo que
nos hiciera relacionarnos fuera de nuestro círculo doméstico», escribió Charlotte, «lo cual nos hacía
depender de nuestra propia compañía, de los libros y del estudio, a la hora de buscar distracción y
ocupación para nuestras vidas»—, los hermanos Brontë leían revistas de contenido político y
literario como Blackwood Magazine, Edimburgh Review o Fraser’s Magazine, publicaciones donde
igualmente podían leerse relatos de terror y misterio, además de poemas e historias sobre casas
encantadas. Los Brontë también escribieron una serie de relatos sobre el reino imaginario de Anglia
—propiedad de Charlotte y P. Branwell, gobernado por el duque de Zamorna y su malvado padrastro
Northangerland—, y el de Gondal —tutelado por Emily y Anne, sobre el que reinaba una heroína
irresistible por su belleza y virtud llamada Augusta Geraldine Almeda—. Todavía se conservan
cerca de un centenar de cuadernos —iniciados en 1829— de las crónicas de Anglia, pero ninguno de
la saga de Gondal, iniciados en 1834, a excepción de algunos poemas de Emily.
Entre 1831 y 1833 Charlotte cursó estudios en la escuela local de Roe Head y, acto seguido, se
convirtió en la tutora de sus hermanas menores, ayudada por su tía Miss Elizabeth Branwell.
Decididas a abrir una escuela privada, en febrero de 1842, Charlotte y Emily viajaron a Bélgica con
el propósito de perfeccionar en el Pensionnat Heger de Bruselas sus conocimientos de francés y
alemán. Pero al morir su tía en octubre de ese mismo año, se vieron obligadas a volver. Tras el
funeral, Charlotte regresó al Pensionnat Heger como maestra, mientras que Emily se quedó como
administradora de la casa junto a Anne y P. Branwell, quien había fracasado primero como retratista
y después como empleado del ferrocarril. Las experiencias que Charlotte vivió en Bruselas le
sirvieron a su regreso para plasmar la soledad, nostalgia y aislamiento de Lucy Snow, la protagonista
de Villete.
Charlotte, Anne y Emily Brontë asumieron un nuevo reto: la escritura de una novela. Aunque las
tres hermanas publicaron sus respectivos manuscritos en 1847, el primero en llegar a las librerías fue
el de Charlotte, Jane Eyre, un melodrama gótico que obtuvo un éxito inmediato —fue considerada la
mejor novela de la temporada en los selectos círculos literarios londinenses—. Agnes Grey, escrita
por Anne, y Cumbres borrascosas, por Emily, se editaron unos meses más tarde, pero la crítica no
les dispensó una acogida tan favorable. Al regresar a Haworth después de haberse ido un tiempo a
ver a sus editores, las hermanas Brontë se enfrentan a la agonía de P. Branwell, cuya salud se había
deteriorado irreversiblemente, tras años de adicción al opio y a la bebida; su muerte precoz traerá
consigo nuevas desgracias para la familia. En el entierro de su hermano, Emily coge frío y enferma
de gravedad. Al principio se niega a recibir ayuda médica y se obstina en proseguir con sus
ocupaciones domésticas, pero la tisis merma sus fuerzas y, finalmente, causa su muerte la mañana del
19 de diciembre de 1848, mientras Charlotte recogía en los páramos de Haworth las ramitas de brezo
que tanto agradaban a su hermana. Cinco meses más tarde, el 28 de mayo de 1849, un año después de
publicar su segunda novela, La dama de Wildfell Hall, Anne fallecía en Scarborough —donde se
desplazó voluntariamente para pasar sus últimos días, acompañada de Charlotte y de una amiga de
ésta, Ellen Nussey, ya que Anne guardaba un grato recuerdo de allí desde la época en que trabajó
como institutriz—. Charlotte murió, también víctima de la tuberculosis, en el invierno de 1855.
Estando embarazada, la escritora había enfermado a raíz de un enfriamiento, contraído mientras
paseaba por los páramos. Solamente un año antes, Charlotte había logrado superar la soledad de
Haworth casándose en junio de 1854 con el coadjutor del reverendo Patrick Brontë, el clérigo Arthur
Bell Nicholls.
NAPOLEÓN Y EL ESPECTRO
Bueno, como iba diciendo, el emperador se metió en la cama.
—Chevalier —le dijo a su ayuda de cámara—, corre esas cortinas y cierra la ventana antes de
salir de la habitación.
Chevalier hizo lo que se le había dicho, y después, tomando su palmatoria, salió.
Pocos minutos después, al emperador le pareció que su almohada estaba demasiado dura, y se
incorporó para sacudirla. Mientras lo hacía, se oyó un ligero crujido cerca de la cabecera. Su
Majestad escuchó, pero todo estaba en silencio cuando volvió a acostarse.
Apenas había adquirido una pacífica postura de reposo, la sed le importunó. Incorporándose
sobre el hombro, tomó un vaso de limonada del pequeño velador que estaba a su lado. Se refrescó
con un largo trago. Mientras devolvía la copa a su sitio, resonó un profundo lamento en el armario
del rincón de la habitación.
—¿Quién está ahí? —gritó el emperador, agarrando sus armas—. Habla, o te volaré los sesos.
Esta amenaza no surtió otro efecto que una risotada breve y cortante a la que siguió un silencio
sepulcral.
El emperador se levantó de su lecho y, poniéndose precipitadamente su robe-de-chambre, que
colgaba sobre el respaldo de una silla, se dirigió valerosamente al armario encantado. Mientras abría
la puerta, algo crujió. Saltó hacia delante con el sable en la mano. No apareció alma ni espectro
alguno, y el crujido, era evidente, procedía de una capa caída que había estado colgada de un clavo
de la puerta.
Medio avergonzado de sí mismo volvió a la cama.
Cuando estaba de nuevo a punto de cerrar los ojos, la luz de tres velas que ardían en un
candelabro de plata que había sobre la chimenea se oscureció repentinamente. Miró. Una sombra
negra y opaca la eclipsaba. Sudando de terror, el emperador estiró el brazo para agarrar el llamador,
pero un ser invisible se lo arrebató de la mano y, en ese mismo instante, la ominosa tiniebla
desapareció.
—¡Bah! —exclamó Napoleón—. Sólo era una ilusión óptica.
—¿Lo era? —susurró una voz hueca cerca de su oído en tono misterioso—. ¿Fue una ilusión,
emperador de Francia? ¡No! Todo cuanto habéis oído y visto es un triste augurio de la realidad.
¡Alzaos, portador del Estandarte del Águila! ¡Levantaos, adalid del Cetro de la Flor de Lis!
Seguidme, Napoleón, y veréis más.
Cuando la voz calló, una forma apareció ante su mirada atónita. Era la de un hombre alto y
delgado, vestido con un sobretodo azul de bordes dorados. Llevaba un pañuelo negro muy ajustado
en torno al cuello y prendido por dos pequeños palillos detrás de cada oreja. Su semblante era
lívido; la lengua le asomaba de entre los dientes y de sus cuencas unos ojos vidriosos e inyectados en
sangre sobresalían aterradoramente.
—Mon Dieu! —exclamó el emperador—. ¿Qué veo? Espectro, ¿de dónde vienes?
El aparecido no habló, pero se deslizó hacia delante y, levantando un dedo, le hizo señas a
Napoleón para que le siguiera.
Controlado por una misteriosa influencia, que le arrebató la capacidad de pensar o actuar por
propia voluntad, obedeció en silencio.
La pared de la estancia se abrió cuando se aproximaron y, cuando ambos la hubieron atravesado,
se cerró tras ellos con un sonido atronador.
Habrían caminado en total oscuridad de no ser por una tenue luz que rodeaba al fantasma y
mostraba los húmedos muros de un largo pasillo abovedado. Lo recorrieron con silenciosa rapidez.
Poco después, una fría y refrescante brisa que aullaba en la bóveda, que hizo que el emperador se
arrebujase más en su camisón, les anunció que se acercaban al aire libre.
Pronto salieron, y Napoleón se encontró en una de las principales calles de París.
—Digno Espíritu —dijo, temblando ante el frío aire nocturno—, permíteme volver y ponerme
algo más de ropa. Volveré contigo enseguida.
—Caminad —replicó severamente su compañero.
Se sintió obligado, a pesar de la creciente indignación que casi le sofocaba, a obedecer.
Y caminaron por las calles desiertas hasta que llegaron a una casa señorial construida a orillas
del Sena. Aquí el Espectro se detuvo, las puertas se abrieron para recibirlos y entraron a un gran
salón de mármol, parcialmente oculto por un telón atravesado, a través de cuyos pliegues traslúcidos
se veía brillar una luz que ardía con deslumbrante fulgor. Una hilera de hermosas figuras femeninas,
ricamente vestidas, estaban en pie delante de la cortina. Llevaban en la cabeza guirnaldas de las más
hermosas flores, pero sus rostros estaban ocultos por macilentas máscaras que representaban
calaveras.
—¿Qué es esta farsa? —gritó el emperador, haciendo un esfuerzo por sacudirse las cadenas
mentales que le mantenían involuntariamente preso—. ¿Dónde estoy y por qué me has traído aquí?
—Silencio —dijo su guía, dejando colgar aún más su lengua negra y sanguinolenta—. Silencio, si
queréis evitar una muerte instantánea.
El emperador habría respondido, pues su coraje natural había vencido al temporal asombro al
que había sido sometido, pero justo entonces una música salvaje y sobrenatural atronó tras el enorme
telón, que ondeaba adelante y atrás y se encampanaba como si le agitase una contienda o batalla
interna entre vientos. En ese mismo momento una abrumadora mezcla del olor a carne corrupta,
combinado con el de las más ricas fragancias del Oriente, llenó sigilosamente el salón encantado.
Un murmullo de muchas voces se oía ahora a lo lejos y algo le agarró el brazo ansiosamente
desde atrás.
Se volvió frenéticamente. Sus ojos se encontraron con el conocido semblante de María Luisa.
—¡Cómo! ¿También tú estás en este lugar infernal? —dijo—. ¿Qué te ha traído aquí?
—¿Vuestra Majestad me permitirá haceros la misma pregunta a vos? —dijo la emperatriz,
sonriendo.
Él no respondió; el asombro se lo impidió.
Ahora ningún telón se interponía entre él y la luz. Había desaparecido como por arte de magia y
un espléndido candelabro apareció suspendido sobre su cabeza. Multitud de damas, ricamente
vestidas, pero sin máscaras de calavera, estaban a su alrededor, y unos alegres caballeros se
mezclaban entre ellas en adecuada proporción. La música aún sonaba, pero ahora se veía que
procedía de una orquesta de músicos mortales emplazados en una tarima cercana. En el aire aún se
olía el incienso, pero era un incienso ya no mezclado con hedor.
—Mon Dieu! —gritó el emperador—. ¿Qué es todo esto? ¿Dónde diablos está Piche?
—¿Piche? —replicó la emperatriz—. ¿Qué quiere decir Vuestra Majestad? ¿No preferís salir de
la habitación y retiraros a descansar?
—¿Salir de la habitación? Pues, ¿dónde estoy?
—En mi salón privado, rodeado de unos pocos miembros de la Corte a quienes yo había invitado
esta noche a un baile. Habéis entrado hace unos minutos en camisón y con los ojos fijos y abiertos.
Por la sorpresa que ahora demostráis, supongo que estabais andando en sueños.
El emperador cayó inmediatamente en un ataque de catalepsia, en el que continuó durante toda la
noche y la mayor parte del día siguiente.
Catherine Crowe
(1800 - 1876)

The Night-Side of Nature es, sin lugar a dudas, uno de los grandes clásicos de la literatura
esotérica del mundo anglosajón. Publicado en 1848, en dos volúmenes, por George Routledge &
Sons, a lo largo de más de 500 páginas su autora, Catherine Crowe, conjuga elementos estilísticos
propios de la narrativa gótica, tan popular en la época, con reflexiones de corte científico, Filosófico
y espiritista; recopila los elementos más misteriosos e inquietantes del folclore popular en torno a
sucesos terroríficos y/o extraños, y los contrasta con fenómenos paranormales auténticos, extrayendo
en la operación interesantes conclusiones sobre la existencia real de un mundo espiritual,
trascendente, no físico, capaz de dar un nuevo sentido a la vida humana. Por todo ello, no es nada
gratuito afirmar que The Night-Side of Nature es uno de los textos más influyentes en el nacimiento
de la moderna parapsicología. Sus páginas recogen, con afán enciclopedista, numerosos casos de
clarividencia, telepatía, premoniciones, poltergeist, apariciones espectrales, casas encantadas,
Doppelgängers, sueños premonitorios y telequinesis, sin olvidar los poderes mentales que
intervienen en las sorprendentes prácticas de un faquir —describe cómo fue hallado, en perfecto
estado físico, un santón hindú después de permanecer diez meses enterrado vivo…, sin trucos—, y
subraya el importante papel que desempeña la autosugestión en la aparición de estigmas, sin
intervención sobrenatural alguna, como en el caso de la monja alemana Anna Katharina Emmerick
(1774-1824) —cuyas visiones «místicas» sobre la crucifixión de Jesús, recogidas en el libro The
Dolorous Passion of Our Lord Jesus Christ according to the Meditations of Anne Catherine
Emmerich (1833), merece la pena reseñarlo, fueron una de las bases dramáticas del film de Mel
Gibson La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004)—. La fascinación de The Night-Side
of Nature en sucesivas generaciones de espiritistas, teósofos y ocultistas fue tremenda, de ahí la
admiración que le profesaron personajes como Arthur Conan Doyle, Madame Blavatsky, C. W.
Leadbeater, Camille Flammarion, Elizabeth Stuart Phelps y Eusapia Palladino.
Catherine Crowe (Stevens), mujer de brillante intelecto que se codeó sin complejos con los
mejores sabios europeos de todas las disciplinas a la hora de cotejar experiencias y conocimientos,
escribió: «… ¿cuándo admitirán nuestros científicos que sus intelectos no pueden abarcar en toda su
medida los diseños del Todopoderoso?» Sus creencias ocultistas no excluían ni la razón ni a Dios,
como tampoco el sentido de la oportunidad comercial. The Night-Side of Nature apareció en el
momento de máxima popularidad de la ghost story victoriana —cf. las obras de Sheridan Le Fanu,
Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Charles Dickens, Walter Scott…—, cuyo auge coincidió, por un
lado, con el desarrollo tecnológico y científico propio de la Revolución Industrial, mientras que, por
otro, con la proliferación de asociaciones ocupadas en la investigación psíquica —la prestigiosa The
Society for Psychical Research (SPR), fundada en 1882— y sociedades ocultistas y espiritistas —cf.
la Hermetic Order of the Golden Dawn, fraternidad de magia ceremonial, fundada en Londres en
1888 por William Wynn Westcott y Samuel MacGregor Mathers, o la Spiritualists National Union
(SNU), fundada en 1901, bajo el lema Light, Nature, Truth (Luz, Naturaleza, Verdad)—, acentuando
cierto declive de la religión tradicional. Catherine Crowe, por medio de Che Night-Side of Nature,
dio carácter «hermenéutico» a incidentes considerados hasta ese momento como pura fantasía.
Nacida en Borough Green, Kent (Inglaterra), Catherine Crowe (Stevens) pasó casi toda su vida
en Edimburgo, en Escocia. Autora de obras teatrales, de libros de cuentos infantiles, fue una
infatigable defensora del acceso a la educación universitaria de la mujer, y manifestó en diversas
ocasiones su simpatía por el Movimiento Sufragista, apoyó públicamente al filósofo y político John
Stuart Mill (1806-1873) cuando presentó a la Cámara de los Comunes en 1866 la primera petición
oficial del Comité por el Sufragio Femenino, Crowe también publicó dos novelas no muy exitosas,
Susan Hopley (1841) y Lilly Dawson (1847), eclipsadas por el éxito de The Night-Side of Nature.
En esta misma línea hallamos la recopilación de relatos de fantasmas Ghost Stories and Family
Legends (1859), en cuya preparación intervinieron de manera indirecta los amigos de la escritora,
quienes le contaron historias espectrales «verídicas» —lo que hoy llamaríamos leyendas urbanas—
y sucesos folclóricos relacionados con el retorno de los muertos al mundo de los vivos. La calidad
de la selección atrajo a Montague Summers (1880-1948), clérigo especializado en el estudio de lo
fantástico y lo sobrenatural en la literatura y el folclore —cf. The History of Witchcrafi (1926), The
Vampire in Europe (1929), The Physical Phenomena of Mysticism (1947)—, quien incluyó en su
peculiar antología Victorian Ghost Stories (1936) las narraciones “The Italian’s Story” y “Round the
Fire”.
«No puedo sino pensar que sería un gran paso para la humanidad si pudiéramos familiarizarnos
con la idea de que somos espíritus agregados durante un tiempo a la carne de un cuerpo (…). Pero al
disolverse la conexión entre el alma y el cuerpo, aunque cambia la condición externa del anterior, su
estado moral permanece intacto. Lo que el hombre ha hecho de sí mismo así será en la otra vida; su
estado es el resultado de su última vida; su cielo o el infierno está en él mismo», apuntó Catherine
Crowe en The Night-Side of Nature. Así pues, su aproximación al fenómeno de las posesiones
diabólicas en su capítulo “Possessed by Demons” oscila entre su abierta fascinación por tal
fenómeno como síntoma de la presencia de lo espiritual en el ser humano —aunque sea desde una
óptica negativa…—, y el deseo de arrojar algo de luz, desde la medicina y una rudimentaria
psiquiatría (estamos en 1848), a situaciones que rozan a menudo lo grotesco, cuando no caen
estrepitosamente en ello. Con una ligereza indigna de cualquier postura teológica, la posesión
diabólica había sido en épocas pretéritas la excusa perfecta para cometer todo tipo de tropelías,
impidiendo el avance de la ciencia para un correcto diagnóstico de enfermedades como la epilepsia,
la esquizofrenia o la paranoia. Recordemos que en la Inglaterra de la época en que se publicó The
Night-Side of Nature todavía estaban muy presentes los excesos cometidos en el siglo XVII por
Matthew Hopkins, The Witch-finder General, inquisidor puritano facultado por Oliver Cromwell y
el Parlamento inglés a limpiar los condados Suffolk y Essex, en East Anglia, entre 1644 y 1646, de
toda clase de brujas, brujos, herejes y posesos, sin reparar en los medios. Por ello, el valor
documental de “Possessed by Demons” es inmenso. Con todo el detalle que le es posible, Catherine
Crowe describe los casos, por ejemplo, de Rosina Wildin y Barbara Rieger, muchachas que
mostraban varios de los síntomas de posesión no solamente reconocidos por la iglesia católica en su
Ritual de Exorcismos y otras súplicas (1998) —poliglosia (capacidad de hablar lenguas
desconocidas para el poseso), fuerza extraordinaria…—, sino presentes en el exorcismo,
documentado de manera mucho más fiable, de Annelise Michel, acaecido en Klingenberg
(Alemania), entre 1968 y 1976 —Annelise murió a consecuencia de las terribles secuelas físicas que
los cuarenta y dos exorcismos (¡) practicados por los sacerdotes Ernst Alt y Arnold Renz dejaron en
su cuerpo; tenía 23 años…—, o el de Robert Mannheim, en Mount Rainer, Maryland (USA), ocurrido
en 1949, y que sirvió de inspiración a un estudiante católico de la Universidad de Georgetown
llamado William Peter Blatty, para escribir, años después, el libro más famoso sobre el Demonio de
la era moderna, El Exorcista (The Exorcist, 1971), del cual vendió más de trece millones de copias
sólo en inglés.
POSEÍDOS POR DEMONIOS
De todos los aspectos de la brujería y lo sobrenatural a los que he prestado mi atención, es el de
la posesión demoníaca el que muy probablemente más me haya fascinado. Muchos médicos alemanes
sostienen que es posible que se den esas instancias genuinas de la posesión, y hay a este respecto
numerosos trabajos publicados en alemán. Por lo demás, para este mal concreto que es la posesión,
ofrecen el magnetismo como único remedio, toda vez que es a través de su práctica cuando el sujeto
puede acceder a una comunicación más directa y efectiva con los espíritus malignos y conseguir así
su neutralización. Dicen dichos médicos que, no obstante ser los de la posesión supuestos aislados, e
incluso raros de verse, sus víctimas pueden ser de uno u otro sexo, y de una u otra edad, de manera
que nadie queda a salvo de la desgracia que supone caer en la posesión demoníaca. Es un grave
error, en consecuencia, suponer que la posesión demoníaca concluyó con la resurrección de Cristo, o
que esa alusión de las Escrituras al sujeto poseído por un demonio alude únicamente al que sufre de
convulsiones o de insania mental.
El mal de la posesión, que no es contagioso, sin embargo, fue bien conocido por los griegos; y en
tiempos más recientes Hoffmann nos ha recordado varios y muy señalados casos. Entre los síntomas
más claros de la posesión demoníaca se cuentan el hablar del paciente con una voz que no es la suya,
las convulsiones aterradoras y los movimientos descontrolados del cuerpo, todo lo cual se manifiesta
de súbito, sin una sintomatología previa, además de la proclamación de blasfemias, el uso de un
lenguaje obsceno, el conocimiento de lo que permanece en secreto y la visión del futuro, además de
los vómitos de cosas extraordinariamente raras como pelos, clavos, agujas, etcétera, etcétera… He
podido observar, sin embargo, que las opiniones al respecto que se dan en Alemania no son
coincidentes, ni siquiera entre quienes han tenido la ocasión de observar oportunamente casos de
posesión demoníaca.
El doctor Bardili tuvo un caso en 1830, considerado como uno de los más decididamente claros
de cuantos haya presentado la posesión demoníaca. La paciente era una campesina de treinta y cuatro
años, que nunca había padecido ninguna enfermedad y cuyo cuerpo mostraba gran corrección en
todas sus funciones, incluso cuando la mujer daba muestras del extraño fenómeno. Debo observar que
la paciente estaba felizmente casada, que tenía tres hijos y que no era una fanática religiosa; tenía
además un carácter afable y era persona muy bien dispuesta para el trabajo y el cumplimiento de
todas sus obligaciones. Pues bien, no obstante todo eso, y sin que se dieran en ella síntomas previos
de trastorno, ni causas perceptibles de su comportamiento sorprendente, un mal día se vio atacada de
convulsiones violentísimas mientras del fondo de su pecho le salía una voz extraña y aterradora, la
voz propia de un espíritu maligno que habitara en la forma humana de la buena mujer.
Cuando tal fenómeno se daba en ella, la campesina no parecía la misma pues perdía su
individualidad; sin embargo, una vez superó el acceso, volvió a ser la de siempre, la mujer afable y
cumplidora de sus obligaciones que todos conocían. Pero nadie pudo olvidar las blasfemias que dijo
con aquella voz extraña, ni las maldiciones que profirió incluso en contra de sus seres más queridos.
Es más, una vez recuperada, su cuerpo mostraba heridas y magulladuras que ella misma se había
causado en el curso de aquellos ataques, pues en medio de las terribles convulsiones que sufriera
rodaba por el suelo y se golpeaba con innumerables objetos, presa de una furia indescriptible. Ya
recobrada, no era capaz de recordar nada de lo ocurrido; sólo podía lamentarse de lo que le contaban
que había hecho, llorando entonces desconsoladamente.
Los hechos se repitieron con alguna frecuencia, cada vez mayor, durante tres años. En ese tiempo
fue perdiendo su vitalidad hasta parecer casi un esqueleto, pues en medio de los accesos, que eran de
una violencia variable, no podía ni comer, ya que cuando iba a llevarse la cuchara a la boca se le
volvía ésta, como guiada por otra mano, y el alimento se derramaba por el suelo. Una afección que,
como ya se ha dicho, duró tres años. No había remedio contra aquellas manifestaciones de insania;
sólo hallaba la mujer un poco de alivio en las oraciones que hacía acompañada de los suyos, aunque
en ocasiones, cuando la buena mujer oraba, el demonio que la poseía reaccionaba violentamente y
hacía que se levantase cuando ya se había arrodillado, y en vez de las palabras santas de la oración
le salía a la campesina por la boca una retahíla de blasfemias acompañada de una risa espantosa,
todo lo cual cesaba únicamente por la insistencia en el rezo de quienes la acompañaban. Cabe
señalar, sin embargo, que no obstante todo lo anterior, la mujer pudo engendrar un nuevo hijo en ese
tiempo, y que cuando nació le mostró el cariño debido y le procuró los cuidados necesarios, sin que
su condición de madre se resintiese en todo ello. Pero el demonio aguardaba.
Finalmente, y debido al magnetismo, la paciente cayó en una especie de sonambulismo en el que
se dejó sentir una voz procedente de sí misma, que no era empero la suya, sino la de su espíritu
protector, que la llamaba a ser paciente y a tener esperanza, y que le hizo la promesa de que el
diabólico huésped que albergaba a su pesar sería obligado a abandonar sus cuarteles muy pronto.
Curiosamente, la campesina caía a menudo en un estado de magnetismo sin la ayuda de un
magnetizador. Y pasados aquellos tres años, quedó enteramente liberada del demonio que la
poseyera, recobrando por completo la salud y mostrándose tan afable y digna como siempre lo había
sido.
En otro caso, el de la niña de diez años Rosina Wildin, un caso que se dio en Pleidelsheim en
1834, el demonio anunció la posesión que hiciera de la criatura proclamando desde el interior de la
pequeña: «¡Aquí estoy!» Fue de veras sorprendente oír aquel grito de voz hosca y masculina en la
niña, que yacía como muerta pero convulsa, moviéndose brutalmente, hasta que de nuevo se dejó
sentir desde su interior la voz del demonio, que decía: «¡Y ahora me voy otra vez!», con lo que la
pequeña recuperó la paz. Aquel demonio a veces se expresaba en plural, pues como dijo en una
ocasión estaba acompañado de otro maligno, un diablo mudo, por el que tenía que hablar: «El mudo
es quien hace que la niña se contorsione y gire sobre sí misma, el que le distorsiona los gestos, el que
le vuelve los ojos, el que hace que le rechinen los dientes y todo lo demás… Yo sólo proclamo lo
que él me ordena», decía el demonio que hablaba. Pero también aquella niña se curó mediante el uso
del magnetismo.
Barbara Rieger, otra niña de diez años, natural de Steinbach, fue igualmente poseída por dos
espíritus malignos en 1834, los cuales, además de hablar con dos tonos de voz y al tiempo, voces
masculinas ambas, se expresaban también en diferentes dialectos. Uno decía haber sido albañil en
otro tiempo, y el segundo proclamaba su antigua condición de verdugo. Éste era el peor de los dos.
Cuando hablaban, la niña cerraba los ojos; cuando los abría, no recordaba nada. El demonio que
fuera albañil confesaba haber sido un gran pecador, y hasta parecía mostrar cierto grado de
arrepentimiento, pero el que fue verdugo no hablaba de su vida anterior. A menudo pedían de comer,
por lo que la niña recibía grandes cantidades de alimento mientras se hallaba en trance, con lo cual,
cuando volvía en sí tenía hambre, pues ellos se lo habían comido todo. El albañil trasegaba además
grandes cantidades de licor, y si no se lo daban hacía gala de un lenguaje muy procaz y causaba
fuertes convulsiones a la niña, que una vez recobrado el sentido mostraba gran aversión hacia el
alcohol. No paraban, con sus exigencias, de causar daño a la pequeña, que finalmente pudo ser
curada mediante el magnetismo… El demonio que había sido albañil resultó prontamente expulsado
de su cuerpo, pero el verdugo fue mucho más tenaz y resistente. En cualquier caso, al cabo fue
derrotado, lo que quiere decir que se consiguió que saliera del cuerpo de la niña, con lo que ésta
recuperó por completo la paz y la salud.
En 1835, un ciudadano de lo más respetable, cuyo nombre no ha sido facilitado por los médicos,
acudió a la consulta del doctor Kerner. Tenía treinta y siete años, y a partir de los treinta había
comenzado a mostrar un carácter atrabiliario, sumamente raro, por lo que llevaba siete años de
posesión demoníaca. Eso había llenado de infelicidad a su familia, tanto como a sí mismo. Ya no era
el hombre cordial y morigerado que fue siempre, sino grosero y despectivo, con frecuentes arrebatos
de cólera. Un día, para colmo, salió de él una voz extraña e insolente que dijo ser la de un demonio
que en otro tiempo fue el magistrado S., y que llevaba todos esos años, entonces seis, poseyendo el
cuerpo del infortunado. Al cabo, cuando se obtuvo mediante magnetismo su expulsión, la víctima,
aquel hombre a quien tanto le había cambiado el carácter en siete años, cayó al suelo entre violentas
convulsiones que parecieron a punto de quebrar todo su cuerpo. Mas luego de una larga pausa en la
que pareció muerto, recobró por completo la salud y volvió a ser el hombre digno y educado que
siempre fuera.
En otro caso, una joven de Gruppenbach, aun hallándose en disfrute pleno de todos sus sentidos,
oyó un mal día la voz del demonio que la tenía posesa (y que era el alma de una persona ya
fallecida), y no pudo evitar que salieran de sí tantas malas palabras como aquel demonio decía.
En resumen, que no son tan extraños los casos de posesión demoníaca, ni carecemos de
descripciones prolijas de los mismos… Eso supone, ni más ni menos, que el fenómeno de la
posesión existe, aunque no me atreva a señalar hasta cuándo seguirán siendo así las cosas, pues
realmente sabemos muy poco de su génesis, que es lo importante. Todo lo más, y en contra de cierta
tendencia actual a negar la existencia del fenómeno, podemos afirmar que tales casos son ciertos,
pues están perfectamente comprobados, y no es cosa de continuar diciendo que dichos supuestos son
imposibles.
Cabe esperar, igualmente, que en la medida en que dichas evidencias de la posesión demoníaca
se han dado en otros países, el nuestro no tiene por qué ser una excepción. Por mi parte, puedo dar
cuenta de un suceso al respecto, en el que sin embargo se perciben otros influjos muy diferentes
debidos a la posesión por parte de los espíritus.
Ocurrió en Bishopwearmouth[13], cerca de Sunderland, en 1840; y aunque los hechos fueron
recogidos y publicados por dos médicos y dos cirujanos, además de vistos por muchas otras
personas, son poco conocidos. En cualquier caso, me parece que son elocuentes en sí mismos tales
hechos, cualquiera que sea la interpretación que pretenda dárseles.
La paciente, Mary Jobson, estaba entre sus doce y trece años; sus padres, personas muy
respetables, la llevaban siempre a la escuela dominical. Mary cayó enferma en noviembre de 1839,
sufriendo de inmediato horribles convulsiones en medio de las cuales se desgarraba los vestidos
hasta quedar completamente desnuda. Fue así durante varias semanas. Y fue en ese tiempo cuando sus
padres observaron que de Mary salía el sonido de unos golpes extraños, como si alguien golpeara
una puerta que hubiese en el interior de la niña. Ocurría en distintos lugares y a horas diferentes, pero
sobre todo cuando Mary ya se había acostado y dormido con las manos fuera del abrigo de la cama.
Una noche, atentos sus padres a tales fenómenos, escucharon una voz en vez de aquellos golpes,
algo que los sorprendió extraordinariamente, algo que no acertaron a explicarse salvo pasado mucho
tiempo, cuando el caso ya quedó explicado por los médicos. Primero fue un ruido metálico, como de
choque de armas, y después una especie de temblor, harto ruidoso igualmente, que pareció ir a
derrumbar la casa; siguieron pasos de alguien a quien no veían, mientras el suelo de la casa se
llenaba de agua de cuya procedencia no era posible dar cuenta, y más sonidos: el de las cerraduras
de las puertas que se abrían y, por encima de todos, una música muy dulce. Los médicos y el padre de
la niña sospecharon de algo sobrenatural y procedieron a adoptar las precauciones oportunas; pero
nadie supo en un principio interpretar correctamente aquel misterio.
Se trataba, sin embargo, de un espíritu benéfico, que al fin se manifestó para dar a la familia muy
buenos consejos. Muchos fueron los que acudían a contemplar tan asombroso fenómeno, y no pocos
de entre ellos hubieran querido escuchar aquella voz tan sabia en sus propias casas. Deseos que se
cumplieron en algunos casos. Así, Elizabeth Gauntlett, mientras atendía a sus tareas domésticas un
buen día, oyó una voz que le decía: «Ten fe y escucharás la palabra de Dios, que habrás de oír
atentamente, con tu más entregado oído». Elizabeth, asombrada, no pudo evitar una exclamación:
«¡Qué es esto, Dios mío!» Y apenas lo dijo vio ante sí una pequeña nube muy blanca. Aquella misma
noche volvió a dejarse sentir tan dulce voz, que le dijo: «Mary Jobson, una de tus alumnas de la
escuela dominical está muy enferma; acude a verla, pues si lo haces ayudarás a que se ponga bien».
Elizabeth no sabía dónde vivía Mary, pero después de enterarse allá que fue; y ya ante la puerta de la
casa oyó la misma voz, que la invitaba a entrar. Lo hizo y se dirigió a la habitación de la niña, donde
escuchó otra voz, tan dulce y bonita como la que antes oyese, que la llamaba a tener fe y que además
le dijo: «Soy la Virgen María». La voz de la Virgen le prometió una señal cuando volviese a casa y,
en efecto, aquella misma noche, tras visitar a su alumna, y mientras leía la Biblia antes de acostarse,
oyó la misma voz que le decía: «Jemina[14], no temas, que soy yo… Si obedeces a lo que te diga, la
paz será siempre contigo, nunca padecerás males». Lo mismo ocurrió en otras visitas de la Virgen,
mas dejándose sentir en ellas, junto con su voz, una música celestial, la más exquisita música.
El mismo fenómeno pudo observarse por parte de muchos, algunos de los cuales recibieron
reproches de la voz por sus muy humanas quejas, aunque la voz los llamaba a ser corajudos y
esperanzados. Otros oyeron también las voces de familiares que ya habían muerto, y tuvieron con
ellas muchas revelaciones.
Una vez dijo la voz a Mary Jobson: «Alza los ojos y verás en el techo el sol y la luna». Y de
inmediato se vieron en el techo un sol hermoso y una luna bellísima, que todo lo llenaban de
tonalidades anaranjadas, verdes, amarillas, plateadas… Pero el padre de la niña, que no obstante el
milagro obrado en su hija seguía siendo un hombre escéptico, quiso limpiar el techo de la habitación,
y lo hizo con denuedo, hasta quedar agotado, pero fue en vano: allá siguieron el sol hermoso y la luna
bellísima.
Entre otras muchas cosas, a cada cual más prodigiosa, la voz dijo en otra ocasión a la niña que
parecía sufrir por algo; la niña dijo que no, pero también que no sabía dónde tenía su cuerpo, y que
temía que su espíritu la hubiese abandonado para tomar posesión del cuerpo de otra persona; y que el
cuerpo de esta persona, por ello, acaso hablara con el grito de una trompeta. La voz le dio el
consuelo que precisaba la niña, llenándola de tranquilidad. Y también habló a la familia y a quienes
acudían a la casa para presenciar los milagros, de muchas cosas referidas a familiares y amigos
distantes, para probar que decía la verdad.
La niña vio en dos ocasiones a la divina forma junto a la cabecera de su cama, y Joseph Ragg,
uno de los vecinos que habían acudido a la casa para contemplar los prodigios, ya de regreso a su
casa, vio una figura alta y luminosa, muy bella, que se acercaba a su cama a las once en punto de la
noche del 17 de enero. La figura vestía ropas de hombre, no obstante lo cual dimanaba de ella una
gran delicadeza. Aquella misma noche volvería a verla de nuevo, horas más tarde. En esta segunda
ocasión la figura luminosa descorrió las cortinas de la ventana del cuarto y lo miró bondadosamente,
quedando así, contemplándole, durante un cuarto de hora. Cuando se esfumó, las cortinas, por sí
solas, volvieron a cerrarse en la ventana. Y un día, hallándose de visita en la habitación de la niña
enferma, Margaret Watson vio un cordero que, después de entrar tranquilamente por la puerta del
cuarto, fue a sentarse junto al padre de la niña, John Jobson, sin que él lo viera.
Pero uno de los hechos más reseñables de este caso es, sin duda, el de la bellísima música
celestial que tantos escucharon, incluso el escéptico padre de la pobre niña enferma. Eso, desde
luego, fue lo que acabó obrando su conversión. Aquella música se había dejado sentir
ininterrumpidamente durante dieciséis semanas; unas veces parecía la de un órgano, pero mucho más
bonita; otras, la de un coro de voces que cantara canciones sagradas cuyas palabras se escuchaban
claramente; y a veces también parecía el rumor apacible del agua de un arroyo. Y cuando la voz
deseaba que corriese el agua, sin que cesaran aquellos cánticos, el agua corría. Entonces comprendió
el escéptico padre de la niña que el agua derramada en el suelo de la casa en aquella ocasión se
debía a cosa tan concreta. Y que podía darse el prodigio, no una vez, sino veinte veces, como él
mismo proclamaba entusiasmado.
En todo el tiempo que se dio este caso las voces decían a la familia y allegados que aún faltaba
por obrarse un milagro definitivo en la niña Mary Jobson. Y así, finalmente, el 22 de junio, cuando
estaba más enferma que nunca, y su familia y amigos rezaban ardorosamente para pedir por su vida,
se dejó sentir la voz de la Virgen a las cinco en punto de la tarde para ordenar que le fueran
cambiadas las sábanas de la cama, y que le fueran igualmente cambiadas la ropas a la niña, y que
todos abandonasen la habitación, salvo un niño que allí estaba, de dos años y medio de edad…
Obedecieron. Y cuando al rato volvieron a entrar en el cuarto de la enferma les fue dado observar
que Mary estaba completamente repuesta, sentada en una silla con el niño en sus rodillas. Y desde
aquel día jamás volvió a ponerse enferma. El informe en el que se da cuenta de estos hechos data del
30 de enero de 1841.
Claro está, muchos se reirán de todo esto, asegurando que tales hechos nunca se dieron porque
son, no ya imposibles, sino absurdos; pero fueron muchos, gentes honestas e inteligentes, los que
pudieron comprobarlos por sí mismos. Yo misma, he de confesarlo, me resistí a creer en todo ello,
por mucho que los hechos concordasen con mis propias creencias. Pero es que no fue una casualidad,
no fue un fenómeno que durase un día, ni siquiera una hora, sino muchos meses; y no es menos
evidente que el padre de Mary, un hombre escéptico donde los hubiera, acabó convencido del
prodigio, lamentando en lo sucesivo haber sido blasfemo e intolerante, además de incrédulo.
El doctor Reid Clanny, que elaboró un informe sobre el caso, con la ayuda de los innumerables
testigos del mismo, es un médico con muchos años de experiencia, y es también, según me parece, el
inventor de la lámpara de aceite con protección de cristal[15], y declaró su convicción de que los
hechos eran ciertos y demostrables, asegurando a sus lectores que «mucha gente que detenta cargos
en la jerarquía eclesiástica, así como varios ministros de otras confesiones, además de miembros
notables de la sociedad, respetados por su sabiduría y piadosos sentimientos, se muestran
complacidos con las explicaciones dadas a propósito de estos prodigios». Cuando vio por primera
vez a la niña en su lecho del dolor, aparentemente insensible, con los ojos fijos e inyectados en
sangre, supuso que Mary padecía algún mal en su cerebro, no creyendo que hubiera en su enfermedad
ningún misterio de tipo sobrenatural. No obstante, los exámenes a que sometió a la infeliz paciente lo
llevaron muy pronto a creer lo contrario[16].
También dio cuenta el médico en su informe de cómo, mientras duró la enfermedad de la niña,
tanto sus familiares como el mentado Joseph Ragg oyeron la misma música celestial casi sin
interrupción; y escribió igualmente que Mr. Torbock, un cirujano que se mostró asombrado al conocer
todo lo concerniente a la enfermedad y posterior curación de Mary Jobson, le refirió a su vez otro
suceso en el que, cuando murió una persona a la que había asistido, se dejó sentir igualmente una
música celestial, muy deliciosa, que a todos los presentes llenó de paz.
No son casos aislados, sin embargo. Se ha referido con frecuencia el hecho, comprobado por
muchas personas, de que cuando alguien muere se deja sentir una música celestial. Tengo
innumerables testimonios al respecto.
Mas, volviendo a las investigaciones hechas sobre el caso de Mary Jobson, el doctor Clanny
llegó a la convicción de que el mundo espiritual se identifica a menudo con nuestros problemas
humanos a tal extremo que, como dice el doctor Drury, otro sabio, no queda más remedio que aceptar
el hecho de que vivimos en un mundo espiritual, por lo que él mismo, cuando atendió a Mary, se vio
inmerso en instancias no precisamente terrenales, esas que, según sus propias palabras, «consiguen
llegar desde esos confines de los que, como suele decirse, no regresan los viajeros».
Dinah Mulock
(1826 - 1887)

Según explica el ensayista norteamericano Richard H. Tyre en su artículo “A Note to Teachers


and Parents”, artículo en el cual reflexiona sobre las esencias y mecanismos de la ghost story
anglosajona —y que sirve de prefacio a la antología de Michael & Don Congdon Alone by Night
(Ballantine Books, Nueva York, 1967)—, cualquier (buen) cuento de fantasmas empieza «anclado en
la más recalcitrante realidad, con una escena de la vida cotidiana descrita con nitidez y precisión.
Los protagonistas son siempre escépticos, e incluso cínicos, en lo tocante a lo sobrenatural». «Pero
en un segundo movimiento del relato —prosigue Tyre— se introduce un elemento perturbador o
incomprensible que el lector o el héroe del cuento podrían interpretar de dos maneras: bien como
intervención de lo fantástico, o como un hecho extraño susceptible de ser interpretado de forma
racional (…). Desde luego, el protagonista lo interpreta de manera lógica, sensata, hasta que una
nueva serie de sucesos le convencen de que es inútil todo intento de racionalizar lo que ocurre a su
alrededor. He aquí el “descenso a las tinieblas” presente en todo cuento de fantasmas. Siempre existe
la posibilidad —concluye— de que dicho descenso a las tinieblas pueda explicarse mediante una
alucinación, un sueño o un trastorno mental. Pero aún queda ese último párrafo, ese último y taimado
detalle que conserva el recuerdo de lo que pasó, ese último grito, esa última desaparición que nadie
puede explicar».
Las reflexiones de Richard H. Tyre, suscitadas por la obra de autores tan masculinos y
contemporáneos como Richard Matheson, Frank Belknap Long, Robert Bloch o Henry Kuttner, trazan
un excelente perfil creativo del relato de Dinah Mulock “The Last House in C——— Street”,
publicado por primera vez en el número de agosto de Fraser’s Magazine en 1856. Su brevedad,
realismo, atmósfera y crescendo inteligentemente logrado, unidos a unas leves pinceladas de ironía
nada desmitificadora, consiguen un agradable frisson espectral que, sin rechazar abiertamente la
existencia de los fantasmas, tampoco cierra la puerta a tan inquietante posibilidad. Efectivamente,
semejante ambivalencia queda muy bien expuesta en la elegante cita del Hamlet (1600-1602) de
William Shakespeare —aludiendo, sin mencionarlo explícitamente, al momento en que el príncipe de
Dinamarca contacta con el espíritu de su padre: «Do you think that Shakespeare believed in — in
what people call “ghosts?”» («¿Crees que Shakespeare creía en…, en lo que la gente llama
“fantasmas”?»), comenta la protagonista del relato, la Sra. MacArthur—, ambivalencia capaz de
atenuar el horror hasta reducirlo a una elaborada capa de misterio —recordemos el paisaje nocturno,
lívido, lunar, en el que tienen lugar las apariciones, sonoras y visuales, del fantasma; las
pesadillas…—. Al leer “The Last House in C——— Street” uno tiene la sensación de que su autora,
Dinah Mulock, tenía en mente, en todo instante, una de las más célebres y angustiosas frases de
Hamlet. Aquella en la que el protagonista, tras contemplar estremecido la sombra del difunto
monarca, exclama: «Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu
filosofía» (acto I, escena V). Una manera muy poética de dejar clara su postura frente a lo oculto y de
homenajear a sus maestros: en “The Last House in C——— Street” encontramos el fantasma de una
mujer, de una madre, aunque no murió asesinada, como el rey de Dinamarca, sino durante un parto
que se complicó dramáticamente…
“The Last House in C——— Street” puede también leerse como una especie de cuento de hadas
para adultos. Si tomamos como modelo a Bruno Bettelheim, podríamos decir que la ghost story
revela la vida humana vista, sentida o vislumbrada desde las zonas más sombrías de su interior,
enfrentando al lector a su miedo a la muerte, al dolor físico y psíquico, a sus pavores más absurdos y
primitivos. Quizá en ello haya jugado un importante papel la carrera de Dinah Mulock como
narradora infantil y juvenil —peculiaridad que comparte con algunas escritoras presentes en esta
antología como, por ejemplo, Edith Nesbit—, con obras de la categoría de The Little Lychetts
(1855), The Fairy Book (1863), The Adventures of a Brownie (1872) o The Little Lame Prince and
His Travelling Cloak (1875).
Hija del pastor evangelista Thomas Mulock, hombre de rígidas costumbres morales a quien, sin
embargo, le gustaban la literatura y la poesía —sus sermones, a decir de quienes le conocieron,
poseían un vibrante estilo literario—, Dinah María Mulock nació en Stoke-on-Trent, Staffordshire —
aunque casi toda su niñez la pasó en Newcastle-under-Lyme, lugar que siempre evocaba con cariño
—, y se educó en Brampton House Academy, escuela situada muy cerca de su casa, donde pudo leer
y disfrutar por primera vez —atraída por sus ilustraciones— novelas como Simbad el marino o
Robinson Crusoe. Luego, ya llegada a la adolescencia, Jane Austen, Edward Bulwer-Lytton, sir
Walter Scott y Charles Dickens, además de Shakespeare y Chaucer, se convirtieron en sus lecturas
predilectas. Le servían para escapar mentalmente de la monótona rutina cotidiana, de una educación
orientada a convertirla en buena esposa, buena cristiana y, como mucho, una buena maestra o
institutriz. En el verano de 1839, Dinah se traslada con su familia a Londres, donde estudió italiano,
griego y latín y aprendió a dibujar en la Government School of Design at Somerset House.
Atendiendo a los requerimientos de su hija, Thomas Mulock incluso utilizó sus influencias para
emplearla como profesora de literatura inglesa. Por entonces ya había decidido que se dedicaría a
escribir, la única profesión en la cual las mujeres podían competir con los hombres «… y batirlos en
su propio terreno» (A Woman’s Thoughts about Women, cap. 3). Un proyecto que se retrasó a causa
de la muerte de su madre en 1845, lo cual la obligó a ocupar su puesto a la hora de administrar la
casa y cuidar de sus hermanos Tom y Benjamín. No será, pues, hasta 1847 cuando arrancará
definitivamente su proyecto literario —espoleada por el tremendo éxito, según reconoció, de Jane
Eyre (1847), de Charlotte Brontë—, y después de ocuparse un tiempo, por cuestiones puramente
económicas, a la literatura infantil, publicó su primera novela, The Ogilvies (1849) —emotivo y
peculiar análisis de las relaciones sentimentales y maritales (ergo sociales) de la Inglaterra
victoriana—, a la que siguieron Olive (1850) —curiosa variación, en el sentido musical del término,
de la novela de Charlotte Brontë con la que guarda estrechas similitudes—, The Head of the Family
(1852) y Agatha’s Husband (1853), hasta que consiguió un tremendo éxito de crítica y público con
John Halifax, Gentleman (1857). Éxito que se confirmó con A Life for a Life (1859), extraordinaria
novela epistolar que contrasta las dramáticas vivencias de un hombre y una mujer, Max Urquhart y
Dora Johnston —él ha cometido un crimen pasional; ella, madre soltera—, cuyos particulares
periplos de sufrimiento y redención demuestran que, emocionalmente, no son nada distintos.
Considerada una excelente y ocurrente conversadora por todos aquellos que la conocieron y
admiraron, interesada por el espiritismo, muchos destacan su atractivo personal por encima del
meramente físico —las fotografías que de ella se conservan desvelan que su rostro guardaba un
parecido inaudito con la reina Victoria—. Soltera durante muchos años, celosa de su independencia
personal y profesional, ante la sorpresa de todos acabó casándose, a los treinta y nueve años, el 29
de abril de 1865, con Alexander Macmillan (1818-1896), co-fundador junto a su hermano Daniel de
la editorial Macmillan & Company. Cuatro años después adoptaron a una niña abandonada, Dorothy,
a la que sus padres se referían como el regalo del cielo. A pesar de convertirse en una notable ama
de casa y madre, Dinah Mulock jamás descuidó su prestigiosa y lucrativa carrera literaria —salvo
durante los primeros años de vida de Dorothy, pese a la tibia oposición de su esposo—, como
demuestran sus novelas A Brave Lady (1869-70), Hannah (1871), Young Mrs. Jardine (1879) y King
Arthur: Not a Love Story (1886). Inmersa en los preparativos de la boda de su hija, el 12 de octubre
de 1887, un infarto acabó con su vida. Sus últimas palabras fueron: «¡Si pudiera vivir un poco más!;
pero no importa, no importa…» Enterrada en la abadía de Tewkesbury, entre los amigos que le
rindieron su postrer homenaje figuraban lord Tennyson, Matthew Arnold, Robert Browning, Mrs.
Oliphant, sir John E. Millais, el profesor T. H. Huxley y James Russell Lowell.
LA ÚLTIMA CASA EN LA CALLE C…
No suelo creer en fantasmas; no veo para qué sirven. Aparecen, esto es, dicen que aparecen, tan
irrelevantes, tan sin propósito, tan ridículos en suma, que tanto el sentido común sobre las cosas de
este mundo como el sentido sobrenatural sobre los asuntos del otro se rebelan del mismo modo.
Además, nueve de cada diez «importantes historias de fantasmas» se explican fácilmente, y en la
décima, cuando fallan todas las explicaciones naturales, una se inclina, habiendo descubierto la
extraordinaria dificultad que existe en esta sociedad en entender ese asunto tan resbaladizo que
llamamos hechos, a sacudir la cabeza incrédulamente, diciendo: «¡Pruebas! ¡Es una cuestión de
pruebas!»
Pero mi incredulidad no surge de un escepticismo tozudo o de desprecio sobre la posibilidad,
por improbable que sea, de que existan las impresiones o comunicaciones provenientes de un espíritu
totalmente inmaterial, lo que vulgarmente se llama un «fantasma». No hay credulidad más ciega ni
ignorancia más infantil que la del sabio que intenta medir «el cielo y la tierra y todo lo que hay bajo
ella» con la limitada vara de medir de su cerebro. ¿Acaso nos atrevemos a discutir sobre cualquier
misterio del universo diciendo: «Es inexplicable, y por lo tanto imposible»?
Asumiendo estas opiniones, aunque sólo como opiniones, estoy a punto de relatar lo que debo
confesar que a mí me parece una auténtica historia de fantasmas; sus pruebas externas y
circunstanciales son indisputables, mientras que sus causas y resultados psicológicos, aunque no son
fáciles de narrar, son más difíciles de explicar. El fantasma, como el de Hamlet, era un «espíritu
honesto». De su hija, una anciana dama quien, ¡bendita sea su buena y gentil memoria!, ha aprendido
desde entonces los secretos de todas las cosas, oí esta historia auténtica.
—Querida —me dijo la señora MacArthur (era en los primeros días que las mesas se movían,
cuando los jóvenes se burlaban y los mayores se escandalizaban ante la idea de invocar a la mesa del
salón a los ancestros fallecidos y descubrir las maravillas del mundo angélico por los movimientos
de un sombrero o los giros de un plato)—, querida —continuó la anciana—, no me gusta jugar con
fantasmas.
—¿Por qué no? ¿Cree en ellos?
—Un poco.
—¿Alguna vez ha visto alguno?
—Nunca. Pero una vez oí…
Parecía hablar en serio, como si no le hubiese gustado hablar de ello, tanto por una sensación de
respeto como por miedo al ridículo; pero nadie podría haberse reído de las ilusiones de una gentil
anciana que nunca le había dirigido una palabra desagradable o satírica ni a un alma. Y su evidente
respeto era extraordinario en una persona que poseía tantísimo sentido común, tan poca fantasía y
ninguna imaginación.
Sentí mucha curiosidad por oír la historia de fantasmas de MacArthur.
—Querida, fue hace mucho tiempo, tanto que quizá crea usted que olvido y confundo las
circunstancias, pero no es así. A veces creo que una recuerda más claramente sucesos ocurridos en la
juventud (aquel año tenía yo dieciocho años) que muchos eventos más cercanos. Y además, tenía
otros motivos para recordar vívidamente todo lo que tuvo que ver con aquellos años, pues debe
saber que estaba enamorada.
Me miró con una sonrisa apacible y de reproche, como esperando que mi juventud no lo
considerase algo tan imposible o ridículo. No, estaba muy interesada.
—Enamorada del señor MacArthur —dije, sin que fuese una pregunta, pues era aquel momento
arcádico de la vida en que una toma como necesidad natural, como verdad indiscutible, que todo el
mundo se casa con su primer amor.
—No, querida; no del señor MacArthur.
Yo me quedé tan pasmada, tan completamente asombrada, pues había tejido un cierto ideal
alrededor de mi buena y vieja amiga, que me quedé cinco largos minutos mirando tejer en silencio a
Mrs. MacArthur. Mi sorpresa no fue a menos cuando dijo con una sonrisa:
—Era un joven caballero de posibles y me tenía mucho cariño; más bien, estaba orgulloso. Pues
aunque no lo crea, querida, en aquellos tiempos yo era una belleza.
No lo dudé. El cuerpo pequeño, las manos y pies diminutos; de verla por la espalda, uno hubiese
tomado a Mrs. MacArthur por una jovencita aún. Ciertamente, los miembros de la generación
anterior vivían más calmada y tranquilamente que nosotros.
—Sí, era la belleza de Bath. El señor Everest se enamoró de mí allí. Yo estaba encantada, porque
justo había terminado de leer Cecilia, de la señorita Burnett, y pensé que él era igual que Mortimer
Delvil. Una historia preciosa, Cecilia, ¿la ha leído?
—No —y, para que empezase su historia, salté a la única conclusión que podía reconciliar el
hecho de que hubiese tenido un amante apellidado Everest y ahora fuese la señora MacArthur—.
¿Ése fue el fantasma que vio?
—No, querida, no; gracias a Dios, sigue vivo. Me llama a veces; ha sido un buen amigo de
nuestra familia. ¡Ah! —con un lento movimiento de cabeza, medio complacida, medio pensativa—,
no se creería, querida, lo buen mozo que era.
No pude sonreír ante la extraña frase, que hablaba de novelas del siglo pasado y de los amores
de nuestras bisabuelas. Escuché pacientemente los distraídos recuerdos que seguían retrasando el
comienzo de la historia de fantasmas.
—Pero, señora MacArthur, ¿fue en Bath donde usted vio o escuchó lo que creo que va a
contarme? Ya sabe, donde vio el fantasma.
—No lo llame así; parece que se estuviese burlando de ello. Y no debe hacerlo, pues es muy
real, tan real como que ahora estoy aquí sentada, una anciana de setenta y cinco años, y que entonces
era una jovencita de dieciocho. No, querida, se lo voy a contar.
»—Estábamos en Londres mis padres, el señor Everest y yo. Él los había convencido para que
me llevasen; quería enseñarme el mundo, aunque no era más que un mundo estrecho, querida (pues él
era un estudiante de Derecho, que vivía con poco y trabajaba mucho). Alquiló un alojamiento para
nosotros cerca del Colegio de Abogados; en la calle C…, la última casa, cerca del río. Le gustaba
mucho el río, y algunas noches, cuando tenía demasiado trabajo y no podía permitirse llevarnos a
Ranalegh o al teatro, solía pasear con mis padres y conmigo, arriba y abajo, por los Jardines del
Colegio. ¿Has estado alguna vez en los Jardines del Colegio de Abogados? Ahora es un lugar muy
bonito, un rincón silencioso y gris en medio del ruido y el alboroto; las estrellas se ven maravillosas
a través de aquellos grandes árboles, pero ya no es como era antes, cuando yo era niña.
—¡Ah! No, imposible.
—Fue en los Jardines del Colegio de Abogados, querida, donde dimos nuestro último paseo (mi
madre, el señor Everest y yo) antes de que ella volviese a casa, a Bath. Estaba muy impaciente e
inquieta por irse, siendo como era tan delicada para las diversiones de Londres. Además, tenía
varios hijos en casa, de los cuales yo era la mayor, y esperábamos con ansia al más joven en un mes
o dos. Sin embargo, mi querida madre había viajado conmigo, me había llevado a todos los
espectáculos y monumentos que yo, una niña vigorosa y feliz, anhelaba ver, y los disfrutó casi tanto
como yo.
»Pero aquella noche estaba pálida, bastante seria y muy decidida a volver a casa.
»Hicimos cuanto pudimos por persuadirla de lo contrario, pues la noche siguiente iba a tener
lugar la guinda de todas nuestras diversiones en Londres: ¡íbamos a ver Hamlet a Drury Lane, con
John Kemble y Sarah Siddons! Piénselo, querida. ¡Ah! Ahora no se ven cosas así. Incluso mi serio
padre ansiaba ir, e insistió, a su tímida manera, en que deberíamos posponer nuestra partida. Pero mi
madre estaba decidida.
»Al fin el señor Everest dijo —y podría mostrarle el sitio exacto en que se encontraba, el río (la
marea estaba alta) lamía los muros y el sol de la tarde se reflejaba en las casas de Southwark
enfrente—, dijo (estaba equivocado, naturalmente, pero estaba enamorado, y podía perdonársele):
“Señora” dijo, “es la primera vez que veo que sólo piensa en usted misma”.
»—¿En mí misma, Edmond?
»—Discúlpeme, pero ¿no le sería posible regresar a su casa dejando atrás, sólo por dos días, al
señor White y a la Señorita Dorothy?
»—Dejarlos aquí… ¡dejarlos aquí! —meditó sus palabras—. ¿Tú qué dices, Dorothy?
»Yo no dije nada. La verdad es que no me había separado de ella en mi vida. Nunca se me había
pasado por la cabeza querer separarme de ella, o disfrutar de ningún placer sin ella, hasta… hasta
los últimos tres meses. “Madre, no creo que yo…”
»Pero entonces vi al señor Everest, y me detuve.
»—Por favor, continúe, señorita Dorothy.
»No, no podía. Parecía tan afligido, tan dolido, y habíamos sido tan felices juntos. Además, quizá
no volviésemos a vernos en años, pues el viaje entre Londres y Bath era largo, incluso para los
amantes, y él trabajaba mucho… tenía pocos placeres en la vida. Ciertamente parecía egoísta por
parte de mi madre.
»Aunque mis labios no dijeron nada, quizá mi mirada triste dijo demasiado, y mi madre se dio
cuenta.
»Anduvo con nosotros unos pocos metros, lenta y pensativamente. Podía verla, con su rostro
pálido y cansado bajo los lazos color cereza de su capucha. De joven había sido muy hermosa, y aún
lo era… ¡mi querida y buena madre!
»—Dorothy, no hablemos más de esto. Lo siento mucho, pero debo volver a casa. Sin embargo,
persuadiré a tu padre de que se quede contigo hasta el fin de semana. ¿Te parece bien?
»—No —fue el primer impulso filial de mi corazón; pero el señor Everest me apretó el brazo
con una mirada tan suplicante que casi contra mi voluntad respondí: “Sí”.
»El señor Everest abrumó a mi madre con su felicidad y gratitud. Ella paseó un rato más,
apoyándose en su brazo, pues le apreciaba mucho; luego quedó parada mirando el río, a un lado y a
otro.
»—Supongo que éste es mi último día en Londres. Gracias por haber cuidado tan bien de mí. Y
cuando haya regresado a casa… por favor, oh, Edmond, cuide muy bien de Dorothy.
»Esas palabras y el tono en el que las pronunció se grabaron en mi mente. Primero, por gratitud,
no exenta de remordimiento, como si yo no hubiese sido tan considerada con ella como ella lo había
sido conmigo; después… pero a menudo erramos, querida, al insistir demasiado en esa palabra.
Nosotros, criaturas mortales, sólo tenemos que enfrentarnos al “ahora”. Nada que ver con “después”.
En este caso, he cesado de culparme a mí o a otros. Fuese lo que fuese, siendo pasado, debía ocurrir
así, y no podría haber sido de otro modo.
»Mi madre se volvió a casa a la mañana siguiente, sola. Nosotros la seguiríamos unos días
después, aunque ella no nos permitió decidir ningún día concreto. Su partida fue tan precipitada que
no recuerdo nada sobre ella, excepto su respuesta al urgente deseo de mi padre, casi una orden, de
que si ocurría algo se lo hiciese saber inmediatamente.
»—Bajo cualquier circunstancia, esposa —reiteró—, ¿lo prometes?
»—Lo prometo.
»Aunque cuando se fue, mi padre declaró que no habría hecho falta que mi madre lo dijese, dado
que casi habríamos llegado a casa para cuando el lento coche de Bath pudiese traernos una carta.
Pero estaba bastante inquieto al no estar acostumbrado a la ausencia de mi madre en toda su feliz
vida de casados. Le complacía, como a la mayoría de los hombres, culpar a cualquiera excepto a sí
mismo, y durante todo el día y el siguiente, estuvo malhumorado a ratos tanto con Edmond como
conmigo; pero lo soportó, y pacientemente.
»—Todo se arreglará cuando le llevemos al teatro. No tiene ningún motivo para sentirse inquieto
por ella. Tu madre, Dorothy… ¡qué mujer tan adorable y hermosa!
»Me alegré de oír hablar así a mi amor, y pensé que difícilmente podría haber una joven tan
afortunada como yo.
»Fuimos al teatro. Ah, ahora ya no saben lo que es una obra. Nunca han visto a John Kemble ni a
la señora Siddons. Aunque en vestuario y aspecto era muy inferior al Hamlet que me llevó a ver la
semana pasada, querida, y recuerdo perfectamente haber estado a punto de reírme durante la escena
más solemne, porque se hacía muy evidente que el Fantasma había bebido. Curiosamente, nada de lo
que sucedió a continuación, ningún suceso posterior, me borró de la mente la vívida impresión de mi
primera obra de teatro. Resulta llamativo que la obra fuese Hamlet. ¿Cree que Shakespeare creía
en… en lo que la gente llama “fantasmas"?
No supe contestarle, pero sí pensé que el fantasma de la señora MacArthur estaba tardando
mucho en hacer su aparición.
—No, querida… no; haga lo que quiera excepto reírse de ello.
Estaba visiblemente emocionada, y no sin esfuerzo pudo continuar su historia.
—Ojalá entendiese usted con exactitud mi posición aquella noche: una jovencita con la cabeza
llena del hechizo de la escena, con su corazón no menos absorbido. El señor Everest había cenado
con nosotros, dejándonos a ambos del mejor humor; de hecho mi padre se había ido a la cama,
riéndose con ganas recordando las payasadas del señor Grimaldi, que casi habían borrado de su
recuerdo a la Reina y a Hamlet, pues lo ridículo siempre deja una huella mucho más profunda que lo
horroroso o lo sublime.
»Estaba sentada… déjeme pensar… en la ventana, hablando con mi doncella Patty, que me estaba
cepillando el pelo. La ventana estaba medio abierta y tenía vistas al Támesis; y, como la noche de
verano era muy cálida y estrellada, era casi como estar sentada al aire libre. Nada del
sobrecogimiento que da la soledad de una habitación cerrada a medianoche, cuando todos los ruidos
se magnifican, y todas las Sombras parecen estar vivas.
»Como decía, habíamos estado charlando y riendo, pues Patty y yo éramos muy jóvenes y ella
también estaba enamorada. Ella, como todos en nuestra casa, admiraba al señor Everest. Yo acababa
de reñirla, medio en broma, ante sus elogios al señor Everest, cuando el reloj de San Pablo tronó
sobre el silencioso río.
»—Las once —dijo Patty—. Es terriblemente tarde, señorita Dorothy: no son horas propias en
Bath.
»—Madre se habrá metido en la cama hace una hora —dije yo, con un cierto autorreproche por
no haber pensado en ella hasta entonces.
»Al minuto siguiente, mi doncella y yo nos incorporamos de un salto exclamando
simultáneamente.
»—¿Ha oído eso?
»—Sí, un murciélago chocando contra la ventana.
»—Pero el enrejado está abierto, señorita Dorothy.
»Y estaba abierto, y no había cerca pájaro ni murciélago alguno… sólo la silenciosa noche de
verano, el río y las estrellas.
»—Estoy segura de haberlo oído. Y creo que era como… al menos un poco como… si alguien
llamara.
»—¡Tonterías, Patty! —pero también me lo había parecido a mí, aunque había dicho que era un
murciélago. Sonó exactamente como unos dedos contra un vidrio: dedos suaves y gentiles como
cuando, al ir de paso hacia su jardín, mi madre solía golpear en la ventana del cuarto de estudio en
casa.
»—Me pregunto si padre habrá oído algo. El… el pájaro, ya sabes, Patty… ¿Habrá volado
también hasta su ventana?
»—¡Oh, señorita Dorothy! —Patty no se dejaba engañar. Le di el cepillo para que terminase con
mi pelo, pero la mano le temblaba demasiado. Cerré la ventana y ambas nos quedamos sentadas
mirando hacia ella.
«En ese momento, distinta, clara e inconfundiblemente, como una persona que llama al pasar,
oímos de nuevo el repiqueteo en el cristal. Pero no se veía nada; ni una sola sombra se interpuso
entre nosotras y el aire nocturno, la brillante luz de las estrellas.
«Estaba inquieta, y sobrecogida, pero no asustada. El ruido me proporcionó un inexplicable
deleite. Pero apenas había tenido tiempo de reconocer mis sentimientos, y menos aún de analizarlos,
cuando un sonoro grito llegó de la habitación de mi padre.
«Dolly… ¡Dolly!
«Mi madre y yo teníamos el mismo nombre, pero él siempre la llamaba por ese mote cariñoso; yo
era invariablemente Dorothy. Aun así, no me paré a pensar y corrí a su puerta cerrada y llamé.
«Pasó mucho tiempo antes de que él se diese cuenta, aunque le podía oír hablando solo y
gimiendo. Solía sufrir de pesadillas, especialmente antes de sus ataques de gota. Así mi primera
causa de alarma se tranquilizó. Me quedé escuchando, golpeando la puerta a intervalos, hasta que al
fin contestó:
»—¿Qué quieres, niña?
»—¿Te ocurre algo, padre?
»—Nada. Vuelve a tu cama, Dorothy.
»—¿No me has llamado? ¿No quieres que venga nadie?
»—A ti no. ¡Oh, Dolly, mi pobre Dolly! —y parecía estar casi sollozando—. ¿Por qué te he
permitido dejarme?
»—Padre, ¿no irás a ponerte enfermo? No será la gota, ¿verdad? (pues ésos eran los momentos
en que más llamaba a mi madre y, ciertamente, era totalmente imposible de tratar por nadie más que
ella).
»—Vete. Vuelve a tu cama, niña; no te he llamado.
»Creí que estaría enfadado conmigo por haber sido en cierto modo el motivo de nuestro retraso y
me retiré sintiéndome miserable. Patty y yo nos quedamos despiertas un buen rato, hablando de la
terrible perspectiva de mi padre sufriendo un ataque de gota en nuestro alojamiento en Londres, con
sólo nosotras para cuidarlo y mi madre lejos. Nuestra alarma era tan grande que prácticamente
olvidamos la curiosa circunstancia que nos había reunido hasta que Patty habló desde su cama en el
suelo.
»—Creo que el señor va a ponerse muy enfermo y eso, ya sabe, fue un aviso. ¿Cree que fue un
pájaro, señorita Dorothy?
»—Muy probablemente. Venga, Patty, vámonos a dormir.
»Pero yo no dormí, pues durante toda la noche oía a mi padre gemir a intervalos. Estaba segura
de que era la gota, y deseé con todo mi corazón que nos hubiésemos ido a casa con mamá.
»¡Imagine mi sorpresa cuando, muy temprano, le oí levantarse y bajar, como si nada le afligiese!
Lo encontré sentado a la mesa con su abrigo de viaje, muy ojeroso y cansado, pero evidentemente
decidido a viajar.
»—Padre, ¿no pretenderá irse a Bath?
»—Pues sí.
»—Pero el coche no sale hasta la noche —grité, alarmada—. No podemos.
»—Entonces tomaré el coche correo. Debemos irnos dentro de una hora.
»¡Una hora! El cruel dolor de partir (querida, me temo que solía sentir las cosas agudamente
cuando era joven) me traspasó completamente. Una sola hora, y tenía que decirle adiós a Edmond…
una de esas despedidas que rompen el corazón cuando parece que dejamos atrás la mitad de nuestra
joven vida, olvidando que la verdadera partida es cuando ya no queda amor del que separarse. Unos
años, y me preguntaba cómo podía haberme arrastrado y llorado en tan intolerable agonía ante la
mera despedida de Edmond… Edmond, quien me amaba.
»Cada minuto se me hizo un día hasta que llegó, como de costumbre, a desayunar. Mis ojos rojos
y el baúl atado de mi padre se lo explicaron todo.
»—Doctor Thwaite, ¿no pensará irse?
»—Pues sí —repitió mi padre. Estaba sentado, entristecido, apoyándose en la mesa. Ni siquiera
había probado su desayuno.
»—Bueno, no hasta el coche nocturno, ¿cierto? Quería llevarles a usted y a la señorita Dorothy a
ver al señor Benjamin West, el pintor del rey.
»—Deja tranquilos a los pintores y a los reyes, muchacho; yo me voy a casa con mi Dolly.
»El señor Everest usó muchos argumentos, alegres y tristes, a los que yo me aferraba con total
convicción y esperanza. Siempre decía las cosas muy claramente; era un hombre de muchos más
recursos intelectuales que mi padre, y tenía una gran influencia sobre él.
»—Dorothy —me susurró—, ayúdame a persuadir al doctor. Es tan poco el tiempo que le ruego,
sólo unas pocas horas, y antes de una separación tan larga.
»Ay, más larga que la que él o yo creíamos.
»—Niños —gritó mi padre al fin—, sois un par de necios. Esperad a haber estado casados veinte
años. Debo ir con mi Dolly. Sé que algo ocurre en casa.
»Debería haberme alarmado, pero vi sonreír al señor Everest; y, además, yo aún me sentía
arrebolada por su cariñosa mirada cuando mi padre habló de que estuviésemos “casados veinte
años”.
»—Padre, sin duda no tienes razón para creer eso. Si la tienes, dínosla.
»Mi padre levantó la cabeza y me miró a la cara apesadumbrado.
»—Dorothy, anoche, tan claramente como te veo a ti ahora, vi a tu madre.
»—¿Es eso todo? —exclamó el señor Everest, riendo—. Bueno, mi buen señor, claro que lo
hizo: estaba soñando.
»—No me había dormido.
»—¿Cómo la vio?
»—Entrar en la habitación como solía entrar en el dormitorio de casa, con la vela en la mano y el
bebé dormido en sus brazos.
»—¿Dijo algo? —preguntó el señor Everest, con otra sonrisa bastante irónica—. Recuerde, había
visto Hamlet anoche. Sin duda, señor… sin duda, Dorothy, fue un simple sueño. Yo no creo en
fantasmas; sería un insulto al sentido común, a la sabiduría humana… no, incluso a la misma
Divinidad.
»Edmond hablaba tan seria, tan justa, tan cariñosamente, que por fuerza le creí; e incluso mi
padre comenzó a sentirse bastante avergonzado de su propia debilidad. ¡Él, un médico, cabeza de
familia, rendirse a una simple superstición, brotada probablemente de una cena caliente y un cerebro
demasiado excitado! A la misma causa atribuyó el señor Everest el otro incidente, que le conté
reluctante.
»—Querida, fue un pájaro, tan sólo un pájaro. Uno voló hasta mi ventana la primavera pasada; se
había herido y lo cogí, lo alimenté y lo cuidé. Era una cosita tan preciosa y gentil que me recordó a
Dorothy.
»—¿De verdad? —dije yo.
»—Y al fin se curó y salió volando.
»—¡Ah! Entonces no era como Dorothy.
»Así, una vez convencido mi padre, no resultó difícil convencerme a mí. Resolvimos quedarnos
hasta la noche. Edmond y yo, con mi doncella Patty, paseamos juntos, sobre todo por la Galería del
señor West, y por la silenciosa sombra de los Jardines del Colegio de Abogados. Y si por aquellas
cuatro horas robadas y su dulzura, sufrí posteriormente indecibles remordimientos y amarguras, me
he perdonado completamente, porque sé que mi querida madre me habría perdonado hace mucho
tiempo.
La señora MacArthur se detuvo, se limpió los ojos y continuó hablando más flemáticamente,
como hablan los ancianos, de lo que lo había venido haciendo.
—Bueno, querida, ¿por dónde iba?
—Por los Jardines del Colegio de Abogados.
—Sí, sí. Bueno, volvimos a casa a cenar. Mi padre siempre disfrutaba de su cena, y de su siesta
posterior; ya casi se había recuperado por completo; sólo parecía cansado por la falta de reposo.
Edmond y yo nos sentamos en la ventana, mirando las gabarras y las barcas en el Támesis; entonces
no había barcos a vapor.
»Alguien llamó a la puerta con un mensaje para mi padre, pero él dormía tan profundamente que
no lo oyó. El señor Everest fue a ver qué era; yo me quedé ante la ventana. Recuerdo mecánicamente
ver la vela roja de una barcaza que bajaba por el río, pensando con súbita angustia lo vacía que
parecía la habitación ahora que Edmond no estaba allí.
»Al regresar, tras una ausencia curiosamente larga, no me miró, sino que fue directo a mi padre.
»—Señor, es casi la hora de salir (¡oh, Edmond!). Hay un coche en la puerta y, discúlpeme, pero
creo que debería irse deprisa.
»Mi padre se puso en pie de un salto.
»—Señor, no hay necesidad de angustiarse, pero he recibido noticias. Ha tenido otra hija, señor,
y…
»—¡Dolly, mi Dolly!
»Sin otra palabra, mi padre salió corriendo sin su sombrero, saltó al coche correo que le
esperaba y partió.
»—¡Edmond! —jadeé.
»—Pobrecita mía… ¡mi Dorothy!
»Por la ternura de su abrazo, no como de amado, sino de hermano… por sus lágrimas, pues las
podía sentir en mi cuello, supe, como si me lo hubiese dicho, que nunca volvería a ver a mi querida
madre.
—Había muerto en el parto —continuó la anciana tras una larga pausa—. Murió por la noche, en
el mismo instante en que yo había oído los golpes en la ventana, y mi padre había creído verla entrar
en su habitación con un bebé en los brazos.
—¿El bebé también había muerto?
—Eso creyeron entonces, pero después revivió.
—¡Qué historia tan extraña!
—No le pido que la crea. Cómo y por qué y qué fue no sabría decírselo; sólo sé que fue así.
—¿Y el señor Everest? —pregunté, no sin dudarlo.
La anciana sacudió la cabeza:
—Ah, querida, pronto aprenderá que muy, muy raramente, se casa una con su primer amor. Desde
aquel día, no volví a ver al señor Everest en veinte años.
—Qué error… cómo…
—No le censure; no fue culpa suya. Verá, después de aquello, mi padre le cogió inquina. No sin
razón, quizá; y ella no estaba allí para poner las cosas en su sitio. Además, mi propia conciencia me
recriminaba, y había seis niños en casa, y la recién nacida no tenía madre, así que al fin me hice a la
idea. Le hubiese amado igual si hubiésemos esperado veinte años, pero él no veía las cosas así. No
le culpe, querida, no le culpe. Quizá fuese para bien, tal como salieron las cosas.
—¿Se casó?
—Sí, unos años después; y quiso mucho a su esposa. Cuando yo tenía unos treinta y uno, me casé
con el señor MacArthur. Así que ninguno fuimos desgraciados, ya ve. Al menos, no más que la
mayoría de la gente; y después nos convertimos en sinceros amigos. El señor y la señora Everest
vienen a verme casi todos los sábados. Pero, chiquilla atontada, ¿pues no está llorando?
Sí, lloraba. Pero no por la historia de fantasmas.
Rhoda Broughton
(1840 - 1920)

Por una indecorosa cuestión de modas, ya sea en Europa o en Estados Unidos, pocos aficionados
a la literatura leen hoy a Rhoda Broughton. Su dilatada carrera como novelista, integrada por textos
emocionalmente tan intensos como Nancy (1873), Joan (1876), Belinda (1883), Dear Faustina
(1897), The Game and the Candle (1899), Lavinia (1902) o Between two Stools (1912), cuyo
argumento suele centrarse en el amor y sus adversidades, mezcla desde una perspectiva estilística la
aspereza realista de un Émile Zola y los artificios del melodrama romántico Victoriano, un poco a la
manera de Jane Austen. Por eso, de entrada, sus obras parecen un baluarte inexpugnable para
cualquier lector contemporáneo. Pero, a poco que se observen con cuidado, percibimos cuál es el
espíritu creativo que palpita tras ellas, mucho menos plácido y convencional de lo que aparenta.
Broughton, antes de inventar los gestos rituales con los que captar el interés de su audiencia, exhibe
un afilado conocimiento del arte de la novela —«Hay dos tipos de novelas: las primeras son como
leche para bebés, las segundas son como un pedazo de carne demasiado fuerte para el estómago de
un hombre», escribió—, mostrándonos la complejidad y vileza del mundo en que viven sus heroínas.
Éstas son mujeres que aman y desean —la crítica censuró la franqueza narrativa de Broughton a la
hora de expresar la sexualidad femenina—, mujeres arrapadas en una sociedad patriarcal que las
oprime pero que, a su vez, ensimismada en su cerrazón, les permite desplegar toda clase de
estrategias para que puedan salirse con la suya; es decir, amar, pensar, decidir, gozar. Oscar Wilde,
uno de los mayores admiradores de Broughton, afirmó que, para alcanzar tales cotas artísticas, sus
novelas poseían un toque de vulgaridad y extraña elegancia que, por otro lado, definía muy bien el
temperamento de tan singular escritora.
Desgraciadamente, las novelas de Rhoda Broughton son tan desconocidas para el lector de habla
hispana como sus cuentos fantásticos, los cuales la convierten, sin temor a exagerar, en una de las
grandes damas de la ghost story anglosajona. Cualquiera de las historias recopiladas en volúmenes
como Tales for Christmas Eve (Bentley, Londres, 1873), que contiene los relatos “The Temple Bar
Magazine: The Man with the Nose” (octubre 1872), “Behold, it Was a Dream!” (noviembre 1872),
“Poor Pretty Bobby” (diciembre 1872), “Under the Cloak” (enero 1873) y “The Truth, the Whole
Truth, and Nothing But the Truth” (febrero 1868), recogido en la presente antología. Tampoco
debemos olvidar Betty’s Visions, and Mrs Smith of Longmains (George Routledge & Son, Londres,
1873), que contiene dos novelettes o novelas cortas sobre misteriosas visiones de la muerte y
alrededor de la extraña relación que mantienen un terrible asesino… y su vecina. La narrativa
terrorífica y/o fantástica de Rhoda Broughton es un prodigio de atmósfera; para ella, lo sobrenatural,
lo inquietante, se encuentra solapado en nuestra vida cotidiana sin que apenas nos demos cuenta. En
abierto contraste con su minuciosa descripción del mundo real, está la sutileza con que el horror, lo
fantástico, se apoderan del universo de los personajes y de la imaginación del lector. Al principio
sólo existe un malestar que, posteriormente, se extiende como una mancha de aceite, apoderándose de
todo y de todos, contaminándolo, corrompiéndolo.
“The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” es un excepcional ejemplo de técnica. La
estructura epistolar del relato —típica de la narrativa gótica tardía, como demuestran Wilkie Collins
(1824-1889) o Bram Stoker (1847-1912)— da mayor fuerza y verosimilitud a las estremecedoras
vivencias de la protagonista, Cecilia Montresor, atrapada en una casa embrujada que se resiste a ser
limpiada. La subjetividad de su historia puede empujarnos a pensar que todo es producto de una
imaginación delirante, pero Rhoda Broughton se las ingenia, y de qué manera, para mantener ese
difícil equilibrio entre nuestro lógico escepticismo y nuestra retorcida necesidad de creer… ¿Es
realmente “The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” una historia real, tal y como
lapidariamente se nos sugiere al final? No, desde luego, pero la angustiosa hipótesis de que podría
serlo resulta más efectiva que el ominoso canto de un ave nocturna o la fugaz visión de una figura en
medio de un oscuro pasadizo.
Al reivindicar la valía y genio de Rhoda Broughton en un género tan difícil como los cuentos de
fantasmas, no podemos evitar pensar que, tal vez, su talento fue heredado. Su tío, por parte de madre,
fue Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873), según Rafael Llopis «el verdadero iniciador de la ghost
story contemporánea» (Historia natural de los cuentos de miedo. Ediciones Jucar, col. La Vela
Latina, Madrid, 1974) gracias a obras maestras de la envergadura de “Schalken el pintor” (Schalken
the Painter, 1839), “Té verde” (Green Tea, 1869), Tío Silas (Uncle Silas, 1864) y Carmilla (id.,
1872). Debido a la estrecha relación personal que ambos mantuvieron, Le Fanu ayudó a su sobrina a
dar sus primeros pasos como escritora, animándola primero a escribir en secreto, asesorándola
desde una perspectiva técnica y, luego, publicándole por entregas sus dos primeras novelas, Not
wisely, but too well (1867) y Cometh up as a flower (1867), en la Dublin University Magazine, de
la cual era propietario.
Rhoda Broughton nació en Denbigh, País de Gales. Era hija del reverendo Delves Broughton,
miembro de un rico linaje de terratenientes de Staffordshire. Cuando Rhoda era apenas una niña —
era la más joven de cuatro hermanos, tres niñas y un niño—, su familia se trasladó precisamente a
Staffordshire, donde su padre tomó las riendas de la iglesia local. Su hogar, Broughton Hall, una
bella mansión isabelina, se convirtió años más tarde en una notable fuente de inspiración de sus
novelas y cuentos. Su gusto por la literatura y, especialmente, por la poesía, se debió a la influencia
del reverendo Broughton, lector voraz y una figura hacia la que la escritora profesaba un gran afecto.
En 1863, el clérigo fallece y Rhoda se traslada a vivir con sus dos hermanas a Surbiton, Surrey, y
posteriormente a Londres, donde disfrutó del aprecio y admiración de sus colegas masculinos, como
Matthew Arnold, Thomas Hardy, Oscar Wilde y Henry James. Por recomendación de este último, se
instaló en Oxford, pero el bullicioso ambiente de la universidad no agradó a Rhoda, quien tenía fama
de ser algo introvertida. Murió en su casa de Headlington Hill, cerca de Oxford.
LA VERDAD, TODA LA VERDAD Y NADA MÁS QUE LA
VERDAD
De la señora De Wynt a la señora Montresor
18, Eccleston Square
5 de mayo

Mi queridísima Celia:
Hablan de las amistades de Orestes y Pílades, de Julie y Claire[17], ¿qué son comparadas con la
nuestra? ¿Alguna vez estuvo Pílades ventre a terre[18], por medio Londres en un día tan caluroso que
sólo podría haber imaginado una ame damnée[19] para que Orestes pudiese estar confortablemente
alojado? ¿Alguna vez Claire tuvo que mantener conversaciones con unos cincuenta o cien agentes
inmobiliarios para que Julie pudiese tener tres ventanas en su salón y una bonita portière[20]? Ya ves
que estoy decidida a pagar mi deuda de gratitud entera.
Bueno, querida amiga, hasta ayer no tenía ni idea de lo apretados que vivimos en esta gran
colmena humeante, prácticamente como sardinas en un barril. Pero no te asustes. A fuerza de
apretarnos y amontonarnos, nos las hemos arreglado para hacer sitio para otras dos sardinas en
nuestro barril, y esas dos sois tú y tu otro yo, esto es, tu marido. Deja que empiece por el principio.
Después de haber visto, y lo creo firmemente, cada residencia indeseable en la zona oeste de
Londres, tras no haber visto nada intermedio entre lo que le convendría a un duque y lo que
necesitaría un deshollinador, después de probar colchones rayados y explorar cocinas hasta que el
cerebro me cedió con el peso del conocimiento, llegué ayer a eso de las cinco y media de la tarde al
32 de la calle ——— en May Fair.
«Fallo número 253, sin duda», me dije a mí misma, mientras me esforzaba por los escalones con
el alma anhelando el té de la tarde, y sintiéndome de tan mal genio como puedas imaginarte. Ahí
acabó mi talento para la profecía. He reparado en que el destino suele complacerse en
contradecirnos, y convertir en mentiras nuestras pequeñas predicciones. Una vez dentro, creí haber
entrado por error en un pequeño reservado del Cielo. Fresco como una margarita, limpio como una
patena, brillante como el rostro de un Serafín, es todo eso y mucho más, pero he agotado mi limitado
repertorio de símiles. Dos salones tan amplios como pudiese desear una mujer a la que se le llene la
casa de gente a la que no conoce, cortinas blancas con otras de color rosa debajo; maravilloso,
inmoralmente adecuado, querida, y me he asegurado de ello por tu bienestar, gracias a los espejos,
de los que hay como docena y media, las alfombras persas, las mecedoras y los sofás perfectos para
toda clase de cuerpos y dimensiones, desde el Apolo del Belvedere a la señorita Biffin[21] y mil de
las pequeñas trivialidades importantes que conforman la vida de una mujer: puertas de jardín con
adornos de bronce dorado, tazas sin asa, muchachitos desnudos y pastorcillas con escote, por no
hablar de una familia de perrillos de porcelana con lazos azules alrededor del cuello que por sí
mismos deberían añadirle al alquiler cincuenta libras más al año. Por cierto, pregunté, asustada y
temblando, cuánto sería el alquiler: «Trescientas libras al año». Me podrían haber derribado de un
soplido. Apenas podía dar crédito a lo que oía, e hice que la mujer me lo repitiese varias veces, no
fuera a haber un tremendo error. Aún sigue siendo un misterio para mí.
Con esa sospecha que es tan característica de ti, inmediatamente empezarás a creer que debe
haber un terrible olor inexplicable, o un ruido incomprensible que acecha en los salones. Nada de
eso, me aseguró la mujer, y no me parecía que me estuviese mintiendo. Luego sugerirás, recordando
las cortinas de color rosa, que su última ocupante fue alguna mantenida. Nada de eso, su último
ocupante fue un anciano e irreprochable oficial del ejército de la India, sin mal genio, y una esposa
muy legal. Es cierto que no se quedaron mucho tiempo, pero claro, como me dijo la casera, él era un
deplorable viejo hipocondríaco que no soportaba vivir más de una quincena en el mismo lugar. Así
que aparta tu escepticismo, que es tu pecado constante, y dale gracias sinceras a Santa Brígida, a
Santa Gengulfa, a Santa Catalina de Siena, o a quien sea tu Santa tutelar, por haberte proporcionado
un palacio por el precio de una cabaña, y por haberte enviado a una amiga tan valiosa como
Tu apreciada,
Elizabeth De Wynt

PD. Sintiéndolo mucho, no podré estar en la ciudad para ser testigo de tu alegría, pero el querido
Artie parece tan pálido, delgado y desgarbado después de esa terrible tos ferina que le envío a la
costa enseguida, y como no soporto perder al niño de vista, también yo me dirijo al destierro.

De la señora Montresor a la señora De Wynt


32, Calle———, May Fair
14 de mayo

Queridísima Bessy:
¿Por qué no ha podido el querido Artie postergar su convalecencia de esa terrible tos ferina, etc.,
hasta agosto? Me resulta muy curioso el modo perverso en el que los niños siempre escogen para sus
enfermedades los momentos más inconvenientes. Aquí estamos, instalados en nuestro Paraíso, y
hemos buscado por todas partes, en cada agujero y rincón, la serpiente, sin lograr ver ni rastro de su
cola moteada. La mayor parte de las cosas de este mundo defraudan, pero el 32 de la Calle——— en
May Fair no. El misterio del alquiler sigue siendo un misterio. Esta mañana he dado mi primer paseo
a caballo, que estaba algo caprichoso. Me temo que mi nervio no es el que era. Vi a montones de
personas que conozco. ¿Te acuerdas de Florence Watson? ¡Qué melena de pelo rojo tenía el año
pasado! ¡Bien, pues esa misma melena es ahora negra como ala de cuervo este año! Me pregunto
cómo pueden algunas convertirse en una mentira andante, ¿tú no? Adela vendrá a vernos la semana
que viene, y me alegra mucho. Es aburrido pasear sola por la tarde, y siempre he creído que una
joven paseando sola en un coche de caballos, o con sólo un perro a su lado, no es de buen tono.
Enviamos las tarjetas dos semanas antes de venir aquí, y ya nos han inundado las llamadas.
Considerando que hemos estado dos años exiliados de la vida civilizada y que Londres no suele
tener buena memoria, yo diría que nos va bastante bien. Ralph Gordon vino a verme el domingo:
ahora está en los Húsares. ¡Se ha convertido en todo un caballero, y tan apuesto! ¡Justo de mi estilo,
grande, rubio y sin patillas! Hoy en día, la mayoría de los hombres se empeñan en parecer monos o
terriers escoceses. Yo intento ser una madre para él. Cortan los vestidos hasta extremos indecentes;
las faldas cortas están por todas partes. Lo siento, las detesto. Hacen a las mujeres altas desaliñadas
e insignificantes a las bajas. ¡Qué horror! «Paz» es una palabra que debería ser eliminada del
diccionario de Londres.

Afectuosamente tuya,
Cecilia Montresor

De la señora De Wynt a la señora Montresor


Hotel Lord Warden, Dover
18 de mayo

Queridísima Cecilia:
Te habrás dado cuenta de que sólo te dedico una pequeña página de un libro de notas. ¡Sabe Dios
que no es por falta de tiempo!, que aquí el tiempo sobra, sino por falta de ideas. Cualquier idea que
he tenido me ha venido siempre de cosas externas, no soy lo bastante inteligente para generar ninguna
dentro de mí. Mi vida aquí no es terriblemente sugerente. Me paso el tiempo cavando con una espada
de madera y comiendo gambas. Al menos, ésos son mis trabajos; en mi tiempo libre me acerco al
muelle a ver llegar el barco de Calais. Cuando una se siente miserable, sin duda es un consuelo ver a
alguien aún más miserable. Y por muy malvada, aburrida y vegetativa que sea, al menos yo no me
mareo en el mar. Siempre siento que se me eleva el espíritu después de haber visto pasar ante mí esa
procesión amargada y renqueante de otros cristianos azules, verdes y amarillos. Aquí siempre hay tal
viento que, en comparación, aquel que soplaba tan violentamente en casa de Job era un simple céfiro.
Hay alturas a las que subir que requieren más osada perseverancia de la que nunca demostró Wolfe,
con sus irrisorias alturas de Abraham[22]. Hay casas blancas brillantes, carreteras blancas brillantes,
acantilados blancos brillantes. ¡Si supieran lo antipatrióticamente que detesto los acantilados color
tiza de Albión! Ahora que ya me he quejado durante mis dos paginitas (hasta me he rebajado a
escribir en letra grande para poder llenarlas), enviaré mi odiosa carta. Cómo me gustaría poder
meterme yo misma en el sobre y aparecer dentro de él en la hermosa y sucia Londres. No podría
haber suspirado con más sentimiento Madame de Staël por París entre las sombras de Coppet.
Tu desconsolada Bessy
De la señora Montresor a la señora De Wytt
32, Calle———, May Fair
27 de mayo

¡Oh, mi queridísima Bessy, cómo desearía salir de esta terrible, terrible casa! Por favor, no me
consideres desagradecida por decirlo, después de que te tomases tantas molestias para encontrarnos
un Cielo en la Tierra, como creíste.
Lo que ha ocurrido, naturalmente, ningún ser humano podría haberlo previsto ni habernos
protegido contra ello. Hace unos diez días, Benson, mi doncella, vino a verme con la cara muy larga
y me dijo: «Disculpe, señora, pero ¿sabe que esta casa está encantada?» Me sobresalté tanto, ya
sabes lo miedosa que soy. Le dije: «¡Santo Cielo! ¡No! ¿Lo está?» «Bueno, señora, estoy bastante
segura de que sí», dijo, y su expresión era tan alegre como la de un enterrador. Entonces me contó
que la cocinera había ido esa mañana a comprar alimentos a una tienda del vecindario, y al darle al
hombre la dirección donde debía enviarlos le había dicho con una sonrisa muy peculiar: «No el 32
de la calle ———, ¿eh, hmm? Me pregunto cuánto tiempo durarán allí. El último que estuvo sólo
aguantó quince días». A la cocinera le pareció tan extraño que le preguntó a qué se refería, pero él
sólo dijo: «¡Oh! Nada, sólo que la gente nunca se queda mucho tiempo en el 32». Sabía de algunos
que habían llegado un día y se habían marchado al siguiente, y en los últimos cuatro años nunca había
conocido a nadie que hubiese estado más de un mes. Sintiéndose bastante alarmada por esta
información, naturalmente preguntó por la causa, pero él rechazó dársela, diciendo que si no lo había
averiguado ya por sí sola, sería mucho mejor no hablar del tema, porque sólo la aterraría. Cuando
ella le insistió y le urgió, sólo pudo extraerle que la casa tenía muy mala fama y que los dueños se
habían conformado con deshacerse de ella por un precio ridículo. Ya sabes lo firmemente que creo
en apariciones, y el pánico cerval que les tengo. Podría enfrentarme, creo, a cualquier cosa material,
tangible, a lo que pueda tocar. Algo de la misma fibra, carne y hueso como yo; pero la mera idea de
vérmelas con un «muerto sin cuerpo» me altera el cerebro. En cuanto llegó Henry, corrí hacia él y se
lo conté, pero él desdeñó toda la historia, se rió de mí y me preguntó si deberíamos irnos de la casa
más bonita de Londres, en plena temporada, porque un tendero había dicho que tenía mala fama. La
mayoría de las cosas que ha habido en el mundo habían tenido mala prensa en su momento, y,
además, el hombre probablemente tenía algún motivo para deshacerse de los que estaban en la casa;
tendría algún amigo para quien quería la fabulosa situación y el alquiler barato. Se burló de mis
«miedos infantiles», como él los llamó, y hasta me sentí medio avergonzada y sin embargo tampoco
totalmente tranquila. Y entonces llegó el habitual desfile de compromisos londinenses, durante los
cuales una no tiene tiempo de pensar nada más que en cómo hablar, actuar y comportarse en el
momento presente. Adela iba a venir ayer, y por la mañana llegó nuestra cesta semanal de flores,
fruta y verduras de casa. Yo misma arreglo siempre los floreros porque los sirvientes no tienen gusto,
y mientras colocaba las flores, se me ocurrió, ya conoces la pasión de Adela por las flores, montar
un arreglo de rosas y resedas para su mesita, como sorpresa. Al bajar por las escaleras había visto a
la doncella, una chica de campo de cara redonda, entrar en la habitación que estaba preparada para
Adela llevando bajo el brazo unas sábanas que había estado aireando. Subí las escaleras muy
despacio, porque el arreglo tenía agua, y tenía miedo de derramarla. Giré el pomo de la puerta de la
habitación y entré, con los ojos fijos en las flores, para ver si se habían movido durante el tránsito y
si se había caído alguna. De repente, sentí un escalofrío y con miedo, no sé por qué, levanté la vista
deprisa. La muchacha estaba en pie al lado de la cama, algo inclinada apretando las manos, rígida,
totalmente tensa. Sus ojos, abiertos de par en par, se le salían de las órbitas con una mirada de horror
inenarrable. Tenía las mejillas y los labios no ya pálidos, sino lívidos como los de alguien que
hubiese muerto hacía rato entre dolores mortales. Mientras la miraba, sus labios se movieron un
poco, y en una voz terriblemente ronca, nada parecida a la suya, dijo: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y
entonces se derrumbó de repente, como un tronco, con un ruido pesado. Al oír el ruido, perfectamente
audible a través de las finas paredes y suelos de una casa de Londres, Benson vino corriendo, y entre
las dos conseguimos subirla a la cama, e intentamos devolverle la consciencia frotándole pies y
manos y poniéndole sales bajo la nariz. Y todo el rato mirábamos por encima de nuestros hombros,
con el vago miedo de ver alguna horrible aparición informe. Mientras, Harry, que había ido a su club,
regresó. Al cabo de dos horas pudimos devolverla a la vida, pero sólo para hacer el terrible
descubrimiento de que se había vuelto completamente loca. Se puso tan violenta que necesitamos la
fuerza combinada de Harry y Phillips, nuestro mayordomo, para mantenerla en la cama.
Naturalmente, llamamos inmediatamente al doctor, quien, después de que ella se hubiese calmado
algo más hacia la noche, se la llevó en un coche a su propia casa. Acaba de venir para decirme que
ahora está bastante tranquila, pero no porque le haya regresado la cordura, sino de puro agotamiento.
Lógicamente, estamos totalmente a oscuras sobre qué vio, y sus delirios eran demasiado inconexos e
ininteligibles como para darnos la más mínima pista. Me siento tan totalmente destrozada y
disgustada por este horrible suceso que, estoy totalmente segura, me disculparás si escribo
incoherencias. Una cosa que no necesito decirte es que nada en el mundo me obligaría a permitir que
Adela ocupase ese horroroso dormitorio. Tiemblo y echo a correr cada vez que paso por la puerta.
Tuya, y muy agitada,
Cecilia

De la señora De Wynt a la señora Montresor


Hotel Lord Warden, Dover
28 de mayo

Queridísima Cecilia:
Acaba de llegar tu carta, ¡qué horror! Pero no acabo de estar convencida de que sea cosa de la
casa. Sabes que me siento como si fuera la madrastra de la casa, y responsable de su buen
comportamiento. ¿No crees que a la muchacha pudo darle un ataque? ¿Por qué no? Yo misma tengo un
primo que sufre de esta clase de accesos, e inmediatamente después de haberlos sufrido, todo el
cuerpo se le vuelve rígido, los ojos fijos y vidriosos, la complexión lívida, exactamente como en el
caso que describes. O si no un ataque, ¿estás segura de que nunca ha sufrido arrebatos de locura? Por
favor, asegúrate de que no hay antecedentes de locura en su familia. Hoy en día es tan común y
aumenta tanto, que es bastante probable. Ya sabes que no creo en absoluto en fantasmas. Estoy
convencida de que la mayoría, si bajasen a la tierra, resultarían tan genuinos como el famoso de Cock
Lane[23]. Pero incluso admitiendo la posibilidad, no, la existencia incuestionable de los fantasmas en
abstracto, ¿es posible que haya algo que pueda ser tan pavoroso como para volver a una persona
perfectamente cuerda completamente loca en un instante, cuando tú, después de residir en esa casa
durante tres semanas, no lo has visto nunca? Según tu hipótesis, la casa entera debería estar a estas
alturas completamente insana. Permíteme implorarte que no cedas al pánico que, posiblemente, se
demostrará totalmente sin base. ¡Oh, ojalá pudiese estar contigo para hacerte atender a razones! Artie
va a tener que ser el mejor apoyo que pueda desear una anciana para resarcirme por todo lo que me
están haciendo sufrir él y su tos ferina. Por favor, escríbeme inmediatamente, y cuéntame los
progresos de la pobre paciente. ¡Oh, si tuviese las alas de una paloma! Estaré inquieta hasta que
vuelva a saber de ti.
Tuya,
Bessy

De la señora Montresor a la señora De Wynt


5, Bolton Street, Piccadilly
12 de junio

Queridísima Bessy:
Ya ves que hemos dejado aquella casa terrible, odiosa y funesta. ¡Ojalá hubiésemos escapado de
ella antes! Oh, mi querida Bessy, no volveré a ser la misma mujer aunque viva cien años. Permíteme
intentar ser coherente y relatarte con sentido lo que ha pasado. Y primero, en cuanto a la doncella, la
han llevado a un asilo de lunáticos, donde permanece en el mismo estado. Ha tenido varios intervalos
de lucidez, y durante ellos, se le ha cuestionado rigurosa y acuciantemente acerca de lo que vio, pero
ha mantenido un silencio absoluto y desesperanzado, y sólo tiembla, gime y se tapa la cara con las
manos cuando se menciona el tema. Hace tres días fui a verla, y a mi vuelta me quedé descansando en
el salón antes de vestirme para cenar, hablando con Adela acerca de mi visita, cuando entró Ralph
Gordon, Ha estado visitándonos los últimos diez días, y Adela siempre enrojecía y parecía contenta,
pobrecilla, cada vez que él aparecía. Estaba muy apuesto y galante y acababa de llegar del parque en
un abrigo que le sentaba como una segunda piel, guantes lavanda y una gardenia. Parecía muy
contento, y era tan escéptico como tú acerca del fantasmal origen del arrebato de Sarah. «Permítame
venir esta noche y dormir en esa habitación, por favor, señora Montresor», dijo, con aspecto deseoso
y emocionado, «con el gas encendido y un atizador, me dedicaré a exorcizar a todo demonio que
muestre su fea cara, incluso si me encuentro

siete fantasmitas blancos


sentaditos en siete bancos».

«¿No hablará en serio?» le pregunté incrédula. «¿No?» respondió, enfáticamente. «Nada me


gustaría más. Bueno, ¿tenemos un trato?» Adela se quedó pálida. «Oh, no», dijo, apresurada. «¿Por
qué iba a correr tal riesgo? ¿Cómo sabe que no se volverá loco usted también?» Él se rió con ganas,
y se le subió un poco el color complacido de ver el interés que ella se tomaba en su bienestar. «No
tema», dijo, «baria falta mucho más que todo un escuadrón de fallecidos, con el viejo a la cabeza,
para volverme loco». Fue tan insistente, tan totalmente tenaz, que al fin cedí, aunque reluctante, a sus
ruegos. Los ojos azules de Adela se llenaron de lágrimas, y anduvo deprisa hasta el invernadero y
empezó a coger trocitos de heliotropo para ocultarlas. Sin embargo, Ralph consiguió lo que quería,
tan difícil era negarle nada. Cancelamos todos nuestros compromisos para aquella noche, y él hizo lo
propio con los suyos. Llegó a eso de las diez, acompañado por su hermano y otro oficial, el capitán
Burton, que estaba ansioso por ver el resultado del experimento. «Permítanme subir ya», dijo, muy
feliz y animado, «no sé cuándo me he sentido de tan buen humor, una nueva sensación es un lujo que
uno no tiene todos los días. Ponga el gas tan alto como se pueda, deme un atizador sólido y déjennos
el asunto a la Providencia y a mí». Hicimos lo que dijo. «Ya está todo preparado», dijo Henry
bajando las escaleras tras haber cumplido sus órdenes, «la habitación está tan iluminada como si
fuese de día. ¡Bien, buena suerte, amigo!» «Adiós, señorita Bruce», dijo Ralph dirigiéndose a Adela,
y tomando su mano con una mirada medio risueña, medio sentimental:

«Adiós, y si es para siempre,


entonces, para siempre adiós,

son mis últimas palabras y mi confesión. Una cosa», continuó, de pie junto a la mesa,
dirigiéndose a todos nosotros, «si llamo una vez, no vengan; podría estar confuso, y coger la
campanilla sin pensar. Si llamo dos veces, vengan». Y salió, subiendo las escaleras de tres en tres y
canturreando una canción. En cuanto a nosotros, nos sentamos en diferentes posturas de expectación
en el salón, escuchando. Al principio intentamos hablar un poco, pero no servía de nada; parecía que
nuestras mismas almas se habían concentrado en nuestros oídos. El tic-tac del reloj sonaba tan fuerte
como la campana de una gran iglesia pegada al oído. Addy estaba en el sofá, con su carita pálida
oculta entre los cojines. Así estuvimos sentados exactamente una hora, pero parecieron dos años, y
justo cuando el reloj empezaba a dar las once, un nítido «tin, tin, tin» repicó claramente por toda la
casa. «Subamos», dijo Addy, saliendo la primera por la puerta. «Subamos», grité yo también,
siguiéndola. Pero el capitán Burton se puso en medio e interrumpió nuestra carrera. «No», dijo
decidido, «no deben subir, recuerden que Gordon nos dijo claramente que no subiéramos si tocaba
una vez. Sé la clase de persona que es, y nada le molestaría más que el que se ignoren sus
instrucciones».
«¡Oh, tonterías!», gritó Addy, apasionadamente, «nunca habría llamado si no hubiese visto algo
espeluznante, venga, ¡vamos!», terminó, juntando las manos. Pero se decidió en su contra, y todos
volvimos a nuestros asientos. Diez minutos más de suspense, prácticamente insoportables. Sentía un
nudo en la garganta, me faltaba el aire. Diez minutos en el reloj, pero mil siglos en nuestros
corazones. ¡Luego, de nuevo sonó la campana, alta, repentina, violentamente! Nos apresuramos
simultáneamente a la puerta. No creo que ninguno nos quedásemos atrás subiendo por las escaleras.
Addy llegó la primera. Casi simultáneamente, ella y yo irrumpimos en la habitación. Allí estaba, de
pie en medio del dormitorio, rígido, petrificado, con la misma mirada, esa misma mirada que tengo
grabada en mi corazón con letras de fuego, de pavoroso, inenarrable terror en su valeroso y joven
rostro. Por un instante se quedó así, luego, estirando los brazos rígidos ante él, gimió en una horrible
voz ronca: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y cayó al suelo muerto. Sí, muerto. No desmayado o con un
ataque, sino muerto. En vano intentamos devolverle la vida a ese joven corazón valeroso, no volverá
hasta el día en que la tierra y el mar entreguen a sus muertos. No veo la página por las lágrimas que
me ciegan, ¡lo apreciaba tanto! Hoy no puedo escribir más.
Con el corazón roto, Cecilia

Ésta es una historia verdadera.


Charlotte Perkins Gilman
(1860 - 1935)

Las profesoras Sandra M. Gilbert y Susan Gubar —dos de las más célebres representantes de la
llamada Second-wave feminism (1960— 1980)— explicaban, en su ensayo The Madwoman in the
Attic: The Woman Writer and the Nineteenth-Century Literary Imagination (Yale University Press,
Connecticut, 1979), que en los relatos góticos femeninos la peculiar agorafobia de sus protagonistas
era, en líneas generales, una metáfora del confinamiento vital al que eran condenadas las mujeres por
la sociedad patriarcal de su tiempo. Según ellas, «presentan heroínas encerradas “in the house of
fiction” (…) logrando escapar de semejante reclusión por medio de una enajenación mental, de la
locura». Una reflexión que describe a la perfección no sólo el argumento de “El empapelado
amarillo” (The Yellow Wall-Paper), publicado por primera vez en 1892, en The New England
Magazine, sino también una de las experiencias más estremecedoras de su autora, Charlotte Perkins
Gilman.
Nacida en Hartford (Connecticut), la joven Charlotte se crió en un ambiente cultural muy liberal:
su padre era Frederic Beecher Perkins (1828-1899), conocido político demócrata, bibliotecario y
director del Harper’s Magazine; sus tías, con quien la muchacha mantuvo una estrecha relación
durante su infancia y juventud, fueron Harriet Beecher Stowe (1811-1896), abolicionista y autora de
La cabaña del Tío Tom (1852), Catharine Beecher (1800-1878), maestra feminista que logró
incorporar los parvularios al sistema educativo estadounidense, e Isabella Beecher Hooker (1822-
1907), escritora y sufragista, fundadora de la New England Women’s Suffrage Association y pionera
del «amor libre» sin ataduras maritales (¡). Con semejantes influencias, podemos hacernos una idea
muy precisa del trauma que supuso para Charlotte su matrimonio, en 1884, con el pintor Charles
Walter Stetson (1858-1911) —después de haber mantenido una apasionada relación lésbica con una
desconocida escritora llamada Martha Luther—, un hombre que no veía con buenos ojos las aficiones
literarias de su esposa. Pero la relación naufragó tras el nacimiento ese mismo año de su única hija,
Katharine Beecher Stetson. Tras el alumbramiento de la pequeña, Charlotte Perkins Gilman empezó a
sufrir cuadros de ansiedad y depresión, lo cual le impidió cumplir con normalidad su papel de
esposa y madre. Abrumada, en abril de 1886, Charlotte, y por indicación de su marido, pone su caso
en manos del doctor Silas Weir Mitchell (1829-1914), especialista en neurología, quien le
diagnostica agotamiento nervioso. El remedio indicado por el Dr. Mitchell, el «Tratamiento del
reposo», constaba de cinco elementos: inmovilidad absoluta en la cama, sin levantarse salvo para
hacer sus necesidades; aislamiento total de su familia; sobrenutrición para aumentar peso; masajes y
uso ocasional de la electricidad para evitar la atrofia de los músculos; y nada de lectura y/o
escritura. Pero la paciente empeora: no habla, no se alimenta, ni tan siquiera cose, tal y como le
había «recomendado» el Dr. Mitchell…, y empieza a sufrir alucinaciones. Un par de meses después,
al borde de la locura, abandona el «tratamiento» y halla su cura, paradójicamente, en la escritura y en
la lectura. En 1888 se separa de su poco atento esposo, responsable en gran medida del lamentable
estado psíquico en que se encuentra, divorciándose seis años después, en 1894. Desde entonces, su
obra empieza a crecer, publicando diversos volúmenes de poesía —In This Our World (1895),
Suffrage Songs and Verses (1911)— y ensayo —Women and Economics: A Study of the Economic
Relativa Between Men and Women as a Factor in Social Evolution (1898), His Religion and Hers:
A Study of the Faith of Our Fathers and the Work of Our Mothers (1923)—, así como decenas de
relatos breves y novelas —The Twilight (1894), Three Women (1911)—.
Basado en su terrible vivencia personal, “El empapelado amarillo” es uno de los relatos más
modernos de esta antología, si entendemos como tal su radical abandono del folclore, de la leyenda,
del goticismo más estricto, para adentrarse en los umbríos mundos de la patología mental. La
protagonista del cuento, al igual que su autora, padece el aterrador «Tratamiento del reposo» que
acaba por convertir su mundo en pura alucinación mórbida, casi impenetrable para quien no lo
experimenta, e incluso, para ella misma, sorprendida por lo que siente. La maestría de Perkins
Gilman reside, precisamente, en el equilibrio existente entre la belleza y sencillez de su prosa, e
intensa angustia cósmica de su mirada enferma. «Este papel amarillo me mira como si supiera del
influjo terrible que ejerce sobre mí (…) Es como si dos ojos bulbosos, sobre un cuello roto, salieran
de una parte donde el dibujo se repite hasta la saciedad y te mirasen al revés (…) Me siento
realmente mal, no ya ante la impertinencia del papel, sino ante su sola presencia (…) Bajo el
empapelado crece día a día una forma oscura (…) Es como una mujer que reptara encorvada por la
parte más baja de la pared, bajo el dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad», escribe,
haciendo de la experiencia fantástica algo opaco, profundo y único. Tanto es así que, cuando se
publicó “El empapelado amarillo”, la escritora le envió una copia al Dr. Mitchell quien,
impresionado por la historia, le escribió asegurándole que le había convencido de la pertinencia de
cambiar dicho tratamiento. «Si fue así —comentaba en su autobiografía, The Living of Charlotte
Perkins Gilman: An Autobiography (1935)—, tal vez mi vida haya tenido algún sentido».
EL EMPAPELADO AMARILLO
Es muy raro que la gente común, como John y yo, alquile casonas antiguas en las que pasar el
verano.
Bien me atrevo a decir que una casona colonial, recibida en herencia, sería poco menos que una
casa encantada, lo justo para alcanzar la más romántica felicidad, lo cual es, por otra parte, mucho
pedir al destino.
No obstante, declararé muy orgullosamente que hay algo raro en relación con todo esto.
Más aún, ¿por qué será de alquiler tan barato esta casa? ¿Y por qué llevaría tanto tiempo sin
alquilar?
John se ríe de mí, claro, pero una siempre espera que pase eso en su matrimonio.
John es un hombre harto pragmático. No es precisamente paciente, ni un hombre de fe; siente
verdadero espanto por la superstición, y se burla inmisericorde y abiertamente de cualquier
conversación en la que se contemplen aspectos que sólo pueden sentirse, que no pueden verse, que no
pueden expresarse de manera concreta.
John es médico, y acaso por ello (no se lo diría nunca a un mortal, por supuesto, pero esto no es
más que papel, un objeto inanimado, un gran alivio para mi mente), acaso por ello haya una razón que
se me escape acerca del porqué mi estado no mejora.
Verán: John no cree que esté enferma.
¿Qué puede hacer una ante eso?
Si un médico muy reconocido, que además es tu esposo, asegura a familiares y amigos que no hay
nada de lo que hablar, salvo de una depresión nerviosa transitoria, una cierta tendencia a la histeria,
¿qué puede hacer una?
Mi hermano también es médico, igualmente muy reconocido como tal, y dice lo mismo.
Así que tomo fosfatos o fosfatina —o lo que quiera que sea—; y tónicos, y hago viajes, y tomo el
aire, y hago ejercicio, y por supuesto tengo completamente prohibido «trabajar» hasta que esté
recuperada.
Personalmente, estoy en total desacuerdo con sus ideas.
Personalmente, creo que me sentaría bien el trabajo; que los cambios y la excitación que produce
me harían mucho bien.
Pero ¿qué puede hacer una?
Escribí durante un tiempo, a despecho de ellos; pero hacerlo me dejaba exhausta, por cuanto era
a hurtadillas, por cuanto no había la menor posibilidad de llegar a un acuerdo con ambos, ya que se
oponían rotundamente.
A veces, incluso fantaseo con la posibilidad de que mi estado mejore si cuento con menos
oposición, con más relaciones sociales y estímulos, pero John dice que lo peor que podría hacer es
pensar precisamente en mi estado, cosa que me hace sentir muy mal, he de confesarlo.
Así que dejémoslo correr y hablemos de la casa.
¡Un lugar realmente hermoso! Una casa tranquila, alejada de la carretera, a unas tres millas del
pueblo. Una casa que me hace pensar en ésas de Inglaterra de las que tanto se lee, con muros y setos
en el jardín, y portones con sus cerraduras, y más allá casitas para los jardineros y el resto del
servicio.
¡Y una delicia de jardín! Nunca había visto un jardín igual, grande y con tanta sombra, pleno de
senderos entre los bojes y cubierto de pérgolas emparradas bajo las que tomar asiento.
También hubo invernaderos, pero ahora están arruinados.
Y había, por lo demás, algún problema legal, según creo; algo relacionado con los herederos y
con los coherederos. En cualquier caso, la casa llevaba vacía muchos años.
Todo eso resta hálito a mis fantasmas, supongo, pero no me preocupa; hay algo extraño en esta
casa, no obstante; algo que puedo sentir claramente.
Llegué a decírselo a John una noche de luna, pero me respondió que simplemente me afectaba la
corriente de aire, y cerró la ventana.
A veces experimento una cólera irracional hacia John. Estoy segura de que nunca había estado tan
sensible. Creo que es cosa de mis nervios.
Pero John dice que, si experimento esos sentimientos, se debe a la merma de mi autocontrol; así
que me esfuerzo dolorosamente en auto-controlarme, sobre todo si estoy con él, cosa que al final me
deja agotada.
No me gusta nada nuestra habitación. Hubiese preferido una de la planta baja que se abría a la
piazza del jardín y a cuya ventana se asomaban las rosas entre las cortinas de algodón estampado.
Pero John no quiso ni oír hablar de eso.
Dijo que la habitación que me gustaba tenía sólo una ventana, y que no cabían allí dos camas, ni
había otro cuarto próximo en el que pudiera dormir él.
Es muy cuidadoso conmigo, muy amoroso; nunca me deja dar un paso sin instruirme antes acerca
de lo que hacer.
Tengo un programa que cumplir para cada hora del día; él se cuida de todo lo que me concierne,
aunque no por ello se lo agradezco suficientemente, ni lo aprecio en todo lo que vale.
Dice que si hemos venido solos ha sido por mi bien, pues aquí puedo descansar y tomar el aire
más que de sobra. «El ejercicio depende de la fuerza que tengas, cariño —me dice—, y la comida,
del apetito que tengas; pero puedes tomar el aire todo el tiempo». Así que tomamos por alcoba la
buhardilla que evidentemente fuera en otro tiempo el cuarto de los niños de la casa.
Es una habitación grande, bien aireada y soleada, que ocupa casi toda la planta, y tiene ventanas
desde las que se contempla todo. Me parece que debió de ser gimnasio en un tiempo y después el
cuarto de juego de los niños, porque las ventanas tienen esos barrotes para los niños y hay argollas y
cosas por el estilo en la pared.
El empapelado parece haber sido víctima de los juegos de un colegio entero. Está desgarrado en
varias partes, especialmente sobre y alrededor del cabecero de mi cama, llegando los jirones casi
hasta el techo, y en la pared frontal casi hasta el suelo. Por lo demás, nunca he visto un empapelado
más horrible.
Es uno de esos empapelados que de tan extravagantes resultan un auténtico pecado artístico.
Es tan aburrido que acaba por confundir al ojo que lo mira, no obstante provocar irritación así
como un detallado estudio. Cuando llevas un rato siguiéndolo con la vista a lo largo de la pared, ves
que acaba perdiéndose en algún vericueto, como si cometiese suicidio, pues se destruye su
uniformidad en ángulos que son puras contradicciones.
El color es repelente, incluso nauseabundo; es de un amarillo apagado y sucio; marchito incluso a
la luz del sol.
En algunos puntos llega a ser anaranjado; en otros, de color sulfúrico.
¡No me extraña que los niños lo detestaran! Yo misma lo haría si tuviese que vivir aquí mucho
tiempo.
Pero cuidado, que viene John y tengo que esconder esto. Odia que escriba una sola palabra.
Llevamos aquí dos semanas y no había vuelto a escribir desde el día de nuestra llegada.
Estoy sentada junto a la ventana de este atroz cuarto para los niños, y no hay nada que me impida
escribir, bien que a mi pesar, salvo mi falta de ganas para hacerlo.
John se pasa todo el día fuera, e incluso algunas noches, si tiene que atender algún caso grave.
¡Tengo que alegrarme de que el mío no lo sea!
Pero mis problemas nerviosos me causan una depresión terrible.
John no sabe realmente cuánto sufro. Sólo sabe que no hay ninguna razón para que sufra, cosa que
lo deja muy satisfecho.
Claro que lo mío no es más que una cosa de nervios. Pero a veces me pesan tanto que me impiden
hacer cualquier cosa.
Me gustaría ayudar en algo a John, por ejemplo haciendo que pudiera descansar bien, rodeándole
de confort, pero aquí estoy, convertida más bien en una carga.
Nadie podría creer cuánto me cuesta hacer un esfuerzo, por mínimo que sea, como vestirme,
atender a las visitas y cualquier otra cosa.
Por fortuna Mary se encarga bien del niño. ¡Mi adorable niño!
Pero ahora no puedo atenderlo, hacerlo me pone mucho más nerviosa.
Supongo que John no ha estado nervioso en su vida. Se ríe de mí a propósito de mi rechazo de
este empapelado amarillo de la habitación.
Al principio habló de empapelarla de nuevo, pero después dijo que me vendría mucho mejor
dejarlo como estaba, pues nada peor para un paciente de los nervios que atender a sus fantasías.
Dijo que tras cambiar el papel habría que hacer lo mismo con el pesado cabecero de la cama, y
después con las rejas de la ventana, y luego con la puerta del final de la escalera, y así
sucesivamente.
«Sabes que estar aquí te viene muy bien —me decía—, y realmente, querida, creo que no merece
la pena hacer arreglos en la casa para tres meses que la tenemos alquilada».
«Pues instalémonos en la planta baja, que las habitaciones son mejores», sugerí.
Entonces me tomó entre sus brazos y me llamó bendita y pequeña gansa, y dijo que bajaría al
sótano, si yo se lo pedía, para darle una mano de cal él mismo.
Pero tenía razón en lo de las camas, y la ventana y todo lo demás.
La verdad es que la habitación es confortable y está muy aireada, todo lo que una necesita, por lo
que no iba a ser yo tan estúpida de incomodarlo con mis caprichos.
No tengo nada que objetar a la habitación, salvo su horrible empapelado.
Por una de las ventanas puedo ver el jardín, y esas pérgolas emparradas que dan una sombra tan
profunda y misteriosa, y las gloriosas flores tan al viejo estilo, y los arbustos y los viejos árboles de
corteza nudosa.
Otra ventana me ofrece una vista adorable de la bahía y el embarcadero privado, que pertenece a
la casa. De la casa arranca un precioso camino vecinal a la sombra, que conduce al embarcadero.
Siempre fantaseo con que veo pasar gente por el camino y los senderos, y bajo las pérgolas, pero ya
me ha avisado John de que no debo albergar fantasías… Dice que con mi poderosa imaginación y la
costumbre que tengo de urdir historias, una constitución nerviosa tan débil como la mía forzosamente
ha de conducirme a fantasear exageradamente, por lo que es mejor que haga uso de mi voluntad y
buen sentido para controlar esa tendencia. Y lo intento.
A veces pienso que si me encontrase lo suficientemente bien como para escribir un poco, podría
liberar así la presión de las ideas y hallar descanso,
Pero cuando lo intento me canso aún mucho más.
Es muy descorazonador no tener quien me aconseje ni haga siquiera un poco de compañía
interesándose por mi trabajo. Cuando esté recuperada del todo, John, según me ha dicho, pedirá al
primo Henry y a Julia que vengan a pasar unos días con nosotros; ahora, sin embargo, dice que hacer
eso sería como ponerme fuegos artificiales en la almohada, que no me sentaría bien la compañía de
personas de trato tan estimulante.
Me gustaría recuperarme pronto.
Pero será mejor no pensar en eso. Este papel amarillo me mira como si supiera del influjo
terrible que ejerce sobre mí.
Es como si dos ojos bulbosos, sobre un cuello roto, salieran de una parte donde el dibujo se
repite hasta la saciedad y te mirasen al revés.
Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del papel, sino ante su sola presencia.
Arriba y abajo, y a los lados, como si se arrastrasen, esos ojos absurdos, impávidos, están por
doquier. Hay un lugar donde la banda de papel no corre en paralelo, y los ojos se ven obligados, uno
más alto que otro, a seguir una línea imposible.
Nunca antes había visto tal expresión en un objeto inanimado, y bien sabemos que hasta las cosas
más simples pueden tenerla. De niña solía fantasear tumbada, hallando más entretenimiento y miedo
en una pared en blanco y en unos simples muebles del que puedan encontrar los niños en una
juguetería.
Recuerdo los guiños que me hacían los nudos de la madera de nuestro viejo escritorio, y
recuerdo también una silla que era como un amigo muy fuerte.
Si cualquier otro objeto se me antojaba entonces de mirada fiera, bastaba con sentarme en aquella
silla para sentirme a salvo.
El mobiliario de esta habitación, sin embargo, no es peor ni menos armónico que el del resto de
la casa, pues en realidad hubimos de subirlo de la planta baja. Supongo que el cuarto, al ser utilizado
para que los niños jugaran, quedó vacío de sus cosas, lo que no es para asombrarse. Nunca había
visto tantos estragos como los que los niños hicieron aquí.
El empapelado, como ya he dicho, está levantado, arrancado minuciosamente en varios puntos de
la pared, por muy bien pegado que estuviese, lo que demostraba que aquellos niños habían mostrado
tanta perseverancia como odio hacia el papel.
El suelo denota que fue rayado y astillado violentamente; los artesonados de escayola de la
habitación muestran mellas aquí y allá; y la cama grande y pesada, el único mueble que encontramos
en la habitación al llegar, parece haber sobrevivido a varias guerras.
Pero no quiero pensar en eso, sólo en el papel.
Ahí viene la hermana de John. ¡Es una chica encantadora que cuida mucho de mí! Será mejor que
no me vea escribiendo.
Es una auténtica ama de casa, una perfecta ama de casa que no cree que pueda haber otra cosa
mejor a la que dedicarse. Estoy completamente segura de que piensa que escribir es lo que me ha
hecho enfermar.
Pero puedo escribir cuando está fuera, y además la veo a través de la ventana cuando regresa.
Hay una ventana desde la que se domina la carretera, que en realidad es un amplio camino en
sombra, lleno de vericuetos y revueltas, y otra que impera sobre toda la campiña. Es una región
maravillosa, realmente; llena de grandes olmos y de praderas aterciopeladas.
El empapelado de la pared posee una rara cualidad, como lo es la de ofrecer la visión de un
dibujo subyacente, y de tono distinto, particularmente irritante pues sólo puede verse bajo ciertas
luces, y aun así tampoco de forma clara.
Pero allá donde no está descolorido, y cuando le da la luz del sol de lleno, puedo observar una
suerte de figura extraña, incluso provocadora e informe, que parece una protuberancia que se
ocultase bajo el conspicuo dibujo principal del papel.
Pero la hermana de John ya sube por la escalera.
Bien, ya ha pasado el 4 de julio. La gente se ha ido y estoy cansada. John supuso que me haría
bien tener algo de compañía, así que han estado con nosotros durante una semana mi madre, y Nellie
y los niños.
No he hecho nada en ese tiempo, por supuesto. Y ahora se encarga Jennie de todo.
Pero eso me cansa lo mismo.
John dice que si para el otoño no he mejorado me enviará a la consulta de Weir Mitchell.
Pero no quiero ir allí en ningún caso. Una amiga mía cayó en sus manos en cierta ocasión y dice
que es un médico como John y como mi hermano, si no peor.
Además, me resultaría agotador tener que viajar tan lejos.
No puedo ni alargar el brazo para hacer lo que sea, creo que no merece la pena hacer el menor
esfuerzo; me estoy volviendo muy temerosa y quejica.
Lloro por nada, y lloro la mayor parte del tiempo.
Claro que no lo hago cuando John está conmigo, ni cuando hay alguien delante. Sólo cuando me
quedo sola.
Y precisamente ahora estoy sola. John tiene muchos casos urgentes que atender en la ciudad y se
pasa allí gran parte del tiempo. Pero Jennie es tan buena que me deja sola cuando se lo pido.
Entonces salgo a pasear un poco por el jardín, y voy por el camino del embarcadero, o me siento
en el porche al amparo de las rosas, y me siento realmente a gusto.
Pero nunca tardo mucho en volver a la habitación, a pesar del empapelado amarillo. O quizá
precisamente por el empapelado amarillo.
¡Ese empapelado ocupa por completo mis pensamientos!
Estoy tumbada en esta gran cama inamovible —que se me antoja clavada al suelo—, siguiendo el
dibujo del empapelado durante horas. Puedo dar fe de que hacerlo es tan bueno como la gimnasia.
Comienzo, podríamos decirlo así, por la parte baja de un extremo de la pared donde el papel parece
intacto, y decido por vez mil que puedo seguir desde allí el resto del trazo para obtener una suerte de
conclusión.
Algo sé de los principios del arte del dibujo, y sé por ello que el papel no es algo que parta de
una ley de la radiación, o de la alteración, o de la repetición, o de la simetría, o de cualesquiera
cosas de las que antes haya oído hablar.
La repetición se da por la anchura de la banda de papel, naturalmente y sin más.
Vistas por separado, cada una de las bandas de papel, en su anchura, parece efectivamente
aislada, diferente, abombada y hasta florida en curvaturas —una suerte de románico degenerado que
sufriera de delirium tremens— que van de arriba abajo en aisladas columnas de fatuosidad.
Pero, de otra parte, se conectan diagonalmente; y los contornos desbordados corren en olas de
terror óptico como algas marinas regodeadas en su amontonamiento a pesar de sufrir una
persecución.
Todo se dispone igualmente en horizontal, de forma tal que al cabo semeja una mera
horizontalidad que me agota en el intento de discernir su orden horizontal.
Debieron disponer, para colmo, de una anchura horizontal para el friso, lo que abunda
extraordinariamente en la confusión.
Hay un confín de la habitación donde el empapelado se halla prácticamente intacto, y allí, cuando
la luz del ocaso da directamente, veo, fantaseo con una radiación fantástica, con formas grotescas que
parecen expandirse a partir de un centro común para acabar zambullidas, sin embargo, en una misma
dispersión.
Seguir todo eso me agota. Creo que debo echar una cabezada.
No sé por qué escribo sobre todo esto.
No quiero hacerlo, además.
No me siento capaz de hacerlo.
Bien sé que John encontraría absurdo todo esto. Pero he de decir lo que pienso y lo que siento,
porque hacerlo me procura un gran alivio.
Pero el esfuerzo me resulta mayor que ese alivio.
Estoy muy perezosa; me paso tumbada la mayor parte del tiempo.
John dice que no debo malgastar mis fuerzas, y me da aceite de hígado de bacalao, y distintos
tónicos, por no hablar del vino y la cerveza, además de la carne poco hecha.
¡Mi querido John! Realmente me ama, por lo que odia verme enferma. El otro día intenté
mantener con él una conversación tranquila y abierta, y le dije lo mucho que deseaba ir a visitar al
primo Henry y a Julia.
Pero me respondió que no podría ir y que, si lo conseguía, una vez allí no sabría qué hacer. No
pude argumentar nada a favor de mi deseo, porque me eché a llorar nada más intentarlo.
Me cuesta mucho pensar lo que voy a decir. Seguramente será por la debilidad de mis nervios.
Pero mi querido John me tomó de inmediato en sus brazos, y me llevó escalera arriba, y me echó
en la cama, y se sentó a mi lado y estuvo leyendo un buen rato para mí, hasta que me agoté.
Dijo que yo era su amada, todo lo que tenía, su mayor contento; y que por eso, por él, tenía que
cuidarme y ponerme bien.
Dijo también que nadie, salvo yo misma, podía ayudarme realmente, para lo cual tendría que
hacer uso de mi mayor voluntad a fin de conseguir el autocontrol necesario, y que para eso era
preciso que me quitara de encima tantas fantasías.
Tengo, en medio de todo, la tranquilidad de que el niño está bien, muy feliz, seguramente porque
no ocupa la habitación del empapelado amarillo.
Si no la hubiésemos ocupado nosotros, habría ido a parar allí la bendita criatura. ¡Qué suerte ha
tenido! Pero yo nunca hubiera consentido en que mi niño, una criaturita tan impresionable, ocupase
una habitación semejante.
Nunca había pensado en ello, pero es una gran suerte que John me tenga aquí aislada, después de
todo, pues lo soporto mejor de lo que lo hubiera soportado la criatura.
Por supuesto que nunca hago mención de lo que pienso, soy demasiado inteligente para hacerlo,
pero sigo vigilando atentamente el empapelado del cuarto.
Hay cosas en ese empapelado que nadie ve, salvo yo; cosas que nadie más que yo vería.
Bajo el empapelado crece día a día una forma oscura.
Es siempre la misma forma única, aunque parezca multiplicada.
Es como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la pared, bajo el dibujo del
papel amarillo. No me gusta nada, la verdad. Me gustaría —comienzo a pensar—, desearía que John
me sacara de aquí.
Pero es muy difícil hablar con él de mi caso, porque es muy inteligente y me ama por encima de
todas las cosas.
No obstante, lo intenté anoche.
Ya era noche cerrada. Brillaba la luna, llenando el cuarto con tanta fuerza como el sol.
Odio a veces esa luna tan brillante que parece arrastrase por el cielo y va de una ventana a otra.
John dormía y yo no quería que se despertase, así que me puse a contemplar el reflejo de la luna
en el ondulante empapelado amarillo de la pared de nuestra habitación hasta que me sentí
aterrorizada.
La figura agazapada tras el empapelado parecía agitar las bandas de papel, como si quisiera
escapar de allí.
Me levanté despacio y fui a observar si el papel se movía realmente. Cuando volví a la cama
John estaba despierto.
—¿Qué haces, pequeña? —me preguntó—. No tendrías que haberte levantado, vas a coger frío.
Me pareció un buen momento para hablar, así que le dije que no me encontraba nada cómoda en
aquella habitación, por lo que le pedía que ocupásemos otra, o que nos fuésemos definitivamente de
allí.
—¿Por qué, cariño? Ya sólo nos quedan tres semanas de alquiler, no veo razón para que nos
cambiemos —me dijo—. Además, aún no han terminado las obras de arreglo en nuestra casa, por lo
que no podemos regresar a la ciudad. Si estuvieses en peligro, o se hubiera agravado tu estado, claro
que nos iríamos, recuerda que soy médico… Pero estás mucho mejor, has ganado color y peso,
comes más que antes… Me siento mucho más tranquilo.
—No he ganado peso —repliqué—, y mi apetito no ha mejorado; ocurre que como un poco más
por la noche, cuando llegas, pero se me quita el hambre por la mañana, en cuanto te vas.
—¡Que Dios bendiga tu corazón tan tierno! —dijo abrazándome—. ¡Puedes estar tan enferma
como te plazca, cariño! Pero aprovechemos la noche para dormir y así estaremos mejor de día; ya
hablaremos mañana.
—¿Entonces no quieres que nos vayamos?
—¿Y por qué habría de quererlo? Sólo nos quedan tres semanas de alquiler. Después haremos un
viaje corto mientras Jennie se encarga de preparar la casa… Además has mejorado mucho, querida.
—Quizá esté mejor de aspecto, pero… —me callé, sin embargo, porque vi que me miraba con
severidad, como si me reprochase algo, así que no dije una sola palabra más.
—Cariño —siguió él—, te ruego por mí y por nuestro hijo, y también por ti misma, que no
permitas que esa idea te vuelva a rondar en la cabeza. No hay cosa tan peligrosa, aunque fascinante,
como un temperamento como el tuyo. Pero cuídate de las tontas fantasías. ¿Es que acaso no confías en
mí como médico, cuando te lo digo?
Claro está, no dije nada al respecto y al cabo nos quedamos dormidos. O mejor dicho, él creyó
que me dormía, pero no; estuve en vela horas, tratando de discernir si el empapelado amarillo y la
forma que se adivinaba bajo él se movían o no al unísono.
En un empapelado con un dibujo como el que tiene éste, apenas se perciben secuencias a la luz
del día, y las que se dan suponen todo un desafío a las leyes del movimiento, algo que irrita a una
mente normal.
El color resulta suficientemente dañino, poco fiable, exasperante; pero el dibujo del papel es una
auténtica tortura.
Puedes pensar que lo dominas, pero cuando más crees conocer cada tramo, cada recoveco, de
repente cambia en un punto abruptamente y ahí te quedas. Es como si recibieras una bofetada en
pleno rostro, como si cayeras al suelo y se te viniese encima para pisotearte. Es como una pesadilla.
Aparentemente no se trata más que de un florido arabesco que remedase un hongo. Si puedes
imaginar una seta venenosa, una hilera interminable de setas venenosas convulsas… pues ahí lo
tienes, es algo así.
¡Y a veces es justo eso!
Este papel tiene una particularidad concreta, además… Algo que nadie parece percibir, salvo yo.
Y es que cambia en tanto lo hace la luz.
Cuando el sol se cuela por la venta que da al este —siempre aguardo esos primeros rayos
rectilíneos—, el papel cambia de manera insólita, tan rápido que apenas puedo creerlo.
Por eso lo espero siempre.
Bajo la luz de la luna —aquí la luna lo llena todo de noche, cuando luce fuerte en el cielo— me
resultaría difícil decir que se trata del mismo empapelado.
Por la noche, o bajo cualquier luz, al atardecer, con la luz de una vela o de una lámpara, pero
mucho peor si es con la luz de la luna, el dibujo del papel amarillo se torna barrado; y bajo esas
barras que forma el trazo se percibe perfectamente a la mujer que hay tras las bandas del papel.
Hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, para que me diese cuenta de que aquello que se
percibía bajo el empapelado de la pared, aquello que había tomado por un oscuro dibujo secundario,
era una mujer. Pero ahora estoy completamente segura.
A la luz del día se muestra en calma, como sometida. Fantaseo con que es el dibujo más evidente
lo que la somete a su peso. Todo esto me resulta turbador. Me tiene contemplándolo durante horas.
Cada vez estoy más tiempo tumbada. John dice que eso es bueno para mí, y que duerma todo lo
que pueda.
Es más, fue él quien me habituó a echarme al menos durante una hora después de comer.
Pero estoy convencida de que no es un buen hábito, porque, verán, no consigo dormirme.
Eso hace que mi engaño sea mayor, pues no digo a nadie que en realidad permanezco despierta
todo ese tiempo, por supuesto que no lo digo.
Lo cierto es que tengo un poco de miedo a John.
A veces su aspecto me parece raro; también Jennie se me antoja inexplicablemente extraña a
menudo.
De vez en cuando me golpea la idea, una mera hipótesis científica, de que esa percepción mía se
deba precisamente al papel.
Observo mucho a John cuando no se da cuenta de que lo hago; suele entrar a la habitación
frecuentemente con las más variadas y banales excusas. Y lo he visto un montón de veces mirando el
empapelado. Jennie también lo hace. Una vez incluso pasó una mano por encima.
Jennie no se había percatado de mi presencia, y cuando le pregunté suavemente, con harta
contención por mi parte, por qué tocaba el papel de la pared, se volvió rauda, como si la hubiese
sorprendido cometiendo un robo, y mirándome con bastante enojo me preguntó por qué la había
asustado.
Después me dijo que aquel papel lo ensuciaba todo, que había descubierto manchas amarillas en
mi ropa y en la de John, y prefería que fuésemos, por ello, más cuidadosos.
¿No parece todo esto de lo más inocente? Pero yo supe que en realidad Jennie estudiaba el papel,
que repasaba con su mano el dibujo, y he decidido que nadie, salvo yo, habrá de descubrir qué hay
de oculto en todo esto.
La vida es ahora mucho más excitante de lo que solía. Verán… Tengo una expectativa, algo por lo
que aguardar, algo a lo que atender… También es cierto que como mejor y que estoy más tranquila.
John está muy contento de mi mejoría. Hasta se rió un poco el otro día, diciendo que me veía más
rozagante… a pesar de mi papel amarillo.
Yo le respondí echándome a reír igualmente. No tenía la menor intención de confesarle que era
por el papel, pues se hubiese burlado. Puede que hasta me hubiese sacado de aquí.
Ahora no quiero irme de aquí, al menos hasta que haya descubierto el secreto que alberga el
empapelado amarillo. Creo que en una semana lo habré hecho.
Me siento mucho mejor. No duermo mucho por la noche debido al gran interés que me procura
ver lo que va sucediendo. Sí duermo bastante, en cualquier caso, durante el día.
De día el empapelado me resulta agotador y desconcertante.
De continuo aparecen brotes nuevos en los hongos, en esos bultos que hace el papel, y se
multiplican las tonalidades del amarillo a lo largo y ancho de la pared. No he podido contar cuántos
son los brotes nuevos de cada día, aunque lo he intentado denodadamente.
El amarillo de este papel de pared es realmente extraño. Me obliga a recordar todas las cosas
amarillas que he visto a lo largo de mi vida, y no hablo de cosas bonitas como unos botones de oro,
sino de cosas repugnantes, y amarillas, por supuesto.
Pero en este papel hay algo más… Su olor… Ya lo noté la primera vez que entramos en la
habitación, pero como está muy soleada y aireada apenas te afecta. Ahora que llevamos una semana
de lluvias y nieblas, sin embargo, ahí está ese olor, al margen de que tengas las ventanas abiertas o
de que las hayas cerrado.
El olor se extiende por toda la casa.
El olor cae sobre el comedor, se embosca en el salón, se agazapa en el vestíbulo, me espera en la
escalera.
El olor ha tomado mis cabellos.
Incluso cuando monto a caballo, ahí está si vuelvo la cabeza de repente.
Es, por lo demás, un olor muy especial. Me he pasado horas intentando analizarlo, tratando de
recordar qué huele igual.
No es precisamente un mal olor; incluso te parece un olor muy rico al principio, pero acaba
siendo pesado, el olor más persistente que jamás haya sentido.
Llega a ser terrible, sin embargo, con este tiempo tan húmedo. A veces me despierto en mitad de
la noche y ahí lo tengo, suspendido sobre mí.
Al principio me molestaba mucho. Hasta se me pasó por la cabeza pegarle fuego a la casa, con
tal de llegar al fondo de ese olor.
Pero ya me he acostumbrado. Sólo se me ocurre pensar que ese olor es del color del empapelado
de la pared. Un olor amarillo.
Hay una extraña señal en la pared, muy abajo, pegada casi al rodapié. Es un rayajo que corre por
toda la pared, a lo largo y ancho de la habitación, a espaldas de los muebles, pero que se interrumpe
donde está mi cama. Un rayajo largo, como una mancha rectilínea, inalterable, como hecha por algo
que se hubiese deslizado regularmente por la pared.
Me pregunto qué fue lo que hizo eso, quién lo haría y para qué… Una vuelta, y otra y otra… ¡Me
mareo!
Pero al fin he descubierto algo.
De tanto mirarlo por la noche, de tanto observar sus cambios, he dado con el asunto.
El dibujo principal del papel se mueve, cosa que no tiene nada de extraño pues es la mujer allí
agazapada quien lo hace.
A veces llego a tener la impresión de que hay más mujeres ocultas tras el empapelado de la
pared; pero luego me digo que no, que sólo hay una, la de siempre, la que repta velozmente alrededor
de la pared, haciendo que se ondulen las bandas del papel.
Después se queda quieta, allá donde los puntos del papel quedan más a la luz, y luego, en los más
oscuros, se aferra a los barrotes del dibujo y los sacude violentamente.
Es como si quisiera atravesar el papel, aunque nadie podría hacerlo porque su dibujo resulta muy
tupido. Quizá por eso me parece a veces que hay más cabezas.
Es como si cuando las cabezas comienzan a emerger el tupido dibujo se lo impide, invirtiéndolas
hasta dejarlas de tal modo que sólo se les perciben los ojos en blanco.
No sería menos terrible que las cabezas quedasen cubiertas por completo, o que las arrancaran.
Estoy segura de que la mujer oculta bajo el empapelado amarillo logra escaparse durante el día.
Y diré confidencialmente por qué lo creo así… ¡Porque la he visto!
Y la sigo viendo a través de las ventanas.
Sé que es ella porque se arrastra, y la mayor parte de las mujeres no lo hacen, al menos a la luz
del día.
La veo por el camino entre los árboles, siempre arrastrada; y cuando llega por ahí algún coche,
corre a esconderse entre las zarzamoras.
No la maldigo por hacerlo. Sería tan humillante que la sorprendieran arrastrándose a plena luz
del día…
Yo me arrastro durante el día siempre a puerta cerrada. Si lo hiciera por la noche, está claro que
John sospecharía algo.
No quiero irritarle ahora, está muy raro. Preferiría que tomara otra habitación… Al fin y al cabo,
no quiero que nadie pueda ver a esa mujer una noche, salvo yo misma.
A menudo me pregunto si podría verla a través de todas las ventanas a la vez.
Aunque, por muy rápido que vaya entonces de una a otra ventana, sólo puedo verla a través de
una sola.
Siempre la veo, eso sí, pero jamás podría pasar tan rápido ante las ventanas como se desliza ella.
En ocasiones la veo a lo lejos, en campo abierto, arrastrándose a tal velocidad que parece la
sombra de una nube batida por un viento fuerte.
¡Si pudiera separar el dibujo subyacente del superficial! Trataré de hacerlo poco a poco.
He descubierto otra cosa interesante. Pero no hablaré de ello, al menos por ahora. No hay que
fiarse demasiado de los otros.
Faltan dos días para quitar el papel y me parece que John comienza a darse cuenta de todo. No
me gusta la mirada que observo en sus ojos.
He oído cómo le pedía a Jennie informes sobre mí, en tono muy profesional, y que Jennie se los
daba muy propiamente.
Le dijo que yo dormía mucho durante el día.
John sabe que apenas duermo de noche, aunque permanezca en calma.
Me ha preguntado igualmente muchas cosas, pretendiéndose cálido y amoroso.
Se cree que no sé qué intenciones oculta.
Pero no me extraña que se muestre como lo hace, después de casi tres meses durmiendo en la
habitación del empapelado amarillo.
Estoy segura de que tanto a John como a Jennie el empapelado también les afecta, aunque sólo yo
me interese por su influjo.
¡Hurra! Hemos llegado al último día. Pero aún dispongo de tiempo suficiente. John pasó la noche
en la ciudad y no estará de regreso hasta el atardecer.
Jennie pretendió dormir conmigo, la muy artera… Pero respondí diciéndole que, por una noche,
estaría mejor sola.
La verdad es que ha sido una buena añagaza; no he estado sola en ningún momento. Nada más
salir la luna y comenzar a moverse bajo el papel amarillo esa criatura infeliz, salté del lecho para
correr en su auxilio.
Yo tiraba de las bandas del papel mientras ella las movía, o las movía yo mientras ella tiraba…
Antes del amanecer habíamos arrancado ya una buena cantidad de papel.
Despegamos más de una banda a lo largo de la mitad de la habitación, desde el rodapié a la
altura de mi cabeza.
Cuando salió el sol y el dibujo espantoso del papel comenzó a burlarse de mí con su guiño
risueño, me hice el firme propósito de que acabaría hoy mismo mi tarea.
Partiremos mañana. Han comenzado a bajar los muebles del cuarto, para que todo quede como
antes de que llegásemos.
Jennie se ha quedado de una pieza al mirar la pared, pero le he contado tranquilamente por qué
faltaba tanto papel; le he dicho que no soportaba por más tiempo algo tan horrible como ese
empapelado amarillo.
Se ha echado a reír diciendo que no le hubiese importado hacerlo ella misma para que yo no me
cansara.
Así se ha traicionado, la muy canalla.
Pero estoy resuelta a que nadie más que yo ponga sus manos en este papel, al menos mientras
viva.
Después ha tratado de sacarme de la habitación… ¡Todo está ya tan claro! Pero le he dicho que el
cuarto estaba tan vacío, limpio y tranquilo que prefería echarme a dormir un rato; es más, que
prefería dormir largamente, por lo que le rogué que no me despertase siquiera para la cena, y que en
todo caso la llamaría al despertar, si precisaba de ella para algo.
Ya no hay nada. También se han ido los criados. Sólo queda en el cuarto el gran cabecero de la
cama, con el somier y el colchón de lana.
Esta noche dormiremos en la planta baja. Mañana regresaremos en barco.
La habitación, ahora vacía, me gusta mucho.
Pero hay que ver los destrozos que hicieron en ella aquellos niños…
¡Pero si hasta el cabecero de la cama y el somier presentan un montón de mellas!
Tengo que poner manos a la obra, en cualquier caso.
He cerrado con llave la puerta, y luego he tirado la llave al sendero que arranca de la casa.
No saldré, ni permitiré que entre nadie, al menos hasta que regrese John.
Quiero verlo realmente asombrado.
Tengo bien escondida una cuerda que ni siquiera Jennie ha sido capaz de descubrir. Si esa mujer
intenta escaparse, la ataré con mi cuerda.
Pero no me había dado cuenta de que no puedo llegar muy alto si no tengo algo en lo que subirme.
¡Es imposible mover la cama!
Me he hecho daño intentando desplazarla. Y me he enojado tanto que me he puesto a morder un
trozo de madera de una esquina, hasta arrancarlo, con lo que también me he hecho daño en los
dientes.
Después he arrancado todo el papel que me ha sido posible, hasta donde me alcanzaban los
brazos a lo alto. Cuesta hacerlo, porque está muy pegado; el dibujo parecía seguir burlándose de mí
al verme tan esforzada. ¡Y esas cabezas cercenadas, y sus ojos bulbosos, y esas minoraciones como
hongos! Todo eso contoneándose ante mí, burlándose entre alaridos.
Ahora estoy tan enojada que se me ocurre hacer algo desesperado. Saltar por la ventana sería un
ejercicio admirable, pero los barrotes son tan gruesos que ni lo intento.
Y tampoco lo haría aunque pudiese, la verdad. Nada de eso. Hacer algo así no estaría nada bien,
y además sería un gesto que los demás podrían malinterpretar.
Ya no quiero ni mirar por las ventanas. Hay demasiadas mujeres arrastrándose por ahí a gran
velocidad.
Me pregunto si todas ellas, como yo, habrán salido del empapelado amarillo de la pared.
Nadie podrá arrastrarme hasta el sendero, porque estoy bien amarrada con mi cuerda.
Aunque en cuanto se haga de noche me veré obligada a esconderme otra vez tras ese espantoso
dibujo del empapelado… Se me hace tan duro…
Es muy agradable poder salir a la habitación, porque es muy grande y puedo arrastrarme por ella
a mis anchas, cuanto quiera.
No deseo abandonarla. No saldré de aquí, por mucho que Jennie me pida que lo haga.
Fuera de la habitación todo es verde, en vez de amarillo, y no quiero arrastrarme por ahí.
En la habitación me arrastro tranquilamente por el suelo; cuando lo hago, además, siempre me
queda el hombro a la altura de ese rayajo que recorre toda la pared sobre el rodapié, con lo cual no
tengo pérdida.
John está en la puerta.
Me da igual, muchacho, no podrás abrirla.
¡Qué manera de llamar a la puerta, qué golpes pega!
Vaya, pero si está pidiendo a gritos que le lleven un hacha.
¡Sería una pena destrozar una puerta tan bonita!
—John, cariño —le dije entonces con mi voz más dulce—, la llave está en el sendero, tras los
escalones de la entrada, bajo una hoja del plátano.
Eso lo dejó callado unos segundos.
—Abre la puerta, amor mío —me dijo poco después.
—No puedo —le respondí—. La llave está frente a la casa, bajo la hoja de un plátano.
Se lo dije varias veces más, con la voz inalterable, hablando muy despacio, con un tono
infinitamente candoroso. Tanto insistí que acabó yendo a buscar la llave, y al cabo de un buen rato
dio con ella, y abrió la puerta y entró en la habitación… Pero nada más entrar se quedó de una pieza.
—¿Qué pasa aquí? —gritó—. ¡Por el amor de Dios! Pero ¿qué estás haciendo?
Yo seguí arrastrándome por el suelo, igual que antes, pero le miraba alzando la cabeza.
—Al fin he conseguido salir de ahí —dije—, a pesar de ti y de Jennie… Y como he arrancado la
mayor parte del papel, ya no podrás volver a confinarme contra la pared.
¿Por qué se desmayaría este hombre? Porque se desmayó, cayendo junto a la pared. Y para seguir
arrastrándome tuve que pasar por encima de él.
Elizabeth Stuart Phelps
(1844 - 1911)

Según apunta el Dr. Angelo S. Rappoport, «se dice, y con razón, que los marineros son una de las
razas de hombres más extrañas que existen; tienen costumbres, sentimientos e incluso un lenguaje
propio. Las nobles virtudes y los sentimientos exaltados se mezclan con hábitos vulgares y vicios
degradantes. Héroes en los momentos de peligro, los marineros a menudo no son más que niños
patéticos (…) los cuales creen firmemente en apariciones y fantasmas y se aterrorizan ante ellos»
(Superstitions of Sailors, Stanley Paul & Co., Ltd., Londres, 1928. Pág. 196).
Y mucho de esto, sin duda verídico en la época que fue escrito, se halla presente en “El fantasma
de Kentucky” (Kentucky’s Ghost), cuento de Elizabeth Stuart Phelps publicado en la revista
estadounidense Atlantic Monthly (diciembre, 1868). Obra ciertamente especial, su singularidad, en
este caso, no está vinculada a su estilo literario, ebrio de un naturalismo ágil, minucioso, pero nada
recargado, a la hora de describir la vida marinera a bordo del Madonna, el navío mercante donde
acontece la acción. Su fuerza tampoco reside en el tono melodramático, áspero, hiriente incluso,
dickensiano ocasionalmente, del relato. Lo que distingue a “El fantasma de Kentucky” de otras
historias fantásticas escritas por mujeres es su creíble ambiente marinero, tremendamente masculino,
que nos trae a la memoria alguna de las mejores fábulas y novelas terroríficas de William Hope
Hodgson o Emilio Salgari. Habida cuenta que era un territorio laboral y vital vedado a las mujeres
—solamente podían embarcar en calidad de pasajeras—, llama la atención que este inquietante
divertimento se adentre en un mundo extraño, plagado de misterios, como el de los hombres del mar.
Pero la diferencia de sensibilidades se percibe en la manera de abordar las tristes aventuras del
polizón Kentucky a bordo del Madonna, marcadas por los constantes abusos físicos (y psicológicos)
que soporta a manos del cruel oficial de cubierta, el señor Whitmarsh. Una situación que
desembocará en una experiencia sobrenatural más turbadora que macabra, más moral que visceral. El
paternalista modo de proceder del narrador, el detalle de la madre del muchacho, que aguarda con
gesto compungido el regreso de la nave, y por tanto de su hijo, diluyen en los vahos de la tragedia el
miedo que el cuento haya podido provocarnos en algunos pasajes. Hay en “El fantasma de Kentucky”
una curiosa subtrama centrada en las relaciones materno-filiales, en los lazos de amor y, por qué no,
de camaradería existentes en el matrimonio, en la influencia que tener una familia puede ejercer en
una persona a la hora de percibir el mundo y a sus moradores.
Sin desdeñar, ni mucho menos, la sinceridad de los intereses «fantásticos» de Elizabeth Stuart
Phelps, cabría señalar que su aproximación al género se emparenta más con la idea de la fábula
moral, del cuento de hadas «para adultos», con una idea sombría de lo «maravilloso», que con el
deseo de provocar un efecto de terror (Roger Caillois dixit). Sus otros relatos fantásticos, como
“Since I Died” (Scribner’s, febrero, 1873), “Dream Within a Dream” (The Independent Magazine,
febrero, 1874) o “Number 13” (Harper’s New Monthly, marzo, 1876), se sitúan en la línea antes
expuesta.
Elizabeth Stuart Phelps, nacida en Andover, Massachusetts, era la segunda hija en una familia de
cinco hermanos. Su padre era párroco y profesor de literatura griega y hebrea de la sociedad
Teológica de Andover. Su madre, inválida durante los últimos años de su vida, hizo que su amiga, la
novelista Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom (Uncle Tom’s Cabin, 1852),
escribiera: «… de una larga enfermedad curada por la muerte / una santa se elevó hacia donde no
existe más el dolor». Marcada por la terrible enfermedad de su madre —Elizabeth vivió siempre con
el temor de quedarse paralítica como ella— y un deseo casi enfermizo por complacer a su padre,
hombre de rígidas costumbres e ideas, la futura escritora se marchó a Boston con apenas dieciséis
años, una vez completada su educación primaria, para trabajar en la Mount Vernon School, viviendo
con la familia del reverendo Jacob Abbott, autor de libros religiosos para niños.
Abrumada por dudas y miedos en lo que respecta a su talento, allí publica sus primeros cuentos,
de sesgo religioso, en la revista literaria que dirige el reverendo Abbott. Pero cuando su padre, al
leer uno de sus relatos, le escribe señalándole que «estaba muy bien hecho» —elogio que significó
para ella más que el favor recibido por centenares de lectores—, Phelps decide dedicarse
plenamente a la literatura como profesional. Para entonces tiene treinta años, y aunque ya había
publicado varias novelas de éxito, como Sunny Side; or, A County Minister’s Wife (1851) —
100.000 ejemplares en su primer año de publicación—, o la prestigiosa The Gates Ajar (1868),
jamás se había planteado en serio la posibilidad de vivir de la escritura. Una labor que se verá
reforzada anímicamente tras su matrimonio con el novelista Herbert Dickinson Ward (1861-1932) en
1888, con quien escribió conjuntamente Come Forth (1891), además de Singular Life (1895), The
Story of Jesus Christ (1897), The Supply at Saint Agetha’s (1897), Within the Gates (1901) y Trixy
(1904). Activa feminista —desde una óptica moderada cristiana—, sufragista y miembro de la
Women’s Christian Temperance Union contra el consumo de alcohol, murió después de alumbrar a su
tercer hijo, a causa de complicaciones durante el parto.
EL FANTASMA DE KENTUCKY
¿Que si es cierto? Cada palabra.
Tu cuento ha estado muy bien, Tom Brown, muy bien para uno que vive en tierra, pero te apuesto
una rosquilla a que yo cuento uno mejor, y todo auténtico, que es más de lo que tú podrías jurar del
tuyo, si no me equivoco. No es que yo no haya exagerado nunca un poquillo en mi juventud en el
camarote de la tripulación, como hemos hecho todos, pero ya hace mucho que vivo bajo un techo, y
que el pastor nos visita regularmente durante la temporada de las fresas; y habiendo tenido que dar
unos cuantos azotes como consecuencia de las mentiras que he tenido que oír al criar a seis hijos, uno
aprende a recortar un poco sus palabras, Tom, créeme. Es como cuando el habla de la mar se te hace
rara porque sólo oyes hablar a marinos de agua dulce que no saben distinguir un palo de mesana del
campanario de una iglesia.
El pasado octubre hizo unos veinte años, si no me falla la memoria, que estábamos atracados
para partir a Madagascar. He hecho ese viajecito a Madagascar cuando el mar era como aceite
ardiendo y el cielo como latón ardiendo; y el castillo de proa tan parecido al infierno como cualquier
castillo de proa durante una calma chicha. Lo he hecho cuando nos escurríamos en el puerto con casi
todos los palos destrozados y las bombas funcionando día y noche y lo he hecho con un capitán
borracho que daba raciones de hambre de una bazofia que no habría tocado ni un perro en tierra y
dos cucharadas de agua al día, pero por algún motivo, de todas las veces que he viajado a Oriente,
no recuerdo ninguna otra tan bien como ésta.
Salimos de Long Wharf en el barco Madonna, que me han dicho que significa «Mi Señora», y
bien bonito que era el nombre. Tenía una sensación agradable al pronunciarlo, lo que es sorprendente
si consideramos que era un viejo cascarón pesado que nunca subía de diez nudos y pocas veces
llegaba a eso. Puede ser porque Moll venía de vez en cuando mientras estábamos en el puerto, se
traía al chico con ella y se sentaba en cubierta con un delantalito blanco, tejiendo. Era una mujer muy
guapa mi esposa en aquellos días y me sentía orgulloso de ella: normal, con los chicos mirándonos.
—Molly —solía decirle yo a veces—, ¡Molly Madonna!
—¡Tonterías! —decía ella, dándole a las agujas.
Aunque le gustaba, te lo garantizo, y se le ponían las mejillas de un bonito color rosa, y eso que
llevábamos cuatro años casados. Viendo que siempre se ha portado conmigo como una señora, fiel y
gentil, y aunque no era muy educada y aunque yo nunca en la vida le regalé un camisón de seda, se
contentaba, y también yo.
A veces yo solía comentar lo que pensaba del nombre del barco cuando los chicos no estaban
haciendo mucho ruido, pero casi siempre se reían de mí. Yo era lo bastante rudo y malo en aquellos
tiempos: tan rudo como cualquiera y tan malo como los demás, supongo, pero aun así solía tener
pensamientos distintos de los de los demás. «La poesía de Jake», los llamaban.
Estábamos cargando mercancía para comerciar en Oriente, como ya he dicho, ¿verdad? Ahora ya
no queda gran cosa del auténtico comercio de antes, excepto el whiskey, que seguirá siendo próspero,
supongo, hasta que los malgaches aprueben una ley de prohibición por una gran mayoría en el Senado
y el Congreso. Recuerdo que en aquel viaje teníamos algo de whiskey en la bodega, con un buen
cargamento de cuchillos, franela roja, serruchos, clavos y algodón. Esperábamos estar de regreso en
menos de un año. Teníamos suficientes provisiones y Dodd, el cocinero, hacía un café tan bueno
como el mejor que pudieras encontrar en las cocinas de un mercante. En cuanto a nuestros oficiales,
cuanto menos diga de ellos mejor, no tanto porque pretenda ser irrespetuoso como porque preferiría
no serlo. En la marina mercante, los oficiales, especialmente si son de la ruta africana, son hombres
brutales. Al menos, ésa es mi experiencia, y cuando alguno de vuestros grandes armadores hable del
tema conmigo, como han hecho otras veces antes, diré: «Ésa es mi experiencia, señor», que es todo
lo que tengo que decir. Hombres brutales, y tan apropiados para su trabajo como si los hubieran
importado para tal propósito del baúl de Davey Jones[24]. Aunque dicen que ahora ya no dan
latigazos, lo que es toda una diferencia.
A veces, en una tarde soleada, cuando el agua embarrada parecía más embarrada de lo normal
porque las nubes eran del color de la plata y el aire del color del oro, cuando los barriles de aceite
chocaban en los muelles y se notaba el fuerte olor de las pescaderías y los hombres gritaban y
juraban, nuestro hijo corría por la cubierta jugando con todo el mundo, pues era un muchachito listo
que llevaba medias rojas y las rodillas desnudas, y los chicos le habían tomado cariño.
—Jake —decía su madre, con un suspiro, siempre bajito, para que el capitán no la oyese—,
¡imagínate que fuese él quien se fuera un año en esa compañía!
Entonces soltaba las brillantes agujas y llamaba al niñito y lo cogía en brazos.
Ve a la sala, Tom, y pregúntaselo a ella. ¡Dios te bendiga! Ella recuerda aquellos días en el
muelle mejor que yo. Podría decirte cuál era el color de mi camisa, lo largo que yo tenía el pelo y
qué había comido, qué aspecto tenía y qué dije. Normalmente yo no solía jurar tanto cuando ella
estaba cerca.
Bueno, pues levamos anclas el último día del mes, de muy buen humor. La Madonna era tan
resistente y marinera como cualquier otro barco de ochocientas toneladas de la bahía, aunque fuese
torpe; éramos unos dieciséis en los camarotes de la tripulación, un grupo alegre, casi todos viejos
camaradas, y nos llevábamos bien. La brisa venía del oeste y el cielo estaba despejado.
La noche antes de zarpar, Molly y yo dimos un paseo hasta los muelles después de cenar. Yo
llevaba al crío. Un niño, sentado sobre unas cajas, me tiró de la manga al pasar y me preguntó,
señalando a la Madonna, si le podía decir el nombre del barco.
—Averígualo tú mismo —le dije, molesto porque me interrumpiese.
—No seas desagradable con él —dijo Molly. El niño le lanzó un beso al chico y Molly le sonrió
en la oscuridad. Supongo que no tendría por qué acordarme del grumete aquel después de tanto
tiempo, pero recuerdo que me gustó ver a Molly sonriéndole a través de la oscuridad.
Mi mujer y yo nos despedimos a la mañana siguiente en un sitio cubierto entre las maderas en el
muelle. Era de esas mujeres a las que nunca les ha gustado llorar delante de la gente.
Se subió a la pila de maderas y se sentó, un poco arrebolada y temblorosa, para vernos zarpar.
Recuerdo verla allí con el niño hasta que ya llevábamos un buen trecho del canal. Recuerdo ver la
bahía mientras se alejaba, y hacer propósito de dejar de jurar. Y recuerdo maldecir como un pirata a
Bob Smart muy poco después.
La brisa era más constante de lo que esperábamos, y tuvimos una buena salida y relevaron al
piloto al llegar la noche. El señor Whitmarsh, el oficial de cubierta, estaba en popa con el capitán.
Los chicos estaban cantando un poco y subía el olor del café, caliente y casero. Yo estaba en la cofa
mayor, no recuerdo para qué, cuando de repente se oyó un grito y, cuando bajé a cubierta, vi a mucha
gente congregada alrededor de la escotilla de proa.
—¿A qué viene este ruido? —dijo el señor Whitmarsh, acercándose con el ceño fruncido.
—¡Un polizón, señor! ¡Un niño polizón! —dijo Bob, entendiendo rápidamente el tono del oficial.
Bob siempre conocía bien el viento cuando se acercaba una tormenta. Sacó al pobre muchacho y lo
empujó a los pies del oficial.
Digo «pobre muchacho», y no te preguntarías por qué si hubieses visto a tantos polizones como
he visto yo.
Preferiría ver a un hijo mío encadenado como esclavo en Carolina que verlo llevar la vida de un
polizón. Entre los oficiales que creen que los han engañado, los hombres que siguen a sus superiores
y el desprecio del chico al que sí han contratado legalmente, un polizón no tiene lo que uno llamaría
un buen recibimiento.
Éste era un chico pequeño, delgado para sus años, que podrían ser quince, supongo. Era pálido y
tenía un mechón de pelo lacio en la frente. Tenía hambre, añoraba su casa y estaba asustado. Nos
miró a todos y luego se tapó un poco y se quedó quieto tal como le había tirado Bob.
—Bueeeno —dijo Whitmarsh, muy despacio—, ya verás como te arrepientes antes de que llegues
a tierra, amiguito, ¡como que soy el oficial de cubierta de la Madonna! ¡Y toma esto!
Y al decirlo, le dio una patada al pobre grumete y lo mandó desde el alcázar al bauprés y se fue a
cenar. Los hombres se rieron un poco, luego silbaron otro poco y terminaron su canción contentos y
alegres, con el café calentándose en la cocina. Nadie tuvo una palabra para el chico. ¡Dios, no!
Aseguraría que aquella noche no habría probado bocado de no ser por mí, y no sabría decir por
qué me molesté, si no se me hubiese ocurrido de repente, mientras él se frotaba los ojos con la cara
vuelta hacia el oeste y el sol se volvía rojo, que había visto al muchacho antes. Entonces recordé el
paseo por los muelles y a él sobre la caja y a Molly diciendo que yo era desagradable con él.
Viendo que mi mujer le había sonreído y que mi hijo le había tirado un beso, me resultaba difícil
no cuidar un poco del pequeño granuja aquella noche.
—Pero aquí no tienes nada que hacer —le dije—, nadie te quiere aquí.
—¡Ojalá estuviera en tierra! —dijo él—. ¡Ojalá estuviera en tierra!
Con eso empezó a frotarse los ojos tan violentamente que me detuve. Tenía buena madera, porque
se atragantó y me guiñó los ojos, y se sobrepuso casi tan bien como podía haberlo hecho yo.
No sé si fue porque aquella noche cuidé un poco de él, pero el muchacho siempre andaba
conmigo después de aquello, me seguía con la mirada y hacía algún trabajillo para mí sin que se lo
pidiese.
Una noche antes de que pasara la primera semana, se sentó a mi lado en el cabrestante. Yo estaba
probando una nueva pipa, y muy buena, así que durante un rato no le presté mucha atención.
—Has hecho muy bien ese trabajo, Kent —le dije—, ¿cómo te metiste en el barco? Porque no
pasa a menudo que la Madonna salga del puerto con un muchacho oculto en su bodega.
—El vigilante estaba borracho. Me metí detrás del whiskey. Hacía calor y estaba oscuro. Me
tumbé y pensé en el hambre que tenía —dijo.
—¿Amigos en casa? —le dije.
Asintió muy levemente con la cabeza y se levantó y se fue silbando.
El primer domingo el muchacho estaba tan inquieto como una langosta puesta a hervir. En el mar,
el domingo es día de limpieza. Los chicos se lavaron y se sentaron a coserse los pantalones. Bob
sacó sus cartas. Unos camaradas y yo nos pusimos cómodos bajo el juanete del castillo (yo estaba de
guardia abajo), contando las historias más curiosas que nos sabíamos. Kent se quedó mirando la
partida de cartas un rato, luego nos estuvo escuchando un rato y luego anduvo paseando inquieto.
Bob dijo:
—Mirad allí, ¡vamos!
Y allí estaba Kent, sentado hecho un ovillo bajo la popa de la falúa. Tenía un libro. Bob se
arrastró por detrás y se lo quitó de las manos. Luego comenzó a reírse como si se estuviese
asfixiando y me lanzó el libro. Era una Biblia, negra y vieja. En la página amarilla estaba esto
escrito:
Para Kentucky Hodge
De su madre cariñosa
Que reza por ti todos los días. Amén.
Primero, el chico se puso colorado, luego blanco y se levantó de repente, pero no dijo ni una
palabra. Sólo se volvió a sentar y nos dejó reírnos. He olvidado si alguna vez dejaron de reírse. Un
día me contó cómo es que le habían puesto ese nombre, pero lo he olvidado. Algo acerca de un viejo,
un tío, creo, que murió en Kentucky y el nombre les sonaba muy bien. Solía sentirse un poco mal al
principio, porque los chicos le tomaban el pelo constantemente, pero en una semana o dos se
acostumbró y, viendo que no lo hacían con malicia, se lo tomaba a risa.
Otra cosa que noté es que después de aquello nunca volvió a tener el libro con él. Al domingo
siguiente ya siguió nuestras costumbres.
Como norma general, los marineros no se toman la Biblia como harías tú, Tom, aunque diré que
nunca vi a un hombre de mar que no le concediese el crédito de ser una historia rematadamente
buena.
Pero te lo prometo, Tom Brown, lo sentí por el muchacho. Ya es bastante castigo para un chiquito
como él dejar el sendero honesto y a unos padres en casa que quizá le amaran para ir a endurecerse
en un barco, aprendiendo a desatar un brandal o arrizar con los dedos helados durante una tormenta
de nieve.
Pero eso no es lo peor de todo, ni mucho menos. Si alguna vez hubo un hombre de sangre fría,
cruel, con aviesas intenciones y un puño como un martillo, ése era Job Withmarsh cuando estaba de
buen humor. Y creo que de todos los viajes que he hecho siendo él oficial de cubierta de la Madonna,
Kentucky lo conoció en su peor versión. Bradley, el segundo oficial, desde luego que no era muy
gentil, pero no podía compararse con el señor Whitmarsh. Desde el principio detestó al muchacho, y
así fue hasta el final.
Le vi golpear al muchacho hasta que le caía la sangre sobre la cubierta formando charquitos y
luego mandarlo, todo sangrando, a recoger los cabos de la gavia y cuando, por el dolor y la debilidad
se mareaba un poco y se aferraba al marchapié, medio cegado, lo bajaba y lo azotaba hasta que
intervenía el capitán, lo que ocurría ocasionalmente cuando hacía un buen día y había bebido lo justo
para estar de buen humor. Solía rebuscarse los sesos para decirle al muchacho las cosas que le decía
mientras trabajaba en silencio a su lado. Ni Bob Smart ni yo podíamos decir aquellas cosas. A veces
lo intentábamos, pero siempre teníamos que dejarlo. Si los insultos fuesen un artículo de mercado,
Whitmarsh podría haberlos patentado y habría hecho fortuna inventándolos nuevos e ingeniosos.
También solía bajar al muchacho a patadas por la escalera del castillo de proa; solía hacerle
trabajar, incluso enfermo, como no habría trabajado una bestia de carga, solía perseguirlo por toda la
cubierta a correazos, solía darle golpes contra el mástil durante horas, solía matarlo de hambre en la
bodega. No soy ningún blando, Tom, pero más de una vez me ponía enfermo, yo, un tipo grande y
recio, de verlo tan indefenso.
Ahora recuerdo (no sé si siquiera lo había pensado en estos veinte años) algo que McCallum dijo
una noche. McCallum era escocés, un tipo mayor con canas, y por aquel entonces contaba las mejores
historias de toda la tripulación.
—Acordaos de mis palabras, compañeros —decía—, cuando le llegue la hora a Job Whitmarsh
de irse tan derecho al infierno como el mismísimo Judas, ese muchacho le entregará sus papeles.
Muerto o vivo, el muchacho le entregará sus papeles.
Recuerdo especialmente un día en que el chico estaba enfermo de fiebre, y estaba acostado en su
hamaca. Whitmarsh lo llevó a cubierta y le ordenó que se pusiese en pie. Yo estaba cerca, asentando
la cangreja. Kentucky se tambaleó un poco hacia delante y se sentó. Allí había un cabo con tres
nudos. El oficial le golpeó.
—Estoy muy débil, señor —le dijo.
Le volvió a golpear. Le golpeó dos veces más. El chico tropezó y se quedó quieto donde había
caído.
No sé qué mosca me picó, pero de repente me pareció estar en el muelle, con las nubes de color
plateado y el cielo dorado y Molly con un delantal blanco con sus agujas brillantes, y el bebé
jugando con sus calcetines rojos por la cubierta.
—Imagínate que fuese él —dijo, o me pareció que decía—, ¡imagínate que fuese él!
Y lo siguiente que supe fue que le hablé al oficial tan furiosa e irrespetuosamente como seguro
que nunca se habían dirigido a Whitmarsh. Y después de eso, lo siguiente que supe fue que me
pusieron grilletes.
—Arrepentido, ¿eh? —me dijo el oficial el día antes de que me los quitasen.
—No, señor —le dije. Y nunca me arrepentí. Kentucky no lo olvidó. Al principio, le había
ayudado de vez en cuando. Le enseñé a girar y tirar de una braza, a asegurar una escota, pero
normalmente le dejaba en paz y me dedicaba a mis asuntos. De verdad creo que el chico nunca
olvidó aquella semana que pasé encadenado.
Una vez, un sábado por la noche, el oficial había estado excepcionalmente furioso aquella
semana, Kentucky le replicó, muy pálido y débil (yo estaba en la cofa de mesana, y le oí muy
claramente):
—Señor Whitmarsh —le dijo—, señor Whitmarsh —respiró pesadamente—, señor Whitmarsh
—tres veces—, usted tiene el poder y lo sabe, y también lo saben los caballeros que le pusieron
aquí, y yo sólo soy un polizón, y las cosas están liadas, pero ¡se arrepentirá por todas las veces que
me ha puesto la mano encima!
Y cuando lo dijo no tenía una mirada agradable.
La cosa es que el primer mes en la Madonna no le había hecho ningún bien al muchacho. Tenía un
aire hosco y desabrido, como el que a veces he visto en un perro encadenado. Al principio, hablaba
tan limpiamente como mi bebé, y se sonrojaba como una niña con las historias de Bob Smart, pero se
acostumbró a Bob, y bastante bien, con el tiempo, a las palabrotas.
No creo que me hubiese dado tanta cuenta de no ser por parecerme ver a Molly, y el sol, y las
agujas de punto, y al niño sobre la cubierta y oyendo «¡Imagínate que fuese él!» A veces, los
domingos por la noche solía pensar que era una pena. No porque fuera yo mejor que los demás,
excepto porque los hombres casados son siempre más formales. Examina a cualquier tripulación, y
los muchachos que tienen sus propias casas e hijo son los más rectos.
A veces, también solía parecerme haber oído la palabra de un pastor, en una animada melodía de
un salmo, y me lo tomaba a pecho. Un año es mucho tiempo para que veinticinco hombres estén a
buenas unos con otros y con el diablo. No pretendo ser muy piadoso, pero no soy tonto, y sé que si
hubiéramos tenido a bordo a un oficial temeroso de Dios y que cumpliese sus mandamientos,
habríamos sido mejores. Con la religión pasa lo mismo que con la cayena: si está ahí, lo sabes.
Si tuvieses docenas de barcos navegando, ¿te acordarás de eso? ¡Dios te bendiga, Tom! Allá
donde fueres, haz lo que vieres. Tendrías tus libros mayores, tus hijos, tus iglesias y catequesis,
negros libres y elecciones, y todo eso, y nunca te pararías a pensar si los muchachos que navegan en
tus barcos por el mundo tienen almas o no, y podrías ser un buen hombre. Así es el mundo. Calma,
Tom. Calma.
Bueno, las cosas no iban mal entre nosotros hasta que nos acercamos al Cabo. No es un lugar
bonito el Cabo durante el invierno. No se puede decir que tuviese lo que vosotros diríais miedo
después de doblarlo por primera vez, pero no es un lugar bonito.
No recuerdo demasiado sobre Kent hasta que llegó un viernes, primero de diciembre. Era un día
tranquilo, con un poco de neblina que era como arena blanca desparramada encima de un rayo de sol
en la mesa de la cocina. El muchacho estuvo callado todo el día, siguiéndome con los ojos.
—¿Estás enfermo? —le dije.
—No —dijo él.
—¿Whitmarsh está borracho? —le dije.
—No —dijo él.
Poco después de oscurecer yo estaba tumbado sobre un rollo de cuerdas, dormitando. Los chicos
cantaban El Golfo de Vizcaya muy animadamente, y yo me levanté para unirme en el estribillo. Kent
apareció cuando ellos cantaban:

Cómo se inclinaba
aquel día
¡en el Golfo de Vizcaya!

Él no cantaba. Se sentó a mi lado, y al principio pensé que no me dirigiría a él, y luego pensé que
sí.
De modo que abrí un ojo y le miré, animándolo. Se acercó un poco más a mí. Estaba bastante
oscuro donde estábamos sentados, con una gran sombra verdosa cayendo de la vela mayor. El viento
soplaba un poco, y la luz del timón brillaba roja y parpadeante.
—Jake —dijo él de repente—. ¿Dónde está tu madre?
—¡En… el Cielo! —dije yo, desconcertado. Y si alguna vez he estado cerca de lo que se podría
llamar faltarle el respeto a mi madre, fue entonces, por estar tan desconcertado.
—¡Oh! —dijo él—. ¿Tienes a alguna mujer en casa que te añore? —preguntó.
—No me extrañaría —dije yo.
Después de aquello se quedó un rato quieto con los codos en las rodillas, luego se giró hacia mí y
después de un rato me dijo:
—Supongo que yo tengo una madre en casa. Huí de ella.
Ésta, por cierto, fue la primera vez que había hablado de sus padres desde que llegó a bordo.
—Estaba dormida en la habitación —dijo él—. Salí por la ventana. Tenía una camisa blanca que
ella me había hecho para la iglesia y eso. Nunca me la he puesto aquí. No he tenido el valor. Tiene
cuello y puños. Hacerla le supuso un quebradero de cabeza. Andaba siguiéndome todo el día
cosiendo esa camisa. Cuando yo llegaba a casa, se animaba y sonreía. Padre está muerto. No hay
nadie más que yo. Ella pasaba el día siguiéndome.
Se levantó y se unió a los muchachos e intentó cantar un poco, pero se quedó muy quieto y se
sentó. Veíamos la luz parpadeante en las caras de los chicos, en la jarcia y en el capitán, que estaba
maldiciendo al contramaestre en popa.
—Jake —dijo, muy bajito—, mira. He estado pensando. ¿Crees que hay aquí un marino, sólo uno
quizá, que haya dicho sus oraciones desde que subió a bordo?
—¡No! —le dije, muy seguro. Porque me habría apostado la cabeza a que era así.
Recuerdo como si fuera hoy cómo sonaron la pregunta y la respuesta. No soy capaz de decir con
palabras cómo me sentí. El viento empezaba a soplar más fuerte, y tuvimos que tomar rizos. Bob
Smart, que estaba plegando el petifoque, se empapó. Al muchacho y a mí, sentados en silencio, nos
salpicó el agua. Recuerdo observar la curva de las grandes olas, de color caoba, con las crestas
blancas, y pensar en cuánto se parecía a una gran criatura siseando y echando espuma por la boca. Y
recuerdo pensar a la vez en Él sujetando el mar en una balanza, y también en que no se había
pronunciado una sola palabra para suplicarle Su Favor respetuosamente desde que habíamos levado
anclas; y recuerdo oír al capitán más allá mencionando Su Nombre en ese momento para que enviase
a la Madonna al fondo del mar porque el contramaestre había desobedecido sus órdenes de asegurar
la botavara de popa.
—De su madre cariñosa que reza por ti todos los días. Amén —susurró Kentucky, muy
quedamente—. El libro está roto. El señor Whitmarsh limpió su vieja pistola con él. Pero yo me
acuerdo.
Y luego dijo:
—Es casi la hora de dormir en casa. Está sentada en una mecedora de color verde. Hay un fuego
y el perro. Ella está sola.
Y luego volvió a empezar:
—Ahora tiene que llevar su propia leña. Lleva un lazo gris en el gorro. Cuando va a la iglesia se
pone un bonete gris. Ha corrido las cortinas y la puerta está cerrada. Pero ella cree que un día
volveré a casa arrepentido. Estoy seguro de que cree que volveré a casa arrepentido.
Justo entonces llegó la orden.
—¡Atención a babor! ¡Todos hacia allá deprisa!
De modo que me moví, el chico se movió y la noche cayó oscura, y tuve la cabeza y las manos
ocupadas. Al día siguiente soplaba un aire limpio excepto por un banco gris, muy delgado y quieto,
como del tamaño de aquella nube que se ve por la ventana, Tom, que teníamos justo delante.
El mar, pensé, parecía un enorme alfiletero morado, con un mástil o dos clavados en el horizonte
como alfileres. «Poesía de Jake», lo llamaba el muchacho.
A mediodía el pequeño banco de nubes gris se había vuelto grueso, como un muro. Cuando cayó
el sol el capitán dejó de beber y subió a cubierta. Al caer la noche teníamos marejada con un viento
muy feo.
—¡Mueve poco el timón! —gritó Whitmarsh, con los colores subidos, porque el barco se había
alzado terriblemente, mostrando gran parte de la traca, y el viejo casco sufría considerablemente—.
¡Mueve poco el timón, te lo ordeno! ¡McCallum, échale un ojo a la vela del trinquete! ¡Arríen los
sobrejuanetes! ¡Arríen los sobrejuanetes! ¡Deprisa, señores! ¿Dónde está ese grumete de Kent?
¡Arriba, y espabila!
Kentucky saltó al oír la orden, y luego se frenó en seco. Cualquiera que sepa distinguir un
sobrejuanete de un ancla disculparía al muchacho. Yo juro que no es tarea fácil para un viejo marino
fuerte y de buen tamaño arriar los sobrejuanetes en una galerna como aquélla, y no digamos para un
chico de quince años en su primer viaje.
Pero el oficial empezó a blasfemar de un modo que habría hecho que un pastor se desmayase al
oírlo y Kent subió disparado, con el mástil oscilando como un péndulo atrás y adelante, los rizos
saltando, las cuadernas crujiendo y las velas moviéndose de un modo que no creerías posible de no
tener el mástil delante de las narices. Me recordaban a pájaros malvados sobre los que he leído que
pueden derribar a un hombre con sus alas, o lanzarte al fondo, Tom, antes de que puedas decir Jack
Robinson.
Kent subió valientemente hasta las crucetas. Allí resbaló, luchó y se aferró entre la oscuridad y el
ruido por un tiempo, hasta que bajó resbalando por los brandales.
—No tengo miedo, señor —dijo—, pero no puedo hacerlo.
Como respuesta, Whitmarsh cogió el cabo. De modo que Kentucky volvió a subir, se resbaló,
luchó y se aferró otra vez, y otra vez volvió a bajar.
A esto los hombres empezaron a gruñir por lo bajo.
—¿Quiere matar al muchacho? —le dije.
Me llevé un golpe por hablar que me mandó al suelo de mala manera, y cuando me frotaba los
ojos el chico estaba subiendo otra vez, y el oficial estaba detrás de él amenazando con el cabo.
Whitmarsh paró cuando había subido lo suficiente. El muchacho siguió trepando. Miró una vez hacia
abajo. No abrió la boca, sólo miró hacia abajo. Si desde entonces no lo he visto veinte veces en mi
memoria, no lo he visto nunca. Allá arriba, en la sombra de las grandes alas grises, mirando hacia
abajo.
Después de eso sólo hubo un grito, un chapoteo y la Madonna salió disparada a doce nudos. De
haber caído toda la tripulación por la borda, aquella noche no se habría detenido para esperarlos.
—Bueno —dijo el capitán—, ahora sí que la ha hecho.
Whitmarsh se dio la vuelta.
Poco a poco, cuando el viento dejó de soplar, todo se había calmado y yo tuve tiempo de pararme
a pensar durante la guardia de madrugada, me pareció ver a la anciana con el bonete gris sentada
junto al fuego. Y al perro. Y la mecedora verde. Y la puerta delantera, con el chico atravesándola una
tarde soleada para tomarla por sorpresa.
Luego recuerdo haberme inclinado para mirar hacia abajo y preguntarme si el muchacho estaría
también pensando en ello, y en lo que le había pasado hacía dos horas, y en dónde estaría y si le
gustaba su nueva casa, y muchas otras cosas extrañas y curiosas.
Y mientras estaba ahí sentado pensando, las estrellas del alba atravesaron las nubes, y la solemne
luz del domingo comenzó a salir entre el mar.
Después de aquello tuvimos una travesía tranquila hasta el puerto, donde atracamos un par de
meses o así comprando buenas cantidades de aceite de palma, marfil y pieles. Los días eran
calurosos y tranquilos. No tuvimos ni una brisa, si mal no recuerdo, hasta que volvimos a doblar el
Cabo de camino a casa.
Otra vez estábamos doblando el Cabo de camino a casa cuando ocurrió algo que puedes creerte o
no, como te parezca, Tom, aunque no entiendo que alguien que se traga lo de Daniel en la jaula de los
leones o que aquel otro vivió tres días cómodamente dentro de una ballena podría ponerme caras
ante lo que tengo que decir.
Cerca del punto donde perdimos al chico nos cayó la peor galerna de todo el viaje. Nos atacó
repentinamente. Whitmarsh estaba un poco ebrio. No solía estar borracho durante una galerna, si lo
sabía con la suficiente antelación.
Bueno, pues alguien tenía que arriar los sobrejuanetes otra vez, y el oficial llamó a McCallum.
McCallum no quería que le azotase por no querer arriar los sobrejuanetes durante una tormenta.
De modo que subió animosamente hasta la verga de la gavia. Allí, de repente, se detuvo. Lo
siguiente que supimos fue que bajó como un rayo.
Tenía la cara completamente blanca.
—¿Qué demonios te pasa? —rugió Whitmarsh.
—Hay alguien allá arriba, señor —dijo McCallum.
—¡Te has vuelto idiota! —le gritó Whitmarsh.
McCallum, muy tranquila y nítidamente, le dijo:
—Hay alguien allá arriba, señor. Le he visto muy claramente. Él me ha visto. Le hablé. Él me
habló. Me dijo: «¡No subas!», ¡y que me cuelguen si esta noche doy otro paso por usted o por
cualquier otro hombre!
Nunca había visto que a ningún ser humano vivo se le quedase la cara como la que tenía el
oficial. Si no quería matar con sus propias manos al escocés, no sé qué quería. A saber qué habría
hecho con él de haber podido entretenerse.
Tuvo la sensatez de ver que no podía perder el tiempo, de modo que se lo ordenó directamente a
Bob Smart.
Bob subió deprisa, mascando tabaco y con la mirada fría. A medio camino entre la gavia y el
juanete, se detuvo y bajó a toda velocidad.
—¡Que me ahogue si no está ahí! —dijo—. Está sentado en la verga. Si no está sentado en la
verga, es que nunca he visto al muchacho llamado Kentucky. «¡No subas!», gritaba, «¡no subas!»
—¡Bob está borracho, y McCallum es un cretino! —dijo Jim Welch. De modo que Jim Welch se
presentó voluntario y se llevó a Jaloffe con él. Welch y Jaloffe eran las manos más seguras de a
bordo. De modo que allá que subieron, y bajaron como los otros, por los brandales, a la carrera.
—¡Me ha dicho que me vuelva! —dijo Welch—. ¡Me ha gritado que no subiera! ¡Que no subiera!
Después de aquello ni un solo hombre quería subir ni por todo el oro del mundo.
Whitmarsh dio patadas, juró y nos golpeó con furia, pero allí nos quedamos mirándonos a los
ojos unos a otros y no nos movimos. Algo frío, como un viento helado, parecía extenderse de hombre
a hombre cuando nos mirábamos a los ojos.
—¡Avergonzaos de ser una panda de grumetes cobardes! —gritó el oficial. Y enrabietado y
borracho subió por los marchapiés en un suspiro.
Como un rayo fuimos tras él. Era nuestro oficial, y nos sentíamos avergonzados. Yo iba delante y
los muchachos me seguían.
Llegué a los obenques intermedios y allí me detuve, pues yo mismo le vi: un muchacho pálido,
con un mechón de pelo lacio sobre la frente. Le habría reconocido en cualquier parte de este mundo o
del otro. Le vi tan claramente como te veo a ti, Tom Brown, sentado en aquella verga muy tranquilo
con el sobrejuanete revoloteando como si quisiera tirarlo.
Supongo que he tenido muchas experiencias en el curso de quince años navegando, como
cualquier marino que alguna vez haya tomado rizos durante una tormenta, pero nunca había visto nada
como aquello, ni antes ni después.
No diré que no me dieron ganas de bajar pitando a cubierta, pero sí que diré que me quedé en los
obenques y me quedé observando.
Whitmarsh, jurando que había que arriar aquel sobrejuanete, siguió subiendo.
Después fue cuando oí la voz. Venía directa de la figura del chico sobre la verga del juanete.
Pero esta vez decía: «¡Sube! ¡Sube!» y después, un poco más alto: «¡Sube! ¡Sube! ¡Sube! ¡Sube!»
De modo que subió, y lo siguiente que oí fue un grito, luego un chapoteo y luego vi el sobrejuanete
ondeando en la verga vacía, y el oficial y el chico habían desaparecido.
Job Whitmarsh no volvió a ser visto, ni arriba ni abajo, ni aquella noche ni nunca más.
Este verano le estaba contando la historia a nuestro pastor. Es un buen tipo, a pesar de su gusto
natural por las fresas, y con quien siempre tengo buenas conversaciones, y estuvo un rato pensando en
ello.
—Si fue el muchacho —dijo—, y no puedo mencionar ninguna razón concreta para que no lo
fuese, me pregunto cuál sería su condición espiritual. Un alma en el infierno.
Supongo que el pastor cree en el infierno, porque no puede evitarlo, pero tiene esa manera tan
solemne y delicada de predicarlo que uno diría que no querría que fuese allá ni un polluelo si él
pudiese evitarlo.
—Un alma perdida —dijo el pastor, aunque no sé si fueron aquéllas sus palabras exactas—, un
alma que ha ido al infierno y se ha quedado allá por propia voluntad, querría llevarse con ella a otra
alma si pudiera. Claro que si al oficial le había llegado su hora y no tenía escapatoria, bueno, es la
voluntad del Señor, e iría al infierno de cabeza, y no sería culpa de nadie más que suya. Y puede que
el muchacho estuviera para ir al Cielo, pero que anduviese errante de todos modos. Eso es todo,
Brown —me dijo—. Todos tenemos nuestras propias manías, y si él no quería ir al Cielo, no iría, y
ni el mismo Dios podría evitarlo. Abre de par en par las puertas del Paraíso y nunca se las cierra a
ningún pobrecillo que fuese a cruzarlas y nunca, nunca lo hará.
Lo que me pareció muy sensato por parte del pastor, y muy hermosamente dicho.
Pero ahí está Molly haciendo tortitas, y las tortitas no esperan a nadie, como el tiempo y la
marea, o si no yo habría seguido hablando hasta medianoche sobre el viaje de vuelta a casa, de lo
verde que parecía el puerto cuando entramos, de cómo Molly y el niño que vinieron a buscarme en
una chalupa que se movía (porque causábamos olas en el canal), de cómo subió al barco riendo y
llorando a la vez, se agarró a mi cuello, de cuánto había crecido el niño, de cómo cuando corrió por
la cubierta (al muy bribón le habían comprado su primer par de botas aquella misma tarde) me
recordó a la otra vez, de las palabras de Molly y del muchacho que habíamos dejado detrás de
nosotros en la tormenta.
Según atracábamos, le dije a mi mujer:
—¿Quién es esa anciana sentada entre los maderos, la que lleva un bonete gris y un lazo gris?
Pues allí había una anciana, y vi el sol detrás de ella, y todos los maderos amarillos y me quedé
aturdido y ofuscado.
—No lo sé —dijo Molly, acercándose a mí—. Viene todos los días. Dicen que se sienta y espera
a su hijo que se escapó.
En ese momento supe quién era con tanta certeza como cualquier otra cosa que haya sabido
después. Y pensé en el perro. Y en la mecedora verde. Y en el libro con el que Whitmarsh había
limpiado su vieja pistola. Y en la puerta delantera, con el muchacho entrando por ella.
Los tres, Molly, el niño y yo, paseamos por el puerto y nos sentamos a su lado entre las tablas
amarillas. No recuerdo bien lo que dije, pero recuerdo que ella se quedó sentada en silencio hasta
que le conté todo lo que había que contar.
—¡No llore! —dijo Molly cuando acabé. Lo que era sorprendente, porque era Molly la que
estaba llorando. No, la anciana no lloró. Se sentó con los ojos abiertos de par en par bajo el bonete
gris, moviendo los labios. Tras un rato entendí lo que estaba diciendo:
—El único hijo de su madre y ella…
Poco a poco se levantó y se fue, y Molly y yo nos fuimos juntos a casa, con nuestro niño entre los
dos.
Ellen Price Wood
(1814 - 1887)

Parece ser que, a finales del siglo XIX, hubo un consenso unánime en torno a la calidad literaria
de las historias sobre crime, violence, romance and mystery escritas por la británica Ellen Price
Wood, y protagonizadas por su más popular criatura de ficción, Johnny Ludlow. Por ejemplo, en el
número correspondiente al 2 de mayo de 1874, la revista The Academy afirmaba que «cualquiera que
todavía no las haya leído seguro que no tenía nada mejor que hacer». A su vez, la entrada de Wood
(Ellen) en Dictionary of National Biography (1885), indica que las aventuras de Johnny Ludlow
«son, desde un punto de vista literario, el mejor trabajo de su autora; extremadamente agradables de
leer». Pero este aprecio incondicional, desgraciadamente, forma parte del pasado. En la actualidad,
muy pocos aficionados a la literatura fantástica y de misterio conocen la existencia de Johnny
Ludlow, excepto por la ocasional reimpresión de alguna de sus historias en antologías más o menos
especializadas —cf. The Virago Book of Victorian Ghost Stories, selección de Richard Dalby
(1988) o Victorian Ghost Stories: An Oxford Anthology, de Michael Cox & R. A. Gilbert (1991)—,
donde casi siempre aparece el excelente relato que aquí presentamos, “¿Realidad o Ilusión?”
(Reality or Delusion), publicado por primera vez en The Argosy (diciembre de 1868) —revista
mensual que nada tiene que ver, conviene aclararlo, con el célebre pulp magazine estadounidense
publicado por Frank Munsey—. “¿Realidad o Ilusión?” es, en palabras de su narrador, «… una
historia de fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa confesar que durante mucho tiempo
después, algunos de nosotros no nos atrevíamos a pasar por aquel lugar de noche; algunos no se
atreven a pasar aún». Un ejemplo del estilo con que Ellen Price Wood abordaba el género,
extendiendo un poder tenebroso por toda la ficción, inasible, indescriptible, afín a los
presentimientos de horror y fatalidad que los personajes perciben, los cuales estallaban, al final, con
gélida gravedad.
Ellen Price Wood publicó el primer relato de Johnny Ludlow, titulado “Shaving the Ponies Tails”,
en enero de 1868, también en la revista The Argosy. Como curiosidad, señalar que el citado relato
pretendía haber sido escrito por el mismísimo Ludlow. Este pseudónimo, que acabó convirtiéndose
en el mismo personaje (¡), le fue útil a la escritora para ocultar el hecho de que era la autora de gran
parte del contenido de la revista, por motivos que luego veremos. Con todo, la ocultación de la
verdadera identidad de Johnny Ludlow se reveló como una astuta táctica comercial, y permaneció en
secreto durante doce años, hasta mediados de 1880. Wood escribió más de ciento veinte entregas
mensuales, entre novelettes y cuentos, de las peripecias de Ludlow. Incluso después de su muerte, se
publicaron dos nuevas novelas y un cuento, y se completó la recopilación de todas las narraciones
protagonizadas por el personaje en forma de libro. Este proyecto, que arrancó en vida de la escritora,
lo forman seis volúmenes aparecidos en 1874, 1880, 1885, 1890 y 1899, editados por Macmillan &
Co. y Richard Bentley Publisher.
¿Y quién es Johnny Ludlow, el narrador? Un hacendado de Squire Todhetley, Worcestershire, que
vive con su segunda esposa, quien antes había sido su madrastra (¡), con el hijo habido en su primer
matrimonio, Joseph —al que todos llaman familiarmente Tod—, y con Hugh y Lena, hijos de la
pareja y hermanastros de Joseph. En la mansión de Johnny Ludlow, además, residen los criados, que
aparecen en las diferentes historias y proporcionan de vez en cuando interesantes tramas secundarias.
Las propiedades de Ludlow se extienden por Dyke Manor, que comprende la mitad de
Worcestershire. Un área de acción muy amplia que otorga a los relatos un tono dramático muy
diverso, sin pertenecer a un género definido. Algunos son thrillers muy inquietantes; otros, primarios
whodunits, donde lo importante es desenmascarar al criminal, próximos al espíritu de las mejores
obras de Edgar Allan Poe o Arthur Conan Doyle, sazonados con enredos románticos. Sin embargo,
no todos sus cuentos ofrecen crímenes y misterios mundanos; en muchas de las historias los
protagonistas procuran solucionar un suceso inexplicable o abiertamente sobrenatural. Aunque si
examinamos los ochenta cuentos que integran la serie de Johnny Ludlow, comprobaremos que
solamente diecisiete pueden considerarse ficción fantástica o de horror. Tal es la fuerza de estas
diecisiete obras que, por ejemplo, “Fred Temples Warning” (1873), una de las mejores narraciones
de fantasmas de Ellen Price Wood y perteneciente a la serie, fue publicada fuera de la minuciosa
antología de relatos de Johnny Ludlow.
Ellen Price Wood, hija de un próspero fabricante de guantes, nació en Sidbury, Worcester, en las
Midlands de Inglaterra. Por razones no del todo esclarecidas, pasó su infancia junto a sus abuelos,
Mary y William Price, hasta la muerte de este último en 1821. Durante su estancia en aquella casa,
los criados solían contarle a la pequeña Ellen historias de fantasmas locales, que la empujaron a
interesarse por la comarca de Worcester, protagonista pasiva en The Channings (1862), Mrs.
Halliburton’s Troubles (1862), William Allair (1864-1874), y algunos episodios de la serie Johnny
Ludlow. Una grave dolencia en la columna vertebral la confinó a una silla de ruedas entre los trece y
los diecisiete años, pero jamás se recuperó del todo, ya que afectó a su normal desarrollo muscular:
andaba algo encorvada, y no podía cargar con algo más pesado que un libro o una sombrilla. No
obstante, en 1836 se casó con el banquero y armador Henry Wood, con quien vivió largas temporadas
fuera de su país, principalmente en Francia. Tuvieron cinco hijos, y uno de ellos, Charles, en la
biografía de su madre, titulada Memorials of Mrs. Henry Wood (1894), asegura que sus progenitores
fueron felices a pesar de que tenían poco en común. La propia escritora definió a su marido como un
hombre «bueno» pero «sin imaginación, a quien le costaba un gran esfuerzo leer un libro». Sin
embargo, el apoyo de su esposo fue fundamental para los comienzos de su carrera literaria, firmando
como “Mrs. Henry Wood” (la Señora de Henry Wood) y publicando sus primeras obras cortas en el
New Monthly Magazine de Harrison Ainsworth, amigo de la familia. Algo más tarde, aparecen dos
novelas, Danesbury House (1860) y, sobre todo, el famoso East Lynne (1861), un robusto drama
sobre la doble personalidad y la bigamia que se convirtió rápidamente en un best seller; en 1880
tuvo su versión teatral, y entre 1902 y 1930 disfrutó de dieciséis versiones cinematográficas hasta
que en 1931 el realizador norteamericano Frank Lloyd rodó su adaptación más memorable, nominada
al Oscar a la Mejor Película.
Debido a los problemas económicos de su familia a partir de 1856, derivados de unas
desafortunadas inversiones llevadas a cabo por su marido, Ellen Price Wood mantuvo a flote la
economía de su hogar gracias a su trabajo como escritora. Tras la muerte de aquél en 1866, la viuda
se convirtió en editora de la revista The Argosy con la ayuda de su hijo Charles y, poco tiempo
después, en su propietaria. Allí publicaría la mayor parte de relatos protagonizados por Johnny
Ludlow. Definitivamente instalada en Londres, en St. John’s Wood, escribió y publicó hasta poco
antes de su muerte, con setenta y tres años. Fue enterrada en el cementerio de Highgate.
¿REALIDAD O ILUSIÓN?
Ésta es una historia de fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa confesar que durante
mucho tiempo después, algunos de nosotros no nos atrevíamos a pasar por el lugar de noche; algunos
no se atreven a pasar aún.
Era otoño y estábamos en Crabb Cot. Lena había estado enferma y en octubre la señora Todhetly
le propuso al Juez de Paz que deberían llevarla a otro lugar para ver si el cambio le hacía bien.
La gente de Worcestershire llamamos a North Crabb un pueblo, pero contando las casas que
tiene, pequeñas y grandes, no hay ni veinticuatro. South Crabb, a unos ochocientos metros, es mucho
mayor, pero la iglesia y el colegio están en North Crabb.
John Ferrar había trabajado para el Juez de Paz Todhetly como guardes de la finca, una especie
de empleado y alguacil. Había muerto el invierno anterior, sin dejar tras él más que algunas deudas,
pues no había sido previsor, y a su agraciado hijo Daniel. A Daniel Ferrar, tan superior en cuanto a
educación, no le agradaba el trabajo; hacía ostentación de ayudar a su padre, pero no gran cosa. El
viejo Ferrar no le había asignado ningún oficio u ocupación en particular, y Daniel, orgulloso como
Lucifer, no había elegido ninguno. Le gustaba ser un caballero. Ahora lo único que hacía era trabajar
en su jardín y alimentar a sus aves, patos, conejos y pichones, de los que tenía una gran cantidad,
vendiéndolos a las casas de alrededor y enviándolos al mercado.
Pero, como todos decían, los pájaros no lo mantendrían. La señora Lease, la del precioso cottage
cerca del de Ferrar, se hartó de repetirlo. No se debe confundir a esta señora Lease y a su hija Maria
con Lease el guardagujas: estaban en mejor posición y no eran parientes. Daniel Ferrar solía entrar y
salir de su casa a voluntad cuando era niño, y ahora estaba comprometido para casarse con Maria.
Ella tenía algo de dinero, y los Lease eran respetados en North Crabb. La gente comenzó a murmurar
sobre cómo Ferrar conseguía el maíz para sus aves: no se conocía que comprase mucho, y tenía que
irse de su casa en Navidad, pues el dueño, el señor Coney, ya le había dado el aviso. La señora
Lease, nerviosa por el futuro de Maria, le preguntó a Daniel qué pretendía hacer, y éste le dijo:
«Hacer fortuna: debería empezar a hacerlo en cuanto pueda cambiar de vida». Pero el tiempo pasaba,
y el cambio de vida parecía estar tan lejano como siempre.
Después del verano había llegado a la escuela una sobrina de la maestra, la señorita Timmens: se
llamaba Harriet Roe. Su padre, Henry Roe, era hermanastro de la señorita Timmens. Se había casado
con una mujer francesa y había vivido más en Francia que en Inglaterra hasta su muerte. La niña había
sido bautizada como Henriette, pero en North Crabb, donde no entendían mucho francés, la
convirtieron en Harriet. Era una muchacha atractiva y desenvuelta, y rápidamente hizo amistad con
Daniel Ferrar, o él con ella. Intimaron tan rápidamente que Maria Lease se puso celosa, y en North
Crabb empezaron a decir que Daniel se ocupaba más de Harriet que de Maria. Cuando Tod y yo
llegamos a finales de octubre para celebrar el cumpleaños del Juez de Paz, las cosas estaban en ese
estado. James Hill, el alguacil que había sido contratado por el Juez de Paz para ocupar el lugar de
John Ferrar (aunque era muy inferior a Ferrar; no mucho mejor, de hecho, que un obrero cualquiera),
nos relató cómo estaban las cosas en general. Daniel Ferrar había estado bebiendo últimamente,
añadió Hill, y su cabeza no era lo bastante fuerte para soportarlo, y también empezaba a parecer que
algo le preocupaba.
—Menudo partido, para que dos mujeres se peleen por él —dijo Hill, que no sentía simpatía por
Ferrar—. Habrá jaleo entre ellas si no se andan con cuidado. Sé que Maria Lease está a punto de
volverse loca, y la otra, sabiendo que le gusta más, alardea de ello. Es un poco como la historia en la
Biblia de Leah y Raquel. A Dan Ferrar le gusta una, y está comprometido con la otra. En cuando a la
francesita —concluyó Hill, moviendo la cabeza—, haría ostentación de gustarle cualquier hombre
que la siguiera, sin duda; llevaría una docena de ellos en una correa.
Le parecería muy bien al maleducado Hill llamar a Daniel Ferrar «menudo partido», pero era el
joven más apuesto de la iglesia el domingo por la mañana; y el mejor vestido. Pero su color parecía
más brillante, y sus manos temblaban cuando las levantaba, muy a menudo, para echarse atrás el
cabello que el sol que atravesaba una de las ventanas lo tornaba en oro. Rara vez miraba hacia
arriba, ni siquiera a Harriet Roe, cuyos ojos oscuros vagaban por todas partes, ni a sus lazos rosas.
Maria Lease estaba pálida, callada y agradable, como de costumbre. No era bella, pero su cara era
agradable, y en sus profundos ojos grises se reflejaba una extraña y curiosa seriedad. El nuevo
pastor, un joven recién enviado a la parroquia de Crabb, decía su sermón. Habló de la observancia
de los días de los santos, y le dijo a su congregación que esperaba verlos en la iglesia al día
siguiente, que sería el Día de Todos los Santos.
Daniel Ferrar caminó a casa tras el servicio con la señora Lease y Maria, y lo invitaron a cenar.
Yo acudí a saludar a la vieja señora, que una vez había cuidado de mí durante una enfermedad, y le
prometí que iría a verla más tarde. Al día siguiente volvíamos a la escuela. Cuando me iba, pasó
Harriet Roe, con sus lazos rosas y su brillante vestido barato de seda refulgiendo a la luz del sol. Se
me quedó mirando, y yo le devolví la mirada. Y ahora que he terminado la explicación, comienza la
auténtica historia. Pero parte de ella tendré que contarla como si la contasen otros.
El servicio de té esperaba por la tarde sobre la mesa de la señora Lease; esperaba a Daniel
Ferrar. Las había dejado poco antes para ir a atender a sus aves. No había dicho nada de que
volvería a tomar el té, eso se había dado por supuesto. Pero no apareció, y tomaron el té sin él. A las
cinco y media sonó la campana de la iglesia anunciando el servicio nocturno y Maria se puso el
abrigo. La señora Lease no salía por las noches.
—Es muy temprano, Maria. Vas a llegar a la iglesia antes que los demás.
—Eso no importa, madre.
Los celos hacían sospechar a Maria que el secreto de la ausencia de Daniel Ferrar tenía que ver
con Harriet Roe: quizá había ido a verla. Caminó despacio. La penumbra se había extendido
subrepticiamente sobre el atardecer, pero la luna saldría algo más tarde. Cuando Maria pasaba por la
escuela, se detuvo para asomarse a la ventanita de la sala de estar: las persianas no estaban bajadas y
la sala estaba iluminada por el fuego. Harriet no estaba allí. Sólo vio a la señorita Timmens, la
maestra, que estaba poniéndose su bonete ante un espejo de mano que había puesto en pie sobre la
chimenea. Repentinamente, la señorita Timmens se volvió y abrió la ventana. Era sólo con el
propósito de cerrar los postigos, pero Maria creyó que la había visto y habló:
—Buenas noches, señorita Timmens.
—¿Quién es? —dijo la señorita Timmens, como respuesta, escudriñando entre la penumbra—.
¡Oh, es usted, Maria Lease! ¿Ha visto a Harriet? Salió a alguna parte esta tarde, y no ha vuelto para
tomar el té.
—No la he visto.
—Seguro que ha ido donde los Batley. Sabe que no me gusta que esté con las chicas Batley, la
vuelven diez veces más caprichosa de lo que sería normalmente.
La señorita Timmens tiró de los postigos, porque si no, no se cerraban, y Maria Lease se giró.
—No con los Batley, no con los Batley, sino con él —lloró, con amarga rebeldía, alejándose de
la iglesia, no yendo hacia ella. ¿Se debería culpar a Maria por desear saber si tenía razón o no? ¿Por
caminar pensando en verlos juntos? En cualquier caso, es lo que hizo. Y tuvo su recompensa.
Al pasar sobre el puente de sauce, le llegaron sus voces. La gente a menudo caminaba por allí, y
era uno de los caminos hacia South Crabb. Maria se refugió entre los árboles y aparecieron: Harriet
Roe y Daniel Ferrar, caminando cogidos del brazo.
—Creo que será mejor que me vaya —iba diciendo Harriet—. No necesito provocar a la
tormenta. Y me caerá una en forma de granizo de la vieja estirada de la tía Timmens.
La respuesta pareció rápida, pero Ferrar habló quedamente. A Maria Lease le costó controlarse:
ira, pasión, celos, todo se le amontonaba. Abrazando un árbol cercano con ambos brazos y con el
corazón agitado y el pulso febril, los vio pasar por el camino hacia la carretera. Entonces Harriet
tomó una dirección y él otra, hacia el cottage de la señora Lease. Sin duda para recogerla (a Maria)
y acompañarla a la iglesia, con una excusa plausible de por qué había tardado. Hasta ahora ella no
tenía pruebas de su engaño; nunca lo había creído completamente.
Separó los brazos del árbol y empezó a caminar, y un débil y agudo grito de desesperación
atravesó el aire nocturno. Maria Lease era una de esas chicas de naturaleza silenciosa que nunca
podría hablar de un dolor como éste. Tenía que enterrarlo dentro de sí, muy, muy profundamente,
lejos de la vista de todos; y fue a la iglesia con su habitual paso silencioso. Después llegó Harriet
Roe con la señorita Timmens, muy recatada, como si viniese de cantarles nanas a los escolares más
pequeños en sus propias casas. Daniel Ferrar no fue a la iglesia. Se quedó, como se supo después,
con la señora Lease.
Maria bien podía haber estado en casa, quizá habría sido mejor. No oyó ni una palabra del
servicio, su cerebro era un mar de confusión, y el tumulto interior crecía y crecía. Ni siquiera oyó la
lectura: «Apaciguaos, enmudeced», ni el sermón; ambos eran singularmente apropiados. Las pasiones
en las mentes de los hombres, dijo el pastor, rugen y se agitan igual que las airadas olas del mar en
una tormenta hasta que llega Jesús a calmarlas.
Yo corrí tras Maria cuando terminó la misa, y fui a hacerle la prometida visita a la anciana
señora Lease. Daniel Ferrar estaba sentado en el saloncito. Se levantó y le ofreció a Maria una silla
junto al fuego, pero ella se dio la vuelta y se quedó en pie junto a la mesa bajo la ventana, quitándose
los guantes. La señora Lease tenía ante ella una Biblia abierta. Me pregunté si le había estado
leyendo en voz alta a Daniel.
—¿Cuál ha sido la lectura, niña? —preguntó la anciana.
No hubo respuesta.
—¡Ya me has oído, Maria! ¿Cuál ha sido la lectura?
Ante esas palabras se volvió Maria, como si hubiese despertado de repente. Tenía la cara pálida,
y en sus ojos había un terror incierto.
—¿La lectura? —tartamudeó—. Se… se me ha olvidado, madre. Era del Génesis, creo.
—¿Lo era, señorito Johnny?
—Era del capítulo cuarto de San Marcos: «Apaciguaos, enmudeced».
La señora Lease se me quedó mirando.
—Vaya, es el mismo capítulo que he estado leyendo. Caramba, sí que es curioso. Pero no hay
nada mejor en la Biblia, ni se ha sacado de ella un texto mejor que esas dos palabras. Le estaba
diciendo a Daniel, aquí presente, señorito Johnny, que una vez que esa paz, la paz de Cristo, llega al
corazón, las tormentas no pueden hacernos gran daño. ¿Y se vuelve a ir mañana, señor? —añadió,
tras una pausa—. Que estancia tan corta.
No iba a irme al día siguiente. Tod y yo, tomando al Juez de Paz de buen humor tras la cena,
habíamos insistido en quedarnos hasta el martes, usando Tod el argumento, y riéndose mientras lo
hacía, de que no estaría bien irse el Día de Todos los Santos, cuando el pastor nos había exhortado a
que estuviésemos en la iglesia. El Juez de Paz nos dijo que éramos un par de granujas gorrones, y que
si nos dejaba quedarnos sería con la condición de que fuésemos a la iglesia. Así se lo dije.
—Bien puede enviarles de vuelta de todas maneras, señor, cuando llegue la mañana —dijo
Daniel Ferrar.
—Conociendo al señor Todhetley como lo conoce, Ferrar, sabrá que nunca rompe sus promesas.
Daniel rió:
—Pero sí gruñe por ellas, señorito Johnny.
—Bueno, puede que mañana gruña porque nos quedemos y que diga que es perder un tiempo que
deberíamos pasar estudiando, pero no nos enviará de regreso hasta el martes.
¡Hasta el martes! ¡Si hubiese podido prever entonces lo que ocurriría antes del martes! ¡Si todos
nosotros hubiésemos podido preverlo! ¡Ver las pocas horas entre ahora y entonces retratadas, como
si fuese un espejo, suceso a suceso! ¿Nos habría ahorrado la calamidad, el terrible pecado que nunca
puede llegar a ser perdonado? Sí, sin duda sí. Daniel Ferrar se giró y miró a Maria.
—¿Por qué no te acercas al fuego?
—Estoy muy bien aquí, gracias.
Se había sentado donde estaba, con el bonete tocando la cortina. La señora Lease, sin darse
cuenta de que sucediera nada, había empezado a hablar sobre Lena, cuya enfermedad se estaba
convirtiendo en fiebre baja, cuando se abrió la puerta de la casa y entró Harriet Roe.
—¡Qué noche tan agradable! —dijo, tomando por su propia iniciativa la silla que yo había
rechazado, pues no hacía más que decir que debía irme—. María, ¿dónde fuiste después del
servicio? Te busqué por todas partes.
María no dio respuesta. Parecía triste y furiosa, y su pecho se agitaba como si se estuviese
gestando una tormenta. Harriet Roe se rió.
—¿Va a hacer fiesta mañana, señora Lease?
—¡Fiesta! ¿Qué día es mañana para que hagamos fiesta? —respondió la señora Lease.
—Yo la haré —continuó Harriet, sin responder a la pregunta—. Me acostumbré en Francia. El
Día de Todos los Santos es una gran fiesta allí. Vamos a la iglesia con nuestros mejores vestidos y
luego hacemos visitas. Después, como una oscura sombra, llega el lúgubre Jour des Morts.
—¿El qué? —dijo la señora Lease, acercando el oído.
—El Día de los Difuntos, el Día de las Ánimas. Pero ustedes los ingleses no van a rezar a los
cementerios.
La señora Lease se puso las gafas, que estaban sobre las páginas abiertas de la Biblia, y se quedó
mirando a Harriet. Quizá creyó que las gafas le ayudarían a entenderla. La muchacha rió.
—El Día de las Ánimas, llueva o haga sol, los cementerios franceses se llenan de mujeres
arrodilladas vestidas de negro, todas rezando por el descanso de sus parientes muertos, como es
costumbre entre los católicos.
Daniel Ferrar, quien no había dicho una palabra desde que ella había llegado, sino que se había
quedado con la cara vuelta hacia el fuego, se giró y la miró. En ese momento, ella echó atrás la
cabeza y sus lazos rosas, y sonrió de manera que se le vieron todos los dientes. Y tenía muy buena
dentadura. En su tono no había ninguna reverencia.
—Las he visto arrodilladas cuando el barro y el agua llegaban por el tobillo. ¿Alguna vez han
visto un fantasma? —añadió con energía—. Los franceses creen que los espíritus de los muertos
salen en el Día de Todos los Santos. Rara vez verán a una mujer francesa salir de su casa de noche.
Es su principal superstición.
—¿Cuál es su superstición? —preguntó la señora Lease.
—Pues eso —dijo Harriet—. Creen que a los muertos se les permite volver a visitar el mundo al
anochecer de la Víspera del Día de las Ánimas, que flotan en el aire esperando aparecérseles a
alguno de sus parientes que puedan aventurarse en la calle, por miedo de que se les olvide rezar por
el descanso de sus almas al día siguiente[25].
—¡Qué barbaridad! —dijo la señora Lease, mirando fijamente—. ¿Alguna vez lo había oído,
señor? —dirigiéndose a mí.
—Sí, lo había oído.
Harriet Roe me miró. Yo estaba de pie en la esquina de la chimenea. Se río abiertamente.
—Vaya, ¿no sería divertido salir mañana por la noche y ver a los fantasmas? Sólo que quizá no
visiten este país, pues no está bajo la autoridad de Roma.
—Haz el favor de comportarte delante de quienes son tus mejores, Harriet Roe —dijo la señora
Lease de modo cortante—. Ese caballero es el joven señor Ludlow, de Crabb Cot.
—Y me alegro mucho de conocer al joven señor Ludlow —replicó rápidamente Harriet,
quitándose la mantilla de los hombros—. Cuánto calor hace en su salita, señora Lease.
El broche de la capita se había enganchado en una delgada cadena de oro rizado que llevaba
alrededor del cuello, dejándola a la vista. Se apresuró a doblar la capita, como si quisiese ocultar la
cadena. Pero las gafas de la señora Lease la habían visto.
—¿Qué llevas puesto, Harriet? ¿Una cadena de oro?
Tras un momento de pausa, Harriet Roe volvió a echarse la mantilla, con el desafío pintado en su
rostro, y tocó la cadena con la mano.
—Eso es, señora Lease, una cadena de oro. Y una cadena muy bonita.
—¿Era de tu madre?
—Nunca ha sido de nadie más que mía. Me la regalaron esta tarde para que la conservase.
Yo estaba mirando a Maria y me sobresaltó su cara, tan pálida y lúgubre: pálida de emoción,
lúgubre con una ira desesperada que yo no entendí. Harriet Roe, mirándola con expresión de triunfo
descarado, salió con tan poca ceremonia como había entrado, deseando buenas noches a todos, y
oímos sus pasos fuera, perdiéndose gradualmente en la distancia. Daniel Ferrar se levantó.
—Creo que yo también me iré. Esta noche estás muy poco sociable, Maria.
—Quizá lo esté. Quizá tenga motivo para ello.
Ella le apartó la mano cuando él se la extendió y, poco después, como si la idea se le acabase de
ocurrir, corrió tras él por el pasillo para hablar. Yo, que estaba cerca de la puerta de la salita, capté
sus palabras.
—Debo obtener una explicación por tu parte, Daniel Ferrar. Ahora, esta noche; no podemos
seguir así ni una hora más.
—Esta noche no, Maria, no tengo tiempo; y no sé a qué te refieres.
—Sí lo sabes. Escucha, no tengo intención de irme a dormir, aunque sea por veinte noches, hasta
que hayamos hablado. Lo juro. Estás jugando conmigo. Otros llevan tiempo diciéndolo, y yo lo sé
ahora.
Él pareció dirigirle palabras quedas, pues el tono era bajo y tranquilizador, y entonces salió,
cerrando la puerta tras él. Maria volvió y se quedó de pie, ocultándonos su rostro y su pánico. Y aun
así, su madre no notó nada.
—¿Por qué no te quitas el abrigo, Maria? —le preguntó.
—Enseguida —fue la respuesta.
Yo me despedí a mi vez, y me fui. Casi llegando a casa vi a Tod con los dos jóvenes Lexom. Los
Lexom nos convencieron para entrar y quedarnos a cenar, y dieron las diez antes de que los
dejásemos.
—Nos van a echar una buena —dijo Tod, echando a correr. Nunca nos dejaban quedarnos
despiertos hasta tarde los domingos por la noche, a causa de la lectura.
Pero resultó que esta vez salimos bien librados, porque la casa estaba conmocionada a causa de
Lena. Había mejorado por la tarde, pero a las nueve la fiebre había regresado peor que nunca. Tenía
las mejillitas y los labios de un rojo escarlata mientras estaba tumbada en la cama, con los brillantes
y llorosos ojos como platos. El Juez de Paz había ido a ver cómo estaba, y estaba irritado y
preocupado como de costumbre.
—El doctor no ha enviado la medicina —dijo pacientemente la señora Todhetly, quien debía
estar agotada de cuidar a la niña—. Debería tomarla, estoy segura de que debería.
—Los chicos pueden ir corriendo a Colé a por ella —gritó el Juez de Paz—. No les pasará nada,
hace buena noche.
Claro que podíamos. Y volvimos a ponernos las capas; nos encargaron que le dijésemos al señor
Cole que viniera a casa a primera hora de la mañana.
—¿Te importa que no vaya contigo, Johnny? —dijo Tod cuando nos dirigíamos a la puerta—.
Estoy cansadísimo.
—Claro que no. Tanto me da ir solo como acompañado. Volveré dentro de media hora.
Tomé el camino más cercano, atravesando los campos a la carrera, asustando a las liebres. El
señor Cole vivía cerca de South Crabb, y no creo que pasaran más de diez minutos antes de que
estuviese llamando a su puerta. Pero volver deprisa era otra cosa. El doctor no estaba en casa. Le
habían llamado a ver a un paciente a las ocho, y aún no había regresado.
Entré a esperar porque el sirviente me había dicho que podría volver en cualquier momento. De
nada servía irme sin la medicina, y me senté en la consulta delante de las repisas, y me quedé
dormido contando los frascos blancos y las botellas de remedios. La entrada del doctor me despertó.
—Siento que haya tenido que venir y esperarme —dijo—. Cuando hube terminado con mi otro
paciente, con quien he estado ocupado largo rato, fui a Crabb Cot con la medicina de la niña, que
llevaba en el bolsillo.
—Creen que esta noche está muy enferma, doctor.
—La dejé mejor, y la llevaban a dormir. Pronto volverá a estar bien, espero.
—¡Vaya! ¿Es esa hora? —exclamé al ver el reloj mientras pasaba por el recibidor. Eran casi las
doce. El señor Colé rió, diciendo que el tiempo pasa deprisa cuando la gente está dormida.
Volví lentamente. El sueño, o la carrera anterior, me hacían sentir tan cansado como Tod había
dicho que estaba. Era una noche para estar fuera y disfrutarla: calmada, cálida, iluminada. La luna
iluminaba cada brizna de hierba, centelleaba en el agua del riachuelo, destacaba el musgo en los
grises muros de la vieja iglesia, se reflejaba en su reloj circular que para entonces daba las doce.
Las doce de la noche en North Crabb son como las tres de la madrugada en Londres, pues la
gente del campo está casi toda acostada y dormida a las diez. Por lo tanto, cuando oí grandes voces
airadas discutiendo, justo cuando la última campanada se perdía en el cielo de medianoche, me
quedé parado y dudé de mis sentidos.
Ya estaba llegando a casa. Las voces venían de la parte de atrás de un edificio solitario en la
parte izquierda de la carretera. Era propiedad del Juez de Paz y lo llamaban el granero amarillo,
dado que sus paredes estaban cubiertas de una aguada de pintura amarilla, pero lo utilizaban para
almacenar el maíz. Estaba pasando por delante de él cuando las voces llegaron por el aire. Di la
vuelta al edificio corriendo y vi a Mana Lease y algo más que al principio no entendí. Con la
intención de mantener su juramento de no descansar hasta que «hubiese hablado» con Daniel Ferrar,
María había salido en su busca. ¿Qué triste destino la llevó a buscarlo detrás de nuestro granero?
Quizá el hecho de que ya había buscado infructuosamente por todos los demás lugares.
En la parte de atrás del granero, a unos pasos, había una puerta que no se usaba. No se usaba en
parte porque no era necesaria, dado que la entrada principal estaba en la parte delantera y en parte
porque hacía tiempo que se había perdido la llave. Saliendo a hurtadillas por la puerta, con un saco
de maíz sobre sus hombros, estaba Daniel Ferrar llevando un guardapolvo. Maria lo vio, y se quedó
en las sombras. Le observó cerrar la puerta y meterse la llave en el bolsillo, le observó dándole un
tirón al pesado saco mientras se volvía a bajar los escalones. Entonces salió de repente. Sus
reproches en voz alta lo dejaron petrificado, y ahí estaba como alguien que hubiese sido convertido
en piedra repentinamente. Fue en ese momento cuando aparecí yo.
Pronto lo entendí todo, no necesitaba las palabras de Maria para instruirme. Daniel Ferrar tenía
la llave perdida y podía entrar y salir a voluntad por la noche, mientras el resto del mundo dormía, y
llevarse maíz. No era de extrañar que sus aves prosperasen, no era extraño que hubiese habido
quejas en Crabb Cot sobre la misteriosa desaparición del grano bueno.
Maria Lease sin duda había enloquecido en esos primeros momentos. En un pueblo honrado,
robar está visto como algo horroroso, una vergüenza, un delito, y ése era el primer disgusto de la
noche. ¡Daniel Ferrar era un ladrón! ¡Daniel Ferrar le era infiel! Una tormenta de palabras y
reproches brotó confusa de ella, ninguna palabra muy distinguible. «¡Vivir del robo!», «¡delincuente
convicto!», «¡deportación de por vida!», «¡el maíz del Juez de Paz Todhetly!», «¡engordar a los
pollos con grano robado!», «¡comprarle cadenas de oro con los beneficios a esa desvergonzada e
impúdica muchachita francesa, Harriet Roe!», «¡dar paseos a escondidas con ella!»
Mi llegada detuvo el ataque. Hubo una pausa, y entonces Maria, en su loca pasión, lo denunció a
mí, como representante (así lo dijo) del Juez de Paz. ¡El intruso en nuestro granero! ¡El ladrón de
nuestro maíz almacenado!
Daniel Ferrar bajó los escalones; había permanecido allí quieto como una estatua, inmóvil, y
volvió su cara pálida hacia mí. No dijo una sola palabra en su defensa: el golpe lo había aplastado.
Era un hombre orgulloso (si es que alguien puede entender eso), y ser descubierto en este delito era
para él peor que la muerte.
—No piense de mí peor de lo necesario, señorito Johnny —dijo en tono quedo—. He estado
mucho tiempo casi cansado de mi vida.
Dejando el saco de maíz cerca de los escalones, cogió la llave de su bolsillo y me la dio. Su
aspecto había cambiado mucho; había algo penosamente sumiso y triste en su manera que lo sentí
tanto por él como si no hubiese sido culpable. Maria Lease siguió con su ardiente pasión.
—Más cansado estarás mañana cuando la policía te lleve a la cárcel de Worcester. El Juez de
Paz Todhedy no podrá perdonarte aunque tu padre fuese su alguacil muchos años. No podría aunque
quisiera: el señor Ludlow te ha visto haciéndolo.
—Permítame la llave un momento, señor —dijo, tan tranquilo como si no hubiese oído una
palabra. Y se la di. No estoy seguro de por qué, pero le habría dado mi cabeza si me la hubiese
pedido.
Se llevó el saco al hombro, abrió la puerta del granero y puso el saco junto a los otros. La bolsa
era suya, como supimos después, pero la dejó allí. Volviendo a cerrar la puerta, me devolvió la llave
y se fue con paso cansado.
—Adiós, señorito Johnny.
Yo le devolví el saludo educadamente, aunque había estado robando. Cuando estuvo fuera de
vista, Maria Lease, aún llena de ira, salió corriendo hacia el cottage de su madre, con un extraño
grito de desesperación atravesando sus labios.
—¿Dónde has estado, Johnny? —rugió el Juez de Paz, que estaba levantado esperándome—. Has
estado tirándoles piedras a los búhos, eso es lo que has estado haciendo; o corriendo detrás de las
liebres.
Le dije que había esperado al doctor Cole, y que había regresado más despacio de lo que había
ido; pero no dije nada más, y subí enseguida a mi habitación. Y el Juez de Paz se fue a la suya.
Sé que soy un bobo, la gente me lo dice, y a menudo, pero no puedo evitarlo: no elegí ser así. Me
quedé despierto hasta casi la mañana, primero deseando que Daniel Ferrar pudiese salvarse, y luego
pensando que quizá podría ocurrir. Si hubiese aprendido bien la lección y fuese honrado en el futuro,
sería grandioso. El viejo Ferrar nos agradaba; nos había hecho muchos favores a Tod y a mí, y, por
eso, nos agradaba Daniel. Así que cuando llegó la mañana no dije ni una palabra de los problemas de
la noche anterior.
—¿Está Daniel en casa? —pregunté cuando fui a casa de Ferrar nada más después de desayunar.
Quería decirle que si se mantenía en el buen camino, yo guardaría el secreto.
—Salió al amanecer, señor —respondió la anciana que lo atendía y vendía sus pollos en el
mercado—. Volverá enseguida, aún no ha desayunado.
—Cuando llegue, dígale que espere a verme. Dígale que está bien. ¿Te acordarás, Goody? Que
está bien.
—Seguro que me acordaré, señorito Ludlow.
Tod y yo, cumpliendo nuestra promesa, fuimos a la iglesia, y encontramos a unas diez personas en
los bancos. Harriet Roe era una de ellas, con sus lazos rosas, la cadena de oro rizado por encima de
una chaqueta de terciopelo corta.
—No, señor, aún no ha vuelto a casa; no sé adónde habrá podido ir —fue la respuesta de la vieja
Goody cuando volví a casa de Ferrar. De modo que le escribí unas palabras en un papel y le dije que
se lo diese cuando volviera, pues yo no podía estar yendo allí a cada hora.
Tras el almuerzo, paseé por la parte de atrás del granero. Supongo que los recuerdos me llevaron
allí, pues no era un lugar que soliese frecuentar. Vi aparecer a Maria Lease.
¡Qué cambio! La mujer apasionada de la noche anterior se había convertido en una pobrecilla de
aspecto lamentable y golpeada por el dolor que estaba a punto de morir de remordimiento. La pasión
excesiva se había cobrado las consecuencias habituales: una reacción. Una reacción a favor de
Daniel Ferrar. Vino hacia mí, retorciéndose las manos en agonía, rogándome que lo perdonase, que
no hablase de él, que le diese una oportunidad. Y sus labios temblaban y se estremecían, y tenía
círculos oscuros bajo sus ojos vacíos.
Le respondí que no había dicho nada y que no tenía intención de hacerlo. Con lo cual estuvo a
punto de caer de rodillas, pero me adelanté.
—¿Sabes dónde está? —le pregunté, cuando recuperó el sentido común.
—¡Oh, ojalá lo supiese! Señorito Johnny, él es de la clase de hombre que haría algo desesperado.
Nunca se enfrentaría a la vergüenza, y yo fui una loca malvada de corazón de piedra por hacer lo que
hice anoche. Podría huir y hacerse a la mar, podría ir y alistarse al ejército.
—Yo diría que a esta hora estará en casa. Le he dejado una nota allí donde le prometía ir a verle
esta noche. Si promete no volver a cometer errores, nadie sabrá nunca nada de esto por mí.
Se fue más calmada, y yo seguí caminando en dirección a South Crabb. Con lo ilusionados que
habíamos estado Tod y yo por el día de fiesta, no estaba resultando ser demasiado divertido. Al
volver a casa, porque no había nada por lo que quedarse fuera, llegué al lugar donde vi a Maria,
cuando un policía a caballo llegó a mi altura. Se me paró el corazón, pues pensé que debía de venir a
por Daniel Ferrar.
—¿Puede decirme si estoy cerca de Crabb Cot, la casa del Juez de Paz Todhetly?
—Llegará dentro de un minuto o dos. Yo vivo allí. El Juez de Paz Todhetly no está. ¿Para qué lo
quería?
—Es sólo para darle un papel oficial, señor. Tengo que dejárselo personalmente a todos los
magistrados del condado.
Siguió adelante. Cuando llegué vi el papel doblado sobre la mesa del recibidor y el hombre y el
caballo ya habían seguido su camino. Dentro era peor que fuera; había aún menos que hacer. Tod
había desaparecido después del servicio, el Juez de Paz había salido, la señora Todhetly estaba
arriba con Lena y yo volví a salir. Para entonces eran sólo las tres de la tarde.
Pasé una hora, o más, como pude: saludando a uno, hablando con el otro, tirándoles piedras a los
patos y gansos, lo que fuera. La señora Lease asomaba la cabeza cubierta por un chal amarillo sobre
la valla cuando pasé por delante de su cottage.
—No coja frío, señora.
—Estoy buscando a Maria, señor. No se me ocurre qué ha podido pasarle, señorito Johnny —
añadió, bajando la voz hasta un susurro—. La chica parece haber enloquecido. Desde que ha
amanecido ha estado entrando y saliendo como un perro en una feria.
—Si la veo la enviaré a casa.
Y un minuto después la vi, pues salía del patio de Daniel Ferrar. Supuse que ya habría vuelto a
casa.
—No —dijo, pareciendo más alocada, cansada y estropeada que antes—, eso es lo que he venido
a preguntar. Estoy fuera de mí, señor. Seguro que se ha ido. ¡Se ha ido!
Yo no lo creía. No era probable que se hubiese ido sin ropa.
—Bueno, sé que se ha ido, señorito Johnny, algo me lo dice. He estado por todas partes. Tengo un
gran temor, señor, nunca había sentido nada así.
—Espera hasta la noche, Maria, creo que para entonces habrá vuelto a casa. Tu madre te busca y
le dije que si te veía te enviaría a casa.
Mecánicamente se dirigió hacia el cottage y yo seguí adelante. Enseguida, mientras estaba
sentado en la puerta viendo la puesta de sol, Harriet Roe pasó hacia el puente de sauce, y movió la
cabeza hacia mí a su modo descarado pero con buena intención.
—¿Vas a ir a ver a los fantasmas esta noche? —le pregunté, y poco después desearía no haberlo
hecho—. Pronto será de noche.
—Cierto —dijo ella, mirando hacia el cielo enrojecido en el oeste—, pero esta noche no tengo
tiempo que dedicarle a los fantasmas.
—¿Has visto a Ferrar hoy? —le dije, ocurriéndoseme una idea.
—No. Y no sé dónde puede haber ido, a menos que se haya ido a Worcester. Me dijo que tendría
que ir algún día de esta semana.
Evidentemente, ella no sabía nada de él, y siguió su camino con otro de sus descarados
movimientos de cabeza. Estuve sentado en la puerta hasta que el sol se hubo puesto, y entonces se me
ocurrió que ya era hora de volver a casa.
Cerca del granero amarillo, la escena de la desventura de la noche anterior, a quién me encuentro
sino a Maria Lease. Estaba en pie, quieta, y se giró rápidamente al sonido de mis pisadas. Tenía de
nuevo la expresión alegre, pero tenía un aspecto confuso.
—Le acabo de ver: no se ha ido —dijo, con un susurro de alegría—. Usted tenía razón, señorito
Johnny, y yo me equivocaba.
—¿Dónde le has visto?
—Aquí, no hace ni un minuto. Le he visto dos veces. Estaba muy enfadado, y no me permitió
hablarle. Las dos veces se fue antes de que pudiese alcanzarlo. Está cerca, en algún lugar.
Naturalmente, miré alrededor, pero Ferrar no estaba por ninguna parte. No había nada donde
pudiera esconderse, excepto el granero, y estaba cerrado con llave.
Ésta es la historia que me contó, y su rostro volvió a mostrar confusión mientras la relataba.
Incapaz de descansar dentro de su casa, había vuelto a rondar por aquí, y vio a Ferrar de pie en la
esquina del granero, mirándola con mucha intención. Ella creyó que la estaba esperando, pero antes
de que pudiera acercarse había desaparecido, y no vio hacia dónde. Corrió hacia el frente del
granero, luego hacia la parte de atrás, y allí estaba. Estaba en pie cerca de los escalones,
aparentemente buscándola, esperándola, y de nuevo la miraba con esa misma mirada fija. Pero de
nuevo lo perdió antes de poder llegar allí, y en ese momento fue cuando llegué yo.
Di la vuelta al granero, pero no vi a Ferrar. Era extraordinario dónde podía haber ido. Dentro del
granero no podía estar, pues estaba cerrado con llave, y no se le veía en el campo abierto. Era, por
así decir, pleno día aún, o al menos no estaba lejos de ello: la luz roja aún se veía por el oeste. Más
allá del campo en la parte de atrás del granero, había una arboleda en forma de triángulo, y la
arboleda estaba flanqueada por la Garganta Crabb, que iba de derecha a izquierda. La Garganta
Crabb tenía fama de estar encantada porque a veces, moviéndose por sus paredes, se veía una luz que
nadie podía explicar. Un lugar encantador para todos aquellos a los que les gusta lo lúgubre.
—¿Estás segura de que era Ferrar, Maria?
—¡Segura! —replicó sorprendida—. No creerá que podría confundirlo con otro, ¿verdad,
señorito Johnny? Llevaba esa fea gorra de invierno de piel de foca atada por encima de las orejas, y
su abrigo gris grueso. Llevaba el abrigo abrochado. No le he visto llevar ninguna de esas dos
prendas desde el invierno pasado.
Parecía bastante evidente que Ferrar había debido esconderse en alguna parte, y sin embargo no
había nada más que el suelo para ocultarlo. Maria dijo que la última vez, de hecho ambas veces, lo
había perdido de vista sólo un momento, y era absolutamente imposible que hubiese podido llegar
hasta el triángulo o a ningún otro sitio, pues debería haberle visto cruzar el campo abierto. Yo
también debería haberle visto.
En total, no habían pasado dos minutos desde que yo aparecí, aunque parece que se tarda más en
contarlo, cuando, antes de que pudiésemos seguir mirando, oímos voces que se acercaban desde
Crabb Cot, y Maria, que no quería que la viesen, se marchó rápidamente. Aún seguía confundido con
el escondite de Ferrar cuando me alcanzaron el Juez de Paz, Tod y dos o tres hombres. Tod se acercó
lentamente, con su cara seria y grave.
—¡Vaya, Johnny, qué asunto tan chocante!
—¿Qué asunto chocante?
—¿No lo has oído? No, claro, no has podido oírlo.
No había oído nada. No sabía qué había que oír. Tod me lo contó en un susurro.
—Daniel Ferrar está muerto, chico.
—¿Qué?
—Se ha suicidado. No hará más de media hora. Se ahorcó en la arboleda.
Me puse enfermo, pensando en unas cosas y otras, comparando este recuerdo con aquél, algo que
estoy seguro que pensaréis que sólo haría un bobo.
Ferrar estaba muerto. Había pasado el día escondido en la arboleda, quizá esperando a la noche
para huir o quizá esperando a la noche para volver a casa, quién sabe. A eso de las dos y media,
Luke Macintosh, un hombre que a veces trabajaba para nosotros, a veces para el viejo Coney, pasó
por la arboleda, le vio, y habló con él. El mismo hombre, pasando de nuevo un poco antes del
atardecer, lo encontró colgado de un árbol, muerto. Macintosh corrió con las noticias a Crabb Cot, y
ahora se dirigían a la escena. Cuando se examinaron los hechos pareció normal pensar que el policía
a caballo había aterrorizado a Ferrar y se suicidó; quizá, ¡todos confiábamos en eso!, le había
aterrado hasta el punto de perder la razón. Lo mirásemos como lo mirásemos, era terrible.
Pero ¿qué hay de la aparición que vio Maria Lease? En ese momento, Ferrar llevaba muerto al
menos media hora. ¿Fue realidad o ilusión? Esto es (como dijo el Juez de Paz), ¿sus ojos vieron de
verdad a un espectral Daniel Ferrar o le engañó su imaginación? Las opiniones estaban divididas.
Nada puede hacer flaquear la firme creencia de Maria de que fue real, para ella sigue siendo una
horrible certeza, tan cierta como la luz que nos alumbra.
Si digo que yo también creo en ello, se me llamará bobo y bobo por partida doble. Pero no
supone un obstáculo difícil de vencer. Cuando encontraron a Ferrar llevaba puesta su gorra de piel de
foca atada sobre las orejas y el abrigo grueso gris abotonado, como Maria Lease me lo había
descrito, y no se había puesto ninguna de las dos prendas desde el invierno anterior ni las había
sacado del arcón donde las guardaba. Cuando se le dijo que había muerto con esas ropas, ella dijo
que estaban en el arcón y salió corriendo a mirarlo. Pero esas prendas no estaban.
Charlotte Elizabeth Riddell
(1832 - 1906)

Nacida en una pequeña población llamada Carrickfergus, muy próxima a Belfast (Irlanda del
Norte), Charlotte Elizabeth Lawson Cowan fue una de las escritoras más populares de la Era
Victoriana, como lo demuestran sus más de cincuenta volúmenes publicados en vida, entre novelas y
recopilaciones de cuentos. Versátil y muy imaginativa, fue la primera mujer que escribió acerca de la
vida e historia de la ciudad de Londres, sobre economía y el mundo de los negocios en general (¡),
además de componer cuentos para niños, fábulas románticas, relatos folclóricos sobre su Irlanda
natal y, por supuesto, historias de terror. Su maestría en este terreno ha logrado que diversos
especialistas en la materia la comparen con sus insignes colegas y compatriotas (masculinos)
Sheridan le Fanu, Charles Maturin, Fitzjames O’Brien o Bram Stoker. Por ejemplo, James L.
Campbell, asegura que «el tono marcadamente realista de sus obras (…) hace que, aparte de Le Fanu,
ningún otro escritor de la época maneje mejor la aparición de lo sobrenatural» (“Mrs. Riddell”,
Supernatural Fiction Writers, por E. F. Bleiler [Ed.] Charles Scribner’s Sons Publishers, Nueva
York, 1985).
Charlotte era la hija menor de James Cowan, comisario del condado de Antrim, y de Ellen
Kilshaw, una dama inglesa. Según ella misma explicaba, su tatarabuelo paterno estaba emparentado
con los reyes de la casa Hannover, distinguiéndose en la Batalla de Culloden (16 de abril de 1745) el
choque final entre los adeptos de Jacobo II Estuardo y los partidarios del rey Jorge II de Gran
Bretaña. La buena posición económica de su familia hizo que la joven viviera una infancia y
adolescencia feliz, sin problemas vitales, leyendo todo cuanto caía en sus manos, incluso un ejemplar
de El Corán que tenía su padre… ¡cuando sólo tenía ocho años!, y escribiendo sus primeros relatos a
partir de los quince, aunque «jamás los terminaba y, por supuesto, nunca los publiqué», explicó. Sin
embargo, el fallecimiento de James Cowan en 1850 truncó tan idílica existencia. La repentina
estrechez de medios monetarios obligó a su familia a trasladarse a Londres, donde Ellen Kilshaw
podría ganarse la vida con mayor facilidad y, además, Charlotte empezaría su carrera como escritora
profesional ocultándose bajo los pseudónimos de R. V. Sparling, Rainey Hawthorne, Charles Skeet y
F. G. Trafford. A la muerte de su madre en 1857, la escritora se casó con el ingeniero Joseph Hadley
Riddell, quien trabajaba en la City londinense. Durante su matrimonio publicó varias novelas de
éxito, como The Rich Husband (1858), My First Love (1869) y su célebre The Uninhabited House
(1875), una inquietante historia de fantasmas. A partir de su undécima novela, The Race for Wealth
(1866), empezó a firmar como «Mrs. J. H. Riddell» («Señora de J. H. Ridell»).
La muerte de su esposo, en 1880, supone un duro golpe para ella, pues a la pérdida humana se
suman unas apremiantes dificultades financieras. Joseph Hadley Riddell nunca fue muy hábil para los
negocios —lo que le costó la vida, consumido por la amargura…—, y las deudas ocasionadas por
sus ruinosas aventuras en bolsa siempre lastraron la economía familiar. De ahí que Charlotte hiciera
frente a las mismas con los beneficios obtenidos de su frenética actividad literaria, o que se
convirtiera, en 1868, en socia y editora del St. James’s Magazine, situación que le abrió las puertas
de los más selectos ambientes culturales de Londres. Después de saldar cuentas con sus acreedores,
se marchó de la capital británica, primero a Addlestone, luego a Shepperton y, finalmente, a una casa
de Spring Grove, en Isleworth, donde falleció veintiséis años después de enviudar. Un periodo de
tiempo que llenó con su trabajo, publicando veintiocho libros más, entre novelas, ensayos y
recopilaciones de cuentos. Entre ellos, el célebre “The Last Squire of Ennismore” (1888), el cual,
partiendo de una leyenda sobre una posesión demoníaca ambientada en las costas irlandesas de
Antrim, nos narra una historia de horror de magnífica belleza.
“La puerta abierta” es una novela corta (novelette) publicada en 1882 en su antología Weird
Stories —que conviene no confundir con otro clásico de la ghost story, de idéntico título, La puerta
abierta (The Open Door, 1889), de Margaret Oliphant (1828-1897)—, que aborda una historia de
fantasmas aromatizada con elementos de thriller criminal. Sin embargo, su autora, profunda
conocedora de los principales mecanismos narrativos del género, consigue articular una atmósfera
opresiva, muy ambivalente en lo tocante a lo sobrenatural, por medio de estudiadas frases reflexivas
—«Hay gente que no cree en los fantasmas. Por lo mismo, hay gente que no cree en nada. Hay
personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar cuanto concierne a la puerta abierta de
Ladlow Hall. Dicen que no estaba del todo abierta, sólo entornada, y hasta que hubieran podido
cerrarla, de haber querido hacerlo; dicen también que todo el caso no es más que un delirio»—, de
descripciones inquietantes —«El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos grandes chimeneas
con leña a medio quemar; de las paredes colgaban distintos cuadros y cornamentas. En unos extraños
nichos, enormes, había grupos de pequeñas estatuas, que por lo general representaban a hombres con
armadura»—, o insinuando escalofriantes emociones —«Pero sigue habiendo veces en las que
parece poseerme una dolorosa oscuridad, momentos en los que no me gusta que me dejen solo»—.
Charlotte Elizabeth Lawson Cowan, «Mrs. Riddell», sabe cómo mantener el equilibrio entre las
expectativas del lector cautivado por lo terrorífico, y las inquietudes artísticas de quienes se acercan
a este género con todo tipo de precauciones. Al atractivo universal de los cuentos de fantasmas, la
escritora añade, por tanto, las sinuosidades de un estilo trabajado hasta sus más nimios detalles.
LA PUERTA ABIERTA
Hay gente que no cree en los fantasmas. Por lo mismo, hay gente que no cree en nada. Hay
personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar cuanto concierne a la puerta abierta de
Ladlow Hall. Dicen que no estaba del todo abierta, sólo entornada, y hasta que hubieran podido
cerrarla de haber querido hacerlo; dicen también que todo el caso no es más que un delirio; y que
incluso se trata de una conspiración, pues dudan hasta de que pueda haber sobre la faz de la tierra un
lugar como Ladlow Hall, pues ya lo buscaron sin éxito la primera vez que estuvieron en
Meadowshire.
Así es como han saludado esta historia, no publicada hasta el presente, algunos de mis amigos y
conocidos. Otra cosa es cómo pueda ser recibida por los extraños. Voy a relatar, pues, qué me
sucedió exactamente, cómo fueron los hechos, para que así puedan los lectores aceptarlos o
rechazarlos, según la apreciación que hagan del interés de la historia. No me es preciso pedir fe y
comprensión para esta historia de fantasmas, ni buscarla a lo largo y ancho del mundo. Si así fuera,
abandonaría la pluma definitivamente.
Acaso, antes de seguir adelante, deba establecer la premisa siguiente: hubo un tiempo en el que
yo mismo no creí en los fantasmas. Si me hubieran preguntado una mañana de verano de hace un
montón de años, al encontrarme en el Puente de Londres, si en mi opinión eran posibles tales
apariciones, hubiera respondido sin la menor duda: No.
Pero, en aquellos tiempos, me era por completo desconocida la historia de la puerta abierta.
Ahora, con el permiso de ustedes, paso a referirla sin más dilaciones.
—¡Sandy!
—¿Qué se le ofrece?
—¿Te gustaría ganarte un par de soberanos?
—¡Claro que sí!
Algo interrumpió bruscamente el diálogo, pero eso era habitual en las oficinas de Messrs
Frimpton, Frampton & Fryer, agentes comerciales y subastadores, sita en St. Benet Hill, City.
(Yo no me llamo Sandy[26], ni cosa parecida, claro, aunque los demás oficinistas y cajeros me
digan así a causa de que mi aspecto, según ellos, es el propio de un escocés blancuzco y pelirrojo,
como uno de esos personajes, a buen seguro, a los que ven en el teatro. De esto quizá pueda colegirse
que no soy precisamente un tipo bien parecido, lo cual es cierto; en realidad soy el espécimen más
feo de toda mi familia, cosa que me resulta imposible negar, como tampoco puedo negar que
realmente estuve mucho tiempo descontento conmigo mismo en todo, absolutamente en todo, y que no
me placía nada mi empleo como chupatintas en una oficina de subasteros y agentes comerciales, y
que mucho menos me gustaban mis jefes. En suma, y aunque pueda parecer extraño, lo cierto es que
éstos, sin embargo, me demostraban una cordial antipatía).
—Bueno —siguió diciendo Parton, mi jefe directo desde hacía varios años, un sujeto que se
complacía especialmente en burlarse de mí y fastidiarme—, pues te diré qué tienes que hacer para
que te caiga un par de soberanos en las manos.
—¿Qué he de hacer? —pregunté enfurruñado, pues temía que estuviera burlándose de mí una vez
más.
—¿Recuerdas la casa que hemos alquilado a Carrison, el mayorista de té?
Carrison comerciaba con China y poseía una flotilla de barcos y varios almacenes. Pero no sabía
muy bien qué pretendía Parton, así que me limité a asentir.
—Alquiló esa casa por varios años, pero no puede vivir ahí, según parece; nuestro supervisor
general ha dicho esta misma mañana que dará un par de soberanos a quien descubra cuál es el
problema, además de pagarle el viaje hasta allí, claro.
—¿Dónde es? —pregunté sin volverme hacia él, aunque apoyando bien los codos sobre mi mesa
y tapándome la cara con las manos.
—Está en Meadowshire, en pleno corazón de la hermosa campiña…
—¿Y qué es lo que le pasa? —pregunté.
—Pues que no puede cerrar una puerta.
—¿Cómo?
—Que una puerta siempre está abierta, si prefieres que te lo diga así —respondió Parton.
—Me está tomando el pelo…
—Podría ser, pero no es el caso, y te aseguro que Carrison tampoco pretende burlarse de
nosotros; tenías que haberlo visto, todo encorajinado; y Fryer se preocupó mucho al verlo así, igual
que yo mismo… Después de eso se cruzaron varias cartas, y en la última Carrison amenazaba con
acudir a sus abogados… Aunque me temo que por esa vía no hallará la solución…
—Y dígame —me interesé por primera vez en el asunto—, ¿por qué no se puede cerrar esa
puerta?
—Dicen por ahí que la casa está encantada…
—¡Qué estupidez! —exclamé.
—Bueno, hemos pensado que eres la persona idónea para cazar a ese fantasma… Lo pensé en
cuanto el viejo Fryer me contó el caso.
—Y si no pueden cerrar la puerta —dije mientras seguía el curso de mis pensamientos—, ¿por
qué no la dejan abierta?
—No tengo la menor idea… Sólo sé que hay dos soberanos esperando un dueño… Y que te he
hecho el regalo de contarte todo esto, por si te los quieres ganar.
Y sin decir más, Parton se quitó el sombrero y comenzó a dedicarse a su trabajo, que consistía en
ver qué hacían los empleados a su cargo.
Hay una cosa que debo comentar acerca de nuestras oficinas: no se puede decir que fuésemos
muy serios en el trabajo. Algo, por lo demás, que me parece pasa en todas las oficinas. Pero sí puedo
afirmar que ocurría en las nuestras. Siempre estábamos bromeando, charlando, contando historias
estúpidas, dejando para más tarde el trabajo por hacer, mirando el reloj, contando las semanas que
faltaban para el próximo día de San Lubbock[27], contando los días que faltaban para el próximo
sábado.
No es menos cierto, sin embargo, que todos queríamos ganar más, y que nos parecía que nuestros
salarios eran bajos. Yo ganaba veinte libras al año, lo que apenas me daba para comer decentemente.
Mi madre y mis hermanas me hacían ver este punto con mucha claridad, y cuando necesitaba dinero
para ropa odiaba mencionárselo a mi pobre y atribulado padre.
Al parecer habíamos dispuesto de mayores comodidades en otro tiempo, pero la verdad es que ya
no recordaba cuándo… Mi padre tuvo una pequeña propiedad en el campo, años atrás, pero no pagó
a tiempo a cierto banco, tampoco recuerdo qué banco, y se la embargaron por no satisfacer los
intereses de un crédito. En suma, que vivíamos todos con unas cien libras al año, gracias a los
esfuerzos y a la buena administración que hacía mi madre.
Claro que quizá nos hubiéramos manejado mejor, cuando mi padre tuvo aquella propiedad en el
campo, de no haber sido tan cursis, y de no haber tratado de vivir siempre por encima de nuestras
posibilidades, al extremo de hacer que nuestros acreedores nos trataran finalmente con vara de
hierro.
Antes de aquel triste final, una de mis hermanas contrajo matrimonio con el hijo menor de una
muy distinguida familia, pero aunque es verdad que vivían muy bien, siempre nos mantuvo a raya. Mi
hermano, por su parte, era también un simple chupatintas, que se esforzaba en mantener las
apariencias, como toda la familia.
Aquello debió ser realmente triste para mi padre, siempre agobiado por las deudas, siempre
devolviendo letras de cambio, siempre luchando contra la escasez de dinero. En lo que a mí respecta,
creo que me hubiese vuelto completamente loco de no haber contado con el feliz refugio que me
brindaba la casa de mi tía, a la que acudía cuando estaba triste y no hallaba consuelo. Era la hermana
de mi padre, pero como decía mi madre, que se negaba a reconocer la relación, se había casado con
alguien inferior a ella.
Compréndanse, pues, las razones por las que aquellos dos soberanos de que me había hablado
Parton tintineaban en mi cabeza.
Necesitaba el dinero. Puedo jurar que nunca había dispuesto de seis peniques para mis gastos, así
que, si me ganaba aquellos dos soberanos, bien podría comprarme algunas cosas que me apetecían
mucho, y regalar a mi padre un paraguas nuevo. Primero pensé en ganarme los dos soberanos, claro;
después pregunté cuánto nos pagaba Mr. Carrison por el alquiler de aquella casa de Ladlow Hall, y
luego me dije que a buen seguro me pagaría él mismo más de dos soberanos si conseguía largarle de
allí al fantasma. Acaso pudiera sacar de todo aquello unas diez libras… o hasta veinte libras… Por
eso no dejé de pensar en ello el resto del día, y por eso soñé aquella noche con todo eso y, mientras
me vestía a la mañana siguiente para ir a trabajar, resolví hablar del asunto con el propio Mr. Fryer.
Lo hice. Dije al caballero en cuestión que Parton me había contado el caso, y que si él, Mr. Fryer,
no tenía nada que objetar, trataría con mucho gusto de resolver aquel misterio. Añadí que estaba
acostumbrado a vivir en casas deshabitadas —lo que no era cierto— y que no perdería los nervios,
por ello, en ningún caso; también le dije que no creía en fantasmas, por lo que no les tenía miedo,
como tampoco se lo tenía a los ladrones.
—Nunca imaginé que sería usted capaz de algo así —me dijo—. Claro está, si no hay solución,
no hay paga… Permanezca en la casa durante una semana entera, y si al cabo de ese tiempo es usted
capaz de cerrar la puerta, echar el cerrojo y asegurarla bien, incluso con clavos, si hace falta,
envíeme un telegrama y me presentaré allí para comprobarlo. Si no lo consigue, limítese a regresar…
Por otra parte, no tengo inconveniente en que alguien le acompañe, si así lo quiere usted.
Le di las gracias, pero asegurándole que no precisaba de compañía.
—Hay una cosa que sí me gustaría, señor… —dije.
—¿De qué se trata? —me interrumpió.
—De un poco más de dinero, señor —respondí—. Si cazo a ese fantasma y lo expulso, creo que
merecería algo más que un par de soberanos.
—¿Y cuánto cree usted que merecería cobrar en ese caso? —me preguntó Mr. Fryer.
Su tono me hizo bajar la guardia; se mostraba tan educado y conciliador que respondí con
modestia.
—Bueno —dije—, si Mr. Carrison no puede habitar ahora su casa, y teniendo en cuenta lo que
paga de alquiler por ella, y el alto porcentaje que nos llevamos de dicho pago, quizá no tenga usted
inconveniente en darme veinte libras…
Mr. Fryer se volvió para abrir uno de los libros que tenía sobre su escritorio, pero me di cuenta
de que no leía nada.
—¿Cuánto tiempo lleva usted con nosotros? Es usted Edlyd, ¿verdad? —me preguntó.
—Mañana hará once meses, señor —respondí.
—Y cobra usted semanalmente… Cuatro veces al mes, ¿no es así?
—Así es, señor —me percaté de que me temblaba la voz, aunque no sabía decirme entonces qué
era lo que me daba miedo.
—Bien, pues tenga usted la bondad de venir por su paga hoy mismo, antes de irse… Le pagaré
tres meses de sueldo, y todo arreglado, ¿de acuerdo?
—Creo que no le comprendo, señor —comencé a decir, pero me interrumpió de inmediato.
—Pues yo sí lo comprendo, y ya he tenido bastante… Ya he tenido suficiente con usted y con los
aires que se da; y ya estoy harto de su indiferencia, por no hablar de su insolencia… Nunca he tenido
un empleado que me haya desagradado tanto como me desagrada usted. Se atreve usted a venir y
dictarme condiciones, ¡qué descarado! No, usted no irá a Ladlow. ¡Pobre diablo! Cualquiera se
conformaría con media guinea por hacer eso y a usted no le valen dos soberanos… Y eso que aún es
usted joven.
—¿Quiere decir que me echa del trabajo, señor? —le pregunté con desesperación—. No creo
haberle ofendido… Yo…
—Será mejor que no diga más —me interrumpió—; ya estoy harto de oírle… Me parece que
usted nunca se ha enterado de cuál es su lugar en este negocio, y creo que no será capaz de
enterarse… No sé cómo pude ser tan imbécil como para contratarle; al parecer tenía usted ciertas
relaciones interesantes, pero nada de eso; sus relaciones no me sirven de nada. Creo que no tiene
usted un solo amigo que me haya dado a ganar un penique. Y me parece que tampoco ha traído usted
ningún buen negocio a esta casa, ni siquiera un negocio que lo beneficiara a usted mismo, y cuanto
antes acabe usted en Australia —aquí se mostró muy enfático— y lo perdamos de vista, mejor será
para todos y más tranquilo me sentiré yo.
No dije una palabra. No podía. Sus ademanes eran suficientemente explícitos; no era el momento
de que yo intentara decir o hacer algo. Sacó cinco libras de su caja y las arrojó sobre la mesa; luego
me extendió un recibo, me pidió con un gesto que lo firmara, y también con un gesto me dijo que me
largase de allí.
Tanto me temblaba la mano que apenas podía sostener la pluma entre los dedos. Tuve, no
obstante, la presencia de ánimo suficiente como para meter la mano en mi bolsillo y sacar una libra,
cuatro peniques y tres chelines que por suerte llevaba conmigo.
—No puedo cobrar por un trabajo que no he hecho —dije poniendo a mi vez aquel dinero sobre
la mesa, para darle el cambio a Mr. Fryer; lo hice a la vez con ardor y con pena—. Buenos días —
añadí y me fui con la mayor dignidad posible, pasando entre las mesas del resto de los chupatintas.
Antes, sin embargo, tomé de mi escritorio las pocas pertenencias que allí tenía, ordené los
papeles, y le dije a Parton si era tan amable de entregar la llave a Mr. Fryer.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó—. ¿Es que te marchas?
—Sí, me largo —dije.
—¿Te ha echado?
—Exactamente… Eso es lo que pasa.
—Bueno, yo… —comenzó a decir Parton.
No quise pararme a oír ningún comentario, así que dije adiós a quienes habían sido hasta
entonces mis compañeros de trabajo y me sacudí de los pies el polvo de la oficina.
No quería regresar a casa, sin embargo, así que me pasé el tiempo vagando sin rumbo fijo, basta
que me di cuenta de que había llegado a Regent Street. Allí me encontré con mi padre, que me
pareció más atribulado que nunca.
—¿Crees, Phil —me dijo, pues me llamo Theophilus—, que podrías pedir a tus jefes un anticipo
de dos o tres libras?
Mantuve un discreto silencio, aunque sin dejar de pensar en lo que me había sucedido, y al fin
pude responderle.
—Claro que sí —dije.
—¡Qué bien, hijo mío! Necesitamos de veras ese dinero —me respondió.
No le pregunté la razón de aquella urgente necesidad. ¿Para qué precisaría de aquel dinero?
Quizás fuera para pagar el gas, o el agua, o al carnicero, o al panadero, o al zapatero… Bueno, daba
igual; ya estábamos acostumbrados a esas cosas, a llevar esa vida… Me pregunté una vez más si
podría casarme algún día… Y entonces me acordé de Patty, mi prima, tan hermosa, tan exquisita…
Una chica de lo más sensible y dulce, que con su sola presencia podría hacer que luciera siempre el
sol en la casa de un pobre.
Mi padre y yo echamos a andar; yo iba en silencio, abatido, cuando de golpe se me ocurrió una
idea. Mr. Fryer no me había tratado precisamente bien, ni siquiera medio bien. Pero podría
devolvérsela, más o menos en sus propios términos. Así que iría a hablar directamente con Mr.
Carrison.
Apenas lo pensé y lo hice. Tomé un ómnibus y me fui alejando lentamente de la ciudad. Como
otros muchos hombres de su posición, Mr. Carrison era difícil de ver; tanto, que el empleado que me
atendió me dijo que me resultaría del todo imposible hacerlo. Tendría, para ello, que cursar una
petición expresa por escrito, que dicho empleado tramitaría, y quizá me atendiera más adelante. Pero
le dije que no haría petición alguna por escrito. Aquel hombre me preguntó entonces qué me
proponía. Mi respuesta fue muy simple. Me quedaría allí, sin moverme, hasta que pudiera hablar con
Mr. Carrison. En la oficina no había nadie esperando. Me dio lo mismo que me dijese que nadie
podía esperar allí.
Dije entonces que de acuerdo; que esperaría en la calle.
—Hasta donde yo sé —solté al empleado—, la calle no le pertenece a Carrison.
El chupatintas me dijo que tuviese cuidado, que me estaba complicando las cosas de mala
manera.
Respondí diciéndole que sólo aguardaba mi oportunidad.
Comenzamos entonces a debatir la cuestión. Y así estábamos, cada uno exponiendo sus
argumentos, el chupatintas aludiendo de continuo a Carrison como un caballero joven y muy educado,
eso que suelen decir de sí mismos ciertos caballeros, cuando de golpe ambos guardamos silencio al
ver ante nosotros a un hombre, efectivamente joven aún, distinguido y apuesto, que hizo una pregunta
tan inevitable como dicha en tono autoritario.
—¿A qué viene tanto ruido? —dijo.
Me adelanté a dar una respuesta.
—Quiero ver a Mr. Carrison y no se me permite que lo haga —dije.
—¿Y qué quiere usted de él?
—Sólo puedo decírselo a él mismo.
—Muy bien, adelante… Yo soy Mr. Carrison.
De golpe me sentí avergonzado de mi insistencia, de mi pugnacidad; de inmediato, sin embargo,
eso que Mr. Fryer había llamado mi insolencia, acudió a rescatarme de mi propia sensación, y dando
un par de pasos hacia él, y quitándome el sombrero, dije:
—Quiero hablar con usted acerca de Ladlow Hall, con su permiso, señor.
Cambió de súbito la expresión de su cara. A su sonrisa despectiva sucedió un gesto de irritación
y completa inmovilidad, coronado por la violenta contracción de su entrecejo, algo que le borraba
por completo su contención de antes.
—Ladlow Hall —soltó al fin—. ¿Y qué demonios tiene usted que decirme a propósito de Ladlow
Hall?
—Creo que tengo algo importante que decirle —seguí mientras me percataba de que una angustia
mortal se apoderaba de la oficina.
Aquel silencio parecía acrecentar en él su interés por el asunto, pues miró con gesto duro a sus
empleados, que ni rasgaban el papel con sus plumas ni movían un dedo siquiera.
—Sígame, por favor —me dijo entonces Mr. Carrison un tanto abruptamente.
Un poco después estábamos en su despacho.
—Y bien, ¿de qué se trata? —inquirió dejándose caer en la silla de su escritorio, indicándome
con un gesto que tomara asiento, pues me había quedado de pie, sombrero en mano, en mitad del
despacho.
Comencé a hablar. Puedo decir que era un hombre que sabía escuchar, que prestaba la atención
debida. Hablé largamente, hasta contárselo todo. Lo hice como el buen oficinista que era, dándole
cuenta pormenorizadamente de lo que sabía, e incluso, también como buen oficinista que era yo,
permitiéndome opinar al respecto. Cuando acabé, guardó silencio unos instantes, en actitud reflexiva.
Finalmente se decidió a hablar.
—Supongo que ha oído usted hablar mucho de Ladlow Hall, le veo muy bien informado —dijo
hablando despacio.
—He oído decir sólo lo que le he contado, señor —respondí.
—¿Y a qué viene tanto interés por su parte en resolver ese misterio?
—Señor, necesito ganar algo de dinero. Allá donde veo dinero, allá que trato de conseguirlo —le
confesé.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Cumplí veintidós en enero.
—¿Cuánto le pagan en la Frimpton?
—Veinte libras al año, señor —respondí.
—¡Vaya! Mucho más de lo que se merece usted, a buen seguro.
—Eso opina Mr. Fryer, señor —dije dolido.
—¿Y cuál es su opinión al respecto? —preguntó sonriente, me pareció que a despecho de sí
mismo.
—Creo sinceramente que trabajo más y mejor que el resto de los empleados de la firma —
respondí sin vacilación.
—Bueno, me parece que eso no quiere decir mucho —era su opinión, así que no dije nada, no lo
interrumpí—. Me parece que no es usted, sin embargo, un oficinista corriente —siguió diciendo Mr.
Carrison mientras me observaba con interés creciente—. ¿Acaso no le gusta el trabajo que hace?
—No mucho, señor.
—Pues si es así, me parece que quizá debiera usted emigrar, sí, eso es —dijo mirándome ahora
críticamente.
—Mr. Fryer me dijo que mi lugar está en Australia, o en la… —me detuve a tiempo, para no
repetir lo que me había dicho el caballero mentado.
—¿Dónde? —preguntó Mr. Carrison.
—En la m… —dije con gesto de pedir perdón.
Mr. Carrison rió entonces, echándose hacia atrás en la silla, de buena gana. Yo también me reí, un
tanto confuso, sin embargo.
Al fin y al cabo, veinte libras eran veinte libras, y esa suma ridícula, ese salario escaso, me
golpeaba insistentemente en el recuerdo ahora que lo había perdido.
Hablamos durante un largo rato. Se interesó por mi padre, por mi niñez, por las circunstancias
presentes de mi familia y por el sitio donde vivíamos; también me preguntó por la gente con la que
solía tratar, y en realidad me hizo tantas preguntas que ya no soy capaz de recordarlas.
—La verdad es que todo ese embrollo parece cosa de locos —dijo después—, pero bueno, lo
cierto es que estoy dispuesto a confiar en usted… La casa en cuestión está ahora mismo
completamente vacía. No puedo vivir en ella, ni puedo realquilarla, pues ya corren rumores sobre el
fantasma… Claro está, saqué de allí todos los muebles, salvo algunas cosas que siempre estuvieron
en la casa, utensilios y objetos diversos que pertenecieron a lord Ladlow. Esa casa me supone una
pérdida constante, una inversión estúpida, pues ya sabe usted que la tengo alquilada por mucho
tiempo… No creo que consiga usted nada, sin embargo, pues ya lo intentaron otros y ahí sigue el
misterio, sin resolver… No obstante, si quiere probar, adelante, no tengo inconveniente en que lo
haga; estoy dispuesto a hacer negocio con usted, por lo que le pagaré una cantidad razonable por
cada noche que pase en esa maldita casa; y si encima consigue algo realmente bueno para mí, le daré
diez libras más… Por supuesto que tengo por seguro que no me ha mentido usted ni con respecto a la
casa ni con respecto a sí mismo, por lo que acepto su palabra. No obstante, ¿hay alguien en la ciudad
que pueda darme referencias sobre usted?
No sabía de nadie, salvo de mi tío, el marido de mi tía. Advertí a Mr. Carrison que no se trataba
de un anciano, ni de un hombre rico, pero le confesé también que no sabía de nadie más que pudiera
darle referencias sobre mí.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Robert Dorland, de la Cullum Street! Pero si es cliente nuestro… Si él
me ofrece garantías sobre el buen comportamiento de usted, estaré más que satisfecho, no me harán
falta más referencias. Vamos…
Y para mi mayor alegría, se levantó, se puso el sombrero, me condujo a través de la oficina hasta
la calle, y poco después caminábamos en dirección a la Cullum Street.
—¿Conoce usted a este joven, Mr. Dorland? —dijo ya ante el escritorio de mi tío, poniéndome
una mano en el hombro.
—Claro que sí, Mr. Carrison —respondió mi tío, un tanto amoscado, sin embargo; luego me
confesaría que temió entonces que hubiese hecho algo malo—. Es mi sobrino.
—¿Y qué opinión le merece su sobrino? ¿Cree sinceramente que es un buen muchacho, alguien
digno de mi mayor confianza?
—Eso depende de lo que quiera de él —respondió mi tío sonriendo ampliamente.
—Pretendo de él sinceridad, fidelidad.
—Pues yo, en su caso, buscaría a otro —dijo mi tío.
—¡Pero, tío…! —protesté, temeroso de que se extendiera sobre algunas cosas que realmente me
desagradaban, como trabajar duro.
Mi tío abandonó entonces su sarcasmo y, poniéndose de pie ante la chimenea apagada, siguió
diciendo:
—Cuénteme para qué quiere al chico, Mr. Carrison, y entonces podré decirle si le servirá como
pretende, o si no será capaz de hacerlo… Le conozco bien, ¿sabe? Creo incluso que le conozco
mejor de lo que él mismo se conoce.
Mr. Carrison, de manera afable, con ese aire mundano de los ricos, tomó asiento entonces y,
cruzando la pierna izquierda sobre la pierna derecha, comenzó a hablar tras una pausa larga y
estudiada.
—Se ha ofrecido —dijo mirándome— para ir a Ladlow Hall y cerrar de una vez por todas esa
maldita puerta… ¿Cree que será capaz de hacerlo?
Mi tío se lo quedó mirando un buen rato, pensativo.
—Creo, Mr. Carrison, que nadie podrá cerrar esa puerta —dijo al fin.
Mr. Carrison, que pareció sorprendido por aquella respuesta, se removió inquieto en su asiento.
—Lo que le pregunto en concreto es si cree capaz a su sobrino de intentarlo al menos, de tomarse
en serio la tarea encargada, a la que, por otra parte, él mismo se ha ofrecido.
—No tienes nada que hacer con eso, Phil —dijo mi tío dirigiéndose a mí.
—Me parece que usted no cree en los fantasmas, ¿me equivoco, Mr. Dorland? —dijo Mr.
Carrison con una sonrisa sarcástica.
—¿Y usted, Mr. Carrison? —dijo a su vez mi tío.
Se hizo un silencio, una larga pausa en el debate. Una pausa tensa y difícil de soportar. Una pausa
en la que pensé en esas diez libras que parecían esfumarse. Pero la verdad es que yo no sentía miedo.
Por diez libras, e incluso por menos, era capaz de enfrentarme a cuantos espíritus quisieran morar en
este mundo. Estuve a punto de decírselo, pero hubo algo en la forma en que se miraban los dos que
me contuvo.
—Si me hace esa pregunta aquí, Mr. Dorland, en pleno centro de la ciudad —comenzó a decir
Mr. Carrison sin dejar de sonreír sarcásticamente, hablando despacio y recalcando cada palabra—,
le diré que no, que en efecto no creo en los fantasmas… Pero si me hace esa misma pregunta en una
noche oscura en Ladlow, tendría que pensar bien mi respuesta… No creo en esos supuestos
fenómenos sobrenaturales, pero… la maldita puerta de Ladlow Hall está mucho más allá de mi
capacidad de comprensión, como lo está el porqué del flujo y el reflujo de las mareas.
—Y usted no puede vivir en Ladlow, ¿es eso? —dijo entonces mi tío, recalcando también sus
palabras.
—Así es, no puedo vivir en Ladlow; más aún, y eso es lo peor, no encuentro a nadie que quiera
vivir en Ladlow.
—¿Querría realquilar la casa? —preguntó mi tío.
—Sí, porque el alquiler es a largo plazo… Por eso le dije a Fryer que pagaría una bonita suma a
quien desvelara el misterio de esa maldita casa… ¿Quiere o necesita alguna otra información, Mr.
Dorland? Si es así, no tiene más que preguntar, que yo le responderé gustoso. La verdad es que me
siento ahora mismo como si en vez de hallarme en una oficina más de la ciudad estuviese en el
Palacio de la Verdad.
Mi tío no pareció reparar en la incomodidad que todo aquello causaba al caballero. Pero cuando
la viña es buena no hace falta arrancar los arbustos… Si un hombre habla honestamente, pues sus
sentimientos y sus pensamientos lo son, no hace falta hurgar en sus heridas.
—No creo, me parece que exagera usted —dijo mi tío—. En realidad considero si mi sobrino
será capaz de cumplir lo que usted le pide… Hasta donde yo sé, no es más que un oficinista, no un
cazafantasmas que vaya por ahí persiguiendo a los espíritus.
Mr. Carrison clavó los ojos en mí; su mirada era de cierta complicidad, como si me pidiera que
desmintiese a mi tío, como si me pidiese que lo convenciera de mi capacidad para cumplir
adecuadamente aquella tarea.
—No quiero hablar más de mi disposición para el trabajo —dije con bastante desazón—. Ya he
tenido bastante por hoy, con todo lo que me ha pasado.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué has hecho, Phil? —inquirió mi tío.
—Nada. Sólo quiero cazar a ese fantasma o lo que sea, y ganarme diez libras, sin más —respondí
con tanto ardor que Mr. Carrison y mi tío se echaron a reír.
—¡Diez libras, nada menos! —exclamó burlón mi tío, a medias entre la risa y el llanto—. Pero,
Phil, mi querido muchacho… Ten por seguro que yo no te pagaría jamás diez libras por salir por ahí
a cazar un fantasma.
Mi tío, cuando estaba de broma, o cuando se enfadaba mucho, hablaba con un acento muy vulgar.
A mí me gustaba esa manera de decir las cosas que tenía entonces, algo que a mi madre, por ejemplo,
le molestaba muchísimo. Era un hombre al que no le importaba de cuánta alcurnia fuese el caballero
que tenía en esos momentos ante sí, cosa que yo, en el fondo, admiraba mucho. Así era Robert
Dorland, y por eso era tan poco apreciado en mi casa.
—Y bien, Mr. Edlyd —me dijo Mr. Carrison—, ¿qué piensa hacer usted? Ya ha oído a su tío,
dice que se olvide usted de todo este asunto, que no es una empresa para la que se encuentre usted
capacitado… Considere que no es mi intención forzarle a nada que no desee hacer.
—Haré encantado lo que he prometido, señor —dije con mucha tranquilidad—. No tengo miedo,
y verá como… —aquí me detuve, pues estuve a punto de decir que iba a demostrarle cuán tonto había
sido por no confiar en mi palabra, pero tuve por seguro que aquellas confianzas no iban al caso.
Mr. Carrison me contemplaba con curiosidad creciente. Estoy seguro de que esperaba que
completase lo que había dejado a medias, pero al cabo se limitó a decir lo siguiente:
—No sabe cuánto me gustaría que de veras consiguiera cerrar usted esa maldita puerta… Y que
lo hiciera además tras quedarse allí una sola noche. En fin, si consigue lo que se propone, se habrá
ganado el dinero.
—Esto no me gusta nada, Phil —intervino de nuevo mi tío—. No me gustan esas tonterías, los
espíritus, los monstruos…
—Lo siento mucho, tío, pero tengo que hacerlo —respondí.
—¿Y cuándo será? —preguntó Mr. Carrison.
—Saldré hacia allí mañana temprano —dije.
—Adelántele usted cinco libras, Dorland, por favor, que le haré llegar un cheque de inmediato —
dijo Mr. Carrison volviéndose hacia donde estaba yo.
—Con un soberano será suficiente por ahora —dije.
—No, aceptará usted esas cinco libras, que me descontará luego del total —insistió Mr. Carrison
con firmeza—. Y me escribirá usted todos los días, a mi dirección particular, contándome cómo van
las cosas… Si en algún momento se siente incapaz de concluir su tarea, abandone sin más, luego de
comunicármelo… Buenas tardes —y sin más formalidades dio media vuelta y salió.
—No sé si hablaba dirigiéndose sólo a ti, Phil —dijo mi tío.
—Creo que sí —respondí—. No digas nada en casa, ¿de acuerdo?
—Ya sabes que no me gusta mucho verles, ni hablar con ellos —me contestó sin un leve rictus de
amargura, sólo para dejar constancia de las cosas.
—Supongo que no te veré de nuevo antes de partir, tío, así que mejor será que me despida de ti
ahora.
—Adiós, muchacho… No sabes cómo me gustaría que fueses más inteligente y menos tarambana.
No dije nada. Tenía el corazón rebosante y la mirada llena de expectativas. La verdad es que
alguna vez había intentado ser más formal y menos tarambana, pero el trabajo de oficina no estaba
hecho para mí, así que era una tontería pretender atarme a una mesa para escribir y escribir. Era
como si obligaras a quien no tiene la menor capacidad para la música a escribir durante horas una
ópera tras otra.
Naturalmente, antes de partir tenía que ver a Patty; aún no estábamos casados y, aunque a veces
me parecía que nunca podríamos hacerlo, ya era mi media naranja, como lo sigue siendo ahora.
La verdad es que no me arrojó un jarro de agua fría, ni se disgustó conmigo cuando le conté el
asunto.
—Me gustaría acompañarte, Phil —fue cuanto dijo después de escucharme, con su carita
angelical brillando de entusiasmo.
Bien sabe el cielo que a mí también me hubiera gustado que me acompañase.
A la mañana siguiente me levanté antes de que pasara el lechero. Dije a los míos que tenía que
salir de la ciudad por cosas de trabajo. Patty y yo lo habíamos preparado todo minuciosamente.
Desayunaría y me vestiría en su casa con la ropa adecuada para el viaje, pues el traje de trabajar no
sería el más a propósito en Ladlow. Además, eso era algo en lo que mi padre y yo nunca nos
poníamos de acuerdo, en mi manera de vestir, ni siquiera cuando usaba mi traje de trabajo, que a él
siempre le parecía excéntrico, una niñería, como decía; mi hermano, por su parte, un hombre también
muy formal, que jamás se permitía excentricidades, solía reírse de mí porque, según él, dada mi
manera de vestir y de comportarme, parecía jugar yo a los soldaditos.
En fin, que Patty y yo habíamos acordado que me vistiese en casa de su padre de la forma que
más conveniente me pareciera.
Joven como lo era entonces, me entusiasmaba la perspectiva de ir a Ladlow con mi rifle y un
revólver. Me sentía todo un conquistador capaz de derrotar a un ejército.
La tarde era magnífica cuando me vi caminando por los senderos que cruzaban el corazón de la
campiña de Meadowshire. A cada paso, con cada latido de mi corazón, más amaba aquel lugar que
se me antojaba maravilloso, aquella espléndida, grande y luminosa campiña: hierba verde y húmeda,
las espigas azotando el aire para llenar tus oídos con su melodioso cántico, regatos y arroyuelos
serpenteantes, un brazo de río que parecía emerger de una ensoñación, pequeñas casas de campo,
preciosas… Y antiguas casonas con huerto, aquí y allá.
Pensé que ya no querría regresar jamás a Londres, sin duda porque debo ser uno de los pocos
seres de este mundo que aman el campo y detestan las ciudades. Caminé y caminé durante mucho
tiempo, y en un punto de mi camino, como no estaba muy seguro de la dirección a seguir, por temor a
extraviarme, pregunté cómo ir hasta Ladlow Hall a un hombre con el que me crucé bajo una arcada
formada por las copas de los árboles, un hombre que tiraba de un poderoso percherón, y a cuyo lado
iba una muchacha a lomos de un bonito caballo.
—Eso es Ladlow Hall —me dijo aquel hombre, señalando con su fusta hacia mi izquierda.
Le di las gracias y ya me disponía a seguir en la dirección indicada cuando oí que me decía:
—Ahí no vive nadie.
—Sí, ya me han informado.
No dijo más. Se limitó a desearme un buen día y siguió su camino. La muchacha que iba a lomos
del bonito caballo me sonrió con una leve inclinación de cabeza, para corresponder a mi saludo con
el sombrero en la mano. Me sentía feliz. Todo parecía indicar que las cosas comenzaban bien, lo que
por fuerza tenía que suponer que acabarían igual de bien.
Fui antes a la casa de los guardeses, mostré a la mujer la carta de presentación que me había
dado Mr. Carrison para ellos, y recibí la llave de la casa.
—¿Estará usted solo en la casa, señor? —me preguntó.
—Sí, claro —dije, acaso de manera tan incomprensible que la mujer no añadió una sola palabra.
El camino hasta la casa se hacía muy angosto cuanto más me aproximaba. Subía en cuesta de leve
colina, flanqueado por tilos como nunca antes los había contemplado. Una leve verja de hierro
aislaba la campiña de la Finca, y en ésta, entre los troncos de los árboles, pastaba el rebaño,
llenándome los oídos de inmediato el tintineo de las campanillas de las ovejas.
Desde la verja partía a su vez un largo camino, que recorrí hasta verme, bastante lejos ya de la
entrada, ante la casa. Era una construcción cuadrada, sólida, una verísima casona antigua de tres
plantas, a cuya puerta principal llevaban unos pocos peldaños. Cuatro ventanas a la derecha de la
puerta, en la planta baja, y otras cuatro ventanas a la izquierda. Árboles rodeando toda la
construcción. Todas las ventanas, tanto las de la planta baja como las de las plantas superiores,
estaban cerradas. La casa parecía ciega. Imperaba un silencio mortal. El sol, sobre los altos árboles,
apenas penetraba hasta allí, si bien lejos de la casa reinaba espléndido. Me quedé un rato dando
vueltas sobre mi propio eje para contemplarlo todo en derredor, y al fin subí los peldaños y me
planté en el porche. No puedo decir si estaba o no sobrecogido, pues me puse a pensar en el trabajo
encargado, un negocio a fin de cuentas, la razón de que hubiera llegado a un lugar tan lejano y
solitario, y sin más metí la llave en la cerradura, la hice girar sin problemas y entré en Ladlow Hall.
Al principio, sin duda por el mucho rato que había caminado bajo el sol, apenas vi nada, de tan
oscuro como era todo en el interior. Casi no podía distinguir lo que había en el vestíbulo; poco a
poco se me fueron acostumbrando los ojos a esa oscuridad, y observé entonces que aquel vestíbulo
era enorme, y que de allí arrancaba una larga escalera de roble que conducía a las plantas superiores.
El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos grandes chimeneas con leña a medio quemar;
de las paredes colgaban distintos cuadros y cornamentas. En unos extraños nichos, enormes, había
grupos de pequeñas estatuas que por lo general representaban a hombres con armadura.
Vista desde fuera, nadie esperaría que la casa albergase aquello, y sólo en su vestíbulo. Me
quedé contemplándolo todo a medias entre la sorpresa y la admiración, y comencé a caminar por allí
despacio, tratando de fijarme bien en todos los detalles.
Mr. Carrison no me había dado instrucciones concretas; nada me había dicho de cuál era la
estancia de la casa en la que podía hallarse el fantasma. Supuse, sin más, que estaría en la primera
planta.
No tenía la menor idea de qué historia podría inspirar todo aquello, si es que había alguna
historia que lo alentase. Había salido de Londres sin más noticias que las recibidas de Mr. Carrison;
por otro lado, no llevaba conmigo más que unas pocas cosas que me había puesto Patty en una cesta,
aparte de la pequeña maleta con que me bajé en la estación. En suma, que iba tan desprovisto de
impedimenta como de informaciones más concretas sobre el misterio. Así pues, tendría que descubrir
dónde se alojaba el dichoso fantasma, y mejor sería hacerlo cuanto antes.
Volví a mirar en derredor mío… Nunca había visto tantas puertas. Muchas puertas. Dos de ellas
estaban abiertas; una, del todo; la otra, simplemente entornada.
«Cerraré las dos y subiré la escalera», me dije.
Las puertas eran de roble, sólidas y muy pesadas, bien pulidas y provistas de picaportes
igualmente sólidos. Después de cerrarlas comprobé si se abrían fácilmente. Había otra más, cerrada,
que no pude abrir pues carecía de llave en su cerradura. Eran puertas muy seguras. Subí entonces por
la gran escalera, sintiéndome tan curioso como sin duda han de sentirse los intrusos, y recorrí los
corredores tanto de la segunda como de la tercera planta, entré en las habitaciones, prácticamente
desnudas, sin muebles, salvo alguna que otra cosa muy vieja, pero de indudable valor: unas sillas,
alguna mesa de vestidor, un par de armarios… Casi todas aquellas puertas estaban cerradas, y cerré
a mi vez sin problemas las pocas que permanecían abiertas. Luego subí a la buhardilla.
Me encantó la gran buhardilla. A causa de los árboles que rodeaban la casa no había mucha luz,
pero no obstante contemplé desde las ventanas el campo, el bosque y hasta el valle más lejano.
Incluso un brazo del río que se adentraba en lo más hondo de la foresta, tras cruzar igualmente una
gran plantación. Las ventanas de la buhardilla que daban a la parte trasera de la casa sólo permitían
ver un bosque denso detrás de los establos abandonados; pegados a éstos había un alto muro de
piedra, junto al cual, a los dos lados de los establos, crecían jardines preñados de tejo y pequeños
huertos. Aún más allá, en el lado contrario de donde había visto las ovejas, avisté igualmente vacas y
bueyes; y más atrás aún, unas praderas magníficas y campos de maíz.
—¡Qué lugar tan bonito! —exclamé—. Garrison tiene que estar loco si no le gusta vivir aquí —y
pensé que disfrutar uno solo de una casa semejante era algo que no tenía precio.
También pensé, sin embargo, que tan encantador paseo como di hasta llegar a la casa quizá me
hubiese embobado. En efecto, llevaba ya un rato inmóvil, junto a la ventana desde la que
contemplaba todo aquello, y me dije que tenía que comenzar mi trabajo. Así que me dispuse a bajar
de nuevo por la escalera.
También en la buhardilla, claro está, me entretuve en cerrar las puertas que estaban abiertas,
cerrándolas incluso con llave cuando había alguna en sus cerraduras. Ninguna puerta se me resistió.
Todas quedaron bien cerradas.
Cuando llegué a la planta baja, la luz del día comenzaba a declinar, así que me insté a echar un
vistazo cuanto antes a las partes de la casa que aún no había recorrido.
«Comencemos por la cocina», me dije, encaminándome hacia la cocina, a la que se accedía a
través de una puerta que había en el fondo del vestíbulo. Desde la puerta, y a través de una especie
de pasaje de piedra, llegué a la gran cocina, no sin antes pasar por una muy amplia sala para el
personal del servicio, y dependencias tales como la despensa, la lavandería, la carbonera, la bodega,
el cuarto donde se hacía la cerveza, los dormitorios del servicio… Pero no podía detenerme en todo
eso; el misterio que atribulaba a Mr. Carrison era más importante que todos aquellos lugares de la
casa, polvorientos y llenos de botellas vacías, y parecía difícil que en tal ala de la edificación
pudiera hallar la respuesta al enigma.
Así que salí de allí para atravesar de nuevo el vestíbulo e ir hasta el gran salón de estar, después
de lo cual decidiría en qué dormitorio pasar la noche.
Las sombras de la noche incipiente comenzaban a llenarlo todo, así que apreté el paso mientras
cruzaba el vestíbulo, pues sentía cierta aprensión ante aquellas figuras que representaban a hombres
con armadura; seguramente, la luz de la luna, en breve, las tornaría aún más fantasmagóricas. Tenía
que encender la chimenea del salón, o de alguna de las habitaciones de la planta baja, una en la que
hubiese una buena provisión de leña. Seguro que ante un buen fuego y después de tomar un té me
sentiría mucho mejor, se esfumaría aquella vaga sensación inquietante que sentía, que comenzaba a
resultarme opresiva.
Ya se ocultaba el sol allá por donde estaban las vías del ferrocarril en el que había llegado a
Ladlow, y supuse que acaso pudiera ver desde la casa, a lo lejos, viajeros llegando a la región; aún,
al fin y al cabo, había algo de luz, y eso quizá me permitiese ver a alguien, siquiera a lo lejos. Pero
lo que vi entonces fue que una de las puertas que antes había cerrado cuidadosamente estaba abierta,
completamente abierta. No había duda, yo había cerrado bien esa puerta, como las otras… Así que
aquélla era la habitación, aquélla era la puerta abierta. Permanecí atónito un segundo. Pensé que
estaba aterrorizado.
Pero no podía consentir en ello, sin embargo. Había ido allí para hacer un trabajo; y allí podía
estar el enemigo contra el que tenía que combatir, así que cerré la puerta de nuevo, sin más.
«Ahora iré hasta el fondo del salón y esperaré a ver qué pasa», me dije.
Y eso hice. Me dirigí hasta el arranque de la escalera y me giré al llegar.
La puerta estaba abierta.
Volví a la habitación, entré llevado de un fiero espasmo de resolución y levanté las persianas. La
habitación, con dos ventanales, era amplia, enorme, de veinte por veinte (lo supe porque me dediqué
a recorrerla de un lado a otro).
El suelo, también de roble muy pulido, estaba parcialmente cubierto por una gran alfombra turca.
A cada lado de la chimenea había dos huecos, uno ocupado por una estantería para libros, que estaba
vacía, y el otro por una cómoda. Había también una cama, y me sorprendió que aquella habitación
fuese una alcoba, pues estaba en un lugar ante el que sin duda pasaría mucha gente si la casa era
habitada, si contase con el servicio doméstico al completo. Vi unas sillas, muy antiguas pero de
madera noble, cubiertas con una sábana. Junto a la cama había una puerta pequeña, lo que me
sorprendió especialmente pues no era habitual, tampoco, en una estancia habilitada como alcoba.
Estaba cerrada con llave; era la única puerta que había visto cerrada con llave hasta entonces. No
obstante, como tenía puesta la llave en la cerradura, abrí. La puerta daba paso a una habitación
pequeña y un tanto sobrecogedora; tenía las paredes empapeladas en un tono oscuro y el suelo era
negro y brillante; había en ella dos ventanales que arrancaban del suelo y tenían cortinas de
terciopelo, y unos pocos muebles muy viejos; y una cama con dosel de seda; y una chimenea bastante
grande.
«Seguro que alguna vez alguien cometió un crimen en esta habitación», me dije, un poco
aprensivo. Y me quedé mirando con cierta angustia la puerta.
Me había extrañado que el cerrojo cediera tan fácilmente a la vuelta de la llave. No obstante, me
aseguré de cerrarla bien, y salí a la habitación más grande, y después al vestíbulo, no sin antes cerrar
también la puerta.
—Voy a buscar un poco de leña, y ya veremos qué pasa —me dije en voz alta.
Cuando volví, la puerta estaba abierta.
—¡Otra vez, maldita sea! —grité sin poder contenerme—. ¡No quiero que me causes más
problemas esta noche! —dije a la maldita puerta.
Justo cuando gritaba esto, sonó la campanilla de la puerta de entrada, cuyo sonido hizo un eco
rotundo en la planta baja de aquella casa deshabitada y prácticamente vacía. Sentí entonces que los
nervios se apoderaban de mí por completo; incluso me pareció que me cambiaba totalmente la
expresión del rostro.
Pero sólo era el guardes, que se había acercado hasta la casa por ver si precisaba de sus
servicios. Le pregunté aliviado si había cerca una estafeta de correos, y me dijo que sí; y que si lo
deseaba, podía darle la correspondencia que quisiera, que él se encargaría de depositarla en el buzón
antes de que la recogieran, lo que solían hacer a las diez de la noche.
No tenía carta alguna que darle, y así se lo dije. Quizá las monedas que le di eran más de lo que
esperaba, o acaso le impresionó verme allí solo, pero el caso es que se quedó ante la puerta un
momento más y preguntó:
—¿Se va a quedar usted solo aquí toda la noche, señor?
—Completamente solo —respondí sonriendo cuanto me era posible, dadas las circunstancias.
—Ésa es la habitación, señor —dijo desde la entrada señalando hacia la puerta abierta de la
habitación, y bajando la voz hasta casi susurrar.
—Ya lo sé —dije.
—Es la puerta que tiene que cerrar usted, ¿no es así? Bien, pues el partido es suyo, señor,
juéguelo —y tras hacer este último comentario, que no me pareció muy respetuoso, se alejó
lentamente de la casa. Estaba claro que no tenía la menor intención de ayudarme a resolver el
enigma.
Miré una vez más hacia la puerta… que ahora estaba abierta del todo. A través de las ventanas de
la habitación vi la creciente oscuridad de la noche, apenas tamizada por la luz plateada de la luna,
que caía a lo lejos sobre el brazo del río. Me dije entonces que quizá debiera escribir a Mr. Carrison
y a Patty; es más, sentí entonces la necesidad de hacerlo, así que me senté a una mesa que había en el
vestíbulo, encendí una vela que mi amada me había procurado, entre otras cuantas cosas más que
podrían resultarme útiles, y redacté sendas cartas.
Luego salí al relente, caminando entre las luces declinantes y las sombras, entre los haces de la
luna que se dejaban caer con levedad aquí y allá, haces que parecían jugar al escondite entre los
troncos de los árboles, el brazo del río y los regatos y arroyuelos que cruzaban la campiña. Caminé
tan aprisa como si compitiese contra el tiempo.
Aun con todo, el paseo era una delicia. Los aromas del verano incipiente, el olor de la tierra,
todo lo que me rodeaba, en fin, me hizo sentir tan feliz que por un momento se me olvidó lo
concerniente a la maldita puerta. «¡Mira eso, Phil!», me decía de repente ante alguna nueva
maravilla; «la vida, como bien dice tu tío, no es algo que se deba tomar a la ligera, no es un juego de
niños; tienes, claro está, un problema que resolver: el de la puerta; no puedes volver la cara, tienes
que hacerle frente… Además, de no ser por esa puerta, no estarías aquí, disfrutando de esta noche
espléndida… Sé bien que eres un valiente, que no te asustarás, aunque estemos en tu primera noche
de prueba. ¡Ánimo, valiente! La puerta es tu enemigo, así que hazle frente y derrótalo».
«Lo intentaré», decía mi otro yo, «claro que lo intentaré, pero puede que falle…»
La estafeta de correos estaba en Ladlow Hollow, una aldea atravesada por el brazo del río bajo
un puente antiguo. A medida que llegaba hasta las pequeñas dependencias de la estafeta, me percaté
de que el hombre al que veía era el mismo con el que me había cruzado por la tarde, el que tiraba de
un percherón, al que acompañaba una damisela montada en un bonito caballo. Me deseó buenas
noches cuando estuve ya a su altura, como lo hizo la muchacha, que también estaba allí. El hombre
pasó de largo.
—Su Señoría tiene ya muchos años —dijo la joven, como si lo disculpase, mientras seguía con
los ojos al hombre que se alejaba.
—¿Su Señoría? —dije—. ¿A quién se refiere?
—A lord Ladlow, claro —respondió.
—¡Ah!, es que no le conozco —dije con bastante extrañeza.
—Bueno, pues ahí lo tiene, él es lord Ladlow —y señaló al hombre que se alejaba.
Pueden estar seguros los lectores de que ya tenía algo en lo que ocupar mis pensamientos cuando
regresaba a la casa. Algo más que en la belleza de la luz de la luna derramándose por doquier y en
los aromas de la noche espléndida, o en el rumor de la brisa en los árboles, todo lo cual
incrementaba la maravilla del elocuente silencio que me rodeaba.
¡Pero si era lord Ladlow! Lo había supuesto a miles de millas de allí, y resultaba que no, que
acababa de verlo caminar en dirección contraria a la de su casa, a la que, sin embargo, me dirigía de
vuelta… Yo, una especie de recluso en su mansión desolada… Y… ¿qué pasaba ahora? Oí el rumor
de unos arbustos, el sonido de mis pies quebrando unas ramas, y al momento me vi en lo más hondo
de la foresta. Quizá mis pensamientos habían hecho que me desviase del camino, pues lo cierto fue
que me había adentrado en la plantación. Por unos instantes me sentí perdido, desorientado; estaba
claro que no conocía bien el camino, y por ello debí de haber procedido con más cautela, sin
entretenerme en otros pensamientos que no fuesen los de no perderme. El caso fue que conseguí salir
de allí, al cabo, y retomar el camino, sin ser víctima de ningún cazador oculto en la maleza que me
hubiera confundido con un pato.
Cuando al fin entré en la casa, los haces de la luz de la luna penetraban por los ventanales
iluminando extraordinariamente el gran vestíbulo. Pude ver así, en toda su perfección, cada una de
las estatuas que representaban a hombres con armadura, cada cuadrado blanco y negro de mármol en
el suelo, incluso cada una de las piezas de aquellas armaduras… Todo me parecía un sueño; y, en
efecto, como realmente me sentía cansado y con sueño por satisfacer, decidí que ya no era el
momento ni de encender la chimenea ni de comer algo, ni de preocuparme más por la puerta abierta,
hasta la mañana siguiente. Lo mejor sería que durmiese.
Con tal intención saqué algunas cosas de mi pequeña maleta y me dirigí a una de las habitaciones
de la primera planta, que ya había escogido por ser pequeña y confortable. Eso sí, cuando me eché en
la cama lo hice abrazado a mi rifle.
Pero de inmediato me percaté de que el lecho estaba frío. Toqué entonces el suelo y vi que
también estaba frío.
Nunca había sentido un estremecimiento tan delicioso como el que experimenté entonces. Tenía
que vérmelas con la carne y la sangre, y lo haría. Que el cielo me protegiese.
El día siguiente fue luminoso. Desperté con las alondras, me aseé, me vestí, desayuné y eché un
nuevo vistazo a la casa antes de que el cartero llegase con la correspondencia.
Tenía tres cartas, una de Mr. Carrison, otra de Patty, y una más de mi tío. Di media corona al
cartero, de tan feliz como me sentía al tener tanta correspondencia, y le dije que acaso mi presencia
en la casa le diese más trabajo del que esperaba.
—No importa, señor —me respondió con una sonrisa de gratitud—. Tengo que pasar por aquí
todas las mañanas para ir hasta la casa de la dama.
—¿Y de qué dama se trata? —pregunté.
—De la viuda lady Ladlow —me respondió—. La esposa del difunto lord Ladlow.
—¿Y dónde vive? —insistí, confundido.
—Para llegar a su casa tiene usted que atravesar los lechos de arbustos y la pequeña catarata;
luego, a un cuarto de milla del brazo del río, encontrará la casa.
Se fue, no sin antes avisarme de que sólo hacía una entrega diaria de correspondencia, y me fui al
cuarto en el que había desayunado para leer las cartas.
Primero abrí la de Mr. Carrison. Lo más importante: «No repare en gastos. Si necesita más
dinero, telegrafíe», decía.
Después abrí la carta de mi tío. Me pedía que regresara a Londres. Siempre me había tenido por
un descerebrado, pero mostraba un gran interés por mí, y prometía ayudarme en todo cuanto le fuera
posible si de una vez por todas me decidía a sentar cabeza y a trabajar de veras. Por último abrí la
carta de Patty. ¡Que Dios te bendiga, Patty! Por una mujer como ella, y sólo por ella, tenía que
resultar triunfante en la batalla, surcar con mi barco los mares más procelosos, resistir cualesquiera
tentaciones, amarla sobre todas las cosas… No puedo decir nada sobre su carta, salvo que me insufló
aún más fuerza para seguir adelante, para culminar adecuadamente mi tarea.
Me pasé la mañana observando la puerta. La miré tanto desde dentro de mi habitación como
desde fuera. Y la miraba con gran suspicacia, como retándola. Busqué una y otra causa por la que
pudiera abrirse sola, y sólo llegué a la conclusión de que únicamente se abría cuando dejaba de
mirarla. Bastaba con que le diese la espalda para alejarme un poco, y se abría.
No podía hacer más, no podía probar a cerrarla con llave, por la mera razón de que aquella
puerta, justo aquella puerta, no tenía llave en la cerradura. Bien, debo confesar que hacia las dos de
la tarde ya estaba aburrido y desconcertado.
A esa hora, sin embargo, tuve visita. Nada menos que el propio lord Ladlow en persona. Quise
llevar su caballo a los establos, pero no me lo permitió.
—No es preciso —me dijo—; mejor, demos un paseo y conversemos… Quiero hablar con usted.
Caminamos un largo rato; mientras lo hacía, tuve la sensación de que en la compañía de un
caballero tan noble bien podría atravesar las aguas y el fuego sin sentirlos.
—Lo supongo a usted al tanto de los rumores y habladurías que corren por ahí —me dijo—. Le
aseguro que cuando Mr. Carrison alquiló la casa yo no tenía la menor noticia de esa puerta.
—¿De veras, señor? Perdón, quise decir Señoría…
Sonrió.
—No se preocupe por el tratamiento que darme —dijo—. Al fin y al cabo, le aseguro que mi
título no es nada, no lleva consigo una aportación de dinero… Tráteme, pues, como lo haría con un
amigo. Bien, en cuanto a lo que hablábamos, tenga por cierto que no hay ni una sola historia de
fantasmas relacionada con esta casa, ni con esta finca. Si la hubiese, le aseguro que nunca hubiera
puesto la casa en alquiler, hubiera dejado que se pudriese.
Como no sabía muy bien qué decir, permanecí en silencio.
—Pero, dígame… ¿cómo es que ha llegado usted aquí? —me preguntó.
Se lo conté. Pasada la sorpresa inicial, la verdad es que Su Señoría no era muy distinto de
cualquier hombre. Además, incluso un emperador se hubiera mostrado tan próximo y afable como
lord Ladlow, en una mañana así de radiante como aquélla, y paseando por tan espléndida finca.
Aunque, claro, mi madre siempre dice que hago el mayor desprecio de todo cuanto es digno de
veneración.
Le conté toda la historia, desde el comienzo; yo diría, incluso, que desde el comienzo del
comienzo. Desde las primeras palabras de Parton a propósito del par de soberanos, hasta la
conversación con mi tío en presencia de Mr. Carrison. No obstante, me mostré más reticente a
propósito de lo que había sucedido desde mi llegada a la casa desde Londres. Al fin y al cabo, era su
casa; una casa en la que al parecer le resultaba imposible vivir a la gente normal. Y al fin y al cabo,
en tanto la casa era su casa, también lo era la puerta abierta. Aunque, claro está, me pareció que era
precisamente de eso de lo que deseaba que le hablase.
Y me preguntó por ello, naturalmente. ¿Qué había visto? ¿Qué pensaba yo de todo aquello? Le
dije, con la mayor honradez posible, que realmente no tenía nada que decir, pues no sabía qué
decir… La puerta, eso era evidente, no se quedaba cerrada; y no parecía haber fuerza humana capaz
de conseguir que lo hiciera. Pero, por otra parte, y como es sabido, los fantasmas no juegan con
fuego, y era más que posible que el hecho de tener siempre a mi lado el rifle disuadiría a cualquiera,
incluso a un fantasma.
Su Señoría me escuchaba atentamente.
—Usted no tiene miedo, ¿verdad? —me dijo al fin.
—No, al menos de momento —respondí—. La puerta hizo de las suyas anoche, pero me sentía
tranquilo. Estoy seguro de que asusta más una bala que una puerta abierta.
Se hizo un largo silencio, al cabo del cual, puede que más allá de un minuto, dijo Su Señoría:
—Lo que sostiene la gente a propósito de esa puerta abierta es lo que sigue: que como en esa
habitación murió asesinado mi tío, lord Ladlow, la puerta seguirá abierta hasta que sea descubierto el
asesino.
—¡Un crimen! —exclamé sorprendido, pues hasta entonces no había querido pensar realmente en
esa posibilidad, era algo que me hacía sentir realmente incómodo.
—Sí; estaba tranquilamente sentado en esa habitación cuando lo mataron… Pero no se sabe quién
lo hizo. Hubo quien llegó a creer que lo había matado yo mismo. Es más, todavía hay quien sostiene
esa opinión.
—Pero está claro que usted no lo hizo, señor… No hay ni un viso de realidad en esa historia.
Se detuvo, me puso una mano en el hombro y me dijo:
—No, amigo mío, claro que no. Yo quería de verdad a mi viejo tío. Incluso cuando me desheredó
por las intrigas de su joven esposa, le seguí queriendo; aquello me entristeció, como es lógico, pero
nada más, no me indispuso contra él. Más adelante, cuando me llamó precisamente para decirme que
al fin lo había comprendido todo, y que estaba dispuesto a reparar el error cometido, le dije que
prefería que nombrase heredera única a su joven esposa, para que así la gente no pudiese ir diciendo
por ahí que no confiaba en ella, que no le había hecho feliz… Mi tío me dio las gracias por el
consejo y me dijo que yo era un buen hombre, emplazándome para seguir hablando de todo aquello al
día siguiente.
»Antes del amanecer —todo esto ocurrió hace dos años, en verano—, un grito desgarrador
despertó a la servidumbre de la casa… Fue el grito mortal que exhaló mi pobre tío. Lo degollaron
mientras escribía una carta para mí. Luego se supo, a través de sus representantes, que me había
nombrado heredero único de toda su fortuna, que era enorme… Mi tío era inmensamente rico. Pero
su joven esposa, una mujer vengativa, no paró en mientes a la hora de recurrir cuantas disposiciones
legales hubiera, así como no cejó tampoco en su afán de hacerme pasar a ojos de todo el mundo por
el culpable de la muerte de su esposo. Aunque la carta que escribía mi tío dejaba las cosas claras,
ella insistió en que yo le había asesinado mientras escribía. Felizmente, sin embargo, el juez
instructor y el forense vieron que no había caso, sino una clara animadversión de la viuda contra mí,
toda vez que en las pocas líneas de la carta que podían leerse, pues estaba casi por completo tinta en
sangre, mi tío exponía las razones por las que decidía nombrarme heredero único, unas razones que
tenían mucho que ver con la defensa de su propio honor mancillado. También hablaba en su carta de
la existencia de unos papeles en los que daba cuenta pormenorizada de sus razones, las que
motivaron el cambio de sus últimas voluntades, pero nunca han podido hallarse dichos papeles. Y
como eran precisos para justificar el cambio en su testamento, su esposa logró salir finalmente
victoriosa de la batalla legal librada contra mí. A mi pesar, no obstante, me vi obligado a recurrir, en
aras de la defensa de mi buen nombre, y aún sigue el pleito legal entablado con ella, algo que, mucho
me temo, está lejos de resolverse. Por lo demás, sepa usted que con la pérdida de mi buen nombre
perdí igualmente la salud, a lo que hay que añadir también una pérdida de ingresos que me obligó a
partir de aquí durante un tiempo… En esas estaba cuando Mr. Carrison alquiló la casa, que puse en
manos de la firma para la que usted ha trabajado… Pero nunca había tenido noticia de esa puerta
abierta… Mi representante me contó que, en efecto, Mr. Carrison no se hizo a vivir en la casa, como
consecuencia de la turbación que la puerta abierta le producía… Creo que tendría que hablar con él,
o con sus representantes, para intentar solucionar todo esto… Pero también le digo que su presencia
en este asunto, joven amigo, me parece fundamental, pues es de capital importancia resolver este
enigma… Le aseguro que admiro su valor, amigo mío. Y créame que soy pobre como para prometer
ahora mismo recompensas, pero desde este mismo momento tiene usted mi mayor gratitud.
—Señor —comencé a decir con el corazón en la mano—, la verdad es que no busco
recompensas, a pesar de todo… Lo que en realidad quiero es demostrar al padre de Patty que valgo
para algo.
—¿Quién es Patty? —me preguntó lord Ladlow.
No hizo falta que se lo dijera, lo leyó en la expresión de mi cara.
—¿Querría tener un buen perro que lo acompañe aquí durante su estancia? —me preguntó tras
una pausa.
—No, muchas gracias —respondí tras dudar unos instantes—. Prefiero hacer esa caza yo solo.
Pero cuando decía estas palabras recordaba aquella sensación que había tenido al perderme en el
camino de regreso desde la estafeta, y le dije que me pareció percibir algo extraño la noche anterior.
—Furtivos —dijo—, seguro que eran furtivos.
Pero yo negué con la cabeza.
—No, ahora que lo recuerdo todo con más claridad —dije—, creo que era una mujer… O acaso
un perro… Me sentí acechado.
Poco después nos despedimos y me metí en la casa. No salí de allí en todo lo que restó del día.
Ni siquiera para dar un paseo sin alejarme mucho, ni para ir a los establos. Me concentré todo el
tiempo, única y exclusivamente, en la puerta.
La cerré cien veces, y las cien con idéntico resultado. En cuanto me daba la vuelta, se abría.
Siempre lo mismo. Mientras la miraba, nada, seguía perfectamente cerrada; pero en cuanto me
volvía… otra vez abierta.
Hacia las cuatro de la tarde tuve otra visita. Acudió a verme la hija de lord Ladlow, la honorable
Beatrice, montada en su bonito caballo blanco.
Era una hermosa muchacha de unos quince años, que mostraba la más dulce y espléndida sonrisa
que pudiera verse.
—Papá me ha dicho que venga a traerle esto; no confiaba en ningún otro mensajero que no fuese
yo —dijo entregándome un papel doblado.
Leí lo siguiente: «Mantenga bajo llave sus provisiones; no encargue a nadie que se las compre,
hágalo usted mismo. Y beba sólo el agua que obtenga del caño de la pila de los establos… Me
ausentaré brevemente de mi casa, pero si necesita algo no dude en pedírselo a mi hija».
—¿Alguna pregunta? —me dijo ella mientras palmeaba el cuello de su caballo.
—Diga a Su Señoría, por favor, que sabré mantener la pólvora seca —respondí.
—¿Sabe? Papá está muy contento de que haya venido usted —dijo sin dejar de acariciar y
palmear el cuello de su caballo, que me pareció por ello, en verdad, un ser de lo más afortunado.
—Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir que su padre siga siendo feliz, Miss… —y
dudé, pues no sabía su nombre.
—Llámeme Beatrice —me dijo con una gracia absolutamente arrebatadora—. Papá me ha dicho
que seré presentada a Patty muy pronto —y antes de que pudiera recuperarme de la sorpresa, hizo
darse la vuelta al caballo y comenzó a alejarse.
—¡Espere, por favor! —grité—. ¿Puede hacerme un favor?
—¿Sí? —dijo ella volviendo de nuevo la grupa de su caballo para dirigirse hacia la casa.
—Déjeme su caballo un segundo.
Desmontó antes de que pudiera prestarle mi ayuda, sujetándose el vestido con una mano tan
grácilmente como lo hacía todo, mientras con la otra llevaba de la brida al caballo, dócil como un
cordero.
Tomé la brida —siempre me han encantado los caballos—, acaricié la cabeza y las orejas del
noble bruto y dejé que me pasara los belfos por la mano.
Miss Beatrice es en el presente madre y esposa feliz; a veces la veo. Hace unas noches, sin ir
más lejos, me llevó al invernadero y me dijo:
—¿Se acuerda usted de Toddy, Mr. Edlyd?
—¡Claro que sí! ¿Cómo podría olvidarlo?
—Ha muerto… Mr. Edlyd, no sabe usted cuánto le amaba —me dijo con sus lindos ojos llenos de
lágrimas.
Bien, pues aquel día llevé de la brida a Toddy hasta la tercera ventana de la derecha de la
fachada de la casa. Era una criatura dócil y luego me dejó subir a su silla tranquilamente, para así ver
yo desde su altura, con mayor amplitud, la habitación, la única habitación de Ladlow Hall en la que
no había conseguido entrar.
No había muebles, no había nada, en realidad; ni una mesa, ni una silla, ni un cuadro en las
paredes, ni una figurita en la repisa de la chimenea.
—En esa habitación dormía el mayordomo de mi tío abuelo —dijo Miss Beatrice—. Fue el
primero en acudir cuando lo asesinaron.
—¿Y dónde está ahora el mayordomo? —pregunté.
—Murió. La impresión lo mató. Amaba a su señor más que a sí mismo.
Cuando hube visto todo lo que quería ver, desmonté del caballo, que entregué luego a Miss
Beatrice, ayudándola entonces a montar. Se fue agitando levemente la mano para decirme adiós, y yo
me quedé en la casa solitaria decidido a resolver el misterio de una vez por todas. O lo resolvía, o
moriría en el empeño.
Bien, no puedo explicarlo convenientemente, pero aquella noche, antes de acostarme, tomé un
berbiquí que había encontrado en los establos y me dirigí a la puerta, diciéndole mientras ponía la
herramienta en el suelo, hincada en la madera para evitar que se cerrase:
—Vas a quedarte abierta toda la noche.
Pero cuando me levanté a la mañana siguiente, la puerta estaba cerrada, y el berbiquí, roto por la
mitad, tirado en el suelo.
Me llevé la mano a la frente, no sin cierta desesperación, y comprobé que comenzaba a sudar…
Ya no se me ocurría qué más hacer. Salí a tomar el aire, a despejarme unos minutos, y cuando entré
de nuevo en el vestíbulo vi que la puerta estaba completamente abierta otra vez.
Cansaría a mis lectores si expusiera aquí todo lo que hice y pensé los días y las noches que
siguieron. Sólo puedo decir que aquella experiencia cambió mi vida. La soledad, el misterio, la
solemnidad del trance, incluso, provocaron en mí un efecto que aún no comprendo en toda su
amplitud, pero del que tampoco puedo desprenderme ni lamento.
He dudado mucho acerca de si contaba o no el final de la historia, pero al fin me he decidido a
hacerlo.
Una vez convencido de que no había fuerza humana capaz de mantener la puerta abierta, o
cerrada, según el caso, según cómo la dejara yo, me dio por pensar que a buen seguro había alguien
en la casa, alguien perfectamente vivo que anduviese por allí oculto de tal manera, y al acecho
siempre de mis movimientos, que aún no había descubierto yo. Habría sido conveniente, por ello,
que en vez de una persona vigilando, yo solo, hubiese dos, para cubrir más flancos de la casa y
hacernos los relevos convenientes; así, a buen seguro hubiésemos visto una huella en el polvo del
suelo, nos hubiéramos percatado del cambio de lugar de una silla, cualquier cosa… Más aún, justo
cuando me asaltó el temor de que hubiese en la casa alguien vivo, y escondido, comprobé que mis
cosas estaban revueltas; la ropa había sido manoseada por alguien, mis papeles estaban
desordenados… Ya no me cupo duda de que, si no moraba alguien oculto en la casa, sí estaba claro
que alguien entraba allí cuando iba a la estafeta para despachar la correspondencia, o cuando me
ausentaba al menos unos minutos para airearme. Tenía, pues, que saber más cosas. Cuando regresara
lord Ladlow le pediría detalles concretos de la muerte de su tío; y ya me disponía a escribir a Mr.
Carrison para pedirle permiso y echar abajo la puerta de la habitación del mayordomo, cuando una
mañana, a hora muy temprana, encontré una horquilla en el suelo.
¡Qué idiota había sido! Estaba claro que si quería resolver el misterio tenía que entrar como
fuese justo en la única habitación en la que aún no había podido hacerlo. La puerta maldita no podría
abrirse y cerrarse por sí misma, salvo que hubiera alguien que lo hiciese, que entrara y saliera de esa
habitación para esconderse de mí, y allí tenía la prueba. Una horquilla tampoco entra en una casa por
sí misma, sin que nadie la lleve en su cabello.
Resolví hacer lo mismo de todos los días. Iría a la estafeta como siempre, y regresaría a la hora
habitual para vigilar. Estaba en el umbral de un descubrimiento; pasaban los días, y aquella noche
tenía que ser crucial.
Era una mañana estupenda; el tiempo había sido espléndido durante toda la semana, y la brisa era
suave, y el sol delicioso. Cuando salí del vestíbulo vi que en el último peldaño de la puerta de la
casa había un cesto con flores y frutas.
Mr. Carrison había despedido a los jardineros que se ocupaban de Ladlow Hall, al menos hasta
que acabase el verano y pudiera habitar la casa, así que era de lo más extraño que alguien quisiera
regalarme con aquello. Por aquel tiempo comía bastante fruta y, mientras echaba un vistazo a una
carta dirigida a mí, seleccioné un melocotón tentador y me lo comí acaso con excesiva glotonería.
Ya casi me había comido el último bocado cuando recordé el aviso dado por lord Ladlow… El
melocotón tenía un sabor extraordinario, pero raro; en cualquier caso, satisfizo mi paladar. Y por un
momento, todo, los árboles, el cielo, el campo, el jardín, todo pareció dar vueltas sobre mí. Eso me
puso en alerta.
Olí el resto de la fruta que había en el cesto, y todas las piezas exhalaban un aroma exquisito;
metí varias en mis bolsillos y eché a caminar hasta el camino, para tomar un coche de caballos que
solía pasar por allí más o menos a esa hora, con la intención de ir a que me viese el médico.
—Menos mal que no ha comido usted más piezas de fruta —me dijo el médico después de darme
un bebedizo y algunas medicinas para que me llevara, recomendándome que tomase mucho el aire
hasta que me sintiese bien del todo—. Me quedaré con esas frutas que trae para examinarlas, y lo
veré de nuevo mañana.
Ninguno de los dos sabía cuántas veces más habríamos de vernos en adelante.
Regresaba ya a Ladlow Hall, cuando el cartero me dio tres cartas, que no leí hasta haber llegado
y sentarme a la sombra de un árbol con un poco de pan y leche a mi lado.
La correspondencia, suponía yo, no contendría nada interesante, como siempre. Las cartas de
Patty me resultaban deliciosas, pero no solían revelar nada sensacional; y en lo que a Mr. Carrison se
refiere, escribía cosas monótonas y muy aburridas, nada importante. En esta ocasión, sin embargo,
me sorprendió. Decía que lord Ladlow lo había ido a visitar a su despacho para decirle que había
decidido liberarle de sus obligaciones como inquilino de la casa, motivo por el que yo mismo
debería de abandonarla, pues ya no tenía sentido mi tarea. Me incluía en el sobre diez libras, y me
decía a la vez que buscaría la mejor solución posible para mis intereses. Finalizaba pidiéndome que
acudiera a verlo a su domicilio particular en cuanto estuviese de regreso en Londres.
«No creo que deba regresar aún —me dije mientras metía de nuevo la carta en el sobre, tras
guardarme las diez libras—; antes, además, tengo que saber quién me envió el cesto con la fruta, así
que, salvo si lord Ladlow en persona me echa de aquí, no me moveré hasta que lo haya descubierto».
Pero lord Ladlow no quería que me fuese. La tercera carta era suya.
«Volveré a casa mañana por la noche —decía—, y lo veré a usted el miércoles… He llegado a un
acuerdo satisfactorio con Mr. Carrison, y como tengo de nuevo todo el control sobre Ladlow Hall,
trataré de resolver por mí mismo el misterio de la casa. Si desea quedarse y ayudarme en dicho
empeño, le estaré muy agradecido e intentaré recompensarle de la mejor manera posible», había
escrito.
Me dije que estaría de guardia toda la noche, por ver si al día siguiente contaba con algo
señalado que decirle. Y entonces abrí la carta de Patty, que era, por supuesto, la carta más dulce y
adorable que cualquier cartero del mundo pudiera entregarme.
Si no hubiera sido por lo que me decía lord Ladlow, aquella noche me habría resultado imposible
mantenerme vigilante. La lectura de la carta de Patty me dejó lánguido, sumido en mis amorosos
sentimientos hacia ella. Además, estaba débil por los muchos días que llevaba allí, prácticamente
aislado del mundo, vigilante en todo momento, pasándome horas y horas mirando la puerta,
abriéndola o cerrándola según se diera la cosa, contando los pasos que daba antes de que se abriese
de nuevo, o se cerrara, una vez le volviera la espalda… Claro que todo aquello me había debilitado,
llevándome a un estado físico de pura delicuescencia. Pero no podía cejar en mi empeño, no podía
consentir en mi debilidad. Tenía que proseguir con mi tarea y, si me era posible, concluirla como era
debido. Pero… ¿por qué no me había decidido antes a entrar como fuese en aquella habitación sin
llave en la cerradura? ¿Acaso me había paralizado el miedo? Bueno, hasta en lo más valiente y
corajudo de nosotros mismos aletea de continuo un pálpito de miedo que arruina nuestro coraje.
Transcurrió el día, lento y tedioso. La tarde caía igual de lenta y tediosa, cerniéndose sombría
sobre Ladlow Hall. Aún habrían de pasar dos horas, sin embargo, hasta que brillase la luna. Todo
parecía en un suspenso mortal. En ningún otro momento me había parecido la casa tan silenciosa y
vacía.
Tomé una vela y me dirigí a la habitación donde dormía, como si me fuera a acostar ya; una vez
allí apagué la vela, entreabrí la puerta, me guardé la llave y volví a salir al vestíbulo, por el que
anduve en medio de la penumbra durante un buen rato, mirando de continuo hacia la puerta abierta.
Entonces sentí un escalofrío de miedo. Dejé de caminar y quedé a la escucha, todo yo en alerta. Pero
no se dejaba sentir ni el ruido más leve. Todos los ratones estaban metidos en sus agujeros. Conseguí
recuperarme de aquella impresión lo justo como para meterme de nuevo en mi cuarto. Había una
estantería vacía de libros, y junto a ésta una vieja silla, y ahí, entre la cama y la estantería, tomé
asiento para mirar a través de mi puerta entreabierta la puerta maldita.
Pasaron las horas… ¿Alguna vez fueron tan largas las horas? Comenzó a lucir la luna en el cielo,
colándose a través de la ventana de la habitación, pues había descorrido la pesada cortina. Seguía sin
dejarse sentir el más leve ruido, nada, ni el graznido de un ave nocturna. Tuve la sensación de que
todo yo era un manojo de nervios. Cada parte de mi cuerpo temblaba. Estaba en un estado realmente
agónico; el deseo de moverme, de salir de allí, me suponía una auténtica tortura. Al fin, un rayo de
luz en el cielo. Rompía la mañana. El cielo se había apiadado de mí. ¡Alabados sean los cielos!
Seguro que nadie había recibido un amanecer con tanta felicidad como yo entonces. Los pájaros
comenzaban a trinar, era su canto una música deliciosa. La mañana incipiente se debatía aún entre
dos luces y pronto el sol lo presidiría todo desde su mayor altura; y, sobre todo, se acababa mi
angustiosa vigilia nocturna. Pero seguía tan lejos de desvelar el misterio como lo había estado hasta
ese día. Pero… ¿qué era aquello? Otra vez… Tras horas y más horas de vigilia y alerta, tras horas y
más horas de espera, otra vez. Tras una noche tan larga, allí lo tenía de nuevo. Ocurrió de golpe, en
un instante.
La puerta, hasta entonces cerrada, de aquella habitación en cuya cerradura no había llave, la
puerta de la habitación en la que hasta entonces no había podido entrar yo, se abrió despacio, muy
lentamente, en completo silencio, apenas cuando me di la vuelta un momento para mirar a través de la
ventana. Y al mirar de nuevo hacia allí, hacia esa otra puerta maldita, vi a una mujer. Caminaba
lentamente por la habitación, y con la misma lentitud hizo girar la llave en la puerta del armario para
abrirlo; luego se puso a sacar cosas de allí, amontonándolas en el suelo, como si nada. Yo no me
movía; creo que apenas respiraba. Era evidente que no encontraba lo que quería, pues revolvió y
revolvió, sacándolo todo, y luego entre las cosas que había depositado en el suelo. Poco después, a
medida que la luz del día se iba haciendo más cierta, la pude contemplar mejor. La vi entonces de
rodillas en el suelo, rebuscando cada vez más afanosamente entre las cosas que había sacado del
armario. Era una mujer menuda y liviana, no una dama, más bien una criada, toda vestida de negro.
Pero ¿qué demonios querría? Y de golpe se me ocurrió algo: buscaría, sin duda, el testamento y la
carta. No había la menor duda.
Decidí salir de mi escondite. La tenía en mis manos. Pero se defendió como un gato rabioso,
mordiendo, arañando, chillando, contorneándose como si su cuerpo no tuviese huesos, hasta
desasirse de mí y huir hacia la puerta, por donde sin duda había llegado.
Pero si la dejaba salir, a buen seguro la perdería de vista, se ocultaría en cualquier parte, entre
los arbustos, en el bosque… Así que corrí como un poseso, hasta alcanzarla y echar mano a su
vestido negro. Esta vez conseguí someterla, aunque parecía tener la fuerza y la furia de veinte
demonios y se defendía como ninguna otra mujer hubiera podido hacerlo.
—No quiero matarte —le dije—, pero no me quedará otro remedio que hacerlo si no dejas de
revolverte.
—¡Bah! —gritó.
Y antes de que pudiera darme cuenta, me quitó el revólver que llevaba en el bolsillo y abrió
fuego contra mí.
Pero falló. La bala apenas me rozó una manga, por lo que pude reaccionar velozmente, cayendo
literalmente sobre ella. Cuando se trata de luchar por su vida, ningún hombre puede alejarse de su
propia ferocidad. Y yo era un hombre feroz en ese momento, un hombre que luchaba por su vida.
Blandió de nuevo el arma, pero la tenía tan fuertemente presa que no pudo apretar de nuevo el gatillo.
Pero me golpeó en la cara. Y me tiró del pelo. Y seguía revolviéndose, intentando huir, como una
serpiente. Mi único miedo era, en ese trance, que se me escapase. No sentía dolor, sólo estaba
horrorizado ante la posibilidad de no poder retenerla.
¿Cuánto tiempo más podría retenerla? Hizo un esfuerzo último desesperado y noté que se me
escapaba del agarre a que la tenía sometida; ella también se dio cuenta y tiró con más fuerza para
liberarse, al tiempo que abría fuego de nuevo ciegamente, a la desesperada. Y la perdí de nuevo.
Vi entonces una mirada de espanto en sus ojos, una fría expresión de miedo.
—¡Mírate! —gritó mientras me arrojaba el revólver, yéndose al instante.
Vi como en un relámpago aquella puerta abierta; creí ver en su umbral una figura que alzaba la
mano… Y ya no vi más. Estaba roto. Fue porque disparó un poco antes de arrojarme el revólver y
gritar, alcanzándome de lleno; de hecho, sentí como si un hierro caliente me entrara por el hombro y
puedo recordar ahora que intenté arrastrarme hasta mi habitación, pero sentí que perdía por completo
las fuerzas y el sentido mientras me deslizaba sobre el mármol del suelo del vestíbulo.
Cuando llegó el cartero aquella mañana, y al no salir yo a recibirlo, echó un vistazo a través de
una de las ventanas. Después corrió para pedir ayuda.
—¡Ha ocurrido una desgracia en la casa! —gritaba—. El joven caballero yace en el suelo, sobre
un charco de sangre.
Mientras llegaba la primera ayuda a la casa, ya se encaminaba también hacia ella lord Ladlow, y
el cartero, sin aliento, le contó lo que había visto.
—Romped una de las ventanas y entrad —dijo—, y que alguien vaya en busca del médico.
Me echaron en la cama de aquella terrible habitación, la del armario en el que había rebuscado
aquella mujer, y telegrafiaron a mi padre. Durante un largo espacio de tiempo me debatí entre la vida
y la muerte, pero logré recuperarme lo justo como para ser llevado a la casa de lord Ladlow, al otro
lado del valle.
Antes de eso, sin embargo, le conté todo lo que había sucedido, instándole a buscar de inmediato
los papeles que ratificarían el testamento.
—Destroce el armario si es preciso —le recomendé—; estoy seguro de que los papeles están ahí.
Y allí estaban, en efecto. Su Señoría siguió mi consejo y encontró aquellos papeles. Él quedó
libre de toda sospecha de culpa, pero la asesina logró huir. La viuda y su criada desaparecieron
aquella misma mañana en que yo me debatía entre la vida y la muerte, tirado en el vestíbulo de
Ladlow Hall. Nunca más se volvió a saber de ellas.
Mi señor no volvió a hablar de todo aquello.
Ahora, no en Meadowshire, pero sí en otro lugar igualmente encantador, tengo una granja a mi
cargo y entera disposición, en la que llevo una vida muy confortable.
Patty es la mejor esposa que jamás haya podido tener un hombre, y yo… bueno, soy feliz, aunque
con el paso de los años me he ido volviendo más juicioso… Pero sigue habiendo veces en las que
parece poseerme una dolorosa oscuridad, momentos en los que no me gusta que me dejen solo.
Clemence Housman
(1861 - 1955)

Desde la antigüedad, en Europa han existido numerosas y muy diversas historias en torno a la
leyenda del hombre-lobo, quizás la más conocida forma de zoantropía; es decir, del supuesto poder
de un hombre o una mujer de transformarse en animal. En su ya clásico tratado El libro de los
hombres-lobo. Información sobre una superstición terrible (The Book of Were-Wolves, 1865) —
publicado por Valdemar en el nº 54 de su Colección Gótica—, el reverendo Sabine Baring-Gould
(1834— 1924) aclara que la denominación específica de hombre-lobo, licántropo, proviene de los
vocablos griegos λύκος (lobo) y ανθρωπος (hombre), el cual, a su vez, tiene su origen en el mito de
Licaón, el rey de Arcadia. Según las distintas versiones de Platón (483-347 a. C.), Ovidio (43 a.
C.-17 d. C.) y Pausanias (Siglo II d. C.), Licaón, el monarca que civilizó Arcadia, instauró el culto a
Zeus Licio mediante banquetes rituales durante los cuales cada uno de sus participantes «comulgaba»
comiendo la carne cocinada de un ser humano sacrificado en honor a Zeus. Advertido de semejantes
atrocidades, Zeus se disfrazó de mendigo y viajó hasta Arcadia para verificarlas sobre el terreno.
Pero Licaón cometió la necedad de poner a prueba la omnisciencia del padre de los dioses,
ofreciéndole como alimento a uno de sus propios hijos, y Zeus, indignado por la arrogancia y la
brutalidad del mortal, lo transformó en lobo. Ovidio refiere con todo detalle la situación en que se
encontró el rey: su vestimenta le fue cambiada por pelo; sus extremidades se transformaron en patas;
no podía hablar; sus fauces se llenaron de espuma y sólo sentía sed de sangre mientras rabiaba entre
los rebaños de ovejas, dispuesto a matar.
No obstante, fueron las sagas escandinavas las que más han contribuido a perfilar el mito del
licántropo en el Viejo Continente. Por ejemplo, el destacado profesor en lenguas germánicas Claude
Lecoteaux —cf. Fées, sorcières et loup-garous (Editions Imago/Auzas Editeurs, 1988)— explica que
entre los antiguos pueblos del Norte existía una categoría de guerreros conocidos como Berseker y
Ulfhedhinn —«el que tiene piel de oso», «el que tiene piel de lobo»—, citados por primera vez por
Publio Cornelio Tácito (55-120 d. C.) en su obra Germania, cuya capacidad chamánica para
transformarse en fieras les preparaba para desarrollar una violencia inhumana en combate,
insensibles al dolor infligido por las armas enemigas. También el historiador danés Saxo
Grammaticus (1150-1220) recoge en su Historiae Danicae Libris XVI las leyendas sobre Berseks
presentes en las antiguas sagas Aigla y Vatnsdal. Por su parte, Montague Summers, en su libro The
Werewolf (1933) citaba varios textos latinos del siglo IX —Historia Brittonum, del monje galés
Nennio, latinización de Nynniaw—, los cuales se refieren a guerreros celtas capaces de «tomar a
voluntad la forma de un lobo de grandes dientes cortantes y que, a menudo, así metamorfoseados,
atacan a los pobres corderos sin defensa». Supersticiones que, ya en el siglo V antes de Cristo, el
cronista griego Herodoto de Halicarnaso (484 a. C.-425 a. C.) comentó en Los nueve libros de
Historia (Historiae, 444 a. C.), describiendo pormenorizadamente la extraña naturaleza del pueblo
bárbaro (euroasiático) de los neurianos: «Cada neuriano se transforma una vez al año en un lobo, y
continúa de esta manera por varios días al cabo de los cuales vuelve a su forma original».
Y es en el oscuro norte de Europa, en un lugar no especificado de Escandinavia, donde Clemence
Housman localiza su novelette (novela corta) titulada The Were-Wolf, publicada por entregas en la
revista inglesa Atalanta entre octubre de 1890 y septiembre de 1891, y más tarde recopilada en un
solo volumen por Lane, Way & Williams Publishers en 1896. El éxito de público fue inmediato, y el
paso del tiempo solamente ha conseguido aumentar su prestigio. Así pues, Montague Summers, en su
ensayo The Werewolf, califica la creación de Housman como «un exquisito poema en prosa narrado
con un sentimiento tan poco común como hermoso. Sin detalles atormentados, somos conducidos a
darnos total cuenta del terror de “esa cosa horrible que se halla entre nosotros…”» El merecido
elogio de Summers —uno de los mayores especialistas en literatura fantástica del mundo anglosajón
durante la primera mitad del siglo XX— nos recuerda que, sin duda, otra de las mejores novelas
jamás escritas sobre licantropía, Invaiders from the Dark (1925) —y que algunos en su momento
equipararon al Drácula de Bram Stoker—, es obra también de una mujer, Greye La Spina (1880-
1969), colaboradora habitual de la mítica revista estadounidense Weird Tales. Tanto La Spina como
Housman, con la praxis, desmontan la teoría machista por la cual las autoras de ficción fantástica
estarían capacitadas únicamente para abordar determinados temas (ghost story). A pesar de los
logros creativos de R. L. Stevenson, Frederick Marryat, Sutherland Menzies, Algernon Blackwood,
Peter Fleming, Tommaso Landolfi o Claude Seignolle, ambas escritoras supieron combinar los
elementos sórdidos y macabros del mito con sutiles e interesantes variaciones en torno a la idea del
doble que palpita bajo la licantropía, sobre la íntima relación entre el alter ego y la transformación
en una bestia sedienta de sangre.
Ambientada, como decíamos, en Escandinavia, The Were-Wolf describe la pugna física y moral
de dos hermanos gemelos, Sweyn —«de rasgos (…) tan perfectos como los de un joven dios»— y
Christian —«quien mostraba algunos detalles imperfectos (…) el trazado de su boca era demasiado
recto, los ojos quedaban demasiado hundidos y el contorno de la faz contenía menos curvas
generosas que en Sweyn»—, por culpa de una sensual mujer lobo a la que Sweyn desea poseer
ardientemente. Su hermano Christian, conocedor del terrible secreto, no dudará en hacer todo lo
posible por salvar a su gemelo del terrible destino que le aguarda. Clemence Housman, más allá de
su pasmosa facilidad para sugerir el horror, para articular una envolvente atmósfera féerique, utiliza
con tremenda habilidad la simbología oculta de los personajes. La mujer-lobo —que representa una
sexualidad desenfrenada, devoradora…— pone de relieve las tensiones internas del hombre —
presentes en la lucha de Sweyn y Christian— y el combate que éste debe librar para sobrellevarlas:
destrucción o sumisión de una parte a la otra, sacrificio de una mitad para que la otra pueda
sobrevivir. La narradora se descubre como una profunda conocedora de los mecanismos de los
cuentos de hadas, y no duda en ningún momento en aplicar sus mecanismos psicológicos, sus
artificios estilísticos, al universo del relato de horror.
Clemence Annie Housman era hermana del conocido dramaturgo inglés Laurence Housman
(1865-1959) —cf. Angels and Ministers (1921), Little Plays of St. Francis (1922) o Victoria
Regina (1934)—, activo pacifista cuyas ideas progresistas le llevaron a fundar la Men’s League for
Women’s Suffrage al lado de sus amigos, los periodistas de izquierdas Henry Nevinson (1856-1941)
y Henry Brailsford (1873-1958). Estaba muy unida a su hermano, con quien se trasladó a vivir a
Londres en 1883, cuando ambos empezaron a cursar estudios de bellas artes en Kennington School of
Arts and Crafts y en la Miller’s Lane School. Finalizados sus estudios, Clemence alcanzó una notable
reputación por la sensibilidad y depurada técnica de sus grabados, especialmente cuando ilustraba
cuentos de hadas o narraciones mitológicas. Ello explicaría su escasa producción literaria, que se
reduce a tres novelas. Aparte de la mencionada The Were-Wolf, está The Unknown Sea (1899), cuyo
evocador y tortuoso paisaje de abruptos arrecifes y salvajes mareas, al sur de Inglaterra, acoge el
duelo entre Christian, un hombre-lobo que pugna por recuperar su alma y una bruja que intenta
esclavizarlo. Los elementos sobrenaturales se entretejen astutamente con los detalles de las vidas de
los pescadores y una atmósfera decadente digna del poeta Algernon Charles Swinburne (1837-1909),
a quien Clemence admiraba. Y, por último, La vida de Sir Aglovale de Gatis (The Life of Sir
Aglovale de Gaul, 1905), relato caballeresco de inspiración artúrica, tanto en el contenido como en
la forma —el argumento gira, básicamente, en torno al extraño enfrentamiento físico y espiritual que
mantienen un rey y su hermanastro—, inspiración debida, tal vez, a la bienintencionada influencia de
Laurence Housman, quien solía tener a sir Thomas Malory (1405-1471), autor de La muerte de
Arturo (Le Morte d’Arthur, 1485), como modelo para sus poemas.
Actualmente, a Clemence Housman se la recuerda más por su actividad política que por sus obras
—a pesar de las continuas reediciones de The Were-Wolf—. Socialista como su hermano, fue una
activa feminista que fundó en 1909, junto a Laurence, la An Arts and Crafts Society Working for the
Enfranchisement of Women, a fin de fomentar sin restricciones la formación artística entre las
mujeres. Defendió con virulencia el voto femenino y la participación de la mujer en la vida política
del país. Por esta causa militó en la NUWSS (National Union of Womens Suffrage Societies) como
promotora de la Election Fighting Fund (EFF). Sus incendiarios panfletos contra el primer ministro
conservador Herbert Asquith (1852-1928) —opuesto al sufragio universal—, y su pertenencia al
Women’s Tax Resistance League, movimiento de resistencia civil creado por Tora Montefiore en
1897, y que invitaba a todas las mujeres de Gran Bretaña a no pagar impuestos —«sin representación
no hay impuestos», escribió Clemence—, la condenaron a pasar varias semanas en la cárcel. Pero no
se amedrentó: la novelista continuó defendiendo sus ideas hasta que en 1928 la Cámara de los
Comunes aprobó el sufragio para todos los ciudadanos británicos mayores de 21 años, ya fuesen
hombres o mujeres.
LA MUJER LOBO
El gran salón de la granja estaba iluminado por la luz del fuego, y había ruido por la risa, la
charla y los que estaban trabajando. Ninguno podía estar ocioso excepto los muy jóvenes y los muy
ancianos: el pequeño Rol, que abrazaba a un cachorrillo, y la anciana Trella, cuya mano temblorosa
manejaba torpemente su labor. La noche había caído, y los sirvientes de la granja, que habían
regresado de su trabajo en el exterior, se habían reunido en el amplio salón, donde había espacio
para una docena o más de trabajadores. Varios de los hombres estaban ocupados tallando, y a ésos se
les cedía el mejor lugar y la mejor luz; otros hacían o reparaban equipos de pesca y arneses, y una
gran red ocupaba tres pares de manos. De las mujeres, la mayoría estaban escogiendo y mezclando
plumas de pato y cortando paja. Había telares, aunque no se estaban usando en ese momento, pero
tres ruedas chirriaban simultáneamente, y la mejor y más rápida hebra de las tres corría entre los
dedos de la dueña. Cerca de ella había algunos niños, también ocupados, trenzando mechas para
velas y lámparas. Cada grupo de trabajadores tenía una lámpara en el centro, y aquellos que estaban
más lejos del fuego recibían calor de dos braseros llenos de brillantes ascuas de madera, recogidas
de vez en cuando de la generosa chimenea. Pero el parpadeo del gran fuego llegaba hasta los
rincones más lejanos, y prevalecía por encima de los límites de las luces, más débiles.
El pequeño Rol se cansó del cachorrillo, lo soltó sin contemplaciones y avanzó hacia Tyr, el
viejo perro lobo, que disfrutaba dormitando, gimiendo y retorciéndose en sus sueños de cazador. Rol
se tumbó al lado de Tyr, con sus jóvenes brazos alrededor del cuello peludo, y sus rizos junto a la
negra mandíbula. Tyr dio un lametón indiferente, y se estiró con un suspiro soñoliento. Rol gruñó, se
giró y lo empujó con intención, pero sólo consiguió del viejo perro una plácida tolerancia y un guiño
medio despierto. «¡Pues toma esto!», dijo Rol, indignado porque el perro ignoraba sus avances, y
lanzó al cachorrillo contra el que dignamente lo desdeñaba como compañero de juegos. El perro no
se dio por aludido, y el niño se fue a buscar su diversión a otra parte.
Las cestas de blancas plumas de pato le llamaron la atención desde un rincón lejano. Se deslizó
bajo la mesa y se arrastró a cuatro patas, pues la ordinaria costumbre de cruzar una sala sobre sus
pies no le atraía. Cuando estuvo cerca de las mujeres se quedó quieto un momento observando, con
los codos en el suelo y la barbilla en las palmas de las manos. Una de las mujeres que le veía asintió
y sonrió, y enseguida él se arrastró tras sus faldas y pasó, apenas observado, de una a otra, hasta que
encontró la oportunidad de hacerse con un gran puñado de plumas. Con ellas atravesó la sala, otra
vez bajo la mesa, y salió cerca de las tejedoras. Se hizo un ovillo a los pies de la más joven,
protegido de la vista de los otros por sus rodillas, y la desarmó mostrándole en secreto su puñado de
plumas con una sonrisa cómplice. Un dudoso asentimiento lo satisfizo, e inmediatamente empezó con
el juego que había pensado. Cogió uno de los blancos plumones y suavemente lo soltó de entre sus
dedos cerca de la rueca que giraba. El aire provocado por el rápido movimiento lo atrapó,
haciéndolo girar y girar en círculos cada vez más amplios, hasta que se quedó flotando como una
polilla blanca muy lenta. Uno detrás de otro, los plumones giraban como un animalillo emplumado
atrapado en una tela de araña, y al fin flotaban. Rápidamente, se le acabó el puñado.
Rol se estiró para observar la sala y contemplar la posibilidad de otro viaje bajo la mesa. Su
hombro, adelantado, chocó un instante contra la rueca y se apartó deprisa. La rueca salió volando con
un tirón, y la hebra se partió. «¡Rol, malo!», dijo la muchacha. La rueca más rápida también se paró,
y la dueña, la tía de Rol, se inclinó hacia delante y, viendo la rizada cabeza, le advirtió que no
hiciese trastadas, y lo envió al rincón de la vieja Trella.
Rol obedeció y, tras un discreto periodo de obediencia, de nuevo se deslizó furtivamente a lo
largo de toda la sala lo más lejos de la vista de su tía. Mientras se escurría entre los hombres, ellos
se cuidaron de que sus herramientas estuvieran lo más lejos posible del alcance de Rol y cerca de
ellos. Sin embargo, no tardó en hacerse con un formón y a despuntarlo contra la pata de la mesa. Las
fuertes objeciones del tallador a esta actividad desconcertaron a Rol, quien después de aquello pasó
cinco minutos escondido bajo la mesa.
Durante su encierro contempló los muchos pares de piernas que lo rodeaban, y que casi tapaban
la luz del fuego. Qué raras eran algunas de las piernas: unas eran curvadas donde deberían ser rectas,
otras eran rectas donde debían ser curvadas y, como Rol se dijo a sí mismo: «todas parecían
atornilladas de manera distinta». Algunos las habían recogido modestamente bajo el banco, otros las
habían estirado bajo la mesa, entrometiéndose en el dominio de Rol. Estiró sus piernecitas y las
observó críticamente y, tras compararlas, favorablemente. ¿Por qué no estaban todas las piernas
hechas como las suyas, o como las suyas?
Las piernas que merecían la aprobación de Rol estaban un poco apartadas del resto. Se arrastró
enfrente de ellas y volvió a comparar. Su expresión se volvió bastante solemne cuando pensó en los
innumerables días que le faltaban a sus piernas para hacerse tan largas y fuertes. Esperaba que fueran
justo como ésas, sus modelos, tan rectas en el hueso, tan curvadas en el músculo.
Unos momentos después Sweyn, el de las largas piernas, sintió una manita que le acariciaba el
pie y, al mirar abajo, se encontró con la mirada vuelta hacia arriba de su primo Rol. Tumbado,
todavía dando palmaditas y acariciando el pie del joven, el niño estuvo callado y contento un buen
rato. Observaba el ir y venir de las fuertes y hábiles manos, y el movimiento de las brillantes
herramientas. De vez en cuando, diminutas astillas, sopladas por Sweyn, le caían sobre la cara. Al
fin se levantó, muy despacio, no fuera a ser que un empujón acabase con la paciencia del tallador, y
cruzando sus propias piernas alrededor del tobillo de Sweyn, agarrándose también con sus manos,
apoyó la cabeza en su rodilla. Tal acto es evidencia de la más maravillosa adoración al héroe de un
niño. Bien contento estaba Rol, y más aún cuando Sweyn se detuvo un minuto a bromear, y le dio
palmaditas en la cabeza y le tiró de los rizos. Permaneció quieto, hasta donde le es posible a
miembros jóvenes como los suyos. Sweyn olvidó que estaba cerca, apenas notó cuando le soltó
suavemente la pierna y no se dio ni cuenta del sigiloso hurto de una de sus herramientas.
Diez minutos después se oyó un aullido de lamento proveniente del suelo, con toda la fuerza de
los saludables pulmones de Rol, pues se había hecho un corte, y la abundante sangre lo aterró.
Entonces llegaron las caricias y los consuelos, la limpieza y el vendaje y una pizca de reprimenda,
hasta que el grito se ahogó en sollozos ocasionales, y el niño, cubierto de lágrimas y calmado, fue
devuelto al rincón de la chimenea, donde cabeceaba Trella.
En la reacción tras el dolor y el miedo, Rol descubrió que el silencio del rincón iluminado por el
fuego le agradaba. Tyr ya no lo desdeñaba, sino que, animado por los sollozos, mostraba toda la
preocupación y simpatía que puede mostrar un perro a fuerza de lamer y mirar con atención. Sobre el
ánimo de Rol pesaba también una cierta vergüenza. Deseaba no haber llorado tanto. Recordaba que
una vez Sweyn había regresado a casa con un brazo desencajado del hombro y un oso muerto, y cómo
no se había quejado ni dicho una palabra aunque los labios se le volvían blancos por el dolor. El
pobrecillo Rol volvió a sollozar esta vez a cuenta de su carencia de valor.
La luz y el movimiento del gran fuego comenzaron a contarle al niño extrañas historias, y el
viento en la chimenea de vez en cuando daba una nota que las corroboraba. La negra boca de la
chimenea, sobre el hogar, engullía, como en un misterioso remolino, espesas columnas de humo y
brillantes chispas ascendentes. Y más allá, en la oscuridad, había murmullos y gemidos, así que a
veces el humo se echaba atrás por el pánico y se giraba y subía hacia el tejado, donde se deshacía
hasta ser invisible entre las tejas. Y entonces el viento se lanzaba contra su presa perdida, y soplaba
alrededor de la casa, aullando y chocando contra puertas y ventanas.
En una pausa tras una de esas corrientes, Rol levantó la cabeza sorprendido y escachó. También
se había detenido el babel de la conversación y así podía oírse inconfundiblemente un sonido al otro
lado de la puerta: el sonido de una voz infantil, unas manos infantiles: «¡Abran, abran, déjenme
entrar!», dijo la vocecita desde abajo, más abajo del pomo, y el pestillo se movió como si un niño de
puntillas intentase alcanzarlo y hubiera dado golpecitos. Uno situado cerca de la puerta se levantó y
la abrió. «Aquí no hay nadie», dijo. Tyr levantó la cabeza y dejó salir un aullido alto, prolongado y
de lo más sombrío.
Sweyn, incapaz de creer que sus oídos le habían engañado, se levantó y se dirigió hacia la puerta.
Era una noche oscura, las nubes estaban cargadas de nieve que había caído irregularmente cuando el
viento se detuvo. Había nieve sin pisar hasta el porche, no había rastro de ningún ser humano. Sweyn
miró por todas partes, y sólo vio cielo oscuro, nieve sin pisar y una hilera de abetos en la cresta de
una colina meciéndose en el viento. «Ha debido de ser el viento», dijo, y cerró la puerta.
Muchos rostros parecían asustados. El sonido de la voz de un niño había sido tan nítido, y las
palabras: «¡Abran, abran, déjenme entrar!» El viento podía hacer crujir la madera, o mover el
pestillo, pero no podía hablar con la voz de un niño, ni llamar a la puerta con los golpes suaves que
daría un puño regordete. Y el extraño e inusual aullido del perro lobo era una profecía que temer,
fuese lo que fuese lo otro. Unos y otros dijeron cosas extrañas, hasta que la reprimenda de la dueña
los ahogó hasta convertirlos en susurros intermitentes. Durante unos momentos hubo inquietud,
reserva y silencio, luego el miedo helado fue deshaciéndose, y volvió a fluir la charla indistinta.
Pero media hora después un ruido muy ligero al otro lado de la puerta bastó para detener todas
las manos y todas las lenguas. Todas las cabezas se levantaron, fijas en una dirección. «Es Christian,
llega tarde», dijo Sweyn.
No, no, es un débil arrastrar de pies, no el paso de un joven. Con el sonido de pies inseguros
llegó el claro toque de un palo contra la puerta, y la voz aguda de antes: «¡Abran, abran, déjenme
entrar!» Otra vez Tyr levantó la cabeza con un largo aullido lastimero.
Antes de que el eco del palo y de la aguda voz se hubiesen extinguido del todo, Sweyn había
saltado hacia la puerta y la había abierto de par en par. «Nadie otra vez», dijo con voz calma, aunque
sus ojos parecían alarmados mientras miraba hacia fuera. Vio la solitaria extensión de nieve, las
nubes bajas y, entre ambas, la hilera de oscuros abetos inclinándose en el viento. Cerró la puerta sin
decir una palabra y volvió a cruzar el salón.
Una docena de caras pálidas lo miraban como si fuese él quien debía resolver el enigma. No
podía ignorar este mudo interrogatorio, y eso perturbaba su resolutivo aire de calma. Dudó, mirando
hacia su madre, la dueña, luego de nuevo a la gente asustada, y gravemente, ante todos ellos, hizo la
señal de la cruz. Hubo un aleteo de manos mientras todos repetían la señal, y el silencio total se vio
agitado por un enorme suspiro, pues muchos soltaron el aire que retenían como si la señal de la cruz
les hubiese proporcionado un mágico alivio.
Incluso la dueña parecía perturbada. Dejó su rueca y cruzó el salón hacia su hijo, y habló con él
durante un momento en voz baja para que nadie pudiese oírlo. Pero un momento después su voz se
tornó aguda y alta, para que todos aprendiesen de la reprimenda que le daba a una de las chicas por
su «charla pagana». Quizá lo hizo para silenciar de ese modo sus propios recelos y presentimientos.
Ninguna otra voz osó hablar con su tono natural. Se oían cuchicheos intermitentes, y de vez en
cuando el silencio visitaba toda la sala. El manejo de las herramientas era tan silencioso como podía
ser, y se suspendía en el instante en que la puerta sonaba en un golpe de viento. Tras un tiempo,
Sweyn dejó su trabajo, se unió al grupo que estaba más cerca de la puerta y anduvo de acá para allá
fingiendo dar consejos y ayudar a los menos hábiles.
Se oyeron las pisadas de un hombre en el porche. «¡Christian!», dijeron Sweyn y la dueña
simultáneamente; él, con confianza, ella, con autoridad, para que las ruecas volviesen a ponerse en
marcha. Pero Tyr echó la cabeza hacia atrás con un espantoso aullido.
«¡Abran, abran, déjenme entrar!»
Era una voz de hombre, y la puerta se sacudió y sonó como si la fuerza de un hombre la golpease.
Sweyn podía sentir cómo se combaban las tablas, y en un instante su mano estaba en la puerta,
abriéndola, para enfrentarse al porche vacío, y más allá sólo nieve, cielo y abetos inclinados en el
viento.
Permaneció un largo minuto con la puerta abierta en la mano. El crudo viento barrió con su
helado soplido, pero un frío más mortal llegó aún más deprisa, y pareció congelar los latidos de los
corazones. Sweyn dio un paso atrás para coger una gran capa de piel de oso.
—Sweyn, ¿dónde vas?
—No más lejos del porche, madre —y salió y cerró la puerta.
Se arrebujó en la pesada piel y, apoyándose contra la pared más cubierta del porche, calmó sus
nervios para enfrentarse al diablo y a todas sus pompas. Ni un sonido de voces vino de dentro, el
sonido más nítido era el crepitar y el rugir del fuego.
Hacía un frío espantoso. Los pies se le entumecieron, pero no dio patadas contra el suelo por
miedo a que el ruido desatase el pánico dentro, ni tampoco se movía del porche por no dejar una
huella de pisada en esa prístina nieve que dejaba muy claro que ninguna voz o manos humanas podían
haberse acercado a la puerta desde que empezó a nevar hacía dos horas o más. «Cuando el viento
cese habrá más nieve», pensó Sweyn.
Durante casi una hora estuvo vigilando, y no vio nada, ni oyó ningún ruido inusual. «No voy a
seguir aquí fuera congelándome», murmuró, y volvió a entrar.
Una mujer dio un grito medio sofocado cuando puso la mano en el pestillo, y luego un suspiro de
alivio cuando entró. Nadie le preguntó. Sólo su madre dijo, en un forzado tono de despreocupación:
«¿No has visto venir a Christian?», como si sólo estuviese inquieta por la ausencia de su hijo
pequeño. Apenas se había acercado Sweyn al fuego cuando se oyó un nítido golpe en la puerta. Tyr
saltó del hogar, con los ojos rojos como el fuego, los colmillos blancos en la negra mandíbula y los
pelos del cuello erizados y, saltando por encima de Rol, arremetió contra la puerta, ladrando
furiosamente.
Al otro lado de la puerta se oía claramente una voz suave. Los ladridos de Tyr hacían imposible
distinguir las palabras.
Nadie se ofreció a acercarse a la puerta antes que Sweyn.
Avanzó resolutivamente por el salón, levantó el pestillo y abrió la puerta.
Una mujer con una capa blanca entró.
¡No un espectro! Viva, hermosa, joven.
Tyr saltó hacia ella.
Detuvo con ligereza los afilados colmillos con los pliegues de su capa de pelo largo y, sacando
de su cinturón una pequeña hacha de doble filo, la enarboló para defenderse.
Sweyn cogió al perro por el cuello y lo arrastró lejos mientras ladraba y se resistía.
La extraña se quedó inmóvil en el umbral, con un pie adelantado, un brazo levantado, hasta que la
dueña atravesó el salón, y Sweyn, dejando a otros al furioso Tyr, se volvió a cerrar la puerta y pidió
disculpas por un saludo tan feroz. Entonces ella bajó el brazo, colocó el hacha en su lugar en su
cintura, se quitó la piel de la cara y se sacudió la larga capa blanca de los hombros, como si todo
fuese un solo movimiento.
Era una doncella, alta y muy hermosa. Sus ropas eran extrañas, medio masculinas, pero no poco
femeninas. Una delgada túnica de piel que le llegaba por debajo de la rodilla era toda la falda que
llevaba, debajo estaban los zapatos de tiras cruzadas y leotardos que lleva un cazador. Sobre las
cejas llevaba una gorra de piel blanca, y de su borde colgaban tiras de piel cayendo sobre sus
hombros, dos de ellas se habían adelantado y cruzado su cuello cuando entró, pero ahora, sueltas y
echadas hacia atrás, dejaban a la vista coletas de pelo claro que reposaban sobre sus hombros y
busto, hasta el cinturón tachonado de marfil donde relucía el hacha.
Sweyn y su madre llevaron a la extraña hacia el hogar sin hacerle preguntas ni mostrar señales de
curiosidad, hasta que ella relató voluntariamente su historia de un largo viaje hacia parientes lejanos,
una ayuda prometida que no se cumplió y señales y marcas malinterpretadas.
—¡Sola! —exclamó Sweyn asombrado—. ¿Has viajado tan lejos, cien leguas, sola?
Ella respondió: «Sí», con una débil sonrisa.
—¡Por las colinas y los eriales! Pero allí las gentes son tan salvajes como las bestias.
Se llevó la mano al hacha con una risa desdeñosa.
—No temo a los hombres ni a las bestias. Algunos me temen a mí —y contó extraños relatos de
fieros ataques y defensas, y de la osada vida de cazadora que llevaba.
Sus palabras llegaban algo lenta y pausadamente, como si hablase en una lengua que no le
resultaba familiar. De vez en cuando dudaba, y se paraba en mitad de la frase, como si le faltase
alguna palabra.
Se convirtió en el centro de un grupo de espectadores. El interés que provocaba disipó, en cierto
grado, el temor inspirado por las voces misteriosas. No había nada ominoso en esta realidad joven,
brillante y hermosa, aunque tuviese un aspecto extraño.
El pequeño Rol se acercó, mirando intensamente a la extraña. Inadvertido, acariciaba y
palmeteaba una esquina de la suave capa blanca que caía al suelo en grandes pliegues. La acarició
con la mejilla, y luego se fue acercando a las rodillas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
La sonrisa y la pronta respuesta de la extraña, mientras miraba hacia abajo, salvaron a Rol de la
reprimenda que se había ganado por su descortés comportamiento.
—Mi verdadero nombre —dijo— resultaría grosero a vuestros oídos y lengua. La gente de este
país me ha dado otro nombre, y por esto —puso la mano en la capa de piel— me llaman Piel Blanca.
El pequeño Rol lo repitió para sí mismo, acariciando y palmeteando como antes: «Piel Blanca,
Piel Blanca».
El rostro hermoso y el suave y bonito vestido complacían a Rol. Se puso de rodillas, mirándola a
la cara y con un aire de indecisa determinación, como un petirrojo en el umbral de una casa, y apoyó
sus codos en su regazo, con una expresión de sofoco ante su propia audacia.
—¡Rol! —exclamó su tía, pero Piel Blanca dijo: «¡Oh, déjelo!», sonriendo y acariciando su
cabeza, y Rol se quedó.
Fue más allá, y resoplando por su propia temeridad ante la autoridad de su tía, se subió a sus
rodillas. Los brazos de ella le dieron la bienvenida, lo que acalló cualquier protesta. Satisfecho, se
hizo un ovillo, tocando la cabeza del hacha, los tachones de marfil del cinto, el broche de marfil en el
cuello, las trenzas de pelo claro, y frotó su cabeza con la suave piel de su hombro, con la confianza
de los niños en la bondad de la belleza.
Piel Blanca no se había descubierto la cabeza, sólo había desatado un poco los lazos de piel
detrás del cuello. Rol llevó la mano hacia el cuello, susurrando para sí el nombre «Piel Blanca, Piel
Blanca», y luego deslizó los brazos alrededor de su cuello y la besó: una, dos veces. Ella rió
encantada y lo besó.
—¿El niño le molesta? —dijo Sweyn.
—Claro que no —respondió, con tanta seriedad que pareció desproporcionada a la ocasión.
Rol volvió a acomodarse en su regazo, y comenzó a desatarse la venda que tenía en la mano. Se
detuvo al ver dónde había traspasado la sangre. Luego siguió hasta que se su mano quedó desnuda y
el corte a la vista, abierto y largo, pero sólo superficial. La levantó hacia Piel Blanca, deseoso de su
piedad y simpatía.
Al verlo, y al ver el lino manchado de sangre, ella contuvo de repente la respiración, cogió a Rol
con fuerza, hasta que éste empezó a removerse. El niño le tapaba la cara, así que nadie pudo ver su
expresión. Se le había encendido la cara con una terrible alegría.
Lejos, más allá del grupo de abetos, el ausente Christian apresuraba su regreso. Llevaba
levantado desde el alba, avisando de una cacería de osos a todos los mejores cazadores de las
granjas y poblados que había en un radio de veinte kilómetros. Sin embargo, como lo habían
entretenido hasta altas horas, ahora comenzó a correr sin aparente esfuerzo con unas zancadas que
disminuían rápidamente la distancia.
Entró en la oscuridad nocturna del grupo de abetos sin apenas aminorar el paso, aunque no se
veía el camino, y al volver a salir al claro, vio la granja a unos doscientos metros de la bajada.
Comenzó rápidamente la bajada, y casi al instante dio un gran salto hacia un lado y se quedó quieto.
En la nieve estaba el rastro de un gran lobo.
Se llevó la mano al cuchillo, su única arma. Se agachó, se arrodilló para poner la vista a la altura
de la de la bestia, y miró alrededor, con los dientes apretados, el corazón latiéndole un poco más
rápidamente de lo que sugeriría el ritmo de su paso. Un lobo solitario, casi siempre salvaje y de gran
tamaño, es una bestia formidable que no dudaría en atacar a un hombre solo. Este rastro era el mayor
que Christian había visto nunca y, por lo que podía juzgar, era reciente. Bajaba de los abetos por la
ladera. Bien, pensó, por el retraso que tanto le había contrariado antes. Bien, por no pasar por la
oscura arboleda cuando aún acechaba allí el peligro de esas mandíbulas. Con cuidado, siguió el
rastro.
Bajaba por la ladera, atravesando un riachuelo helado, hacia la granja. Alguien con
conocimientos menos precisos habría dudado y supuesto que podrían haber sido del gran Tyr o de
algún otro perro, pero Christian estaba seguro, y sabía no confundir las pisadas de perros y lobos.
Derechas… derechas hacia la granja.
Christian estaba cada vez más sorprendido y agitado de que un lobo en busca de presas se
atreviese a acercarse tanto. Sacó su cuchillo y siguió andando más deprisa, más atento. ¡Oh, si Tyr
estuviese con él!
Derechas, derechas, incluso hasta la misma puerta, y no había signos de que hubiese regresado.
Los abetos se recortaban rectos contra el cielo, las nubes habían bajado. Pues el viento se había
detenido y empezaron a caer algunos copos dispersos. Horrorizado y sorprendido, Christian
permaneció aturdido un momento. Luego tomó el pestillo y entró. Su mirada se encontró con todos los
rostros conocidos, y entre ellos, el de la extraña, vestida de piel y hermosa. La terrible verdad
relampagueó: él supo quién era ella.
Sólo unos pocos se sobresaltaron por el ruido del pestillo cuando entró. El salón rebosaba de
actividad y movimiento, porque era la hora de la cena, cuando se dejan de lado las herramientas y se
mueven los caballetes y las mesas. Christian no sabía lo que decía ni hacía, se movía y hablaba
mecánicamente, medio pensando que pronto debía despertar de ese horrible sueño. Sweyn y su madre
creyeron que estaba aterido y agotado, y le evitaron todas las preguntas innecesarias. Así se encontró
sentado junto al hogar, enfrente de la cosa pavorosa que parecía una hermosa muchacha, observando
todos sus movimientos, helándosele la sangre de terror de verla acariciar al niño.
Sweyn estaba en pie junto a ambos, también mirando a Piel Blanca, pero ¡de qué modo tan
distinto! Ella no parecía consciente de que la mirasen, ni tampoco del terror helado en los ojos de
Christian ni de la cálida admiración de Sweyn.
Estos dos hermanos, que eran gemelos, eran muy distintos a pesar de su sorprendente parecido.
Su perfil general era el mismo, pelo castaño claro y ojos azules, pero las facciones de Sweyn eran
perfectas, como las de un joven dios, mientras que las de Christian mostraban algunas faltas. Por
ejemplo, la línea de su boca era demasiado recta, los ojos estaban muy detrás, y el contorno de la
cara fluía en curvas menos generosas que el de Sweyn. Su altura era la misma, pero Christian era
demasiado delgado para tener una proporción perfecta, mientras que la fornida figura de Sweyn, sus
anchos hombros y musculosos brazos le hacían un buen espécimen de belleza y fuerza masculinas.
Como cazador, Sweyn no tenía rival, como pescador no tenía rival. Toda la comarca le reconocía
como el mejor luchador, jinete, bailarín y cantante. Sólo podía superársele en velocidad, y sólo por
su hermano. De todos los demás podía Sweyn distanciarse mucho, pero Christian lo adelantaba con
facilidad. Incluso podía seguir el paso más esforzado de Sweyn mientras reía y hablaba. Christian no
se enorgullecía de la ligereza de sus pies, pensando que las piernas de un hombre eran los menos
dignos de sus miembros. No envidiaba la superioridad atlética de su hermano, aunque en varias
competiciones había acabado en segundo lugar. Le quería como sólo puede querer un hermano
gemelo: orgulloso de todo lo que Sweyn hacía, contento de todo lo que Sweyn era y humildemente
convencido de que su propio amor no podía ser correspondido del mismo modo, pues se creía ser
mucho menos digno.
Christian, entre las mujeres y los niños, no se atrevió a poner en palabras el horror que sentía.
Quería consultar con su hermano, pero Sweyn no vio, o no quiso ver, la señal que le había hecho, y
tenía la cara siempre vuelta hacia Piel Blanca. Christian se apartó del hogar, incapaz de permanecer
pasivo con ese temor que le acechaba.
—¿Dónde está Tyr? —dijo de repente. Luego, viendo al perro en un rincón distante—, ¿por qué
está atado ahí?
—Atacó a la extraña —respondió alguien.
A Christian le brillaron los ojos: «¿Sí?», dijo, con curiosidad.
—Estuvo a punto de abrirle la cabeza.
—¿Tyr?
—Sí, ella es muy rápida con esa hacha que lleva en la cintura. Por suerte para Tyr, su amo lo
contuvo.
Christian fue, sin decir una palabra, al rincón donde estaba atado Tyr. El perro se levantó para
saludarle, tan fiel e indignado como pueda estarlo una bestia muda. Le acarició la negra cabeza:
«¡Tyr, bueno! ¡Perro valiente!»
Ellos lo sabían, sólo ellos. Y el hombre y el perro mudo se consolaron el uno en el otro.
La mirada de Christian volvió de nuevo a Piel Blanca, y también la de Tyr, y dio un tirón de la
cadena. Christian tenía la mano en el cuello del perro, y sintió el pelo erizarse bajo el temblor de la
furia impotente. Luego él empezó a temblar del mismo modo, con una furia nacida de la razón, no del
instinto, tan impotente psíquicamente como Tyr lo estaba físicamente. ¡Oh! ¡No se atrevía a tocar el
cuerpo de la mujer! Cualquier otra cosa, y él y Tyr serían libres para matar o morir.
Luego volvió a hacer nuevas preguntas.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí la extraña?
—Vino alrededor de media hora antes que tú.
—¿Quién le abrió la puerta?
—Sweyn, nadie más se atrevía.
El tono de la respuesta era misterioso.
—¿Por qué? —dijo Christian—. ¿Ha ocurrido algo raro? Decidme.
Como respuesta, le contaron entre susurros la triple llamada en la puerta sin intervención humana,
los ominosos aullidos de Tyr y la infructuosa guardia de Sweyn en la puerta.
Christian se volvió hacia su hermano sufriendo un tormento de impaciencia para poder hablar a
solas. El mantel estaba puesto, y Sweyn llevaba a Piel Blanca a la silla de invitados. Eso era aún
más espantoso: ¡iba a compartir el pan con ellos bajo el mismo techo!
Se adelantó y, tocándole el brazo a Sweyn, le susurró un ruego urgente. Sweyn se quedó mirando
y movió la cabeza con airada impaciencia.
A cuenta de aquello, Christian no probó ni un bocado.
Al fin llegó su oportunidad. Piel Blanca preguntó por algunos lugares de la comarca, en concreto
por la colina Cairn, un lugar de reunión en el que se la esperaba aquella noche. La dueña y Sweyn
lanzaron una exclamación.
—Está a cinco kilómetros —dijo Sweyn—, sin lugar para refugiarse más que una triste choza.
Quédate con nosotros esta noche, y yo te mostraré el camino mañana.
Piel Blanca pareció dudar: «Cinco kilómetros», dijo, «entonces debería poder ver u oír alguna
señal».
—Yo miraré —dijo Sweyn—, y si no hay tal señal, no deberías salir.
Fue hacia la puerta. Christian se levantó en silencio y lo siguió.
—Sweyn, ¿sabes qué es?
Sweyn, sorprendido por el vehemente agarrón y el ronco susurro, respondió:
—¿Quién? ¿Piel Blanca?
—Sí.
—Es la muchacha más guapa que he visto en mi vida.
—Es una mujer-lobo.
Sweyn rompió a reír. «¿Estás loco?», preguntó.
—No, míralo tú mismo.
Christian lo sacó del porche, apuntando a la nieve donde habían estado las pisadas. Habían
estado, porque ya no estaban. La nieve caía deprisa, y cada hueco había sido cubierto.
—¿Y bien? —preguntó Sweyn.
—Si hubieses venido cuando te hice la señal, lo habrías visto.
—¿Habría visto qué?
—Las huellas de un lobo dirigiéndose hacia la puerta y ninguna que se alejase.
Ya sólo con el tono, era imposible no sobrecogerse, aunque apenas era un susurro. Sweyn
observó con ansiedad a su hermano, pero en la oscuridad no podía distinguir su cara. Luego posó las
manos con dulzura sobre los hombros de Christian y notó cómo éste temblaba de emoción y terror.
—Uno ve cosas extrañas —dijo— cuando el frío se ha metido en el cerebro, detrás de los ojos.
Has venido helado y agotado.
—No —interrumpió Christian—. Vi primero las huellas en la cresta de la bajada, y las seguí
justo hasta la puerta. Esto no fue una ilusión.
En lo más hondo, Sweyn estaba seguro de que sí lo era. Christian era dado a soñar despierto y a
fantasear, aunque nunca le había poseído una idea tan extravagante.
—¿No me crees? —dijo Christian desesperadamente—. Debes creerme. Te juro que es la
verdad. ¿Estás ciego? Si hasta Tyr lo sabe.
—Mañana, después de haber descansado, tendrás la cabeza despejada. Y si quieres, tú también
podrás venir con Piel Blanca a la colina Cairn, y si aún tienes dudas, observa y síguenos, y verás las
huellas que deja.
Irritado por el evidente desprecio, Christian se dirigió abruptamente hacia la puerta. Sweyn lo
detuvo.
—¿Ahora qué, Christian? ¿Qué vas a hacer?
—Tú no me crees, pero mi madre me creerá.
El agarrón de Sweyn se intensificó. «No se lo vas a decir», dijo con autoridad.
Habitualmente, Christian era tan dócil ante las órdenes de su hermano que resultó una sorpresa
que se liberase vigorosamente y dijese, con tanta decisión como Sweyn: «¡Lo sabrá!», pero Sweyn
estaba más cerca de la puerta y no le dejaba pasar.
—Ya ha habido suficientes sustos por una noche. Si sigues con esta idea, revélalo mañana.
Christian no cedía.
—Las mujeres se asustan fácilmente —continuó Sweyn—, y están dispuestas a creer cualquier
absurdo sin tener ninguna prueba. Sé un hombre, Christian, y olvida esta idea sobre hombres-lobo.
—Si me creyeses —comenzó Christian.
—Creo que eres un necio —dijo Sweyn, perdiendo la paciencia—. Otro, que no fuese tu
hermano, podría creer que eres un mentiroso, y que habías transformado a Piel Blanca en una mujer-
lobo sólo porque me ha sonreído a mí antes que a ti.
A la broma no le faltaba fundamento, pues la gracia de las miradas de Piel Blanca había caído
sobre él, nunca sobre Christian. La vanidad de Sweyn siempre era sincera, totalmente perdonable, y
con motivos.
—Si quieres un aliado —prosiguió Sweyn—, cuéntaselo a la vieja Trella. De su almacenada
sabiduría, si la memoria la ayuda, podría instruirte sobre la manera ortodoxa de acabar con un
hombre-lobo. Si recuerdo bien, debes observar a la persona sospechosa hasta medianoche, cuando
debe recuperar su forma bestial, y retenerla para siempre si un ojo humano la ve cambiar. O mejor
aún, rociarle las manos y pies con agua bendita, lo que equivale a una muerte cierta. ¡Oh! No temas,
la vieja Trella estará a la altura de las circunstancias.
El desprecio de Sweyn ya no era bien humorado, había adquirido un cierto aire de irritación o
resentimiento ante la monstruosa duda de la bondad de Piel Blanca. Pero Christian estaba demasiado
inquieto para ofenderse.
—Hablas de ello como si fuesen cuentos de viejas, pero si hubieses visto la prueba que yo vi, al
menos estarías dispuesto a desear que fuesen ciertas, o incluso a ponerlas a prueba.
—Bien —dijo Sweyn, con una risa que tenía algo de burla—, ¡ponías a prueba! No pondré
objeciones a eso, con tal de que te guardes tus ideas para ti. Ahora, Christian, dame tu palabra de que
guardarás silencio, y no seguiremos congelándonos aquí.
Christian permaneció en silencio.
Sweyn le volvió a poner las manos en los hombros y en vano intentó ver su rostro en la
oscuridad.
—Christian, tú y yo nunca hemos discutido, ¿verdad?
—Yo nunca he discutido —replicó el otro, sabedor por primera vez de que su dictatorial
hermano a veces le había dado motivos para discutir si él hubiese estado dispuesto a hacerlo.
—Bien —dijo Sweyn enfáticamente—, si hablas contra Piel Blanca con cualquier otro, como me
has hablado a mí esta noche… discutiremos.
Dijo las palabras como un ultimátum, se dio media vuelta y entró en la casa. Christian, más
temeroso y desgraciado que antes, le siguió.
—Está nevando. No se ve ni una sola luz.
Los ojos de Piel Blanca pasaron ante Christian sin intención aparente, y brillaron cuando
encontró a Sweyn.
—¿No se oye ninguna señal? —preguntó—. ¿No has oído la llamada de un cuerno?
—No vi ni oí nada, y, señal o no señal, por fuerza la nevada debería mantenerte aquí.
Ella lo agradeció con una sonrisa. Y a Christian el corazón le pesó como si fuese de plomo con
mortal certeza al notar la luz que se había encendido en los ojos de Sweyn al ver la sonrisa de ella.
Esa noche, mientras los otros dormían, Christian, el que estaba más cansado de todos ellos,
vigilaba fuera de la habitación de invitados hasta que pasó la medianoche. No oyó ni un ruido, ni
siquiera el más débil. ¿Podría ser verdad la vieja historia de la metamorfosis a medianoche? ¿Qué
había al otro lado de la puerta, una mujer o una bestia? Habría dado la mano derecha por saberlo.
Instintivamente, puso la mano en el pestillo, y lo movió lentamente, aunque creía que los cerrojos
estaban echados al otro lado. La puerta cedió ante su mano. Permaneció en el umbral y una aguda
corriente de aire lo alcanzó. La ventana estaba abierta, la habitación estaba vacía.
De modo que Christian pudo dormir con el corazón algo más ligero.
Por la mañana hubo sorpresa y conjeturas cuando se descubrió la ausencia de Piel Blanca.
Christian no habló. Ni siquiera a su hermano le dijo que sabía que había huido antes de medianoche.
Y Sweyn, aunque evidentemente se encontraba muy contrariado, parecía desdeñar toda referencia al
tema de los miedos de Christian.
Sólo Sweyn se unió a la caza del oso. Christian encontró un pretexto para quedarse. Sweyn,
malhumorado, manifestó su desprecio no diciendo ni una palabra.
Durante todo aquel día, y muchos días posteriores, Christian no perdía de vista su casa. Sólo
Sweyn se dio cuenta de sus maniobras para quedarse, y se sentía muy molesto. Nunca mencionaron
entre ellos el nombre de Piel Blanca, aunque se oía bastante a menudo en la charla general. Apenas
había pasado un día cuando el pequeño Rol preguntó cuándo iba a volver Piel Blanca. La hermosa
Piel Blanca, que besaba como un copo de nieve. Y si Sweyn respondía, Christian podía estar seguro
de que la luz de sus ojos, alimentada por la sonrisa de Piel Blanca, aún no se había extinguido.
¡El pequeño Rol! Malicioso y alegre, el pequeño Rol de pelo claro. Llegó un día en que sus pies
cruzaron el umbral para no volver nunca más, cuando su cháchara y sus risas no se volvieron a oír,
cuando se derramaron lágrimas de angustia por no volver a ver su cabecita. Nunca más, vivo o
muerto.
Se le vio por última vez al atardecer, saliendo de la casa con su cachorrillo, en caprichosa fuga
de la vieja Trella. Más tarde, cuando su ausencia había empezado a causar ansiedad, su cachorrillo
volvió arrastrándose a la granja, asustado, gimiendo y llorando, convertido en un patético bultito
mudo y aterrorizado, sin inteligencia ni coraje para guiar la atemorizada búsqueda.
Nunca se encontró a Rol ni rastro de él. Nunca se supo dónde había perecido. Cómo había
perecido sólo se sabía por un temible pálpito: una bestia salvaje lo había devorado.
Christian oyó la conjetura sobre «un lobo» y la horrible certeza de saber de qué lobo se trataba
se abatió sobre él. Intentó decir lo que sabía, pero Sweyn lo vio empezar a hablar con la cara pálida
y labios temblorosos y, adivinando su propósito, se lo llevó y lo hizo callar, a duras penas, con su
imperioso agarrón, su airada mirada y un susurro.
Que Christian aún sostuviese sus irracionales sospechas contra la hermosa Piel Blanca era, para
Sweyn, prueba de una obstinación que sólo crecería tras la exposición y discusión. Pero este
evidente intento de convertir el dolor y la angustia en odio y miedo hacia la hermosa extraña, era
intolerable, y Sweyn luchaba contra él. De nuevo Christian cedió ante las palabras y voluntad de su
hermano, más fuertes que las suyas, y consintió en callar contra su propio juicio.
El arrepentimiento llegaría antes de que la luna nueva, la primera del año, se hiciese vieja. Piel
Blanca volvió de nuevo, sonriendo al entrar, como si estuviese segura de una alegre y amable
bienvenida, y en verdad sólo hubo una persona que viese su hermoso rostro y su extraña vestimenta
blanca con disgusto. El rostro de Sweyn estaba iluminado de placer, mientras que el de Christian se
volvió tan pálido y rígido como la muerte. Había dado su palabra de guardar silencio, pero no había
creído que ella osara volver. El silencio era imposible, cara a cara con esa Cosa, imposible. Sin
poder reprimirse gritó:
—¿Dónde está Rol?
Ni un temblor perturbó el rostro de Piel Blanca. Lo oyó, pero permaneció tranquila. Los ojos de
Sweyn brillaron peligrosamente al mirar a su hermano. Las mujeres derramaron algunas lágrimas
ante la mención del pobre niño, pero nadie se alarmó ante la repentina invocación, pues el recuerdo
de Rol surgía de modo natural. ¿Dónde estaba el pequeño Rol, que se había acomodado en los brazos
de la extraña, que la había besado, que la había esperado desde entonces y que hablaba de ella a
diario?
Christian salió en silencio. Sólo había una cosa que pudiese hacer, y no podía retrasarla. Su
horror superó cualquier curiosidad de oír las afables excusas de Piel Blanca y sus sonrientes
disculpas por su extraña y poco ceremonial salida, su relato de las circunstancias de su regreso u
observarla mientras escuchaba la triste historia del pequeño Rol.
El corredor más rápido de la comarca había comenzado su carrera más difícil: poco menos de
tres leguas y la vuelta, que él pensaba poder completar en dos horas, aunque la noche no tenía luna y
el camino era agreste. Corrió contra el frío aire hasta que sintió el viento en su rostro. El indistinto
perfil de la casa se hundía bajo las colinas a su espalda, y unos cerros de nieve impoluta surgían del
oscuro horizonte sólo para volver a hundirse en la oscuridad cuando el inmóvil aire soplaba. No
tomó ninguna referencia consciente de lugares, ni siquiera cuando todo rastro del camino había
desaparecido bajo capas de nieve, y sus fuerzas lo llevaban por instinto, sin una idea concreta que lo
guiase.
Y el cerebro ocioso estaba pasivo, inerte, recibiendo incansables retratos de imágenes y sonidos
pasados: Rol, llorando, riendo, jugando, enroscado en los brazos de esa Cosa temible. Tyr, ¡oh, Tyr!
Colmillos blancos en la negra mandíbula. Las mujeres que seguían llorando. El pobre cachorrillo,
precioso ahora por ser lo último que había tocado el niño. Pisadas desde los árboles a la puerta. La
cara sonriente entre pieles, de belleza tan femenina, sonriendo. Y la cara de Sweyn.
—¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn, hermano mío!
La risa airada de Sweyn se apoderó de sus oídos más allá del sonido del aire provocado por su
velocidad. Las burlas de Sweyn lo asaltaban más rápida y agudamente de lo que el temible frío
asaltaba su garganta. Y aun así permanecía impasible ante la idea de cómo aumentarían la ira y las
burlas de Sweyn si supiese el motivo de su partida.
Sweyn era un escéptico. Su total incredulidad ante el testimonio de Christian acerca de las
pisadas se basaba en su escepticismo. Su razón se negaba a aceptar la posibilidad de que lo
sobrenatural se materializase. Que una bestia viva pudiese ser otra cosa que algo palpablemente
bestial, con patas, colmillos, pelos y orejas de bestia, le resultaba increíble. Y más aún el que de
aquello pudiese surgir una figura humana, con su aspecto divino, erecto, generoso, dotado del habla y
la risa. Las tremebundas y temibles leyendas que había oído de niño y creído entonces, ahora las
consideraba construidas sobre hechos distorsionados, superados por la imaginación y alimentados
por la superstición. Incluso las extrañas llamadas a la puerta, que él mismo había respondido en
vano, las había explicado racionalmente, tras la primera impresión de sorpresa, como una trampa
maliciosa de algún inteligente bromista que tenía la clave del enigma.
Para su hermano toda la vida era un misterio espiritual, su conocimiento total velado por la
densidad de la carne. Dado que sabía que su propio cuerpo estaba relacionado con las fuerzas
antagonistas que constituyen el alma, no le parecía extraño que una fuerza espiritual poseyera
diversas formas para distintas manifestaciones. Ni para él resultaba un gran esfuerzo creer que dado
que el agua lava toda la suciedad natural, el agua bendita en la consagración debía limpiar este
mundo de Dios de esa Cosa sobrenatural y malvada. Por lo tanto, más rápidamente de lo que ningún
pie humano había cubierto esas leguas, corrió en la oscura noche cerrada sobre los eriales y colinas
de nieve impoluta hacia la lejana iglesia, donde se hallaba la salvación en el agua bendita de la pila
de la puerta. Su fe era tan firme como la de cualquiera que hubiese obrado milagros en el pasado,
sencilla como el deseo de un niño, fuerte como la voluntad de un hombre.
Apenas se le echó de menos durante esas horas, cada segundo de las cuales las pasó llevando
hasta el límite el mayor esfuerzo que sus tendones y nervios pudieran llevar a cabo. Dentro de la
casa, mientras, esos momentos se iluminaron con palabras y miradas de inusual animación, pues la
gracia y belleza de la extraña había despertado los instintos de amabilidad y hospitalidad de los
habitantes convirtiéndolos en expresiones de bienvenida e interés.
Pero Sweyn estaba anhelante y ansioso, más de lo que correspondería a un cortés anfitrión. La
impresión de que su primera visita lo había hechizado, y que había vivido desde entonces en el
recuerdo, se hizo más profunda ahora ante su presencia. Sweyn, el incomparable entre hombres,
reconocía en esta hermosa Piel Blanca un espíritu elevado y valeroso como el suyo, y un cuerpo tan
firme y capaz que sólo le faltaban músculos para ser su igual en fuerza. Pero aquella blanca piel
estaba moldeada muy suavemente, sin la hinchazón muscular que hacía evidente la fuerza de él. La
ardiente admiración por esta suprema extraña dio lugar a un amor como el que podía conceder su
sincero amor por sí mismo. En su pasión había más amor que admiración, y por lo tanto se veía libre
de las dudas y la delicada reserva de un amante. Sincera y valientemente cortejó su favor con
miradas y palabras, con facilidad natural, sin necesidad de talento o práctica.
Tampoco era ella una mujer a la que cortejar de otro modo. Los tiernos susurros y suspiros nunca
ganarían su favor, pero sus ojos se iluminarían si oía relatos de una hazaña y, en simpatía, su mano
caía rápidamente sobre su hacha y la agarraba fuertemente. Ese movimiento volvió a encender la
admiración de Sweyn. Lo buscó, luchó por provocarlo, y se iluminó cuando tuvo lugar. Esa muñeca
era maravillosa, delgada y fuerte como el acero. También la suave mano, que se curvaba tan rápida y
firmemente, lista para repartir muerte instantánea.
Deseando sentir la presión de esas manos, este osado amante planeó con palpable franqueza,
proponiendo que ella debería oír cómo se cantaban sus canciones de caza, con un estribillo que
señalaba las palmas. Así su espléndida voz recitaba los versos y, cuando se acercaba el estribillo,
tomaba las manos de ella e, incluso en ese apretón calmado, sintió, como deseaba, la fuerza latente y
el vigor que aceleraba los dedos, pues la canción la animaba, y su voz se unió a la pegadiza canción,
y sonó clara por encima de los últimos versos.
Después cantó sola. En contraste, o por orgullo de cambiar el humor general con su voz, eligió
una canción triste que fluía en voz baja, triste como el viento que se lamenta:

«¡Oh, dejadme ir!


Entre coronas de nieve
la tierra oscura duerme debajo.

Lejos, en la llanura
gime una voz dolorida:
¿dónde yacerá mi niño?

En mi pecho blanco
¡que descanse la dulce vida!
¡Que descanse donde yace mejor!

¡Calla! ¡Calla sus gritos!


La noche es oscura en el cielo.
Hay dos estrellas en tus ojos.

¡Vamos, niño, ve!


Pero que repose hasta el gris amanecer
el que debe estar muerto por la mañana.

Esto no puede durar


pero he aquí el rayo maligno.
Todo el dolor debe olvidarse.

Y los reyes
se inclinarán a tus rodillas
adorando tu vida.

Pues los hombres largamente privados


de la esperanza de lo anterior
de abandonar las cosas del pasado.

Mía, y no tuya,
¡cómo brillan sus joyas!
La paz te envuelve a ti, no a mí».

La vieja Trella se acercó tambaleándose desde su rincón, afectada por un temblor adicional
provocado por el despertar de un recuerdo. Fijó su vista borrosa en la cantante, y luego inclinó la
cabeza para que su único oído aún sensible al sonido le acercase cada nota. Al final, adelantándose
torpemente, habló, con el tembloroso tono agudo de los ancianos:
—Así cantaba mi Thora, mi última y más brillante hija. ¿Cómo es ésta, cuya voz es como la de mi
fallecida Thora? ¿Tiene los ojos azules?
—Azules como el cielo.
—¡También los de mi Thora! ¿Tiene el pelo claro y trenzas hasta la cadera?
—Así es —respondió la propia Piel Blanca, y cogió las manos que se adelantaban con las suyas
propias y las guió para que corroborasen sus palabras mediante el tacto.
—Como el de mi querida Thora —repetía la anciana. Y entonces sus manos temblorosas se
apoyaron en los hombros cubiertos de piel, y se adelantó y besó el suave rostro que Piel Blanca
había vuelto hacia arriba, nada reluctante, para recibir y devolver la caricia.
Así los vio Christian cuando entró.
Se quedó parado un momento. Después de la oscuridad sin estrellas, el helado aire nocturno y la
feroz carrera silenciosa de dos horas, sus sentidos se vieron afectados por el repentino calor, la luz y
el alegre murmullo de voces. Una imprevista angustia lo asaltó, pues por primera vez contempló la
posibilidad de ser superado por su astucia y osadía, si al acercarse la muerte, ella, sintiéndose
acorralada, se transformaría en una terrible bestia y provocaría una salvaje carnicería. Miró con
horror y piedad a los inofensivos e indefensos presentes, nada deseoso de destruir su seguridad y
bienestar. La terrible Cosa que estaba entre ellos, oculta por la belleza femenina, era el centro de
interés. Ahí, ante él, notablemente impresionada, estaba la pobre vieja Trella, la más débil de todos,
en cariñosa cercanía. Y un momento después podría tener lugar la revelación de un horror
monstruoso, un peligro pavoroso y mortal, libre y acorralado, en un círculo de mujeres, chicas y
descuidados hombres indefensos. Algo tan repugnante y terrible que podía alterar el cerebro o matar
el corazón.
¡Y de todos, sólo él estaba preparado!
Titubeó durante lo que dura un aliento, no más, mientras sobre él caía la agonía del
remordimiento que sin embargo no podía convencerle de desistir de su propósito.
¿Estaba solo? No, también estaba Tyr. Y se acercó al único que compartía lo que sabía.
Tan atemporal es el pensamiento que sólo unos segundos pasaron entre que levantase el pestillo y
soltase a Tyr. Pero en esos pocos segundos que sucedieron a su primera mirada, igual de veloces
habían sido los impulsos de otros, igual de rápidos y seguros fueron sus movimientos. El ojo
vigilante de Sweyn le había localizado, e instantáneamente todas sus fibras se alertaron con instintos
hostiles y, medio adivinando, medio sin creerse la intención de Christian al agacharse ante Tyr, llegó
presta, cautelosa, airada, decididamente a oponerse a la malicia de su fantasioso hermano.
Pero por detrás de Sweyn se levantó Piel Blanca, igual de blanca que sus pieles, con la mirada
fiera y hostil. Atravesó el salón hacia la puerta, arrebujando su larga capa hacia su cuerpo.
«¡Escuchad!», resopló, «¡el cuerno! ¡Escuchad, debo irme!», mientras le echaba mano al pestillo para
salir.
Durante un precioso momento Christian había dudado mientras medio aferraba el collar, pues, a
no ser que la forma femenina cambiase a la de bestia, las mandíbulas de Tyr harían pedazos a
mordiscos su honor de hombre. Entonces oyó la voz de ella, y se giró… demasiado tarde.
Mientras ella tiraba de la puerta, él saltó agarrando su cantimplora, pero Sweyn se interpuso, y lo
agarró irresistiblemente, de modo que en un frenético esfuerzo sólo consiguió liberar un brazo. Con
eso y el impulso de su pura desesperación, la lanzó contra ella con todas sus fuerzas. La puerta se
cerró tras ella, y la cantimplora se hizo pedazos contra ella. Luego, mientras el agarrón de Sweyn se
aflojaba y vio la inquisitiva sorpresa en las caras que lo rodeaban, con un grito ronco e inarticulado:
—¡Que Dios nos ayude! —dijo—. Es una mujer-lobo.
Sweyn se volvió hacia él. «¡Mentiroso, cobarde!», y sus manos agarraron el cuello de su hermano
con una fuerza mortal, como si las palabras pudiesen morir así, y mientras Christian forcejeaba, lo
levantó del suelo y lo lanzó, estrellándolo hacia atrás. Tan furioso estaba que, mientras su hermano
yacía inmóvil, él lo golpeó rudamente con el pie, hasta que su madre se interpuso, gritando «basta».
Y aun así, se quedó cerca, con los dientes apretados, el ceño fruncido y los puños apretados,
preparado para volver a obligarle a callar violentamente, pues Christian se levantó tambaleándose
perplejo.
Pero el silencio total y la sumisión eran más de lo que esperaba, y tornó su ira en desprecio por
alguien que tan fácilmente se dejaba intimidar por la simple fuerza. «¡Está loco!», dijo, dándose la
vuelta mientras hablaba y así no ver la mirada de doloroso reproche de su madre ante sus repentinas
palabras, que eran un temor que acechaba dentro de ella.
Christian estaba demasiado cansado para poder esforzarse en hablar. Su respiración era
trabajosa, en grandes suspiros, sus miembros estaban inertes y débiles, en completo descanso tras tan
esforzado servicio. El fracaso de su empresa le había provocado un estupor de dolor y
desesperación. Además estaba la espantosa humillación de la violencia y la pelea con su hermano, y
el disgusto de oír el desprecio erróneo expresado sin reservas, pues era consciente de que Sweyn
había recurrido, para calmar el miedo, en parte a la autoridad, en parte a las palabras, mostrando un
doloroso desdén al cariño fraternal. Culpó de este rechazo de su gemelo a la Cosa que había
provocado su primera pelea, y, ¡ah!, lo más terrible de todo, se había interpuesto entre ellos tan
efectivamente que Sweyn era ciego y sordo en lo tocante a ella, resentido por la interferencia,
arbitrario más allá de la razón.
Un temor y perplejidad inconmensurables se cernieron sobre él. Toda para él, la carga era
abrumadora, una profecía de calamidades innombrables, basada en su pavoroso descubrimiento,
arrojada sobre él, aplastando la esperanza de poder soportar el destino que se avecinaba.
Mientras, Sweyn observaba a su hermano, a pesar de encontrarse constantemente con la mirada
de Christian con una extraña expresión de dolor indefenso, que bastaba para descomponer al airado
agresor. «¡Como un perro apaleado!», se dijo para sí mismo, invocando al desprecio para poder
soportar el arrepentimiento. La observación le hizo preguntarse por el estado de agotamiento de
Christian. La trabajosa respiración y la inercia de sus miembros sin duda hablaban de un inusual y
prolongado esfuerzo. ¿Y por qué las casi dos horas de ausencia habían sido seguidas por una
hostilidad abierta contra Piel Blanca?
De repente, los fragmentos de la cantimplora le dieron la pista, lo adivinó todo y se quedó
mirando fijamente y asombrado a su hermano. Olvidó que el plan había sido contra Piel Blanca, lo
que exigía desprecio y resentimiento por su parte. Eso quedó barrido del recuerdo ante la
estupefacción y admiración por la hazaña de velocidad y resistencia. Deseoso de preguntarle, se
inclinaba por hacer algo generoso y ofrecerle sinceramente arreglar las cosas, pero el estado
lamentable de Christian y su triste mirada le provocaron el deseo de justificarse recordando la ofensa
de sus intolerables palabras acerca de Piel Blanca, y el impulso pasó. Luego otras consideraciones
aconsejaron silencio, y después se apoderó de él la idea de esperar a ver cómo Christian encontraba
la ocasión de hablar de su hazaña y que quedase constancia, sin provocar el ridículo a causa del
descabellado encargo.
Esa expectación quedó sin satisfacer. Christian no pronunció la orgullosa declaración que habría
dejado constancia de su gesta para que fuese contada a generaciones posteriores.
Esa noche Sweyn y su madre hablaron largo y tendido, dando forma de certeza a la sospecha de
que la mente de Christian se había desequilibrado y tratando de su evidente causa. Sweyn,
declarando su propio amor por Piel Blanca, sugirió que su desgraciado hermano sentía una pasión
similar, siendo ellos gemelos tanto en amor como en nacimiento, y que los celos y la desesperación
habían cambiado su amor por odio hasta que la razón cedió por la tensión y desarrolló una locura,
cuya malicia y traición convirtieron en una fuerza grave y peligrosa.
Así teorizaba Sweyn, convenciéndose a sí mismo mientras hablaba, convenciendo más tarde a
otros que mostraron sus dudas sobre Piel Blanca, frenando su juicio defendiéndola, y con su acérrima
defensa de la apresurada partida de la muchacha silenciando sus propias dudas ante lo inexplicable
de su conducta.
Pero pasó poco tiempo y Sweyn perdió su ventaja a causa de un nuevo horror en la casa. Trella
había desaparecido, y su final era un misterio. La pobre anciana había salido un día de sol a visitar a
una comadre postrada en cama que vivía más allá de la arboleda. Se la vio por última vez bajo los
árboles, esperando a su acompañante, que había vuelto a por un regalo olvidado. Rápidamente saltó
la alarma, llamando a todos los hombres en su busca. Se encontró su bastón entre los matojos a unos
pocos pasos del camino, pero no había rastros ni manchas, pues un fuerte viento estaba derribando la
nieve de las ramas y ocultaba toda señal de cómo había muerto.
Tan aterrada estaba la gente de la granja que ninguno osaba salir solo en la búsqueda. Uno podía
estar preparado contra peligros conocidos, pero no contra esta muerte subrepticia que caminaba
invisible de día, que se llevaba al niño que jugaba y a la anciana, ya tan cercana a su tumba, sin hacer
distinciones.
—¡Besó a Rol, besó a Trella! —así repetía Christian una y otra vez, hasta que Sweyn se lo llevó
y forcejeó para mantenerlo apartado, aunque en su agonía de dolor y remordimientos se acusaba
absurdamente a sí mismo de ser responsable de la tragedia, y daba claras muestras de que el cargo de
locura estaba bien fundado si las miradas extrañas y las palabras desesperadas e incoherentes eran
prueba suficiente.
Pero de ahí en adelante todo el razonamiento y la autoridad de Sweyn no pudo colocar a Piel
Blanca por encima de toda sospecha. No se le pidió que la defendiese de la acusación cuando volvió
a silenciar a Christian, pero sabía bien cuál era el significado de ese acto. Que ya no oía el nombre
de ella, antes pronunciado alegremente y a menudo. Sólo se mencionaba en susurros que no podía
entender.
El paso del tiempo no barrió los miedos supersticiosos que Sweyn despreciaba. Estaba furioso e
inquieto, deseoso de que volviese Piel Blanca, y que, simplemente por su graciosa presencia,
recuperase el favor de los granjeros, pero dudaba de si toda su autoridad y ejemplo podría evitar que
ella se diese cuenta del cambio en la bienvenida, y vio claramente que Christian sería ingobernable,
y podría ser capaz de algún ataque peligroso.
Por un tiempo, las diferencias entre los gemelos se hicieron más marcadas. Por parte de Sweyn,
un aire de rígida indiferencia, por parte de Christian, por un silencio desesperado y una nerviosa y
aprensiva vigilancia de su hermano. Sumado a sus remordimientos y premoniciones, el desprecio de
Sweyn le pesaba intolerablemente, y el recuerdo de su violenta ruptura era un dolor incesante. El
hermano mayor, autosuficiente e insensible, no podía saber lo profundamente que dolía su rudeza.
Una profundidad y fuerza de afecto como las de Christian le eran desconocidas. El leal sometimiento
que no podía apreciar lo habían animado a dominar; esta tozuda oposición a su razón y voluntad la
consideraba como malicia furiosa, si no auténtica locura.
Vigilar a Christian lo irritaba incesantemente, y preveía que el resultado sería la vergüenza y el
peligro. Por lo tanto, para acallar sus sospechas, juzgó que sería adecuado hacer movimientos para
firmar la paz. Fue muy sencillo. Un poco de amabilidad, unas pocas muestras de consideración, un
ligero regreso a la vieja tiranía fraternal, y Christian respondió con agradecimiento y alivio que lo
habrían conmovido si lo hubiese entendido todo, pero que, en lugar de eso, aumentaron su desprecio
secreto.
Tanto éxito tuvo su amabilidad que, cuando, más tarde, llegó un mensaje transmitido por Sweyn
llamando a Christian a un lugar lejano, éste no dudó de su autenticidad. Cuando su paseo demostró
ser inútil, volvió sobre sus pasos, y lo único en lo que pensaba era en un error o un malentendido. No
fue hasta que vio la casa, entre las colinas nevadas, que el vivido recuerdo del momento en que había
rastreado a aquel horror hasta la puerta dio paso a un intenso temor y con él a una borrosa sospecha.
Aferró con más fuerza la lanza que usaba de bastón. Todos sus sentidos estaban alerta, todos los
músculos tensos. La emoción lo empujaba, la prudencia lo controlaba, y ambas dirigían sus largos
pasos rápida, silenciosamente, hacia el clímax que sentía que se acercaba.
Al acercarse a las puertas exteriores, una sombra se agitó y se movió, como si el gris de la nieve
hubiese adquirido movimientos independientes. Una sombra más oscura se quedó y se giró hacia
Christian, haciendo que se le helase la sangre de desesperación.
Sweyn estaba ante él, y desde luego, la sombra que se había ido era Piel Blanca.
Habían estado juntos, y cerca. ¿No había estado ella en sus brazos, lo bastante cerca para que se
juntasen sus labios?
No había luna, pero las estrellas daban suficiente luz para mostrar que el rostro de Sweyn estaba
arrebolado y exultante. El color permaneció, aunque la expresión cambió rápidamente al ver a su
hermano. ¿Cómo, si Christian lo había visto todo, debería enfrentarse a sus arrebatos de locura?
¿Con resolución? ¿Con indiferencia? Se detuvo entre ambas y, como resultado, se pavoneó.
—¿Piel Blanca? —preguntó Christian, ronco y sin aliento.
—¿Sí?
La respuesta de Sweyn era una pregunta, con una entonación que implicaba que estaba
despejando el camino para la acción.
De Christian salió: «¿La has besado?», como un golpe directo, asombrando a Sweyn ante la pura
fuerza de su temeridad.
Enrojeció aún más, y aun así medio sonrió por su éxito. Si de verdad hubiera existido entre él y
Christian la rivalidad que imaginaba, en su cara había la suficiente indolencia del triunfo como para
provocar una ira celosa.
—¡Te atreves a preguntarlo!
—¡Sweyn, oh, Sweyn, debo saberlo! ¡Lo has hecho!
El tinte de desesperación y angustia en su tono enfadaron a Sweyn, que lo entendió mal. Los celos
que provocaban esa interpretación eran intolerables.
—¡Necio loco! —dijo, ya sin contenerse—. Consíguete tu propia mujer para besarla. Deja en paz
a la mía sin preguntas. ¡Una mujer como la que yo desearía besar es una mujer que nunca te permitiría
que la besaras!
Entonces Christian entendió su suposición.
—¡Yo…! —gritó—. Piel Blanca… ¡esa Cosa letal! Sweyn, ¿estás ciego o loco? ¡Yo te salvaría
de ella, es una mujer-lobo!
Sweyn volvió a irritarse ante la acusación, una venganza miserable, como él lo entendía y, en un
instante, por segunda vez, los hermanos peleaban.
Pero Christian estaba ahora demasiado desesperado para ser escrupuloso, pues una borrosa
visión le había sugerido una posibilidad, y para seguirla era necesario estar libre de los golpes de su
hermano. ¡Gracias a Dios estaba armado, y así era el igual de Sweyn!
Enfrentándose a su atacante con la lanza, subió los brazos, y con el extremo romo golpeó tan
fuerte que se cayó. El corredor inigualable saltó en el instante, para perseguir una idea desesperada.
Sweyn, al ponerse en pie, estaba tan sorprendido como enfadado ante esta innombrable huida. Sabía
en el fondo que su hermano no era un cobarde, y que era poco propio de él retirarse de una pelea
porque la derrota fuese segura, y la cruel humillación a manos del vengativo vencedor fuera
probable. Era muy consciente de la inutilidad de perseguirlo. Debía guardar su rabia, sabiendo que
llegaría su ventaja. Dado que Piel Blanca se había ido hacia la derecha y Christian hacia la
izquierda, no se le ocurrió que pudiesen encontrarse. Y ahora Christian, actuando según la borrosa
visión que había tenido de algo que se movía contra el cielo a lo largo de la cresta de las colinas en
el momento en que Sweyn se lanzaba hacia él, apostaba su única esperanza en aquello y en su
velocidad superlativa. Si lo que había visto era de verdad a Piel Blanca, supuso que dirigía sus
pasos hacia los eriales abiertos, y había una posibilidad de que, en una carrera en línea recta y un
desesperado y peligroso salto sobre un precipicio, podía alcanzarla o adelantarla. ¿Y cuando lo
lograse? No lo había pensado.
Pasó la rápida y fiera carrera y el riesgo de muerte en el salto, y se detuvo en una hondonada para
recuperar el aliento. ¿Llegaría? ¿Se habría ido?
Llegó.
Llegó deslizándose con un paso veloz, insonoro, que no era ni andar ni correr. Tenía los brazos
doblados entre sus pieles, que estaban ajustadas al cuerpo. Las cintas blancas de su cabeza estaban
recogidas y atadas debajo de su cara. Sus ojos estaban fijos en la distancia. Así marchaba hasta que
el equilibrado balanceo de su paso se vio detenido por Christian.
—¡Piel!
Inhaló rápidamente al sonido de su nombre así mutilado, y vio al hermano de Sweyn. Sus ojos
centellearon, levantó el labio superior y mostró los dientes. La mitad de su nombre, impreso con un
sentido ominoso según lo había pronunciado él, le advirtió de la presencia de un enemigo mortal.
Aun así, ella abrió su capa y habló con suavidad como una mujer:
—¿Qué quieres?
Entonces Christian respondió con su solemne y temible acusación:
—Besaste a Rol… ¡y Rol está muerto! Besaste a Trella: ¡ella está muerta! ¡Has besado a Sweyn,
mi hermano, pero él no morirá! —y añadió—: Vivirás hasta medianoche.
El filo de sus dientes y el destello de sus ojos quedaron un momento fijos y su mano derecha bajó
hasta la empuñadura del hacha. Entonces, sin una palabra, se apartó de él, y salió corriendo
rápidamente sobre la nieve.
Y Christian salió corriendo, y la siguió velozmente sobre la nieve, por detrás, pero a media
zancada de su lado.
Así fueron corriendo juntos, en silencio, hacia los vastos eriales de nieve, donde nada vivo
excepto ellos dos se movía bajo las estrellas de la noche.
Nunca antes se había regocijado igual Christian de sus poderes. El don de la velocidad y la
práctica del uso y la resistencia ahora le resultaban valiosísimas. Aunque quedaban horas hasta
medianoche, tenía confianza en que, fuese donde fuese esa Cosa, por mucha prisa que se diera, no
podía correr más que él ni huir. Entonces, cuando llegase el momento de la transformación, cuando el
cuerpo de mujer ya no fuese un escudo contra la mano del hombre, podría matar o morir para salvar a
Sweyn. Había golpeado a su querido hermano en un momento de extrema necesidad, pero no podía,
aunque la razón le urgía a ello, golpear a una mujer.
Corrieron uno, dos kilómetros. Piel Blanca siempre delante, Christian siempre a igual distancia a
su lado, de vez en cuando tan cerca que sus pieles le tocaban. Ella no dijo una palabra, tampoco él.
Nunca volvió la cabeza para verle, ni giró para evitarlo, sino que, con la cara hacia delante, corrió
en línea recta, sobre terreno desigual, sobre terreno liso, consciente de su cercanía por el ruido
constante de sus pies y el de su respiración.
Durante un tiempo ella aceleró el paso. Desde el principio, Christian había juzgado que su
velocidad era admirable, pero con exultante seguridad en su propio talento y resistencia fueran
cuales fueran sus esfuerzos. Pero, cuando aceleró el ritmo, se vio puesto a prueba como nunca lo
había sido en ninguna carrera. Los pies de ella, sin duda, eran más rápidos que los de él. Sólo por la
longitud de sus zancadas podía mantener su puesto al lado de ella. Pero su corazón era resuelto, y aún
no temía fallar.
Así siguió la desesperada carrera. Sus pies levantaban la nieve en polvo, su respiración formaba
vapor en el aire helado y se habían ido antes de que el aire quedase limpio de nieve y vapor. De vez
en cuando, Christian alzaba la cabeza para juzgar, por las estrellas, la llegada de la medianoche.
Tanto tiempo… ¡tanto tiempo!
Piel Blanca continúo sin descanso. Ella, era evidente, tenía confianza en que su velocidad era
inigualable, y estaba tan resuelta a correr más que su perseguidor como éste de aguantar hasta
medianoche y cumplir su propósito. Y Christian continuó, aún seguro de sí mismo. No podía fallar,
no fallaría. Vengar a Rol y a Trella era motivo suficiente para hacer lo que haría cualquier hombre,
pero más aún por Sweyn. Ella había besado a Sweyn, pero él no moriría. Si tenía que salvar a Sweyn
no podía fallar.
Nunca se vio una carrera como ésta. No, no cuando en la vieja Grecia hombre y doncella
corrieron juntos con dos destinos en juego. Pues la carrera continuaba a plena velocidad, mientras
salía estrella tras estrella, camino de la medianoche, durante una, dos horas.
Entonces Christian vio y oyó lo que le provocó miedo. En una arboleda que había sobre una
ladera, vio moverse algo oscuro, y oyó un ladrido, seguido de un pavoroso grito, y la oscuridad se
extendió sobre la nieve. Una manada de lobos en persecución.
De las bestias poco tenía que temer, al ritmo que llevaba podría distanciarlas, moviéndose las
bestias a cuatro patas. Pero por los trucos de Piel Blanca sentía una aprensión infinita, pues quizá
tomaría ventaja de los salvajes colmillos de esos lobos, siendo como era medio loba. Ella no les
concedió ni una mirada ni una señal, pero Christian, en un impulso por asegurar que no escaparía de
él, agarró la parte de atrás de sus pieles, aún corriendo.
Ella se volvió como un rayo con un gruñido bestial, con los dientes y los ojos brillándole de
nuevo. Su hacha relampagueó, arriba, abajo, atacando a la mano. La habría cortado a la altura de la
muñeca, pero él la paró con la lanza. Aun así, atravesó la lanza y destrozó los huesos de la mano con
el mismo golpe, de modo que él le soltó la capa.
Volvieron a correr como antes, y Christian no perdía el ritmo, aunque su mano izquierda colgaba
inútil, sangrando y rota.
El gruñido, indudable, y aunque modificado por los órganos de mujer, la furia despiadada que
mostraba en dientes y ojos y el agudo dolor de su golpe mutilador hicieron que Christian ignorase a
las bestias de atrás, ya que ahora se daba cuenta del peligro infinitamente mayor que tenía ante él en
forma de esa Cosa letal.
Cuando recordó mirar atrás, ¡helos!, la manada había alcanzado sus pasos, y se apartaron
instantáneamente, intimidados. Los ladridos de persecución se habían tornado gemidos y lloros. Esa
criatura era tan aberrante para bestias como para hombres.
Se había envuelto en las pieles, de modo que, en lugar de flotar sueltas hasta sus tacones, ahora
nada colgaba por debajo de sus rodillas, y esto sin siquiera frenar su fabulosa velocidad ni
entorpecer su paso. Mantenía la cabeza como antes, sus labios apretados, y sólo la tensa nariz
revelaba su respiración, no había señal de cansancio que hablase del gran esfuerzo de esa terrible
velocidad.
Pero en Christian ya se notaba palpablemente el esfuerzo. La cabeza le pesaba, y la respiración
se le volvió trabajosa. La lanza habría sido una carga ahora. Su corazón latía como un martillo, pero
tal insensibilidad oprimía su cerebro que sólo por pasos podía darse cuenta de su triste estado.
Herido y desarmado, persiguiendo a esa horrible Cosa, que era una mujer fiera, desesperada y
armada con un hacha, y que asumiría la forma de la aún más formidable fiera con colmillos.
Y a las estrellas lejanas les quedaba aún casi una hora antes de la medianoche.
Tan perdido andaba su cerebro que tuvo la impresión de que ella huía de las estrellas de
medianoche, que avanzaban tan lentamente que había pasado un tiempo equivalente a días y más días,
y que pasarían días y más días antes del final. A no ser que ella frenase o él fracasase.
Pero no fracasaría.
¿Cuánto tiempo llevaba rezando así? Había empezado con tal confianza y seguridad que no sentía
la necesidad de esa ayuda, y ahora parecía que era el único medio de evitar que su corazón se
hinchase más allá de lo que podía albergar su cuerpo, de prevenir que su cerebro se le atrofiase. Una
criatura de dientes afilados rasgaba y tiraba de su inútil mano izquierda. No la veía, no podía
sacudírsela, pero rezaba para que se fuese.
Las claras estrellas ante él empezaron a temblar, y él supo por qué: temblaban a la vista de lo que
había detrás de él. Nunca antes había supuesto que hay cosas extrañas que se ocultan de los hombres
fingiendo ser montículos cubiertos de nieve o árboles que se balancean, pero ahora surgían de sus
inofensivos escondites para seguirlo, y burlarse ante su impotencia de hacer que una Cosa de su
familia decidiese volver a su verdadero cuerpo. Sabía que tras él había una multitud, oía el zumbido
de innumerables susurros juntos, pero sus ojos no podían verlos, eran demasiado veloces y ágiles.
Pero sabía que estaban allí, porque, al echar un vistazo hacia atrás, vio los montículos nevados
elevarse cuando movían las tapas para volver a esconderse, vio los árboles moverse y camuflarse
entre las ramas.
Y tras esa mirada, durante un rato las estrellas dejaron de titilar, y un momento infinito de
silencio se cayó sobre el mundo helado y gris, sólo interrumpido por los veloces ruidos de pisadas, y
las suyas, más lentas pero de zancada más larga, y el sonido de su respiración. Y en un momento de
iluminación, supo que su única preocupación era mantener su velocidad a pesar del dolor y la
amargura, negarle a ella con todas sus fuerzas su capacidad de correr más que él o de agrandar el
espacio entre ellos hasta que las estrellas llegasen a la medianoche. Entonces volvió a surgir esa
multitud invisible, zumbando y corriendo por detrás, en número suficiente, lo sabía, para ocultar las
estrellas a su espalda, pero siempre apartándose de su vista.
Un horrible parón detuvo la carrera. Piel Blanca giró y saltó a la derecha, y Christian,
desprevenido ante tan súbita parada, vio cerca de sus pies la boca de un profundo pozo, y se encontró
incapaz de frenar su ímpetu. Pero al pasar, la agarró a ella, aferrando su brazo derecho con su única
mano buena, y los dos giraron juntos en el borde.
El esfuerzo de ella por salvar la vida fue lo suficientemente vigoroso para contrarrestar el
impulso de él, y los puso a salvo a ambos.
Entonces, antes de que estuviese seguro de que no iban a perecer en esa caída, la vio rechinar los
dientes con pálida y salvaje furia mientras forcejeaba por liberarse y, dado que él aferraba su mano
derecha, usó el hacha con la izquierda, golpeándolo.
El golpe fue lo suficientemente efectivo. Su brazo derecho cayó inerme, herido y con un hueso
roto que chirrió con un espantoso dolor cuando él lo dejó colgando cuando volvió a echar a correr
para recuperar los pocos pasos que ella le había ganado cuando él se detuvo por la conmoción.
La casi fuga y este nuevo dolor agudo volvieron a despertar y agudizar todas sus facultades.
Sabía que lo que seguía era con toda seguridad la muerte animada. Herido e indefenso, estaba
completamente a su merced si ella se diese cuenta y pasase a la acción. Incapaz de vengar, incapaz de
salvar, su desesperación por Sweyn lo empujaba a seguir, seguir y preceder en la muerte al
condenado por un beso. ¿Sería posible que fracasara en perseguir a esa Cosa hasta medianoche,
cuando cambiase la forma femenina, atractiva y traicionera, y reducir a la bestia, lo que significaba
el último viso de esperanza que quedaba de su confiado propósito?
«¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!», creía estar rezando, aunque de su corazón no surgía más que esto:
«¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!»
Ya había pasado la mitad de los cuartos de la hora que quedaba para medianoche, y las estrellas
estarían en lo alto en minutos, y de nuevo su hinchado corazón, su empequeñecido cerebro y la
enfermiza agonía que le colgaba a cada lado del cuerpo conspiraban para debilitar la voluntad que
parecía imperar sobre sus pies.
Ahora el cuerpo de Piel Blanca estaba tan envuelto en las capas que ningún borde aleteaba. Se
estiró hacia delante quedando extrañamente escorada, inclinándose desde la postura recta de un
corredor. A veces cubría la distancia con largos saltos, con un incremento en su velocidad que
Christian agonizaba por igualar.
Como las estrellas señalaban que se acercaba el fin, la negra manada volvió a aparecer detrás, y
le siguió haciendo ruido. ¡Ah! Si se quedasen callados y quietos, se quitasen sus habituales máscaras
para animar con su interés la última carrera de su más letal congénere. ¿Qué forma tenían? ¿Llegaría
a saberlo? Si no fuese porque tenía que obligar a la Cosa que corría ante él a que tomase su forma
verdadera, se daría la vuelta y los seguiría. No… no… eso no. Si pudiese hacer cualquier cosa
menos lo que hacía, correr, correr y correr sufriendo esta agonía, se quedaría quieto y moriría para
evitarse el dolor de respirar.
Empezó a sentirse desconcertado, inseguro acerca de su propia identidad, dudando de su
verdadera forma. No podía ser un verdadero hombre, igual que esa Cosa que corría no era una
verdadera mujer, su auténtico cuerpo estaba oculto bajo la apariencia de un hombre, pero qué era, lo
ignoraba. Y también ignoraba cuál era la verdadera forma de Sweyn. Sweyn estaba caído a sus pies,
donde le había golpeado, había golpeado a su propio hermano. Tropezó con él, y tuvo que saltar por
encima y correr más deprisa porque la que había besado a Sweyn corría muy deprisa. «¡Sweyn,
Sweyn, oh, Sweyn!»
¿Por qué las estrellas habían dejado de brillar? ¡Seguro que había llegado la medianoche!
Mientras se inclinaba y saltaba, la Cosa le miró con una mirada salvaje y fiera, y se rió con un
desprecio feroz y triunfal. Él comprendió enseguida por qué: en apenas unos segundos, ella se le
habría escapado definitivamente. A un lado aparecía una cuesta de hielo; al otro había una subida que
caía hacia delante. Entre ambas había espacio para plantar un pie, pero no para soportar un cuerpo.
Pero un marojo de enebro que sobresalía podía proporcionar un agarre lo bastante seguro para que
una persona, de un decidido tirón, saltase por encima del peligro y se posase en lugar seguro.
Aunque los primeros segundos del último momento desaparecían, ella se atrevió a echar una
mirada maligna hacia atrás y reírse del perseguidor, impotente para alcanzarla.
La crisis adquirió tintes convulsos en su último y supremo esfuerzo: su voluntad surgió
indomable, su velocidad se demostró aún incomparable. Saltó impulsándose, la adelantó antes de que
su risa tuviese tiempo de desvanecerse, y se giró, taponando el camino y preparándose para oponerse
a ella.
Ella se abalanzó desesperada, fintando con la mano derecha y luego se tiró hacia él con un salto
como el que da una bestia salvaje cuando se lanza a matar. Y él, incluso con una mano fuerte y un
brazo que no podía guiar ni agarrar, la atrapó. Cayeron juntos. Al sentir cómo se le resbalaba el
brazo y se le debilitaba la mano, y para evitar la temible agonía del hueso destrozado, mordió y
agarró la túnica mientras ella luchaba y se retorcía escapándose del agarrón, victoriosa.
Sacó el hacha como el rayo y le golpeó en el cuello, profundamente, una, dos veces, mientras a él
se le escapaba la sangre, manchándole los pies.
Las estrellas alcanzaron la medianoche.
El grito de muerte que oyó no era el suyo, pues sus dientes apenas se habían relajado cuando
sonó, y el pavoroso grito comenzó como un gemido de mujer y luego cambió y terminó como el
aullido de una bestia. Y antes de que el vacío final se apoderase de sus ojos moribundos, vio que
había sido Ella quien lo había proferido, y vio aún más: que la Vida cedía paso a la Muerte, sin
motivo aparente, de modo incomprensible.
Pues no podía saber que ningún agua bendita podía ser tan bendita, tan potente a la hora de
destruir a un ser maligno, como la sangre de un corazón puro derramada en beneficio de otro en un
acto de libre devoción.
La propia realidad oculta que había deseado conocer se hizo palpable, reconocible. Esto fue lo
que sintió: la alegre y pletórica esperanza de haber salvado a su hermano; demasiado desbordante
para que la contuviese el limitado cuerpo de un solo hombre y que anhelaba una nueva encarnación,
infinita como las estrellas.
La verdadera realidad era que el cerebro del hombre se encogió, se encogió hasta que se quedó
en nada, que el cuerpo del hombre no pudo retener el tremendo dolor de su corazón y lo expulsó a
través de la herida abierta en el cuello y que el silencio volvía presto por detrás de él, reforzado por
aquella forma que se disolvía y se perdía de su vista, de su oído, de sus sentidos.

***

Con el gris despertar del día, Sweyn se topó con las huellas de un hombre, de un corredor, según
vio en la nieve, y la dirección que habían seguido despertó su curiosidad, pues un poco más adelante
el trayecto no tenía más remedio que cruzarse con el borde de un gran precipicio. Se volvió a
rastrearlas. Y, al hacerlo, la longitud de los pasos le llamó la atención: era un paso largo, como el
suyo propio si echase a correr. Sabía que estaba siguiendo a Christian.
En su ira, había endurecido su corazón a la ausencia de su hermano; pero ahora, viendo hacia
dónde se dirigían las pisadas, se sintió víctima del remordimiento y el temor. No había pensado ni se
había preocupado por su pobre y agitado gemelo, quien podría (¿sería posible?) haberse precipitado
a una frenética muerte.
Se le paró el corazón al llegar al lugar donde había tenido lugar el salto. También había caído un
montoncillo de nieve, y al asomarse no vio abajo más que nieve. Corrió por el borde del abismo
unos doscientos metros, hasta llegar a una bajada por la que pudo resbalar y bajar, y llegar al fondo
donde se encontraba la nieve apilada. Allí vio que la vigorosa carrera había vuelto a empezar.
Se quedó pensando, perplejo de que un hombre hubiese dado aquel salto al que él no se había
atrevido, perplejo de haberse engañado al extremo de sentir emociones tan dolorosas, intentando
infructuosamente adivinar el motivo de Christian para seguir tan alocada carrera. Y así llegó al lugar
donde las pisadas se doblaban.
Estas otras eran pisadas pequeñas, como las de una mujer, aunque la distancia de una a otra era
mucho mayor de la que permitiría una falda.
¿No serían las pisadas de Piel Blanca?
Una espeluznante suposición lo asaltó; tan espeluznante que retrocedió incrédulo. Pero el rostro
se le volvió gris ceniza, y dio un grito sofocado para recuperar el movimiento de su corazón roto.
¿Increíble? Una investigación más atenta mostró cómo las pisadas más pequeñas habían cogido
velocidad, golpeando la nieve con mayor profundidad, ejerciendo una presión más débil en los
talones. ¿Increíble? ¿Podía alguna mujer, excepto Piel Blanca, correr así? ¿Podía algún hombre,
excepto Christian, correr así? La suposición se convirtió en certeza. Estaba siguiendo el rastro donde
en la noche oscura Piel Blanca había huido de la persecución de Christian.
Una villanía tal prendió en su corazón y en su cerebro el fuego de la ira y la indignación. Una
villanía tal cometida por su propio hermano, hasta entonces digno de amor y de elogio aunque
neciamente manso. Mataría a Christian; si tuviese tantas vidas como huellas había dejado, la
venganza exigiría que las tomase todas. Las siguió apresurado, en una tempestad de odio asesino,
pues el rastro era bastante evidente, empezando con un arranque de velocidad imposible de mantener
y que pronto lo devolvió a un paso lento para recuperar su aliento agotado y entrecortado. Maldijo a
Christian en voz alta y gritó el nombre de Piel Blanca en un frenético clamor apasionado. Su dolor
era ira ante la intolerable angustia de pena y vergüenza al pensar que su amor, Piel Blanca, que había
partido libre y radiante tras su beso, era perseguida inmediatamente después por su hermano loco de
celos y huía por su vida mientras su amante estaba tranquilamente en la casa. Si lo hubiese sabido,
rabió, en una impotente rebelión ante la crueldad de los sucesos, si hubiese sabido que su fuerza y su
amor hubiesen podido salir en su defensa… ahora el único servicio que podía rendirle era matar a
Christian.
Él sabía que como mujer no tenía rival en velocidad ni fuerza, pero Christian no tenía rival en
velocidad entre los hombres ni era sencillo superar su fuerza. Por valiente, rápida y fuerte que fuese,
¿qué oportunidad podría tener contra un hombre de esa fuerza y altura, que además estaba
enloquecido y rabioso de venganza contra su hermano, su victorioso rival?
Kilómetro tras kilómetro siguió con el corazón encendido; el caso parecía cada vez más
lastimoso, más trágico ante la evidencia de la espléndida superioridad de Piel Blanca, resistiendo
tanto tiempo la famosa velocidad de Christian. Tanto, tanto parecía haber resistido que su amor y
admiración crecieron más y más, y su dolor e indignación también. Allá donde el rastro estaba nítido,
corría con tal temeraria prodigalidad de fuerzas que pronto se agotaba, y se arrastraba penosamente
hasta que, a veces en el hielo de un lago, a veces en un punto barrido por el viento, se perdía todo
rastro. Sin embargo, tan directa había sido su marcha que siguiendo recto y luego mirando a ambos
lados volvía a encontrar el rastro.
Pasaron horas y horas, más de la mitad de aquel día de invierno antes de que llegase al lugar
donde la nieve pisoteada mostraba que había tenido lugar un guirigay de pisadas… ¡y desaparecían!
Pisadas de lobo… ¡sorprendentemente desaparecidas! Sólo un poco más allá encontró la cortada
punta de lanza de Christian; más allá aún vio dónde había caído el resto de la inútil vara. Ahí la
nieve estaba salpicada de sangre y las pisadas de ambos estaban muy cerca unas de otras. Salió de él
un ronco sonido de júbilo que podría haber sido una risa de haber tenido suficiente aliento. «¡Oh,
Piel Blanca, mi valiente, mi desdichada amada! ¡Buen golpe!», gruñó, dividido entre la pena y una
gran admiración, pues estaba seguro de que ella se había girado y asestado un golpe.
La vista de la sangre lo había excitado como le hubiera ocurrido a una bestia hambrienta.
Enloqueció con el deseo de agarrar de nuevo a Christian por el cuello, y esta vez sin soltarlo hasta
arrancarle la vida, o quitársela a golpes, o a puñaladas. O de todas esas maneras, y también hacerle
pedazos. Y, ¡ah!, entonces, y no antes, se desharía en lágrimas como un niño, como una niña, por el
triste destino de su amor perdido.
Adelante, adelante, adelante… el tiempo pasaba dolorosamente, esforzándose y afanándose en
rastrear a aquellos dos soberbios corredores, consciente de lo maravilloso de su resistencia, pero
ignorante de lo maravilloso de su velocidad, que les había permitido cubrir tan vasta distancia en las
tres horas anteriores a medianoche, una distancia que él sólo podía atravesar de crepúsculo a
crepúsculo. Pues se estaba acabando el día cuando llegó al borde de un viejo pozo de marga y vio
cómo los dos que habían pasado antes que él habían chocado y trastabillado juntos en una
desesperada maniobra en el mismo abismo. Y ahí las manchas frescas de sangre le hablaron de una
valiente defensa contra su infame hermano, y siguió por donde la sangre había goteado hasta que el
frío había restañado su manar, gratificándose salvajemente en esta prueba de que Christian había
sufrido una herida profunda, reanudando su deseo salvaje de hacer lo mismo con más precisión,
calmando así su odio asesino. Y empezó a comprender que, entre toda su desesperación, había
mantenido un germen de esperanza, que crecía poco a poco, regado por la sangre de su hermano.
Siguió adelante como pudo, acuciado ora por un acceso de esperanza, ora por la desesperanza,
agonizando por llegar al final, por terrible que fuese, enfermo por el dolor de la distancia que lo
había retrasado.
Y la luz se marchitaba en el cielo, dando lugar a unas estrellas inseguras.
Llegó al final.
Dos cuerpos yacían en un lugar estrecho. Uno era el de Christian, pero el otro, más allá, no era el
de Piel Blanca. Allí donde terminaban las pisadas yacía un gran lobo blanco.
Al ver esto, la fuerza de Sweyn saltó en pedazos y cayó fulminado de rodillas en cuerpo y alma.
Las estrellas ya brillaban firme e intensamente antes de que se moviese de donde había caído.
Muy débilmente se arrastró hasta su hermano muerto, le puso las manos encima y así se agazapó,
temeroso de mirar o de moverse más.
Frío, rígido, llevaba horas muerto. Aun así, el cadáver era su único refugio y sostén en aquella
pavorosa hora. Su alma, privada de toda comodidad escéptica, se encorvó tiritando, desnuda,
abyecta, y el vivo se aferró al muerto en patética necesidad de gracia por parte del alma que había
fallecido.
Se alzó de rodillas, levantando el cuerpo. Christian había caído de cara en la nieve, con los
brazos abiertos y en esa postura el hielo lo había vuelto rígido; extraño, horrible, sin ceder a los
brazos de Sweyn, de modo que lo volvió a soltar y se acuclilló por encima, rodeándolo con los
brazos y lanzando un gemido que venía de su corazón roto.
Cuando al fin encontró las fuerzas para levantar el cuerpo de su hermano y llevarlo en brazos,
pegado a su pecho, intentó mirar a la Cosa que yacía más allá. La visión le inmovilizó los miembros
de horror y pavor. Los sentidos le habían fallado por pura cobardía, pero la fuerza que le daba
sujetar al querido Christian en sus brazos le permitió obligarse a soportar la visión y que su cerebro
asimilase el aspecto completo de la Cosa. No estaba herida, sólo tenía manchas de sangre en los
pies. Las grandes y aterradoras mandíbulas se curvaban en una sonrisa, aunque rígida y muerta. Y no
podía soportar por más tiempo su beso, y se giró para no volver a mirar nunca más.
¡Y el cadáver que llevaba en sus brazos, conocedor del horror, lo había seguido y se había
enfrentado a él por su bien, había sufrido la agonía y la muerte por su bien, en el cuello tenía el
profundo corte mortal, un brazo y ambas manos estaban oscurecidos por la sangre congelada, por su
bien! Ahora que estaba muerto supo, como no había sabido mientras estuvo vivo, que él le había
profesado la medida adecuada de amor y adoración. Como por fuera él carecía de perfección y
fuerza comparables a las suyas, había tomado el amor y adoración de ese gran corazón puro como
algo que le debía; a él, tan indigno por dentro, tan ruin, tan despreciable; insensible y despreciativo
hacia el hermano que había entregado su vida por salvarlo. Anhelaba la destrucción completa para
evitarse el saberse indigno de un amor tan perfecto. La helada calma de la muerte en el rostro le
aterraba. No se atrevía a besarle con unos labios que habían maldecido de ese modo, con labios
mancillados por el horror que le había dado la muerte.
Luchó por ponerse en pie, aún agarrando a Christian. El muerto quedó en pie dentro de su abrazo,
rígido y helado. Los ojos no estaban cerrados del todo, la cabeza había quedado rígida, inclinada
ligeramente hacia un lado, los hombros permanecieron estirados y abiertos. Era la figura de un
crucificado, también con las manos ensangrentadas.
Así, vivo y muerto volvieron sobre las huellas que uno había pasado con el más profundo amor y
el otro con el más profundo odio. Toda aquella noche se afanó Sweyn a través de la nieve, llevando
el peso del muerto Christian, siguiendo las pisadas que antes había recorrido mientras agraviaba con
los pensamientos más viles y maldecía con odio asesino al hermano que, mientras tanto, yacía muerto
por su bien.
La fría y silenciosa oscuridad rodeaba al hombre fuerte, encorvado por su dolorosa carga. Y
sabía con certeza que aquella noche había entrado en el infierno, había caminado por el fuego
infernal en el camino de regreso a casa y sólo lo había soportado porque Christian estaba con él. Y
supo con certeza que, para él, Christian había sido como Cristo y había sufrido y muerto para
salvarlo de sus pecados.
Rosa Mulholland
(1841 - 1921)

“The Haunted Organist of Hurly Burly” (1891) es una ghost story de fuerte sabor folclórico, un
cuento de hadas «para adultos», ligero pero tenebroso, inquietante, al estilo de los escritos por E. T.
A. Hoffman. Pero también posee un vago acento malsano, enrarecido, como el de una habitación
cerrada durante largo tiempo sin ventilar, lo cual nos evoca a Sheridan le Fanu. Tan singular
mezcolanza de texturas se debe a la curiosa personalidad creativa de su autora, Rosa Mulholland,
escritora irlandesa casada con el prestigioso anticuario Victoriano sir John Gilbert, quien, además,
era un experto en el folclore de Irlanda e Inglaterra. La denominada «ciencia del folclore», una
combinación de términos aparentemente paradójicos, arrancó cuando los catedráticos de filología
alemana Jakob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) empezaron a datar los cuentos populares
de su país, registrando sus fuentes y analizando sus contenidos. Gilbert, atraído por sus trabajos, hizo
exactamente lo mismo, tarea en la que colaboró activamente su esposa.
De ahí que “The Haunted Organist of Hurly Burly” sea un relato de fantasmas y casas encantadas
alejado del tono mítico, legendario o sencillamente macabro, gótico, que menudeaba entonces en el
género. Hay sutiles pinceladas de todo ello, de acuerdo, pero su agazapado «Érase una vez»
impregna la narración de un hálito mágico, oscilante entre la fascinación y lo terrorífico. Por otra
parte, Rosa Mulholland, ferviente católica —y nacionalista irlandesa—, concibe “The Haunted
Organist of Hurly Burly” como un cuento «moral», en el que la virtud y el pecado, Dios y el Diablo,
se enfrentan para abordar supuestas verdades intemporales y universales a través del prisma de la fe.
Las preguntas a las que, según Bruno Bettelheim, responden los cuentos de hadas —«¿Cómo es el
mundo en realidad?» «¿Cómo tengo que vivir mi vida en él?»—, se vehiculan por medio de la
protagonista, una dama llamada Margaret Calderwood —que se enfrenta a una maldición demoníaca
con la entereza y ese punto de inocencia, por pura ignorancia, típico de las heroínas de cuentos de
hadas—, y de Lisa, una jovencita invitada por un espectro a tocar el órgano que permanece
silencioso en su casa natal de Inglaterra.
Rosa Mulholland estaba fascinada por los relatos terroríficos de su compatriota Sheridan le
Fanu, por lo que confirió a “The Haunted Organist of Hurly Burly” un matiz trágico y, al mismo
tiempo, escalofriante, digno de relatos como “El huésped misterioso” (The Mysterious Lodger,
1850) o “Relación de unas extrañas anormalidades en Augier Street” (An Account of Some Strange
Disturbances in Aungier Street, 1853), haciendo hincapié en la naturaleza corrupta del alma humana.
Para ello, Mulholland inventa el personaje de Lewis Hurly, una especie de sosias literario de sir
Francis Dashwood (1708-1781), fundador en 1751 del Hellfire Club (El Club del Fuego del
Infierno). Situado en las catacumbas de West Wycombe, en Chiltern Hills (Buckinghamshire) y en
Medmenham Abbey, ambas propiedad de sir Francis, era el punto de reunión del aristócrata y sus
amigos, quienes se entregaban a toda clase de excesos sexuales y etílicos —realizando bufos rituales
paganos en honor de Venus y Baco—, que algunos moralistas de la época definieron posteriormente
como «actos satánicos». Así, mucho antes de que Thomas De Quincey, Montague Summers y Daniel
P. Mannix abordaran su figura y las escabrosas actividades de sir Francis y su Club, la escritora
irlandesa nos habla de El Club del Diablo, donde Lewis Hurly «comenzó a practicar unos rituales no
precisamente santos en distintos puntos de la región. Tenían reuniones nocturnas entre las tumbas del
cementerio; a veces arrastraban hasta allí a niños, en unos casos, y a ancianos en otros, a los que
torturaban y hacían creer que enterrarían vivos; y, sobre todo, desafiaban a la muerte y, peor aún, a
todo lo que es sagrado…»
Rosa Mulholland nació en Belfast, en el seno de una prominente familia católica donde los
varones se dedicaron durante generaciones a la medicina. Quiso ser pintora, pero la lectura de las
obras de Charles Dickens la empujó, entusiasmada, a la literatura. Sus primeros éxitos como
escritora, The Wild Birds of Killeevy (1883) y Marcella Grace (1886), hablan de los problemas
socio-políticos de Irlanda bajo la dominación inglesa, y abogan por la creación de una aristocracia
católico-irlandesa que paliara los efectos negativos del feudalismo inglés. Su amor por la mitología y
costumbres célticas de su tierra radicalizaron sus ideas y actividades políticas, empezando a utilizar
en sus obras los términos «ellos» y «nosotros» para distinguir a los ingleses de los irlandeses.
Curiosamente, nunca vio una Irlanda libre, pues murió durante la Guerra de Independencia (1919-
1921). Empero, narraciones como “Not to be taken at Bed-time” (1865) —una de las más célebres,
todavía hoy, en los países de habla inglesa— o “The Ghost at the Rath” (¿?) la consagraron como una
de las grandes especialistas en el género, incluso más allá de su cultivo de la prosa, y cuyo ejemplo
más destacado lo hallamos en el poema gótico Love and Death (1895).
EL ORGANISTA FANTASMA DE HURLY BURLY
Sobre Hurly Burly[28] caía una gran tormenta con truenos y relámpagos. Todas las puertas estaban
cerradas; los perros de la casa permanecían en sus casetas; el río cercano, crecido por el diluvio que
caía, estaba a punto de desbordarse anegándolo todo, y ni los canalones ni las alcantarillas daban
abasto. A una milla del pueblo, sobre la gran mansión, los grajos se llamaban los unos a los otros con
sus graznidos, presos del terror que sentían, y los cervatillos del bosque oscuro asomaban
tímidamente sus cabezas tras los troncos de los árboles, mientras una mujer ya de edad, tras la puerta
cerrada de la casa, se ponía de pie después de haber rezado unas oraciones, y depositaba el misal en
una estantería mientras lamentaba el estado lamentable en que la lluvia iba dejando las rosas de julio
de su jardín, las cuales, ciertamente, perdían paulatinamente su belleza poco antes exquisita. Muchas
de ellas caían definitivamente muertas en los charcos; a otras, irremediablemente laceradas, se les
iban cayendo poco a poco los pétalos, al tiempo que los tallos, que a duras penas habían resistido el
ataque de la lluvia, parecían a punto de quebrarse allá donde aquella misma mañana Bess, la criada
de la señora de la casa, había recogido un magnífico ramo. También las hileras de blancas azucenas,
que bajo el sol anterior alcanzaran una perfección y gracia superlativas, perecían lenta e
inexorablemente en el barro y los charcos. Las ciruelas que crecían junto al muro del lado sur de la
finca exhalaban al caer el último hálito de su esencia, que antes de la tormenta había llenado el aire.
El cielo seguía oscuro; apenas prometía una tregua próxima, por encima de las altas copas de los
robles, y los pájaros se zambullían en la hiedra que cubría los muros de la finca y la fachada
principal de Hurly Burly.
Aquello ocurrió hace más de medio siglo, mas sabemos que la señora de Hurly Burly vestía
como era de rigor en aquel tiempo, y que tras los cristales de la ventana, sentada en su mecedora,
muy cerca del sillón donde estaba su marido, contemplaba la lluvia incesante, al tiempo que
observaba la tetera en el fuego y los panecillos tostándose, mientras la luz del día declinaba por
momentos. Podemos imaginarla con su tocado impoluto, con la blanca blusa bordada, con la negra
falda bien planchada hasta los tobillos, sin arrugas las medias y unos pompones en sus zapatos
brillantes; pero hay que decir, más allá de toda suposición, que aquella mujer tenía los ojos del color
de las lilas, satinada la piel, que a despecho de su edad mantenía muy tersa y delicada, y pálidos los
labios de línea muy fina y expresión dulce, todo lo cual le daba una prestancia angelical que la
protegía de las heridas que el paso del tiempo inflinge a la belleza.
Su esposo, un caballero, el señor de la casa, era un hombre apuesto y de carácter tan afable como
ella; de piel mucho más morena que la de su esposa, tenía grises los cabellos pero tan brillantes
como los de la dama; los años le habían llenado el rostro de arrugas, que no obstante le daban una
prestancia mayor, un aire infinitamente respetable bajo el que aún se percibía aquella determinación
que tuvo de joven, cuando fue más colérico y arrojado, incluso un sí es no es fanfarrón y jactancioso.
Pero el tiempo había hecho que sus párpados cayeran levemente, pacificándole la mirada, y que su
voz, ayer tronante, fuese ahora suave y profunda; y que sus pies, veloces cuando fue joven y
orgulloso, ahora lo llevaran despacio, con bastante solemnidad. De vez en cuando volvía los ojos
hacia su esposa, y ella le devolvía la mirada en silencio.
La señora de la casa no era una mujer muy alta, por lo que él le sacaba fácilmente una cabeza.
Formaban una pareja bien avenida, a pesar de sus diferencias, que las había. Ella hablaba con cierto
atropellamiento, como si de continuo estuviera nerviosa, pero con gran delicadeza y bondad siempre,
mientras él lo hacía pausado, reflexivo, con una inclinación cortés de la cabeza, interesándose mucho
por la persona con la que hablaba. Se llevaban mejor que antes, incluso mejor que cuando fueron más
jóvenes y más apasionados, como si la melancolía, y hasta la tristeza, los hubiese unido más
estrechamente con el paso de los años. Atrás habían quedado los tiempos en que ella le gritaba: «¡No
seas tan severo con nuestro hijo!», a lo que él respondía: «¡Lo estás arruinando con tu blandenguería
y tantos mimos!» Ahora, como ya se ha dicho, se contemplaban con mucha más ternura y
aquiescencia.
El salón en el que se hallaban estaba decorado a la antigua, con muebles regios. Había un piano,
un órgano y una guitarra, y se veían sobre una mesa un montón de partituras. En el suelo, alfombras en
las que predominaba el tono azul; y de tono azul predominante eran también las cortinas y algunas
figuritas de adorno que estaban sobre los muebles. Frente al ventanal ahora cerrado había un búcaro
siempre lleno de rosas frescas que todo lo llenaban, cuando las ventanas quedaban abiertas y entraba
por ellas el aire del jardín, de un aroma delicioso que se unía al del resto de las flores y que parecía
imbuido del canto de los pájaros y del brillo perlado de humedad de la hiedra. Aquel búcaro era de
plata china, antiquísima y muy rara de verse. No se puede decir, empero, que el salón fuera
confortable en tanto que funcional, pero sí que estaba lleno de objetos refinados, de los que llenan de
lujo los ojos.
Había siempre un gran silencio sobre Hurly Burly, salvo allá por donde se amontonaban los
grajos. Todo lo que allí vivía, sin embargo, sufrió de forma agobiante el calor del mes anterior, pero
en los últimos días, antes de la tormenta, el aire había vuelto a llenarse de frescura y de su paz
silenciosa de siempre, ido ya el crepitar de la estación más tórrida. La dama y el caballero de Hurly
Burly participaban con deleite de aquel estar, de aquel espíritu en que se aherrojaban la mansión y la
finca, y tomaban el té en silencio.
—¿Sabes? —dijo al fin ella—. Cuando se dejó sentir el primer trueno creí que era…
Calló la mujer entonces, con los labios tremolantes, mientras un cierto temblor en su tocado
denotaba su agitación.
—¡Bah! —exclamó el caballero mientras dejaba su taza sobre la mesita—. Será mejor que nos
olvidemos de todo eso… No hemos vuelto a oírlo desde hace tres meses.
Entonces se dejó sentir el ruido chirriante de las ruedas de un carruaje ligero. Ella se puso de
pie, aún más temblorosa, derramando parte de su té.
—No te asustes, mi amor, es sólo el sonido de unas ruedas —dijo el caballero—. Aunque…
¿quién puede ser?
—Eso me pregunto yo —dijo la dama, tratando de sosegarse, como si lamentara su agitación.
Poco después se hacía presente en la puerta la bella Bess, la recolectora de rosas, la criada llena
de lazos azules.
—Señora —dijo a la dama—, acaba de llegar una señorita que pregunta por sus aposentos; de
momento he dejado su equipaje en la habitación reservada a Miss Calderwood; me ha pedido que le
haga llegar a usted sus respetos, y que si se le permite la entrada en la casa.
El caballero miró extrañado a su esposa, y ésta lo miró con la misma extrañeza.
—Tiene que haber un error —dijo en voz baja la dama—. No esperábamos a nadie, y tampoco a
cualquiera de los Calderwood, ni de los Grange. Es muy raro…
Apenas terminó de hablar se abrió de nuevo la puerta y apareció una extraña criatura, de la que
resultaba difícil decir si era hombre o mujer, pero que evidentemente era una mujer, pues llevaba un
vestido de seda negra y los hombros cubiertos por una toquilla blanca de muselina. Lucía el tocado
calado hasta las cejas; era muy morena y menuda, delgada, con los ojos grandes y negros; y tenía la
boca grande, pero de expresión muy dulce, melancólica. Era todo cabeza, ojos, boca. Su nariz y la
barbilla apenas destacaban.
Había caminado aprisa desde la puerta, con pasitos cortos, sin embargo, y estaba plantada en
medio del salón. No obstante, al comprobar la expectación de la señora de la casa y de su esposo,
avanzó unos pasos hasta ellos y dijo con un fuerte acento italiano:
—Señores, aquí estoy… He venido a tocar el órgano.
—¡El órgano! —exclamó la dama.
—¡El órgano! —exclamó el caballero.
—Sí, eso es, el órgano —dijo aquella mujer extraña y menuda, tamborileando con sus dedos en
el respaldo de una silla, sobre el que había puesto las manos, como si quisiera extraerle unas notas
—. Hace sólo una semana que su hijo, el apuesto señor, acudió a mi modesta casa, donde enseño
música desde que mi padre, que era inglés, y mi madre, que era italiana, así como mis hermanos y
hermanas, murieron, sí, murieron todos, dejándome sola…
Aquí dejaron de tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la silla, para llevarse las manos a la
cara y quitarse unas lágrimas que comenzaban a resbalarle por las mejillas, con un gesto que
remedaba el de los niños. Al momento, sin embargo, volvieron a tamborilear sus dedos sobre el
respaldo de la silla, como si sólo pudiera hablar mientras los movía.
—El noble señor, su hijo —siguió diciendo aquella mujer extraña y menuda, mirando
alternativamente a la dama y al caballero, mientras su piel oscura se arrebolaba levemente—, suele
acudir a mi casa al atardecer, cuando el sol comienza a ponerse y llena mi modesta vivienda una luz
amarillenta, y yo toco el órgano para él con toda mi alma, aunque siempre me dice: «Vamos, pequeña
Lisa, tienes que tocar aún mejor», pero otras veces grita: «¡Bravo!», y en ocasiones hasta:
«Eccellentissima!» Una noche de la semana pasada, sin embargo, fue y me dijo: «Ya es suficiente…
¿Aceptarías una oferta que te hiciera, fuese la que fuera?» —aquí bajó la mujer sus ojos negros—, y
yo le dije que sí… «Bien, pues ya eres mi contratada», me dijo entonces su hijo, señores, y yo volví
a responderle que sí… Y él me dijo: «Pues haz tu equipaje y guarda tus partituras, pequeña Lisa,
pues saldrás de inmediato hacia Inglaterra para ir a la casa de mis padres, que tienen un magnífico
órgano… Si te dicen que no quieren que lo toques, respóndeles que te envío yo y quedarán
conformes… Eso sí, tendrás que tocar todo el día, sin desmayo, y también durante las noches… No
podrás cansarte. Eres mi contratada y tienes que cumplir bien, por ello, lo que te encargo». Yo le
pregunté si lo vería aquí, y él me respondió: «Sí, me verás en la casa de mis padres». Y yo le prometí
cumplir lo acordado… Por eso estoy aquí, señores.
Cesó de golpe la suave pero un tanto aguda voz de la extranjera, mientras seguía ésta
tamborileando con sus dedos sobre el respaldo de la silla. Los señores de la casa estaban pálidos,
demudados, con la respiración agitada; la extraña los miraba expectante, a la espera de sus palabras.
—Me parece que se trata de un error —dijeron los señores de la casa, al fin, al unísono.
—Nuestro hijo —continuó la dama con la voz quebrada y los labios temblorosos— murió hace
ya tiempo…
—No, no, nada de eso —atajó la extranjera—; si creen que se ha muerto están muy equivocados,
señores… Su hijo está vivo, y bien vivo; goza de una salud excelente; es fuerte y muy guapo… Hace
uno, dos, tres, cuatro, cinco días —dijo mientras contaba con los dedos— que estuvo conmigo por
última vez, antes de que partiese yo de viaje para venir a Inglaterra.
—Pues crea que se trata de un error, verdaderamente; y de una coincidencia tan fatal como
extraordinaria —dijeron de nuevo al unísono el señor y la señora de Hurly Burly—. Llevémosla a la
galería —siguió diciendo la dama, la madre de ese que para ella estaba muerto, pero vivo para la
extraña recién llegada—, pues aún hay luz suficiente como para que se puedan contemplar bien los
retratos.
El atónito y alarmado matrimonio condujo a la recién llegada hasta una larga y oscura galería que
había en la cara oeste de la mansión, donde, no obstante la oscuridad creciente, el cielo arrojaba aún
cierta luminosidad sobre los retratos de la familia Hurly, colgados en la pared.
—No creo que quien usted dice se le parezca —dijo el señor de la casa señalando uno de
aquellos retratos, el de un joven de aspecto distinguido, un hermano suyo, que había desaparecido en
alta mar muchos años atrás.
Lisa negó con la cabeza y como de puntillas comenzó a caminar rauda por la galería, yendo de
retrato en retrato, un tanto confusa… Al rato, sin embargo, y a despecho de la lobreguez de la
estancia, se la vio sonreír feliz.
—¡Ajá!, aquí lo tenemos —dijo—. Vengan, véanlo… Éste es mi noble señor, el bello señor,
aunque en persona es aún mucho más guapo… Les digo que hace apenas cinco días que la pobre Lisa
estuvo con él… Mi querido señor, mi querida señora, supongo que habrán quedado satisfechos y
contentos… Ahora, tengan la bondad de llevarme hasta su órgano, pues he de comenzar a tocarlo esta
misma noche para cumplir el encargo hecho por su hijo, mi noble señor.
La señora de Hurly Burly hubo de agarrarse al brazo de su esposo, pues le temblaban las piernas.
—¿Qué edad tienes, muchacha? —preguntó a la extraña.
—Dieciocho años, señora —dijo impaciente la extraña, dirigiéndose a la puerta de la galería.
—Mi hijo murió hace veinte años —dijo la atribulada madre, escondiendo el rostro lloroso en el
pecho de su marido.

—Que preparen nuestro carruaje —dijo poco después la señora de Hurly, recuperándose de su
abatimiento anterior—. Llevaré a esta joven ante Margaret Calderwood, que sabrá referirle toda la
historia. Margaret hará que entre en razón… No, mañana no… Ahora mismo; no quiero esperar a
mañana, puede ser demasiado tarde… Hemos de ir ahora mismo, rápido, antes de que se haga de
noche.
La joven extranjera creyó que la dama de la casa estaba loca, pero no dijo una palabra y se
mostró obediente; poco después tomaba asiento en el carruaje, junto a la señora de Hurly. La luna
comenzaba a dejarse ver pálidamente entre las nubes que seguían descargando lluvia, si bien en el
trance de amainar, una palidez lunar mucho menos acusada, sin embargo, que la del rostro de la
dama, cuyos ojos tenían la mirada perdida, como si la forzase en una dirección sin determinar para
que no se le llenaran de lágrimas. Tampoco decía una palabra. Lisa contemplaba la luna a través de
la ventanilla del carruaje, con sus ojos negros ensoñecidos, como si disfrutara de un sueño
apasionante.
Justo cuando llegaban salía otro carruaje, pues Margaret Calderwood acababa de regresar de una
recepción. Se vio por ello, en la puerta de su casa, una figura espléndida, la suya; era una mujer alta
y muy bella y distinguida, vestida en terciopelo marrón; llevaba al cuello un collar de diamantes que
brillaban extraordinariamente a la luz de aquella pálida luna, en la semioscuridad del anochecer. La
señora de Hurly se abrazó a ella temblorosa y agitada, llorosa, lo que hizo que la joven dama que era
Margaret Calderwood la estrechase sobre su pecho como si fuera una niña, llevándola rauda al
interior de su casa. La menuda Lisa observaba todo aquello con mirada de asombro, y las siguió
feliz, sin embargo, imaginando sonatas inminentes.
Hubo más lágrimas y sollozos en aquella dependencia a media luz en la que Margaret
Calderwood introdujo a su amiga. Hablaron. Consultaron largamente. Margaret había llevado a la
dama a un extremo del amplio vestíbulo, y mientras ésta le refería el caso no dejaba de mirar con
algo más que asombro a la extraña vestida de negro que se decía organista, llegada de allende el mar
sin que nadie la esperase, y portadora de lo que parecía ser una encomienda de la muerte.
Contempló asombrada la extranjera aquella larga escalera que conducía a la planta superior de la
mansión, y poco después seguía por ella a las dos damas, que subían hasta llegar a un gran salón bien
iluminado. Allí se percató Lisa de que la mansión era aún más lujosa que la de Hurly Burly. Estaban
en un salón que daba perfecta cuenta del tipo de mujer que era Margaret Calderwood, una joven
dama intelectual y de un buen gusto superlativo.
Lisa reparó pronto, sin embargo, en un trozo de bizcocho que había en un platillo, sobre una
mesita.
—¿Me lo puedo comer? —preguntó muy ilusionada—. Estoy hambrienta, llevo mucho tiempo sin
probar bocado.
Margaret Calderwood la contempló con una mirada más que comprensiva, maternal incluso, y
apartándole el mechón de pelo que asomaba bajo su tocado, la besó en el estrecho trozo de frente que
mostraba. Lisa la contempló maravillada de tanta ternura y le devolvió el beso, lo que conmovió a la
hermosa Margaret, mucho más alta que la extraña, con un rostro cual el de una bellísima Madonna,
rubio como el trigo su cabello. Luego ofreció el trozo de bizcocho a Lisa, que prácticamente lo
devoró.
—Nunca había comido un bizcocho tan sabroso —dijo después, muy agradecida a la joven
señora de la casa.
—Tiene buena salud, a pesar de todo —susurró Margaret Calderwood—. Y ahora, Lisa —dijo
alzando la voz—, cuéntame todo eso del gran señor que te ha hecho venir a Inglaterra para que toques
el órgano de Hurly Burly.
Lisa apoyó entonces las manos en el respaldo de una silla, comenzó a tamborilear allí con sus
dedos, y con los ojos muy abiertos, desmesuradamente abiertos y en los que era perceptible un ardor
infinito, refirió todo lo que ya había contado a los señores de Hurly Burly, palabra por palabra.
Cuando concluyó su relato, Margaret Calderwood comenzó a pasear por aquel salón, de un lado a
otro, meditabunda y con la expresión un tanto contrita, mientras Lisa la observaba fascinada. Luego,
cuando la joven dama comenzó a hablar, la extraña dejó de tamborilear para entrelazar sus manos y
escuchar atentamente, sin quitar los ojos ni un momento de la bellísima y joven dama.
—Lisa, hace veinte años —comenzó a decir Margaret Calderwood—, el señor y la señora Hurly
tenían un hijo de veinte años, realmente bien parecido, cuyo retrato has visto en la galería de su
mansión, un joven de gran talento, además… Sus padres le adoraban, como es natural; también le
adorábamos todos los que le conocíamos… Yo también tenía entonces veinte años, como él; era
huérfana, y la señora Hurly, que había sido muy amiga de mi madre, pasó a convertirse en mi madre.
Yo era una muchacha de muy buena salud, hermosa y muy querida por todos, como él mismo… Pero
de tan inconsistente como lo era yo por aquel tiempo, sólo valoraba la riqueza. Lewis Hurly, el hijo
de los señores, y yo, nos amábamos tiernamente, sin embargo, y decidimos comprometernos.
»Sin embargo, y acaso por afán de procurarme esas riquezas a las que aspiraba yo, Lewis, a
pesar de la magnífica educación recibida de sus padres, comenzó a deslizarse por sendas poco
recomendables, abandonándose poco a poco a los vicios, al punto de que quienes le conocían y
apreciaban sólo temían que fuera imposible su vuelta a los buenos hábitos. Yo le pedía con lágrimas
en los ojos que por el amor que me tenía, si no lo hacía por el amor de su madre, se regenerase y
volviera al buen camino antes de que fuera tarde. Pero, para mi mayor espanto, descubrí pronto que
mi influjo sobre él se había esfumado por completo, y que ni mis palabras ni mi amor le conmovían.
Ya no me amaba… Supuse que había enloquecido por alguna razón que se me escapaba, más allá de
su afán de acaparar riquezas, y al cabo perdí toda esperanza de recuperar su amor. Al final, hasta su
propia madre me prohibió que lo siguiera viendo.
En este punto hizo una pausa Margaret Calderwood, que meditó unos instantes con la amargura
pintada en su bello rostro, antes de proseguir:
—Un día, junto a su grupo de amigos de mayor confianza, que se hacían llamar El Club del
Diablo, comenzó a practicar unos rituales no precisamente santos en distintos puntos de la región.
Tenían reuniones nocturnas entre las tumbas del cementerio; a veces arrastraban hasta allí a niños, en
unos casos, y a ancianos en otros, a los que torturaban y hacían creer que enterrarían vivos; y sobre
todo, desafiaban a la muerte, y peor aún, a todo lo que es sagrado, con ésas y otras bromas macabras
que hacían mientras bailaban sobre las tumbas. Llegó un momento en el que, tal fue su desvergüenza,
ni siquiera buscaron el amparo de la oscuridad de la noche. En una ocasión, mientras se celebraba un
duelo muy sentido, cuando el cuerpo del fallecido había sido llevado a la iglesia para dedicarle el
funeral, cuando deudos y fieles en general rezaban alrededor del ataúd, cuando más lloraba el
anciano padre del difunto y mayor emoción allegaban a todos las palabras del oficiante, en medio de
una enorme solemnidad dolorida, se dejó sentir en la iglesia una música de órgano y un coro de
voces de borrachos, todo lo cual salía de una tumba cercana que había sido profanada. De los fieles
allí congregados brotó espontáneamente un clamor de execraciones; el religioso que oficiaba la
ceremonia fúnebre empalideció mientras cerraba de golpe su libro de oraciones, y el anciano padre
del difunto, subiendo los peldaños que conducían al altar, y llevándose las manos a la cabeza,
profirió una maldición terrible… Maldijo a Lewis Hurly por el resto de sus días y para toda la
eternidad, maldijo el órgano que tocaban los borrachos, que habría de quedar mudo para siempre,
salvo si lo tocaban los dedos, precisamente, del profanador, que habría de tocarlo sin descanso, de
día y de noche, a través de los tiempos y de la muerte, lo que es decir una vez hubiese muerto el
profanador maldito. Y la maldición pareció surtir efecto, desde luego, pues el órgano de la iglesia
quedó mudo desde aquel día, excepto cuando lo tocaba Lewis Hurly.
»Él lo hacía como una bravuconada, riéndose de todo y de todos; y esa bravuconada llegó a serlo
aún mayor cuando decidió trasladar el órgano de la iglesia a la casa de sus padres, e instalarlo donde
aún sigue… También fue por pura bravuconada, como para desafiar aún vivo al hombre que lo
maldijera, que se pasaba las horas tocándolo, hasta que no hizo cualquier otra cosa en el día. Todos
nos preguntábamos a qué sería debida aquella insistencia, aquella broma tan molesta, y la buena
madre de Lewis no paraba de llorar, porque, en el fondo, suponía que, aunque todo eso pareciese una
locura, al menos su hijo, mientras tocaba el órgano, estaba en casa, sin cometer ninguna otra maldad.
Yo, sin embargo, fui la primera en sospechar que aquello no se debía a un mero acto nacido de su
voluntad; fui la primera en sospechar que la maldición de aquel anciano, proferida durante el funeral
de su hijo, era algo más que meras palabras. Lewis tocaba y tocaba sin desmayo, y ni siquiera los
ruegos de sus compañeros de fechorías, para que dejase de hacerlo, parecían importarle. Muchas
veces, para que nadie le molestase ni reconviniera, se encerraba en el cuarto bajo llave. Yo, sin
embargo, me escondí un día tras las cortinas, y lo vi allí, sentado ante el órgano, y oí cómo se
lamentaba y maldecía él mismo mientras sus dedos corrían ágiles, brutalmente, sobre el teclado…
Aquello confirmó mis sospechas de que tocaba contra su voluntad, de que sufría una especie de
condena… O de que lo impulsaba una fuerza sobrenatural contra la que nada podía su voluntad, y
nada podían sus maldiciones ni sus lamentos. Llegó un momento en que ni siquiera más allá de la
mansión de Hurly Burly pudimos dormir, pues la noche entera se llenaba con la música imperiosa de
aquel órgano. Tocaba, como si en verdad atendiese a la maldición del anciano, de día y de noche. Ni
comía ni descansaba. Su rostro antes hermoso era el de un ogro. Tenía muy larga la barba y mantenía
desmesuradamente abiertos los ojos, que parecían no ver nada. Estaba cada vez más flaco, arruinada
toda la anterior fortaleza de su cuerpo; sus dedos eran como garras que arrancasen dolorosamente
aquellos sonidos fúnebres de las teclas del órgano. Cuando parecía agotado y hacía intención de
descansar, una brutal sacudida, que le sacaba lamentos doloridos de entre los labios, hacía que
cayeran de nuevo sus manos huesudas sobre el teclado… Su pobre madre trataba a veces de ponerle
un poco de pan en la boca, y de darle un sorbo de vino, mientras él seguía tocando febrilmente, pero
lejos de aceptar lo que ella le ofrecía, Lewis rechinaba los dientes y soltaba maldiciones hasta que
ella, sin poder remediarlo, no tenía otro remedio que irse de su lado, no obstante el gran dolor de
corazón que sentía. Finalmente, un mal día, y en una mala hora, lo encontramos muerto en el suelo, a
los pies del órgano.
»Desde aquel preciso instante el órgano volvió a enmudecer, sin que nadie lograra extraerle una
sola nota. Muchos, que se negaban a creer la historia, y mucho menos el poder de la maldición,
intentaron denodadamente sacarle algún sonido, pero fue en vano… Pero en cuanto la penumbra caía
sobre la estancia, y hallándose cerrada con llave, de repente se dejaba sentir la música fúnebre que
sin descanso había tocado Lewis. A todos nos estremecía aquel fenómeno; la música, a través de las
paredes, comenzaba a expandirse por toda la casa… Poco después ya no fue sólo al declinar el día
cuando comenzó a dejarse sentir la música, sino que, atendiendo a la maldición del anciano, se oía
tortuosa de día y de noche. Era como si el pobre Lewis no pudiera descansar ni siquiera en su tumba;
era como si más allá de la muerte su torturado cuerpo no hallara sosiego, acuciado por la condena a
golpear con sus dedos las teclas del órgano. Ya ni su madre se atrevía a pasar cerca de la habitación
del órgano, temerosa de ir a encontrarse con el fantasma del hijo muerto… El paso del tiempo no
cambió en nada las cosas; seguía oyéndose de día y de noche aquella música inacabable, y hasta la
servidumbre de la casa acabó por negarse a trabajar por más tiempo en Hurly Burly. La mansión dejó
paulatinamente de recibir visitas. El señor y la señora de Hurly Burly hubieron de abandonar la casa
durante varios años; mas cuando regresaron de nuevo sintieron el castigo de aquella música en sus
oídos. Al cabo, hace apenas unos meses, apareció un hombre santo, un bendito de Dios, que dio en
encerrarse varios días en la habitación del órgano, donde rezó sin tregua de día y de noche, a gritos
para acallar la voz del órgano diabólico… Finalmente cesó la música, al parecer definitivamente…
Sólo entonces recobró la paz Hurly Burly. Pero, Lisa, tu llegada hasta nosotros, tan extraña, así como
la no menos extraña historia que nos has contado, no puede por menos que llenarnos de inquietud, al
sospechar que tú también eres víctima del Demonio… Debes de cuidarte, pues; debes de mantenerte
alerta, y encomendarte a Dios por encima de todas las cosas. Y ahora…
Margaret Calderwood se volvió hacia donde suponía que Lisa la escuchaba atentamente, pero la
vio dormida en un sillón, sin dejar de mover los dedos, como si en sueños pulsara las teclas de un
órgano.
Margaret se acercó a ella y puso la carita morena de la muchacha contra su maternal pecho,
besándola dulcemente.
—Hemos de salvarte de tu fatal destino, pequeña —susurró mientras tomaba en sus brazos a la
muchacha para llevarla a la cama.

A la mañana siguiente Lisa no estaba. Margaret Calderwood se había levantado a hora muy
temprana. Cuando fue a la habitación de la extraña, para interesarse por cómo se encontraba, vio que
su cama estaba vacía.
«Bueno, es como una criatura salvaje; se habrá levantado con el primer canto de los pájaros», se
dijo Margaret condescendiente, y salió en su busca por los humedales y el prado próximos, y fue
hasta la casa de los guardeses sin encontrar a la extranjera. La señora de Hurly, que desayunaba en
aquellos momentos, vio a Margaret desde la ventana, muy cerca ya de Hurly Burly, hermosa y
distinguida como siempre, aun vestida sólo con su blanco camisón y cubierta por una toquilla
igualmente blanca, caminando ya por el sendero entre rosales. Tenía, sin embargo, el gesto
preocupado. Su búsqueda resultaba infructuosa. La muchacha parecía haberse evaporado.
Una segunda búsqueda, iniciada por Margaret tras el desayuno, fue igualmente infructuosa. Ya por
la tarde, ambas damas, después de hacer juntas una nueva búsqueda, igual de vana, regresaron a
Hurly Burly. Todo era aterrador allí. El señor de la casa estaba sentado, con una expresión clara de
pánico, mientras se tapaba con fuerza las orejas. Los criados, pálidos y demudados, cuchicheaban en
pequeños grupos. El órgano había vuelto a dejar sentir su cántico terrible, como en aquel tiempo que
ya todos creían ido.
Margaret Calderwood, sin embargo, se dirigió valientemente hasta la habitación fatal. Allí, como
supuso nada más llegar a la casa y oír la música, que no era, empero, terrible, sino muy deliciosa,
vio a Lisa, embebida en su ejecución de las piezas, deslizando con un brío indecible sus manos
pequeñas sobre el teclado, crecida allí sentada, a la luz declinante del día… Aquello que tocaba, aun
siendo triste, no resultaba morboso sino excitante en su dulzura; música de Mozart, de Mendelssohn,
de Beethoven… Margaret no pudo sino quedar fascinada ante lo que veían sus ojos y ante lo que
escuchaba. No obstante, y tras unos minutos de absorta contemplación y escucha, algo volvió a
removerse en ella, y procediendo con su habitual decisión avanzó unos pasos hasta la organista, la
abrazó primero, y después tiró de ella con gran delicadeza para sacarla de la habitación. Lisa volvió
al día siguiente, sin embargo, y en esta ocasión no resultó igual de fácil despegarla del órgano… Día
tras día acudía a tocarlo, sin que nadie pudiera evitarlo, por muchas prevenciones que se adoptasen,
y día tras día iba viéndose cómo la muchacha se tornaba más cetrina, cómo adelgazaba, cómo se
consumía. Al final la dejaron por imposible.
—Toco sin descanso… ¿Mi señor, su hijo, está contento con mi trabajo? —dijo un día a la señora
de Hurly—. Pregúnteselo, por favor, y dígame qué le responde…
Aquello puso enferma a la dama, que hubo de acostarse acosada por escalofríos y temblores. Su
marido pareció también desesperado ante la presencia inevitable de la extranjera. Sólo Margaret
Calderwood mostraba una clara presencia de ánimo, decidida sin duda a salvar a la muchacha de su
fatal destino. Era evidente que Lisa había caído víctima de la maldición del órgano. El órgano se
expresaba a través de sus manos, y era ella esclava de sus manos.
Un día anunció la extranjera, en un arrebato irrefrenable, que había recibido la visita de su joven
señor, el hijo de los señores de la casa, y que había elogiado su entusiasmo y su afán en tocar aquella
música excelente, instándola a trabajar aún con mayor entusiasmo y fortaleza. Tras aquello Lisa
renunció por completo a comunicarse con los vivos. Una y otra vez tenía Margaret Calderwood que
usar de su fuerza para detener las manos de la muchacha y arrancarla de su asiento ante el órgano,
sacándola de allí y cerrando bajo llave la habitación fatal. Pero de nada valían todos sus esfuerzos.
Una y otra vez se abría la puerta y Lisa volvía a tocar el órgano, aún más febrilmente que antes.
Una noche, Margaret, que se había instalado ya en Hurly Burly, hubo de levantarse en mitad de la
noche, pues tras un breve lapso de silencio volvió a dejarse escuchar el órgano… Rauda corrió hacia
la habitación endemoniada. La luz de la luna bañaba ya Hurly Burly, iluminando aterradoramente el
busto en mármol de Lewis Hurly, que estaba muy cerca de la entrada al salón de estar. La luz de la
luna llenaba la habitación del órgano cuando entró valientemente Margaret, que vio de inmediato, no
obstante, que aquella luminosidad no era debida sólo a la luz de la luna, sino también a la que
dimanaba, más oscura, de una figura humana, un hombre que estaba junto al órgano, cerca de Lisa,
mientras ésta tocaba con una suerte de agónica violencia perceptible en las contracciones de su
cuerpo. Ahora, los sonidos que sus dedos extraían de las teclas del órgano eran sincopados,
ininteligibles, como alaridos… Y entre ellos, a cada breve intervalo, se dejaban sentir los lamentos
de Lisa, unos gritos espeluznantes, como si la atravesaran dolores que distorsionaban su figura y le
ponían un gesto de pavor, mientras la presencia de aquella figura masculina le hacía gestos
amenazantes… Temblando ante la suposición de hallarse ante alguna instancia sobrenatural, no
obstante ser Margaret Calderwood una mujer fuerte y de gran presencia de ánimo, se dirigió a la
presencia con bastante resolución, pero cayó de inmediato bajo el influjo de su luz. En efecto,
aquella luz que dimanaba de la presencia se hizo más fuerte, y Margaret quedó primero cegada y
después aturdida. Mas negándose al pérfido influjo, y extrayendo fuerzas de flaqueza, consiguió abrir
de nuevo los ojos, lo que hizo que observara cómo se debatía Lisa aún más agónicamente en aquel
trance tortuoso por el que pasaba, y acercándose más a ella, en su afán de protegerla, lo hizo también
a la presencia, en la que vio entonces sin la menor posibilidad de duda a Lewis Hurly.
Margaret, aun aterrorizada, no se desvaneció a causa de la impresión recibida, ni se dejó vencer
por la presencia, y tirando con fuerza de Lisa la levantó de su asiento, la tomó en sus brazos y fue con
ella hasta su propia habitación, acostándola en su cama, donde la muchacha quedó tendida, exhausta,
agotada por la crueldad de aquel al que tenía por su señor y para el que deseaba ejecutar al órgano
piezas con una perfección como jamás fuera conocida. Aun dormida y agotada, las pobres manos de
Lisa seguían tamborileando ahora sobre el abrigo de la cama, como si no hubiera sido rescatada del
órgano.
Margaret Calderwood le puso compresas frías en la frente y algunas flores frescas en la
almohada. Corrió las cortinas y abrió las ventanas del cuarto, para que entrasen en breve el aire
fresco de la mañana y el primer brillo del sol; después, mirando al cielo que comenzaba a clarear,
esperanzada en que el nuevo día llevara por fin la paz a la casa y a la pobre infeliz que dormía en el
cuarto, comenzó a rezar contemplando a través de la ventana el verdor aún oscuro pero fragante…
Rezaba para pedir que de una vez por todas concluyese la maldición caída sobre la casa de los
buenos padres de quien fue un joven perverso, y caída igualmente sobre aquella pobre muchacha de
cuerpo y mente arruinados por la locura. Rezó especialmente por Lisa, ya que temía que en realidad,
aun presente en su propia cama, vagara por ahí, lejos de donde reposaba su cuerpo. Se preguntó
Margaret entonces si habría cerrado o no la puerta de la habitación fatal, con las prisas por salir de
allí cuanto antes.
Bajó rauda la escalera, con gesto resuelto a pesar de la palidez que la embargaba; comprobó que,
en efecto, había cerrado con llave la maldita habitación, y sin consultar con los señores de la casa
llamó a un criado y lo hizo ir a la villa en busca de un albañil… Luego, dirigiéndose a la dama de la
casa, explicó lo que se proponía… Después fue al cuarto donde descansaba Lisa, y apenas
entreabriendo la puerta, y al no escuchar ruido alguno, supuso que seguía durmiendo
profundamente… Bajó de nuevo por la escalera, y tras esperar no mucho tiempo observó que llegaba
el albañil en el carruaje con que había ido a buscarlo el criado. No se demoró mucho en iniciar el
trabajo encomendado, que consistía en tapiar con ladrillos la habitación fatal, enajenándola así del
resto de la casa. El albañil, un trabajador muy diestro, dio pronto fin a su magnífico hacer,
clausurando la habitación con un muro de piedra, primero, y otro de ladrillos.
Contenta tras ver así finalizada la tarea, Margaret Calderwood fue entonces a la habitación donde
había dejado reposando a Lisa, y pegó la oreja a la puerta por ver si escuchaba algún sonido. Nada.
Así que se dirigió entonces a los aposentos de la señora de Hurly, y tomó asiento en el borde de su
cama para conversar con ella de nuevo y confortarla, segura de que allí, con el trabajo del albañil,
habían concluido todos los males de la casa. Fue ya al atardecer cuando acudió hasta su cuarto,
sorprendida de que Lisa tardara tanto en levantarse del lecho. Pero encontró la cama vacía. Lisa no
estaba.
Inició de nuevo la búsqueda de la muchacha, escaleras arriba y abajo, por todas las dependencias
de la casa, en el jardín después, en la campiña próxima más tarde… Pero de Lisa, ni rastro. Margaret
Calderwood ordenó entonces que preparasen un carruaje que la llevara hasta su propia casa, por ver
si la extranjera había decidido ir hasta allí, aunque no imaginaba bien por qué razón hubiese podido
hacerlo, pero fue en vano… Después puso rumbo a la villa, y buscó más tarde en las casas de la
vecindad, diciéndose que era del todo imposible que Lisa no acabara por aparecer. Preguntó a todo
el mundo, haciendo la descripción más conveniente de la extranjera; pensó una y otra vez en mil
posibilidades… ¿Por dónde podría andar aquella muchacha, en su estado de suma debilidad, tan
agotada? ¿Acaso podría llegar muy lejos?
La búsqueda incesante se extendió por dos días, al acabar los cuales Margaret Calderwood, con
gesto apesadumbrado, regresó a Hurly Burly. Estaba triste y cansada. Tomó asiento junto al fuego, y
así estaba cuando se acercó hasta ella la joven Bess, que lloraba desconsoladamente.
—Dígale a la señora de Hurly, por favor, que la quiero mucho pero no puedo seguir sirviendo en
esta casa —dijo—. Ese órgano no deja de sonar y no puedo soportarlo por más tiempo… Temo por
mi vida, señora.
—¿Quién ha vuelto a escuchar ese maldito órgano? ¿Y cuándo ha sido? —preguntó alarmada
Margaret Calderwood, poniéndose de pie alarmada.
—Lo escuché poco después de que usted se marchara, señora… La noche siguiente a que fuera
tapiada la habitación.
—¿Y no ha dejado de sonar desde entonces?
—No, señora, no… ¿No lo oye usted ahora mismo?
—No —respondió Margaret Calderwood—. Será el viento…
No obstante decir eso, y mortalmente pálida, se levantó para subir la escalera y pegar la oreja al
muro levantado contra la pared y la puerta de la habitación fatal. Todo, sin embargo, estaba en
silencio. No se dejaba sentir nada en la casa que no fuera el rumor de las ramas de los árboles en el
exterior, batidas por el viento. Pero Margaret, llevada de un oscuro presentimiento, comenzó a
golpear el muro con su hombro, y a rascar con sus blancos dedos en el muro, y a clamar a voces por
la presencia del albañil que lo había levantado.
Era ya la medianoche, pero el albañil se levantó del lecho apenas fue requerido, y acudió a Hurly
Burly con el criado que había ido a buscarlo. Cada vez más pálida, allí estaba aguardándole
Margaret Calderwood; e igualmente nerviosa y pálida observó cómo deshacía aquel hombre el
prolijo trabajo hecho apenas tres días atrás. Mientras, los criados, reunidos en pequeños grupos, lo
miraban todo, sobrecogidos, preguntándose qué pasaría después.
Y ocurrió lo siguiente: cuando el albañil logró hacer un hueco en el muro y entrar a través de la
puerta, llevando una lámpara en la mano, Margaret y los demás le siguieron. Un bulto oscuro yacía en
el suelo, a los pies del órgano. La habitación fatal se llenó de sollozos. En el suelo yacía la pequeña
Lisa, muerta.
Cuando la señora Hurly pudo valerse al Fin, partió hacia Francia junto a su esposo, donde
vivieron hasta el Fin de sus días. La mansión de Hurly Burly estuvo cerrada muchos años, hasta que
pasó a ser posesión de otras personas. Los nuevos propietarios decidieron destrozar el órgano, y la
habitación pasó a convertirse en una alcoba llamativa, maravillosamente amueblada, la mejor de la
casa. Pero nadie pudo en lo sucesivo dormir allí dos noches seguidas.
Margaret Calderwood fue enterrada hace pocos días. Murió siendo ya una dama de edad muy
avanzada.
Helena Petrovna Blavatsky
(1831 - 1891)

Es más que probable que jamás se reconozca la calidad artística del exiguo legado narrativo de
Madame Blavatsky. Su controvertida figura no suele abordarse en los estudios sobre literatura
fantástica y/o terrorífica; sus cuentos no gozan de ninguna reputación, ni buena ni mala, no se han
reeditado adecuadamente —el teósofo español Mario Roso de Luna (1872-1931) los tradujo y
prologó en el libro Páginas ocultistas y cuentos macabros (Ed. Pueyo, Madrid, 1919), dentro de la
colección Biblioteca de las Maravillas—, ni tampoco se incluyen en ninguna de las numerosas
antologías dedicadas al género. Sin embargo, los nueve relatos que escribió la célebre ocultista,
“Can the Double Murder?” (1876-77), “An Unsolved Mystery” (1876-77), “Karmic Visions” (1888),
“The Legend of the Blue Lotus” (1890), “A Bewitched Life” (1890— 91), “The Luminous Shield”
(1890-91), “The Cave of the Echoes” (1890-1891), “From the Polar Lands” (1890-91) y “The
Ensouled Violin” (1890-91) —recopilados en 1892 por la Theosophical University Press en el
volumen titulado Nightmare Tales—, son una prueba fehaciente de su talento como escritora de
ficción.
Madame Blavatsky no habría desentonado dentro de cualquier revista pulp americana de los años
treinta, pues poseía un estilo elaborado pero muy directo, y una desasosegante tendencia a lo
macabro. En su prólogo, Roso de Luna comparó sus narraciones con los pinceles hiperfísicos del
Greco y de Goya, calificándolos de fábulas «bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen después
los espíritus selectos, las enseñanzas más fundamentales del ocultismo». Empero, se percibe un matiz
sumamente tortuoso en dichas historias. Por ejemplo, en “The Cave of the Echoes” un espíritu
vengativo retorna a la vida encarnado en el cuerpo de quien más ama su enemigo; en “The Ensouled
Violin” un ambicioso músico, en pos de la perfección absoluta, fabrica unas cuerdas de violín con
intestinos humanos, creyendo que el alma humana pervive en la carne… En “The Luminous Shield”,
mitología y ocultismo, una densa atmósfera de misterio y decrepitud, un objeto mágico maldito y la
ambición humana, se dan la mano para crear una pequeña obra maestra salpimentada con elementos
autobiográficos —la localización en Constantinopla— y congojas muy íntimas. Madame Blavatsky
temía/odiaba la fealdad, pues su hijo Yuri (1861-1866), al que adoraba, había nacido con graves
anormalidades físicas —cuando nació, su madre padeció un terrible colapso nervioso—. De ahí la
inquietante descripción de Tatmos, el Oráculo de Damasco, en “The Luminous Shield”: «En la
esquina vi algo que erróneamente tomé por un montón de harapos. Pero el montón se movió y se puso
en pie, avanzó hasta el centro de la habitación y se detuvo frente a nosotros; el ser de apariencia más
extraordinaria que yo había contemplado. Era del sexo femenino, pero resultaba imposible decidir si
era mujer o niña. Era una enana de horrendo aspecto: cabeza enorme, los hombros de un granadero,
cintura proporcionada con lo demás apoyada en dos piernas cortas y delgadas, como de araña, que
no parecían adecuadas para la tarea de soportar el peso del monstruoso cuerpo. Tenía un semblante
burlón, como el rostro de un sátiro, adornado con letras y signos del Corán pintados en un amarillo
brillante. En la frente tenía una luna creciente de color rojo; la cabeza la llevaba cubierta con un
tarbouche o fez; llevaba las piernas cubiertas con amplios pantalones turcos y una sucia muselina
blanca le envolvía el cuerpo, aunque apenas lo suficiente para ocultar sus horribles deformidades».
Helena Petrovna Hahn, más conocida como Helena Blavatsky o Madame Blavatsky, nació en
Ekaterinoslav —la actual Dnipropetrovsk, ciudad situada a orillas del río Dnieper, Ucrania—, y era
hija del coronel de origen alemán establecido en Rusia, Feter von Hahn, y de Helena de Fadeyev,
perteneciente a una familia aristocrática rusa. Tras la prematura muerte de su madre en 1842, Helena
creció bajo los cuidados de sus abuelos maternos en Saratov, donde su abuelo ocupaba el cargo de
gobernador. Ya en esa época, según testimonios de algunos contemporáneos, demostró poseer ciertos
poderes psíquicos o sobrenaturales —levitación, clarividencia, telepatía, proyección astral…—,
motivo por el cual se interesó a edad muy temprana por el esoterismo, leyendo algunas obras de la
biblioteca personal de su bisabuelo, un masón del siglo XVIII.
A los diecisiete años, en 1848, Helena contrajo matrimonio con Nikifor Vassilievitch Blavatsky,
vicegobernador de la provincia de Erevan, en Armenia, veintitrés años mayor que ella. Helena
accedió a casarse, dijo años después, para poder independizarse de su familia. Sin embargo, apenas
transcurridos tres meses de infeliz convivencia, escapó de la casa a lomos de su caballo, cruzando
las montañas y dirigiéndose a la mansión de su abuelo paterno en Tiflis.
Después de viajar por Egipto, Siria, Turquía, Grecia, Italia, Francia, Alemania, Estados Unidos,
México y el Tibet, entre 1851 y 1871, fundó en El Cairo la Societé Spirite, con la cual se propuso
investigar los fenómenos paranormales descritos por el espiritista Allan Kardec (1804-1869). Pero,
como ella misma explicó en las cartas escritas a sus familiares, los participantes del grupo la
decepcionaron, pues algunos simulaban ser médiums. La Societé no duró mucho tiempo y se disolvió
sin alcanzar los objetivos iniciales.
Cuando fijó su residencia en Nueva York, en octubre de 1874, Blavatsky conoció al coronel
Henry Olcott (1832-1907), así como a William Quan (1851-1896), un abogado irlandés. Los tres
crearon la Sociedad Teosófica en 1875. Dos años más tarde, Blavatsky publicó su primera gran obra,
Isis sin velo (Isis Unveiled; A Master Key to the Mysteries of Ancient and Modern Science and
Theology, 1877), que trata sobre la historia y el desarrollo de las ciencias ocultas, la naturaleza y el
origen de la magia, las raíces del cristianismo y, según la perspectiva de la autora, los errores de la
teología cristiana y de la ciencia oficial. En octubre de 1879, como editora jefe, lanza al mercado el
primer número de la revista The Theosophist. A Monthly Journal Devoted to Oriental Philosophy,
Art, Literature and Occultism: Embracing Mesmerism, Spiritualism, and Other Secret Sciences,
que todavía se publica.
Pero dos miembros de la Sociedad Teosófica, Alexis y Emma Coulomb, acusaron a Blavatsky de
fraude. Las acusaciones, como luego se demostró, carecían de pruebas. Se basaron en cartas
falsificadas, supuestamente escritas por Blavatsky, con instrucciones precisas para elaborar
fenómenos psíquicos fraudulentos. La Society for Psychical Research —organización establecida en
1882 a fin de investigar los fenómenos paranormales desde una perspectiva científica, y que aún
sigue operativa, sita en el nº 49 de Marloes Road, Kensington, Londres— creó un comité especial
para investigar a Madame Blavatsky. Y en diciembre de 1885, Richard Hodgson, uno de los
integrantes del comité, hizo público un informe en el que acusaba a Madame Blavatsky de ser «una
de las impostoras más grandes de la historia». Hodgson también inculpó a Blavatsky de espionaje al
servicio de Rusia.
Esta infamia afectó gravemente a la salud de Blavatsky. «Exiliada» en Wurzburg (Alemania),
comenzó a escribir La Doctrina Secreta (The Secret Doctrine, the synthesis of Science, Religion
and Philosophy, 1888), su trabajo más importante. El primer volumen se dedica a la cosmogénesis y
estudia, básicamente, la composición y la evolución del universo. El esqueleto de este volumen está
formado por siete estrofas traducidas de El Libro de Dzyan, antiquísima recopilación de textos
tibetanos —se supone que más antiguos que Los Vedas hindúes, fechados en 3000 a. C.—, que
proponen una interpretación del universo según una peculiar teoría de la evolución que se refiere no
sólo a una, sino a cinco «humanidades», las llamadas «razas», que se desarrollaron cíclicamente. Sus
misteriosos significados lograron que H. P. Lovecraft lo incluyera en su lista de volúmenes malditos,
en “El diario de Alonzo Typer” (The Diary of Alonzo Typer, 1935) —co-escrito con William Lumley
— y “El asiduo de las tinieblas” (The Haunter of the Dark, 1935).
En aquella época Blavatsky trabajaba incesantemente en sus proyectos, lo cual la debilitó
físicamente. Por ejemplo, La Doctrina Secreta incluye 2.000 citas, con indicaciones exactas de
páginas y de autores. Según el crítico británico William E. Coleman, para escribir las más de 1.300
páginas de Isis sin velo, su autora necesitaría haber estudiado alrededor de 1.400 libros. Helena
Blavatsky falleció en Londres, en 1891, a causa de la nefritis crónica (el mal de Bright) que padecía
desde hacía años. Su cuerpo fue incinerado y un tercio de sus cenizas quedaron en Europa, un tercio
en los Estados Unidos, llevadas por William Quan, y el tercio restante se encuentra en la sede
internacional de la Sociedad Teosófica —en la ciudad de Pasadena, California—, depositadas dentro
de una estatua erigida en su memoria. Después de su muerte, la dirección de la Sociedad Teosófica
fue entregada a la discípula preferida de Blavatsky, Annie Besant (1947-1933), una militante
feminista, a favor de la independencia de Irlanda y de la India hasta el punto de ocupar la presidencia
del Congreso Nacional Indio. En su última voluntad, Blavatsky pide a los teósofos que celebren la
fecha de su muerte como el día del Loto Blanco. Atendiendo a su deseo, desde 1892, en este día se
reúnen los miembros de la Sociedad Teosófica alrededor del mundo en homenaje a su fundadora.
EL ESCUDO LUMINOSO
Formábamos un pequeño y selecto grupo de viajeros de corazón animoso. Habíamos llegado a
Constantinopla una semana antes, desde Grecia, dedicando desde entonces catorce horas al día a
subir y bajar penosamente las inclinadas alturas del barrio de Pera, visitando bazares, subiendo a lo
más alto de los minaretes y abriéndonos camino a la fuerza entre ejércitos de perros hambrientos, los
amos tradicionales de las calles de Estambul. La vida nómada es contagiosa, dicen, y no hay
civilización que sea lo bastante fuerte para destruir el atractivo de la vida libre sin restricciones una
vez que se ha probado. Al gitano no se le puede tentar para que abandone su tienda e incluso el
vagabundo común encuentra en su existencia precaria y sin comodidades una fascinación que le
impide aceptar un trabajo y un domicilio fijos. Durante nuestra estancia en Constantinopla, mi
principal cometido fue evitar que mi spaniel Ralph fuera víctima de este contagio y se uniera a los
caninos beduinos que infestan las calles. Era muy bueno, mi compañero constante y querido amigo.
Tenía miedo de perderlo y mantuve una vigilancia estricta de sus movimientos; sin embargo, durante
los tres primeros días se comportó como un cuadrúpedo tolerablemente bien educado y se mantuvo
fiel junto a mis talones. Ante cualquier descarado ataque de sus primos mahometanos, ya se tratara de
una manifestación hostil o de una muestra de amistad, su única respuesta era meter la cola entre las
patas y, con aire de recatada dignidad, buscaba protección bajo el ala de algún miembro de nuestro
grupo.
Puesto que desde el principio había mostrado una aversión tan decidida a las malas compañías,
comencé a sentirme segura de su criterio, por lo que al final del tercer día había relajado
considerablemente mi vigilancia. Este descuido encontró pronto, sin embargo, su castigo, lo que me
hizo lamentar la confianza que mal había otorgado. En un momento en que no estaba vigilado,
escuchó la voz de alguna sirena de cuatro patas y lo último que vi de él fue cómo la punta de su
tupida cola desaparecía por la esquina de un callejón sucio y curvo.
Muy enojada, dediqué el resto del día a una vana búsqueda de mi bobo compañero. Ofrecí veinte,
treinta, hasta cuarenta francos de recompensa por él. Otros tantos vagabundos malteses emprendieron
su búsqueda y hacia el anochecer fuimos invadidos en nuestro hotel por una tropa completa, cada uno
de ellos con un perro callejero más o menos sarnoso en sus brazos que era, según trataban de
persuadirme, mi perro perdido. Cuanto más lo negaba yo, más solemnemente insistían ellos, uno de
los cuales llegó a ponerse de rodillas, sujetó una imagen de la Virgen en metal oxidado que llevaba
en el pecho e hizo un juramento solemne de que la propia Reina del Cielo se le había aparecido para
indicarle el animal correcto. En tal medida había aumentado el tumulto que parecía como si la
desaparición de Ralph fuera la causa de una pequeña algarada, por lo que finalmente nuestro casero
tuvo que enviar un par de kavasses desde la comisaría de policía más próxima para expulsar por la
fuerza a aquel regimiento de bípedos y cuadrúpedos. Empecé a tener el convencimiento de que nunca
más volvería a ver a mi perro, pero todavía fue mayor el abatimiento cuando el portero del hotel, un
viejo bandido a medias respetable que, a juzgar por las apariencias, no había pasado más de media
docena de años en galeras, me aseguró con gravedad que todos mis esfuerzos eran inútiles, puesto
que ya sin duda mi spaniel habría muerto y habría sido devorado, dado que a los perros turcos sus
hermanos británicos les parecían deliciosos.
Esta discusión se había producido en la calle, en la puerta del hotel, y ya iba a abandonar la
búsqueda, al menos durante la noche, cuando una anciana dama griega, una fanariota que había
escuchado el altercado desde los escalones de una casa cercana, se acercó a nuestro desconsolado
grupo y sugirió a Miss H., miembro del grupo, que consultáramos el destino de Ralph a los
derviches.
—¿Y qué pueden saber los derviches sobre mi perro? —dije, sin ganas de bromas, pues la
propuesta me parecía ridícula.
—Los hombres santos lo saben todo, Kyrea (señora) —respondió con cierto misterio—. La
semana pasada me robaron mi pelliza nueva de satén, que mi hijo acababa de traerme de Boussa, y
como puede ver la he recuperado y la llevo encima ahora.
—Vaya. Pues entonces, a la vista está que los hombres santos también lograron metamorfosear su
pelliza nueva en una vieja —comentó uno de los caballeros que nos acompañaban, señalando al
hablar una rasgadura grande en la espalda que había sido reparada torpemente con agujas.
—Ésa es la parte más maravillosa de la historia —respondió tranquilamente la fanariota, sin
dejarse desconcertar lo más mínimo—. Desde el círculo brillante me mostraron el barrio de la
ciudad, la casa y hasta la habitación en la que el judío que me había robado la pelliza iba a rasgarla
para convertirla en piezas. Mi hijo y yo apenas tuvimos tiempo para ir a la carrera al barrio de
Kalindjikoulosek y salvar mi propiedad. Cogimos al ladrón en el acto y ambos lo reconocimos como
el hombre que nos habían mostrado los derviches en la luna mágica. Confesó el robo y ahora está en
prisión.
Aunque ninguno de nosotros tenía la menor idea de a qué se refería ella al hablar de «luna
mágica» y de «círculo brillante», y todos estábamos perplejos por el relato que nos había hecho de
los poderes de adivinación de los «hombres santos», en cierta manera todos sentíamos que la historia
no era una invención y, dado que en todo caso parecía que había conseguido recuperar la propiedad,
ayudada en cierto modo por los derviches, decidimos comprobarlo por nosotros mismos a la mañana
siguiente, pues lo que le había ayudado a ella nos podía ayudar también a nosotros.
El grito monótono de los muecines desde el balcón alto de los minaretes acababa de proclamar la
hora del mediodía cuando nosotros, que acabábamos de descender desde la altura del barrio de Pera
hasta el puerto de Galata, nos abríamos camino a codazos y con dificultad entre el gentío sucio del
barrio comercial de la ciudad. Antes de llegar a los muelles estábamos casi ensordecidos entre los
gritos incesantes que taladraban los oídos y la confusión babélica de las lenguas. En esta parte de la
ciudad es inútil guiarse por los números de las casas o los nombres de las calles. La ubicación de
cualquier lugar deseado se indica por su proximidad a uno u otro edificio más visible, como una
mezquita, baño o tienda; en cuanto al resto, hay que confiar en Alá y su profeta.
Fue, por ello, con la mayor de las dificultades como descubrimos al fin la tienda del proveedor
británico de artículos para buques, detrás de la que encontraríamos el lugar. El guía del hotel
ignoraba cuál era la casa de los derviches tanto como nosotros; pero finalmente un pequeño griego,
vestido con la simplicidad de un desnudo primitivo, a cambio de una modesta propina de cobre
consintió en conducirnos hasta los danzarines.
Vimos al llegar un salón amplio y lúgubre que guardaba parecido con un establo vacío. Largo y
estrecho, con una gruesa capa de arena cubriendo el suelo, como en una escuela de equitación, estaba
iluminado solamente por unas ventanas pequeñas situadas a bastante altura del suelo. Los derviches
habían terminado las actuaciones de la mañana y descansaban de su esfuerzo agotador. Parecían
completamente debilitados; algunos tumbados en las esquinas, mientras otros se sentaban en los
talones y contemplaban el espacio con mirada vacía, dedicados, según nos informaron, a meditar
sobre su deidad invisible. Daba la impresión de que hubieran perdido las facultades de la vista y del
oído, pues ninguno de ellos respondía a nuestras preguntas, hasta que una figura alta y descarnada,
que llevaba un gorro alto que hacía que pareciese de más de dos metros, surgió de una esquina
oscura. El gigante nos informó de que era el jefe y nos dio a entender que los santos hermanos,
habituados a recibir del propio Alá órdenes para ceremonias adicionales, no debían ser molestados
por nada. Pero cuando nuestro intérprete le explicó el objeto de nuestra visita, que únicamente a él le
concernía, pues era el custodio único de la «varita de adivinación», desaparecieron las objeciones y
extendió la mano pidiendo limosnas. Tras recibir la gratificación, dio a entender que solamente dos
miembros de nuestro grupo serían admitidos al mismo tiempo en la confianza del futuro, tras lo que
emprendió el camino seguido por Miss H. y por mí.
Lanzándonos tras él a lo que parecía un pasadizo semisubterráneo, nos condujo al pie de una alta
escalera que daba paso a una cámara bajo el tejado. Seguimos a duras penas a nuestro guía, hasta que
por fin nos encontramos en una horrible buhardilla de tamaño moderado, con las paredes vacías y sin
mueble alguno. Una espesa capa de polvo alfombraba el suelo y las telas de araña adornaban las
paredes en una descuidada confusión. En la esquina vi algo que erróneamente tomé por un montón de
harapos. Pero el montón se movió y se puso en pie, avanzó hasta el centro de la habitación y se
detuvo frente a nosotros; el ser de apariencia más extraordinaria que yo había contemplado. Era del
sexo femenino, pero resultaba imposible decidir si era mujer o niña. Era una enana de horrendo
aspecto: cabeza enorme, los hombros de un granadero, cintura proporcionada con lo demás apoyada
en dos piernas cortas y delgadas, como de araña, que no parecían adecuadas para la tarea de soportar
el peso del monstruoso cuerpo. Tenía un semblante burlón, como el rostro de un sátiro, adornado con
letras y signos del Corán pintados en un amarillo brillante. En la frente tenía una luna creciente de
color rojo; la cabeza la llevaba cubierta con un tarbouche o fez; llevaba las piernas cubiertas con
amplios pantalones turcos y una sucia muselina blanca le envolvía el cuerpo, aunque apenas lo
suficiente para ocultar sus horribles deformidades. Más que sentarse, este ser se dejó caer en el
centro de la habitación y al descender su peso sobre las desvencijadas tablas, se levantó una nube de
polvo que nos hizo estornudar y toser. ¡Era Tatmos, conocida también como el Oráculo de Damasco!
Sin perder tiempo en una charla ociosa, el derviche sacó una tiza y dibujó alrededor de ella un
círculo de casi dos metros de diámetro. Detrás de la puerta colgaban doce pequeñas lámparas de
cobre, que él rellenó con un líquido oscuro que extrajo de un frasquito que ocultaba junto a su pecho,
colocando después las lámparas simétricamente dispuestas alrededor del círculo mágico. Desprendió
entonces una astilla de una tabla de la puerta, casi echada a perder, que guardaba la huella de muchos
expolios similares. Sosteniendo la astilla entre el pulgar y el índice, comenzó a soplarla a intervalos
regulares, alternando el soplido con el murmullo de una especie de extraño encantamiento, hasta que
de pronto, y sin que pareciera que existiera causa alguna para que se encendiera, apareció una chispa
en la astilla y él sopló hasta que ardió como una cerilla. El derviche encendió después las doce
lámparas con esa llama que se había generado a sí misma.
Durante el proceso, Tatmos, que hasta entonces había estado sentada, totalmente despreocupada e
inmóvil, se quitó las zapatillas amarillas de sus pies descalzos y al arrojarlas a una esquina puso al
descubierto otra belleza adicional: un sexto dedo en cada pie deforme. El derviche se aproximó
entonces al círculo, sujetó a la enana por los tobillos e hizo un movimiento de sacudida, como si
hubiera estado levantando una bolsa de cereales, y la alzó del suelo; después dio un paso atrás y la
sostuvo boca abajo. La sacudió como se haría para meter el contenido en un saco, con un movimiento
regular y cómodo. La hizo oscilar a un lado y a otro como si fuera un péndulo hasta que adquirió el
impulso necesario, la soltó de un pie, cogiendo el otro con ambas manos, realizó un gran esfuerzo
muscular y la hizo dar vueltas en el aire como si se tratara de una maza india.
Mi compañero retrocedió alarmado a la esquina más alejada. El derviche seguía haciendo dar
vueltas una y otra vez a su carga viva, que permanecía en una absoluta pasividad. La rapidez del
movimiento aumentó hasta que la mirada apenas podía seguir al cuerpo en su circuito. Continuó así,
probablemente, dos o tres minutos, hasta que gradualmente se redujo y terminó por detenerse
totalmente: un instante después, la depositó, arrodillada, en el centro del círculo iluminado por las
lámparas. Era el método oriental de hipnosis que practicaban los derviches.
Ahora la enana parecía estar en un trance profundo, totalmente inconsciente de los objetos
externos. Tenía la cabeza y las mandíbulas vencidas sobre el pecho, los ojos vidriosos miraban
fijamente y toda su apariencia era todavía más horrible que antes. El derviche cerró entonces
cuidadosamente las contraventanas de la única ventana y nos habríamos quedado en una oscuridad
total de no haber sido por un agujero practicado en ella, por el que entraba un rayo de sol brillante
que cruzaba la oscura sala y brillaba sobre la joven. Le movió él la cabeza caída para que el rayo le
cayera sobre la coronilla, tras lo que nos indicó que nos mantuviéramos en silencio, puso su anillo
sobre el pecho y, fijando la mirada en el punto brillante, quedó tan inmóvil como una imagen de
piedra. También yo clavé la mirada en ese lugar, preguntándome qué es lo que iría a suceder y cómo
me ayudaría esa extraña ceremonia a encontrar a Ralph.
Gradualmente, la zona brillante, como si hubiera atraído a través del rayo de luz solar un
esplendor mayor del que procede del exterior que se hubiera condensado en su propia área, cobró la
forma de una estrella vibrante que, como desde un centro, enviaba rayos en todas las direcciones.
Se produjo entonces un curioso efecto óptico: la habitación, que previamente había estado
iluminada por el haz solar, se fue volviendo más y más oscura conforme aumentaba el brillo de la
estrella, hasta que nos encontramos en una penumbra egipcia. La estrella titiló, tembló y giró, al
principio con un movimiento giratorio lento, pero luego cada vez más rápido, incrementando la
circunferencia con cada rotación hasta que formó un disco brillante y dejamos de ver a la enana, que
parecía absorbida en su luz. Tras haber alcanzado gradualmente una velocidad extremadamente
rápida, tal como había hecho la joven cuando el derviche la sujetaba y le hacía dar vueltas, el
movimiento empezó a reducirse hasta que finalmente se combinó en una débil vibración, como el
brillo de los haces de luna sobre el agua ondulante. Después titiló por un momento más prolongado,
emitió unos últimos destellos y asumió la densidad y la iridiscencia de un ópalo inmenso que
permanecía inmóvil. El disco irradiaba ahora un lustre lunar, suave y plateado, que estaba
concentrado en lugar de iluminar la buhardilla y que solamente parecía intensificar la oscuridad. El
borde del círculo ya no estaba en penumbra, sino antes al contrario tan definido como el de un escudo
de plata.
Como ya todo estaba preparado, el derviche, sin pronunciar una palabra ni apartar la mirada del
disco, extendió una mano, tomó la mía, me acercó a su lado y señaló el escudo luminoso. Al mirar
hacia el lugar indicado, vimos manchas grandes que parecían como las de la luna. Poco a poco se
convirtieron en figuras que empezaron a moverse y se las veía con gran detalle, con su color natural.
No parecía que fueran una fotografía o un grabado; menos todavía que fuera nuestro reflejo en un
espejo, sino como si el disco fuera un camafeo y se hubieran alzado de su superficie y hubieran sido
dotadas de vida y movimiento. Para mi asombro, y para la consternación de mi amigo, reconocimos
el puente que lleva da Galata a Estambul y que cruza el Cuerno de Oro desde la ciudad nueva a la
antigua. Había personas que se movían presurosas de aquí para allá, buques de vapor y esquifes de
alegres colores que se deslizaban sobre el Bósforo azul; los numerosos y coloridos edificios, villas y
palacios se reflejaban en el agua; la imagen entera estaba reflejada por un sol de mediodía. Pasó
como una panorámica, pero fue tan viva la impresión que no podíamos saber si quien estaba en
movimiento era ella o nosotros. Todo era ajetreo y vida, pero ni un sonido rompía el silencio
opresivo. Carecía, como un sueño, de sonido. Era una imagen fantasmal. Las calles y los barrios se
sucedían el uno al otro; allí estaba el bazar, con sus estrechos pasadizos techados, las pequeñas
tiendas a cada lado, los cafés en los que los turcos fumaban con gravedad; y mientras se iban
deslizando, o nos deslizábamos nosotros junto a ellos, uno de los fumadores derribó el narguile y el
café de otro causando una descarga de invectivas sin sonido que nos resultó muy divertida. Viajamos
así con la imagen hasta llegar a un edificio grande que reconocí como el palacio del ministro de
Finanzas. En una zanja, en la parte de atrás de la casa, cerca de una mezquita, en un charco
embarrado, con su sedoso pelo enmarañado, yacía mi pobre Ralph. Jadeante y agazapado, como si
estuviera exhausto, parecía moribundo. Cerca de él se habían reunido algunos perros callejeros de
aspecto lastimoso que parpadeaban bajo el sol y se comían las moscas.
Había visto todo lo que deseaba, aunque no le hubiera dicho al derviche una palabra sobre el
perro, pues había acudido más por curiosidad que por la idea de que pudiera tener éxito. Así que me
impacientaba por irme enseguida y recuperar a Ralph, pero como mi compañera me rogara que nos
quedáramos un poco más, consentí a desganas. Miss H. se colocó entonces al lado del derviche.
—Pensaré en él —me susurró al oído con ese tono ansioso que suelen asumir las damas jóvenes
cuando hablan del él al que veneran.
Vimos una larga extensión de arena y un mar azul de olas blancas bailando al sol, y un vapor
grande que se abría camino junto a una costa desolada, dejando tras él un rastro lechoso. La cubierta
está llena de vida, los hombres están atareados por la proa, de gorro y delantal blanco, el cocinero
sale de la cocina, los oficiales uniformados salen de un lado para otro, los pasajeros llenan el
alcázar, holgazanean, flirtean o leen; un joven al que ambas reconocemos avanza y se apoya en el
pasamanos. Es… él.
Miss H. sofoca un gritito, se sonroja y sonríe; vuelve a concentrarse en sus pensamientos. La
imagen del vapor desaparece; la luna mágica permanece vacía unos momentos. Nuevas manchas
aparecen en su rostro luminoso; vemos que de sus profundidades emerge lentamente una biblioteca:
de colgaduras y alfombra verde, con estantes de libros en los lados de la habitación. Sentado en un
sillón junto a una mesa, bajo una lámpara, hay un anciano escribiendo. Lleva el cabello gris peinado
hacia atrás desde la frente; en su rostro recién afeitado hay una expresión de benevolencia.
Con un movimiento rápido, el derviche impone silencio; la luz del disco tiembla, pero recupera
el brillo firme y la superficie vuelve a quedarse sin imágenes durante un segundo.
Volvemos a Constantinopla y en las profundidades perladas del escudo se forma nuestro
apartamento del hotel. Sobre el escritorio están los papeles y los libros, el sombrero de viaje de mi
amiga en una esquina, sus cintas cuelgan de la copa y sobre la cama está el vestido que se había
cambiado cuando comenzamos la expedición. Ningún detalle falta para completar la identificación; y
como para demostrar que no estábamos viendo algo que habíamos formado con nuestra imaginación,
sobre el tocador había dos cartas sin abrir cuya escritura fue reconocida claramente por mi amiga.
Eran de un querido pariente suyo de quien había esperado tener noticias en Atenas, sintiéndose
decepcionada. Desaparece la escena y vemos ahora la habitación de su hermano, que se halla
recostado en la sala, con un criado bañándole la cabeza, de la que, para nuestro horror, gotea sangre.
Una hora antes, habíamos dejado al joven en perfecto estado de salud; ante esa imagen, mi
compañera lanzó un grito de alarma y, tomándome de la mano, me llevó hacia la puerta. Nos
reunimos con nuestro guía y amigos para regresar a toda prisa al hotel.
El joven H. había caído por la escalera, haciéndose una herida bastante fea en la frente; en el
tocador de nuestra habitación estaban las dos cartas que habían llegado cuando ya estábamos fuera.
Las habían enviado desde Atenas. Pedí un coche con el que me dirigí al Ministerio de Finanzas e,
iluminada por el guía, encontré rápidamente la zanja que había visto por primera vez en el disco
brillante. En mitad de la charca, destrozado, medio muerto de hambre, pero todavía vivo, estaba
Ralph, mi hermoso spaniel; cerca de él estaban los perros callejeros que parpadeaban y,
despreocupadamente, se comían las moscas.
Gertrude Atherton
(1857 - 1948)

Biógrafa, historiadora y escritora norteamericana nacida en San Francisco, Gertrude Franklin


Horn fue un ejemplo de tenacidad contra los prejuicios sociales que, en su tiempo, existían hacia las
mujeres que deseaban para sí algo más que un hogar, un marido y unos hijos: una carrera artística.
Hija de Thomas L. Horn, un próspero hombre de negocios, y de Gertrude Franklin, sobrina de
Benjamín Franklin (1706 - 1790), político, científico, inventor y uno de los padres de la nación
estadounidense —participó en la redacción de la Constitución en 1787—, Gertrude estudió en la St.
Mary’s Hall High School de Benecia (California) y el Sayre Institute de Lexington (Kentucky), y
pronto mostró una inequívoca inclinación por la lectura y la escritura. A los 19 años, por presión
familiar, se casa con un antiguo pretendiente de su madre, George H. B. Atherton, hijo de Faxon
Atherton, un rico comerciante de la ciudad de Atherton en California. Tuvieron dos hijos, Muriel y
George, quien falleció a los seis años de edad. George H. B. Atherton era un hombre convencional y
taciturno, y desde el primer momento desalentó la afición de su esposa por la escritura. De ahí que la
publicación serial de su primera novela, The Randolphs of Redwoods (1882), en el San Francisco
Argonaut, aunque fuera sin firmar, escandalizara a toda su familia, especialmente a su madre y a su
suegra.
Tras once años de matrimonio «respetable», George sufre un trágico accidente en Chile, donde se
hallaba atendiendo sus negocios, y muere en aquel país en 1887. Y con su desaparición, Gertrude
Atherton nace para la vida, para la literatura. Para empezar, se marcha a Nueva York, y de allí, a
Francia, Inglaterra y Alemania. Más tarde se convierte en protégée del gran Ambrose Bierce (1842-
1914) —cuya relación, dicen algunos, iba mucho más allá de la mera amistad— e inicia su carrera
como escritora, publicando cerca de sesenta libros y numerosos artículos. De su fructífera trayectoria
merece ser subrayada, empero, su primera novela firmada, What Dreams May Come —singular
historia sobre la reencarnación que pasó prácticamente desapercibida—, aparecida en 1888 bajo el
pseudónimo masculino de Frank Lin. Nunca más utilizaría ese nombre.
Durante su estancia en las Islas Británicas publicó, ya como Gertrude Atherton, Patience
Sparhawk and Her Times (1897) y American Wives and English Husbands (1898), además de The
Conqueror (1902), minuciosa novela histórica sobre Alexander Hamilton (1757-1804), economista,
político, escritor, abogado y soldado estadounidense, amigo personal de George Washington y primer
Secretario del Tesoro de los USA, y Hermia Suydam (1889), drama sobre la vida de una mujer
soltera que fue tachada de inmoral por la crítica. Cabe citar también su apólogo sufragista Julia
France and Her Times (1912), Los Cerritos (1890), la primera entrega de su trilogía californiana,
localizada en un convento, The Doomswoman (1892), historia de amor ambientada durante el
periodo colonial español, que explora los antagonismos culturales entre blancos e indígenas, y
Befare Gringo Came (1894), un tratado en torno a la vida en las misiones españolas antes de la
independencia de México.
Feminista sin quererlo, sino por simple impulso personal, Atherton fue una de las primeras
mujeres que obtuvo la Legión d’Honneur del gobierno francés por su trabajo en los hospitales de
campaña durante la Gran Guerra, labor que desempeñó a la vez que cubría periodísticamente el
conflicto en calidad de corresponsal de un rotativo neoyorquino, convirtiéndose, una vez más, en
pionera de una actividad que parecía reservada exclusivamente a los hombres. Sus novelas,
protagonizadas por heroínas fuertes, vivaces, que persiguen con ahínco vidas independientes, sin
sujeciones ni cortapisas patriarcales, fueron una suerte de exorcismo con relación a su amarga
experiencia conyugal, y toda una declaración de principios que sentó cátedra. Sobre su obra, el
ensayista Grant Overton escribió en The Women Who Make Our Novels (Dodd, Mead & Company,
Nueva York, 1928): «Sus historias, casi sin excepción, eran un vehículo para las ideas —sin juicios
ocasionales, altamente incisivas, en torno a todo lo que la rodeaba—. Ella narraba sus opiniones, a
veces con la más conmovedora ternura… Aristocrática en todas sus actitudes, prefirió la franqueza al
estilo y, por ello, no le asustaba la tosquedad».
Nadie sabe con exactitud de dónde surge la afición de Gertrude Atherton por la ghost story.
Cuando vivía con su marido y su suegra en la inmensa mansión que éstos poseían en Valparaíso Park,
San Francisco, aseguraba que estaba habitada por fantasmas; claro está que, conociendo su fina
ironía, quizá se refería a su familia política. De todas formas, sería en la biblioteca de su abuelo
materno, lugar en el que Gertrude pasó horas y horas cuando era una adolescente, donde descubrió
los clásicos de la novela gótica inglesa, como Ann Radcliffe y Matthew Gregory Lewis, y a
contemporáneos como Sheridan Le Fanu o Elizabeth Gaskell. Ascendentes, ecos y modelos que se
perciben, se palpan en las dos antologías de relatos que publicó —relatos difundidos previamente a
través de diversas revistas literarias y magazines culturales de la época—, The Bell in the Fog and
Other Stories (Harper Publishers, Nueva York y Londres, 1905) —que contiene, entre otras, “The
Bell in the Fog”, “The Striding Place”, “The Dead and the Countess”— y The Foghorn (Houghton
Mifflin, Boston y Nueva York, 1934) —donde se encuentran las muy populares “The Eternal Now” y
“The Striding Place”—. Pero será sin duda Edgar Allan Poe (1809-1949) quien ejerza una influencia
más evidente en la carrera de Gertrude como autora de ficción espectral, influencia irrebatible en
“La muerte y la mujer” (“Death and the Woman”), publicada en Vanity Fair en 1892. A partir de una
situación dramática muy sencilla —una joven vela el cuerpo agonizante del «que había sido su
amigo, su compañero, su amante, su marido; el que lo había sido todo para ella en aquellos cinco
años de juventud vigorosa y esperanzada, agostada sin embargo por los rigores de la desdicha, por el
capricho del infortunio», esperando la llegada de la Muerte… —, Gertrude Atherton se desmarca de
la ghost story clásica y, al igual que el genio de Baltimore, intenta sentir la muerte. Su heroína
anónima agudiza sus sentidos morbosamente finos para escuchar, si acaso ello es posible, los latidos
finales de un corazón exánime —«… presionando con sus manos el pecho del hombre al que apenas
veía en la oscuridad, para sentir su corazón, a la espera de la llegada de la muerte»—; intenta amar
al moribundo con una mezcla de dolor y éxtasis próximo a la necrofilia más romántica y melancólica
—«Estaba contenta, sin embargo, de aquel cambio último, del final; contenta de que la belleza ida de
aquel cuerpo no tuviese ya más destino que el ataúd; eso le parecía menos cruel que vivir en
menoscabo. Había amado las manos vivas de aquel cuerpo, su cálido magnetismo. Aquellas manos
yacían amarillentas ahora a los lados del cuerpo; sabía que ahora estaban frías, que una humedad
extraña y tumefacta se apoderaba de ellas. Por un momento se apoderó de la mujer una sensación
convulsa. Supo que también ellas, las manos, se habían ido ya de su lado»—; y, de algún modo,
anhela morir biológica, espiritual, psicológica y sentimentalmente, como en los mejores relatos de
Poe; morir en el yo y en el tú (Juan Eduardo Cirlot dixit: “El pensamiento de Poe”, Poesía nº 5-6,
invierno 1979-1980). La belleza del texto, su miríada de turbias y agónicas emociones, nos conduce
a todos los más allá posibles, hacia todo misterio, enigma o atadura metafísica con la muerte,
haciendo de “La muerte y la mujer” un poema en prosa de belleza hipnótica.
LA MUERTE Y LA MUJER
Su esposo se moría y ella estaba a solas con él. Nada podía superar la desolación de sus
lamentos. Ella y el hombre que moría, que estaba a punto de dejarla, se encontraban en el tercer piso
de una casa de beneficencia de Nueva York. Era verano y los demás moradores de la casa se
hallaban en el campo; todos los empleados en el servicio, a excepción de la cocinera, habían sido
despedidos, y la cocinera, cuando no trabajaba, dormía profundamente en la quinta planta. La
encargada también estaba fuera de la ciudad, disfrutando de unas cortas vacaciones.
La ventana de la habitación permanecía abierta para que entrase el aire, que era, no obstante,
irrespirable; de los patios de las casas anejas no subía ni el más leve ruido, pues la tarde canicular
atenuaba los sonidos de la calle. A intervalos se oía el sonido del montacargas, que no obstante
parecía sometido a una amortiguación impuesta por la suspensión aérea del calor oceánico.
Allí estaba ella, sentada junto al moribundo, abatida por esa pena que se apodera del alma
cuando se pierde la esperanza, cuando no parece haber más realidad que el abandono. Miraba con
infinita tristeza al que había sido su amigo, su compañero, su amante, su marido; el que lo había sido
todo para ella en aquellos cinco años de juventud vigorosa y esperanzada, agostada sin embargo por
los rigores de la desdicha, por el capricho del infortunio. En el moribundo se percibía claramente la
devastación de la enfermedad; su rostro demostraba una terrible consunción; la sábana resaltaba
aquellas formas arruinadas de un cuerpo que, si bien nunca fue carnoso, sí tuvo la musculatura propia
del ejercicio físico, la sanguínea prestancia de la buena salud. Estaba contenta, sin embargo, de aquel
cambio último, del final; contenta de que la belleza ida de aquel cuerpo no tuviese ya más destino
que el ataúd; eso le parecía menos cruel que vivir en menoscabo. Había amado las manos vivas de
aquel cuerpo, su cálido magnetismo. Aquellas manos yacían amarillentas ahora a los lados del
cuerpo; sabía que ahora estaban frías, que una humedad extraña y tumefacta se apoderaba de ellas.
Por un momento se apoderó de la mujer una sensación convulsa. Supo que también ellas, las manos,
se habían ido ya de su lado. Y repitió en voz alta las palabras para siempre, mientras le volvía el
recuerdo de aquella dulce presión que tantas veces ejercieron sobre ella las manos del hombre que
ahora se moría sin remedio.
Se inclinó despacio sobre él. Estaba aún allí, pero bien sabía ella que también en otro lugar.
¿Dónde? Cuando aún no había dejado de respirar, su yo, su alma, su personalidad formaban parte de
la amalgama de la vida, de la arcillosa prestancia húmeda de su cuerpo, de su manera de hablar. Pero
¿por qué no habrían de manifestarse ante ella esos dones, aun a despecho de la muerte que parecía
inminente? Si aún albergaba aquel cuerpo un hálito de consciencia, ¿por qué no podía expresarla aun
en el tránsito de su desintegración material, lo que es decir a través del único médium posible, el
Creador supremo? ¿-Por qué no iba a querer el Hacedor concederle a aquel cuerpo ese último favor?
¿Es que iba a tener que conformarse ella con aguardar agónicamente la desintegración última del
cuerpo yaciente, culminación de sus tormentos, sin escuchar de su hombre una última palabra? La
mujer dijo en voz alta el nombre del moribundo, incluso lo movió levemente con manos nerviosas,
sacudiéndolo en el lecho, un algo enloquecida, como si de repente no pudiera resignarse al abandono
de quien había sido su amante, aun a sabiendas de que nada podría evitar ya que se fuera de su lado.
El hombre seguía impávido, sin advertir los esfuerzos de su mujer; ella descubrió su pecho y
apoyó la cabeza junto al corazón, llamándolo de nuevo. Nunca hubo una unión como la de ambos.
¿Cómo iba a irse de su lado? Allí seguía él, la otra parte de ella. No podía darse un estado
intermedio; no podía consentir que fuese enterrado sin más. ¿-Cómo consentirlo cuando seguía siendo
parte de sí misma? Pero al apoyar la cara en el pecho del moribundo apenas percibió un leve latido
que le acariciase los labios. Abrió entonces los brazos, gesticulando sin palabras, como si quisiera
dar aire al cuerpo sin vida de su amante, o como si quisiera atrapar algo que dimanase de él, y al
cabo se puso de pie para dirigirse a la ventana abierta. Parecía a punto de volverse loca. Le habían
pedido que se quedara junto al cuerpo de su marido hasta que se dispusiera el entierro, y no quería
perder la razón, no quería gritar.
Al asomarse a la ventana comprobó que comenzaban a oscurecerse los verdes manchones del
jardín, como si algo muy pesado, como un sudario, los cubriese. Comprendió entonces que el día
comenzaba a llegar a su fin para dar paso a la noche.
Volvió lentamente junto a la cama del hombre, preguntándose si habría estado allí, junto al
moribundo, horas, o sólo minutos, o sólo segundos. Y preguntándose ahora si su marido, su amante,
su compañero, seguiría siendo realmente un hombre vivo. Aún se le veían los rasgos, no obstante
aquella demacración de sus últimos días, y parecían tensos, sin la relajación mortal última. Volvió a
reposar su cabeza en el pecho del hombre mientras los dientes le rechinaran como si la hubiese
atrapado un viento súbito y frío.
Se levantó del borde de la cama para dejarse caer en una silla con las manos cruzadas sobre el
pecho, sobre su corazón. Miraba absorta el semblante macilento del moribundo, que en la penumbra
de la caída de la tarde parecía la cara de una escultura pendiente aún de su definición última. Si
encendía la lámpara de gas entrarían nubes de mosquitos y tampoco quería restarle, con ello, el poco
aire respirable con el que acaso siguiera alentando mecánicamente. Y tampoco quería ver esa
especie de terrible ojo último que es la mandíbula caída de los muertos.
Tenía tan fija la vista en el hombre que al cabo no vio nada y cerró los ojos a la espera de que se
produjese en él lo inevitable, el inicio de la corrupción definitiva. Cuando al fin abrió los ojos, la
cara del hombre pareció haberse borrado; la oscuridad se había cernido como una ola negra y
definitiva sobre la casa, y el pálido brillo de las estrellas, vistas a través de la ventana, anunció a la
mujer el imperio de la noche.
Angustiada, acercó entonces el rostro a los labios del muerto. Le pareció que aún respiraba. Hizo
un movimiento de mayor aproximación para besarlo, pero nada más hacerlo se arrepintió, echándose
hacia atrás con un dolor agónico, con una tristeza irremediable. Ya no eran sus labios, los labios de
su hombre, y nunca más lo serían.
Si de veras alentaba aún, lo hacía con tal debilidad que no podía oírlo; así sería imposible que
tuviese constancia del momento exacto de su muerte. Por eso le puso las manos en el pecho, a la
altura del corazón. Así no habría equívocos, sabría cuál sería el momento exacto de su muerte;
además, para ella era una cuestión de honor y de amor permanecer junto a él hasta el último instante,
hasta que exhalara su último suspiro.
Allí estaba ella, sentada, agotada por la noche de calor asfixiante, presionando con sus manos el
pecho del hombre al que apenas veía en la oscuridad, para sentir su corazón, a la espera de la
llegada de la muerte… Pero de repente la sumió en un mayor grado de desesperanza un pensamiento.
¿Dónde estaba la muerte? ¿Por qué razón se demoraba tanto? ¿De dónde llegaría? Parecía tomarse su
tiempo, desde luego; parecía dirigirse allí muy despacio, regodeándose morosa como lo hacen
quienes participan en un cortejo fúnebre. Y por mero reflejo ese pensamiento le llevó una suave
música a la cabeza, una música como esa que se escucha en el teatro cuando la heroína de la obra
está a punto de hacer su entrada en la escena, una música que anuncia un acontecimiento crucial e
inminente. Todo eso, sin embargo, le había parecido siempre ridículo, un recurso muy poco artístico.
Pues así parecía actuar la muerte.
Frunció el ceño al instante, reprochándose la frivolidad que había pensado y ejerciendo una
mayor presión de las palmas de sus manos sobre el pecho del hombre. Acusó aún más el calor, notó
que se le bañaba de sudor el rostro. Pero respiró profundamente, liberando la angustia que sentía en
el pecho, la angustia que parecía haberse acumulado en sus pulmones, al comprobar que aún latía el
corazón del moribundo, que aún tenía un hálito de vida.
Sí, como despreciando a la muerte, el corazón de su hombre continuaba latiendo… Pero…
¿dónde estaba la muerte? ¡Qué curiosa experiencia! A solas en una casa grande y vacía, aguardando
el instante en que su marido la abandonase definitivamente… Que la muerte se lo arrancara. ¿Y por
qué no resistir? Pero no, era imposible; sí, imposible resistirse a la llegada de esa pecadora invisible
e inocente en apariencia que es la muerte; esa pecadora silenciosa e implacable a la que ningún
mortal se resiste… Si al menos poseyera una forma humana, y si al menos pugnase por llevárselo
como lo haría un hombre cualquiera, un secuestrador cualquiera… Habría así, acaso, una posibilidad
de vencerla. Una mujer podría derrotar incluso a un gigante clavándole una daga en el corazón. Pero
contra la muerte no había nada que hacer, sino esperarla.
Entonces salió de los labios de la mujer un grito de terror. Algo parecía cobrar presencia en la
ventana. Las piernas y los brazos se le aflojaron del susto, mas a pesar de eso pudo ponerse en pie y
mirar hacia allí con una intensidad enorme, a despecho de su pánico. Dos pequeños puntos verdes y
brillantes como raras estrellas parecían seguir su mirada. Pero era un gato. Y de inmediato saltó,
desapareciendo. Y se borraron aquellas pequeñas estrellas verdes.
Se dijo entonces que no debería de consentir en el miedo que sentía. «¿Será posible —pensaba—
que tenga miedo de la muerte cuando aún no ha llegado, cuando aún no la he visto siquiera? Siempre
he sido una mujer valiente; él me solía decir que era una heroína, pero es que a su lado resultaba
imposible tener miedo… Por eso le decía que me llevara al último confín del mundo, que a su lado
nada me causaba miedo… ¡Me avergüenzo de mí misma!»
Todo eso pensaba mientras volvía a sentarse lentamente y a poner sus manos otra vez en el pecho
del hombre. Le hubiera gustado tener a alguien fuera, en la puerta, a Mary, la cocinera, por ejemplo;
alguien a quien llamar para que la relevase algún momento en su vigilia… Pero no; no había una
campanilla en la habitación, y en cualquier caso, haberla hecho sonar hubiese sido como cometer una
profanación en la casa de Dios. Además, ¿para qué iba a salir? No quería dejarlo solo ni un
momento… Dejarlo solo y encontrárselo ya muerto al regresar.
Entrechocaba levemente sus rodillas; no le gustaba hacerlo, pues denotaba hallarse sumida en un
claro estado de pánico, pero no podía evitarlo. Sus ojos iban de un lado a otro de la habitación,
intentando escrutar algo donde nada podía ver; se preguntaba, en realidad, si podría ver llegar a la
muerte; se preguntaba cuán lejos de allí se encontraría aún. Seguro que a no mucha distancia; el
corazón de su marido latía débilmente, cada vez más débilmente. Había oído hablar de que, sin
embargo, una vez muerto, el cuerpo humano padece una especie de frenesí, sobre todo en los que han
sido valientes, como rebelándose ante la muerte que acaba de coparlo, sin entregarse mórbidamente a
sus horrores, por mucho que la suerte ya esté echada… Pero aquello… Esperar, esperar y esperar;
hacerlo acaso durante horas, debilitándose el corazón del moribundo a extremos tales que ya no
pudiera rebelarse cuando la muerte lo poseyera… Y esperar ella, a su vez, acaso más allá de la
medianoche, a que llegase la muerte y se lo robara arteramente, desprevenida ella en su vigilia y sin
fuerzas ya el moribundo para resistirse.
Se acercó de nuevo al hombre al que había amado, al hombre que la había protegido tantas veces.
Lo hizo con un espasmo angustioso en su movimiento. ¿Dónde estaba el espíritu indómito de aquel
hombre que siempre, hasta en los momentos más difíciles, había conseguido que ella se mantuviese
firme y sin miedo a nada, y que hacía que lo amase cada día más? ¿Por qué se abandonaba ahora a su
suerte, sin importarle que se quedara sola? ¿Por qué desertaba lentamente sin ofrecer resistencia?
Echó después la cabeza hacia atrás, lamentando sus reproches al moribundo; afligida por su
sentir agónico, sin embargo, no podía evitar aquellos recuerdos de su hombre en otro tiempo, ni
recordarle a él mismo quién había sido. Y otra vez volvió a apoderarse de ella el pánico, y otra vez
volvió a quedarse clavada en su asiento, rígida, con la respiración entrecortada, esperando la llegada
de la muerte.
De repente percibió un ruido que parecía producirse abajo, quizá en la primera planta del
edificio. Fue un ruido lejano, amortiguado probablemente por esa lejanía; acaso el de unos pasos
sobre los peldaños de hierro de la escalera. Unos pasos lentos… Aguzó el oído y pudo contar hasta
cien entre un paso y otro. Aprensiva e histérica, apenas podía hacer otra cosa… Pero… ¿dónde
estaba la música fúnebre que forzosamente debería acompañar aquellos pasos?
Su cuerpo, su rostro, toda ella estaba bañada en sudor, como si la muerte fuese una ola. Sintió que
se le erizaban los cabellos desde la raíz, preguntándose si en verdad se le habrían puesto de punta.
Pero no se atrevió a llevarse las manos a la cabeza para comprobarlo. Quizá todo se debiera a aquel
frío extraño que sentía a pesar del calor; quizá todo se debiera a que comenzaba a enfriarse el sudor
que la cubría. Sus músculos se reblandecieron entonces, sin que menguase, sin embargo, la tensión
interna que sentía. Sus nervios parecían abandonarla.
No le cupo duda de que era la muerte quien subía despacio por la escalera, enseñoreándose de la
casa vacía. Y supo que era así porque no podía decirle otra cosa la sensible inteligencia de su oído,
no su mera capacidad de escuchar.
Concentró todos sus esfuerzos, que eran incluso dolorosos, en oír cualquier sonido que llegase de
la escalera, sabedora de que tenía que hacerlo por muy duro y difícil que le resultara. ¿Cómo iba a
relajarse, no obstante, con todo lo que tenía que hacer? Cada minuto, cada segundo, sería vital; la
muerte, aun despaciosa, no desaprovecha el tiempo de apuntar con su dedo frío a las almas que
quiere llevarse, apenas emergen éstas del cuerpo putrefacto de los difuntos. Y ella, al menos, iba a
tener el honor de recibirla en persona, como se recibe a los heraldos, o a los subordinados, que al fin
y al cabo eso es la muerte: una especie de emisario del más allá.
El sonido de aquellos pasos decía a la mujer que la muerte avanzaba lenta pero inexorable.
Peldaño a peldaño y descansillo tras descansillo, se acercaba, no obstante anduviese con mayor
lentitud que antes. Tan leves eran sus pasos como el ruido amortiguado pero constante que hacían. La
muerte, si bien muy lenta, avanzaba sin tregua.
Llevó instintivamente una mano a su pecho y vio que el corazón le latía apresurado, como nunca
lo había sentido. Entonces se dijo que aquellos latidos, los latidos de su propio corazón, habrían de
cesar en el mismo instante en que la muerte hiciera su entrada en la habitación, en el mismo instante
en que detuviera sus pasos junto al lecho del moribundo.
Ya no era humana, ya no era una mujer; ya era sólo inteligencia en alerta. No se dejaba sentir ni
un ruido, salvo el de los pasos leves de la muerte, que parecía tener los pies de cera.
Contaba la mujer los pasos, uno, dos, tres… Y se irritaba al observar las pausas tan largas que
hacía la muerte entre un paso y otro. Cuando la muerte proseguía su lento ascenso, volvía a contarlos,
cada vez más audibles, cada vez más próximos, secos, sin eco… ¿Cuántos peldaños habría en
aquella escalera? Nunca se había detenido a contarlos. Ahora le hubiera gustado saberlo, pero…
¡qué importaba ya! Cada uno de los pasos de la muerte anunciaba su presencia inmediata; nada más
podía decir aquella mayor sonoridad de su avance. Supo bien la mujer cuándo llegaban a un
descansillo; incluso calculó bien los segundos que se detendría allí antes de acceder a los últimos
tramos de la escalera… Y calculó perfectamente, también, lo que tardaría en llegar al pasillo de la
planta en la que estaba la habitación. Y supo al fin cuándo se detuvo ante la puerta. Entonces llamó la
muerte con sus nudillos de hierro. Los nervios impidieron a la mujer decirle que adelante. La muerte
volvió a golpear la puerta con sus nudillos, de manera más imperiosa. Sintió la mujer que aquellos
golpes en la puerta hacían temblar las paredes del cuarto. Entonces se dejó sentir el sonido del pomo
de la puerta en un giro. Y en un movimiento raudo e instintivo, en busca de protección, la mujer se
arrojó a los brazos de su esposo.
Cuando Mary abrió la puerta y entró en la habitación vio a la mujer muerta, yaciente junto al
hombre muerto.
Willa Cather
(1873 - 1947)

«Esto es un cuento de las lúgubres y frías tierras septentrionales, donde hiela eternamente y las
nieves apenas se derriten; donde las blancas extensiones, por ello, se extienden millas y más millas
sin que se vea un árbol, ni siquiera un arbusto; donde el cielo de la noche posee una belleza terrible,
cruzado por los tremolantes relámpagos que son las luces del norte, y donde icebergs de color
verdoso flotan con toda su estática grandeza en las negras corrientes del inabarcable mar polar». Así,
de esta manera tan absolutamente tétrica, arranca el relato de Willa Cather “La estrategia del hombre
lobo perro” (The Strategy of the Were-Wolf Dog), aparecido en la revista Home Monthly, vol. VI, nº
13-14 (diciembre de 1896). Uno se inclina a pensar que nos hallamos, una vez más, en los espacios
sombríos y eróticos, terroríficos y melodramáticos, explorados por Clemence Houseman en su
magistral historia The Werewolf. Sin embargo, estamos lejos de los dominios del tradicional cuento
de horror; más bien en los territorios de lo maravilloso y, más concretamente, del cuento de hadas.
No hace falta remontarse a clásicos como “Blancanieves”, “Caperucita roja” o “La Bella y la
Bestia” para advertir que entre la pura fábula y el estremecimiento gótico existe una línea de
separación muy delgada. Basta recordar “Pulgarcito” —con su ogro devorador de carne humana— o
“Barba Azul” —leyenda en torno a un señor feudal cuyo castillo está bañado con la sangre de sus
esposas degolladas—, sádicas historias para niños que, según explicó Bruno Bettelheim en
Psicoanálisis de los cuentos de hadas (The Uses of Enchantment: The Meaning and Importance of
Fairy Tales, 1976), tratan sobre sus profundos conflictos internos, originados por extraños impulsos
primarios y violentas emociones, educándolos, en última instancia, de cara a su relación con el
mundo.
Y éste es el espectro narrativo, psicológico y emocional que explota magistralmente Willa Cather
en “La estrategia del hombre lobo perro”. No falta ningún elemento: un personaje perverso —«Era el
malvado hombre lobo perro que todo lo odiaba; que odiaba a las demás bestias, a los pájaros, al
propio Santa Claus y al oso blanco; y que odiaba, por encima de todo, a los niños del mundo. Nada
le volvía tan rabioso como saber que el mundo está lleno de niños buenos, niños que se aman los
unos a los otros, y que son sencillos, cariñosos y educados con quienes tienen a su alrededor y con
las cosas bonitas del mundo, como las flores y todo lo que crece y vibra en la tierra. Llevaba años
intentando sabotear como fuese los viajes de Santa Claus, sólo para que esos niños no recibieran sus
regalos de Navidad. El hombre lobo perro detestaba la Navidad, algo incomprensible bajo cualquier
punto de vista. Pero era un ser malvado y demoníaco, y la Navidad es un tiempo de celebración de la
bondad, por lo que al hombre lobo perro todas las noches de Navidad le ardía pérfidamente el
corazón, tornándosele aún más oscuro»—, una muy freudiana y ambivalente figura paternal, Santa
Claus —que detenta a los ojos del niño un poder absoluto y misterioso, inquietante…— y un tema no
menos freudiano, el desamparo infantil —la peripecia de los renos— y la nostalgia por el padre
instigada por la angustia ante la omnipotencia del destino, y el mensaje positivo sobre la solidaridad
—el gesto final de los animales del bosque— y la bondad. Pero lo realmente llamativo es el tono
melancólico y poético del cuento, esa negra ligereza con que observa el heroísmo y el dolor, la
tragedia y la épica, mezcladas de tal forma que excite sentimientos poco tranquilizadores.
Recordemos el discurso de la foca: «Me rompe el corazón —comenzó a decir— ver que seguís
impasibles ante la ayuda que nos piden porque los niños del mundo corren el peligro, por primera
vez desde que comenzaron las Navidades, de quedarse sin sus juguetes… Sólo soy una foca vieja y
tullida, dos veces herida por los cazadores de focas, pero así y todo tengo fuerzas y ánimo suficientes
como para ir con el oso blanco y, aunque apenas pueda recorrer una milla diaria, me apoyaré como
sea en mi cola y en mi única aleta para llevar sus regalos a los niños del mundo». Tales sutilezas son
las que convierten “La estrategia del hombre lobo perro” en una obra maestra de la literatura
fantástica.
¿Cómo empezar a hablar de Willa Cather? No es fácil. Fue una de las escritoras estadounidense
más brillantes de su generación, como evidencian Pioneros (O Pioneers!, 1913), El canto de la
alondra (The Song of the Lark, 1915), Mi Antonia (My Antonia, 1918), Una dama extraviada (A
Lost Lady, 1923) o La muerte llama al arzobispo (Death Comes for the Archbishop, 1927),
hermosos y dramáticos retratos de la vida de los pioneros norteamericanos, aquellos aventureros
llegados de Europa para poblar las tierras del nuevo mundo y, más concretamente, las inhóspitas
tierras de Nebraska. El espíritu y coraje de los inmigrantes suecos, checos, rusos o alemanes, que
ella conoció muy bien de niña, al trasladarse desde su Virginia natal —nació en el mítico
Shenandoah Valley— a Nebraska y que tan bien refleja en Mi Antonia, es el tema central de sus
historias. Una materia que guarnece con sus inquietudes más íntimas: la pérdida de seres queridos, de
la vida pasada, de las esperanzas juveniles… Admirada profunda y sinceramente por grandes
literatos como William Faulkner o Traman Capote, o por no menos grandes cineastas como Douglas
Sirk —quien jamás pudo llevar a la pantalla Mi Antonia, una de sus novelas predilectas, como era su
voluntad—, entre los años veinte y cuarenta del siglo pasado Willa Cather fue una de las novelistas
estadounidenses más prestigiosas de su tiempo, sobre todo después de ganar el Premio Pulitzer en
1923 con One of Ours (1922). A través del uso del estilo indirecto —pocas veces se sirve de la
primera persona, ni tan sólo cuando el narrador es testigo, nunca actor principal—, concentró su arte
en el desarrollo de tramas amargas y amables a un mismo tiempo, como si, a pesar de todo, valiese la
pena quedarse con las pocas cosas buenas de la vida, entre las que ocupa un lugar destacado la
literatura y la bondad innata de las personas.
Su sorda lucha contra la ruindad de la sociedad la llevó a no ocultar jamás su lesbianismo —
mantuvo relaciones con la folclorista Louise Pound (1872-1958), así como con su secretaria, Isabella
McClung, quien poco tiempo después de su ruptura con la escritora se casó, lo que provocó en Willa
una profunda depresión—, pero tampoco lo convirtió en bandera de una causa, ya que jamás se
atrevió a hablar de la homosexualidad femenina en sus obras. Empero, en su adolescencia, desafió
las normas de la época cortándose el cabello y vistiendo como un chico; además, durante su breve
etapa como actriz amateur, solía interpretar a personajes masculinos. Su relación sentimental más
duradera fue con la escritora Edith Lewis (1882-1972), con quien compartió apartamento desde 1908
hasta su muerte, en 1947, formando un estable «matrimonio de Boston», eufemismo por el cual los
americanos del siglo XIX se referían a dos mujeres que viven juntas como amantes. Por fortuna, su
vida privada jamás empañó su consideración artística, a pesar de los denodados esfuerzos que, en
este sentido, llevaron a cabo los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense de
entonces.
LA ESTRATEGIA DEL HOMBRE LOBO PERRO
The Strategy of the Were-Wolf Dog

Esto es un cuento de las lúgubres y frías tierras septentrionales, donde hiela eternamente y las
nieves apenas se derriten; donde las blancas extensiones, por ello, se extienden millas y más millas
sin que se vea un árbol, ni siquiera un arbusto; donde el cielo de la noche posee una belleza terrible,
cruzado por los tremolantes relámpagos que son las luces del norte, y donde icebergs de color
verdoso flotan con toda su estática grandeza en las negras corrientes del inabarcable mar polar.
Es una región desolada en la que no hay primavera, y en la que, durante los cortos veranos, sólo
crecen lechos de sauces atrofiados que ponen un contrapunto verde, muy leve, entre los canales
rocosos a través de los cuales corren las aguas de la nieve derretida, aguas límpidas y heladas. Lo
único realmente gracioso en toda esta inmensa región es que más allá, en el Círculo Ártico, justo en
los límites de las planicies nevadas, se alza una gran casa de piedra gris en la que brillan las luces en
sus ventanas todos los días del año, y en cuyas altas paredes se arracima el calor que expande el
fuego del hogar. Es la casa de un santo muy adorado, Nicolás, al que llaman Santa Claus los niños de
todo el mundo.
Todos los niños saben que su casa es hermosa; que es, más que hermosa, uno de los hogares más
acogedores del mundo. Nada más entrar por su puerta principal se accede a un gran vestíbulo en el
que cada noche, tras cumplir con sus tareas, Santa Claus toma asiento ante el fuego y conversa con su
esposa, Mamá Santa, y con el oso blanco.
A un lado está el comedor, y un poco más allá la alcoba donde duermen Mamá Santa y Santa
Claus. En la parte trasera de la casa está el taller de juguetería donde hacen los juguetes más bonitos
del mundo, y al lado se encuentra la habitación en la que duerme el oso blanco, que tiene una cama
que en realidad es un lecho de nieve muy blanca, purísima, que él mismo se hace todas las noches; su
habitación está en la parte trasera de la casa precisamente para que pueda dormir más fresco.
Son muchos los niños y las niñas, sin embargo, que lo desconocen todo acerca del oso blanco,
por mucho que se trate de un personaje importantísimo, pues ha sido sistemáticamente olvidado por
los biógrafos de Santa Claus. Pero así es como proceden habitualmente los historiadores: se
concentran en una figura única, muy importante, eso sí, lo sea de un lugar o de un tiempo concretos, y
se olvidan de hacer siquiera una mención de pasada a propósito de otros que también tienen una gran
importancia. Ocurre, en cualquier caso, que con el discurrir del tiempo aparecen otros historiadores
que al fin reparan en la importancia de esas figuras sistemáticamente olvidadas, y se disponen a
hacer justicia. Por eso considero mi deber, que será además uno de los trabajos de más trascendencia
que jamás haya hecho, hablar del oso blanco para convencer al mundo de su importancia.
No es, desde luego, como uno de esos osos que se llevan a los niños malos, ni pertenece a esa
familia de osos que se comen a los niños que se mofan de la calva cabeza del profeta[29]. Muy al
contrario, este oso es bueno, cándido y educado, y cuida de los niños como no lo haría cualquier otro
oso del mundo, ni cualquier persona, salvo si se trata del propio Santa Claus. El oso blanco vive con
Papá Santa desde tiempo inmemorial, ayudándole en su trabajo de juguetero, pintando caballitos,
tensando el cuero de los tambores y pegando las pelucas amarillas en las cabecitas de las muñecas.
Pero su tarea principal consiste en cuidar de los renos, esas bellas bestias tan fuertes y de nervio
vivo, y tan veloces, sin las cuales no llegarían jamás a los niños ni los tambores rojos, ni las
muñecas de peluca amarilla, ni los caballitos.
Una noche del 23 de diciembre —el año no importa—. Papá Santa estaba sentado junto al fuego,
fumando en pipa y echando el humo por la nariz, con su cara de luna brillante que imperase sobre la
neblina. Estaba de muy buen humor, estaba más feliz de lo que en él es habitual, porque al fin se iban
a ver los resultados de todo un año de duro trabajo. Ya había clavado el último clavo, ya había dado
la última mano de pintura a un juguete. Ya tenía dispuestos los juguetes para meterlos en los sacos y
subirlos al trineo del que tirarían sus renos.
Frente a él estaba Mamá Santa, dando las últimas puntadas a los vestiditos de algunas de esas
muñecas que tanto gustan a las niñas del ancho mundo. Mamá Santa no se preocupaba de los muy
distintos y lejanos lugares en los que vivían esas niñas, pues eran Papá Santa y el oso blanco quienes
se ocupaban de llevar al día el libro de las direcciones. A Mamá Santa le bastaba saber que eran
niñas, y además niñas buenas; todo lo demás le daba lo mismo. Junto a ella estaba el oso blanco,
comiéndose un perrito caliente con tomate y mostaza. El oso blanco siempre tenía hambre y se
pasaba el rato picando algo, entre una comida y otra, por lo que Mamá Santa y Papá Santa siempre le
tenían dispuesto un buen plato de salchichas en la despensa, un lugar en el que siempre estaban
frescas pues allí no llegaba el calor del fuego del hogar.
Papá Santa encendió su pipa de nuevo y dijo al oso blanco:
—Supongo que el tiro de renos ya estará preparado, ¿no? ¿Los has visto esta noche?
—Sí, ya les di de comer y los cepillé hace una hora, más o menos. Nunca los he visto tan
juguetones. Mañana por la noche volarán sobre la nieve como los pájaros… Pero cuando salí del
establo me pareció ver rondando por ahí al hombre lobo perro, así que me aseguré de que la puerta
quedase bien cerrada.
—Bien hecho —aprobó Papá Santa—. Si anda por aquí no será para nada bueno… El año
pasado manipuló los arneses, que se rompieron antes de que pudiese llegar a Noruega.
Mamá Santa clavó su aguja en uno de los vestiditos a los que daba las últimas puntadas, y
comenzó a hablar con un gesto tan indignado que los rizos se le salieron de la roja caperuza con que
se tocaba, cayéndole sobre la cara.
—No puedo entender cómo ese animal es tan perverso, ni por qué la tiene tomada contigo; y no
sólo no puedo entender por qué te molesta, sino que tampoco me explico por qué quiere fastidiar a
esos pobres niños inocentes del mundo, impidiendo que les lleguen sus juguetes de Navidad. Es,
desde luego, el animal más indecente que hay de aquí al final del Polo.
—Así es —asintió Papá Santa—; no hay ninguna razón para que haga todo eso… Pero es que
odia todo lo que no se le parezca.
—Estoy segura, Papá, de que no se detendrá hasta que consiga causar un accidente terrible…
¿Por qué no va el oso a echar otro vistazo al establo de los renos?
—Mejor dormiré allí esta noche, si os parece —dijo el oso blanco mientras barría el suelo con
su corta cola.
—No creo que sea necesario —dijo Papá Santa—; será mejor que durmamos y descansemos
bien, pues mañana nos espera una dura jornada de trabajo… Espero que los renos, si llega el caso,
sepan cuidar de sí mismos. Vamos a la cama, Mamá, que hemos de descansar.
Papá Santa apagó su pipa, echó las cenizas a la chimenea y se dirigió a su habitación, mientras el
oso blanco hacía lo mismo para tumbarse en su lecho de nieve.
Cuando más tranquilo y silencioso estaba todo, se pegó a la fachada de la casa la sombra de un
perro gigantesco, la sombra de un monstruo que merodeaba por allí. Tenía el pelaje rojo y los ojos
brillantes, como brasas temibles. Sus dientes y colmillos eran enormes, y le salían de la boca como
cuchillos mojados en su saliva espumosa, lo que le daba un aspecto aún más fiero. Iba con el rabo
entre las patas, pues era tan cobarde como vicioso y precavido. Era el malvado hombre lobo perro
que todo lo odiaba; que odiaba a las demás bestias, a los pájaros, al propio Santa Claus y al oso
blanco; y que odiaba, por encima de todo, a los niños del mundo. Nada le volvía tan rabioso como
saber que el mundo está lleno de niños buenos, niños que se aman los unos a los otros, y que son
sencillos, cariñosos y educados con quienes tienen a su alrededor y con las cosas bonitas del mundo,
como las flores y todo lo que crece y vibra en la tierra. Llevaba años intentando sabotear como fuese
los viajes de Santa Claus, sólo para que esos niños no recibieran sus regalos de Navidad. El hombre
lobo perro detestaba la Navidad, algo incomprensible bajo cualquier punto de vista. Pero era un ser
malvado y demoníaco, y la Navidad es un tiempo de celebración de la bondad, por lo que al hombre
lobo perro todas las noches de Navidad le ardía pérfidamente el corazón, tornándosele aún más
oscuro.
Lento y silencioso se asomó a la ventana del establo, para mirar en su interior. Los renos estaban
apaciblemente tumbados, pero al poco, apercibidos de su presencia, comenzaron a patear el suelo,
muy nerviosos e impacientes. En las noches de luna llena, sin embargo, los renos nunca duermen,
pues se entusiasman con las vastas extensiones de nieve que ansían recorrer al día siguiente, apenas
amanezca.
—Pequeños renos —comenzó a decirles en voz baja el hombre lobo perro, y los renos alzaron
las orejas—. Pequeños renos… Hace una noche espléndida, preciosa —bien lo sabían ellos, que
podían contemplarla a través de los cristales de la ventana del establo—. Pequeños renos, la luna
brilla tanto como el sol en el verano, el viento del norte sopla despacio y fresco haciendo que las
nubes del cielo parezcan esos pájaros blancos que vuelan sobre el mar. Hay mucha nieve; tanta, que
se os hundirán las patas en ella; vuestros hermanos libres corretean por ella felices, como todas las
criaturas salvajes de esta tierra. Y las estrellas… ¡Ah, las estrellas…! Las estrellas, queridos
amigos, brillan cual millones de joyas en la faz del cielo luminoso.
Los renos escuchaban todo aquello con gran impaciencia. Les resultaba muy duro resistirse.
—Vamos, pequeños renos —insistía el hombre lobo perro—, os contaré por qué vuestros
hermanos los renos salvajes trotan a sus anchas esta noche para dirigirse al mar polar… Lo hacen
porque las luces del norte brillarán como nunca antes lo hicieran, y los relámpagos serán de color
rojo, y violeta y púrpura, y cruzarán el cielo para que toda la gente del mundo pueda verlos desde
cualquier lugar, pues muchos no los han contemplado jamás. Escuchad, pequeños renos… Ésta es la
noche en que deberéis correr lejos de aquí, ser libres; ésta es la noche en la que decidiréis que nada
más ha de encadenaros las patas, que nunca más llevaréis arneses. Vamos, salid de una vez… Total,
podréis regresar al amanecer y nadie se enterará de que os fuisteis.
El reno Dunder[30] se acercó a la ventana, atraído por lo que decía el hombre lobo perro.
—No, no podemos —dijo, no obstante—; mañana hemos de salir temprano para llevar juguetes a
los niños del mundo.
—Pero si os he dicho que podréis regresar al amanecer, con las primeras luces del día cayendo
sobre los picos de los icebergs y tornando roja la nieve… Vamos, será una noche gloriosa, lo
pasaréis muy bien; y veréis unas luces que nunca más volverán a iluminar el cielo. ¿Es que no jadeáis
ya ansiosos al sentir este dulce viento de la noche, pequeños renos?
Entonces los renos Cupido y Blitzen[31], atraídos por aquellas palabras, comenzaron a suplicar a
su jefe.
—Vamos, Dunder, salgamos esta noche… Hace mucho tiempo que no hemos visto esas luces del
cielo, y además mañana temprano estaremos de regreso.
Los renos sabían bien que no debían irse, pero como no son personas a veces hacen justo aquello
que no tienen que hacer. La ilusión del fresco viento de la noche y las luces del cielo del norte, y
pisar la nieve iluminada por la luna, todo eso, hizo que se volviesen salvajes, pues la verdad es que
los renos aman su libertad por encima de todo, mucho más que cualquier otro animal, y ansiaban
moverse libremente, ir con el viento.
Así que el hombre lobo perro abrió la puerta, con ayuda de los ciervos del establo, y al momento
salieron todos al amparo de la luna para trotar hacia el norte, felices como conejos.
—Regresaremos por la mañana —dijo Cupido.
—Sí, regresaremos en cuanto amanezca —dijo Dunder.
Los pobres renos estaban tan encantados que temían herir la blanca y lisa superficie de la nieve
con sus pezuñas.
Pero qué reconfortante les resultaba volver a sentir el viento en la piel, mientras corrían libres
hundiendo las pezuñas en la nieve. Corrieron millas y más millas sin cansarse, con el mismo placer
que sintieron al salir del establo. Les brillaban los ojos y les aleteaban los hocicos.
—Despacio, despacio, pequeños renos; dejad que os guíe yo —les decía el hombre lobo perro
—, pues de lo contrario no llegaréis al lugar donde están reunidas las bestias.
Los renos no podían ir más despacio que un niño cuando sigue al coche de los bomberos, por lo
que dejaron atrás al hombre lobo perro, que intentaba seguirlos un poco aburrido ya de todos ellos.
En su loca carrera sobre las blancas planicies, que brillaban tanto como el cielo, dos ciervos más,
Dasher[32] y Prancer[33], bramaban muy fuerte, regocijados. Pronto vieron la costa del mar polar.
Negro y silencioso, parecía guardar en su seno para siempre todos los secretos del Polo. Aquí y allí
flotaban en sus aguas negras y quietas los icebergs, cuyas altas paredes de hielo brillaban como las
llamas cuando en el cielo se encendía un relámpago. Los renos detuvieron su loca carrera para
contemplar aquella maravilla, lo que dio tiempo al hombre lobo perro para llegar a su altura.
—El hielo no tiene peligro, ¿verdad, viejo perro? —preguntó la reno Vixen[34].
—Así es, mi pequeña; el hielo parece lejos de aquí pero no tiene peligro, pues se agranda en la
base para llegar hasta la costa —dijo el hombre lobo perro con la voz más ronca que nunca.
Y los renos, engañados, comenzaron a correr por la pendiente, para alcanzar el hielo, sin
percatarse de que el hombre lobo perro no iba con ellos sino que estaba tan tranquilo en el borde del
acantilado. Pero cuando se dieron cuenta de que se precipitaban sin remedio, ya era muy tarde;
mientras caían sólo pudieron oír el ruido que hacían los renos que habían saltado primero al caer
contra el hielo, un ruido que sonaba precisamente como cuando rompemos trozos de hielo.
—¡Atrás, atrás! —gritaba Dunder, pero ya era tarde.
El malvado hombre lobo perro contemplaba desde lo alto cómo se resquebrajaba el iceberg,
riéndose al ver flotando en las negras aguas del mar las cabezas de los renos. Se dio la vuelta
lentamente y caminó más allá, sobre la nieve, con el rabo entre las patas, como siempre, pues era tan
cobarde que ni siquiera podía seguir contemplando por más tiempo la fechoría que acababa de hacer.
Los renos fueron hundiéndose lentamente en las negras aguas, pero Dunder, Dasher y Prancer
consiguieron mantenerse a flote y asomaban sus cabezas mientras intentaban regresar a la costa.
—Nademos, hermanos, que podemos ponernos a salvo —dijo Dunder a los otros.
Y así lo hacían sorteando grandes trozos de hielo cuanto les era posible, pues algunos los herían.
No obstante, nadaban con todas sus fuerzas para ponerse a salvo, aunque la costa les parecía aún muy
lejana. Un gran pedazo de hielo golpeó a Prancer en el pecho, y comenzó a hundirse lentamente tras
quedar desvanecido. Casi al momento, Dasher, sin resuello, se abandonó a su suerte y comenzó a
hundirse igualmente. Cuando Dunder, que lo vio, nadó hacia él, Dasher le dijo:
—No, hermano, no… Ya no puedo más, no intentes ayudarme, pues nos ahogaremos los dos.
Tienes que salvarte, tienes que ir y contarle al oso blanco todo lo que nos ha ocurrido. Adiós,
hermano mío, ya no volveremos a ver juntos las nieves que cubren los campos —y tras decir estas
palabras se hundió definitivamente en las negras aguas, dejando solo a Dunder.
Cuando al fin consiguió alcanzar la costa estaba exhausto y sangraba profusamente por todos los
cortes que le habían hecho los trozos de hielo flotante. Pero no había tiempo que perder. Aun herido y
agotado, comenzó a trotar por la planicie nevada.
Era ya noche avanzada cuando el oso blanco notó unos golpecitos en el cristal de la ventana de su
cuarto. Se levantó y vio al pobre Dunder cubierto de nieve y de sangre.
—Ven conmigo, hermano —dijo al oso blanco—; los otros se han ahogado en el mar, sólo yo he
conseguido ponerme a salvo. El maldito hombre lobo perro vino esta noche al establo y, hablándonos
con palabras muy dulces, nos animó a ir con él hacia el Polo, prometiéndonos que veríamos las luces
del cielo del norte brillando como nunca antes las habíamos visto y como nunca volveríamos a
verlas. Pero lo que nos enseñó fue una muerte negra, espantosa… Lo que nos enseñó fue el fondo del
mar del Polo.
Entonces el oso blanco salió a su encuentro, sólo con el camisón puesto, y Dunder siguió
contándole acerca de la cruel maldad del hombre lobo perro.
—¡Ah! —se lamentó el oso blanco—. ¿Y quién va a decirle a Santa todo esto, y quién le ayudará
a llevar los sacos llenos de juguetes para los niños del mundo? A Santa se le romperá el corazón sólo
de pensar en esos pobres niños que verán vacíos sus calcetines cuando llegue la mañana de Navidad.
El pobre Dunder, que estaba agotado, se dejó caer sobre la nieve y comenzó a sollozar.
—No desesperes, Dunder… Tú y yo iremos ahora mismo hasta esa colina de hielo donde las
bestias retozan a la espera del día de Navidad… ¿Podrás trotar un poco más, mi pobre y querido
ciervo?
—Trotaré hasta morir —dijo Dunder con mucha valentía—. Sube a mi espalda, que salimos
ahora mismo.
Aunque a regañadientes, el oso blanco se montó en Dunder, pues los osos son más lentos que los
renos, y así partieron hacia la alta colina de hielo donde los animales del norte pasan la Navidad.
Esa colina es como una gran pila de hielo y de nieve, que se alza al amparo de la estrella polar, y
por eso todos los animales acuden allí a beber ponche y a desearse una feliz Navidad los unos a los
otros. Allí hay focas, y leones marinos, y muchas nutrias, y mustelas, y ballenas, y osos, y muchos
pájaros exóticos, y también perros lapones leonados, que son tan fuertes como los caballos… Allí no
iba, claro está, el hombre lobo perro. El oso blanco no ofreció un sueldo a ninguno de ellos. Se
limitó a subir hasta la cumbre de la colina de hielo para decirles:
—¡Animales del norte! ¡Escuchadme! —y todas las bestias cesaron en lo que hacían, que era
divertirse, y miraron hacia lo más alto de la colina del hielo, donde estaba el oso blanco, que parecía
mucho más raro allí arriba, iluminado por la luz de las estrellas y con su camisón puesto—.
¡Escuchadme! —tronó el oso blanco—. He de contaros una historia de maldad y bellaquería como
nunca la habréis oído. He de daros cuenta de algo que nunca antes había sucedido. Esta misma noche,
el malvado hombre lobo perro, que no ceja en su empeño de hacer cuanto su negro corazón le dicte
en contra de los niños del mundo, se acercó hasta los renos de Santa Claus y con palabras arteras los
condujo hasta el norte, diciéndoles que verían allí unas luces del cielo como no se habían visto jamás
y como nunca volverán a contemplarse… Pero lo que en verdad les enseñó no fue sino la muerte más
negra y el fondo del mar polar —luego les pidió que mirasen al ensangrentado Dunder, el único
superviviente.
Todos los animales de la colina de hielo demostraron una gran indignación, avergonzándose de
que uno de ellos hubiese cometido una maldad semejante. La gran ballena sacudió su cola con furia, y
todos los osos que allí estaban empezaron a gruñir, muy enfadados.
—Ahora, amigos míos, mis queridos animales —siguió diciendo el oso blanco—, ¿quiénes de
entre vosotros vendréis conmigo para ayudarnos a llevar sus juguetes a todos los niños del mundo, y
que así no se pongan tristes al despertar, pues no verán vacíos sus calcetines?
Pero entonces se callaron todos, pues aunque lamentaban mucho lo que había sucedido, amaban a
tal extremo su libertad que ninguno quería correr con arneses sobre la nieve, ni dormir en el establo
de Santa Claus, por muy caliente que allí se estuviese.
—¿Qué os pasa? —gritó el oso blanco—. ¿Es que ninguno de vosotros va a ayudarnos, es que
ninguno de vosotros va a venir al establo de Santa Claus para ocupar el lugar que ocuparon los
pobres renos ahogados, esos buenos hermanos nuestros? Además de un establo tibio y acogedor
tendréis todo el forraje que queráis comer, y un lecho de limpia paja, y agua de nieve para beber…
Pero los animales seguían guardando silencio. No querían abandonar la colina de hielo, ni dejar
de sentir el viento frío… El pobre Dunder seguía llorando, y hasta el oso blanco comenzaba a
desesperar, cuando de repente alzó su voz una pobre foca vieja, a la que faltaba una aleta, pues había
sido mutilada por unos cazadores de focas antes de que pudiera escapar de ellos… La vieja foca
había bebido bastante ponche, por lo que hablaba con la voz un tanto chillona, pero tenía muy buen
corazón.
—Me rompe el corazón —comenzó a decir— ver que seguís impasibles ante la ayuda que nos
piden porque los niños del mundo corren el peligro, por primera vez desde que comenzaron las
Navidades, de quedarse sin sus juguetes… Sólo soy una foca vieja y tullida, dos veces herida por los
cazadores de focas, pero así y todo tengo fuerzas y ánimo suficientes como para ir con el oso blanco,
y aunque apenas pueda recorrer una milla diaria, me apoyaré como sea en mi cola y en mi única aleta
para llevar sus regalos a los niños del mundo.
Las palabras de la vieja foca tullida sirvieron para que los demás animales se avergonzasen de su
proceder. Los renos salvajes fueron los primeros en ofrecerse.
—¡Adelante! Iremos con vosotros —dijeron.
Al día siguiente, pues, un poco más tarde de lo acostumbrado, Santa Claus se puso su traje, se
cubrió con sus pieles, y subió al trineo tirado por siete renos salvajes, a los que guiaba en cabeza
Dunder. Partió así, a gran velocidad, hacia la costa de Noruega. Y si alguno de vosotros recuerda
haber recibido un año sus regalos de Navidad un poco más tarde de lo debido, sabed que fue porque
los ciervos salvajes no estaban acostumbrados a ese trabajo, aunque tiraban del trineo con todas sus
fuerzas.
Vernon Lee
(1856 - 1935)

Según la mitología griega, los sátiros (σατυρος), personificaciones de la fuerza vital de la


Naturaleza, eran los encargados de custodiar los bosques. Alegres, alocados, maliciosos, lascivos,
formaban parte del cortejo de Dionisio —dios del vino y protector de la agricultura y del teatro—.
Se les suele representar de varias formas, aunque la más habitual es hacerlo como un hombre con
patas de carnero, orejas puntiagudas y cuernos, abundante cabellera, nariz chata, cola de cabra y en
erección permanente (priapismo), explícita alusión al poder fecundador de la Naturaleza. Por eso,
las pastoras los temían —al igual que las ninfas, espíritus femeninos de la naturaleza—, ya que
podían ser seducidas y/o ultrajadas por los sátiros, y optaban por ofrecerles pequeños sacrificios
(las primeras crías de sus rebaños, frutos…) a fin de que las dejaran tranquilas. De ahí que los
sátiros fueran rápidamente catalogados por la iglesia católica, a partir del siglo IV, como demonios,
acólitos de Satán, especialmente a raíz de los textos místicos de San Rufino de Aquilea (340-410).
De entre todos los sátiros, y aparte de Pan (Πάν), dios de los rebaños, destacó Marsyas, músico
notable en el arte de la flauta —la suya, se dice, había sido tallada por la mismísima Atenea—. Un
día Marsyas tuvo la desdichada ocurrencia de desafiar a Apolo —dios de la curación, la luz, la
verdad, el tiro con arco, pero también de la música y la poesía— a una especie de concurso musical
que decidiría cuál de los dos era mejor músico. Apolo aceptó bajo la condición de que «el vencido
se pondría a disposición del vencedor». Los habitantes de Nisa, en el istmo de Corinto, que ejercían
de jueces, se quedaron maravillados con la interpretación de Marsyas; pero Apolo, con su lira,
provocó lágrimas de emoción en todos los presentes, que lo declararon ganador. El dios, haciendo
gala de una crueldad sin límites, ató a Marsyas al tronco de un abeto, boca abajo y, una vez
inmovilizadas sus manos a la espalda, lo desolló vivo, clavando luego la piel del sátiro en un árbol.
Los compañeros de Marsyas, los restantes sátiros y dríades (ninfas del bosque), lloraron tan
amargamente su muerte que sus lágrimas formaron el río que lleva su nombre, afluente del Meandro,
que desemboca cerca de Celea (Anatolia).
Tomando como referencia la figura del desventurado sátiro, la escritora inglesa Vernon Lee nos
ofrece en “Marsias en Flandes” (Marsyas in Flanders, 1900) uno de los más singulares y sombríos
relatos de la presente antología. Una verdadera obra maestra del terror, un texto grandioso no tanto
por su sugerente mezcla —confusión deliberada y maligna sin duda— entre paganismo y
cristianismo, entre el milagroso poder de las reliquias religiosas y la fuerza incontrolable de las
potencias infernales, entre las vaporosas texturas de la ghost story más popular —cf. la «extraña»
iglesia, con sus gárgolas en forma de lobo que parecen aullar…— y la cruel fisicidad del cuento de
vampiros… Con ligereza casi diderotiana, Vernon Lee consigue que “Marsias en Flandes” sea un
prodigio de estilo, pues la calculada acumulación de matices siniestros, de atroces sugerencias en
torno al misterio que encierra el santuario de Dunes, crea un denso clima de inquietud, de
expectación angustiosa, que estalla en una terrible conclusión nada gratuita: las claves para captarla
están ahí, mientras intentamos digerir nuestra muda inquietud. La crónica histórica, la descripción
realista, los apuntes oníricos, la alegoría moral y la tragedia, cuestionan la delgada línea que separa
la fe de la superstición, la ciencia de lo puramente fantástico, irreal.
Vernon Lee era el nom de guerre de Violet Paget, quien publicó en 1880, con apenas 24 años,
Studies of the Eighteenth Century in Italy, un tratado sobre el arte del siglo XVIII italiano que no se
atrevió a firmar con su nombre, pues en la época resultaba «escandalosa» la figura de una mujer-
erudita, razón por la que optó por un pseudónimo masculino. A pesar de ello, el éxito del libro fue
enorme y le permitió viajar a Inglaterra, donde conoció a algunos de sus admiradores, como Oscar
Wilde, Robert Browning, Henry James o H. G. Wells. De padres británicos, pero con ascendentes
franceses y galeses, Vernon Lee / Violet Paget vivió casi toda su vida en Florencia, profundamente
concentrada en su labor creativa, cultivando casi todos los géneros literarios: el ensayo —cuyos
modelos estéticos fueron John Ruskin y Walter Horatio Pater—, la biografía novelada, el libro de
viaje, la novela, el relato, el teatro… Sin embargo, hoy es internacionalmente conocida por sus
cuentos de terror. Cuentos como “La voz endemoniada” (A Wicked Voice, 1890), “La leyenda de
Madame Krasinska” (The Legend of Madame Krasinska, 1892), “El arca nupcial” (A Wedding
Chest, 1904) o “La Virgen de los Siete Puñales” (The Virgin of the Seven Daggers, 1909) la han
convertido en un clásico del género incluso en vida, recopilando todas sus narraciones fantásticas en
tres volúmenes, Hauntings, Fantastic Stories (Heinemann, Londres, 1890), Pope Jacynth and Other
Fantastic Tales (John Lane Publisher, Londres, 1904) y For Maurice, Five Unlikley Stories (John
Lane, Publisher, Londres, 1927). Como curiosidad, destacar que “Marsias en Flandes” es uno de los
pocos que no están ambientados en Italia.
En su momento, algunos de sus allegados acusaron a Vernon Lee de ser demasiado cerebral,
incapaz de abandonarse a los sentimientos e, incluso, de ser un tanto puritana en cuestiones eróticas.
Quizá era una forma de recriminarle su independencia y discreción a la hora de llevar sus asuntos
amorosos. Sabemos que jamás ocultó su lesbianismo, pero tampoco hizo de su sexualidad un casus
belli feminista. Entre sus numerosas relaciones destacan la dama inglesa Annie Meyer, «de
temperamento ardiente, impetuoso», recordaba más tarde la escritora —y de la que tenía siempre un
pequeño retrato sobre la cama—, y su propia cuñada, lady Archibald Campbell —«seguramente la
mujer más sorprendente sobre la que se han posado mis ojos (…), muy parecida a un joven príncipe
de Las mil y una noches…», confesó—. Hacia el final de su vida, estremecida por los efectos de la
Primera Guerra Mundial y de la Gran Depresión, tanto en Italia como en Inglaterra, mostró cierta
simpatía hacia los emergentes totalitarismos europeos. Al igual que muchos intelectuales de su
tiempo, a ambos lados del Atlántico, creía que un líder fuerte, con las ideas claras, era el mejor
remedio para sacar adelante el país. En algunas de sus cartas, por ejemplo, Vernon Lee recuerda
optimista las grotescas y electrizantes apariciones de Benito Mussolini desde el balcón del palacio
Chigi. Pero jamás militó en el partido fascista italiano ni aspiró a desempeñar papel político alguno
vinculado al mismo.
MARSIAS EN FLANDES

—Tiene razón; este crucifijo no es el original, lo han cambiado por otro. Il y a eu substitution…
El viejo anticuario de Dunes, un hombrecillo menudo, asentía misteriosamente al hablar, mientras
fijaba en mí sus ojos fantasmagóricos.
Lo dijo en un susurro tan audible como dolido. Era la vigilia del Viernes Santo y aquella iglesia,
una de las más apreciadas de la región, estaba llena de fieles, clérigos o no, y decorada con esmero
para la jornada de duelo. Varias damas de edad, con la cabeza cubierta, se afanaban en limpiar el
templo armadas de cubos, escobas y bayetas. El anticuario me había llevado allí apenas llegué a la
localidad, aunque por la gran cantidad de fieles que había en la iglesia no pudiera mostrármelo todo
hasta la mañana siguiente.
El crucifijo tan reputado como objeto de adoración se hallaba tras varias hileras de velas
encendidas, y rodeado de guirnaldas hechas con flores de papel y muselina coloreadas, así como de
otras urdidas con agujas de pino resinoso que exhalaban un aroma muy grato. Dos grandes
candelabros con velas encendidas lo flanqueaban.
—Sí, lo han cambiado por otro —repetía el viejo anticuario mirando a su alrededor, cuidándose
de que nadie le oyese—. Il y a eu substitution…
Observé mi extrañeza de que nadie hubiese dicho, tras contemplarla, que fuera una talla francesa
del XIII, tan apreciada como realista, pero no el crucifijo legendario, obra de San Lucas, que había
estado oculto durante siglos en el Santo Sepulcro de Jerusalén hasta que apareció milagrosamente en
las costas de Dunes en el 1195. Bastaba una mirada para darse cuenta de que era una pieza más o
menos bizantina, no la de Lucas.
—¿Y por qué razón lo habrán cambiado? —pregunté inocentemente.
—Calle, calle —me dijo el anticuario—. Mejor no hablemos aquí de eso. Ya lo haremos
después…
Me guió por el templo, uno de los de mayor devoción para los peregrinos; un templo al que
acudían en masa desde hacía siglos, no obstante lo difícil que resultaba su acceso por hallarse al
borde de los acantilados, sobre el mar. Era una hermosa iglesia, más bien pequeña y de inspiración
gótica, erigida en pálida piedra, sobre la que la erosión de los vientos cargados de salitre era
perceptible en sus capiteles y muros, en cuya base crecía un musgo verde brillante que le daba un
tono adorable. El anticuario me fue describiendo el trazado del interior, inspirado por la Cruz, y
luego el campanario, inconcluso como consecuencia de la merma de la fe, propia del siglo XIV.
Luego me llevó a la muy curiosa cámara que había al final del triforio, una especie de celda con
chimenea y bancos de piedra en la que los caballeros de la villa vigilaron en tiempos día y noche,
haciéndose los oportunos relevos, el preciado crucifijo. Me dijo el anticuario, con la ilusión de un
niño, que en la antigüedad hubo, en los ventanucos de la cámara, colmenas.
—¿Era común en Flandes que las iglesias tuviesen una cámara en la que vigilar las reliquias? —
pregunté, pues nunca había visto nada semejante.
—No era común, no —respondió mirando a su alrededor, como si quisiera cerciorarse de que
nadie nos oía—, pero aquí resultaba muy necesario… ¿No ha oído hablar del milagro insólito de esta
iglesia?
—No —respondí en voz muy baja, impresionado por el secretismo del anticuario—. ¿Se refiere
usted a la leyenda según la cual el Salvador rompió todas las cruces hasta que le llevaron la
verdadera, la que fue rescatada de las aguas del mar?
Negó con la cabeza, pero sin decir palabra; luego descendimos por los peldaños hasta la nave
del templo, en cuya contemplación me había extasiado antes desde la leve altura de la cámara en la
que en tiempos aquellos fieles caballeros de la villa velaron el crucifijo. Nunca me había sentido tan
curioso e impresionado en una iglesia como lo estuve entonces. De los candelabros que flanqueaban
el crucifijo dimanaban grandes espacios de luz no obstante rota por las sombras agazapadas en las
columnas de la nave y entre los bancos de la iglesia, entre los cuales se veía igualmente la leve luz
de la palmatoria con que el sacristán se paseaba entre ellos. El templo todo olía a resina de pino, un
aroma que me evocaba los montes y las dunas costeras; y de entre los grupos de fieles se dejaban
sentir especialmente las voces de las mujeres sobre un fondo rugiente de olas del mar que llevaba el
viento. Todo aquello sugería vagamente la preparación de un sabbath de brujas.
—Pero, entonces, ¿qué tipo de milagros se dieron realmente en esta iglesia? —pregunté cuando
ya caminábamos de nuevo por la nave del templo—. ¿Tienen algo que ver con eso que dice usted, lo
de la substitution del crucifijo?
En el exterior de la iglesia todo era ya oscuridad. La iglesia, desde la pequeña plaza cuadrada en
que se alzaba, aparecía negra; era como una masa difícilmente reconocible salvo por el oscuro perfil
de sus tejados recortados contra el aire marino y el cielo de luna pálida. Los altos árboles del
pequeño cementerio adyacente movían también su masa de sombras negras al envite del viento de la
mar; lo único que arrojaba alguna luz era el amarillento brillo de los ventanucos del templo, que
parecían portales flameantes en medio de la absoluta negrura de la noche.
—Observe, por favor, el audaz efecto de las gárgolas —me sugirió el anticuario apuntándolas
con su dedo.
Eran apenas visibles, pero sí perceptibles; una vaga presencia de animalidad salvaje que
pespunteaba en línea los tejados del templo; una animalidad violenta a la luz de la luna que hacía en
la piedra un efecto azul y amarillento en las fauces inquietantes de las bestias allí representadas. Una
ráfaga de viento extrajo de la veleta un sonido aterrador, como un gemido.
—Realmente, parece que esas gárgolas lobunas aúllan —dije entonces.
El viejo anticuario sonrió con cierta burla.
—¡Ajá! ¿Acaso no le había dicho que esta iglesia esconde secretos como no se dan en toda la
cristiandad? ¡Ahí los tiene! ¿Había visitado usted alguna vez una iglesia tan salvaje como la que tiene
ante sus ojos?
Y mientras así decía, continuaba el viento extrayendo de la veleta gemidos temblorosos, mientras
del interior del templo se dejaban sentir unas notas agudas como un chillido.
—El organista se aplica en la afinación de la vox humana de su instrumento —dijo el anticuario.

II

Al día siguiente compré un libro que hablaba de una de las milagrosas historias que se atribuían
al crucifijo legendario y a la iglesia; y al otro día, mi amigo el anticuario tuvo a bien referirme todo
lo que sabía al respecto… Gracias a esas dos informaciones pude elaborar lo que se ofrece a
continuación, que bien puede ser tenido por la historia más cierta sobre este asunto.
En el otoño de 1195, tras una noche de tempestad aterradora, se halló a la deriva, junto a la costa
de Dunes, villa de pescadores en la bahía de Nys, un bote perteneciente a un barco hundido entre los
arrecifes.
El bote hacía aguas, y muy cerca, pero en la orilla, yacía la figura en piedra del Salvador
crucificado, pero sin la cruz, y sin sus brazos, que aparentemente formaban parte de otro bloque
ahora separado del conjunto. Pronto acudió la gente a contemplar el prodigio; la pequeña iglesia de
Dunes, entre cuya gleba había sido fundada por los Barones de Cröy, dueños y señores de la costa, y
regida por la Abadía de San Loup d’Arras, tenía que ser el destino de la imagen misteriosa, pero un
santo varón que vivía en retiro junto a los acantilados tuvo una visión que desató las disputas… Se le
apareció San Lucas en persona para decirle que él, y sólo él, era quien había tallado la imagen del
crucificado, que formaba parte de un grupo de tres imágenes, la cual fue rescatada junto a las otras
por tres caballeros, un normando, un toscano y otro de d’Arras, del Santo Sepulcro de Jerusalén,
siempre con el consentimiento del cielo, para ponerlas a salvo de los infieles y hacerlas a la mar con
dicho propósito, yendo a parar la una a la costa normanda de Salenelles, la otra hasta no muy lejos de
la ciudad italiana de Lucca, y la tercera, la aparecida en Dunes, que fue embarcada por un caballero
de Artois. San Lucas, aun considerando que la pequeña ermita de los acantilados, donde moraba
aquel santo varón al que se había aparecido, habría de ser el lugar donde descansara para el resto de
los días el crucifijo, decidió que debería de ser la imagen quien decidiese dónde hacerlo. Así, el
crucificado fue solemnemente arrojado de nuevo al mar, pero a la mañana siguiente apareció en el
mismo sitio, en las márgenes de la bahía de Nys. Los notables de la villa decidieron entonces, en
cualquier caso y sin encomendarse a la Abadía de Arras, que fuera trasladado a la iglesia de Dunes,
y los píos habitantes de la región comenzaron a sugerir que el templo fuese remodelado a fin de dar
al recinto sagrado una dignidad mayor, toda vez que iba a albergar tan milagrosa presencia.
La santa efigie de Dunes —Sacra Dunarum Effigies, como fue llamada la presencia a partir de
entonces—, sin embargo, no hizo los milagros al uso. Pero su fama se expandió rápidamente a lo
largo y ancho del mundo, llevada por los vagabundos y peregrinos en general que iban hasta ese
confín donde se alzaba. La santa efigie, como anteriormente se ha dicho, había aparecido, empero,
sin su cruz completa y sin sus brazos, y no hubo tempestad, aun siendo muchas las que se cernían
sobre la costa, que devolviese a la orilla lo que de ella faltaba, aquel bloque desgajado de su
conjunto, a pesar de las muchas preces elevadas al cielo por los fieles para que pudieran
contemplarla todos en su forma completa.
Pasado algún tiempo, y no sin que se produjesen innumerables querellas y debates, se decidió
que era preciso dotar a la efigie sagrada de una nueva cruz. Y así, los más diestros canteros de Arras
recibieron la orden de acudir a Dunes. Mas el mismo día en que se alzó solemnemente en el templo
la nueva cruz que habría de sostener al crucificado, se produjo un prodigio asombroso cual lo fue que
la efigie sagrada girase violentamente a su derecha, haciendo trizas la nueva cruz de piedra con que
fuera dotada poco antes por los canteros de Arras.
De tal prodigio no sólo dieron cuenta los cientos de fieles que allí se habían reunido, sino los
propios sacerdotes llegados a la iglesia de Dunes desde todos los rincones de la región, que
elaboraron un documento a propósito de lo observado, y que pudo consultarse en el archivo
episcopal de Arras hasta 1790, guardado allí por disposición del abad de San Loup, pastor espiritual
de la región.
Tal fue el origen de una serie de sucesos misteriosos que hicieron correr por toda la cristiandad
la fama del crucifijo milagroso. La efigie sagrada, según se cuenta, nunca permanecía inmóvil, como
si se sintiese incómoda, salvo cuando había ante ella fieles; mas apenas desaparecían éstos, al
regresar la encontraban cambiada de posición, en muchas ocasiones como si hubiera padecido
terribles convulsiones. Y un día, unos diez años después de que fuera definitivamente rescatada de
las aguas del mar, las gentes de Dunes descubrieron al crucificado en su actitud natural, pero sin cruz,
sustentándose en el aire, pues aquélla estaba desperdigada por el suelo, a los pies de la imagen, en
tres grandes bloques rotos.
Ciertas personas, que vivían a las afueras de la villa, muy cerca de la iglesia, dijeron haberse
despertado en medio de la noche por un ruido que habían supuesto fue un gran trueno preludio de otra
tempestad, pero que en realidad fue la consecuencia de aquella rotura de la cruz de piedra. Mas
¿quién sabía si aquel ruido aterrador no fue producido, con la rotura de la cruz, por un ser ajeno a
toda piedad? He aquí el secreto: la efigie sagrada, hecha por las manos de un santo y llegada a las
costas de Dunes milagrosamente, parecía en efecto haber descubierto algo que no era santo, ni digna
de ella, en la piedra con que le fue hecha su cruz. Ésa fue la explicación que dio el prior de la
iglesia, en respuesta a las agrias peticiones de una respuesta conveniente que hiciera el abad de San
Loup, que negó la posibilidad de un milagro. Más aún, acabó por descubrirse que un trozo de mármol
incrustado en la piedra no había sido lavado con el ritual necesario después de que fuera puesta la
efigie en la cruz, lo cual dejaba inscrita la huella del pecado humano en la piedra. Por lo tanto, se
ordenó la erección de otra cruz, cosa que llevó mucho tiempo, procediéndose a la consagración de la
efigie algunos años después.
Mientras, el prior hizo construir aquella cámara para los caballeros que vigilasen la efigie
sagrada, con sus bancos y una chimenea, obteniendo del Papa el preceptivo permiso para que una
guardia incesante velara por ella día y noche para que nadie osara robar tan sagrada reliquia. No
obstante, ya se habían hecho en la villa reproducciones del crucifijo, pues Dunes vio llegar grandes
masas de peregrinos atraídos por la fama milagrosa de la cruz, con lo que el pueblo fue creciendo
rápidamente, unas reproducciones con las que comerciaba, para su beneficio magnífico, el prior de la
iglesia.
Todos los abates de San Loup, sin embargo, veían aquello con muy malos ojos. Aunque
nominalmente eran sus vasallos, el prior y los sacerdotes de Dunes habían obtenido ciertos
privilegios directos, concedidos por el Papa, cosa que les confería un más que alto grado de
independencia con respecto a la Abadía de Arras, y en particular una clara inmunidad merced a la
que hacían envío a la tesorería de San Loup sólo de una muy pequeña parte de las muchas ganancias
que con su tributo aportaban los peregrinos. El abad Walterius en concreto se mostró especialmente
hostil hacia la iglesia de Dunes, y acusó al prior de haber reclutado a los guardianes de la reliquia
refiriéndoles cuentos que hablaban de ruidos extraños y de movimientos no menos raros que hacía la
vera efigie sagrada, y de sugestionarlos con todo ello. Finalmente quedó concluida la nueva cruz, a la
que se consagró un día del año, llamado Día de la Santa Cruz, y la efigie fue entronizada en presencia
de una multitud compuesta por clérigos y gentes llegados de toda la región e incluso de mucho más
allá. Se creyó que desde aquel día quedaban satisfechas las exigencias de la efigie sagrada, no
dándose desde entonces ningún hecho violento que comprometiera su reputación de imagen santa.
Pero todo aquello concluyó, por cierto, violentamente. En noviembre de 1293, tras un año en el
que corrieron rumores alarmantes y conversaciones que hablaban de sucesos extraños, ocurridos
todos alrededor de la cruz de Dunes, volvió a descubrirse que la efigie se había movido de nuevo un
mal día, y que siguió haciéndolo en lo sucesivo, o, más bien, que se contorsionaba como poseída por
una pasión pérfida, a juzgar por las posturas que cada día se descubrían en el crucificado. Y se dijo
que en la noche de la Navidad de aquel mismo año la cruz volvió a quedar hecha añicos en el suelo,
mientras el crucificado permanecía suspendido en el aire. Aquella misma noche murió en la cámara
de guardia el sacerdote encargado de la custodia del templo. De nuevo procedieron a la erección de
otra cruz, que fue posteriormente consagrada, aunque esta vez en privado, sin pompa ni ceremonia
pública, pues se hizo de un agujero en la techumbre del templo el pretexto idóneo para que los fieles
no entrasen allí, y no sólo eso, sino que con dicho pretexto quedó cerrada la iglesia por un tiempo,
cierre que se prolongó en exceso ya que consideraron los sacerdotes y el prior que el templo tenía
que ser repetidamente purificado tras la estancia en su interior de los que obraron el arreglo del
tejado y la techumbre. Luego se dijo que el sacerdote que había sustituido al que muriese en la noche
de Navidad se volvió loco al extremo de que hubo de ser encerrado en la cárcel regentada por el
prior, por el temor de éste a que, en su locura, no parase mientes a la hora de revelar los secretos que
había descubierto.
Todas esas historias, con otras aún más truculentas, llegaron a la Abadía de Arras, lo que enojó
sobremanera a los abates, disponiéndolos aún más en contra de los responsables de la custodia de la
iglesia de Dunes. Una iglesia, cabe recordarlo, que se alzaba sobre la villa, aislada por altos árboles
que crecían al filo de los acantilados, a lo que hubo que añadir los precintos impuestos por el
priorato, además de unos muros que se levantaron mientras se procedía a la reparación del tejado y
la techumbre, con lo cual la iglesia quedó prácticamente aislada, e incluso invisible, salvo por la
parte de sus muros que daba al mar. No obstante todo ello, hubo quienes afirmaron que, llevadas por
el viento, habían oído voces extrañas que salían de la iglesia en lo más oscuro de las noches. Según
ellos, aquello sucedía principalmente durante las tempestades y las tormentas, y describieron dichas
voces como aullidos, lamentos, y hasta parecidas a músicas propias de danzas populares. Un viejo
marino afirmó que en una noche de Halloween, a medida que su barco se aproximaba a la bahía de
Nys, vio la iglesia de Dunes llamativamente iluminada, como si de sus ventanas salieran llamas.
Pero, como estaba borracho, supuso que todo aquello que creía ver no era cosa sino de la bebida,
que le había llevado a exagerar lo que posiblemente no fuese más que una leve luz en uno de los
ventanucos, seguramente el ventanuco de la cámara donde hacían su vigilia los caballeros que
custodiaban la reliquia. Cabe decir que el interés de los moradores de Dunes coincidía con el del
prior, toda vez que ellos se beneficiaban también de la presencia de los peregrinos, los cuales les
hacían más prósperos. Razón, naturalmente, por la que historias como las referidas por el viejo
marino quedasen rápidamente sepultadas. No obstante, siempre llegaban a oídos del abad de San
Loup; y finalmente llegó la noche en que todo aquello, tan oculto, habría de salir a la superficie.
Fue en la vigilia de todos los santos, del año 1299, cuando cayó un rayo sobre la iglesia de
Dunes. Poco después era encontrado sin vida, en mitad de la nave del templo, el nuevo sacerdote
custodio, y para mayor horror, la cruz estaba rota sobre el suelo, y la efigie sagrada había
desaparecido… Un terror indecible se apoderó no sólo de los moradores de la villa, sino de toda la
región. Un terror que aún se hizo más acervo cuando se supo que el crucificado había sido hallado
tras el altar mayor, debatiéndose en insólitas convulsiones y ennegrecido por distintas quemaduras.
Con aquello concluyeron los sucesos de la iglesia de Dunes.
Un consejo eclesiástico, reunido en Arras, decretó el cierre de la iglesia durante casi un año, a
cuya conclusión el templo fue de nuevo consagrado, esta vez por parte del propio abad de San Loup,
con el que concelebró la santa misa el prior. Durante el año en que permaneció cerrada la iglesia, se
procedió a la construcción de una nueva capilla, que albergó al crucificado, vestido ahora con sedas
y espléndidos brocados, y luciendo en su gloriosa corona de espinas gemas como nunca fueron
vistas, un regalo, según se dijo, del propio duque de Burgundia.
Tanto esplendor, y la mera presencia del abad de San Loup, sirvió sin embargo para que el prior
anunciase de nuevo, poco después, la consumación de un milagro aún más prodigioso que los
anteriores. La cruz original, en la que había estado la efigie sagrada en la capilla del Santo Sepulcro
de Jerusalén, la cruz que añoraba el crucificado, la que hacía que rechazase todas aquellas que le
ofrecían, creadas por manos no precisamente santas, había llegado a las costas de Dunes a impulso
de las aguas del mar, varándose en la misma arena sobre la que cien años atrás fuese encontrado el
Salvador.
—He aquí —proclamó el prior— la mejor explicación para acabar con las leyendas y
maledicencias que desde hace tantos años llenan de angustia el corazón de los moradores de esta
noble villa. Con la arribada a nuestras costas de la cruz genuina, la efigie sagrada se muestra ya
complacida y podrá descansar en paz por el resto de los siglos, otorgando sus milagrosos favores
sólo a quienes recen a sus pies con devoción plena.
Algo era cierto. Desde aquel día jamás se volvió a observar que la efigie sagrada cambiase de
postura en la cruz. Mas igualmente, y como consecuencia de que no volviera a producirse nada que
pudiese alentar la ilusión de un milagro, la fe de las gentes de Dunes comenzó a mermar, así como la
cantidad de peregrinos que acudían a la villa. Es más, hubo otras reliquias que concitaron el mayor
interés de los fieles, los cuales parecieron ir olvidándose poco a poco de la efigie sagrada de la cruz.
Pocas veces volvió a verse la iglesia rebosando de devotos.
¿Qué había sucedido realmente? Nadie parecía en disposición de dar una respuesta precisa, ni de
hacer preguntas al respecto que tuvieran sentido. Pero, cuando en 1790 fue saqueado el palacio
arzobispal de Arras, cierto notario se hizo con buena parte de los archivos del mismo, a precio de
papel al peso, movido más por su curiosidad e interés por la historia que por la devoción, pues no
era hombre de creencias, y por el contrario mostraba una clara aversión hacia todo lo que tuviese que
ver con el clero. No obstante, aquellos documentos quedaron en almoneda durante años, sin que
nadie los estudiase, hasta que mi amigo el viejo anticuario los compró… Entre aquel montón de
papeles había sobre todo distintos planos del palacio arzobispal, que iban dando cuenta de los
avatares de su construcción, mas también otros varios en los que la Abadía de Arras había ido
anotando cuanto concernía a la iglesia de Dunes, sobre todo en relación con los supuestos milagros
que allí se daban. Entre aquellos papeles se exponía el resultado de una investigación hecha en la
villa en 1309, en la que se interrogó a numerosos habitantes de Dunes y sus alrededores, así como a
una buena cantidad de peregrinos. No obstante, para comprender el significado de dicha
investigación, resulta preciso recordar que fue aquel tiempo pródigo en sucesos cuales los
procedimientos llevados a cabo contra los templarios, motivados por el afán de la Iglesia de Roma
en el control de las finanzas religiosas.
En cuanto a la iglesia de Dunes, lo que pareció suceder es que, tras la catástrofe de aquella
vigilia de Viernes Santo, en octubre de 1299, el prior, Urbain de Luc, fue acusado de sacrilegio y
brujería, siendo él mismo el autor de los supuestos milagros atribuidos a la efigie sagrada, milagros
que en realidad no eran tales sino meras prácticas demoníacas mediante las cuales había convertido
la iglesia, y muy especialmente la capilla dedicada al crucificado, en un templo de adoración a
Satanás.
No obstante haber apelado en su día a los tribunales eclesiásticos, ante los que dijo que todo era
una gran mentira urdida por el abad de San Loup, envidioso éste de los beneficios que a la villa
aportaba la afluencia de peregrinos llegados desde todos los puntos de la cristiandad, hizo después
acto de contrición y dijo someterse sin ambages a la autoridad del abad, al que pidió misericordia.
El abad pareció complacido por la sumisión de su vasallo y, tras varios trámites legales, de los que
se daba cuenta en algunos documentos de aquéllos comprados por mi amigo el anticuario, todo quedó
en el olvido. Por cierto, el anticuario me pidió que le tradujera varios de aquellos legajos, pues
estaban escritos en latín. Doy cuenta ahora del contenido de los documentos más interesantes, a fin de
que el lector pueda hacerse una idea cumplida de cuáles fueron realmente los hechos.

Ítem. El abad expresa su mayor satisfacción ante el reverendo prior, al haberse demostrado
que no andaba éste en tratos con el Diablo (Diabolus). No obstante, la gravedad del caso
examinado requiere… (aquí quedaba roto el legajo).
Hugues Jacquot, Simon le Couvreur, Pierre Denis, de Dunes todos ellos, atestiguan lo
siguiente:
Que los ruidos procedentes de la iglesia de la Santa Cruz siempre se dejaban sentir en noches
de tempestad o de tormenta en las que se producían naufragios en las costas de Dunes; y que eran
tan diversos como terribles todos, cuales gruñidos, chillidos, aullidos de lobos y jadeos,
dejándose sentir en ocasiones, igualmente, melodías de flauta. Un tal Jehan, varias veces
sorprendido pegando fuego a los prados y a las cosechas, así como haciéndose en las orillas con
el producto de los naufragios, declara tras recibir garantías de inmunidad: Que la banda de
ladrones y salteadores a la que pertenece sabía cuándo iba a producirse un naufragio en la costa,
pues poco antes del suceso se dejaban sentir desde la iglesia aullidos. Y que en ocasiones, para
cerciorarse, él mismo saltaba la tapia del cementerio de la iglesia, para poder escuchar mejor
entre las tumbas lo que sucedía en el interior del templo. No le resultan extraños, por todo ello, ni
los aullidos, ni los chillidos, ni los lamentos, ni los jadeos declarados por otros testigos. Un
hombre con el que se cruzó una noche en el camino le dijo que parecía haber una manada de lobos
dispuesta a caer sobre la villa, de tan bestiales como eran aquellos aullidos, pero él supo bien que
se trataba de lo que acontecía en la iglesia, porque además hacía treinta años que no se veía un
lobo en la región. Señala el testigo que el ruido más singular de todos, sin embargo, no era otro
sino el sonido de flautas y de órgano que acompañaban el fragor de las tormentas y de las
tempestades en el mar (quod vulgo dicuntur flustes er musettes), una música tan deliciosa como
nunca pudieran oírla los reyes de Francia en su corte. Al ser interrogado acerca de las cosas que
vio, el testigo declaró lo que sigue:
Que vio muchas veces fantásticamente iluminada la iglesia, hallándose él abajo, en la costa;
mas que en varias ocasiones, según se acercaba a la iglesia para comprobar qué sucedía, todo iba
tornándose más oscuro según avanzaba, quedando sólo tenuemente iluminado el ventanuco de la
cámara de vigilancia. Y que en una ocasión, al lucir hermosa y llena la luna en el cielo, el sonido
del órgano y de las flautas, unido a los aullidos, todo lo llenaba en derredor del templo, y que le
pareció ver en el tejado de la iglesia un lobo, mas fijándose mejor comprobó que se trataba de una
presencia humana. No obstante, preso del pánico en aquella ocasión, echó a correr de allí sin
aguardar a presenciar otros sucesos.

Ítem. Su Señoría el abad, tomando juramento de verdad al prior, haciéndole poner la mano
sobre los Evangelios, le pregunta si ha oído él dichos y extraños ruidos.
El reverendo prior lo niega rotundamente, asegurando no haber escuchado siquiera algo
similar. Posteriormente, y sometido a otros procedimientos (¿acaso el potro de tortura?), reconoce
sin embargo que ha oído hablar de tales supuestos, pues gentes del pueblo se los han comunicado,
e incluso los mismos caballeros encargados de la vigilia y custodia de la reliquia.
Pregunta: ¿Alguien de la guardia le ha contado cosa semejante al reverendo prior?
Respuesta: Sí, pero sólo se lo han revelado a este prior bajo secreto de confesión, y por ello
individualmente. Debo decir, no obstante, que uno de los responsables de la custodia, el sacerdote
muerto por un rayo, era un hombre de comportamiento impío y harto reprobable, que cometió
grandes crímenes, y al que este prior dio la responsabilidad de la custodia por no hallar otro
hombre que quisiera aceptarla.
Pregunta: ¿Nunca ha interrogado el prior, al respecto de todo lo sucedido, a los caballeros de
la guardia?
Respuesta: Como lo que me fuese revelado por ellos estaba bajo secreto de confesión, y
aunque sí les interrogué al respecto en el curso de dichas confesiones, nada puedo a mi vez decir
yo, por mucho que este prior lamente no poder hacerlo a Su Señoría.
Pregunta: ¿Qué ha sido de cierto caballero custodio que fue hallado desvanecido tras una
noche de Halloween?
Respuesta: Este prior no lo sabe. Aquel caballero custodio era igualmente sacerdote y al
parecer estaba loco. Este prior supone, por ello, que acaso esté encerrado en algún asilo.

En el curso de aquellos interrogatorios se produjo sin duda una sorpresa muy desagradable para
el prior Urbain de Luc, pues en otro documento se lee lo que sigue:

Ítem. Por orden de Su Señoría, el abad magnífico, se llama a prestar testimonio a Robert
Baudouin, sacerdote y uno de los custodios de la iglesia de la Santa Cruz, que ha pasado diez años
preso por disposición del reverendo prior de Dunes, quien lo señaló como afectado de locura. El
testigo manifiesta un gran terror al verse ante los componentes de este tribunal, así como ante el
reverendo prior. Y se niega a declarar, sollozando ante la sugerencia de que lo haga, y
escondiendo su rostro entre las manos por temor a ser visto. No obstante, tras ser confortado por
los aquí presentes, con palabras amables y garantías suficientes de que nada malo habrá de
ocurrirle, siempre y cuando diga la verdad, el testigo declara lo siguiente, no sin hacerlo entre
grandes lamentos, sollozos y temblores, tal cual es común entre los hombres afectados de locura:
Pregunta: ¿Puede recordar qué sucedió en la vigilia de Todos los Santos en la iglesia de
Dunes, antes de que el testigo quedara tendido en el suelo y privado de sentido?
Respuesta: Dice el testigo que no puede. Dice que cometería pecado si lo hiciese ante señores
tan reverendísimos como lo son quienes componen este tribunal. Dice ser un hombre ignorante,
que además está loco. Asegura que tiene hambre.
El abad lo regala con pan en su propia mesa, y una vez saciado el testigo prosigue el
interrogatorio.
Pregunta: ¿Qué puede recordar de los hechos acaecidos aquella noche de la vigilia de Todos
los Santos?
Respuesta: El testigo cree que aún no se había vuelto loco. Cree igualmente que antes de
aquellos sucesos jamás había estado preso. Y supone que acaso llegara a la villa en un bote, por
mar, etcétera.
Pregunta: ¿No cree el testigo que alguna vez estuvo en la iglesia de Dunes?
Respuesta: No puede recordarlo. Se limita a decir que sabe que no siempre estuvo recluido.
Pregunta: ¿Ha escuchado el testigo alguna vez cosa semejante?
(Su Señoría el abad había dispuesto que cierto simplón a su servicio, hombre que tocaba las
gaitas, las flautas y el órgano, hiciera música escondido tras los cortinones. Y apenas se dejó
sentir el agudo sonido de las flautas y del órgano, el testigo comenzó a temblar espantosamente,
comenzando a sollozar caído sobre sus rodillas y con los brazos abiertos en cruz, teniendo que ser
confortado por Su Señoría el abad luego de ordenar que cesara la música.)
Pregunta: ¿Cómo es posible que haya sentido semejante terror, hallándose como lo está en
presencia de Su Señoría el abad, que le brinda su protección y amparo?
Respuesta: Dice el testigo que en ningún caso puede soportar el sonido de las flautas, ni el de
los órganos. Que dichos sonidos le hielan la sangre. Que había dicho al reverendo prior que no
podía permanecer en la cámara de vigilancia cuando se dejaban sentir aquellas músicas. Que
temía entonces por sus vidas, pues siempre se escuchaban cuando él, y sólo él, estaba de guardia.
Que no se atrevía ni a hacer la señal de la cruz, ni a decir sus oraciones, por temor al Gran
Salvaje. Que el Gran Salvaje fue quien rompió la cruz. Que dicho Gran Salvaje se divertía
jugando con un aro por toda la nave del templo mientras profería blasfemias. Que el tejado se
llenaba entonces de lobos que aullaban, y que después entraban en el templo para danzar sobre
sus patas traseras mientras el Gran Salvaje tocaba la flauta en el altar mayor. Que también se vio
rodeado de muchas y pequeñas cruces hechas por él mismo con los trozos de la gran cruz caídos
en el suelo, para así mantener lejos de la cámara al Gran Salvaje, quien no dejaba de tocar la
flauta, y en otras ocasiones el órgano, mientras aullaban y danzaban frenéticamente los lobos. Y
que poco después se cernían las tormentas sobre el pueblo y las tempestades en el mar.

Ítem. No se pudo obtener más información del testigo, pues cayó de bruces al suelo, como un
poseso, y hubo de ser apartado de la presencia de Su Señoría el abad, y de la presencia del
reverendo prior de Dunes.

III

Aquí se interrumpe la relación de hechos expresados por la investigación. ¿Acaso alcanzaron a


conocer aquellos dignatarios algo más acerca de los sucesos habidos en la iglesia de Dunes?
¿Llegaron a descubrir alguna vez las causas de dichos sucesos?
—Es evidente que podemos hablar de un caso, pues lo hubo —me dijo el anticuario quitándose
los lentes tras leer lo que acabo de referir—. Y mucho me temo que la causa de aquellos hechos
persiste… Comprenderá usted, así las cosas, que resultara tan difícil hallar dichas causas a aquellos
sacerdotes de hace seis siglos.
Se levantó entonces, cerró con llave su tienda, y me condujo al patio de su casa, próxima a la
bahía de Nys, a una milla de distancia de Dunes.
Desde allí podían contemplarse los campos de lilas y lavandas, y más allá la breve playa de la
bahía. A lo lejos se avistaba la Isla de los Pájaros, una suerte de montaña arenosa que se alzaba en
mitad de la bahía, donde paraban las aves; y más allá, el mar encrespado bajo el sol de color naranja
del atardecer. Del otro lado, tierra adentro, sobre los tejados de las casas y de las granjas, se alzaba
la iglesia de Dunes, teñida en sus pinos circundantes, en sus tejados de aviesas gárgolas y en sus
cuatro lados, por la ominosa luz de un rojo pálido con la que iban bañándola las horas.
—Tenga por seguro —me dijo el anticuario introduciendo una llave en la cerradura de una puerta
que daba acceso a su casa, tras cruzar el patio de la tienda—, tenga por seguro que hubo un cambio,
que hubo una substitution de la imagen… Tenía usted razón. El crucifijo presente en la iglesia de
Dunes no es el original, no es el crucifijo milagroso de la tempestad de 1195. Lo que hay ahora no es,
en puridad de criterios, sino una estatua a tamaño real, de la cual se da cuenta en los archivos del
arzobispado de Arras, una estatua debida a Estienne Le Mans y a Guillaume Pernel, canteros, que la
hicieron por encargo del abad de San Loup en 1299, lo que quiere decir en el año en que se llevó a
cabo la investigación que acabó con todas las historias sobre los supuestos hechos milagrosos
sucedidos en Dunes. Ahora contemplará usted la verdadera efigie sagrada y podrá comprenderlo
todo.
Ya en su casa, el anticuario abrió la puerta que daba paso a una galería de techo abovedado,
encendió una lámpara y lo seguí por allí. Era, desde luego, la celda de una construcción medieval
junto a la que habían levantado la casa del anticuario; olía a vino, a madera húmeda, a ceniza y a
ramas de abeto.
—Aquí —dijo el anticuario— enterraron la imagen bajo hierro, como si fuese un vampiro, para
evitar que resucitara.
La imagen, en efecto, se alzaba contra una pared oscura. Era de un tamaño superior al normal, al
de un hombre vivo, y estaba desnuda, con los brazos rotos por los hombros, caída la cabeza hacia un
lado, el gesto agónico… Sus músculos eran los propios y tensos de un crucificado, y tenía los pies
atados con una cuerda. Era, sin embargo, una imagen similar a tantas de las que me había sido dado
ver en innumerables galerías. Me acerqué a ella para examinar en detalle la oreja que más oculta
parecía por la inclinación de la cabeza, pues parecía puntiaguda.
—Ya veo que acaba de descubrir usted el misterio del caso —dijo el anticuario.
—Así es —dije, aunque no sabía bien a qué se refería, cuán lejos volaban sus pensamientos—.
Creo que se trata de la supuesta imagen de Cristo, que no obstante representa al legendario sátiro
Marsias a la espera de su castigo.
El anticuario asintió.
—Exacto —dijo secamente—. Tal es la explicación del misterio. Pero me parece que tanto el
abad como el prior no hicieron del todo mal en encerrar bajo hierros la imagen cuando la trajeron
aquí desde la iglesia.
Edith Wharton
(1814 - 1887)

Más allá de los restringidos ambientes literarios de nuestro país, la popularidad y difusión de la
obra de Edith Wharton entre los lectores españoles arranca con la presentación, en el marco de la
«Mostra» de Cine de Venecia, del exitoso film de Martin Scorsese La edad de la inocencia (The Age
of Innocence, 1993), lujosa adaptación cinematográfica de la novela del mismo título, publicada en
1920 por D. Appleton and Company. La película, protagonizada por Daniel Day-Lewis, Michelle
Pfeiffer, Winona Ryder, Alexis Smith y Jonathan Pryce, cosechó un éxito más que aceptable en
España —casi un millón de espectadores y 2’9 millones de euros recaudados— pese a su tono
démodé, lo cual reactivó el interés editorial por esta elegante escritora estadounidense. A partir de
entonces, muchos supieron que Wharton fue la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer de novela
en 1921, precisamente, con este irónico y amargo retrato de la burguesía neoyorquina a finales del
siglo XIX. La edad de la inocencia fue, quizá, la cumbre de una trayectoria literaria jalonada por
obras tan estimulantes como El arrecife (The Reef, 1912), Las costumbres del país (The Custom of
the Country, 1913), Estío (Summer, 1917), Un hijo en el frente (A Son At The Front, 1923), La
renuncia (The Mother’s Recompense, 1925), Sueño crepuscular (Twilight Sleep, 1927) o Los niños
(The Children, 1928). Novelas que detallan a la perfección los variados registros dramáticos de su
obra: realista, naturalista, colorista, romántica, trágica y, sobre todo, irónica.
Curiosamente, uno de los pocos libros de Edith Wharton publicados antes del estreno del film de
Scorsese fue Relatos de fantasmas (Alianza Editorial, 1987), excelente muestra del notable talento
de la escritora para un género tan difícil como la ghost story. Publicados entre 1893 y 1935 en
revistas como The Century, Scribner’s Magazine, The Saturday Evening Post, Cosmopolitan o
Pictorial Review, y más tarde recopilados en antologías como Tales of Men and Ghosts (1910) y
Ghost (1937), las historias de fantasmas de Wharton figuran, efectivamente, entre lo mejor de su
trabajo creativo. La ausencia de cualquier tramoya gótica para crear un ambiente angustioso, o para
provocar un efecto de terror, no sólo era producto de la coyuntura cultural, en la que el cuento de
fantasmas deja de ser «la especie teratológica dominante y es suplantado por horrores más finos y
elaborados del nuevo cuento de terror», en palabras de Rafael Llopis (Historia natural de los
cuentos de miedo, Ediciones Júcar, col. La Vela Latina, Madrid, 1974), sino que se perfilaba como
un nuevo cuento de terror representado por autores como Arthur Manchen o Algernon Blackwood.
No obstante, la rareté exhibida por los cuentos de fantasmas de la escritora neoyorquina fue el
resultado de una opción personal. Su escéptica sensibilidad hacia todo lo sobrenatural era, a la vez,
una reacción contra los valores Victorianos que la ghost story solía representar, en su forma más
tradicional y/o convencional, en lógica correspondencia con el espíritu de novelas como El fin de la
inocencia.
Por ejemplo, en el cuento presentado en esta antología, “Los ojos” (The Eyes), aparecido en el
Scribner’s Magazine (junio de 1910), el distendido y algo frívolo ambiente de una reunión burguesa
—a la manera de Henry James en Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898)— se ve
paulatinamente perturbado, corrompido casi, por el relato espectral de uno de los asistentes.
Angustiosas sensaciones —«Me despertó una rara sensación que todos conocemos: la sensación de
que había algo en la habitación que no estaba cuando me quedé dormido»—, así como
estremecedoras visiones —«Eran los peores ojos que había visto jamás: unos ojos de hombre…,
¡pero qué hombre! Mi primer pensamiento fue que debía de ser espantosamente viejo. Tenía las
órbitas hundidas y los gruesos y enrojecidos párpados, sobre los globos de los ojos, colgaban como
persianas con las cuerdas rotas. Uno de los párpados bajaba un poco más que el otro, lo que daba un
aire perverso a la mirada; y entre estos pliegues de carne de pestañas despobladas, los ojos mismos,
pequeños discos vidriosos con un borde como de ágata, parecían guijarros de playa atrapados por
una estrella de mar»—, configuran el testimonio de un personaje, sincero sin duda, pero
desorientado, agotado, perturbado. No poseemos más que su versión de los acontecimientos, y el
relato oscila entre lo folclórico, lo misterioso, lo sobrenatural. Y cuando todo parece que va a
quedarse en una anécdota, Edith Wharton lo remata con un final de fuertes claroscuros, impreciso,
esbozado, evocador y ambiguo. La imaginación que está siendo puesta a prueba no es la del autor,
sino la de sus lectores.

Edith Newbold Jones nació en el seno de una familia rica de Nueva York, durante la Guerra de
Secesión o Guerra Civil estadounidense (1861-1865). La fortuna de sus padres, George Frederic
Jones y Lucretia Rhinelander, se debía a las habilidades financieras del progenitor de Edith, un
hombre distante y severo, que aprovechó la guerra para hacerse aún más rico. Su pertenencia a la alta
sociedad neoyorquina hizo que la pequeña Edith disfrutara de una sólida educación privada,
combinada con viajes y experiencias personales muy enriquecedoras. Sin ir más lejos, antes de
cumplir los cinco años, viajó con sus padres y hermanos —Frederic y Henry «Harry» Edward— por
diversos países europeos, como Italia, España, Alemania o Francia, a lo largo de seis años; en el
curso de esos viajes aprendió a leer en alemán y francés con fluidez, y adquirió grandes
conocimientos en filosofía, arte y ciencia. No obstante, según confesó luego a sus íntimos, fue una
niña muy solitaria debido a las tibias atenciones de su madre y de su padre, así que pronto desarrolló
un gusto por la literatura que asombró a su familia y a su círculo de amigos nada intelectuales o
imaginativos. De regreso a los Estados Unidos, empezó a publicar sus primeros cuentos y poemas:
Fast and Loose aparece en 1877 y Verses, una recopilación de poemas, se publicó de manera
privada en 1878. El poeta Henry Wadsworth Longfellow (1807-1882) y el editor de Atlantic
Monthly Magazine, William Dean Howells (1837-1920), elogiaron muy entusiásticamente tales
trabajos.
En 1885, a los 23 años, y a instancias de sus padres, Edith acepta un matrimonio de conveniencia
con el banquero Edgard (Teddy) Robbins Wharton, que era doce años mayor que ella. Se divorciaron
en 1913 por culpa de las infidelidades de su marido, las cuales le afectaron mentalmente, siendo
internada durante algún tiempo en una selecta clínica para enfermos mentales. Durante algunos años,
al final de su tumultuoso e infeliz matrimonio, mantuvo un idilio con William Morton Fullerton
(1865-1952), periodista estadounidense que trabajaba en el rotativo británico The Times. Éste era
bisexual y alternaba su relación con la escritora con un romance con lord Ronald Coger, Rajá de
Sarawak. Wharton, también bisexual, mantuvo diversas relaciones lésbicas, entre las más destacadas,
con la poetisa hispano-norteamericana Mercedes Acosta (1893-1968), amante de, entre otras, Greta
Garbo, Marlene Dietrich e Isadora Duncan.
Durante la década de 1890 publicó regularmente poemas y relatos breves en Scribner’s
Magazine, Atlantic Monthly Magazine, Century Magazine, Harper’s Lippincott’s y Saturday
Evening Post. También fue co-autora de The Decoration of Houses (1897), junto al arquitecto Ogden
Codman. Más tarde, aparecen sus primeros volúmenes de cuentos, The Greater Inclination (1899),
Crucial Instances (1901), The Descent of Man and Other Stories (1904) y The Hermit and the Wild
Woman (1908) —actividad que retoma después de su traumático divorcio con Xingu and Other
Stories (1917), y The World Over (1936)—, además de libros de viajes. En 1902 publica una novela
histórica titulada The Valley of Decision y, algo más tarde, La casa de la alegría (The House of
Mirth, 1905), que la crítica considera como su primera gran novela, una historia que ironizaba sobre
la sociedad aristocrática de la que ella misma era un miembro prominente.
Admiradora de la cultura y arquitectura europeas, Edith Wharton visitó el Viejo Continente unas
sesenta y seis veces antes de morir, estableciendo definitivamente su residencia en Francia en 1907,
país en el que trabó amistad con Henry James, Francis Scott Fitzgerald, Jean Cocteau y Ernest
Hemingway. Primero se instaló en París y luego, en 1919, en dos casas de campo, Pavilion Colombe,
en la cercana Saint-Brice-sous-Forêt, y en el antiguo convento de Sainte-Claire le Château, en
Hyères, al sudeste de Francia. De esta época destaca su novela corta Ethan Frome (1911), una
trágica historia de amor ambientada en Nueva Inglaterra.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y usando sus altas conexiones con el Gobierno
francés, consiguió permisos para viajar en motocicleta por las líneas del frente. Wharton describe
esa experiencia en una serie de artículos que posteriormente se recopilarían en el ensayo Fighting
France: From Dunkerque to Belfort (1915). Asimismo, trabajó para la Cruz Roja con los heridos y
mutilados de guerra, por lo que el gobierno francés le otorgó la cruz de la Legión de Honor. Su labor
social abarcó desde las salas de trabajo para mujeres desempleadas, la celebración de conciertos
para dar trabajo a músicos, el apoyo económico a hospitales para tuberculosos, y la fundación de los
«American Hostels» para acoger a los refugiados belgas. Edith Wharton murió de un infarto el agosto
de 1937, en su casa de Pavilion Colombe. Sus exequias se oficiaron en la American Cathedral of the
Holy Trinity en París, y fue enterrada el 14 de agosto en Le Cimetière des Gonards, en Versalles.
Edith Wharton perteneció a la Academia Americana y el gobierno de Estados Unidos le concedió la
medalla de oro del Instituto Nacional de las Artes y las Letras (fue la primera mujer en alcanzar tal
distinción). En 1923 fue también la primera mujer nombrada Doctor Honoris Causa por la
Universidad de Yale.
LOS OJOS

Nos había dispuesto el ánimo para los fantasmas, aquella noche, tras una excelente cena en casa
de nuestro viejo amigo Culwin, uno de los cuentos de Fred Murchard, que relataba una extraña visita
personal.
Vista a través del humo de nuestros cigarros y el resplandor soñoliento de un fuego de carbón, la
biblioteca de Cilwin, con sus paredes de roble y sus viejas encuadernaciones oscuras, proporcionaba
una buena atmósfera a nuestras evocaciones; y como —tras el comienzo de Murchard— las únicas
experiencias espectrales aceptables para nosotros eran las de primera mano, seguimos haciendo el
inventario de nuestro grupo y exigiendo a cada miembro una contribución. Éramos ocho, y siete
discurrimos de manera más o menos adecuada el modo de cumplir la condición impuesta. A todos
nos sorprendió descubrir que casi podíamos reunir una lista de impresiones sobrenaturales, pues
ninguno de nosotros, aparte de Murchard y el joven Phil Frenham —cuya historia fue la más breve
del lote—, solía enviar su alma a lo invisible. De modo que, en general, teníamos motivos de sobra
para estar orgullosos de nuestras siete «aportaciones», y a ninguno se le había ocurrido esperar una
octava de nuestro anfitrión.
Nuestro viejo amigo Mr. Andrew Culwin, que había permanecido aparte en su butaca,
escuchando y parpadeando en medio de los círculos de humo, con la complaciente tolerancia de un
ídolo sabio y antiguo, no era el tipo de hombre que suele verse favorecido con semejantes contactos,
aunque tenía la suficiente imaginación como para gozar, sin envidia, de los superiores privilegios de
sus invitados. Por edad y educación, pertenecía a la sólida tradición positivista, y su hábito de
pensamiento se había formado en los tiempos de la lucha heroica entre la física y la metafísica. Pero
había sido entonces y siempre esencialmente un espectador, un divertido y apartado observador de la
inmensa, confusa diversidad del espectáculo de la vida, que de cuando en cuando abandonaba
calladamente su butaca para sumergirse en alegres celebraciones en la parte de atrás de la casa, pero
sin manifestar jamás, que nosotros supiéramos, el menor deseo de saltar a escena y hacer un
«número».
Entre sus coetáneos perduraba la vaga leyenda de que, en época remota, y en un clima romántico,
había sido herido en un duelo; pero esta leyenda cuadraba tanto a lo que los jóvenes sabíamos de su
carácter como la afirmación de mi madre de que en otro tiempo había sido «un hombrecito
encantador de ojos preciosos» respondía a cualquier posible reconstrucción de su fisonomía.
«Jamás ha debido de parecer otra cosa que una gavilla de sarmientos», había dicho Murchard una
vez de él. «Un leño fosforescente, más bien», corrigió alguien, y reconocimos lo certera que era esta
descripción de su pequeño cuerpo rechoncho, con el rojo parpadeo de sus ojos en una cara como de
corteza manchada. Siempre había disfrutado de un ocio que había cuidado y protegido, en vez de
desperdiciarlo en vanas actividades. Había consagrado esas horas cuidadosamente defendidas al
cultivo de una aguda inteligencia y de unos pocos hábitos meditadamente escogidos. Y ninguna de las
tribulaciones comunes de la humana experiencia parecía haberse cruzado en su firmamento. A pesar
de su desapasionada contemplación del Universo, no había elevado su opinión sobre ese espléndido
experimento, y su estudio del género humano parecía haber llegado a la conclusión de que todos los
hombres eran superfluos y que las mujeres eran necesarias sólo porque alguien tenía que encargarse
de guisar. Sobre la importancia de este punto, sus convicciones eran absolutas, y la gastronomía era
la única ciencia que él respetaba como un dogma. Hay que confesar que las pequeñas comidas que
organizaba eran un sólido argumento a favor de esta tesis, además de una razón —aunque no la
principal— para la fidelidad de sus amigos.
Mentalmente ejercía una hospitalidad menos seductora, aunque no menos estimulante. Su espíritu
era como un foso o algún lugar abierto de reunión para el intercambio de ideas: un poco frío y
expuesto, pero claro, amplio y ordenado: una especie de arboleda académica de la que han caído
todas las hojas. A este paraje privilegiado solíamos acudir una docena de personas a ejercitar
nuestros músculos y ensanchar nuestros pulmones; y, para prolongar lo más posible la tradición de lo
que nos parecía una institución evanescente, añadíamos de cuando en cuando uno o dos neófitos a
nuestra banda.
El joven Phil Prenham era el último y el más interesante de estos reclutados, y un buen ejemplo
de la un tanto morbosa afirmación de Murchard, de que a nuestro viejo amigo «le gustaban jugosos».
Era cierto, efectivamente, que Culwin, a pesar de su sequedad, sentía especial debilidad por las
cualidades líricas de la juventud. Como era demasiado buen epicúreo para estropear las flores del
alma que él reunía para su jardín, su amistad no ejercía una influencia disgregadora: al contrario,
obligaba a la idea joven a florecer con más vigor. Y en Phil Frenham tenía un buen sujeto de
experimento. El muchacho era realmente inteligente, y la salud de su naturaleza era como pura pasta
bajo un delicado barniz. Culwin lo había sacado de la bruma tediosa de su familia y lo había elevado
a un pico de Darién. Y la aventura no le había lastimado lo más mínimo. En efecto, la habilidad con
que Culwin había logrado estimular su curiosidad sin privarla de la frescura del miedo me parecía
una respuesta suficiente a la ogresca metáfora de Murchard. No había nada héctico en la floración de
Frenham, y su viejo amigo no había puesto siquiera la punta de un dedo sobre las sagradas
estupideces. No podía pedirse mejor prueba que el hecho de que Frenham respetara aún las de
Culwin.
—Hay una vertiente en él que ustedes, amigos, no ven. ¡Yo creo en esa historia del duelo! —
declaró, y la mismísima esencia de esta convicción debió de impulsarle, precisamente cuando
nuestra pequeña tertulia se despedía ya, a moverse hacia nuestro anfitrión y pedirle en broma—: ¡Y
ahora va a contarnos usted la historia de su fantasma!
La puerta de la calle se había cerrado ya, detrás de Murchard y los demás: sólo quedábamos
Frenham y yo, y el viejo criado que presidía los destinos de Culwin, después de traer una nueva
provisión de soda, recibió la orden lacónica de retirarse a dormir.
La sociabilidad de Culwin era flor nocturna, y nosotros sabíamos que él esperaba que el núcleo
de su grupo se apretase en torno a él a partir de la medianoche. Pero la petición de Frenham parecía
desconcertarle cómicamente, y se levantó de su butaca, en la que se había vuelto a sentar tras las
despedidas en el vestíbulo.
—¿Mi fantasma? ¿Cree usted que soy lo bastante tonto como para permitirme el lujo de tener uno
particular, cuando hay tantos y tan encantadores en los desvanes de mis amigos? Tome otro cigarro —
dijo, volviéndose hacia mí con una carcajada.
Frenham rió también, apartando su alta y delgada figura de la chimenea y volviéndose hacia su
bajito e hirsuto amigo.
—¡Oh! —dijo—, si alguna vez encontrase alguno que le gustara, sé que no le agradaría
compartirlo.
Culwin se había dejado caer una vez más en su butaca, hundiendo su afelpada cabeza en el hueco
de cuero gastado, y sus ojillos rebrillaban por encima de un nuevo cigarro.
—¿Gustarme… gustarme? ¡Buen Dios! —gruñó.
—¡Ah, entonces lo tiene! —atacó Frenham en el mismo instante, dirigiéndome de soslayo una
mirada de triunfo; pero Culwin se encogió como un gnomo entre sus cojines, ocultándose en una
protectora nube de humo.
—¿De qué sirve negarlo? ¡Usted lo ha visto todo, de modo que, naturalmente, ha visto un
fantasma! —insistió su joven amigo, hablándole intrépidamente a la nube—. ¡Y si no ha visto uno,
entonces es que ha visto dos!
La forma del desafío pareció impresionar a nuestro anfitrión. Asomó la cabeza de entre la bruma
con un raro movimiento de tortuga que a veces hacía, y parpadeó aprobatoriamente a Frenham.
—Efectivamente —nos soltó, con una aguda carcajada—. ¡Fie visto dos!
Fueron tan inesperadas las palabras que se hundieron más y más en un profundo silencio,
mientras nosotros seguíamos mirándonos por encima de la cabeza de Culwin, y Culwin contemplaba
sus fantasmas. Finalmente, Frenham, sin hablar, fue a dejarse caer en la butaca del otro lado de la
chimenea y se inclinó hacia delante con atenta sonrisa…

II

¡Oh, naturalmente no parecen fantasmas…! Un recopilador no los consideraría como tales… No


dejen ustedes que alimente sus esperanzas… El único mérito reside en su fuerza numérica: el hecho
excepcional de que sean dos. Pero frente a eso, me veo obligado a admitir que podría exorcizarlos en
cualquier momento pidiéndole una receta a mi médico o unas gafas a mi oculista. Lo que ocurre es
que nunca he sido capaz de decidir: si ir al médico o al oculista, si lo que me aqueja es una ilusión
óptica o digestiva. Así que les he dejado que prosigan su interesante doble vida, aunque a veces
hacen la mía sumamente incómoda…
Sí, incómoda; ¡y ya saben lo que detesto la incomodidad! Pero fue en parte por mi estúpido
orgullo cuando empezó la cosa, por lo que no admití que me inquietaba el insignificante detalle de
ver dos.
Además no tenía razón alguna para suponer que estaba enfermo. A mi entender estaba
simplemente aburrido, horriblemente aburrido. Pero formaba parte de mi aburrimiento —recuerdo—
el sentirme excepcionalmente bien, y no sabía cómo diablos gastar mi energía sobrante. Había
regresado de un largo viaje —a Sudamérica y a México— y me había quedado a pasar el invierno
cerca de Nueva York, con una anciana tía mía que había conocido a Washington Irving y mantenido
correspondencia con N. P. Willis. Vivía no lejos de Irvington, en una húmeda casa de campo, de
estilo gótico, oculta entre los abetos, que parecía exactamente un emblema conmemorativo hecho con
cabello. El aspecto personal de mi tía estaba en consonancia con esta imagen, y su propio cabello —
del que quedaba poco— podía haber sido sacrificado a la confección del emblema.
Acababa de alcanzar el final de un año agitado, con considerables atrasos que satisfacer,
monetarios y emocionales, y teóricamente parecía que la dulce hospitalidad de mi tía iba a ser tan
beneficiosa para mis nervios como para mi bolsillo. Pero tan pronto como me sentí a salvo y
protegido, mi energía comenzó a revivir. ¿Y cómo iba yo a emplearla en un emblema
conmemorativo? En aquel entonces tenía la ilusoria teoría de que el esfuerzo intelectual sostenido
podía absorber toda la actividad de un hombre; y decidí escribir un gran libro, he olvidado sobre
qué. Mi tía, impresionada por mi proyecto, me cedió una biblioteca gótica, repleta de clásicos
encuadernados en tela negra y daguerrotipos de desaparecidas celebridades; y me senté ante mi mesa
dispuesto a conquistar un puesto entre ellas. Y para facilitarme la tarea, me prestó a una prima para
que me copiase el manuscrito.
La prima era una chica agradable, y se me ocurrió que una chica agradable era exactamente lo
que yo necesitaba para recobrar mi fe en la naturaleza humana y, sobre todo, en mí mismo. No era ni
bonita ni inteligente —¡pobre Alice Nowell!—, pero me agradaba tener a mi lado a una mujer
contenta de ser tan poco interesante, y quise averiguar el secreto de su alegría. Al hacerlo me
comporté un tanto precipitadamente y me fui un poco. ¡Oh, sólo un momento! No es ninguna fatuidad
el decirles esto, ya que la pobre muchacha no había visto nada más que primos en su vida…
Bueno, sentí haberlo hecho, naturalmente, y me atormenté lo indecible pensando en el modo de
enmendarlo. Ella se quedaba en la casa, y una noche, después de irse a acostar mi tía, bajó a la
biblioteca a buscar un libro que había dejado fuera de su sitio, como una sencilla heroína, y se me
ocurrió de pronto que su pelo, aunque visiblemente espeso y bonito, sería exactamente igual que el de
mi tía, cuando tuviese más edad. Me alegró observar esto, pues me resultaba más fácil decidir lo que
debía hacer; y cuando hube encontrado el libro que ella no había perdido, le dije que me iba a
Europa esa semana.
Europa estaba terriblemente lejos en aquellos tiempos, y Alice comprendió inmediatamente lo
que yo quería decir. No reaccionó en absoluto como yo había esperado… Habría sido más fácil si lo
hubiese hecho. Cogió el libro con fuerza y fue un momento a avivar la luz de la lámpara de mi
mesa… Tenía una pantalla de cristal con hojas de parra y gotas de vidrio alrededor del borde,
recuerdo. Luego regresó, me ofreció la mano y dijo: «Adiós». Y al decirlo, me miró de frente y me
besó. Jamás había sentido nada tan fresco, tímido y valeroso como un beso. Fue peor que un
reproche, e hizo que me avergonzase de merecer un reproche suyo. Me dije a mí mismo: «Me casaré
con ella, y cuando muera mi tía, nos dejará esta casa, y yo me sentaré aquí, ante la mesa, y proseguiré
mi obra; y Alice se sentará allí con su labor y me mirará como me mira ahora. Y la vida seguirá así
durante muchos años». La perspectiva me asustó un poco, pero en aquel momento nada me asustaba
tanto como hacer algo que la ofendiese. Y diez minutos más tarde había puesto mi sello en su dedo y
le había dado mi palabra de que cuando me marchase al extranjero se vendría conmigo.
Se preguntarán por qué me extiendo en este incidente. Es porque la noche en que ocurrió fue la
misma en que tuve por primera vez la extraña visión de la que les he hablado. Siendo en aquel
entonces un apasionado creyente de la necesaria correlación entre causa y efecto, traté, naturalmente,
de descubrir alguna clase de conexión entre lo que me acababa de ocurrir en la biblioteca de mi tía y
lo que ocurrió unas horas después, esa misma noche; y así, la coincidencia entre los dos sucesos ha
perdurado siempre en mi mente.
Me fui a acostar más bien con el corazón pesaroso, pues me sentía agobiado por el peso de la
primera buena acción que hacía en mi vida conscientemente; y aunque era joven, me daba cuenta de
la gravedad de mi situación. No crean por eso que hasta entonces había sido un instrumento de
destrucción; simplemente era un joven inofensivo que había seguido sus inclinaciones, declinando
toda colaboración con la Providencia. Ahora, de repente, me había propuesto defender el orden
moral del mundo y me sentía como el cándido espectador que ha entregado su reloj de oro al mago y
no sabe de qué modo se lo devolverán cuando el truco haya terminado… Sin embargo, una cierta
complacencia en mi propia rectitud atemperaba mis temores, y me dije a mí mismo, mientras me
desvestía, que cuando me acostumbrase a ser bueno probablemente no me pondría tan nervioso como
ahora, al principio. Y cuando ya estaba en la cama, y había apagado mi vela, sentí que realmente era
ya veterano en eso y, por lo que veía, no era muy distinto de hundirse en uno de los más mullidos
colchones de lana de mi tía.
Cerré los ojos a esta imagen, y cuando los abrí debía ser bastante más tarde, pues mi habitación
se había enfriado, y estaba intensamente silenciosa. Me despertó una rara sensación que todos
conocemos: la sensación de que había algo en la habitación que no estaba cuando me quedé dormido.
Me incorporé y miré atentamente en la oscuridad. La habitación estaba absolutamente en tinieblas y
al principio no vi nada, pero gradualmente un vago resplandor a los pies de la cama se transformó en
dos ojos que me miraban fijamente. No podía distinguir el rostro al que correspondían, pero mientras
los miraba se fueron haciendo más y más distintos: tenían luz propia.
La impresión de sentirse observado de este modo no fue agradable ni mucho menos, y supongo
que imaginarán que mi primer impulso fue saltar de la cama y abalanzarme sobre la figura invisible a
la que correspondían aquellos ojos. Pero no fue así. Mi reacción fue sencillamente quedarme
quieto… No puedo decir si esto se debió a la inmediata intuición de la dudosa naturaleza de la
aparición, a la certeza de que si saltaba de mi cama me arrojaría sobre el vacío o simplemente al
efecto paralizador de los mismos ojos. Eran los peores ojos que había visto jamás: unos ojos de
hombre…, ¡pero qué hombre! Mi primer pensamiento fue que debía de ser espantosamente viejo.
Tenía las órbitas hundidas y los gruesos y enrojecidos párpados, sobre los globos de los ojos,
colgaban como persianas con las cuerdas rotas. Uno de los párpados bajaba un poco más que el otro,
lo que daba un aire perverso a la mirada; y entre estos pliegues de carne de pestañas despobladas,
los ojos mismos, pequeños discos vidriosos con un borde como de ágata, parecían guijarros de playa
atrapados por una estrella de mar.
Pero no era la edad de los ojos lo más desagradable. Lo que me ponía enfermo era su expresión
de viciosa seguridad. No sé describir de otra manera la impresión de que parecían pertenecer a un
hombre que había hecho muchísimo daño en su vida, pero que siempre se había mantenido dentro de
los límites. No eran los ojos de un cobarde, sino de alguien demasiado hábil para correr riesgos; y
mi garganta se atragantaba ante su mirada de baja astucia. Pero no era esto lo peor. Porque mientras
seguimos observándonos el uno al otro, sorprendí en ellos un matiz de burla, y noté que era yo quien
la motivaba.
Entonces me sentí movido por un impulso de rabia tal que me levanté de un salto y me abalancé
contra la invisible figura. Pero, naturalmente, no había figura alguna allí y mis puños golpearon el
vacío. Avergonzado y frío, busqué a tientas una cerilla y encendí las velas. La habitación estaba
como de costumbre, como yo sabía que estaría; así que regresé a la cama y apagué las velas.
Tan pronto como la habitación quedó a oscuras, los ojos volvieron a aparecer. Esta vez traté de
explicar el fenómeno mediante principios científicos. Al principio pensé que la ilusión podía deberse
al resplandor de los últimos rescoldos de la chimenea, pero la chimenea estaba al otro extremo de mi
cama y situada de tal modo que el fuego no podía reflejarse en el espejo de mi tocador, que era el
único que había en la habitación. Luego se me ocurrió que podía deberse al reflejo de las brasas
sobre algún trozo de madera barnizada o metal, y aunque no conseguí descubrir ningún objeto de este
género en mi campo visual, me levanté otra vez, fui a tientas hasta el hogar y cubrí lo que quedaba
del fuego. Pero tan pronto como estuve de nuevo en la cama, volvieron a aparecer los ojos a los pies.
Era una alucinación, entonces; la cosa era evidente. Pero el hecho de que no se debiesen a
ninguna ilusión externa no los hacía más agradables. Pues si eran una proyección de mi conciencia
interior, ¿qué diantre pasaba con ese órgano? Yo había ahondado lo bastante en el misterio de los
estados patológicos psíquicos como para hacerme una idea de las condiciones en que una mente
inquieta podía quedar expuesta a tales advertencias nocturnas. Pero no encajaban con mi presente
caso. Jamás me había sentido tan normal, mental y físicamente. Y el único hecho excepcional de mi
situación —el de haber asegurado la felicidad de una joven agradable— no parecía que fuese como
para invocar espíritus impuros en torno a mi almohada. Pero allí estaban aquellos ojos mirándome
aún.
Cerré los míos y traté de evocar la imagen de los de Alice Nowell. No eran unos ojos
extraordinarios, pero eran sanos como el agua fresca, y si ella hubiese tenido más imaginación —o
pestañas más largas— su expresión habría sido interesante. En cambio así no resultaban muy
eficaces, y unos instantes después me di cuenta de que se habían transformado misteriosamente en los
ojos de los pies de la cama. Y como aún me exasperaba más sentir su mirada sobre mis párpados
cerrados que verlos, abrí los ojos otra vez y los clavé directamente en su odiosa mirada…
Así me pasé toda la noche. No puedo decirles cómo fue la noche aquella ni cuánto duró. ¿Han
estado ustedes alguna vez en la cama, irremediablemente desvelados, y han intentado mantener los
ojos cerrados sabiendo que si los abrían verían algo que temían o detestaban? Parece fácil, pero es
endemoniadamente difícil. Aquellos ojos estaban suspendidos, ahondaban en mí. Sentí el vertige de
l’abîme y sus rojos párpados eran el borde de un precipicio… Yo había conocido antes horas de
nerviosismo: horas en que había sentido el viento del peligro en mi cuello, pero jamás había
experimentado esta especie de tensión. No es que los ojos fuesen espantosos; carecían de la majestad
de los poderes de las tinieblas. Pero producían —¿cómo diría yo?— un efecto físico equivalente a un
olor nauseabundo; su mirada dejaba una mancha como la del caracol. Y no veía yo qué tenían que ver
conmigo, en definitiva… Así que miraba y miraba, tratando de averiguarlo.
No sé qué efecto intentaban producir en mí. Lo que sí consiguieron fue que ordenara mi equipaje
y me fuese al pueblo a la mañana siguiente, temprano. Dejé una nota a mi tía explicándole que me
sentía mal y que había ido a ver al médico; y de hecho, me sentía tremendamente mal… La noche
parecía haberme sorbido toda la sangre. Fui a casa de un amigo mío, me arrojé sobre una cama y
dormí diez horas gloriosas. Cuando desperté era la medianoche, y sentí un escalofrío al pensar en lo
que podía aguardarme. Me incorporé, temblando, y miré hacia la oscuridad. Pero no había una sola
ruptura en su bendita superficie. Después de comprobar que no estaban los ojos, me dejé caer de
nuevo y me sumí en otro sueño profundo.
No le había dejado ninguna nota a Alice cuando huí, porque tenía intención de volver a la mañana
siguiente. Pero a la mañana siguiente estaba demasiado agotado para moverme. A medida que
transcurría el día, mi cansancio fue en aumento, en vez de disiparse como el agotamiento que produce
una noche de insomnio: el efecto de los ojos parecía ser acumulativo y la idea de verlos otra vez se
me hacía insufrible. Durante dos días luché contra mi miedo, y a la tercera noche hice acopio de
valor y decidí regresar al día siguiente. Tan pronto como tomé esta resolución me sentí
considerablemente más feliz, pues sabía que mi repentina desaparición y la extrañeza de no escribir
debió de dejar muy apenada a la pobre Alice. Me acosté tranquilizado y me quedé dormido
enseguida. Pero me desperté a medianoche, y allí estaban los ojos…
Bueno, sencillamente no fui capaz de enfrentarme con ellos, y en vez de regresar a casa de mi tía,
eché unas cuantas cosas en mi baúl y embarqué en el primer vapor que zarpaba para Inglaterra. Me
encontraba tan tremendamente cansado cuando subí a bordo que me dirigí a rastras directamente a mi
camarote y me pasé casi todo el viaje durmiendo. Y no pueden ustedes imaginar la dicha que supuso
despertar de esas largas sesiones de dormir sin soñar nada y mirar sin temor hacia la oscuridad,
sabiendo que no vería los ojos…
Pasé un año en el extranjero y luego me quedé otro. Y durante ese tiempo no se me aparecieron
una sola vez. Ésa era razón suficiente para prolongar mi estancia, aun cuando hubiese estado en una
isla desierta. Otra era, naturalmente, que había acabado por comprender claramente, al término del
viaje, la completa imposibilidad de casarme con Alice Nowell. El hecho de haber tardado tanto en
hacer este descubrimiento me fastidió y me hizo desear evitar explicaciones. La dicha de escapar a
un tiempo de los ojos y de ese otro compromiso dio a mi libertad un aliciente extraordinario. Y
cuanto más lo saboreaba, más me complacía su gusto.
Aquellos ojos habían hecho tal agujero en mi conciencia que durante mucho tiempo me siguió
intrigando la naturaleza de la aparición, preguntándome si volvería. Después perdí este temor y sólo
conservé la imagen precisa. Más tarde se me borró ésta también.
El segundo año me instalé en Roma, donde me proponía, creo, escribir otro gran libro: una obra
definitiva sobre las influencias etruscas en el arte italiano. En todo caso, encontré alguna clase de
pretexto para alquilar un soleado apartamento en la Piazza di Spagna y fisgar por el Foro; y estando
allí una mañana, se me acercó un joven encantador. Al verle a la luz cálida, delgado y flexible como
un jacinto, podía haber descendido de un altar en ruinas… del de Antínoo, por ejemplo; pero venía
de Nueva York, con una carta (nada menos) de Alice Nowell. La carta —la primera que recibía de
ella desde nuestra separación— consistía simplemente en unas líneas, presentándome a su joven
primo, Gilbert Noyes, y pidiéndome que le ayudase. Al parecer, el pobre joven tenía talento y quería
escribir; y como su obstinada familia insistía en que su caligrafía debía orientarse hacia lo
comercial, Alice había intervenido para conseguirle unos meses de tregua, durante los cuales saldría
al extranjero a pasar hambre y dar alguna prueba de su habilidad para mitigarla con la pluma. Las
pintorescas condiciones de la prueba me chocaron al principio: me parecía tan concluyente como la
ordalía medieval. Luego me conmovió el que me lo enviase a mí. Siempre había deseado prestarle a
ella algún servicio que me justificase ante mis propios ojos más que ante los suyos; y aquí tenía una
maravillosa ocasión.
Imagino que habrá que abolir el principio general de que los genios predestinados, por regla
general, no se le aparecen a uno en el Foro, bajo un sol de primavera, como uno de sus dioses
desterrados. En todo caso, el pobre Noyes no era un genio predestinado. Pero era hermoso de
aspecto, y encantador como compañero. Tan pronto como empezamos a hablar de literatura se me
cayó el alma a los pies. Conocía demasiado bien todos los síntomas: ¡la de cosas que tenía «en él» y
fuera de él con las que chocaba! En fin, era una verdadera prueba. Siempre —puntualmente,
invariablemente, con la inexorable precisión de una ley mecánica—, siempre era lo malo lo que le
atraía.
Llegué a encontrar una cierta fascinación en decidir con antelación qué cosa mala exactamente
iba a elegir; y conseguí una asombrosa habilidad en este juego…
Lo peor es que su bêtise no era de las más evidentes. Las damas que le conocían en las tertulias y
excursiones le tenían por intelectual; incluso en las cenas pasaba por un joven despierto. Yo, que le
tenía bajo el microscopio, imaginaba a cada instante que podía desarrollar alguna especie de talento
desmedrado, algo que él pudiera hacer «funcionar» y con que sentirse feliz; ¿y no era eso, al fin y al
cabo, lo que a mí me preocupaba? Era tan encantador —seguía siendo tan encantador— que se
ganaba toda mi caridad en defensa de este argumento; y durante los primeros meses, creí realmente
que tenía posibilidades…
Esos meses fueron deliciosos. Noyes estaba constantemente conmigo, y cuanto más le veía más
me gustaba. Su estupidez poseía una gracia natural, y tanta hermosura, en realidad, como sus
pestañas. Y era tan alegre, afectuoso y feliz conmigo, que el decirle la verdad habría sido tan
agradable como cortarle el cuello a un dócil animalito. Al principio solía preguntarme a mí mismo
quién habría metido en esa cabeza radiante la odiosa ilusión de que tenía cerebro. Luego empecé a
comprender que se trataba simplemente de un mimetismo protector, una astucia instintiva para
alejarse de la vida de familia y del escritorio de la oficina. No es que Gilbert —¡buen chico!— no
creyese en sí mismo. Él estaba convencido de que su «llamada» era irresistible, mientras que para mí
constituía la única gracia que no se daba en él; y un poco de dinero, un poco de ocio, un poco de
placer, le habrían convertido en un haragán inofensivo. Desgraciadamente, sin embargo, no había
esperanza de dinero; y ante la alternativa del escritorio de la oficina, no pudo posponer sus intentos
en literatura. La materia prima resultó ser deplorable, y ahora me doy cuenta de que lo supe desde el
principio. Sin embargo, el absurdo de decidir el futuro entero de un hombre en un primer intento,
parecía justificar que contuviese mi veredicto, y quizá, incluso, que le animase un poco, en razón a
que la planta humana necesita por lo general un poco de calor para florecer.
En cualquier caso, seguí ese principio, y lo llevé hasta el extremo de conseguir prolongar su
periodo de prueba. Cuando me marché de Roma se vino conmigo, y pasamos un verano delicioso
haraganeando entre Capri y Venecia. Yo me decía: «Si tiene algo dentro le saldrá ahora», y le salió.
Nunca se mostró más encantador y encantado. Hubo momentos en nuestra peregrinación en que la
belleza nacida del murmullo parecía realmente penetrar en su rostro; pero sólo para aflorar en una
marea de la más pálida tinta…
Bueno, llegó el momento de cerrar la espita, y yo sabía que no podía hacerlo otra mano que la
mía. Estábamos de vuelta en Roma, y le había llevado a vivir conmigo, ya que no quería dejarle solo
en su pensión, cuando tuviese que afrontar la necesidad de renunciar a su ambición. Naturalmente, yo
no había confiado solamente en mi propio juicio para decidir aconsejarle que dejara la literatura.
Había enviado sus trabajos a diversas personas —editores y críticos—, y me los había devuelto
siempre con la misma desalentadora falta de comentarios. En realidad, no había absolutamente nada
que decir.
Confieso que jamás me sentí más miserable que el día en que resolví hablar claro con Gilbert.
Estaba bien que me dijese a mí mismo que tenía el deber de hacer añicos las esperanzas del pobre
muchacho… Pero me habría gustado saber qué acto de gratuita crueldad no podía justificarse con ese
pretexto. Yo siempre he evitado usurpar las funciones de la Providencia; y cuando he tenido que
hacerlo, he preferido decididamente que mi misión no fuese destructora. Además, en última instancia,
¿quién era yo para decidir, aun después de un año de prueba, si el pobre Gilbert tenía capacidad o
no?
Cuanto más miraba el papel que yo había determinado desempeñar, menos me gustaba; y menos
aún cuando Gilbert se sentó frente a mí, con la cabeza echada hacia atrás, a la luz de la lámpara, tal
como Phil está ahora… Había estado hojeando su último manuscrito, y él sabía que su futuro
dependía de mi veredicto… lo habíamos acordado así tácitamente. El manuscrito estaba entre los
dos, sobre la mesa —una novela, su primera novela—; tendió la mano, la posó sobre él, y me miró
con toda su vida puesta en la mirada.
Me levanté y me aclaré la garganta, tratando de mantener los ojos apartados de su cara y fijos en
el manuscrito.
—El hecho es, mi querido Gilbert… —empecé.
Le vi volverse pálido, pero se levantó al instante y me miró de frente.
—¡Oh, vamos, no lo tomes así, muchacho! ¡Yo no soy tan terriblemente tajante!
Me puso las manos en los hombros, y se echó a reír por encima de mí, desde su altura, con una
especie de alegría mortalmente herida que hundió el cuchillo en mi costado.
Era demasiado hermosamente valeroso para que yo mantuviese ninguna clase de engaño sobre mi
deber. Y de repente, pensé en el daño que haría a otros, al hacérselo a él: a mí primero, ya que
enviarlo a casa significaba perderlo; pero más particularmente a la pobre Alice Nowell, a quien
tanto ansiaba probarle mi buena fe y mi deseo de servirla. Verdaderamente parecía que era como
fallarle dos veces al fracasar Gilbert.
Pero mi intuición era como uno de esos relámpagos fugaces que circundan el horizonte entero, y
en el mismo instante vi que no me interesaba decirle la verdad. Me dije a mí mismo: «Lo tendré para
siempre»; y hasta ahora no había visto a nadie, hombre o mujer, a quien yo estuviera completamente
seguro de necesitar en esos términos. Bien, este impulso de vanidad me decidió. Me avergonzaba de
ello, y para huir de él, di un salto que me depositó directamente en los brazos de Gilbert.
—¡Pero si está muy bien, estás equivocado! —exclamé—; y mientras me abrazaba, y yo reía y me
estremecía, tuve durante un minuto esa sensación de autocomplacencia que se supone sigue de cerca
los pasos del justo. ¡Qué diablos, hacer feliz a la gente tiene sus encantos!
Naturalmente, Gilbert se inclinaba por celebrar su emancipación de alguna manera espectacular;
pero le dije que fuese a exteriorizar solo sus emociones, y yo me fui a la cama a dormir las mías.
Mientras me desvestía, empecé a preguntarme qué sabor me dejarían… ¡Las más agradables no
suelen durar! Sin embargo, no lo sentía, y me propuse vaciar la botella, aun cuando resultase una
estupidez.
Después de acostarme permanecí largo rato sonriéndome ante el recuerdo de sus ojos, unos
venturosos ojos… y luego me quedé dormido; y cuando desperté, la habitación estaba mortalmente
fría, me incorporé de golpe, y allí estaban los otros ojos…
Hacía tres años que no los había visto, aunque había pensado tantas veces en ellos que llegué a
creer que jamás me cogerían desprevenido otra vez. Ahora, con su roja mirada despectiva clavada en
mí, me daba cuenta de que nunca había creído realmente que volverían, y que me hallaba tan
indefenso ante ellos como siempre… Al igual que antes, había una especie de demente incoherencia
en su aparición que los volvía horribles. ¿Qué diantre buscaban, para asediarme en un momento
semejante? Yo había vivido más o menos descuidadamente en los años subsiguientes a su primera
aparición, aunque mis peores indiscreciones no eran lo bastante oscuras como para suscitar el
infernal resplandor de sus miradas inquisitivas; pero en este momento particular me encontraba
realmente en lo que hubiera podido llamarse estado de gracia; y les aseguro que esto mismo venía a
aumentar su horror.
Pero no puedo decir que fueran tan malvados como antes: eran peores. Peores exactamente en la
misma medida en que había aprendido yo de la vida en ese intervalo; por todas las condenables
implicaciones que mi experiencia dilatada leía en ellos. Ahora descubría cosas que no había visto
antes; eran unos ojos que habían ido construyendo su bajeza a la manera del coral, partícula a
partícula a base de infamias, lentamente acumuladas a lo largo de laboriosos años. Sí, comprendí que
lo que los hacía tan perversos era que se habían ido modelando así, lentamente…
Allí estaban, suspendidos en la oscuridad, con sus hinchados párpados colgando sobre los
pequeños globos aguanosos que giraban flácidos en sus órbitas, y una bola de carne formando una
sombra fangosa debajo… Como su fija mirada se movía con mis movimientos, me dio una sensación
de tácita complicidad, de un entendimiento profundamente oculto entre nosotros que era peor que el
primer impacto provocado por su aparición. No es que yo los comprendiera; pero eran tan elocuentes
que, algún día, llegaría a comprenderlos… Sí; decididamente, eso era lo peor; ésa era la sensación
que se hacía más fuerte cada vez que volvían…
Pues adoptaron la costumbre de volver. Me recordaban a los vampiros con su apetencia de carne
fresca; parecían mirar, codiciosos y malignos como hambrientos de una buena conciencia. Durante un
mes siguieron viniendo noche tras noche a reclamar un bocado de la mía: desde que hice feliz a
Gilbert, no consintieron ellos en aflojar sus colmillos. La coincidencia me hacía casi odiar al pobre
chico, aunque comprendía que era algo meramente casual. Medité mucho sobre ello, pero no pude
encontrar explicación alguna, a no ser la posibilidad de su asociación con Alice Nowell. Pero
después me habían dejado en paz en el momento en que la abandoné, de modo que difícilmente
podían ser los emisarios de una mujer despreciada, aunque uno hubiese sido capaz de imaginarse a la
pobre Alice encomendando a semejantes espíritus que la vengasen. Eso me dio que pensar, y empecé
a preguntarme si me dejarían en paz, en caso de que abandonase a Gilbert. La tentación era insidiosa,
y tuve que hacerme fuerte contra ella, ¡querido muchacho!, era demasiado encantador para
sacrificarle a tales demonios. Así que, en definitiva, no llegué a averiguar nunca qué pretendían…

III

El fuego se desmoronó, produciendo una llamarada que alivió el nudoso rostro del narrador, bajo
el pelo grisáceo. Hundido en el hueco del respaldo de su silla, permaneció un instante como una talla
de piedra amarillenta con vetas rojas, y dos manchas esmaltadas en vez de ojos; luego las llamas se
apagaron, y el fuego volvió a ser otra vez un difuso borrón rembrandtiano.
Phil Frenham, sentado en una silla baja al otro lado de la chimenea, con un brazo largo apoyado
en la mesa de atrás, una mano sosteniendo la nuca, y los ojos fijos en el rostro de su viejo amigo, no
se había movido desde que había comenzado el relato. Siguió manteniendo su callada inmovilidad
después de que Culwin hubo dejado de hablar, y fui yo quien, con una vaga sensación de desencanto
ante la inesperada interrupción de la historia, pregunté finalmente: «Pero ¿cuánto tiempo los estuvo
viendo?»
Culwin, tan sumergido en su butaca que parecía un montón de sus propias ropas vacías, se
removió ligeramente, como sorprendido de mi pregunta. Parecía haberse medio olvidado de que
había estado hablándonos.
—¿Cuánto tiempo? ¡Oh, durante todo aquel invierno intermitentemente! Fue infernal. Nunca
llegué a habituarme. Cada vez me sentía más enfermo.
Frenham cambió de postura y, al hacerlo, su codo chocó contra un pequeño espejo de marco de
bronce que había sobre la mesa de atrás. Se volvió y lo cambió ligeramente de ángulo; luego volvió a
adoptar su anterior postura, con su oscura cabeza echada hacia atrás, sobre la palma levantada, y los
ojos absortos en el rostro de Culwin. Había algo en su muda mirada que me desconcertaba, y como
para desviar la atención, presioné con una nueva pregunta:
—¿Y nunca intentó sacrificar a Noyes?
—¡Oh, no! El hecho es que no tuve necesidad. Lo hizo él por mí, ¡pobre muchacho!
—¿Lo hizo por usted? ¿Qué quiere decir?
—Me cansó… agotaba a todo el mundo. Siguió derramando su deplorable parloteo, y
pregonándolo de un lado a otro de la plaza; hasta que se convirtió en objeto de terror. Traté de
apartarle de escribir; bueno, siempre con mucha dulzura, entiéndanme; empujándole entre personas
agradables, dándole una posibilidad de que sintiese, de que llegase a tener conciencia de lo que
realmente podía dar de sí. Yo había previsto esta solución desde el principio, estaba seguro de que,
una vez apagados los primeros ardores de querer ser autor, encajaría en su sitio como un parásito
encantador, y sería la clase de Querubín crónico para el que en las antiguas sociedades siempre había
un sitio en la mesa, y un refugio entre las faldas de las damas. Le vi ocupar su sitio como el «poeta»:
el poeta que no escribe. Ya conocen al tipo en todos los salones… No cuesta mucho vivir de ese
modo; lo pensé bien, y me convencí de que con una pequeña ayuda, podría arreglárselas para unos
años más; y entretanto se cansaría con seguridad. Y le vi casado con una viuda, más bien mayor, con
una buena cocinera y una casa bien dirigida. Y vigilé, de hecho, a la viuda… Entretanto, hice lo que
pude por ayudar a la transición: le presté dinero para aliviar su conciencia, y le presenté preciosas
mujeres que le hiciesen olvidar sus promesas. Pero nada valió: no tenía más que una idea en su
hermosa y obstinada cabeza. Quería el laurel y no la rosa, y siguió repitiendo el axioma de Gautier, y
siguió batiendo y limando su prosa insípida hasta desparramarla a lo largo de sabe Dios cuántos
centenares de páginas. De cuando en cuando enviaba una tanda a un editor que, por supuesto, se la
devolvía invariablemente.
»Al principio no importaba; él creía que era «incomprendido». Adoptaba las actitudes del genio,
y cada vez que regresaba a casa una obra, escribía otra que le hiciese compañía. Luego tuvo un
arrebato de desesperación, y me acusó de haberle engañado, y sabe Dios de qué más. Entonces me
enfadé, y le dije que era él quien se había engañado a sí mismo. Que había venido a mí decidido a
escribir, y que yo había hecho lo posible por ayudarle. Ésa era toda mi ofensa, si bien lo había hecho
por su prima, no por él.
»Esto pareció darle en el punto vulnerable, y se quedó sin contestar un minuto. Luego dijo:
»—Se me ha terminado el plazo, y el dinero también. ¿Qué crees que sería mejor que hiciese?
»—Creo que lo mejor sería que no te portases como un asno —dije.
»—¿Qué quieres decir con eso de portarme como un asno? —preguntó.
»Cogí una carta de mi escritorio y se la tendí.
»—Me refiero a rechazar este ofrecimiento de Mrs. Ellinger, para que seas su secretario con un
salario de cinco mil dólares. Puede que signifique mucho más.
»Largó una manotada con tal violencia que hizo saltar la carta de mis manos.
»—¡Oh, sé de sobra lo que significa! —dijo, colorado hasta la raíz del cabello.
»—¿Y cuál es la respuesta, si puede saberse? —pregunté.
»No dio ninguna en ese momento, pero se dirigió lentamente hacia la puerta. Allí, con la mano en
el quicio, se detuvo para decir casi en un susurro:
»—Entonces, ¿crees de veras que mi material no es bueno?
»Yo estaba cansado y exasperado, y me reí. No voy a defender mi risa… Fue de mal gusto. Pero
debo alegar como atenuante que el muchacho era estúpido, y que yo había hecho lo posible por
ayudarle… En serio que lo hice.
»Salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente tras él. Esa tarde salí para Frasead, donde
había prometido pasar el domingo con unos amigos. Me alegraba poder escapar de Gilbert, y de
igual manera, como me enteré esa noche, escapé también de los ojos. Caí en el mismo sueño
letárgico que me había sobrevenido antes de dejar de verlos; y cuando desperté a la mañana siguiente
en mi apacible habitación sobre los acebos, sentí el absoluto cansancio y el profundo alivio que
seguía siempre a ese sueño. Pasé dos noches bienaventuradas en Frasead, y cuando regresé a mis
habitaciones de Roma me encontré con que Gilbert se había ido… ¡Oh!, no había sucedido nada
trágico; el episodio no llegó jamás a eso. Simplemente, metió sus manuscritos en la maleta y regresó
a América, con su familia, para volver al despacho de Wall Street. Dejó una nota decente en la que
me contaba su decisión, y se comportó en todo, dadas las circunstancias, lo menos estúpidamente que
puede comportarse un estúpido…

IV

Culwin se interrumpió otra vez, y Frenham siguió inmóvil en su asiento, con el oscuro contorno
de su joven cabeza reflejado en el espejo que había a su espalda.
—¿Y qué fue de Noyes después? —pregunté finalmente, todavía incómodo por una sensación de
cosa inconclusa, por la necesidad de algún hilo que relacionase las dos líneas paralelas del relato.
Culwin encogió bruscamente los hombros.
—¡Oh!, no fue nada… porque él no era nada. No podía plantearse cuestión alguna de «llegar a
ser» algo. Vegetó en una oficina, creo, y finalmente obtuvo una secretaría en un consulado y se casó
tristemente en China. Le vi una vez en Hong-Kong, años después. Estaba gordo y sin afeitar. Me
dijeron que bebía. No me reconoció.
—¿Y los ojos? —pregunté, después de otra pausa, que el silencio de Frenham hacía opresiva.
Culwin, acariciándose la barbilla, me miró meditabundo a través de las sombras.
—No los volví a ver después de mi última conversación con Gilbert. Sume usted dos y dos, si
puede. Por mi parte, no he logrado encontrar la relación.
Se levantó, con las manos en los bolsillos, y se dirigió rápidamente a la mesa sobre la cual se
habían servido las bebidas vivificantes.
—Deben ustedes estar sedientos después de un relato tan seco. Sírvanse algo. Tome usted, Phil…
—se volvió hacia el fuego.
Frenham no contestó al hospitalario requerimiento de su anfitrión. Siguió sentado en su baja
butaca sin moverse; pero cuando Culwin dio un paso hacia él, sus ojos se miraron largamente; tras lo
cual el joven, volviéndose de pronto, arrojó los brazos sobre la mesa que tenía detrás, y hundió el
rostro en ellos.
Culwin, ante ese gesto inesperado, se quedó petrificado, al tiempo que se le encendía el rostro.
—Phil, ¿qué diantres le ocurre? ¿Le han asustado los ojos también a usted? Mi querido
muchacho, mi querido compañero, ¡jamás había recibido tal tributo mi habilidad literaria, jamás!
Soltó una risita ante tal idea, y se detuvo en la alfombra delante de la chimenea, con las manos
todavía en los bolsillos, contemplando la cabeza inclinada del joven. Luego, viendo que Frenham
seguía sin contestar, dio un paso o dos hacia él.
—¡Vamos, anímese, mi querido Phil! Hace años que no los he visto… Al parecer, no he hecho
nada últimamente lo suficientemente malo como para invocarlos desde el caos. A menos que mi
presente evocación le haya hecho verlos a usted; ¡eso sería aún peor!
Su desenfadada apelación terminó en una risa nerviosa, y se acercó aún más, se inclinó sobre
Frenham, posando sus manos gotosas sobre los hombros del joven.
—Pero, Phil, muchacho, ¿qué ocurre? ¿Por qué no me contesta? ¿Ha visto los ojos?
El rostro de Frenham estaba aún oculto, y desde donde yo estaba, detrás de Culwin, vi que éste,
como en rechazo a esta inexplicable actitud, se apartó lentamente de su amigo. Al hacerlo, la luz de
la lámpara de la mesa dio de lleno en su rostro congestionado, y capté su imagen en el espejo que
Frenham tenía detrás.
Culwin la vio también. Se detuvo, encarado con el espejo, como si no reconociese como suyo el
rostro reflejado en él. Pero mientras miraba, su expresión cambió gradualmente, y durante un
apreciable espacio de tiempo, él y la imagen se contemplaron con una especie de odio creciente.
Luego Culwin dejó los hombros de Frenham y dio un paso atrás.
Frenham, con su rostro aún oculto, no se movió.
Mrs. Hugh Fraser
(1851 - 1922)

Bajo el pseudónimo respetablemente Victoriano de Mrs. Hugh Fraser —la «Sra. de Hugh
Fraser», sería la traducción exacta— se esconde Mary Crawford Fraser, hermana del célebre
escritor norteamericano Francis Marion Crawford (1854-1909) y esposa del prestigioso diplomático
británico Hugh Fraser (1837-1894). Dos «fuertes» personalidades masculinas al amparo de las
cuales Mary supo hacerse un hueco como escritora y como historiadora.
Su hermano, conocido entre los aficionados y estudiosos de la narrativa anglosajona por sus
cuentos de horror y ocultismo —“Porque la sangre es vida” (For the Blood Is the Life, 1905), “La
calavera que gritaba” (The Screaming Skull, 1908)— y algunas estimables novelas como Khaled:
príncipe de los genios (Khaled: A Tale of Arabia, 1891) —alucinante fantasía sobre un genio que se
convierte en humano— o Corleone (1897) —una de las primeras y más singulares aproximaciones
literarias al mundo de la Mafia…—, compartió con Mary su pasión por la literatura y lo sobrenatural
influido por su padre, el escultor neoclásico Thomas Crawford (1815-1857) —quien poseía una
amplia biblioteca sobre ambos temas—, y como resultado de su cosmopolita educación —Italia,
Londres, Estados Unidos, Alemania—. Con arreglo a ello, no sorprende que Mary escribiera relatos
fantásticos como “A Were-Wolf of the Campagna” (¿1903?) —especie de secuela del relato escrito
por su hermana Anne Crawford Von Degen (1846—¿?), titulado “A Mystery of the Campagna” (1887)
— y el que hemos recogido en la presente antología, “The Satanist” (1912), junto a poderosas
novelas históricas, hoy olvidadas, como Marna’s Mutiny (1901), The Slaking of the Sword: Tales of
the Far East (1903) o In the Shadow of the Lord (1906).
Acompañando a su marido, Hugh Fraser, Mary Crawford pudo viajar a Japón y conocerlo en un
momento clave para su historia. Destinado allí por Su Majestad como Ministro Plenipotenciario para
negociar el Tratado Anglo-Japonés de Comercio y Navegación (firmado el 16 de julio de 1894),
Fraser era muy respetado por las autoridades japonesas por su rectitud hacia el pueblo nipón —fue
enterrado con todos los honores en el cementerio para extranjeros de Aoyama (Tokio)—. Y, gracias a
sus contactos, Mary pudo conocer muy de cerca la historia y las costumbres de Japón bajo la Era
Meiji (1867-1912), periodo en el que arranca su modernización. De esta crisis entre lo viejo y lo
nuevo surgió el libro por el cual aún es recordada su autora, A Diplomatist’s Wife in Japan: Letters
from home to home (Hutchinson &c Co., Londres, 1899), una densa narración de 700 páginas sobre
la vida cotidiana, la cultura y la religión del país del Sol Naciente. Su éxito en Inglaterra estimuló a
Mary Crawford a escribir Letters from Japan: A Record of Modem Life in the Island Empire (1905)
y Seven Years on the Pacific Slope (1914), que complementan perfectamente las informaciones de A
Diplomatist’s Wife in Japan…
El muy rico repertorio de anécdotas truculentas, angustias existenciales, fastuosos vicios y
desmedidas crueldades que suele rodear la literatura sobre el Diablo y sus adoradores, desaparece
por completo en “The Satanist”. Publicado por primera vez en Londres en 1912, según explica el
ensayista Everett F. Bleiler en The checklist of Fantastic Literature: A bibliography of Fantasy,
Weird and Science Fiction books published in the English language (FaX Collector’s Editions,
1972), “The Satanist” es la crónica del descensos ad inferos de la protagonista, Yolanda, una joven
convertida en adoradora de Satán a causa del odio hacia su (sadiana) madre, su «desorientación»
religiosa y sus impulsos lésbicos, jamás puestos en primer plano a lo largo del relato, pero palpables
en su relación con la criada y su amiga Léonie… “The Satanist” posee una rara personalidad, una
atmósfera mefítica y dulzona a la vez, coronada por un final ambiguo acerca de cuál será el futuro de
ambas amigas. Sus intenciones moralistas son abrumadoras, su abominación del satanismo tremenda
—Mary Crawford Fraser, al igual que su hermano, era una ferviente católica—; no obstante, pese a
su melindroso estilo decimonónico, todavía funciona.
LA SATANISTA
El mensaje que Léonie recibió de su amiga Yolanda no era muy explícito, pero algo en su tono
hizo que se dirigiese a su casa apresuradamente, recorrida por un escalofrío. Nada más llegar, Léonie
fue llevada a la sala de estar, donde, una vez cerrada la puerta, se dejó caer en el sofá.
—No me tomes por loca, Léonie —comenzó a decir Yolanda, muy vivaz—, pero ha llegado el
momento de que te haga una confidencia necesaria, ya que eres mi mejor y más querida amiga… Así
que… escucha lo que he de decirte… —pero se detuvo, dirigiéndose hasta una alta lámpara de peana
—. ¿Quieres acercarte, por favor? Ayúdame a desabrocharme el corpiño… No temas, pero haz lo
que te pido.
Léonie se levantó del sofá y fue hasta su amiga, dubitativa, con una cierta prevención debida al
requerimiento de la otra.
—Yolanda, cariño… ¿es absolutamente necesario? —preguntó Léonie mientras se dirigía a ella
—. Bien, que sea como tú quieres…
Cuando Yolanda se abrió la blusa de seda y mostró su blanca ropa interior, sintió Léonie una
desazón de pesadilla que le hizo apartar los ojos.
—Yolanda, ¿de veras te parece necesario? —inquirió Léonie—. ¿No lamentarás después
haberme enseñado lo que sea? Hay cosas que es mejor…
—No —respondió Yolanda con una determinación clara, ante la que ninguna defensa ni dilación
podía esgrimir Léonie; el cuello de la joven, junto a la nuca, se inclinaba con paciente determinación
a la espera de que la otra le desabrochara el corpiño, mientras sus manos caían sobre la falda con un
abatimiento que no era sino resignación—. Vamos, Léonie… ¿Por qué haces que esto me resulte más
duro de lo que ya es?
Léonie atendió al ruego de la amiga. Desabotonó con cuidado su corpiño hasta dejarle desnuda la
blanca piel; y allí, a la luz de la lámpara, al repasar con sus dedos los hombros de la otra y ver lo
que había, no pudo reprimir un grito de horror.
—¿Lo has visto? —dijo Yolanda, relajándose, olvidada su rigidez anterior—. Ciérrame de nuevo
el corpiño, por favor… Ahora te contaré algo que jamás supuse que contaría a nadie, excepto alguna
vez, acaso, a un sacerdote, cuando estuviera ya harta de la felicidad de este mundo y cansada del
amor… si es que eso me ocurre alguna vez… Dime ahora, Léonie, si crees que soy excesivamente
celosa de mi feminidad, al extremo de entregar mi vida sin remedio al amor de un hombre, y si crees
que perderlo puede suponerme la salvación.
—¡Oh, infeliz; sí, infeliz…! —exclamó la otra bañada en lágrimas—. Mi querida Yolanda…
¿Quién ha podido hacerte eso?
Y después de abotonar el corpiño de su amiga, impelida por un rapto de ternura, como si deseara
restañar aquella herida, la besó allí delicadamente.
Yolanda se ajustó después la falda y sonrió deslumbrante a su amiga, como si de veras su alma
fuese ajena al dolor físico y a la desesperanza.
—Tranquilízate, Léonie, querida… Ya no me duele. Ya me han abandonado los sufrimientos —
dijo—. Ya no volveré a torturarme ni avergonzarme… Vamos, sentémonos en el sofá, que quiero
contarte lo que hasta ahora no te he dicho, cómo he llegado a ser lo que soy… No creo que me lleve
mucho tiempo.

Con la barbilla reposando en sus manos, y los codos apoyados en sus rodillas, Yolanda miraba el
fuego de la chimenea como si quisiera extraer de allí los fragmentos de su memoria que más
necesarios le eran para recomponer un recuerdo, antes de iniciar el relato de su historia. Y sin
cambiar de posición comenzó a decir al cabo de un largo silencio:
—Ahora que me doy cuenta, Léonie, es la primera vez que te hablaré de mi vida de antes de que
nos conociéramos, hace ya cinco años… ¿Cómo es que nunca me has preguntado nada acerca de mi
vida?
—¿Y por qué habría de hacerlo, Yolanda? ¿Con qué derecho? Tampoco tú me has preguntado
nada sobre la mía, jamás. Me sentí muy próxima a ti ya la noche en que nos conocimos en aquella
maldita casa de Roma, cuando fuimos las únicas personas que abandonamos apresuradamente la
reunión, porque tuvimos miedo de ellos… Yo te dije mi nombre cuando salíamos, ¿recuerdas? Pero
no me preguntaste ni por qué estaba allí, ni cómo los había conocido, por lo que yo jamás osé
preguntarte algo parecido… Me bastaba con saber que ambas habíamos sufrido esa noche la misma
vergüenza.
Yolanda puso una mano en la rodilla de su amiga, como si de pronto se sintiese liberada, feliz.
—Gracias por todo, por lo mucho que has significado para mí desde entonces —dijo—. Y
gracias también por no haberme preguntado, como no te lo pregunté yo, qué hacía allí aquella
noche… Pero, ahora, Léonie, ha llegado el momento de que me sincere contigo. Sólo te pido que, si
es posible, observes cuanto te diga con tu habitual compasión… aunque lo que oigas pueda hacerte
pensar que merezco ser condenada… Al fin y al cabo, bien sabe Dios que sólo aspiro a
reconciliarme con él, algún día… Bien, todo comenzó el mismo día en que vine al mundo —siguió
diciendo—. Esperaban que fuese un niño, y no, fui hembra… Una niña… Así que todo se me puso en
contra desde el comienzo. El hecho de que no tuviese ni hermanos ni hermanas no alivió en nada mi
situación.
»A veces pienso que si quitáramos los hijos a sus padres, en ciertos casos, y fuesen entregados a
gente que no tuviese la menor expectativa de obtener provecho de ellos, crecerían sin una armazón
moral perversa al menos hasta que ellos mismos quisieran dársela, lo que redundaría a favor tanto de
los padres como de los hijos… Nunca te presenté a mi madre por eso… Temí que, incluso en sus
últimos días de vida, te dijese que tuvieras cuidado conmigo, que no me tocaras sin ponerte guantes,
para no mancharte…
—Pero, Yolanda… ¿cómo puedes hablar así de tu propia madre?
—No me interrumpas, Léonie, si quieres ayudarme… Creo que, por otra parte, podrás hacerte
una composición de lugar completa si me escuchas atentamente… Puedes estar segura de que lo que
digo acerca de mi madre no es una exageración… Mi nacimiento le supuso una afrenta, le causó una
herida dolorosa, y no era mi madre persona que perdonase las heridas recibidas. Fue una mujer muy
desgraciada, además, y lo fue por muchos motivos. No practicaba religión alguna, y la sola mención
de la otra vida le causaba una gran desazón, pues temía profundamente la mera idea de la muerte. No
obstante, jamás pensó en reconciliarse con la Providencia, en venganza de lo que consideraba la
terrible crueldad con que la trataba la vida. Nunca he conocido a nadie, ni creo que lo conozca, tan
lleno de amargura como ella; ni que odiase tanto, sin embargo, la sola idea de morir, como la odiaba
ella… Era una monomanía, una obsesión.
»He hablado de una afrenta y de una herida… Y he dicho que yo fui quien se las causó… Creo
que te resultará fácil entenderlo. En primer lugar, el hecho de que naciese niña en vez de niño, como
te he contado ya, le produjo una tristeza indecible, un desagrado mayúsculo, porque ansiaba con todo
su corazón tener un niño que pudiera seguir en un futuro la exitosa senda de la política por la que
transitaba mi padre; por otra parte, no es menos cierto que mi nacimiento le produjo una pérdida
evidente de la salud, lo que le supuso igualmente una pérdida más que cierta de su belleza. Antes de
que yo naciese había sido una mujer bellísima, una de las más hermosas de su mundo; y cuando esa
belleza se le esfumó, no le quedaron razones suficientes para vivir, según decía, aunque no por ello
dejaba de temer la muerte. Creo que todo aquello afectó de manera grave su mente; o al menos
prefiero pensarlo así, por un mínimo de caridad hacia ella, hacia su recuerdo… Desde luego, tenía
que sentirse muy humillada e infeliz para ser tan amargamente insana. Prefiero pensar que llegué a
intuirlo así, incluso cuando aún vivía…
»Nunca me habló con el menor cariño, ni siquiera cuando yo procuré demostrarle el mío. Claro
que, sin embargo, mantenía las apariencias en público; pero jamás me dio un beso, ni entró en mi
cuarto para darme las buenas noches… Si sólo me hubiera dado las buenas noches alguna vez… —
hizo una pausa y prosiguió—: Cuando cumplí los doce años y se vio con claridad que iba a ser muy
hermosa, todo fue a peor; en realidad, fue monstruoso a tal extremo que mucha gente comenzó a darse
cuenta de la inquina que me tenía mi madre. Llegó a un punto tal, que mi padre hubo de enviarme
durante dos años a un convento de Milán. Creo que temía sinceramente que mi madre pudiese
causarme algún daño físico, con el consiguiente escándalo. En cualquier caso, intentó por todos los
medios que estuviese a salvo, manteniéndome lejos todo el tiempo que fuera posible. Nunca quiso
que regresara a casa de vacaciones; supongo que aguardaba a que mi madre reflexionase y mostrara
al menos menor odio hacia mí… Mi padre viajaba a Milán un par de veces al año para verme, y me
llevaba de vacaciones un mes o seis semanas a Cadennabia o a Mentone. Siempre fue muy cariñoso
conmigo… Cuando comencé a ser una jovencita definitivamente hermosa, le alegraba mucho
presentarme a sus amigos, con los que nos encontrábamos en los hoteles a los que íbamos. Todos me
mostraban una gran consideración y me decían cosas bonitas, lo que hacía que se sintiera feliz y
orgulloso de mí. Claro que algunos me decían, sin embargo, cosas de un gusto más bien dudoso, lo
que parecía complacerlos mucho.
»La religión no había significado nada para mí hasta que ingresé en aquel convento; había sido
sólo algo así como un juego de jardín de infancia, como lo es para tantos niños, algo que consistía en
ir a la iglesia una media hora a la semana. Mi padre siempre insistió en llevarme con él a la iglesia,
aunque él mismo no se sentía muy concernido por las cosas de la religión. Y todo lo más me ponía de
rodillas unos cinco minutos cada mañana, para rezar algo que decía de memoria, sin comprenderlo
bien. No recibía otros estímulos para la fe. Me limitaba a decir aquellas oraciones que hablaban de
Dios y del Ángel de la Guarda, sin más.
»Las monjas del convento de Milán, sin embargo, se esforzaron en hacerme comprender lo muy
importantes que eran para ellas Dios y el Ángel de la Guarda. Pero pasaba el tiempo y la verdad es
que sus métodos no obraban en mí lo que pretendían. No hallaban en mí la base sobre la que
construir el templo que habían pensado levantar en mi pecho, aunque estoy segura de que lo
intentaron con denuedo. Hice la primera comunión con otras niñas y, como hacían con las demás,
intentaron por todos los medios mantenerme ajena a la dureza del mundo y la vida. Pero sí me quedó
de ellas, aparte de una buena educación, la certeza de que en todos los avatares del mundo está
inscrita la presencia de Dios. Con eso no quiero decir que yo amase a Dios, pues no tenía un sitio
que hacerle en mi corazón, aunque la idea de su existencia acabó haciéndome más rebelde que
sumisa. Puede que lo entiendas, o puede que no, pero recordaba siempre con gran emoción a las
monjas, sobre todo cuando oía a papá y a sus amigos hablar de lo que llamaban «el lamentable
estado de cosas actual por culpa de la Iglesia y las excesivas ayudas que recibe». No obstante, yo
pensaba entonces que mi padre era, realmente, un gran hombre, un hombre importante. Pero sentía a
la vez que las monjas no eran más que mujeres desprovistas de todo bien material pero con un gran
conocimiento del mundo, mujeres de una gran inteligencia.
»Cuando al fin regresé a casa, de la mano de mi padre, las cosas fueron al principio un poco
mejor que antes. Me pareció, sin embargo, que mi madre me tenía miedo, lo que no dejaba de hacer
que me sintiese más tranquila, he de decirlo así, aunque lo cierto fuera que no me temía a mí, sino a
mi padre; es más, pronto comencé a darme cuenta de que cuando él estaba presente mi madre hacía
todo lo posible por simular hallarse contenta conmigo, por lo que me cuidaba mucho de quedarme a
solas con ella. Bien sabía yo que su odio hacia mí era mucho más fuerte que ella misma, y que en
cuanto tuviese la menor ocasión trataría de levantarme la mano… Fue entonces cuando también
comencé a odiarla yo, en justo pago por su desprecio, y también por el disimulo que hacía cuando
papá estaba con nosotras.
»En aquellas primeras semanas de mi regreso a casa cumplía yo con mis obligaciones religiosas,
aunque de manera un tanto mecánica, no obstante lo cual en ocasiones tenía cargo de conciencia por
sentir aquel odio creciente hacia mi madre. Recuerdo una noche en la que iba a rezar esa parte que
dice «perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores», cuando me callé de
golpe. No pude seguir. Y dije a Dios que no tenía derecho a exigirme eso, pues yo no era quien
ofendía, sino la ofendida… ¿Por qué iba a mentir? No lo haría, no, no podía hacerlo… Pregunté a
Dios por qué se ponía de su parte… ¿Qué daño había causado yo?
Había tal resentimiento en sus palabras, tal resquemor en sus expresiones, que no parecía ir a
calmarla el paso de las horas. Oír aquello, y verla tan resentida, hería a Léonie.
—Yolanda, por favor, no sigas —le rogó—. Todo eso pasó hace muchos años, cuando eras sólo
una niña… Deja que tu madre descanse en su tumba de una vez por todas y cíñete a lo que pretendías
contarme.
—Tienes razón, Léonie —respondió Yolanda con una voz ahora más encantadora, ida ya la
violencia de su resquemor de antes—. Pero deja que también entierre mis recuerdos esta noche para
que puedas comprenderlo mejor todo… Desde aquel tiempo, hasta hace apenas cuatro años, cuando
murió mi madre, jamás volví a rezar. No podía hacerlo, como te he dicho. Después de su muerte he
vuelto a rezar, tanto por ella como por mí misma; no tan frecuentemente como debiera, pero rezaba…
Y lo sigo haciendo. Sabes bien que no puedo perder la fe.
»Tras aquella noche en la que no pude seguir rezando pareció como si los Poderes de la
Oscuridad se expandieran por la casa. No daba esa sensación de día, cuando estábamos despiertos,
ni siquiera cuando el espíritu de la maldad y la maledicencia escapaba por completo del control de
mi madre; era de noche cuando esa sensación de maldad parecía emponzoñar el aire, a tal punto que
no me metía en la cama sin antes cerrar con llave la puerta de mi habitación. Supe así, te lo aseguro,
qué es pasar miedo. Pero el miedo no hacía más que alentarme a no olvidar, a no someterme, a luchar
en pos de la victoria sobre mí misma. Fue por aquel entonces cuando comencé, bien que
inconscientemente, pues nunca había oído hablar de esas cosas, a caminar por las fronteras donde
ellos dominan… He de decirte que fue también por aquel tiempo cuando vino a casa Rosina Delré, la
criada, para atenderme y cuidar de mi ropa.
—¡Esa criatura maldita! —exclamó Léonie.
—Bueno, ya está muerta, así que no la execremos más de lo debido, ni le prestemos una
importancia que no merece… Al final hubo de penar sobradamente… El caso es que no la veía
mucho; se limitaba a cumplir con su tarea, que hacía bien, con presteza; pero alguna vez la vi
observándome, como si me vigilase, lo que me llevó a suponer que quizá quisiera decirme algo y no
se atrevía. También pensé que se apiadaba de mí, sabedora de lo que me detestaba mi madre, lo que
me llevó a confiar en ella en mayor medida, por creerla mi aliada y mi posible confidente… Debo
confesarte que la soledad pesaba mucho en mi ánimo. No obstante, tardé en abrirme a ella, mantuve
largo tiempo cerrada la boca, hasta que finalmente una serie de circunstancias hicieron que me
decidiese a contarle todo.
Hizo de nuevo una pausa, como si quisiera rearmarse, hacer acopio de coraje antes de proseguir.
—Una mañana —dijo al fin—, a finales de aquel verano, me encontraba en el jardín con papá
cuando llegó un telegrama que urgía su presencia en Monza. Las tormentas habían causado
inundaciones y era preciso adoptar medidas rápidamente, pues los ríos amenazaban con
desbordarse… En casa, sin embargo, no había caído una sola gota de lluvia desde hacía muchas
semanas y el calor era realmente insoportable.
»Papá hubo de tomar el primer tren, uno que partía al mediodía, así que tuve que quedarme sola,
junto a mi madre y la servidumbre… Puedes hacerte una idea de cuán mal me sentí. No hace falta que
te cuente cómo transcurrían los almuerzos entre mi madre y yo; para mí era como almorzar junto a un
gato rabioso; sus ojos, aunque nunca me miraba de frente, en ningún momento se me despegaban.
Parecía esperar el momento más propicio para saltar sobre mí… Sólo hablaba de vez en cuando con
el mayordomo, y todo para decirle que por la tarde no estaría para nadie.
»No te extrañe, por eso, que a diario, cuando se acercaba la hora del almuerzo, mis nervios
hirvieran en una mezcla de ansiedad y furia; hubiera sido capaz de estrangularla. Me recuerdo tensa,
esperando la próxima maldad que me dijera… Pero la verdad es que se limitaba a comer un poco, a
beber y a mirarme con una crueldad indecible, siempre de reojo; no comía mucho pero bebía sin
parar y eso hacía que las miradas que me dirigía pareciesen por completo ajenas a la mirada
humana… Sólo me mantenía en cierta calma saber que pasaríamos juntas y solas unas pocas semanas.
Fueron tres, al cabo, en las que estuve siempre al borde del pánico, a punto de perder por completo
la paciencia… Una vez concluía el almuerzo, mi madre abandonaba el comedor y se dirigía a su
estudio como un meteoro. Pero un día, apenas se levantó de la mesa, lo hice yo también para irme a
mi cuarto, y entonces se paró en seco, se volvió y me detuvo.
»—¿Qué pretendes? —me preguntó.
»Estábamos en la puerta del comedor, frente a frente.
»—Voy a mi habitación —respondí.
»Oí cómo me temblaba la voz al responder, de tanta cólera como sentía, de los nervios que me
embargaban. Y me di cuenta de que ella lo notaba; supe que esperaba algo así, porque comenzó a
reírse primero quedamente, con un extraño sonido gutural, y después a carcajadas, burlándose
abiertamente de mí.
»Su risa parecía envolverme poco a poco como una espesa neblina roja. No podía moverme; me
veía allí, sin saber qué hacer, esperando que cesara aquella especie de tormenta insoportable que era
su risa, aguardando a que desapareciera la neblina espesa y roja, hasta que me di cuenta de que
parecía ordenarme algo, sin dejar de reírse.
»—¿Es que no me escuchas? —oí que me decía entre las carcajadas, sin alzar la voz, como en un
susurro; y cuando negué con la cabeza, me tomó de los hombros y me llevó a empujones hasta la
puerta de su estudio… Estaba yo tan atónita, tan hundida, tan derrotada, que dejé que me tratase como
le viniera en gana. Apenas me sostenían las piernas, así que imagínate cuál era mi estado de ánimo,
no podía hacerle frente.
»Abrió violentamente la puerta del estudio y, situándose tras de mí, me dio un empujón tan
violento que caí contra la mesa de papá que había en mitad del salón. Quedé levemente
conmocionada, no obstante lo cual supe que aquello no había hecho más que empezar, que lo peor
estaba por venir… Sé que estuve unos minutos preguntándome estúpidamente qué me había pasado,
como si no quisiera aceptar la realidad; sobre todo me preguntaba qué hacía tirada en la alfombra,
aunque recordaba bien que me había golpeado en la cabeza contra la mesa. Era como si tuviese una
pesadilla de la que deseara despertar cuanto antes, así que intenté levantarme. Pero un nuevo golpe
me hizo caer otra vez, y entonces oí la voz de mi madre diciéndome una y otra vez:
»—¡Llora, tienes que llorar! ¡He dicho que llores!
»Entonces me di cuenta de todo, recuperé por completo el sentido y… Léonie, trata de ponerte en
mi lugar… Hice todo lo posible para no darle el gusto de que me viese llorar… Poco a poco volvían
a mí las sensaciones físicas, pero no voy a hablar de eso… Sabes bien qué has visto en mi espalda…
Pero te aseguro que a día de hoy no sé qué arma utilizó para herirme. Supongo que sería algún objeto
metálico, quizá una cadena, o acaso un gran manojo de llaves; algo, en cualquier caso, que nunca me
había sido dado ver… Intenté ponerme en pie de nuevo, mientras ella se dejaba caer en una butaca,
riendo y canturreando como una loca.
»Allí la dejé; salí lentamente, abatida, arrastrando los pies, para dirigirme a mi habitación. Creo
que no vi a nadie de la servidumbre, pero tampoco puedo decirlo con certeza. Sólo quería
recuperarme del todo, que me asistiera la mente de nuevo, pues tenía la sensación de que la había
perdido. Apenas tenía catorce años entonces, era una niña, pero aquello acabó por convertirme en
una mujer… Y no precisamente en una buena mujer.
»Cuando entré en la habitación sí vi que alguien sacaba de un armario unas sábanas. Era Rosina.
Antes de que fuese por completo consciente de dónde me hallaba, me arrojé a sus brazos y oculté el
rostro en su pecho, de manera que no pudiese ver cuán dolida estaba, cuán abatida me sentía. Ella no
dijo una palabra; se limitó a dejar que la abrazase mientras intentaba yo apaciguar mi respiración,
recobrar el aliento… Y así estuvimos largo rato, creo recordar, hasta que comencé a contarle lo que
había pasado. Entonces me hizo tomar asiento en la cama y cerró la puerta.
»Créeme, Léonie, que aunque sé bien cómo era, no podré olvidar nunca lo que hizo por mí
entonces; no me hubiese dado tanto consuelo, ni me habría abrazado como lo hizo, aunque fuera yo su
hija. Luego, mientras me bañaba, restañaba mi herida y vestía, siguió consolándome, alegrándome,
diciéndome cosas bonitas, llamándome con distintos y muy cariñosos diminutivos.
»Me sentí confiada, en fin, al punto de contárselo todo… Cuando comencé a relatarle lo que
había ocurrido en las tres últimas semanas, cuando le dije que ya no era capaz de rezar, Rosina
pareció muy contenta de repente, y empezó a hablar mucho y a besarme, como si acabara de liberarla
de algo, de algún pesar.
»—Sé cómo te sientes, pequeña —me dijo—, pero no creas que eres la única que no puede rezar.
¿Acaso crees que eres la única persona en este mundo que ha descubierto la crueldad, la injusticia de
la vida? No, yo te digo que no eres la única… Somos miles y miles, un ejército… Únete a nosotros,
que sabremos darte el consuelo que necesitas. Como nosotros, tú has sido herida por la falsedad, por
las antiguas mentiras de los sacerdotes, que odian a todo el que se libera de ellos y de su Dios,
Jehová. ¿Quieres de veras ser libre, completamente libre para amar u odiar según tu voluntad?
¿Quieres reírte de esa tiranía a la que llaman religión, quieres saber cuál es realmente tu naturaleza y
lo que eso significa, quieres conocer sus leyes y a través de ellas conocerte a fondo?
»Decía todo aquello, Léonie, con tal vehemencia que me atrajo, como si lo hubiese aprendido en
un libro que yo deseaba leer a toda costa; sus palabras tenían peso y autoridad, algo que me asombra
tratándose ella de una mujer del campo, de una mujer iletrada. Sabes hasta qué punto lo era.
»—Sí —dije con un entusiasmo idéntico al suyo—. Todo eso es lo que deseo, ser libre para ser
yo misma y hacer lo que realmente me apetezca… ¿Y cómo podré conseguirlo? Aún soy una niña y
debo obedecer; debo ir a la iglesia cuando me lo ordenen, y simular que quiero hacerlo.
»No puedo, Léonie, recordar con exactitud qué ocurrió después entre nosotras… Pero trataré de
expresarlo de la mejor manera posible, y espero que a medida que hable de ello vengan a mí los
recuerdos.
»—Es verdad —dijo Rosina—; has de hacer como que quieres ir a la iglesia, igual que muchos
de nosotros… No hay manera de negarse. Pero tómalo como algo de lo que tienes que vengarte, como
habrás de hacerlo de tantas cosas, de todo lo que te ha herido y decepcionado profundamente… los
sacerdotes… su Dios con el que pretenden aterrorizarte obligándote a prestarle adoración aunque te
repugne y rebele… Mira, si me prometes guardar el secreto, podré enseñarte cómo derrotarlos.
»Prometí que haría lo que me pidiera y siguió diciéndome:
»—Antes que nada, ¿crees en Lucifer, el arcángel que prefirió perder el cielo en vez de su
orgullo? —me preguntó.
»—Sí —respondí—, supongo que sí…
»Entonces expuso con la misma vehemencia y mucha claridad lo que podríamos llamar su
esquema, ya sabes, Léonie, el que utilizan todos ellos; lo hizo como si repitiese una lección bien
aprendida, para expresar mejor las virtudes de Lucifer, su triunfo innegable sobre Dios, cuán
generoso es con sus adoradores y el mucho poder que les concede, sin limitarse a prometerles esos
vagos disfrutes del cielo de los cristianos, sino llamándoles a conquistar las cosas concretas y más
valiosas de este mundo.
»—Los mismos sacerdotes —siguió diciéndome— saben todo esto por su Biblia… Ahí se cuenta
cómo Lucifer tentó a Cristo llevándolo a una alta montaña desde la que le mostró todos los reinos del
mundo al mismo tiempo, diciéndole que, si le adoraba, él, Lucifer, le daría cuanto quisiera.
—Sí, ¡cuántas veces les he oído decir eso! —exclamó entonces Léonie—. Es la misma historia
de siempre, y siempre contada fuera de contexto.
—Sí, Léonie, tienes razón… Ahora sé la verdad, pero entonces era distinto… Las posibilidades
que me ofrecía eran como un trueno que me llenaba la cabeza; y aunque algo en mi más profundo ser
me decía que huyera, que me apartase de todo aquello, estaba subyugada; otra fuerza tiraba de mí de
manera irresistible… Cuando Rosina vio que era presa fácil, se ausentó apenas un minuto y regresó
con un libro en las manos, un ejemplar con los poemas de Carducci[35], que abrió para hacerme leer
esos versos odiosos, que seguro conoces:

Salute, O Satana, O Ribellione,


O Forza vindice della Ragione,
Sacri à salgano gli incensi ei voti,
Hai vinto il Geova dei Sacerdoti![36]

—Sí, conozco esos versos —dijo Léonie—. ¡Pobre Yolanda! ¡Por qué trance tuviste que pasar!
—Yo había visto una vez a Carducci, hallándome con papá, que le conocía; les oí hablar de la
humanidad, el progreso y la fraternidad universal; papá estaba de acuerdo con él en esas cosas y, por
eso, su libro me pareció en principio lleno de autoridad, no tan abominable como lo es realmente…
Leí aquel himno una y otra vez, aunque en el fondo no dejaban de horrorizarme las blasfemias que
leía; creía por otra parte, sin embargo, que en efecto allí estaba mi oportunidad, que si suscribía
aquellas palabras y rompía definitivamente con el cristianismo encontraría la libertad… El caso fue
que, viéndome dudar, Rosina se enojó conmigo y me arrancó violentamente de las manos aquel
maldito libro.
»—Si temes a los sacerdotes —me dijo—, olvídate de esto y corre hasta ellos… Si eres tan
cobarde como para permitir que te castiguen como si fueras un animal, olvídate de mí… Lamento
mucho haber intentado ayudarte.
»Y salió de mi habitación, dejándome sumida en mis pensamientos, y sobre todo en mis dudas…
Pasaron las horas sin que nadie acudiera a verme, sin que nadie me llamase para nada. No se dejaba
sentir ningún ruido, como si la casa estuviese vacía; sólo desde el exterior me llegaba, a través de las
ventanas abiertas de mi cuarto, algún trueno lejano… Era la misma habitación que sigo utilizando en
el presente, la que da al jardín… Pasaron las horas, como te digo, y se hizo la oscuridad tan negra
que apenas veía la mesa que hay entre las dos ventanas… Te doy estos detalles para que te hagas la
idea de que la oscuridad externa era tan grande como la que había en mi propio interior. Era una
oscuridad que me impedía ver más allá, que parecía ir a borrar de mí todo rastro de bondad. Tanto
fue así que empecé a decir para mis adentros que no podía renunciar al odio ni a la venganza, que
sería preferible perder definitivamente mi alma antes que olvidar todo el daño que me había causado
mi madre… Y en aquella oscuridad de mi cuarto me pareció ver una luz muy tenue que danzaba entre
las ventanas y mi lecho por unos segundos, para desaparecer de golpe dejándome sumida en la más
profunda negrura nuevamente.
»Fue sólo una luz, un leve fulgor, como te digo, pero me hizo pensar que mi elección estaba
hecha, que algo o alguien había anotado mis deseos más allá de mí misma, más allá de cualquier
llamada a rechazarlos. No obstante, Léonie, y a pesar de lo que pueda parecerte, puedes estar segura
de que aquellas ideas perversas no habían hecho presa en las mías, pues mi afán de odiar, mi deseo
de cobrarme venganza, no estaba en mis pensamientos, sino que era un impulso de mi corazón. Es
más, fue mi pensamiento lo que me llevó a rechazar aquel deseo imperioso, sugiriéndome que me
levantase a cerrar las ventanas, como si temiese que la tormenta que se cernía desde el cielo pudiera
aumentar el caudal de odio de mi corazón. Un odio que me hacía sentir fuego en todo el cuerpo. Pero
también debo decirte que en el fondo me sentía tan orgullosa de aquel odio, me sentía al fin tan
valiente, que no lo hice.
»No pasó mucho tiempo hasta que oí abrirse la puerta de mi habitación. Era Rosina, que me
llevaba algo de comer.
»—Será mejor que comas un poco —me dijo—, seguro que estás hambrienta. Voy a cerrar las
ventanas y a encender las velas… ¿Quieres que hablemos mientras cenas? No te preocupes, que tu
madre no nos molestará… Ya me he encargado yo de que no lo haga… Tiene mucho miedo de que
alguien le cuente a tu padre lo que te ha hecho.
»Yo, sin embargo, sólo quería beber, tenía una sed que me devoraba, que me abrasaba la
garganta… Rosina se dio cuenta de mi estado febril y supo aprovecharse. Me dio un poco de vino
con agua, diciéndome que lo sorbiera lentamente. Luego me preguntó si aún temía ser libre.
»Después de aquello perdí cualquier atisbo de voluntad y me dejé llevar. Creo que Rosina hizo
conmigo lo que le vino en gana.
»No se dejó nada por decir; cuando pienso en lo hábilmente que me conducía hasta lo que más le
interesaba, aun hoy no dejo de asombrarme. No hubo un solo punto de su discurso que pudiera
rebatirle, y se expresaba con tal inteligencia que acabó por hacerme su esclava.
»Había comenzado hablando de mi belleza. Después habló del amor —y aún me avergüenza
recordar lo que decía sobre el amor—, para decir que los sacerdotes y la Iglesia eran los enemigos
del amor, y que, en tanto siguiera siendo yo cristiana, el amor me estaría prohibido. Claro está, no
perdió ocasión de hablar también acerca del odio que me tenía mi madre, y de cómo habría de
hacérselo pagar yo con un odio aún mayor. Culpó a Dios de ese odio de mi madre, llamándome a
rebelarme en su contra, pues, según me dijo, era Dios quien había insuflado ese odio en mi madre…
El caso es que por mis respuestas supo que sus palabras calaban hondo en mí, que me hacían
reflexionar profundamente acerca de mis padecimientos… Finalmente, me hizo leer de nuevo el
himno de Carducci, lo que hice con mucha tranquilidad y complacencia, aunque en el fondo seguía
alentando en mí el pensamiento de que era un poema odioso, y luego me hizo repetir en voz alta,
varias veces, que yo pertenecía a Satanás. Al principio me negué a decirlo, pero insistió de tal
manera, instándome a ello una y otra vez, diciéndome que lo dijese o no ya pertenecía a Satanás y no
a los sacerdotes, que al final cedí y dije lo que pretendía ella.
»—Quiero oírtelo decir otra vez —insistió.
»—Pertenezco a Satanás, no a los sacerdotes —repetí.
»Entonces añadió que, para demostrar que mis palabras eran sinceras, tenía que superar una
prueba con la que demostrar a mi nuevo amo que decía la verdad.
»—¿Y qué he de hacer? —pregunté.
»—Nada que te resulte peligroso, ni difícil —respondió—. Tiene que ver con ese pedacito de
barquillo que los sacerdotes dan en lo que llaman comunión… Sabes bien cómo comulgar… Así que
lo harás de nuevo, pero guardándote la hostia para mí.
»Tras decir esto, se acercó a mí para mirarme tan de cerca que no pude apartar los ojos de los
suyos. Perdí entonces toda capacidad de pensar por mí misma, y hasta el simple deseo de hacerlo.
Sólo quería lo que ella quería… Dije entonces que sí, que haría lo que acababa de pedirme, pues no
podía ni pensar ni decir otra cosa, tenía la voluntad completamente anulada.
»Unos diez días más tarde, cuando me sentí fuerte como para ir de nuevo a la iglesia y comulgar,
fui con Rosina a la catedral. Se mantuvo todo el tiempo cerca de mí, incluso cuando me acerqué a los
peldaños que conducen al altar. Una vez hubo acabado la misa regresamos juntas a casa; luego subí a
mi habitación y le entregué la hostia, que había guardado en mi pañuelo… Hube de apartar los ojos
para hacerlo, no podía mirar abiertamente la sagrada forma.
»Un mes después, más o menos, la convencí al fin para que me presentase a sus amigos, pues
deseaba conocerlos, ya que tanto me había hablado de ellos, ya sabes… De los satánicos… Se había
pasado todo ese lapso de tiempo contándome cuán felices son los satánicos, diciéndome que no había
en el mundo gente tan libre como ellos, ni que supiera disfrutar del placer como lo hacían. Me dio a
leer algunos libros que tenían ilustraciones espantosas… Al principio no podía ni abrirlos, pues era
hacerlo y sentía la necesidad de lavarme las manos. Y cuando lo hice me avergoncé al mirarme en el
espejo… No obstante, poco a poco me hice a la idea de que acaso no fuera tan malo leerlos y
contemplar aquellas ilustraciones… Tenía sólo catorce años, Léonie, y me pudo la curiosidad. Así
que acabé abriéndolos tranquilamente y leyendo lo que allí se decía… Ten por seguro que desde
entonces no hace mi mente otra cosa que luchar contra las consecuencias de aquellas lecturas.
»La verdad, Léonie, quedé maravillada… Sentí que no era mala por haber leído aquellos libros,
al contrario; sentí igualmente que no sólo no había perdido mi alma al hacerlo, sino que la tenía más
viva… Pero la verdad es que aquellos libros no habían obrado en mí otro efecto que el pretendido
por Rosina, que no era sino el de prepararme para ser entregada a ellos, para que saciaran en mí su
apetito de atrocidades… Ya sabes… la misa negra y todo lo demás… Supongo que te imaginarás lo
que pasó… En efecto, fui iniciada como novicia de Satanás.
»Así ocurrió… Cuando Rosina consideró que ya estaba preparada, me llevó un viernes por la
noche a esa maldita casa que tanto tú como yo conocemos bien, a nuestro pesar…
»Imagínate qué contenta me sentí cuando, entre las personas a las que fui presentada por Rosina,
vi a Botti, un hombre al que conocía desde muy pequeña pues era el viejo médico de la familia… Se
mostró conmigo tan educado y cariñoso como siempre, y me condujo de la mano hasta esa habitación
de la planta superior… ya sabes cuál… Allí me habló mucho rato, y al final me instruyó acerca de lo
que me ocurriría, nada bueno, si los traicionaba. También extendió su amenaza a mi padre. Luego me
tomó juramento y bajamos con los demás… Y abrió la puerta de esa capilla que es realmente la boca
del infierno.
»No me pidas, Léonie, que te haga una descripción detallada de lo que siguió… Compadécete de
mí… La primera ponzoña me vino de los quemadores en donde ardían las semillas que daban un
humo negro; después fui envenenada aún más mediante aquella caricatura de la crucifixión que
hicieron; e imagínate cuán grotesco era Botti con su birrete de cuernos de búfalo pintados de rojo…
Y con aquellas túnicas espantosas bordadas en la espalda con la vil imagen de Satanás. Todo eso no
podía por menos que golpear duramente cualquier atisbo de mi inteligencia. Pero aquélla fue mi
primera misa negra.
»Créeme, Léonie… Cuando Botti lanzó la hostia consagrada hacia el grupo de hombres y de
mujeres allí reunido, me sentí enferma, literalmente enferma… Rosina tuvo que sacarme de allí, pues
me desvanecí… Creo que temió que la impresión sufrida me hiciera rechazarlos e ir a contar a mi
padre y a los sacerdotes todo lo que había visto… El caso fue que habló con Botti y le dijo que sería
preferible aguardar un tiempo, antes de consagrarme cono novicia de Satanás; que sería mejor
esperar a que me recuperase de la impresión y viera claramente que no podía tener miedo más que de
ellos.
»Te cuento, en resumen, que con posterioridad asistí a varias misas negras más, pero también te
digo que no podía contemplar esa perversa ceremonia que hacen con la hostia consagrada. Siempre
cerraba los ojos llegado ese momento. Y bien Sabe Dios que no me quedaba allí mucho más tiempo,
y que me iba aunque pretendieran retenerme, pues de haberlo intentado alguien férreamente, hombre o
mujer, lo hubiese matado… Nunca, desde que fui un poco más mayor, acudí a esa maldita casa sin
llevar conmigo un arma… ¿Me crees, verdad, Léonie?
Léonie alzó la mirada y clavó los ojos en su amiga.
—Nunca he creído a nadie como te creo a ti, Yolanda —dijo.
Léonie contempló el pálido rostro de la amiga, su entera dignidad, no obstante la confesión que
acababa de hacerle. Bajó los ojos de nuevo y se hizo un largo silencio.
—Pero hay algo —siguió diciendo Yolanda al cabo— que no te he contado, Léonie… La verdad
es que contraje un compromiso…
—¿Un compromiso?
—Sí, un compromiso para encontrar una salida a medias, aunque no por eso mi pecado haya sido
menor… No hace tantos meses que…
—Bien —la interrumpió Léonie, nerviosa—, ¿qué hiciste, Yolanda? ¿Qué pecado no pudiste
evitar? ¿Quieres decir que has seguido tratando con ellos todo este tiempo?
—No sé qué vas a decir cuando te lo cuente —dijo Yolanda—, pero tienes que saber que no di a
Botti una sola hostia, aquélla de mi iniciación… Hace apenas unos meses, y para que me dejasen en
paz, acepté robar las hostias sin consagrar que había en la catedral… Fui allí una noche, entré a
hurtadillas en la sacristía y las robé para dárselas a Botti.
—¿Qué puedo decirte, Yolanda? ¡Es terrible! ¡Es un acto repugnante!
—Tienes razón… Y no sé qué hacer… Al fin y al cabo, es un acto igual de espantoso que robar
del tabernáculo las hostias consagradas para la comunión de los fieles.
Para sorpresa de Yolanda, sin embargo, no hizo Léonie el menor esfuerzo por seguir afeándole su
sacrilegio. Quedó en silencio largo rato, como si discutiese consigo misma acerca de cualquier otro
asunto.
—Yolanda, querida —dijo al fin—, cuenta conmigo en cualquier caso; tienes que saber que haré
contenta lo que sea para ayudarte… Estamos unidas en nuestro enfrentamiento con las fuerzas del mal
y no será tarea fácil llevarlo a término… Me estremece pensar en lo que puede depararnos el futuro.
Entonces Léonie se dejó caer de rodillas, y comenzó a rezar pidiendo la fuerza necesaria, y la
sabiduría precisa, para enfrentarse a esos poderes que estaban más allá de ambas, a esos poderes que
las acechaban, ocultos en la oscuridad y la noche.
Marie Belloc Lowndes
(1868 - 1947)

El viernes 31 de agosto de 1888, pasadas las tres y media de la madrugada, el sargento Kerby de
la policía metropolitana de Londres hallaba el cuerpo sin vida de una joven prostituta llamada Mary
Ann Nichols, conocida entre sus amigas y clientes como «Polly» Nichols. El cadáver estaba a la
entrada de un establo situado en una callejuela llamada Buck’s Row (que todavía existe bajo el
nombre de Durward Street), muy cerca del London Hospital. Había sido estrangulada y su garganta
seccionada con un cuchillo muy afilado, hasta separarle casi por completo la cabeza del tronco;
solamente unas tiras de piel y de músculos impidieron que fuera totalmente decapitada…
Así empezaron, al menos oficialmente, las andanzas criminales del psycho killer más famoso de
la historia, Jack el Destripador, quien también acabó con la vida de otras cuatro mujeres, Annie
Chapman (8 de septiembre de 1888), Elizabeth Stride, Catherine Eddowes (ambas asesinadas el 30
de septiembre de 1888) y Mary Jane Kelly (9 de noviembre de 1888), mujeres que, como Nichols,
malvivían vendiendo su cuerpo en las siniestras calles de Whitechapel, uno de los once barrios que
conforman el llamado East Side de la capital británica. Whitechapel, a finales del siglo XIX, era un
suburbio sucio y maloliente donde se hacinaban, en decrépitas viviendas o en casas de caridad, toda
suerte de desdichados —enfermos mentales, borrachos, inválidos, mendigos, huérfanos, adolescentes
que se prostituían para comer…—, además de delincuentes de baja estofa y obreros castigados por
el hambre, la explotación infantil, las enfermedades y el trabajo inhumano sin derechos ni descanso.
Un lugar infernal que Jack London describió con todo lujo de detalles en su extraordinario libro El
pueblo del abismo (The People of the Abyss, 1903) —publicado por Valdemar en su colección El
Club Diógenes (2003)—, después de disfrazarse de marinero sin trabajo y vivir durante varias
semanas en el East Side, frecuentando albergues públicos y compartiendo con los más pobres sus
alimentos. Ése era el mundo de Jack el Destripador.
Y el día en que El Destripador empezó a matar, nacía para la literatura Marie Belloc Lowndes,
escritora que alcanzaría la fama gracias a la ficción criminal, al thriller concretamente y, en especial,
a “El huésped” (The Lodger, 1911), un perturbador relato de misterio alrededor de los espeluznantes
crímenes de Whitechapel y de su enigmático y escurridizo autor. Aparecido el mismo año en que
Bram Stoker publicaba La guarida del gusano blanco (Lair of the White Worm) y M. R. James hacía
lo propio con Más historias de fantasmas de un anticuario (More Ghost Stories of an Antiquary)
—junto a Algernon Blackwood, Elliot O’Donnell y Gaston Leroux, autores respectivamente de El
centauro (The Centaur), The Sorcery Club y El fantasma de la ópera (Le fantôme de l’Opéra)—,
“El huésped” no era la primera historia de ficción basada en las sangrientas andanzas de Jack el
Destripador. Margaret Harkness (1854— 1921), una reformista social preocupada por las
condiciones de vida en el East Side, se había adelantado en 1889 con In the Darkest London. No
obstante, el texto de Lowndes triunfó porque dejó a un lado cualquier alusión a las tristes
condiciones de vida de los vecinos de Whitechapel, acertando a combinar una textura gótica añeja,
propia de otros tiempos, y la modernidad narrativa de un Arthur Conan Doyle —a quien la escritora
admiraba, como tantos ingleses, por su más célebre criatura: Sherlock Holmes—. Y, sobre todo, le
supo dar a El Destripador un doble motivo, tremendamente melodramático, para cometer sus
horribles fechorías: la venganza y la locura.
Originariamente, “El huésped” fue un cuento de 11.000 palabras publicado en la revista
estadounidense McClure’s Magazine (vol. 36, nº 3). Más tarde, ya en Gran Bretaña, se transformó en
una novela de 80.000 palabras de éxito arrollador, sentando cátedra para futuras ficciones literarias y
cinematográficas alrededor del psicópata de Whitechapel, creando una mitología, una iconografía.
De ahí que “El huésped” haya sido una importante fuente de inspiración para cineastas tan viscerales
como Alfred Hitchcock —El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927)— y John Brahm —Jack el
destripador (The Lodger, 1944)—, e incluso para Robert S. Baker y Monty Berman —Jack the
Ripper (1958)— y Bob Clark —Asesinato por decreto (Murder by Decree, 1979)—, o para
novelistas como Robert Bloch —“Suyo afectísimo, Jack el Destripador” (Yours Truly, Jack the
Ripper, 1943)—, Ellery Queen (Daniel Nathan y Manford Lepofsky) —“Estudio en terror” (Study in
Terror, 1966)— o Vincent McConnor —“Las libertinas de Whitechapel” (The Whitechapel Wantons,
1976)—. Resulta curioso pensar que todo surgió escuchando una conversación ajena, tal y como
Marie apuntó en su diario: «… un hombre que no conocía, durante una cena a la que me invitaron, le
explicaba a una mujer sentada a su lado que su madre había tenido a su servicio un matrimonio, él
mayordomo y ella cocinera, quienes ahora tenían huéspedes en su casa. Pues bien, estaban
convencidos, según le explicaron a su antigua patrona, de que uno de ellos era el mismísimo Jack el
Destripador».
Como ha sucedido tantas veces en la historia de la literatura, “El huésped” eclipsó el resto de la
obra de Marie Belloc Lowndes —cuyo verdadero nombre era Marie Adelaide Belloc—, obra
integrada por más de cuarenta novelas de signo dispar, desde dramas de ideología feminista
—Barbara Rebell (1905)— hasta thrillers - Thou Shalt No Kill (1927), Lizzie Borden (1940)—.
Nacida en la pequeña población francesa de Celles St. Cloud, cerca de París, su padre fue Louis
Belloc, un abogado de éxito, y su madre, Elizabeth «Bessie» Rayner Parkes, una activa sufragista
nieta de Joseph Priestley (1733-1804), químico angloamericano descubridor de gases como el
amoníaco, el ácido clorhídrico y el oxígeno, aparte de activo abolicionista y apasionado defensor de
los principios de la Revolución Francesa. Las ideas progresistas que marcaron su formación cultural
llevaron a Marie, años más tarde, a participar en la fundación de la Women Writers Suffrage League
y a interesarse, principalmente, «por las relaciones entre hombres y mujeres a todos los niveles y,
sobre todo, en lo tocante al asesinato…» Su actividad profesional como escritora comienza pronto, a
los 16 años, cuando vende su primer cuento en 1884, con su familia establecida definitivamente en
Inglaterra. En 1890 empieza a colaborar regularmente en la revista literaria Review of Reviews y en
otras publicaciones similares como especialista en literatura francesa —es célebre su entrevista, en
1895, a Julio Verne para The Strand—. Su amistad con Henry James y el matrimonio Wilde,
Constance y Oscar, y su pasión por la ficción, acaban por desplazar su carrera ensayística; pasión
que logra su espaldarazo definitivo a raíz de su matrimonio con el sub-editor de The Times, Frederic
Sawrey Lowndes.
“La mujer del purgatorio” (The Woman from Purgatory), cuya publicación original ha sido
imposible determinar —su primera edición está integrada en la antología Studies in Love and Terror
(Books for Libraries, Pennsylvania, 1970), junto a “Price of Admiralty”, “The Child”, “St.
Catherine’s Eve”, “The Woman” y “Why They Married”—, posee ciertas peculiaridades que lo
sitúan más allá de las convenciones de la ghoststory. “La mujer del purgatorio” despliega un
rampante moralismo de honda raíz cristiana —Marie Belloc Lowndes era una ferviente católica, casi
una excentricidad en un país de mayoría protestante como Gran Bretaña— en torno a cuestiones
como el adulterio, las relaciones maritales, los términos en que debe establecerse la fidelidad
conyugal, la amistad entre mujeres o entre hombres y mujeres e, incluso, la fe. La huidiza
intervención de lo sobrenatural —¿o acaso es simplemente una fantasía de la protagonista?— a
través del espectro de la amiga adúltera que se suicidó tras abandonar a su esposo por otro hombre,
no es más que una presencia que aconseja, predice, advierte, de los peligros que entraña seguir la
misma senda de vicio. Con todo, si bien la ideología de “La mujer del purgatorio” puede
disgustarnos, la destreza estilística de su autora para crear un clima, una textura de inquietud, dejando
constancia al mismo tiempo de la mentalidad de una época, de una sociedad, puede ayudarnos a
apreciar el relato en lo que vale.
LA MUJER DEL PURGATORIO
… dirás no a la muerte, esa amiga; dirás no a la muerte,
mas, en el sendero que como mortales hollamos,
seguiremos adelante, daremos unos pasos más
en busca del final.
Y así, cuando hayas tomado el último recodo,
volverás a encontrarte cara a cara con ella,
tu amiga, tu querida y gentil muerte.

Mrs. Barlow, la más bella y elegante entre las jóvenes esposas de Summerfield, se dirigía al
templo católico. Iba a consultar con el viejo sacerdote acerca de sus problemas con una sirvienta
cuyo comportamiento en nada le placía. Agnes Barlow era, además de inteligente y bella, una mujer
feliz.
Los más tontos, generalmente, suelen decir a modo de sentencia esa tontería según la cual «si eres
bueno serás feliz, pero no disfrutarás de la vida». Quien es inteligente, sin embargo, va
comprendiendo poco a poco, y a lo largo de toda una vida, que la bondad va siempre acompañada de
la felicidad, con lo cual se acaba disfrutando realmente de la vida.
Así era, en suma, Agnes Barlow; una mujer feliz en su aún joven vida. Sus buenos padres la
criaron en una de las casas más nuevas y excelentes de la antañona villa de Summerfield, a unas
quince millas de distancia de Londres. Allí había nacido; allí habían transcurrido sus deliciosos años
de infancia, en la escuela del convento de la colina; allí había ido creciendo alegre y feliz hasta
convertirse en una muchacha excepcionalmente hermosa; y allí, finalmente —y nada más lógico que
tal fuera su final—, había conocido al muy distinguido, inteligente y fascinante abogado Frank
Barlow.
Frank y ella se comprometieron muy pronto, por lo que todas las demás jóvenes envidiaron a
Agnes, y no mucho después contrajeron matrimonio en una de las ceremonias más felices que se
recuerdan en la villa; el suyo fue, pues, uno de los matrimonios en los que era más evidente el amor
que se puedan profesar un hombre y una mujer. Vivían en una encantadora casita llamada The
Haven[37], progenitores muy orgullosos de un pequeño llamado Francis, como su padre, que nunca les
daba los quebraderos de cabeza que suelen dar los niños a muchos padres, pues se criaba sano.
Mas, inopinadamente, comenzaron a suceder cosas extrañas —no de manera frecuente, sin
embargo, pero sí con cierta reiteración—, lo que no dejaba de resultar extraño en aquel ambiente
delicioso, en el feliz mundo de la familia… En todo eso pensaba Agnes Barlow aquella hermosa
tarde de mayo, cuando se dirigía a la iglesia; es más, también pensaba la bella y feliz dama, si bien
de manera menos grata, incluso turbadora, en otra mujer, una buena amiga que no era tan feliz, ni
acaso tan buena, como ella.
Pensaba en Teresa Maído, una bonita muchacha medio española, que había sido su compañera de
estudios en la escuela del convento de la colina.
¡Pobre Teresa, tan débil y desdichada! Sólo diez años atrás había hecho algo tan extraordinario,
tan pavoroso e insólito, que Agnes Barlow no podía dejar de pensar en ello con cierta frecuencia.
Teresa Maído se había escapado entonces de su casa y de su marido para huir con un hombre casado.
Teresa y Agnes eran de la misma edad; habían recibido una educación idéntica y eran bellísimas,
si bien distintas, cada una con sus características; para mayores coincidencias, habían contraído
matrimonio el mismo día del mismo mes.
¡Pero qué diferentes fueron sus vidas y destinos a partir de aquel día!
Teresa descubrió un mal día que su esposo bebía. No obstante, como le amaba, pensó que todo
pasaría, que su matrimonio estaba a salvo, gracias precisamente al amor que le profesaba. Por
desgracia, las cosas no sólo no cambiaron, sino que fueron a peor, llenando de amargura el corazón
de la joven esposa. Él no paraba de beber. Las cotillas de Summerfield murmuraban por las calles de
la villa, y sacudían burlonas sus cabezas cuando Teresa Maído pasaba ante ellas.
Los hombres, por su parte, lamentaban que aquello supusiera sufrimiento para tan adorable dama,
una mujer bendecida por lo que desde antiguo se dice en los pueblos que es la mirada del Altísimo.
Para muchos se convirtió en propósito inexcusable consolar a la bella dama de la desgracia de
haberse casado con un hombre tan infame como lo era Maído. Las cosas llegaron a un punto que
Frank Barlow instó a Agnes a rechazar las invitaciones de Teresa y, aun con mucho dolor, lo aceptó
ella de buen grado pues sabía que a Frank le asistía la razón. En consecuencia, ya no podría disfrutar
de la compañía de Teresa, ni visitarla en su casa como hasta entonces.
Un atardecer sucedió algo especialmente significativo y doloroso. Una cosa en la que no podía
dejar de pensar Agnes, no obstante el tiempo transcurrido, cada vez que estaba a solas.
Unos tres días antes de que Teresa hiciera lo que hizo, aquella locura de huir con un hombre
casado, mandó un recado a Agnes Barlow, diciéndole que necesitaba hablar con ella.
Teresa, la que ya no era bienvenida, acudió después a visitar a Agnes y hablaron largamente,
como lo habían hecho siempre antes; Agnes estaba muy contenta de poder hablar de nuevo con la que
había sido su mejor amiga, aunque le preocupaba la posibilidad de que alguien la hubiese visto
llegar a su casa.
Cuando ya se iba Teresa (felizmente, unos minutos antes de que Frank regresara de la ciudad),
Agnes salió a despedirla hasta la puerta de The Haven, y Teresa, con gesto atribulado, le dijo de
súbito:
—La verdad es que vine para contarte algo, pero como te veo tan feliz, prefiero no hacerlo,
Agnes, no me es nada grato darte malas nuevas… ¡No sabes cuán desgraciada soy, no sabes lo mal
que me siento! Pero no puedo contártelo… No obstante, Agnes, pase lo que pase, sé condescendiente
conmigo y apiádate… Sólo te pido que me comprendas.
Entonces resultó dolorosamente claro para Agnes Barlow que Teresa Maído había ido a verla
con la intención de comunicarle algo muy grave, cual lo era lo que poco después sabría todo el
mundo, aquella maldad diabólica cometida por la que siempre fue su mejor amiga, la dulce Teresa.
Muchas veces se preguntó la bella y devota Agnes si no hubiese podido hacer algo para disuadirla,
de haberle contado ella lo que pretendía; quizá, sin más, evitar que se hundiera en el légamo de la
perdición.
Pero no. Agnes creía no poder reprocharse nada. ¿Cómo evitar que una mujer deje a su marido
para irse con otro hombre, cuando ya ha tomado la decisión de hacerlo?
Agnes, por lo demás, pensaba en aquellos pecadores, su amiga y el hombre con el que se fugó,
con una mezcla de rechazo, curiosidad y fascinación. Contaban en la villa que habían huido a París y
que Teresa vivía allí muy contenta, disfrutando de una estancia pródiga y excitante.
Agnes se maravillaba de que una mujer como Teresa, joven, bella y casada, y con muy sólidas
creencias, pudiera deslizarse por la senda del vicio y disfrutarlo… Y a la vez, no dejaba de
parecerle irritante e injusto que no pudiera Teresa, por ello, gozar de la vida apacible y de los
deberes de una joven esposa, algo tan importante en la existencia de Agnes. Nunca más podría
intercambiar con ella recetas de cocina… Y era precisamente sobre algo relacionado con la cocina,
sobre la cocinera recién tomada por Agnes, que deseaba consultar al padre Ferguson, ya que él
mismo le había recomendado que la admitiese, aun tratándose de una irlandesa tozuda e impertinente
que siempre hacía lo que le venía en gana y se negaba a lucir la cofia en la cabeza.
Mas, no obstante lamentar que Teresa no pudiese disfrutar ya más de los sencillos placeres
domésticos, tampoco podía dejar de asombrar a Agnes que quien había pecado viviera, lejos de todo
castigo, una vida de lujos, en magníficos hoteles, trasladándose en automóviles y visitando las
tiendas más caras, o acudiendo a los teatros y a los espectáculos musicales cada noche.
Al cabo, sin embargo, consiguió quitarse de la mente a Teresa Maldo, al menos en buena medida.
Sabía que no era sano pensar en ciertas gentes, y en las cosas que hacen.
Aquellos con los que se cruzaba de camino a la iglesia la saludaban y sonreían, pero nadie la
detuvo para conversar, ni para comunicarle nada. Caminaba rauda, pues iba por el camino más largo,
que también era el más bonito. Y por no pasar ante la casa en la que había vivido quien fuera su
mejor amiga.
Entonces le salió al paso, desde su casa, un buen amigo llamado Ferrier. Era un hombre alto y
apuesto, además de inteligente y vivaz. Vestía un traje azul de fina lana, de muy buen corte, y aunque
aún era primavera se tocaba ya con un sombrero de paja.
Agnes le devolvió sonriente el saludo. Era, como ya se ha dicho, una mujer afable y feliz, por lo
que siempre lucía una sonrisa encantadora. Pero una mujer tan hermosa como ella no podía por
menos que ser tentada en innumerables ocasiones, no obstante conocer todo el mundo que estaba
felizmente casada, que era madre de gran abnegación y que procedía de una familia respetabilísima.
Aquel hombre apuesto se dirigía a ella lentamente, con su enorme porte, sonriente y adulón. Lo cierto
es que jugaba un papel de cierta importancia en la vida de Agnes, siquiera fuese por los requiebros y
galanterías que le dedicaba siempre, como si no aspirase más que a contraer méritos a sus ojos.
Agnes sabía muy bien, en cualquier caso, pues incluso la mujer con menos imaginación sabe que
hay que proceder siempre con gran cautela en estas situaciones, que si no se comportaba con la
compostura y modestia necesarias, lo propio de una dama de probada dignidad y respeto, no sólo
correrían habladurías por ahí, sino que alentaría las esperanzas de aquel hombre joven y apuesto que,
desde luego, aspiraba a seducirla. Él, aunque sabía que Agnes no era presa fácil, por lo que nunca se
mostraba franco en su flirteo, ni la requería en amores abiertamente, no cejaba en su afán de cubrirla
de alabanzas. Ella, simplemente, le trataba como un amigo con el que conversaba ocasionalmente, sin
que ello desmereciese de su plácida existencia matrimonial, sin que la vida en apariencia un tanto
turbulenta del joven caballero pudiera afectarla.
Mr. Ferrier se quitó el sombrero al llegar a su altura. Sonrió mirando fijamente los azules ojos de
Agnes… Aquellos ojos tan puros y tan bellos… Unos ojos de un azul así de profundo como
exquisito, sin maldad, inocentes como los ojos de los niños.
—Aguardaba que pasara —dijo él—, pues tenía el pálpito de que la vería hoy… Así que me he
olvidado de mis tareas, ya ve, por esperarla —su voz, sin embargo, parecía traslucir cierta
dubitación, extraña en él.
Agnes tenía interés en el trabajo de Ferrier, que no era sólo un escritor, el único que conocía…
También era un poeta. Había hecho mucha ilusión a Agnes que Ferrier le regalase sólo dos meses
atrás, cuando se conocieron, un libro de versos en el que le puso esta dedicatoria: De G. G. F. a A.
M. B.
Mr. Ferrier decía poseer un bonito estudio, un ático, en Chelsea, ese extraño y remoto confín de
Londres donde viven los artistas, lejos de las zonas de la ciudad llenas de tiendas y de teatros, que
eran precisamente las que mejor conocía Agnes de sus visitas a la City. Pasaba el verano, sin
embargo, en la campiña; sus veranos comenzaban en realidad el primero de mayo, para concluir el
primero de octubre, y siempre permanecía dos meses en Summerfield, muy cerca de The Haven,
residencia en la que era bien recibido.
Solían verse por ello frecuentemente en esos dos meses, cuando Summerfield es un auténtico
edén. Si estaban solos, Agnes no paraba de hablar de Frank, pero no tontamente, por nada, sino para
referirse siempre al amor que se tenían y a la felicidad que los embargaba.
¡Qué fácil es mantener una amistad semejante entre un hombre y una mujer, siempre y cuando ella
decida que no han de traspasarse ciertos límites! Y qué triste le resultaba a Agnes pensar que Teresa
Maído había permitido que un hombre los cruzara… Más aún, hallándose aquel hombre separado de
su mujer, pero no divorciado… ¡Qué gran diferencia entre lo que hacía ella y el proceder de Teresa!
Bien segura estaba Agnes de que, si Mr. Ferrier hubiese estado casado, aun separado de su esposa,
jamás habría consentido en aquella amistad que mantenían.
Mr. Ferrier —a Agnes nunca se le hubiera pasado por la cabeza llamarlo por su nombre, Gerald,
aunque él se lo pidió en una ocasión— tenía en las manos un periódico vespertino.
—La verdad es que había considerado la posibilidad de ir a The Haven —dijo— para mostrarle
estos versos míos que han publicado en el periódico… ¿Prefiere que se lo lleve más tarde, o le hago
entrega del periódico ahora, para que los tenga consigo sin más demora? En cualquier caso, ¿podría
visitarla mañana, sobre las cuatro de la tarde?
—De acuerdo, visíteme mañana a las cuatro, y deme ahora el periódico, se lo ruego.
Siguió Agnes su camino, ahora más despacio, mientras Ferrier, con las manos a la espalda,
andaba a su lado. Agnes no pudo resistir la placentera tentación de echar un vistazo a la página donde
iban los poemas, para lo que abrió el periódico a fin de leer de pasada algunos versos.
Leyó entero un poema titulado Mi Señora de las nieves; un poema muy sentido que hablaba de la
belleza, si bien en términos un tanto plúmbeos. Aquellos versos aludían a una dama a la que el poeta
amaba desesperadamente, pero aún con mayor y más cierto respeto.
No pudo evitar ruborizarse. «No debo leer más, pues voy a la iglesia», se dijo bastante turbada.
—Buenas tardes, Mr. Ferrier… Mañana le devolveré su periódico, me gustaría mostrarle sus
poemas a Frank; hoy no ha podido ir al bufete, pues no se encuentra bien, y seguro que le apetece
mucho echar un vistazo al periódico.
Mr. Ferrier levantó su sombrero para despedirla, con un gran aire de tristeza, y volvió a su casa.
Mientras Agnes se alejaba, sentía él una gran desazón. Temía que su buena amiga no hubiese
apreciado el poema, como había supuesto que lo haría.
Cuando entró en aquella iglesia, en cuya construcción habían colaborado decididamente sus
padres, se arrodilló Agnes para rezar unas oraciones. Luego se levantó para dirigirse a la sacristía,
donde esperaba reunirse con el padre Ferguson.
Agnes Barlow conocía al anciano sacerdote desde siempre. Él fue quien le dio las aguas
bautismales; fue además capellán de la escuela del convento durante el tiempo en que ella cursó
estudios; y desde hacía años era el párroco de Summerfield.
Sin embargo, Agnes no se sentía tan confiada con el padre Ferguson como podía estarlo con otro
sacerdote al que conociera menos; no obstante, el padre Ferguson siempre era amable y cariñoso con
ella. Cuando la vio entrar en la sacristía sonrió abiertamente.
—¿Y bien? ¿Qué se te ofrece, Agnes, pequeña? —preguntó el sacerdote.
Agnes dejó caer el periódico en una silla. Y para su sorpresa, el padre Ferguson lo tomó y le
echó un vistazo.
Era un hombre muy sagaz; a veces le parecía que Summerfield era un lugar extraño, más
complicado de lo que parecía, aun a despecho de la tranquilidad que se respiraba allí, una
tranquilidad muy provinciana.
Acaso por ello le gustaba enterarse de las noticias del gran mundo, aunque éstas, tantas veces, lo
llenaban de pena, cuando no de indignación. En aquella ocasión, por ejemplo, no pudo disimular el
gesto de amargura y de dolor que lo embargó al poco de que empezara a leer algo.
—¿Qué ocurre, padre? —le preguntó Agnes Barlow, extrañamente alterada—. ¿Ha ocurrido algo
grave, padre Ferguson?
El anciano sacerdote señalaba con dedo tembloroso una noticia. El titular decía lo siguiente:
Suicidio de una dama en Dover. Agnes leyó la noticia, una lectura que la dejó sumida en una tristeza
infinita.
Teresa Maído, a la que tan poco antes había imaginado llevando una vida de lujos y placeres
junto a su amante, se había suicidado. Se había tirado por una ventana del hotel de Dover, muriendo
en el acto.
Agnes seguía leyendo la noticia, horrorizada. A sus veintiséis años era la primera vez que tenía la
sensación de ver la muerte de cerca, no obstante lo muy lejos de sí que la supusiera hasta ese preciso
instante. Todas sus compañeras de estudios vivían felices. Todas, menos la pobre Teresa, la pecadora
Teresa, que además había muerto por su propia mano.
El anciano padre Ferguson tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Pobre infeliz! —exclamó entre sollozos, con la voz quebrada—. ¡Pobre y desgraciada Teresa!
Nunca imaginé que pudiera morir de forma tan espantosa.
Agnes apenas podía articular una palabra. Ciertamente, Teresa había sido una mujer desgraciada
y era digna de piedad; pero también fue muy débil; y acababa de pagar el precio de su debilidad
suicidándose.
—Tres o cuatro días antes de marcharse —comenzó a decir el sacerdote tras aquella larga pausa
—, vino a verme. Hice cuanto me fue posible por detenerla, pero en vano… Había dado su palabra a
ese hombre…
—¿Que le había dado su palabra? —se extrañó Agnes.
—Sí —dijo el padre Ferguson—; había dado su palabra a ese hombre malvado… La pobre
estaba convencida de que si no se iba con él, la mataría… Le rogué que hablase con otras mujeres,
con vosotras, mujeres virtuosas y dignas, que podríais comprenderla y prestarle ayuda… Pero
supongo que sus temores eran mucho más fuertes que cualquier consejo que yo pudiera darle.
Agnes lo miraba con los ojos llenos de angustia.
—Yo la quería de todo corazón —siguió diciendo el sacerdote—. Era una mujer generosa, una
criatura desvalida… Y te quería mucho, Agnes, mucho…
Agnes sintió que se le hacía un nudo en la garganta. El padre Ferguson decía la verdad. Teresa
fue siempre generosa y desvalida; y realmente la quería mucho… Agnes comenzó a preguntarse si
hubiese podido hacer algo más por ella; incluso comenzó a sentir un fuerte cargo de conciencia,
suponiendo que quizá no había sabido hablar a su amiga con las palabras precisas y necesarias para
responder a aquellas palabras nerviosas y atropelladas con que Teresa le habló la última vez que se
vieron.
—Lo que más me duele, padre Ferguson —dijo al cabo—, lo que más me duele y aterroriza es
que ni siquiera podamos rezar por su alma.
—¿Cómo que no podemos rezar por su alma? —dijo vehemente el anciano sacerdote—. ¿Cómo
no vamos a poder rezar siquiera por el alma de esa pobre criatura? Te aseguro que yo rezaré por su
alma todos los días, de hoy en adelante.
—¿Y cómo podrá hacerlo, si se ha suicidado?
El padre Ferguson la miró sorprendido.
—¿Es que acaso dudas de la misericordia de Dios? ¿Cómo sabemos que Teresa no hizo acto de
contrición en los últimos instantes de su vida? —y musitó algo que parecía un poema; algo que Agnes
no alcanzó a oír bien. Y una vez más, volvió a sentir hacia el padre Ferguson aquel atisbo de rebeldía
que tantas veces la sobresaltaba, aquel desagrado que a menudo sentía al hablar con él.
Por supuesto que, como decía el padre Ferguson, Teresa quizá tuvo tiempo de hacer un acto de
contrición… Pero todo el mundo sabe que el suicidio es un pecado mortal. Agnes se decía que, de
ocurrírsele a ella hacer alguna vez eso, merecería el infierno. No obstante, y a pesar de sus ocultos
sentimientos, nunca osaba contradecir al sacerdote, ni desobedecerle, así que lo siguió hasta la
iglesia y juntos se arrodillaron para rezar por el alma de la pobre Teresa Maído. Cada uno, sin
embargo, hizo una oración diferente.
Cuando regresaba Agnes a su casa, caminando despacio y abatida, ahora por el camino más
corto, pensaba en aquellos versos que pensaba pudo recitar el padre Ferguson. Unos versos de los
que, no obstante, no podía estar segura, pues no le oyó bien. Pero no, no podían ser esos que dicen:

Entre la ventana y la tierra,


pidió compasión y compasión recibió.

No, no podía ser; Agnes estaba segura de que el sacerdote no había dicho la palabra ventana,
aunque por otra parte creía que era la única palabra que le había oído pronunciar claramente. Y
tampoco estaba segura de que hubiese dicho pidió compasión y recibió compasión, sino, acaso, sólo
pidió compasión… Todo era muy extraño. Pero es que el propio padre Ferguson le resultaba muy
extraño en ocasiones. Aunque era verdad que gustaba de recitar versos en sus sermones; versos que,
en tantas ocasiones, nadie conocía.
De repente se dio cuenta de que, con el anonadamiento producido por la noticia, se había
olvidado el periódico de Mr. Ferrier en la sacristía. Y le disgustó profundamente la posibilidad de
que el padre Ferguson leyera aquel bonito poema titulado Mi Señora de las nieves. ¡Y también había
olvidado hablarle de la impertinente cocinera irlandesa!

II

De nuevo nos encontramos a Agnes Barlow caminando por Summerfield, pero esta vez por el feo
sendero entre matojos que arranca desde la parte trasera de The Haven y llega a la estación de tren.
Estamos en noviembre; la pesada calma de la tarde parece anidar sobre la tierra mustia a cada lado
del sendero por el que camina Agnes.
Hace seis meses que se suicidó Teresa Maído, pero ya nadie habla de ella; nadie parece
recordarla siquiera, salvo el padre Ferguson.
La propia Agnes sólo se acordaba de la pobre Teresa cuando hacía sus oraciones, pues vivía
rodeada de felicidad y con los pensamientos ocupados en muchas otras cosas diferentes. Aunque
rezara por ella, el recuerdo que de Teresa tenía Agnes iba debilitándose día a día.
Algo extraño, inopinado e imprevisto, además de terrible y desde luego sorprendente, le ocurrió
poco después a Agnes Barlow. Fue como si el tejado de su casa se hundiera de repente un mal día,
atrapándola, causándole heridas que la dejaran ciega y mutilada.
Todo ocurrió en un segundo; desde entonces no la dejaría el dolor ni un solo instante.
Fue justo después de que llegara a casa desde Westgate con el pequeño Francis. El niño había
enfermado por primera vez desde que naciese y la madre se lo llevó junto al mar durante seis
semanas.
El verano fue malo, parecía haberse tornado en invierno, y llovió como sólo llueve junto al mar;
por ello decidió Agnes regresar antes de lo previsto a su amoroso nido casero; una semana antes,
cuando Frank aún no la esperaba.
Agnes actuaba así en ocasiones, llevada de un impulso repentino; aquella vez lo hizo al amanecer
un día especialmente oscuro y lluvioso.
El telegrama que envió a su esposo, sin embargo, estaba sin abrir sobre la mesa del vestíbulo de
The Haven. Aparentemente, Frank había pasado la noche en la ciudad; nada que sorprendiese a
Agnes, aunque sí la entristeció porque ansiaba la bienvenida de su esposo, ansiaba darle aquella feliz
sorpresa de su regreso adelantado junto a Francis. Bueno, en cualquier caso Frank quedaría
gratamente sorprendido al verlos allí cuando llegase en breve.
Como no tenía nada mejor que hacer aquella tarde de su regreso, Agnes se puso a sacar del
armario la ropa de su marido para llevarla después a la lavandería. Buena ama de casa como lo era,
no estaba dispuesta a dejarse una sola prenda, ni siquiera las que usaba Frank para jugar al cricket…
Pero, para su mayor sorpresa, en una de aquellas prendas encontró tres cartas; eran en realidad tres
sobres que parecían contener sus correspondientes invitaciones, y como Frank era muy popular entre
las damas de Summerfield, y entre las damas todas, realmente, Agnes no pudo reprimir la tentación
de extraer de los sobres lo que suponía unas invitaciones, llevada de un oscuro presentimiento en el
que sin embargo no quería consentir, diciéndose que probablemente se trataría de asuntos de tipo
profesional.
Pero de golpe supo Agnes todo lo que había pasado, y cuán terrible es descubrir la realidad en la
misma casa de tu mayor dicha; cuán terrible es comprobar cómo se desvanecen súbitamente los
sueños, golpeados por esa dura realidad. Las tres aparentes invitaciones estaban escritas con la
misma letra de mujer y firmadas por una tal Janey; y en cada una de ellas se pedía a Frank, en
términos muy amorosos y zalameros, el envío urgente de una cierta cantidad de dinero.
Aun ahora, transcurridos otros seis meses desde aquello, Agnes seguía sin poder recuperarse del
dolor, del sentimiento frío y enfermizo que la embargase entonces; un sentimiento más de miedo y
angustia que de rabia, sin embargo; lo propio de quien se siente profundamente humillado.
Aquel día en que descubrió la traición de su esposo, Agnes cerró violentamente el armario y se
puso a buscar con ahínco por toda la casa más cartas y hasta facturas, algo que sabía deshonroso pero
que no podía evitar. Encontró, en efecto, facturas de restaurantes como el Savoy, el Carlton y el
Prince’s, lugares donde era evidente que su marido y la amante que se había echado comían y
cenaban con más que alguna frecuencia mientras ella estaba de vacaciones con el hijo de ambos.
Halló igualmente unas cuantas notas más de la tal Janey, escritas todas en un tono lisonjero. Eran los
mismos restaurantes a los que iba ella junto a Frank tres o cuatro veces al año, y en los que disfrutaba
riendo y hablando con él. No podía comprender cómo había cometido Frank la desfachatez de llevar
a una amante a los mismos sitios a los que acudía con ella, y hacerlo además tantas veces en el corto
espacio de tiempo que el niño y ella estuvieron de vacaciones, pues las facturas eran muy numerosas.
En aquellas notas descubrió que Frank había conocido a la tal Janey, Janey Cartwright, por algo
relacionado con su bufete profesional; en concreto, por un asunto relacionado, sarcásticamente, con
otro hombre. Una de aquellas cartas comenzaba diciendo así: Querido Mr. Barlow, le pido perdón
por escribirle a su domicilio particular (etcétera, etcétera).
Los diez días que siguieron a su terrible descubrimiento los pasó Agnes con el alma y el corazón
encogidos. Frank, además, pareció realmente molesto por su regreso, si bien pretendía demostrar lo
contrario; creyó verlo en sus ojos; le pareció que las miradas que le dirigía su marido eran
miserables, las propias de un traidor, de un cobarde.
A veces, impostando el tono, Frank le preguntaba si se sentía mal, si estaba enferma. Ella
respondía diciéndole que sí, que no se encontraba nada bien, que la estancia junto al mar no le había
resultado grata por culpa del mal tiempo.
Al cabo de aquellos diez días terribles, Gerald Ferrier regresó a Summerfield, y Frank y ella lo
invitaron a cenar en The Haven. Gerald Ferrier se dio cuenta de que algo no iba bien, por lo que
redobló sus esfuerzos por parecer simpático y encantador a los ojos de Agnes. Luego, cuando su
anfitrión le acompañó a la puerta para despedirlo, dijo a Frank —y Agnes lo pudo oír con claridad
desde la ventana—:
—Tengo la impresión de que Mrs. Barlow no se encuentra bien… ¿Qué le parece si la invito a
acompañarme en algún paseo por Londres y luego a almorzar?
Frank asintió encantado.
Agnes iría varias veces a Londres, y Ferrier hizo denodados esfuerzos por levantarle el ánimo.
Como consecuencia de aquello, la relación entre ambos fue estrechándose poco a poco, no
obstante lo cual en ningún momento confesó Agnes a Ferrier el motivo de su desazón, qué había
hecho de ella una mujer doliente, qué había acabado con su alegre juventud de esposa abnegada. Él,
por supuesto, trataba de averiguarlo.
Frank comenzó entonces a sospechar que ella sabía de su infidelidad, y lejos de pretender la
superación del trance pasaba cada vez menos tiempo en el hogar, que se le antojaba día a día más
incómodo. Partía por las mañanas una hora antes de lo que solía hasta entonces, y luego, bajo
cualquier pretexto, aludiendo siempre a obligaciones profesionales, decía quedarse en su despacho
hasta muy tarde. Regresaba cuando ya había cenado, lo que, bien lo sabía Agnes, hacía todas las
noches con Janey.
No tardó mucho Agnes, por todo ello, en establecer comparaciones entre los dos hombres. Entre
el esposo, al que tan apasionadamente había amado, y el que tan cruelmente le había roto el corazón,
y el amigo a quien iba conociendo más y más; el que, lejos de toda hipocresía, se mostraba galante y
cariñoso con ella, además de muy comprensivo; el que parecía vivir enteramente entregado a ella; y
el que en todo el tiempo que siguieron viéndose varias veces a la semana jamás le confesó, empero,
su amor, ni trató de apartarla de Frank.
En efecto, Gerald Ferrier era noble. Y Frank Barlow cada vez aparecía más innoble a ojos de su
esposa. Así que ella se preguntaba varias veces al día, con labios temblorosos, por qué no podía
estar con un hombre tan noble como Gerald, en vez de verse obligada a vivir junto a quien había
defraudado todas sus expectativas y su mayor confianza. Pero se decía que el único remedio posible
era la resignación. Y un día, una semana antes de que la encontráramos caminando hacia la estación
de Summerfield, sin embargo, a la pobre Agnes se le cayó al fin la venda de los ojos, pues descubrió
que la nobleza de Ferrier no era tal.
Habían paseado juntos por Battersea Park y, tras uno de esos largos silencios que hacen más
profunda la intimidad entre un hombre y una mujer, él le pidió que fuesen a su casa para tomar el té.
Ella negó con la cabeza, sin decir palabra pero sonriendo. Y entonces Ferrier se abalanzó sobre
ella impetuoso y torrencial, diciéndole ardientes palabras de amor, palabras de angustia amorosa y
ruego. Agnes se sintió a la vez atemorizada y fascinada, además de halagada.
Pero ahí no paró todo.
Sorprendiéndose ante la aceptación que hacía de los requerimientos del hombre, algo que su
código moral, tan estricto, tenía que rechazar por fuerza, logró reponerse Agnes del encantamiento,
en cualquier caso, y se negó a acompañarlo, ahora de viva voz, afeándole su comportamiento, si bien
en términos amables. Aquélla fue su primera pelea.
—Si vuelves a hablarme así, no te veré más —le dijo ella.
Pero él se mostró una vez más ardiente y torrencial, aunque dolido.
—Pues quizá sea mejor que no volvamos a vernos… Después de todo, soy un hombre, ¡caramba!
Se enemistaron. Mas aquella misma noche Ferrier escribió a Agnes una carta llena de sentimiento
en la que pedía su perdón, añadiendo que para hacerlo se ponía de rodillas ante ella, pues lamentaba
profundamente todo lo que le había dicho. Aquella carta ablandó el corazón de Agnes. No podía
olvidarse ni un momento, por otra parte, de la traición de Frank, lo que le hacía considerar la
posibilidad de que acaso, ante su negativa, Ferrier se sintiera tan dolido como ella misma lo estaba.
Entonces, por primera vez, comenzó a considerar Agnes seriamente la posibilidad de entregarse a
aquel hombre que la amaba; así, de paso, vengaría también la traición cometida por Frank, hiriendo
su honor como él había destrozado el suyo.
Y comenzó a darse en ella un combate interior, que al cabo se decantó a favor del amador poeta,
pues ella misma se sentía también imbuida del espíritu de la poesía.
Al día siguiente de su primera pelea, y de que recibiera ella la carta de Ferrier solicitando su
perdón, Gerald Ferrier cayó enfermo. Pero no lo suficiente como para dejar de escribir. Cuatro días
después, y cuando aún no se había repuesto del todo, sabedor de que Agnes tenía que sentirse mal
por fuerza, volvió a escribir una carta a su amada para contarle una deliciosa visión que le había
sido dado gozar, en la que todo lo llenaba ella.
El cartero que le llevó la carta de Ferrier le hizo entrega igualmente de una cajita, remitida por
Frank, que contenía una espléndida gargantilla con una perla y un diamante.
Agnes tuvo unos instantes sobre sus rodillas ambas cosas, la carta del amador y la cajita del
esposo; luego observó detenidamente la joya. ¿Acaso quería comprar Frank su olvido de la traición?
Si Ferrier nunca le hubiera enviado aquella carta, si Frank no le llega a regalar la joya, puede que
Agnes jamás se hubiese decidido a hacer lo que hizo, que no fue sino dirigirse a convertir en realidad
el sueño de Ferrier.

Por fin la vemos llegando a la pequeña estación de tren de Summerfield.


Todos los años su padre le regalaba un bono por cada estación, para que viajase a Londres
cuantas veces quisiera, lo que no solía hacer con frecuencia, sin embargo. Ahora, no obstante,
prefirió no utilizar el bono correspondiente, y sacó un billete simple en la taquilla.
El taquillero no pudo por menos que sorprenderse al verla tan bien arreglada como siempre, pero
tocándose con un sombrero y cubierto su rostro con un velo… Agnes tuvo la sensación de que aquel
hombre sospechaba que iba a reunirse con un amante y, molesta por la insistente mirada del
taquillero, tomó rauda el billete y se dirigió al andén, sin decirle una palabra. ¿Sería posible que
llevara escrita en el rostro la infidelidad a su esposo?
Por todo eso se sintió contenta y aliviada cuando el tren hizo su entrada en la estación, llenándola
de vapor. Subió a un compartimento vacío, pues aún no había comenzado el trasiego diario de gente
entre Londres y los suburbios.
Y entonces, para su asombro, se dio cuenta de que pensaba en su esposo, no en el hombre al que
iba a ver, y que aquel pensamiento le llenaba el corazón de amargura, pero también de evocaciones
en las que aún alentaba la ternura.
Aquellas evocaciones, todas relacionadas con Frank, incidían siempre en lo que más triste le
resultaba ahora: su amor por él y el amor que él le había mostrado en otro tiempo. Las lágrimas le
llenaban los ojos mientras aquellos recuerdos le traían la placidez momentánea de un tiempo mejor; y
sus recuerdos culminaron en el día de la boda de ambos, en su luna de miel, en aquel tiempo de risas
y de amigos que compartieron con ellos su felicidad, que les despidieron en el inicio de su viaje de
novios allí mismo, en el andén de la pequeña estación de Summerfield del que ahora estaba a punto
de partir.
Recordó también el temblor delicioso cuando se descubrió sola, completamente a solas con su
esposo; en la dulce hora de su entrega al hombre que amaba, para consumar el matrimonio.
¡Cuán infinitamente tierno y delicado fue Frank con ella!
Y se recordó Agnes con el hálito entrecortado, evocando aquella delicadeza de Frank… Pero es
que los hombres como Frank son siempre dulces y delicados con las mujeres. Con todas las mujeres.
Después hicieron otros viajes juntos, siempre felices y sonrientes, con Frank burlándose gentil de
ella tantas veces, bromista siempre. Y sobre todo recordaba un viaje de apenas un mes después de
que naciese Francis.
Frank había ido a la estación con ella, con el pequeño y con la niñera, pero sólo para verlos
partir. Él no podía acompañarles por tener un caso urgente que atender en los juzgados; estaba más
que justificado, pues, que no fuese a Littlehampton y estar junto a ella en el siempre necesario cambio
de aires, y para una no menos necesaria estancia junto al mar, que eso había recomendado el médico
a Agnes que hiciera a fin de que se produjese su recuperación definitiva tras el parto.
Pero en el último instante, cuando ya salía el tren, Frank saltó al vagón sin billete e hizo parte del
viaje junto a ella, apeándose en la estación de Horsham para tomar allí un tren de regreso. Recordaba
Agnes el asombro de la niñera ante aquello, su expresión con la que quería decir a su señora que
jamás había visto un esposo tan amantísimo como el suyo.
Pero ese montón de recuerdos acabaron hastiándola. Los execraba. No hicieron mella en su
ánimo ni la desviaron de sus propósitos. Muy al contrario, comenzó a sentir mayor ternura aún hacia
Gerald Ferrier, cuya vida era la de un hombre solitario, un hombre que había disfrutado apenas del
gozo de las costumbres más morigeradas y hogareñas, un hombre que nunca —pues eso le había
confesado con una mezcla de tristeza y burla hacia sí mismo— había sido amado honestamente por
una mujer a la que amar sin reservas.
Y volvió a resonar con fuerza en sus oídos aquello que le dijera Ferrier: «¿Crees que te hubiese
dicho una sola palabra de amor, de no haberme percatado de que ya no eras feliz? ¿Crees que te
hubiera pedido que te quedases conmigo, de haber visto yo que podías seguir siendo feliz con tu
esposo?»
Agnes sabía que Ferrier le había dicho la verdad, que hablaba de todo corazón. Era cierto que
nunca había pretendido apartarla de Frank. Agnes supo así que la amaba sinceramente, que la amistad
que sentían ambos era, además, simple y puro amor.

III

El tren llegó a la brumosa estación de Londres; Agnes Barlow bajó lentamente del vagón. Sintió
cierta aprensión al sentirse sola. En las últimas semanas Ferrier siempre había ido a recibirla, y la
esperaba en el andén, tomando luego un taxi junto a ella para llevarla a una galería de arte, a un
concierto, o a uno de esos grandes jardines que la ciudad aún puede ofrecer a los que se aman.
Pero en esta ocasión Ferrier no la esperaba. Ferrier estaba enfermo, solo, en aquellas
habitaciones vacías a las que llamaba su casa.
Agnes Barlow salió de la estación.
El corazón le latía como un martillo. Para Agnes, aquello era una sensación nueva; temió que
quizá le latiera así el corazón por la posibilidad de encontrarse con algún conocido, y que éste le
preguntase qué hacía allí sola. Temía no poder esconderse en ese caso en la niebla de Londres.
Y entonces aconteció algo que hizo estremecerse a Agnes. Caminaba lentamente ya en las afueras
de la estación cuando se le acercó un hombre alto. Al llegar hasta ella se quitó el sombrero y la miró
fijamente, no sin cierta insolencia.
—Creo que he tenido el placer de verla antes —le dijo.
Ella lo miró curiosa, aunque intranquila, con el corazón inquieto. Temió que se tratase de un
compañero de trabajo de Frank, o de alguien que hubiera tenido con él algún tipo de relación
profesional.
—No… no lo creo —acertó a decir.
—¡Oh, sí, claro que sí! —dijo aquel hombre—. ¿No me recuerda de hace dos años, en el Pirola,
en Regent Street? No creo que me equivoque…
Entonces cayó en la cuenta Agnes.
—No creo —dijo, sin embargo, apretando el paso—. Está usted en un error.
El hombre la contempló irse con una sonrisa sarcástica, pero no hizo nada por seguirla ni por
importunarla.
Agnes temblaba, agotada por el miedo, por el disgusto que acababa de llevarse. Era extraño,
pero nunca le habían ocurrido cosas así a la bella Agnes Barlow. Claro que tampoco era frecuente
verla caminar sola por Londres; nunca se había hallado envuelta, por lo demás, en la neblina, como
lo estaba aquella tarde que ya se acercaba a la noche, una de esas noches que invitan a que los seres
más indeseables se acerquen a una dama.
Entonces se dirigió a una mujer de aspecto respetable.
—¿Podría indicarme, por favor, cómo ir a Flood Street, en Chelsea? —dijo con voz temblorosa.
—Claro que sí… Está un poco lejos, pero no tiene pérdida… Siga todo recto y vuelva a
preguntar cuando haya caminado durante veinte minutos, aproximadamente. No tiene pérdida —y
apretó el paso antes de que Agnes pudiera preguntarle algo más.
Salir de la estación comenzaba a parecerle una aventura terrorífica. Es más, sintió que alguien la
observaba a sus espaldas. Pero cuando se giró despacio y miró por encima de su hombro, comprobó
que la acera estaba vacía.
Siguió caminando hasta un lugar en el que convergían cuatro calles. Agnes temió confundirse en
aquella encrucijada. Algunas siluetas oscuras pasaban raudas junto a ella, como si estuviesen
ocupadas en asuntos muy serios. ¿Y si volvía a abordarla otro hombre? En la última media hora
Agnes había comenzado a sentir miedo, un auténtico pavor, hacia los hombres.
Y entonces, como si alguna fuerza invisible quisiera hacer del todo ciertos sus temores, vio
emerger, entre dos grandes masas de niebla, la figura de una mujer que se apoyaba contra un muro.
Agnes comenzó a cruzar la calle, pero aún no lo había hecho del todo cuando se detuvo en mitad
de la calzada y, volviéndose hacia aquella mujer apoyada contra un muro, gritó con la voz ahogada,
con la voz a punto de rompérsele en un sollozo.
—¡Teresa! —dijo—. ¡Teresa!
En aquella silueta entre la niebla y las sombras de la noche acababa de reconocer, a despecho de
su incredulidad, la entonces aterradora figura de Teresa Maído.
Pero su grito no recibió respuesta, aunque por momentos le parecía que no se había equivocado,
que aquella mujer a la que viera entre la neblina y las sombras de la noche era Teresa, con su carita
de niña, con su negra cabellera siempre revuelta, como la de las niñas traviesas, con los ojos bien
abiertos, como los tienen los vivos.
Aquella mujer alta de figura estatuaria que había evocado en Agnes a Teresa tenía sin embargo a
un niño de la mano.
Aún sobrecogida por aquella visión que la llevó al grito, sin querer creer en lo que había visto,
Agnes se dirigió al grupo melancólico que componían la mujer y el niño.
—¿Podría decirme por dónde he de ir para llegar a Flood Street? —preguntó Agnes ante la
aparente indiferencia de la otra.
La mujer, no obstante, se la quedó mirando con mucha fijeza.
—No lo sé —respondió suavemente—, no soy de aquí.
Entonces, con una energía que pareció insólita en ella, se dirigió a Agnes en una doliente súplica:
—Por el amor de Dios, señora, deme algo para que pueda volver a casa… He venido a pie desde
Essex con el niño y no tengo un penique. Vine en busca de mi marido, pero parece haberse perdido,
no he sido capaz de encontrarlo.
Una semana atrás, Agnes Barlow hubiera negado con la cabeza, sin mirarla, y habría seguido su
camino. Sostenía la opinión, inculcada por sus padres desde niña, de que era un error muy grave dar
limosna a los pobres.
Pero acaso la ilusión que acababa de experimentar le hizo recordar las enseñanzas y consejos del
padre Ferguson. De golpe recordó aquel sermón del anciano sacerdote que tanto alteró a su
parroquia, pues dijo que era preferible dar limosna a nueve impostores antes que negársela a un
hombre justo y necesitado; y recordó también Agnes que Cristo se mostró tantas veces como un
mendigo ante los poderosos.
Tomó cinco chelines de su bolso, y los puso, no en la mano de la mujer, sino en la del niño.
—Gracias, señora —dijo conmovida la pedigüeña—, y que Dios la bendiga.
Eso fue todo. Pero no halló Agnes gran consuelo con ello, marchándose de allí apenas
confortada.
Finalmente, ayudada en su camino por más de un transeúnte de buen corazón, llegó a la estrecha
calle de Chelsea en la que vivía Ferrier. La neblina llegaba cada vez más densa desde el río, a pesar
de lo cual no tardó mucho Agnes Barlow en dar con un portalón abierto sobre el que había un letrero
en el que podía leerse; Apartamentos Tomás Moro.
Agnes se adentró tímidamente en el portalón, y ya más confiada atravesó un patio perfectamente
cuadrado y vacío en el que había un farol de gas. Se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. El lugar
le pareció muy feo, lamentable; un sitio, en suma, muy distinto de aquellas dos casas en las que había
transcurrido su hasta entonces feliz existencia, unas casas con luz eléctrica.
Le resultaba muy extraño, por ello, que Ferrier le hubiese contado que vivía en un edificio muy
bonito.
Siguió hasta un portal que había al fondo del patio, del que arrancaba una herrumbrosa escalera
de hierro y comenzó a subir los chirriantes peldaños con una mezcla de angustia propia de quien
conoce el significado de la palabra felicidad, y de quien se sabe haciendo algo que podría poner en
peligro su buena reputación.
No obstante eso, Agnes no se vino abajo ni se olvidó de cuál era el motivo de que estuviese en
aquel lugar tan sórdido. Aún se sentía herida en su amor propio y precisaba de cariño.
Pero a despecho de que aquel ambiente fuese una agresión para su espíritu, su determinación en
pos de la venganza era clara, tanto como el hecho incuestionable de que la carne es débil. Y mientras
subía despacio la vieja escalera de hierro, se entretenía contemplando su grotesca sombra en los
peldaños, para no pensar en nada, y se entretenía también escuchando sus propias pisadas en los
chirriantes peldaños.
Las lámparas de gas de la escalera exhalaban un tufo repugnante que pareció a Agnes una
agresión. No se explicaba tanto abandono por parte de los propietarios de aquel edificio extraño o,
más que extraño, sórdido y sucio.
Sin duda hubiese pasado un mal rato de haber topado con algún conocido, pero eso dejó de
atormentarla. Allí no se encontraría con nadie que supiera de su dignidad, de su reputación de madre
y de esposa amantísima; allí no podría encontrarse con nadie que le reprochase el abandono de su
hasta entonces plácida y confortable vida. Pero, para su sorpresa, de una de las puertas salió de
repente un hombre de edad, cubierto con un abrigo oscuro y tocado con un sombrero.
A Agnes le dio un vuelco el corazón. Sí, acababa de ocurrir lo que tanto temía desde que salió de
Summerfield. En la penumbra del descansillo de la escalera reconoció a aquel hombre, un excéntrico
conocido de su padre.
—¿Mr. Willis? —dijo aterrorizada, casi en un susurro, al verse frente a él.
El anciano la miró sorprendido, y acaso con un cierto gesto de resentimiento.
—No me llamo Willis —respondió casi gruñendo y sin prestarle mayor atención, bajando la
escalera.
A Agnes le pareció que su corazón se detenía, aun sin saberse aliviada porque aquel hombre no
era quien había supuesto, o conturbada por ello. Por otra parte, ¿es que se estaba volviendo loca?
¿Cómo pudo ser tan imbécil como para confundir a aquel hombre, una especie de oso gruñón, con el
afable Mr. Willis?
Casi estaba llegando al último piso. Unos peldaños más y llegaría. Sus pasos seguían siendo
lentos, y más pesados ahora, pero comenzaba a experimentar una extraña paz en su interior. En nada
estaría a salvo para siempre, en los brazos de Ferrier. ¡Qué extraño le resultaba decirse eso así de
tranquilamente!
Pero entonces… entonces… como poseída por una suerte de encantamiento que le hubiese
llegado con la neblina de la noche londinense, vio ante ella una silueta alta y grisácea aparecida de
no se sabía dónde. Una silueta que le salía al paso.
Agnes se aferró al pasamanos, tan aterrorizada que no pudo ni gritar. Ni siquiera pudo preguntar,
como había hecho en la calle, si era Teresa. Ni una palabra salió de sus labios, temerosa de que si
preguntaba aquella aparición le respondiera.
Pero Teresa Maído, la amiga de Agnes, casi su hermana tantos años, había roto las estrechas
márgenes que separan la vida de la muerte. Aunque la viva no había sabido qué hacer por la muerta,
ésta se disponía a prestarle su ayuda, sabedora de que Agnes estaba a punto de arrojarse a unas
profundidades ignotas y peligrosas cuya corriente podría arrastrarla sin remedio.
Agnes se quedó contemplando la aparición, con miedo y a la vez fascinada. La silueta
permanecía inmóvil, grisácea y a la vez con el color de la cera, pero sus ojos, que miraban con una
dulzura inmensa a la recién llegada, poseían una expresión luminosa que inspiraba tranquilidad, que
sugería la posibilidad de la salvación.
Agnes, de súbito, recuperada de aquella profunda sensación, de aquel terror que la embargaba,
halló las fuerzas que pretendía para correr escalera abajo, atravesar a toda prisa el patio cuadrado y
salir a la calle.
A pesar de verse envuelta por la neblina cada vez más densa, no dejaba de mirar atrás en su
carrera, por ver si era seguida. Y por ver también aquella ventana con luz de la última planta de la
casa en la que estaría el pobre Ferrier, al que ya no vería. Pero no la ocupaba ya otro pensamiento
que el de regresar a casa cuanto antes; antes, incluso, de que lo hiciese Frank, lamentando haberse
dejado llevar de aquel rapto que a punto estuvo de arruinar definitivamente su vida sólo por afán de
venganza.
Finalmente llegó a Summerfield, pero no concluyeron con ello sus angustias. Cuando salió de la
estación para dirigirse a The Haven, apenas había comenzado a caminar cuando escuchó unos pasos
a sus espaldas. Aterrada, quiso andar más velozmente pero no podía más, estaba agotada, y comenzó
a sollozar, con la sola esperanza de que al menos algún vecino apareciese para ayudarla, para
espantar a su perseguidor. El que la seguía estaba cada más cerca de ella. Y cuando se puso a su
altura encendió una cerilla.
—¿Agnes? —preguntó; era la voz de Frank Barlow, extrañado—. ¿Eres tú? Vine a buscarte
porque supuse que regresarías en este tren.
Y como ella no pudo responderle nada, no insistió Frank en sus preguntas… Sólo Dios sabía la
razón de que regresara a hora tan intempestiva a casa; mucho más tarde, incluso, de lo que ya venía
siendo habitual en ella. Entonces la tomó en sus brazos.
—Cariño —susurró él—, sé que me he portado contigo como una mala bestia, pero te aseguro
que jamás dejé de amarte… No puedo soportar por más tiempo tu frialdad, Agnes; vivir así es un
infierno… Sólo puedo pedirte que me perdones, ángel mío.
Y el ángel de Frank lo perdonó al instante, con la generosidad que siempre fue propia de ella, esa
generosidad de la que tanto sabía Frank. Más aún, Agnes nunca quiso saber más de su poeta amador,
Ferrier, pues siempre que se le venía a las mientes lo asociaba con el avatar terrible por el que había
pasado, y con el hecho de que alguna vez se le pasó por la mente romper su feliz matrimonio.
Edith Nesbit
(1858 - 1924)

En el transcurso de una de sus agotadoras giras promocionales, allá por 2006, con motivo de la
publicación de Harry Potter y el misterio del príncipe, la popular escritora inglesa J. K. Rowling
confesó: «La autora con la que más me identifico es Edith Nesbit. Es genial; creó extraordinarias y
graciosas historias de fantasía. Sus niños, sus personajes, son muy reales, y fue muy innovadora para
su época». De pronto, gran parte de los incondicionales de J. K. Rowling se sintieron
desconcertados. ¿Quién era Edith Nesbit? Desconcierto que aumentó con motivo de la reedición en
Gran Bretaña y Estados Unidos de algunos de los mejores textos de Nesbit —cf. Los buscadores de
tesoros (Story of the Treasure-Seekers, 1899), The Railway Children (1906), El castillo encantado
(The Enchanted Castle, 1907)—, ya que la prensa especializada se apresuró en presentar a la
novelista, en un requiebro publicitario ciertamente hábil, como «la abuela de Harry Potter».
Pero el poderoso influjo de Edith Nesbit en la narrativa infantil y juvenil del mundo anglosajón
viene de lejos. Sus cuarenta libros comprendidos dentro de este género —algunos tan inolvidables
como Historias de dragones (The Book of Dragons, 1901)— inspiraron a Pamela Lyndon Travers
(1899-1996) —creadora de la saga Mary Poppins—, Diana Wynne Jones (n. 1934) —Howl’s
Moving Castle (1986)—, Edward McMaken Eager (1911-1964) —quien, por influencia de Nesbit,
hizo de la magia uno de los ejes dramáticos fundamentales de su obra, como prueba Magic By the
Lake (1957) o Magic Or Not? (1959)— y C. S. Lewis (1898-1963) —cuyas famosas Crónicas de
Narnia rindieron un homenaje personal a la obra de Edith Nesbit—. Uno de sus más rendidos
admiradores, el estadounidense Gore Vidal, escribió en un artículo titulado “The Writing of E.
Nesbit”, en la revista The New York Review of Books (vol. 3, nº 8, 3 de diciembre de 1964):
«Después de Lewis Carroll, Edith Nesbit fue la mejor fabuladora inglesa que escribió sobre los
niños (ninguno de los dos lo hizo para los niños) y, como Carroll, creó un mundo de la magia y de la
lógica invertida que era enteramente propio». Tal vez la clave de su éxito cualitativo radicaba en su
honestidad. Ella misma explicó su método en una carta a su amiga Berta Ruck: «Es una cuestión de
honor para mí no subestimar jamás a los chicos. Algunas veces, a propósito, pongo una palabra que
sé que no van a entender para que le pregunten a un adulto el significado y, de paso, aprendan algo».
Edith Nesbit publicó en vida dos recopilatorios de cuentos de fantasmas y de horror, Grim Tales
(1893) —que incluye “The Ebony Frame”, “John Charrington’s Wedding”, “Uncle Abraham’s
Romance”, “The Mystery of the Semi-Detached”, “From the Dead”, “Man-Size in Marble” y “The
Mass for the Dead”— y Fear (1910) —que contiene “The Head”, “In the Dark”, “The Ebony Frame”,
“Hurst of Hurstcote”, “Uncle Abraham’s Romance”, “The Violet Car”, “The Shadow” y “The
Followers”, además de “From the Dead”, “Man-Size in Marble” y “John Charrington’s Wedding”—.
Cuantitativamente, efectúan un breve paseo por las oscuras regiones de lo fantástico y lo macabro,
pero en lo tocante a la calidad, su obra es lo suficientemente trascendental como para auparla a la
altura de los más grandes maestros del género. Su agnosticismo en lo referente a temas religiosos y/o
sobrenaturales convierte los relatos de terror de Edith Nesbit en un magnífico ejemplo de lo que ha
venido a llamarse, según Rafael Llopis (Historia natural de los cuentos de miedo, Ediciones Júcar,
col. La Vela Latina, Madrid, 1974), «el cuento de miedo realista». El impresionante desarrollo
económico, científico e industrial de la Inglaterra victoriana, con sus grandes revoluciones artísticas,
filosóficas y sociales, había desactivado por completo los artificios de la novela gótica tradicional.
Brevedad, ciertas dosis de ironía y, fundamentalmente, verosimilitud eran los elementos narrativos
que articulan dicha tendencia. Tendencia que no excluye una atmósfera de misterio, de insania, que
poco a poco va enrareciéndose hasta hacerse insoportable; una interacción dramática, sugerida pero
evidente, entre los vivos y los muertos o, si se prefiere, entre el mundo real y el más allá. Interacción
que, en la mayoría de casos, culmina con un efecto de terror o un clímax que pueda escandalizar,
parafraseando a Marcel Schneider (Déja la niege, Ed. Grasset, París, 1974), tanto la razón práctica
como la razón especulativa.
Al respecto, el relato de terror más famoso de Edith Nesbit, “De mármol, tamaño natural” (Man-
size in Marble, 1886), el único reiteradamente traducido al castellano —cf. Historia de fantasmas
de la literatura inglesa, de Michael Cox & R. A. Gilbert (Eds.) (Ed. Edhasa, Barcelona, 1989), La
Eva fantástica, de J. A. Molina Foix (Ed.) (Ed. Siruela, Madrid, 1989)—, es un prodigioso
compendio de todo lo anteriormente expuesto. Magistral fusión de estilo e ingenio narrativo, la
escritora decide destruir, de manera trágica, el escepticismo de su protagonista, un hombre que no
cree en leyendas ni siniestras maldiciones. Y todo sin hacer evidente la amenaza sobrenatural, oculta
tras una fascinante panoplia de sugerencias, intuiciones, de improbables indicios y casualidades.
Algo similar sucede en “La casa encantada” (The Haunted House, 1913) —aparecida en el número
de diciembre de The Strand Magazine—, interesante mezcla de vampirismo, mansiones embrujadas
y ciencia-ficción con mad doctor incluido. El protagonista, a semejanza de los protagonistas de El
fantasma de Canterville (The Canterville Ghost, 1887) de Oscar Wilde —a quien Nesbit rinde
homenaje a través del humorístico detalle del anuncio en prensa buscando un «investigador» psíquico
—, descubrirá que algunos mitos pueden ser el marco donde se agazapan amenazas mucho más
cotidianas. A pesar del opresivo materialismo de la historia, de su grandguiñolesco final, Nesbit
acumula toda su sabiduría artística en los detalles, en la inquietante subjetividad de las situaciones:
«… quiso hallar alivio preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño terrible y
enloquecido; el dolor físico no le hacía abandonar ese pensamiento, pues las cosas, como en los
sueños, se hacían más y más enrevesadas, más y más terribles. En aquel lugar parecía haber algo aún
más aterrador que el propio Prior. No, no era su sombra. La sombra del Prior era negra y llegaba
hasta una arcada del techo de la cripta. Lo otro era blanco y pequeño. Pero parecía agrandarse; era
como una simple línea blanca, pero se estiraba más y más, hasta hacerse larga, estrecha, y parecía
emerger desde un ataúd que tenía frente a sí». De este modo, quizá algo efectista, pero de una
brillantez literaria incuestionable, “La casa encantada”, como las restantes fábulas terroríficas de
Edith Nesbit, reproduce un sentimiento colectivo de cataclismo inminente e inevitable, de
hundimiento del mundo tal y como lo conocemos, y de total subversión/perversión de los valores
culturales y morales tradicionales.
Edith Nesbit fue la menor de seis hermanos —Saretta, John, Mary, Alfred y Henry— que, al igual
que sus padres, la llamaron «Daisy» («Margarita») toda su infancia. Desde muy temprana edad, fue
fantasiosa e indisciplinada: cuentan que a los tres años dejó caer sus zapatos en la pila bautismal de
la iglesia donde acudía cada domingo su familia, para que navegaran como botes. Edith creció en el
campo, en Kennington Lane, a las afueras de Londres, donde su padre, John Collins, dirigía la
primera escuela agrícola de Inglaterra, la «Classical, Comercial and Scientifie Academy». Pionero y
experto en fertilización —publicó varios libros acerca del tema—, Collins murió cuando su hija
pequeña contaba cuatro años, lo que estrechó aún más los vínculos sentimentales entre Edith, su
madre y sus hermanos.
Dos hechos marcan el carácter de la futura escritora. Primero, la formidable habilidad de Saretta
para contar cuentos —«Mi hermana mayor era el recurso para los días de lluvia, cuando lo único que
se podía hacer era escuchar cuentos. Y mi hermana era un genio contando cuentos. Si hubiera escrito
aquellos cuentos que contaba, seguro que no habría ni un niño en toda Inglaterra que quisiera leer
otros cuentos», explicó en su autobiografía Long Ago When I Was Young (¿1902?)—, que estimuló su
pasión por la narrativa infantil y juvenil. Y segundo, la enfermedad pulmonar de Mary, que obligó a
su madre a efectuar periódicos viajes a lugares más cálidos situados en el Continente, en países
como Alemania, España y Francia. Y fue en Francia, concretamente durante su visita en 1896 a la
iglesia de Sant Michel (Bordeaux), donde tuvo su primer contacto con el terror, con el terror real—,
sufrió un ataque de pánico cuando contempló las amplias catacumbas donde reposan más de 200
cuerpos momificados de hombres, mujeres y niños, de huesos apenas recubiertos por finas tiras de
piel apergaminada y amarillenta, ataviados con viejas y polvorientas ropas. «Parecía que todos me
estuvieran observado, a punto de abalanzarse sobre mí…», escribió. Tan traumática experiencia hizo
que Edith Nesbit padeciera scotofobia (miedo a la oscuridad) hasta bien entrada en la edad adulta.
Embarazada de siete meses, el 22 de abril de 1880 Nesbit se casó con Hubert Bland (1855-
1914), político e ideólogo socialista, y uno de los fundadores de la Sociedad Fabiana —precursora
del Partido Laborista—, entre cuyos miembros se hallaban George Bernard Shaw, H. G. Wells,
Annie Besant, Graham Wallas, Sydney Olivier, Oliver Lodge, Leonard Woolf y Emmeline Pankhurst,
además de la recién casada. No tardó en darse cuenta la escritora —según palabras de Marisol
Dorao, una de las mejores conocedoras de la obra de Edith Nesbit en España— que se había unido a
un hombre de carácter débil, indeciso, contradictorio y enamoradizo: tuvieron cinco hijos y, aunque
dos de ellos no eran de Edith, ella los cuidó como si lo fueran. Al matrimonio, más que el amor, lo
unía una sólida camaradería. Por otro lado, no existía posibilidad de separación, puesto que, según la
ley inglesa de aquellos tiempos, una mujer sólo podía separarse del esposo alegando malos tratos; el
adulterio no era causa suficiente.
La débil salud de Bland, unida a su escasa habilidad para los negocios, ocasionó graves
dificultades económicas a la pareja. Pero Edith no se amilanó y, resuelta a sacar a su familia
adelante, explotó sus dones: su afición a la literatura, su talento como pintora e ilustradora y sus
dotes para recitar poemas. Fue entonces cuando su editor la convenció para que, debido a los
prejuicios de la época, firmara sus obras con una ambivalente «E» antes de su apellido.
Curiosamente, todavía hoy se publican sus obras como «E. Nesbit» y, en la época, H. G. Wells creyó
que se trataba de un hombre, hasta que Edith le fue presentada en una de las reuniones de la Sociedad
Fabiana. La famosa «E» también despistó al erudito inglés Montague Summers, que en su monumental
obra Supernatural Omnibus (1931), donde recuperó los relatos “De mármol, tamaño natural” y
“John Charrington’s Wedding”, la (re)bautizó como «Evelyn» (¡).
Edith Nesbit fue un enigma incluso para sus contemporáneos. H. G. Wells la definió como pura
diversión por sus ocurrentes charlas, mientras que George Bernard Shaw la describió como
melancólica. No obstante, sí puede afirmarse que no era nada convencional. Para horror de sus
vecinos, le gustaba desplazarse en bicicleta, vehículo tan poco «decoroso» para una dama, recibía a
jóvenes admiradores en su casa en ausencia de su marido, se vestía sin corsé y con ropas
supuestamente para hombres, se cortó el pelo a lo garçon, dejaba correr a sus chicos descalzos y sin
guantes, y se convirtió en una de las primeras mujeres de Inglaterra que fumó en público —su afición
por el tabaco desembocó en el cáncer de pulmón que la llevó a la tumba—. Tras la muerte de su
primer esposo, en 1914, contrajo segundas nupcias con Thomas Tucker, el 20 de febrero de 1917, lo
que también levantó polvareda entre la sociedad biempensante. Pero Tucker, un experimentado
capitán de la marina mercante que enviudó dos años antes que Edith, amable y divertido, además de
miembro de la Sociedad Fabiana, aportó a su esposa la felicidad conyugal que jamás tuvo con Bland.
Ella escribió: «… es como si después de la fría tristeza de estos tres últimos años, alguien me
hubiera echado un cálido abrigo sobre los hombros (…) yo era un náufrago en una isla desierta, que
ha encontrado a otro náufrago que le ayuda a construir una choza y a encender una hoguera». Además,
Thomas se ocupó de preservar para la posteridad la obra de su mujer, quien abandonó la profesión
en 1919, echándole una mano esporádicamente a su esposo con sus artículos sobre temas náuticos
para la Westmisnter Gazette. Al morir su esposa, y por expreso deseo de ella, Thomas talló un par
de postes de madera que sostienen la sencilla inscripción que señala la tumba de Edith Nesbit en el
cementerio de la iglesia de St. Mary-in-the-Marsh —«Resting E. Nesbit. Mrs. Bland-Tucker. Poet
and Author»—. No quiso ninguna lápida.
LA CASA ENCANTADA
Fue por mero accidente que Desmond llegó a la casa encantada. Había estado fuera de Inglaterra
durante seis años, y tantos meses de feliz distancia le habían enseñado cuán fácilmente se desgaja uno
de su lugar de origen.
Había tomado habitaciones en Greyhound tras convencerse de que no había razón para que
siguiera en Elmstead más tiempo que en cualquier otro sombrío lugar a las afueras de Londres.
Escribió a todos sus amigos cuyas direcciones recordaba y se dispuso a esperar la respuesta a sus
cartas.
Quería hablar con alguien, pero no tenía con quién hacerlo. Mientras, se tumbaba en el largo sofá
con el diario de avisos entre las manos y sus apacibles ojos grises seguían las líneas una tras otra con
un aburrimiento intolerable. Pero un día, de repente, exclamó: «¡Vaya!», y se puso de pie. Esto fue lo
que leyó:

UNA CASA ENCANTADA: Anunciante ansioso de que se investigue el fenómeno. Cualquier


investigador acreditado recibirá todas las facilidades. Escribir a Wildon Prior, Museum Street,
237, Londres.

«¡Esto suena bien!», se dijo. Conocía a Wildon Prior, era el tipo más bromista y zascandil de su
club. Tenía que ser él, no era un nombre común. Además, no perdía nada con intentarlo, así que le
envió un telegrama:

Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres. ¿Puedo pasar uno o dos días en su casa y ver
al fantasma? WILLIAM DESMOND.

Cuando al día siguiente regresó de dar un paseo, había un sobre amarillo sobre la amplia mesa
Pembroke del salón.

Encantado. Lo espero hoy mismo. Saque billete a Crittenden desde Charing Cross. Tren
eléctrico. WILDON PRIOR, Rectoría de Ormehurst, Kent.
«¡Perfecto!», se dijo Desmond y comenzó a hacer la maleta; luego pidió en el bar un horario de
trenes.
«Wilson, ese estupendo canalla… Será divertido verlo otra vez».
Frente a la estación de Crittenden esperaba un curioso ómnibus que parecía una bañera mecánica,
y su conductor, un hombre bajito, moreno y de cara abrupta, con los ojos líquidos, le espetó al verle:
—¿Es usted amigo de Mr. Prior, señor?
Le ayudó a subir a su bañera mecánica y luego cerró la puerta. El viaje fue largo, y mucho menos
placentero, desde luego, que si lo hubiese hecho en un carruaje.
La última parte del mismo discurrió a través de un bosque; luego pasaron ante un cementerio y
una iglesia, y la bañera mecánica entró al fin por la puerta de una gran verja, siempre al amparo de
unos árboles muy altos. Frente a la verja se alzaba una casa blanca con las ventanas desnudas,
desoladoras.
«¡Qué lugar tan divertido, caramba!», se dijo Desmond sarcástico, mientras pegaba botes en el
asiento de la traqueteante bañera mecánica.
El conductor dejó la maleta del viajero en los peldaños desconchados que llevaban a la puerta, y
se fue. Desmond tiró de una cadena herrumbrosa y su cabeza se llenó al instante del sonido de una
campanilla no menos herrumbrosa.
Nadie salió a la puerta, por lo que volvió a llamar. Tampoco acudió nadie a su llamada en esta
ocasión, pero oyó el sonido inequívoco de una ventana abriéndose sobre el porche. Dio unos pasos
atrás y miró hacia arriba.
Un joven pelirrojo y de ojos translúcidos le miraba. No era Wildon, desde luego, no se parecía
en nada a Wildon. Tampoco decía una palabra, aunque daba la impresión de que le hacía una seña. Y
la seña parecía decirle: «¡Lárguese!»
«¿No será esto un asilo para lunáticos?», se preguntó Desmond y volvió a hacer sonar la
campanilla herrumbrosa.
Al fin oyó pasos tras la puerta, en el interior. Las pisadas de unas botas sobre la piedra. Se dejó
sentir el sonido de un cerrojo, después de lo cual se abrió la puerta, y Desmond, confuso y un tanto
arrebolado, se sorprendió escrutando un par de ojos muy oscuros, de mirada amigable, mientras oía
una voz que le preguntaba:
—¿Es usted Mr. Desmond? Entre, por favor, le ruego que me perdone.
Quien así decía le ofreció una mano cálida, y tras estrechársela se vio siguiendo a un hombre en
su edad más que madura, atractivo y elegante, imbuido de un gran aire de serenidad y dominio; era
justo eso que suele definirse como un hombre de mundo.
El hombre abrió una puerta y lo introdujo en un oscuro pero acogedor salón biblioteca.
«Será su tío», pensó Desmond dejándose caer en un confortable sillón orejero.
—¿Cómo estará Wildon? Espero que bien… —dijo entonces en voz alta.
El otro le miraba.
—Perdone, señor —dijo dubitativo.
—¿Quizá he preguntado cómo estará Wildon?
—Estoy muy bien, gracias —dijo el otro con bastante formalidad.
—Ahora le ruego yo que me disculpe —dijo entonces Desmond—; no supuse que también se
llamara usted Wildon… Wildon Prior.
—Soy Wildon Prior —respondió el otro— y usted, supongo, ha de ser el experto de la Sociedad
Psíquica…
—¡No, por Dios! —exclamó Desmond—. Soy amigo de Wildon Prior, pero está claro que hay
dos Wildon Prior.
—Pero ¿no mandó usted un telegrama? ¿No es usted Mr. Desmond? La Sociedad Psíquica
convino en enviar un experto, y creí por eso…
—Comprendo —dijo Desmond—. Y yo creí que era usted Wildon Prior, mi viejo amigo… un
hombre aún joven… —y no pudo evitar ponerse colorado.
—¡Ah, ya veo! —dijo Wildon Prior—. Sin duda, es usted amigo de mi sobrino. ¿Y sabe él que
venía usted? Pues no ha dicho nada… Le confieso que me siento un tanto confuso, pero me alegro
mucho de conocerle… Se quedará usted, ¿verdad? Si es que puede soportar la visión del espectro de
un anciano como yo, claro… Esta misma noche escribiré a Will pidiéndole que se reúna cuanto antes
con nosotros.
—Yo también celebro conocerle —dijo Desmond—, y me alegro mucho de haber venido…
También me alegró mucho leer el nombre de Wildon en el diario de avisos, porque… —y comenzó a
hablar de Elmstead, de su soledad y de su aburrimiento.
Mr. Prior lo escuchaba con gran interés.
—¿Dice que no ha podido reunirse con sus amigos? ¡Qué triste! Pero al menos le habrán
escrito… Supongo que les daría usted su dirección…
—Pues no lo hice… ¡Por Júpiter! —dijo Desmond—. Pero puedo escribirles de nuevo. ¿Podré ir
a Correos?
—Claro —le dijo el otro—. Escriba las cartas que desee, que mi criado las llevará a Correos;
después cenaremos y le hablaré del fantasma…
Desmond escribió rápidamente varias cartas. Justo cuando había acabado entró Mr. Prior.
—Lo llevaré a usted a su habitación —le dijo tomando las cartas en sus largas manos, muy
blancas—. Quizá quiera descansar un poco. Cenaremos a las ocho.
La habitación, como el salón biblioteca, era confortable y cálida.
—Espero que esté cómodo —le dijo el anfitrión, cortés y solícito.
Desmond estaba seguro de que se encontraría cómodo.
Casi al instante se presentaba el hombre bajo y moreno que había llevado a Desmond a la casa,
desde la estación, con un candelabro de plata en la mano. Avanzando desde las sombras de la puerta
hasta ellos, entre los círculos de luz que arrojaban las velas, surgió entonces una figura.
—Mi ayudante, Mr. Verney —dijo el anfitrión al huésped, y Desmond alargó su mano para
estrechar la mano blanda y húmeda de aquel hombre, que le pareció era el que se había asomado a la
ventana cuando llegó a la casa, el que pareció hacerle un gesto diciéndole ¡lárguese!
Quizá fuese Mr. Prior un médico que tuviera allí huéspedes de pago, por no decir pacientes, o
chiflados, como pensó Desmond, pero Prior había dicho mi ayudante.
—¿Sabe? —dijo Desmond a Mr. Prior—. Lo tomé a usted por un clérigo… La Rectoría, todo
eso… Pensé que Wildon, mi amigo Wildon, vivía con un tío que era clérigo…
—Oh, no —dijo Mr. Prior—, sólo tengo alquilada La Rectoría… El rector opina que es un lugar
muy húmedo, y la iglesia está abandonada… No pueden hacer frente a los gastos de su
restauración… Sirva un vino a Mr. Desmond, López.
El hombre bajito y moreno de rostro abrupto le llenó una copa.
—Este lugar es magnífico para realizar mis experimentos —siguió diciendo Mr. Prior—.
Digamos que sé un poco de química, Mr. Desmond, materia en la que me asiste Verney.
Verney susurró algo parecido a «es un orgullo para mí», hundiéndose de nuevo en su silencio.
—Todos tenemos nuestro hobby —continuó Mr. Prior—, y el mío es la química. Felizmente,
dispongo de una buena renta que me permite ocuparme de ello. Wildon, mi sobrino, ya sabe, se ríe de
mí y llama a la química la ciencia de los malos olores, pero le aseguro que es algo que lo absorbe a
uno por completo… Sí, es un hobby muy absorbente…
Una vez hubieron cenado, Verney salió del salón comedor, mientras Desmond y su anfitrión
estiraban los pies para ponerlos cuanto más cerca pudieran del fuego del hogar, eso que Mr. Prior
llamó «la reconfortante caricia del fuego», pues la noche comenzaba a ser fría.
—Y ahora —dijo Desmond—, ¿querría contarme la historia de ese fantasma?
El otro echó un vistazo alrededor del salón.
—La verdad es que no puede decirse que sea una historia de fantasmas, ni siquiera la historia de
un fantasma; ocurre que… bueno, a mí nunca me ha pasado, pero sí a Verney, pobre muchacho… Y
eso le ha destrozado los nervios, no ha vuelto a ser el mismo.
Desmond notó que algo temblaba dentro de sí.
—La habitación encantada… ¿es la mía? —preguntó al fin.
—No se puede hablar de una habitación ni de una dependencia de la casa en concreto —dijo el
otro, hablando muy despacio—. Ni se puede hablar de que se le haya aparecido a alguien en
concreto…
—¿Eso quiere decir que lo podría ver cualquiera?
—Es que, en realidad, nadie lo ve; no es el tipo de fantasma al que se ve o se oye…
—Puede que le parezca estúpido, pero lo cierto es que no comprendo una palabra —dijo
Desmond, sorprendido—. ¿Cómo va a ser un fantasma, si no se le ve ni se le oye?
—Bueno, yo no he dicho que sea realmente un fantasma —precisó Mr. Prior—. Sólo digo que en
esta casa hay algo que no es normal… Varios de mis ayudantes han tenido que irse de aquí
sucesivamente… Ese algo les afectó los nervios.
—¿Y qué ha sido de esos ayudantes suyos? —preguntó Desmond.
—Bueno, no lo sé, se fueron, ya sabe… —respondió Prior vagamente—. Uno no va a esperar que
la gente quiera sacrificar su salud, claro… A veces pienso, ya sabe usted, Mr. Desmond, que hay
mucho cotilleo en los pueblos, a veces pienso que hay gente dispuesta a asustarse por lo que sea; y
entre esos cotilleos de los que hablo hay mucha fantasía… Confío en que el experto que nos envíe la
Sociedad Psíquica no sea un neurótico más. Aunque también es verdad que aun sin ser un neurótico,
uno puede… Pero no, usted no cree en fantasmas, Mr. Desmond. Su sentido común, tan anglosajón, se
lo impide.
—Mucho me temo que no soy exactamente anglosajón —replicó Desmond—. Por parte de padre
soy completamente celta, aunque la verdad es que no doy mucha importancia a la raza.
—¿Y por parte de madre? —preguntó Mr. Prior con gran interés.
Era el suyo un interés que pareció desproporcionado e intempestivo, ante la forma en que
Desmond había planteado la cuestión. Eso hizo que sintiera un cierto grado de resentimiento hacia su
anfitrión, al que de pronto comenzó a percibir como un antagonista.
—Bueno —respondió como si nada—, creo que tengo algo de sangre china; de hecho me he
llevado muy bien con la gente de Shangai, aunque allí me decían que por mi nariz, a buen seguro tuve
un antepasado indio piel roja.
—Supongo que no tendrá usted sangre negra —preguntó el anfitrión, con una insistencia bastante
descortés.
—Pues no sabría decirlo —respondió Desmond a punto de echarse a reír, pero conteniéndose—.
Mi cabello, ya lo ve, es más bien rizado, y la verdad es que muchos de mis antepasados por parte de
madre anduvieron por las Indias Occidentales… ¿Debo entender que está usted interesado en las
diferencias raciales?
—No exactamente, no —dijo Mr. Prior un tanto sorprendido por la pregunta—. Pero comprenda
que puedan interesarme algunos detalles sobre su familia, Mr. Desmond… Me parece —añadió con
una sonrisa tan enigmática como afable— que usted y yo vamos a ser buenos amigos.
Desmond no podía decirse a qué era debida aquella sensación de desagrado que experimentaba,
una sensación que se había impuesto a la primera y tan placentera de confort, pues hasta entonces se
sintió muy bien atendido por aquel hombre.
—Es usted muy amable —dijo Desmond—, le agradezco que se preocupe tanto de un extraño
como yo.
Mr. Prior volvió a sonreír. Tomó un cigarro de la caja de puros, se sirvió whisky con soda, y
comenzó a contar, al fin, la historia de la casa.
—Los primeros cimientos de la casa datan, a buen seguro, del siglo XIII —dijo—. Esto fue un
priorato, ya sabe… Hay una leyenda según la cual el propio rey Enrique VIII le dio tal consideración
cuando comenzó a desamortizar los monasterios. Pero aquello, más bien, acabaría convirtiéndose en
una maldición; sí, parece que hubo en ello una maldición, pues…
De golpe se apagó la voz fuerte, clara y bien timbrada de aquel hombre. Desmond supuso que
había escuchado algo extraño, pero el otro, tras la pausa, siguió diciendo:
—Una maldición que causó muchas muertes… Y cada cien años se produce una muerte más,
siempre del mismo y misterioso modo.
Desmond se vio de repente de pie; estaba como adormilado y se escuchó decir:
—Esas viejas leyendas son muy interesantes. Muchas gracias por todo. Espero que no me tenga
por un maleducado, pero creo que ha llegado el momento de que me retire, la verdad es que estoy
cansado.
—Claro, claro, mi querido amigo…
Mr. Prior acompañó a Desmond hasta su habitación.
—¿No desea nada más, no necesita nada? Bien… Cierre la puerta por dentro, así se sentirá más
tranquilo. Naturalmente, las cerraduras no son un impedimento para los fantasmas, pero a uno
siempre le parece que si echa el cerrojo será más difícil que entren, aunque si le dijésemos esto a un
amigo se echaría a reír sin remedio. La risa también espanta a los fantasmas, por lo demás, estoy
seguro.
William Desmond cayó en la cama como el hombre joven y fuerte que era, durmiendo
profundamente. Pero despertó al amanecer, temeroso y temblando. Se sintió muy cansado y
confundido. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Su cerebro, débil y oscuro al principio, le negaba
las respuestas. Y cuando lo recordó todo, un espasmo de repugnancia, algo que le pareció haber
sentido en algún momento durante la noche, volvió a golpearle fuertemente, dejándole sin aliento.
Pensó que lo habían envenenado, que le habían drogado.
«Tengo que salir de aquí», se dijo mientras saltaba de la cama para dirigirse al tirador de la
campanilla, envuelto en seda, que pendía junto a la puerta.
Tiró para llamar, y al momento la cama, el armario, el mobiliario todo de la habitación pareció
dar vueltas a su alrededor y caerle luego encima. Perdió el conocimiento.
Lo siguiente que supo fue que alguien le ponía un poco de brandy en los labios. Abrió entonces
los ojos y vio ante sí a Prior, que parecía preocuparse por él. A su lado estaba su ayudante, pálido y
con los ojos acuosos y translúcidos. Vio también al criado moreno, estólido y silencioso. Y escuchó
que Verney decía a Prior:
—Esto es intolerable; quiero decirle que…
—Cállese, está recuperando el sentido.
Cuatro días después yacía Desmond en una tumbona, en el césped, no del todo enfermo pero sí
bastante ajeno a cuanto le rodeaba. Unos buenos alimentos, bebidas, té, distintos estimulantes y un
cuidado constante, le devolvían poco a poco a su estado más o menos normal. Se preguntaba a veces
por aquella vaga sospecha suya, que recordaba con no menor vaguedad, de su primera noche en la
casa; pero todos ellos, con sus atenciones, le demostraban que su sospecha era absurda, por mucho
que estuviese en una casa encantada.
—Pero ¿qué me ha hecho caer en este estado? —preguntó por enésima vez a su anfitrión—. ¿Por
qué razón yo mismo me siento como si fuera un imbécil?
Esta vez Mr. Prior no le pidió que lo olvidara, como había hecho en otras ocasiones para decirle
después que esperase a sentirse más recuperado.
—Me temo que lo sabe —le respondió entonces—. Creo que ha sido el fantasma, y me parece
que a partir de ahora voy a reconsiderar mi opinión al respecto.
—¿Y por qué no ha vuelto?
—Bueno, me he quedado a su lado todas estas noches, ya lo sabe usted —le recordó su anfitrión,
pues en efecto no lo había dejado solo ni un momento desde aquel amanecer en que hizo sonar la
campanilla del cuarto—. Ahora —siguió diciendo Mr. Prior—, si no me considera poco hospitalario,
creo que le vendría mucho mejor irse de aquí… Debería ir junto al mar.
—Supongo que no he recibido correspondencia —dijo Desmond con cierto desaliento.
—Nada… ¿Puso usted el remite correcto? Rectoría Ormehurst, Crittenden, Kent, ya sabe…
—Creo que no puse Crittenden —dijo Desmond—. Copié la dirección de su telegrama —dijo
sacando el papel rosado de su bolsillo.
—Pues será por eso —dijo el otro.
—Ha sido culpa suya, señor —dijo Desmond abruptamente.
—Eso no tiene sentido, joven —replicó el otro con benevolencia—. Sólo deseo que venga
Willie, pero ese bandido nunca escribe si no es para enviar un telegrama diciendo que no puede
venir.
—Supongo que se lo estará pasando muy bien por ahí —dijo Desmond con envidia—; pero,
escuche… Cuénteme más sobre ese fantasma, si es que realmente hay algo que contar… Ya estoy
bastante bien, me siento tranquilo y recuperado, y me gustaría saber por qué he llegado a enloquecer
de este modo.
—Bien —Mr. Prior miró a su alrededor, contemplando el rojo y el dorado de las dalias y los
girasoles, luminosos bajo el sol de septiembre—. Aquí y ahora, no tengo noticia de que ese supuesto
fantasma cause realmente daño. ¿Recuerda la historia que le conté acerca de aquel hombre que
recibió de Enrique VIII esta casa, recuerda usted lo que le dije de una maldición? La esposa de aquel
hombre fue enterrada en la cripta de la iglesia… Pues bien, hay sobre eso algunas leyendas… y le
confieso que deseaba ardientemente ver esa tumba, por lo que entré allí… Esa cripta estaba cerrada
por una puerta de hierro, que abrí con una vieja llave. Pero no pude cerrarla de nuevo.
—¿De veras? —se asombró Desmond.
—Supondrá usted que llamé a un cerrajero, claro; pero no lo hice. Verá… Esa pequeña cripta me
pareció un buen lugar para instalar un laboratorio suplementario; además, si hubiera llamado a
alguien para que viese la cerradura, habría ido contándolo por ahí… Tendría que haber dejado, al
cabo, mi laboratorio, quizá también mi casa.
—Comprendo…
—Pero lo más curioso —siguió diciendo Mr. Prior, ahora en voz más baja— es que fue a partir
de ese instante cuando la casa se tornó… eso que decimos encantada. Fue a partir de ese momento
cuando comenzaron a suceder esas cosas.
—¿Qué cosas?
—Pues que algunas personas que caían por aquí enfermaban de repente, como usted mismo… Y
que como consecuencia de esa especie de ataque sufrido padecían de pérdida de sangre. Además —
dudó un instante—, además… esa herida que muestra usted en la garganta… Le dije que quizá se
había herido al caer desvanecido después de tocar la campanilla. Pero no es verdad. Lo cierto es que
usted tiene en la garganta esa misma herida pequeña y reblandecida, un tanto blanquecina, que
mostraban los demás… No sabe cuánto desearía —añadió frunciendo el ceño— cerrar de nuevo esa
cripta… Pero la vieja llave no sirve.
—Me pregunto si yo mismo podría hacer algo —dijo Desmond, secretamente convencido de que
en realidad se había herido en la garganta al caer sin sentido, y que la historia que le contaba su
anfitrión, era, sin más, cosa de lunáticos; total, poniendo una nueva cerradura se acababa el caso—.
Soy ingeniero, señor —siguió diciendo con cierta altivez tras una pausa, mientras se levantaba de la
tumbona—. Pero es posible que ni siquiera haga falta cambiar la cerradura; puede que con un poco
de aceite, sin más… Bien, echemos un vistazo a esa cerradura.
Siguió a Mr. Prior hasta la iglesia. Con una llave grande y brillante, que abría bien, entraron en el
recinto, húmedo y con musgo en el suelo.
La hiedra cubría las ventanas destrozadas, y el azul del cielo parecía estrellarse contra los
agujeros del tejado. Otra llave abrió una puerta baja y de roble macizo que había más allá de lo que
en tiempos fuera la capilla de la Virgen y, tras abrirla, Mr. Prior se detuvo para encender una vela
que había en una palmatoria, sobre una repisa excavada en la piedra.
Luego bajaron por unos peldaños cubiertos de polvo y de borde desgastado. Era una cripta
típicamente normanda, de belleza muy sencilla. Al fondo de la misma había un hueco al que impedía
el acceso una reja antigua y muy bien trabajada, tras de la cual había una puerta de hierro.
—Antiguamente se pensaba que las rejas y las puertas de hierro brindaban protección contra la
hechicería —dijo Mr. Prior—. Ésta es la cerradura —dijo alumbrándola con la vela; la puerta estaba
entreabierta.
Entraron, pues la cerradura estaba justo del lado contrario de la puerta. Desmond trabajó apenas
un minuto, impregnando el mecanismo con una pluma de ave untada en aceite.
Luego giró la llave perfectamente en el interior de la cerradura, a un lado y otro.
—Creo que ya está —dijo alzando los ojos, con una rodilla hincada en el suelo y la llave en la
mano, girándola una y otra vez en el interior de la cerradura.
—¿Me permite?
Mr. Prior tomó el lugar de Desmond, metió la llave en la cerradura, la hizo girar, la sacó después
y se incorporó. Entonces cayeron al suelo de piedra la palmatoria y la llave, y el anciano se abalanzó
sobre Desmond.
—¡Ya lo tengo! —gruñó en la oscuridad, y Desmond comprendió que las manos de aquel hombre
eran garras, y que su voz era el rugido de una bestia.
Desmond intentaba resistirse utilizando sus brazos. El otro lo tenía férrea, violentamente
atrapado.
Sacó una cuerda de algún lado y comenzó a amarrar las manos de Desmond.
Desmond odiaba considerar que chillaba en medio de la oscuridad como una liebre atrapada.
Entonces recordó que era un hombre y comenzó a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!
Pero sintió de inmediato una mano en la boca, y luego que un pañuelo anudado a su nuca se la
tapaba. Ahora estaba en el suelo, debatiéndose, resistiéndose inútilmente contra algo. Las manos de
Prior ya le habían soltado.
—Créame —dijo Prior sin resuello, mientras encendía un fósforo que mostró a Desmond en el
suelo de piedra, junto a una pared de nichos en los que había, supuso él, ataúdes—, créame que
siento mucho hacer lo que hago, pero la ciencia está por encima de la amistad, mi querido Desmond
—su voz sonaba ahora franca y amistosa—. Voy a explicarle el porqué de mi proceder, y estoy
seguro de que sabrá comprenderme; verá que un hombre de honor no podría actuar de otra manera…
Claro está, ninguno de sus amigos sabe dónde se encuentra usted, el lugar más necesario, por otra
parte. Me di cuenta desde el principio. Pero permita que me explique, pues no creo que lo pueda
entender usted por las buenas… No importa. Soy el más grande científico desde Newton, y crea que
lo digo sin la menor vanidad. Sé cómo modificar la naturaleza de los hombres. Puedo hacer de un
hombre lo que me venga en gana. Y todo, mediante una simple transfusión de sangre. Lopez, ya lo
conoce usted, mi criado, tiene sangre de perro en las venas; se la puse yo e hice de él mi esclavo. Es
como un perro. Verney también es mi esclavo; tiene sangre de perro, igualmente, pero también lleva
la sangre de quienes vinieron alguna vez a investigar lo del fantasma; y lleva además algo de mi
propia sangre, porque era mi deseo que fuese lo suficientemente inteligente como para que pudiese
prestarme ayuda. Y es que, amigo mío, hay algo muy grande detrás de todo esto. Lo comprenderá
usted cuando le diga… —y empezó a utilizar una serie de términos técnicos y muchas palabras que
para Desmond no significaban nada; no hacía más que pensar, sin embargo, en cómo huir de allí.
De no hacerlo, moriría en un agujero, como una rata. ¡En un agujero, como una rata! Si al menos
pudiera aflojarse el pañuelo y gritar otra vez…
—Me atiende, ¿verdad? —dijo Prior y le dio un golpe—. Perdóneme, querido amigo —añadió
suavemente—, pero esto es muy importante. Verá usted que el auténtico elixir de la vida es la sangre.
La sangre es la vida, ya lo sabe usted, y mi gran descubrimiento no es otro que el haber logrado la
inmortalidad del hombre, devolviéndole su juventud cuando lo amerite… Uno sólo necesita sangre
de alguien que lleve en sí la de cuatro razas, la de los cuatro colores, blanca, negra, amarilla y roja…
Su sangre es única, amigo mío, porque reúne esas cuatro cualidades… Ya tomé bastante de su sangre
aquella noche, cuando se desvaneció usted… Yo soy el vampiro que se la tomó, ya lo ve… —y se
echó a reír de buena gana—. Pero su sangre no me hizo el efecto que esperaba… Quizá la droga que
le di para que durmiese destruyó gérmenes vitales. O quizá no tomé la cantidad necesaria… Pero en
esta ocasión lo haré, créame.
Desmond no había perdido el tiempo; todo el rato había estado intentando aflojar el pañuelo con
los dientes, tirando de él hasta que consiguió deslizar su nudo de la nuca al cuello. Ya tenía liberada
la boca, así que dijo:
—No es cierto lo que dije sobre mi sangre china. Bromeaba, nada más. Toda la familia de mi
madre proviene de Devon.
—No puedo culparle —dijo Prior—; yo también diría lo mismo si estuviese en su lugar.
Y volvió a taparle la boca, fuertemente, con el pañuelo. La vela daba ahora mucha luz, desde
donde estaba, en un nicho.
Desmond vio entonces con claridad que en los otros nichos había ataúdes. Se preguntaba qué
haría aquel loco con su cadáver cuando todo hubiese acabado. Comenzó a sangrarle de nuevo la
pequeña herida que tenía en el cuello. Notó la sangre tibia resbalando por su cuello. Se preguntó si
no volvería a desmayarse, sentía que le iba a pasar.
—Hubiese preferido traerle aquí el primer día, cuando llegó a mi casa… Pero Verney se puso a
beber pintas y más pintas de cerveza, no pude contar con él… Además, hubiera sido una cruel
pérdida de tiempo.
Prior guardó silencio unos instantes, mirándolo fijamente.
Desmond, consciente de su debilidad física, desesperado por momentos, quiso hallar alivio
preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño terrible y enloquecido; el dolor físico
no le hacía abandonar ese pensamiento, pues las cosas, como en los sueños, se hacían más y más
enrevesadas, más y más terribles. En aquel lugar parecía haber algo aún más aterrador que el propio
Prior. No, no era su sombra. La sombra de Prior era negra y llegaba hasta una arcada del techo de la
cripta. Lo otro era blanco y pequeño. Pero parecía agrandarse; era como una simple línea blanca,
pero se estiraba más y más, hasta hacerse larga, estrecha, y parecía emerger desde un ataúd que tenía
frente a sí.
Prior seguía mirándole en silencio, contemplando cómo se debatía. Las emociones, sin embargo,
parecían agostarse en los sentidos cada vez más debilitados de Desmond. En sueños, si uno grita
puede despertarse; pero él no podía gritar. En sueños, uno puede tomar la decisión de moverse, y se
mueve, despertándose igualmente… Pero no podía hacerlo.
Lo que se movía allí era otra cosa. Se levantó lentamente la tapa chirriante de un ataúd y emergió
una forma espantosa, con un sudario blanco, que se abalanzó sobre Prior haciendo que rodase por el
suelo de piedra de la cripta, en silencio, sin lucha. Lo último que pudo escuchar Desmond antes de
desmayarse fue un horrible chillido de Prior; lo último que vio fue que el sudario blanco se dirigía
hacia donde estaba él.

—Ya ha pasado todo —fue lo siguiente que escuchó; era la voz de Verney, que le ofrecía un poco
de brandy—. Ya está usted a salvo… Prior está encerrado y atado en el laboratorio… Todo está bien.
Desmond miró con horror hacia el ataúd del que había visto salir el sudario blanco.
—Era yo… Fue lo único que se me ocurrió para salvarlo a usted… ¿Puede caminar? Permita que
le ayude… Vamos, saldremos sin problemas, he dejado abiertas las puertas.
Desmond hubo de cerrar los ojos ante la luz diurna, que nunca creyó que volvería a ver. Allí
estaba al poco, de nuevo en la tumbona del césped, mirando ahora el reloj de sol que había en la
fachada de la casa. Todo había sucedido en menos de cincuenta minutos.
—Cuénteme —pidió a Verney, que comenzó a contárselo todo sucintamente, haciendo alguna
corta pausa—. Quise prevenirle, recuerde que salí a la ventana… Al principio creí en la valía de sus
experimentos, estaba plenamente convencido… Por aquel entonces yo era muy joven aún, y bien sabe
Dios cuánto he pagado por ello. Pero cuando lo vi llegar a usted, me acordé de golpe de lo que les
había pasado a otros que vinieron a esta casa… Lopez, esa bestia, se encargaba de ellos después de
emborracharse. Es un bruto inhumano. Yo hablé con Prior la primera noche, y me prometió que no le
haría nada a usted… Pero lo hizo.
—Debió de avisarme…
—Usted no estaba como para oír ciertas cosas. Prior, además, me prometió que le dejaría ir en
cuanto se recuperase. Quise confiar en él de nuevo, pero cuando le oí contar lo de la llave y la cripta,
bien… supe lo que pasaría… Así que tomé una sábana, y ya sabe el resto…
—¿Y por qué no intervino antes?
—No me atrevía… Una vez allí me paralizó el miedo. Él me hubiese destrozado de haberme
descubierto. No paraba de moverse de un lado a otro. Tenía que sorprenderlo de repente, cuanto
estuviese descuidado y quieto; aproveché el instante en que realmente pudiera creer que un muerto
salía de su ataúd para defenderlo a usted, eso le paralizaría… Bueno, voy a preparar el caballo y el
coche para llevarlo a usted a la comisaría de policía de Crittenden. A Prior vendrán a buscarlo para
encerrarle. Todo el mundo sabe que está loco de remate, que es un loco peligroso.
—Pero usted… La policía… ¿No corre peligro?
—No, estoy a salvo… Nadie me conoce, salvo ese maldito loco; y nadie creerá lo que diga…
Nunca envió las cartas que escribió usted a sus amigos, ni escribió él mismo a su amigo Prior para
que viniera a reunirse con usted… No he podido dar con López; debió sospechar algo y se largó.
Pero no pudo hacerlo. Lo encontraron mudo, lloriqueante, tembloroso, escondido en la cripta.
Llegaron varios policías, media docena de ellos, por lo menos, para llevarse al viejo loco de la casa
encantada. El señor enmudeció tanto como su criado. No dijo una palabra. No volvería a hablar
desde aquel día.
Notas
[1]No estaría de más recordar que fue una mujer, Irene Bessière, en Le récit fantástique (Librairie
Larousse, col. Thèmes et Textes”, Paris, 1974), la que propondrá una de las definiciones de lo
fantástico en la literatura más interesantes que se han hecho hasta la fecha: Lo fantástico (…)
supone una lógica narrativa a la vez formal y temática que, sorprendente o arbitraria para el
lector, refleja, bajo el juego aparente de la invención pura, las metamorfosis culturales de la
razón y de lo imaginario comunitario. Lo fantástico no es sino uno de los caminos de la
imaginación, cuya fenomenología semántica surge a la vez de la mitografía, de la religiosidad, de
la psicología normal y patológica y que, por eso mismo, no se distingue de aquellas
manifestaciones aberrantes de lo imaginario o de sus expresiones codificadas en la tradición
popular. Pág. 10. <<
[2] Publicada en 1989 por The Feminist Press at the City University of New York. <<
[3]
Stefan Bollmann: Las mujeres, que leen, son peligrosas. Maeva Ediciones, Madrid, 2006. Págs.
29-31. <<
[4]Pouvoin de l’horreur. Essai sur l’abjection, Editions Seuil, col. “Tel quel”, Paris, 1980. Págs.
41-67. <<
[5]Sandra Gilbert y Susan Gubar: The Madwoman in the Attic: The Woman Writer and the
Nineteenth-Century Literary Imagination, Yale University Press, Connecticut, 1979. <<
[6]El horror en la literatura, Alianza Editorial S. A., col. El Libro de Bolsillo, Madrid, 1984. Pág.
7. <<
[7] Óp. cit. 3. Pág. 28. <<
[8]
Rafael Llopis: Historia natural de los cuentos de miedo. Ediciones Júcar, col. La Vela Latina,
Madrid, 1974. Pág. 35. <<
[9] Ibídem. Pág. 37. <<
[10]
Lisa Tuttle (Editora): Skin of the Soul: New Horror Stories By Women. The Women’s Press,
Londres, 1990. Pág. 11. <<
[11]
Stefan Bollmann: Women Who Write. Merrell Publishers Limited, Londres / Nueva York 2007.
Pág. 48. <<
[12]
Stefan Bollmann: Women Who Write, Merrell Publishers Limited, Londres / Nueva York, 2007.
Pág. 13. <<
[13]
El nombre de la localidad es un tanto curioso: literalmente, Obispo que lleva boca, mejor que La
boca del obispo. (N. del T.) <<
[14]La Virgen María llama así a Elizabeth, sin duda porque el nombre de Jemina significa paloma,
cálida, afectuosa. El de Jemina es, para la mitología religiosa de inspiración judeocristiana, el
nombre de la primera de las hijas de Job, las cuales fueron las mujeres más hermosas de toda la
región. (N. del T.) <<
[15]Hubo, en efecto, un doctor Clanny, médico de mineros, que inventó una lámpara para éstos en
1813, perfeccionada por él mismo en 1816. No consta, sin embargo, que escribiese obra alguna
sobre lo que sugiere la autora, ni que inventase cualquier otro tipo de lámpara. Constan sólo varios
trabajos suyos que contienen la explicación de su invento, así como otros acerca de las prevenciones
que, en aras de su seguridad, habrían de observar los mineros en su trabajo. (N. del T.) <<
[16]
El doctor Clanny me ha informado personalmente de que Mary Jobson es en el presente una joven
muy bien educada y respetable. (N. del A.) <<
[17]Referencia a las primas Julie de Wolmar y Claire d’Orbe, personajes de la novela epistolar de
Jean-Jacques Rosseau Julie ou la nouvelle Héloïse (1791). (N. del T.) <<
[18] A toda velocidad. (N. del T.) <<
[19] Alma condenada. (N. del T.) <<
[20] Cortina que cuelga en una puerta. (N. del T.) <<
[21]Referencia a Sarah Biffin (1784-1850), pintora británica sin brazos que pintaba con la boca. (N.
del T.) <<
[22]Referencia al general James Wolfe (1727-1759), jefe británico del ejército que derrotó a los
franceses en Canadá. Murió en la batalla de las llanuras de Abraham. (N. del T.) <<
[23]Referencia a la historia de «Scratching Fanny». En 1762 provocó sensación en todo Londres la
historia de Fanny Lynes, antigua residente en una habitación de este callejón, que dos años antes
había muerto de viruela cuando convivía con su amante, quien había enviudado de su hermana y con
el que se había fugado. Supuestamente, Fanny empezó a aparecerse a los dueños de la casa de
huéspedes acusando a su ex amante de haberla asesinado, manifestándose mediante arañazos en las
maderas (de ahí el nombre) y golpes. En todo Londres, el escándalo (y el entretenimiento)
consiguiente fue considerable. Está generalmente considerado como un fraude. (N. del T.) <<
[24]
«Davey Jones’ Locker» es, en argot marinero, «el fondo del mar», el lugar de descanso de los
marineros muertos. (N. del T.) <<
[25] Una superstición compartida entre algunas de las clases más bajas de Francia (N. del T.) <<
[26] Arenoso, de color terroso. También se llama así al cabello rubio rojizo. (N. del T.) <<
[27]
No existe tal santo. Es una broma de la autora, que alude a lord John Avebury Lubbock (1834-
1913), contemporáneo suyo y hombre muy popular en su tiempo, autor de la llamada Ley de Fiestas
Bancarias (Bank Holiday Act) y de la ley para la reglamentación de las horas de trabajo. Lubbock,
además de legislador y miembro de la Cámara de los Lores, fue un notable naturalista con abundante
obra publicada al respecto. (N. del T.) <<
[28] Alboroto, desorden. (N. del T.) <<
[29]
Alude a la leyenda bíblica (Primer Libro de los Reyes 2, 23-24) que refiere uno de los primeros
milagros del profeta Eliseo el Calvo, discípulo de Elías: «De allí subió a Betel, y según subía por el
camino salieron unos muchachos y se burlaron de él, diciéndole: ¡Calvo, sube! Se volvió Eliseo a
mirarlos, y los maldijo en nombre del Señor, y salieron del bosque dos osos que destrozaron a
cuarenta y dos de los muchachos». (N. del T.) <<
[30] Tontorrón. (N. del T.) <<
[31] Borrachuzo. (N. del T.) <<
[32] Precipitado, impulsivo. (N. del T.) <<
[33] Valentón, envalentonado. (N. del T.) <<
[34] Zorra. (N. del T.) <<
[35]
Giouse Carducci (1835-1907), premio Nobel de Literatura en 1906. Su Himno a Satanás data de
1863. (N. del T.) <<
[36]Loor a ti, Satanás, Señor de los Rebeldes, / Fuerza vindicativa de la Razón, / El que con su
incienso y sus votos / Fumiga y vence al Jehová de los sacerdotes. (N. del T.) <<
[37] El Refugio. (N. del T.) <<

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