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AA. VV.
ePub r1.0
orhi 07.11.2017
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Título original: A Season in Carcosa
AA. VV., 2012
Traducción: Marta Lila Murillo
Ilustración de cubierta: Los harapos del Rey / The Tatters of the King - Samuel Araya
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Joseph S. Pulver, Sr.
— presenta —
Una temporada en Carcosa
21 cuentos extraños en torno
al Rey de Amarillo
— con —
JOEL LANE • Simon Strantzas • Don Webb • Daniel Mills • Gary McMahon • Ann
K. Schwader • Cate Gardner • Edward Morris • Richard Gavin • Gemma Files •
Joseph S. Pulver, Sr. • Kristin Prevallet • Richard A. Lupoff • Anna Tambour •
Michael Kelly • Cody Goodfellow • John Langan • Pearce Hansen • Laird Barron •
Robin Spriggs • Allyson Bird
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ESTA LOCURA AMARILLA
Robert William Chambers (26 de mayo, 1865 - 16 de diciembre, 1933).
El Rey de Amarillo. El Signo Amarillo. Sombría Carcosa. Las cámaras suicidas.
Cassilda y los otros personajes cautivadores de La obra de teatro… Todos ellos son
inquietantes simientes de la ficción de lo extraño que inspiró a Lovecraft, a Derleth, a
Karl Edward Wagner, y que siguen contagiando a los escritores de hoy en día.
Influenciado en parte por Ambrose Bierce, Edgar Allan Poe, e incluso podría
decirse que por los «decadentes» franceses, Chambers creó un pequeño corpus de
relatos, que algunos incluso lo denominan mito, conectados por un rey vestido con
ropajes pálidos y harapientos, la obra de teatro “El Rey de Amarillo” inductora a la
locura, y el Signo Amarillo, y los recopiló en un libro publicado en 1895, titulado El
Rey de Amarillo. Los relatos de Chambers están ligeramente salpimentados con
nihilismo y hastío, y plagados de locura y de una belleza inquietante, y siniestros
tormentos; recordarán que he mencionado a Bierce, a Poe y a los «decadentes».
Robert M. Price, en su excelente estudio The Hastur Cycle (Chaosium 1997),
rastrea algunos de los elementos centrales en las creaciones de Chambers desde las
primeras menciones a Carcosa, Hali y Hastur en Bierce, hasta Blish y Wagner (“The
River of Night’s Dreaming” de K. E. Wagner está dentro del canon del Rey de
Amarillo, ¡y es uno de los mejores relatos extraños jamás escritos! Y no soy el único
que lo piensa: ¡¡¡Peter Straub en su introducción a la brillante colección de K. E.
Wagner In A Lonely Place [Warner Books 1983] afirmaba lo mismo!!!) Dos años
después de la publicación de The Hastur Cycle, le pedí a Bob que coeditara una
colección que yo quería llamar The Pallid Mask. Estuvo de acuerdo, comenzamos a
reunir relatos y Bob escribió una introducción, pero nos quedamos sin editor. Una
década más tarde, en el H. P. Lovecraft Film Festival en Portland, Oregón, ofrecí el
libro a S. T. (Joshi), el cual estaba muy interesado en editarlo, pero estuvo ocupado y
finalmente el proyecto volvió a mis manos. S. T. dijo: «Tú deberías hacerlo solo.
¿Quién mejor podría hacerlo que tú?» En mis fantasías brotó un nombre, ¡Datlow!
Pero no tuve el valor de pedírselo. La idea de que yo me encargara de editar esta
antología me lanzó al borde de la locura. Y aun así, aquí está. Tras haber visto el
Signo Amarillo hace mucho tiempo (estaba sentado junto a un estaque en Upstate
Nueva York, leyendo “El Signo Amarillo” bajo la luz de la luna llena, no lejos de la
casa de Chambers sin saber nada de ello ni de él; tenía dieciséis años por aquel
entonces) y, tras haberme convertido en un miembro entusiasta de la Sociedad del
Signo Amarillo (algunos incluso dicen que soy su líder), necesitaba ver la publicación
de este libro.
Muchos de los relatos que iba a ser incluidos en The Pallid Mask vieron la luz en
la excelente colección de Peter Worthy Rehearsals for Oblivion Act 1 (Dimensions
Books 2006). Sin embargo, seguía sin estar satisfecho. Quería más relatos sobre El
Rey de Amarillo. Nuevos relatos. Tenía listas de escritores y mi ¿qué pasaría si
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———— hiciera esto, o si ———— hiciera algo parecido a eso?
Mi necesidad me consumía y finalmente fui llamado ante el tribunal.
Bob había dicho que era una buena idea. S. T. estaba entusiasmado con el
proyecto. Me quedé sentado mirando mis artefactos chamberianos y sujetando mi
ejemplar de El Rey de Amarillo (¡no, no es una primera edición!) y la locura del Rey
me ordenó hacerlo: ¡Hazlo!
Así que garabateé unas notas, eché un vistazo a mi lista de escritores, muchos de
los cuales habían estado en mi lista durante mucho tiempo, y comencé a suplicarles.
Esto es lo que deseaba, o más bien suplicaba:
Nada de reimpresiones. Nada de HPL. El mito lovecraftiano no forma parte de la
obra de El Rey de Amarillo… Excepción, los demonios necrófagos, la Univeridad de
Miskatonic podría tener un ejemplar de la obra de El Rey de Amarillo. No quiero que
nadie escriba la obra. Estoy interesado en los relatos basados en el canon, o que les
hacen un guiño o que despegan a partir de ellos. Este es un libro sobre la locura,
realidades alteradas, mentes distorsionadas, y lo que hay bajo la máscara.
El canon desde mi punto de vista: de R. W. Chambers: “El Reparador de
Reputaciones”, “La máscara”, “En el Pasaje del Dragón”, “El Signo Amarillo”,
“La demoiselle D’Ys”, “The Street of Four Winds”, “The Prophet’s Paradise”, “The
Street of the First Shell”; de Karl Edward Wagner: “The River of Night’s Dreaming”;
de Michael Cisco: “He Will be There”; de James Blish: “More Light”; de Vincent
Starrett: “Cassilda’s Song”; de Ann K. Schwader: “Tattered Souls”, “Postscript: The
King In Yellow”, “A Phantom Walks”.
Los estilos pueden ser de lo más variados. Noir. Bruno Schultz, Burroughs,
Ligotti, Ciencia Ficción, Nuevo Weird, Fantasía Oscura, David Lynch, los hermanos
Quay, ¡POÉTICA!, surrealismo, Ellroy, Vachss…
Escenario y localización: cualquiera… casi, R’lyeh queda descartado. Paisaje
urbano, desierto, cabaña, la ciudad de Nueva York, París, Texas en 1885…
Los relatos podrían/deberían tocar temas como: cámaras de suicidio, la Dinastía,
la obra de teatro, los personajes de la obra de teatro, locura, el Signo Amarillo.
París. La pintura/las bellas artes en general [adaptaciones musicales… ¿Cómo sería
el Rey de Amarillo de Julie Taymor?; o una obra de teatro de Robert Wilson; poetas
y músicos modernos interpretando la obra], Carcosa, máscaras, la batalla con
Alar…
En las siguientes páginas podrán ver las distintas formas de locura que los
talentosos colaboradores han representado para ustedes. Por favor abríguense porque
están a punto de embarcarse hacia las orillas de la locura. A su llegada notarán, en los
valles del Winter Lantern, un frío pesado en el aire.
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UNA TEMPORADA
EN
CARCOSA
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MI VOZ ESTÁ MUERTA
El nombre le sonaba, pero Stephen no estaba seguro de dónde lo había oído. Tal vez
durante su época de estudiante, cuando el insomnio y el azar de los libros de segunda
mano le llevaron por extraños parajes. Pero él había sido curioso, no ingenuo, y esto
se parecía sospechosamente a una secta. ¿Un reino mítico con oscuras torres, un lago
fantasmal y un rey vestido con harapos como un pordiosero convertido en icono? Ni
tan siquiera en su confusa juventud habría podido confundir la fe con una pesadilla
como esa. Pero algo en aquellas palabras febriles le seducía, hacía que continuara
pasando páginas. Tal vez su cruda morbosidad le atraía ahora que estaba, en términos
objetivos, cerca de la muerte.
El creador anónimo de la página web de El Signo Amarillo usaba una fuente
densa y arcaica que se asemejaba a la escritura medieval. Entre sus largos párrafos
intercalaba dibujos de aficionado y fotos borrosas que se suponía debían ilustrar el
texto, presentándose al mundo como un escritor de viajes en lugar del decepcionante
escritor de literatura fantástica que era. Una foto en blanco y negro de un paisaje
industrial desolado, con dos torres de ladrillo desmoronadas, mostraba el siguiente
pie de página: La ciudad en ruinas de Carcosa. Aparecía otra foto en la que se veía la
orilla de un lago cuyas aguas parecían casi negras y en total quietud, aunque las
nubes en la parte superior estaban totalmente revueltas. En el pie de foto se leía El
lago de Hali en permanente crepúsculo. Obviamente, reflexionó Stephen, esto no
debería ser tomado al pie de la letra.
Luego había unos cuantos bocetos toscos, probablemente al carboncillo y
escaneados posteriormente, de pájaros lisiados y figuras humanas deformes que
deambulaban alrededor del lago y los edificios en ruinas. Y el propio Signo Amarillo,
un logo asimétrico incorporado en todas las fotos y dibujos como si flotara en el aire
allá donde uno mirara. Cuando Stephen cerró los ojos seguía vibrando allí, un tono
amarillento enfermizo que nunca había visto en la vida real.
Al final había una dirección de e-mail para quien deseara saber más. Stephen
pinchó en el enlace y escribió un mensaje corto:
No sé dónde está Carcosa, pero debe de ser un lugar mejor que en el que
estoy ahora. ¿Se animaría Cassilda a bailar un vals conmigo? Un reino de
eterno crepúsculo sin duda es mejor que este mundo en el que encienden las
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luces del escenario y lo llaman día. Dime dónde puedo encontrar Carcosa.
No me queda mucho tiempo. Hastur la vista[1], baby.
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atención. Volvió a conectarla, luego se dio media vuelta y regresó a la cocina. Allí se
sentó a la mesa, entrelazó los dedos de las manos y los presionó contra la frente,
sollozando. No podía decirse que fuera una oración, pero al menos era algo.
La brillante luz de febrero se reflejaba en las ventanas y los charcos de agua de lluvia.
Stephen cerró la puerta de la casa y atravesó el salón, la habitación que siempre
estaba limpia y ordenada, la habitación para entretener a las visitas (¿con qué?, ¿con
chistes malos?) Su orden y familiaridad siempre le calmaban, pero ahora no. Esperó
para sentirse en casa. Inoperable. Detrás de esa palabra había más sensación de cierre
que cuando clausuraron los almacenes Woolworth. Extrañamente, en realidad no se
sentía enfermo. Sólo cansado.
El ordenador le llamaba, pero resistió el tiempo suficiente para servirse un vaso
de Jameson’s. Sólo había dos e-mails nuevos, ambos titulados “El exiliado regresa”.
Lo cual era un indicio de spam. Pero uno de ellos era de su hermana Claire. El otro
era de “Muerte en Jaune”.
El e-mail de Claire decía que esperaba que estuviera bien. Luego había un enlace
a la página del periódico local, con el comentario: Este hombre nos casó a Ian y a mí.
Me siento traicionada.
Respiró profundamente, consciente de una vaga rigidez en sus pulmones, y pulsó
el enlace. Un rostro que reconocía de algún lugar. Richard Robinson, de 73 años de
edad, había sido sentenciado a 21 años por el Juzgado de lo Penal de Birmingham por
múltiples violaciones de niños. Antes había ejercido de párroco y era conocido por su
motocicleta y su jovialidad; abandonó el país en 1983 para evitar el juicio. La policía
tardó un cuarto de siglo en conseguir su extradición. En el artículo se afirmaba que
durante todo ese tiempo la Iglesia había mantenido en secreto su paradero. Hasta el
2001 continuaron pagándole regularmente un salario.
Tras sentenciar a Robinson a pasar el resto de sus días en prisión, el juez ordenó
una investigación sobre la actuación de la Iglesia en este caso. Stephen se percató
entonces de que su vaso estaba vacío, pero no recordaba habérselo bebido; no notaba
el sabor del whisky en la boca, ni lo sentía en el pecho.
Se sentía más desvalido ahora que durante su estancia en el hospital. El padre
Robinson. Recordaba ese rostro sonriente de la boda de Claire y de otras ocasiones.
Ahora le vino a la memoria que decían que había dejado el sacerdocio. Tras revisar la
larga lista de comentarios de los lectores, no vio nada más que la zafiedad de las
mentes de los protestantes. Como si la Iglesia no tuviera otras cosas en las que
ocuparse que inspeccionar el lodazal de dudosas acusaciones y vidas inútiles. Un
indignado vecino afirmó: Que cualquier sacerdote continúe parloteando latín ante
los creyentes cuando su iglesia es culpable de tales crímenes resulta de una
hipocresía abyecta.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Sus dedos temblaban mientras tecleaba en la
barra de comentarios: Somos el cuerpo sagrado de Cristo, no un puñado de
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hermanitas de la caridad laicas. Luego desconectó el ordenador y se acercó a la
ventana del estudio. Diminutos copos de aguanieve chocaban contra el cristal como
escamas de piel muerta. Debería telefonear a Claire, parecía disgustada. No, le
respondería por correo. Así no tendría que abrumarla con sus propias malas noticias.
El débil zumbido del ordenador resultaba relajante, como la apacible resaca de los
calmantes. Stephen abrió el otro mensaje titulado “El exiliado regresa”. Estaba escrito
con la misma fuente arcaica de la página web del Signo Amarillo:
Bajo los versos había otra polaroid borrosa: la estatua de una mujer tendida en un
ataúd blanco con los delgados brazos cruzados sobre el pecho. Su rostro era una talla
perfecta de mármol. Los ojos, los labios y la nariz estaban sellados. A Stephen le
recordó una talla en la tumba de un santo. La pura espiritualidad le dejó sin aliento.
Detrás de la figura se elevaban rescoldos de una hoguera oculta a través de los
árboles sin hojas.
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Nadie le ofreció ayuda. Finalmente se las arregló para llegar a trompicones a su
apartamento, con el libro en el bolsillo del abrigo. Pasó tan mala noche que estuvo a
punto de avisar a la ambulancia. Pero alrededor de las dos de la mañana, el dolor y las
náuseas desaparecieron. La paz era demasiado valiosa para malgastarla durmiendo,
así que tomó el libro y comenzó a leer.
Era un libro sobre un libro que no existía: una obra de teatro que había sido
publicada pero jamás representada. El narrador de la primera historia era un católico
fanático que odiaba a los judíos y claramente detestaba a las mujeres. Resultó ser un
psicópata violento al que la obra había enloquecido. ¿Qué sentido tenía? La segunda
historia era una extraña pesadilla sobre gente que se vuelve de piedra y luego
regresan a la vida. Mucho mejor. La tercera historia se sumergía de nuevo en el
retorcido mundo de la obra de teatro, que parecía ofrecer una morbosa esfera
espiritual propia. Y luego la cuarta historia, “El Signo Amarillo”. Nunca había leído
algo tan inquietante. Un narrador católico más comprensivo, cuyo único delito fue
perder la ocasión de hacer el amor a su novia. Ella le dio un símbolo tallado y luego
fue asesinada por un hombre putrefacto que había regresado para recuperarlo y
llevárselo de vuelta. El narrador terminó muriendo solo, aterrado y confuso.
Si hubiera leído las historias antes, aunque fuera hace mucho tiempo, sin duda las
recordaría. Le habrían inquietado entonces. Si no, ¿por qué le resultaban tan
familiares? ¿A qué le recordaban?
Stephen no durmió aquella noche. A estas alturas ya le habían dado la baja en el
trabajo y vivía tomándose las cosas con calma. Pronto tendría que ir al hospital y
luego tal vez a cuidados paliativos. Tal vez le quedaran seis meses, pero ¿qué clase de
meses serían? ¿Cuánto tiempo debería esperar para que un Signo Amarillo le liberase
en la oscuridad? ¿Y qué pecados estaba expiando ahora? Habría preferido probar
otros pecados más interesantes. Pero ahora era demasiado tarde. La carne y el placer
ya no combinaban bien.
Una semana después de leer el libro, envió un e-mail a su contacto anónimo:
Si Carcosa es real, dime dónde está. No me queda mucho tiempo. Tan sólo
unas cuantas semanas o meses más para andar y pensar. Luego, por mucho
que tarde, sólo me quedará morirme. Si el Rey puede darme esperanzas, haré
cualquier cosa.
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mundo no puede hacer. El Rey viste harapos, el Lago de Hali está cubierto
por el crepúsculo, la Máscara Pálida nunca cambia. La vida se esfuma pero
la muerte dura para siempre. Creo que estás preparado para unirte a
nosotros. Trae todo el dinero que tengas, pero no envíes nada. Ve en tren
hasta Telford, donde Cassilda te recibirá con un beso, mañana a mediodía.
El tren llegó tarde; temía que ella ya se hubiera ido. Un viento gélido soplaba en
el andén. Aferrado a su bolsa de viaje, miró a su alrededor. Una joven salió de la sala
de espera y se dirigió hacia él. No concordaba con la imagen mental que tenía de
Cassilda; su cabello negro era demasiado corto, sus ropas demasiado modernas. ¿Pero
qué otra cosa podía esperar? Luego los ojos de ella se cruzaron con los de él y le
sonrió como si se despertara en ese momento de un sueño erótico. Sin preguntarle el
nombre, agarró su mano libre y le besó en la boca. Era un beso más intenso de lo que
él había esperado o merecido, y se sintió sorprendido al notar que él mismo
respondía. Había pasado mucho tiempo desde la última vez.
Todavía sujetándole la mano, ella le condujo abajo por las escaleras de cemento
hacia el aparcamiento. Un hombre esperaba dentro de un oxidado Metro azul.
Cassilda abrió ambas puertas traseras y se sentó junto a Stephen.
—Bienvenido a Carcosa —dijo el conductor mientras arrancaba.
Debía de tener unos treinta años aproximadamente, y llevaba una camisa a
cuadros y el pelo rubio al rape. El coche se alejó de la ciudad y se dirigió a las afueras
pasando entre campos amortajados por la bruma. Cassilda se echó hacia atrás
envolviéndose en los brazos de Stephen y arrimó su boca a la de él. Stephen había
escuchado historias sobre sectas que hacían esto, que usaban el sexo para ganar
adeptos. Pero, francamente, ¿qué tenía que perder?
A medida que la carretera se iba haciendo más angosta y los campos daban paso a
la masa de árboles de un bosque, Stephen comenzó a sentir de nuevo el frío latigazo
del dolor y las náuseas. Rebuscó en su bolsa hasta encontrar la medicina y engulló
dos pastillas distintas. Cassilda se señaló la boca.
—Es medicina —dijo él.
Ella se encogió de hombros. El conductor los observaba por el espejo retrovisor.
En los árboles oscuros, vetas de musgo parpadeaban como runas descoloridas.
—¿Vamos a ir al lago? —preguntó Stephen. Cassilda asintió despacio—. ¿Cuánto
tiempo llevas viviendo allí?
—No existe el tiempo en Carcosa —respondió el hombre joven—. La luna nunca
cambia.
—Llevo aquí tres meses —dijo Cassilda con un suave acento de Derbyshire—,
Hastur está celoso porque se unió a nosotros la semana pasada.
Lanzó a Stephen una sonrisa de complicidad y apoyó la cabeza en su hombro.
Continuaron en silencio. El bosque dio paso a los lindes de una finca abandonada
y en ruinas, unos bloques grises idénticos con planchas metálicas atornilladas sobre
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las ventanas. Una pareja joven con un carrito cruzó la estrecha carretera por delante
del coche. El conductor hizo sonar el claxon.
—Criaturas estúpidas —murmuró—. Si los atropellara, ¿quién notaría la
diferencia? Sus vidas son tan insignificantes como las de las babosas. No le has dicho
a nadie adónde ibas, ¿verdad?
—Por supuesto que no —replicó Stephen.
La pregunta le hizo percatarse de que debería haber llamado a Claire para
informarle de que se marchaba. Si al menos hubiera teléfonos allá donde le
conducían. Él no llevaba móvil.
El aire pareció espesarse, como una cortina de humo donde una llama amarilla
titilase en algún lugar tras ella. ¿Tenía los ojos llorosos? Los edificios parecían
informes y borrosos. Era demasiado pronto para el crepúsculo. El cuervo más grande
que jamás hubiera visto agitaba vacilante su plumaje con vetas blancas sobre la
carretera. Entonces, de repente, remontaron una pendiente y se encontraron bajando
una pronunciada cuesta hacia un lago cuya superficie era de un color gris azulado
metálico. A ambos lados había edificios de apartamentos calcinados.
—Estamos perdidos en Carcosa —dijo la chica, tan débilmente que Stephen no
habría podido asegurar que había escuchado tales palabras.
El coche traqueteó por la carretera hasta detenerse junto a la pedregosa orilla del
lago. Cuando Stephen abrió la puerta le golpeó una vaharada de podredumbre. Las
nubes por encima de su cabeza se veían amoratadas por las turbulencias. Algo le rozó
el rostro, como un ala invisible, y la angustia le atenazó las entrañas. Los otros dos
continuaron avanzando mientras él se agachaba a un lado de la carretera y vomitaba.
Unas runas metálicas brillaban sobre las oscuras aguas. Alzó la mirada con lágrimas
en los ojos y vio una forma retorcida aleteando hacia él por encima del agua, como
una capa amarillenta sin nada dentro, pero moviéndose con determinación. Stephen
se frotó los ojos y la forma desapareció… pero ahora pudo divisar unas
construcciones más pequeñas en la orilla opuesta del lago, y gente que se movía entre
ellas. Una docena aproximadamente de cabañas prefabricadas y un estrecho edificio
blanco con una torre. Había algo pegado a esa torre, pero desde donde se encontraba
no podía ver de qué se trataba… sólo distinguía la estructura de tablones y andamios
que apuntalaba la torre. Luego, justo en el momento en el que la alucinante capa
debería haberle alcanzado, un dolor le atenazó la parte baja de la columna vertebral y
el mundo se ensombreció. Las aguas del lago bullían pesadamente. Lo último que
percibió fue el sabor de la sangre en la boca.
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parcialmente calvo de unos cincuenta años, con el rostro enjuto y gafas de montura
metálica. El fuego ahora se extendía por la garganta y el pecho. Estaba tendido sobre
un camastro en una habitación diminuta con paredes de placas de yeso y un
calentador de aire eléctrico. Había otro hombre de pie junto a la cabecera de la cama,
mirando hacia abajo: el conductor.
—No te preocupes —dijo el hombre mayor—. Estás en Carcosa. Podemos
salvarte. Cuando tengas fuerzas para mantenerte en pie, te llevaremos ante el Rey. Y
durante el ocaso él oficiará la ceremonia de la Máscara Pálida.
—¿Es un imitador del Rey Elvis? —preguntó Stephen.
Hastur se revolvió enfurecido, pero el otro hombre sonrió.
—No, Elvis fue un imitador de él. He leído tus mensajes, sé que tienes problemas.
Pero estamos preparados.
Stephen cerró los ojos y juntó las manos con fuerza, como si estuviera rezando.
Pero en este lugar no conocía las palabras. Rozó con los dedos sus labios secos.
—¿Está Cassilda aquí? —preguntó. Ninguno de los hombres le contestó. Abrió
los ojos—. De acuerdo.
—¿Tienes dinero? —replicó Hastur.
Stephen echó mano a la cartera y se la pasó en silencio. Contenía cuatrocientas
libras, todo lo que pudo sacar antes de su siguiente paga.
Abandonaron la cabaña; el hombre mayor sujetaba a Stephen y Hastur marchaba
tras ellos. Estaban cerca de la orilla del lago, que se agitaba constantemente. Unas
nubes densas de algas azul verdosas oscilaban bajo la superficie mate. El aire parecía
más denso que antes, resultaba más difícil respirar y las nubes arrojaban copos
inmóviles de oscuridad.
Desde esa orilla podía ver que sobre el edificio blanco se posaba una forma
amarilla retorcida, una runa o signo abstracto que recordaba de la página web. Era
difícil apartar la mirada, pero su guía lo conducía a una caravana aparcada frente a la
capilla. Hastur llamó tres veces y esperó.
La puerta se abrió.
—Entrad —dijo el Rey.
Era un hombre alto y ligeramente encorvado, ataviado desde los pies a la cabeza
con una capa hecha jirones. Stephen pensó que estaba hecha de retales de otras
prendas —un uniforme militar, una sotana de cura, una bata de cirujano, un traje de
hombre de negocios— burdamente hilvanados y tintados o coloreados con aerosoles
de un pigmento amarillo chillón. Debía de llevar algo negro debajo, porque los
jirones en la tela sólo revelaban oscuridad.
El interior de la caravana apestaba a incienso y alcohol. Las paredes estaban
empapeladas con recortes de periódicos, pero en la penumbra sólo iluminada por dos
velas no podía leer los titulares. La mesa estaba cubierta de libros, periódicos,
botellas vacías y otros objetos. Sólo había dos sillas; el Rey hizo un gesto a Stephen
para que tomara asiento frente a él. Los otros dos hombres permanecieron de pie.
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—Bienvenido a Carcosa —dijo el Rey. Llenó dos vasitos de una botella abierta y
pasó uno a Stephen—. Esta noche verás la Máscara Pálida. Oirás cantar a las Híades.
Y cuando las negras estrellas brillen sobre el lago de Hali, tú serás redimido. Y
vivirás con nosotros para siempre.
Los otros dos hombres recitaron algo en una lengua que Stephen no reconoció. El
Rey levantó la copa y bebió, y Stephen hizo lo propio. La bebida también era nueva
para él; un licor que sabía levemente a humo y podredumbre. Le adormeció la boca y
expandió por sus entrañas una oleada de quietud. En unos segundos el mundo le
pareció limpio y sin dolor. Miró tras lágrimas de alivio el rostro enjuto e inmóvil del
Rey.
—Traedme la Máscara Pálida —ordenó el Rey. Hastur entró en una habitación
trasera y regresó con una pequeña maleta de piel que el Rey colocó sobre la mesa y
abrió a continuación. Contenía dos objetos envueltos en tela amarilla. El Rey
desenvolvió cuidadosamente el bulto más grande. Sus dedos eran delgados y muy
pálidos. Sostuvo en alto la máscara y se la pasó a Stephen—. Siente su peso.
La máscara no era de yeso. Estaba tallada en mármol o cuarzo y titilaban cristales
en su pura superficie blanca. El rostro de una mujer joven, de rasgos perfectos; los
ojos y la boca estaban cerrados, la nariz taponada. Stephen apenas reunió fuerzas
suficientes para levantarla. Por el borde había una serie de agujeros pequeños,
manchados de sangre reseca.
Se la devolvió al Rey, que ya había desenvuelto el otro bulto: un destornillador
eléctrico y una caja de plástico llena de tornillos. El Rey volvió a cubrir ambos
objetos y se los pasó a sus dos acólitos. A continuación, dirigió la mirada al otro lado
de la mesa abarrotada, hacia Stephen, y la mantuvo clavada en él durante un largo
rato.
—El mundo está envenenado —dijo—. No queda nada de valor. Es hora de irse.
El sol se estaba poniendo mientras esperaban fuera de la capilla. Salió más gente de
las cabañas y las torres en ruinas. Todos iban pobremente vestidos y parecían
enfermos o atribulados, pero con fuerzas renovadas por una expectación compartida.
De las algas que florecían en el lago muerto manaba una misteriosa energía. El aire
estaba cercano al punto de congelación.
Tres figuras delgadas emergieron de una de las cabañas: tres adolescentes,
probablemente hermanas, ataviadas con largos abrigos. Miraron con inquietud al Rey,
el cual dio unos golpecitos a su reloj de pulsera.
—Lo sentimos —dijo una de ellas—. Estábamos ensayando.
Stephen se preguntó si eran las Híades. El Rey subió los escalones hacia la puerta
de la capilla y sacó una llave grande, luego esperó.
Finalmente, tres personas más se unieron a la congregación: dos hombres que
escoltaban a una mujer joven que parecía profundamente drogada. A pesar del frío
sólo iba cubierta con un vestido blanco sin mangas. Cuando se aproximaban
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lentamente a la capilla, Stephen se dio cuenta de que la joven era Cassilda. Los ojos
de la joven recorrieron a la congregación, cara a cara; él apartó la mirada. Los
cuidadores ayudaron a la joven a subir los escalones de piedra hacia la puerta de la
capilla. En ese momento, los últimos rayos de sol iluminaron el Signo Amarillo e
hicieron que temblara. El Rey giró la llave y abrió la pesada puerta, empujándola. Los
vigilantes de Cassilda la condujeron por el umbral tras el Rey. El Signo Amarillo se
apagó con la luz del día; olas negras rompían en la orilla del lago. Una a una, la gente
de Carcosa fue entrando en la capilla.
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MÁS ALLÁ DE LAS ORILLAS DEL SENA
He leído todos los libros sobre aquella época, pero todos se equivocan. Nadie
conoció a Henri Etienne tanto como yo le conocía; desde luego, nadie en toda la
ciudad de París. Ambos éramos estudiantes en el Conservatoire, la escuela de música
de mayor prestigio en todo el mundo, y fue allí donde nos encontramos durante
nuestro primer curso y nos convertimos en amigos inseparables. El hombre sobre el
que la gente murmura en la penumbra de las salas de concierto tiene muy poco que
ver con el joven que tanto apreciaba yo en otro tiempo. Así son las cosas, supongo.
Pocos conocen verdaderamente a aquellos a quienes más idolatran. Tal vez sea lo
mejor.
Henri y yo rivalizábamos en todo; éramos dos compositores siempre en
desacuerdo, si bien era un desacuerdo amistoso. O esa era mi impresión. Tal vez lo
imaginaba así porque yo siempre era mejor que él en todos los aspectos. No quisiera
que esta afirmación sonara tan vanidosa como seguramente suene, pero para que este
capítulo —mi confesión final— cumpla su propósito y purifique mi alma, entonces
debo ser del todo honesto. En comparación conmigo, Henri era mediocre, destinado
poco más que a tocar en uno de los pequeños bares de la Orilla Izquierda, donde
podría ganar lo suficiente para sobrevivir. No es que le faltara práctica o que fuera
indisciplinado —era de la clase de personas que invertía muchísimas horas en afinar
y perfeccionar su destreza—, era más bien que su capacidad nunca destacó sobre la
media, y su ejecución era mecánica y carente de emoción. No era mejor que el
autómata que vi en una ocasión en el Musée Grévin, subido a una caja de música con
sus dedos esculpidos de cera y una pianola. Lo que estoy intentando decir es que
aquel joven no jugaba en la misma liga que yo, y que sólo eso hacía que me atrajera
aún más su compañía.
Su hermana, Elyse, era una criatura del todo distinta. Jamás, ni antes ni después,
he contemplado a una mujer que se acercara tanto como ella a una perfección que
incluso el mismísimo Dios giraría la cabeza para admirarla. Elyse era un sueño. Un
ángel. Y no había cosa que yo deseara tanto como a ella. Quería sentir su calor contra
mi piel. Quería mostrarle la clase de pasión que sólo un hombre a punto de triunfar
podía proporcionarle. Y, sin embargo, a pesar de mi insistente cortejo, ella se
mantuvo firme en mostrarme su rechazo. Yo no era un hombre mal parecido —el
espejo me confirmaba ese punto—, y no carecía de medios, así que su rechazo me
resultaba desconcertante. No parecía lógico; estaba convencido de que obedecía a un
capricho femenino y eso hacía que la deseara aún más. Yo sabía que ella me amaba y
que se negaba a reconocerlo por su hermano.
Lo que más me atraía de Henri era su energía, su perseverancia en intentar
superarme en algo, en cualquier cosa. Me burlaba de él en clase sin malicia, y con los
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amigos, siempre que quedaba en segunda posición después de mi ejecución. Tal vez
fuimos duros con él, manteniéndole siempre con los nervios a flor de piel, pero era
porque le apreciábamos. Disfrutaba de su compañía. Siempre se podía contar con su
cómica mirada cejijunta cuando yo osaba tocar la fibra sensible de su orgullo herido.
Sin embargo, esto parecía motivarle, algo por lo que tendría que darme las gracias.
Aunque, tal vez, no después de examinar las cosas en retrospectiva.
Debido a nuestra rivalidad amistosa, él solía sumergirse febrilmente en cada una
de sus obras, las practicaba sin descanso, obsesionado por lograr la ejecución más
verdadera. Donde yo tocaba adagio, él tocaba presto. Yo componía un minueto y él
contraatacaba con un cuarteto. Cada una de mis obras era respondida por una suya,
siempre con una furia en la ejecución hasta entonces desconocida por cualquiera de
los que le conocíamos. Las manos de Henri temblaban siempre antes de cada
concierto e incluso mi risa no bastaba para calmarle. «Valise, no debes provocar a
Henri», me suplicaba su hermana, a lo cual yo me limitaba a reír aún más. «Es sólo
una broma inocente», decía yo, y su dulce rostro de porcelana se torcía en una mueca
y luego siempre terminaba por escupirme. ¿Alguien podría extrañarse de que yo
estuviera tan perdidamente enamorado? Observábamos a Henri durante el concierto,
y mientras el resto de la sala se centraba en sus dedos en movimiento, yo era incapaz
de soportarlo. Me dolía que sólo consiguieran arrancar de las teclas de marfil unas
notas tan carentes de vida. En lugar de mirar sus dedos, yo examinaba su rostro y el
mechón de pelo que le caía sobre el ceño unos segundos después de iniciar el
concierto; o su piel sonrosada y sudada por la concentración antes de llegar al punto
de ebullición y ser consciente de que lo que estaba tocando era un fracaso. Cuando
esto sucedía, siempre nos miraba a Elyse y a mí, y en cada ocasión yo podía ver que
un sentimiento de derrota se iba apoderando de él. No dejaba de tocar, pero es un
hecho probado que, en cuanto la duda infecta la mente del músico, esta se extiende
como un cáncer. Inevitablemente, daba un traspié, el primero de una creciente
cascada de errores, tras la cual se escuchaba un discreto aunque educado aplauso.
Con frecuencia me lo encontraba sollozando discretamente después de estos
conciertos. Siempre suavemente, como un corderillo, así era mi viejo amigo Henri.
No obstante, su amistad era más importante para mí que cualquier otra cosa, a
excepción de mi propia carrera y, tal vez, la mano de su hermana, e hice todo lo que
pude para guiarle con mi ejemplo, proporcionándole un baremo con el que
compararse. En una ocasión, cuando celebramos con cierto exceso la venta de una de
mis composiciones, él confesó ebriamente que si alguna vez lograba superarme ante
los ojos de Elyse, ya podría morir como un hombre feliz. Yo lo tomé como la broma
que sin duda era: con una risa lo suficientemente prolija para tapar nuestras dos
bocas. Su mirada bajo el ceño fruncido no vaciló, lo cual me embelesó aún más. Su
hermana, sin embargo, se lo tomaba con mucha más gravedad. «Ya no podemos
seguir así. Por favor, déjanos en nuestra desgracia», me pidió Elyse un día cuando me
encontraba frente a ella en el pequeño jardín de octubre, aunque sabía que yo no
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podía hacer tal cosa. Henri era mi amigo más querido, y ella mi futura prometida. Mi
vida les pertenecería hasta que muriera.
Nadie se sorprendió más que yo cuando Henri decidió componer un concierto. Le
pregunté sobre ello sólo en una ocasión y él respondió: «Quiero mostrar a la escuela
lo que soy capaz de hacer». Yo sacudí la cabeza. «No necesitas probarles nada a esos
ignorantes. No te sientas en la obligación de competir. ¿Qué es lo que dice M. Ouillé
en nuestra clase de Orquestación? Uno debe conocer sus propias limitaciones». Era
como si al exponerse de esa manera a ser comparado conmigo, estuviera abriendo
más la herida. Hacía un año que yo mismo había presentado una composición propia
en el Elysées Montmartre, la cual fue acogida con aplausos y halagos de todo el
mundo. Francamente, me enteré de que la composición llegó a manos del préfet del
Conservatorio, François Chautemps, y que este había solicitado una copia de mi
partitura para estudiar mi habilidad. No había forma de confirmar que esto fuera
cierto, por supuesto, pero no parecía tan descabellado, especialmente en esos
momentos. Yo esperaba que mi éxito lograse inspirar a Henri para llegar más lejos.
Cierto día, no mucho después de esto, yo estaba dando vueltas por Montparnasse
buscando a una mujer cuyo nombre olvidé hace mucho tiempo, pero en lugar de
encontrarme con ella me topé con Henri, que deambulaba con mirada ausente. Lo
llamé, aunque en aquel momento pareció no oírme. Se escabulló en el interior de una
pequeña librería de viejo situada en la esquina, que hasta ese momento yo había
pensado que estaba cerrada y vacía. Parecía lo más lógico, viendo los polvorientos
libros del escaparate y el número de moscas muertas que yacían entre ellos, medio
consumidas por dermestos. Seguí a Henri al interior, olvidándome de mi amiga, y me
vi rodeado por claustrofóbicas paredes de vetustos tomos de obras de teatro y otros
objetos sin valor. No encontré a Henri inmediatamente. Sólo vi a un pequeño hindú
que estaba tras el mostrador con la cabeza envuelta en un turbante raído. Sus ojos me
parecieron amarillos y grandes cuando me miró con el labio inferior fruncido en un
rictus cejijunto. Apuntó uno de sus dedos esqueléticos hacia mí, pero no dijo nada.
Fue suficiente para ponerme nervioso y me entraron ganas de marcharme, pero no
podía. Tenía que encontrar a Henri. No lo abandonaría.
En realidad no hizo falta. El propio Henri apareció por el laberinto de estanterías
con los ojos anegados de júbilo… y si no júbilo era alguna otra cosa, algo más
poderoso. Los peores pronósticos se confirmaron. Accidentalmente, Henri dejó caer
la obra teatral que sostenía cuando me vio, luego balbuceó y trastabilló como si le
hubiera pillado haciendo algo indecente. Miré hacia el objeto caído en el suelo al
mismo tiempo que él, pero ninguno de los dos habló, como si acordásemos
tácitamente prestarle la menor atención posible.
—¿Qué quieres, Valise? ¿Por qué me sigues?
—¿Que te sigo? No estaba haciendo nada de eso. Sabes perfectamente que
almuerzo en el Dome. Simplemente te vi mientras esperaba a una amiga.
El cuerpo de Henri se tensó y sus ojos comenzaron a danzar por la estancia
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negándose a cruzarse con los míos. Estaba claro que no quería que le preguntara nada
sobre el libro que había caído entre ambos.
—¿Qué libro es ese? —pregunté.
Se tensó como si temiera que fuera a abalanzarme y arrebatárselo. Si hubiera
estado más cerca, tal vez podría haberlo hecho.
—No es nada —farfulló.
—Nada, ¿verdad? —me acerqué un poco más, intimidándolo. Henri se estremeció
y sus ojos salieron disparados hacia todos los rincones, y aunque sabía que con el
tiempo suficiente mi mirada penetrante lograría que su psique se derrumbara, el hindú
me arrebató esa victoria. No le había oído acercarse, pero allí estaba, detrás de Henri.
Al principio lo único que vi fueron los ojos amarillos, gigantescos y amenazadores, y
ante ellos el nudo en mi estómago se rebeló. Aunque su expresión no cambió, sentí
que me sonreía burlonamente. Me aparté de Henri para aumentar la distancia con
aquel extraño individuo. Henri siguió la mayor parte del tiempo en el mismo estado
de trance en el que lo había encontrado. Intenté romperlo desesperadamente.
—Vamos, Henri. No he comido todavía. Almuerza conmigo.
—Estoy un poco…
—Tonterías —tragué saliva y la nuez subió—. Vente al Dome. Pediré una mesa
para los dos en el patio —«donde el aire es más fresco», olvidé añadir.
Ni Henri ni yo miramos al hindú, pero estaba claro que Henri quería hacerlo y
que sólo lo detenía mi presencia. Cometí el error de deslizar la mirada hacia el libro
que había caído boca abajo sobre el suelo. Apenas tuve tiempo de ver el extraño
símbolo impreso en la esquina inferior antes de que Henri recobrase la compostura y
el control. Sin vacilar, se inclinó y recogió el libro, luego lo sujetó con fuerza contra
el pecho, como si quisiera esconderlo.
—Deja que primero me ocupe de esto. Me reuniré contigo en un minuto.
—Por favor, permíteme —dije, sacando gentilmente mi billetera del bolsillo.
Quería meterle prisa, pero también deseaba ver la obra de teatro que había elegido.
Además, una parte de mí esperaba que Henri mencionara este gesto a su hermana. Sin
embargo, no aceptó que lo pagara.
—No necesito tu caridad, Valise. Por favor, espérame en el café.
Miré al hindú de ojos amarillos y asentí con la cabeza, deseoso de huir de su
presencia. Me refugié en el Dome y pedí un té mientras esperaba la llegada de mi
amigo. No sabría decir cuánto tiempo esperé allí fumando cigarrillos y observando la
puerta combada de aquella extraña librería de viejo. Pero no vi a Henri salir de allí y
al final me vi obligado a almorzar solo.
Henri prácticamente desapareció de mi vida desde aquel momento. En alguna
ocasión lo vi caminando a toda prisa como un demente por el campus, siempre
demasiado lejos para poder alcanzarlo, y me llegaron rumores sobre él que ya estaban
extendiéndose por el campus, rumores inverosímiles que deseché de inmediato. Era
una existencia solitaria la mía sin Henri. Ciertamente, tenía a otras personas con las
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que pasar el tiempo —un músico con talento nunca tiene esa carencia—, pero no
sentía tanto aprecio por ninguno de ellos como por Henri, ninguno me inspiraba el
mismo orgullo y amor, a pesar de sus debilidades.
Una vez pasadas las primeras semanas de esta especie de desaparición encontré
una excusa para visitar el pequeño apartamento que compartía con Elyse, con la
esperanza de que me invitaran a entrar y comprobar si aquellos rumores que me
negaba a creer eran ciertos. Elyse abrió la puerta cuando llamé y, a pesar de que la
dejó entornada, pude ver a Henri agazapado al fondo, un espectro frágil y demacrado
con oscuras ojeras bajo unos ojos llenos de fuego. Elyse me ofreció esa sonrisa que
me derretía el corazón y me hacía olvidar a todos los demás, pero cuando intenté
pasar dentro para hablar con Henri, Elyse levantó una delicada mano y la apoyó en
mi pecho. Estaba claro por su expresión que lo que necesitaba era consuelo. No tuve
otra elección que dejar mis sentimientos por Henri a un lado y consolarla.
Elyse me condujo a la cocina, lejos de la habitación donde se encontraba Henri.
Supuse que era para asegurarse de que él no oyera lo que tenía que contarme.
—Lo único que hace es escribir —dijo ella—. Siempre está trabajando en su
extraña música. Ojalá parase, Valise. Lo oigo a altas horas de la noche, susurrando,
susurrando. A veces me preocupa que no sea ya su voz lo que escucho, sino la mía
propia. A veces, no reconozco su voz. Tal vez a ti te escuche. Tal vez puedas acabar
con su obsesión. Quiero recuperar a mi hermano.
Elyse se derrumbó y lloró sobre mi pecho, cerré los párpados y me empapé de su
dolor. Era agradable, por fin, sentirse necesitado una vez más, y haría todo lo que
pudiera por ella.
—¡Henri! —aullé, mientras irrumpía en su cuarto; sólo me detuve unos segundos
para observar lo desorganizada y caótica que estaba la estancia—. Tenemos que
hablar inmediatamente.
Mi demacrado amigo se apartó un poco de su escritorio abarrotado. Su rostro
estaba muy pálido, pero me prometí que su apariencia no me disuadiría.
—Tienes que parar esto, amigo. Está consumiéndote. Nunca tuviste demasiada
salud, pero esto… —señalé con la mano hacia su alicaído esqueleto.
Henri simplemente intentó dibujar una parodia de sonrisa en su rostro.
—No significa nada. Nada importa ya. Estoy atrapado en este proyecto.
—¿A qué te refieres? ¿Qué proyecto?
Entonces, su sonrisa se borró.
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué demonios no puedes? —exploté.
No me miró, y a mis espaldas Elyse bajó la mirada. De repente, me pregunté si
me habían tomado por idiota. ¿Era cierto algo de lo que Elyse me había contado?
Sólo podía estar seguro de una cosa: que ya estaba harto de sus jueguecitos. En ese
momento sentí el impulso de abandonar aquel lugar, pero, a pesar de la encerrona, mi
insaciable curiosidad no había sido saciada. Entre todo aquel desorden reconocí un
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libro amarillento que me resultaba familiar, abierto y boca abajo. Incluso desde el
otro lado del cuarto me hizo sentir enfermo.
—¿Qué es eso? —pregunté imperiosamente, pero Henri se interpuso entre el libro
y yo antes de que pudiera acercarme más. Parecía extrañamente sin aliento.
—No es tuyo. Valise, por favor, vete.
—No pienso hacer tal cosa. Te exijo que me digas en qué estás trabajando.
Henri suspiró y miró hacia donde yo pensaba que estaba su hermana. Pero cuando
me di la vuelta descubrí que Elyse había desaparecido.
—Ya no hay nadie ante quien lucirte. Por favor, vete. Tengo que acabar de
escribir. Presiento que estoy muy cerca.
—¿Cerca de qué? ¿De adaptar el qué? —señalé el libro que seguía boca abajo
sobre la mesa. Me percaté de que sus ojos no se habían dirigido hacia el libro
mientras yo permanecí en la habitación—. ¿Piensas que eso va a proporcionarte lo
que necesitas?
—No estoy seguro de qué me proporcionará, Valise. No tengo ni idea.
—Entonces, ¿por qué lo haces? Mírate a ti mismo, Henri. El precio a pagar es
demasiado alto. Perdóname la franqueza, pero no pareces estar a la altura de la tarea.
Mira, tengo una idea. Déjame echar un vistazo a lo que llevas hecho hasta ahora.
Permíteme que te ofrezca mi experiencia.
Al principio pensé que se estaba ahogando con su propia lengua, que la tensión
era tan grande que estaba a punto de sufrir un ataque. Pero ese extraño gorgoteo
emergió como algo distinto. Algo que no había esperado.
—¿Te… te estás riendo?
No se dignó a responderme, pero estaba claro que rechazaba mi oferta por el
sonido de su ruidosa risa. No me gustó esa reacción. No me gustó en absoluto.
¿Cómo iba a saber que no volvería a ver a Henri durante meses cuando salí de allí
de forma tan intempestiva? Él y su hermana desaparecieron de los círculos sociales
que compartíamos, e ignoraba por completo si tenían nuevos círculos de amistades.
No me gustó el trato que recibí de ellos y no tenía ningún interés en honrarles con una
amistad que era tan claramente despreciada. Dejé que se apañaran por su cuenta,
como yo tendría que apañarme por la mía, y ni siquiera sentí la suficiente curiosidad
para prestar atención a los nuevos rumores que circulaban sobre lo que Henri estaba
preparando con la ayuda de su hermana. Corrían muchos rumores. Eso era todo lo
que necesitaba saber.
Sin embargo, no pude escapar por mucho tiempo de los chismorreos. Corrían
como el fuego por el campus, agrupando a los estudiantes, uno tras otro, fundiéndolos
en una sola voz que me martilleaba la cabeza. Según contaban, Elyse se había
retirado de la vida social para cuidar de su hermano mientras este componía su gran
obra. Secretamente, todas las habladurías sobre Henri y su misteriosa obra me
irritaban, me hacían pensar que, tal vez, yo mismo también debería plasmar un gran
testimonio vital a través de la música, aunque sólo fuera para demostrar a todos
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aquellos idiotas deslumbrados por el mito en alza de Henri que no era la gran
maravilla que se imaginaban. Sin embargo, no lo hice. Lo intenté en más de una
ocasión, pero cada intento terminaba en un exasperado fracaso. Nunca antes había
fracasado en nada y, sin embargo, allí estaba sentado, noche tras noche, privado de
cualquier inspiración que pudiera transformar unas notas cacofónicas en dulces
eufonías. Por decirlo de una manera suave, estaba desconcertado y sabía que sólo
podía echar la culpa a los rumores persistentes sobre Henri. Su eco parecía seguirme
allá donde iba.
Hice todo lo que pude para olvidar a mi antiguo amigo y a su hermana, para dejar
atrás de una vez por todas mis experiencias con ellos. No podía entender qué era lo
que había salido mal y no quería perder más tiempo del que ya había perdido
pensando en ello. Por mi parte, ambos estaban muertos y yo salía ganando. Pero uno
no puede librarse de los sentimientos tan fácilmente. Durante el día podía hablar con
altanería y fingir ignorancia cuando uno de esos dos nombres salía a colación en una
conversación, pero, ¿por la noche? Por la noche me acosaban visiones y mis sueños
eran invadidos por música y sus rostros sonrientes. Soñé con tierras muy lejanas, con
lagos de oro brillante, donde reyes y reinas danzaban en opulentos salones de baile
mientras unos locos les espiaban desde los corredores. Allí vi a Henri y a Elyse
vestidos con los atuendos más exquisitos, dando vueltas sobre el reluciente piso, sin
volver la cabeza hacia mí ni una sola vez.
Por todas las razones arriba expuestas, es fácil hacerse una idea de mi sorpresa
cuando recibí la invitación. La tarjeta era pequeña y estaba dirigida a mí con la
temblorosa caligrafía de Henri, y en el dorso se indicaba una hora, una dirección en el
barrio Latino y las palabras: Se requiere su asistencia para pasar una velada en
Carcosa. Carcosa. Vaya, ¿por qué aquel nombre me resultaba a un mismo tiempo
familiar y terrible? Entonces no fui capaz de recordarlo. Y esa, al final, puede que
fuera mi mayor estupidez.
No tenía intención de asistir. A pesar de mi curiosidad por comprobar lo que la
mediocre mente de Henri podría haber concebido en su soledad, estaba claro que él
no apreciaba en todo su valor los consejos que había intentado inculcarle. De hecho,
cogí la invitación y la lancé a la papelera, confiando en que la señora que limpiaba
mis aposentos se deshiciera de ella por mí. Y, sin embargo, ¿qué creen que ocurrió
cuando regresé más tarde de mis clases aquel mismo día? Pues que descubrí que la
mujer de la limpieza se había dejado un único trozo de cartulina enganchado en el
fino borde metálico de la papelera. No hace falta que les diga de qué trozo de
cartulina se trataba.
Tuve la sensación de que estaba siendo invocado por una fuerza muy superior a la
mía y decidí obedecer para no sembrar el caos en mi vida. Pero, por supuesto, la
superstición no era la única razón de que alterase mi decisión. Desde que recibí la
tarjeta, mi mente vagaba continuamente hacia la imagen de Elyse y la idea de volver
a verla me llenó de un inesperado anhelo.
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Por fin llegó el día del ahora infame concierto de Henri, justo cuando me estaba
recuperando de uno de esos resfriados que te dejan postrado en cama durante días y
días. Ya estaba lo suficientemente fuerte para salir y fuera de peligro de contagio,
pero incluso el corto paseo hasta el Hall du Sainte-Geneviève me dejó sin aliento.
Bebí un trago de agua helada de la barra cuando ya estuve dentro y ubicado, pero no
me sentía del todo bien y el tónico medicinal que me había tomado antes de salir sólo
hizo que mi cabeza se sintiera desconectada del resto del cuerpo. Les cuento esto en
parte para explicar lo que presencié y, en parte, para justificarme por no interferir.
Había escuchado las historias que precedieron a aquel día, pero apenas les había
dado crédito. ¿Realmente Henri había escrito la partitura sólo para un
acompañamiento de piano y cuerda? ¿Y era cierto que ninguno de los que se
presentaron a la audición para el cuarteto logró realizar una sola práctica sin
abandonar? Sonaba extraño, y cuando con tono casual les pedí a mis compañeros de
clase que aportaran pruebas, no pudieron darme ninguna. ¿Cómo era posible que
Henri hubiera hecho audiciones a tantos músicos y yo no conociera a ninguno de
ellos? Parecía imposible. Y, sin embargo, los rumores persistían. Estaba
desconcertado y me negaba a darles crédito. Lo cual explica por qué me sorprendió
tanto la visión del Hall. Quizás debería achacarlo de nuevo a mi estado enfermizo,
pero no esperaba encontrar sólo unas cuantas hileras de bancos ante un piano de cola,
que estaba situado sobre una plataforma ante el tríptico en el hall formado por unas
grandes ventanas con vistas al Sena. Si había contratado a músicos de
acompañamiento, estaba claro que no habían llegado, y a medida que iban pasando
los segundos llegué a la conclusión de que se trataba del concierto de un virtuoso y
me pregunté cómo iba a sobrevivir Henri a tanta presión. A pesar de la falta de
consideración con la que me había tratado previamente, no tenía ningún interés en
verle hacer el ridículo de forma tan notoria.
Se había congregado bastante más público para el espectáculo del que yo había
imaginado. Henri había dejado el Conservatorio hacía ya bastante tiempo como para
ser recordado en otra circunstancia y, sin embargo, parecía que todos los alumnos del
Conservatorio habían hecho acto de presencia. Y, junto a ellos, hilera tras hilera de
extraños que nunca antes había visto ni en la escuela ni en ninguno de mis propios
conciertos. Me pregunté cómo era posible. ¿Se trataba simplemente de curiosos
atraídos por la críptica invitación? Sin duda, era imposible que toda aquella gente
conociera la obra de Henri, ni tampoco música bien ejecutada en general, si es que
venían a escucharle. No encontraba otra explicación al numeroso público, y mucho
menos al brío de la excitación general entre la concurrencia. Y lo más extraño de todo
era la presencia del hombre sentado en la parte de atrás. Reconocí el rostro
inmediatamente, aunque pasó un tiempo hasta que sus penetrantes ojos amarillos me
lo confirmaron. ¿Es que la obra de Henri también había despertado la expectación
entre los comerciantes locales? Debo reconocer que desde mi esquina en la parte
delantera de la sala me reí ante la total estupidez de las expectativas de toda aquella
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gente, que estaban a punto de derrumbarse.
Pero dejé de reír cuando Elyse apareció. Su vestido se deslizó desde la entrada a
mis espaldas y se limitó a flotar hacia los asientos de delante. Estaba incluso más
hermosa de lo que la recordaba, vestida con la seda y las gasas más refinadas, y
aunque no giró la cabeza cuando la llamé por encima del estruendo de la gente, pude
ver que tras el velo su piel era más asombrosamente similar a la porcelana que nunca.
Me dio un vuelco el corazón al verla y mi cabeza comenzó a dar vueltas. Daban igual
los recuerdos que tuviera de su bello semblante, eran un pálido reflejo de la verdad.
Estaba tan embelesado con Elyse que no me di cuenta de que el silencio había
invadido la sala. Henri ya se había presentado, y lo había hecho sin ningún tipo de
fanfarria ni acompañamiento. A diferencia de su hermana, él era una aterradora
sombra de lo que había sido en otro tiempo. Con el rostro demacrado y la piel tirante,
parecía el mismísimo Caronte cuando avanzó lentamente por el pasillo central entre
el murmullo ahogado del público. En la parte delantera de la sala, su piano se alzaba
a la espera. Henri sostenía en la mano una carpeta de color claro sin título, y cuando
llegó al piano y se sentó parecía estar empleando toda su energía para permanecer
erguido. Miré de reojo a las personas que me rodeaban, pero en vez de incredulidad,
lo único que vi en sus rostros fue éxtasis. Soy incapaz de expresar lo extraño que me
pareció todo.
Los párpados de Henri estaban entornados y parecía necesitar hacer un esfuerzo
hercúleo para mantenerlos abiertos. Poco a poco, empecé a preocuparme cuando vi
que se demoraba en hablar o moverse, y pronto me olvidé de mis rencores y me
dispuse a acudir en su ayuda… pero, entonces, me detuve al oír las palabras que
finalmente salieron de su boca. Elyse lo miraba con embelesada atención.
—Sean todos bienvenidos a la culminación de mis años en el Conservatorie de
Paris y de todo lo que he aprendido desde que salí de allí —entonces, durante unos
segundos, creí que Henri me miraba, pero sus ojos vidriosos probablemente
estuvieran mirando a través de mí—. Este concierto está inspirado en una obra de
teatro que descubrí en una librería sin nombre. En un primer momento, visité el lugar
en un sueño, y por azar encontré más tarde el lugar en las entrañas de Montparnasse.
Lo reconocí de inmediato y me sentí atraído a su interior, a su rincón más apartado,
donde encontré entre las estanterías un libro de color claro marcado como ningún
otro. Con el más leve roce, noté en los dedos electricidad y sin dudarlo comencé a
leer. Hacia el segundo acto ya sabía que nada volvería a ser igual. Supe que, por fin,
había encontrado mi llave.
Pero ¿la llave de qué? Giré la cabeza para constatar la reacción del público, pero
era como si no hubieran oído nada. Sus semblantes permanecían impertérritos, a la
espera de que comenzara el concierto. De nuevo, intenté captar la mirada del hindú
sentado en la parte trasera de la sala, pero su rostro estaba oculto tras cuerpos
inquietos. Me invadió una sensación de temor, amplificada por los efectos de mi
enfermedad. Temía que me entraran ganas de vomitar y cerré los párpados con la
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esperanza de que la desorientación y las náuseas desaparecieran. Pero, en todo caso,
las empeoraron.
Los abrí cuando Henri comenzó a tocar. O, al menos, creo que lo hice. Es difícil
estar seguro. Tras escuchar esas primeras notas —aquellas notas que, incluso ahora,
poseen un efecto hipnótico en todo aquel que las escucha—, fui consciente de que
todo lo que pensaba que sabía sobre el que había sido mi amigo estaba equivocado.
La manera en la que tocaba, era como si cada nota fuera atrapada por el aire y se
cristalizara ante mis ojos, gemas brillantes que irradiaban un brillo incluso más
intenso. Me bañó la luz de lo absoluto y a medida que aumentaba su brillo todo lo
demás que tenía a la vista se oscurecía. Henri tocaba con una fuerza que ignoraba que
poseyera y me paralizó con una luz cegadora. Esa ceguera no se disipó hasta que un
sutil cambio de acordes me indicó que el segundo acto de su concierto había
comenzado. Luego, el vacío desapareció y reveló un mundo que no era como el que
yo recordaba. No sé de qué otra forma describir lo que presencié. Las paredes del
Sainte-Geneviève habían caído y me encontré vestido con un atuendo del siglo
dieciocho de lo más extraño. Notaba mi semblante diferente, y cuando lo toqué con
mis dedos descubrí que no era el mío. Me giré confundido y el sonido reconfortante
de la música que tocaba Henri calmó el pánico que brotaba de mi interior, pero antes
me impactó la visión del público y los disfraces similares que llevaban. Miré
rápidamente hacia el frente de la sala en busca de Elyse y vi a una mujer más
deslumbrante que antes, ataviada con una peluca y un vestido de fiesta, y con el
rostro resguardado tras un antifaz de porcelana que sujetaba en alto con una sola
mano enguantada.
Entonces, por el pasillo central, avanzó a zancadas una figura embozada, una
figura que instintivamente se me reveló como la del hindú de la librería, a pesar de
que iba disfrazado de arriba abajo. Era más alto en la visión, y su vestimenta se había
transformado en una larga capa amarilla y unas mallas blancas con volantes. Su
rostro estaba oculto tras una máscara negra con un pico largo, y su cabeza tocada con
un enorme sombrero amarillo. Se movía de manera extraña mientras avanzaba, como
si sus pies no estuvieran en contacto con el suelo de madera, y ataviado de esa
manera me recordó a un ave pintoresca en pleno ritual de cortejo. Todos los ojos
estaban posados en él, aunque tras los agujeros negros de su máscara yo sabía que sus
ojos estaban clavados en una sola persona. Elyse debía saberlo también porque se
levantó mientras él se aproximaba, sujetando cuidadosamente el rostro de porcelana
sobre el suyo propio, y avanzando unos pasos hacia el centro de la sala le ofreció su
mano enguantada. Y fue entonces cuando el suelo se expandió formando un espacio
más amplio, como el de un salón de baile, y la tarima en la que Henri continuaba
tocando se elevó a las alturas. El techo sobre nuestras cabezas había desaparecido, las
negras estrellas titilaban sufriendo extrañas transformaciones alrededor de dos lunas
menguantes, mientras, abajo, el hombre amarillo tomaba a la hermana de Henri de la
mano y comenzaba a danzar con ella. Fue, con toda probabilidad, la cosa más
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hermosa que he visto en mi vida. Y la más aterradora también. Se movían al unísono,
dos seres en uno solo, recorriendo en círculos el salón una y otra vez mientras sonaba
la evocadora música, cada uno de sus pasos más ligeros que el aire.
Pero no todo era felicidad. Debido a mi estado enfermizo, los bordes de mi campo
de visión comenzaron a ondularse, como si la propia realidad estuviera
deshaciéndose. Intenté hablar, pero mi lengua permaneció anclada en la garganta,
inmovilizada por la máscara que estaba forzado a llevar. El hombre de amarillo y su
novia enmascarada giraban y giraban, y cuando se acercaban a Henri la luz de luna
que los bañaba se hacía tan brillante que pude detectar una fina grieta que recorría de
arriba abajo la máscara de Elyse. Parecía hacerse más alargada cuando bailaban cerca
del tríptico de ventanas y mientras la cegadora luz de luna reflejada del gran lago los
bañaba de luz; la luz podría haber procedido, no de un lugar de Francia, sino de una
tierra lejana que sólo entonces reconocí como la perdida Carcosa.
El flujo de la música cesó a la débil luz de la mañana parisina y no quedó nada
más que el más profundo silencio y el público al completo intentando entender lo que
acababan de presenciar. Al menos, eso es lo que yo estaba haciendo. Luego, comenzó
un estruendoso aplauso. Un aplauso cerrado que continuó durante casi diez minutos
mientras Henri permanecía allí sentado, visiblemente consumido y posiblemente
incapaz de ponerse en pie, o cualquier otra cosa, sin arriesgarse a caer desplomado.
Durante todo ese tiempo no aplaudí, porque mis ojos se dirigieron hacia donde otros
no miraban. Hacia la parte delantera de la sala y hacia el asiento que permaneció
vacío durante el mayor triunfo de Henri.
Al día siguiente encontré a Henri en el apartamento que compartía con su
hermana. Había pasado toda la mañana escuchando historias por el campus sobre la
gran proeza musical, pero yo estaba más preocupado por lo que había desaparecido
que por lo que repentinamente había aparecido. Y, sin embargo, cuando encontré a
Henri allí tumbado guardando reposo y observando por la ventana el curso del Sena,
no tuve el valor de acusarlo de nada. El apartamento estaba hecho un caos y le
pregunté cuánto tiempo hacía que Elyse no había estado allí.
—Parece que se hubiera ido hace una eternidad.
—¿Dónde está? —pregunté, aunque sin duda alguna no tenía ningún deseo de
saberlo. Afortunadamente, me ahorró el mal trago cambiando de tema.
—¿Qué te pareció el concierto?
Debería haber mentido —en cualquier otra circunstancia le habría mentido—,
pero al ver que su semblante era tan sólo una sombra de lo que había sido y sus ojos
estaban marchitados por todo lo que habían padecido, no pude seguir escondiendo
tras mi envidia su enorme talento. Le confesé que había sido inolvidable, que no
había dejado de pensar en ello desde que lo escuché. Al acabar, él se limitó a sonreír
desabridamente.
—El precio por componerlo fue alto, muy alto. Y ahora estoy aquí frente a ti y me
pregunto si realmente valió la pena. Los demás, ¿crees que los demás recordarán lo
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que he hecho?
—Creo que si todo París no está ya hablando de ello, es sólo porque el día acaba
de empezar.
—Bien, bien —dijo, y cerró los ojos durante unos segundos. Los tenía tan
hundidos que eran como dos esferas oscuras sobre carne macilenta. Daba la
impresión de que llevaba una máscara y recé para que no se la quitara. Cuando
aquellos ojos volvieron a abrirse, me miraron, pero no soy lo suficientemente idiota
para pensar que era a mí a quien estaban viendo.
—Por favor, Valise, ahora necesito descansar. Mañana tengo muchas cosas que
hacer. ¿Te importaría dejarme reposar?
—Por supuesto —dije, y abandoné en silencio el apartamento mientras él volvía a
fijar sus ojos en el Sena. No me había alejado mucho de allí cuando mi preocupación
por Elyse volvió a asaltarme, pero en ningún momento me volví ni aminoré el paso
en mi huida. Hay algunos temas, y lugares, que es mejor no frecuentar jamás.
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NOCHE DE CINE EN CASA DE PHIL
Dos años más tarde, de hecho veintitrés meses después del suceso, Phillip Saxon se
dio cuenta de que debía lo poco que le quedaba de cordura al BetaMax. Cuando este
pensamiento estúpido cruzó su mente, se rio por primera vez desde su estancia en el
hospital. Incluso le llegaron noticias al doctor Menschel de que podría estar
mejorando.
Cuando Phil tenía una vida, trabajaba de programador y redactor de textos
técnicos. Llevaba la vida acomodada habitual de un hombre de su educación e
inteligencia. Su esposa Jean continuaba siendo una mujer hermosa a sus cuarenta y
tantos años, aunque su cabello rojo dependiera del Loreal®. Su hija pelirroja Susan
disfrutaba de su segundo año en la universidad comunitaria y pasaría a la Universidad
de Texas al año siguiente. Por lo que Phil sabía, su hijo pelirrojo Travis estaba dentro
de la lista de alumnos con distinción académica y mención de honor en carrera en
pista. Incluso su golden retriever Hawn era admirado por su habilidad para atrapar
Frisbees. Su casa de dos plantas y fachada de ladrillo tenía un encantador jardín
xeriscape, y los tres vehículos familiares se encontraban en perfectas condiciones. La
vida era buena.
Cuando Phil se graduó en la Universidad de Rice sólo tuvo una queja. No había
suficientes asignaturas de cine para poder escoger la rama de optativas de
audiovisuales. Poco después trabajó con el mejor software para películas. Si alguna
vez han hecho algo de edición a nivel profesional, entonces sin duda han usado
algunos de los productos de Phil. El tipo adoraba el cine. Cine extranjero, clásico,
negro, western, de Bollywood, de terror de serie Z… tenía un rincón en su corazón
para todos los géneros. Sólo había una cosa que sacaba a Jean de sus casillas; Phil
padecía de un ligero trastorno obsesivo-compulsivo. Cuando algo le «enganchaba»
había que vigilarlo. Phil siempre andaba enganchado a algo. Un mes fue Luis Buñuel.
Jean se quedó aterrorizada con la escena en la que se secciona un globo ocular en Un
Perro Andaluz el primer día, y consternada por el confuso erotismo de Ese oscuro
objeto del deseo el último día. Un mes fueron las películas de Godzilla; ¿era
necesario que alguien supiera que había casi treinta? Jean y sus hijos perdieron a Phil
como padre y esposo durante dos horas o más cada noche. Pero era un hombre
amable, un trabajador incansable y en ocasiones las películas podían ser divertidas.
Phil tenía amigos que también eran cinéfilos. Admiraban su sala de proyección.
Bebían su cerveza y se comían sus palomitas, y algunas veces tenían el detalle de
traer sus propias provisiones para compartirlas. Cuatro o cinco noches a la semana,
Phil veía películas. En ocasiones las veía solo y luego actualizaba el blog a altas
horas de la noche.
Las Navidades, el Día del Padre y sus cumpleaños eran tarea sencilla. Libros
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sobre películas, carteles de cine u otros objetos de interés para cinéfilos. Todo iba
bien. Entonces Jean vio 666 Películas de terror que te matarán de miedo en Amazon.
Aunque temía que Phil se fuera a obsesionar con todas aquellas películas, sabía que
solía engancharse a ciertos directores y temas. Parecía ser una buena maniobra de
ingeniería pacificadora maternal. Pensó que así salvaría a su hijo.
Jean era una madre texana de tres generaciones de madres texanas. Y, lo que era
peor, era una madre del Metroplex de Dallas con el pelo cardado y un todoterreno.
Estas prebendas involucraban ciertas normas: No Molestar al que Trae el Pan a Casa.
Guardar Secretos es Bueno.
Phil y Travis no se habían hablado prácticamente desde que Travis dejó de jugar
al fútbol en el instituto de secundaria Sam Houston. Phil no había sido nunca
deportista y no se había implicado con su hijo en su grupo de scouts… Como mucho,
le pedía ajean que le comprara al chico regalos caros. Bien sabe Dios que él no tuvo
ningún artículo caro cuando creció en Doublesign, Texas.
Phil pensaba que Travis estaba todavía en los scouts, Travis pensaba que Phil era
un gilipollas. Travis había sido expulsado dos veces ese año del Instituto Crocket
(¡Arriba los Coogs!) En una ocasión por la «sospecha» de estar fumando hierba y en
otra por estar involucrado en una pelea con un chico mexicano que le había «pateado
el culo». Pósteres de grupos musicales con apariencia filonazi cubrían las paredes de
su habitación, pero también de Jason, Freddy, Michael Myers y de la franquicia de
Saw. Jean pensaba que si sus chicos comenzaban a ver películas de miedo juntos, la
misteriosa fuerza de los vínculos masculinos se haría cargo del resto y no sería
necesario que Phil supiera que su hijo no iba a graduarse.
Al principio el plan resultó un fracaso. Phil siempre soltaba comentarios
históricos mientras las veía. «¿Sabes que la primera peli de terror fue filmada en
1896? Duraba dos minutos». Las conversaciones durante el desayuno con Phil raras
veces eran interesantes. Jean dejó caer que tal vez pudiera compartir con el chico
películas más recientes. Así que hubo un mes entero de giallos italianos. Phil no ganó
ningún punto a su favor intentando explicar por qué la palabra «amarillo» se usaba en
italiano para referirse al terror cum sexo. Pero a Travis le había gustado la crueldad y
las escandalosas escenas de sexo y muerte, hasta que averiguó los trucos
argumentales. «¿Por qué el asesino siempre es alguien con guantes negros? ¿Por qué
la policía no busca en las casas y arresta a cualquiera con guantes negros?» Las
películas de vampiros no funcionaron. «Los vampiros son para maricones». Pero un
inesperado sub-sub-género realmente le llamó la atención a Travis: las películas sobre
relatos de Poe de Roger Corman. Había 8 de estas películas: La caída de la casa
Usher (1960), El péndulo de la muerte (1961), La obsesión (1961), Historias de
Terror (1962), El palacio encantado (1963), La Máscara de la Muerte Roja (1964),
La tumba de Ligeia (1964) y El Rey de Amarillo (1966) de Edgar Allen Poe.
Comparemos y contrastemos. Todas las películas tienen a Vincent Price como
protagonista, excepto La obsesión, protagonizada por Ray Milland. La mayoría
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fueron filmadas en los Estados Unidos, excepto las tres últimas, que fueron rodadas
en el Reino Unido. Pero lo que generalmente hace sonreír a los profesores ingleses es
que dos de las películas ni tan siquiera son «realmente» de Poe. El castillo encantado
(a pesar de su título sacado del poema de Roderick Usher) es una buena adaptación
realizada por el gran Charles Beaumont de la obra de H. P. Lovecraft El caso de
Charles Dexter Ward, y la última de la serie, El Rey de Amarillo de Edgar Allen Poe
era una adaptación de James Blish de una oscura obra de teatro francesa titulada Le
roi Jaune, que podría haber sido escrita (según 666) por Lautremont, un escritor
francés bastante siniestro nacido en Uruguay.
Travis adoraba el retrato que hacía Price de los intelectuales sádicos
desesperadamente nihilistas. Todo lo que veía le encantaba. La dominación de
Roderick Usher sobre su hermana pulsaba algunas fantasías que tenía desde hace
tiempo. Travis se insinuó sexualmente a Susan una noche e incluso intentó acorralarla
en el cuarto de esta. Una rodilla filial directa a su entrepierna detuvo cualquier otra
insinuación. Gracias a Dios Phil nunca se enteró de ello. Jean convenció a Susan de
que papá no sería capaz de hacerse cargo de la situación.
Después de El péndulo de la muerte, Travis y Cormac Jones, otro niño de las
«Juventudes Arias», inmovilizaron a una chica negra y dibujaron amplios arcos con
un cuchillo Bowie frente a su cara. La punta fue acercándose más y más, pero nunca
llegó a tocarla. El director le expulsó tres días. Pero Jean veía lo mucho que Travis
disfrutaba viendo películas con su padre y, en el mundo de fantasía de Phil, Travis y
él estaban estableciendo un vínculo a través de los exuberantes escenarios y trajes en
tecnicolor. Jean dijo a sus compañeros del club del libro que sus chicos finalmente se
habían hecho amigos. De hecho, algo más extraño les había ocurrido a ambos: ahora
veían un reflejo de sí mismos en el otro pero, como San Pablo hubiera expresado, «A
través de un vidrio oscuro». Phil pensaba que Travis podría sentirse inspirado para
iniciar sus estudios en Radio Televisión y Cine en la Universidad de Texas. Phil ya
podía ver el nombre de su hijo pasando en los créditos finales de una película. Y
Travis concluyó que su padre estaba «realmente metido en ese rollo». «Ese rollo»
podía ser o bien BDSM, Satanismo, o algo más ambiguo y maligno a falta de un
nombre. Esta locura quedó patente una noche, cuando Travis preguntó a su padre si
tenía una fusta. Phil le respondió afirmativamente pensando que Travis estaba
reuniendo una serie de elementos de utilería para un corto, tal vez una cinta de época,
para subirlo al YouTube. Travis escuchó en su respuesta que el culo de mamá se
ponía colorado cuando la muy perra se pasaba de la raya.
Algunos de los amigos de Phil, programadores expertos, acudían a las
proyecciones. Travis despreciaba profundamente a Mike, Juan y Swen. A Juan, por
razones obvias, ya que había sido una mala elección vital nacer moreno. Swen
debería haber resultado un buen tipo, pero parecía la prueba viviente de que incluso
los mejores genes no salvan a nadie de ser un absoluto Imbécil. Travis sentía una
especial repulsión hacia Mike. Para empezar, estaba perdiendo su ralo pelo castaño y
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tenía ojos marrones acuosos que parecían del color de la mierda de bebé. Por si esto
fuera poco, Mike almacenaba todo tipo de cosas. Se ha prestado mucha atención a
estos cerca de tres millones de norteamericanos que no pueden tirar nada y que
abarrotan sus casas con basura y chatarra y destrozan sus vidas con un torrente de
turbo-capitalismo al que tanto apestaba Mike. La «colección» de Mike de equipo
electrónico hacía ya mucho tiempo que invadía su ducha y su bañera. Se limpiaba con
toallitas de bebé. Todo cacharro de más de treinta años tenía su hueco en el domicilio
de Mike: floppy disks, reproductores de discos láser, máquinas de diatermia de mano,
limpiadores de discos, módems, videojuegos. Su casa estaba tan abarrotada que sólo
estaban despejadas dos sillas… de manera que Mike sólo podía invitar a una persona
en cada ocasión, aunque lo cierto es que no recibía ninguna visita. Phil pensaba en
Mike como una clase de reflejo de sí mismo, donde él mismo se encontraría si
perdiera el control de su obsesión cinéfila. Travis fantaseaba con robar en casa de
Mike, pero se dio cuenta de que sería muy difícil moverse entre toda esa basura.
Jean no tenía mucha imaginación y por ello no vio las señales de advertencia de
lo que ella misma había propiciado. Por ejemplo, después de ver El palacio
encantado, donde se hablaba de la revivificación, el gato manchado de un vecino
apareció descuartizado. Alguien había colocado a Bootsy en un pentagrama inverso
hecho de sal y líquido desatascador esperando transformarlo en una especie de
Lázaro felino. Jean descubrió el cadáver en el callejón después de su carrera matinal.
Sin duda sospechaba de su hijo, ya se habían producido otras muertes de animales,
pero los extraños elementos de la Alquimia le traían totalmente sin cuidado. Sólo era
algo más que esconder en la basura. ¡Pobre Bootsy!
Conseguir las primeras siete películas resultó sencillo. El Rey de Amarillo de
Edgar Allen Poe parecía ser la única película de American International Pictures que
no había sido digitalizada. Debido a ello, el festival de cine de Phil se retrasó unas
cuantas semanas. Echemos un vistazo a la reseña que apareció en 666 Películas de
terror que te matarán de miedo, ¿les parece?
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pero Corman trasladó el drama a la Inglaterra del siglo XII. La obra de teatro
es una mezcla irregular de farsa y cuento de terror y, como la obra maestra
de Corman La Máscara de la Muerte Roja, los últimos momentos de sorpresa
tienen lugar en un baile de máscaras. En cierto momento, debido al bajo
presupuesto para el reparto, Corman permitió que Price interpretara tres
papeles… una hazaña actoral a la altura de Peter Sellers, pero demasiado
grande para el grandilocuente Price. Price hace el papel del anciano Rey y
también de dos hombres más jóvenes. Uno de estos es el Extraño; una
figura que, como la Muerte en La Máscara de la Muerte Roja, parece
obedecer reglas de causalidad distintas a las de los personajes humanos. El
Extraño aparece en el baile de máscaras sin máscara, lo cual por algún
motivo aterroriza a los asistentes al baile. El Rey había decidido anunciar los
asuntos cruciales de su sucesión durante la mascarada. Los asistentes a la
fiesta piensan que el Extraño, debido a su espeluznante parecido con el
propio Rey anciano, es su heredero desaparecido mucho tiempo atrás. Sin
embargo, el Extraño está en una misión cósmica relacionada con un
misterioso sigilo, el Signo Amarillo. Los cortesanos desarrollan sus propias
conspiraciones e intrigas, que deben ser ejecutadas con veneno y seducción
durante el baile de máscaras. En todo este embriagador batiburrillo, Corman
hizo que Price interpretara un tercer personaje, el Fantasma de la Verdad,
que destaca entre los actores lujosamente ataviados por su sencilla túnica
blanca. El Fantasma parece repartir unos pergaminos a algunos de los
invitados a la fiesta, que de esta manera son conscientes de los monstruosos
secretos que siempre han obviado sobre ellos mismos, lo cual les lleva a
entrar en pequeños cuartos (Cámaras de Suicidio) y darse muerte. La
audiencia nunca ve qué hay escrito en el pergamino, sólo que el signo está
pintado en amarillo, el cual podría ser el mismo sigilo que el Extraño busca (o
posee). Azalea Jones y Sophie Maclntyre interpretan a las hermanas
gemelas lesbianas Camilla y Cassilda. Camilla está inmersa en una
conspiración para colocar a Aldones, interpretado por David Weston, en el
trono. Weston en gran medida repite su papel en La Máscara de la Muerte
Roja… la voz del hombre común que actúa como brújula moral en la mayoría
de las películas de Corman. Cassilda es una mujer ligeramente desquiciada,
que ha leído el temido pergamino pero de alguna manera ha logrado ser
fuerte para sobreponerse a sus propios secretos. Corman la dirigió como si
fuera una especie de Ofelia… A veces lasciva y otras loca, o desconsolada y
extasiada. Después de ver la versión completa de la película, Corman cortó
33 minutos, haciendo que la película fuera menos accesible al público que su
cinta burdamente editada El Terror. Debido a las muertes durante el rodaje,
persiste la leyenda de que es una película «maldita», pero el asombroso
efecto especial mediante el cual Corman logró que tres Vincent Price
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aparecieran en la pantalla ha atraído la atención de muchos camarógrafos y
ha dado pie a muchas teorías a lo largo de los años. El reparto sufrió una
buena dosis de desgracias; durante el rodaje Sophie Maclntyre (Cassilda) se
suicidó en una de las Cámaras de Suicidio… con el siniestro resultado de
que el resto del reparto creyó que estaba bromeando e incluso aplaudió
cuando la sangré salió por la puerta de la cámara. Los exteriores del rodaje
habían sufrido numerosos cortes de suministro y el set se quedaba a oscuras
casi todos los días. Price padeció una leve crisis nerviosa después del rodaje
y se pasó seis meses recluido en la Riviera. La desastrosa cinta resultante
contó con algunos seguidores de culto en los Festivales en los que circulaba
LSD durante el Verano del Amor. Además se contaban varias historias de
suicidios inducidos por la película, como ocurre en el folclore húngaro con la
canción del Suicida, "Domingo Negro". La crítica se halla dividida en cuanto a
si esas historias fueron iniciadas por el propio Corman para crear interés en
el proyecto fallido (a lo William Castle), o si todo el asunto formaba parte de
la Locura general que reinó en los sesenta. La película acabó con lo que
podría haber sido una serie rentable para AIP y marcó el declive de las
capacidades actorales de Price. El único miembro del reparto que aceptó dar
entrevistas sobre la película fue Azalea Jones, que repartió las culpas entre
el pésimo francés de Blish y las decisiones de recortar gastos por parte de
los estudios AIP. Con una cierta extrañeza poética, Azalea Jones se extravió
en un vuelo privado cerca de las Bermudas, lo que provocó que su nombre
fuera más conocido por los aficionados al misterio del Triángulo de las
Bermudas que por ser una actriz gótica de los sesenta.
Es la era de internet. Tardó un mes, pero finalmente Phil encontró una copia de El
Rey de Amarillo de Edgar Allen Poe en eBay. No estaba escondida en la biblioteca
secreta del Vaticano, ni guardada bajo llave en una biblioteca de la Ivy League en una
habitación junto a libros raros y prohibidos. Se vendía por 118 dólares más gastos de
envío. El vendedor, sabiendo cómo atraer la atención del público, afirmaba que él no
había visto la película y que no se hacía responsable de lo que pudiera ocurrir a gente
suficientemente estúpida para hacerlo. Eso podía elevar el precio de la cinta al menos
unos cincuenta pavos. También decía que era la versión completa de 126 minutos. Sí,
en efecto. Eso suponía el resto de su precio. Phil sabía que le estaban timando, pero,
qué demonios, tenía que ver la película. No le dijo nada ajean sobre este gasto.
Travis estaba incluso más nervioso que su padre. «¡Tío! ¡Una verdad que hace
daño a la gente! Eso es lo mejor de todo. Uno puede sobreponerse a moratones y
cortes, pero no puede sobreponerse a la Verdad». Phil interpretó el entusiasmo de su
hijo como alguna especie de inclinación filosófica. Cuando Phil tenía dieciocho años
había estado interesado en la Verdad. Rechazó la religión y se pasó todo un mes
diciendo toda la verdad y nada más que la verdad, a pesar del daño que pudiera
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causar. De tal palo tal astilla.
Jean se estaba rindiendo con Travis. Había sido expulsado de la escuela normal y
debía someterse a un programa del tribunal de menores. Esto ya era demasiado grave
para ocultárselo a Phil. El chico tendría que llevar uniforme, por Dios. Jean comenzó
a beber en lugar de ir a su club del libro. Susan podría haber sido agredida
sexualmente ya entonces. Había hablado con su tutora del instituto haciéndole
preguntas sobre violación e incesto en nombre de una «amiga».
La cinta llegó.
El misterioso vendedor, Typhonian Entertainment, también se olvidó de
mencionar que era en formato Sony BetaMax. Phil todavía tenía un vídeo normal, así
como ambos formatos de reproductores de discos láser y cualquier otro artilugio
moderno para ver una película, pero el formato fallido de mediados de los setenta
tenía un tamaño y una codificación que no funcionaba con ninguno de sus
reproductores. Phil había comenzado a ver la obra de Fellini para entonces y Travis
se pasaba demasiado tiempo con otros chicos de tez blanca delante de ciertos grandes
almacenes. Phil mencionó su decepción a una Jean ligeramente achispada, que le
recordó que Mike Stavros poseía todos los aparatos electrónicos conocidos por el
hombre en su casa llena de cucarachas.
Al principio Mike no parecía muy feliz con la idea de que parte de su colección
abandonara su casa, pero cuando quedó claro que Phil estaba dispuesto a llevar a toda
su familia a casa de Mike y dejar así expuesto su vergonzoso secreto, este desenterró
su vieja máquina BetaMax. Él mismo la llevó durante su hora de almuerzo.
Jean, Susan y Travis estaban en casa. Travis exigía ver la película
INMEDIATAMENTE. Jean decía que era mejor esperar a Phil, pero Travis le propinó un
puñetazo a Mike en la cara y entonces todos pensaron que era una excelente idea.
Jean envió a Phil un mensaje de texto diciéndole que regresara a casa ya, pero por
culpa de la veleidosa naturaleza de las comunicaciones electrónicas no recibió el
texto hasta dos horas más tarde. Cuando lo recibió llamó a su casa. Ni Jean, ni Susan
ni Travis respondieron a sus llamadas. Phil se marchó del trabajo pronto, algo que
casi nunca hacía.
Vio el coche de Mike en la entrada. Tal vez estaban organizando la sesión de cine
para él. Amaba a su familia. Cuando entró escuchó voces en la sala de cine, la
enorme guarida en la parte trasera de la casa. Ese era el territorio de Phil al que nadie
entraba si no estaba él presente. Se dirigió a la parte de atrás esperando un grito de
«¡Sorpresa!»
Escuchó la voz de Vincent Price intercambiando líneas con Vincent Price:
«La máscara sobrevive al hombre, la máscara sobrevive a la verdad, la máscara
está en los reflejos del Agua antes de ser creada».
Interpretando a un personaje más anciano, respondió:
«Conozco estas cosas. He pasado millones de años olvidándolas. No puedo
olvidarlas otra vez y mis hijas ya no son máscaras la una de la otra. La sangre
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manchará el agua, pero se tornará amarilla en la última primavera y los poetas la
usarán como tinta».
Phil echó a correr en ese momento. Irrumpió en su sala multimedia. En la enorme
pantalla plana Vincent Price lloraba. Vincent Price reía malvadamente. Vincent Price
estaba tendido herido con el rostro magullado y mostrando una emoción que
desconcertó a Phil y que aún no ha sido capaz de describir al doctor Menschel
durante los dos años de terapia. Una mujer sostenía a su gemela cubierta de sangre
mientras el amanecer rompía sobre un castillo expresionista. Otro hombre permanecía
en pie riendo quedamente. Era Aldones tocando una lira. Luego el suministro
eléctrico se cortó.
Pero él ya lo había visto. Salía sangre del armario y no veía a Susan. Travis estaba
vestido con una sábana y había intentado despellejarse la cara con un cúter. Decía
algo en voz baja y muy rápido sobre la verdad. La sábana estaba empapada de sangre.
Jean iba con los pechos descubiertos y sostenía una botella de tequila mientras
murmuraba: «¡Sin Máscara! ¡Sin Máscara! He fallado a mi marido». Mike
simplemente observaba la pantalla mientras se le ponía morado el ojo derecho. Travis
se abalanzó sobre Phil y le hizo unos cortes a ciegas, antes de perder el conocimiento
por la pérdida de sangre. Phil cree que sus últimas palabras fueron: «Mi padre, mi
rey, ¡te quiero!»
Volvió la luz; Mike se levantó y miró a Phil. «Porque te amo, tío». Se acercó a su
reproductor BetaMax, sacó la cinta y comenzó a destruirla. Phil saltó para detenerlo y
entonces supo que llamar al 911 era la respuesta correcta. Mike abandonó la casa
diciéndole a Phil que podía quedarse con el reproductor… ya no iba a coleccionar
más cosas. Unos minutos más tarde se lanzó acelerando contra un tráiler de dieciocho
ruedas. Susan se había suicidado, pero antes cogió una hoja de la impresora y escribió
en amarillo Sharpie® CÁMARA DE SUICIDIO, luego la pegó en la parte interna del
pequeño armario anexo a la sala multimedia. Travis murió de una parada cardiaca una
semana más tarde. Jean se recuperó tiempo después de una forma un tanto peculiar.
Puede recordar todo hasta la edad de veintitrés años, cuando conoció a Phil. No
expresó deseo alguno de volver a verlo nunca más.
Las ambulancias y la policía llegaron y se realizaron pesquisas y más pesquisas, y
nadie pudo probar que Phil hubiera hecho nada malo. E-bay reveló que Typhonian
Entertainment había cerrado su cuenta… aparentemente tras una única venta. El
doctor Menschel contactó con Carlton Press y les conminó a eliminar la referencia a
El Rey de Amarillo de Edgar Allen Poe de la lista de 666 Películas de terror que te
matarán de miedo. Una película indie de Texas, The Outsider’s Club, con Sarah
Postal en los créditos la reemplazó.
Phil fue internado en el Hospital Estatal de Austin, Texas. Se mantiene al borde
de un estado catatónico y sólo presenta una irregularidad como paciente.
Jamás asiste a la Noche de Cine.
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(Para Kim Newman & James Marrott)
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MENSAJE ENCONTRADO EN UNA HABITACIÓN
DE HOTEL DE CHICAGO
UNA CONFESIÓN
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Necesito que me dé la llave. Antes de que se marche.
Pero podría regresar tarde. ¿No debería llevármela?
Oh, estaré aquí. No se preocupe por eso. Sólo dese prisa en regresar.
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delicadamente, y su piel estaba fría y seca a pesar del calor de la noche.
Y ahora, mi buen amigo, parece un cordero extraviado. ¿Podría serle de alguna
ayuda?
Volví a mirarle de nuevo, advirtiendo la ropa cara, la delgada maleta. Durante
unos segundos me pareció un tipo religioso, de esos jóvenes bienintencionados que
llevan Biblias hasta las mismísimas entrañas del Tártaro, siempre que puedan
regresar a sus hogares con sus esposas y sus casas de ciudad donde todo está en su
lugar correcto. Pero su franca sonrisa y obvia amabilidad me tranquilizaron.
Hay un… lugar… cerca. No tiene nombre, así me han informado, pero la señal
exterior es de un peculiar tono…
¿Amarillo?
Sus ojos titilaron.
Bueno… sí.
Se rio, un rugido de sorpresa y deleite. Y resulta que pensé que tenía intención de
preguntarme por el music hall más cercano.
¿Conoce el lugar?
Asintió. De hecho, yo mismo voy ahora para allí. ¿Tal vez quiera acompañarme?
Me puse a andar junto a él.
Muy amable de su parte, dije. En serio.
No es molestia. No estamos muy lejos. Ya verá.
Continuamos hasta el final del bloque de edificios y allí mi compañero giró
bruscamente a la derecha. Se lanzó por una calzada sumergida —abandonada hacía
ya tiempo, medio inundada por un conducto de agua roto— y le seguí a través de
charcos que nos llegaban hasta los tobillos, calientes como agua de bañera.
Por fin llegamos a otra calle incluso más decrépita, donde el aire apestaba a
meados y a leche agria. Unos tendederos ondeaban por encima de nuestras cabezas,
festoneados con trapos de colores. Dos manzanas más allá, mi guía giró a otro
callejón antes de completar el círculo girando hacia la derecha una vez más.
Este último giro debería habernos llevado de vuelta al Bowery, pero la calle en la
que entramos poco se parecía a la ruidosa miseria que habíamos dejado atrás. Los
edificios ruinosos habían desaparecido y habían sido reemplazados por sofisticadas
estructuras de cemento y acero. No había niños callejeando, ni una bulliciosa
multitud. En lugar de eso, una ordenada procesión de hombres y mujeres
impecablemente ataviados que caminaban codo con codo por la acera, hablando y
riendo, y en animada discusión sobre una ópera u obra de teatro a la que acababan de
asistir. En el arcén, pasaban carruajes, negros y brillantes, tirados por excelentes
especímenes de caballo. Incluso los nombres de las calles resultaban desconocidos:
Genevieve Street, Castaigne Court.
¿Es esto el Bowery? Pregunté, confundido.
Por supuesto. ¿No lo reconoce?
No respondí.
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Continuamos andando en silencio. Mi compañero mantenía un paso ligero casi
marcial, balanceando los brazos con tal vigor que me preocupaba que perdiera su
maleta. Obviamente, no era un joven misionero equipado con biblias y la armadura
del fariseísmo. Y, sin embargo, no se me ocurrió preguntarle qué llevaba dentro de la
maleta.
Se detuvo. Ya hemos llegado, dijo. Señaló el cartel astillado, una plancha de
madera desgastada borrada por las inclemencias del tiempo con costras de pintura. El
color puede que en alguna ocasión hubiera sido gris o marrón, pero ahora parecía
amarillo bajo el resplandor de la farola al otro lado de la calle.
El establecimiento en sí ocupaba un edificio de tres plantas al estilo Queen Anne
y las paredes eran de ladrillo rojo. Había numerosas ventanas y todas ellas
brillantemente iluminadas, aunque enmascaradas tras cortinas de damasco que
ocultaban las estancias al otro lado.
Venga conmigo, dijo Robert.
Me condujo al interior, hacia una sala de estar cuidadosamente amueblada,
decorada con cuadros en lujosos marcos y sillones tapizados en terciopelo negro. Lo
que más destacaba entre los muchos ornamentos del cuarto era un reloj dorado que se
alzaba a casi dos metros del suelo. Su esfera estaba dividida en varios diales de
diversos tamaños, el mayor de los cuales mostraba las dos y cuarto… pero, sin duda,
no podía estar bien, reflexioné, ya que no eran ni las diez y media cuando salí del
hotel. Otros diales parecían mostrar el mes y el año, aunque también estos eran
incorrectos. Finalmente, un indicador marcaba las fases lunares. Menguante.
Una mujer nos recibió en el mostrador. Era alta y escuálida y parecía que le
hubieran tensado la piel sobre la calavera. El color de su piel era tan pálido que casi
parecía transparente. Las venas se veían como líneas de scrimshaw bajo la piel, que
se oscurecía hacia tonos violetas al arracimarse en las sienes. Se dirigió a mi
compañero.
Otra vez de vuelta, ¿verdad? Para ver a Cassie, supongo.
Robert sonrió. ¡Me conoces demasiado bien! ¿Está disponible la encantadora
dama?
Para usted, joven caballero, me atrevo a decir que ya hará ella todo b posible
para estar disponible. Por supuesto, probablemente carezca de importancia para
usted que no lo esté. Incluso puede que lo prefiera de esa manera.
Tal vez sea así, dijo él, mostrando la misma sonrisa de ganador. Por supuesto,
encantadora dama, creo que podría estar en lo cierto.
¿Encantadora dama?, se mofó ella. Ah, venga, suba arriba. Él no regresará
hasta dentro de una hora como mínimo. Le haré saber que está allí dentro.
Tiene toda mi gratitud. Robert se giró y me ofreció su mano. ¿Cree que podrá
encontrar el camino desde aquí?
Asentí.
Buen hombre, dijo él, y me dio una palmadita en el hombro. Bajó la maleta de
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debajo del brazo y luego, colocándola en un costado, bordeó el mostrador y
desapareció tras una entrada con cortina.
La mujer pálida volvió su atención hacia mí. ¿Y usted, señor? Dijo, en un tono
más formal que antes. Tengo entendido que va a unirse a nosotros esta noche por
primera vez.
Sí, así es.
Un momento.
La mujer se acuclilló detrás del mostrador y desapareció de mi vista. Escuché el
clic de la llave de una cerradura y el gruñido de bisagras engrasadas. Luego la mujer
se enderezó con un libro de contabilidad en las manos. La encuadernación era buena,
las páginas crujientes y nuevas. Lo colocó encima del mostrador —con cuidado, de la
manera en la que una madre lleva a su hijo— y lo abrió por la página marcada.
Alzó la mirada hacia mí. Con una mano, sujetaba una estilográfica. La otra estaba
apoyada en el mostrador con aparente descuido, aunque el cañón de una Derringer
asomaba ligeramente entre sus dedos.
¿Y qué nombre debo hacer constar?
Se lo dije, empleando el mismo pseudónimo que había usado cuando conocí a
Robert. Ella asintió y lo anotó. ¿Y sabe a quién ha venido a ver?
Camilla.
¿Camilla? ¿Está seguro?
Lo estoy. ¿Hay algún problema?
No, señor. Ninguno en absoluto.
La mujer continuó escribiendo casi un minuto entero, rasgando y rasgando con el
plumín. Una mirada hacia el rincón de la habitación me confirmó lo que inicialmente
había sospechado: las manecillas del reloj no habían cambiado de posición. En aquel
establecimiento sin nombre, siempre eran las dos y cuarto.
La mujer cerró el libro y volvió a esconderlo bajo el mostrador. Noté entonces
que la pistola también había desaparecido. Necesitaré el pago por adelantado, dijo
ella. No hay muchos hombres que puedan permitirse ver a Camilla. Me dijo un
precio. Era caro, pero no desorbitado, y en todo caso menos de lo que había esperado,
dada la opulencia del establecimiento.
Lo pagué gustosamente.
Se dirigió hacia la entrada con cortina a sus espaldas. Suba hasta la tercera
planta. Camilla está en la cuarta puerta a la derecha.
Las cortinas se descorrieron lanzándome a un estrecho corredor por el que subían
sendas escaleras de caracol en ambos extremos. El pasillo estaba flanqueado por
puertas cerradas talladas con escenas de la mitología: imágenes de Ío y Leda, mujeres
tendidas bajo dioses. El olor a humo era especialmente fuerte, el empalagoso olor de
los puros. De detrás de una puerta se escuchó la voz de un hombre, apagada y ronca,
seguida por la risa de una mujer.
Avancé hasta el final del pasillo y subí a la tercera planta, donde salí a un pasillo
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idéntico al primero en todos los detalles, a excepción del papel de las paredes, que
aquí estaba pintado con una escena pastoral: ondulantes colinas, castillos,
bosquecillos de olivos. Un grabado producido en masa, concluí, aunque un artista
había realizado ciertos retoques, añadiendo una pareja de enamorados en la orilla del
río y también en las almenas del castillo.
La mujer estaba en pie dando la espalda a la pared de la torre. Estaba ataviada con
sedas y volantes, una mujer de posibles. Su cabello dorado flotaba en el aire,
ocultando su rostro. El hombre estaba arrodillado ante ella, como si le estuviera
pidiendo la mano, pero su espalda desnuda estaba girada al observador y me pregunté
por qué iría desnudo.
No estaban solos. Se podía ver otra figura al final de las almenas, un hombre
vigilando. Su rostro era sólo un esbozo de su perfil, pero había algo vagamente
familiar en él, un parecido que no podía identificar.
Llegué a la puerta de Camilla. Llamé… suavemente, al principio, pero más fuerte
cuando no recibí ninguna respuesta. La manilla cedió cuando la toqué. La puerta se
abrió hacia dentro, dando paso a una habitación tenuemente iluminada. La chimenea
estaba fría y la única ventana se hallaba oculta tras damasco morado. Una sola luz
brotaba de un candelabro sobre la repisa de la chimenea, que arrojaba sombras
escalonadas sobre el imbricado estampado del papel de las paredes y la cama de
cuatro postes con drapeado escarlata.
Camilla estaba junto a la ventana, vestida de seda. Su cabello era negro y rizado,
atado en lo alto de la cabeza en una serie de nidos en espiral, y su bata era de estilo
oriental: carmesí, líneas limpias, y en la espalda un sol naciente bordado con hilo
dorado.
Se giró al oír mis pasos y me sorprendió ver que llevaba máscara. Estaba hecha
de porcelana: de color blanco-hueso y perfectamente pulida, un frío retrato de la
belleza femenina con agujeros elípticos para los ojos y la boca. Se sostenía la bata
cerrada sobre su pecho, seductoramente pudorosa, y se divisaba un triángulo de piel
pálida de su cuello, fundiéndose con las sombras donde se ocultaban las curvas de
abajo.
No habló. Flotando hacia la mesilla, sacó una pipa de cristal de su bata. Era larga
y delgada, con una boquilla delicada que descendía hacia una cazoleta plana. En la
mesilla de noche abrió la tapa de una ornamentada cajita de rapé. Dentro pude ver
que había un polvo granuloso de color negro, arenoso como la carbonilla. Pellizcó un
montoncito y lo colocó en la cazoleta.
Con la pipa en una mano se aproximó a la chimenea y bajó el candelabro. Su bata
se abrió cayendo a los lados, revelando sus pechos y la mata de pelo entre sus
piernas. No hizo ademán alguno de cubrir su desnudez, simplemente arrimó el
candelabro a su pecho y me miró a través de las yemas de las parpadeantes llamas.
Sus ojos me penetraron: negros, profundos y reconfortantemente tranquilos. Le
devolví la mirada, incapaz de apartarla.
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Entonces sopló y apagó dos de las velas, de manera que sólo una quedó
encendida. Después inclinó el candelabro, sostuvo la llama a un lado de la cazoleta y
deslizó la boquilla por sus labios. El polvo brilló, primero naranja y luego negro. La
inhalación duró varios segundos.
Colocó la pipa y el candelabro sobre la repisa de la chimenea y se giró para
mirarme una vez más. Extendió la mano y me hizo una seña para que me acercara
doblando un dedo hacia atrás, atrayéndome. Sólo entonces fui consciente de que ella
no había exhalado el humo de la pipa, y de que, de hecho, estaba reteniéndolo en los
pulmones.
Di un paso adelante.
Durante unos segundos me miró detenidamente en silencio. A continuación, con
una extraña violencia, me sujetó del pelo y tiró de mi cabeza hacia abajo,
aplastándome el rostro contra la máscara. Su boca encontró la mía a través del
agujero en la porcelana. Sus labios estaban tan secos y ásperos como el pergamino.
El humo me llenó la boca y los pulmones. La oscuridad floreció en el interior de
mi cráneo y noté el agrio hedor de sangre y metal, de lenta putrefacción. Mi visión se
hizo borrosa. Tosí y me tambaleé, perdí el equilibrio y caí hacia atrás. Aterricé en la
cama. Las sábanas cedieron bajo mi peso y se cerraron sobre mí. El dormitorio se
desvaneció y yo me hundí en el olvido.
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Creación llevaba una máscara, pero una máscara de luz, no de oscuridad. Las
estrellas sólo servían para ocultar la silenciosa tempestad del otro lado, la tormenta en
la que yo ahora mismo estaba preso, tembloroso y atenazado de frío. Pero ya no me
encontraba entre los cielos. Más bien, había descendido al interior, hasta el mismo
centro de mi propio ser y descubrí allí el mismo caos en ebullición donde mi alma
debiera haber estado.
Desesperado, gateé hacia delante, incapaz de enderezarme, mientras el cosmos
explotaba y caía a pedazos a mi alrededor. Esta era la tormenta que vivía dentro de
mí, dentro de todos los hombres: mil ciudades calcinadas y destruidas, reducidas a
torbellinos de fragmentos. Providence. Nueva York. Chicago. Nieve negra empujada
por un viento incesante.
Pisadas. Desde algún lugar lejano, escuché las pisadas de un niño; tambaleándose
y vacilante. La noche partió y volvió a crearse, la tormenta iba tomando forma
mientras el viento cambiaba en dirección opuesta, destruyendo y amalgamando esas
ciudades hasta moldearlas en la silueta de un niño, de no más de tres años. Correteó
hacia mí con la boca abierta, un círculo perfecto… gritando, aunque yo no escuchaba
nada.
¿Cómo puedo describir esto?
Eras tú. Tú, mi niño. La razón por la que estoy escribiendo esto. Años antes de
que conociera a tu madre, antes de que tú nacieras, sabía que compartiríamos este
lugar, siempre. Ese pensamiento me producía alivio por un lado, y también tristeza;
esta última fue la que me atravesó profundamente cuando me ofreciste tu mano. Eras
frágil y enfermizo, exactamente como el niño en el que vi que te convertías, pero aun
así me cogiste de la mano, me pusiste en pie y me levantaste alejándome de aquella
tormenta silenciosa.
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Sí. Me dijeron que preguntara por ella…
¿Quién le dijo eso?
El recepcionista de noche de mi hotel.
¡Dios mío! Debe salir de aquí inmediatamente. Si él le encuentra…
¿Él? ¿De qué habla?
Ella es la chica de King. Camilla. También Cassie, aunque a él no le importa que
haga bocetos de ella.
¿Bocetos?
Por fin lo comprendí. El hombre del empapelado —la figura de pie que observaba
— era mi joven acompañante. Aunque burdamente esbozado con trazos débiles, el
rostro era indudablemente el de Robert. Además, me di cuenta de que debía de
tratarse de un autorretrato. La maleta, sin duda, contenía los lápices y libretas de
dibujo.
Me agarró con firmeza del brazo.
Debemos irnos, dijo. Él regresará pronto, pero podemos salir por la salida de
incendios. Con suerte, conseguiremos evitarlo.
Me quedé boquiabierto, no pude encontrar las palabras para protestar. Robert no
esperó a que yo hablara. Me hizo salir corriendo por el pasillo, que ahora veía que se
hallaba en el mismo estado de decadencia que el dormitorio de Camilla, y
atravesamos una puerta al final del pasillo que nos condujo por la salida de incendios.
No lo entiendo, alcancé a decir, por fin. ¿Quién es este King?
Silas King. Un antiguo capitán de barco y contrabandista. Tengo entendido que
es originariamente de Inglaterra, aunque ahora se pavonea llamándose el Rey del
Bowery.
¿Es el capo de una banda, entonces?
Sí. Se le podría considerar así. Camilla ha sido suya desde que era una niña
pequeña. ¿Es que no lo ve? Ella le pertenece. Todo el Bowery sabe que lo último que
le conviene a nadie es preguntar por ella.
De repente, entendí el engaño del recepcionista de noche, la sorpresa de la mujer
delgada cuando mencioné a Camilla. Con un escalofrío de terror, seguí a Robert por
la salida de incendios, moviéndome lentamente para enmudecer el repiqueteo de mis
pasos. Para entonces, era casi medianoche, pero el aire no se había enfriado. La brisa
del East River sólo traía calor y hollín, los olores entremezclados de humo y aguas
residuales.
Cuidado, advirtió Robert cuando llegamos al nivel de la calle. El callejón que se
abría ante nosotros hervía con un movimiento furtivo, el correteo de cientos de ratas.
Se apartaron a nuestro paso como un mar chispeante, escondiéndose en cubos de
basura y pilas de metal retorcido.
Unos segundos más tarde, vi lo que había atraído a las ratas al callejón. Frente a
la salida de incendios había cubos de porquería y grasa que medio escondían dos
bultos cubiertos con sábanas que podrían haber sido en otro tiempo humanos. Niños,
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pensé, muertos en la calle. O los cuerpos de las víctimas de King.
El callejón desembocaba en el Bowery, pero no había ningún rastro de los
acomodados espectadores de teatro o de sus relucientes carruajes. Fuera de un bar,
dos extranjeros se peleaban con cuchillos mientras un grupo de gente miraba. Una
joven familia estaba apiñada en una entrada. La madre nos llamó pidiéndonos una
moneda. Para el bebé, dijo, pero no le prestamos ninguna atención.
A mitad de la manzana, pasamos bajo el cartel amarillo una vez más.
Anteriormente grandioso e imponente, el establecimiento mostraba ahora múltiples
signos de abandono: ladrillos deshechos, ventanas agrietadas o rotas. Eché un vistazo
a la tercera planta, donde Camilla todavía era visible: una sombra sin rostro, un
contorno visto fugazmente a través de unas cortinas a jirones.
Pasamos a toda prisa.
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Sacudió la cabeza. Yo de usted no lo haría. El recepcionista pensó que le enviaba
a su muerte. No se pondrá muy contento cuando lo vea otra vez.
A la policía, entonces.
¿Y cree que ellos le escucharán? Ellos mismos podrían entregarle a King si
supieran que lo buscaba.
Entonces, ¿qué?
Diríjase a Grand Central. Yo pagaré una calesa… es el medio más rápido. Desde
allí puede coger el primer tren a su casa.
¿Y luego…?
Se encogió de hombros. Manténgase alejado de Nueva York. Y si tiene que
regresar, entonces, por lo que más quiera, no se acerque al Bowery. Él es realmente
un rey aquí… y no es un rey benevolente. Sin embargo, debería estar seguro si se
mantiene fuera de la ciudad.
Debería, repetí.
King ha perseguido a algunos hombres incluso hasta San Francisco, y por un
motivo menor. ¿Dio usted un nombre falso? Bien. Entonces no conoce su nombre o su
aspecto. Puede que nunca lo encuentre. Sin embargo, no dejará de buscar. De eso sí
puede estar seguro.
Recordé el momento en el que nuestros ojos se habían cruzado —negro sobre
negro, espejos girados que se reflejan el uno al otro— y me di cuenta de que daba
igual lo que él supiera, o cuál fuera mi aspecto, porque ambos llevábamos la misma
tempestad en nuestro interior.
Mi acompañante recogió la maleta del suelo y avanzó hasta el final del callejón.
Detuvo una calesa de pago, que traqueteó hasta pararse totalmente, sus faroles
arrojaron sobre nosotros un profundo alivio. Los caballos resoplaron, sudorosos y
humeantes en aquel calor.
Robert me ayudó a subir al carruaje.
Recuerde lo que le he dicho. Evite el Bowery.
¿Y usted?
No necesita preocuparse por mí. King y yo tenemos un trato. Y, de todas formas,
apenas importa. Me voy pronto de aquí, tal vez para siempre.
¿Adónde va?
A París. A la Escuela de Bellas Artes. Levantó su maleta. Voy a ser un artista de
verdad.
Tras lo cual me lanzó una amplia sonrisa y me deseó buenas noches. El conductor
chasqueó el látigo y puso a los caballos en movimiento. Eché una mirada atrás por
encima del hombro, esperando capturar una última visión de mi amigo, pero ya se
había ido, perdido en algún lugar en aquel infierno de humo y noche.
No volví a verlo nunca más.
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Durante años tuve pesadillas. Mientras dormía, me sumergía una vez más en el
humeante caos y surgía en un lugar de soledad, abandonado en medio de la tormenta
silenciosa que Camilla me mostró. De nuevo, me forzaba a avanzar, gateando sobre
manos y codos, incapaz de enderezarme y, de nuevo, la oscuridad giraba y adoptaba
una forma frente a mí.
Silas King. Se cernía sobre mí como el amenazador espectro del terror definitivo,
y aunque intentaba alejarme gateando, nunca era lo suficientemente rápido. Siempre
me encontraba, y entonces me despertaba jadeando y boqueando en busca de aire que
no me llegaba.
Por aquel entonces conocí a tu madre. Cuando le propuse matrimonio, gritó
alborozada y extendió los brazos para abrazarme. Me besó el cuello y me susurró
palabras de amor en el oído. Como comprenderás, por entonces ella todavía no era tu
madre, la mujer que tú conociste. Eso vino más tarde.
Pero las pesadillas persistieron, peores que antes. Todas las noches me despertaba
gritando, atragantándome con el dulzor y la fiebre. Por la mañana, el gusto del aliento
de King permanecía en mi boca, recordándome el hedor de la sangre reseca o el
polvo que Camilla quemó, el humo con el que me llenó.
Entonces naciste tú, tan diminuto y enfermizo como te había imaginado. Las
pesadillas cesaron poco después, otro milagro. Por la noche, me sumergía en la
oscuridad, nuestra oscuridad, y allí te encontraba esperando, no a King. Sólo entonces
comencé a comprender la naturaleza de la bendición y la maldición que Camilla hizo
recaer sobre mí.
Por supuesto, no podía durar mucho tiempo. A finales del 92 viajé a Nueva York
por motivo de negocios. Me mantuve alejado del Bowery. Fui cauteloso. En todo
caso, King debió enterarse de mi visita, porque pronto me di cuenta de que alguien
me seguía.
Una tarde, en Boston, en una calle llena de gente, se me ocurrió mirar a mis
espaldas y lo detecté a unos veinte metros detrás. Iba ataviado con su habitual
sombrero y chaqué, y la cadena de oro relucía sobre su barriga. Sonrió, tal vez
reconociéndome, y corrió hacia mí, como si fuera a saludar a un viejo amigo. Se
movía muy rápidamente para su tamaño, avanzando a zancadas como un animal, y yo
salí pitando, pensando tan sólo en escapar de allí.
Corrí. Mi huida me trajo hasta aquí: a esta ciudad, a este hotel. Dos y diez. No
queda mucho tiempo. Puedo escucharle en el pasillo, andando al otro lado de la
puerta. Su bastón golpea una y otra vez el suelo de madera, multiplicando el sonido
de mis latidos. Pronto llamará. Golpeará la puerta con esa esquirla de cuarzo.
Mencionará mi nombre, mi nombre real, y luego tendré que dejarle entrar.
W S Lovecraft, 1893
NOTA DE LA TRADUCTORA: Cuando Lovecraft tenía apenas tres años de edad, su padre,
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Winfield Scott Lovecraft, sufrió una crisis nerviosa en la habitación de un hotel de
Chicago, donde se encontraba alojado por motivos de trabajo, y fue ingresado en el
Butler Hospital (Centro Psiquiátrico de Providence). Debido a una serie de trastornos
de índole neurológica, fue incapacitado legalmente. Murió el 19 de julio de 1898, en
ese mismo hospital, con el diagnóstico de paresia general, una fase terminal de la
neurosífilis.
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ME VE CUANDO NO ESTOY MIRANDO
Hacía un tiempo extraño aquella primavera en la ciudad de Nueva York, el aire era
frío. Las aceras brillaban mojadas por la lluvia. Los charcos, como espejos lanzados
al suelo y rotos sobre el asfalto, reflejaban mi profunda ebriedad, como si intentaran
avergonzarme. Pero me daba igual. La mierda estaba dentro de mí, por todo mi
cuerpo, y si iba a caer no pensaba hacerlo sobrio.
nunca me gustó aquella ciudad, y ella sin duda me odiaba, pero teníamos un trato.
llevaba allí un mes, abandonado tras haber dado un recital de poesía en un círculo de
lectura de mujeres; en lugar de una cama libre y un polvo ardiente, me lanzaron a la
calle después del recital y decidí quedarme por la ciudad un tiempo.
hacía dos meses que no había estado con una mujer. Sandy Lane[2], ese era su
nombre… como una frase ingeniosa o un mal chiste, habíamos estado como dos
tortolitos drogados posados en una rama, apoyándonos el uno en el otro, pero me
largué cuando se acabó el dinero. su papá dejó de pagar los cheques de su hija, así
que yo dejé de cobrar el cheque de esta… si saben a lo que me refiero.
así que yo estaba allí, cabalgando sobre una borrachera de whisky y sin ningún
lugar a donde ir si las cosas se ponían mal. Pensé en llamar a Sandy, pero la imagen
de su enorme culo blanco y granujiento, y lo mucho que le gustaba sentarse en mi
cara y tirarse ventosidades en mi boca hizo que se me erizaran los pelos, así que
deseché la idea y me dirigí al pueblo, en busca de hípsters melenudos que me
facilitaran un lugar donde dormir.
y así fue como entré en contacto con la obra de teatro, totalmente por accidente.
cuando iba con ganas de bronca. bueno, sin duda siempre la encontraba, ¿verdad?,
una buena bronca en la que acabara dando puñetazos a la oscuridad para siempre.
—¡eh, Chinaski! ¡eh, matón de pacotilla! ¡CHINASKI!
deambulaba por el SoHo cuando escuché la voz, y al principio no la reconocí.
pero cuando alguien pronuncia tu nombre a las 3 de la mañana y luego se dedica a
insultarte, tus instintos tienden a aflorar. así que me di media vuelta con los puños
cerrados y los brazos levantados en pose de lucha.
—¡eh, Chinaski, maldito CAPULLO!
era Mervin Bones, un borracho enjuto de la Cocina del Infierno. no lo había visto
desde hacía días… alguien me dijo que había muerto y no me había detenido a pensar
en él lo suficiente como para extrañarlo, sin embargo, siempre era buena compañía
para echar un trago, así que bajé las manos y abrí los puños para saludarle.
—eh, Merv. ¿cómo va?
hizo una finta y se acercó a mí por la acera con una botella dentro de una bolsa
marrón en una mano, echó un trago y dejó que cayera la mano. miré con avidez la
botella y estoy bastante seguro de que me relamí.
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—¿qué pasa, tío?
se balanceó ante mí y sus ojos rodaron como balines de un lado a otro.
—te he estado buscando, Hank. tengo algo que tal vez quieras ver.
sabía que yo escribía poesía y que sentía debilidad por la música clásica. para
Merv yo era un hombre culto. para cualquier otra persona no era más que un borracho
sin oficio ni beneficio con cierto interés por la belleza. yo era un estudioso de
Dostoievski y escuchaba a Mahler mientras bebía vino en la oscuridad. en algún
rincón de mi corazón un azulejo trinaba, pero yo era el único que podía escuchar su
melodía.
—cuéntame de qué se trata, Merv.
alargué el brazo y le arrebaté la botella de la mano. no la estaba agarrando con
fuerza. ni se dio cuenta de que se la había quitado hasta que me vio echar un trago.
—sí… sírvete tú mismo.
el whisky me removió los intestinos. era caliente y frío y dulce y maligno. sabía a
todas las mujeres que besé alguna vez y olía a todas las sucias almas que alguna vez
noqueé en algún callejón junto a cualquier bar.
—tengo una obra de teatro. algo que te gustará. siendo como eres un escritor y
todo ese rollo.
sonrió. sus dientes estaban ennegrecidos y podridos, las encías sangraban.
examiné la boca de la botella, pero estaba limpia, así que eché otro largo trago.
—¿qué clase de obra de teatro? no me gustan esas mierdas modernas que
representan ahora en los escenarios, me gusta el bardo… dame algo de Shakespeare o
no me des nada, gilipollas apestoso.
consideré la idea de reventarle la botella de whisky en la cara, sólo por diversión,
pero no quería desperdiciar lo que quedaba.
—no sé nada de «cheques pir», pero este lo tengo en mi apartamento. se titula el
rey de amarillo y tiene tu nombre escrito en la portada. pensé que podría ser una de
tus… algo que publicaste en California.
no estaba seguro de qué me sorprendía más; el hecho de que el viejo Merv tuviera
un apartamento o que mi nombre apareciera garabateado en la portada de un libro del
que jamás había oído hablar.
—ven conmigo, Hank. nos echaremos unos tragos, puedes comprarme el libro si
quieres.
así que ese era el juego… ¿y es que existía algún otro juego en la ciudad? todo el
mundo quería su parte, el dinero lo era todo en esas calles. pero no lo era todo para
mí. amaba el arte y una buena pelea en el ring. buscaba la verdad y el honor, los
hombres con corazones fuertes y mujeres con suaves y cálidos pechos, pero lo único
que tenía era basura como Merv, los sucios cabrones putrefactos que salían a buscar
cualquier cosa que pudieran conseguir. su tajada de la tarta, su trozo del pastel.
—de acuerdo, Merv —dije—. vayamos a tu piso para tomar una copa.
al menos conseguiría algo de whisky barato, tal vez incluso una paja de la señora
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de Merv… la última vez que le vi estaba con una puta retirada de Chicago que tenía
unas manos nudosas y huesudas con unos dedos extrañamente suaves…
el apartamento de Merv resultó ser un cuarto en algún lugar entre Canal y la calle
14, a un bloque de edificios del río. estaba asqueroso… el tipo de lugar en el que
incluso las ratas de cloaca se avergonzarían de vivir, pero el techo no tenía goteras y
las paredes estaban secas. para entrar subimos por unas escaleras destartaladas de una
salida de incendios. Merv se introdujo a través de una ventana y yo le seguí adentro.
en ese momento no me pareció extraño. todas las personas que conocí durante aquel
breve periodo de tiempo en N. Y. C. intentaban esquivar a sus caseros.
la habitación tenía las paredes desnudas y un suelo de linóleo agrietado. había una
cocina sucia en una esquina, sin ventilación cerca. una mesa de comedor y dos sillas.
arrimada a la pared, había una sola cama, y acurrucada sobre el colchón, cubriendo su
cuerpo desnudo con una fina colcha, estaba la mujer de Chicago con las manos de
estibador y dedos de artista. miré sus dedos en el borde de la colcha, tenía las uñas en
carne viva de tanto mordérselas.
—no te preocupes por Annie —dijo Merv mientras abría un armario. sacó una
botella de tercio—. duerme mucho. creo que podría estar enferma.
la volví a mirar. la colcha cayó por su espalda desnuda, dejando al descubierto su
columna vertebral. los huesos en esa parte de su cuerpo parecían extraños, como si
estuvieran deformados. había un tinte amarillento en su piel, como ictericia.
—tan sólo déjala tranquila. estará bien. sólo tiene miedo.
me encogí de hombros y me senté a la pequeña mesa en el centro de la habitación.
había una baraja de cartas sobre la mesa, así que empecé a barajarlas. todas las cartas
eran el joker. eso me asustó, así que las dejé sobre el mantel de papel manchado y
esperé a que Merv me sirviera una bebida.
mientras estaba allí sentado, observando a aquel hombre delgado con su rostro
desaliñado y sus ropas malolientes servir los whiskies en dos vasos descascarillados,
pensé en Los Ángeles, en la enorme falla que atraviesa la ciudad. en cómo, algún día,
esa falla se abriría y todo el mundo caería dentro. tal vez debería quedarme en Nueva
York, hacer algunas lecturas para los hípsters y dejarles que me pagasen las copas.
—toma.
levanté la mano y agarré el vaso. tenía la sensación de que toda mi energía, todo
lo que tenía, estaba centrado en ese único jodido momento. cogí el vaso y di un sorbo,
y la presión se desvaneció, como siempre. me compadezco de ellos, de los que no
conocen esa magia demente. qué vidas más profundamente empobrecidas deben de
llevar.
—pues estaba el otro día en una fiesta en un antro por los Heights, y una señora
muy rara comenzó a darme bebidas. habló sobre poesía y entonces le dije que conocía
a un hombre que escribía ese tipo de mierda… ¡Henry Chinaski, un famoso poeta de
L. A.!
me reí por el comentario. era gracioso. dolía, pero también era gracioso.
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—que te jodan, Merv.
—no, ella estaba interesada, tío. quería conocerte. pero le dije que no sabía dónde
vivías, así que la mujer sacó un libro y dijo que si alguna vez volvía a verte tenía que
pasarte esto. como regalo —eructó, se ventoseó y volvió a dar un sorbo al whisky—,
como regalo…
—así que, ¿cuánto quieres por ese regalo?
—¿cuánto tienes?
—maldita cucaracha. es un regalo. se supone que debe ser gratis.
—como ya he dicho, ¿cuánto tienes?
—todo lo que tengo son cinco pavos. tómalos o déjalos —tenía otros diez
enrollados en el calcetín, pero jamás se lo diría a Merv. podría dárselos a la puta de
Chicago, cuyas manos como ramitas no se me iban de la cabeza, aquellos extraños
dedos suaves, acariciando mi erección.
—de acuerdo, de acuerdo… iré a por el libro.
se tropezó al levantarse de la silla. pero yo no tenía intención de levantarme y
ayudarle. Merv era un cabrón, un estafador, y si se caía y se abría la cabeza contra el
suelo yo me follaría a su mujer y me llevaría mi libro, mi regalo, y jamás regresaría.
unas cuantas tazas de hojalata colgaban como suicidas famélicos de un riel por
encima de la cocina. Merv abrió la puerta de un armario y las bisagras se salieron. la
puerta quedó colgando torcida en su mano, como una máscara caída. la colocó sobre
la cocina y sacó un pequeño libro del armario, luego se volvió y se acercó a la mesa
tambaleándose.
lanzó el libro sobre la mesa frente a mí. su cubierta estaba arañada y desvaída y
apenas se podía leer el título: EL REY DE AMARILLO.
—nunca oí hablar de él.
cogí el libro y abrí la tapa. el olor del papel viejo me golpeó como una droga.
efectivamente, escrito dentro en la primera página, justo debajo del título, estaba mi
propio nombre, escrito con mi letra. había firmado este libro pero no lo había visto
nunca.
—¿ves? te lo dije, ¿verdad?
me entraron ganas de golpear al estúpido capullo hasta matarlo con sus propias
cacerolas y sartenes. quería que su sangre se derramara como si fuera vino y que sus
globos oculares salieran volando de su calavera como castañas al fuego.
—¿qué aspecto tenía esa mujer?
—llevaba puesta una máscara… todos las llevaban. era un baile de máscaras, en
un jodido antro asqueroso en un sótano.
—¿y qué demonios estabas haciendo tú allí? ¿quién invitaría a un imbécil como
tú a un baile de máscaras?
—fue Annie —se arrimó a la cama—. algunas de sus amigas putas trabajaban esa
noche.
bajé la mirada al libro.
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—entonces. la mujer.
—sí, la mujer. llevaba una máscara blanca… la llamaba todo el rato la máscara
pálida y llevaba puesto un vestido amarillo hecho jirones. era alta… creo que podría
haber sido uno de esos travestis de la quinta avenida. los que te la chupan por cinco
pavos en una sala de cine guarro.
volteé el libro en mis manos, la contracubierta estaba vacía y no había ninguna
ilustración en la cubierta. sólo el intrigante título. me sentí sobrio por primera vez
desde hacía años, verdaderamente sobrio, como si todo mi cuerpo se hubiera
limpiado, así que agarré la botella y bebí a morro de ella, con la urgencia de ahogar
esos terribles sentimientos nuevos.
—cinco pavos.
asentí y metí la mano en el bolsillo. saqué el dinero y lo lancé a la mesa.
—¿cuánto por un polvo con ella? —ladeé la cabeza hacia la cama y a la mujer
que ahora se movía.
—demonios, Hank —dijo ella—. después de leer ese libro tuyo, te lo haré gratis.
cuando me giré en la silla, ella estaba bajando las piernas del colchón. las sábanas
de la cama se habían enrollado alrededor de su cintura, pero pude ver lo suficiente
para saber que gratis era un precio demasiado alto para lo que ella podía ofrecerme.
sus tetas eran pequeñas, duras y amarillas, como limones. su barriga era blanda como
arcilla de modelar. no quise mirar mucho su rostro, pero me recordaba a mi primera
mujer, deformada… esa manera en la que la cabeza estaba apoyada directamente
entre los hombros, sin necesidad de un cuello. sus labios eran amarillos, cuando
sonrió no pude ver ni un solo diente, sólo una especie de polvorienta oscuridad.
—dios, no. sólo he venido para recoger mi libro, y tomar una copa.
—que te jodan entonces, Chinaski.
volvió a rodar sobre la cama, se cubrió con la colcha y giró su pálida cara hacia la
pared. cuando sacudió las sábanas pude ver que estaban cubiertas de un polvo
amarillo, como moho o la sustancia que tienen las polillas en las alas.
—¿ha leído ella el libro?
no sé por qué me había ofendido, pero por algún motivo no me gustaba la idea de
que sus ojos hubieran estado deambulando por las páginas que yo aún no había visto.
Merv asentía. pero tenía los ojos cerrados y su cabeza colgaba baja, si no estaba
dormido, lo estaría pronto. cogí mis cinco dólares de la mesa y me los volví a meter
en el bolsillo. luego me serví otro trago. volví a examinar el nombre con el que había
firmado el libro, e incluso en las profundidades de mi borrachera, supe que aquella
letra era la mía. había un mensaje escrito bajo el nombre y tuve que forzar la vista
para leerlo.
«hola desde Carcosa», decía. no tenía ni idea de qué demonios podría significar
eso.
acabé la pinta de Merv y abandoné la habitación por la ventana, sujetando el libro
con fuerza mientras bajaba por la salida de incendios. todavía era de noche. la luna
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era un gajo de una fruta extraña sumergida en la copa que contenía el cielo. las
estrellas no se parecían a nada que hubiera visto antes. no podía encontrar la estrella
polar.
todas las calles adyacentes, callejones y bajos fondos parecían iguales. me dirigí
al sur, hacia TriBeCa, simplemente buscando algún lugar donde estar, un lugar donde
no tuviera que fingir ser otro. pero me sentí atraído hacia un punto donde un brasero
ardía junto a una pared de piedra renegrida. al sentir la oleada de la llama tuve la
impresión de que alguien había abierto las puertas del cielo o el infierno y no estaba
seguro de cuál de los dos sonaba mejor. encontré un bar que permanecía abierto las
veinticuatro horas del día los siete días de la semana y pedí una bebida. luego
encontré un rincón oscuro y me puse a leer la obra de teatro. terminé de leer el primer
acto antes de cerrar el libro y luego pedí otro whisky. el billete de cinco pavos casi se
había esfumado. pronto tendría que echar mano de las provisiones escondidas en mi
calcetín.
había un montón de mierda en la obra sobre lunas extrañas y estrellas negras,
como una fantasía gótica, pero, a medida que la leía, se tornaba cada vez más
profunda, más oscura, y pensé entonces en lo estúpido que era todo, sentí las ruedas
de un mecanismo girando dentro de mí y puertas abriéndose en algún lugar profundo
del fondo de mi estómago, en un lugar que ni siquiera el alcohol podía alcanzar.
cuando cerré los ojos vi a una mujer con una máscara pálida. detrás de ella había un
hombre cuyo rostro no era más que un abanico de jirones amarillos, como viejas
hojas de periódicos descoloridos por el sol. las líneas de la obra y de los poemas que
encontré allí dentro me resultaban familiares, sin embargo, los desconocía por
completo. era como algo que hubiera soñado y luego olvidado, o tal vez apartado de
mi mente.
un recuerdo latente. un suceso reprimido. oh, dulce, dulce Carcosa, ¿por qué me
parecía que te conocía y que reconocía tus soles gemelos elevándose desde detrás de
las oscuras aguas malditas del lago Hali?
cuando recobré la conciencia ella estaba allí, por encima de mí, a mi lado, con las
manos sobre la mesa. llevaba una máscara blanca sin rasgos y su vestido, bajo el
abrigo oscuro, era amarillo. veía todo el tiempo formas amarillas que aleteaban por el
rabillo del ojo. la polla y las pelotas me dolían como si ella estuviera apretándolas y
necesitaba una bebida más que nunca.
—tengo mucho alcohol. todo el que puedas necesitar —su voz sonaba como una
canción. una nana triste y corrupta cantada por una llorosa madona de bar o un
mesías decrépito—. ven, ven conmigo a Carcosa.
no pude negarme, mi cuerpo la obedecía como si estuviera tirando de mis hilos y
yo fuera sólo una marioneta bailando para su diversión. la seguí atravesando la puerta
y salí a la negra calle. todo parecía diferente. cuando levanté la mirada al cielo, unas
estrellas negras asomaban y extrañas lunas orbitaban por los cielos. la bebida, la
noche, la obra… el alcohol barato de Merv y su puta febril. todo era demasiado, o
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demasiado poco. nada tenía sentido, incluso el alcohol parecía una mentira… la
mayor mentira de todas, porque yo ya sabía que era falso. toda mi vida lo he sabido,
pero aun así lo seguía amando.
avanzamos por calles locas, atrapados en los brazos de una noche demente, y el
mundo entero se transformó en cristal. los edificios estaban hechos de botellas de
licor… las ventanas de las viviendas rebosaban con fluido ámbar, los cubos estaban
llenos de cerveza. Carcosa era un mundo de alcohol y copas, y yo había estado aquí
durante todo el tiempo sin tan siquiera saberlo.
me condujo por un callejón angosto, y luego subimos por otra escalera de
incendios. advertí que esta era brillante, como si fuera nueva, y ligera como una
pluma mientras subía arrimado a la pared de cristal de un edificio lleno de ángeles de
ojos negros y psicópatas nadando en amplias habitaciones llenas de alcohol. miré
hacia arriba, al cielo, y vi las claras torres almenadas de este elevado castillo de
cristal, patrullado por soldados borrachos blandiendo armas de embriaguez.
dentro de la habitación yo estaba bajo el agua… no, no era agua, era licor. me
moví lentamente a través de esas profundidades de whisky, pero, extrañamente, podía
respirar. Merv estaba sentado a la mesa y su cabello se movía suavemente como
oscuras hojas de algas. la puta seguía echada en la cama, pero mientras dormía se
elevó por encima de la colcha, flotando como una pequeña ballena muerta. la mujer
enmascarada se movía normalmente, como si fuera la única todavía en tierra seca.
nadé hacia ella y alargué los brazos para agarrar sus tetas, su culo, su cuerpo
fantasmal. pero su silueta cedía cuando la tocaba y se desmoronó como una polución
de esperma en agua sucia del baño…
chapoteando en el agua (¿whisky?), logré girarme y de esa manera pude ver el
camino por el que había avanzado. peces del tamaño de puños nadaban atravesando
la ventana abierta, pero todos tenían cabezas de pájaros. sus aletas eran cuchillas y
tenían dientes como los de los vampiros de las películas de serie B.
intenté gritar, pero una explosión de burbujas salió de entre mis labios y se elevó
lentamente por delante de mis ojos. observé esas burbujas, y dentro de cada una de
ellas había una réplica diminuta de la imagen que había visto fugazmente: un hombre
hecho de jirones de adusto color amarillo. cada una de esas visiones de muñeca rusa
se giró hacia mí a un mismo tiempo, extendiendo los brazos en un acogedor abrazo, y
cuando levanté la mirada y examiné el cuarto, vi pliegues con picos de tela amarilla,
como jirones de banderas descuartizadas, ondeando alrededor del marco de la
ventana. la mujer con la máscara estaba envuelta en esos andrajos. ahora estaba
desnuda, pero todavía llevaba la pálida máscara. flotó por la habitación y se colocó
frente a mí. su cuerpo era esbelto, los huesos prominentes bajo su piel blanca. era
como un horror de Belsen, un fantasma de pellejo y huesos. pero cuando la toqué la
sentí blanda, como si fuera masa de pan. era como si su carne hubiera estado a
remojo en agua demasiado tiempo y los huesos eran gomosos como el esqueleto de
un calamar.
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tenía una erección distinta a todas las que había tenido antes, una violenta rigidez
y una necesidad urgente.
así que cuando ella me agarró la entrepierna, la besé, chupando su larga y delgada
lengua mientras esta se agitaba como un gusano necrófago bajando por mi garganta.
me empujó hacia abajo y se sentó a horcajadas sobre mí, y durante todo el tiempo
asentía con la cabeza y amasaba los músculos relajados de mis brazos con sus fuertes
manos. mis pantalones cayeron sin que tan siquiera lo notara, y a continuación entré
en ella empujando mi miembro tan profundamente como pude y agarrando su culo
con las manos para separar los glúteos y deslizar un dedo allí dentro. su carne era
suave y flácida, a pesar de que no tenía mucha. pero me la follé igualmente; que
nadie diga jamás que Chinaski ha rechazado un polvo gratis.
ella se alejó flotando cuando hube terminado. todavía llevaba esa extraña máscara
sin facciones. los brazos colgaban laxos a los lados de su cuerpo y su paso parecía
perezoso e insatisfecho. yo hice todo lo que pude, pero todo lo que podía nunca era
suficiente. sabía que no debería haberlo hecho, pero jamás habría rechazado un polvo
gratis. los andrajos amarillos la rodearon y la envolvieron como si fuera una muñeca.
ella era una momia amarilla, un objeto sagrado de sexo y deseo y daba voz a los
perdidos, los solitarios, los moribundos y los ya muertos. la realidad era su juguete, y
el rey andrajoso era el dueño de su deseo, el capitán de sus sueños insondables.
cuando la tela comenzó a desenrollarse como una mortaja, reveló la silueta del propio
rey, y lenta y deliberadamente levantó su rostro amarillento desgarrado hacia mí…
… y entonces me desperté de nuevo, sentado a la mesa en aquel mismo pequeño
bar de mierda, con un vaso vacío en la mano y el libro abierto frente a mí como una
enorme mariposa que alguien hubiera clavado a la mesa con clavos de quince
centímetros. cerré el libro y lo empujé por la superficie húmeda, intentando apartarlo
de mí. luego acabé de un trago el resto de la bebida y me puse en pie; mis piernas
estaban débiles y apenas me sostenían.
¿había estado soñando o era esta visión otra cosa… como un atisbo a un futuro
posible, si leía toda la obra? como la mujer de Merv, Annie, si acababa el libro,
¿comenzaría mi cuerpo a deformarse, se me romperían y deformarían los huesos, se
me volvería la piel del color del sudor de un adicto moribundo?
mientras, allá fuera el mundo seguía girando, todos los yonkis de Nueva York
lloraban, un perro se meaba sobre una señal que apuntaba hacia la felicidad. el sol
vibraba y todas las aves del cielo echaban una cagada al mismo tiempo.
en el último minuto agarré el jodido libro. daba igual lo mucho que odiara a mis
congéneres humanos y deseara que todos murieran y desaparecieran y no me
molestaran, no tenía ningún deseo de echarles esa maldición. así que me llevé el libro
del bar, salí al callejón y me dirigí hacia el brasero encendido que había visto antes.
cuando llegué al lugar, un par de vagabundos estaban encorvados sobre las llamas,
calentándose las manos y mintiéndose mutuamente con las desafinadas canciones de
sus sueños destrozados.
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—qué cojones estás haciendo —dijo uno de los vagabundos, apenas girándose
para mirarme. se frotó sus ásperas manos junto al fuego.
—quemo libros, y nunca llegaréis a saber lo mucho que me duele, hermano…
más que una cuchillada en la mejilla o un fuerte gancho de derecha en las partes
blandas.
me callé uno o dos segundos, sólo para ser consciente del momento, y luego lancé
el libro al fuego.
cuando me di media vuelta y me alejé arrastrando los pies como un púgil ebrio de
golpes por aquel miserable callejón de mierda, se me ocurrió levantar la cabeza y
mirar el nombre del bar en el que había estado. se llamaba «el signo amarillo».
no sé lo que eso significa, tal vez es sólo una estúpida coincidencia, o una broma
cósmica mierdosa, lo único que sé es que me dirigí directamente a la estación de
autobuses y me monté en el primer autobús que salía de aquella enorme y jodida
manzana podrida.
hay un azulejo en mi corazón, pero lleva una pálida máscara. me mira cuando yo
no lo miro.
el autobús avanzó envuelto en una nube de humo de diésel. regresaba a L. A.,
donde el aire es cálido, las máscaras son alegres y los poemas son duros, brillantes y
frágiles como el hielo. donde sólo hay una luna en el cielo y las estrellas son las que
reconozco. la ciudad, mi propia ciudad mítica de ángeles caídos, donde la sombría y
lejana Carcosa no es nada más que el recuerdo de una noche difícil que viví en una
ocasión y el sabor medio olvidado de una bebida amarga que una vez probé.
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GRAN FINAL, SEGUNDO ACTO
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LOS HILOS AMARILLOS DE BIRD
La chica de pelo amarillo golpeaba con los talones una valla azul a la espera de que
algún amigo dirigiera su escena vespertina. La mirada entrenada de Bird detectó los
hilos atados alrededor de sus muñecas. El rastro plateado de los hilos llegaba hasta la
casa, donde la madre titiritera aguardaba para tirar de su hija hacia dentro. Una puerta
amarilla se abrió a espaldas de la chica. Bird se quedó petrificado. La puerta se alzaba
a medio camino del jardín y la luz que emanaba de esta era de color sepia, haciendo
que el mundo a su alrededor pareciera una vieja foto desvaída. Impertérrita, la joven
saltó por el camino y cruzó la puerta. Esta se cerró y se desvaneció hasta que sólo
quedó flotando una estela amarilla por el jardín. Algunas tejas se cayeron del tejado
de la casa situada detrás de la puerta que acababa de desaparecer.
La puerta real de la casa era de un color rojo similar al de un buzón de correos. Se
abrió. Una mujer salió secándose las manos con un trapo de cocina. La madre
titiritera.
—Emily, la cena. Emily. Emily.
El grito de la madre llegó a Bird desde el otro lado de la calle, cada vez más
agitado y temeroso. Te estás volviendo loco, viejo. Las puertas no aparecían ni
desaparecían y los niños sólo atravesaban puertas a lugares imaginarios en la
televisión.
Unos pasos arrastrados reemplazaron la danza elegante de la titiritera y esas
muñecas que antes habían manejado los hilos ahora ardían con dolor. A Bird le dolían
los hombros por el peso de las bolsas de plástico que llevaba. Aunque las bolsas sólo
contenían ropa, bisutería e hilos rotos, pesaban como si estuvieran llenas de los
huesos, los músculos y la grasa de Vivian. Las asas se le clavaban en las palmas.
Vivian le acompañaba allá donde fuera; atada a su espalda, balanceándose con el
movimiento de sus brazos, aullando como el viento en sus oídos.
Sus labios sabían a los de ella.
Su piel hedía al sudor y al perfume de ella.
En ocasiones, Bird pensaba en Vivian como si fuera producto de su imaginación o
una muñeca olvidada, la réplica a tamaño real de una persona. Frunció el ceño. Ese
último pensamiento le inculpaba. La pérdida de cosas, ya fueran fabricadas o vivas, le
abría un vacío en las entrañas. El dolor le arponeó el pecho, haciendo que se doblara
hacia delante. Las bolsas rozaban la acera. La casa parecía estar a una distancia
interminable y, sin embargo, logró llegar a la verja del patio, allí contempló un cielo
amarillo que enmarcaba el techo de tejas grises, los pálidos ladrillos y la marioneta
que bailaba junto a la ventana del ático.
Bird pestañeó. En el momento justo en el que cerró y abrió los ojos, la ventana
del ático se vació. Se había imaginado la marioneta, su rostro presionado contra el
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cristal polvoriento y su boca formando una O. No se había alejado danzando ante su
mirada. No podían bailar sin él.
Tiró de las bolsas hasta la puerta principal. La bolsa de la derecha se había roto y
arrastraba unas medias rojas y verdes sobre el camino de entrada. Alto. Avancen.
Bird cerró la puerta de un portazo haciendo que la casa temblara. Se cayó sobre las
rodillas y enterró el rostro en las cosas de ella, en el plástico, hasta que la necesidad
de oxígeno le quemó el pecho y rodó sobre la espalda. Por encima de él una mosca
atrapada en la red de una araña intentaba liberarse de su prisión. Bird se apoyó sobre
un costado, posó la mano sobre el suelo y se puso de pie. La casa crujió a su
alrededor, temblequeando con sus monstruosos pasos.
El reloj de la repisa de la chimenea avanzaba hacia la noche. Unos ojos cansados
se reflejaron en sus trofeos televisivos. Él fue alguien en otro tiempo. Lanzó la mano
para tirar todos esos galardones de la repisa, luego paró y la cerró en un puño. Las
uñas se clavaron en las palmas. Se acercó a su sillón favorito arrastrando los pies y
encendió el televisor. Las imágenes le recordaban todo lo que había perdido. Un
concurso televisivo relumbraba con un arcoíris de colores psicodélicos que iluminaba
las paredes con brochazos de luz.
—Gana la vida de tus sueños —Dirk Almond, el presentador, ofrecía a los
espectadores una sonrisa blanqueada—. Detrás de una de estas puertas está todo lo
que has deseado alguna vez. Pero detrás de otra merodea…
Dirk señaló a la audiencia, que gritó en respuesta:
—El Eliminador.
Risas enlatadas sisearon en los altavoces. Bird aporreó el mando de control, pero
la televisión se negaba a cambiar de canal. Había pilas nuevas en el armario, pero eso
suponía ponerse de pie y, además, la televisión estaba más cerca. Podía apagarla
simplemente.
No lo hizo. Caviló un rato hasta que se amodorró, cerró los ojos ocultando el caos
de la pantalla y la falsa expectación de una puerta abriéndose.
Se despertó asustado. Tenía los brazos suspendidos sobre la cabeza. El dolor le
atravesó los omoplatos. Después de bajar los brazos, se frotó las muñecas. Sentía
como si algo todavía lo sujetara por estas y, sin embargo, su piel no mostraba ninguna
marca de ataduras. Miró a su alrededor y advirtió algo curioso, algo raro en la pared.
Una forma oscura se perfilaba en el empapelado color crema de la pared,
haciendo que el diseño de garabatos amarillos se alargara y expandiera. A Vivian le
irritaba que usara la palabra garabato, y aseguraba que las marcas eran una señal de
algún tipo. Significaban algo para ella. Bird se quedó allí de pie y examinó la
anomalía mientras pasaba los dedos por la pared. Había algo bajo el papel. Con las
uñas escarbó hasta desprender un trozo. La casa se acalló a su alrededor y ambos
contuvieron la respiración.
Si Vivian estuviera allí, le gritaría que pusiera fin a ese acto de vandalismo
golpeándole con los brazos y las piernas, mientras sus hilos se enredaban en las
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muñecas de él, alejándole. El trozo de papel arrancado reveló un pomo y una parte de
la puerta. Recordó a la niña, Emily, que había desaparecido tras la puerta amarilla.
¿Coincidencia o precognición?
—Debe de ser una habitación secreta —dijo Bird, seguro de que su casa era lo
suficientemente grande para ocultar un cuarto.
Si Vivian estuviera allí, se sentiría encantada. Aunque… Bird se rascó la cabeza.
¿Por qué Vivian había empapelado esa puerta?
Cuando los dueños de los estudios cancelaron su programa de televisión, Bird
destrozó varias de sus marionetas. Las lanzó contra las paredes, pateó sus frágiles
cuellos, se las tiró a Vivian. Tal vez, incapaz de tirar a la basura las marionetas rotas,
ella recogió los pedazos y los enterró en esa habitación y él, en su estupor
alcoholizado, se olvidó totalmente de su existencia. El pomo cedió media vuelta y
luego se trabó con el cerrojo. Necesitaba algo para forzar la cerradura.
Intentó forzarla con uno de los pinchos torcidos de un tenedor, con varias llaves
viejas y con una horquilla de Vivian. Frustrado por aquel fracaso, intentó abrir la
puerta por medio de la fuerza bruta, tirando y empujando el pomo y también el marco
de la puerta. El esfuerzo le dejó sin aliento. Apoyó la frente sobre la madera
amarillenta. En ocasiones el pasado no debería ser desenterrado.
A su izquierda, la trampilla metálica del buzón de la puerta principal se abrió y
algo cayó al suelo. Un libro. Agradecido por la distracción, Bird arrastró los pies para
recoger el libro, levantándose los pantalones cuando la cinturilla se le resbaló por las
caderas. El Rey de Amarillo. Las páginas del libro eran tan amarillas como el título y
olían a humedad. El pelo se le puso de punta en la coronilla. Las entrañas se le
removieron. Se detuvo, con las manos todavía sujetándose los pantalones que se
había puesto el día anterior para estar cómodo, y se giró. La puerta amarilla seguía
cerrada. Por supuesto, estaba cerrada. Su estómago se quejó, ofreciendo su propia
opinión. Colocó el libro encima del televisor.
Con un plato de comida precocinada y calentada en el microondas consistente en
salchichas, salsa de cebolla y puré de patatas, apoyado en equilibrio sobre el regazo,
Bird se apoltronó frente al televisor. Debió de haber dormido gran parte del día,
porque la programación había cambiado de un concurso nocturno a un espectáculo de
marionetas para niños. El puré de patatas se deslizó del tenedor y aterrizó en su
barriga. Una marioneta que llevaba un sucio traje amarillo y una corona de oro
ennegrecido presionó la nariz contra la pantalla. Tras atraer la atención de Bird, la
marioneta se echó un bailecillo hacia atrás y le ofreció una risa aguda. Bird apretó el
botón del mando. Y, de nuevo, la televisión se negó a apagarse.
Tanto los productores como el director le habían dicho a Bird que los
espectáculos de marionetas eran algo del siglo pasado. Los niños querían animación
por ordenador y celebridades, dijeron. Le ofrecieron aparecer en numerosos reality
shows. Bueno, se lo ofrecieron a él y a sus «aún más siniestras» (según sus palabras)
marionetas. Vivian se presentó a castings para programas de cocina, de lucha en el
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barro y una semana en una isla con un volcán activo. Bird engulló la mitad de la
salchicha; resultó tener más cartílagos que carne. Tal vez Vivian le abandonó para ir
de programa en programa. Si echaba un vistazo a los canales quizás la viera, su fina
nariz presionada contra la pantalla, la sonrisa presta y un fugaz relámpago de ira en
sus ojos.
Bird se echó hacia delante en el asiento, tenía la camisa empapada de salsa. Ella
se puso un vestido morado para ir a la audición; un vestido morado, una orquídea en
el pelo y varias capas de maquillaje, pero cuando regresó sólo el vestido continuaba
intacto; el maquillaje había sido borrado por un tifón de lágrimas, rastros color
carbón se extendían por sus mejillas enrojecidas. Le dijeron que ella no era nadie sin
Bird. Y resultó que él no era nadie sin ella.
Bird se levantó dejando caer la comida. Tiró de la puerta recién descubierta hasta
que le ardieron los hombros y le dolieron las muñecas. De pie y apoyado contra la
puerta, observó que el papel de la pared opuesta parecía irregular. Tras retirar el
papel, encontró otra puerta.
Como esa era una pared medianera, la puerta debía conducir a la casa del vecino.
Bird apoyó la oreja en la puerta y luego el ojo en la cerradura, pero no pudo ver ni oír
a la familia que vivía en la casa de al lado. Supuso que Vivian había empapelado esa
pared para tener una mayor privacidad, pero eso no explicaba el hecho de que él no
recordara nada sobre esas dos puertas extra.
Desde el ventanal del salón inspeccionó la línea divisoria imaginaria entre las
casas y se preguntó si estaban conectadas por algún corredor. Un corredor secreto
lleno de niños marioneta que se escondían de su titiritero. Al otro lado de la calle, la
chica que había desaparecido al atravesar la puerta amarilla, Emily, ahora estaba de
pie apoyada en una valla blanca. En lugar de los vaqueros y camiseta que llevaba
antes, ahora lucía un vestido de cuadros rojos. Emily miraba hacia la casa de Bird y, a
pesar de que las cortinas cubrían las ventanas de la casa, ella miraba a Bird
directamente; su mirada era suave como la porcelana, e inexpresiva.
El techo crujió y Bird apartó la mirada. La mosca atrapada continuaba luchando
en la red. En la televisión, la marioneta se lamentaba; «No hay nadie con quien jugar.
Oh, espera, sí, ahí está. Ahí viene ese alegre tipo al que enredar».
Bird se apartó de la ventana y apagó el televisor. El libro se cayó al suelo. Bird lo
recogió y lo lanzó entre las cosas olvidadas de Vivian. Tras limpiar la comida que
había tirado y lavar la salsa y el puré de la camiseta, se sentó en su sillón. Mañana
llamaría al decorador para que volviera a empapelar las puertas. No quería saber qué
había escondido tras ellas. Cuando comenzó a roncar, el televisor se encendió y la
estática inundó la habitación.
Se despertó por el brillo del televisor. Buscó a su alrededor el mando a distancia y
lo encontró aplastado bajo el muslo. Estaba otra vez el concurso, probablemente en
un bucle interminable de algún canal, y un excitado participante estaba en pie frente a
una puerta amarilla. El participante y el presentador esperaron a que Bird estuviera
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totalmente despierto y sólo cuando él estuvo incorporado en el borde del sillón,
conteniendo la respiración, el presentador hizo una señal con la cabeza a la cámara y
el concurso dio paso a una pausa publicitaria.
Bird se levantó del asiento rascándose la barriga. El libro que estaba seguro de
haber lanzado entre las cosas de Vivian cayó de su regazo. Los pantalones le
siguieron, cayendo hasta los tobillos y revelando unos muslos de delgados huesos
recubiertos de piel flácida. Pegó un puntapié lanzando los pantalones a un lado y
caminó un poco estirando sus huesos entumecidos. Daba igual que sólo llevara una
camiseta sucia y unos calzones, porque no había nadie allí que pudiera verlo, y
además así podría disuadir a las miradas curiosas. A través de los visillos vio que
Emily se había movido y que en su lugar había una marioneta apoyada contra el
vallado. Una marioneta con un traje amarillo hecho jirones y una corona de oro
embutida en la cabeza. La marioneta se puso en pie. Bird hizo lo contrario. Sus
rodillas crujieron al chocar contra las tablas del suelo.
En un principio creyó que Emily estaba escondida detrás de la valla, manipulando
la marioneta. Ella había visto algunos de sus viejos programas de televisión, ahora
reponían todo en televisión, y probablemente ella pensó en hacerle reír o asustarle, o
tal vez las dos cosas. Entonces la marioneta se salió de la acera, cruzó la calle y abrió
la verja del patio de Bird. La niña no podía manipular la marioneta desde tan lejos.
Aun así, él lucharía. La sombra de la marioneta se alargó, estirándose hasta que
eclipsó a Bird. La corona de oro ennegrecido golpeó la ventana.
—No dejaré que entres —dijo Bird.
Un juego siniestro. La puerta amarilla junto a la repisa de la chimenea se abrió
lentamente y el espacio de detrás era de un amarillo sepia. Probablemente se abrió
por la vibración de los golpes de la corona de oro contra el cristal, se dijo Bird,
confiando en que fuera cierto. Se mordió el labio. Se le metió sudor en los ojos.
Parpadeó. El golpeteo de la corona de oro cesó. La marioneta desapareció o se
escondió. La puerta amarilla seguía abierta.
A pesar de su anterior empeño por abrir la puerta, la cerró de una patada. La
puerta jugueteó abriéndose unos dos centímetros antes de cerrarse de un portazo. La
casa crujió a su alrededor, ofreciéndole una miríada de pisadas sobre madera. Niños
marioneta. Bird se lamió los labios. Tenía la boca muy seca.
—Nunca estarás solo —le había dicho Vivian. Y luego le dejó.
Tras un baño y el sueño reparador de la noche, el mundo volvería a la normalidad
por sí solo. El vapor inundaba el baño, colándose en el pasillo. La puerta del baño era
blanca, no había otras puertas ocultas detrás de las baldosas o la cortina de la bañera.
Aunque estaba solo en la casa, Bird giró la llave del cerrojo del baño. Entendía el
mundo de la narración de historias. Sabía que una puerta abierta era una invitación a
cosas desagradables.
Tumbado en la bañera, con el agua en calma, recordó a Vivian colgando de la
barra de la cortina. Sus hilos estaban atados a la alcachofa de la ducha, a la espera de
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que empezaran sus juegos.
Con qué facilidad le había dejado ella que él la manejara. Al principio pensó que
era un truco, una manera de persuadirle para que se presentara a uno de esos
programas de celebridades, pero luego ella dejó de mencionarlos por completo. Bird
escurrió toda el agua de la esponja encima de su cara.
—Me duelen los brazos —dijo ella.
No era de extrañar que ella le dejara. Los sollozos rompieron en dos a Bird. Se
abrazó las rodillas al pecho y se balanceó. Debió de permanecer en el baño durante
bastante tiempo, porque cuando salió tenía la carne de gallina. Se secó y sacó un traje
y una camiseta de la cómoda del dormitorio. La ropa era de la época en la que
actuaba. Nunca habría creído que le hubieran vuelto a caber.
El armario de caoba arrojaba sombras sobre el papel de la pared, el mismo papel
que había en las paredes del salón con su mareante invasión de garabatos amarillos.
Bird se tendió en la cama. No logró dormirse por culpa de la descomunal sombra del
armario. Había un libro en la mesilla, era de Vivian, con el título «El Rey de
Amarillo» impreso en el lomo. Bird cogió el libro y lo lanzó hacia el armario, como
si quisiera hacerlo retroceder. Esperó a que crujiera el techo, a que algo se moviera en
la superficie del tejado o en las paredes, pero la casa permaneció en silencio.
Demasiado silencio. Ni asentamiento de maderas del suelo ni coches circulando en la
calle, ni marionetas golpeando la ventana. La sombra del armario le oprimía.
Saltó de la cama. La sombra le siguió, curvándose al compás de sus movimientos.
Apoyando el hombro contra el peso muerto del armario, Bird lo separó de la pared.
Este se enganchó en la alfombra y atravesó la tela raída. Siguió empujando hasta que
dejó al descubierto la pared de detrás y el contorno del recuadro de la puerta en dicha
pared. Se presionó la mano contra el pecho.
—Recuerdo adónde conduces —dijo.
Al ático. Recordó estar fuera de la casa hace uno o dos días o, guiándose por el
peso que había perdido desde entonces, hace un año, y ver la marioneta que
presionaba el rostro contra la ventana.
—No hay nadie allí arriba. Tú no estás arriba.
El silencio aguardó al siguiente movimiento de Bird. Vivian no podía estar allí
arriba. Él no era esa clase de hombre.
La alfombra se plegó alrededor de la base del armario, trabándolo en esa posición.
Colocó la mano sobre el pomo, pero no lo giró. En lugar de eso, cerró la puerta del
dormitorio y pensó en volver a empapelarlo. Y esconder así la habitación hasta que
olvidara su existencia.
Un rayo de sol amarillento se colaba en el salón. Las casas que rodeaban la suya
parecían estar desmoronándose bajo la luz añeja… como si hubiera estado tendido en
la cama cien años. Las puertas amarillas permanecían entreabiertas. La estática se
derramaba de la pantalla del televisor. El reloj de la repisa de la chimenea
tartamudeaba. El tiempo se quedó parado a las tres y treinta y cinco. ¿Salía esa luz
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amarilla de las puertas? Cruzó al otro lado de la sombra de una puerta. Algo golpeó la
ventana. Se negó a comprobar si era de madera o de oro, marioneta o corona.
Mientras permanecía en el umbral, la luz le empujaba, abrazándole por las
muñecas, el cuello y los tobillos. Bird tiró en dirección contraria, sus manos de
titiritero eran esqueléticas, recubiertas de piel amarilla y venas negras. Tras echarse
hacia atrás y esquivar la succión, se acercó a la primera puerta. Esta se negaba a
cerrarse. Bird empujó con el hombro y la puerta y sus pies perdieron tracción. Con un
gruñido, lanzó su peso ahora ligero contra la puerta. Se cerró con pausada delicadeza.
El presentador del concurso rugía en la pantalla del televisor tras sustituir la estática
previa. El rostro amarillo, un traje amarillo a jirones, atrapado en el tiempo, dientes
blancos como perlas y unos labios negros dibujando una sonrisa artificial. La imagen
parpadeaba pero siempre era la misma.
La otra puerta se cerró de un portazo por sí sola. Las manecillas del reloj giraron.
En la pantalla Dirk Almond gritaba:
—¡Aquí está Vivian!
Pero a ella no se la veía por ninguna parte.
En la pantalla una chica gritaba, y aplaudía y saltaba en una extraña danza delante
de la puerta aún cerrada. El único parecido de la chica con Vivian era que esta
manejaba los hilos de la marioneta de Dirk Almond. ¿Realmente creía la muy idiota
que encontraría la vida de sus sueños detrás de una puerta en un concurso de
televisión? Él esperaba encontrar una pesadilla.
En el piso de arriba, algo golpeó una de las puertas cerradas. Un dolor de cabeza
ciñó las sienes de Bird, como un torno presionando su calavera. Otra puerta se
marcaba bajo el empapelado de la pared, y se abrió sin que él la tocara. Bird contuvo
el aire en los pulmones. Un insistente golpeteo en la ventana hizo que un escalofrío le
recorriera el cuerpo. Emily y el Rey Marioneta echaron un vistazo al interior.
Bird se presionó la cara con los dedos, deseando que desaparecieran. Un puño
golpeó la puerta de entrada. Bird bajó las manos. La trampilla metálica del buzón se
abrió.
—No vives ahí —dijo Emily al tiempo que miraba por la rendija del buzón.
—Sí, sí vivo aquí —dijo Bird, aunque se preguntó si no sería mejor ignorar a la
niña.
Bird se agarró con fuerza a los brazos del sillón. El cuero crujió bajo la yema de
los dedos. El televisor se abalanzó hacia delante como si de repente fuera demasiado
pesado para las patas de la mesa.
—Entonces el buldócer grande y viejo te aplastará.
Bird se incorporó y avanzó tambaleante por la habitación. Con la espalda
encorvada por el inesperado peso de la cabeza. El buzón se cerró. A espaldas de Bird
el televisor quedó en silencio. Debería abrir la puerta y correr. Derribar a Emily si
tenía que hacerlo, sin importarle que su cabeza de porcelana se rompiera.
—¿Estás todavía ahí? —preguntó él. Cuando Emily no le respondió, gritó—:
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¿Estás todavía ahí?
—¿Y tú? —dijo Emily, y luego se alejó brincando tac-tac-taconeando sobre el
asfalto.
Bird se inclinó y levantó la trampilla del buzón para mirar por la ranura de cinco
centímetros. Emily y el Rey Marioneta le saludaron desde la verja. Se apartó de la
puerta. Su mano temblaba frente a él, como si pretendiera espantar a los dos. La piel
parecía fina como el papel. Si la rebanas, tal vez encuentres una puerta que conduzca
hacia el lugar donde Vivian había ido. En el piso de arriba, aquello que había
golpeado la puerta del dormitorio finalmente logró atravesarla. Las rodillas de Bird
vencieron y aterrizó sobre las bolsas que contenían las cosas de Vivian.
Ella le había abandonado. La mayor parte del tiempo, él había estado seguro de
eso. Ella había querido irse, lo había intentado, esa parte era cierta, pero no lograba
recordarla marchándose. Ni ningún último adiós lloroso. Luego estaba la cuestión de
las cosas que ella se había dejado al marchar. Sobre su cabeza las escaleras crujieron.
Bird miró hacia arriba.
—No tienes buen aspecto, Bird —dijo Vivian.
Las palabras se trabaron en la garganta de Bird. El televisor rugía con risotadas.
—Aquí está Vivian —dijo Dirk Almond.
Bird tembló cuando su Vivian descendió las escaleras. Una chica marioneta con
los hilos cortados y sus deshilachados restos chorreando de las muñecas. Había
querido que ella regresara con él, pero no de esa forma. Vivian parecía demasiado
delgada, había perdido incluso más peso que él y su perfume olía a rancio y acre. Ella
solía oler a lavanda.
Detrás de él, la trampilla del buzón se abrió. Bird se giró. El Rey Marioneta le
lanzó un guiño. Unos finos dedos de madera y una corona se deslizaron por la ranura
del buzón. Bird se sentó paralizado mientras el Rey Marioneta colocaba la corona
sobre su cabeza.
En la pantalla del televisor, Dirk Almond exclamó:
—Estamos encantados de anunciar un nuevo espectáculo de marionetas que
comenzará mañana, niños. Bird Man a las 3:35 pm. No os lo perdáis. Va a ser muy,
muy, muy divertido.
Vivian se inclinó sobre Bird. Le agarró las muñecas y ató unos hilos a su
alrededor.
—El espectáculo no puede continuar sin ti, Bird. Intenté que sólo me cogieran a
mí. En serio. Lo he intentado todo.
Su Vivian lo levantó, manejándolo como en el pasado él la había manejado a ella.
La cabeza de Bird osciló hacia delante y rebotó sobre su fino cuello. Quería recorrer
su rostro con los dedos, pero ella le dio la espalda y lo dejó colgando en la entrada.
En el salón, Vivian arrastró el televisor sobre la mesa separándolo de la pared. La
pantalla gris parpadeaba y la palabra Fin sangraba de ella en color amarillo.
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EL TEATRO Y SU DOBLE
ROLLO B:
EL FANTASMA DE LA MÚSICA
DIRECTOR DE CORO
CORO
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Más allá de los cielos, las Híades cantan
la canción que las campanas de la Muerte ahora repican
debe morir sin haber sido escuchada, convertirse en Nada,
en la Perdida Carcosa.
sobre Carcosa.
en la Sombría Carcosa.
en Carcosa…
ROLLO A:
Muchos me llaman loco. Pero si estuviera loco, ¿no lo negaría? ¿Es una locura
enamorarse del paisaje de un sueño, del preciso punto de unión de dos colinas que se
ciernen sobre una carretera de piedras muertas, por donde uno camina y no puede
usar palabras para pedir refugio? Entonces también lo es escribir en las regiones de
un nuevo espacio arriba en la Luna, soñando, mientras otros permanecen sentados en
sus casas. Yo soy partícipe de la gravitación planetaria dentro de las fisuras de mi
mente y de la naturaleza tangible de las intenciones del Hombre.
Nunca me adapto a la continuidad de mi vida. Mis sueños no disponen de escape,
ni de refugio o guía. Verdaderamente hiede a miembros amputados. Siento el deseo
de no ser, de no haber caído nunca en este antro de idioteces, abdicaciones, renuncias
y contactos obtusos. Deseo la luz amarilla del Tiempo de los Sueños, esa luz virtual,
imposible, que sin embargo encuentro en la vida real.
* * *
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El recurrente milagro del Amanecer se urdió ante mis ojos justo después de que
me despertara y tomara la medicina. Vi la primera luz eléctrica titilando en la
oscuridad a lo lejos entre los tilos. Es abril en París y todos los jardines de todas las
calles lucen pletóricos de esa miel primordial que hace que los rayos de sol irradien
de las flores, los árboles, las nubes, y parpadeen en un cielo profundo tras una larga
tormenta.
Cuando la morfina comenzó a hacer efecto, mientras contemplaba los cielos color
cobalto, la niebla deshilachada que se alzaba sobre el río adquirió una tonalidad
violeta y dorada, y en los acres de prado y pastizales brotaban piedras preciosas.
Aquella niebla se desplazó entre las copas de los árboles tocados por el ardor,
mientras en las profundidades del bosque débiles destellos llegaban procedentes de
algún rayo perdido de luz matinal sobre hojas húmedas.
Luego llegó el sol, el sol amarillo, y todo volvió a ser agreste de nuevo.
* * *
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éxito en algunos casos, me costaría más de lo que podría ganar con ello.
Pero hay algunas obras de teatro que deben ser representadas, aunque mi Noche
de Estreno pudiera estar maldita como la de “El Barbero de Sevilla” de Rossini, por
la presencia de un maniaco con una Máscara Pálida, sonriendo aterrado o triunfal,
que desbarata mi teatro, alguno de los ayudantes de escena que cometió el error de
leer el pliego original que en ocasiones me olvido de guardar bajo llave.
Permítanme que lo explique. Empezamos nuestro primer ensayo dentro de varios
días…
* * *
ROLLO B:
EL FANTASMA DE LA DUDA
OSCURIDAD, LUZ DE ESTRELLAS. CRIATURA ataviada con lo que parece ser una
CAPA Y CAPUCHA A JIRONES DE PIEL HUMANA ICTÉRICA entra en escena. EL ROSTRO
DE LA CRIATURA está oculto bajo una alta y picuda capucha de trasgo. La luz de
estrellas debería parecer negra. Este es EL REY DE AMARILLO.
REY DE AMARILLO
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Mis delgados dedos, lenguas, ojos, todavía flamean en los cielos,
a través de ese humeante lago-celeste que conecta los
Reinos
de Hastur, Aldebaran, y Yhill (donde los nativos no saben
nada de esto, y creen que tales cosas son monstruosamente
imposibles),
también el reino más profundo de Demhe, que se hundió bajo
las olas hace mucho tiempo.
REY DE AMARILLO
EL REY ABRE SU CARNOSA CAPA Y REVELA UNA CRIATURA BRILLANTE BAJO ESTA, CON UNA
ESPLÉNDIDA DIADEMA Y UNA TÚNICA DE SEDA BLANCA BORDADA CON UN GLIFO AMARILLO:
UN HALCÓN CUYA GARRA ATRAVIESA EL CRÁNEO DE UN CONEJO. LA FORMA DEL SIGNO
AMARILLO SUGIERE UNA CRUZ GAMADA.
EL REY ELEVA LAS MANOS HACIA EL CIELO CON LOS OJOS DEMASIADO BRILLANTES PARA SER
CONTEMPLADOS
REY DE AMARILLO
¡Ya está hecho, ya está hecho! Que las naciones se levanten y admiren
a su Rey,
¡Rey por derecho propio en la tierra Hastur, porque conozco
el misterio del Corredor de las Híades entre los mundos! Yo
recorrí a nado el Lago de Hali,
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y contemplé la Tierra. Los diarios de Padre me indicaron el camino,
intentando comenzar
a acabar la Obra
de la que todos formamos parte,
pero mi primo, le Castaigne,
echó a perder todos los planes,
envenenó el camino a la Tierra,
contaminó mi Obra
con su propio cadáver
ocioso y putrefacto,
rajado de oreja a oreja por su propia mano,
sangrando la sangre de la familia
de su tío Hastur,
cerró el camino,
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[falta página de pliego]
* * *
ROLLO A:
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El manuscrito de Tzara es una mierda. Contiene una versión completamente
embarrada del original, más similar a Finnegans Wake que a la obra original; la cual
precede al Dadaísmo, al Surrealismo, e incluso al Irrealismo de Sade.
* * *
Esta obra de teatro es una idea, una idea viva, como lo están todas las ideas. Una
idea que no puede ser aniquilada. El Rey no puede ser asesinado. Ya ha pasado
demasiado tiempo para eso. Los Siete Mundos quedaron fracturados en cierto
momento de nuestra propia historia antes de la colonización del Nuevo Mundo,
América.
Ahora América es el laboratorio y caldo de cultivo del fracaso más espectacular
de cualquier otro imperio desde el romano, cuando sus bancos exigen el pago
inmediato de todas esas facturas que América no ha podido abonar por su Futurismo
fascista. Llegará. Muy pronto. En mis sueños, el infernal Rey me muestra a hombres
saltando por las ventanas, hombres que parecen banqueros americanos. No hay nadie
que los detenga.
* * *
Pero no me atrevo a hablar de eso todavía. La obra está dividida en tres actos de
aproximadamente cinco escenas cada uno, y el pliego original es de
aproximadamente trescientas páginas. No todas esas páginas están llenas. Una o dos
contienen sólo una línea de diálogo, o una frase. Si hubiera escrito algo más, la
página no podría contenerlo. Las ilustraciones son más sensatas que el texto. Lo cual
no dice mucho de la obra.
La cosmología de la obra es gnóstica, maniquea y Blakeiana. Al principio existía
el Caos, y la percepción del Caos, en varios grados de Luz y Sombra, Concordia y
Discordia. Cuando las cosas comenzaron a separarse, parecía creer el dramaturgo, la
Vida comenzó a doler.
Al principio, las cosas comenzaron a separarse. Al principio, las cosas dolían. El
principio ocurrió cuando la mente del Rey se fraccionó en siete trozos. Cuando Él se
alzó y rugió el nombre que su Padre capturó, el nombre de Dios, los jirones de su
túnica ondearon y crepitaron a los vientos de siete mundos.
Siete puertas en el Corredor de las Híades, a través de las serpientes de fuego, y la
asfixiante niebla gélida del humeante y negro lago de montaña Hali flotando en el
aire. Traicionado, el Rey había pronunciado el nombre del Gusano Conquistador al
final de los Tiempos. Por una mujer.
Siempre es por una mujer. Josefo pronunció el nombre, y lanzó sus puños
enfundados en guantes laminados, y abrió unas grietas humeantes en el suelo
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mientras los agujeros entre los mundos succionaron parte de Él, la capa en primer
lugar, y Le dieron un ojo, una oreja, una susurrante mano no-muerta en cada uno de
ellos.
* * *
Al Principio, el Rey destruyó todo. Para así poder arreglarlo. Al Principio, el Rey
inició el Tiempo tal como es ahora. Arriba en Su trono, sin un solo ademán de
disculpa, simplemente observa con cada ojo mientras las partes más pequeñas de Sí
mismo repiten la danza, el interminable reel, la ridda, por arriba y por abajo, dentro y
fuera, una palmada…
* * *
Una palmada. Al principio, había Mierda. Al principio, el primer ser vivo decidió
completar el proceso de nacer y expulsó las partes muertas de sí mismo para poder
existir hasta el final. Para vivir, sólo se tiene que dejar de luchar, pero para vivir en
carne y hueso es necesario cagar.
El hombre selló ese pacto: vivir de la carne durante un breve periodo y luego
sacrificar su vida y dejar que las bestias lo devoren. Pasar toda la vida aferrado a la
parte más pequeña del mundo que conoce, comportándose como las bestias que un
día lo devorarán entero, viviendo según el reloj que creó para detener el Tiempo y
alejarse de la luz eterna e incalculable del Vacío al que todos nosotros nos ofrecemos
en la verdadera Misa, sin ningún intermediario, mientras Ella se aproxima con todas
Sus formas, y nos rodea y penetra.
El Teatro de la Crueldad fuerza al público a ver de lo que se alimenta, lo que es,
lo que hace y encarna y llega a ser. Cuando hablo de crueldad no me refiero a causar
dolor como sí ocurría en el caso del Gran Irrealista, Sade, sino a usar esa especie de
violencia fría y nítida para hacer añicos todas y cada una de las máscaras de cartón
piedra de Texto y Lenguaje y Significado. Me refiero a relatar una historia en la
esfera espiritual y lograr que incluso los del gallinero se queden boquiabiertos.
No usamos una cuarta pared en el Teatro Jarry. El público es la cuarta pared. Los
actores podrían ser cualquiera de ellos, a no ser por los símbolos y técnicas sofócleas:
un látigo, un cochecito, un enorme huevo azul. Las nuevas «luces estroboscópicas»
que el americano de la costa Este fabricó para la fotografía en cuarto oscuro son
usadas en mi escenario del Jarry. Todo esto, y más.
Es la cruda catarsis lo que espero del público, cruda compasión, crudo miedo que
provoca un crudo éxtasis cuando los dos elementos químicos se combinan en el sudor
y las lágrimas. Os burláis de mí y os aferráis a ilusiones, pero vosotros mismos
clavasteis los clavos en vuestro ataúd. Dios exige que rompáis con vuestra propia
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conciencia. Ni tan siquiera Él puede compararse con vuestra pálida máscara
ideológica.
Nuestro verdadero hogar, el nuevo mundo, el Mundo Medio, no depende de
ninguna variable que entendamos. Nuestra consciencia debe desencajar la mandíbula
para comenzar a digerirlo.
Está por encima del hambre, el sexo, la agonía y la exaltación. Se manifiesta
como un hambre diferente, no de ideas, sino de Realidades. Alfred Jarry lo sabía. ¡Se
burlaba tanto de la Ciencia como el expatriado norteamericano Charles Fort se burla
ahora! Jarry decía que la risa surge cuando uno comprende una contradicción
aparente…
Como la guerra, o la mitad de las cosas que creemos saber, o nuestro
adiestramiento social. El Teatro nos puede liberar de eso, e impactarnos con tanta
fuerza como para recordarnos que somos personas. Pero esto no puede conseguirse
con las viejas técnicas.
* * *
* * *
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ha marcado la hora. Nuestra hora.
Pero la obra más reciente, oh qué gran obra… Es el hilo que ha recorrido toda la
civilización occidental, un Cadáver Exquisito compuesto de muchas partes diferentes
de tomos redactados y editados y vueltos a redactar.
Hacen falta ojos multifacéticos para leerlo, ojos de mosca. He tomado las setas
que Gide me trajo a su regreso de México y lo he hecho con mi “Viernes de Chicas”
revoloteando por la cabeza y preguntándome si debería perder el sentido y actuar
como un simio salvaje.
Pero cuando me senté ante el espejo y comencé a preparar esta obra, como un
compositor podría preparar una vieja partitura, y contemplé mi propio rostro, vi que
volvía a ser joven, un demonio, un libertino, la cabeza altanera y largos brazos
estirados en un gesto de poder y orgullo.
Mis ojos brillaban ferozmente ese día mientras leía. La tragedia era bastante
convencional, pero lo que finalmente logré desentrañar entre líneas era algo que
podría valerme.
Vi el cuadro oculto en la obra. Vi el doble del teatro. Vi el Signo Amarillo.
Ellos todavía piensan que estoy loco, y lo estoy. Loco para explorar las relaciones
ocultas de Poder, el verdadero conocimiento alquímico de la Tierra, los quejumbrosos
abismos en la Ciencia que Fort y Crowley y todos los demás ensartan en páginas
impresas.
Aquel que se ríe el último ríe más tiempo en el manicomio. La Dinastía Imperial
de América necesita un freno, ceder terreno, una lanza para pinchar la hinchazón,
para dilatar el Vacío interior, las partes muertas del Vacío, y trompetear el pedo del
Arte derribando todo el museo, haciendo añicos la prisión de la cruz, la caja y el
ángulo que somete a todas las Mentes. Mente es lo que soy, y ello es yo, y ello quiere
SALIR FUERA.
* * *
Estos días, una caza de brujas no significa ser asado en la estaca, sino ser asado
por medio de shocks eléctricos y sustancias químicas. Toda mi vida he estado
encerrado por decir en voz alta lo que pasaba por mi mente, y vivirlo. Mis padres no
pudieron curarme, ni los doctores, así que continuaron encerrándome.
A raíz de la vieja enfermedad, la enfermedad infantil que no podía ser curada, me
provocaron una aún peor: Láudano, el cual acabó con mis dolores de cabeza y los
espasmos faciales que me hacían perder la compostura, también acabó con los gritos
y el sonambulismo, pero me dejó a solas con la droga, embalsamado con lo que será
mi final.
Después de un tiempo en varias instituciones más pequeñas, me licencié y me
alisté en el Ejército, uno muy grande. El Ejército permitió que me echara para atrás.
Corrí hacia las candilejas, a París, Pero yo no me veía a mí mismo como una
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persona curada. Nunca me puse enfermo. Nunca quise suicidarme, pero cada vez que
iba a ver al psiquiatra de la sala, me entraban ganas de ahorcarme, porque me invadía
la necesidad de rajarle la garganta y no me iban a dejar hacerlo.
Esas vías ya no son de ninguna utilidad ahora (el «mundo real» que Papá tanto
alababa cuando usaba su boca y no su cinturón para hablar).
No puedo contar a nadie que Carcosa en realidad ha empezado a prestar atención
a París otra vez, que hasta los ejércitos enardecidos del mundo se alzarán y temblarán
ante la Máscara Pálida. Será mi última broma, mi último experimento, mi último gran
salto, que sea yo mismo quien Lo expulse. El hijo nativo de la ciudad anochecida de
Hastur arribará con el Nuevo Amanecer y las estrellas de la Tierra se tornarán negras.
Y son los surrealistas quienes hacen que Él sea irrelevante.
* * *
Puedo viajar allí, cuando dibujo el Signo Amarillo y medito en su interior, usando
una variación del Ritual del Pentagrama del Destierro Menor de Crowley. Yo soy…
* * *
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que conduce a un hombre vacío hacia el centro del círculo, al ritmo de un violento
gemido de trompeta y el latido de un largo redoble.
Los hombres marchan con paso cerrado alrededor del caballo y su jinete zombi
desnudo. Las cruces se calcinan hasta quedar convertidas en cenizas, pero las aristas
no están apagadas. El hechizo sólo se ha hundido en la tierra.
He escondido la armadura del Príncipe en el cuarto de utilería del Teatro Jarry y
hay un anillo en el yelmo que tiene grabado el Signo Amarillo. Sobreviviremos al
holocausto que está por venir, cuando el Rey libere las aguas del Lago Hali y las
derrame por la Tierra, y convierta todo ser vivo en mármol, a excepción de los que
su Éxtasis desee salvar.
Nosotros nos salvaremos de todas formas. Yo y todos lo que pueda congregar en
el Jarry. Escucharán. Cuando el cielo se abra, escucharán, y no se quedarán atrás.
Escuchad…
* * *
ROLLO B:
CASSILDA
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que avanzan con bastones,
y continuamente exclaman asombrados
ante todo lo que ven.
* * *
EN UNA COLINA, EL ADOLESCENTE JOSEFO PASTOREA OVEJAS DE NOCHE. JOSEFO ATIZA UNA
PEQUEÑA HOGUERA CON UN PALO, FUERA DE LA TIENDA, DIBUJANDO SIGILOS EN EL CARBÓN.
JOSEFO
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del Parlamento y la familia real.
ROLLO A:
Leí las noticias ayer. No sé cuánto de lo que cuentan puede ser cierto, o qué
porcentaje de noticias reales hay entre las letras, las líneas y todas las palabras que
dicen tantas cosas a un mismo tiempo que el mensaje se pierde entre ellas, devorado
y defecado y vuelto a devorar, descendiendo por la cadena evolutiva hasta que las
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noticias y las cosas que consumen las noticias sólo se parecen remotamente al limo
devónico, ni tan siquiera humano.
América no necesita mejores condiciones para sus personas corrientes. Necesita
cambiar a su gente para adaptarla a las exiguas condiciones post-humanas. América
busca producir en masa trabajadores intercambiables que puedan realizar cualquier
tarea básica sin quejarse, el Producto definitivo.
La nueva gente puede conducir el mercado global a través de varias guerras e
intercambios de poder nominal y, a medida que los excedentes mengüen, surgirá una
raza más maleable y menos individualista en su lugar.
Debemos mantenerlos ocupados a todos ellos, e inventar intrigas para levantar
nuevas almenas en la granja-hormiguero, hacer que las hormigas corran tras
espejismos que creen necesitar, objetos hechos a un bajo coste en el laboratorio, que a
su vez los hacen enfermar y morir y acelera la purga de su intelecto, drenando la
esencia vital divina y volcándola en el virus-máquina que se replica hasta el infinito.
Las plantas serán las últimas en desaparecer, cuando todos los elementos
químicos que contienen se hayan sintetizado. La nueva gente respirará la nueva
atmósfera mientras el viejo manto muere y se convierte en combustible. Para esto, la
Dinastía Imperial de América se ha estado preparando desde la Gran Guerra,
construyendo un muro cada vez más alto y más ancho.
Hay un Rojo bajo todas las camas, o alguna raza híbrida subhumana que se quiere
comer a nuestras mujeres y defecar en nuestros aparatos de radio. Los hombres
durante un tiempo lucharon con sus puños, espadas, pistolas a diez pasos. Luego las
repúblicas gemelas de América y Francia prohibieron los duelos y forzaron que las
armas se hicieran más grandes, que las distancias aumentaran y que el nivel de
inteligencia necesario para acabar con una vida disminuyera más y más, hasta que los
hombres pudieron ser extinguidos por los propios microbios de nuestro Señor
simplemente apretando un botón. Pero yo no, mi estimado Diario. ¡Oh, yo no!
Toda Vida es sufrimiento que devora otra Vida. Me uno a los tarahumara, que se
tragan el sol en el botón de peyote hasta que la negra noche caiga sobre los Días del
Hombre y nosotros deberemos construir nuestro propio Octavo Día en la oscuridad
tras el Armagedón.
Me uno al salvaje nativo que vive sin aparejos de pesca ni cajas ni gravedad.
Brinco y bailo con ellos cuando la Noche cae. Quiero que la Noche permanezca.
Un verdadero gourmet es tan sensible al sufrimiento como un conquistador, dicen
los ingleses. Los aztecas entendían que un conquistador no puede ser sometido
mediante el sufrimiento. La crueldad era una virtud, en algunos casos, según ellos, los
Medid, los Bonaparte…
La crueldad significa limpiar la sangre con sangre, la violencia con violencia,
cada vez que la Bestia asoma reencarnada en un humano. Somos los dioses que
nuestros antepasados veneraron, el principio en su interior y el nuestro. Ahora
empuñamos la parte más insignificante de Dios. El rayo.
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Ahora Dios ha quedado obsoleto, porque Él creó una cosa más fea que Él, que le
atravesó el corazón, Lo embalsamó, ahogó Su aliento con ilusiones, pero nunca pudo
eliminar ese único bosón de Él que es Nosotros.
* * *
* * *
Debo vigilar mi salud. Los dolores de cabeza se producen con mayor frecuencia.
Intento tomar la medicina sólo por las tardes y nunca más de media dosis. Sólo
morfina de la farmacia, nunca heroína que estimula mi sangre con viajes hermosos
pero no, NO. Debo tratar la enfermedad. No debo dejar que la niebla vuelva a mis
ojos, de la manera que Madre decía que solía pasar cuando yo era pequeño.
* * *
* * *
Edith cantó para mí ayer noche, mientras ella corregía mi manuscrito en ese largo,
achatado y vacío caserón donde el Realismo finalmente acabó descuartizado como un
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cerdo. Ella me había hecho pasar un mal rato cuando, durante el desayuno, me pidió
dinero para ir a ver un espectáculo esa noche, o algo parecido, así que, por supuesto,
comenzó a cantar ese viejo himno comunal “L’Internationale”. Encore une fois,
pequeño gorrión. Pihuelos oprimidos del mundo, uníos. Ella hacía que incluso las
canciones comunistas sonaran bellas.
* * *
* * *
Los propietarios no estaban allí. El chico que se encargaba de la tienda ese día,
que se llamaba Camus o algo similar, parecía un tanto demacrado y tenía una mirada
sin vida. Su traje gris estaba raído y sus manos eran delgadas y pálidas. Dijo Buenos
días, luego continuó revolviendo en un enorme cajón de fruta lleno de enciclopedias
colocado sobre una escalera con ruedas en otra parte de la tienda.
Me quedé en la parte de delante, zigzagueando entre el alto y largo laberinto de
estanterías que se dividían en pasillos orientados hacia el cristal del escaparate que
daba a los ladrillos irregulares de la Rue D’Auseil y el adoquinado de esa parte de la
calle.
También era primavera por aquel entonces, la pasada primavera, y los ataques de
histamina causados por el polen hacían que mi nariz pareciera una polla flácida e
inflamada. Se me nublaban los ojos y apenas podía ver un solo título. Pero me
entraron ganas de descansar.
Había un pequeño sillón al final de uno de los pasillos de estanterías. Una
lámpara eléctrica de lectura había sido ubicada inteligentemente sobre una mesita
junto a este. El propio sillón parecía haber sufrido los arañazos de un gato salvaje
todos los días durante años.
El libro en mi mano era amarillo. En el lomo destrozado algún «Lector
Constante» había garabateado: EMPEREUR A VÊTU AVEC SOLEIL VILLÓN.
* * *
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un cuarto de dosis de buena morfina que saqué de mi pitillera. Iba a ser un largo
camino de regreso a casa. Mis gafas estaban en el bolsillo de la camisa. Lo mejor era
evitar el dolor de cabeza por todos los medios disponibles. Entonces abrí la obra por
la primera página.
* * *
Cuando pude parpadear de nuevo, cuando descubrí que podía hacerlo, el joven
librero Albert (él mismo se presentó) me estaba preguntando amablemente si podía
cerrar la tienda, e incluso me ofrecía un chavo para gastar en la taberna si aún dudaba
en irme. Sacudí la cabeza, carcajeándome.
«Chico, no soy ningún charlatán mendicante. Je suis auteur! Surréaliste! Pero
gracias por tu amabilidad». Era el empleado que me cobró el precio que marcaba EL
REY DE AMARILLO. Porque, aunque ya lo había cerrado, no podía bajo ningún concepto
dejarlo allí.
* * *
* * *
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El original de la obra de Sade fue escondido en el armario de su suegra, que ardió
cuando Bonaparte ordenó ejecutar a mujeres y niños en una plaza pública y los
campesinos se alzaron en rebelión…
Yo soy esa rebelión, cultivada hasta dar su fruto. Yo soy el sistema del hombre
muerto para todo el planeta. Yo soy Artaud y ya vengan el infierno o las aguas
bravas, mi compañía representará esta obra. Ya es la hora. La gente no debe conocer
al hijo de Hastur. La obra es mi propio conjuro.
Para enviarlo a casa…
* * *
ROLLO B:
EL FANTASMA DE LA AMENAZA
CROY CASTAIGNE
DE ENTRE LA NIEBLA, ALLÁ ADELANTE, HOMBRES LLEGAN CORRIENDO DESDE TODAS LAS
CARRETERAS, CAMPOS Y CUNETAS, Y VAN DE CABEZA HACIA UNA EMBOSCADA. LOS HOMBRES
CARROÑEROS, GUARDIANES ORIGINALES DEL ÚLTIMO FRAGMENTO DE LA MÁSCARA PÁLIDA
DEL REY HASTUR, FORMAN REMOLINOS DE AIRE A SU ALREDEDOR CON SUS RAYOS. SE
PROPAGA LA ORDEN ENTRE LOS RANGOS DE LOS CONTRA-REVOLUCIONARIOS. ALGUNOS DE
ELLOS DEJAN CAER SUS ARMAS Y ALGUNOS LAS APUNTAN CONTRA LOS OTROS.
CASSILDA
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el corazón durmiente,
CROY gira sobre sus talones, atraviesa el cuarto y arranca el broche con el Signo
Amarillo del cuello del vestido de Cassilda. CROY lo lanza por la ventana abierta del
estudio. EL PINTOR Y LA MODELO SE CIERRAN EN UN ABRAZO.
* * *
En las ruinas desmoronadas que es ahora el TEMPLO DEL GUSANO, Josefo pasa la mano
adornada con anillos sobre una piedra negra, y su visión de la casa familiar de
Cassilda en la ciudad, de Cassilda y Croy besándose, se desvanece en una bruma
amarilla.
JOSEFO
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un hombre con una doncella.
Y dejemos al Filósofo y al Médico predicar
sobre lo que harán y lo que no harán,
JOSEFO observa el techo sobre su cabeza, irritado. A lo lejos, allá arriba, suena el grito
y la explosión y el silbido de los obuses.
JOSEFO
* * *
ROLLO A
(más tarde)
* * *
ROLLO B
[…]
CASSILDA
en la Perdida Carcosa…
* * *
ROLLO A:
Hay una grieta que atraviesa el universo, una cicatriz amarilla a lo largo del Sol.
Hay un problema mayor aquí que puede Afectar a Cualquier otro lugar, y nadie
sabrá la hora en la que el Amo venga a llamarnos. En estos instantes, las torres de
Carcosa se elevan por detrás de la Luna.
Hay una voz más débil en su interior, una alta silueta se cierne sobre el yeso
grabado con glifos. Le gusta sembrar la desolación y lo único que podríamos aspirar
a hacer es cantarle hasta dormirlo durante el mayor tiempo posible. Lo único que
podemos hacer es morder su mano. Morder su mano, que destruyó al niño con la
vara y derramó la semilla de la vergüenza para siempre sobre su prole que devoraba
al nacer, como una puerca devorando a su propia camada.
* * *
* * *
Pero incluso ahora hay niebla salina flotando en el cielo allá fuera. Debo apretar
las abrazaderas, someter mi biología animal, para protegerme y distinguir la luz de las
sombras, manos que se alimentan de manos que inyectan una cura peor que cualquier
enfermedad.
Sin embargo, tanto antes como ahora mi mente calla y gotea de las paredes del
manicomio. Descanso, y respiro, y espero a que me suministren la medicina. Llegará.
Esta vez, me comporto bien.
Jamás rajarán el colchón, ni encontrarán el pliego de la obra. Como el Rey, nunca
llevo una máscara, ni pretendo ser lo que no soy. Simplemente, no han buscado bien.
* * *
Sólo cuando me pongo la corona y permito que el oro bruñido irradie un halo en
las candilejas, la Criatura que gobierna el reino de Su padre Hastur dirige la obra
desde la audiencia.
——————————
[Para:
Joe Pulver y Lucius Shepard, Tierra
Antonin Artaud y Robert W. Chambers, Carcosa]
Llegaste a la isla de Carcosa hace siete días, a las 6:35 de la tarde según tu reloj, y
descubriste entonces lo que parecían ser dos soles observándote allá arriba; uno en el
centro, el otro descolocado… una pupila boca arriba, blanca con cataratas, con un
débil tono azulado. Es una ilusión óptica, te dijo Jutras durante vuestra reunión vía
Skype. Todo el mundo la sufre. También hay otras cosas.
¿Como qué?
Sólo… cosas. No es importante.
(Lo cual implica claramente: No estarás el suficiente tiempo para que importen.
Una suposición que no cuestionas, ya que te viene bien; pero más tarde la recordarás.
Y te reirás).
Así que, en efecto, es un lugar extraño, aunque no intolerablemente extraño… al
menos no más que el increíble calor o el olor que te rodea, rancio e ineludible, a pesar
de no haber llegado siquiera a la zona de excavación; o las playas negras con arena de
cristales pulidos por el agua, o el cúmulo de flores del mismo color que los
camarones o los alargados y frágiles nidos de insectos palo que escalan por todas las
superficies verticales. De hecho, todos los colores son diferentes aquí, siempre un
poco «apagados»: la capa verde sobre verde de sus pastos, de sus frondosas copas y
enredaderas no es tu verde, no exactamente. Es más como el recuerdo reprimido de tu
verde.
Se huele un aroma a humo de madera húmeda en el aire, como si acabasen de
sofocar un incendio en el bosque. Su olor te produce un ciego lánguido y
envolvente… humo de opio mezclado con polvo de hueso.
Según Jutras, la isla —en sí misma, el minúsculo saliente de una cadena
montañosa submarina rodeada de negras fumarolas, increíblemente volátiles— tuvo
en el pasado un volcán en el centro que entró en erupción, al estilo del Tera, tras lo
cual su caldera quedó convertida en lo que ahora se conoce como el «Lago» Hali. Las
comillas se deben a que el lago se llena una y otra vez con agua de mar que entra por
un extremo abierto que da a la isla su forma de luna creciente carcomida. La ciudad
de Carcosa ocupa la zona media de la luna, su terreno más elevado, mientras que las
dos penínsulas formadas por los cuernos de la luna casi se superponen. La más larga
de las dos se llama Hali-joj’uk, «la puerta de Hali» o «verja», en la lengua bastante
fácil de entender y a un mismo tiempo arcanamente individual de la isla. Jamás
habría pensado que podrían existir tantos subdialectos en una sola isla cuya población
total históricamente jamás ha superado los cuatrocientos habitantes.
Tras echar un vistazo a lo que has ordenado tan pulcramente sobre una lona
impermeable en una trinchera estrecha a un metro de la fosa, protegido de las
inclemencias del tiempo bajo una nueva tienda, Jutras no dice nada, se limita a bajar
la mirada. No es que le culpes a él; tú misma eres responsable, era la primera vez que
por fin decidiste parar y respirar. Ahora las palabras se desbordan en un torrente
similar, apenas interrumpidas, con paso de monólogo y al ritmo de taquicardia por un
subidón de adrenalina, tan rápido que a duras penas reconoces tu voz, la cual oís
ambos decir estas cosas, con una confianza sentenciadora total… el mismo ritmo
Jutras está ilocalizable durante la mayor parte del día siguiente, lo que significa que
no está allí para presenciar el temblor submarino que sacude la isla. A pesar de ser
temblores menores, el epicentro se encuentra junto al anillo de fumarolas que hacen
que las costas de Carcosa sean tan fértiles y rebosen de peces y bosques de algas; está
situado más cerca de la Ciudad de Carcosa que Funeral Rock, afortunadamente, de
manera que la sacudida sólo ha sumergido el paso elevado bastante más rápido y
durante más tiempo de lo esperado. Tú ni siquiera lo notaste hasta que saliste de la
tienda y encontraste a Ken y Judy en el cuerno con Jutras, gritándole que nos hemos
quedado atrapados en la excavación y que pasaremos allí la noche hasta que el paso
elevado emerja de nuevo. Dicha posibilidad te preocupa menos de lo que debería,
pero podría tratarse de puro cansancio. Quién diría que observar moho creciendo
pudiera ser tan agotador.
Lo que sí te preocupa —silenciando a Ken y también a Judy— es lo que Jutras te
dice finalmente cuando logra colar alguna palabra: el temblor causó un mini-tsunami
que partió el hospital en dos, llevándose por delante la pared de la sala de
contagiosos. En la confusión, la mayoría de los sospechosos de la masacre se
liberaron y huyeron, desapareciendo en una red amiga de cuartos traseros, sótanos,
cuevas en barrancos y otros escondrijos variados. Sorprendentemente los guardias
militares sufrieron muy pocas heridas, y todas ellas por causas naturales y no por
alguna acción hostil, pero todos podéis leer entre líneas; en el cuartel los soldados
rasos están confundidos y desmoralizados, tal vez incluso planean liberarse y huir, y
los propios isleños… bueno, no están muy contentos con la situación.
Se han enterado de lo que andáis haciendo aquí, te dice Ringo, después de que
Jutras cierre la transmisión. Ensamblar de nuevo el cuerpo del Rey… ese es el motivo
de que esto pasara. Ellos quieren deteneros.
Ken resopla. Así que esos tipos que estaban en la cárcel, ¿qué? ¿Invocaron una
ola y salieron surfeando de allí? Vamos, tío. El ejército los habrá detenido mañana a
Karl Edward Wagner. Escritor. Editor. Soñador. Se supone que en busca de otra
historia.
Después de esta copa.
«O la siguiente».
En su balcón en la Sombría Carcosa. «Excelentes vistas».
Levanta el vaso vacío. Se sorprende levemente al ver que no resplandece… no
tiene boca, ni recuerdos, es sólo algo ocupando espacio. Lo sujeta unos segundos. No
cambia. Lo vuelve a dejar en la mesa.
—Mucho mejor ayer noche. Al menos Elvis y Des Lewis se divirtieron… si las
anchoas de las pizzas no acabaron con ellos.
Ríe y termina con un ataque de pulmones y luchando por otro trago de aire.
Coge la botella.
—No hay tantos sueños en esta mierda como me gustaría, pero…
—Ya veo que andas jugando con termitas y euforia otra vez.
Karl no se volvió para mirar a Cassilda. No quiere ver esos ojos, ni las largas y
suaves curvas de sus piernas por el mismo motivo. Sabe lo que quieren. Quieren la
cosa. A él. Y él está demasiado imbuido en otro tiempo, demasiado cansado para
volver a quitarse la máscara.
—¿Sabes que el centro comercial está cerrado esta noche?
—Sí. Demasiado tarde para hacer el viaje.
—Tal vez consigas ver a de Vega mañana…
—Quizás. A menos que nieve. La Phoenix no despegará si hace demasiado frío.
—¿Va a llegar el Monstruo de la Naturaleza aquí? —ninguna sonrisa.
—No. Allá en su casa.
Teme volverse y ver el rostro de ella, ver a una extraña, o el brocado de cicatrices.
No quiere tirar del hilo y recoger las complejas pulgadas de lamentos, o tener que
enfrentarse a otro maldito momento de la verdad. Demasiado frecuentes últimamente,
demasiado scherzo en sus ojos, ni siquiera los torbellinos en el crematorio lograron
apagarlos del todo.
—¿Ha nevado alguna vez aquí?
Cassilda da vueltas a lo mucho que le gustaría bailar descalza, sólo una vez, sólo
unos minutos, sobre la nieve.
—No. Nunca.
—Lo suponía.
EL DISCURSO DE LOKI
Rayos y truenos.
Rayos… y truenos.
Rayos.
Truenos.
Truenos.
Y rostros malvados.
—Camilla.
—Karl… Por favor, deberías entrar y descansar. Unas horas de sueño te vendrán
bien.
—Estaba, hum, pensando en ello.
Los ojos de ella cuestionan su débil respuesta.
Ella cambia de lengua.
—Él estará allí.
La expresión del rostro de él es enérgica. Más enérgica que su tenue «Lo sé».
—Su brújula girará y finalmente se detendrá y te señalará a ti. Mañana ya es hoy.
Karl asiente, sí, sí.
—Y Él señalará tus manos.
A él ya no le quedan más cartas que jugar. Mira su vaso vacío.
La luna se esconde rápidamente tras un banco de nubes. Desde las torres
penetrantemente negras y de picos irregulares de la catedral, los pájaros de mal
agüero cantan la canción del desenmascaramiento.
Karl no ve ninguna lágrima en los ojos de Cassilda. Ve que sus labios se
mueven…
—El último escritor se sienta solo en su estudio… Escribe…
II
Cada día de ausencia de su madre Camilla prueba hasta dónde puede llegar
apareciéndose en lugares donde no debería estar: el lunes en la parada de autobús con
III
Kass está parado en un semáforo, moviendo la cabeza y tamborileando con los dedos
en el volante, intentando reprimir su excitación por la sensación de peligro que le
produce aquella situación. Al oírla gemir, él deja de moverse y mira a Camilla, que en
ese momento mira fijamente hacia delante; tiene los ojos totalmente abiertos y los
labios separados. Kass se queda conmocionado. Dirige el Buick hacia el
aparcamiento del Safeway, encuentra una plaza en el lugar más apartado de la entrada
y apaga el motor.
Camilla siente la mano derecha de Kass tirando de su pelo mientras le quita la
goma, y la mano izquierda levantándole la camisa. Piensa en las palabras de su
madre: las chicas que incitan a los chicos a tocarlas se transforman para siempre en
algo maligno, repudiable, amargo, soez y feo. Durante unos instantes Camilla
escucha la voz de su madre atravesándole la mente, pero luego piensa en lo bien que
se sentiría lanzando toda la basura de Tess al patio, o agujereando las paredes con
chinchetas. O marcando zigzags en los paneles de madera con una llave. Camilla ha
salido para sembrar la perdición y ya ha activado la primera fase de destrucción.
Abandona la urgencia de luchar contra la mano de Kass cuando él le abre los
muslos. Rechaza la voz de la vergüenza mientras las manos de él la tumban.
Reflexiona que no ha provocado ser tocada. Que no está haciendo nada malo sólo por
encontrarse en un lugar distinto al que debiera haber estado. Se deja llevar por el
riesgo de no saber qué será lo siguiente que ocurra. De repente los dedos agrietados
de él la tocan: ella es toda carne, agitándose por diez lugares distintos con la
elasticidad del caucho, y esa sensación desata una humedad que extingue la
quemazón y que resulta casi placentera. Al sentirla, Kass mueve la mano más
rápidamente, provocando más humedad. Tras haber perdido el sentido del espacio,
Camilla pone la mano sobre el dorado alfiler (que está ahora latiendo al ritmo de su
corazón) y siente la respiración subiendo y bajando por su pecho como partículas de
luz.
Kass tira de ella hasta incorporarla y le abrocha el cinturón de seguridad. La
expresión de Camilla no parece haber cambiado; no ha dicho ni una sola palabra. Él
supone que ella no tiene intención de volver a su casa a menos que llegue allí por
accidente. No tiene dinero, no habla mucho en realidad, y parece increíblemente
desorientada. Todas son cualidades que intrigan a Kass. Y por eso decide quedársela.
IV
Camilla ha estado viviendo con Kass durante unos días, pero Camilla se aburre
fácilmente. Kass tiene que mantenerla bien vigilada para evitar que vuelva a salir y se
quede parada en medio de la calle, causando un accidente o algo peor. La lleva a ver
películas y le asombra el hecho de que jamás pestañee… una chica que no se asusta
viendo Engendro mecánico mola mucho. Camilla se da cuenta de que todas las
películas favoritas de Kass tratan de personas monstruosas que provocan situaciones
terribles en el mundo, pero al final el mundo siempre vuelve a la normalidad.
Contempla esos actos de violencia y aprende algo sobre el mundo dentro del mundo
del que su madre tanto se ha esforzado por apartarla. En este nuevo mundo,
reflexiona Camilla, la violencia existe para que la violencia pueda ser eliminada; el
mal existe para que el bien pueda tomar el poder; los hombres libran guerras porque
gracias a la lucha puede existir el amor. Los hombres se disparan en la cabeza porque
al hacerlo se aseguran de que no dispararán contra ninguna otra persona. Los
hombres disparan, sangran, queman y rajan a otros hombres para preservar la
cordura, como principio general. ¿Y cuál es el problema?, pregunta Camilla a Kass.
«Ninguno, supongo», dice Kass, que realmente no está muy interesado en toda
esa mierda filosófica.
A pesar de todo, Camilla ha aprendido algunos sorprendentes movimientos de
lucha en un periodo de tiempo muy corto. Su mente se mueve misteriosamente rápido
y absorbe el conocimiento con increíble agilidad. De las películas ha aprendido cómo
esconderse y luego atacar; cómo aplastar la cabeza de un hombre con una llave
inglesa; cómo patear a un hombre en las pelotas para que se incline hacia abajo… y
en ese momento patearle la cara. Ha aprendido que golpear a un hombre desde abajo
arriba en el mentón es más efectivo que intentar golpearle de lado. Existe este mundo
de violencia y además, simultáneamente, existe otro mundo de paz: la oscuridad del
cuarto, las imágenes en la pantalla; el trompeteo de los cláxones en la calle, los ojos
dementes de Kass mientras se la folla, exactamente igual que en las películas.
No fue un accidente ni un acto premeditado lo que provocó que Camilla, a
primera hora del viernes, usara un cuchillo de carne para cortar las cejas de Kass
mientras este dormía. Ella se incorpora sentada y observa mientras él grita, le suplica
piedad y la sangre de la cuenca del ojo se derrama por el rostro. Así que, reflexiona
ella, estas cosas ocurren, y también estas, y mientras continúe haciendo cosas que
antes nunca habría hecho, nuevos mundos serán creados, y todo alcanzará el
equilibrio. Poco sospecha que el mundo que está creando no es el suyo propio.
Camilla sonríe, con la mano sobre su corazón dorado, mientras Kass, en un ataque de
ira, grita:
—¡Qué coño estás haciendo, zorra desagradecida!
Sujeta una camiseta contra el ojo y da zancadas por el cuarto buscando el teléfono
y armando un gran jaleo. Está obsesionado con Camilla, pero no está prestando
ninguna atención cuando ella se sube la cremallera de los vaqueros y se ata las
zapatillas blancas de tenis antes de dirigirse con calma hacia la puerta de entrada.
Camilla corre frenéticamente. Se imagina entrando a toda prisa en un bosque
oscuro y misterioso donde merodea el furioso fantasma de una dama que busca al
hombre que la pueda liberar. La fantasía le ayuda a correr más rápido y que no le
importe la gente que va derribando por la calle. Cuando por fin deja de agacharse tras
los cubos de basura y de disparar su pistola invisible a zombis inexistentes que la
persiguen, ya es de noche. Camilla está debajo de las vías elevadas en el centro de la
ciudad, de pie en medio de la calle y girando en círculos para absorber la atmósfera.
Nunca ha estado en esa parte de la ciudad. Allí los coches parecen haber estado
aparcados durante mucho tiempo. En la manzana donde se encuentra hay tres talleres
de reparaciones, una tienda de recambios usados, un centro de reciclado de botellas y
un bar llamado Kitty’s. En un instante de lucidez Camilla levanta la mirada hacia las
grietas entre los rieles de las vías y se da cuenta de que todavía es de día. Pero las
farolas ya están encendidas. Este hecho la inquieta. Durante unos segundos, quiere
regresar a casa. Pero en cuanto tiene este pensamiento, otro lo sustituye rápidamente:
el mundo está sediento; ahora ¡dejémosle que beba!, dice una voz, como si en su
mente se estuviera escribiendo un libro.
VI
Un Ford Pinto de color verde oscuro se aproxima por su espalda. Al verla de pie en
medio de la calle, le pita; ella se aparta educadamente de su camino. Un coche
abarrotado con cuatro universitarios aparca a un lado de la calle. Camilla los observa
mientras bajan del coche, riendo y contando nerviosamente chistes como si intentaran
mostrarse duros, pero sin lograr estar a la altura de su papel. Tres de ellos cruzan la
calle y se dirigen al Kitty’s, pero uno se queda rezagado, apoyado en el coche para
encender un cigarrillo y mirar a Camilla.
No hay palabras durante este intercambio de miradas… sólo un asentimiento
tenso. El chico corre dentro para encontrarse con sus amigos, y como el broche le
infunde coraje, Camilla le sigue. La nebulosa oscuridad del bar está invadida por un
fulgor rojo amortiguado y el movimiento de cuerpos de mujeres en una tarima
adornada con espumillón rosa. Los chicos han ocupado unos asientos cerca de la
VII
Ahora es de noche. Sus instintos le empujan a salir de debajo de las vías y encontrar
una calle donde haya gente y luces y un Taco Bell. Oeste, se dice a sí misma, y echa a
andar. Una figura apoyada en un poste mueve los pies y se acerca a ella. Hola
Camilla, dice Kass.
Camilla, absorbida por su nuevo mundo, no reconoce a Kass al principio. Lleva
una bandana negra que le cubre el pelo y una tira de la camiseta atada alrededor de la
cabeza que le cubre el ojo.
—¿Creías que te iba dejar marchar tan fácilmente?
Un chorro de adrenalina despierta en ella el instinto de huir.
Kass la sigue, pero se rezaga un poco. Lleva siguiéndola todo el día y no siente
ninguna urgencia por alcanzarla ahora… sólo quiere que sepa que él siempre estará
cerca.
Camilla piensa que lo ha despistado y gira por una calle sin farolas y llena de
adosados. Hay chicos de su edad haciendo el vago en la esquina y supone que esa
calle podría conducirle a un lugar mejor.
De repente los chicos de la esquina la rodean en un círculo, como bisontes en
formación de ataque. Kass, un poco rezagado, ve lo que ocurre desde la distancia y se
esconde detrás de un coche para observar el desarrollo de la escena. Va a ser
divertido.
Camilla sonríe y saluda a los chicos. Cruza los brazos sobre el pecho y espera a
que ellos den el siguiente paso.
Los chicos se ríen de ella. Uno se ríe tan fuerte que se dobla hacia delante. Otro
tiene la mano en la cabeza. Otro la señala y se pone a dar saltos. Camilla no ve nada
gracioso, así que comienza a andar.
VIII
Camilla sólo lleva fuera doce días, pero debido a que ella y su broche amarillo
abrieron una brecha en el tiempo parece como si hubiera estado fuera desde hace
años.
Sabe que un curso de acontecimientos se ha puesto en marcha. No sabe de qué se
trata, pero está desesperada por averiguarlo. El alfiler amarillo le ha hecho abrazar
una libertad antes inimaginable, pero hay algo más que debe encontrar. Le da una
patada a la puerta y se dirige instintivamente hacia la encimera de la cocina, donde su
madre siempre le deja notas. Todavía no ha regresado. Como un rayo se dirige a la
estantería donde originalmente encontró el broche. Comienza a rebuscar en ella hasta
que ve lo que está buscando: un libro encuadernado en piel de serpiente. Camilla
escucha sirenas en la distancia, agarra el libro y sale al patio trasero. Hay manzanas
caídas y podridas por todas partes. Y el manzano, sin podar, luce un espeso follaje.
Saca rápidamente el contenido del cobertizo al jardín: equipo de podar, bicicletas,
juguetes rotos, conchas marinas, trineos, macetas y herramientas eléctricas. Cuando
llega la policía para registrar la casa, ella se sube a lo alto del árbol y se esconde
detrás de una espesa capa de hojas. El patio trasero se encuentra en tal estado de caos
que no se les ocurre mirar hacia arriba.
Una vez que se han marchado, Camilla saca unas cuantas planchas de madera del
revestimiento exterior de la casa para construirse una plataforma en lo alto del
manzano. Coloca encima una plancha de brea que ha arrancado del tejado. A la
mañana siguiente, se construye un tipi con ramas, atadas juntas con cordel de
cáñamo. Duerme profundamente. El crepitar de hojas moviéndose en una espiral de
viento la despierta… baja, las recoge y las empuja contra la esquina para evitar que
entre la corriente. Está dominada por el instinto de protegerse a sí misma y de
proteger el libro.
N O HAY TEATROS EN KILKEE. Existen un par de razones para que esto ocurra. En
primer lugar, Kilkee es una ciudad pequeñita, allí apenas viven cien almas y ningún
hombre de negocios invertiría en un local de ese tipo, ni habría suficientes clientes
para sufragarlo si hubiera alguien tan loco para intentarlo.
En segundo lugar, el padre Phinean sin duda se opondría. Le escuché despacharse
sobre el tema en una ocasión. El señor Seamus Callaghan, nuestro comerciante local,
había visitado la metrópolis de Dublín en una misión de aprovisionamiento. Cuando
regresó a Kilkee se dirigió directamente a la Iglesia de St. Padraic e informó al padre
de que había estado en la metrópolis, que había ido a la Bijou Opera y había visto un
fabuloso espectáculo con hermosos vestidos de época y canciones y fantásticas
dramatizaciones de batallas representadas delante de sus propios ojos, y se
preguntaba si Kilkee sería un buen lugar para tener algo parecido a un teatro propio.
Tal vez no habría suficientes actores y músicos en Kilkee para organizar una
representación, pero había compañías ambulantes que viajaban por el país montando
sus espectáculos, dijo Seamus Callaghan, y podrían venir y montar uno en Kilkee.
El rostro del padre Phinean enrojeció. Lo vi con mis propios ojos. Yo estaba
escondido detrás del coro y el padre no sabía que estaba allí. Le propinó un golpe al
señor Callaghan a un lado de la cabeza. Me quedé anonadado. No se trataba de un
tipo problemático que hubiera pisado su catecismo o hubiera hecho ruidos impropios
durante la misa. Era el señor Callaghan, un importante ciudadano de Kilkee.
Pero el padre Phinean se enfadó tanto que le soltó aquel golpe al señor Callaghan
en la oreja y el señor Callaghan se limitó a quedarse allí, y su rostro palideció tanto
como enrojeció el del padre.
Entonces el padre dijo:
—Tendrás que hacer penitencia por esto durante un mes, chico.
El señor Callaghan era lo suficientemente mayor para ser el padre del padre
Phinean, pero el padre le llamó «chico» y el señor Callaghan se quedó allí y aguantó
el chaparrón.
—¡No vamos a permitir que vengan esas malvadas meretrices con sus caras
pintarrajeadas y mostrando sus escotes a esta ciudad, pervirtiendo a nuestros
inocentes fíeles con ideas libidinosas! Si necesitamos música, tenemos los sonidos
celestiales de la misa y si necesitamos teatro tenemos la Pasión de Nuestro Señor.
¡Ahora arrodíllate, Seamus Callaghan, baja esa cabezota y reza a la Virgen para que
interceda por ti ante su Hijo y seas perdonado por haber sugerido algo tan maligno, y
limpie tu cabeza de la porquería con la que la has llenado!
Eso ocurrió hace mucho tiempo, cuando yo aún era un joven fornido y mi querida
Maeve, Maeve Corrigan, todavía estaba viva. Ah, todavía puedo verla. Apenas tenía
La luz diurna hacía ya horas que se había apagado cuando Abraham ben Zaccheus y
yo nos subimos en el Superba Modern Electric Phaeton de Abraham. Ya había ido
antes en este buggy con Abraham al volante, mientras rodaba a una velocidad de
EXP. 224798
CARRET,
Selwyn Lovelace Wilde “Leary”
Falleció en el Hogar de las Hermanas de la Caridad, el domingo 9
de enero, 2012.
A la joven edad de 98 años
En los brazos del Señor
Pasó a mejor vida
Queridísimo esposo de la difunta Rose, adorado padre de la
Hermana Mary Elizabeth, Nigel (fallecido), Maurine (fallecida),
Ronald (fallecido), Cyril (fallecido) y Silvia (de soltera Carret)
Pennycuik (fallecida). Estimado suegro de Ethel (fallecida), Maria, y
Cyril (fallecido). Amantísimo abuelo y abuelo putativo de Joan
Carrett-Wong, John Wong, y Alexander Carr (de soltero Carret) y
Simone Dodd. Amado bisabuelo de Jack y Julie, de Safire, Emrald,
Wolf y Lovage.
Hora tras hora el coche avanzaba veloz y la última ciudad que pasaron con
múltiples salidas fue Wollongong. Ahora las señales correspondían a desvíos. La
Bahía de Old Erowal, la Ensenada de Sussex, los Locales de la Playa Recién
Abiertos, el Camping de Caravanas de Swan Lake, una tienda de surf. O eran señales
en la carretera que no tenían nada más que ofrecer que árboles. El Bosque del Estado
de Yerriyong, la Carretera de Luncheon Creek, Manyana…
Los cuervos saltaban esquivando los neumáticos con la suficiente rapidez para
evitar ser atropellados, pero había una variada cosecha: uómbats, ualabíes, unos
En primer lugar, sin más discusión, Safire abrió la bolsa de ropa, rebuscó en ella y en
algunas otras bolsas y se abrió camino entre los matorrales hasta alejarse lo
suficiente. Usó una botella de agua de la nevera para lavarse y un chorro de loción de
afeitado de su padre para eliminar el mal olor. Usó un par de los calcetines de su
padre para secarse y aplastar los mosquitos que se posaban en el culo y las piernas
húmedas. Sus calzoncillos no se habían mojado, pero de todas formas se quitó las
bermudas y se puso los pantalones negros reservados para el colegio y los entierros.
No tenía otra elección.
La noche era suave, como ocurre con frecuencia en enero en la costa sur de
Australia. Un leve aroma de miel de las hakeas en flor parecía dar la bienvenida a los
visitantes a su reino. Wolf y Em hablaban en voz baja mientras esperaban y, cuando
les llegó una fuerte vaharada de olor que confirmaba sus sospechas de por qué Safire
había necesitado algo de tiempo en soledad, Wolf explicó que aquellos arbustos
malvados que olían tan bien y que habían dejado sus marcas deberían ser bautizados
Sus Espinosísimos.
Em asintió, luego sacudió la cabeza.
—Si fueran humanos, podríamos llamarlos Sus Falsedades.
Cuando Safire regresó, Em abrió la nevera y sacó una lata de bebida energética
Mother. La abrió y la pasó a los otros.
—De todas formas, no voy a dormir —dijo Safire después de echar un trago.
—Ni yo tampoco —añadió Em mientras pasaba la lata a Wolf.
Wolf levantó el labio desdeñosamente.
—Le birlé un poco a papá el año pasado. ¿No sabíais que tiene un sabor de
mierda?
Safire se agachó y agarró la lata.
—¿Qué vas a hacer con ella? —preguntó Wolf.
Un monstruo con fauces húmedas estaba devorando a Wolf de la cabeza hacia abajo.
El monstruo sujetaba los hombros de Wolf con sus garras. Wolf abrió la boca para
pedir ayuda a gritos pero sólo pudo carraspear…
—¡Wolf!
Los labios de Lovie le hicieron cosquillas en la oreja. Había logrado llegar hasta
él y estaba casi bajo su cuerpo.
—Algo va a venir a comernos.
No muy lejos, parecía que alguien practicaba con una guitarra, pulsando una sola
cuerda… ranas macho pobblebonk compitiendo. Pero no podía ser.
Lovie lloriqueó en su cuello.
—Cállate —dijo él, incorporándose, irritado y asustado.
Algo estaba aproximándose. Algo pesado, con paso escurridizo.
Wolf sujetó a Lovie lo mejor que pudo y se puso en pie intentando no hacer
ningún ruido.
La oscuridad explotó en un frenesí de ramas rompiéndose y hojas crepitando. A
continuación, les llegó un largo siseo desde uno de los árboles que tenían frente a
ellos. No sabía de cuál… y entonces detectó que el contorno lateral del árbol más
cercano cambiaba de forma, a la altura de un primer piso.
Bajó a Lovie al suelo —era demasiado pesada— y señaló:
—¿Ves ese árbol? Allí arriba está el hermano mayor de mi señor Lagarto.
—¿De verdad?
—Y tanto que sí… ¿Y sabes lo mucho que le gusta al señor Lagarto que le des
plátanos?
—¡Oh! —respondió la pequeña. Su cara se transformó. Wolf la amaba y la odiaba
tanto en ese momento que se le cortó la respiración. ¿Por qué era Lovie capaz de ser
Feliz a un nivel que él jamás podría aspirar alcanzar? ¿Por qué ella le hacía que
quisiera matar por ella? ¿Por qué? Cuando ella ni siquiera apreciaba su amor… ¿Y
cuándo dejaría de ser Lovie? ¿Cuándo?… ¿Dentro de un año? ¿Dos?
Ella tomó su mano… ¿para torturarme? Sus ojos nauseabundamente hermosos le
miraban con una confianza perfecta.
—¿Crees que a su hermano mayor le gustarán las bananas?
—A él le encantarían, Lovie, pero no esta noche. Ahora, volvamos a dormir.
Wolf se sorprendió al ver que Lovie no le causaba problemas y accedía a
tumbarse junto a él en la manta. Pero le llevó un tiempo volver a dormirse y cuando
El terrier jack russell rechazó una naranja que compartieron el resto y lamió tanta
agua como pudo de las manos ahuecadas de Em cuando esta se la ofrecía. El perrito
no quería abandonar los brazos de Lovie, pero dejó que Em le atara una correa
provisional al collar rojo y sin chapa que llevaba. Em acarició su cuerpo tembloroso
hasta que el pequeño perro le lamió la mano.
Em se volvió hacia los otros, con la boca apretada.
—Es una perrita de Navidades abandonada. Y acaba de tener perritos. Puede que
haya andado desde el desvío del Paraíso de Pescadores. Está hambrienta y tiene las
tetas doloridas.
Así que ahora eran cinco.
Wolf llamaba a Lovie, pero ella lo ignoraba, o bien jugaba con León o quería que
la acunara Em. Y así pasaban el día ella y Em. De modo que él no existía. Sólo de
noche, cuando ella tenía miedo.
—No debería haberme quedado —murmuró Wolf—. Ahora va a ser difícil
conseguir unos padres de adopción.
Sacó los libros de su bolsa. Todos de la biblioteca. Todos con la fecha de
devolución caducada desde hacía un mes y ahora técnicamente robados, ya que no los
devolvió antes de que la familia se mudara.
—Úrsula me habría adoptado.
—¿Quién es Úrsula? —preguntó Em, que estaba sentada junto a él.
—¡Nadie! —volvió a llenar su bolsa y se levantó—. ¿No nos vamos?
—¿Irnos adónde? —Lovie miraba el rosto turbado de Wolf y Emrald.
—Pongámonos en marcha —dijo Safire, cogiendo de un impulso a la niña y a la
MUJER ARAÑA
(Escrito por un habitante de la Sombría Carcosa)
Cuando los soles gemelos descienden más allá del Lago Hali
Y las negras estrellas aparecen, para iluminar oscuros callejones
Criaturas nocturnas se deslizan y corretean sobre húmedos adoquines
Y aparece una pálida mujer araña, no se trata de un engaño.
Un amanecer escarlata rasga la espesa penumbra del apartamento. Unos dedos rosas
de finos rayos de luz me despiertan de otra noche agitada, plagada de sueños febriles
sobre mi amada Genevieve, y sueños del extraño rey andrajoso con ropas amarillas,
un ser gris y enjuto que se aferra a un cetro de ónix negro y lleva una corona de joyas
deslucidas sobre su angulosa cabeza. El suyo es un rostro de oscura astucia y ángulos
afilados. Una lengua como un gusano necrófago. Fue él, estoy seguro, el que vino a
por Genevieve.
Además, un ruido estuvo despertándome durante la noche. Un ruido como de
fuertes golpeteos, como si el inquilino de arriba hubiera recorrido el apartamento con
zuecos de madera. ¡Clomp!… ¡clomp!… ¡clomp!
Estoy sentado en el pequeño diván de la habitación principal. La puerta del
dormitorio está cerrada… el dormitorio que compartí con la dulce Genevieve y sus
ojos como rayos de sol, su piel como alabastro, sus labios como la fruta más madura.
Su voz, su melodía, era como un coro de ángeles. Todo ha desaparecido ahora. Para
siempre. Su belleza externa escondía una debilidad interna, un corazón defectuoso. Y
ahora soy yo quien sufre de un corazón roto. Oh, Genevieve, mi amor perdido. No he
tenido el coraje de regresar al dormitorio, a nuestra cama, a nuestra vida anterior.
Tras levantarme y parpadear, la inquietud nocturna se disipa lentamente, dejando
tras de sí un sabor amargo. Me acerco a la ventana, la abro dejando entrar el rosado
amanecer y miro a la plaza adoquinada luchando por despertarme, como todos los
habitantes de la ciudad hambrienta.
En la plaza, los vendedores destapan sus tenderetes de loneta con la mercancía ya
Obviamente, nadie me ha reconocido jamás por la calle como uno de los niños
originales de Golden Class. Tengo ya cuarenta y tres años y no he envejecido muy
bien. Pero siempre que me acorrala algún seguidor acérrimo de la vieja televisión
local diurna o soy presentado como el Tontaina Artie por algún conocido con poco
tacto, tengo preparado un arsenal de bonitas historias cuando me preguntan qué tal
era aquello. «Crecí con ese programa», dicen siempre, y también: «La señorita Iris
fue mi otra maestra, mi verdadera maestra». Algunos apenas son capaces de contener
sus celos nostálgicos.
«¿Cómo era en realidad?», preguntan, y les suelto una de mis mentiras
cuidadosamente elaboradas. Aunque lograra hacerles ver la verdad, esta los partiría
en dos. No les cuento, por ejemplo, aquella ocasión en la que intenté quitarme la
máscara delante de la cámara, o el día que vaciamos un paquete entero de matarratas
en el té de la señorita Iris.
Las palabras no alcanzan a expresar lo que era estar en Golden Class. Lo que
todavía sigue siendo, si puedo serles franco, porque cada vez que cierro los ojos
regreso allí, al rincón, detrás de mi máscara y un capirote de burro, y soy un tontaina
con un montón de problemas.
Lo cierto es que no lo sabía, no recordaba nada de lo que pudiera hablar en
profundidad que me hubiera sucedido desde los siete años hasta que me llegó el
paquete por correo.
Mis manos temblaban mientras rompía el papel de embalaje de la caja. Si mis
dedos hubieran dado con una pila de cuchillas oxidadas enterradas en vainas de
espuma rígida de embalaje no habría sentido mayor decepción que la que sentí en ese
momento, cuando toqué el contorno burlón de mi vieja máscara.
No había ninguna nota, sólo un vídeo… tuve que rebuscar en el trastero para
recuperar mi viejo reproductor. No había remitente, ni etiqueta alguna en la cinta de
vídeo, sólo un desdibujado logo grabado sobre el plástico negro que se hacía visible
cuando lo sujetaba a contraluz. El símbolo de la flor art decó de tres hojas de Golden
Class Productions.
El ataque de pánico ya había comenzado antes de meter la cinta de vídeo y ver la
grabación. Era una grabación de primera generación a partir de una cinta de tres
cuartos de pulgada, amarillenta pero dolorosamente nítida. Tras treinta y siete años de
ver las cintas en distribución, con colores sangrando unos sobre otros como una
acuarela de un paciente demente, me impactó como si me hubiera recuperado
repentinamente de un ataque al corazón. La sangre coagulada es drenada del tejido
cerebral dañado y la memoria y la percepción regresan en una riada.
Al principio sonaba la sintonía del programa y el título se fundía dando paso a la
No es preciso que les aburra repitiendo los tropos familiares del programa. Aquellos
que no lo vieron de niños, no saben cómo era, pero me remito aliviado a su breve e
indirecta entrada en la Wikipedia:
[Edito]
Mi propia biografía en la Wikipedia después de Golden Class sería un listado tal que
así: Drogas, Fracaso, Pánico Homosexual, Drogas, Fracaso, Drogas, Fracaso,
Rehabilitación.
Mamá se había opuesto enérgicamente a que siguiera los pasos de mi padre como
actor, pero cuando Golden Class chapó, se le subió a la cabeza el cheque de
indemnización. Me presentaba a audiciones a jornada completa y conseguí unos
cuantos anuncios y pequeños papeles en comedias televisivas y dramas policiacos
hasta que tuve diez años y empecé entonces a autolesionarme con cortes. Cuando
suspendí sexto grado y le robé las pastillas para dormir, mamá rompió la hucha y la
gastó en terapia y en colegios privados cada vez más abusivos.
Con la mayoría de edad, continué buscando trabajo, pero no sabía hacer otra cosa.
Actué en varias obras teatrales y en el circuito de cenas de misterio en North
Hollywood, mientras sufría dos colapsos nerviosos, y cobraba cheques por royaltis de
sumas fríamente decentes que me llegaban cada mes allá donde estuviera viviendo,
incluso cuando no avisaba de cambio de domicilio, incluso cuando no quería ser
encontrado.
Cuando las cosas se pusieron realmente mal, Kelsey intentó darme una charla
sobre el reflujo y el flujo cósmico. Yo estaba tocando fondo y el flujo negativo debía
invertirse. Kelsey creía que cuando perdía un fajo de dinero en metálico, la ciudad
redistribuía de esa manera la riqueza compartiéndolo con el brahmán esquizofrénico
y adicto al crack más cercano mediante una especie de ciega osmosis kármica.
Pero Kelsey sólo había tocado fondo ocasionalmente, mientras que yo tenía un
puesto fijo allí. Yo sabía cómo era esta ciudad y que ella se había aficionado a mí. A
primera vista, podría parecer que estaba sufriendo otro colapso nervioso tras perder
un trabajo y haber sido desahuciado de mi estudio en Sherman Oaks. Pero Los
Ángeles me estaba devorando poco a poco ya antes de que cayera en mis manos la
cinta de vídeo. Que hubiera sufrido un colapso nervioso no habría sorprendido a
nadie, pero sólo Kelsey estaba allí para ayudarme.
No moriría por ellos, pero iba a desaparecer de la manera más patética posible.
Fui cauto. No me hacía ilusiones de salirme con la mía siempre. Cuando has sido
multado por mear en una alcantarilla de tu propia calle a las tres de la madrugada
bajo un diluvio, aprendes a no dar nada por sentado. Vives en un mundo de
posibilidades mágicas no menos predecible por ser un lugar totalmente jodido y
dispuesto a destrozarte.
Mi isla era el único lugar en el planeta donde me sentía seguro. Nadie me
La última vez que vi a mi padre, vino a recogerme cuando mamá todavía estaba en el
trabajo. Le dejó una nota diciéndole que nos íbamos de acampada y también le dejó
los últimos ocho meses de pensión alimenticia, más los seis siguientes.
Papá era actor y en una ocasión fue expulsado del set de una película porno por
intentar dirigirla. Mamá jamás hablaba de lo que hizo o de quién era, y realmente no
quería saberlo. Él se metió en una especie de secta, o se vio mezclado en algún tipo
de estafa piramidal. Nunca tenía dinero, y cuando lo tenía, mamá lo gastaba con
cuentagotas.
No esperaba ir de acampada. Papá no tenía el equipo adecuado. Estaba claro que
iba a llevar la misma ropa durante una semana. Paramos en un parque en el Valle,
paseamos bordeando una laguna ornamental poco profunda, dimos de comer a los
patos y nos encontrábamos bien en general hasta que vimos a unas personas lanzando
monedas al agua.
—¿Por qué los gilipollas creen que cualquier masa de agua demasiado pequeña
para ahogarse es un pozo de los deseos?
No le respondí. Mamá me había dicho que la única manera de enfrentarse a las
iras irracionales de papá era mostrarse agradable, pero permanecer callado. A los seis
años yo ya poseía facultades a nivel de secundaria.
—¿Quieres ver un pozo de los deseos de verdad? —no era una pregunta, sino una
orden.
No íbamos de acampada.
Me llevó a la Galería y vimos la película de la última sesión —Mephisto Waltz—
dos veces, luego salimos de la sala y saltamos la pared del terraplén con vistas a la
intersección de la 405 con la 101. Me empujó hacia arriba por la pared y me arrastró
por la vía de aceleración que se bifurcaba y curvaba. El asfalto estaba blando y
caliente como goma de mascar, incluso a medianoche. Daba la sensación de estar
corriendo por el cañón de una pistola, pero entonces saltamos el abollado
guardarraíles y tiró de mí hacia un bosque más espeso que cualquier otra zona en las
montañas, más salvaje que el Parque Griffith.
El único sonido era el de los coches pasando, invisibles tras la espesa maleza,
como balas saliendo disparadas de cañones curvados. Las luces de la autopista no
atravesaban los pinos ni los espesos bosquecillos de hierba de las pampas y las
buganvillas. Sólo la luz azul plateada de la luna llena se colaba por el claro circular
en forma de cuenco, un bosque encantado de árboles de Navidad.
Antes había un rancho justo aquí, antes de que hubiera una ciudad. Y antes de
eso, indios. Los viejos californios decían que el pozo de aquí era profundo. Los
indios decían que llegaba hasta el centro de la Tierra, hasta el Agua Primigenia. Los
Mi isla no había cambiado tanto como el resto del Valle, pero se veía distinta.
El pequeño grupo boscoso encerrado entre las vías de aceleración en forma de
trébol de la 405 y la 101 había sido invadido por malas hierbas y cosas peores.
Agresivas lianas de pepinos silvestres parasitarios y enredaderas con campanillas
cubrían el eucaliptus y los pinos con tan repulsiva violencia que uno podía oírlas
crecer y estrangular a sus huéspedes. Vainas espinosas reventaban cuando las
golpeaba con el hombro al pasar, dejando escapar pegajosas semillas.
El resplandor color yodo procedente de las farolas de sodio hacía que todo
adquiriera el aspecto de la lívida luminiscencia tras una explosión de flash, y poblaba
la oscuridad con palpitante vida sin ocultar nada de la basura que asfixiaba la hiedra y
el sotobosque de ailanto. Pero no había ningún asentamiento de vagabundos y la vista
seguía siendo hermosa; por la vía de aceleración de la 101 Oeste a la 405 Norte
estaba ubicado el reino de cartón piedra de colores pastel del campo de minigolf
Camelot y, más allá, la torre de entrenamiento de los bomberos y un cementerio de
antiguos coches de bomberos esparcidos como los juguetes abandonados de una
niñez más feliz que la mía.
Tenía un dólar de plata en el bolsillo, pero me había olvidado la palanca que
siempre llevaba en la bolsa, con una colchoneta compacta de aire, un puñado de
cereales y comida empaquetada liofilizada, un botiquín, una linterna, prismáticos, un
espray de pimienta y un cuchillo de supervivencia de ocho pulgadas. Vacié el
contenido de la bolsa sobre el colchón de aire. También me las había apañado para
perder mi pastillero. Y casi no me quedaban cigarrillos.
No podía irme a casa, no hasta que lo descubriera. Podía ir a la gasolinera Mobil
y estar de regreso aquí mucho antes de que subiera la marea de tráfico. Pero ellos
estarían mirando. Mi avión había despegado sin mí. Y no necesitaba los prismáticos
para ver mi apartamento en la planta alta del edificio, porque las luces estaban
encendidas. Yo las había apagado antes de irme.
Era uno de esos brillantes días de principios de invierno en L. A., cuando el sol es tan
sólo un reluciente efecto especial de oro pálido, pero las sombras azules son como
escarcha y absorben el calor de tu cuerpo a través de los pies. Me desperté temblando
bajo mi manta espacial y no pude levantarme ni moverme durante una hora.
Había tenido pesadillas: la vieja pesadilla que siempre se repetía, en la que la
señorita Iris me empuja dentro del armario. El polvo y el miasma empalagoso de la
rosa de té y el sudor agrio me asfixian como un trapo empapado en éter.
—Voy a mostrarte lo que eres —dice, y yo intento no mirarla, pero entonces ella
me ordena que la mire y se abre el vestido y todo se desborda y me aplasta contra la
pared.
Tenía este sueño todas las noches durante la pubertad hasta que dejé de hablar con
chicas. Pensé que era normal. Pensé que significaba que yo era gay. Cuando eso
tampoco funcionó, me alivió no tener que intentar comprenderlo.
Pero nada de eso me pasó realmente a mí jamás. Me dijeron que yo proyectaba en
ella mis problemas con la figura materna, mi repulsión por el arquetipo femenino. Me
sometí a hipnoterapia y a técnicas intensivas de control psíquico para recuperar
recuerdos reprimidos, cualquier cosa que me ayudara a entender por qué algunos
colores y olores me asqueaban o aterraban, por qué no podía soportar ni tan siquiera
la idea de ser tocado, por qué constantemente sufría pesadillas sobre lo que todo el
mundo escondía bajo sus ropas.
Hacía mis necesidades en un arbusto de ricino y leía a Wodehouse, y disfrutaba
de los sonidos de la hora punta, tan parecidos a las olas de una playa tropical.
Descansar en nemorosa tranquilidad en un claro rodeado por un circuito interminable
de furia de metal y asfalto era más relajante, de alguna manera, que cualquier otro
escenario en la naturaleza. Me atiborré de cereales y me preparé un filete del
Salisbury para comer, luego eché una siesta hasta que la marea cambió y pasé la hora
Unas horas más tarde cayó la noche, dejé de leer a la luz de la linterna y me puse al
fin a despejar un trozo plano de tierra para acostarme; entonces me pareció oír que
alguien merodeaba entre los arbustos. No andaba ni hacía crujir las ramas, sino que
pisaba con sumo cuidado y sigilo, aguardando en silencio antes de dar el siguiente
paso.
El tráfico de la hora punta se había aligerado, pero ahora el turno de noche volaba
en ambas direcciones, lo suficientemente rápido para matar a un peatón. Pasé la
linterna por las frondosas paredes de arbustos de calistemas y árboles envueltos en
lianas, pero aun así se colocaron por detrás de mí.
Di un salto hacia atrás, eché mano a la mochila en busca del cuchillo
desparramando la comida a mis pies.
El tipo negro alto y flaco con chándal parecía una momia cenicienta. Estaba
seguro de haberlo visto en la televisión. Una mujer blanca y gorda con paja en lugar
de pelo blandía un hacha que parecía que ella misma hubiera fabricado con un cuadro
de freno de motocicleta. La mujer se agazapó sonoramente y gruñó para apartarme de
mi comida. No estaba gorda, pero llevaba la ropa rellena de bolsas de plástico. Los
dos chicos mexicanos estaban aturdidos tras haber inhalado pegamento o alcohol
etílico. Con idénticas patillas cholombianas y botas de punta, parecía que hubieran
venido a una pelea de gallos. Entre los dos sujetaban a un tipo que, en parte, podría
haber sido el padre de ambos. De raza mezclada y cubierto con algo que apestaba
más que una cloaca, también parecía que le hubiera pasado por encima uno o más
coches.
—¿Quién te crees que eres? —chilló la mujer—. ¡No puedes acampar aquí!
—Tienes que marcharte, tío —dijo el negro—. Necesitamos esto, ¿sabes a lo que
me refiero?
Su cabeza se balanceó y se sacudió como si intentara desgajarse del cuello. Su
mano salió disparada como si estuviera haciendo malabares con algo.
—A la mierda, pago mis impuestos —finalmente encontré el cuchillo y el espray
de pimienta que se habían quedado enterrados en la mochila. Me quemaba la mano
—. Tu amigo necesita ir a un hospital.
Entre todo el simulacro de espumillón y oropel del programa, había dos cosas en las
que los niños creíamos profundamente. Una era el Pozo de los Deseos. La otra eran
los hilos de marionetas.
No tuvieron que dirigirnos. La señorita Iris nos mantuvo subyugados sin recurrir
al constante aluvión de órdenes y aforismos que resonaban tras la boca de su máscara.
Cuando una marioneta te tocaba en el hombro, ya fuera Lord Tanglewood o Lady
Dientesverdes, Haita el Pastor o el Vagabundo, no sabías qué ibas a hacer, sólo que
habías sido elegido, y luego te veías a ti mismo hacerlo. Algunos de nosotros nos
levantábamos y salíamos de las clases de caligrafía para entonar evocadoras y bellas
melodías sin letra, otros eran conducidos a pintar dibujos sobrenaturales o a recitar
extrañas estrofas de versos sin sentido o, como yo, volcaban los tinteros y robaban
material escolar o sodomizaban a otro niño en el guardarropa…
Cuando Kelsey desapareció de mi vista al caer por la barandilla de mi
apartamento en el séptimo piso con vistas a Sepulveda y Valley Vista, sentí que los
hilos se tensaban. No corrí gritando a la policía. No llamé al 911. Me dispuse a buscar
el hacha de la anciana de las bolsas y me puse a desbrozar las lianas de pepinos
silvestres y a cortar el ailanto y arbustos de ricino y hierbas y parásitos aún más
extraños, hasta que mi isla pareció de nuevo un paraíso podado, el sueño de un niño
de un mundo mejor.
Y mientras el sol descendía, me agaché entre los arbustos con mi hacha y esperé
al reencuentro con mi clase.
Sólo pude ver diez minutos del último episodio, porque me invadieron las
alucinaciones. Al escuchar la mecánica y extraña declamación de frases
incomprensibles de niños hipnotizados, descubrí lo que me había traumatizado. Entre
los encuadres de atrofiante orden que se disolvían en una locura de cartón piedra,
No me hizo falta ver más de diez minutos del último episodio porque, en el ínterin,
me había leído El Rey de Amarillo.
Esa secta de estafa piramidal de mi padre debió usar el texto expurgado. Los
alumnos de Golden Class no dejaban nada al azar. Tommy había muerto de forma
poco clara, lo cual debió de volverles locos, y quizás explica por qué esperaron tanto
tiempo para cerrar el círculo. Ahora Kelsey se había quitado la vida, tal vez porque
sabía que yo era demasiado débil. Porque yo sabía que el que sacrificara su vida por
la clase asumiría la máscara negra del Maestro y serviría a la luz del día. Uno más
debía ser sacrificado, para hacer que la Corona Oculta se manifestara. Esto sería fácil.
Lo único que tenían que hacer era asesinarme.
Las once y diez, una vaharada de perfume empalagoso llegó de entre los matorrales y
ella entró en el bosquecillo. Sola. Se deslizó a través de la vegetación pegajosa, pero
no se tropezó, porque yo había allanado el camino con el hacha que ahora sostenía en
alto mientras saltaba cortándole el camino.
—No voy desarmada —dijo sujetando la pistola delante de su máscara. Ahora le
quedaba bien. Nuestras máscaras nos quedaban enormes y grotescas cuando éramos
niños, porque eran nuestras caras adultas. En la obra, ella era Cassilda.
Alcé la mirada pero no vi la pistola. La cicatriz en la mano reflejó el resplandor
anaranjado de la luz de sodio, brillante como el esmalte de dientes.
—Te busqué —susurró ella.
—No, no lo hiciste —comencé a decir, pero ella tapó las palabras con su boca.
Me empujó hacia atrás sobre la tierra recién removida, entre las raíces
desmembradas, las aguas residuales recicladas y el perfume de tumbas.
Nunca pude soportar el tacto de otro ser humano, hombre o mujer, pero ahora
algo se removió en mi interior, se rompió y me deleité con el suave calor de su carne
a través del blanco damasco plisado y la seda. Allá donde la tocaba con mis sucias
zarpas, dejaba profundos manchones, como si hubiera sido pisoteada por cerdos.
Tras arrancarme la ropa, ella rodó hacia un lado y dejó la pistola en el suelo,
presionó la pelvis contra mí unas cuantas veces y gruñó levemente sorprendida
cuando eyaculé sobre su muslo.
—No te preocupes, cielo —dijo—. También cuenta.
Se levantó con la pistola y retrocedió. Intenté encontrar el hacha, pero ni siquiera
podía encontrar mis pantalones. Todavía estaba desnudo cuando los otros
comenzaron a llegar al claro.
II
Keira aparcó junto al almacén con casi veinte minutos de retraso. No llegó tan tarde
como podría haberlo hecho, considerando la resaca que llevaba… y la cantidad de
alcohol que, sin duda, seguía corriendo por sus venas. La noche anterior la habían
despedido del restaurante, tras lo cual sus (antiguos) compañeros insistieron en
invitarla a unas copas en el bar del otro lado de la calle… aunque ella sospechaba
que, al tiempo que se apenaban de que ella hubiera perdido su puesto, celebraban en
igual medida seguir teniendo un trabajo. Ella había intentado decirles lo de su trabajo
con Feeney, había sentido que la noticia se iba acercando más a la punta de la lengua
tras cada nuevo ron con cola, pero no llegó a consumir el suficiente licor para
revelarlo con palabras. No fue por la vergüenza de trabajar con un conocido
farsante… un trabajo de actriz era un trabajo de actriz, y aunque no sonaba a papel
protagonista, incluso unos cuantos minutos en la pantalla la acercaban más al día en
el que su nombre aparecería anunciado sobre el título. No había dejado que nadie
conociera las buenas noticias, ni su padre, que contaba las semanas que habían
pasado desde que participó en el anuncio de champú, o su madre, que le garantizaba
un puesto de profesora de teatro en su colegio de primaria si se mudaba de nuevo al
este, o incluso su compañera de piso, que respondió a su preocupación por perder el
trabajo del restaurante preguntándole cuándo planeaba mudarse. No era
especialmente supersticiosa —bueno, no más que cualquier otro actor—, pero estaba
invadida, poseída, por la convicción de que si revelaba el cambio de suerte a sus
compañeros, a sus padres, a su compañera de piso, llegaría a primera hora del lunes a
un almacén vacío.
Así que tragó ron con cola tras ron con cola, observando cómo el interior del bar
se desenfocaba, comenzando por los bordes de su rango de visión y extendiéndose
poco a poco hacia el centro, hasta que las caras de sus amigos se derritieron como
trozos de mantequilla deslizándose por una sartén caliente. Con todos y cada uno de
los consejos de tráfico acerca de la conducción bajo los efectos del alcohol
martilleándole los oídos, condujo hasta su casa agachada tras el volante de su GEO
Metro, y también en esa postura y ligeramente más sobria condujo durante su viaje
por la I-710 unas horas más tarde. Frente a ella, la luna parecía un doblón colgado en
el horizonte. Cuando miró a la carretera el satélite se alargó, estirándose hasta formar
III
IV
Durante un rato, sus pisadas se persiguieron por el túnel. Luego llegó a un vasto
espacio abierto, el centro vacío de una plaza cuyos laterales consistían en más
edificios de apartamentos. En la esquina derecha de la plaza, un callejón ofrecía la
única vía de escape visible de aquel espacio. Keira corrió hacia allí. Le pareció que la
distancia que atravesó era el doble de lo que debería haber sido. Durante todo el
tiempo era consciente del arco de entrada a sus espaldas y el espacio desnudo que la
rodeaba.
Cuando llegó a la boca del callejón, su pecho subía y bajaba agitado y la blusa
estaba empapada. A pesar de estar invadido por cubos de basura, el callejón parecía
transitable. Deslizando los pies entre mondas podridas y papeles mojados, Keira
recorrió el callejón, evitando por poco chocar con un cubo repleto que habría alertado
a su perseguidor dirigiéndolo hacia ella. Por arriba, en las paredes de ambos lados, las
escaleras de acceso de las salidas de incendio estaban izadas justo fuera de su
alcance, burlándose de ella. Delante, el callejón acababa en una pared de ladrillo. El
pánico que prendió en ella pronto quedó extinguido al darse cuenta de que el callejón
estaba conectado con otro perpendicular. Giró a la derecha, vio una abertura en la
pared, ahora a la izquierda, y asomó la cabeza por ella.
A excepción de un reluciente rectángulo grande que brillaba a su izquierda, la
enorme estancia en la que entró se encontraba a oscuras. La peste a carbón se
mezclaba con el aire, como si el fuego hubiera arrasado el lugar en un pasado
reciente. En el espacio que había entre donde ella estaba y el bloque de luz, unas
líneas oscuras formaban rectángulos y cuadrados de distintas dimensiones. Cuando se
acercó a ellos, vio que eran marcos de paredes incompletas con las maderas
ennegrecidas y con muescas. Escuchó el ronroneo suave de un motor en algún lugar
frente a ella. En el centro del espacio iluminado, se alzaba una silueta.
La sangre fluyó hacia las orejas de Keira. ¿Cómo la había encontrado tan
rápidamente aquel hombre? Se había medio girado hacia el camino por donde había
venido cuando su cerebro procesó lo que sus ojos habían captado. La figura en la luz
era Feeney, su cabeza y sus hombros, en todo caso. El ronroneo constante era el
sonido de un proyector apoyado sobre una mesa de camping que proyectaba la
Unas cortinas pesadas y de color mostaza le bloqueaban el paso. Keira las descorrió
hacia la izquierda, en busca de algún mecanismo. Notó la tela mugrienta bajo la yema
de los dedos. Partículas de polvo y moho revoloteaban a su alrededor. Estornudó una
vez, dos veces. Encontró el extremo de la cortina, lo levantó y pasó por debajo.
Se encontró en un espacio pequeño mal iluminado cuyas paredes eran cortinas de
color mostaza. Delante de ella, había un hombre sentado frente a una máquina de
escribir sobre una mesa de juego que temblaba cada vez que sus gruesos dedos
aporreaban las teclas. El pelo largo del tipo se acercaba más a castaño que pelirrojo, a
diferencia de la barba, que salía disparada de sus mejillas y era prácticamente de
VI
VII
Al otro lado del telón mostaza había un pasillo corto al final del cual una salida de
incendios conducía a una calle sin salida. A la izquierda arrancaba un callejón que
giraba hacia la derecha. Frente a Keira, una escalera metálica subía por una pared de
ladrillo hacia una puerta. A su derecha, un cámara estaba de pie entre el montón de
cubos de basura, grabando a Keira mientras esta reflexionaba sobre qué podría haber
al doblar la esquina del callejón y finalmente se dirigía hacia las escaleras y las subía
corriendo.
Arriba, vaciló. Un pasillo como el que la había conducido al interior del almacén
se extendía ante ella, una procesión similar de luces mugrientas mantenía a raya la
oscuridad total. Se le ocurrió entonces que estaba, si no totalmente perdida,
inquietantemente cerca de estarlo. Tal vez debería retroceder sobre sus pasos e
intentar encontrar el camino de regreso a la entrada. Eso supondría volver a donde
estaban los cámaras y la extraña escena que estaban representando, lo cual no tenía
ningún deseo de hacer. De acuerdo, la Beneficencia del Rey era alguna clase de
efecto especial —debía serlo; no podía imaginarse a Feeney dirigiendo una snuff
movie—, pero ella no tenía ningún interés por el porno de tortura. Si tuviera que pisar
aquel escenario otra vez, sin duda encontraría un charco de sangre falsa filtrándose
por debajo de la puerta de la caja, o, peor aún, un chorro de sangre de cerdo o de vaca
derramada para lograr el máximo realismo.
Entonces, hacia delante. Además, había operadores de cámara por todas partes.
Cuando necesitara encontrar el camino de salida, siempre podría pedir que la
orientase alguno de ellos.
Sus pasos resonaban como si el espacio bajo el suelo estuviera hueco. Los ecos de
su paso retumbaban a sus espaldas y corrían delante de ella. ¿Estaban las luces cada
vez más separadas? Miró por encima del hombro. Así era: las luces ahora estaban al
menos al doble de espacio entre sí que aquellas situadas en la entrada. La siguiente
VIII
IX
Para Fiona
El viejo negro hizo todo lo que pudo para hundirle el cuchillo de carnicero en la
cara según Speedy entraba por la puerta. Speedy respondió desviando la trayectoria
de la hoja y vaciando ambos cañones recortados en las entrañas del tipo. Los
resultados fueron tan feos como era de esperar.
El gordo Bob atravesó la puerta a toda prisa detrás de Speedy, blandiendo su barra
de demolición hacia la habitación vacía mientras Speedy abría su recortada de doble
cañón, sacaba los cartuchos vacíos y cargaba unos nuevos. Ambos hombres se
apartaron del charco de sangre del cadáver, que se extendía lentamente alrededor del
cuerpo.
Speedy gesticuló con la barbilla hacia la puerta de la derecha y el gordo Bob giró
hacia allí. Bob echó una ojeada por el borde del vano de la puerta sin exponerse como
blanco ante quienquiera que pudiera estar allí dentro; sostuvo la barra de demolición
hacia atrás. Bob miró de nuevo a Speedy y sacudió la cabeza.
Speedy encabezó el camino hacia la puerta de la izquierda y el gordo Bob se
mantuvo pegado a sus talones. Esa habitación era el premio gordo: el libro estaba
justo donde el Hombre había dicho que estaría, sobre el estrado. El tomo descansaba
sobre un trozo de tersa piel clara de poro fino, que no se parecía a ninguna piel de
vaca que Speedy hubiera visto antes.
Siguiendo las instrucciones, Speedy envolvió el libro con la piel sin tocarlo en
ningún momento y se metió el bulto bajo el brazo. El gordo Bob abrió la boca como
si fuera a hablar, pero la cerró otra vez con expresión disgustada cuando Speedy le
lanzó una mirada.
Los dos hombres pasaron por encima del cuerpo tirado en la entrada y salieron
corriendo a la luz del día. Estaban en Hunter’s View, los barrios de viviendas de
protección oficial al sur de los límites originales de la Ciudad. Desgarrados edificios
de apartamentos los rodeaban, con barrotes en todas las ventanas y la mayoría de las
viviendas claramente inhabitables.
Mientras pasaban rápidamente junto a una estructura de juegos de plástico
quemada en el parque, un chico negro en una bici de diez velocidades dobló una
esquina y pasó frente a ellos. Al ver a los dos rostros pálidos, los ojos del chico se
agrandaron como si no pudiera dar crédito. Mientras pedaleaba alejándose, el chico
dejó escapar un grito de guerra indio, un gorjeo entrecortado que salía de su boca
mientras se palmeaba repetidamente los labios con una mano. Unos segundos
después, el grito de guerra fue replicado desde varios puntos ocultos en el edificio
más cercano; los jaleadores sonaban como si estuvieran acercándose a toda pastilla.
Speedy y el gordo Bob, sin vergüenza alguna, echaron a correr y rodearon el
edificio hasta llegar a la misma calle. El pequeño Willy los vio llegar con evidente
La editora era joven y astuta y, tras pasar un tiempo en las trincheras, consiguió el
puesto de editora de ficción en una nueva e importante revista urbana, una cabecera
de moda orientada a la ciencia y la tecnología, y creada para servir de contrapeso al
excesivo interés del magnate dueño de la editorial por la pornografía de alta costura.
El autor era dos décadas mayor que la editora y recientemente había enviado su
séptima novela a su agente. Todos sus otros libros habían tratado de bárbaros
espadachines luchando con sus metales contra demonios y dinosaurios y, con menor
frecuencia, de curtidos detectives privados y sus damas enfrentándose a amenazas
sobrenaturales. Mezclaba una pincelada de realismo de clase obrera y una pizca de
ambición literaria con el batiburrillo pulp convencional. Funcionó en seis ocasiones,
aunque con cada nueva entrega los beneficios fueron menguando.
El agente, que era un amigo mutuo, había confiado a la editora que la nueva
novela era un verdadero lío, una especie de telefilm hecho de retazos a lo
Frankenstein más que un libro tradicional, que no iba a reportar al autor ningún nuevo
defensor entre los críticos de mayor peso, que probablemente se hundiría sin dejar
rastro y sería devastador para su ya exiguo número de lectores. ¿De qué trataba?
Sábado por la noche. El autor y la editora se marcharon con paso lento a la versión en
su ciudad del Tenderloin, un antro de cazadoras vaqueras y chupas de cuero. Fue una
de esas raras ocasiones en las que estuvieron solos durante toda la velada. Joan Jett
and the Blackhearts berreaban en la jukebox, y Lynyrd Skynyrd, y George Thorogood
y los Delaware Destroyers. La gente cabeceaba con furia y se escuchaba ruido de
cristales rompiéndose.
—Tal vez beber no sea tan buena idea —dijo ella cuando él regresó con cuatro
chupitos de bourbon a la mesa y se los bebió de un trago, uno tras otro. Ya era la
tercera ronda para él durante las últimas dos horas. El Té helado Long Island de ella
se había descongelado mientras tanto. Sin embargo, ya se había fumado medio
paquete de cigarrillos—. Tienes la piel de un color asqueroso. Frena un poco y tómate
una gaseosa. Regresa al mundo de los vivos.
—El otro día me fui de excursión a las Catskills. Hay una manada de ciervos
magníficos en las colinas. Quería sacar unas fotografías. En todo caso, es la estación
de los bichos. Garrapatas, jejenes, mosquitos hasta en el ojete. Me comieron vivo —
se subió momentáneamente las mangas para mostrar los distintos bultos y moratones
—. Y ni un solo ciervo. Sólo cagadas de ciervo y garrapatas y bosque cerrado.
—Tal vez tengas malaria —dijo ella, medio en broma.
¡Pam, pam, pam, pam! Estampó uno tras otro los vasos vacíos sobre la mesa y le
sonrió con la furia indolente de un viejo león solitario. Le dio unas palmaditas en la
mano, le arrebató el cigarrillo y dio una calada profunda.
—Estoy preocupada por ti.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Hablas en sueños. No es buena señal. Significa que algo te preocupa. Un
sentimiento de culpa.
—Yo no tengo ningún sentimiento de culpa.
—Deberías.
—Lo sé, pero no lo tengo.
En ese momento sonó “Connected”, de los Stereo MC. Ella pensó que el enérgico
ritmo enmascaraba horrores cósmicos. Una canción para los Lovecrafts modernos.
Él chasqueaba los dedos al ritmo.
—Al murió ayer noche.
Alden era el sufrido agente del autor y el autor hablaba de su abrupta pérdida con
La policía lo encontró tres días más tarde a raíz de unas denuncias por ruidos… había
dejado la radio a todo volumen justo antes de caer al suelo, muerto. Ataque al
corazón provocado por un hígado inflamado, declaró el médico forense. El alcohol y
las drogas eran los principales culpables, aunque se corrieron algunos rumores de que
estaba afectado por la enfermedad de Lyme.
Así que la editora asistió a dos funerales en el transcurso de una semana. Alden el
agente también murió solo y de un ataque al corazón. La editora se refugió en el
tabaco y el alcohol durante varios días, atisbando fugazmente su propio futuro en el
espejo del destino de sus colegas. Pero la desolación, la soledad, resultó ineludible, y
también la lúgubre idea de que la vida que había elegido la llevaba a un destino
inevitable, y terminó fumando y bebiendo más que nunca.
Papá. Papá predicador. Papá predicador había dicho que Jesús vendría… que Jesús
vendría antes de que la Autopista llegara aquí. Pero Jesús no vino. La Autopista llegó,
pero Jesús no. La Autopista pasaba a veinte codos del porche de Papá predicador. El
porche que ahora era el porche de ella… ahora que Papá predicador había muerto. La
Autopista había llegado y Jesús no. La Autopista llegó y trajo consigo todo lo malo
del mundo, todo contra lo que Papá predicador les había advertido, todo lo que Dios
odiaba. Pero ella debía mantenerse fuerte. Tenía que ser valiente. Por Papá
predicador, así como por sí misma.
—No temas, hija mía —había dicho él hace ya muchos años—. Es más grande
Aquel que está en tu interior que aquel que está en el mundo.
—¿Quién es Él? —preguntó ella.
—¡Pero bueno!, Jesús, por supuesto.
—¿Cómo lo sabes?
—Es imposible no reconocer a Jesús.
—No, quiero decir, ¿cómo sabes que está dentro de mí?
—Porque yo lo puse ahí dentro, pequeña.
—¿Cómo?
—Con disciplina y oración. ¡Y con esto! —blandió la Biblia por encima de su
cabeza—. ¡La palabra de Dios Todopoderoso!
Disciplina, oración y la Biblia… las tres grandes constantes de su vida, las tres
comidas completas de su día espiritual. Entendía la disciplina: el cinturón de Papá
predicador, el dorso de su mano pétrea, y los innumerables rasguños y moratones que
dejaron en su cuerpo. La oración, sin embargo, era más difícil. Algo hecho de humo y
niebla. Imposible de entender. Ella también había rezado, después de todo. Rezaba
por muchas cosas. Cosas que nunca se hacían realidad, pero… pero la Biblia era
incluso más dura —más dura en cierto sentido que las manos de Papá predicador y
más difícil de entender que la oración—, las palabras eran demasiado difíciles y el
lenguaje tan extraño. Era inglés, sí, pero no. Así que Papá predicador la ayudó;
después de todo las palabras de Dios eran sus palabras, así que ¿quién mejor para
saberlo que él mismo?
Pero Papá predicador tenía otras formas, otras maneras de meter a Jesús dentro de
ella… otras maneras secretas: cuando entraba en su dormitorio por la noche, entraba
en el dormitorio con sus manos duras como rocas, con sus palabras duras como rocas
y la cosa dura como una roca que vivía entre sus piernas.
Pero Papá predicador ahora ya no estaba. Hace ya mucho tiempo. Lo único que
quedaba era su casa y su Biblia y su promesa… su promesa de que Jesús vendría.
Promesas. Contradicciones. Acertijos. ¿Cómo, se preguntaba, puede Jesús estar
Casa.
Biblia.
Promesa.
—————
Treinta codos. Catorce metros. Ella misma había medido la distancia con sus propios
antebrazos, tal como Papá predicador le había enseñado. Era una chica grande. Alta.
Desde el codo hasta la punta del dedo corazón había exactamente cuarenta y cinco
centímetros. «Un codo, justo hasta la nariz», había dicho Papá predicador con un
destello de orgullo en los ojos. Así que, por supuesto, ella había medido la distancia,
tras escabullirse de la casa una noche sin luna, cuando el tráfico había disminuido un
poco y era menos probable que la vieran. Se arrastró sobre la tierra seca y agrietada;
sobre la dura arcilla roja de Georgia; desde la base del porche principal en alto hasta
el borde de la serpiente de asfalto negro que hizo lo que Jesús no hizo; del codo a la
punta del dedo, del codo a la punta del dedo.
Treinta codos. La altura del Arca de Noé. La distancia desde la casa hasta la…
Apartó bruscamente la mano del asfalto. Le hacía cosquillas. Estaba frío.
¡No, caliente!
¡No, frío!
Tembló.
—El enemigo es fuerte —dijo Papá predicador—, y está fuera de nuestro alcance
calibrar sus fuerzas. Pero más grande es Aquel que está dentro de ti que aquel que
está en el mundo.
El mundo, pensó, la Tierra, y entonces recordó otro fragmento de las escrituras
que Papá predicador había leído. Del Libro de Job. Un diálogo entre Dios y Satán.
«¿De dónde venís?», preguntó Dios. Y Satán respondió: «De andar de acá para
allá en la tierra y de recorrerla de arriba abajo».
Más grande es Aquel que está en tu interior que aquel que está en el mundo.
Ella apartó la mirada de la mano y la dirigió a la Autopista. El asfalto negro
apenas era visible de noche, pero la línea amarilla doble pintada en el centro parecía
brillar con luz propia.
Los pinos habían crecido rápidamente: los pinos pequeños y jóvenes que había
cogido en el bosque y que plantó en tres largas hileras entre la casa y… y, oh, qué
rápido habían crecido; de plantones a árboles en sólo unas semanas. O meses. O años.
El tiempo podía ser engañoso, igual que la oración. Tal vez… tal vez eso es lo que
era. Una oración. Una oración del pasado hacia el futuro. O desde el futuro hacia el
pasado. Con momentos de… de «ahora» entre medias. Entre. Entre la casa y la…
la…
—Esta casa es nuestra Arca —le había dicho Papá predicador—. Nuestro bastión.
Nuestra fortaleza. Nuestro santuario flotando en un mar de interminable pecado. Nos
protege, niña mía, y nosotros, tú y yo solos, debemos protegerla.
Y por eso los pinos, la pared de árboles, la barrera entre… entre…
Pero todavía podía ver la maldita criatura, al menos de día, no claramente pero lo
suficiente, y a los monstruos rugientes que circulaban sobre su espalda: las brillantes
bestias de piel de acero cuyos pensamientos eran tan ruidosos como sus rugidos.
Cacodemonios, los llamó Papá predicador. Los Ruidosos. Los Gritones.
¿Gritones?
—No seas una Gritona —le dijo Papá predicador cuando se metió en su
dormitorio ya tarde una noche, con Jesús en la mente y Jesús en sus labios y Jesús en
su…
¿Es así como sonaba yo? La idea le hizo sentir vértigo. Y le revolvió el
estómago.
—Perdóname, Papá predicador. Perdóname. Yo… yo no… no lo sabía.
Pero ahora sí lo sabía. Era su trabajo saberlo. Su llamada. Su objetivo. La casa
debía ser protegida, el Arca debía mantenerse a flote, debía mantener la Autopista a
raya. La Autopista y su… su…
Incluso de noche podía verlos, sus ojos ardían brillantes al otro lado de los pinos,
reluciendo blancos y amarillos, acercándose y alejándose, alejándose y acercándose.
¿Qué es lo que buscan?
—Tu mamá también era una Gritona —le había dicho Papá predicador—. Intenté
ayudarla, pero ella no hacía caso. Los Gritones nunca lo hacen. Lo único que hacen
es…
¿Yo? ¿A mí? ¿Por qué iban a estar buscándome…?
Bajó las persianas, cerró las cortinas y se alejó de la ventana.
—Nunca más —juró ella—. No miraré más. Lo prometo, Papá predicador. Yo…
yo…
CasaBibliaPromesaCasaBibliaPromesa…
—————
—————
Seguía aventurándose profundamente en áreas de la casa que nunca antes había visto,
habitaciones que nunca supo que existían, algunas abarrotadas, otras vacías, pero
todas ellas, todas ellas… apagadas… torcidas… sólo levemente al principio, y luego
aún más, y aún más, hasta que finalmente se vio obligada a avanzar a cuatro patas, a
apoyarse contra las paredes y sujetarse en los vanos de las puertas como un… como
un marinero en un barco o… o Noé y su Arca o… o Jesús en su… en su…
—La cruz, márcala sobre mi corazón y espera a… espera a… marca la cruz sobre
mi corazón y espera a…
CasaBibliaPromesaCasaBibliaPromesa…
Ella recorría la distancia entre una puerta y otra tambaleándose, arrastrándose,
reptando, una habitación tras otra tras… y cada nueva habitación más torcida, más
inclinada que la anterior. Más insólita. Más extraña.
La mujer extraña es un pozo angosto.
—Lo sé, Papá predicador. Y… y lo siento. Lo siento pero… yo…
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Tan profundamente reptó. Más y más profundamente. Cada vez más extrañas. Las
habitaciones se retorcían. La Biblia goteaba… páginas… pasajes… portales…
goteaba… rezumaba… sangraba…
—Feliz, feliz… amarillenta, amarillenta… la vida sólo es una… la vida sólo es
una…
Porque la sangre es la vida.
Sí, pero, pero ¿la sangre de quién? ¿La vida de quién? Y por qué así… así… así
por qué… por qué… por qué tú… era… era la mía… ¡la mía!… y tú… tú…
Lo que es tuyo es mío, niña mía. Lo que es tuyo es…
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Es la mía… ¡la mía!… lo que es mío es… es Suyo… lo que es Suyo es… es…
colocados en… en extraños… y… se sentó encima… llovió sobre… llovió y llovió
y… amarillo… tan amarillo… lo siento… mucho… lo siento… tanto, tanto… pero
él… él me obligó… me obligó… Lo intenté… intenté protegerte, mantenerte
seguro… a salvo… secreto… pero… pero él… él…
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Más grande es Aquel que está… ¿pero qué Aquel?… ¿Qué Señor?… ¿Qué Rey?…
¡Bruja!… ¡Bruja![5]… No permitáis que una sola bruja… viva… la vida sólo es
una… la vida sólo es una… pero él… él te llevó… él te llevó a ti sin embargo… te
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Llegó… Ello llegó… no… no Jesús… sino… sino Ello… ELLO… y vino por… por
ella… sólo ella… ella y sólo ella… ella y… y Ello… Ello y… y ella… dos iguales…
uno y el… el mismo… Promesas hechas… Promesas cumplidas… CasaBibliaEllo…
CasaBibliaElla… juntos… por fin… otra vez… para siempre… y… y…
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Feliz… feliz…
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Amarillenta… amarillenta…
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Caída…
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… caída…
—————
… caída…
Por supuesto, todos los artistas, si podían, escogían la habitación 41 del Hotel Beat
en Rue Git-Le-Coeur. La vista sobre los tejados desde allí era sugerente. Una artista,
que se hacía llamar Julieta, se había colado en algunas de las habitaciones que no
estaban cerradas con llave, había cogido las mugrosas almohadas y las había
destripado. Lanzó las plumas desde la ventana declarando que el invierno había
llegado antes de tiempo y que todos se sentirían mejor por ello. Esta afirmación era,
por supuesto, más que dudosa, porque en invierno hacía un frío glacial en aquel lugar
destartalado. Aun así, al final Madame Rachou la perdonó, aunque Julieta tuvo que
darle tres de sus mejores cuadros para evitar tener que marcharse. La cuenta que
Madame Rachou llevaba mentalmente de la colección de su propiedad aumentó en
tres cuadros. Madame Rachou perdonaba casi cualquier cosa a los artistas. Les dejaba
hacer lo que quisieran en sus cuartos… allí podían reinventarse mil veces entre
aquellas paredes.
Algunos de los artistas elegían las celdas del hotel. Dormían sobre una cama de
hierro, con un pequeño radiador, una silla y una bombilla colgando de un cable
extrafino. Sin ventana. Cubículos. A solas, a punto de dejar de pergeñar más libros y
poemas, pero a la espera de que surgiera alguna llama antes de que el último rescoldo
se extinguiera. Antes de sentirse tan cansados, tan ajados, tan débiles para dejar que
su estrella se apagara. Lo único que necesitaban era respirar aire limpio, un potosí de
suerte, un escondrijo lo suficientemente escondido. Una vida en un episodio de
muerte. Una muerte en un ritual de vida. Un final. Una vez más a las barricadas (eso
vendría más tarde), y con más adoquines que cuando asaltaron la Bastilla.
Julieta sin su balcón. ¿Cómo oirían sus palabras los cielos, o cualquier posible
amante en la calle? De todas formas, no tenía ninguna necesidad de amar… no iba a
perder el tiempo fantaseando con el sexo. Los cielos podían esperarla un rato más
mientras acababa sus cuadros.
Madame Rachou tenía una gata, con marcas de guerra de peleas con perros y
otras criaturas. La gata se lamía el bajo vientre apoyada sobre el lomo; una pata
apuntada hacia arriba, otra pata elástica estirada sobre la mesa. Esa misma gata había
sido lanzada al Sena en muchas ocasiones y siempre había regresado maullando por
más, más de lo que la vida podía darle. Más de Madame y más caricias en lugares en
los que le gustaba que la acariciaran. La gata susurraba al oído de Madame lo que
había visto. Piernas y culos abiertos, delgaduchos, regordetes y redondos. Madame
babeaba literalmente al imaginar las descripciones de la gata, que sacudía la pata
hacia el Sena como si saludara jovialmente a un viejo amigo. La gata veía ese río una
y otra vez. El río no podía perder… ¿verdad? ¿Podría haber vencido si el cadáver de
un gato se pudriera dentro? ¿Perdería entonces el lecho de meados de aquel río su
(bruja), (…but which He?… Which Lord?… Which King?… Witch!… Witch!…) (N.
de la T.) <<