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Acerca del arte de resolver problemas

No deberíamos concentrar la evaluación en la respuesta final al problema, sino sobre todo en el camino libremente elegido por nuestros
estudiantes para llegar esa respuesta
Por Luis Guerrero Ortiz - Jun 8, 2020

Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

Luego de pasar un pequeño video donde se cuenta la historia de un niño desaseado que acaba
enfermándose a causa de su falta de higiene, la profesora plantea a sus estudiantes, niños de primer
grado, el siguiente problema: ¿Cuáles son los beneficios de bañarse todos los días y cuál la forma
correcta de hacerlo? Tal era la pregunta que, a juicio de la docente, planteaba la «situación
significativa» que daba inicio a la clase. Cuando le preguntamos por qué pensaba que esta situación
merecía ese calificativo, respondió muy convencida: porque bañarse a diario es significativo.

Hay palabras cargadas de un significado tan perturbador para nuestras creencias previas que, si no
nos queda más remedio que adoptarlas cuando entran al vocabulario común en nuestro ámbito de
trabajo, nos apresuramos a vaciarlas de sentido y a reemplazarlo por otro que nos resulte más
cómodo e inofensivo. No es que lo hagamos de mala fe ni con el afán de engañar a nadie. Es una
forma inconsciente de protegernos de la amenaza del cambio.

Nos ha pasado incontables veces en muchos terrenos, personales y profesionales, pero donde se ha
vuelto algo típico es en el mundo de la educación. Es por eso bastante común encontrarnos con
colegas que hablamos el mismo lenguaje pedagógico, hecho que nos deja la sensación de estar de
acuerdo en temas que nos parecen fundamentales. Pero la ilusión se desvanece cuando tenemos la
oportunidad de observar las prácticas. Ahí descubrimos que estábamos usando el mismo concepto
para nombrar formas abiertamente opuestas de actuar.

Así, por ejemplo, podría considerarse como una «clase activa» aquella donde los estudiantes hacen
un sinnúmero de actividades minuciosamente prescritas por el docente, pero se le considera «activa»
no porque tengan activa su mente y libertad para proponer o decidir, sino simplemente porque hacen
diversas cosas y se mueven de su lugar. Esto ocurre cuando se cree que la autonomía es
perturbadora y conlleva el riesgo del error. Una clase podría, asimismo, ser considerada
«participativa» si el docente permite que todos opinen, aunque después no recoja ni utilice ninguna
de las ideas que aporten. Esto ocurre cuando se cree que las ocurrencias de los alumnos ni ningún
otro factor puede interferir y alterar una planificación ya hecha.

Es también lo que pasa con la noción de «situación significativa», cuando creemos que lo
«significativo» no reside en el interés que sea capaz de despertar en el estudiante, sino en la
importancia que el profesor le adjudica, según su criterio. Más al fondo del asunto, es lo mismo que
ocurre con la noción de «problema» o «situación problemática». Este no es un asunto menor. Uno de
los consensos más sólidos en la comunidad de expertos a nivel internacional se refiere a la necesidad
de basar el desarrollo de competencias en experiencias de resolución de problemas que despierten el
interés de los estudiantes. Pero, si la misma noción de ‘problema’ nos sigue resultando ambigua o
confusa, vamos a terminar diseñando rutas de navegación que nos lleven a puertos distintos.

La RAE define ‘problema’ como el planteamiento de una situación cuya respuesta es desconocida y
que debe obtenerse a través de una indagación y una metodología. En términos más o menos
generales, nos hemos movido con esta amplia definición en el campo de la pedagogía desde fines del
siglo XX, aportándole solo una cualidad adicional: que tal situación movilice el interés del estudiante,
es decir, que le sea significativa.

A pesar del tiempo transcurrido, muchos siguen estando convencidos de que preguntas como ¿cuál es
el beneficio de bañarse a diario?, ¿cuál es forma correcta de lavarse los dientes?, ¿cuál es el valor
nutricional de la leche y sus derivados?, o ¿cuántas clases de peces hay en el río de tu comunidad?,
son «problemas», tienen el suficiente poder para dar inicio a una clase activa y merecen el adjetivo
de «significativos». En circunstancias como las actuales, donde la educación debe ofrecerse de
manera remota, la obligada distancia física no nos puede llevar a abdicar de un derecho básico de
nuestros niños y jóvenes: recibir una educación que les permita aprender a pensar, a ser ellos
mismos y, por lo tanto, a moverse en el mundo que les tocó vivir con los ojos abiertos.

¿Existen problemas de distinto tipo?

Para Mario Bunge (1975), destacado científico y epistemólogo argentino, un problema se define como
«una situación que representa una dificultad, que no tiene un camino automático para resolverla y
que requiere deliberación e investigación para poder solucionarla». Desde ese punto de vista, no
todos los problemas que solemos plantear en clase merecerían el nombre de tales. Investigadores
como Manuel Luna (2001) distinguen hasta cinco categorías de problemas, pero si examinamos con
detenimiento la taxonomía que propone, veremos que son dos los extremos opuestos: los problemas
de respuestas mecánicas y los problemas de investigación abierta.

El primero, como su nombre sugiere, es un tipo de ‘problemas’ que no despierta, cuestiona ni agita
las ideas de nadie, que no lleva a repensar nada de manera crítica y que, además, tienen una sola
respuesta posible. Cuando tales ‘problemas’ se refieren a temas ya trabajados previamente en la
clase, lo que pretenden es estimular el recuerdo. Si se refieren a temas nuevos, lo que pretenden es
que los estudiantes busquen información en los libros o en los apuntes de clase.
Cuando inicio una clase con la pregunta, ¿por qué se dividen las células?, estoy planteando un
problema de respuesta mecánica, pues esa explicación está en los libros o nos la ofrece rápidamente
cualquier buscador de Internet. Mario Bunge nos diría que este no es un problema.

El segundo tipo alude a problemas cuya solución requieren necesariamente procesos abiertos de
búsqueda e investigación. Exigen reflexión, no se resuelven con respuestas memorísticas, las
soluciones no están en los libros y tampoco tienen una solución única. Pueden llevar a los estudiantes
a cuestionar sus ideas previas y están siempre referidos a cuestiones nuevas o quizás a algunas ya
vistas, pero que necesitan una reelaboración.

Cuando inicio una clase con la pregunta, ¿de qué material y tamaño debería construir una balsa para
que pueda navegar en el río, con dos personas a bordo y sin hundirse?, estoy planteando un
problema de investigación abierta, porque esa respuesta no está escrita en ninguna parte, se debe
construir en base a una indagación previa. Bunge diría: éste sí es un problema.

Foto: Los Andes

¿Y qué hacemos con el problema?

La otra confusión, muy extendida, consiste en pensar que, una vez planteado el problema, lo que
corresponde es que los estudiantes se pongan a buscar la solución, lo que supone desarrollar un plan
y cumplir una serie de tareas. Este es un error común, porque pasa por alto algo que tiene prioridad
y que debería resultarnos obvio: analizar y entender el problema.

Richard Paul y Linda Elder han descrito con gran precisión todos los procesos que se activan en
nuestra mente cuando estamos frente a un problema que necesitamos discernir para poder resolver.
En primer lugar, los que buscan identificar, asociar y analizar los datos de la situación, y cotejarlos
con información relacionada que podría ayudarnos a entenderlo. En segundo lugar, los que nos llevan
a hacer deducciones y sacar conclusiones a partir de los significados que hemos atribuido a los datos.
En tercer lugar, los que nos permiten tomar distancia crítica de suposiciones o creencias previas, que
no se condicen con la información recogida y que podrían interferir nuestra comprensión de la
situación.
En otras palabras, un problema bien planteado activa nuestra mente, nos hace reflexionar. Los
maestros podemos incentivar a nuestros estudiantes a pensar de manera activa, si acaso escogemos
buenas preguntas para estimular su razonamiento. Por ejemplo, preguntas que los ayuden a
centrarse en el propósito, sin perderse en las ramas; que los inviten a profundizar en el análisis de la
información, de los conceptos implicados, de sus propios supuestos; que los motiven a hacer
deducciones y a arriesgar conclusiones, o a discernir puntos de vista distintos.

Nótese que no se trata de darles la mitad de la respuesta para que ellos la completen, que no se trata
de presionarlos a decir lo que el profesor cree que es lo correcto, que no se trata de aprovechar sus
dudas para darles una explicación completa de las cosas, que tampoco se trata de preguntar para ver
si alguien sabe la respuesta y reforzarla aportando más información. Ninguna de estas intervenciones
incentiva la reflexión, por el contrario, la desalienta.

Y a la hora de evaluar, ¿qué hacemos con los errores?

Cuando los estudiantes deciden y emprenden una ruta de solución al problema de manera autónoma,
basándose en sus propios análisis y conclusiones, utilizando su propio criterio, pueden hacerlo mejor
de lo que suponíamos, pero pueden también cometer errores. Esta sola posibilidad es la que nos hace
dudar de las bondades de la autonomía y es lo que nos impulsa, consciente o inconscientemente, a
direccionar sus actividades al detalle. Así, a la hora de evaluar, todo resultaría perfecto. La
expectativa de que lo hagan bien es natural y nadie podría cuestionar ese deseo. Pero una cosa es
desear su éxito y otra muy distinta es hacer lo imposible por impedir eventuales equivocaciones.

La llamada «instrucción programada» surgió en 1958 como un modelo de enseñanza basado en el


principio de la evitación del error (Dorrego, 2011). Eso suponía diseñar procesos pedagógicos
minuciosamente estructurados y señalizados, que garantizaran el éxito en el cumplimiento de una
tarea. Ahora podríamos decir que era como construir y aplicar un manual de uso de cualquier
artefacto, donde todas las indicaciones allí descritas servían al propósito explícito de que el usuario no
se equivoque. Sin embargo, la idea del error como un hecho punible y decididamente evitable,
recorre toda la trayectoria de la pedagogía moderna. Con el tiempo, se ha instalado en nuestro
sentido común, se ha hecho cultura, se ha vuelto un axioma y es parte de nuestros reflejos
espontáneos.

De la Torre (2004) ha investigado y aportado mucho en este campo y nos ha hecho ver que el
desajuste entre lo esperado y lo obtenido cuando emprendemos una acción, es un hecho
absolutamente normal y tiene causas que siempre son posibles de identificar si nos detenemos a
pensar en ellas. Del mismo modo, los errores en el aprendizaje en todo terreno, productivo, social o
político, han sido un fenómeno recurrente a lo largo de toda la historia de la humanidad y han dejado
lecciones que han permitido que las culturas progresen. Eso quiere decir, entonces, nuestros errores
pueden ser materia prima para producir conocimiento nuevo. Más que evitarlos, se trataría de
aceptarlos como algo natural y de saber evaluarlos para poder explicarlos.

La consecuencia lógica de estas premisas es que no deberíamos concentrar nuestra mirada solo ni
principalmente en la evaluación de la respuesta final al problema a la que lleguen nuestros
estudiantes, sino sobre todo en el camino elegido por ellos para llegar esa respuesta. La solución
puede tener fallas, sesgos, errores, lo cual no constituye un indicador de nuestro fracaso como
maestros sino tan solo de las características naturales de todo proceso de aprendizaje humano. Lo
más importante es incentivarlos a repasar el proceso con la mente alerta para que descubran dónde y
por qué ocurrió el desfase. Si lo descubren por sí mismos, no volverán a repetirlos.

Gregory Bateson, notable antropólogo, lingüista y científico social británico, nacido a inicios del siglo
XX, un ícono en el campo de la terapia familiar y la programación neurolingüística, obtuvo al inicio de
su carrera un financiamiento importante para realizar un estudio antropológico entre los Baining de
Nueva Bretaña, y otro sobre los delfines. Ambas investigaciones terminaron mal y Bateson
sumamente frustrado. No obstante, sus informes fueron tan lúcidos en la evaluación del proceso y en
la identificación de las razones por las cuales sus sospechas iniciales no se pudieron verificar, que la
Council of Fellows del Saint John’s College, de Cambridge, lo volvió a elegir para otro subsidio
inmediatamente después. En realidad, el error no es en sí mismo un indicador de fracaso, el error que
no se evalúa ni reflexiona, ni nos deja lecciones, sí lo es.

Epílogo

Una competencia se puede resumir como el arte de resolver problemas o de superar retos de manera
reflexiva, haciendo uso hábil de todo lo que sabemos. Pero diseñar una experiencia pedagógica que
haga eso posible es también un arte y tiene casi un sello de marca.

Podríamos preparar un soufflé de espinacas con queso reemplazando ese vegetal por coliflor y el
queso por carne picada, pero entonces ya no podríamos seguirlo nombrando de la misma forma ni
esperar el mismo resultado. Una experiencia pedagógica centrada en la resolución de problemas,
indispensable para desarrollar competencias y que metodologías como el Aprendizaje Basado en
Proyectos la tiene claramente configurada, tiene sus reglas y no puede ser confundida con la
instrucción programada, que no se basa en la reflexión crítica del aprendiz sino en su
condicionamiento, que no aprovecha el error como una oportunidad para aprender, sino que hace
todo lo posible por evitarlo.

Actuar de manera competente ante los retos que nos pone la vida es un aprendizaje y su clave
principal está en la capacidad de pensar de las personas. Esto es algo tan esencial e irrenunciable que
no podemos dejarlo de tener presente a la hora de educar ni de acompañar y retroalimentar, ni
cuando tengamos el privilegio de volver a tener a nuestros estudiantes de vuelta a las aulas, ni
cuando los tengamos al otro lado de una pantalla o de una señal de radio.

Lima, 8 de junio de 2020

BIBLIOGRAFÍA

Bateson, Gregory (1972). Pasos hacia una ecología de la mente. Editorial LOHLÉ-LUMEN. Viamonte
1674. (1055) Buenos Aires.

Bunge, Mario (1975), La investigación científica, Ariel, Barcelona.

Dorrego, María Elena (2011). Características de la instrucción programada como técnica de


enseñanza. Revista de Pedagogía, vol. XXXII, núm. 91, julio-diciembre, 2011, pp. 75-97 Universidad
Central de Venezuela Caracas, Venezuela.

Luna Pérez, Manuel (2005). Los tipos de problemas planteados en el aula: un instrumento para
caracterizar el perfil metodológico del profesorado. Enseñanza de las ciencias, 2005. Número extra.
VII Congreso.

Luna, M. y Wamba, A. (2001) Las pautas de intervención dirigidas al planteamiento de problemas en


el aula. Un instrumento para caracterizar el perfil metodológico del profesorado. VI Congreso
Internacional sobre Investigación en la Didáctica de las Ciencias. Barcelona, 12 a 15 de septiembre
de 2001, 337-338.
Paul, R. y Elder, L. (2003). La mini-guía para el pensamiento crítico. Conceptos y herramientas.
Fundación para el pensamiento crítico.

Saturnino de la Torre (2004), Aprender de los errores: El tratamiento didáctico de los errores como
estrategias innovadoras. Editorial Magisterio del Río de La Plata. Bueno Aires (Argentina).

Luis Guerrero Ortiz


Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política
Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrado en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL). Es profesor
principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio
fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el
Ministerio de Educación (Despacho del Ministro). Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo
Nacional de Educación; y profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE.



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