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PERMANECER EN LA VERDAD DE CRISTO

Matrimonio y comunión en la Iglesia Católica

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PERMANECER EN LA VERDAD DE
CRISTO
Matrimonio y comunión en la Iglesia Católica

Editado por Robert Dodaro, O.S.A.

EDICIONES CRISTIANDAD

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© Editado por Robert Dodaro, O.S.A.
© Derechos para todos los países en lengua española en EDICIONES CRISTIANDAD S.A. Madrid 2014
www.edicionescristiandad.es
info@edicionescristiandad.es
ISBN: 978-84-7057-601-0

ePub producido por Anzos, S. L.

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«Dado que es cometido del ministerio apostólico asegurar la
permanencia de la Iglesia en la verdad de Cristo e introducirla en ella
cada vez más profundamente, los Pastores deben promover el sentido
de la fe en todos los fieles, valorar y juzgar con autoridad la
autenticidad de sus expresiones, educar a los creyentes para un
discernimiento evangélico cada vez más maduro»

S. Juan Pablo II,


Familiaris consortio, 5

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CAPÍTULO 1

INTRODUCCIÓN: EL ARGUMENTO EN BREVE

Robert Dodaro, O.S.A.

Los ensayos recogidos en este volumen constituyen las respuestas de cinco


cardenales de la Iglesia católica y de otros cuatro estudiosos al libro El evangelio de la
familia, publicado a comienzos de este año por el cardenal Walter Kasper. Dicha obra
contiene la conferencia que pronunció durante el Consistorio Extraordinario de
Cardenales, celebrado entre el 20 y el 21 de febrero de 2014. Un importante objetivo de
dicha reunión fue prepararse para las dos sesiones del Sínodo de los Obispos convocadas
por el papa Francisco para 2014 y 2015, respecto al tema «Desafíos pastorales sobre la
familia en el contexto de la evangelización». Hacia el final de su conferencia, el cardenal
Kasper propuso un cambio en la doctrina y disciplina sacramental de la Iglesia, el cual
posibilitara, en casos limitados, que católicos divorciados y vueltos a casar civilmente
fueran admitidos a la comunión eucarística tras un periodo de penitencia. Al defender su
postura, el cardenal apeló a la práctica cristiana primitiva, así como a la asentada
tradición ortodoxa oriental de emplear misericordia para con los divorciados bajo una
fórmula según la cual los segundos matrimonios son «tolerados»: una práctica a la que
los ortodoxos denominan generalmente oikonomia. Kasper espera que su libro brinde
«una base teológica para el subsiguiente debate entre los cardenales»,[1] y que la Iglesia
católica encuentre una forma de armonizar «fidelidad y misericordia (...) en su acción
pastoral».[2]
El propósito del presente volumen es responder a la invitación del cardenal Kasper
a proseguir el debate. Los ensayos aquí publicados rebaten su propósito específico de
emplear una forma católica de oikonomia para algunos casos de divorciados vueltos a
casar civilmente, por la razón de que ello no puede conciliarse con la doctrina católica de
la indisolubilidad del matrimonio, y de que, por tanto, refuerza concepciones erróneas
tanto de la fidelidad como de la misericordia.
A continuación de este capítulo introductorio, en la obra se examinan los
principales textos bíblicos relativos al divorcio y al nuevo matrimonio. El capítulo que
sigue trata de las enseñanzas y prácticas predominantes en la Iglesia primitiva. En
ninguno de estos casos, bíblicos o patrísticos, los autores hallan respaldo para la clase de

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«tolerancia» de los matrimonios civiles tras el divorcio por la que aboga el cardenal
Kasper. Por su parte, el capítulo cuarto examina los antecedentes históricos y teológicos
de la práctica ortodoxa oriental de la oikonomia; el quinto capítulo recorre el desarrollo,
a lo largo de los siglos, de la actual doctrina católica sobre divorcio y nuevo matrimonio.
La necesidad de estos capítulos queda clara por las afirmaciones del cardenal Kasper de
que, por lo que respecta a la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, «en nuestro
caso, esta tradición no es en absoluto tan unilineal como se ha afirmado con frecuencia»,
y de que «hay cuestiones históricas y diferentes opiniones de expertos que deben
tomarse en serio y de las que no podemos simplemente desembarazarnos».[3] Dada la
gravedad de la cuestión doctrinal de la que se trata, estas aseveraciones históricas
requieren de una respuesta autorizada.
A la luz de los hallazgos bíblicos e históricos de la primera parte de esta obra, los
autores de los otros cuatro capítulos reiteran la justificación teológica y canónica para
mantener la coherencia entre doctrina católica y disciplina sacramental en lo relativo al
matrimonio y a la comunión. Los estudios incluidos en este libro llegan así a la
conclusión de que la tradicional fidelidad de la Iglesia a la verdad del matrimonio
constituye el fundamento irrevocable de su respuesta misericordiosa y caritativa al
individuo divorciado y vuelto a casar civilmente. Por consiguiente, el libro cuestiona la
premisa de que la doctrina católica tradicional y la práctica pastoral contemporánea se
contradicen.
El propósito de este primer capítulo es resumir y destacar los principales
argumentos contrarios a la propuesta del cardenal Kasper, tal y como se presentan en el
libro.

Divorcio y nuevo matrimonio en la Sagrada Escritura

El Nuevo Testamento recoge que Cristo condena el nuevo matrimonio tras el


divorcio, considerándolo adulterio. En los pasajes evangélicos que tratan del divorcio la
condena al nuevo matrimonio es siempre absoluta (Mt 5, 31-32 y 19, 3-9; Mc 10, 2-12 y
Lc 16, 18; cf. 5, 31-32). San Pablo repite esta misma enseñanza, e insiste en que esta no
es suya, sino de Cristo: «a los casados les ordeno —no yo, sino el Señor» (1Co 7, 10-11).
El texto bíblico clave de Gn 2, 24 («Por eso deja el hombrea a su padre y a su madre, y
se une a su mujer y se hacen una sola carne») establece la verdad de que el matrimonio
es entre un hombre y una mujer, que se halla solo fuera de la familia de origen, que
requiere de intimidad física y cercanía, y que su resultado es que ambos se convierten en
«una carne». El hecho de que este versículo represente la verdadera definición cristiana
del matrimonio queda claro cuando Jesús cita en su respuesta a los fariseos que Moisés
permitió el divorcio como concesión a «la dureza de vuestro corazón (...); pero, al
principio, no era así» (Mt 19, 8, cf. Mc 10, 5-6). En su explicación a los fariseos en esa
ocasión (Mc 10, 6-9) Jesús alude tanto a Gn 1, 27 («Creó, pues, Dios al ser humano a
imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó») como a Gn 2, 24.

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Tomados en conjunto, ambos pasajes describen el matrimonio en su estado original
creado por Dios. El argumento de Jesús es que la indisolubilidad del matrimonio entre
un hombre y una mujer se fundamenta en una ley divina que se impone a las normas
judías contemporáneas relativas al divorcio: «Pues lo que Dios ha unido, que no lo
separe el hombre» (Mc 10, 9).

Las cláusulas de excepción en el Evangelio de Mateo

Si las enseñanzas de Cristo relativas al divorcio y al nuevo matrimonio son tan


claras, ¿cómo debemos interpretar los dos pasajes del Evangelio de Mateo que parecen
permitir el divorcio en caso de porneia (Mt 5, 32 y 19, 9)? En este libro, dos autores se
enfrentan directamente a esta cuestión. Paul Mankowski, S.J., sugiere, por motivos
filológicos, que puede que porneia no se refiera al adulterio, como generalmente se
supone, sino al incesto, y quizá también a la poligamia (una práctica entonces habitual
entre los gentiles). En tal caso, Mankowski sostiene que esos dos pasajes podrían
representar «una excepción dirimente» en tanto en cuanto no son excepciones a la regla,
sino condiciones bajo las que la regla no se aplica, dado que la separación entre un
hombre y una mujer en cualquiera de esos dos casos no constituye «divorcio», al no
haber un matrimonio real que disolver.
John Rist, en el ensayo que presenta en este volumen, ofrece una explicación
distinta. Interpreta porneia en los pasajes mencionados como «adulterio» por parte de la
esposa. La ley judía no solo permitía el divorcio en ese caso: lo exigía (Dt 24, 4; Jr 3, 1).
En las sociedades antiguas —hebreas y paganas—, el adulterio por parte de la mujer
implicaba el riesgo de introducir hijos de extraños en la sucesión familiar, pues la
propiedad pasaba del padre a sus herederos. Jesús rechaza claramente esta lógica, de la
que dice que Moisés la permitió por la «dureza de vuestros corazones», y señala el
mandato divino original sobre el matrimonio como compromiso vitalicio. Por tanto,
contraer matrimonio de nuevo tras el divorcio no está permitido mientras viva el otro
cónyuge.[4]

La evidencia patrística

El cardenal Kasper pretende basar su argumento en la experiencia de la Iglesia


primitiva. Sin embargo, los pocos ejemplos que cita no sostienen su conclusión, y la
amplia experiencia registrada de la Iglesia de esa época la contradice tajantemente. Su
discusión de la evidencia patrística es breve; remite a sus lectores a tres estudios
publicados sobre divorcio y nuevo matrimonio en la Iglesia primitiva.[5] Pero está claro
que, en los casos específicos que menciona, se basa exclusivamente en un autor e ignora
los contraargumentos de otros. Por ejemplo, sugiere que «hubo buenos motivos» para
que el canon 8 del Primer Concilio Ecuménico, celebrado en Nicea el año 325,

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confirmara una práctica pastoral «de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia»,
ya existente en la Iglesia de los primeros siglos respecto a los cristianos divorciados
vueltos a casar.[6] Pero la evidencia histórica de su conclusión, la cual fue anticipada por
Giovanni Cereti, presenta profundos fallos, como quedó demostrado hace décadas por
Henri Crouzel, S.J., y por otro eminente patrólogo, Gilles Pelland, S.J. En el tercer
capítulo de este volumen, John Rist examina cuidadosamente este y otros casos y
sostiene que Cereti, hasta ahora, no ha logrado responder adecuadamente a objeciones de
entidad a sus argumentos. No está claro que Kasper sea consciente del grado de detalle
de las objeciones académicas, no solo a las interpretaciones de Cereti del canon
mencionado, sino a las realizadas sobre otros textos patrísticos que cita. Sin embargo, el
cardenal las emplea como prueba en su propuesta.
Pese a que Rist acepta que la solución «misericordiosa» propuesta por Kasper no
era desconocida por la Iglesia primitiva, sostiene que esta era condenada de forma
generalizada, como «carente de base bíblica», y que «prácticamente ninguno de los
escritores cuyos escritos conservamos y que tomamos como autoridad la defienden».
Rist acusa a Kasper de la «lamentable práctica, muy extendida en el mundo académico»,
conforme a la cual se seleccionan «muy pocos casos» para postular la existencia de una
práctica, aun cuando la evidencia histórica de signo contrario sea «abrumadoramente
superior». Cuando esta táctica no logra convencer, añade Rist, se afirma entonces que la
escasa evidencia «por lo menos deja la solución abierta». Cualquier procedimiento
académico de este tipo, concluye, «solo puede ser condenado como metodológicamente
viciado». Pelland hace una argumentación similar:

Para poder hablar de una «tradición» o «práctica» de la Iglesia no basta con señalar cierto número de casos
diseminados a lo largo de un periodo de cuatro o cinco siglos. Habría que mostrar, en lo posible, que dichos
casos correspondían a una práctica aceptada por la Iglesia en esa época. De otro modo, solo contaríamos con la
opinión de un teólogo (por prestigioso que sea) o con información sobre una tradición local de determinado
momento de su historia, lo cual, evidentemente, no tiene el mismo peso.[7]

Doctrina y práctica ortodoxa oriental

Fuera de los limitados círculos de unos pocos especialistas, la práctica ortodoxa


oriental de la oikonomia aplicada al divorcio y al nuevo matrimonio no se comprende
bien, incluso en términos generales. El cardenal Kasper la cita como aliento para la
Iglesia católica. En el capítulo cuarto del presente volumen, el arzobispo Cyril Vasil’,
S.J., nos ofrece un excepcional y actualizado resumen de la historia, teología y base legal
que se hallan tras esta práctica. Sitúa la principal diferencia entre las posturas ortodoxa
oriental y católica respecto al divorcio y las nuevas nupcias en una divergencia en su
interpretación de Mt 5, 32 y 19, 9. Históricamente, las autoridades ortodoxas
interpretaron porneia como «adulterio», y consideran que estos pasajes proporcionan
una excepción a la prohibición por Cristo del divorcio. Las interpretaciones católicas,
por su parte, sostienen que Cristo pretendía que el vínculo matrimonial permaneciera

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intacto incluso si la pareja hubiera de separarse a causa de adulterio.
Durante el primer milenio, tanto la Iglesia oriental como la occidental resistieron
los intentos de los emperadores de introducir el divorcio y el nuevo matrimonio en el
Derecho y la práctica eclesiásticos. El Concilio de Trullo de 692 supone el primer signo
de aceptación, por parte de la Iglesia, de motivos para permitir el divorcio y las nuevas
nupcias (motivos que se reducen, no obstante, a la ausencia y presunta muerte de uno de
los cónyuges). En el año 883 tiene lugar un cambio fundamental cuando, bajo el
patriarca Focio I de Constantinopla, un código legal eclesiástico incorpora una lista
mucho más larga de motivos. Surge una nueva complicación en el 895 cuando el
emperador bizantino León VI establece que para que un matrimonio sea legalmente
reconocido, ha de estar bendecido por la Iglesia. Para el 1086, en el Imperio Bizantino
solo los tribunales eclesiásticos podían examinar causas matrimoniales, y se les exigía
que lo hicieran basándose en la ley imperial y civil que permitía el divorcio debido a una
serie de motivos que iban más allá del adulterio. Así, desde el siglo IX, la Iglesia oriental
cae progresivamente bajo el influjo de sucesivos gobernantes bizantinos, los cuales
persuaden a los obispos a aceptar normas más liberales sobre el divorcio y el
matrimonio. El patriarca Alejo I de Constantinopla (1025-1043) permitió por primera
vez una ceremonia eclesiástica (una bendición) para segundos matrimonios en el caso de
mujeres que se divorciaran de maridos adúlteros. Conforme los esfuerzos
evangelizadores llevaban el cristianismo desde Constantinopla a otras naciones, se
desarrollaron esta y análogas costumbres y éticas matrimoniales en las Iglesias ortodoxas
de aquellas tierras.
El arzobispo Vasil’ ilustra dicha evolución analizando detalladamente Rusia, Grecia
y Oriente Medio, observando semejanzas y diferencias entre sus respectivas Iglesias.
Señala la falta de una base coherente —o incluso de una terminología común— para
comparar los argumentos teológicos, canónicos y pastorales que se hallan tras las
prácticas asociadas a la oikonomia en las distintas Iglesias ortodoxas. Este contexto
confuso explica, en parte, la dificultad para hallar una literatura teológica madura sobre
la oikonomia en los autores de la ortodoxia oriental. Vasil’ concluye que podría no ser
posible determinar una «postura ortodoxa» común sobre el divorcio y el nuevo
matrimonio y, por tanto, tampoco sobre la propia oikonomia. Teme que, en el mejor de
los casos, se pueda hablar de prácticas en el seno de una determinada Iglesia ortodoxa —
pese a que ni siquiera allí la praxis sea siempre consistente—, o de las posturas comunes
de algunos obispos, o del punto de vista de un teólogo en particular. Hay abiertas
disensiones entre obispos y teólogos ortodoxos sobre la teología y la legislación relativa
a estas cuestiones.
En el seno del dilema se encuentra la cuestión de la indisolubilidad del matrimonio.
La teología católica, siguiendo a san Agustín, considera la indisolubilidad tanto en un
sentido legal como espiritual, un vínculo (sacramentum) que une mutuamente en Cristo
a los esposos mientras vivan. Sin embargo, los autores de la ortodoxia oriental eluden el
sentido legal de este vínculo, y consideran la indisolubilidad del matrimonio solo en
términos de vínculo espiritual. Como se ha afirmado, las autoridades ortodoxas

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interpretan generalmente que Mt 5, 32 y 19, 9 permiten el divorcio en caso de adulterio,
e insisten en que hay bases patrísticas para hacerlo así. Si hay un punto de vista común
entre obispos y teólogos ortodoxos es este. Pero, a partir de ahí, los autores comienzan a
adoptar posturas divergentes. Así, mientras que muchos defienden la postura
relativamente estricta de que el divorcio y el nuevo matrimonio solo se pueden permitir
en caso de adulterio, algunos, como John Meyendorff, sugieren que la Iglesia podría
conceder el divorcio basándose en que la pareja ha rehusado aceptar la gracia divina que
se le ofrece en el sacramento del Matrimonio. El divorcio eclesiástico, según
Meyendorff, no es más que el reconocimiento eclesiástico de que dicha gracia
sacramental se ha rechazado. Paul Evdokimov modifica esta tesis, y mantiene que como
el amor recíproco constituye la imagen del sacramento, una vez se apaga ese amor la
comunión sacramental expresada en la unión sexual de la pareja se disipa. Como
resultado, la relación se degrada en una forma de «fornicación».[8] Otros autores
ortodoxos hablan de «muerte» moral o espiritual de un matrimonio y la comparan a la
muerte física de uno de los cónyuges, con lo que se disuelve el vínculo y se posibilita un
nuevo matrimonio.
A la luz de su concepto de la indisolubilidad, John Rist pregunta qué relación ve la
Iglesia ortodoxa entre el primer y el segundo matrimonios en caso de divorcio.
Considera el autor que resultará difícil responder a la cuestión de forma coherente, pues
la idea ortodoxa de indisolubilidad deja en la ambigüedad el papel de Dios en el
sacramento. Si las malas acciones de uno u otro de los cónyuges (adulterio, abandono,
etc.) pueden destruir de forma efectiva el vínculo, de forma que el segundo matrimonio
se celebre con menos ceremonia, e incluso con espíritu penitencial, entonces ¿es que
acaso hay dos grados distintos de matrimonio para el pensamiento ortodoxo? Dado que
la teología católica señala un claro papel de Dios en el vínculo matrimonial indisoluble,
Rist sugiere que sería aún más difícil que los católicos encontraran sentido teológico al
segundo matrimonio (una observación que hace pensar en la referencia del cardenal
Kasper a una voluntad de «tolerar lo que de por sí es imposible aceptar»).[9]

Doctrina y praxis católicas en la Edad Media

En el capítulo cinco, el cardenal Walter Brandmüller esboza una concisa visión


general de las enseñanzas de la Iglesia occidental acerca del matrimonio y el divorcio
desde el sínodo de Cartago (407) al Concilio de Trento (1545-1563), la cual
complementa el relato que hace el arzobispo Vasil’ de los acontecimientos en la Iglesia
oriental. Brandmüller señala que, incluso en el transcurso de la evangelización de los
pueblos franco-germánicos, en los que las costumbres matrimoniales indígenas se
desviaban de las normas cristianas, obispos que actuaban a través de concilios
eclesiásticos establecieron el principio de la indisolubilidad del matrimonio. Pese a esta
evolución, el autor reconoce que hubo ocasiones, durante la Edad Media, en las que
sínodos y concilios de la Iglesia permitieron contraer un nuevo matrimonio tras un

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divorcio, de forma señalada en el caso del rey Lotario II (835-869). Sin embargo,
examina algunos de estos casos y encuentra en muchos de ellos circunstancias
comprometidas, como la aplicación de presiones políticas externas, que mitigan la
importancia doctrinal de las decisiones adoptadas por dichos concilios. Sostiene que los
resultados de los concilios generales y de los sínodos particulares solo pueden ser
expresión de la paradosis o tradición «cuando cumplen los requisitos formales y de
contenido de la auténtica tradición». De ahí que en la Edad Media, al igual que en época
patrística, la existencia aquí o allá de excepciones altamente dudosas a la doctrina y
praxis de la Iglesia —por lo demás, manifiestamente estandarizadas— en lo relativo a la
indisolubilidad del matrimonio, es más indicativo de anomalías que de tradiciones
alternativas o paralelas que pudieran ser recuperadas en la actualidad.

La enseñanza católica actual

La enseñanza actual del Magisterio de la Iglesia sobre el divorcio, el nuevo


matrimonio y la sagrada comunión puede contemplarse más concisamente centrándose
en algunas secciones de las Exhortaciones Apostólicas Familiaris consortio (parágrafo
84), publicada por san Juan Pablo II en 1981, y Sacramentum caritatis (parágrafo 29),
escrita por Benedicto XVI en 2007.[10] Ambas están resumidas por el cardenal Gerhard
Ludwig Müller en el sexto capítulo de este libro. El último documento desmiente la idea
de que la doctrina de la Iglesia relega a los católicos divorciados y vueltos a casar a una
afiliación de segunda clase. Benedicto XVI indicó expresamente que estos «siguen
perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que,
dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la
santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la adoración
eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un
sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de
penitencia, y la tarea de educar a los hijos». El cardenal Kasper ha argumentado que esta
afirmación demuestra una atenuación de las actitudes hacia los católicos divorciados
vueltos a casar y una predisposición hacia la revisión de la disciplina actual.[11] El
cardenal Müller, sin embargo, explica la naturaleza irreformable de la enseñanza
referente al fiel cuyo «estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de
amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía». El cardenal
prosigue:

Una reconciliación a través del sacramento de la Penitencia, que abre el camino hacia la comunión eucarística,
únicamente es posible mediante el arrepentimiento acerca de lo acontecido y «la disposición a una forma de
vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio». Esto significa, concretamente, que cuando por
motivos serios la nueva unión no puede interrumpirse, por ejemplo a causa de la educación de los hijos, el
hombre y la mujer deben «obligarse a vivir una continencia plena».

Aun así, como señala Müller, lejos de tratar a los divorciados vueltos a casar

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civilmente con frialdad e indiferencia, los pastores están obligados por el Magisterio «a
acoger abierta y cordialmente a los hombres en situaciones irregulares, a permanecer a
su lado con empatía, procurando ayudarles, y dejándoles sentir el amor del Buen Pastor».

El matrimonio y la persona humana, hoy

El cardenal Müller vuelve sobre un tema presentado en un ensayo anterior de este


mismo volumen, escrito por John Rist: la naturaleza de la persona humana que busca
casarse en el mundo actual. Ambos autores indican la cuestión referente a las intenciones
o «mentalidad» de los esposos antes, durante y después del intercambio de las promesas
matrimoniales. ¿Qué entienden por matrimonio? ¿Saben que es indisoluble o esperan
solo intentarlo y ver si va con ellos? ¿Cómo ven la cuestión personal de traer hijos al
mundo? ¿Entienden que la apertura a la procreación es un requisito para la validez del
matrimonio sacramental? Y, más esencialmente, dada la superficialidad de las relaciones
en el mundo actual, ¿son capaces los jóvenes católicos de entender el lenguaje de la
Iglesia acerca de los sacramentos, la fidelidad, la indisolubilidad y la apertura a la
procreación?
John Rist también se preocupa porque la gente hoy en día se ajusta al concepto de
«yoes secuenciales» o «consecutivos» que se ha desarrollado en la filosofía
contemporánea. Este concepto alienta un cambio en la creencia tradicional sobre la
naturaleza humana, específicamente promueve la visión de que la identidad personal
cambia a lo largo de la propia vida. Rist observa que «muchos apenas creen ser la misma
persona desde la concepción hasta la muerte», porque «según va avanzando su vida están
sujetos a variaciones continuas y psicológicamente radicales». Por lo tanto, estas
personas podrían llegar a afirmar que «no soy la misma persona que cuando me casé y
mi mujer tampoco es la misma persona», obteniendo como resultado la creencia de que
su matrimonio se ha convertido en «una relación ficticia».
El cardenal Müller acepta que «la mentalidad actual contradice la comprensión
cristiana del matrimonio, especialmente en lo relativo a la indisolubilidad y la apertura a
la vida», y que, como consecuencia de ello, «en nuestros días, los matrimonios están más
expuestos a la invalidez que en el pasado». Sugiere que «la comprobación de la validez
del matrimonio es importante y puede conducir a una solución de estos problemas».
Con todo, en una Iglesia en la que el término «profético» se ha convertido hoy en
un lema de los movimientos que abiertamente desafían tendencias culturales
predominantes, Müller invita a la Iglesia a resistir «pragmáticamente ante lo
presuntamente inexorable» y a proclamar «el evangelio de la santidad del matrimonio
con audacia profética». Las dificultades que acarrea el aceptar la enseñanza de Cristo
sobre la santidad del matrimonio fueron reconocidas en primer lugar no por un sínodo de
obispos sino por los apóstoles que, cuando escucharon esta enseñanza directamente de
los labios del Señor, respondieron con incredulidad, «si tal es la condición del hombre
respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). No obstante, tanto el cardenal

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Müller como Paul Mankowski, S.J., en sus respectivas contribuciones en el presente
volumen, reconocen que junto a su «dura» enseñanza acerca de la indisolubilidad del
matrimonio, Cristo también prometió, en palabras de Mankowski, «un nuevo y
sobreabundante soplo de gracia, de ayuda divina, de manera que ninguna persona por
débil que sea encontrará imposible hacer la voluntad de Dios».

La misericordia y las normas de la Iglesia

Pero, ¿qué hay acerca del fracaso en la relación matrimonial, la ruptura y el


divorcio? ¿Muestra la actual enseñanza de la Iglesia y la praxis respecto a los católicos
divorciados y vueltos a casar civilmente el tipo de misericordia que Jesús mostró hacia
los pecadores? El cardenal Müller responde que para evitar una visión incompleta de la
misericordia de Jesús necesitamos contemplar la totalidad de su vida y su enseñanza. La
Iglesia no puede apelar a la «misericordia divina» como un modo de librarse de aquellas
enseñanzas de Jesús que encuentra difíciles.

Todo el orden sacramental es obra de la misericordia divina y no puede ser revocado invocando el mismo
principio que lo sostiene. Además, mediante una invocación objetivamente falsa de la misericordia divina se
corre el peligro de banalizar la imagen de Dios, según la cual Dios no podría más que perdonar. Al misterio de
Dios pertenece el hecho de que junto a la misericordia están también la santidad y la justicia. Si se esconden
estos atributos de Dios y no se toma en serio la realidad del pecado, tampoco se puede hacer plausible a los
hombres su misericordia. Jesús recibió a la mujer adúltera con gran compasión, pero también le dijo: «vete y
desde ahora no peques más» (Jn 8, 11). La misericordia de Dios no es una dispensa de los mandamientos de
Dios y de las disposiciones de la Iglesia.

En el octavo capítulo de este libro, el cardenal Velasio De Paolis, C.S., se hace eco
del punto de vista del cardenal Müller: «A menudo, la misericordia se presenta en
oposición a la ley, incluso la divina. [... Pero] presentar la misericordia de Dios contra su
misma ley es una contradicción inaceptable». De Paolis señala que Kasper no plantea la
«misericordia» como una vía hacia la comunión eucarística para todos los católicos
divorciados vueltos a casar, sino solo para aquellos que reúnan ciertas condiciones.
Considera ilógico el razonamiento que subyace tras las condiciones propuestas por
Kasper. Se pregunta acerca del hecho de que el matrimonio civil sea considerado como
más moralmente firme que la mera cohabitación. La Iglesia no contempla el matrimonio
civil contraído tras un divorcio como un verdadero matrimonio. Por lo tanto, el hecho de
que los católicos en esta situación estén casados según las leyes del Estado, no convierte
su comportamiento más moralmente respetable que el de una pareja que convive fuera
del estado matrimonial. Al argumento de Kasper sobre que la educación de los hijos de
las parejas que han contraído matrimonio civil hace de este una mejor opción moral
—«menos mala»— que otras alternativas, De Paolis responde que los matrimonios
ficticios desgastan los principios básicos del matrimonio y la familia así como de la
moral sexual en general, y se pregunta qué clase de educación moral puede transmitir a
sus hijos la pareja que se encuentra en tal situación:

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El respeto a la norma moral que prohíbe la vida conyugal entre quienes no son cónyuges no puede admitir
excepciones. Ni se puede aducir la dificultad que comporta su cumplimiento por el hecho de que la continencia
perfecta no formaría parte del proyecto de vida de las personas en cuestión. Pero la dificultad en la que uno
puede encontrarse para respetar la ley moral, aunque sea sin culpa, no autoriza a recorrer una vía propia
violando esa misma ley moral. Casos en los que el fiel se encuentra ante situaciones difíciles, humanamente
casi imposibles, sean individuales o familiares y comunitarios, por desgracia son frecuentes en la vida. Pero la
fidelidad a la ley divina compromete siempre y no admite nunca excepciones.

Disciplina y doctrina

El cardenal De Paolis también observa que «con frecuencia se distingue entre


doctrina y disciplina para afirmar que en la Iglesia la doctrina no cambia y la disciplina
sí». De todos modos, un cambio en la práctica de la Iglesia dirigido a permitir a los
católicos divorciados y vueltos a casar el acceso a la Eucaristía comporta un cambio en
la doctrina. Nadie puede ilusionarse sobre este aspecto. De Paolis señala que en la
teología católica, la «disciplina» abarca algo mucho más amplio que las leyes humanas.
Por ejemplo, la disciplina incluye la ley divina, como los mandamientos, que no pueden
ser modificados aunque no sean directamente de naturaleza doctrinal. «La disciplina a
menudo incluye todo aquello que el cristiano debe considerar como compromiso de su
vida para ser un fiel discípulo de nuestro Señor Jesucristo». Por lo tanto, la distinción
entre disciplina de los sacramentos y doctrina católica no es tan clara como muchos
creen que es o querrían que fuese.
En el capítulo séptimo de este volumen, el cardenal Carlo Caffarra explica las
razones por la que la propuesta del cardenal Kasper implica necesariamente un cambio
en la doctrina y no solamente en la disciplina sacramental. Señala, de acuerdo con la
«Tradición de la Iglesia, fundada en la Escritura [cfr. 1Cor 11, 28], que la comunión con
el Cuerpo y la Sangre del Señor exige en quien participa de ella no encontrarse en
contradicción con lo que se recibe». El cardenal concluye: «El status del divorciado
vuelto a casar está en contradicción objetiva con aquel vínculo de amor que une a Cristo
y a la Iglesia, significado y actuado por la Eucaristía».
Caffarra explica que desde el punto de vista católico, el matrimonio consiste en un
vínculo que no es simplemente moral, sino también ontológico, porque integra a Cristo
en el matrimonio. «La persona casada está ontológicamente —en su ser— consagrada a
Cristo, conformada a Él. El vínculo conyugal nace del mismo Dios, a través del
consentimiento entre dos personas». Caffarra admite que si el vínculo matrimonial fuese
solo moral y no ontológico, podría ser dispensado. No obstante, dada la naturaleza
ontológica del vínculo sacramental, «el cónyuge permanece integrado en tal misterio
incluso si con una decisión posterior atenta contra el vínculo sacramental, pasando a un
estado de vida que lo contradiga». Como consecuencia, la admisión de los católicos
divorciados y vueltos a casar a los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía no
supondría únicamente un cambio en la praxis o en la disciplina sacramental, sino que
introduciría una contradicción fundamental en la doctrina católica referida al

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matrimonio, y por tanto también a la Eucaristía.
Caffarra ve en la propuesta de Kasper otras consecuencias acerca de la doctrina de
la indisolubilidad del matrimonio. Argumenta que la admisión de los católicos
divorciados vueltos a casar a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía,
incluso bajo las condiciones restrictivas que sugiere Kasper, esencialmente «reconocería
la legitimidad moral de vivir more conuigali con una persona que no es el propio
cónyuge» y «suscitaría no solo en los fieles, sino en cualquier persona atenta, la idea de
que en el fondo no existe ningún matrimonio absolutamente indisoluble, de que el ‘para
siempre’, que todo verdadero amor no puede sino anhelar, es una ilusión».
En su libro, el cardenal Kasper plantea otras dos opciones para permitir a los
católicos divorciados vueltos a casar acercarse a los sacramentos de la Reconciliación y
de la Eucaristía: un llamamiento a la epikeia (la presunción de que la ley no debería
aplicarse en determinados casos por circunstancias atenuantes) y la aplicación del
principio moral de la prudencia. Sin embargo, el cardenal Caffarra objeta que no puede
hacerse un llamamiento a la prudencia en este caso porque «lo que en sí y de por sí es
intrínsecamente ilícito no puede ser nunca objeto de un juicio prudencial». En otras
palabras, «no puede existir un adulterio prudente». Caffarra sostiene que «la llamada a la
epikeia es igualmente infundada». Como virtud, la epikeia puede aplicarse solo a las
leyes humanas, no a las divinas. Pero las leyes que se refieren a la indisolubilidad del
matrimonio, la prohibición del adulterio y el acceso a la Eucaristía son leyes divinas (cf.
Mc 10, 9; Jn 8, 11; 1Cor 11, 28). La Iglesia no puede excusar al fiel de su obligación de
obedecer la ley de Dios.

Los procedimientos canónicos que rigen las declaraciones de nulidad

El cardenal Kasper también sugiere que en el caso de los fieles divorciados vueltos
a casar, el proceso judicial de la Iglesia que rige las declaraciones de nulidad debe ser
simplificado. Específicamente, Kasper plantea la adopción de «procedimientos más
pastorales y espirituales». Propone que en lugar de tribunales matrimoniales diocesanos,
«el obispo pudiera asignar esta tarea a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral,
que podría ser el penitenciario o el vicario episcopal».[12] En el noveno capítulo de este
libro, el cardenal Raymond Leo Burke, prefecto del Supremo Tribunal de la Signatura
Apostólica, recurre a una amplia legislación y explicación papal, así como a la
experiencia de la Signatura Apostólica, para explicar por qué las recomendaciones de
Kasper, si fueran adoptadas, debilitarían los esfuerzos de la Iglesia por garantizar la
justicia para los fieles.
Burke señala que los fieles están asistidos incorrectamente por tribunales que
«incurren en una especie de pragmatismo pseudo-pastoral», y cita a san Juan Pablo II
que «advertía precisamente de la tentación de aprovechar el procedimiento canónico
“para alcanzar el que quizá es un fin ‘práctico’, que podría considerarse ‘pastoral’, pero
que va en detrimento de la verdad y de la justicia”».[13] Burke destaca que si los

17
tribunales dan la impresión de que su objetivo principal es permitir a quienes fracasan en
sus matrimonios poder casarse de nuevo por la Iglesia ofreciendo explicaciones
superficiales o erróneas, o empleando procedimientos incorrectos, situarían al fiel ante
un escenario «poco edificante o incluso escandaloso».
En el centro de los procedimientos canónicos que impulsan a establecer la verdad
sobre una petición de nulidad en un determinado caso existe un proceso dialéctico
conocido como el contradictorium. Engloba el principio et audiatur altera pars (y debe
escucharse a la otra parte). Burke explica que este principio ha determinado
históricamente los procedimientos canónicos en uso en la emisión de declaraciones de
nulidad, incluyendo el requisito de un defensor del vínculo y de una doble conformidad
de la sentencia. Defiende estas posiciones contra la acusación de un «gravoso
juridicismo» debido a que refuerzan el proceso dialéctico que a su vez garantiza que el
tribunal pueda alcanzar una «certeza moral» de que la nulidad del matrimonio ha sido
probada. Burke reafirma que los defensores del vínculo demasiado a menudo han sido
manifiestamente negligentes a la hora de cumplir sus obligaciones, con el resultado de
una falta de integridad en el proceso judicial. Si todos los ministros del tribunal,
incluidos los jueces, fueran más escrupulosos en el desarrollo de sus responsabilidades,
«el proceso para llegar a una doble decisión conforme, con el decreto de ratificación, no
llevará demasiado tiempo».

El sentido de los fieles (Sensus fidelium)

Hacia el final de su libro, el cardenal Kasper cita el famoso ensayo del beato John
Henry Newman, On Consulting the Faithful in Matters of Doctrine [Consulta a los fieles
en materia doctrinal, Salamanca 2001], y cita el bulo atribuido a Newman de que
«durante la crisis arriana de los siglos IV y V quienes conservaron la fe de la Iglesia
fueron los fieles, no los obispos».[14] Kasper agasaja a Newman como «precursor del
Concilio Vaticano II» y enlaza su ensayo con las afirmaciones del concilio referentes «al
sentido de la fe, que es dado a todo cristiano en virtud de su bautismo».[15] La mayor
parte de los comentaristas del ensayo de Newman se equivocan al interpretar «fieles»
solo en el sentido de «laicos». Pero como el eminente estudioso de Newman, Ian Ker,
señala, Newman incluyó a los sacerdotes y a los monjes entre los «fieles» en su discurso,
por lo que la distinción que trazó no fue entre clero y laicos, como muchos creen todavía
hoy.[16] Más aún, los historiadores discrepan de la versión de Newman sobre esta
controversia e insisten en que hasta donde pueden indagarse las posiciones de los fieles
de la Iglesia primitiva respecto a la cuestión arriana, por lo general tendían a adherirse al
punto de vista del obispo local, cualquiera que fuera su posición. No fue, por tanto, el
laicado el responsable de la victoria de la fe nicena sobre los arrianos.[17] Sin embargo,
Kasper forja una analogía entre los «fieles» de Newman y los laicos casados en la Iglesia
actual a quienes opone con los cardinales «célibes» del consistorio, porque los laicos
«viven su creencia en el evangelio de la familia en familias concretas y a veces en

18
situaciones difíciles». A continuación, aboga por una Iglesia que «escuche a sus
testigos» y no permita que la cuestión de los divorciados vueltos a casar «sea decidida
solo por cardinales y obispos».[18]
De todos modos, «el sentido de los fieles» no puede entenderse en la teología
católica como una expresión de la opinión mayoritaria dentro de la Iglesia, y no se llega
a él a través de encuestas. Se refiere a un instinto por la auténtica fe que poseen los
fieles, entendiendo por fieles tanto a la jerarquía como a los laicos, juntos, como el único
cuerpo de Cristo. Newman se refería a esta dinámica como conspiratio, el respirar juntos
pastores y laicos. Por lo tanto, mientras que sería erróneo sugerir que el fiel laico carece
de un instinto para distinguir la verdadera fe, sería un abuso emplear el concepto en un
esfuerzo por oponer una supuesta «voz del laicado» ya sea contra las enseñanzas de los
obispos o de la Iglesia. Tampoco estos principios representan un punto de vista aislado o
conservador. Han sido desarrollados por el Concilio Vaticano II y por los últimos papas,
el más reciente, Francisco, en su discurso a la Comisión Teológica Internacional en
diciembre de 2013.

Conclusión

Los autores de este volumen sostienen conjuntamente que el Nuevo Testamento


presenta la prohibición sin ambigüedades por parte de Cristo del divorcio y de las
posteriores nupcias, sobre la base del plan original de Dios del matrimonio establecido
en Gn 1, 27 y 2, 24. La solución «misericordiosa» para el divorcio defendida por el
cardenal Kasper no es desconocida en la Iglesia primitiva, pero prácticamente ninguno
de los autores que han llegado hasta nosotros, y que consideramos como autoridad, la
defienden. De hecho, cuando la mencionan es más bien para condenarla como no
escriturística. No hay nada de sorprendente en esta situación: los abusos pueden existir
ocasionalmente, pero su mera existencia no garantiza que no sean abusos, y menos aún
modelos a seguir. La práctica actual de la ortodoxia oriental de la oikonomia en casos de
divorcio y nuevas nupcias se desarrolla en gran medida a partir del primer milenio, y
surge como respuesta a la presión política sobre la Iglesia por parte de los emperadores
bizantinos. Durante la Edad Media, y más tarde, la Iglesia católica occidental resistió
tales presiones con mayor éxito, y lo hizo incluso con el precio del martirio. La praxis
ortodoxa oriental de la oikonomia no es una tradición alternativa a la que la Iglesia
católica pueda apelar. Oikonomia, en este contexto, se apoya en una visión de la
indisolubilidad del matrimonio que no es compatible con la teología católica, que
entiende el vínculo matrimonial enraizado ontológicamente en Cristo. Por lo tanto, el
matrimonio civil que sigue al divorcio supone una forma de adulterio, y hace
moralmente imposible (1 Cor 11, 28) la recepción de la Eucaristía, a menos que la pareja
practique la continencia sexual. Estas no son una serie de reglas compuestas por la
Iglesia; constituyen la ley divina y la Iglesia no puede cambiarlas. A la mujer
sorprendida en adulterio, le dijo Cristo: «Ve, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). La

19
misericordia de Dios no nos exime de seguir sus mandamientos.

20
[1] Walter Kasper, El evangelio de la familia (Sal Terrae, Santander 2014), p. 9.
[2] Ibid., pp. 59-60.
[3] Ibid., p. 89.
[4] Para un tratamiento adicional de la base escritural de la doctrina de la Iglesia católica sobre el matrimonio, ver
las observaciones al inicio del artículo del cardenal Gerhard Ludwig Müller en este libro.
[5] W. Kasper, El evangelio de la familia, p. 82, citando a Giovanni Cereti, Divorzio, nuove nozze e penitenza
nella Chiesa primitiva (Bolonia, Dehoniane 1977; segunda edición, Bolonia, Dehoniane 1998; tercera
edición, Roma, Aracne, 2013); Henri Crouzel, S.J., L’Eglise primitive face au divorce. Du premier au
cinquième siècle (París, Editions Beauchesne, 1971); Joseph Ratzinger, «Zur Frage nach der Unauflöslichkeit
der Ehe. Bemerkungen zum dogmengeschichtlichen Befund und zu seiner gegenwärtigen Bedeutung», Ehe
und Ehescheidung - Diskussion unter Christen, eds. Franz Henrich y Volker Eid (Munich, Kösel-Verlag,
1972), pp. 35-56 [también en L’Osservatore Romano, ed. en español, 30 de noviembre de 2011].
[6] Ibíd, p. 68.
[7] Gilles Pelland, S.J., «Did the Church treat the divorced and remarried more leniently in antiquity than today?»,
L’Osservatore Romano, edición en inglés, 2 de febrero de 2000, p. 9.
[8] Cf. John Meyendorff, «Christian Marriage in Byzantium. The Canonical and Liturgical Tradition», Dumbarton
Oaks Papers 44 (1990) pp. 99-107, en pp. 102-103 ; Id., «Il Matrimonio e l’Eucaristia», Russia Cristiana 119
(1970) pp. 7-27; 120 (1970) pp. 23-36; Paul Evdokimov, «La grâce du sacrement de mariage selon la
tradition orthodoxe», Parole et Pain 35-36 (1969) pp. 382-394.
[9] W. Kasper, El evangelio de la familia, p. 68.
[10] Ver la antología de textos magisteriales al final de este volumen. Los principales puntos de la doctrina
católica se explican detalladamente también en el Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1644-1651,
consultables asimismo en dicha antología.
[11] W. Kasper, El evangelio de la familia, p. 60.
[12] Ibid., p. 63.
[13] San Juan Pablo II, «Discurso a los componentes del tribunal de la Rota Romana en la apertura del año
judicial, 28 de enero de 1994», Acta Apostolicae Sedis 86 (1994) p. 950, n. 5.
[14] W. Kasper, El evangelio de la familia, p. 92.
[15] Ibid. Refiriéndose a los números 12 y 35 de la Constitución pastoral Lumen gentium.
[16] Cf. Ian Ker, «Newman on the Consensus Fidelium as ‘the voice of the infallible Church’», Newman and the
Word, ed. Terrence Merrigan e Ian Ker (Louvain, Peeters, 2002), pp. 69-89; Id., «Newman, the Councils, and
Vatican II», Communio 28 (2001) pp. 708-728, en pp. 725-726. Cf. también Hermann Geissler, F.S.O., «Das
Zeugnis der Gläubigen in Lehrfragen nach John Henry Newman», Communio 41 (2012) pp. 669–683,
traducido al inglés como The Witness of the Faithful in Matters of Doctrine according to John Henry
Newman (Rome, International Centre of Newman Friends, 2012). En la p. 9, n. 22, Geissler ofrece esta
aclaración: «El principal deseo de Newman es simplemente decir que la creencia genuina durante la
confusión arriana fue sostenida por los fieles bajo el liderazgo de algunos obispos influyentes, mientras que
muchos pastores, influenciados por la clase dirigente arriana presente en la corte imperial, no cumplieron sus
responsabilidades como maestros de la fe. Todos los miembros de la Iglesia se cuentan como fieles, incluidos
también los pastores».
[17] Cf. Yves M. - J. Congar, O.P., Jalons pour une Théologie du Laïcat (Paris, Éditions du Cerf, 1953), p. 395.
[18] W. Kasper, El evangelio de la familia, p. 93.

21
CAPÍTULO 2

LA ENSEÑANZA DE CRISTO SOBRE EL DIVORCIO Y


EL SEGUNDO MATRIMONIO: EL DATO BÍBLICO

Paul Mankowski, S.J.

Esta contribución examina aquellos textos bíblicos en los que Jesús ofrece su
doctrina acerca del divorcio y las segundas nupcias, y también aquellos en vista de los
cuales la enseñanza del Señor sobre el divorcio y el nuevo matrimonio pueden
entenderse mejor. Así, me detendré en 1Cor 7, 10-11, donde Pablo afirma transmitir las
instrucciones del Señor, pero no abordaré el denominado privilegio paulino de 1Cor 7,
12-15, donde Pablo expresa sus propias opiniones, como él mismo afirma
explícitamente, y no las del Señor. No afronto problemas sobre crítica de las fuentes o de
las formas sino que considero el textus receptus como principio rector, en parte porque
los dichos que la enseñanza de la Iglesia ha considerado históricamente como del Señor
pertenecen a este texto (como opuesto a un subconjunto de ipsissima verba distinto, por
motivos académicos, de los spuria), en parte porque no he logrado entender cómo la
Iglesia, o alguien que dice hablar en su nombre, puede pedir el sacrificio y la privación
de otros aspectos de la doctrina sobre la base de pronunciamientos divinos que están
intrínsecamente sujetos a eliminación o cambio. Los textos examinados serán: 1) la
enseñanza matrimonial de Génesis 2, 24; 2) la tradición paulina sobre la enseñanza de
Jesús acerca del divorcio y las segundas nupcias (1Cor 7, 10-11); 3) la ecuación lucana
sobre divorcio y adulterio (Lc 16, 18); 4) la narración de Marcos en la que los fariseos
ponen a prueba a Jesús sobre el divorcio (Mc 10, 2-12); 5) el mismo pasaje en Mateo
(Mt 19, 3-9); 6) el divorcio como antítesis del Sermón de la Montaña (Mt 5, 31-32),
junto a una consideración aparte sobre los pasajes de las excepciones dirimentes de
Mateo.

Génesis 2, 24

Situado en la denominada narración de la segunda creación, Gn 2, 24 es un texto


clave para comprender bíblicamente el matrimonio, importante por derecho propio y

22
para explicar pasajes sucesivos, en particular los que reflejan la enseñanza de Jesús.
Habiendo descrito en el versículo anterior la reacción del hombre cuando le presentan a
la mujer («esta finalmente es carne de mi carne y hueso de mis huesos...»), el texto
continúa:

‘al-kēn ya‘ăzob-’îš ’et-’ābîw wǝ’et-’immô wǝdābaq bǝ’ištô wǝhāyû lǝbāśār ’ehād.[19]

«Por tanto, un hombre deja a su padre y a su madre y le es fiel a su mujer[20], y los


dos se hacen una sola carne».
Mientras que el versículo posee semejanzas estructurales a expresiones
estereotipadas de la sabiduría popular, su contenido es decididamente contrario a tal
expectativa. Como señala A. F. L. Beeston, «en el mundo mediterráneo medio oriental,
la norma del matrimonio es y siempre ha sido un acuerdo virilocal en el que la mujer se
muda a la casa de la familia del marido».[21] Pero aquí es el hombre el que deja atrás a
sus padres, descartando una teórica conexión con la experiencia doméstica familiar. Por
lo mismo, la locución conectiva al-kēn, usada típicamente para introducir explicaciones
populares como imponer el nombre, costumbres, etc., no puede entenderse en este
versículo en modo «etiológico»[22], por la razón de que el axioma que sigue
corresponde a una convención no reconocible. El significado es más bien extra histórico
y universal, centrado en el matrimonio in se y ajeno a las prácticas rituales del
matrimonio o el noviazgo. Enfatiza que el cónyuge se encuentra fuera de la propia
familia de origen (uno deja al padre y a la madre); que el matrimonio se establece entre
un hombre y una mujer; que se caracteriza por la proximidad física y la intimidad (el
hebreo dābaq significa unir, aferrar, mantener cerca).
Por último, enseña que el hombre y la mujer se hacen «una sola carne». Mientras
que las implicaciones teológicas, biológicas y legales de esta «sola carne» han sido
interpretadas de diversas maneras, está claro que la frase apunta hacia 1) la llegada de
una nueva entidad, distinta de cada una de las personas que la constituyen; 2) el hecho
de que esta entidad es única, esto es, no sujeta a nuevas combinaciones internas o
externas; 3) el hecho de que la entidad no es una abstracción sino un organismo,
encarnado y dotado de vida. Aunque la dicción es pre-filosófica y la narración no adopta
una forma especulativa o analítica, la máxima se presenta como una verdad universal,
separada de una especificidad local, histórica o incluso religiosa; no está dirigida a una
nación en particular ni se deduce de la sabiduría propia de una determinada nación.
Puesto que el versículo en el que aparece está situado en el episodio anterior a la caída,
esto es, antes del acto de desobediencia y la consecuente desfiguración de la reciprocidad
entre el marido y la mujer (Gn 3, 16), podemos considerar esta máxima como definitoria,
es decir, no como una expresión de un ideal inalcanzable, sino como una declaración de
la propia naturaleza o esencia del matrimonio, cuyos contornos no se desdibujan a causa
de posteriores compromisos, acomodaciones o corrupciones empíricamente
determinados. Este parece ser precisamente el modo en que Jesús se refiere a Gn 2, 24 en
la disputa con los fariseos de Mt 19, donde, tras citar este versículo, declara que el

23
permiso mosaico del divorcio es una concesión a la obstinación humana, añadiendo,
«pero al principio no fue así» (19, 8; ver también Mc 10, 5ss). El resto de las enseñanzas
bíblicas sobre el matrimonio, divorcio y segundas nupcias, aunque al menos
implícitamente estén en línea con las circunstancias variables socio-legales de sus
destinatarios, están ancladas en esta certeza trans-histórica.

1 Corintios 7, 10-11

El capítulo séptimo de la primera carta a los corintios es de particular interés para la


doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio por la universalidad de las preocupaciones de
Pablo y la claridad con la que distingue entre el mandamiento divino y su propia
prudencia. Sobre la cuestión del divorcio, enfatiza que sus declaraciones provienen del
Señor:

10 tois de gegamēkosin parangellō, ouk egō alla ho kurios, gunaika apoandros mē chōristhēnai 11 ean de kai
chōristhēi, menetō agamos ē tōi andri katallagētō, kai andra gunaika mē aphienai

10 a los casados les ordeno, no yo, sino el Señor, que una mujer no se separe de su hombre, 11 mas si se
separara, no se vuelva a casar o se reconcilie con su hombre; tampoco el hombre se divorcie de su mujer

Como señala Joseph Fitzmyer, el infinitivo chōristhēnai, aunque formalmente en


pasiva, puede ser traducido bien como una verdadera pasiva («una mujer no debe ser
separada de su hombre») bien en voz media, como lo hemos hecho más arriba.[23] En
este último caso parece que es la mujer la que inicia la separación; esta lectura, como
indica Fitzmyer, sería adecuada para una situación, como la de Corinto, en la que el
divorcio iniciado por la esposa era mucho más común que en las comunidades judías, y
tiene la ventaja añadida de no hacer redundante la última cláusula (que prohíbe al marido
iniciar el divorcio). Además, si la esposa fuera considerada aquí como la parte pasiva en
un divorcio efectuado por el marido, parece extraño atribuirle el deber de reconciliación
(ē tōi andri katallagētō) como alternativa a permanecer célibe.
La sintaxis concesiva con la que comienza el versículo 11 («si [la mujer] se
separara»; chōristhēi es subjuntivo) ha llevado a algunos a sostener que Pablo tolera el
divorcio «a posteriori». Pero Pablo no sugiere que uno sea libre de actuar contra la
prohibición del Señor; de hecho, tal libertad sería completamente contraria a la
instrucción dada en 7, 10 y a su afirmación de que es la autoridad del Señor la que lo
declara. La situación hipotética parece más probable que sea la de un hecho consumado
en el que a la divorciada, previamente pagana y ahora deseosa de ser instruida en el
estilo de vida cristiano, se le dice que debe reconciliarse con su anterior marido o
permanecer soltera. Fitzmyer, citando a Hans Conzelmann, concluye que «la norma es
absoluta».[24]

24
Lucas 16, 18
pas ho apoluōn tēn gunaika autou kai gamōn heteran moicheuei kai ho apolelumenēn apo andros gamōn
moicheuei.

todo aquel que se divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio, y quien se casa con una mujer
divorciada de su marido comete adulterio.

Este versículo aparece al final de una serie de dichos de Jesús, intercalado entre la
parábola del siervo injusto (16, 1-8) y la de Lázaro y el rico (16, 19-31), y en el contexto
de las burlas de los capciosos fariseos (16, 14). No es, en sentido estricto, una
prohibición del divorcio, sino una condena del nuevo matrimonio de un hombre tras un
divorcio asociado al estigma del adulterio (ver Ex 20, 14; Dt 5, 18; 22, 22; Lev 20, 10).
El uso del adjetivo pas, «todo, cada uno», con participio imita la estereotipada fórmula
legal de la Septuaginta, pero la nueva enseñanza transmitida no es legal sino moral, y por
tanto de aplicación universal.
Lo que puede perderse, por su obviedad, es la finalidad con la que Jesús rechaza
reconocer la segunda unión de una persona divorciada. El pretendido «matrimonio»
simplemente no existe. Como consecuencia, las relaciones sexuales de las partes
implicadas no son matrimoniales sino adúlteras por definición.
Dado que el versículo trata solo de las elecciones realizadas por el hombre, puede
parecer a primera vista que sea una continuación o reflejo del lenguaje androcéntrico de
los códigos legales del Antiguo Testamento. No obstante, existe un cambio con respecto
al androcentrismo medioriental precisamente al centrar el oprobio del adulterio en el
hombre y no en la mujer. Mientras que la pena por adulterio debía ser aplicada por igual
(ver Lv 20, 10 y Dt 22, 22), no hay duda de que, en realidad, el mayor reproche caía
sobre la adúltera.[25] Por esta razón, es significativo que sea al hombre divorciado (pas
ho apoluōn tēn gunaika autou) que pretende volverse a casar a quien Jesús imputa un
pecado especialmente odioso, imputando así la culpabilidad a la libertad de elección del
agente moral. También aquí la sentencia no admite excepciones.

Marcos 10, 2-12

Este es uno de los pasajes en los que los fariseos aparecen poniendo a prueba a
Jesús, esto es, intentando conducirlo dialécticamente hacia un lugar donde o bien
contradiga la ley o bien contradiga su propia enseñanza, en ambos casos para
desacreditarle:

2 kai proselthontes Pharisaioi epērōtōn auton ei exestin andri gunaika apolusai, peirazontes auton. 3 ho de
apokritheis eipen autois, ti humin eneteilato Mōusēs? 4 hoi de eipan, epetrepsen Mōusēs biblion apostasiou
grapsai kai apolusai. 5 ho de Iēsous eipen autois, pros tēn sklērokardian humōn egrapsen humin tēn entolēn
tautēn.

2 y se acercaron unos fariseos y le preguntaron para ponerle a prueba: ¿es lícito a un hombre divorciarse de su

25
mujer? 3 Él les respondió, ¿qué os mandó Moisés? 4. Ellos dijeron: Moisés permitió escribir el acta de divorcio
y divorciarse. 5 Pero Jesús les dijo: por la dureza de corazón escribió para vosotros este precepto.

La mayor parte de los estudiosos considera que el consentimiento mosaico del que
se habla aquí refleja el de Dt 24, 1-4, que en realidad se trata de un complejo ejemplo
jurídico según el cual el acta de divorcio no es obligatoria, sino más bien estipulada
como un elemento más en la extensa y complicada prótasis.[26] Dicho esto, Jesús
parecería conceder a los fariseos la existencia del mandamiento (entolēn) que permite el
divorcio y su fundamentación autorizada por la Torah. Pero por la doble aparición del
pronombre (humin) en dativo plural —«para vosotros»[27]— en los versículos 3 y 5,
Jesús indica que la fuerza directriz del mandamiento se aplica a sus destinatarios (como
quiera que se conciban) de una manera en la que él implícitamente se desvincula y en la
que explícitamente reemplaza en el versículo 9 con un mandamiento nuevo y absoluto.
Jesús atribuye la concesión mosaica a la sklērokardian, traducción del hebreo ‘orlat
lēbāb,[28] literalmente «prepucio (incircuncisión) de corazón»: obstinación contumaz en
desafío a la voluntad de Dios.[29] En contraste con una corriente sentimentalista de
nuestros días que contempla la apertura al divorcio como una manifestación de la
caridad, Jesús se distancia de la ostensible base de la concesión («vuestra dureza de
corazón») y procede a colocarse en la paradójica posición de un nuevo legislador que
reivindica la unión original y ordenada por Dios del marido y la mujer.

6 apo de archēs ktiseōs arsen kai thēlu epoiēsen autous. 7 heneka toutou kataleipsei anthrōpos ton patera
autou kai tēn mētera kai proskollēthēsetai pros tēn gunaika autou. 8 kai esontai hoi duo eis sarkan mian; hōste
ouketi eisin duo alla mia sarx. 9. ho oun theos sunezeuxen anthrōpos mē chōrizetō.

6 pero desde el principio de la creación, los hizo hombre y mujer. 7 Por esto un hombre dejará a su padre y a su
madre y se unirá a su mujer, 8 y los dos serán una sola carne. Por tanto, no son ya dos sino una carne. 9 Lo que,
por tanto, ha unido Dios, no lo separe el hombre.

Prosiguiendo con su respuesta a los fariseos, Jesús hace referencia a dos textos del
Génesis. El primero es la cláusula final de 1, 27,[30] precedida por la frase «desde el
principio de la creación» —no que la creación del hombre y de la mujer fuera el primer
acto creador de Dios, sino que el mismo orden de la creación incluyó esta bendición
desde el momento en que era perfecta y completa a partir de entonces—. El énfasis está
en el estado del universo cuando la disposición y las operaciones de todas las cosas,
incluidos el hombre y la mujer, se ajustaron a la voluntad soberana, absoluta y aún no
desobedecida de Dios. A esta cita le sigue inmediatamente otra de Gn 2, 24, en la forma
más completa, en la que está incluido hoi duo «los dos». En este discurso, el conector
lógico heneka toutou («por esto») mira hacia atrás, no como en Gn 2 a la primera
exclamación del hombre («esto es hueso de mis huesos...»), sino más bien a Gn 1, 27,
esto es, al deseo creador de Dios. Mientras que la nueva anáfora no contradice el sentido
presente en el contexto original, el enfoque cambia del reconocimiento del hombre de su
connaturalidad con la mujer al propósito diseñado por Dios de la dualidad
hombre/mujer. Jesús no habla directamente acerca de la relación del precepto sobre el

26
divorcio dado por Moisés al deseo de Dios, sino que, conectando explícitamente el
hacerse una sola carne que supone el matrimonio para al orden primigenio de la
creación, está afirmando tan enfáticamente como es posible que la unidad del marido y
la mujer es un deseo divino y no una invención humana.
El poder retórico del nuevo mandamiento de Jesús —«Lo que, por tanto, ha unido
Dios, no lo separe el hombre»— es considerable. En parte, ese es el resultado de su
aparición en el clímax del discurso de Jesús; en parte, es efecto de esta combinación de
equilibrio, concisión y acierto inmediato de la expresión que pertenece al más perfecto
de los epigramas —tan logrado que puede ser traducido sin perder casi nada—; en parte
es el efecto del fuerte contraste cognitivo entre el trabajo de Dios y del hombre, que de
modo irrefutable ofrece un conciso resumen del argumento anterior. Se propone, por otra
parte, en términos absolutos, extendiéndose más allá de las preocupaciones de los
fariseos o de los judíos de cualquier sensibilidad hasta las inquietudes de los temerosos
de Dios —a todo aquel, en definitiva, que crea que las exigencias de Dios anulan las de
los hombres—. Por tanto, cualquier temeroso de Dios que reconozca que, en un
determinado caso, es Dios quien ha efectuado la unión, está eo ipso obligado a reconocer
la conclusión y la fuerza del imperativo negativo en tercera persona mē chōrizetō, a saber:
que el hombre no debe romper el vínculo.

10 kai eis tēn oikian palin hoi mathētai peri toutou epērōtōn auton. 11 kai legei autois, hos an apolusēi tēn
gunaika autou kai gamēsēi allēn moichatai ep’autēn; 12 kai ean autē apolusasa ton andra autēs gamēsēi allon
moichatai.

10 y en la casa, los discípulos le preguntaron de nuevo sobre este tema. 11 Y les dijo: «Quienquiera se divorcie
de su mujer y se case con otra, comete adulterio contra ella; 12 y si habiéndose divorciado de su hombre se casa
con otro, ella comete adulterio».

La conclusión de este episodio tiene lugar en privado, ya sea porque los discípulos
temían las consecuencias de un debate público sobre esta materia, ya sea porque ellos
mismos estaban vergonzosamente consternados por ella, ya sea por ambas razones. En la
respuesta de Jesús, la atención se traslada de la cuestión de la permisibilidad del divorcio
per se a la de volver a casarse. El lenguaje es similar al de Lc 16, 18, pero con dos
diferencias. El versículo 12 indica que comete adulterio no solo el marido que se separa
de la mujer sino también la mujer que se separa del marido. Dado que la situación en la
que una mujer era capaz de iniciar el divorcio está raramente atestiguada en las
comunidades judías del primer siglo, encontramos una considerable producción literaria
referida a los supuestos destinatarios de los escritos de Marcos y a la autenticidad de este
versículo. Mi propia opinión es que tales cuestiones eclipsan la consistencia más
importante con la que Jesús evita tratar problemas dentro de los términos de la casuística
judía y dirige el discurso hacia el ámbito moral y espiritual que atañe a cualquier persona
de cualquier lugar y época (lo veremos mejor, más adelante, en Mt 5, 32). La segunda
diferencia es la presencia en el versículo 11 de la frase ep’autēn, «contra ella».[31] No
está claro, a partir de la sintaxis de los versículos 11-12, si el pecado de adulterio está
ocasionado aquí por el divorcio y el nuevo matrimonio considerado como un acto

27
singular o simplemente por el volverse a casar. Al igual que en Lc 16, 18, la imputación
de adulterio implica la afirmación de que el nuevo matrimonio no existe y las
responsabilidades y obligaciones del matrimonio original aún tienen vigencia. No
obstante, el pecado de adulterio, tal y como está formulado en el versículo 11, no es
intransitivo, por así decir, sino que conlleva una injuria contra la primera y única
verdadera mujer (sobre la naturaleza de esta injuria, ver Mt 4, 32, más adelante).

Mateo 19, 3-9

La perícopa mateana correspondiente a Mc 10, 2-12 presenta una introducción


similar, con los fariseos que se aproximan a Jesús para confundirlo sobre la disputada
cuestión del divorcio.

3 kai prosēlthon autōi pharisaioi peirazontes auton kai legontes, ei exestin anthrōpōi apolusai tēn gunaika
autou kata pasan aitian.

3 y se le acercaron unos fariseos que para ponerlo a prueba le dijeron: ¿puede uno divorciarse de la mujer por
cualquier motivo?

La inclusión en la pregunta de los fariseos del sintagma «por cualquier motivo»


(kata pasan aitian) —que no aparece en el texto de Marcos— es objeto de un amplio
debate, ya que como muestran escritos extra-bíblicos de aquel tiempo tenía un papel
importante en una disputa librada entre las dos escuelas de interpretación rabínica del
primer siglo d.C. de los rabinos Shammai y Hillel, cuyos puntos de vista respecto al
divorcio tenían que ver con la exégesis de Dt 24, 1.[32] La escuela de Hillel defendía
que no solo la probada conducta indecorosa de la mujer sino cualquier defecto a los ojos
del marido eran suficientes para el divorcio, de ahí que el latiguillo «por cualquier
motivo» sirviera como una especie de referencia abreviada a la postura de la escuela de
Hillel sobre este asunto.[33] Por tanto, es posible, como creen muchos estudiosos, que
los fariseos no estuvieran simplemente preguntando la opinión de Jesús tout court sobre
el divorcio sino intentando saber dónde se situaba dentro de la disputa entre Shammai y
Hillel. Dicho esto, siendo tan sorprendentes las resonancias verbales de kata pasan
aitian, y sin negar la difusión y la pertinencia de esta disputa en el judaísmo del tiempo
de Jesús, no estoy convencido de que la pregunta de los fariseos gane inteligibilidad
relacionándola con la disputa entre Shammai y Hillel. La enseñanza de Jesús sobre el
divorcio, en aquellos términos, fue considerablemente más rigorista que el «rigorismo»
alternativo sostenido por la escuela de Shammai y no tiene mucho sentido pensar que los
fariseos, si realmente estaban decididos a tender una trampa a Jesús, echaran el cebo
preguntando si cualquier razón era tan buena para un hombre como cualquier otra para
repudiar a su mujer. La duda, después de todo, se referiría a la posibilidad de que la
doctrina de Jesús pudiera conciliarse con la escuela de Shammai, que prohibía el
divorcio en todas las circunstancias a excepción de muy pocas. De ahí que la cuestión,

28
tal y como aparece en Mt 19, 3, se entienda mejor como una expresión alternativa a la de
Mc 10, 2: ¿puede hallarse alguna causa que permita el divorcio?[34]

4 ho de apokritheis eipen, ouk anegándote hoti ho ktisas ap’archēs arsen kai thēlu epoiēsen autous? 5 kai
eipen, heneka toutou kataleipsei anthrōpos ton patera kai ton mētera kai kollēthēsetai tēi gunaiki autou, kai
esontai hoi duo eis sarka mia. 6 hōste ouketi eisin duo alla sarx mia. ho oun theos sunezeuxen anthrōpos mē
chōrizetō.

4 Él respondió, ¿no habéis leído que el que los creó desde el principio los hizo hombre y mujer? 5 y dijo, por
eso un hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne. 6 De manera
que ya no son dos sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.

En Mateo, Jesús no deduce la referencia a la autorización del divorcio en el


Pentateuco a partir de los fariseos, como en Marcos; la cuestión es planteada por parte de
los fariseos como objeción a las palabras de Jesús. Pero el pasaje en el que se cita Gn 1,
27 y 2, 24 es casi idéntico, como lo es el mandamiento final, y es el contraste implícito
entre la unión vital que pertenece a Dios y los motivos humanos innobles y egoístas para
anular esta unión lo que hace avanzar la disputa.

7 legousin autōi, ti oun Mōusēs eneteilato dounai biblion apostasiou kai apolusai autēn? 8 legei autois hoti
Mōusēs pros tēn sklērokardian humōn epetrepsen humin apolusai tas gunaikas humōn, ap’archēs de ou
gegonen houtōs. 9 legō de humin hoti hos an apolusēi tēn gunaika autou mē epi porneia kai gamēsēi allēn
moichatai.

7 Le dijeron, ¿por qué entonces Moisés ordenó dar el acta de divorcio, y divorciarse de ella? 8 Él les dijo,
Moisés, por vuestra dureza de corazón permitió que os divorciarais de vuestras mujeres, pero al principio no
fue así. 9 Pero yo os digo: quien se divorcie de su mujer, excepto en el caso de libertinaje, comete adulterio.

Es de notar que los fariseos señalen el acta de repudio mencionada en Dt 24 como


objeción teológica a la enseñanza bíblica de Jesús («¿por qué entonces Moisés
ordenó...?»), que parecería exigir una respuesta teológica: una reconciliación de las
enseñanzas de la Escritura que a primera vista apuntan a conclusiones contrarias. La
pregunta de los fariseos puede reflejar un sincero asombro por su parte, pero incluso si la
consideramos capciosa está claro que el centro de la conversación ya no son las
precondiciones teóricas del divorcio sino la conexión del matrimonio a la religiosidad y
el problema de reconciliar divorcio y voluntad de Dios.
Al igual que en Mc 10, 3, 5, la intención referencial de «vosotros» y «vuestros» en
la respuesta de Jesús es ambigua, aunque también aquí apunta a la disociación de Jesús
respecto a la comunidad en la que tal concesión era fuerte. Diciendo «al principio no fue
así», Jesús implícitamente alega una continuidad moral con el orden de la creación
anterior a la caída y a su supervisión por parte de Dios, algo que ofrece bases autorizadas
para la conclusión: «quien se divorcie de su mujer, excepto en el caso de libertinaje,
comete adulterio». El sintagma «excepto en el caso de libertinaje», será discutido más
adelante junto a Mc 5, 32. El punto clave que debe señalarse es la explicación teológica
de Jesús de la disposición de Moisés; se trata de una acomodación a la humana
sklērokardian, y, como la decisión de Dios de acortar la vida humana a los 120 años para

29
limitar el aumento de su maldad (cf. Gn 6, 3) no acrecienta la piedad humana sino que,
en vista de la persistencia del mal humano, establece meramente restricciones sobre el
alcance de ese mal. Al rechazar esta acomodación, Jesús niega el juicio divino acerca de
la persistencia de la maldad humana sobre la que está basado —algo que solo se entiende
si Jesús hubiera reconocido un cambio en las potencialidades de la elección humana—,
esto es, si Jesús fuera consciente de un orden radicalmente nuevo de gracia en virtud del
cual la vida del hombre y la mujer «como fue desde el principio» fuese de nuevo una
posibilidad.

Mateo 5, 31-32
31 erete de Hos an apolusēi tēn gunaika autou, dotō autēi apostasion. 32 Egō de legō humin hoti pas ho
apoluōn tēn gunaika autou parektos logou porneias poiei autēn moicheuthēnai, kai hos ean apolelumenēn
gamēsēi moichatai.

31 También se dijo, el que se divorcie de su mujer, que le dé el acta de divorcio. 32 Pero yo os digo, todo el que
se divorcia de su mujer, excepto en el caso de libertinaje, la hace ser adúltera; y el que se case con una mujer
divorciada, comete adulterio.

Este pasaje sobre el divorcio y un nuevo matrimonio aparece como una de las
antítesis proclamadas en el Sermón de la Montaña y participa de la fórmula «habéis oído
que se dijo...» (seguida por la exposición concisa de un mandamiento de la Torah) y a
continuación «pero yo os digo...» (seguida por la enseñanza de Jesús). El sermón (Mt 5-
7) presenta a Jesús como un nuevo Moisés o, mejor, un Moisés que pone fin a Moisés,
porque Él no es meramente un transmisor de la ley sino un legislador por derecho
propio, que no permanece en actitud de atenta obediencia en el Sinaí sino que se sienta
en la montaña y proclama sus mandamientos en primera persona: «Os digo...» Dice
Jesús: «no penséis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolirlos
sino a darles cumplimiento» (5, 17), anunciando paradójicamente que las leyes mosaicas
todavía tienen vigor, pero que su fuerza de ahora en adelante reside en su persona, que su
función original —conectar al pueblo elegido con el Dios que lo eligió— ha sido
consumada y reemplazada por la propia actividad de Jesús.
En el Sermón de la Montaña, Jesús actúa como una especie de anti-rabino o rabino
a la inversa.[35] Sus citas de la vieja ley provienen del uso común y no de textos
memorizados. No apela al criterio de autoridad en las controversias, no es casuística, no
propone multas o penas por su incumplimiento. En cierto sentido el sermón es la
desjudaización de la ley, pero este punto de vista es incompleto. Jesús traslada la
atención de la ley de un contexto judío a uno de aplicación humana universal, de un
marco legal a uno moral y espiritual, de un lugar de acción y verificabilidad externas a
un lugar de deliberación, motivación y elección internos, donde solo Dios puede juzgar
con certeza. Puede denominarse no solo pre-abrahámico sino incluso antediluviano, en el
sentido de que no solo los circuncidados sino todos los hombres comparecen ante el
mismo tribunal, pero esto se saltaría la enseñanza de Jesús acerca de que el discipulado

30
crea una nueva comunidad («la sal de la tierra... la luz del mundo...» 5, 13ss) con
potencialidades desconocidas a la antigua alianza. La autoridad de Jesús se sitúa en la
piedad inicial de la creación pero no es nostálgica, apunta hacia nuevas (y casi siempre
más serias) posibilidades.
Así, el versículo 31 comienza con la fórmula abreviada errēthē (aoristo pasivo), «se
dijo». El pasaje sobre el divorcio en Dt 24, 1-4 es un plausible antecedente del dictum
que sigue, pero no es una cita directa de la Escritura y puede ser una versión abreviada
de una doctrina legal común refractada a través del lenguaje ordinario. El versículo 32
inicia con una adversativa egō de legō, enfatizando el cambio del siguiente dicho a partir
de la declaración precedente: «todo el que se divorcia de su mujer... la hace ser
adúltera». La fórmula legal pas ho apoluōn hace eco del estereotipo del Pentateuco, pero
la conclusión es inesperada, casi ciertamente chocante para sus oyentes.
Un comentario sobre el significado de poiei autēn moicheuthēnai. Creo que la
traducción convencional —«hace que ella cometa adulterio»[36]— pierde la verdadera
fuerza de la frase, imputando a la parte que sufre la acción un pecado del que no es en
modo alguno agente. La misma sintaxis del verbo presenta problemas desconcertantes,
[37] pero tales problemas pueden y, sostengo, tienen que ser superados. Las razones para
ello requerirán un excursus sobre la semántica del sistema verbal semítico.
Las palabras originales del dictum ofrecido por Mateo eran casi con toda seguridad
arameas. En las lenguas semíticas, la raíz básica (Grundstamm) de un tema verbal
coexiste con raíces alteradas morfológicamente (convencionalmente, aunque
erróneamente, llamados conjugaciones), que incluyen temas transitivos (en arameo, el
pael y haphel/šaphel, en hebreo piel y hiphil).[38] De este modo, por tomar un ejemplo
del hebreo, «él olvidó» se expresa con el tema básico nāšāh, mientras que «él me hizo
olvidar» se expresa por el tema transitivizado niššeh. En la traducción griega, tales
verbos transitivizados se traducen a menudo por una forma de poiein, «hacer», más un
infinitivo complementario o sustantivo verbal lexicalmente correspondiente al verbo
semítico. Así, por ejemplo, los LXX de Gn 41, 51, «Dios me ha hecho olvidar», es
epilathesthai me ho theos epoiēsen.
Pero la semántica no siempre es así de simple. Las mismas formas transitivizadas a
veces producen significados no simplemente factitivos o causales, sino estimativos,
declarativos u ostensivos. Por ejemplo, el hebreo rāša‘ significa «él era malvado», pero
el correspondiente tema hiphil hiršîa‘ no significa «él hizo (a alguien) malvado» sino «él
condenó, él declaró culpable» (2Re 8, 32). Cuando la expresión poiei autēn
moicheuthēnai se examina según la semántica verbal semítica, y en el más amplio
contexto de la enseñanza sinóptica sobre el adulterio y el divorcio, la explicación más
plausible es que el original arameo fuese un verbo transitivizado (pael o haphel) con una
fuerza ostensiva, por ejemplo, «él la convierte en (el equivalente de) una adúltera, él la
hace sujeto del estigma del adulterio».[39] Mi suposición es que el uso de poiei más
infinitivo en el pasaje de Mateo representa una traducción en la que el significado
ostensivo era sacrificado, a través del griego, al causativo.
¿Cómo es posible que un hombre, divorciándose de su mujer, la convierta en

31
adúltera? No ciertamente forzándola a realizar actos sexuales con otros hombres. La
clave es que ella no puede casarse —al menos justamente— mientras viva el hombre que
la ha conocido carnalmente como verdadero marido. Así pues, ella lleva la mancha y la
calificación de adúltera en virtud de una decisión tomada no por ella sino por su marido,
y esta es la injusticia que Jesús condena. Nótese que Jesús no está arremetiendo contra
las restricciones judías respecto a las divorciadas; en ningún lugar sugiere que una
dispensa más equitativa o misericordiosa permitiría a una divorciada volver a casarse. El
peso del oprobio cae sobre el marido que hace a su mujer sujeto de tal penuria.

Las excepciones dirimentes: Mt 5, 32, 19, 9

En su condena del divorcio como una forma de adulterio, Jesús hace una salvedad
registrada dos veces en el Evangelio de Mateo, 19, 9, mē epi porneia, «excepto por
libertinaje», y en 5, 32, parektos logou porneias, «excepto en el caso de libertinaje».
Estas frases han dado lugar a una gran cantidad de comentarios e incontables
especulaciones; sin embargo, el material documental que ha salido a la luz en los últimos
cincuenta años puede eliminar alguna perplejidad y guiarnos a respuestas más
satisfactorias aunque aún provisionales.
Se nos dice que la condena de Jesús, o la aplicación de su condena, es firme excepto
en el caso de porneia. Este sustantivo se deriva del griego pornē, prostituta, ramera, y se
refiere al comportamiento asociado a las prostitutas: la prostitución tanto en su sentido
más amplio como en el más estrecho.[40] El término latino fornicatio, derivado de
fornix, prostituta, es una traducción tipológicamente exacta, pero en la literatura
cristiana, «fornicación» posee un significado cuasi-técnico y comparte un mínimo
solapamiento semántico con porneia, de donde su uso en traducciones casi siempre
comporta mayor confusión que claridad.[41] En la Septuaginta, el término porneia
traduce los sustantivos hebreos zǝnût, zǝnûnîm, y taznût, todos ellos derivados de zōnāh,
prostituta. Algunos ejemplos de esta aplicación incluyen la prostitución comercial en
sentido estricto (Gn 38, 24), la promiscuidad femenina libertina (Ez 16, 5), la lujuria
masculina inmoderada (Tb 8, 7) y muy a menudo la infidelidad figurada en forma de
idolatría o apostasía (Nm 13, 33; 2Re 9, 22). Aunque no es fácil decidir en ciertos casos,
el empuje de la injuria con la que se acusa al infiel Israel o a los israelitas con la porneia
apunta no tanto hacia una inmoderada codicia sino más bien a la vulnerabilidad frente a
las tentaciones sensuales, una falta de pudor debida a la sangre caliente y no a la fría.
Los significados de porneia en sus apariciones neotestamentarias son más difíciles
de precisar en la medida en que la mayor parte de las veces aparece en una lista de vicios
con poca o ninguna especificidad contextual.[42] Dejando a un lado las excepciones de
Mateo, el ejemplo más claro es el de 1Cor 5, 1, donde porneia se emplea
inequívocamente referida a un matrimonio incestuoso (hōste gunaika tina tou patros
echein). Con algo menos de seguridad podemos encontrar en el aforismo de 1Cor 6, 13
«el cuerpo no es para la porneia sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo», el

32
significado más general de lujuria o complacencia sexual desordenada, y la misma
posibilidad sirve para 1Cor 6, 18: «Huid de la porneia. Todo pecado que comente el
hombre queda fuera del cuerpo, pero el que comente porneia (ho de porneuōn) peca
contra su propio cuerpo».[43]
El uso de la palabra porneia en Hechos (15, 20, 29; 21, 25) posee un particular
interés. La comunidad cristiana, bajo la superintendencia de los apóstoles, discutió si los
convertidos del paganismo debían o no observar las regulaciones rituales de la Torah, y
determinó que los gentiles debían ser exonerados de ellas, con la salvedad de que «se
mantuvieran apartados (apechesthai) de lo que había sido sacrificado a los ídolos y de la
sangre y de lo que había sido estrangulado y de la porneia». Fitzmyer afirma que esta
instrucción:

“prohíbe, de hecho, cuatro de las cosas proscritas por la Ley de Santidad de Lv 17-18, no solo para «cualquier
hombre de la casa de Israel» sino también para «los extranjeros que vivan entre ellos» (ûmin haggêr ’ăser yâgûr
bĕtôkâm, 17, 8). Estas eran: la carne ofrecida a los ídolos (Lv 17, 8-9), la sangre (Lv 17, 10-12), comer
animales estrangulados, es decir, no matados adecuadamente (Lv 17, 15; cf. Ex 22, 31) y los actos sexuales con
parientes cercanos (Lv 18, 6-18)”[44]

Debe señalarse en modo particular que incluso dentro de la denominada Ley de


Santidad, a menudo considerada como un manifiesto de distinción tribal marcado por
tabúes rituales, aquellas disposiciones incumbían no solo a los judíos circuncisos legados
a la alianza del Sinaí, sino también a los huéspedes o trabajadores gentiles que vivían
entre ellos, lo cual sugiere que la primera comunidad cristiana requería su observancia
por parte de los convertidos del paganismo, ya que eran vistos como pertenecientes a una
comprensión de la justicia anterior a la antigua alianza, y por tanto universal.
La equiparación de porneia con incesto (o matrimonio consanguíneo) podría
aparecer aplicado en modo un tanto adventicio a Hechos pero no a la prueba extra-
bíblica de que los judíos de la época condenaban el incesto bajo el título de zǝnût, para el
que porneia era la traducción griega. El denominado Documento de Damasco,[45]
escrito por rabinos sectarios de la comunidad esenia, incluye una arenga admonitoria
dirigida a los judíos de lealtad laxa o dudosa, a quienes advierte sobre tres «redes de
Belial» (mṣwdwt bly‘l), esto es, trampas demoníacas, por las que la maldad se aparece en
forma de justicia. La primera en ser mencionada (antes de las riquezas y la profanación
del santuario) es zǝnût, de la que se explica que incluye la poligamia (o divorcio y
poligamia) así como el incesto: «y cada hombre toma como mujer (lwqḥym ’yš) la hija de
su hermano y la hija de su hermana...»[46] Esta especificación de zǝnût en un documento
religioso del judaísmo palestino refuerza considerablemente la lectura de porneia en
Hechos como aplicada a matrimonios incestuosos, así como encaja no solo con la
preocupación de Pablo expresada en 1Cor 5, 1 sino también con las preocupaciones que
nos cuentan de los discípulos respecto a la vida de los convertidos del paganismo.
Esta interpretación de porneia como calco de zǝnût ha permitido a los exégetas dar
sentido a las cláusulas de excepción de Mateo. Como quedó expuesto anteriormente, la
enseñanza de Jesús sobre la Torah traslada regularmente la disputa común de la esfera

33
legal a la teológica, de modo que la elección humana pertinente es considerada en sus
dimensiones morales y espirituales. Enviado primero a las «ovejas perdidas de la casa de
Israel» (Mt 15, 24), Jesús como legislador responde a las cuestiones de los judíos con
pronunciamientos igualmente aplicables a los gentiles.[47] En el caso de los gentiles que
ya viven en uniones incestuosas y que estuvieran preparados para hacer lo que era
necesario para arrepentirse y vivir justamente, ¿cómo podían ellos (o los judíos entre los
que vivían) entender la condena de Jesús de separarse de su mujer o marido? De acuerdo
con la comprensión de Jesús sobre el matrimonio de Gn 2, 24, la prohibición se aplicaba
parektos logou porneias: excepto en el caso de incesto —excepto, es decir, en aquellos
casos en los que la prohibición no podría aplicarse porque no hubo desde el principio un
verdadero matrimonio que disolver, ni una verdadera mujer o marido a los que repudiar
—. Por esta razón, las calificaciones de Mateo pueden ser consideradas excepciones
dirimentes, en cuanto que son, estrictamente hablando, excepciones a una regla, pero
condiciones bajo las cuales la norma es lógicamente ociosa. Lo mismo sucede si el
referente de zǝnût se amplía a la poligamia: uno no puede divorciarse de la segunda,
tercera... mujer porque, mientras viva la primera, no hay matrimonio que pueda
disolverse.

Conclusiones

Como reacción al pronunciamiento de Jesús acerca de que volver a casarse tras el


divorcio es adulterio, sus discípulos le dijeron: «si tal es la condición del hombre con su
mujer, es mejor no casarse» (Mt 19, 10). Desde el primer momento de su declaración, la
enseñanza que propuso Jesús como voluntad de Dios fue profundamente inquietante,
incluso para hombres de buena voluntad. Los siglos posteriores no han mostrado ningún
debilitamiento en la energía e ingenio dedicados a atenuar o anular la fuerza de esta
enseñanza, y mientras haya intentos de eludir la doctrina, se intentarán encontrar
explicaciones convincentes de su fundamento escriturístico. Pero la doctrina es ofrecida
como absoluta en Mateo, Marcos y Lucas, e incluso Pablo sale al paso para insistir en
que, como mensajero de la enseñanza y no autor de la misma, no debe ser acusado de su
rigor: «a los casados les ordeno, no yo sino el Señor...» No puede haber dudas de que la
enseñanza es del Señor.
Sin embargo, es un error, o si no totalmente erróneo sí seriamente incompleto, ver a
Jesús como un litigante que defiende el lado rigorista de la controversia jurídico-moral, y
cuya petición era y es meramente para los inflexibles. Porque Él también prometió un
nuevo y sobreabundante soplo de gracia, de ayuda divina, de manera que ninguna
persona por débil que sea encontrará imposible hacer la voluntad de Dios. Juan el
Bautista fue arrestado y asesinado porque Herodes Antipas, tras divorciarse de Fasaelis,
hija del rey nabateo Aretas, se casó con Herodías, ex mujer de su propio hermano
Herodes Filipo, unión que Juan denunció como ilegal. Jesús dijo de Juan: «En verdad os
digo, entre los nacidos de mujer no ha surgido uno mayor que él» (Mt 11, 11). Bajo la

34
antigua ley podría haberse requerido una moral heroica y un coraje físico, así como un
amor por la piedad, para permanecer fiel en la práctica y la convicción al diseño creador
de Dios en lo que se refiere a la fidelidad matrimonial, pero bajo la nueva alianza,
incluso ho mikroteros, el último del Reino, recibirá la fuerza para permanecer fiel y
además hacer cosas más grandes.

35
[19] Las versiones de la Septuaginta, la Vulgata, la Siríaca, el Targum de Jerusalén y el Targum Neofiti de este
versículo dicen «y los dos de ellos se hacen una sola carne» —una lectura que se refleja también en las citas
de Jesús en el texto de Mt 19, 5 y Mc 10, 8 y en Pablo, 1Cor 6, 16 (el hebreo samaritano propone mšnyhm,
«de los dos de ellos»). El hebreo masorético aquí presentado es la lectio brevis y es probablemente el original,
pero el predominio de la variante entre las interpretaciones de las versiones apunta a una amplia tradición
paralela.
[20] Aquí y a lo largo del presente artículo, en las traducciones que propongo, traduzco el hebreo ’iššāh y el
griego gunē como «mujer» —e igualmente para términos similares— no porque «esposa» no sea una
traducción apropiada o incluso superior en este contexto, sino con el fin de evidenciar la dicción del texto
original y facilitar el paso de la traducción española al hebreo y al griego transliterados.
[21] A.F.L. Beeston, «One Flesh», Vetus Testamentum 36 (1986) p. 116. Beeston dice encontrar en Gn 2, 24 «la
expresión de un fragmento de un antiguo código legal, cuyo editor o bien no está al tanto de su significado
original o lo considera irrelevante». No veo por qué los argumentos de Beeston no debilitan la plausibilidad
de esta hipótesis.
[22] Para usos habituales, ver multa inter alia Gn 11, 9; 19, 22; Deut 15, 15; para la (incorrecta) aplicación del
modo «etiológico» a Gn 2, 24, véase, por ejemplo, Miriam Goldstein, «Karaite Exegesis in Medieval
Jerusalem: The Judeo-Arabic Pentateuch», [Texts and Studies in Medieval and Early Modern Judaism, 26],
(Tübingen, Mohr Siebeck, 2011), p. 126.
[23] J.A. Fitzmyer, «The Matthean Divorce Texts and Some New Palestinian Evidence», Theological Studies 37
(1976), p. 199. Jerome Murphy-O’Connor, «The Divorced Woman in 1 Cor 7:10-11», Journal of Biblical
Literature 100 (1981) pp. 601 ss., afirma que el infinitivo aoristo pasivo debería traducirse aquí tal y como
aparece en el versículo «no debe permitirse a la mujer separarse de su marido», citando como apoyo 1 Cor 6,
7 y Rm 12, 2.
[24] J.A. Fitzmyer, p. 200, citando H. Conzelmann, A Commentary on the First Epistle to the Corinthians
(Philadelphia, Fortress, 1975), p. 120.
[25] En el caso la mujer sorprendida en adulterio en Jn 8, 3-11 no se manifiesta un interés por parte de los escribas
o de los fariseos por detener al hombre infractor y, como estaba previsto, condenarle a muerte (cf. el ardid
ideado por los difamadores de Susana en Dn 13, 21, 37-40, texto griego).
[26] Tanto Phillip Sigal («The Halakah of Jesus of Nazareth according to the Gospel of Matthew», [Studies in
Biblical Literature; 18], (Atlanta, SBL 2007, p.17) como David Instone-Brewer (Divorce and Remarriage in
the Bible: the Social and Literary Context, (Grand Rapids, Eerdmans, 2002, p. 20) sostienen que el divorcio
como realidad social fue presupuesta en el Pentateuco, de ahí que los sorprendentemente escasos pasajes
pertinentes (pueden añadirse Dt 22, 19 y 22, 29) se refieran a restricciones casuísticas de casos específicos
sobre una práctica ampliamente tolerada. Como señala Sigal, «ninguno de los pasajes sobre el divorcio [en el
Antiguo Testamento] contempla cómo deba redactarse la orden judicial, su formulación, quién preside, si se
requieren testigos y cuántos, si existe algún elemento litúrgico, y así sucesivamente» (p. 17, n. 58).
Familiarizados con una larga tradición de controversias casuísticas, aunque faltos de una prueba bíblica
enmarcada en una sintaxis estereotipada a modo de mandamiento, los fariseos ofrecen como respuesta a la
pregunta de Jesús una declaración resumida que éste acepta como correcta.
[27] El objetivo referencial de la segunda persona del plural es aquí ambigua y puede ser entendida como
«vosotros fariseos», «vosotros judíos», «vosotros hombres», «vosotros casados», «vosotros seres humanos»,
con una fuerza retórica diferente y una diferente potencia teológica en cada caso. Por el momento, es
suficiente prestar atención al acto de auto-exclusión de Jesús que precede su nuevo propio pronunciamiento
en el versículo 9.
[28] Ver el hebreo de Dt 10, 16 y Jer 4, 4, según la versión de los LXX.
[29] Las connotaciones de la incircuncisión en un contexto judío invisten al término de un particular oprobio
pagano, especialmente el de perversidad e impureza en materia sexual.
[30] Mientras que el hebreo dice, «hombre y mujer él los creó (bārā’)», los LXX dicen «él los hizo (epoiēsen)».
La frecuencia con la que los traductores griegos interpretan las formas del hebreo bārā’ como equivalente del
griego poiein (en preferencia a ktizein) hace imposible saber la palabra aramea usada por Jesús en este pasaje
de Marcos.
[31] Gerhard Delling («Das Logion Mark. X 11 [und seine Abwandlungen] im Neue Testament», Novum
Testamentum I [1956-57], p. 270) considera la frase superflua a efectos prácticos en vista del versículo 12.
[32] Instone-Brewer, p. 110-119, ofrece una explicación excepcionalmente lúcida de la controversia.
[33] Expresiones pertinentes en autores judíos helenísticos refuerzan esta afirmación, por ejemplo, Filón de
Alejandría, De specialibus legibus 3.30: «si la mujer ha dejado a su marido por el motivo que sea

36
(apallageisa gunē kath’hēn an tuchēi prophasin)»; Flavio José, Antiquitates Judaicae 4.253: «quien, por
cualquier motivo, quiere divorciarse de la mujer que vive con él... (boulomenos diazeuchthēnai
kath’hasdēpotoun aitias)»; véase también Instone-Brewer, p. 115, y Sigal, p. 132.
[34] Si bien estoy de acuerdo con Fitzmyer (p. 223) en que «la evidencia de Qumrán [es decir, que algunos judíos
esenios prohibían el divorcio] suministra al menos una matriz inteligible para la pregunta planteada en
Marcos», creo que la justificación es innecesaria por las razones expuestas anteriormente.
[35] Esto no es para negar sino para afirmar la ubicación de la enseñanza de Jesús dentro de las controversias
rabínicas/halájicas del judaísmo del siglo primero, como se expone con minuciosa precisión por Sigal, esp.
pp, 61-140. Sostengo, sin embargo, que cuanto más detenidamente se examinan estas disputas rabínicas, más
llaman la atención que Jesús se desvíe de las mismas, no sólo en el lenguaje jurídico-forense y formal, sino en
su movimiento hacia un ámbito de discurso moral e intelectual mucho más grande en el que la situación y el
destino final de todo ser humano es considerado con una seriedad casi nunca alcanzada y jamás igualada por
la literatura rabínica.
[36] Así la New American Bible Revised Edition (1983) y la King James Bible (1611): «causes her to commit
adultery». La Lutherbibel (1545) lee «dass sie die Ehe bricht» y la Reina-Valera actualizada (1983), como
hemos indicado: «hace que ella cometa adulterio».
[37] El verbo griego moixeuō/moixaō (voz activa) fue usado por los LXX con el significado de «cometer
adulterio» y coexistió con la forma en voz media moicheuomai con el mismo significado. Generalmente las
formas activa y media fueron empleadas teniendo como sujeto al hombre, aunque en tres ocasiones las
mujeres son también sujeto de la voz activa (Os 4, 13,14; Jer 3, 9) y una vez como sujeto de la voz media (Jr
3, 8). En otras partes de los LXX la mujer (como la que comete adulterio) es sujeto de la forma de la voz
pasiva. En el Nuevo Testamento los hombres son sujetos de las voces activa y media. En una ocasión (Mc 10,
12) la mujer es sujeto de la voz media y en las demás ocasiones sólo de la pasiva. Limitándonos al uso del
griego neotestamentario, la traducción más natural de poiei autēn moicheuthēnai —infinitivo en aoristo
pasivo— sería el clásico «él la hace cometer adulterio». Poniendo más peso en los testimonios activos y
medios con sujetos femeninos, se puede extender el ámbito del infinitivo pasivo para encontrar un matiz más
suave (cf. la versión de RSV: «[él] la convierte en adúltera»).
[38] Ver, por ejemplo, Gustaf Dalman, Grammatik des jüdisch-palästinischen Aramäisch, (Leipzig, Hinrichs,
1905), pp. 250ss.
[39] La traducción de la Nouvelle Edition de Genève (1979), «l’expose à devenir adultère», se aproxima a este
matiz ostensivo.
[40] La traducción de pornē por prostituta y porneia por prostitución es lexicalmente correcta pero restringe
sobremanera el significado al ámbito del sexo por dinero y le da un tono falso algo refinado respecto al uso
real. Para porneia, prostitución está más cerca del campo semántico pero es demasiado antiguo; lo mismo
puede decirse de fornicación. Mi elección del término «libertinaje» se guia por su etimología (= sin gobierno,
rebelde) y por su aplicación común a un amplio espectro de malas conductas sexuales. No existe un
equivalente en traducción moderna totalmente satisfactorio.
[41] Ver Bruce J. Malina, «Does Porneia Mean Fornication?», Novum Testamentum 14 (1972) pp. 10-17, y
especialmente p. 17 donde define fornicación como «relación heterosexual pre-esponsal, prematrimonial, de
naturaleza no cúltica o comercial».
[42] Tales listas las encontramos en Mt 15, 19; Mc 7, 21; 2Cor 12, 21; Gal 5, 19; Ef 5, 3; Col 3, 5 (ver también
1Cor 6, 9 y Hb 13, 4). Omito las veces en las que porneia aparece en el Apocalipsis, porque pertenece a un
discurso místico-oracular en el que la fuerza injuriosa del mundo se sobrepone, incluso donde no es oscuro, a
la naturaleza exacta del pecado al que se refiere. La ecuación figurativa de la prostitución femenina con la
infidelidad (y generalmente la impiedad) es tan estrecha que hace difícil juzgar cuándo porneia es figurativo
y cuándo no.
[43] El mismo sentido, es decir, la lujuria desordenada o la promiscuidad de cualquier tipo, pueden ser el que
aparece en 1Cor 7, 2 y 1Tes 4, 3 ss., pero el trasfondo gentil de los dos casos hace también posible que la
porneia contrapuesta al matrimonio piadoso y honesto se refiera a las prácticas paganas del concubinato o del
matrimonio con algún grado de parentesco.
[44] Fitzmyer, p. 209.
[45] Este documento se conserva parcialmente en dos rollos descubiertos en la Geniza del Cairo y datan de entre
los siglos X y XII d.C. Pequeños fragmentos del mismo texto fueron más tarde encontrados en Qumran.
Véase John Kampden, «The Matthean Divorce Texts Reexamined», en George J. Brooke, ed., New Qumran
Texts and Studies: Proceedings of the First International Organization for Qumran Studies, Paris, 1992,
(Leiden, Brill, 1994), especialmente pp. 154-161.

37
[46] Chaim Rabin, The Zadokite Documents: I. The Admontions II. The Laws, (Oxford, Clarendon, 1954), pp. 17,
19.
[47] Fitzmyer toma zǝnût / porneia en las frases exceptivas con el sentido de «incesto», pero cree que no fue un
auténtico dicho de Jesús, sino añadido por el evangelista con el fin de tener en cuenta el cambio de las
realidades sociales no previstas en la afirmación original: «Mateo... estaría haciendo una excepción para tales
situaciones matrimoniales de cristianos gentiles que vivían en una comunidad mixta con cristianos judíos que
aún observaban las normas mosaicas» (p. 221). Estoy menos seguro de que Jesús no tuviera presente a los
gentiles ni capacidad para prever sus dificultades. Sus encuentros con el centurión y la mujer siro-fenicia —
que lo busca como hombre santo—, así como sus viajes a la Decápolis, apuntan un mínimo de atención a las
preocupaciones gentiles.

38
CAPÍTULO 3

DIVORCIO Y NUEVO MATRIMONIO EN LA IGLESIA


ANTIGUA: ALGUNAS REFLEXIONES HISTÓRICAS Y
CULTURALES

John M. Rist

“Para los patriarcas inclinados a la política, oikonomia se estaba


transformando en una forma de acuerdo realista con la autoridad
establecida”

John Meyendorff

Introducción: el matrimonio en la sociedad contemporánea

El 24 de febrero de 2014, el cardenal Kasper pronunció un discurso, durante el


Consistorio Extraordinario sobre el Matrimonio y la Familia, en el que aportó evidencias
de la Iglesia antigua en el contexto del continuo debate acerca de los católicos
divorciados vueltos a casar. Aunque en una entrevista sobre temas relacionados,
publicada en la revista Commonweal de mayo de 2014 —en la que habló sobre su libro
La misericordia: clave del Evangelio y de la vida cristiana (Santander: Sal Terrae, 2012)
— Kasper no hizo ninguna referencia adicional a aquellos primeros tiempos, sus
conclusiones ofrecen una oportunidad adecuada para una nueva revisión de las pruebas
de las creencias de la Iglesia primitiva sobre las enseñanzas de Cristo acerca del
matrimonio y el divorcio. Dado que nadie podría afirmar que estamos vinculados en
cada caso particular a lo que fue dicho por los Padres de la Iglesia —de hecho, es
imposible, desde el momento en que ellos mismos discrepan en algunas cuestiones,
incluso radicalmente— el cardenal Kasper afirma, con razón, que si vamos a observar las
enseñanzas de la Iglesia tal y como se han ido desarrollando de manera coherente, y no
como cambios radicales de una época a otra, el testimonio de los Padres no puede ser
pasado por alto.

39
Es fácil comprender las preocupaciones de Kasper; entre otras, el cambio
«misericordioso» que, según imagina, podría aproximar la doctrina católica sobre el
nuevo casamiento a la de las Iglesias ortodoxas, haciendo las negociaciones con ellas
más fáciles. Pero dejando aparte tales cuestiones «ecuménicas», hay problemas más
directamente urgentes, los cuales Kasper espera que un cambio pueda ayudar a mitigar.
Así, en la entrevista a Commonweal, cita un comentario del papa Francisco acerca de
que alrededor del cincuenta por ciento de los matrimonios católicos son probablemente
inválidos, contraídos por aquellos a quienes Kasper denomina «paganos bautizados». La
cifra en sí misma no parece inverosímil, ya que el matrimonio se celebra en un mundo
muy diferente al de incluso el pasado reciente.
Cuando contemplo el escenario al que se enfrentan los jóvenes de hoy, reconozco
que vivimos más tiempo —la nostalgia, durante la andropausia, por una juventud perdida
desaparece si uno muere a los 35 años— y lo hacemos en la impersonalidad de las
grandes sociedades urbanas, donde el elevado coste de la educación y otras presiones
económicas obligan a las mujeres a trabajar a tiempo completo durante sus años de
fertilidad; en medio del individualismo, la idolatría sexual y el consumismo de las
sociedades occidentales —y cada vez más de las no occidentales—, y con la revolución
cibernética, que ahora implica que los padres difícilmente puedan evitar que sus hijos
accedan a «chats» e intercambien mensajes (e incluso contenidos eróticos) acerca de sus
experiencias en ellos y en otros lugares. Todo esto aumenta la presión sobre la vida
familiar y promueve un inevitable incremento de las rupturas matrimoniales, en no
menor medida entre los católicos que, para empezar, poco saben acerca del matrimonio
católico.
Tales observaciones sugieren que, antes de que consideremos cualquier tipo de
reforma o revisión de la doctrina católica, debemos realizar un esfuerzo muy serio para
disipar la extendida ignorancia de su esencia entre quienes vayan a contraer matrimonio
en la Iglesia católica. Sin embargo, tal y como se presenta actualmente, el nivel de
instrucción puede ir del mínimo burocrático a lo condescendiente y poco informativo:
escasamente informativo debido a lo poco que aprende la joven pareja acerca de lo
difícil que se ha vuelto actualmente el matrimonio católico y sobre cómo y por qué es
probable que su lealtad a sus promesas matrimoniales se vea duramente puesta a prueba.
Y será más «puesta a prueba» si la pareja ignora lo que es y debe ser el matrimonio
católico, o bien si aquellos que los instruyen tienen poca idea de los riesgos que presenta
el mundo no católico (y también cada vez más el «católico») al que el proyectado
matrimonio está a punto de ser lanzado.
Las doctrinas católicas sobre el matrimonio se fueron formando en un pasado muy
remoto, están en continuo desarrollo y no siempre resulta adecuado asimilar los tiempos
pasados a los nuestros. Si nos preguntamos a nosotros mismos cómo vamos a presentar
la enseñanza de Cristo en el momento actual, necesitamos entender las nuevas
dificultades que afrontan nuestros coetáneos —especialmente los occidentales— cuando
intentan hacerles frente al tiempo que aceptan la realidad de la doctrina de la Iglesia.
Nadie inmerso en nuestra época puede negar que el «compromiso» —bien respecto al

40
matrimonio, bien a cualquier otra cosa— se ha convertido en un verdadero desafío que
no existía en épocas anteriores, y menos aún en las patrísticas. Por lo tanto, antes de
embarcarnos en un estudio del pasado, debemos plantear algunas cuestiones preliminares
sobre la naturaleza humana que pueden ayudarnos a entender por qué las
reivindicaciones para modificar la enseñanza de la Iglesia acerca de la indisolubilidad
del matrimonio parecen haberse vuelto más urgentes.

Un ejemplo de cambio cultural

Para comprender mejor la complejidad de la situación, vamos a detenernos a


reflexionar sobre un aspecto sorprendente de la escena social contemporánea que anima
a las parejas a abandonar sus promesas matrimoniales —y a sacerdotes y religiosos sus
votos de vida célibe, los denominados «flores tardías»—. Ello se deriva de un cambio
radical, cada vez más popular, en las creencias sobre la naturaleza humana, reforzado por
pensadores académicos contemporáneos y publicistas periodísticos. El cambio al que me
refiero implica que muchos apenas creen ser la misma persona desde la concepción hasta
la muerte: consideran que, incluso pese a mantener siempre un mismo nombre, y,
ciertamente, un ADN único, según va avanzando su vida están sujetos a tales variaciones
continuas y psicológicamente radicales que son lo que los filósofos de la escuela de
Hume denominan yoes secuenciales.[48] En su autobiografía retrospectiva, Newman
señaló, como es bien sabido, que «diez años más tarde me encontré a mí mismo en otro
lugar»; muchos de nuestros coetáneos glosan esto, en realidad, como «diez años más
tarde me di cuenta de que no soy la misma persona que era».
Tales cuestiones acerca de la identidad personal son, en mi opinión, los aspectos
teóricos más serios que se debaten en el mundo filosófico contemporáneo, aunque los
pensadores católicos participan poco en tal debate, generalmente más ocupados en los
aspectos más sutiles de las disputas católicas del pasado que en confrontar directamente
la sabiduría del pasado, en la medida en que esta puede sostenerse, con los postulados
radicalmente antipersonalistas y anticristianos de la actual sociedad intelectual —y
pronto también de la común y corriente—. Pero si somos yoes secuenciales que nos
rehacemos paulatinamente como un barco cuyas partes son todas reemplazadas una por
una, pero que en el nombre y en el registro sigue siendo el mismo barco, entonces tiene
sentido decir que no soy la misma persona que cuando me casé y que mi mujer tampoco
es la misma persona; por tanto ¿por qué deberíamos continuar, si no queremos, en lo que
es, después de todo, una relación ficticia? Argumentos o suposiciones de este tipo, sean
o no válidos, destruirán la responsabilidad sobre muchas acciones de nuestro pasado —
cuando no sobre todas—, y no solo sobre la inteligibilidad de los votos matrimoniales y
de otras promesas; pero, por el momento, solo reflexionaremos en los problemas del
matrimonio.

41
La enseñanza original sobre el matrimonio cristiano en su contexto

Con tales salvedades en mente, podemos pasar a ocuparnos de la historia. La


primitiva Iglesia cristiana creció a partir de sus raíces judías en un mundo pagano. En tal
mundo, como también ocurría entre los judíos, el objetivo del matrimonio era la
generación de hijos legítimos para reemplazar a sus padres en la sociedad y,
posteriormente, heredar sus propiedades. Tanto entre judíos como entre paganos el
divorcio estaba admitido, siempre para los hombres, a veces para las mujeres. El
adulterio por parte de la mujer, que podía suponer convertir a hijos de extraños en
herederos de las propiedades familiares, era mucho más serio que el adulterio cometido
por el marido, y por norma, a menudo conservada entre los cristianos, un marido estaba
normalmente obligado a divorciarse de su mujer si era sorprendida en un acto adúltero.
El profeta Jeremías (3, 1) señala la impuridad en la que recae si no lo hace. En tales
circunstancias era de esperar un nuevo matrimonio del marido. Había también otros
motivos para el divorcio y un nuevo matrimonio: el menor de ellos no era la infertilidad
—considerada siempre, erróneamente, como fallo de la mujer—, ya que frustraba el
objetivo principal del contrato matrimonial. En particular, se esperaba de los judíos que
se casaran y fueran bendecidos con hijos, de acuerdo con los mandamientos de Dios
transmitidos en la Biblia hebrea, aunque en el siglo I d.C. Filón y Flavio Josefo indican
que, al menos brevemente, algunos grupos de ellos no compartieron estas expectativas,
quizás creyendo que el fin de los tiempos estaba cerca.
Cuando Cristo fue interpelado sobre el matrimonio, se le pidió que se pronunciara
acerca del hecho de que Moisés permitiera el divorcio; respondió que había sido
permitido por la dureza de sus corazones. Pero, para los cristianos, el mandamiento
original de Dios acerca del matrimonio debía ser obedecido (Mc 10, 10-12; Mt 19, 4-9;
Lc 16, 18, cf. 5, 31-32): tenía que ser un compromiso para toda la vida, y aunque Mateo
indica la posibilidad de separación por porneia —presumiblemente traducible como
promiscuidad por parte de la mujer—, no hay indicación en los evangelios de que
incluso en ese caso estuviera permitido un nuevo matrimonio mientras viviera el otro
cónyuge. Sobre este particular, podemos comparar Rm 7, 2-3, donde la posición cristiana
más estricta rechaza la norma del nuevo matrimonio para las mujeres de Dt 24, y de
nuevo en 1Cor 7, 8-11, donde Pablo cita explícitamente el mandamiento del Señor. De
hecho, las normas sobre el adulterio de las mujeres deben ser aplicadas en igual medida
y con la misma severidad también al marido: un cambio radical, relacionado obviamente
con la insistencia de Pablo, de nuevo contra la costumbre judía (1Cor 7, 2-4), en que
cada miembro de la pareja tiene idénticos derechos sobre el cuerpo del otro: todo esto
dio lugar a una radical transformación de las prácticas matrimoniales tradicionales que
los varones cristianos a menudo encontraron difíciles de aceptar.
Pero Jesús también animó a algunos —aquellos que pudieran abrazar esta
enseñanza— a ser «como eunucos por el Reino» (Mt 19, 12), porque en el cielo seremos
«como los ángeles, que ni se casan ni se dan en matrimonio», como quiera que se
interprete (Mt, 22, 23; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36). Y, quizás en consonancia con las ideas

42
ascéticas a las que aludían Filón y Flavio Josefo, lamentaba el destino de los casados en
los terribles últimos tiempos (Mt 24, 19; Mc 13, 17; Lc 21, 23), prefigurados en la
destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. Así pues, en resumen, idealmente habría dos
tipos de cristianos: aquellos que se casen una vez y aquellos que no se casen nunca. De
ahí que se presente un nuevo problema: ¿cualquier forma de matrimonio sería la segunda
mejor opción? Esto nos lleva de vuelta al objeto del matrimonio, que podría parecer
innecesario ahora que el Mesías ha venido. No obstante, como Pablo se preocupa en
repetir (2Ts 2, 1-3), aunque el final pueda estar cerca, nadie sabe cuánto lo está —lo que
significa que salvaguardar la familia y sus propiedades deber seguir constituyendo una
seria preocupación hasta nuevo aviso—. Más aún, como dice a los corintios (1Cor 7, 8-
11): es mejor, tanto para los solteros como para los viudos, casarse que abrasarse (sea
con la lujuria carnal o en el infierno —que, a largo plazo, puede venir a ser lo mismo—).
Evitar cualquier tipo de ardor a duras penas supone un rotundo respaldo al estado
matrimonial (aunque más tarde fuera explicado como ayuda para la formación del
carácter), pero en textos que los antiguos consideraban indiscutiblemente paulinos (Ef 5,
22-26, 33; 1Tm 2, 11-13, 15; Col 3, 18-19), Pablo asume que la mayor parte de los
cristianos se casarán y tendrán familia, y da instrucciones sobre cómo, en tales familias,
puede llevarse una vida cristiana. Sin embargo, al igual que con la enseñanza del mismo
Jesús, puede reconocerse de nuevo la posibilidad de un fácil conflicto acerca de la vida
cristiana, y más concretamente acerca de la perfección cristiana. ¿Acaso un atletismo
espiritual del celibato, y preferiblemente de la virginidad, no distingue la práctica del
«verdadero» cristiano? ¿Debe ser tal ascetismo la meta de todos?
A la luz de las costumbres predominantes entre los judíos y, más ampliamente, en el
mundo greco-romano, este debate debe de haber parecido bastante ininteligible fuera de
los círculos cristianos (aunque unos cuantos filósofos excéntricos y célibes, como Platón
y Plotino, podrían haberlo entendido), y los ideales cristianos parecen incluso más
radicales si recordamos que estaba completamente asumido por la sociedad en general,
incluso legalmente reconocido, que, como el jefe de una «familia» era dueño de los
cuerpos de sus esclavos, podía usarlos, ya fueran hombres o mujeres, para satisfacerse
sexualmente como a él (o, menos respetablemente, a ella) le pareciera. Por tanto, los
cristianos destacaron entonces, y a menudo posteriormente, por un rigor en materia
sexual del cual hicieron gala —hasta cuando no lograban estar a la altura de sus propios
ideales—, y que aquellos que les rodeaban consideraron a menudo extraño e incluso —
entre hombres— nada viril.
El celibato implica abstinencia de actos genitales, y en la medida en que tal
abstinencia a menudo era considerada ejemplar por los cristianos, resultaba inevitable
que —aparte de la severidad de Pablo respecto a arder— el uso de la sexualidad humana
se volviera problemático incluso dentro del vínculo matrimonial. La exigencia de que se
usara de forma relativamente mínima afectaba a la cuestión del divorcio y de un posible
nuevo matrimonio: ¿cómo debían ser aplicadas las ascéticas palabras de Cristo dentro
del matrimonio y cómo afectaría un correcto entendimiento de las mismas a un posible
rigorismo respecto al divorcio y a una hostilidad hacia las opciones judías y paganas de

43
contraer un nuevo matrimonio después del divorcio?
Está, además, la cuestión del Derecho Civil, que los cristianos tenían que aceptar y
contra el que nunca protestaron —excepto cuando afectaba a la libertad religiosa—,
porque debemos recordar que en los primeros siglos no existía, legalmente, una forma de
matrimonio específicamente cristiana. Acercarse demasiado a la legislación pagana, no
obstante, podría alentar la introducción por la puerta de atrás[49] de prácticas paganas en
la actitud del cristianismo primitivo hacia el matrimonio —un temor similar al que
conducía la esperada ausencia del clero en las lascivas y eróticas festividades profanas
que seguían a la conclusión de los detalles legales (y, si era posible, cristianos) de los
matrimonios.[50] De hecho, el problema legal, más que el de la mera gazmoñería, se
hizo más bien serio cuando la propia ley se fue haciendo más cristiana, especialmente en
el área grecoparlante del Imperio, donde la amenaza del cesaropapismo, y, en no menor
medida, de la lujuria monárquica, era más palpable en el mundo bizantino de la época,
como más tarde lo sería en la Inglaterra del período Tudor.
Entre ciertos grupos paganos, así como para judíos como Filón, influenciados por
ideas estoicas o neopitagóricas, la actividad genital, incluso entre las parejas casadas,
estaba reservada para los fines del matrimonio tradicionalmente definidos. Como hemos
indicado, el principal de tales objetivos era engendrar hijos legítimos o, como era más
habitual que dijeran los griegos, «de hijos para la ciudad», pues el matrimonio era
considerado como cuestión de la familia o, más ampliamente, de la sociedad —después
de todo, sin hijos no habría ciudadanos ni soldados— que del individuo, aunque las leyes
romanas siempre enfatizaron, a menudo sin ser capaces de imponerlo, que «no es el
yacer juntos, sino el consentimiento, lo que crea un matrimonio»: este es el motivo por el
que los esclavos no podían casarse, al carecer de capacidad para otorgar libre
consentimiento. En cuanto al individuo, si era hombre podía consolarse con cortesanas o
prostitutas (varones o mujeres), o con esclavos, y al menos esta última opción, como
hemos visto, podría estar a disposición, aunque de manera más vergonzosa, para las
viudas.
La opinión cristiana sobre los propósitos del matrimonio se fue matizando, aunque
la ley civil tenía que ser obedecida, y, de manera gradual, se fueron encontrando medios
para armonizar las sensibilidades cristianas con las realidades legales. En los primeros
tiempos de la nueva religión, por supuesto, no existía nada similar al Derecho Canónico
en el sentido moderno, aunque pronto empezó a desarrollarse a partir de prácticas ya
reconocidas. Esto significó que habría cristianos conversos cuya forma original de
matrimonio fuera enteramente «pagana», junto a otros, cristianos de nacimiento, que
querrían establecer —y con el paso del tiempo empezaron a hacerlo— prácticas
conforme a las cuales su unión matrimonial no solo fuera legal, sino además «en el
Señor», no «por la lujuria». Esta idea está ya presente en Ignacio de Antioquía, obispo
del siglo II (Ad Polycarpum 5, 2): es decir, un matrimonio reconocido formalmente y
bendecido por la comunidad cristiana, normalmente en la persona de su obispo. Habría
también un tercer gran grupo, el de aquellos cuyo matrimonio era legalmente aceptado
con el paso del tiempo en lo que los romanos llamaron usus: un término que indicaba

44
algo así como una unión de hecho, y quizás el único tipo de unión que muchos podían
permitirse. Estos también podían pedir ser formalmente reconocidos dentro del grupo
cristiano. No oímos hablar mucho acerca de este tipo de gente en las comunidades
cristianas, entre otras cosas, presumiblemente, porque su status debió ser considerado
anómalo, si no marginal y potencialmente amenazador para el orden civil. En términos
cristianos, Agustín pudo haberse «casado» con su concubina, pero de haberlo hecho su
carrera —tan importante para Mónica— probablemente habría acabado. Por lo que se
refiere a los esclavos cristianos, como hemos indicado, no pudieron casarse legalmente
hasta la promulgación de un edicto bizantino en el año 1095.
Como hemos señalado, el crecimiento de la abstinencia cristiana fue de la mano con
una creciente creencia, entre los cristianos más comprometidos, de que la generación de
hijos legítimos ya no era obligatoria tal y como lo había sido antaño —y aún lo era—
entre los judíos; como el Mesías había venido, el mandato de ser fecundos y
multiplicarse no tenía ya la misma urgencia. Esto cambió más cosas de las que podría
imaginarse: los cristianos de tendencia más rigorista podían hablar no solo de engendrar
descendencia como un consuelo ante el continuo ciclo de nacimientos y muertes, como
hizo, por ejemplo, Gregorio de Nisa en el siglo IV, sino que también el acto sexual físico
podía y debía evolucionar más hacia una forma de caridad afectiva: lo que Agustín
llamaría el «afecto de un amor respetuoso» (piae caritatis) —una amistad piadosa entre
los esposos— aunque esa parte de la historia no se debe exagerar o idealizar.
En el espíritu de la poesía amorosa del Cantar de los Cantares, Pablo había
declarado el matrimonio (Ef 5, 25-30) entre un hombre y una mujer como símbolo de la
relación entre Cristo y su Esposa, la Iglesia, aplicando el término mysterion (en latín,
sacramentum) y por tanto revelando lo que más tarde se identificó como un «carácter
sacramental» que, especialmente en Occidente, lo distinguió radicalmente de sus
equivalentes paganos y añadió un peso significativamente sustancial a las objeciones a la
normal práctica pagana y judía del divorcio. Como hemos visto, una causa importante de
divorcio entre los no cristianos —en concreto la incapacidad de la pareja para procrear
hijos legítimos— difícilmente podía tener un peso convincente similar en círculos
cristianos, al menos oficialmente.
La enseñanza de Jesús de que el matrimonio es indisoluble en el sentido de que no
puede ser repetido, —es decir, mientras viva un anterior cónyuge, claro está— es
enfatizada de nuevo por Pablo (1Cor 7, 10-11, 39; Rm 7, 2-3), aunque la imprecisión de
algunas de sus cartas —cartas, de hecho, no tratados— podría sugerir una aplicación
menos estricta para los hombres que para las mujeres; esto es, si se olvida su insistencia
en la igualdad de derechos físicos de ambos cónyuges. Las razones para esa aplicación
menos estricta —podemos encontrar evidencia de sus efectos problemáticos en varios
escritores de importancia, incluido el más significativo, Basilio— no son difíciles de
discernir: entre ellas hallamos que una particular preocupación de las sociedades del
mundo antiguo dominadas por el hombre, como hemos visto, es que las mujeres, si eran
infieles, o incluso si se les permitía contraer un nuevo matrimonio, podían complicar o
incluso interrumpir los tradicionales procesos referentes a la herencia de las propiedades.

45
Curiosamente, no obstante, Pablo no dice nada muy concreto acerca de las razones
apropiadas para la actividad genital —ya sea solo para la procreación o para otra cosa—
dentro del matrimonio —aunque, por supuesto, a los casados se les supone generalmente
la esperanza de procrear—. Sin embargo, al menos de forma implícita, llena
parcialmente el vacío: si el matrimonio es para evitar «arder» no tenemos que llegar a la
conclusión de que en cada acto matrimonial él asuma que debería haber una intención
consciente de engendrar hijos. La cuestión es aludida más eufemísticamente por Juan
Crisóstomo cuando dice (Homilía sobre la carta del divorcio, PL 51, 221) que los
objetivos del matrimonio son, primero, «hacernos mejores» —esto es, al permitirnos
controlar nuestros deseos carnales, que, con el tiempo, pueden ser superados—, y
después, engendrar hijos: ahora en este orden de prioridad, por motivos que ya hemos
señalado.
Hasta el momento hemos identificado dos posibles «áreas grises» en las enseñanzas
del cristianismo primitivo: aunque el matrimonio es indisoluble, a los cónyuges se les
permite separarse pero, ¿nunca se les permitirá que puedan volver a casarse?; y ¿cuál es
el papel de la actividad genital, y cuándo es apropiada, dentro del propio matrimonio?
Solo la primera de ellas es objeto de nuestra atención inmediata, pero dado que las
cuestiones sobre el divorcio no pueden ser separadas de las cuestiones sobre la
naturaleza y objetivos del matrimonio, es necesario reconocer la existencia entre los
Padres de una actitud por lo general más crítica —a menudo excesivamente— respecto a
la actividad sexual, incluso dentro del matrimonio, que la que sería normal en nuestra
propia sociedad secularizada, o cristiana insuficientemente reflexiva. La noción de
indisolubilidad también podría parecer demasiado ambigua: a menudo se sostenía —
especialmente, pero no de forma exclusiva, en Oriente— que no solo la muerte, sino
también el adulterio cometido por la esposa disolvía el matrimonio,[51] mientras que el
desarrollo en Occidente de consideraciones sobre la sacramentalidad del matrimonio
complicaron aún más el problema de la naturaleza de la propia indisolubilidad, como
veremos.
Baste por ahora, no obstante, indicar que la discusión más efectiva y útil de los
problemas acerca del «uso» del matrimonio en la Iglesia antigua —y, de hecho, quizás
en cualquier lugar—, la de Agustín, señala al menos tres serios problemas que deberían
hacernos reflexionar ante la apoteosis del sexo tal y como se practica actualmente,
incluso dentro del matrimonio: la tendencia de la humanidad caída —más evidente en la
antigüedad, más oculta (occultior non melior) en nuestro propio mundo— a sustituir el
deseo de dominar a la pareja —especialmente, pero no solo, a la mujer— por el
intercambio mutuo de una gozosa entrega del ser; la tendencia a transformar al otro
miembro de la pareja en un ídolo romántico «para gozar de él o de ella como de algo
‘divino’ despreciando a Dios», como diría Agustín; la tentación de perseguir el placer
por sí mismo más que como acompañamiento de una actividad o como parte de un
proyecto más amplio (como lo explica Aristóteles en el libro décimo de su Ética a
Nicómaco).[52]

46
Una advertencia metodológica

Dejando atrás estas cuestiones preliminares, podemos ahora centrarnos en la


cuestión más inmediata de la actitud de los Padres respecto a un segundo matrimonio
tras el divorcio o la separación. Pero antes, un toque más de atención: no podemos
dejarnos guiar en esta investigación de modo acrítico por prácticas regularizadas
posteriormente en las Iglesias orientales, y en ese contexto consideradas conformes al
comportamiento patrístico, por dos razones: la primera, porque, como ya se ha indicado,
la cristiandad oriental llegó a aceptar una explicación muy diferente de la naturaleza de
la indisolubilidad del vínculo matrimonial —el sacramentum— respecto a la de
Occidente, que ha seguido principalmente a Agustín,[53] pero que sostiene hacerlo sin
traicionar la noción original escriturística de la indisolubilidad; y, más básicamente,
porque debemos resistirnos a todos los intentos de interpretar de forma acrítica prácticas
posteriores de nuevo en la época patrística, ya sea por negligencia académica o por
motivos ideológicos, estos últimos, a menudo, derivados de una noción equivocada de
ecumenismo privada de verdad histórica. Obviamente, la reflexión sobre cualquier
reforma de la posición occidental debe comenzar por cuál es esta y por qué es así, no por
la de qué podría haber sido o llegado a ser, o por lo que uno podría haber deseado que
fuera o pudiera haber llegado a ser.
Primero, entonces, la indisolubilidad. Los escritores de la tradición ortodoxa
generalmente hacen hincapié en que la Iglesia debe enseñar que, mientras dura, el
vínculo matrimonial, como sacramento, es indisoluble, pero que la indisolubilidad no es
un vínculo legal sino solo teológico o espiritual, que en realidad deja de existir tras el
adulterio o pecados similares.[54] La dificultad con esto es que parece olvidarse el papel
de Dios en el sacramento; por lo tanto, el vínculo puede romperse (a pesar del sentido
aparentemente claro de las palabras de Jesús y de Pablo) recurriendo al principio de
«economía», según el cual, por razones misericordiosas, o para evitar pecados mayores,
puede permitirse un segundo matrimonio mientras aún viva el cónyuge anterior. La
celebración litúrgica de este acuerdo ahora no sacramental debe, no obstante, ser distinta
—y más penitencial— que la que santificó el primer matrimonio, y aquellos que
contraigan ese segundo matrimonio deben hacer penitencia; a lo largo de los siglos estas
penitencias han variado en severidad. Evidentemente, es a este principio de economía al
que se refieren el cardenal Kasper y otros al esperar una solución más «misericordiosa»
del problema de los divorciados vueltos a casar dentro también de la Iglesia católica.[55]
Tiene razón Kasper cuando indica que la práctica oriental sobre el divorcio y el
nuevo matrimonio no fue condenada en Trento. Aquel concilio, no obstante, se preocupó
principalmente del Protestantismo, por lo que no había una razón urgente para debatir
cuestiones orientales. En cualquier caso, los Padres de Trento creían que tales actitudes
—y sus consiguientes prácticas— habían sido ya condenadas en la Profesión de Fe
propuesta al aparentemente convertido emperador de Bizancio Miguel VIII Paleólogo
(que estaba buscando ayuda occidental contra los turcos) y que fue leída (aunque no

47
ratificada) en el Segundo Concilio de Lyon (1274) (DH 860).
El vínculo jurídico así como el espiritual del sacramento católico del matrimonio
haría que la revisada posición católica del cardenal Kasper resultara incluso más extraña
que la ortodoxa. A un católico le parecería que en la teología ortodoxa, como el primer
matrimonio es de alguna manera indisoluble pero es supuestamente disuelto por acciones
pecaminosas de uno u otro de los cónyuges (por lo que el segundo, aun como versión
inferior, puede aceptarse), las personas divorciadas y vueltas a casar están, de alguna
manera, formando parte de dos clases distintas de matrimonio al mismo tiempo... o al
menos lo estarían si el papel de Dios en el sacramento fuera tenido en cuenta. Si un
sistema similar se adoptara en Occidente, la situación sería aún más extraña, ya que la
importancia específica de la indisolubilidad y el papel de Dios en el sacramento debe
obligar a una doctrina más exigente, ya que la indisolubilidad dura hasta la muerte física,
no solo hasta la muerte posiblemente más «espiritual», de uno de los cónyuges. Es
posible, sin embargo, que surja el problema de por qué debe acabarse en general, incluso
entonces.
Cabe señalar que algunos escritores orientales parecen evitar nuestro dilema no
haciendo referencia alguna a la indisolubilidad, o insinuando que difícilmente exista.[56]
Sea como fuere, una revisión según las líneas de «misericordia» de la posición católica
probablemente implicaría una reescritura de mucho mayor alcance de toda la doctrina
sacramental católica. Afortunadamente, como argumentaré, tal dilema no pudo haber
sido afrontado por los Padres de los cinco primeros siglos, ya que para la inmensa
mayoría de ellos, como para los escritores del Nuevo Testamento, los segundos
matrimonios están prohibidos mientras viva el primer cónyuge. Entre las fuentes
identificables, la única excepción inmediatamente evidente a esta regla es el
Ambrosiaster.[57]

Textos cristianos antiguos sobre el nuevo matrimonio y el divorcio

Es momento de centrarnos en el muy limitado número de textos que pueden ser


considerados como discutibles. Al hacerlo, no tengo la intención de rebatir que la
solución «misericordiosa» sea desconocida en la Iglesia antigua, sino que prácticamente
ninguno de los escritores cuyos textos conservamos y que tomamos como autoridad la
defienden; de hecho, cuando la mencionan, es más bien para condenarla como carente de
base bíblica. No hay nada sorprendente en esta situación: pueden existir abusos de vez
en cuando, pero su mera existencia no es garantía de que no sean abusos, y mucho
menos de que sean modelos a seguir. Tampoco puedo pretender tener mucha
originalidad en lo que voy a discutir en las páginas siguientes. La mayoría de los textos
pertinentes al nuevo matrimonio de divorciados o separados han sido examinados por
importantes estudiosos, sobre todo por el jesuita francés Henri Crouzel.[58] Hay que
reconocer, con pesar, que los que han seguido manteniendo gran parte de lo que Crouzel
negó, especialmente G. Cereti[59] (al parecer, el principal informador del cardenal

48
Kasper) no han logrado responder adecuadamente —y en muchos casos en absoluto— a
las objeciones de Crouzel y de otros —especialmente G. Pelland—[60] a sus
argumentos. De hecho, Cereti ha insinuado infundadamente que Crouzel —ahora
convenientemente muerto y privado por tanto de posibilidad de réplica— habría
reconsiderado algunas ideas.[61]
Kasper no cita ninguna prueba a favor de su postura perteneciente a los primeros
ciento cincuenta años del cristianismo, consciente probablemente tanto de que la
evidencia es muy limitada, y a menudo oscura, y de que en aquellos primeros tiempos un
importante número de los Padres rechazó y desalentó cualquier forma de nuevo
matrimonio, incluso para viudos. Típica, como indica Meyendorff,[62] es la calificación
de Atenágoras —finales del siglo II— de una mujer divorciada y vuelta a casar como
adúltera, con el comentario adicional de que «quien se separa de su primera mujer, aun
cuando haya muerto, es un adúltero disimulado» (Legación a favor de los cristianos, 33.
PG 6, 968). Pero, como señala Kasper, se van viendo actitudes claramente diferentes en
el siglo III, mejor documentado, cuando Orígenes, en su Comentario al Evangelio de
Mateo (14, 23), nos informa de que ciertos obispos permitían un segundo matrimonio a
las mujeres cuyos maridos aún estuvieran vivos. Esta decisión, dice Orígenes, es
comprensible, pero —añade en tres ocasiones— es totalmente contraria a las enseñanzas
de la Escritura. Por tanto, durante aquella época, en ocasiones se toleraba un nuevo
matrimonio tras el divorcio. No obstante, como quiera que fuera defendido el argumento,
Orígenes lo consideró contrario no solo a la propia Biblia sino, presumiblemente,
también a las interpretaciones exegéticas tradicionales, lo cual no es precisamente un
elogio procediendo de un teólogo tan experto en la Escritura. En resumen, existían ya en
el siglo III lo que Orígenes estigmatizaba como abusos en el modo de tratar el
matrimonio por parte de ciertos obispos. No obstante, como ya he señalado, la presente
relación no trata de si se dieron o no prácticas impropias ocasionales, sino sobre lo que
teólogos seriamente preparados, y más tarde también diversos concilios, pensaron acerca
de ellas.
Sin embargo, merece la pena considerar por qué los obispos actuaron de aquella
manera y por qué Orígenes estuvo dispuesto a afirmar que sus acciones no eran
irrazonables: quizás pudieran entenderse en un sentido pagano, pero ciertamente no
cristiano. Parece verosímil que los casos con los que los obispos tenían que lidiar fueran
del tipo del de un marido que había cometido adulterio —y quizás también otros en los
que era la mujer la parte culpable—. El texto de Mateo, que permite la separación en
tales casos, podría obviamente suscitar la pregunta: ¿por qué no podría la parte inocente
casarse de nuevo si lo quisiera? Debemos recordar de nuevo que el matrimonio mismo
tenía que ser de acuerdo con la ley romana, donde el volverse a casar tras el divorcio
estaba permitido; por tanto parece plausible que el recurso o la tolerancia a la práctica
romana —por cualquier razón— subyaciera tras las actitudes contrarias a la Escritura de
unos cuantos obispos en un limitado número de casos de nuevo matrimonio tras el
divorcio. De hecho, parece que la parte inocente en tales casos podría suscitar una
limitada indulgencia incluso por parte de aquellos evidentemente estrictos: algo que

49
puede explicar el famoso pasaje de Basilio al que ya hemos aludido, y también a un
único pero poco claro texto de Agustín.
En el período que acabo de considerar, las posiciones examinadas son las de
teólogos «privados». Al inicio del cuarto siglo nos encontramos con los concilios de la
Iglesia y, por tanto, con resoluciones más «oficiales», así que es muy significativo que
las posiciones no cambien. Así, desde el Concilio de Arles del año 314, en su canon 10,
escuchamos que a los maridos de mujeres adúlteras —de las cuales les está permitido
separarse— se les dice que les está prohibido contraer matrimonio de nuevo en cuanto
que ese nuevo matrimonio es imposible mientras viva su mujer. En recientes debates es
considerado más significativo el canon 8 del Concilio de Nicea, que algunos, incluido el
cardenal Kasper,[63] siguiendo de nuevo al desacreditado Cereti, piensan que quizás sea
la mejor evidencia de que el nuevo matrimonio tras el divorcio era aceptado por la
Iglesia antigua, si bien con pesar. Pero tal hipótesis, como Crouzel[64] y Pelland[65] han
mostrado, es una mala interpretación, bastante grave, del canon, y sus argumentos a tal
efecto no han sido rebatidos, aunque a veces hayan sido ignorados. Ya que el canon está
dirigido contra los novacianos que, en el espíritu de los primeros grupos rigoristas,
rechazaban el nuevo matrimonio bajo cualquier circunstancia, incluso para viudos y
viudas.
Crouzel y Pelland también se han opuesto, acertadamente, a los intentos de explicar
el canon con referencias a un texto de Epifanio de Salamina, enmendado
injustificadamente, que se refiere a la necesidad de corregir a los novacianos (Panarion
34-64; GCS 31). Según el Panarion 59, tal y como fue enmendado por Karl Holl (1922)
—pero totalmente en contra del buen sentido y de todos los manuscritos— los
novacianos son reprendidos por no permitir los nuevos matrimonios no solo para los
viudos y las viudas, sino también para los divorciados durante la vida de sus parejas. Sin
las innecesarias e ideológicamente guiadas enmiendas, no obstante, Epifanio puede estar
pensando, como los Padres de Nicea, en aquellos cuya mujer o marido hubiera muerto y
a quienes, a menos que fueran clérigos, les estaba permitido volver a casarse. Tras el
texto de Epifanio, Crouzel y Pelland han identificado referencias a 1Cor 5, 1-5; 7, 8-9 y
1Tim 5, 14.
Al considerar Panarion 59, debemos recordar que la lectura que hace Holl del texto
da un sentido directamente contrario a lo que Epifanio sostiene en otras partes cuando
trata la cuestión de los novacianos. Y debemos también ser conscientes de la observación
de Crouzel de que el temerario tratamiento de Holl del texto le permite seguir a aquellos
que, a inicios de la época moderna, influidos por las teorías matrimoniales de Lutero,
buscaban el apoyo del antiguo obispo de Salamina.[66]
Aparte del importante y muy controvertido texto de Basilio al que ya me he
referido, hay otros dos autores de la época post-nicena a quienes se recurre a veces al
tratar sobre los divorciados vueltos a casar:[67] Gregorio de Nacianzo y Agustín, aunque
ninguno de ellos proporciona un argumento convincente para el revisionismo. La Oratio
37 de Gregorio, sobre Mt 19, 1-2, fue predicada en Constantinopla en el año 380.
Hablando de matrimonios consecutivos, señala que el primero es por ley, mientras que el

50
segundo es por indulgencia y el tercero fuera de la ley —presumiblemente, la ley
cristiana—; el cuarto, añade, ¡es para los cerdos! Una vez más, sin embargo, no hay
ninguna razón para suponer que Gregorio esté tratando de las segundas nupcias después
del divorcio y no del que hemos visto que es el problema tradicional de volverse a casar
después de la muerte de un cónyuge, y Gregorio repite la enseñanza tradicional de que
un marido debe divorciarse de su esposa adúltera (pero no viceversa). Como Crouzel ha
mostrado,[68] la posición de Gregorio sobre la cuestión de fondo se puede aclarar si
acudimos a la Epístola 140, donde sostiene que, aunque el divorcio y las segundas
nupcias son posibles bajo la ley civil, «nuestras leyes», es decir, las «leyes» de la Iglesia,
lo prohíben. Así, aunque en la Oratio 37 la intención de Gregorio no es totalmente
transparente, no hay ninguna razón para inscribirlo, junto con el Ambrosiaster, entre los
que permiten volver a casarse después del divorcio.
A continuación, podemos volver la mirada a Agustín, que en Sobre la fe y las obras
19, 35, trata de un hombre que, después de descubrir el adulterio de su esposa, la repudia
y se casa con otra mujer. Su culpa, dice san Agustín, es perdonable —nótese la
comparación, como veremos, con el lenguaje de Basilio—; no hay indicios, sin embargo,
de que Agustín no espere la separación de la segunda esposa. Pero, como argumento
desde el silencio, esto no resulta del todo convincente.
Por último, podemos volver a los pasajes de Basilio, en particular, a la Epístola 188,
que, como hemos visto, tuvo un impacto considerable en la tradición oriental. Una vez
más, estos textos han sido tratados extensamente por Crouzel,[69] cuya interpretación ha
de seguirse largamente, esto es, sin referencia inmediata a lo que siglos posteriores
hicieron con ellos. Interpretaciones orientales posteriores suponen que Basilio está
hablando, en general, de nuevo matrimonio después del divorcio, por lo que en nuestros
días, como vimos, Meyendorff puede escribir: «San Basilio el Grande (+379), en su
canon 4, define que quienes contraen un segundo matrimonio después de la viudedad o
del divorcio deben someterse a la penitencia, es decir, abstenerse de la comunión por uno
o dos años».[70] En vista de todo ello, este texto de Basilio exige claramente una
cuidadosa consideración, si bien las dificultades de interpretación se ven agravadas por
el hecho de que es un texto informal, al ser una respuesta a las preguntas realizadas a
Basilio por el obispo Anfiloquio de Iconio. Cuando se incluyó en la tradición canónica
ortodoxa, sin embargo, se consideró como si se tratara de un documento formal.
Tal vez Basilio esté discutiendo una situación similar a la tratada por Agustín, y
ciertamente ambos dicen que la segunda unión del hombre es perdonable; pero, a
diferencia de Agustín, como ha señalado Crouzel, Basilio no habla de un segundo
matrimonio, sino que se refiere únicamente a «la mujer que vive con él» después de su
divorcio. Así que puede que en términos cristianos tengamos un caso de fornicación —
aunque según el Derecho Civil se trate de un segundo matrimonio—, no de adulterio,
que ha de ser perdonado: un delito menos grave para los cristianos, como se pone de
manifiesto en disputas mucho anteriores, del siglo III, acerca de lo que la Iglesia tiene el
poder de perdonar, que se centraron en los pecados capitales de asesinato, adulterio y
apostasía, no de fornicación. Y recordemos que la escrupulosa Mónica instó al joven

51
Agustín a no relacionarse, al menos, con mujeres casadas (Confesiones 2.3.7).
Por lo tanto, podría parecer que el caso de Basilio se refiere a una posibilidad
normal en el Derecho Civil romano: un cristiano se ha divorciado de su esposa por
adulterio y ha contraído una nueva relación, tal vez legítimamente por usus. Legalmente,
por tanto, y de acuerdo con la práctica judía y greco-romana, no es culpable de adulterio;
de hecho él puede haber establecido una «unión de hecho» con una mujer previamente
no casada. Pero cuando Basilio le dice que es perdonable, ¿qué le está recomendando
hacer, ahora que está claro que no es —según el Derecho Civil— un adúltero? ¿Ha de
ser perdonado por su fornicación o por su segundo «matrimonio»?, y ¿qué se espera de
él por parte de la Iglesia? En cualquier indagación que llevemos a cabo debemos
recordar que tenemos pocos detalles de las circunstancias precisas del caso.
En la Epístola 188, más en general, Basilio muestra cierta inquietud en sus
respuestas a Anfiloquio. Le dice que la lógica de la enseñanza de Jesús sobre el
matrimonio es que se imponen a ambos, marido y mujer, obligaciones similares, pero
admite que por la costumbre de la Iglesia, al menos en Capadocia, se da por hecho que
un marido se separe de su esposa adúltera, mientras que por el contrario, ella no está
capacitada para actuar de igual modo respecto a su marido. Basilio parece admitir, en
efecto, que los Padres de la Iglesia local han cedido respecto a la enseñanza estricta de
Cristo, probablemente para dar cabida a normas sociales sobre la desigualdad de los
sexos. A continuación, procede a discutir el caso del cristiano que ha sido abandonado
por su esposa y ahora está viviendo con otra mujer. En esta situación va a ser tratado con
indulgencia, por lo tanto, presumiblemente, será admitido, con el tiempo, a la Eucaristía;
tampoco se condena a la mujer con la que vive.
Pero seguro que Basilio no recomendaría que alguien que él considerara un mero
fornicador pudiera ser admitido a la comunión si la «fornicación» continuara, por lo que
la única solución al dilema sería que él considerara a la nueva pareja «casada» en cierto
modo —que también parece ser la interpretación adoptada en el Canon 87 del Concilio
de Trullo—. Por su parte, Crouzel cita y aprueba la opinión de F. Cayré en el sentido de
que Basilio condona este segundo «matrimonio» aunque no lo aprueba.[71] Ciertamente,
en ese momento no se plantearía ningún rito cristiano para tal matrimonio, como
finalmente sí hubo en Bizancio. Sin embargo, el nombre de Basilio se debe agregar al de
Ambrosiaster como un hombre dispuesto, menos de buen grado aunque más obligado, al
menos a tolerar un segundo matrimonio posterior a un divorcio en circunstancias
concretas.[72] Pelland trata de evitar esta conclusión señalando primero la discusión de
las penitencias que sostiene sean el núcleo de la carta de Basilio, y, a continuación, al
hecho de que Basilio dice en otra parte (Moralia, regla 73) que «a un hombre que ha
abandonado a su mujer no le está permitido casarse con otra...»[73] Pero el primero de
estos argumentos no es convincente y el segundo trata de un tipo de caso diferente. Sin
embargo, aun reconociendo que Basilio es generalmente estricto en tales cuestiones,
tenemos que admitir que está dispuesto, por lo menos en este pasaje, a consentir un
segundo matrimonio después del divorcio, pero en circunstancias que son en gran parte
desconocidas para nosotros y en un texto en el que revela malestar por apartarse de las

52
normas bíblicas.

Conclusiones

Quienes argumentan que las pruebas antiguas a favor del cambio son bastante
inadecuadas deben tener cuidado de no exagerar su posición: alguna de las evidencias
aportadas a favor del statu quo, si bien de ninguna manera apoya una posición
alternativa, es ambigua y su interpretación incierta. Es importante que quienes
argumentan contra el cambio eviten las interpretaciones ideológicas e ilusorias que a
menudo anulan las afirmaciones de sus oponentes. Hay una cierta razón para concluir
que el fatídico texto de Basilio a menudo se malinterpreta de este modo, pero la única
guía adecuada en los estudios históricos es una sincera determinación de entender lo que
sucedió y por qué.
No obstante, la conclusión de esta investigación se puede expresar de forma rápida
y concisa: aunque entre los antiguos cristianos los segundos matrimonios mientras
viviera uno de los cónyuges precedentes estaban normalmente prohibidos y a los que los
contraían se les negó la comunión, hubo una pequeña, aunque notable, serie de
excepciones a la regla que, sin embargo, fueron condenadas casi invariablemente.
Aunque no conocemos los motivos de estas excepciones y solo podemos especular sobre
ellos, podemos tener claro, sin ningún género de duda, que son excepciones y que deben
ser tratadas como tales, porque los cristianos de la antigüedad vieron cualquier tipo de
trato más «misericordioso» hacia los divorciados vueltos a casar como algo radicalmente
contrario a las instrucciones del mismo Cristo. Siendo ese el caso, cualesquiera que sean
los méritos o deméritos de los cambios en la práctica actual de la Iglesia romana, está
claro que tales cambios no pueden apoyarse en pruebas significativas procedentes del
mundo de los cinco primeros siglos del cristianismo.
Si nos preguntamos cómo puede ser que haya quienes apelan a las evidencias
antiguas como parte de un argumento a favor del cambio, solo podemos concluir que
ellos (o las fuentes de las que dependen) son culpables de una lamentable práctica
demasiado extendida en el mundo académico: la evidencia a favor de un punto de vista
es abrumadoramente superior, pero hay unos pocos casos, muy pocos, —y quizás
incluso estos sean en gran medida de interpretación incierta— que apuntan a la
conclusión contraria. Es entonces cuando se afirma que la evidencia, si no a favor del
cambio, por lo menos deja la solución abierta. Semejante procedimiento solo puede ser
condenado como metodológicamente viciado.

53
[48] Para una introducción a los problemas filosóficos en cuestión, D. Parfit, Reasons and Persons (Oxford, 1986)
y T. Nagel, The View from Nowhere (Oxford, 1986). Examinaré alguna de las consecuencias de los proyectos
de Hume y similares, todos de disolución del «yo», en Augustine Deformed (de próxima publicación:
Cambridge, 2014).
[49] La aceptación legal, por supuesto no cristiana, del divorcio por consentimiento no fue proscrita hasta la
publicación del Código de Justiniano del año 565.
[50] Cf. Peter Brown, The body and society (New York, 1988), p. 313, sobre la Antioquía cristiana del siglo IV.
[51] El obispo P. Huillier ofrece una visión de esto quizás no del todo anacrónica en «The Indissolubility of
Marriage in Orthodox Law and Practice», St Vladimir’s Theological Quarterly 3 (1988) pp. 199-221: «no se
encuentra en la tradición patrística oriental la idea de que el vínculo matrimonial persista después del
divorcio» (p. 210). Quizás no en el sentido occidental, pero señala, por ejemplo, los repetidos comentarios de
Juan Crisóstomo (Sobre el repudio, 3) de que cualquiera que sea el comportamiento del marido, la mujer está
unida a él durante toda la vida.
[52] Para una buena introducción a los grandes méritos de Agustín sobre el tema, que, no obstante, a veces parece
tropezar con la meticulosidad de la explicación de Agustín en vez de plantearlo como yo lo he esbozado aquí,
ver C. Burke, «Saint Augustine: a View of Marriage and Sexuality in Today’s World», Angelicum 89 (2012)
377-403.
[53] En relaciones posteriores de los siete sacramentos, —al parecer fue reconocido formalmente como tal por
primera vez en el segundo Concilio de Lyon (1274)—, aunque a diferencia, por ejemplo, del bautismo, el
matrimonio no imprime un carácter sacramental en aquellos que lo contraen, se enfatiza siempre la
permanencia del vínculo matrimonial.
[54] Pecados «similares» podrían incluir homicidio (tal vez de los hijos o del cónyuge) o apostasía, esta última
entendida en términos del Antiguo Testamento como fornicación espiritual. Tomo a John Meyendorff como
defensor característico y fiable de la posición ortodoxa; ver su «Christian Marriage in Byzantium. The
Canonical and Liturgical Tradition», Dumbarton Oaks Papers 44 (1990) pp. 99-107, en pp. 102-103 y más en
general, Marriage: An Orthodox Perspective (Crestwood, New York, St Vladimir’s Seminary Press, 1975)
60. Nótese la clara afirmación en «Christian Marriage» 102-103: «La Iglesia bizantina, aunque proclamando
y apreciando el principio de indisolubilidad del matrimonio, como lo afirma Jesús según las narraciones de
los sinópticos... nunca entendió la indisolubilidad como un absoluto legal. Se tolera la famosa excepción de
Mateo... y reconoció el adulterio como causa legítima de divorcio, que abarca otras situaciones en que la
unión mística del marido y la mujer, en realidad, ha dejado de existir, es decir, situaciones prácticamente
equivalentes a la muerte de uno de los cónyuges (desaparición, locura, violencia). Sin embargo, incluso en los
casos en que se admitió el divorcio, el nuevo matrimonio fue, en principio, sólo tolerado y sujeto a
condiciones penitenciales...» Sin embargo, la visión ortodoxa del matrimonio era que éste podría continuar
incluso después de la muerte de las partes, y la extensión de porneia a otras situaciones puede parecer
gratuita.
[55] Debe señalarse que muchas importantes figuras de la Ortodoxia se han preocupado por estos desarrollos,
entre ellos Teodoro de Stoudios, que protestó porque Constantino VI se divorciara de María la Paflagonia en
favor de Teodota en el año 795. Según Teodoro, la «oikonomia» podría permitírsele a Constantino sólo si
abandonaba su adúltera unión con su nueva «esposa»: esto es, si la acción acompañase al «arrepentimiento».
Ver J.H.Erickson, «Oikonomia in Byzantine Canon Law», en K.Pennington and R. Somerville, Law, Church
and Society: Essays in Honor of Stephan Kuttner (Philadelphia, 1977) pp. 225-236. Pero ya se habían dado
pasos decisivos hacia lo que Teodoro desaprobaba, primero a mediados del siglo VI cuando se interpretó que
la carta 188 de Basilio (canon 9) toleraba segundos matrimonios tras el divorcio (será discutida más adelante)
y fue aceptada como parte del canon legal de la Iglesia bizantina. Esto fue confirmado de forma más explícita
por el canon 87 del Sexto Concilio Ecuménico de Trullo (691/692). Ver G. Nedungatt, The Council in Trullo
Revisited (Roma, Pontificio Istituto Orientale, 1995). Así, sobre la base de los textos en discusión de Basilio,
L’Huillier («The Indissolubility of Marriage», p. 204) concluye: «es evidente que en este caso la Iglesia tolera
el nuevo matrimonio», y Meyendorff («Marriage», p. 49) comenta que «San Basilio el Grande (+379), en su
canon 4, define que aquellos que contraen un segundo matrimonio, después de bien la viudez bien el
divorcio, deben someterse a penitencia», lo que implica que, de acuerdo a la tradición oriental, Basilio
aceptaba el segundo matrimonio para los divorciados, vivieran o no los primeros cónyuges.
[56] Así, en el artículo L’ Huillier hay poco análisis sobre la indisolubilidad, aunque se da a entender en el título.
Las observaciones del autor, sin embargo, (p. 210) acerca de que «no se encuentra en la tradición patrística
oriental la idea de que el vínculo matrimonial persista después del divorcio» y (p. 207) de que Agustín, que
ofrece la explicación más «legal» normalmente aceptada en Occidente, estaba probablemente inseguro de su

54
propia posición (la cual el autor parece suponer que Agustín debe haber encontrado defectuosa por las
mismas razones que él lo hace). Así, escribe (p. 207): «Para el obispo de Hipona, esta característica (es decir
la “intangibilidad” del vínculo matrimonial) se deriva del sacramentum, es decir, el compromiso irrevocable
pronunciado por los cónyuges ante Dios. ¿Estuvo Agustín convencido en sus pensamientos más íntimos de la
solidez de estos argumentos? No se puede estar del todo seguro, porque en sus Retractationes admite que la
cuestión es oscura y difícil». Pero ese tipo de análisis psicológico autoindulgente debe ser considerada con
gran recelo.
[57] Ambrosiaster fue un sacerdote romano de finales del siglo IV, cuya excepcional postura ultra-paulina —
piensa que el cónyuge cristiano puede volverse a casar después de que un matrimonio «mixto» se venga abajo
— también incluye negar que las mujeres hayan sido creadas a imagen de Dios (y por razones inusuales).
Para el Ambrosiaster acerca de la diferencia sexual ver D.G. Hunter, «The Paradise of Patriarchy:
Ambrosiaster on Women as (not) created in God’s Image», Journal of Theological Studies 43 (1992) pp. 447-
469; para el más amplio problema de tal (no) creación ver J.M.Rist, What is Truth? From the Academy to the
Vatican (Cambridge, 2008) pp. 18-103. Para el tema del divorcio según el Ambrosiaster, H. Crouzel, L’Eglise
primitive face au divorce. Du premier au cinquième siécle (Paris, 1971) 269-274.
[58] No es necesario enumerar producción literaria anterior, pero para Crouzel, ver especialmente: L’Eglise
primitive face au divorce, «Les digamoi visés par le Concile de Nicée dans son canon 8». Augustinianum 18
(1978) pp. 533-546, «Un nouvel essai pour prouver l’acceptation des secondes noces après divorce dans
l’Eglise primitive», Augustinianum 17 (1977) pp. 555- 566, y «Le remariage après adultère chez les Pères
latins», Bulletin de Littérature Ecclésiastique 75 (1974) pp. 189-204. En los dos últimos artículos Crouzel
esboza un conjunto de principios para la interpretación de textos antiguos que asegura —con éxito— han sido
ignorados por sus críticos, especialmente por Cereti. Ver también, del mismo autor, «Divorce et remariage
dans l’Eglise primitive: Quelques réflexions de méthodologie historique», Nouvelle Revue Théologique 98
(1976) pp. 891-917.
[59] Principalmente en Divorzio, nuove nozze e penitenza nella Chiesa primitiva (Bolonia, 1977, 1978; Roma,
2013), reseñado por Crouzel en La Civiltà Cattolica n. 3046 (Mayo 1977), pp. 304-305.
[60] En particular, G. Pelland, «La prattica della chiesa antica relativa ai fedeli divorziati risposati», Sulla
pastorale dei divorziati (Ciudad del Vaticano, 1998) pp. 99-131.
[61] Comentando el discurso de Kasper publicado como «Il Vangelo della famiglia», Il Regno 15 (2014) pp. 148-
150, p. 150, nota 4, Cereti agradece al cardenal Kasper («pienso que en conformidad con el deseo del Papa»)
por elogiar su propio trabajo acerca de las segundas nupcias para los divorciados, lo que indica que, en su
opinión, el texto clave en el debate es el canon 8 del Concilio de Nicea (que veremos más adelante).
Gentilmente concluye que espera que sus oponentes no se vuelvan consumados novacianos, es decir,
negadores incluso de los segundos matrimonios para viudos, y más en general del poder de la Iglesia «de
perdonar todos los pecados»: por tanto fuera de la comunión eclesial.
[62] Marriage: An Orthodox Perspective, p. 60.
[63] En el discurso publicado como «Bibbia, Eros e Famiglia», Il Foglio, 1 marzo, 2014.
[64] Especialmente en «Les digamoi...»
[65] «La prattica della chiesa».
[66] Crouzel, «Un nouvel essai», 564.
[67] Hay que recordar que, con la aceptación del cristianismo por Constantino, el número de nuevos conversos
debe haber aumentado la presión para una actitud más indulgente con el divorcio. Gallaro (Oikonomia and
Marriage Dissolution, 62), llama la atención sobre la insatisfacción del patriarca Timoteo de Alejandría
(alrededor del año 380) con la laxitud creciente, que desaprueba fuertemente.
[68] Crouzel, L’Eglise primitive, 155-156.
[69] Ibid.
[70] Meyendorff, Marriage, an Orthodox Perspective, 49. Basilio añade que un tercer matrimonio es adulterio,
que exige doble penitencia.
[71] Crouzel, L’Eglise primitive, 147.
[72] Entre otros casos, Basilio también trata de mujeres que pasan por una forma de matrimonio con un hombre
abandonado por su mujer a quien suponen soltero. Son estrictamente culpables de fornicación, pero por
ignorancia, y por lo tanto no hay pena. Pueden volver a casarse, aunque Basilio no lo aconseja.
[73] G. Pelland, «Did the Church treat the divorced and remarried more leniently in antiquity than today?», en
L’Osservatore Romano, 2 febrero 2000, p. 9.

55
CAPÍTULO 4

SEPARACIÓN, DIVORCIO, DISOLUCIÓN DEL


VÍNCULO MATRIMONIAL Y NUEVO MATRIMONIO.
APROXIMACIÓN TEOLÓGICA Y PRÁCTICA DE LAS
IGLESIAS ORIENTALES

Arzobispo Cyril Vasil’, S.J.

Introducción

La aproximación teológica específica y práctica de las Iglesias ortodoxas respecto a


la separación de los cónyuges, a la disolución del vínculo matrimonial, al divorcio y a la
eventual posibilidad de acceder a un nuevo matrimonio con la bendición eclesiástica fue,
hasta hace algún decenio, objeto de interés solo para un pequeño grupo de teólogos y
canonistas católicos. En los últimos años, sin embargo, se ha convertido en un tema que
interesa a una audiencia más amplia. Existen dos razones principales que explican tal
cambio:
1. A partir del creciente fenómeno migratorio, los pastores de la Iglesia católica de
Occidente se enfrentan cada vez más a menudo a la necesidad de ofrecer respuesta a las
peticiones de concesión de licencias para el matrimonio mixto, en el cual una de las
partes, generalmente la «local», es católica y la otra ortodoxa —a menudo recientemente
emigrada de los denominados «países del Este»—. Durante la planificación y la
preparación al matrimonio, frecuentemente se verifica la situación en la que la parte
ortodoxa informa de que, en el pasado, en su patria de origen, contrajo ya matrimonio
religioso en la Iglesia ortodoxa. Matrimonio que no tuvo éxito y que, tras el divorcio
civil, fue declarado disuelto con la aprobación de la jerarquía competente de la propia
Iglesia. Es posible que esta haya incluso promulgado documentos en los que se declara
que el matrimonio ya no es válido, ya no existe, ha sido disuelto, se le ha retirado la
bendición, etc. (los términos empleados varían y no siempre tienen un claro significado
canónico), y que a la persona en cuestión le ha sido concedida la posibilidad de casarse
nuevamente. Para la parte católica que quiere unirse en matrimonio con estos fieles
ortodoxos, y para los pastores de la Iglesia católica que deben pronunciarse al respecto,

56
surge una cuestión urgente: ¿Cómo comprender o interpretar la praxis de las Iglesias
ortodoxas? ¿Qué consecuencias morales, canónicas y pastorales se siguen para los fieles
católicos que quieren unirse en matrimonio con la parte ortodoxa que declara de este
modo su «estado libre»?
2. Otro motivo de creciente interés es el debate en círculos cristianos acerca de la
práctica de las Iglesias ortodoxas relativa a la oikonomia en el contexto del divorcio y las
nuevas nupcias.
Buscamos, por tanto, analizar el origen histórico de la aproximación de las Iglesias
ortodoxas a la solución de las causas matrimoniales, donde por «causas matrimoniales»
se entienden todas las situaciones en las que los matrimonios entre dos fieles son
consideradas nulas, inválidas, disueltas, etc. En este artículo queremos presentar una
breve síntesis de la reflexión teológica y de los procesos pastorales y jurídicos que estas
Iglesias han adoptado a lo largo de la historia. Se intentará, finalmente, ofrecer una
respuesta a las dos preguntas que surgen al respecto:
a) ¿Cuál debe ser la posición de la jerarquía y de los tribunales católicos
competentes a la hora de evaluar los decretos o documentos promulgados por las Iglesias
ortodoxas con los que se comunica la invalidez, la disolución o el divorcio del
matrimonio contraído en las Iglesias ortodoxas con la respectiva licencia para contraer
nuevo matrimonio?
b) ¿Podrá la praxis de las Iglesias ortodoxas ser considerada una vía de salida o una
inspiración frente a la creciente inestabilidad de los matrimonios sacramentales y una
solución para el acercamiento pastoral en relación a las personas que, tras el fracaso del
matrimonio sacramental y el sucesivo divorcio civil, han llegado a contraer un nuevo
matrimonio civil?

La indisolubilidad del matrimonio en Oriente y en Occidente: fuentes


comunes y diferente interpretación

Al examinar cómo se ha formado la idea de indisolubilidad del matrimonio entre


los cristianos de los primeros siglos, debemos constatar y reconocer que la Iglesia
antigua no elaboró una teoría específica del Derecho matrimonial. Los textos de san
Pablo, así como la tradición evangélica de los sinópticos, constituyen un deseo de
presentar la enseñanza de Cristo acerca de la dignidad del matrimonio en las situaciones
concretas del ambiente de la época, sea para el cristianismo que surgía de las raíces
hebreas, sea para el que nacía y se desarrollaba en el contexto cultural romano y
helenístico.
Según la opinión de los exégetas, justamente por esta razón, en el texto de Mateo
que prohíbe el divorcio se encuentra la cláusula acerca del caso del concubinato, de una
unión ilegítima, de la fornicación (Mt 5, 32; 19, 9). De hecho, para la mentalidad de la
época, era social, psicológica y también prácticamente impensable e inaceptable que el
marido continuase conviviendo con la mujer que lo había traicionado.

57
Este acercamiento partía de una percepción veterotestamentaria que encontramos
documentada en Jr 3, 1; la mujer que ha cometido adulterio es justamente repudiada por
su marido y este no vuelve más a ella ni ella puede ya volver con él. Esta mujer está
considerada manchada y el marido que la aceptase participaría así en su pecado:
«Supongamos que despide un marido a su mujer; ella se va de su lado y es de otro
hombre: ¿podrá volver a él?, ¿no sería como una tierra manchada?» Del mismo tono es
también la legislación de Dt 24, 2-4:

«Supongamos que ella, tras haberse marchado de casa de este, se casa con otro hombre, y que luego este
segundo hombre acaba aborreciéndola también, le escribe el acta de divorcio, se la pone en su mano y la
despide de casa, o bien que se muere este otro hombre que se ha casado con ella. En tal caso, el primer marido
que la repudió no podrá volver a tomarla por esposa después de haberse hecho ella impura. Sería una
abominación a los ojos de Yahvé».

La cláusula de Mateo —excepto en el caso de fornicación, de concubinato, de unión


ilegítima— ha contribuido al proceso de diferenciación en la comprensión de la absoluta
indisolubilidad del matrimonio. En nuestra exposición no queremos analizar las
diferentes formas de exégesis de la cláusula de Mateo; basta con darse cuenta de que el
adulterio, principalmente el adulterio de la mujer, era considerado como un grave pecado
contra el vínculo matrimonial, y que, en general, también entre los primeros cristianos
era considerado como una causa suficiente para la ruptura de la unión y para la
separación de los cónyuges. En todo caso, permanece abierta la cuestión de si esta
separación, causada por el adulterio, abría a las partes, o al menos a la parte inocente, el
camino hacia un nuevo matrimonio o no.
Como observa Basilio Petrà, el problema verdadero concierne al significado que se
dé al mandamiento de no separar lo que Dios ha unido (cf. Mc 10, 9). La tradición que se
ha desarrollado en el Oriente ortodoxo interpreta tal mandamiento como un imperativo
moral, que puede ser no observado o traicionado por el hombre pecador: en este caso
está favorecida por la interpretación de porneia como verdadera excepción. La tradición
aceptada en Occidente, y común en la Iglesia católica, sea latina u oriental, tiende a ver
en tal mandamiento la indicación de una objetividad del vínculo que los cónyuges no
pueden ya desatar ni siquiera con su comportamiento sucesivo. De hecho, según las
palabras del Señor, el matrimonio constituye un vínculo tan fuerte y estable que
permanece incluso tras la separación, hasta el punto de que un nuevo vínculo
matrimonial es equiparado a un adulterio.[74]
Nos damos cuenta también de una dificultad terminológica. Hoy, en el espíritu de la
tradición canónica occidental, aceptada también por las Iglesias católicas orientales y por
su terminología, estamos habituados a distinguir entre diferentes términos:
— Separación de los cónyuges con continuación del vínculo matrimonial.
— Disolución del vínculo matrimonial; por ejemplo, en el caso del matrimonio rato
et non consumato, o en aplicación de los privilegios paulino o petrino.
— Declaración de nulidad del matrimonio; esto es, la definición de que el
matrimonio de hecho no ha sido nunca real ni legalmente contraído, por ejemplo, a causa

58
de algún impedimento o por el vicio del consentimiento.
— Divorcio; donde este término indica en modo particular la intervención de la
autoridad civil a través de la cual, desde el punto de vista civil, se disuelve un vínculo
matrimonial y a las partes se les otorga la posibilidad de contraer un nuevo matrimonio
civil. Por su parte, para la Iglesia católica, en el caso de matrimonio sacramental, se
considera al divorcio civil como irrelevante desde el punto de vista espiritual y también
por lo que respecta a la permanencia del vínculo matrimonial sacramental. Tras un
matrimonio sacramental, aunque la convivencia haya sido interrumpida y se haya
llegado al divorcio civil, una eventual nueva convivencia, aunque sea en forma de
matrimonio civil, se sitúa al mismo nivel del estado de pecado grave que constituye un
impedimento para el acceso regular a la comunión eucarística.

Esta diferenciación terminológica que realizamos es el resultado del desarrollo


histórico, y por tanto no sería correcto esperar automáticamente su uso inmediato y
coherente por parte también de los antiguos cristianos o de las fuentes de Derecho de los
primeros siglos. Especialmente entre los autores orientales, antiguos y también
contemporáneos, debemos tener presente una cierta variedad terminológica.
En los primeros cinco siglos los Padres, en general, afirman claramente el principio
de indisolubilidad del matrimonio y la no legitimidad del nuevo matrimonio incluso
después de la separación del primero a causa del adulterio de una de las partes. Algunos
casos no claros, o bien una cierta comprensión racional para los casos humanamente
dramáticos y una eventual tolerancia pastoral de algunas situaciones aisladas y
singulares que contradicen el Evangelio, no ensombrecen el principio general del
rechazo al divorcio y, sobre todo, el rechazo del nuevo matrimonio de las personas
divorciadas. Esta posición radical que englobaba la concepción cristiana del matrimonio
está confirmada también por la legislación eclesiástica de los primeros siglos formulada
por los sínodos y concilios locales y ecuménicos.

El influjo del Derecho Civil romano y bizantino respecto al divorcio y a un


posterior nuevo matrimonio

El Derecho romano de la época precristiana conocía y legislaba sobre el matrimonio


y el divorcio. De por sí, se permitía el divorcio por dos tipos de motivos, tras un acuerdo
entre las partes (dissidium), o bien tras el repudio de las partes por la culpabilidad de una
de ellas (repudium). Además, una de las razones del divorcio era la pérdida de la libertad
personal o de la posición civil de una de las partes.
Los emperadores cristianos se fueron acercando con mucha cautela a la
modificación de estas instituciones del Derecho romano clásico. El emperador
Constantino, con la Constitución del año 331,[75] especificó y precisó las razones por
las cuales era posible obtener el divorcio repudiando a la parte culpable. La culpa que
permitía el repudium para la mujer la constituían el adulterio, el intento de

59
envenenamiento y la prostitución; para el marido, el homicidio, la profanación de
sepulcros y los intentos de envenenamiento. Esta Constitución no permitía otras razones
para el divorcio y toda acción contra ella era sancionada.
Esta innovación en el Derecho matrimonial realizada por el emperador Constantino,
que imponía condiciones más rigurosas para el divorcio, fue abolida en el año 363. Más
tarde encontramos el reglamento del año 421 de los emperadores Constancio II y
Honorio, con el que se introdujo una gradación diferente de los motivos del divorcio,
entre los magna crimina y las mediocres culpae. Otro paso en el desarrollo de la
legislación matrimonial romana tiene lugar bajo el gobierno del emperador Teodosio, en
el año 449. En su Constitución, Teodosio establece que el divorcio solo es posible si
existe una justa causa e indica algunos ejemplos: adulterio, intento de asesinato de una
de las partes, profanación de los sepulcros, etc.
El más grande reformador del Derecho romano, el emperador Justiniano I (527-
565), deseaba personalmente que su reforma del Derecho matrimonial fuese aplicada
también dentro de la Iglesia. Justiniano, en la Novella 111 y, especialmente, en la
Novella 117 del año 542, suprimió la posibilidad del divorcio por medio del acuerdo
recíproco. La transgresión de esta norma fue sancionada por la Novella 134 del año 556
con la pena de reclusión en un monasterio. Este intento de Justiniano, de por sí bien
intencionado, provocó muchas dificultades y tensiones, y por ello su sucesor, Justiniano
II (685-695 / 705-711), reintrodujo la posibilidad del divorcio a través del acuerdo entre
las partes. Otros emperadores, sobre todo los de la dinastía isáurica, León III (711-741) y
Constantino V (741-775), intentaron eliminar este tipo de divorcio mediante algunas
iniciativas jurídicas. Se logró, finalmente, con la Écloga del año 740 y en la legislación
de Basilio el Macedonio (867-886) y de su hijo León VI (886-912).

La legislación de Justiniano especificaba las posibles causas de divorcio de la


siguiente manera:
— Primer grupo. Las causas bona gratia: los cónyuges podían separarse y
divorciarse si en al menos tres años de matrimonio no había existido ningún acto
matrimonial; en caso de prisión del marido durante la guerra, si este no volvía a casa
antes de cinco años; la única causa posible para la separación y para el divorcio con
acuerdo recíproco era si el divorcio estaba motivado por el deseo de entrar en un
monasterio por parte de uno de los cónyuges.
— Segundo grupo. Las causas iusta causa, esto es, cum damno: el hombre podía
repudiar a la mujer si esta había participado en un complot contra el emperador; si había
sido legalmente reconocido su adulterio; si ponía en peligro la vida del marido, si
intentaba asesinarlo o si colaboraba con alguien que pretendía asesinar al marido; si en
modo abusivo e injusto acusaba al marido de adulterio, y si ella misma continuaba
viviendo en concubinato. La mujer podía obtener el divorcio si su marido la empujaba al
adulterio; si ponía en peligro su vida; si, sin posibilidad de demostrarlo, la acusaba de
adulterio, y si él mismo llevaba una vida escandalosa.

60
León VI añadió a esta lista de causas dispuestas por Justiniano las siguientes: la
locura y el aborto voluntario.[76]
La Novella 117 de Justiniano fue un compromiso entre la tradición de la Iglesia
oriental, que permitía la separación a causa de adulterio, o para poder entrar en un
monasterio, y el Derecho romano tradicional, que contemplaba una larga lista de causas
para el divorcio. Por lo que respecta a la Iglesia oriental, a veces se afirma que, en su
deseo de vivir en armonía y sintonía con el poder civil, a menudo llegaba a compromisos
a costa de comprometer el mensaje evangélico. Por lo que se refiere a la aplicación de la
legislación romana sobre el divorcio, en la praxis eclesial podemos decir que durante el
primer milenio la Iglesia, también en Oriente, aplicaba la expresión de san Jerónimo:
aliae sunt leges Caesarum aliae Christi (una cosa son las leyes del César y otra las de
Cristo).[77] En el caso de la Novella 117, durante muchos siglos la Iglesia bizantina
rechazó incluirla entre sus leyes. Desde la segunda mitad del siglo VI comenzaron a
aparecer en la Iglesia las colecciones canónicas en las que se unía la legislación civil y la
eclesiástica, por ejemplo: Collectio 85 capitolorum; Collectio 25 capitolorum; Collectio
tripartita; Sintagma de Juan Escolástico de 50 capítulos, y la primera redacción de un
Nomocanon de 14 títulos. En ninguna de ellas, sin embargo, aparece la Novella 117 de
Justiniano. La Iglesia bizantina, de forma muy radical y a veces también a costa de
conflictos con la voluntad de los emperadores, justificaba la diferenciación entre la
aplicación de las leyes civiles y la legislación eclesiástica. El primer signo de la
aplicación o de la aceptación de algunos motivos para el divorcio es el canon 87 del
Concilio de Trullo del año 692. El concilio permite el divorcio en el caso de soldados
que han sido encarcelados. No obstante, este concilio está más preocupado por garantizar
la posibilidad de un nuevo matrimonio sobre la base de la presunta muerte de uno de los
esposos que por permitir el divorcio en sí.
Un primer cambio lo vemos por primera vez en la edición del Nomocanon de 14
títulos, realizada por el patriarca Focio de Constantinopla en el año 883. En esta
colección, por una parte se afirma la regla de la indisolubilidad del matrimonio; por otra,
se ofrece la lista de causas para el divorcio legal, introducidas por la legislación de
Justiniano. El posterior desarrollo en Bizancio reforzó, por una parte, el papel de la
Iglesia, mientras que por otra la Iglesia aceptó una nueva relación con el Estado. La
nueva compilación de la legislación civil Basílica, en su reelaboración del Corpus Iuris
Civilis de Justiniano, intentaba omitir algunos puntos problemáticos de la legislación de
Justiniano que contrastaban con la posición de la Iglesia. Por otra parte, sin embargo, el
llamado Nomocanon de Focio, que había sido aprobado como colección oficial
legislativa de Bizancio en el sínodo de Constantinopla del año 920, aceptó algunas
posibilidades para el divorcio, por las razones indicadas por la ley.
Hasta finales del siglo IX era posible contraer matrimonio también solo civilmente,
pero desde el año 895, de acuerdo con la Novella 89 del emperador León VI, la Iglesia se
convierte en la única institución competente para la celebración del matrimonio. De este
modo, la bendición sacerdotal fue reconocida como una parte imprescindible del acto
legal del matrimonio. Por tanto, la Iglesia se convirtió públicamente en garante del

61
matrimonio como institución social. Los tribunales eclesiásticos, gradualmente, y desde
el año 1086 de manera definitiva, recibieron la competencia exclusiva para el examen de
los casos matrimoniales, por lo que debían trabajar conforme a la legislación vigente,
estatal y civil; así, cuando esta comienza a aplicar la concesión de los divorcios y de
posteriores matrimonios, la Iglesia es solicitada para el reconocimiento del divorcio y de
las segundas nupcias.
El primer patriarca que, por lo que parece, expresó una posición benévola hacia el
matrimonio fue Alejo (1025-1043). Por una parte, prohibió el matrimonio con la mujer
que hubiera sido repudiada a causa de adulterio (los sacerdotes que hubieran osado
bendecir el posterior matrimonio de estas personas eran amenazados con la suspensión);
por otra, estableció que no era lícito condenar a las personas que se habían separado de
una parte culpable, y que era posible bendecir las segundas nupcias de una mujer
divorciada a causa de la vida inmoral del marido.[78] Comentando esta normativa, Pietro
Dacquino, no obstante, sugiere que en este caso «podría tratarse también aquí de
‘esposos’, porque el cuarto decreto castiga severamente al sacerdote que hubiese
impartido la bendición nupcial a quienes se hubieran divorciado consensualmente, yendo
también contra la ley civil. De hecho, teniendo en cuenta la severidad demostrada por las
Iglesias orientales respecto a las segundas nupcias de los viudos, comprendemos cómo
también aquellas de quienes habían disuelto precedentes esponsales —considerados en
Oriente ya un primer matrimonio— pudieran constituir un problema frente al ideal de
estrecha monogamia, cultivada en aquel tiempo. Tendencias más severas situaban a estos
‘esposos’ en el mismo plano de los viudos, privándoles por tanto de la bendición del
matrimonio si se casaban de nuevo con otros».[79]
Más tarde, los famosos comentaristas del siglo XII, Zonaras, Arístenes y Balsamón,
subrayan el hecho de que el matrimonio no puede ser disuelto por cualquiera y por
cualquier motivo, sino que para el divorcio se tienen que cumplir las condiciones
establecidas por la ley. Prácticamente se trata de una ampliación del canon 48 de los
Cánones de los Apóstoles, en el que se indica la pena de excomunión para el laico que
osase repudiar a la propia mujer por otras razones diferentes de las reconocidas por la
ley.[80] Estos autores no reflexionaron sobre el hecho de que la Iglesia fue obligada a
aceptar una lista más amplia de razones legales para un divorcio. Esta lista no fue
inspirada por el Espíritu de Dios sino más bien por las leyes civiles que a menudo se
basaban en la dureza del corazón humano.
La posterior difusión del cristianismo desde el centro constantinopolitano a otros
territorios de misión y a otras naciones conllevaba asimismo la difusión de la tradición
de la praxis disciplinar jurídica y de los principios teológicos que fundaban tal praxis. En
este contexto, hoy vemos diversas Iglesias ortodoxas que, a pesar del hecho de que están
institucional y jerárquicamente separadas, siguen en la mayor parte los mismos
principios disciplinares y espirituales.

El divorcio en la Iglesia ortodoxa rusa

62
Rusia, habiendo recibido el cristianismo a través de la antigua Bizancio, aceptó del
Derecho bizantino las prescripciones referentes al divorcio, aplicando solo algunas
modificaciones de ámbito nacional.[81] La causa concreta para el divorcio estaba
constituida por la esterilidad de la mujer, y la causa formal, por su entrada en un
monasterio. Ni en Rusia ni en Bizancio la enfermedad crónica de un cónyuge era
considerada causa de divorcio. Jaroslav el Sabio (ca. 978-1054) en la colección jurídica
Ustav estableció de hecho que, aunque la mujer fuese ciega o sufriera una larga
enfermedad, ello no era motivo para repudiarla.[82] En la praxis, sin embargo,
constituyó para el marido causa de divorcio, aunque oficialmente apareciese la entrada
de la mujer en un monasterio. Siempre según la Ustav, el marido podía divorciarse:
a) siempre y cuando la mujer no informase al marido acerca de la intención de un
tercero sobre un complot contra el zar o contra el príncipe;
b) por el adulterio de la mujer;
c) por un complot contra el marido, ya sea por parte de la mujer, ya sea por parte de
otros;
d) cuando la mujer banqueteara con otros hombres o durmiera fuera de casa;
e) en caso de obsesión de la mujer por los juegos;
f) cuando la mujer, sola o sirviéndose de cómplices, robase al marido o a una
iglesia.[83]

A pesar de la lista de los casos según los cuales se podía acceder al divorcio, en los
siglos posteriores, especialmente XVI y XVII, a menudo se efectuaron divorcios también
por mutuo acuerdo, como documentan casos de la Rusia sudoccidental,[84] y la solicitud
de divorcio fue presentada ante los tribunales municipales a través de un acta de repudio
emitida por el clero parroquial. Fue también frecuente el ingreso de la mujer en una
orden monástica, para permitir al marido poder volver a casarse —a veces pueden surgir
dudas sobre la voluntariedad de tal ingreso—. En la praxis judicial, entre las causas de
divorcio estuvo sobre todo el adulterio de la mujer, después la tentativa de homicidio, el
trato cruel a la mujer y, a partir del siglo XVIII, por influjo del Derecho Canónico
occidental, se añadió también la desaparición y la condena por un crimen.
En el denominado período sinodal (es decir, 1721-1917), se estableció un número
fijo para las causas de divorcio, precisado por las autoridades estatales en colaboración
con las eclesiásticas. En el ordenamiento jurídico del zar Pedro I del año 1720, la
condena a prisión fue comparada a la muerte civil, lo que conllevaba también la cesación
del matrimonio existente. En 1722, Pedro I limitó la concesión de los divorcios
restringiendo las causas a tres: adulterio, ausencia del cónyuge por cinco años y exilio a
Siberia. El divorcio para otras causas podía ser solo concedido directamente por el zar y
a este debía ser dirigido el documento de repudio. En casos especiales, el consistorio
eclesiástico y el sínodo deshacían el matrimonio también por locura permanente, aunque
esta hipótesis no estuviese regulada por el Derecho.
La causa más frecuente de divorcio en aquel tiempo fue el adulterio, sea de la

63
mujer, sea del marido. El divorcio podía además ser solicitado también por el cónyuge
que se hubiese convertido al cristianismo si el otro no lo hacía (decreto del 12 de enero
de 1739), aunque directamente no se tratase, en este caso, de la aplicación del
denominado privilegio paulino.
A finales del siglo XIX ya no se permitió el divorcio por mutuo acuerdo, es decir,
sin sentencia, y de este modo se impidió al clero promulgar actas de repudio. El 18 de
marzo de 1905 el sínodo ruso, tras largas discusiones, permitió las segundas nupcias
también para el cónyuge culpable de adulterio.[85]
Para los matrimonios ortodoxos y para los mixtos, de fieles ortodoxos con no
ortodoxos, valían como causas de divorcio diferentes motivos,[86] algunos de los cuales
son considerados por la Iglesia católica como impedimentos (por ejemplo, la impotencia
anterior al matrimonio) y razones de nulidad, o incluso la aplicación del privilegio
paulino.
Motivos prácticos empujaron al santo sínodo a introducir seguidamente también
otras causas de divorcio. Existía así mismo la praxis de los divorcios no logrados
mediante el modo ordinario del proceso judicial, sino a través de una apelación al poder
estatal. Se trató del denominado «Derecho del Estado en las cuestiones de divorcio»,
basado en el poder legislativo del monarca. El motivo de esta praxis fue el hecho de que,
a pesar de que el tribunal tuviera amplio espacio para la valoración libre de las pruebas,
estaba limitado por las prescripciones, al contrario que el legislador.[87]
El concilio local panruso (Vserossijskij Pomestnij Sobor) de la Iglesia ortodoxa
rusa, celebrado en Moscú en los años 1917-1918, decretó nuevas prescripciones respecto
al divorcio. Como reacción a las recientes leyes soviéticas de carácter laico, el santo
sínodo estableció los siguientes principios:
1) el matrimonio bendecido por la Iglesia no puede ser anulado por la autoridad
civil, cuyos divorcios no son aceptados por la Iglesia;
2) los fieles ortodoxos que viven en matrimonio bendecido por la Iglesia y no
anulado por esta, si contraen matrimonio civil, vivirán en la poligamia y el adulterio;
3) la inscripción de los esposos en los registros civiles no sustituye la bendición de
la Iglesia; para que tales matrimonios sean bendecidos es necesario que se celebre el rito
de la coronación.[88]

La deliberación de abril de 1918 estableció principalmente que el matrimonio


bendecido por la Iglesia debería ser indisoluble. El divorcio, por tanto, «sea admitido por
la Iglesia solo por condescendencia hacia la imperfección humana y con atención por la
salvación humana» y a condición de que exista una ruptura en el matrimonio y la
imposibilidad de su reparación. El divorcio es competencia exclusiva del tribunal
eclesiástico, que lo realiza bajo petición de los cónyuges y por las causas establecidas.
[89]
En el año 2000, la Iglesia ortodoxa rusa promulgó nuevos motivos para la
concesión del divorcio:
a) contraer el sida;

64
b) alcoholismo o toxicodependencia demostrados por un estudio médico;
c) abortar sin el acuerdo del marido.

La Iglesia ortodoxa rusa admite actualmente catorce motivos para el divorcio. El


documento del sínodo del año 2000 recuerda cómo en la preparación para el matrimonio
es necesario subrayar ante los novios el principio de indisolubilidad del matrimonio y el
hecho de que el divorcio es solo una solución extrema y puede obtenerse únicamente por
motivos establecidos por la Iglesia. El divorcio eclesiástico no puede ser concedido
alegremente o como ratificación del civil. Se repite también un antiguo principio según
el cual al cónyuge inocente se le permite contraer un segundo matrimonio, mientras que
al cónyuge culpable solo le es permitido una vez que haya prometido la penitencia y
cumplidas las epitimie. En los casos excepcionales de un tercer matrimonio, aumentan
las epitimie.[90] Una reciente normativa de la Iglesia rusa deja a los obispos la
competencia para discernir las cuestiones referentes al divorcio y al nuevo matrimonio.
Tal responsabilidad pueden ejercerla bien personalmente, bien a través del consejo
eparquial. Según el canonista ruso V. Cypin, el obispo, para poder decidir, debe
considerar las declaraciones de los esposos, de su padre espiritual, de testigos dignos de
fe, y también la sentencia civil del tribunal o del órgano estatal competente que se haya
manifestado sobre el tema.[91]
Del estudio de casos concretos de los decretos o declaraciones de divorcio
promulgados por obispos de la Iglesia ortodoxa rusa no se deduce, sin embargo, que se
haya llevado a cabo un procedimiento canónico de investigación o se haya aplicado
alguno de los motivos indicados en la legislación eclesiástica, encontrándonos a menudo
ante declaraciones en las que se parte simplemente de la constatación de la ausencia de
convivencia, de la existencia de divorcio civil y de la petición presentada por una de las
partes interesadas. Seguidamente a esto, se concede la bendición a la disolución del
matrimonio religioso y la posibilidad de un segundo matrimonio.[92]

El divorcio en la Iglesia ortodoxa griega

Respecto a la indisolubilidad del matrimonio para los autores bizantinos no se ha


publicado nunca un tratado sistemático.[93] Así, a partir del siglo XII el divorcio fue
aceptado en la legislación canónica y en la praxis de la Iglesia griega. Poco a poco se
introdujeron nuevas causas de divorcio, adecuándose a la moral y a la situación de la
sociedad. Se consideran, por tanto, causas de divorcio la ausencia inmotivada de un
cónyuge durante cinco años, la aversión invencible causada por un defecto disimulado
con anterioridad al matrimonio y el odio de la mujer hacia el marido.[94] A partir del
siglo XVI se añadieron otras: grave enfermedad crónica, grave incompatibilidad del
carácter de los cónyuges, condena infamante, abandono del lecho conyugal por tres años,
así como el divorcio consensual. En este último caso, no obstante, el divorcio era
concedido solo por el patriarca.[95] A partir del siglo XVII la praxis divorcista se

65
agravó, por lo que el matrimonio pudo ser disuelto solo por la causa mencionada en los
evangelios.[96]
A finales del siglo XVIII la compilación jurídica Pedalion consintió una única
causa de divorcio, el adulterio. En su canon 48 se afirma que serán excomulgados el
hombre que se case con una divorciada y la divorciada que se case con otro hombre.
Según el comentario a este canon, la excomunión no afecta al divorcio por adulterio, tal
y como recoge el Evangelio. La excomunión recae tanto sobre el marido como sobre la
mujer y se produce cuando se divorcien por causas diferentes al adulterio y contraigan
un nuevo matrimonio. Estos adúlteros, más tarde, se someten a la pena canónica de siete
años de prohibición de la comunión (can. 87 del Concilio de Trullo, can. 10 del sínodo
de Ancira y cánones 37 y 77 de san Basilio). Según el canon 43 del sínodo de Cartago,
los cónyuges divorciados no a causa de adulterio deben o reconciliarse o no casarse
nuevamente.[97] El Pedalion fue publicado con el acuerdo del Patriarcado Ecuménico y
se convirtió en obra de referencia principalmente de la Iglesia griega. No obstante, nunca
tuvo un influjo demasiado restrictivo sobre la práctica del divorcio.[98]
Una vez obtenida la independencia por parte del reino griego en 1832, los asuntos
matrimoniales fueron regulados por un decreto real de 1835. En él se dice que las leyes
civiles contenidas en la obra Hexabiblos[99] permanecerían en vigor hasta la
promulgación del Código Civil. El Derecho matrimonial de la colección Hexabiblos
contenía sobre todo las leyes de Justiniano y las normas de sus sucesores. El Estado
griego reconoció la índole sacramental del matrimonio y encargó los asuntos
matrimoniales a la Iglesia ortodoxa griega, excepto en cuestiones de divorcio, que
permanecieron en manos del Estado. A los obispos, por tanto, correspondía el examen de
los presupuestos del contrato matrimonial y de los impedimentos; a los tribunales civiles,
los del divorcio. La Iglesia obtuvo después el papel de intermediario en las causas de
divorcio: antes de que la causa llegase al tribunal civil, el obispo debía buscar el acuerdo
entre las partes. Solo después de la finalización de un período de prueba de tres meses la
parte actora podía presentar el recurso al tribunal civil. Si dicho tribunal aprobaba el
divorcio, también el obispo estaría obligado a declarar el divorcio «espiritual».[100]
Las causas de divorcio en aquel tiempo fueron divididas en cum damno y en bona
gratia.[101]
En 1920 fue promulgada una nueva ley sobre el divorcio (ley 2228/1920). Las
causas para el divorcio fueron divididas en dos grupos: causas absolutas (por las cuales
el divorcio debía ser concedido sin excepción) y causas relativas (por las que el divorcio
podía otorgarse solo si estas influían en la relación entre los cónyuges de manera tal que
impedían la convivencia).[102]
Hasta el año 1982, cuando entró en vigor la nueva ley sobre el matrimonio civil, n.
1250/1982, no se reconocía en Grecia el matrimonio civil; era inválido incluso si había
sido celebrado en el extranjero. El matrimonio era considerado (ley 2250 del 15 de
marzo de 1940) como institución exclusivamente eclesiástica. Los divorcios, al igual que
la nulidad, fueron, no obstante, regulados solamente por el Código Civil y eran de
competencia exclusiva de los tribunales civiles. A la autoridad eclesiástica le

66
correspondía solo el proceso arbitral. Según el Código Civil de 1940 existían cinco
motivos para el divorcio civil con culpa y otros cuatro no asociados a culpa alguna.[103]
En la praxis, no obstante, la mayor parte de los divorcios era motivada según el
artículo 1442 del Código Civil, según la cual todo cónyuge podía solicitar el divorcio si
por culpa del otro se hubiese llegado a una grave ruptura del matrimonio. La ley no
reconocía, sin embargo, el divorcio consensual.
El procedimiento de divorcio se desarrollaba de la siguiente manera: la demanda de
divorcio se presentaba al obispo, que intentaba conciliar a los cónyuges. Si después de
tres meses la reconciliación no hubiera sido posible, el obispo informaba al tribunal civil,
que aceptaba la causa. No obstante, el tribunal civil podía aceptar la causa incluso sin
haber sido informado por el obispo, dado que el intento de conciliación ya había tenido
lugar. El tribunal civil pronunciaba después la sentencia. Tras formalizar la sentencia, el
procurador la notificaba al obispo. Más tarde, el tribunal de la eparquía emitía también
su sentencia.
El cónyuge divorciado, cuyo divorcio civil fuese reconocido también por la
autoridad eclesiástica, que después hubiese querido contraer un nuevo matrimonio,
tendría que haberse sometido a una penitencia (epitimia); el rito del nuevo matrimonio
también tenía carácter penitencial. Si el cónyuge divorciado era declarado culpable, no
podía acudir a un sacerdote y este no podía participar en el banquete nupcial. El tercer
matrimonio se concedía solo a los divorciados que hubieran cumplido 40 años de edad y
no tuvieran descendencia. A ellos, sin embargo, se les prohibía acceder a la comunión
durante cinco años. Se admitía una excepción a quienes tuvieran 30 años y prole: estos
podían volverse a casar previa penitencia de cuatro años. El cuarto matrimonio estaba
prohibido.[104]
Después de 1950 se discutió mucho la cuestión de los denominados «matrimonios
muertos», es decir, de los matrimonios de aquellas personas que durante un largo
período de tiempo vivían separados sin esperanza de reconciliación y que no podían, sin
embargo, presentar motivos para el divorcio. En 1965, en la Cámara de Diputados de
Grecia, se presentó un proyecto de ley sobre el «divorcio automático». A causa de la
gran oposición mostrada por la Iglesia ortodoxa, la ley que otorgaba la posibilidad del
divorcio automático no fue ratificada hasta el 1 de marzo de 1979 (Ley n. 868/1979).
[105]
La reforma del Derecho de la familia se llevó a cabo en Grecia con la ley n.
1250/1982. Esta reforma abolió las bodas civiles obligatorias e introdujo una alternativa
entre el matrimonio civil y el canónico. Al mismo tiempo, canceló una serie de
impedimentos matrimoniales que estaban presentes en el Código Civil. La Iglesia griega,
sin embargo, conservó tales impedimentos.
En las causas de divorcio son competentes, según el actual reglamento jurídico
griego, solo los tribunales civiles. La Iglesia puede intervenir solo después de la
sentencia civil, deshaciendo el matrimonio en el plano espiritual. Este procedimiento
afecta a todos aquellos que hayan celebrado un matrimonio canónico y quieran contraer
otro. El período obligatorio para la conciliación ante el obispo fue abolido una vez que

67
los matrimonios civiles fueron permitidos por la ley.[106]
Tras la reforma normativa de 1982 quedan solo dos motivos principales para el
divorcio civil: la perturbación grave de la vida conyugal (art. 1439) y la desaparición
(art. 1440). Se admite el divorcio por mutuo acuerdo (art. 1441).
En la Iglesia ortodoxa griega tienen validez actualmente las siguientes causas de
divorcio:
a) Causas de divorcio para el marido:
— adulterio de la mujer.
— amenaza contra su vida por parte de la mujer.
— aborto doloso tras el cual la mujer quede incapacitada para la vida matrimonial.
— abandono sin motivo de la casa por parte de la mujer contra el deseo del marido.
— visitas a lugares de encuentro sin consentimiento del marido.
b) Causas de divorcio para la mujer:
— adulterio del marido.
— pública e injustificada acusación de adulterio por parte del marido.
— intento de deshonra moral de la mujer por parte del marido.
c) Causas de divorcio comunes a ambos cónyuges:
— apostasía de la fe cristiana.
— rechazo doloso del bautismo de la prole.
— ordenación episcopal del marido.
— ingreso en la vida religiosa.

Ya que es reconocida como razón válida para el divorcio por la ley civil, la Iglesia
ortodoxa griega también reconoce la desaparición de uno de los cónyuges por abandono
deliberado como motivo válido para el divorcio religioso.[107]
Examinando el tratamiento de la cuestión del divorcio en la Iglesia ortodoxa rusa y
en la griega, las causas de divorcio pueden ser divididas en tres grupos:
1. adulterio y otros actos inmorales semejantes.
2. situaciones físicas o jurídicas próximas a la muerte (desaparición, intento de
homicidio, enfermedad incurable, detención, separación por un largo período de tiempo,
etc.).
3. imposibilidad moral de una vida común (incitación al adulterio, etc.).

Los procedimientos jurídicos en los países con estatutos personales

En 2001, en la facultad de Derecho Canónico Oriental del Pontificio Instituto


Oriental se defendió una tesis doctoral realizada por Giuseppe Said Saad sobre el tema
La dissolution matrimóniale dans les communautés orthodoxes au Liban. El autor
presentó las normas jurídicas y la praxis de las cinco Iglesias orientales no católicas:
griego-melquita, armenia, siríaca, copta y asiria del este. En el Líbano, al igual que en
otros países del antiguo Imperio Otomano, la vida de las comunidades cristianas está

68
gobernada por los denominados estatutos personales. En estos estatutos, las Iglesias se
definen a sí mismas y también establecen cómo es su relación con las demás
comunidades eclesiales. Dado que la cuestión del Derecho matrimonial es un tema muy
delicado que se refiere también a la vida pública y social de los individuos, en los
estatutos personales ha sido necesario precisar algunas cuestiones sobre el procedimiento
y algunos criterios jurídicos que han de utilizarse en las causas matrimoniales. De este
modo, las Iglesias estaban «obligadas» a definir las causas y condiciones para la
declaración de la nulidad matrimonial y la desaparición del vínculo matrimonial, para la
separación de los esposos manente el vínculo y para el divorcio, así como para la
posibilidad de contraer un nuevo matrimonio.
Una mirada de conjunto sobre algunas tipologías de acercamiento a las cuestiones
matrimoniales en algunas Iglesias ortodoxas nos lleva a la conclusión de que estas —en
la práctica concreta— o sancionan o reconocen más o menos veladamente los divorcios
civiles. No legitiman los divorcios, pero los toleran.[108] El divorcio ex consensu es
teóricamente rechazado, pero ante los divorcios civiles obtenidos a través de ese
procedimiento se termina por conceder también en este caso la declaración de la
desaparición del vínculo matrimonial, concediendo así la posibilidad de un nuevo
matrimonio.
En la actual praxis, la separación prolongada de los cónyuges se iguala al divorcio,
ya que, según la teología ortodoxa, la vida común es un elemento esencial del
matrimonio y el concepto de la separación manente vinculo, tal y como se aplica en la
Iglesia católica, es desconocido en las Iglesias ortodoxas.

La indisolubilidad del matrimonio: ¿existe una doctrina ortodoxa común?

Cuando queremos presentar una doctrina ortodoxa común respecto a la


indisolubilidad del matrimonio, el divorcio o el matrimonio de personas divorciadas, nos
encontramos ante la duda de si ciertamente es posible hablar de una doctrina común o de
un magisterio de las Iglesias ortodoxas, o por el contrario se trata solo de una praxis de
cada una de las Iglesias, de algunos obispos o del parecer de ciertos teólogos. En nuestro
artículo no pretendemos dar una respuesta definitiva a esta pregunta. Buscamos, no
obstante, presentar al menos en modo sintético algunos temas que surgen por parte
ortodoxa cuando se reflexiona sobre este asunto. Hacemos referencia a la obra de Luigi
Bressan que hemos ya mencionado.[109] Por una parte, la primera dificultad reside en el
hecho de que, en el pasado, solo unos pocos autores ortodoxos han realizado una
reflexión teórica más profunda sobre la cuestión, y también en la actualidad la cantidad y
la calidad de la reflexión teológica y canónica son relativamente bajas.
La verdadera reflexión de los autores ortodoxos no comienza hasta el s. XIX, y a
menudo como reacción a la posición de los autores católicos. También un conocido
teólogo ortodoxo de la diáspora, Alexander Schmemann (1921-1983), indica que los
aspectos particulares de la doctrina ortodoxa sobre el matrimonio no han adquirido hasta

69
ahora el carácter de una doctrina firme y sistemática.[110] A partir de los datos
históricos, podemos indicar que en la profesión de fe del patriarca constantinopolitano
Jeremías, de 1574, se subraya que Cristo ha venido a perfeccionar las leyes de Moisés
prohibiendo la separación de lo que Dios ha unido. En la profesión de fe ortodoxa de
1695 se exige a los que se van a casar que no abandonen al otro, que mantengan la
fidelidad, el amor y el honor matrimonial hasta el final. La confesión de fe de tres
patriarcas, Paisio de Constantinopla, Silvestre de Antioquía y Crisanto de Jerusalén, de
1727, por una parte permite la posibilidad del divorcio en algunos casos previstos por el
Derecho, pero por otra parte, al mismo tiempo, recuerda el principio de la indisolubilidad
del matrimonio. El conocido y muy estimado manual de Derecho Canónico Pedalion,
compuesto a finales del siglo XVII por Nicodemo Hagiorita, y que hasta hoy se publica
con la aprobación del patriarca de Constantinopla, permite la posibilidad del divorcio
solo en el caso de adulterio, de herejía y de atentado contra la vida del cónyuge.
En general, podemos decir que todos los autores ortodoxos, partiendo del texto del
Evangelio, en el fondo reconocen la indisolubilidad del matrimonio cristiano como una
de sus características y la presentan a todos los esposos cristianos como un ideal al cual
deben tender en sus vidas. Leyendo y valorando las posiciones de los autores ortodoxos,
parece que ven la posibilidad del divorcio solo en caso de adulterio, mientras que otros
autores que ofrecen una aproximación más bien canónica indican diferentes causas y
razones por las cuales sería posible el divorcio. En todo caso, aunque la jerarquía
ortodoxa admita la posibilidad del divorcio y del nuevo matrimonio, lo hacen como
excepción que confirma la regla de la unicidad del matrimonio y de su indisolubilidad.
Entre los autores y obispos ortodoxos no faltan las voces de quienes son contrarios
a cualquier excepción y sostienen la necesidad de la absoluta observancia de la
indisolubilidad del matrimonio y de la imposibilidad del divorcio. Por ejemplo, el
arzobispo ruso Ignacio (en la Iglesia ortodoxa rusa, san Ignacio Brianchaninov, 1807-
1867) no permitía el divorcio bajo ningún motivo, ni siquiera por el adulterio de alguno
de los cónyuges. Más moderada aunque igualmente significativa oposición al divorcio
fue evidenciada tanto por el arzobispo Jacobo (Coucouzis, 1911-1915), metropolita
ortodoxo de la América Septentrional y Meridional (1959-1996), que ya en 1966 insistía
en que era necesario limitar la concesión de los divorcios, como por el patriarca copto
Shenuda III (1923-2012) que, tras su entronización en 1971, redujo las numerosas causas
por las que se concedía el divorcio en la Iglesia copta, a una: la del adulterio.[111]

Razones para el divorcio: intentos de sistematización

Podemos reagrupar las razones que los autores y la jerarquía admiten en algunas
situaciones como suficientes para el divorcio y un posterior matrimonio, intentando
mantener el ideal universal de la indisolubilidad matrimonial.

70
a) Adulterio y fornicación

Como se ha indicado, las autoridades ortodoxas generalmente interpretan Mt 5, 32 y


19, 9 como argumento para permitir el divorcio en caso de adulterio. Si hay un punto de
vista común entre los obispos y los teólogos ortodoxos orientales, es precisamente este.
Muchos teólogos y obispos sostienen la relativamente estricta posición de que el
divorcio y las nuevas nupcias son solo posibles en los casos de adulterio.
En los casos de adulterio, la Iglesia ortodoxa puede permitir a las dos partes,
inocente y culpable, contraer un nuevo matrimonio, pero en el caso del culpable, solo
tras el cumplimiento de una larga y exigente penitencia. El teólogo greco-ortodoxo
Panagiotis Trembelas considera inadmisible el nuevo matrimonio de una mujer adúltera
con su cómplice, es decir, con la persona con la cual ha cometido adulterio.[112] A.
Altan, sin embargo, añade que para la declaración del divorcio no es suficiente un único
acto adúltero, sino que debe tratarse de un estado duradero de infidelidad matrimonial.
[113]

b) Teoría de la gracia no acogida

Según I. Meyendorff, el matrimonio, dado que es un sacramento, se refiere no solo


a la vida terrena, sino también a la vida eterna, y la gracia sacramental recibida no
termina ni siquiera con la muerte. El matrimonio es, al mismo tiempo, el don de la
libertad humana. La gracia, por tanto, debe caer sobre tierra fértil, debe ser acogida. Esta
acogida, aceptación, de la gracia exige también el esfuerzo humano. Renunciar a tal
esfuerzo comporta el rechazo de tal gracia.[114] En este sentido, según la visión de
Meyendorff, el «divorcio eclesiástico» es solo la constatación por parte de la Iglesia de
que las personas han rechazado la gracia sacramental del matrimonio.
Paul Evdokimov continúa el desarrollo de la idea de la gracia rechazada o no
acogida. Si la unidad de la vida de los esposos y su recíproco amor es la imagen de la
gracia sacramental, en el caso de que este amor recíproco se apague, desaparece también
la comunión espiritual que se exterioriza y se realiza en la unión corporal —una caro—.
La continuidad de la convivencia matrimonial en estas condiciones sería más similar a la
fornicación que a la imagen de la unidad espiritual; también una «fornicación» de este
tipo comporta la conclusión del matrimonio.[115]

c) La muerte espiritual y moral del matrimonio

Al inicio del siglo XX, el gran canonista serbio Nikodim Milaš elaboró y desarrolló
la teoría de la muerte moral del matrimonio.[116] Esta teoría fue más tarde desarrollada
por el teólogo griego Hamicar S. Alivisatos.[117] Según esta teoría, si la muerte física de
uno de los cónyuges hace concluir el vínculo matrimonial y para el viudo se abre la

71
posibilidad de un nuevo matrimonio, podemos también hablar de una muerte no solo en
sentido físico sino también espiritual.

Consideraciones conclusivas

Según el arzobispo ortodoxo de Nueva York, P. L’Huillier, la Iglesia ortodoxa


generalmente no decide acerca de la disolución del matrimonio, excepto cuando la
propia Iglesia tiene también una responsabilidad civil. Para el canonista católico
habituado a razonar con las categorías del Derecho procesal matrimonial a veces es
difícil acostumbrarse al hecho de que en las Iglesias ortodoxas de por sí no se habla
nunca de las cuestiones de procedimiento de las causas matrimoniales, de que no
aparecen las figuras del abogado, del promotor de justicia, del defensor del vínculo, de
las instancias de apelación, etc.
El mismo autor indica que las Iglesias ortodoxas prácticamente no han elaborado
nunca una doctrina clara respecto a la indisolubilidad del matrimonio que elevaría a
nivel jurídico las exigencias neotestamentarias. Este hecho es la clave de lectura que nos
permite entender por qué las Iglesias ortodoxas, a través también de las expresiones de
sus autoridades supremas, a veces aceptan solo pasivamente la realidad sociológica. Este
laxismo se manifiesta no solo en la ampliación inadecuada de las causas legítimas para el
divorcio en contra de los criterios indicados en el Nomocanon, sino a veces también en la
total desaparición de las diferencias entre el divorcio concedido bona gratia y el
concedido cum damno. Este laxismo lo vemos también en la aceptación de la posibilidad
del segundo matrimonio para los divorciados, donde prácticamente se cancela la
diferencia entre la parte que ha causado la ruptura del matrimonio precedente y la parte
inocente, creando así la impresión de que el divorcio concede automáticamente el
derecho a contraer un nuevo matrimonio.[118]
Otro autor ortodoxo, Alvian Smirensky, comentando los decretos del sínodo de
Moscú de 1918, indica con cierta tristeza que, por desgracia, en estos documentos se
dedican a la cuestión de la indisolubilidad del matrimonio solo quince líneas, mientras
que las siguientes siete páginas del texto describen los modos en los cuales es posible
deshacer este vínculo indisoluble.[119]

Posición de la Iglesia católica

La Iglesia católica no reconoce los procedimientos que se desarrollan en la


declaración de disolución de un vínculo matrimonial, o aquellos aplicados en el caso de
un divorcio por causa de adulterio, en el modo en que estos procedimientos se emplean
por parte de algunas Iglesias ortodoxas, ni reconoce la aplicación del principio de
oikonomia (que considera en este caso contrario al derecho divino), porque tales
disoluciones suponen la intervención de la autoridad eclesiástica para romper un pacto

72
matrimonial válido.
El problema se sitúa principalmente en el hecho de que en las sentencias o
decisiones promulgadas por las autoridades de las Iglesias ortodoxas suele faltar y es
prácticamente desconocida la distinción entre «declaración de nulidad», «anulación»,
«disolución» o «divorcio», y a menudo en tales declaraciones faltan las motivaciones
subyacentes a las decisiones emitidas. Además, existen fundadas dudas sobre la seriedad
del proceso canónico acerca de la verificación de la eventual validez o nulidad de un
matrimonio en las Iglesias ortodoxas. Esto plantea una verdadera duda acerca de la
motivación, la legitimación de tales declaraciones y sobre su aplicabilidad también en la
Iglesia católica.
Desde el punto de vista del Derecho matrimonial católico, debemos considerar el
matrimonio válido hasta que no exista una prueba contraria cierta (cfr. Can. 1060 CIC y
can. 779 CCEO). Muchas Iglesias ortodoxas ratifican prácticamente la sentencia de
divorcio emitida por los tribunales civiles. En otras Iglesias ortodoxas, como en el Medio
Oriente, las autoridades eclesiásticas, a las que corresponde la competencia exclusiva en
materia matrimonial, emiten sentencias de disolución del matrimonio religioso aplicando
exclusivamente el principio de oikonomia.
Al inicio de este artículo nos preguntamos si la praxis ortodoxa podría representar
una vía de salida o una inspiración para hacer frente a la creciente inestabilidad de los
matrimonios sacramentales y una solución para el acercamiento pastoral a las personas
divorciadas y vueltas a casar civilmente.
Antes de responder a tal pregunta es lícito plantearse otra cuestión: ¿pueden
resolverse las dificultades que deben afrontar los matrimonios en el mundo
contemporáneo con la disminución de la exigencia respecto a su indisolubilidad?
¿Habríamos ayudado de este modo a aumentar la dignidad del matrimonio, u
ofreceríamos solo un placebo, al modo veterotestamentario, por la dureza de los
corazones?
Cristo trajo su nuevo y revolucionario mensaje, contracorriente respecto al mundo
pagano. Sus discípulos anunciaron su buena noticia sin temor a presentar sus exigencias
demasiado elevadas, imposibles de alcanzar o contrapuestas a la cultura de la época. El
mundo de hoy está igualmente impregnado por el neopaganismo del consumo, la
comodidad, el egoísmo; está lleno de nuevas barbaries perpetradas con medios cada vez
más modernos y más deshumanizadores; la fe en los principios sobrenaturales está
expuesta, hoy más que nunca, al escarnio.
Todo esto nos podría llevar a considerar la dureza del corazón como argumento
vencedor ante el que debe inclinarse también la claridad de la enseñanza del Evangelio
sobre la indisolubilidad del matrimonio cristiano. Pero, como respuesta a tantos
interrogantes, a tantas dudas y a tantas tentaciones de un atajo y de una disminución de
la exigencia en aquel salto existencial que se realiza en la gran batalla de la vida
matrimonial, en medio de toda esta confusión y entre tantas voces contrastantes o que
distraen, todavía hoy resuenan las palabras del Señor:
Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre (Mc 10, 9).

73
Y la consideración final de Pablo: Gran misterio es este... (Ef 5, 32).

74
[74] Cf. B. Petrà, Divorzio e seconde nozze nella tradizione greca. Un altra via, (Asís, Cittadella editrice, 2014),
pp. 183-184.
[75] Codex Theodosianus 3.16.1
[76] Cf. Luigi Bressan, Il divorzio nelle Chiese orientali: ricerca storica sull’atteggiamento cattolico (Bolonia,
Edizione Dehoniane, 1976), pp. 22-23.
[77] Epist. 77.3 (PL 22, 691).
[78] Cf. Bressan, Il divorzio, p. 28.
[79] Pietro Dacquino, Storia del matrimonio cristiano alla luce della Bibbia. 2. Inseparabilità e monogamia,
(Leumann, Elle Di Ci, 1988), pp. 298-299.
[80] Cf. Pierre L’Huillier, «L’indissolubilité du marriage dans la droit et la pratique orthodoxes», Studia Canonica
21 (1987) p. 251.
[81] En lo que sigue, respecto a la práxis de las iglesias rusa y griega, nos apoyamos principalmente en el trabajo
de Jiří Dvoráček, «Il divorzio del vincolo matrimoniale nelle Chiese ortodosse e le sue conseguenze
giuridiche per la Chiesa cattolica», Rodina, konflikt a možnosti mediace, eds. Slávka Michančová and Lenka
Pavlová (Křtiny, Evropský smírčí institut, 2011) pp. 25-67. El artículo fue originalmente parte de una tesis
doctoral defendida en el Pontificio Instituto Oriental de Roma.
[82] Cf. Ustav velikago knaza Jaroslava, prostrannaja vostočnorusskaja redakcia, art. 12, citado en Vladimir
Nikolaevich Beneševič, Sbornik pamjatnikov po istorii cerkovnogo prava, preimuščestvenno russkogo,
končaja vremenem Petra Velikago (Petrogrado, 1914), p. 80.
[83] Cf. Ustav velikago knaza Jaroslava, vostočnorusskaja redakcia, art. 55, citado en Beneševič, Sbornik, pp. 85-
86.
[84] Cf. Archiv Jugo-Zapadnoj Rossiji, part 8., vol. 3, 71-72.
[85] Cf. Ivan Žužek, S.J., Kormčaja kniga: Studies on the Chief Code of Russian Canon Law, (Roma, Pontifico
Instituto Oriental, 1964), p. 249.
[86] (1) adulterio de uno de los cónyuges: al respecto, la ley no hablaba de la posibilidad de nuevas nupcias, pero
la praxis las consentía; (2) bigamia; (3) falta de capacidad para la vida conyugal, es decir, impotencia
preesistente al matrimonio (no impotentia superveniens): la solicitud de divorcio podía presentarse en los tres
años posteriores a la celebración de la boda; (4) condena de uno de los cónyuges a trabajos forzados o al
exilio, con privación de todos los derechos civiles: el divorcio podía ser solicitado por el cónyuge inocente
que no quisiera seguir al condenado al lugar de exilio y deseara volver a casarse (este derecho era aplicable
una vez la sentencia fuera firme), o por el cónyuge condenado; (5) imposibilidad de localizar a uno de los
cónyuges: esta debía durar al menos cinco años y, únicamente una vez transcurrido este periodo, podía
presentarse la demanda de divorcio al consistorio eclesiástico; (6) en el caso de un matrimonio mixto, no
querer el cónyuge pagano permanecer con el cónyuge convertido a la fe ortodoxa ni obligarse a no desalentar
la ortodoxia al otro cónyuge o a los hijos; (7) hacer votos monásticos cualquiera de ambos cónyuges, y ello
sin posibilidad de volver a casarse. Por tanto, no está permitido que, en vida de uno de los dos cónyuges, el
marido o la mujer entren en un monasterio.
[87] Cf. N. S. Suvorov, Učebnik cerkovnogo prava, 4 izdanie, (Moscú, Izd. A. A. Karceva, 1912), p. 390.
[88] Ver Dvoráček, «Il divorzio», pp. 40-41. La fuente de este autor consiste en las deliberaciones del santo
sínodo de la Iglesia ortodoxa rusa, 19 de febrero - 4 de marzo de 1918, publicadas por el Svjaščennyj Sobor
Pravoslavnoj Rossijskoj Cerkvi en Dejanija Sobranie opredelenij i postanovlenij, vol. 2, part 2 (Moscú, Izd.
Sobornogo Soveta, 1918), pp. 21ss.
[89] Estas causas, según establece la deliberación mencionada, son: (1) apostasía de la ortodoxia; (2) adulterio y
prácticas homosexuales: la demanda de divorcio podía presentarse por el cónyuge perjudicado en los tres
años posteriores a que sobreviniera el conocimiento del adulterio del otro cónyuge, pero como máximo antes
de diez años; (3) impotencia, la cual debía ser permanente y preesistente al matrimonio. Se podía presentar la
demanda de divorcio sólo al cabo de dos años de la celebración del matrimonio; (4) lepra y sífilis: en el caso
de la lepra la demanda la podían presentar tanto el cónyuge sano como el enfermo, mientras que en el de la
sífilis sólo podía hacerlo el sano, cuando la enfermedad constituyera una amenaza para sí o para la prole; (5)
imposibilidad de hallar a uno de los cónyuges durante tres años seguidos, o sólo dos cuando la causa sea
guerra o calamidad; (6) condena a una pena a consecuencia de la cual se pierdan los derechos civiles: sin
embargo, el matrimonio no es disuelto si la vida matrimonial prosigue también con posterioridad a dicha
condena; (7) amenaza contra la vida del otro cónyuge o la de los hijos; (8) relaciones sexuales entre suegro y
nuera, lenocinio y aprovechamiento del estado de necesidad del cónyuge; (9) celebración de un segundo
matrimonio. A estas causas de divorcio la deliberación de 20 de agosto - 2 de septiembre de 1918 añade otras
dos: (10) trastorno psíquico incurable de uno de los cónyuges, el cual no permita proseguir la convivencia;

75
(11) abandono doloso del otro cónyuge, cuando esto no permita que prosiga el matrimonio. Cf. Dvoráček, «Il
divorzio», pp. 41, nos. 43, 44.
[90] Osnovy socialnoj koncepcii Russkoj Pravoslavnoj Cerkvi (anno 2000), cap. X: Voprosy ličnoj, semennoj i
obšestvennoj nravstvennosti, parágrafo 3.
[91] Cf. V. Cypin, Cerkovnoje pravo, (Izdatel‘stvo Moskovskogo universiteta, 1996), 386.
[92] Cf. un reciente estudio de E. SHESTAK, Divorce and Remarriage in the Orthodox Churches of the Tradition
of Kiev, (Lira, Uzhhorod, 2011), pp. 260-261, mientras que para el texto de los decretos cf. pp. 280-285.
[93] Cf. P. L’Huillier, L’indissolubilité, p. 252. Sobre los divorcios en el Bizancio tardío trata de manera detallada
el artículo de P. Viscuso, «Late Byzantine canonical views on the dissolution of marriage», Greek Orthodox
Theological Review 44, 1-4 (1999) pp. 273-290.
[94] Cf. J. Dauvillier - C. de Clercq, Le mariage en droit canonique oriental, (Paris, 1936), pp. 91s.
[95] Cf. J. B. Mayaud, L’indissolubilité du mariage, étude historico-canonique, (Estrasburgo-París, F.-X. Le
Roux, 1952), p. 74, nota 96.
[96] Cf. P. L’Huillier, L’indissolubilité, p. 254.
[97] Cf. The Rudder (Pedalion) of Metaphorical Ship of the One Holy Catholic and Apostolic Church of the
Orthodox Christians [...] Traducido y publicado por D. Cummings, (Chicago, Orthodox Christian
Educational Society, 1957) p. 76-80.
[98] Cf. P. L’Huillier, L’indissolubilité, pp. 254s.
[99] El Hexabiblos fue compuesto en el siglo XIV por el canonista griego K. Armenopoulos. Hexabiblos es el
nombre de los seis libros del Procheiron, recopilación de las nuevas normativas y de las leyes civiles de los
emperadores macedonios desde Basilio I hasta el siglo XIV. Cf. A. Belliger, Die wiederverheirateten
Geschiedenen. Eine ökumenische Studie im Blick auf die römisch-katholische und griechisch-orthodoxe
(Rechts-) Tradition der Unauflöslichkeit der Ehe, (Essen, Ludgerus Verlag, 2000), pp. 160s, nota 187, donde
se cita la bibliografía al respecto.
[100] Cf. ibid., 160s, 195s.
[101] Al primer grupo pertenecían las siguientes: (1) adulterio; (2) atentado contra la vida del otro cónyuge; (3)
aborto; (4) padrinazgo del proprio hijo. A su vez, las causas «bona gratia» eran las siguientes: (1) impotencia;
(2) abandono doloso del otro cónyuge; (3) locura; (4) apostasía; (5) votos monásticos; (6) negativa de la
mujer a seguir al marido a otro lugar.
[102] Las causas absolutas eran: (1) adulterio; (2) bigamia; (3) intento de homicidio del otro cónyuge; (4)
abandono doloso del otro cónyuge por un periodo superior a dos años. Las causas relativas tienen su razón de
ser en el hecho de que, si por culpa de un cónyuge estuviera amenazada la vida del otro, para ambos no era
posible proseguir la vida matrimonial (art. 5 de le ley n. 2228/1920). Concretamente se trataba de locura,
impotencia e imposibilidad de localizar al cónyuge. Esta ley se caracterizaba por el principio de culpabilidad,
y en ella se mantiene también un trato no paritario entre hombres y mujeres.
[103] Los motivos con culpa eran: (1) adulterio; (2) bigamia; (3) intento de homicidio del otro cónyuge; (4)
abandono doloso del otro cónyuge; (5) trastorno de la vida conyugal. Los motivos sin culpa: (1) locura; (2)
lepra; (3) ausencia de larga duración; (4) impotencia. Cf. ibid., 200s.
[104] Cf. E. Melia, «Le lien matrimonial à la lumière de la théologie sacramentaire et de la théologie morale de
l’Eglise orthodoxe», Revue de Droit Canonique 21 (1971) pp. 189-190. Cf. también Dimitrios Salachas,
«Matrimonio e divorzio nel diritto canonico orientale. Spunti e riflessioni», Nicolaus 1 (1973) pp. 48-68, en
pp. 64-65.
[105] Cf. D. Salachas, «Matrimonio e divorzio nel diritto canonico orientale. Spunti e riflessioni», Nicolaus 1
(1973) pp. 65s; A. Belliger, Die wiederverheirateten Geschiedenen, pp. 202-204.
[106] Cf. Charalambos Papastathis, «Staat und Kirche in Griechenland», Staat und Kirche in der Europäischen
Union, ed. Gerhard Robbers (Baden-Baden, Nomos, 1995), pp. 125-150; cf. también Eleftherios J.
Kastrissios, «Länderbericht Griechenland», Internationales Ehe - und Kindschaftsrecht mit
Staatsangehörigkeitsrecht, eds. Alexander Bergmann, Murad Ferid and Dieter Henrich, 6th edition
(Frankfurt/Berlin, Verlag für Standesamtswesen, 2001), pp. 39-62.
[107] Cf. E. Melia, Le lien, p. 188.
[108] P. L’Huillier, L’attitude de l’Eglise orthodoxe vis-a-vis du remariage des divorcés, p. 57.
[109] L. Bressan, Il divorzio, pp. 39-46.
[110] A. Schmemann, «The Indisolubility of Marriage: the Theological Tradition of the East», The Bond of the
Marriage. An Ecumenical and Interdisciplinary Study, ed. William W. Basset, (Notre Dame, University of
Notre Dame Press, 1968), pp. 97-112.
[111] Cf. L. Bressan, Il divorzio, p. 40. Cf. también L. Glinka, «Indisolubilidad y divorcio en las Iglesias

76
ortodoxas. Una contribución al diálogo ecuménico», Teología 51 (1988) pp. 59-69, en p. 67.
[112] P. Trembelas, Dogmatique de l’Eglise orthodoxe catholique, vol. III, (Chevetogne, 1968), pp. 358-359.
[113] A. Altan, «Indissolubilitá ed oikonomia nella teologia e nella disciplina orientale del matrimonio», Sacra
Doctrina 49 (1968) pp. 87-112.
[114] J. Meyendorff, «Il Matrimonio e l’Eucaristia», Russia Cristiana 12 (1971) n. 120, pp. 23-24.
[115] P. Evdokimov, «La grâce du sacrement de mariage selon la tradition orthodoxe», Parole et Pain 35-36
(1969) pp. 382-394.
[116] N. Milaš, Das Kirchenrecht der morgenländischen Kirche, (Mostar, 1905), pp. 629-641.
[117] Hamicar S. Alivisatos, Marriage and Divorce in according with the Canon Law of the Orthodox Church,
(London, 1948), p. 12.
[118] Cf. P. L’Huillier, L’attitude, p. 57.
[119] Cf. A. Smirensky, «The Evolution of the Present Rite of Matrimony and Parallel Canonical
Developements», St. Vladimir’s Seminary Quarterly 8/1(1964) p. 45.

77
CAPÍTULO 5

UNICIDAD E INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO:


EL CAMINO DESDE LA ALTA EDAD MEDIA HASTA
EL CONCILIO DE TRENTO

S.E. Card. Walter Brandmüller

Cuando, entre los siglos IV y V, la Iglesia se expandió desde el ámbito del


Mediterráneo hacia el Norte, atravesando el limes, los misioneros hubieron de
enfrentarse a las estructuras sociales y modos de vida de los pueblos allí asentados.
Se trataba, sobre todo, de conceptos jurídicos y usos de celtas y germanos, los
cuales no conocían ni la unicidad ni la indisolubilidad del matrimonio. De ello se
derivaron problemas poco usuales en su evangelización, de los que tuvieron que
ocuparse diversos sínodos de la época.
Así como el sínodo de Cartago, del año 407, ya exigía que los cónyuges, tras una
separación, no pudieran contraer un nuevo matrimonio, un sínodo celebrado en Angers
en el año 453 castigaba (canon 6) el matrimonio con la esposa de otro hombre (mientras
este viviese) con la pena de excomunión. Lo mismo decretaba un sínodo irlandés de esos
años (canon 19).
El sínodo de Vannes (465), en su canon 2, excluyó de la comunión a aquellos
hombres que repudiasen a su mujer a causa de adulterio, sin proporcionar pruebas del
mismo, y que posteriormente se casaran con otra. De forma análoga se pronunció el
sínodo de Agde, convocado por Cesareo de Arles en el año 506: excomulgaba a los
hombres que, sin dictamen del sínodo provincial, se separasen de su mujer por delito de
esta y se casasen con otra.
Por último, el Concilio de Orléans (533) prohibió la disolución del matrimonio por
causa de enfermedad, so pena de excomunión.
Desde el ascenso al poder de la dinastía carolingia hay que señalar destacadas
transformaciones de signo contrario. Si bien el papa Zacarías le había insistido a Pipino
(747) en que un hombre que hubiera repudiado a su esposa por adulterio y se hubiera
casado con otra estaba excomulgado, ya diez años después los sínodos de Verberie y
Compiègne autorizaban a que, en caso de adulterio de uno de los cónyuges, el otro

78
pudiera volver a casarse, si bien se exhortaba a la castidad también a la parte inocente.
En particular, sí que se permitía la separación matrimonial en los siguientes casos:
cuando el hombre hubiera abusado de la hijastra o la mujer se hubiera propasado con el
hijastro; cuando la mujer hubiera tramado un intento de asesinato contra su marido;
cuando ella no siguiera a su esposo al extranjero, o cuando el hombre hubiera pecado
con la prima de su mujer.
Hay que señalar al respecto que en los tres manuscritos en los que se incluyen estas
disposiciones, se añade: Hoc aecclesia non recipit («la Iglesia no acepta estas
regulaciones»).
A raíz de la estructura de la sociedad franca, en la que existían esclavos y libres, se
produjeron más problemas: había que encontrar una vía entre la indisolubilidad del
matrimonio exigida por la Iglesia y la situación social de los esclavos, cuando, por
ejemplo, se trataba del caso de la venta de uno de los cónyuges, la cual tenía como
consecuencia una separación.
Sin embargo, la legislación sinodal regresó muy pronto a las regulaciones más
estrictas, lo cual no puede abordarse aquí de manera detallada. Aunque una separación
de los cónyuges en caso, por ejemplo, de adulterio, también podía ser considerada
posible, desde luego no lo era un nuevo matrimonio posterior.
Fue el Decretum Gratiani (ca. 1140) el que, con su unificación de la legislación
matrimonial, eliminó incertidumbres preexistentes y confirió expresión definitiva al
principio cristiano de unicidad e indisolubilidad.

Un caso que causó sensación


El rey Lotario II contra el papa Nicolás I

Las dificultades que, hasta llegar a ese punto, habrían de superarse en el ámbito
germano-franco quedan claramente de manifiesto en la despreocupada vida de
Carlomagno en lo relativo a la unicidad e indisolubilidad del matrimonio. De manera
particular, resulta significativa la lucha con el papa Nicolás por el matrimonio del rey
Lotario II y Teutberga, que, entre los años 860 y 869, conmovió al mundo y a la Iglesia
de la época.
Se trató de la cuestión, abordada en diversos sínodos, de si el rey Lotario se podía
separar de su legítima esposa, Teutberga, debido a la falta de hijos, para poder casarse
con su anterior concubina Waldrada, con la que ya había tenido hijos.
En el transcurso de estas enérgicas disputas, un ejército franco incluso invadió
Roma y amenazó al papa.
El matrimonio entre Lotario II y Teutberga tenía motivos enteramente políticos.
Mediante él, el rey establecía vínculos con el linaje que controlaba las importantes bases
de la región de los pasos alpinos. Con ello podía esperar mejorar su posición de partida
con vistas a intervenir en territorio borgoñón. El hermano de Teutberga era, además,
abad seglar del monasterio de St. Maurice d’Agaune, de oportuna situación estratégica.

79
No obstante, las esperanzas que albergaba Lotario de expulsar de Borgoña a su hermano
menor, Carlos, y ascender él al trono de allí, se vieron truncadas cuando, el año siguiente
al enlace entre Lotario y Teutberga, el papa Benedicto III logró zanjar de manera
pacífica las diferencias entre ambos hermanos.
Con ello, el motivo político para la boda quedaba anulado. A lo que se sumó una
animadversión personal, y, probablemente, un arraigado conflicto con la familia de
Teutberga. Lotario volvió de nuevo con Waldrada, con la que anteriormente había
convivido en Friedelehe, de la que tenía un hijo llamado Hugo y varias hijas.
Se nos plantea, pues, la cuestión de la condición jurídica y, con ella, también de la
sacramental, de esta primera unión. Si se trataba de un matrimonio legalmente válido y,
por tanto, sacramental, el enlace con Teutberga era imposible desde un principio. Pero
ello puede excluirse, porque Lotario contrajo realmente matrimonio con Teutberga.
¿Qué era, por tanto, el Friedelehe de Lotario con Waldrada?
La literatura jurídica histórica no nos brinda ninguna imagen clara e inequívoca al
respecto; sin embargo, se puede establecer lo siguente: el Friedelehe (de friedila=
amada, esposa y ehe=matrimonio) tenía lugar por consenso entre hombre y mujer, y en
él se llevaban a cabo el Brautlauf[120] (con el que se manifestaban los ritos nupciales) y
el Beilager[121]. Bajo esta forma de unión de pareja al hombre no se le confería la Munt
(autoridad matrimonial sobre la mujer). No se aportaba dote: se denominaba un
matrimonio «no dotado». La mujer, no obstante, sí recibía el regalo de tornaboda. En
especial, se optaba por el Friedelehe (estamos hablando del ámbito jurídico germánico)
en los casos de desigualdad social, de casamiento por interés del hombre, o de rapto. El
Friedelehe se presentaba también como matrimonio secundario o de hecho. En una
relación así convivían Lotario y Waldrada.
De esta se distinguía radicalmente el denominado Muntehe, que se basaba en un
contrato entre las dos familias implicadas, o entre el novio y el padre o tutor de la novia.
Con ello, el novio recibía la autoridad sobre la mujer y, a cambio, entregaba la dote,
también denominada Wittum. A esta celebración del contrato seguía una serie de actos
legales. La entrega festiva de la doncella, la conducción al hogar (cortejo nupcial o
Brautlauf) y el Beilager. Mediante el Muntehe la mujer alcanzaba el puesto de señora de
la casa, y en la mañana siguiente a la noche de bodas recibía el regalo de tornaboda. Esto
era de aplicación en el ámbito jurídico franco-germano.
Así era, por tanto, la situación a la que se enfrentaba la Iglesia en su anhelo por
lograr imponer la exigencia de Cristo de unicidad e indisolubilidad del matrimonio. Esta
lucha por el concepto cristiano del matrimonio se estableció relativamente tarde, por una
serie de motivos que aquí no se van a abordar. Solo Bonifacio logró, junto a los duques
francos Carlomán y Pipino, hacer valer de forma progresiva el mandato divino. Los
innumerables sínodos reformistas bonifacianos supusieron el foro idóneo para tal fin.
Desde entonces rigió el principio formulado por Benedictus Levita: Nullum sine dote fiat
coniugium nec sine publicis nuptiis quisquam nubere praesumat («No se celebrará
matrimonio alguno sin dote, y nadie osará casarse sin una boda pública»).
Aunque parezca que, a partir de esto, el Muntehe (matrimonio por contrato) se

80
hubiera alzado con la victoria, subsisten serias dudas de que con ello se abandonara el
Friedelehe. Paul Mikat vislumbra aquí un urgente vacío a llenar por la investigación, y
W. Ogris opina que, pese a la incertidumbre respecto a los particulares, «la existencia en
el ámbito germánico de una forma menor de matrimonio, sin dote, y en la que no se
confería al marido la autoridad sobre la mujer, apenas puede dudarse seriamente».
Bajo el influjo de la Iglesia, no obstante, se evolucionó en la dirección de que el
Fridelehe cada vez contrastara más frente al matrimonio por contrato y, con ello,
acabara, inevitablemente, siendo próximo a las relaciones de pareja no matrimoniales. Al
respecto resulta ilustrativo el uso indistinto de la palabra «concubina» para referirse a
una mujer dentro de un Friedelehe y a una amancebada, la auténtica concubina.
En estas circunstancias, resultaba urgente demostrar, en el presente caso de Lotario,
si este, antes de su matrimonio con Teutberga, había contraído con Waldrada un
matrimonio «secundum legem et ritum» (conforme a la ley y a la costumbre). Para ello,
el papa se centró categóricamente en la dote y en la bendición nupcial: «Infórmanos
cuanto antes de si el rey desposó a Waldrada conforme a la ley y a la costumbre
mediante la entrega ante testigos de la dote, y de si Waldrada le fue entregada en
matrimonio de manera pública...»
De hecho, carecemos en absoluto de fuentes testimoniales que indiquen que la
Iglesia haya reconocido jamás un Friedelehe como matrimonio. A ello responde también
que, por parte de la Iglesia, nadie presentara objeciones cuando Lotario, tras separarse de
Waldrada, contrajo matrimonio con Teutberga.
Paul Mikat concluye su estudio antes mencionado, Dotierte Ehe-rechte Ehe[122],
de esta forma: «El desarrollo del Derecho matrimonial en la época franco-merovingia, y
aún en siglos posteriores, muestra lo difícil que le resultó a la Iglesia imponer a los
germanos su concepto del matrimonio y su Derecho matrimonial. En este proceso recayó
una tarea particular sobre la regulación de la celebración del matrimonio, que la Iglesia,
por cierto, emprendió tarde y no sin vacilaciones. No disponía de un modelo canónico de
nupcias, y solo podía aceptar las entonces vigentes normas de celebración del
matrimonio si estas respondían a una forma de matrimonio que, teológicamente, pudiera
ser plenamente reconocida por la Iglesia, es decir: cuando la forma del matrimonio
cumpliera el principio de indisolubilidad y el de convivencia monógama. La evolución
desde mediados del siglo VIII testimonia claramente el carácter funcional propio de las
normas relativas a las nupcias según el criterio eclesiástico; dicha evolución muestra que
el influjo de la Iglesia sobre dichas normas iba estrechamente unido a su empeño de
imponer su concepto del matrimonio».
En estas condiciones no se puede sino hallar consecuente que Nicolás I considerara
un grave sacrilegio la pretendida celebración de un Muntehe con Waldrada. No obstante,
quiso obrar con equidad y, por tanto, ordenó una investigación exhaustiva por parte del
sínodo de Metz (863) y de sus legados allí enviados, Radoaldo y Juan. Lo que les
encargaba en dicha investigación era, en primer lugar, establecer si era cierta la
aseveración de Lotario de que había recibido a Waldrada del padre de esta para tomarla
como esposa. Y si así fuera, si la había tomado por esposa «mediante la entrega de la

81
dote ante testigos conforme a la ley y a las costumbres». Si esto se verificara, se
planteaba la cuestión de por qué, entonces, la había repudiado y se había casado con
Teutberga. Pero si Lotario afirmara que se había casado con Teutberga por miedo, habría
que preguntarse cómo un rey tan poderoso había llegado, por miedo a un solo hombre, a
desobedecer el mandato divino y a caer tan bajo.
Pero si resultase que Waldrada no hubiera sido, en modo alguno, su legítima
esposa, por no haber contraído matrimonio con Lotario recibiendo la bendición
sacerdotal, conforme a la costumbre, entonces los legados tendrían que hacer entender al
rey que debía volver a tomar a Teutberga, para que esta quedara libre de culpa. En este
caso no podía seguir la voz de la carne, sino que debía acatar el mandato de Dios. Debía
retroceder ante el temor a corromperse en el lodo de la fornicación si seguía su voluntad,
y pensar en que tendría que rendir cuentas ante el tribunal de Cristo. El papa también
hizo saber a los legados que Teutberga se había dirigido en tres ocasiones a la Sede
Apostólica para quejarse de su injusta expulsión, y que había asegurado que Lotario la
había obligado a confesar falsamente que había cometido incesto con su hermano. Si
Teutberga cumplía con la citación ante el sínodo efectuada por el papa, los legados
deberían examinar su caso concienzudamente. Si ella se atenía firmemente a su
acusación de haber sido obligada a realizar la citada confesión o de haber sido
condenada por jueces injustos, entonces debían fallar con justicia y equidad, para que no
se viera abrumada por el peso de la injusticia.
Resulta curioso que Nicolás, en este caso, en modo alguno ignore la suerte de
Waldrada. Acusa, de hecho, a Lotario de haberla tratado de forma sacrílega. Con
posterioridad, numerosos obispos recibieron cartas del papa, en las que este les instaba a
influir sobre Lotario para que regresara al buen camino. A finales del año 863 le escribió
a él mismo: «Tanto has cedido a los impulsos de tu cuerpo que has dado rienda suelta a
tu deseo. Así, tú, que has sido nombrado guía de tu pueblo, te has convertido en causa de
ruina para muchos». Después de que estas y otras amonestaciones semejantes resultaran
infructuosas, tanto Lotario como Waldrada fueron excomulgados, esta última el 13 de
junio de 866. La cuestión no se resolvió mientras vivió Lotario II y, hasta el desenlace de
la misma, la postura pontificia no cambió en ningún aspecto.
Si valoramos, en conjunto, el criterio de Nicolás I y también el del prestigioso
arzobispo Hincmar de Reims respecto al presente caso matrimonial, en primer lugar
apreciaremos que ambos se sitúan dentro de la corriente de la tradición legal canónica,
así como en la de la creencia en la unicidad e indisolubilidad del matrimonio
sacramental.
Asimismo, queda claro lo siguiente: en la medida en la que la Iglesia logró imponer
esta concepción del matrimonio, este pudo librarse de la instrumentalización.
Si bien en ningún momento fue posible impedir que se celebraran matrimonios al
servicio de intereses políticos o dinásticos, cuando no económicos, con lo que a menudo
se sacrificaban la dignidad y los derechos personales de las mujeres implicadas y,
frecuentemente, se provocaba que los hombres rompieran un matrimonio acordado con
una mujer a la que no querían, Hincmar de Reims y, sobre todo, Nicolás I, destacaron la

82
dignidad y los derechos de la esposa frente a la arbitrariedad de un poderoso. Hincmar
hace hincapié, basándose en el Derecho Canónico, en que la esterilidad de la esposa
tampoco puede ser motivo para disolver un matrimonio válido, ni para contraer nuevas
nupcias.
Por otra parte, Nicolás, que en absoluto ignoraba la culpa de Waldrada, sin embargo
la consideró también víctima de la pasión de Lotario. En unos expresivos comentarios
contenidos en un escrito del 30 de octubre del 867, dirigido al tío de Lotario, Luis el
Germánico, el papa deja un nuevo testimonio de su —de forma anacrónica, casi se
podría decir «personal»— consideración del matrimonio. En dicha carta, pide al tío que
influya sobre Lotario para que este no solo tome honestamente de nuevo a Teutberga y
restablezca sus derechos, cosa que ya se había logrado por medio del legado Arsenio,
sino que también la trate verdaderamente como a su esposa. De qué serviría, pregunta
Nicolás, que Lotario no volviera de nuevo a Waldrada empleando los pies de su cuerpo,
si corría hacia ella con los pasos de su espíritu; y de qué valdría que estuviera alejado
externamente de ella, pero en su interior siguiera tan indisolublemente unido a ella como
antes. Al fin y al cabo, Teutberga tampoco se podía conformar con la cercanía física de
su marido si no cabía hablar de una comunión espiritual porque Waldrada seguía
ejerciendo su poder como si fuera ella la reina.

Evolución posterior

Todo esto demuestra que se había puesto en marcha un proceso en cuyo transcurso
el concepto cristiano del matrimonio trataba de imponerse frente a las preexistentes
formas y normas matrimoniales no cristianas de pueblos que, entretanto, se habían
convertido a la fe cristiana.
Si analizamos las etapas de dicho proceso salta a la vista que, ciertamente, en lo
fundamental y teológico no existían dudas, pero surgían graves incertidumbres en la
aplicación de la doctrina cristiana sobre el matrimonio en casos concretos, como los
derivados de la permanencia de relaciones sociales marcadas por tradiciones
precristianas.
En efecto, en este proceso de «inculturación» del Evangelio nos encontramos con
algunos obispos, e incluso sínodos, que se creyeron capaces de disolver matrimonios y
autorizar nuevas nupcias, como sucedió también en varias ocasiones en el caso aquí
debatido.
En torno al año 1000 el proceso había concluido en gran parte, y la «Concordantia
discordantium canonum» de Graciano (ca. 1140) —desde entonces de aplicación en la
práctica eclesiástica— muestra que las incertidumbres hasta entonces existentes se
habían superado.
En el año 1184 un sínodo de Verona presidido por el papa Lucio III incluye
implícitamente al matrimonio entre los sacramentos de la Iglesia; el Segundo Concilio
Ecuménico de Lyon (1274) lo confirma, y el papa Juan XXII defiende al matrimonio,

83
frente a herejes de la época, como «coniugii venerabili sacramentum».
El Concilio Ecuménico de Florencia, del año 1439, se expresa detalladamente en la
bula de unión para los armenios que regresaban a la Iglesia católica. En ella se justifica
la indisolubilidad del matrimonio en el hecho de que este simboliza la indisoluble unión
entre Cristo y la Iglesia. El texto prosigue: «Pese a que por causa de fornicación se pueda
llevar a cabo una separación de los lechos, no está permitido contraer un nuevo
matrimonio, pues el vínculo de un matrimonio contraído legítimamente es permanente».
Al respecto, resulta destacable que el texto señale la prohibición de un nuevo
matrimonio con las palabras «non tamen aliud matrimonium contrahere fas est»: non...
fas est, o nefas est. Esto no significa simplemente «equivocado» o «injusto», sino que
posee una connotación religiosa, y quiere decir «sacrílego».
La doctrina del Concilio de Trento concuerda con ello. Con el trasfondo del
escándalo matrimonial del rey Enrique VIII de Inglaterra y de la bigamia de Felipe de
Hesse, «permitida» por Lutero, el concilio definía categóricamente en su canon 2 De
matrimonio: «Si alguno dijere que a los cristianos les es lícito tener a la vez varias
mujeres, y que ello no está prohibido por ninguna ley divina, sea anatema».

La historia como locus theologicus

Esta retrospectiva podría dar lugar a recordar ahora una fórmula acuñada por el
Derecho Canónico de la Ilustración: Olim non erat sic, «en un tiempo no fue así»; es
decir, como hoy.
Aplicado a nuestra cuestión: en alguna ocasión se ha concedido permiso para volver
a contraer matrimonio tras un divorcio, si bien de forma aislada. Dada la situación
actual, y teniendo en cuenta las dificultades pastorales de nuestro tiempo, ¿existe, pues,
un impedimento para retomar un criterio ya adoptado anteriormente y admitir una praxis
«más humana» (como se diría hoy) respecto al divorcio y a un matrimonio posterior al
mismo?
Martín Lutero ya argumentó así al remontarse a los ejemplos de poligamia en el
Antiguo Testamento para justificar, en su tristemente célebre consejo de confesor, la
escandalosa bigamia de Felipe de Hesse, cometida en 1540. El hecho de que,
posteriormente a la época de los patriarcas del Antiguo Testamento, Jesucristo hubiera
anunciado la nueva y eterna Alianza con Dios, se le escapó al reformador, atrapado en
dificultades argumentativas.
También en el terreno de la Teología ecuménica se ha argumentado de manera
similar. ¿Acaso no se podría ganar a la ortodoxia mucho más fácilmente para la
reunificación remontándose al concepto de primado del primer milenio y a la situación
de las relaciones entre Oriente y Occidente antes del cisma?
Ya a mediados del siglo XVII entró en juego el modelo de reunificación del
denominado consensus quinquesaecularis, concretamente por parte de teólogos del
ámbito de la ortodoxia luterana y de la Escuela de Helmstadt, más influida por

84
Melanchthon: se trataba de regresar a la situación de la Iglesia y de la doctrina de la fe
tal y como era en los primeros cinco siglos, respecto a la que hoy en día no hay
controversia.
De hecho, son ideas fascinantes, pero ¿nos brindan la clave para resolver nuestro
problema? Solo a primera vista. No en vano la historia las ha dejado a un lado; su
legitimación teológica se sostiene sobre pies de barro. La tradición, en el sentido
técnicamente teológico de la palabra, no es ninguna feria de antigüedades en la que se
puedan escoger y comprar objetos concretos que se anhelan.
La traditio-paradosis es, ante todo, un proceso dinámico de desarrollo orgánico,
conforme —permítaseme la comparación— al código genético inherente a la Iglesia. Se
trata, realmente, de un proceso que carece de equivalentes en la historia de las formas
sociales, estados, dinastías, etc. de la humanidad. Así como la propia Iglesia es una
entidad sui generis, carente de analogías, también sus actos carecen de comparación
posible, sic et simpliciter, con los de comunidades puramente humanas y terrenales.
Aquí resultan mucho más decisivos los datos de la revelación divina. De ellos se deduce
la indefectibilidad de la Iglesia y, por tanto, el hecho de que la Iglesia de Jesucristo, en lo
relativo a su patrimonio de fe, a sus sacramentos y a su estructura jerárquica instituida
divinamente no puede adoptar desarrollo alguno que ponga en peligro su identidad.
Si se toma en serio la acción del Espíritu Santo inmanente en la Iglesia, el cual,
siguiendo la promesa de Cristo, la guiará a la verdad completa, queda claro que el olim
non erat sic no puede ser un principio conforme a la naturaleza de la Iglesia y que, por
tanto, le resulte determinante.
¿Qué sucede entonces, cuando, de hecho, los sínodos mencionados autorizaron que
se contrajera un nuevo matrimonio? ¿Acaso no fue esa también una decisión inspirada
por el Espíritu Santo? ¿No fue también expresión de la paradosis?
Respondemos a ello preguntando, a su vez, por la forma concreta y competencias
de dichos sínodos. En realidad, esas reuniones no han adoptado decisiones doctrinales ni
promulgado normas, pero siempre han reivindicado administrar justicia, y no tanto en
materia puramente jurídica, sino sacramental. En el caso de Lotario, sin embargo, esos
sínodos no eran libres en absoluto y, debido a la presión del monarca a la que se veían
sometidos, sin duda se los puede calificar de parciales, cuando no de corruptos. Su
dependencia de Lotario II llevó a tal sometimiento a los deseos reales que esos obispos
llegaron incluso a infringir la ley y a sobornar a los legados papales.
Al considerar esas circunstancias y otras irregularidades quedó claro que esos
sínodos hicieron de todo menos impartir justicia. En experiencias semejantes se funda
también esa disposición del Derecho Canónico que priva a los tribunales eclesiásticos
territoriales de competencia legal en causas relativas a quien detente el poder supremo
del Estado y señala como único foro competente al tribunal papal. En nuestro caso,
tenemos como ulterior criterio decisivo el «no» categórico del papa a estos sínodos, a sus
procedimientos y dictámenes.
Por tanto, no se puede afirmar ni remotamente que estas asambleas (y otras
similares) representaran un lugar en el que resulte perceptible la tradición auténtica y

85
vinculante de la Iglesia.
Ciertamente, no solo los concilios generales pueden formular la paradosis de
manera vinculante, sino también los sínodos particulares. Pero solo pueden hacerlo
cuando cumplen los requisitos formales y de contenido de la auténtica tradición. Sin
embargo, debe repetirse que ese no fue el caso de las asambleas de obispos que aquí se
consideran.
Cuando se argumenta en la forma que se ha expuesto, es posible que haya quien se
sienta impulsado a formular otra objeción, que responde al esquema interpretativo de
una «historia de los vencedores», deudor más bien del pensamiento histórico marxista.
Con ello se quiere sostener que la verdadera evolución de la doctrina, de los sacramentos
y de la constitución de la Iglesia no tendría por qué haberse producido necesariamente, o
en principio, como en realidad lo ha hecho. Que otros planteamientos, quizá opuestos, no
hayan podido imponerse, sería más bien consecuencia de fortuitas circunstancias
históricas o relaciones de poder. Semejante planteamiento de los acontecimientos de la
historia eclesiástica y de sus consecuencias permitiría, naturalmente, que se considerara a
estas últimas como mero producto casual de su propia relatividad. Es decir, que se podría
anularlas en cualquier momento y seguir otros caminos.
Sin embargo, esto no es posible si se toma como fundamento únicamente el
auténtico concepto católico de Iglesia, tal y como se expresó por última vez en la
Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II.
En virtud de dicho concepto, la Iglesia, como ya se ha señalado, puede estar segura
de la permanente asistencia del Espíritu Santo, que es su íntimo principio vital, el cual
garantiza y determina su identidad a través de todos los cambios de la historia.
Con ello, precisamente, el efectivo desarrollo de dogma, sacramento y jerarquía de
la ley divina no resulta ser ningún resultado histórico casual, sino que ha sido guiado y
posibilitado por el Espíritu de Dios. Por eso, dicho desarrollo es irreversible y solo está
abierto a avanzar para alcanzar un conocimiento más pleno. La tradición, en este sentido,
tiene por ello carácter normativo.
En nuestro caso, ello significa que, tras el dogma de la unicidad, sacramentalidad y
—a raíz de esta— indisolubilidad del matrimonio entre dos bautizados no hay camino de
vuelta, pues este sería el camino del error.

El ejemplo de los testigos de la fe

El empeño con el que la Iglesia ha defendido la unicidad e indisolubilidad del


matrimonio sacramental, demostrando con ello su fidelidad al Evangelio de Jesucristo, lo
atestiguan, y no en último término, aquellos santos que, siguiendo el ejemplo de Juan el
Bautista, han sufrido el martirio por ello. Bastarán algunos ejemplos al respecto:
En la Edad Media Temprana franco-germánica, época en la que eran más intensas
las disputas sobre el concepto cristiano del matrimonio, nos encontramos con los monjes
peregrinos irlandeses Kilian, Colomán y Totnan, que llegaron como misioneros a la corte

86
del duque franco Gosberto. Su intento de imponerle las normas del Derecho matrimonial
eclesiástico fracasó debido a la oposición de la esposa ilegítima del duque, Gailana, que
hizo ejecutar a los molestos amonestadores en el año 689.
Similar suerte corrió Corbiniano, de noble linaje bretón, que fue consagrado obispo
en Roma en torno al año 714, y que poco después partió hacia Baviera, donde frecuentó
al duque Teodón en Ratisbona y al duque corregente Grimoaldo en Frisinga. La relación
de amistad con este se rompió cuando Corbiniano declaró prohibido el matrimonio de
Grimoaldo con Pilitrudis y exigió su disolución. Se vio obligado a huir ante la ira de los
afectados, y no pudo regresar a Frisinga hasta la muerte del duque.
Pero seguramente el más conocido sea el caso del rey Enrique VIII de Inglaterra,
que pretendió la anulación de su matrimonio, indudablemente válido, con Catalina de
Aragón para poder casarse con Ana Bolena, dama de la corte. Con ese propósito, en
1534 exigió la adhesión de obispos, cleros y fieles del reino mediante la firma de la
denominada Acta de Supremacía, en la que se proclamaba a sí mismo cabeza de la
Iglesia de Inglaterra para eludir así la jurisdicción papal, pues el pontífice no era capaz
de satisfacer sus exigencias.
Mientras que casi todo el alto clero obedeció al rey, se opusieron a este el obispo
John Fisher de Rochester —antaño canciller de la Universidad de Cambridge—, Tomás
Moro —que por ello dimitió del cargo de Lord Canciller—, los cartujos de Londres y la
rama observante de las órdenes mendicantes, así como algunas familias de la nobleza.
Fisher, Moro y los cartujos londinenses hubieron de experimentar en seguida la cólera
del rey. Tras unos procesos que causaron sensación, en los que el veredicto ya estaba
fijado de antemano, sufrieron martirio. Contra los otros fieles estalló una intensa
persecución, que a no pocos les costó la vida y a muchos la pérdida de sus bienes.
En relación a esto, resulta digna de mención la postura del papa Clemente VII. A
pesar de las fuertes presiones políticas y del riesgo de que Inglaterra se separara de la
Iglesia católica, se mantuvo firme en cuanto a la validez y, por tanto, indisolubilidad del
matrimonio de Enrique con Catalina. Es cierto que, mediante una serie de demoras,
gestiones diplomáticas y medidas procedimentales —algunos podrían decir rodeos—
trató de concederle tiempo a Enrique para que entrara en razón y diera marcha atrás, mas
fue en balde. Pero ni siquiera la inminente separación de Inglaterra de la unidad de la
Iglesia pudo quebrantar o hacer vacilar al papa.
Fue un momento estelar de la historia del papado, cuando Clemente VII, a pesar de
las consecuencias, sostuvo la verdad de la fe y contrapuso a las exigencias del rey su
famoso non possumus.

Referencias bibliográficas

J. GAUDEMET, Conciles gaulois du IV siècle (= sources chrétiennes (=SC) 241, Paris


1977.
ID., Les canons des conciles merovingiens VI-VII siècles (SC 354), Paris 1089.

87
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W.Brandmüller), Paderborn u.a. 1986.
K. HEIDECKER, The Divorce of Lothar II.Christian Marriage and Political Power in
the Caroligian Age. Ithaca-London 2010.
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fränkischer Zeit. Opladen 1978.
W. OGRIS, «Friedelehe», in: Handwörterbuch zur deutschen Rechtsgeschichte I, Berlin
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W. HARTMANN, Die Synoden der Karolingerzeit im Frankenreich und in Italien (=
Konziliengeschichte Reihe A hrsg. v. W. Brandmüller), Paderborn u.a. 1989.
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G. BEDOUELLE P. LE GAL, Le divorce du roi Henri VIII. Etudes et documents,
Genève 1987.

88
[120] Brautlauf es, probablemente, el más antiguo término germánico para referirse a la ceremonia de boda. Su
origen es dudoso, aunque probablemente hace referencia a que, en épocas remotas, la novia (Braut) era
ganada en una competición de combate o deportiva, como una carrera (Lauf), o incluso raptada. También
puede hacer referencia, especialmente en épocas posteriores, al cortejo (otra acepción de Lauf) que
acompañaba a la novia desde su casa hasta la del novio con motivo de los esponsales. (N. de la T.)
[121] El Beilager era, especialmente en el caso de familias nobles, el momento en el que los recién casados, en
presencia de testigos, yacían el uno junto al otro en el lecho nupcial (de beiliegen, «yacer o estar al lado»),
con lo que se consideraba consumado el matrimonio. Con el tiempo, se consideró el término equivalente a la
celebración de la boda en sí. (N. de la T.)
[122] «Matrimonio dotado-matrimonio legal» (N. de la T.)

89
CAPÍTULO 6

TESTIMONIO A FAVOR DE LA FUERZA DE LA


GRACIA: SOBRE LA INDISOLUBILIDAD DEL
MATRIMONIO Y EL DEBATE ACERCA DE LOS
DIVORCIADOS VUELTOS A CASAR Y LOS
SACRAMENTOS

S.E. Card. Gerhard Ludwig Müller

La discusión sobre la problemática de los fieles que tras un divorcio han contraído
una nueva unión civil no es nueva. Siempre ha sido tratada por la Iglesia con gran
seriedad, con la intención de ayudar a las personas afectadas, puesto que el matrimonio
es un sacramento que alcanza en modo particularmente profundo la realidad personal,
social e histórica del hombre. A causa del creciente número de afectados en países de
antigua tradición cristiana, se trata de un problema pastoral de gran trascendencia. Hoy
los creyentes se interrogan muy seriamente: ¿No puede la Iglesia autorizar a los
cristianos divorciados y vueltos a casar, bajo determinadas condiciones, a recibir los
sacramentos? ¿Les están definitivamente atadas las manos en estas cuestiones? Los
teólogos, ¿realmente han considerado todas las implicaciones y consecuencias al
respecto?
Estas preguntas deben ser discutidas en conformidad con la enseñanza católica
sobre el matrimonio. Una pastoral enteramente responsable presupone una teología que
se «abandone a Dios que se revela, prestándole el pleno obsequio del entendimiento y de
la voluntad», y asintiendo «voluntariamente a la revelación hecha por Él» (Constitución
apostólica Dei Verbum, n. 5). Para hacer comprensible la auténtica doctrina de la Iglesia,
debemos comenzar por la Palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura, explicada
por la tradición eclesial e interpretada de modo vinculante por el Magisterio.

El testimonio de la Sagrada Escritura

90
No deja de ser problemático situar inmediatamente nuestra cuestión en el ámbito
del Antiguo Testamento, puesto que entonces el matrimonio no era considerado como un
sacramento. No obstante, la Palabra de Dios en la Antigua Alianza es significativa para
nosotros, ya que Jesús se coloca en esta tradición y argumenta a partir de ella. En el
decálogo se encuentra el mandamiento: «No cometerás adulterio» (Ex 20, 14), sin
embargo, en otro lugar el divorcio es visto como algo posible. Según Dt 24, 1-4, Moisés
estableció que el hombre pueda expedir un libelo de repudio y despedir a la mujer de su
casa, si no lo complace. En consecuencia de esto, el hombre y la mujer pueden volverse
a casar. Sin embargo, junto a la concesión del divorcio, en el Antiguo Testamento es
posible identificar una cierta resistencia hacia esta práctica. Al igual que el ideal de la
monogamia, también la indisolubilidad está contenida en la comparación profética entre
la alianza de Yahvé con Israel y la alianza matrimonial. El profeta Malaquías lo expresa
claramente: «No traicionarás a la esposa de tu juventud... siendo así que ella era tu
compañera y la mujer de tu alianza» (cfr Mal 2, 14-15).
En particular, las controversias con los fariseos ofrecieron al Señor una ocasión para
ocuparse del tema. Jesús se distancia expresamente de la práctica veterotestamentaria del
divorcio, que Moisés había permitido a causa de la «dureza de corazón» de los hombres,
y se remite a la voluntad originaria de Dios: «Desde el comienzo de la creación, Dios los
hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán
una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios
unió, no lo separe el hombre» (Mc 10, 5-9, cfr Mt 19; Lc 16, 18). La Iglesia católica
siempre se ha remitido, en la enseñanza y en la praxis, a estas palabras del Señor sobre la
indisolubilidad del matrimonio. El pacto que une íntima y recíprocamente a los cónyuges
entre sí, ha sido establecido por Dios. Designa una realidad que proviene de Dios y que,
por tanto, ya no está a disposición de los hombres.
Algunos exégetas sostienen hoy que estas palabras de Jesús habrían sido aplicadas,
ya en tiempos apostólicos, con una cierta flexibilidad, concretamente con respecto a la
porneia/fornicación (cfr Mt 5, 32; 19, 9) y a la separación entre un cristiano y su cónyuge
no cristiano (cfr 1Cor 7, 12-15). En el campo exegético, las cláusulas sobre la
fornicación fueron objeto de discusión controvertida, desde el comienzo. Muchos están
convencidos de que no se trataría de excepciones a la indisolubilidad, sino de vínculos
matrimoniales inválidos. De todos modos, la Iglesia no puede fundar su doctrina y praxis
sobre hipótesis exegéticas debatidas. Ella debe atenerse a la clara enseñanza de Cristo.
Pablo establece la prohibición del divorcio como un deseo expreso de Cristo: «A
los casados, en cambio, les ordeno —y esto no es mandamiento mío, sino del Señor—
que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se
reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer» (1Cor 7, 10-
11). Al mismo tiempo, permite en razón de su propia autoridad, que un no cristiano
pueda separarse de su cónyuge, si se ha convertido al cristianismo. En este caso, el
cristiano «no queda obligado» a permanecer soltero (1Cor 7, 12-16). A partir de esta
posición, la Iglesia reconoce que solo el matrimonio entre un hombre y una mujer
bautizados es un sacramento en sentido real, y que solo a estos se aplica la

91
indisolubilidad en modo incondicional. El matrimonio de no bautizados, si bien está
orientado a la indisolubilidad, bajo ciertas circunstancias —a causa de bienes más altos
— puede ser disuelto (Privilegium Paulinum). No se trata aquí, por tanto, de una
excepción a las palabras del Señor. La indisolubilidad del matrimonio sacramental, es
decir, de este en el ámbito del misterio cristiano, permanece intacta.
La Carta a los Efesios es de un gran significado para el fundamento bíblico de la
comprensión sacramental del matrimonio. En ella se señala: «Maridos, amad a vuestras
esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25). Y más adelante,
escribe el apóstol: «Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su
mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a
Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 31-32). El matrimonio cristiano es un signo eficaz de la
alianza entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio entre bautizados es un sacramento porque
significa y confiere la gracia de este pacto.

El testimonio de la Tradición de la Iglesia

Los Padres de la Iglesia y los concilios constituyen un importante testimonio para el


desarrollo de la posición eclesiástica. Según los Padres, las instrucciones bíblicas son
vinculantes. Estos rechazan las leyes estatales sobre el divorcio por ser incompatibles
con las exigencias de Jesús. La Iglesia de los Padres, en obediencia al Evangelio,
rechazó el divorcio y un segundo matrimonio. En este punto, el testimonio de los Padres
es inequívoco.
En la época patrística, los creyentes separados que se habían vuelto a casar
civilmente no eran readmitidos oficialmente a los sacramentos, aún cuando hubiesen
pasado por un periodo de penitencia. Algunos textos patrísticos, es cierto, permiten
reconocer abusos, que no siempre fueron rechazados con rigor y que, en ocasiones,
evidencian que se buscaron soluciones pastorales para rarísimos casos-límite.
Más tarde, en algunas regiones, sobre todo a causa de la creciente interdependencia
entre el Estado y la Iglesia, se llegó a compromisos mayores. En Oriente este desarrollo
prosiguió su curso y condujo, especialmente después de la separación de la Cathedra
Petri, a una praxis cada vez más liberal. Hoy existe en las Iglesias ortodoxas una
multitud de causas para el divorcio, que en su mayoría son justificados mediante la
referencia a la Oikonomia, la indulgencia pastoral en casos particularmente difíciles, y
abren el camino a un segundo o tercer matrimonio con carácter penitencial. Esta práctica
no es coherente con la voluntad de Dios, tal como se expresa en las palabras de Jesús
sobre la indisolubilidad del matrimonio, y representa una dificultad significativa para el
ecumenismo.
En Occidente, la Reforma Gregoriana se opuso a la tendencia liberalizadora y
retornó a la interpretación originaria de la Escritura y de los Padres. La Iglesia católica
ha defendido la absoluta indisolubilidad del matrimonio también al precio de grandes
sacrificios y sufrimientos. El cisma de la ‘Iglesia de Inglaterra’, separada del sucesor de

92
Pedro, tuvo lugar no con motivo de diferencias doctrinales, sino porque el papa, en
obediencia a las palabras de Jesús, no podía ceder a la presión del rey Enrique VIII para
disolver su matrimonio.
El Concilio de Trento confirmó la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio
sacramental y explicó que esta corresponde a la enseñanza del Evangelio (cfr DH 1807).
En ocasiones, se sostiene que la Iglesia toleró de hecho la praxis oriental. Esto no
corresponde a la verdad. Los canonistas hablaron reiteradamente de una práctica abusiva,
y existen testimonios de grupos de cristianos ortodoxos que, convertidos al catolicismo,
tuvieron que firmar una confesión de fe con una expresa referencia a la imposibilidad de
un segundo o un tercer matrimonio.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, sobre ‘La
Iglesia en el mundo de hoy’, ha enseñado una doctrina teológica y espiritualmente
profunda sobre el matrimonio. Ella sostiene de forma clara su indisolubilidad. El
matrimonio se entiende como una comunidad integral, corpóreo-espiritual, de vida y
amor entre un hombre y una mujer, que recíprocamente se entregan y reciben como
personas. Mediante el acto personal y libre del consentimiento recíproco, se funda por
derecho divino una institución estable ordenada al bien de los cónyuges y de la prole, e
independiente del arbitrio del hombre: «Esta íntima unión, como mutua entrega de dos
personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su
indisoluble unidad» (n. 48). A través del sacramento, Dios concede a los cónyuges una
gracia especial: «Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo
por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de
la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del
Matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega,
se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella»
(idem). Mediante el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio contiene un
significado nuevo y más profundo: Llega a ser una imagen del amor de Dios hacia su
pueblo y de la irrevocable fidelidad de Cristo a su Iglesia.
El matrimonio como sacramento se puede entender y vivir solo en el contexto del
misterio de Cristo. Cuando el matrimonio se seculariza o se contempla como una
realidad meramente natural, queda impedido el acceso a su sacramentalidad. El
matrimonio sacramental pertenece al orden de la gracia y, en definitiva, está integrado en
la comunidad de amor de Cristo con su Iglesia. Los cristianos están llamados a vivir su
matrimonio en el horizonte escatológico de la llegada del Reino de Dios en Jesucristo,
Verbo de Dios encarnado.

El testimonio del Magisterio en épocas recientes

Con el texto, aún hoy fundamental, de la Exhortación apostólica Familiaris


consortio, publicado por san Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1981, después del
Sínodo de Obispos sobre ‘La familia cristiana en el mundo de hoy’, se confirma

93
expresamente la enseñanza dogmática de la Iglesia sobre el matrimonio. Desde el punto
de vista pastoral, la exhortación postsinodal se ocupa también de la atención de los fieles
vueltos a casar con rito civil, pero que están aún vinculados entre sí por un matrimonio
eclesiástico válido. El papa manifiesta por tales fieles un alto grado de preocupación y de
afecto. El n. 84 (‘Divorciados vueltos a casar’) contiene las siguientes afirmaciones
fundamentales:
1. Los pastores que tienen cura de ánimas están obligados por amor a la verdad «a
discernir bien las situaciones». No es posible evaluar todo y a todos de la misma manera.
2. Los pastores y las comunidades están obligados a ayudar con solícita caridad a
los fieles interesados. También ellos pertenecen a la Iglesia, tienen derecho a la atención
pastoral y deben tomar parte en la vida de la Iglesia.
3. Sin embargo, no se les puede conceder el acceso a la Eucaristía. Al respecto, se
aduce un doble motivo:
a) «Su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre
Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía».
b) «Si se admitiera a estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a
error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del
matrimonio». Una reconciliación a través del sacramento de la Penitencia, que abre el
camino hacia la comunión eucarística, únicamente es posible mediante el
arrepentimiento acerca de lo acontecido y «la disposición a una forma de vida que no
contradiga la indisolubilidad del matrimonio». Esto significa, concretamente, que cuando
por motivos serios la nueva unión no puede interrumpirse, por ejemplo a causa de la
educación de los hijos, el hombre y la mujer deben «obligarse a vivir una continencia
plena».
4. A los pastores se les prohíbe expresamente, por motivos teológico sacramentales
y no meramente legales, efectuar «ceremonias de cualquier tipo» para «los divorciados
vueltos a casar», mientras subsista la validez del primer matrimonio.

La carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la recepción de la


comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, del 14
de septiembre de 1994, confirma que la praxis de la Iglesia, frente a esta pregunta, «no
puede ser modificada basándose en las diferentes situaciones» (n. 5). Además, se aclara
que los fieles afectados no deben acercarse a recibir la sagrada comunión basándose en
sus propias convicciones de conciencia: «En el caso de que él lo juzgara posible, los
pastores y los confesores (...), tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de
conciencia está reñido abiertamente con la doctrina de la Iglesia» (n. 6). Si existen dudas
acerca de la validez de un matrimonio fracasado, estas deberán ser examinadas por el
tribunal matrimonial competente (cfr n. 9). Sigue siendo de fundamental importancia
obrar «con solícita caridad [para] hacer todo aquello que pueda fortalecer en el amor de
Cristo y de la Iglesia a los fieles que se encuentran en situación matrimonial irregular.
Solo así será posible para ellos acoger plenamente el mensaje del matrimonio cristiano y
soportar en la fe los sufrimientos de su situación. En la acción pastoral se deberá cumplir

94
toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se trata de discriminación
alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad de Cristo que restableció y
nos confió de nuevo la indisolubilidad del matrimonio como don del Creador» (n. 10).
En la Exhortación apostólica Postsinodal Sacramentum caritatis, del 22 de febrero
de 2007, Benedicto XVI retoma y da nuevo impulso al trabajo del anterior Sínodo de
Obispos sobre la Eucaristía. El n. 29 del documento trata acerca de la situación de los
fieles divorciados y vueltos a casar. También para Benedicto XVI se trata aquí de «un
problema pastoral difícil y complejo». Reitera «la praxis de la Iglesia, fundada en la
Sagrada Escritura (cfr Mc 10, 2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados
casados de nuevo», pero también exhorta a los pastores a dedicar «una especial
atención» a los afectados, «con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo
de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la
escucha de la Palabra de Dios, la adoración eucarística, la oración, la participación en la
vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la
entrega a obras de caridad y de penitencia, y la tarea de educar a los hijos». Cuando
existen dudas sobre la validez de un matrimonio anterior fracasado, estas deberán ser
examinadas por los tribunales matrimoniales competentes.
La mentalidad actual contradice la comprensión cristiana del matrimonio
especialmente en lo relativo a la indisolubilidad y la apertura a la vida. Puesto que
muchos cristianos se encuentran influidos por este contexto cultural, en nuestros días los
matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el pasado. En efecto, falta la
voluntad de casarse según el sentido de la doctrina matrimonial católica, y se ha
reducido la pertenencia a un contexto vital de fe. Por esto, la comprobación de la validez
del matrimonio es importante y puede conducir a una solución de estos problemas.
Cuando la nulidad del matrimonio no puede demostrarse, la absolución y la comunión
eucarística presuponen, de acuerdo con la probada praxis eclesial, una vida en común
«como amigos, como hermano y hermana». Las bendiciones de estas uniones
irregulares, «para que no surjan confusiones entre los fieles sobre el valor del
matrimonio, se deben evitar». La bendición (bene-dictio: aprobación por parte de Dios)
de una relación que se opone a la voluntad del Señor es una contradicción en sí misma.
En su homilía para el VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán, el 3 de junio
de 2012, Benedicto XVI habló una vez más de este doloroso problema: «Quisiera dirigir
unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo las enseñanzas de la Iglesia
sobre la familia, están marcados por las experiencias dolorosas del fracaso y la
separación. Sabed que el papa y la Iglesia os sostienen en vuestra dificultad. Os animo a
permanecer unidos a vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis
pongan en marcha adecuadas iniciativas de acogida y cercanía».
El último Sínodo de Obispos sobre ‘La nueva evangelización para la transmisión de
la fe cristiana’ (7-28 de octubre de 2012), ha vuelto a ocuparse de la situación de los
fieles que tras el fracaso de una comunidad de vida matrimonial (no el fracaso del
matrimonio como tal, que permanece en cuanto sacramento), han establecido una nueva
unión y conviven sin el vínculo sacramental del matrimonio. En el mensaje conclusivo,

95
los Padres sinodales se dirigieron a ellos con las siguientes palabras: «A todos ellos les
queremos decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que también la Iglesia los ama
y es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia, aunque no
puedan recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las comunidades católicas
estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas situaciones y favorezcan caminos de
conversión y de reconciliación».

Consideraciones antropológicas y teológico-sacramentales

La doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio encuentra con frecuencia


incomprensiones en un ambiente secularizado. Allí donde las ideas fundamentales de la
fe cristiana se han perdido, la mera pertenencia convencional a la Iglesia no está en
condiciones de sostener decisiones de vida relevantes ni de ofrecer un apoyo en las crisis
tanto del estado matrimonial como del sacerdotal y la vida consagrada. Muchos se
preguntan: ¿Cómo podré comprometerme para toda la vida con una única mujer o un
único hombre? ¿Quién me puede decir cómo estará mi matrimonio en diez, veinte,
treinta o cuarenta años? Por otra parte, ¿es posible una unión de carácter definitivo a una
única persona? La gran cantidad de uniones matrimoniales que hoy se rompen refuerzan
el escepticismo de los jóvenes sobre las decisiones que comprometan la propia vida para
siempre.
Por otra parte, el ideal de la fidelidad entre un hombre y una mujer, fundado en el
orden de la creación, no ha perdido nada de su atractivo, como lo revelan recientes
encuestas dirigidas a gente joven. La mayoría de los jóvenes anhela una relación estable
y duradera, tal como corresponde a la naturaleza espiritual y moral del hombre. Además,
se debe recordar el valor antropológico del matrimonio indisoluble, que libera a los
cónyuges de la arbitrariedad y de la tiranía de sentimientos y estados de ánimo, y les
ayuda a sobrellevar las dificultades personales y a vencer las experiencias dolorosas. En
particular, protege a los niños, que, por lo general, son los que más sufren con la ruptura
del matrimonio.
El amor es más que un sentimiento o instinto. En su esencia, el amor es entrega. En
el amor matrimonial, dos personas se dicen consciente y voluntariamente: solo tú, y para
siempre. A las palabras del Señor: «Lo que Dios ha unido», corresponde la promesa de
los esposos: «Yo te acepto como mi marido... Yo te acepto como mi mujer... Quiero
amarte, cuidarte y honrarte toda mi vida, hasta que la muerte nos separe». El sacerdote
bendice la alianza que los esposos han sellado entre sí ante la presencia de Dios. Quien
se pregunte si el vínculo matrimonial tiene una naturaleza ontológica, déjese instruir por
las palabras del Señor: «Al principio, el Creador los hizo varón y mujer», y que dijo:
«Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos
una sola carne. Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 4-6).
Para los cristianos rige el hecho de que el matrimonio entre bautizados —por tanto,
incorporados al cuerpo de Cristo—, tiene una dimensión sacramental y representa así

96
una realidad sobrenatural. Uno de los más serios problemas pastorales está constituido
por el hecho de que algunos juzgan el matrimonio exclusivamente con criterios
mundanos y pragmáticos. Quien piensa según «el espíritu del mundo» (1Cor 2, 12) no
puede comprender la sacramentalidad del matrimonio. La Iglesia no puede responder a
la creciente incomprensión sobre la santidad del matrimonio con una adaptación
pragmática ante lo presuntamente inexorable, sino solo mediante la confianza en «el
Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido»
(1Cor 2, 12). El matrimonio sacramental es un testimonio de la potencia de la gracia que
transforma al hombre y prepara a toda la Iglesia para la ciudad santa, la nueva Jerusalén,
la Iglesia misma, preparada «como una novia que se engalana para su esposo» (Ap 21,
2). El evangelio de la santidad del matrimonio se anuncia con audacia profética. Un
profeta tibio busca su propia salvación en la adaptación al espíritu de los tiempos, pero
no la salvación del mundo en Jesucristo. La fidelidad a las promesas del matrimonio es
un signo profético de la salvación que Dios dona al mundo: «Quien sea capaz de
entender, que entienda» (Mt 19, 12). Mediante la gracia sacramental, el amor conyugal
es purificado, fortalecido e incrementado. «Este amor, ratificado por la mutua fidelidad
y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente,
en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y
divorcio» (Gaudium et Spes, n. 49). Los esposos, en virtud del sacramento del
Matrimonio, participan en el definitivo e irrevocable amor de Dios. Por esto, pueden ser
testigos del fiel amor de Dios, nutriendo permanentemente su amor a través de una vida
de fe y de caridad.
Los pastores saben que existen ciertamente situaciones en que la convivencia
matrimonial, por motivos graves, se torna prácticamente imposible; por ejemplo, a causa
de violencia sicológica o física. En estas situaciones dolorosas la Iglesia ha permitido
siempre que los cónyuges se separaran. Sin embargo, se debe precisar que el vínculo
conyugal del matrimonio válidamente celebrado se mantiene intacto ante Dios, y sus
integrantes no son libres para contraer un nuevo matrimonio mientras el otro cónyuge
permanece con vida. Los pastores y las comunidades cristianas se deben por lo tanto
comprometer en promover caminos de reconciliación, también en estas circunstancias, o
bien, cuando no sea posible, ayudar a las personas afectadas a superar en la fe su difícil
situación.

Comentarios teológico-morales

Cada vez con más frecuencia se sugiere que la decisión de acercarse o no a la


comunión eucarística por parte de los divorciados vueltos a casar debería dejarse a la
iniciativa de la conciencia personal. Este argumento, al que subyace un concepto
problemático de «conciencia», ya fue rechazado en la carta de la Congregación para la
Doctrina de la Fe de 1994. Desde luego, los fieles deben examinar su conciencia en cada
celebración eucarística para ver si es posible recibir la sagrada comunión, a la que

97
siempre se opone un pecado grave no confesado. Los fieles tienen el deber de formar su
conciencia y de orientarla a la verdad. Para esto, deben prestar obediencia a la voz del
Magisterio de la Iglesia, que ayuda «a no desviarse de la verdad sobre el bien del
hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la
verdad y a mantenerse en ella» (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis Splendor, n. 64).
Cuando los divorciados vueltos a casar están en conciencia convencidos de que su
matrimonio anterior no era válido, tal hecho deberá comprobarse objetivamente, a través
de la autoridad judicial competente en materia matrimonial. El matrimonio no es
incumbencia exclusiva de los cónyuges delante de Dios, sino que, siendo una realidad de
la Iglesia, es un sacramento, respecto del cual no toca al individuo decidir su validez,
sino a la Iglesia, en la que él se encuentra incorporado mediante la fe y el bautismo. «Si
el matrimonio precedente de unos fieles divorciados y vueltos a casar era válido, en
ninguna circunstancia su nueva unión puede considerarse conforme al Derecho; por
tanto, por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los sacramentos. La conciencia
de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta norma» (Card. Joseph Ratzinger, ‘A
propósito de algunas objeciones contra la doctrina de la Iglesia sobre de la recepción de
la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar’).
Igualmente, la doctrina de la epikeia, según la cual una ley vale en términos
generales, pero la acción humana no siempre corresponde totalmente a ella, no puede ser
aplicada aquí, puesto que en el caso de la indisolubilidad del matrimonio sacramental se
trata de una norma divina que la Iglesia no tiene autoridad para cambiar. Esta tiene, sin
embargo, en la línea del Privilegium Paulinum, la potestad para esclarecer qué
condiciones se deben cumplir para que surja el matrimonio indisoluble según las
disposiciones de Jesús. Reconociendo esto, ella ha establecido impedimentos
matrimoniales, reconocido causas para la nulidad del matrimonio, y ha desarrollado un
detallado procedimiento.
Otra tendencia a favor de la admisión a los sacramentos de los divorciados vueltos a
casar es la que invoca el argumento de la misericordia. Puesto que Jesús mismo se
solidarizó con las personas que sufren, dándoles su amor misericordioso, la misericordia
sería, por lo tanto, un signo especial del auténtico seguimiento de Cristo. Esto es cierto;
sin embargo, no es suficiente como argumento teológico-sacramental, puesto que todo el
orden sacramental es obra de la misericordia divina y no puede ser revocado invocando
el mismo principio que lo sostiene. Además, mediante una invocación objetivamente
falsa de la misericordia divina se corre el peligro de banalizar la imagen de Dios, según
la cual Dios no podría más que perdonar. Al misterio de Dios pertenece el hecho de que
junto a la misericordia están también la santidad y la justicia. Si se esconden estos
atributos de Dios y no se toma en serio la realidad del pecado, tampoco se puede hacer
plausible a los hombres su misericordia. Jesús recibió a la mujer adúltera con gran
compasión, pero también le dijo: «Vete y desde ahora no peques más» (Jn 8, 11). La
misericordia de Dios no es una dispensa de los mandamientos de Dios y de las
disposiciones de la Iglesia. Mejor dicho, ella concede la fuerza de la gracia para su
cumplimiento, para levantarse después de una caída y para llevar una vida de perfección

98
de acuerdo a la imagen del Padre celestial.

La solicitud pastoral

Aunque por su propia naturaleza no sea posible admitir a los sacramentos a las
personas divorciadas y vueltas a casar, tanto más son necesarios los esfuerzos pastorales
hacia estos fieles. Pero se debe tener en cuenta que tales esfuerzos tienen que mantenerse
dentro del marco de la revelación y de los presupuestos de la doctrina de la Iglesia. El
camino señalado por la Iglesia para estas personas no es simple. Sin embargo, ellas
deben saber y sentir que la Iglesia, como comunidad de salvación, les acompaña en su
camino. Cuando los cónyuges se esfuerzan por comprender la praxis de la Iglesia y se
abstienen de la comunión, ellos ofrecen a su modo un testimonio a favor de la
indisolubilidad del matrimonio.
La solicitud por los divorciados vueltos a casar no se debe reducir a la cuestión
sobre la posibilidad de recibir la comunión sacramental. Se trata de una pastoral global
que procura estar a la altura de las diversas situaciones. Es importante, al respecto,
señalar que además de la comunión sacramental existen otras formas de comunión con
Dios. La unión con Dios se alcanza cuando el creyente se dirige a Él con fe, esperanza y
amor, en el arrepentimiento y la oración. Dios puede conceder su cercanía y su salvación
a los hombres por diversos caminos, aún cuando se encuentran en una situación de vida
contradictoria. Como ininterrumpidamente subrayan los recientes documentos del
Magisterio, los pastores y las comunidades cristianas están llamados a acoger abierta y
cordialmente a los hombres en situaciones irregulares, a permanecer a su lado con
empatía, procurando ayudarles, y dejándoles sentir el amor del Buen Pastor. Una
pastoral fundada en la verdad y en el amor encontrará siempre y de nuevo los caminos
legítimos por recorrer y las formas más justas para actuar.

99
CAPÍTULO 7

ONTOLOGÍA SACRAMENTAL E INDISOLUBILIDAD


DEL MATRIMONIO

S.E. Card. Carlo Caffarra

Encontrar el método

La institución matrimonial está expuesta a una tormenta como nunca en su historia


había atravesado. Empleando el lenguaje de la genética, P. P. Donati muestra que no se
trata solo de mutaciones morfogenéticas, sino que está mutando el genoma del
matrimonio.[123]
El sínodo no podrá evitar fijar una posición frente a este dilema: el modo en el que
evoluciona la institución del matrimonio y de la familia ¿es positivo para las personas,
para sus relaciones y para la sociedad, o por el contrario supone una decadencia de las
mismas?
La Iglesia no puede pensar que cuanto está sucediendo —jóvenes que no se casan
sino que conviven; introducción en los ordenamientos jurídicos del denominado
matrimonio homosexual; divorcios cada vez más facilitados por las leyes— sean
procesos históricos de los cuales deba simplemente tomar nota y a los que,
sustancialmente, deba adecuarse. Es de vital importancia que el sínodo encuentre y siga
la vía adecuada para dar al mundo un verdadero anuncio evangélico acerca del
matrimonio y de la familia. La cuestión del método es decisiva.
También en tiempos de Jesús se discutía en las escuelas rabínicas sobre la cuestión
del matrimonio. Más concretamente, sobre las causas que legitimaban el divorcio. Le
preguntaron a Jesús en qué condiciones consideraba justo el divorcio; si se alineaba con
los «rigoristas» o con los «laxistas»: la licitud del divorcio como tal no era cuestionada
por ninguno (cfr. Mt 19, 3-9). Jesús no entra mínimamente en la problemática casuística.
Rechaza tal acercamiento a la cuestión; indica en qué dirección se debe mirar para
entender qué es realmente el matrimonio y su indisolubilidad, para escapar de la tiranía
de las opiniones de las diferentes escuelas rabínicas. Se debe mirar hacia el Principio.
El giro que la respuesta de Jesús imprime al acercamiento humano a las cuestiones
matrimoniales es radical: exige una auténtica conversión. Las catequesis de san Juan

100
Pablo II nos muestran el camino de esta conversión.[124]
El Principio al que se refiere Jesús, «no se convierte nunca en un a priori que se
impone a la subjetividad humana, llamada, después, con fatiga, a articularse a sí misma
conforme a tal principio, en una extenuante mediación entre el primado de cuanto en
algún modo la precedería y las exigencias del propio dinamismo de autoconocimiento y
autodeterminación».[125]
El Principio al que se refiere Jesús no debe ser considerado como la ley moral
universalmente válida de la indisolubilidad. Esa era justamente la perspectiva farisaica:
existe una ley para la que Moisés ya estableció excepciones; los fariseos preguntan qué
alcance tiene, a su juicio, la excepción mosaica. La lógica, el método, consistía en
aplicar lo universal (=ley de la indisolubilidad) a lo particular (=situación conyugal).
El Principio al que se refiere Jesús es la verdad del matrimonio y de la
indisolubilidad inscrita en la persona-cuerpo y en el cuerpo-persona del hombre y de la
mujer desde el acto creador de Dios. El Principio es tal y manifiesta su autoridad
justamente porque es el factor que ellos acogen como verdad intrínseca de su persona;
como raíz que nutre su experiencia conyugal: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y
carne de mi carne” (Gn 2, 23).
He hablado de conversión metodológica. Si miramos al Principio, como nos pide
Jesús, el hombre y la mujer que se casan no se enfrentan en primer lugar a una ley y
verifican, por tanto, para solucionar sus graves dificultades, si están en condiciones de
poder alegar una excepción a la ley de la indisolubilidad.
Se enfrentan al Principio, es decir, a la verdad más profunda de su ser hombre y
mujer: la dimensión del don recíproco, cuya expresión es su cuerpo en toda la verdad
originaria de la masculinidad y la feminidad.
En pocas palabras: el drama de la persona humana no consiste en la posibilidad de
convertirse en un caso excepcional considerado o no por la ley; consiste en el hecho de
que la libertad puede afirmar o negar con sus decisiones la verdad de la persona. Por
tanto, el método no es aprender a pasar de lo universal a lo particular, sino educar en la
libertad que es sometimiento a la verdad respecto del bien.[126]
Para poseer ojos capaces de ver en el Principio y liberarse así de la tiranía de la
contraposición de las opiniones, los fieles están dotados del sentido sobrenatural de la
fe, que “no consiste sin embargo única o necesariamente en el consentimiento de los
fieles. La Iglesia, siguiendo a Cristo, busca la verdad que no siempre coincide con la
opinión de la mayoría. Escucha a la conciencia y no al poder, en lo cual defiende a los
pobres y despreciados. La Iglesia puede recurrir también a la investigación sociológica y
estadística, cuando se revele útil para captar el contexto histórico dentro del cual la
acción pastoral debe desarrollarse y para conocer mejor la verdad; no obstante tal
investigación por sí sola no debe considerarse, sin más, expresión del sentido de la fe”.
[127]
La indicación metodológica de la Familiaris consortio es particularmente actual,
incluso más que cuando fue promulgada. Lo digo considerando dos factores. Uno es el
poder, el influjo de los grandes medios de comunicación, verdaderas fuerzas generadoras

101
de consenso. El otro es la consideración, típica de la postmodernidad, de la verdad como
noción inútil, y la consiguiente soberanía del sentir respecto al entender.[128]
De ello deriva una experiencia de la realidad entendida como sometimiento
continuo a nuestra artificialidad. El resultado es que la pareja humana es considerada, en
Occidente, como afectividad privada, carente de cualquier relevancia social.
Compete al sínodo realizar una gran llamada a la conversión de la mente, al modo
ortóptico de mirar al matrimonio, irreductible —como lo es actualmente— a la pareja tal
y como está considerada en la postmodernidad occidental.

El don sacramental de la indisolubilidad

Jesús, respondiendo a los fariseos, habla de «dureza de corazón» (Mt 19, 8) que
impide comprender el Principio.
La nueva alianza fue anunciada por dos grandes profetas, Jeremías (31, 33-34) y
Ezequiel (36, 26-27), como la sustitución del «corazón de piedra» por un «corazón de
carne». Y Jesús, al instituir el sacramento de la Eucaristía, reveló que la efusión de su
sangre constituía la nueva y eterna alianza (Pc 22, 20).
A través del sacrificio de Cristo, eucarísticamente siempre presente en la Iglesia, el
hombre y la mujer han sido reintegrados en la dignidad del Principio: liberados de su
incapacidad de donarse recíprocamente para siempre.
En este contexto es donde se comprende la verdadera naturaleza de la
indisolubilidad matrimonial: no es principalmente una obligación moral y/o jurídica; es
un don que configura ontológicamente la persona de los esposos, en cuanto son unidos el
uno al otro con un vínculo, una alianza, que es el símbolo real de la pertenencia de la
Iglesia a Cristo y de Cristo a la Iglesia. Símbolo-real: no es solo un signo que remita
simplemente a una realidad —sacramentan tantum—, sino la Realidad que está presente
en el signo —res et sacramentum—.
Todo sacramento es un acto del Padre que, mediante Cristo, efectúa la salvación de
la persona. En el matrimonio es una acción divina que unifica a los dos. No se refiere
solo a la persona en su dimensión espiritual, sino también en su dimensión carnal. Son
las dos personas-cuerpo o los dos cuerpos-personas los unificados por la acción del
Padre. El uno se dona a la otra, y, contemporáneamente, en esta recíproca pertenencia
está inscrito el misterio: la unión Cristo-Iglesia. La ratio sacramenti reside en la
indisolubilidad del vínculo, surgido de un acto divino.
Los grandes doctores de la Iglesia son, aun en la diversidad de su pensamiento
teológico, unánimes el respecto. Solo una referencia, particularmente sugestiva.
Un texto de san Buenaventura compara el matrimonio al bautismo. En el bautismo
hay una realidad permanente, llamada carácter, y una realidad transitoria que consiste en
la ablución. Análogamente, en el matrimonio hay algo permanente llamado “vínculo
conyugal”, y una realidad transitoria que consiste en el consentimiento. La verdadera
esencia del matrimonio se encuentra en el vínculo conyugal.[129]

102
Dado que la sacramentalidad del matrimonio consiste principalmente en el vínculo
indisoluble del matrimonio (“ex ratione illius indissolubilitatis praecipue matrimonium
tenet rationem sacramenti et signi sacri”),[130] la indisolubilidad no surge exclusiva o
principalmente de la mutua obligación asumida a través del consentimiento de los dos,
sino de la acción de Dios que inscribe la significación sacramental (“Causa prima est
divina institutio. Causa proxima est humana pactio”).[131]
Dios no actúa nunca contra, o prescindiendo de, la libertad de la persona. El
consentimiento solamente hace posible la acción de Dios. No constituye la
indisolubilidad: es solo consentimiento al don de esta por parte del Señor (“consensus
non facit matrimonium nisi eatenus, quatenus praesupponit divinam institutionem;
divina autem institutio respicit congruam significationem”).[132] Así es en el
pensamiento del Seráfico.
La simbología que define la sacramentalidad del matrimonio coincide con su
indisolubilidad: es sacramento —signo de una realidad santa— porque es indisoluble; es
indisoluble porque es sacramento.
En síntesis. Mediante el consentimiento matrimonial tiene lugar un acontecimiento
que implica y trasciende a los contrayentes. Su consentimiento los arraiga
definitivamente en el misterio, y la clave de este arraigo es la indisolubilidad. Lo que
Dios dona, permanece para siempre: Él no se arrepiente de sus dones.
Para que la significación sacramental penetre cada vez más profundamente en la
persona de los cónyuges, el Espíritu Santo dona a los esposos la caridad conyugal. Esta
tiene un doble perfil: es la perfección del amor erótico —no su negación— y es la
sanación de la incapacidad del hombre y de la mujer de amarse para siempre.
Todo lo dicho anteriormente revela una relación singular entre el matrimonio y la
Eucaristía.
Esta se comprende, no obstante, solo si se considera el matrimonio en relación a
Cristo y a la Iglesia, y no pura y simplemente como un signo sagrado: una imagen
puramente formal que representa un misterio, que permanece fuera de ella. El
matrimonio entre dos bautizados, por el contrario, “está en relación real, esencial,
intrínseca con el misterio de la unión de Cristo con la Iglesia y, por tanto, participa de su
naturaleza... producida e impregnada por la misma”.[133]
La Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo en el cual Él une a sí a su
Iglesia, la une a su Cuerpo y se convierten en “una sola carne”. “La Eucaristía es el
sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa. La
Eucaristía hace presente y realiza de nuevo, de modo sacramental, el acto redentor de
Cristo, que «crea» la Iglesia, su cuerpo. Cristo está unido a este «cuerpo», como el
esposo a la esposa. (...) En este «gran misterio» de Cristo y de la Iglesia se introduce la
perenne «unidad de los dos», constituida desde el «principio» entre el hombre y la
mujer”.[134]
El matrimonio se arraiga por tanto en el misterio eucarístico. Expresa la realidad
celebrada, de la cual brota el matrimonio. La íntima naturaleza mística de la
sacramentalidad de la unión conyugal fundamenta pues la eficacia productiva propia de

103
la misma: la caridad conyugal, cuyo origen está en el misterio eucarísticamente presente.
No resulta difícil ahora señalar la contradicción real, objetiva, entre lo que la
Eucaristía celebra —el misterio eucarístico— y el estado de vida en el que se encuentra
quien ha atentado contra el vínculo conyugal viviendo como esposo o esposa con una
mujer o un hombre que no es tal.
Se trata de una contradicción objetiva —independientemente de su condición
subjetiva— entre su estado y la unión Cristo-Iglesia significada y actuada por la
Eucaristía.[135]

Cuando el sacramento se convierte en drama

La postmodernidad ha lanzado un reto mortal a la familia porque ha tratado de


modificar sustancialmente el carácter relacional del matrimonio sobre el que se funda la
familia.
La Iglesia tiene una sola respuesta adecuada a este reto: anunciar el evangelio del
matrimonio.
En este último apartado quisiera responder a una sola pregunta: el anuncio del
evangelio del matrimonio, ¿incluye también la admisión a la Eucaristía de los
divorciados vueltos a casar?
Para reorganizar mi reflexión desde el punto de vista conceptual, me detengo
exclusivamente en la condición objetiva de quien está divorciado y se ha vuelto a casar;
en su estado, caracterizado por dos elementos: validez del matrimonio precedente
(matrimonio rato y consumado); atentado matrimonio civil y/o convivencia more uxorio
con quien no es cónyuge.
Las circunstancias en las que concurren estos dos elementos son muy diferentes
entre un caso y otro y “los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir
bien las situaciones”.[136] No obstante, nos debemos preguntar si encontrarse en esa
condición, pura y simplemente, impide el acceso a la Eucaristía.
Mi respuesta es afirmativa, fundamentalmente por tres razones.
La primera: Es Tradición de la Iglesia, fundada en la Escritura (cfr. 1Cor 11, 28),
que la comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor exige en quien participa de ella no
encontrarse en contradicción con lo que se recibe. Ahora bien, como he intentado
explicar al final del apartado precedente, el status del divorciado vuelto a casar está en
contradicción objetiva con aquel vínculo de amor que une a Cristo y a la Iglesia,
significado y actuado por la Eucaristía.
La razón que estamos aduciendo está fundamentada en la economía sacramental,
que configura, transforma ontológicamente, a la persona. La persona casada está
ontológicamente —en su ser— consagrada a Cristo, conformada a Él. El vínculo
conyugal nace del mismo Dios, a través del consentimiento entre dos personas. De
hecho, solo a partir de un acto divino el misterio de la unión de Cristo y de la Iglesia
puede estar inscrito en el vínculo.

104
El cónyuge permanece integrado en tal misterio incluso si con una decisión
posterior atenta contra el vínculo sacramental, pasando a un estado de vida que lo
contradiga. ¿Cómo podría una persona en tal condición recibir la Eucaristía, que es el
sacramento de aquella unión de la cual el vínculo matrimonial es símbolo real?
Cuando la Iglesia habla de indisolubilidad del matrimonio rato y consumado se
refiere a un vínculo que no es en primer lugar moral (“pacta sunt servanda”), aunque es
considerado, justamente, promesa hecha coram Deo. Es obra de Cristo en la Iglesia, y
por tanto invulnerable, sea ante los propios cónyuges, sea ante cualquier tipo de
autoridad civil o eclesiástica. El acceso a la Eucaristía del divorciado vuelto a casar sería
plausible reduciendo la economía sacramental a un orden moral.
La segunda razón es consecuencia de la primera. Si la Iglesia admitiese a la
Eucaristía al divorciado vuelto a casar reconocería la legitimidad moral de vivir more
conuigali con una persona que no es el propio cónyuge. Esto contradice lo que la misma
Iglesia ha enseñado siempre, sobre la base de la Escritura: que el ejercicio de la
sexualidad es digno de la persona humana solamente dentro del matrimonio.
Téngase bien en cuenta este particular: la ley moral no es simplemente la
imposición de una voluntad superior, aunque sea divina. Ha sido la catastrófica crisis
nominalista la que ha introducido en el pensamiento cristiano esta visión de la ley moral.
La esencia de las proposiciones normativas de la moral se encuentra en la verdad
del bien que está contenida en ellas. La intrínseca malicia del acto adúltero consiste en el
hecho de que la libertad del adúltero niega la verdad de la sexualidad humana.
El drama del hombre no consiste en la dificultad de vivir una existencia histórica,
por definición circunstancial e irrepetible, conforme a una ley de carácter universal. El
drama del hombre consiste en la posibilidad inscrita en su libertad, en cuanto creada y
herida por el pecado, de negar con sus elecciones la verdad acerca del bien de su
persona, conocida a través de la razón y/o por la divina revelación.
Invocar a la prudencia está fuera de lugar. La prudencia se refiere a la realización
del bien al cual están ordenadas las virtudes morales. Lo que en sí y de por sí es
intrínsecamente ilícito no puede ser nunca objeto de un juicio prudencial. En resumen:
no puede existir un adulterio prudente y un adulterio imprudente. El significado
fundamental de la referencia de Jesús al «Principio» es la referencia a la verdad de la
relación hombre-mujer, existente no a causa de una imposición, sino simplemente por su
ser persona humana-hombre y persona humana-mujer.
La llamada a la epikeia es igualmente infundada. La razón de la epikeia consiste en
el hecho de que, a causa de la limitación del legislador humano, es imposible promulgar
una ley que tenga en cuenta todos los casos.
Pero si el legislador es Dios mismo, aplicar a las leyes divinas la epikeia significa
atribuir a Dios la incapacidad propia del legislador humano. La epikeia como virtud se
ejerce solo en el ámbito de las leyes humanas.[137]
La legitimación por parte de la Iglesia de una vida vivida more coniugali con una
persona que no es el cónyuge pone en tela de juicio no solo la ética sexual, sino la misma
antropología de la sexualidad.

105
Alguien podría objetar: “Entonces el adulterio es un pecado imperdonable. Pero,
seguramente, eso es contrario al Evangelio”. Considerando que no hablo simplemente de
adulterio como acto, sino de adulterio como estado de vida, considero que es doctrina de
fe que ambos son perdonados por la misericordia de Dios.
Pero la Iglesia enseña una doctrina de fe sobre el perdón divino, profundamente
integrado en la «sinfonía de la verdad». Lo hizo en el Concilio de Trento,[138] recogido
y citado por el Catecismo de la Iglesia Católica.[139] Dios no perdona a quien no se
arrepiente, ya que desea restaurar una relación de verdadera amistad en la libertad. El
Concilio de Trento define en modo muy preciso el arrepentimiento: “Animi dolor atque
detestatio de peccato commisso, cum proposito non peccandi de caetero”.
El pecado cometido es haber atentado contra el vínculo matrimonial sacramental,
constituyendo un estado de vida objetivamente adúltero en el que toda relación conyugal
supone, objetivamente, adulterio. El propósito de no pecar más implica, por tanto, el
propósito de llevar una forma de vida que ya no esté en contradicción con la
indisolubilidad matrimonial.[140]
Hablar de un itinerario penitencial que no exija esta decisión resulta
dramáticamente contradictorio: tras el itinerario penitencial, ¡estoy legitimado a
permanecer en el mismo estado de vida del cual me arrepiento! Si alguno pensara que
hay situaciones en las que el «propositum non peccandi de caetero» es imposible, en el
preciso sentido al que nos hemos referido anteriormente, sostendría, de hecho, que el mal
humano es más fuerte que la gracia redentora de Cristo, que la misericordia de Dios, la
cual debería reducirse a «arreglar la situación como mejor pueda».
Santo Tomás ha definido el «proprium» de la misericordia de Dios de la siguiente
forma: “liberar de la miseria, entendiendo por miseria cualquier defecto”.[141]
La tercera razón tiene un carácter consecuencial. La admisión a la Eucaristía de los
divorciados vueltos a casar suscitaría no solo en los fieles, sino en cualquier persona
atenta, la idea de que en el fondo no existe ningún matrimonio absolutamente
indisoluble, de que el «para siempre», que todo verdadero amor no puede sino anhelar,
es una ilusión. No hay duda de que esto va contra la enseñanza de Jesús sobre el
matrimonio.
Hablar, por último, del «segundo» como de un matrimonio que participa en grado
no perfecto de la ratio coniugii es simplemente una grave transgresión lógica.

Conclusión

Quiero concluir con un admirable texto de K. Wojtyla:

“... no existe nada que sea más desconocido y misterioso que el amor. Divergencia entre lo que se encuentra en
la superficie y lo que es el misterio del amor, he aquí la fuente del drama. Este es uno de los más grandes
dramas de la existencia humana”.[142]

La Iglesia tiene la misión de guiar al hombre, de educarlo para superar “la

106
divergencia entre lo que se encuentra en la superficie y lo que es el misterio del amor”.
Tiene, por tanto, la misión de anunciar el evangelio del matrimonio: esta es la urgencia
prioritaria e ineludible. También el evangelio —repito, el Evangelio— de la
indisolubilidad, verdadero tesoro que la Iglesia custodia en vasos de arcilla.

107
[123] P. P. Donati, La famiglia. El genoma che fa vivere la società, (Soveria Mannelli, Rubettino, 2013).
[124] Cf. San Juan Pablo II, Hombre y Mujer los creó, (Madrid, Ediciones Cristiandad, 2010).
[125] G. Marengo, Amare l’amore umano. L’eredità di Giovanni Paolo II sul Matrimonio e la famiglia, (Siena,
Cantagalli, 2007), p. 158.
[126] Cf. S. Agustín, De libero arbitrio 2, 13, 37 (CSEL 74, 73; BAC, t. 3; p. 315).
[127] S. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 5.
[128] M. Ferraris, Manifesto del nuovo realismo, (Roma, Laterza, 2012), p. xi.
[129] Cfr. In IV Sent. Dist. XXVII, a.1, q.1.
[130] Dist. XXVI, a.1, q.2, ad 4um.
[131] Dist. XXVII, a.2, q.1.
[132] Dist. XXVIII, art. unic. q.2
[133] M. Scheeben, I misteri del cristianesimo, (Brescia, Morcelliana, 1960), p. 594.
[134] S. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 26.
[135] Cfr. Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis, 29.
[136] S. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 84.
[137] Santo Tomás habla de la epikeia especialmente en Summa Theologica 1, 2, q. 96, a. 6; y 2, 2, q. 20.
[138] Sesión XIV, cap. 4 [DS 1676]
[139] Cat. 1451.
[140] S. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 84.
[141] 1, q. 11, a. Cfr. El admirable texto de Agustín, Comentario al Evangelio de Juan 12, 13 acerca del
entrelazamiento entre la misericordia de Dios y la «detestatio de peccato commisso».
[142] K. Wojtyla, Tutte le opere letterarie, (Milán, Bompiani, 2001), p. 821.

108
CAPÍTULO 8

LOS DIVORCIADOS VUELTOS A CASAR Y LOS


SACRAMENTOS DE LA EUCARISTÍA Y DE LA
PENITENCIA

S.E. Card. Velasio De Paolis

Premisa

Hablamos de los divorciados vueltos a casar, pero el discurso sirve sustancialmente


para todos los que viven en situaciones familiares irregulares. La aclaración «vueltos a
casar» indica que el divorciado, en cuanto tal, no está excluido de los sacramentos
indicados en el título; lo está solo en cuanto atenta un nuevo vínculo y en todo caso vive
en una situación conyugal irregular. Y es precisamente esta situación irregular
permanente la que constituye el motivo para la exclusión de los sacramentos. En este
caso, de hecho, quien convive con una persona que no es el cónyuge se sitúa en abierta
violación de la ley de Dios tal y como la presenta la Iglesia. El Derecho de la Iglesia, por
una parte, detalla las condiciones de acceso a los sacramentos, cuya verificación se
confía al propio fiel, y, por otra, se dirige al ministro sagrado indicándole los casos en
los que se debe excluir de la Eucaristía al propio fiel por razones de escándalo.
Limitamos nuestro análisis a las condiciones necesarias que el fiel debe respetar para
acceder legal y fructíferamente a los sacramentos.
El matrimonio y la familia son los temas que el Santo Padre propone para la
reflexión de la Iglesia colocándolos como argumento de un sínodo de obispos, a
celebrarse en dos etapas, con un año de diferencia, en octubre de 2014 y octubre de
2015. El sínodo ha sido precedido por un amplio cuestionario con el fin de obtener una
visión general lo más realista posible. Por desgracia, los medios de comunicación
destacan los aspectos más marginales de la cuestión y los tratan principalmente, si no
exclusivamente, desde la perspectiva de las novedades que se perciben en todas las
direcciones imaginables y posibles. Ha habido un avance del tema en el consistorio del
20 y 21 de febrero de 2014 que se ha centrado en el matrimonio y la familia. Este, según
los pocos elementos ofrecidos por el portavoz de la oficina de prensa vaticana, ha

109
abarcado todos los temas; pero el punto central parece haber sido el de la Eucaristía a los
divorciados vueltos a casar, según la impresión atribuida al cardenal Philippe Barbarin.
Puede ser útil reflexionar sobre los puntos que se perfilan en el horizonte
precisamente sobre este tema. En primer lugar, ofrecemos algunas precisiones sobre
quiénes son los divorciados vueltos a casar; después mostraremos la enseñanza de la
Iglesia sobre estas personas en lo que respecta a los sacramentos de la Iglesia, y
recordaremos las disposiciones canónicas generales sobre esta materia para todos los
fieles; posteriormente nos detendremos a reflexionar sobre la cuestión planteada para
profundizar en las razones que subyacen en la enseñanza y la disciplina de la Iglesia.
Finalmente, consideraremos un caso específico presentado por el cardenal Kasper.

Divorciados vueltos a casar

En primer lugar, aclararemos que cuando decimos «divorciados vueltos a casar»


nos referimos concretamente a cuantos, después de contraer un matrimonio
canónicamente válido —es decir, un matrimonio según las leyes de la Iglesia—, y una
vez fracasado este matrimonio, no pudiendo celebrar un segundo matrimonio canónico
por el vínculo todavía existente, han contraído un nuevo matrimonio según la ley civil;
se trata, por tanto, de personas que están ligadas por un vínculo religioso (matrimonio
canónico) y por un vínculo civil (matrimonio civil). En un sentido más amplio, nos
referimos a todos aquellos que conviven irregularmente y, por tanto, al menos por lo que
se refiere al acceso a los sacramentos, se encuentran en una condición de imposibilidad
para participar en los mismos sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia.
Ha de señalarse también que una cosa es afirmar que un fiel no posee las
condiciones exigidas para acercarse a los sacramentos y otra decir que los ministros
deben negar los sacramentos a quienes, aun no pudiendo recibirlos, porque no reúnen las
condiciones, no obstante, acceden a ellos. Los ministros deben alejarlos de los
sacramentos para evitar el escándalo de otros fieles que se supone conocen las
condiciones en las que se encuentra quien accede a los sacramentos sin los debidos
requisitos. En nuestra exposición, nos detendremos sobre todo en las condiciones
exigidas, en ausencia de las cuales el fiel no puede acceder a los sacramentos.

Enseñanza de la Iglesia

La enseñanza de la Iglesia es coherente en su tradición, particularmente con


respecto a la amistad de Dios (gracia santificante, de la cual está privado quien se
encuentra en estado de pecado grave aún no perdonado) y con respecto al
arrepentimiento y al propósito de no pecar más para poder ser absuelto del pecado grave
en el sacramento de la Penitencia. Dado que el problema de los divorciados vueltos a
casar se ha agudizado particularmente en la época actual, y que no han faltado repetidas

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iniciativas para que la Iglesia cambiase su disciplina, la propia enseñanza de la Iglesia ha
sido más insistente y frecuente, especialmente durante el largo pontificado de Juan Pablo
II y de su sucesor Benedicto XVI. Tal enseñanza no se limita a proponer de nuevo la
disciplina tradicional, sino que ofrece las razones que impiden modificar tal disciplina y
a la vez indica otras vías para acudir en ayuda del problema pastoral.
A partir de los textos del Magisterio, podemos centrar la cuestión de la siguiente
manera:
1) Se trata, en primer lugar, de aquellos que, unidos precedentemente por el vínculo
matrimonial sacramental, pasan después a una nueva unión, sea de hecho, sea civilmente
reconocida.
2) Las situaciones son diferentes y los pastores están obligados a discernir: existe,
en efecto, diferencia entre quienes se han esforzado sinceramente por salvar el primer
matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y quienes, por su grave
culpa, han destruido un matrimonio canónicamente válido. Existen, por último, quienes
han contraído una segunda unión con vistas a la educación de los hijos y a veces están
subjetivamente seguros, en conciencia, de que el matrimonio precedente, destruido
irreparablemente, no había sido nunca válido.
3) Ante estas situaciones diversas y diferentes, la Iglesia reafirma su praxis fundada
en la Sagrada Escritura de no admitir al sacramento de la reconciliación y a la comunión
eucarística a los divorciados vueltos a casar.
4) No solo reitera su disciplina, sino que da las razones para ello: la Iglesia sostiene,
por fidelidad a la Palabra de Jesús (cf. Mc 10, 11-12) que no puede reconocerse como
válida una nueva unión hasta que no sea declarado inválido por parte de las autoridades
competentes el matrimonio precedente. Nótese la expresión: no puede; la Iglesia no tiene
el poder de hacerlo, aunque hipotéticamente quisiera, simplemente no puede. Como
consecuencia, si los divorciados han pasado a una nueva unión conviviendo more uxorio,
su nueva condición de vida contradice objetivamente la unión de amor entre Cristo y la
Iglesia, expresada y actuada por la Eucaristía.
5) Esta verdad fundamenta la norma del can. 915 que impone al ministro no admitir
a la Eucaristía a quienes perseveran objetivamente en la situación de pecado grave
manifiesto.
6) El pecado grave debe entenderse objetivamente; la obstinada perseverancia
significa la existencia de una situación objetiva de pecado que se extiende en el tiempo y
a la cual no pone fin la voluntad; el carácter manifiesto significa que tal situación es
conocida por la comunidad.
7) No pueden acceder tampoco al sacramento de la Penitencia. La absolución
sacramental puede ser concedida solo a aquellos que, arrepentidos por haber violado la
ley de Dios, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no esté ya en
contradicción con la indisolubilidad del matrimonio. Es necesario, por tanto, el
arrepentimiento y el propósito de enmienda. Esto implica que se quiera salir de la
situación de pecado.
8) No se trata de una norma de carácter punitivo o discriminatorio hacia los

111
divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una situación objetiva que hace
imposible de por sí el acceso a la comunión eucarística.
9) La Iglesia no puede abandonar a su suerte a los divorciados vueltos a casar. Los
pastores deben ayudarles con caridad solícita. No deben considerarse separados de la
Iglesia (no están excomulgados ni sujetos a una sanción penal). Continúan perteneciendo
a la Iglesia. Es más, deben escuchar la Palabra de Dios, frecuentar el sacrificio de la
santa Misa, perseverar en la oración, hacer obras de caridad, educar a los hijos en la fe
cristiana y cultivar el espíritu y las obras de penitencia.
10) El camino para acceder a los sacramentos, no obstante, no está del todo cerrado.
Los divorciados vueltos a casar en los que se den las condiciones objetivas que de hecho
vuelven irreversible la convivencia podrán acceder a los sacramentos si asumen el
compromiso de vivir en plena continencia, esto es, de abstenerse de los actos propios de
los cónyuges. Deben, además, evitar el escándalo, siendo de por sí oculto el hecho de
que no viven more uxorio y manifiesta la propia condición de divorciados vueltos a
casar.
11) Donde existan dudas acerca de la validez del matrimonio sacramental contraído,
la sola certeza subjetiva de los cónyuges sobre la invalidez del vínculo precedente no
puede legitimar una nueva unión. En tal caso, se debe emprender cuanto sea necesario
según el Derecho para verificar el fundamento de la duda acerca de la validez del
matrimonio. Es necesario, no obstante, evitar contraponer preocupación pastoral y
Derecho. El punto de encuentro entre Derecho y pastoral es el amor a la verdad.

Nota bene: La disciplina expuesta no está hecha específicamente para los


divorciados vueltos a casar. Se les aplica la disciplina que regula la vida de todo cristiano
por lo que respecta a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Ningún
cristiano, de hecho, puede acceder a la Eucaristía sin confesarse previamente, si es
consciente de estar en una situación de pecado grave. Y ningún cristiano puede recibir la
absolución del pecado si no está arrepentido y no hace propósito de enmienda.

La participación en los sacramentos: el código y la disciplina de la Iglesia

Derecho de todo fiel a recibir los sacramentos

Por lo que se refiere a la recepción de los sacramentos, a nivel general, el Código de


Derecho Canónico reconoce el derecho de todo fiel a recibir de los pastores los medios
espirituales necesarios para la salvación. Entre estos medios son particularmente
importantes los sacramentos. El canon 213 dice así: “Los fieles tienen derecho a recibir
de los pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente
la Palabra de Dios y los sacramentos”. Estos, instituidos por Cristo y confiados a la
Iglesia, “son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a
Dios y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran medida

112
a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica” (can. 840). Por ello, tanto los
ministros como los fieles, en la celebración de los sacramentos, “deben comportarse con
grandísima veneración y con la debida diligencia” (can. 840). Los sacramentos son tan
importantes para la salvación que el código impone a los ministros la obligación de
administrarlos, y no pueden ser negados a quienes los pidan de modo oportuno (can.
843, §1).

Condiciones requeridas

Si, por una parte, el legislador reconoce a todo fiel el derecho a recibir los
sacramentos, por la otra también tiene en cuenta la dignidad de los sacramentos y de la
correcta administración de los mismos, de manera que sea para el beneficio espiritual de
los fieles y no para su condena. Por tanto, el mismo canon 843, §1, una vez que prohíbe
a los ministros negar los sacramentos a quienes los piden, añade las condiciones
fundamentales para que los fieles puedan acceder a ellos: “estén bien dispuestos y no les
sea prohibido por el derecho recibirlos”. Tales condiciones en los fieles para acceder a
los sacramentos son requeridas particularmente para el sacramento de la Eucaristía y de
la Penitencia.[143]

El acceso a la Eucaristía

Por lo que se refiere a la participación en la Eucaristía, sacramento del amor divino,


el código, basado en las palabras del apóstol Pablo, exige que el fiel, antes de acercarse,
haga un examen de conciencia; de lo contrario corre el riesgo de recibir su propia
condena: “por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo
del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y
beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia
condena” (1Cor 11, 27-29). Es lo que afirma el can. 916: “Quien tenga conciencia de
hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir
antes a la confesión sacramental”.
La Iglesia exige para el acceso a la Eucaristía el estado de gracia, que se obtiene
normalmente a través del sacramento de la Penitencia. Quien, de hecho, es consciente de
haber cometido un pecado grave, necesita, para acceder a la Eucaristía, obtener el perdón
de Dios a través de la confesión, a menos que urja recibir o celebrar la Eucaristía y falte
el confesor necesario y disponible. En todo caso, el dolor necesario para el perdón de los
pecados implica siempre que, además del pesar por haber ofendido a Dios (contrición),
se proponga y se comprometa a confesarse con el propósito de no cometer más tal
pecado y de rehuir de las ocasiones que lo provoquen. A tales exigencias se opone
precisamente el estado de convivencia del divorciado vuelto a casar. No puede acceder a
la Eucaristía porque se encuentra en un estado de pecado grave objetivo permanente, y

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no puede obtener el perdón porque, por definición, quiere permanecer en tal situación de
pecado y por tanto no manifiesta el verdadero dolor necesario para ser admitido a la
Eucaristía. Si después, pese a ello, accediera a la comunión, el sacerdote debe negarle la
Eucaristía, en el caso de que se verifiquen las condiciones previstas por el can. 915.

La imposibilidad de recibir la absolución sacramental

El penitente puede ser absuelto del pecado solo si está debidamente dispuesto. Esto
se cumple si está arrepentido del pecado y promete no volver a recaer, y hace el
propósito de huir de las ocasiones de pecado. El can. 987 es claro al respecto: “el fiel ha
de estar de tal manera dispuesto que, rechazando los pecados cometidos y teniendo
propósito de enmienda, se convierta a Dios”. Solo con tales disposiciones de rechazo de
los pecados cometidos y de propósito de enmienda el fiel puede recibir el sacramento en
modo provechoso, esto es, que lo conduzca a la salvación.
Así, la prohibición de acceder a la Eucaristía y la imposibilidad de ser absuelto en el
sacramento del perdón están estrechamente vinculadas.

El deber de rechazar a quien acceda a la comunión; can. 915

Si el estado de oposición grave a la ley de Dios y de la Iglesia fuese conocido


también por la comunidad y alguno, a pesar de todo, osase acceder a la Eucaristía, debe
ser rechazado. En efecto, el can. 915 dice: “No deben ser admitidos a la sagrada
comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o
declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado
grave”. Una declaración del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos ha ratificado
la validez de la prohibición contenida en el canon 915 contra quienes han entendido que
tal norma no sería aplicable al caso de los fieles divorciados vueltos a casar. La
declaración afirma:
“En el caso concreto de la admisión a la sagrada comunión de los fieles divorciados
que se han vuelto a casar, el escándalo, entendido como acción que mueve a los otros
hacia el mal, atañe a un tiempo al sacramento de la Eucaristía y a la indisolubilidad del
matrimonio. Tal escándalo sigue existiendo aún cuando ese comportamiento,
desgraciadamente, ya no cause sorpresa: más aún, precisamente es ante la deformación
de las conciencias cuando resulta más necesaria la acción de los pastores, tan paciente
como firme, en custodia de la santidad de los sacramentos, en defensa de la moralidad
cristiana, y para la recta formación de los fieles”.[144]
La situación de los divorciados que se vuelven a casar se encuentra en conflicto con
la disciplina eclesiástica en puntos irrenunciables, en cuanto que tocan el mismo derecho
divino.

114
La posición del cardenal Kasper

¿Qué decir acerca de la pregunta planteada por el cardenal Kasper en el consistorio


del 21 de febrero de 2014? Puede explicarse del siguiente modo: la vía de la Iglesia es
una vía intermedia entre el rigorismo y el laxismo, a través de un camino penitencial que
desemboca primero en el sacramento de la Penitencia y después en el de la Eucaristía.
Kasper se pregunta si tal camino puede ser recorrido también por los divorciados vueltos
a casar. Indica las condiciones, verificadas las cuales, se podría considerar una vía
penitencial para estos:
“La pregunta es: ¿esta vía más allá del rigorismo y del laxismo, la vía de la
conversión, que desemboca en el sacramento de la misericordia, el sacramento de la
Penitencia, es también el camino que podemos recorrer en la presente cuestión? A un
divorciado vuelto a casar: 1. Si se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio. 2. Si
se han esclarecido las obligaciones del primer matrimonio, y se ha excluido
definitivamente una vuelta atrás. 3. Si no puede abandonar sin otras culpas las
responsabilidades asumidas con el matrimonio civil. 4. Si se esfuerza, sin embargo, por
vivir del mejor modo según sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y
de educar a los propios hijos en la fe. 5. Si tiene el deseo de los sacramentos como fuente
de fuerza para su situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de
nueva orientación (metanoia), los sacramentos de la Penitencia y después el de la
Eucaristía?”
El mismo Kasper observa: “Esta posible vía no sería una solución general. No es el
camino ancho de la gran masa, sino más bien el estrecho camino de la parte
probablemente más pequeña de los divorciados vueltos a casar, sinceramente interesados
en los sacramentos. ¿No es necesario tal vez evitar aquí la peor parte?” (o sea, la pérdida
de los hijos con la pérdida de toda una segunda generación). Después precisa: “Un
matrimonio civil como el que fue descrito con criterios claros debe distinguirse de otras
formas de convivencia irregular, como los matrimonios clandestinos, las parejas de
hecho, sobre todo la fornicación, de los denominados matrimonios salvajes. La vida no
es solo blanco y negro. De hecho, hay muchos matices”.
Kasper parece inclinarse hacia una respuesta positiva a la pregunta que plantea,
pero hace depender su respuesta positiva de la verificación de muchas y precisas
condiciones. Por eso, como él dice, la respuesta positiva no sería una solución general,
sino una vía practicable por pocos que reúnen las condiciones propuestas por él. Se
trataría de casos singulares que no podrían entrar en ninguna categoría, sino que serían
estudiados y examinados uno a uno, para evitar lo peor. La respuesta positiva
vislumbrada por Kasper podría encontrar una cierta justificación en la praxis penitencial
de la Iglesia, particularmente respecto a los lapsi. Se sabe, en efecto, que en lo relativo a
la readmisión en la Iglesia y a la Eucaristía de los lapsi la solución se encontró en una
vía intermedia entre el rigorismo y el laxismo, la vía penitencial; es decir, una vía que,
tras un tiempo de penitencia, preveía la readmisión. Kasper no aduce otros argumentos,

115
al menos en modo explícito. Se pueden, no obstante, vislumbrar en las condiciones
establecidas para poder aceptar la vía penitencial. Particularmente las condiciones 2ª (se
han esclarecido las obligaciones del primer matrimonio, y se ha excluido definitivamente
que vuelva atrás), 3ª (si no puede abandonar sin otras culpas las responsabilidades
asumidas con el matrimonio civil), y 4ª (si se esfuerza por vivir del mejor modo según
sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y por educar a los propios hijos
en la fe). En estas tres condiciones, de hecho, se puede contemplar un conflicto de
derechos y deberes, que impondría la elección de un mal menor.
Para sostener tal solución se podrían aducir otros argumentos que resultan casi
implícitos en el mismo razonamiento. A nosotros nos parece estar ante una visión que no
admite una regla general para todos los casos; habría algunos que no pueden ser medidos
por una ley porque no entrarían en ninguna categoría; nos encontraríamos ante una
situación peculiar. En estos casos no sería ya la ley la encargada de regularlos, sino la
situación misma, y puesto en la situación, el sujeto debería decidir según el mal menor.
Hemos intentado entender las razones. Hasta donde logramos comprender, y a pesar
del esfuerzo por hacerlo, no encontramos ningún motivo entre los aducidos que pueda
tener al menos la apariencia de un argumento válido para dar una respuesta afirmativa a
la pregunta planteada al inicio.
En primer lugar, el punto de partida no ofrece ningún punto de apoyo. El laxismo y
el rigorismo acerca de la readmisión de los lapsi no tiene nada en común con la de los
divorciados vueltos a casar. En la cuestión de los lapsi se trataba de readmitir a personas
arrepentidas que se comprometían a vivir coherentemente la vida cristiana; en la cuestión
de los divorciados vueltos a casar, sin embargo, se trataría de readmitir a la Eucaristía y a
la Penitencia a personas que perseverarían en la condición de irregularidad y de
violación de la ley divina. Los lapsi cumplen las condiciones puestas por la ley divina
para los sacramentos, los divorciados vueltos a casar, no. En el caso de los divorciados
no estamos frente a una corriente rigorista y a otra laxista, sino simplemente frente a una
situación de grave contraste permanente con la ley divina de la santidad del matrimonio.
Permaneciendo tal condición, la vía de los sacramentos permanece obstaculizada por ley
divina, porque no existen las condiciones establecidas por dicha ley sobre la recepción
de los sacramentos, particularmente de la Penitencia y de la Eucaristía. No se comprende
cómo pueda llamarse vía penitencial o de conversión a una vía que acabaría por
legitimar la situación existente de violación de la ley divina. Sería más bien una
legitimación de la misma situación, que en sí es intrínsecamente mala y, por tanto, no
podría hacerse buena o admisible en ningún caso.
En cuanto a las condiciones que Kasper propone para su hipótesis, se puede estar
ciertamente de acuerdo en que solamente delimitarían el acceso penitencial a poquísimas
personas. Pero esto no puede justificar una respuesta afirmativa, ni siquiera aunque se
tratase de un solo caso. Si, finalmente, fuera legítima, esperaríamos que fueran muchas
personas las que pudieran recorrerla.
Queda por profundizar el tema de la misma legitimidad. En primer lugar, no se ve
por qué la condición de la existencia del vínculo civil pueda ser una condición

116
determinante para una respuesta positiva al problema. El matrimonio civil, de hecho, no
es un vínculo matrimonial según las leyes de la Iglesia. En todo caso, las condiciones
propuestas por Kasper podrían verificarse también en otras situaciones de convivencia
irregular. No se entiende por qué algunas podrían ser legitimadas y otras no.
El problema verdadero e insoluble no es tanto la educación de los hijos, sino la
conyugalidad entre las dos personas. La obligación de educar a los hijos permanece
siempre, como permanece también en las situaciones de separación y de divorcio. El
verdadero problema es la conyugalidad. El matrimonio civil no hace y no puede hacer de
las dos personas, dos cónyuges; es más, lo que no es admisible para la ley moral divina
es justamente que dos personas que no son cónyuges vivan como tales. Este es el
verdadero problema. Los cónyuges no podrán nunca ser obligados a estar juntos
conyugalmente a causa de una hipotética situación de conflicto de deberes. Ninguna ley
humana puede imponer esto y nadie puede aceptar una eventual imposición de este
género. Sería el derrumbamiento fundamental de la relación matrimonial y familiar; sería
la destrucción de su fundamento, así como también el de la ley moral sexual.
El respeto a la norma moral que prohíbe la vida conyugal entre quienes no son
cónyuges no puede admitir excepciones. Ni se puede aducir la dificultad que comporta
su cumplimiento por el hecho de que la continencia perfecta no formaría parte del
proyecto de vida de las personas en cuestión. Pero la dificultad en la que uno puede
encontrarse para respetar la ley moral, aunque sea sin culpa, no autoriza a recorrer una
vía propia violando esa misma ley moral. Casos en los que el fiel se encuentra ante
situaciones difíciles, humanamente casi imposibles, sean individuales o familiares y
comunitarios, por desgracia son frecuentes en la vida. Pero la fidelidad a la ley divina
compromete siempre y no admite nunca excepciones.
Es más, lo que humanamente parece imposible, se convierte en posible justamente
por la fe y por la gracia del Señor. La Palabra de Dios, por una parte, advierte: “Sin mí
no podéis hacer nada” (Jn 15, 5); por otra, asegura: “Para Dios todo es posible” (Mt 19,
26). Pero si se admitiese que en las situaciones difíciles, casi imposibles, fuese lícita una
vía de escape, la vida moral se disolvería enseguida y el bien común sería subordinado al
arbitrio personal, como por lo demás se encarga de demostrar la historia.
Es incomprensible por tanto —y querríamos ser ayudados a entenderla mejor—, la
afirmación de Kasper cuando parece decir que en ese caso hipotético nos encontramos
ante una situación singular que no constituye una categoría de personas, sino una
singularidad que no puede ser medida por la ley: debe hacerse por la misma situación
sobre la base del principio de la elección de un mal menor. No existe, de hecho, ningún
caso que no pueda o no deba ser medido por la ley moral, porque todo acto humano está
medido por ella, según el principio bonum faciendum, malum vitandum. La encíclica
Veritatis Splendor cita un bello texto de san Gregorio Niseno: “Todos los seres sujetos al
devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un
estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues,
ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se
produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es

117
el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos
progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma
que queremos” (n. 71). A continuación, la misma encíclica dice: “La moralidad de los
actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho
bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de Dios que ordena todo ser a su
fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de
esta manera, es ley natural), cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la
revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es
moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero
bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin
último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y
perfecta felicidad” (n. 71).
Si se quisiera decir que hay casos cuya moralidad no puede ser medida solo por la
ley positiva humana, porque la ley humana es limitada en sus capacidades expresivas y
también en su obligatoriedad, en cuanto no obliga con grave incomodo, o podría ser
dispensada, o no ser observada por razones de principios supremos de la moralidad,
como la equidad y la epikeia, se estaría diciendo una cosa verdadera y correcta; pero en
nuestro caso no nos encontramos ante una ley positiva humana, sino ante una ley divina,
ante la que no caben excepciones y dispensas o recursos a otros principios. La única
explicación posible para tal afirmación podría entrar (aunque nosotros queremos pensar
que Kasper no pretenda decir esto) dentro de la visión de la moral de la situación,
condenada en numerosas ocasiones por el Magisterio de la Iglesia.
La justificación de una elección realizada por razón del mal menor topa contra el
principio igualmente sancionado por la doctrina de la Iglesia: el fin no justifica los
medios; non sunt facienda mala ut veniant bona. Igualmente, la moralidad de la acción
no se puede justificar sobre la base del principio de la proporcionalidad. Finalmente,
recordamos también la doctrina del acto intrínsecamente malo, que no puede nunca
convertirse en bueno por la recta intención o por las circunstancias o el principio del mal
menor. Lo que es intrínsecamente malo no es nunca posible por ningún motivo. Leemos
en la Veritatis Splendor, n. 80: “Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del
acto humano que se configuran como no ordenables a Dios, porque contradicen
radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición
moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»):
lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las
ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en
absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las
intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos,
independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de
su objeto»”. “Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un
acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o
justificable como elección” (n. 81). Puede ser ciertamente útil confrontar ciertas
afirmaciones justificativas, explícitas o implícitas, con la enseñanza de la encíclica

118
Veritatis Splendor, particularmente del número 71 al 83.
No existe un acto humano que no esté regulado por una ley moral o a ella sujeto o
por ella justificado.[145]
Las teorías que excluyen el propio objeto como fuente primaria y necesaria de la
moralidad son contrarias a la doctrina moral católica.[146]
Es más, hay actos cuyo objeto es intrínsecamente malo y no pueden ser nunca
justificados, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, citado en la Veritatis
Splendor.[147] La doctrina católica habla de un mal intrínseco que no puede nunca
encontrar justificación.[148]
Podemos concluir estas reflexiones sobre la pregunta del cardenal Kasper. Más allá
de las buenas intenciones, la pregunta, a nuestro juicio, no puede tener una respuesta
positiva. Al margen de las diferentes situaciones en las que se encuentran los divorciados
vueltos a casar, en todas ellas se halla siempre el mismo problema: la ilicitud de una
convivencia more uxorio entre dos personas que no están unidas por un verdadero
vínculo matrimonial. Ante esta situación no se entiende cómo el divorciado vuelto a
casar pueda recibir la absolución sacramental y acceder a la Eucaristía.

Los equívocos de la pastoral

A menudo se apela a la pastoral en oposición a la doctrina, sea moral, sea


dogmática, porque esta sería abstracta y poco ajustada a la vida concreta o a la
espiritualidad y propondría el ideal de la vida cristiana, inaccesible a los fieles; o incluso
en oposición al Derecho, porque la ley, siendo universal, regularía la vida en general, y
por tanto debería ser adaptada a los casos concretos, o incluso no ser aplicada porque no
todos los casos concretos pueden ser contemplados por la ley.
En realidad, se trata de una visión equivocada de la pastoral, que es un arte: el arte
con el que la Iglesia se edifica a sí misma como pueblo de Dios en la vida cotidiana. Es
un arte que se funda sobre la dogmática, sobre la moral, sobre la espiritualidad y sobre el
Derecho para actuar prudentemente en el caso concreto. No puede haber pastoral que no
esté en armonía con las verdades de la Iglesia y con su moral, y en contraste con sus
leyes, y que no esté orientada a alcanzar el ideal de la vida cristiana. Una pastoral en
contraste con la verdad creída y vivida por la Iglesia, y que no señalase el ideal cristiano,
en el respeto de las leyes de la Iglesia, se transformaría fácilmente en arbitrariedad
nociva para la misma vida cristiana.
En cuanto a las leyes, no podemos olvidar la distinción entre las leyes de Dios y las
leyes positivas del legislador humano. Si estas en algunos casos pueden ser dispensadas
o no obligar si hay grave incomodo, no se puede decir lo mismo de las leyes divinas,
sean positivas o naturales, que no admiten excepciones. Si, además, los actos prohibidos
son intrínsecamente malos, no pueden ser legitimados en ningún caso. Así, un acto
sexual con una persona que no sea el propio cónyuge no es nunca admisible y no puede
ser declarado lícito jamás, por ninguna razón. El fin no puede jamás justificar los

119
medios. La doctrina moral de la Iglesia ha sido confirmada recientemente, de manera
particular en la encíclica Veritatis Splendor de san Juan Pablo II. No es aceptable la ética
de la situación, o la medida ética de las consecuencias, o de las finalidades o de la
negación de los actos intrínsecamente malos.

Los equívocos de la misericordia

“Misericordia” es otra palabra fácilmente expuesta a los equívocos, como también


lo es la palabra “amor”, con la cual se la identifica con frecuencia. También para ella, en
principio, sirven las cosas dichas sobre la pastoral. Pero es necesaria una reflexión
atenta.
Porque se la une al amor, la misericordia, como aquél, es presentada en contraste
con el Derecho y la justicia. Pero es bien sabido que no existe amor sin justicia, sin
verdad y obrando contra la ley, sea humana o divina. San Pablo sostiene, frente a quienes
interpretaban erróneamente sus afirmaciones sobre el amor, que la regla es “el amor que
cumple las obras de la ley” (Gal 5, 14).
Hay que decir que la misericordia es un aspecto, muy bello, del amor, pero no se
puede identificar con el amor. El amor, de hecho, tiene muchas facetas. El bien que el
amor persigue siempre se realiza en modo diverso según lo que el amor exija en cada
situación. Esto se ve claramente de nuevo en san Pablo, en la Carta a los Gálatas, donde
se habla del fruto del Espíritu, o sea del amor (Gal 5, 22). Son los diferentes rostros del
amor, que manifiestan la benevolencia, la condescendencia, pero también el reproche, el
castigo, la corrección, la urgencia de la norma, etc. La fe cristiana proclama: ¡Dios es
amor! El rostro hecho hombre del amor de Dios es el rostro del Verbo Encarnado. Jesús
es el rostro del amor de Dios: es amor cuando perdona, cura, cultiva la amistad, pero
también cuando reprende y llama la atención, y cuando condena. También la condena
entra en el amor. La misericordia es un aspecto del amor, sobre todo el amor que
perdona. Dios perdona siempre, porque quiere la salvación de todos nosotros. Pero Dios
no puede perdonarnos si nosotros estamos fuera de la senda de la salvación y
perseveramos en ella. En este caso el amor de Dios se manifiesta en la reprensión y en la
corrección, no en la “misericordia” mal entendida, que sería una legitimación imposible
de lo que está mal, que llevaría a la muerte o la confirmaría.[149]
A menudo, la misericordia se presenta en oposición a la ley, incluso la divina. Es
una visión inaceptable. El mandamiento de Dios no puede ser visto sino como una
manifestación de su amor, con el cual nos indica el camino que debemos recorrer para no
perdernos en el camino de la vida. Presentar la misericordia de Dios contra su misma ley
es una contradicción inaceptable.
Frecuentemente, y con razón, se dice que no estamos llamados a condenar a las
personas; el juicio, de hecho, pertenece a Dios. Pero una cosa es condenar y otra es
valorar moralmente una situación para distinguir lo que es bueno y lo que es malo,
examinando si responde al proyecto de Dios para el hombre. Esta valoración es

120
obligatoria. Frente a las diversas situaciones de la vida, como aquella de los divorciados
vueltos a casar, se puede y se debe decir que no debemos condenar, sino ayudar; pero no
podemos limitarnos a no condenar. Estamos llamados a valorar aquella situación a la luz
de la fe y del proyecto de Dios, del bien de la familia y de las personas interesadas, y
sobre todo de la ley de Dios y de su proyecto de amor. De otro modo corremos el riesgo
de no ser capaces de apreciar la ley de Dios; es más, de considerarla como si fuera casi
un mal, desde el momento en que hacemos derivar todo el mal a partir de una ley. Según
cierto modo de presentar las cosas se podría decir que si no existiese la ley de la
indisolubilidad del matrimonio estaríamos mejor; aberración que saca a la luz las
imperfecciones de nuestro modo de pensar y razonar.

La cultura

Existe una fuerte tendencia a trasladar la explicación de cada cosa al hecho cultural.
Es innegable que la cultura tiene su peso. Pero es también verdad que la cultura es fruto
de una mentalidad y de una visión antropológica, como también de una visión filosófica
de la realidad. La cultura no puede ser, por tanto, la explicación última de cada cosa. No
toda cultura y visión filosófica y antropológica puede ser acogida sin discernimiento y
sin una cuidadosa prudencia. La misma teología dogmática y moral, que tiene también
su expresión en el campo del Derecho, tiene como base una visión antropológica y
filosófica sin la cual la misma fe no se puede expresar. Sabemos que la Iglesia ha
reafirmado siempre su competencia para interpretar las verdades de Derecho natural, que
están en la base de la misma revelación y sin las cuales la revelación no tendría su
fundamento. El can. 747, § 2 afirma: “Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia
proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su
juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos
fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas”.
Por eso la Iglesia atribuye un gran papel a santo Tomás, que le ofreció no solo una
Suma Teológica, sino también una Suma de Filosofía, en la cual el Magisterio de la
Iglesia encuentra una visión de la realidad y del hombre dentro de la cual puede expresar
su verdad y su visión.[150] La misma fórmula de fe distingue claramente verdades
reveladas contenidas en la revelación y verdades naturales que la Iglesia interpreta y
considera necesarias e indispensables para que ella pueda expresar y fundar en la
racionalidad humana su lenguaje y sus verdades de fe. De hecho, al interpretar tales
verdades la Iglesia es infalible cuando las declara con un acto definitivo. Esto significa
que la cultura no es criterio último de verdad y que la verdad no se puede medir por la
opinión común, aún cuando esta sea dominante.

Doctrina y disciplina

121
Con frecuencia se distingue entre doctrina y disciplina para afirmar que en la Iglesia
la doctrina no cambia y la disciplina sí. En realidad ambos términos serían considerados
de modo equívoco. La doctrina, de hecho, tiene diversos grados, y dentro de esta
gradualidad no está excluido un progreso y un cambio incluso doctrinal. La Iglesia
distingue en su fórmula fidei tres niveles de verdad: las verdades de fe divina y católica,
contenidas en la revelación y propuestas por el Magisterio de modo definitivo; las
verdades que la Iglesia propone con acto definitivo, y por lo tanto también infalibles; y
otras verdades que, aun perteneciendo al patrimonio de la fe, no alcanzan tal grado. Por
lo que respecta a la disciplina, no se la puede considerar como una realidad simplemente
humana y mutable, sino que tiene un significado mucho más amplio; la disciplina
comprende también la ley divina, como los mandamientos, que no están sujetos a
cambio alguno, a pesar de no ser directamente de naturaleza doctrinal, y lo mismo se
puede decir de todas las normas de derecho divino. La disciplina a menudo incluye todo
aquello que el cristiano debe considerar como compromiso de su vida para ser un fiel
discípulo de nuestro Señor Jesucristo. Puede ser útil recordar lo que se lee en el
documento Comunione, comunità e disciplina ecclesiale: “La palabra «disciplina», que
deriva del término «discípulo», que en el ámbito cristiano caracteriza a los seguidores de
Jesús, tiene un significado de particular nobleza. La disciplina eclesial consiste en
concreto en el conjunto de normas y de estructuras que configuran visible y
ordenadamente la comunidad cristiana, regulando la vida individual y social de sus
miembros para que posea una medida siempre más plena, y en adhesión al camino del
pueblo de Dios en la historia, expresión de la comunión donada por Cristo a su Iglesia.
En su sentido más amplio puede incluir también las normas morales, mientras que en su
significado más restringido designa las solas normas jurídicas y pastorales”.[151]

La nueva evangelización

Ya llevamos décadas hablando de la nueva evangelización. No se puede negar el


profuso esfuerzo en redactar documentos y libros sobre catequesis; sobre iniciativas
múltiples, particularmente durante el Año de la Fe. Los resultados son más bien escasos.
Podemos tener una idea de la situación si examinamos el reflejo sobre el matrimonio y la
familia. La pregunta urgente que debemos hacernos es la siguiente: ¿qué le falta a
nuestros esfuerzos por evangelizar y anunciar a Cristo? ¿Qué camino recorrer? ¡Parece
que Dios y su Verbo continúen estando ausentes!

La fuerza y la luz de la gracia

Por último, queremos recordar la realidad más importante, que particularmente hoy
corre el riesgo de ser olvidada o de que no se le atribuya la importancia necesaria e
indispensable. La Iglesia es una comunidad sobrenatural en su naturaleza, en sus fines y

122
en sus medios. Depende de modo decisivo de la gracia, según las palabras del fundador:
“Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 8). Todo es posible para Dios. La Iglesia es
consciente de esto. No es una potencia que se sostiene con medios humanos. Es más, no
posee una sabiduría fruto de la inteligencia de los hombres; su sabiduría es la cruz,
escondida en el secreto de Dios y que permanece escondida a la sabiduría humana. Su
verdad no es de fácil acceso y aceptación por parte de una cultura que es un mero fruto
de la inteligencia humana.
Se trata de afirmaciones que en modo particular chocan con la cultura iluminista
científica y positivista secularizada del mundo actual. En el laudable intento de dialogar
con la cultura moderna, la Iglesia corre el riesgo de poner entre paréntesis justamente las
realidades que le son propias y específicas, es decir, las verdades divinas, y de terminar
adaptándose al mundo. Ciertamente no negando las propias verdades, sino
proponiéndolas, o dudando en plantear ideales de vida que son concebibles y
practicables solo a la luz de la fe y actuables solo con la gracia. La Iglesia corre el riesgo
de diluir su mensaje más verdadero y profundo por miedo a ser rechazada por la cultura
moderna o para hacerse acoger por ella. Ciertamente la Iglesia necesita siempre, pero
particularmente en los momentos difíciles, creer en aquello que humanamente es
imposible. Así muestra su naturaleza divina y transmite su mensaje de salvación del
hombre.
La Iglesia, aún cuando debe tener en cuenta la cultura y los tiempos que cambian,
no puede no anunciar a Cristo, que es siempre el mismo, ¡ayer, hoy y siempre! (Hb 13,
8). La referencia a la cultura no puede ser la referencia principal, y mucho menos la
única y la determinante para la Iglesia; la ha de ser Cristo y su verdad. No puede no ser
motivo de reflexión el hecho de que no pocos cristianos tiendan hoy a diluir el mensaje
cristiano para hacerse aceptar por la cultura de estos tiempos. Más aún: a menudo dan la
impresión de padecer el peso de la disciplina de la Iglesia y de los mandamientos de
Dios que la regulan. Jesús ha venido, en particular, para reconducir al hombre al
proyecto de Dios. ¡En lo que respecta al matrimonio ha anunciado el gozo del amor
indisoluble en el sacramento del Matrimonio! ¿Cómo es posible que tantos cristianos
sientan esto como un peso en lugar de como un don y lleven a cabo grandes esfuerzos
para reajustarlo, o incluso para anularlo, en lugar de defender su verdad y dar testimonio
del gozo de vivirlo?

Reflexión conclusiva sobre los sacramentos a los divorciados vueltos a


casar

A partir de las puntualizaciones realizadas, parece resultar que la situación de los


divorciados vueltos a casar, en lo que se refiere a su admisión a los sacramentos de la
Penitencia y de la Eucaristía, no ofrece vías de solución mientras perdure ese estado de
cosas. Esto no puede ser atribuido a la severidad y al rigor de la ley. En este caso no nos
encontramos ante leyes humanas que podrían ser mitigadas o incluso abolidas, sino

123
frente a leyes divinas que son un bien para el hombre e indican el camino de la salvación
mostrada por Dios mismo. Esto nos plantea preguntas muy serias y arduas. ¿Cómo es
posible que la ley del amor indisoluble restablecida por Jesús en el Nuevo Testamento
corra el riesgo de convertirse en piedra de escándalo? El motivo parece ser que corremos
el riesgo de olvidarnos de la ley fundamental de la moral cristiana a la luz de la nueva
alianza, y por tanto del don del Espíritu Santo y de la creación del corazón nuevo, y
limitarnos a la moral de la ley escrita sobre tablas de piedra, que nos devuelve a la
dureza de corazón del hombre. La situación permanece irresoluble mientras nos
movamos dentro de la moral escrita sobre tablas de piedra. La situación de pecado mira
hacia el don de la gracia, que renueve al hombre de modo que este vea en la ley del
Señor no un impedimento a su felicidad sino el camino de la felicidad y de la realización
del proyecto de Dios. La moral cristiana debe ser comprendida en el misterio de Cristo,
de su obra, de la divinización del hombre mediante el don del Espíritu Santo y del amor
verdadero. El problema de los divorciados vueltos a casar no puede solucionarse
únicamente en el marco de la visión moral cristiana. En este marco, debe ser también
interpretado el deseo por parte de los divorciados vueltos a casar de la Eucaristía y de la
absolución. Si este deseo fuese satisfecho dejando a la persona en estado de pecado ello
no podría reportar ningún efecto espiritual de crecimiento; es más, podría ratificar y
bendecir un estado de muerte espiritual. El deseo de los sacramentos debe unirse al
deseo y a la voluntad de cambiar algo en la propia vida para entrar en comunión con
Dios; no puede ser simplemente la legitimación del estado de vida sin hacer nada por
cambiar. En esta perspectiva quizás se tendría que tener más valentía para proponer, allí
donde parece imposible cambiar la situación de convivencia, un esfuerzo para vivirlo en
la gracia, confiando en la ayuda de Dios. En definitiva, el problema de los sacramentos a
los divorciados vueltos a casar se podrá superar solo en el marco de una profunda
renovación espiritual de la vida cristiana, a la luz del misterio de Cristo, con quien el
cristiano está llamado a identificarse.

124
[143] También para la Unción de los enfermos. Se debe recordar la disposición del can. 1007, que prohíbe a los
ministros dispensar la Unción de los enfermos a quienes perseveran obstinadamente en un pecado grave
manifiesto. Las palabras del canon son casi las mismas del canon 915, que impone negar la Eucaristía a
quienes “obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”. Los fieles que se encuentran en tal estado
no pueden recibir en modo fructífero el sacramento con el que la Iglesia encomienda al Señor a los fieles
gravemente enfermos para que los alivie y los salve (can. 998).
[144] Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, «Declaración sobre la admisibilidad a la Sagrada Comunión
de los divorciados que se han vuelto a casar, 1, 24/06/2000» en Communicationes 32 (2000) p. 159-162.
[145] Veritatis Splendor, 72: “Solo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida. La
ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien,
conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado
moralmente bueno solo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente
porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la
ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano,
tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con
el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a
nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es
decir, Dios mismo”.
[146] Ibid., 74: “Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican especial atención a la conformidad
de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios
para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir
o de los valores que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado
según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el
comportamiento capaz de maximizar los bienes y minimizar los males”.
[147] Ibid., 78: “«hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque esta comporta un
desorden de la voluntad, es decir, un mal moral». «Sucede frecuentemente —afirma el Aquinate— que el
hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por
ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la
voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra
mala. Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena (Rm 3,
8)»”.
[148] Ibid., 79: “Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas,
según la cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección
deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la
elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas
interesadas. El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide
sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón
en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en
sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: estos son
exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la
persona que se ponen al servicio del bien de la persona, del bien que es ella misma y su perfección. Estos son
los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según santo Tomás, contienen toda la ley natural”.
[149] Por lo demás, ser misericordioso no es otra cosa que entristecerse ante la miseria del otro, pero en modo tal
de querer liberarle del mal. En este sentido, Dios es sumamente misericordioso: “misericordioso es como
decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuera
propia. Por eso quiere desterrar la miseria ajena como si fuera propia. Este es el efecto de la misericordia.
Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena,
siempre que por miseria entendamos cualquier defecto”, Tomás de Aquino, S. Th. I. q. 21, a. 3.
[150] “Los puntos más importantes de la filosofía de santo Tomás, no deben ser considerados como algo opinable,
que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia de lo natural y
de lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes
estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las palabras con las que el
Magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados por Dios”, Pío X, Motu proprio Doctoris Angelici, 29
junio 1914, en AAS 6 (1914) 336-341.
[151] Comunione, comunità e disciplina. Documento pastorale dell’Episcopato italiano, 1 gennaio 1989, n. 3.

125
CAPÍTULO 9

EL PROCESO CANÓNICO DE NULIDAD


MATRIMONIAL COMO BÚSQUEDA DE LA VERDAD

S.E. Card. Raymond Leo Burke

Introducción

En su documento preparatorio, la Tercera Asamblea General Extraordinaria del


Sínodo de los Obispos, dedicada al tratamiento de ‘Los desafíos pastorales sobre la
familia en el contexto de la evangelización’, plantea esta cuestión: «¿Podría ofrecer
realmente un aporte positivo a la solución de las problemáticas de las personas
implicadas la agilización de la praxis canónica en orden al reconocimiento de la
declaración de nulidad del vínculo matrimonial? Si la respuesta es afirmativa, ¿en qué
forma?»[152] De hecho, en los debates surgidos en torno a la próxima reunión del
Sínodo de los Obispos, buena parte de la atención ha recaído sobre la sugerencia de
cambios significativos en el proceso de la declaración de nulidad matrimonial como
remedio pastoral para las personas que se hallan en una unión irregular. Algunos
sugieren, incluso, abandonar completamente el proceso judicial.
El cardenal Walter Kasper, en su presentación ante el Consistorio Extraordinario de
Cardenales del 20 de febrero de 2014, planteó la cuestión de lo adecuado del
procedimiento judicial. Respecto a la declaración de nulidad del matrimonio, señaló:

Dado que el matrimonio, en cuanto sacramento, tiene carácter público, la decisión sobre su validez no puede
dejarse por entero a la valoración subjetiva de la persona implicada. Según el Derecho Canónico, tal
valoración es competencia de los tribunales eclesiásticos. Y como estos no son iure divino (de derecho divino),
sino que han evolucionado históricamente, a veces nos preguntamos si la vía judicial debe ser la única vía para
resolver el problema, o si no serían posibles otros procedimientos más pastorales y espirituales. Como
alternativa, podría pensarse que el obispo pudiera asignar esta tarea a un sacerdote con experiencia espiritual y
pastoral, que podría ser el penitenciario o el vicario episcopal.[153]

Prosiguió, haciendo una caricatura del proceso de nulidad matrimonial en segunda y


tercera instancia, con esta pregunta retórica: «¿Es verdaderamente posible decidir si una
persona ha actuado bien o mal en segunda y tercera instancia únicamente a partir de unas

126
actas, es decir, de unos papeles, pero sin conocer a la persona y su situación?»[154]
En el contexto del servicio del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, como
dicasterio que «provee a la recta administración de justicia en la Iglesia»,[155] y
teniendo en mente la experiencia práctica del Tribunal Supremo en su trato con
tribunales diocesanos e interdiocesanos a lo largo de los últimos 45 años, presento
algunas consideraciones para dar una respuesta a la cuestión planteada por el Sínodo de
los Obispos y a la sugerencia del cardenal Kasper de «procedimientos más espirituales y
pastorales». En primer lugar, expongo dos aclaraciones generales. A continuación, trato
de la naturaleza del proceso de declaración de nulidad matrimonial. Por último, abordo
algunas cuestiones relativas al proceso tal y como se ha desarrollado a lo largo de la
historia de la Iglesia.

Aclaraciones iniciales

El derecho a un juicio objetivo de acuerdo a la verdad

Debe quedar claro desde el principio que la demanda de nulidad de un matrimonio


en particular implica, en la mayoría de los casos, una compleja situación humana sobre
la que las partes implicadas buscan un juicio objetivo. Al margen del caso en el que una
parte, simplemente, no era libre para contraer matrimonio o era manifiestamente incapaz
de prestar consentimiento al mismo, la mayoría de las solicitudes de declaración de
nulidad matrimonial implican complejos actos del intelecto y de la voluntad que deben
ser estudiados con la objetividad requerida para evitar que un verdadero matrimonio sea
declarado nulo falsamente. Si bien es cierto que el proceso judicial para la declaración de
la nulidad del matrimonio no es, en sí mismo, de ley divina, también es cierto que se ha
desarrollado en respuesta a dicha ley, la cual exige un modo efectivo y apropiado de
emitir un juicio justo en lo relativo a una demanda de nulidad.
Por ese motivo, es importante considerar en su integridad el proceso que se ha
desarrollado a lo largo de siglos de cristianismo. La observancia de las reglas de
procedimiento garantiza la objetividad del proceso y evita complicaciones y disputas
innecesarias, así como una perjudicial confusión. Debe recordarse que los elementos
individuales de la causa se han desarrollado a lo largo de la historia del cristianismo para
asegurarse de que el proceso alcanza el fin debido: la verdad de la supuesta nulidad del
matrimonio. Según la «hermenéutica de la reforma» o de la continuidad, en cuanto que
opuesta a la «hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura»,[156] el desarrollo del
proceso no debe ser desdeñado, sino estudiado a la luz del continuo esfuerzo de la Iglesia
por enseñar la verdad del santo matrimonio y por salvaguardar esa misma verdad por
medio de su disciplina canónica.
Recuerdo la imagen que empleaba el profesor de Procedimiento Canónico en la
Pontificia Universidad Gregoriana, el padre Ignacio Gordon, S.J., en mis años de
estudiante. Señalaba que el procedimiento canónico, con sus diversos elementos, es

127
como una llave cuyos dientes deben encajar en los sinuosos contornos de la cerradura de
la naturaleza humana, y solo cuando todos los dientes están correctamente tallados puede
la llave abrir la puerta a la verdad y la justicia.[157] Resulta especialmente sorprendente
que hoy, pese a tantas proclamas sobre los derechos de la persona humana, nos
encontremos con tal falta de atención a procedimientos judiciales cuidadosamente
desarrollados mediante los que se salvaguardan y promueven los derechos de todas las
partes en una cuestión relativa a su misma salvación. Me refiero al derecho a un juicio
acorde a la verdad sobre la supuesta nulidad de su matrimonio. A este respecto, me
preocupa especialmente que en un tema tan delicado e importante se sugiera, y no de
forma infrecuente, que el cuidadoso proceso judicial sea sustituido por un rápido
procedimiento administrativo.

Proceso judicial y caridad pastoral

En segundo lugar, debería quedar claro que no hay contraste o contradicción entre
el proceso judicial y la aproximación pastoral o espiritual al fiel que pretende la nulidad
de su matrimonio. De hecho, el planteamiento verdaderamente pastoral y espiritual que
pretende mostrar compasión y amor al fiel en cuestión debe, por su propia naturaleza,
estar basado en la realidad de su situación. Una práctica nunca puede ser pastoral o
espiritualmente sólida si no respeta la realidad del status jurídico del fiel.
El propio tribunal eclesiástico tampoco prestará un buen servicio al fiel si no es
claro y correcto en su explicación de la doctrina de la Iglesia y del papel del tribunal; o si
en la práctica no cumple con su propósito, debidamente explicado; y tampoco si incurre
en una especie de pragmatismo pseudo-pastoral. El papa san Juan Pablo II, en su
alocución anual de 1994 a la Rota Romana, advertía precisamente de la tentación de
aprovechar el procedimiento canónico «para alcanzar el que quizá es un fin ‘práctico’,
que podría considerarse ‘pastoral’, pero que va en detrimento de la verdad y de la
justicia».[158]
El santo pontífice se refirió a su discurso anual de 1990 a la Rota Romana, en el que
había señalado que quienes se acercan al tribunal para aclarar su situación en la Iglesia
tienen derecho a la verdad, al declarar:

[La autoridad eclesiástica], por tanto, toma nota, por una parte, de las graves dificultades que afrontan personas
y familias implicadas en situaciones de convivencia conyugal desgraciada, y reconoce su derecho a ser objeto
de especial preocupación pastoral. Pero no olvida, por otra parte, que estas personas también tienen derecho a
no ser engañadas por una sentencia de nulidad que contraste con la existencia de un verdadero matrimonio.
Semejante declaración injusta de nulidad no hallaría base legítima en una apelación al amor o la misericordia,
pues ni el amor ni la misericordia pueden apartar las exigencias de la verdad. Un matrimonio válido, incluso
uno marcado por graves dificultades, no puede ser considerado inválido sin violar la verdad y socavar así la
única base sólida que puede soportar la vida personal, conyugal y social. Un juez, por tanto, debe estar siempre
en guardia ante al riesgo de una malentendida compasión que degeneraría en sentimentalismo, solo
aparentemente pastoral. Los caminos que se alejan de la justicia y de la verdad acaban sirviendo para apartar a
las personas de Dios, logrando así el resultado opuesto al que se pretendía de buena fe.[159]

128
Debe quedar claro para todos que el proceso judicial, de hecho, sirve plena y
adecuadamente al fin último que es la caridad pastoral.
También debe señalarse que otros fieles de Cristo que comprendan claramente tanto
la doctrina de la Iglesia como la función del tribunal pueden hallar poco edificante o
incluso escandaloso que haya explicaciones superficiales o erróneas y un modus
operandi incorrecto. Tal es el caso, no pocas veces, de las partes de un proceso de
nulidad matrimonial que perciban que el tribunal no es ecuánime en sus explicaciones o
en su forma de actuar. Si un tribunal da la impresión de que su propósito principal es
permitir contraer nuevas nupcias en el seno de la Iglesia a aquellos que se encuentran en
un matrimonio fallido, entonces una parte que albergue dudas respecto a la supuesta
nulidad del matrimonio puede sentir que el propio tribunal considera que él o ella es un
obstáculo a superar.
Una de las notas distintivas de cualquier tribunal debería ser la objetividad e
imparcialidad que imprime, necesariamente, la búsqueda de la verdad. Tal objetividad
debería ser especialmente evidente en los tribunales de la Iglesia, que deben tener
particular cuidado no solo en ser imparciales, sino en parecerlo. La correcta observancia
de las normas procedimentales es una importante forma de garantizar la imparcialidad,
real y aparente, del tribunal, que puede ser socavada de muchas formas, algunas más
sutiles que otras.
La disciplina del procedimiento judicial no solo no es hostil a una aproximación
verdaderamente pastoral o espiritual a una supuesta nulidad matrimonial, sino que
salvaguarda y promueve la justicia fundamental e insustituible sin la cual es imposible
mostrar caridad pastoral. Las palabras del papa Benedicto XVI al Tribunal Apostólico de
la Rota Romana el 29 de enero de 2010 son de lo más instructivo. El papa observó, al
dirigirse a todos los que se dedican a la administración de justicia en los tribunales
matrimoniales de la Iglesia:

Sin embargo, es preciso reafirmar que toda obra de caridad auténtica comprende la referencia indispensable a la
justicia, sobre todo en nuestro caso. «El amor —“caritas”— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las
personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz» (Caritas in
veritate, 1). «Quien ama con caridad a los demás es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no
es extraña a la caridad, que no es un camino alternativo o paralelo a la caridad: la justicia es «inseparable de la
caridad, intrínseca a ella» (ib., 6). La caridad sin justicia no es caridad, sino solo una falsificación, porque la
misma caridad requiere la objetividad típica de la justicia, que no hay que confundir con una frialdad inhumana.
A este respecto, como afirmó mi predecesor el venerable Juan Pablo II, en su discurso dedicado a las relaciones
entre pastoral y Derecho: «El juez (...) debe cuidarse siempre del peligro de una malentendida compasión que
degeneraría en sentimentalismo, solo aparentemente pastoral» (18 de enero de 1990: AAS 82 [1990] 875, n. 5;
cf L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11).[160]

El procedimiento canónico de declaración de nulidad matrimonial es, por tanto, por


su respeto al derecho a un juicio conforme a la verdad, un elemento necesario de la
caridad pastoral que debe mostrarse a quienes alegan la nulidad del consentimiento
matrimonial.

129
Naturaleza del proceso de declaración de nulidad matrimonial

Aclarados algunos conceptos subyacentes y fundamentales del proceso de


declaración de nulidad matrimonial, es necesario ahora explorar la naturaleza de dicho
proceso. Debe quedar claro que el proceso de declaración de nulidad matrimonial no es
una mera cuestión de procedimiento, sino que el proceso está esencialmente conectado
con la verdad doctrinal enunciada en el canon 1141 del Código de Derecho Canónico de
1983 para la Iglesia Latina [CIC]: «El matrimonio rato y consumado no puede ser
disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte». De forma
análoga, el canon 853 del Código de los Cánones de las Iglesias Orientales [CCEO]
establece: «El vínculo sacramental del matrimonio, una vez consumado el matrimonio,
no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por causa alguna fuera de la muerte».
Este dato teológico concreta al proceso judicial como uno cuyo objeto es la declaración
de un hecho jurídico.[161] El matrimonio acusado de nulidad o es válido o no lo es.

La importancia del lenguaje en lo relativo a la nulidad matrimonial

Debe señalarse aquí que el uso común del término ambiguo «anulación», referido al
proceso de declaración de nulidad matrimonial, resulta equívoco, pues puede tener un
significado constitutivo o declarativo. En el habla corriente prevalece el significado
constitutivo. En otras palabras: el término expresa la idea de la cancelación de una
realidad, no de una declaración de que la aparente realidad, de hecho, no existió. El
término correcto a emplear es «declaración de nulidad».
En general, debe prestarse cuidadosa atención al uso del lenguaje en las
explicaciones del proceso de declaración de nulidad matrimonial. La Signatura
Apostólica ha recibido una serie de observaciones de fieles referidas al empleo del
término «anterior cónyuge», referido a la otra parte de un matrimonio cuya validez se
disputa. Para ellos, dicha expresión indica la existencia de un prejuicio en contra de la
validez del matrimonio. Sean cuales sean las intenciones de la persona que emplee
semejante término, la observación no resulta frívola. El tribunal matrimonial, por
ejemplo en sus explicaciones generales, deberá tener cuidado de no emplear expresiones
así de ambiguas. Al referirse a un caso particular de nulidad matrimonial resulta correcto
y más respetuoso emplear el nombre de la persona en cuestión, más que referirse, con
prejuicios, al «anterior cónyuge».
Surge una dificultad similar cuando un tribunal, en un intento de explicar la
naturaleza del proceso canónico, trata de reconocer la realidad existencial o naturaleza
putativa del matrimonio en cuestión —la cual no sería borrada por una decisión
favorable a la invalidez del matrimonio—, pero emplea expresiones ambiguas para ello.
Debe establecerse una clara distinción entre la experiencia existencial y la validez del
matrimonio ante la Iglesia, y, de forma análoga, entre la validez de la unión según la
legislación civil y su validez según la legislación canónica.

130
Tales esfuerzos bien intencionados pueden llevar, incluso, a explicaciones erróneas,
como las que afirman que el tribunal no está juzgando la existencia del matrimonio, sino
solo si este fue o no un sacramento a ojos de la Iglesia, o si fue o no vinculante ante ella.
Aparte del hecho de que la Iglesia no reconoce la naturaleza sacramental de un
matrimonio en el que al menos uno de los implicados no esté bautizado, semejantes
explicaciones pueden revelar un error más fundamental, el de hacer una distinción
demasiado grande entre el matrimonio como realidad natural creada por Dios y un
matrimonio sacramental. El papa Juan Pablo II advirtió de esto, por ejemplo, en su
discurso de 2001 a la Rota Romana, al declarar lo siguiente:

Cuando la Iglesia enseña que el matrimonio es una realidad natural, propone una verdad evidenciada por la
razón para el bien de los esposos y de la sociedad, y confirmada por la revelación de nuestro Señor, que
explícitamente pone en íntima conexión la unión matrimonial con el «principio» (cf. Mt 19, 4-8) del que habla
el libro del Génesis: «Los creó varón y mujer» (Gn 1, 27), y “los dos serán una sola carne” (Gn 2, 24). Sin
embargo, el hecho de que el dato natural sea confirmado y elevado de forma autorizada a sacramento por
nuestro Señor no justifica en absoluto la tendencia, por desgracia hoy muy difundida, a ideologizar la noción
del matrimonio —naturaleza, propiedades esenciales y fines—, reivindicando una concepción diversa y válida
de parte de un creyente o de un no creyente, de un católico o de un no católico, como si el sacramento fuera una
realidad sucesiva y extrínseca al dato natural y no el mismo dato natural, evidenciado por la razón, asumido y
elevado por Cristo como signo y medio de salvación.[162]

El juicio como declaración relativa a la verdad de una demanda de nulidad


matrimonial

El colegio de jueces o el juez individual carecen de poder para disolver un


matrimonio válido; solo lo tienen para buscar la verdad en un matrimonio concreto y
declarar con autoridad si, con certeza moral, la realidad de la nulidad del matrimonio ha
quedado establecida o probada (constat de nullitate), o si tal certeza moral no ha podido
alcanzarse (non constat de nullitate). Debe señalarse que, ya que el vínculo matrimonial
goza justamente del favor de la ley,[163] no hay necesidad de probar la validez de un
matrimonio; basta declarar que la pretendida nulidad no ha sido probada.
Esta concepción del proceso de nulidad matrimonial no es una nueva realidad en la
vida jurídica de la Iglesia, pero ha sido objeto de renovado énfasis en los últimos setenta
años, especialmente en las alocuciones anuales a la Rota Romana de los papas Pío XII en
1944,[164] Juan XXIII en 1961,[165] Pablo VI en 1978,[166] Juan Pablo II en 1980,
[167] 1982,[168] 1994[169] y 2005,[170] y Benedicto XVI en 2006,[171] 2007[172] y
2010.[173] Destaco, para prestarles atención de manera particular, los discursos anuales
del papa Pío XII en 1944 y del papa Juan Pablo II en 1980.
En el primero de ellos, el papa Pío XII nos recuerda que, «en un proceso
matrimonial, el único fin es un juicio conforme a la verdad y al Derecho, que, en un
proceso de nulidad, se ocupa de la supuesta no existencia del vínculo matrimonial (...)»,
[174] y que cuantos participan en el proceso canónico tienen esa unidad de propósito,
desempeñada de acuerdo a la propia naturaleza de sus respectivas funciones. También

131
nos recuerda que esta actividad judicial unificada es fundamentalmente pastoral, esto es,
dirigida al mismo fin que unifica la acción de toda la Iglesia, es decir, la salvación de las
almas.
El papa Juan Pablo II, en la segunda de las alocuciones antes mencionadas, nos
recuerda de nuevo que «[la] finalidad inmediata de estos procesos es comprobar si
existen factores que por ley natural, divina o eclesiástica, invalidan el matrimonio; y
llegar a emanar una sentencia verdadera y justa sobre la pretendida inexistencia del
vínculo conyugal».[175] Digna de particular estudio es también la alocución
pronunciada en 1994, tras la promulgación de la Encíclica Veritatis Splendor.[176]
Este énfasis más reciente en el magisterio papal se produce, en parte, como
respuesta a la tendencia de la época moderna a relativizar la verdad o incluso a negar su
existencia; tendencia que ha ejercido una influencia negativa incluso dentro de la Iglesia
y de sus tribunales. En lo relativo al Derecho, en general, se ha desarrollado la noción de
que este no guarda relación con la verdad objetiva, sino que está constituido por lo que
quiera que decida alguien, generalmente el juez.[177] Semejante teoría fue ya propuesta
en 1897 en mi patria, Estados Unidos, por el juez Oliver Wendell Holmes Jr.[178]
Si bien no se puede excluir la posibilidad de que haya quienes, consciente y
explícitamente, rechacen la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y, aún así, acepten
y desempeñen un cargo en un tribunal de forma que traicionen su juramento,[179] las
dificultades más comunes que encontramos a este respecto surgen de una aceptación
acrítica de ciertos principios y prácticas que, en efecto, traicionan o dañan el que debería
ser el propósito subyacente común a cuantos participan en procesos canónicos: la
búsqueda de la verdad. Muy a menudo tales prácticas se basan en una idea errónea de lo
que significa ser «pastoral», la cual tiene su origen en el relativismo omnipresente en
nuestra cultura. Tales formas de actuar pueden tener serias repercusiones, no solo para
las decisiones individuales que afectan a la primera célula de la vida de la Iglesia y de la
sociedad, sino para la percepción pública de la labor del tribunal e incluso de las
enseñanzas de la Iglesia católica sobre el matrimonio. Como muestra la experiencia, el
mundo, en general, no está especialmente ansioso por aceptar lo que la Iglesia tiene que
decir, especialmente cuando ello no se refleja en la forma en la que esta vive.
El proceso se ha ido articulando a lo largo de siglos de cristianismo para buscar de
manera cada vez más perfecta la verdad de un hecho jurídico alegado, esto es, la
pretendida nulidad de un matrimonio. El proceso constituye una dialéctica por medio de
la que se es capaz de llegar a la verdad. Me refiero aquí de nuevo a la alocución
magistral del papa Pío XII a la Rota Romana del 2 de octubre de 1944.[180] A veces se
oye el tópico de que el proceso se ha recubierto de un oneroso juridicismo. Si embargo,
en la experiencia de la Signatura Apostólica, queda claro que si los servidores de la
justicia conocen el procedimiento y lo siguen atentamente, sobre todo con la asistencia
de la instrucción Dignitas connubii, un vademécum para los tribunales emitido el 25 de
enero de 2005 por el Pontificio Consejo de Textos Legislativos,[181] la tarea del
tribunal, que, ciertamente, resulta onerosa de por sí, se vuelve bastante asequible.
También pueden escucharse afirmaciones que califican al proceso de medio para

132
alcanzar una supuesta solución misericordiosa para la situación de los divorciados, la
cual les proporcionaría una segunda oportunidad. Aquí debe señalarse que la declaración
de nulidad matrimonial podría brindar una «contribución positiva», en el sentido de la
cuestión planteada por el documento preparatorio, solo en el caso de que, en verdad, el
consentimiento matrimonial fuera de hecho nulo.

El debate judicial como instrumento para hallar la verdad

El proceso canónico trata de llegar a la verdad mediante un proceso dialéctico, el


contradictorium. El principio et audiatur altera pars («y la otra parte habrá de ser
escuchada») no es solo un reconocimiento del derecho de la parte contraria a ser oída y a
responder, sino un medio crítico de llegar a la verdad. Por dicho motivo, en los casos
matrimoniales no deben escatimarse esfuerzos no solo para respetar el derecho a
participar de la parte demandada, sino para buscar activamente dicha participación
cuando la parte en cuestión se muestre remisa a ejercitar dicho derecho.
Respecto a las causas de nulidad matrimonial, este proceso dialéctico se garantiza
de manera especial. El papa Benedicto XIV, al reconocer que ambas partes, al tratar de
recuperar su libertad, podrían, de hecho, estar a favor de la nulidad de su matrimonio,
instituyó la figura del defensor del vínculo, que ha de garantizar que se escuche otra voz.
Habiendo de enfrentarse a una situación en la que los tribunales matrimoniales
concedían declaraciones de nulidad con gran licencia, Benedicto XIV, con su
Constitución apostólica Dei miseratione del 3 de noviembre de 1741, reformó el proceso
de tratamiento y decisión de casos de nulidad matrimonial. Los particulares de la
reforma papal se centraron en un nuevo miembro del tribunal eclesiástico, el defensor
del vínculo (Defensor Matrimonii o Defensor Matrimoniarum), y en el requisito de una
doble sentencia conforme que afirmara la nulidad del matrimonio antes de que una
persona pudiera contraer una nueva unión.[182]
Además, una de las notas distintivas del proceso canónico es el papel activo del
juez, cosa que puede resultar algo ajena a aquellos habituados a la tradición legal del
Common Law.[183] En el proceso canónico, el juez puede tomar la iniciativa en la
búsqueda de pruebas para llegar a una comprensión más completa de la verdad. Así, el
canon 1452, §1 del Código de Derecho Canónico (CCEO, can. 110, §1) establece que en
las causas relativas al bien público el juez puede y debe proceder de oficio. El segundo
párrafo de los cánones mencionados de ambos códigos otorga al juez, asimismo, el poder
de suplir la negligencia de las partes en aportar pruebas u oponer excepciones, siempre
que sea necesario para evitar una sentencia injusta.
En este contexto, resulta de ayuda recordar que el respeto a la debida distinción de
funciones en el proceso canónico contribuye a garantizar tanto la objetividad del tribunal
como la naturaleza dialéctica del proceso. Como explicó muy claramente el papa Pío XII
en su alocución de 1944, en el proceso canónico todos se dedican a la búsqueda de la
verdad, pero cada uno conforme a su debida función. Cada una de las partes y sus

133
respectivos abogados presentan aquellas pruebas y aquellos argumentos que, sin fraude
ni falsedad, favorecen su postura relativa, como hace el defensor del vínculo respecto al
vínculo matrimonial. La instrucción Dignitas connubii prohíbe que una misma persona
ejerza de manera estable varias de esas funciones ante el mismo tribunal (excepto el
defensor del vínculo y el promotor de justicia), o incluso ante dos tribunales conexos
entre sí por razón de la apelación,[184] y además prohíbe tajantemente que cualquier
ministro del tribunal actúe como abogado o procurador, ni aun mediante persona
interpuesta, en alguno de sus propios tribunales o en otro conexo con él por razón de
apelación.[185] La importancia de esta distinción para que exista una verdadera
dialéctica conducente a la verdad es evidente.
Una posible simplificación del proceso de declaración de nulidad matrimonial
deberá respetar su finalidad, es decir, la búsqueda de la verdad de un hecho jurídico
reivindicado. Resulta de ayuda recordar de nuevo las palabras de Juan Pablo II[186] y de
Benedicto XVI[187] sobre la falsa misericordia, que no se preocupa de la verdad y, por
tanto, no puede servir a la caridad, cuya única meta es la salvación de las almas. Dada la
relación entre los diversos elementos del proceso, cualquier simplificación debería ser
estudiada por una comisión de expertos. Semejante comisión habría de prestar atención a
la armonía e integridad de cada una de las figuras al servicio del proceso; a la necesaria
objetividad e imparcialidad del tribunal; a la dialéctica judicial como instrumento
necesario para llegar a la verdad con certeza moral; al papel particular del defensor del
vínculo en esa dialéctica judicial, y, finalmente, al papel del tribunal de apelación en lo
relativo al requisito de una doble sentencia conforme.

Cuestiones particulares relativas al proceso de nulidad matrimonial

Importancia singular de la preparación de los ministros del tribunal

Dada la naturaleza del proceso, queda claro que el principal modo de garantizar una
correcta/justa simplificación del proceso es la sólida preparación de los ministros del
tribunal y, al mismo tiempo, la adecuada disposición de su tiempo para cumplir sus
importantes responsabilidades judiciales con plena atención. Cuántos sacerdotes son
ministros en tribunales eclesiásticos y se dedican, al mismo tiempo, a otras
responsabilidades pastorales muy exigentes, con el resultado de que no pueden conceder
el tiempo ni la atención necesaria a la labor en el tribunal. Desde otro punto de vista,
debe ofrecerse una justa compensación a los ministros del tribunal por su trabajo en el
mismo, de forma que no tengan que buscar otro trabajo remunerado para poder
completar la inadecuada compensación que les proporciona el tribunal eclesiástico.
Por encima de todo, es importante que los ministros piensen con la Iglesia (sentire
cum Ecclesia) y, por tanto, resulten fiables. En otras palabras, en el proceso canónico,
para poder llegar a la verdad de la pretendida nulidad matrimonial resulta indispensable
contar con ministros fiables adecuadamente preparados. Unos ministros (sacerdotes,

134
personas consagradas y fieles laicos) que resulten fiables son necesarios para un proceso
justo. Para llegar a la verdad con una certeza moral precisan de una preparación
adecuada mediante el estudio y la experiencia.
Por lo que respecta a la simplificación del proceso, es necesario subrayar la
importancia del tribunal eclesiástico como medio ordinario por el cual el obispo, como
juez natural (iudex natus) de la diócesis, ejerce su poder judicial.[188] El obispo cuenta,
de hecho, con todos los medios necesarios para asegurar que el proceso de declaración
de nulidad matrimonial se lleva a cabo de forma adecuada y en un periodo de tiempo
justo. Pienso, por ejemplo, en el proceso más breve tras una primera sentencia favorable
a la nulidad;[189] en la posibilidad de constitución de un único juez;[190] en la
insistencia en que se observen los límites de tiempo precisos establecidos por la ley.
[191]

Asistencia proporcionada a las partes por el tribunal eclesiástico

Los tribunales deben proporcionar al público información sobre la naturaleza,


propósito y procedimientos del tribunal, así como sobre las posibles causas de nulidad
del matrimonio. También han de tener la práctica de animar a aquellos cuyos
matrimonios han fracasado a que acudan al tribunal. La instrucción Dignitas connubii
recomienda que el tribunal cuente con un servicio o una persona responsable de
proporcionar información sobre la posibilidad de iniciar un proceso de nulidad y el modo
de hacerlo.[192] Este servicio personal puede englobar, incluso, dar información general
sobre las distintas causas de nulidad para aquellos interesados en ello. Debe quedar claro
que, a este nivel, se trata de una conversación sobre cómo funciona el tribunal. Aun así, a
fin de salvaguardar la imparcialidad del proceso, cualquier ministro del tribunal que
proporcione tal información preliminar a una de las partes, estableciendo con ello cierta
relación con ella, no podrá intervenir entonces en la causa concreta como juez o defensor
del vínculo.[193] Por otra parte, si uno de los abogados del tribunal brinda este servicio,
podrá actuar luego como abogado de las partes[194].
Hay quienes no aceptan la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Tras un
matrimonio fracasado y un divorcio, sienten que tienen derecho a volver a casarse y a
buscar la felicidad en una nueva unión. Pero hay muchos fieles católicos en esa misma
situación que aceptan que no pueden contraer un nuevo matrimonio sin la aprobación de
la Iglesia y, así, animados por sus sacerdotes, diáconos u otros miembros del personal
parroquial, o por familiares o amigos, acuden al tribunal en busca de una solución a su
grave dificultad. Se confían a la Iglesia de buena fe, incluso aunque no tengan una idea
demasiado clara de qué es, exactamente, lo que hace el tribunal.
Está claro que sus propios ministros pastorales les servirán mal si no les explican,
de forma clara e inequívoca, qué es lo que enseña la Iglesia y qué es lo que hace el
tribunal conforme a la doctrina de la misma. Y, lo que es peor, pueden encontrar una
actitud supuestamente pastoral, pero, en realidad, meramente pragmática, que, en la

135
práctica, convierta la búsqueda de la verdad sobre un matrimonio en una consideración
secundaria respecto al intento de hacer posible un nuevo matrimonio dentro de la Iglesia.
Sucede, incluso, que miembros del personal del tribunal, que tratan de desempeñar
fielmente sus responsabilidades, se ven indebidamente presionados por tales ministros,
que parecen interesados solo en unos resultados inmediatos.

El papel del defensor del vínculo

La participación del defensor del vínculo en el proceso de declaración de nulidad


matrimonial reviste tal importancia que sus actos son nulos sin él.[195] Pero este es tan
solo el requisito mínimo para la integridad del proceso. La búsqueda de la verdad se ve
obstaculizada cuando el defensor del vínculo se halla presente pero, por negligencia y
pasividad, priva en la práctica al proceso de una voz importante en el debate judicial. Pío
XII señaló que «resultaría inconsistente con la importancia de su oficio y con el
cuidadoso y diligente cumplimiento de su deber el que se contentara con un somero
repaso de las actas y con unas cuantas observaciones superficiales».[196] La instrucción
Dignitas connubii deja claro que el defensor ha de participar desde el inicio del proceso,
[197] posiblemente antes incluso de la admisión del escrito de demanda.[198] Además,
dicha participación no se limitará a presentar argumentos contrarios a la nulidad, sino
más bien en proponer cualquier tipo de pruebas, oposiciones y excepciones que,
respetando la verdad de los hechos, contribuyan a la defensa del vínculo.[199] Es cierto
que el defensor tiene derecho, como también señaló Pío XII, «a declarar que, tras un
diligente, minucioso y concienzudo examen de las actas, no ha hallado ninguna objeción
razonable que formular a la petición del actor o demandante»,[200] pero esto sería una
excepción. En cualquier caso, el defensor nunca puede actuar, en modo alguno, en favor
de la nulidad del matrimonio.[201]
Por desgracia, la Signatura Apostólica ha sido testigo de numerosos ejemplos de
negligencia en esta área. Incluso hoy en día hay tribunales en los que el defensor, de
forma habitual, no participa en el proceso hasta la fase de discusión, perdiendo así la
oportunidad de colaborar en la instrucción de la causa. De forma análoga, en demasiadas
causas el defensor alega muy poco en defensa del vínculo, incluso cuando con tan solo
un somero examen de las actas queda claro que hay mucho que se podría y debería haber
alegado contra la pretendida nulidad del matrimonio. Encontramos que aún se emplean
«animadversiones» (por así llamarlas) del defensor del vínculo que consisten en un
formulario estandarizado o en un modelo de texto, con poca o vaga información sobre lo
concreto del caso en cuestión. Tales documentos estándar no son más que una vía para
que el defensor del vínculo «dé carpetazo» a un proceso de nulidad matrimonial. En
algunos de estos documentos preparados incluso se hace que el defensor declare por
anticipado que no apelará una sentencia afirmativa.
Aún peor que este abandono efectivo de la defensa del vínculo es la práctica de
algunos defensores que presentan argumentos a favor de la nulidad del matrimonio,

136
incluso afirmando en algunos casos ¡que no hay vínculo que defender! Está claro que
semejante abandono o traición al cargo por parte de un defensor destruye, en efecto, toda
la dialéctica del proceso, especialmente cuando el demandado se halla ausente o está a
favor de la nulidad, y deposita toda la carga sobre los jueces, los cuales, como señaló Pío
XII, «deberían hallar en el cuidadoso trabajo del defensor del vínculo una ayuda y
complemento a su propia actividad».[202] El pontífice observó, además, que «no debe
suponerse que [los jueces] deban hacer siempre todo el trabajo».[203] Cualquier
discusión relativa al proceso de nulidad matrimonial en el contexto del cuidado pastoral
de la familia por parte de la Iglesia debería incluir una nueva apreciación del papel del
defensor del vínculo.
La última sesión plenaria del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica,
celebrado entre el 6 y el 8 de noviembre de 2013, estuvo dedicada a la importancia del
servicio del defensor del vínculo en el proceso de nulidad matrimonial. En su discurso a
los miembros del Tribunal Supremo, al término de su sesión plenaria, el papa Francisco
subrayó el importante —obligatorio, de hecho— servicio del defensor del vínculo en el
proceso de declaración de nulidad del matrimonio, recordando el deber de este de
proponer «todo tipo de pruebas, excepciones, recursos y apelaciones que, en el respeto
de la verdad, favorezcan la defensa del vínculo».[204] En referencia a la labor de la
Signatura Apostólica asistiendo a los obispos en la administración de justicia a los fieles
a su cuidado pastoral, mediante la adecuada preparación de los ministros para sus
tribunales, el papa declaró: «En efecto, es necesario, que él [el defensor del vínculo]
pueda cumplir su responsabilidad con eficacia, para facilitar que se alcance la verdad en
la sentencia definitiva, en favor del bien pastoral de las partes en causa».[205]

El requisito de la doble sentencia conforme

En las discusiones en torno a la próxima sesión del Sínodo de los Obispos se


plantea a menudo una cuestión relativa a la necesidad de una doble sentencia conforme
para que se ejecute una declaración de nulidad matrimonial, es decir, una segunda
decisión en base a los méritos del caso. Existe la sensación, entre algunos miembros de
la Iglesia, de que ya se ha decidido eliminar la obligación de dicha doble decisión
conforme por ser uno de los elementos del denominado «oneroso juridicismo» del actual
proceso de nulidad matrimonial. Muchos han afirmado que, si el proceso se ha llevado a
cabo correctamente en primera instancia, no es necesaria una revisión obligatoria en
segunda instancia.

En primer lugar, señalo que si el proceso se ha llevado a cabo correctamente en


primera instancia, el proceso para llegar a una doble decisión conforme, con el decreto
de ratificación, no llevará demasiado tiempo. Al decir «correctamente llevado a cabo»
me refiero a que el caso fuera bien instruido y discutido, a que las actas estuvieran
completas y ordenadas, y a que la sentencia expusiera las bases objetivas para el fallo,

137
señalando de manera clara pero prudente qué camino siguieron los jueces, basándose en
la ley y en los hechos del caso, para llegar a la certeza moral de que la nulidad del
matrimonio había quedado probada.[206] Y lo que es más, los buenos jueces,
conscientes de la importancia fundamental de la unión matrimonial para la vida de la
Iglesia y de la sociedad en general, y de los retos normales para tomar una decisión justa
en una causa de nulidad matrimonial, agradecen que su juicio sea examinado en segunda
instancia por otros jueces.
Desde el punto de vista práctico, el hecho de que haya una revisión obligatoria en
segunda instancia es un incentivo para que se actúe lo mejor posible. Sin la segunda
instancia existe el riesgo de que haya descuido en el tratamiento de las causas. Esto
quedó trágicamente de manifiesto durante el periodo en el que estuvieron en vigor las
denominadas Normas Procedimentales Americanas para los tribunales eclesiásticos de
los Estados Unidos de América. Entre julio de 1971 y noviembre de 1983 la doble
sentencia conforme quedó eliminada en la práctica en EE.UU. mediante la facultad
otorgada a la Conferencia Episcopal de dispensar de la misma en «aquellos casos
excepcionales en los que, a juicio del defensor del vínculo y de su ordinario, la apelación
contra una decisión afirmativa resultara claramente superflua».[207] A todos los efectos,
en la práctica los únicos casos excepcionales fueron aquellos en los que la apelación
«no» se consideró superflua. Más aún: nunca he encontrado indicio alguno de que la
Conferencia Episcopal negara alguna vez una sola solicitud de dispensa de los cientos de
miles recibidas.
En el transcurso de esos doce años, cuando la Signatura Apostólica tuvo ocasión de
revisar alguno de esos casos no pudo entender cómo el defensor del vínculo y su
ordinario pudieron considerar que la apelación era superflua, y mucho menos cómo la
Conferencia Episcopal pudo conceder la dispensa solicitada.[208] Entre el vulgo, y no
sin motivo, el proceso comenzó a denominarse «divorcio católico». Incluso después de
que se pusiera fin a esta situación extraordinaria, cuando el Código de Derecho Canónico
de 1983 entró en vigor, la pobre calidad de muchas sentencias en primera instancia
examinadas por la Signatura, junto a la evidente falta de cualquier revisión seria por
parte de algunos tribunales de apelación, demostraron el grave daño infligido al proceso
de declaración de nulidad matrimonial por la omisión efectiva de la segunda instancia
durante aquellos años.
A partir de la rica experiencia de la Signatura Apostólica, que, evidentemente, no se
limita a la de Estados Unidos, queda demostrada sin sombra de duda la necesidad de la
doble decisión conforme para un adecuado proceso de nulidad matrimonial. Mediante el
estudio de los informes anuales de los tribunales y el examen de las sentencias
definitivas de los tribunales de primera instancia, lo acertado y la importancia del
requisito de la doble sentencia conforme resultan más que evidentes.

La experiencia de la Signatura Apostólica es la fuente singular de conocimiento de


cómo se lleva a cabo la administración de justicia en la Iglesia universal al encarnarse en
las Iglesias particulares. Si ha de haber alguna simplificación en el proceso de nulidad

138
matrimonial, ello deberá estudiarse necesariamente a la luz del servicio de la Signatura
Apostólica a las Iglesias individuales.

Conclusión

El proceso judicial de declaración de nulidad del matrimonio es esencial para el


descubrimiento de la verdad respecto a la afirmación de que lo que parecía ser un
verdadero consentimiento matrimonial era, de hecho, nulo. Dada la complejidad de la
naturaleza humana y su reflejo en la mayoría de los casos de nulidad matrimonial, la
única forma de llegar, con certeza moral, a la verdad de tal afirmación es la dialéctica
que brinda el proceso judicial, la cual ha sido articulada cuidadosamente y se ha
desarrollado a lo largo de la historia de la disciplina de la Iglesia.
La Tercera Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos debe
abordar un amplio espectro de cuestiones que constituyen los ‘Desafíos Pastorales sobre
la Familia en el Contexto de la Evangelización’, tema de sus discusiones. Uno de esos
desafíos, pero, ciertamente, no uno de los principales, es la situación de los fieles que se
encuentran en uniones matrimoniales irregulares. Entre esos fieles hay cierto número que
sostiene la nulidad de su matrimonio, acabado en separación o divorcio, y solicita,
justamente, que la Iglesia emita un juicio conforme a la verdad respecto a su pretensión.
Para encontrarse con ellos con verdadera caridad pastoral es importante comprender la
naturaleza del proceso judicial mediante el cual se juzga su demanda, y brindarles este
en toda su integridad, de forma que la Iglesia respete plenamente su derecho a una
decisión sobre su demanda que acate plenamente la verdad y, por consiguiente, la
caridad.
En conclusión, la respuesta a la cuestión sobre el proceso canónico de declaración
de nulidad del matrimonio, planteada en el documento preparatorio de la Tercera
Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, solo puede hallarse a través
del absoluto respeto a la naturaleza de la demanda de nulidad matrimonial y a la
naturaleza del proceso mediante el que se decide la verdad de dicha demanda. Es mi
esperanza que la celebración de la próxima Asamblea General Extraordinaria del Sínodo
de los Obispos conduzca a una nueva apreciación del proceso canónico de declaración
del matrimonio, y a un nuevo compromiso de brindar el proceso en su integridad a los
fieles que lo solicitan, por el bien de su salvación eterna.
Concluyo recordando, una vez más, las palabras del papa Juan Pablo II relativas a la
caridad pastoral que debe ejercer la Iglesia hacia aquellos que reivindican la nulidad de
su matrimonio:

Un matrimonio válido, incluso uno marcado por graves dificultades, no puede ser considerado inválido sin
violar la verdad y socavar así la única base sólida que puede soportar la vida personal, conyugal y social. Un
juez, por tanto, debe estar siempre en guardia ante el riesgo de una malentendida compasión que degeneraría en
sentimentalismo, solo aparentemente pastoral. Los caminos que se alejan de la justicia y de la verdad acaban
sirviendo para apartar a las personas de Dios, logrando así el resultado opuesto al que se pretendía de buena fe.

139
[209]

Quiera Dios que la próxima reunión del Sínodo de los Obispos lleve a un nuevo
compromiso con «la justicia y la verdad», fundamento indispensable de un amor más
profundo a Dios y al prójimo en la familia y, desde ella, en toda la Iglesia.

140
[152] http://www.vatican.va/roman_curia/synod/documents/rc_synod_doc_20131105_iii-assemblea-sinodo-
vescovi_sp.html
[153] W. Kasper, El evangelio de la familia (Santander, Sal Terrae, 2014), pp. 62-63.
[154] Ibid., p. 64.
[155] S. Juan Pablo II, «Constitución Apostólica Pastor Bonus sobre la Curia Romana», 28 de junio de 1988, art.
121, en Acta Apostolicae Sedis 80 (1988), 891. [En adelante, PB].
[156] Benedicto XVI, «Discurso a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la Curia Romana»,
22 de diciembre de 2005, en AAS 98 (2006), p. 46.
[157] Cf. I. Gordon, S.J., De iudiciis in genere, I: Introductio Generalis. Pars statica, 2ª ed., (Roma, Pontificia
Universitas Gregoriana, Facultas Iuris Canonici, 1979), p. 22.
[158] S. Juan Pablo II, «Discurso a los miembros del Tribunal de la Rota Romana por la inauguración del año
judicial», 28 de enero de 1994, en AAS 86 (1994), 950, n. 5. [En adelante, Allocutio 1994].
[159] S. Juan Pablo II, «Discurso a los oficiales y abogados del Tribunal de la Rota Romana», 18 de enero de
1990, en AAS 82 (1990), 875, n. 5. [En adelante, Allocutio 1990].
[160] Benedicto XVI, «Discurso a los miembros del Tribunal de la Rota Romana con ocasión de la inauguración
del año judicial», 29 de enero de 2010, en AAS 102 (2010), 112. [En adelante, Allocutio 2010].
[161] Cf. CIC, can. 1400, § 1, n. 1; CCEO, can. 1055, § 1.
[162] S. Juan Pablo II, «Discurso a la Rota Romana en la apertura del año judicial», 1 de febrero de 2001, en AAS
93 (2001), 359-369, n.4.
[163] Cf. can. 1060.
[164] Cf. Pío XII, «Discurso al Tribunal de la Sacra Rota Romana», 2 de octubre de 1944, en AAS 36 (1944), 281-
290. [En adelante, Allocutio 1944].
[165] Cf. S. Juan XXIII, «Discurso en la inauguración del año judicial de la Rota Romana», 13 de diciembre de
1961, en AAS 53 (1961), 817-820.
[166] Cf. Pablo VI, «Discurso a la Sacra Rota Romana», 28 de enero de 1978, en AAS 70 (1978), 181-186.
[167] Cf. S. Juan Pablo II, «Discurso al Tribunal de la Sacra Rota Romana», 4 de febrero de 1980, en AAS 72
(1980), 172-178. [En adelante, Allocutio 1980].
[168] Cf. S. Juan Pablo II, «Discurso a los miembros del Tribunal de la Sacra Rota Romana», 28 de enero de
1982, en AAS 74 (1982), 449-454.
[169] Cf. Allocutio 1994, 947-952.
[170] Cf. S. Juan Pablo II, «Discurso al Tribunal de la Rota Romana con ocasión de la apertura del año judicial»,
29 de enero de 2005, en AAS 97 (2005), 164-166.
[171] Cf. Benedicto XVI, «Discurso a los prelados auditores, defensores del vínculo y abogados de la Rota
Romana», 28 de enero de 2006, en AAS 98 (2006), 135-138.
[172] Cf. Benedicto XVI, «Discurso a los prelados auditores y oficiales del Tribunal de la Rota Romana con
motivo de la inauguración del año judicial», 27 de enero de 2007, en AAS 99 (2007), 86-91.
[173] Cf. Allocutio 2010, 110-114.
[174] Allocutio 1944, 282.
[175] Allocutio 1980, 173.
[176] Cf. Allocutio 1994, 947-952.
[177] Cf. Raymond L. Burke, «The Natural Moral Law: Foundation of Legal Realism», Die fragile Demokratie -
The Fragility of Democracy, ed. Anton Rauscher (Berlin, Duncker & Humblot, 2007), pp. 29-45.
[178] Cf. Oliver Wendell Holmes, Jr., The Path of Law and The Common Law (New York, Kaplan Publishing,
2009), pp. 1-29.
[179] Cf. CIC, can. 1454; CCEO, can. 1112.
[180] Cf. Allocutio 1944, 281-290.
[181] Cf. Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Dignitas connubii. Instrucción que deben observar los
tribunales diocesanos e interdiocesanos al tratar las causas de nulidad de matrimonio, 25 de enero de 2005,
(Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2005). [En adelante, DC].
[182] Cf. Benedicto XIV, «Constitución Apostólica Dei miseratione, 3 de noviembre de 1741», en Codicis Iuris
Canonici Fontes, ed. Pietro Gasparri (Roma, Typis Polyglottis Vaticanis, 1926), Vol. 1, pp. 695-701, n. 318.
[183] Derecho consuetudinario anglosajón, basado en la jurisprudencia. En este sistema, el juez no es instructor,
sino presidente imparcial del tribunal. Como tal, son las partes en disputa, y no él, quienes reúnen las pruebas.
(N. de la T.)
[184] Cf. DC, art. 36, §§ 1-2.
[185] Cf. DC, art. 36, § 3.

141
[186] Cf. Allocutio 1990, 872-877.
[187] Cf. Allocutio 2010, 110-114.
[188] Cf. CIC, can. 1419; CCEO, can. 1066.
[189] Cf. CIC, can. 1682, § 2; CCEO, can. 1368, § 2.
[190] Cf. CIC, can. 1425, § 4; CCEO, can. 1084, § 3.
[191] Cf. CIC, can. 1453; CCEO, can. 1111.
[192] Cf. DC, art. 113, § 1.
[193] Cf. DC, art. 113, § 2.
[194] Cf. DC, art. 113, § 3.
[195] Cf. CIC, can. 1433; CCEO, can. 1097.
[196] Allocutio 1944, 284, n. 2b.
[197] Cf. DC, art. 56, § 2.
[198] Cf. DC, art. 119, § 2.
[199] Cf. DC, art. 56, § 3.
[200] Allocutio 1944, 284, n. 2b.
[201] Cf. DC, art. 56, § 5.
[202] Allocutio 1944, 284, n. 2b.
[203] Allocutio 1944, 284, n. 2b.
[204] Francisco, «Discurso a los participantes en la Plenaria del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica», 8
de noviembre de 2013, en AAS 105, 1153.
[205] Ibid.
[206] Cf. DC, art. 254, §§1-2.
[207] Sacred Council for the Public Affairs of the Church, «Provisional Norms for Marriage Annulment Cases in
United States», 28 de abril de 1970, The Canon Law Digest, ed. James I. O’Connor (Chicago, Canon Law
Digest, 1975), vol. 7, p. 964, Norm 23, II. [En adelante, Provisional Norms].
[208] El «comentario oficial publicado» sobre la norma 23 de las «Normas Provisionales» realizado por la
Conferencia Nacional de Obispos Católicos disuadía a los obispos individuales de un atento estudio de los
casos antes de solicitar una dispensa: «El juicio del defensor, por tanto, deberá depender (...) de si ya se ha
servido a la verdad o no en el proceso de primera instancia y de si, por consiguiente, una apelación resultaría
superflua a la causa de la verdad. La norma también requiere que el ordinario llegue a esa misma conclusión.
Evidentemente, ello no exige que el ordinario estudie minuciosamente cada caso que obtenga una decisión
afirmativa en su tribunal. Seguramente bastará con que el ordinario elija bien a sus defensores, ponga
confianza en sus juicios y, generalmente, los ratifique» (Provisional Norms, p. 965).
En 1978, cuando las Normas Provisionales ya llevaban en vigor una serie de años, un obispo diocesano escribió lo
siguiente a la Signatura Apostólica para transmitirle sus preocupaciones sobre la forma en la que se estaba
aplicando la norma 23: «Se buscan las dispensas a la necesidad de apelación en prácticamente todos los
casos. El Officialis de nuestro tribunal de apelación ha declarado que soy el único ordinario en toda la
provincia que apela los casos. Las dispensas se conceden automáticamente por la oficina de Washington, y no
conozco caso alguno en el que no se haya concedido. Sé de un caso en el que ésta se concedió pese a que el
ordinario tenía ciertos recelos sobre la validez de su propia petición (...). Estas dispensas se conceden tan
automáticamente que el Officialis de nuestro tribunal metropolitano informó a un demandante que para
cuando la carta fuera recibida por el demandante la dispensa se habría concedido en Washington y él sería
libre de contraer otro matrimonio» (Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, Prot. N. 1020 SAT).
En este contexto, resulta ilustrativo leer las observaciones realizadas por el entonces juez de la Rota Monseñor
Edward M. Egan durante la Convención Anual de 1981 de la Sociedad de Derecho Canónico de América:
Edward M. Egan, «Appeal in Marriage Nullity Cases: Two Centuries of Experiment and Reform», Canon
Law Society of America, Proceedings of the Forty-Third Annual Convention, Chicago, Illinois - October 12-
15, 1981 (Washington, D.C., Canon Law Society of America, 1982), pp. 132-144, esp. p. 144.
[209] Allocutio 1990, 875, n. 5.

142
APÉNDICE

Extractos de documentos del Magisterio


Textos magisteriales referentes al matrimonio y al divorcio

[1]

Concilium Vaticanum II, Constitutio Pastoralis de Ecclesia in mundo huius


temporis «Gaudium et spes», die VII mensis decembris anno MCMLXV.

47. De matrimonio et familia in mundo hodierno.


Salus personae et societatis humanae ac christianae arcte cum fausta condicione
communitatis coniugalis et familiaris connectitur. Ideo christiani, una cum omnibus qui
eandem communitatem magni aestimant, sincere gaudent de variis subsidiis quibus
homines, in hac communitate amoris fovenda et in vita colenda, hodie progrediuntur, et
coniuges atque parentes in praecellenti suo munere adiuvantur; meliora insuper exinde
beneficia exspectant atque promovere student.
Non ubique vero huius institutionis dignitas eadem claritate illucescit, siquidem
polygamia, divortii lue, amore sic dicto libero, aliisve deformationibus obscuratur;
insuper amor nuptialis saepius egoismo, hedonismo et illicitis usibus contra
generationem profanatur. Praeterea hodiernae condiciones oeconomicae, socio-
psychologicae et civiles non leves in familiam perturbationes inducunt. In certis denique
orbis partibus non absque sollicitudine problemata ex incremento demographico exorta
observantur. Quibus omnibus conscientiae anguntur. Verumtamen matrimonialis
familiarisque instituti vis et robur ex eo quoque apparent, quod profundae immutationes
societatis hodiernae, non obstantibus difficultatibus inde prorumpentibus, saepe saepius
veram eiusdem instituti indolem vario modo manifestant.
Quapropter Concilium, quaedam doctrinae Ecclesiae capita in clariorem lucem
ponendo, christianos hominesque universos illuminare et confortare intendit, qui nativam
status matrimonialis dignitatem eiusque eximium valorem sacrum tueri et promovere
conantur.

48. De sanctitate matrimonii et familiae.


Intima communitas vitae et amoris coniugalis, a Creatore condita suisque legibus
instructa, foedere coniugii seu irrevocabili consensu personali instauratur. Ita actu
humano, quo coniuges sese mutuo tradunt atque accipiunt, institutum ordinatione divina

143
firmum oritur, etiam coram societate; hoc vinculum sacrum intuitu boni, tum coniugum
et prolis tum societatis, non ex humano arbitrio pendet. Ipse vero Deus est auctor
matrimonii, variis bonis ac finibus praediti; quae omnia pro generis humani
continuatione, pro singulorum familiae membrorum profectu personali ac sorte aeterna,
pro dignitate, stabilitate, pace et prosperitate ipsius familiae totiusque humanae societatis
maximi sunt momenti. Indole autem sua naturali, ipsum institutum matrimonii amorque
coniugalis ad procreationem et educationem prolis ordinantur iisque veluti suo fastigio
coronantur. Vir itaque et mulier, qui foedere coniugali «iam non sunt duo, sed una caro»
(Mt 19, 6), intima personarum atque operum coniunctione mutuum sibi adiutorium et
servitium praestant, sensumque suae unitatis experiuntur et plenius in dies adipiscuntur.
Quae intima unio, utpote mutua duarum personarum donatio, sicut et bonum liberorum,
plenam coniugum fidem exigunt atque indissolubilem eorum unitatem urgent.
Christus Dominus huic multiformi dilectioni, e divino caritatis fonte exortae et ad
exemplar suae cum Ecclesia unionis constitutae, abundanter benedixit. Sicut enim Deus
olim foedere dilectionis et fidelitatis populo suo occurrit, ita nunc hominum Salvator
Ecclesiaeque Sponsus, per sacramentum matrimonii christifidelibus coniugibus obviam
venit. Manet porro cum eis, ut quemadmodum Ipse dilexit Ecclesiam et Semetipsum pro
ea tradidit, ita et coniuges, mutua deditione, se invicem perpetua fidelitate diligant.
Germanus amor coniugalis in divinum amorem assumitur atque virtute redemptiva
Christi et salvifica actione Ecclesiae regitur ac ditatur, ut coniuges efficaciter ad Deum
ducantur atque in sublimi munere patris et matris adiuventur et confortentur. Quapropter
coniuges christiani ad sui status officia et dignitatem peculiari sacramento roborantur et
veluti consecrantur; cuius virtute munus suum coniugale et familiare explentes, spiritu
Christi imbuti, quo tota eorum vita, fide, spe et caritate pervaditur, magis ac magis ad
propriam suam perfectionem mutuamque sanctificationem, ideoque communiter ad Dei
glorificationem accedunt.
Unde, ipsis parentibus exemplo et oratione familiari praegredientibus, filii, immo et
omnes in familiae convictu degentes, humanitatis, salutis atque sanctitatis viam facilius
invenient. Coniuges autem, dignitate ac munere paternitatis et maternitatis ornati,
officium educationis praesertim religiosae, quod ad ipsos imprimis spectat, diligenter
adimplebunt.
Liberi, ut viva familiae membra, ad sanctificationem parentum suo modo conferunt.
Gratae enim mentis affectu, pietate atque fiducia beneficiis parentum respondebunt
ipsisque in rebus adversis necnon in senectutis solitudine filiorum more assistent.
Viduitas, in continuitate vocationis coniugalis forti animo assumpta, ab omnibus
honorabitur. Familia suas divitias spirituales cum aliis quoque familiis generose
communicabit. Proinde familia christiana, cum e matrimonio, quod est imago et
participatio foederis dilectionis Christi et Ecclesiae, exoriatur, vivam Salvatoris in
mundo praesentiam atque germanam Ecclesiae naturam omnibus patefaciet, tum
coniugum amore, generosa fecunditate, unitate atque fidelitate, tum amabili omnium
membrorum cooperatione.

144
49. De amore coniugali.
Pluries verbo divino sponsi atque coniuges invitantur, ut casto amore sponsalia et
indivisa dilectione coniugium nutriant atque foveant. Plures quoque nostrae aetatis
homines verum amorem inter maritum et uxorem variis rationibus secundum honestos
populorum et temporum mores manifestatum magni faciunt. Ille autem amor, utpote
eminenter humanus, cum a persona in personam voluntatis affectu dirigatur, totius
personae bonum complectitur ideoque corporis animique expressiones peculiari dignitate
ditare easque tamquam elementa ac signa specialia coniugalis amicitiae nobilitare valet.
Hunc amorem Dominus, speciali gratiae et caritatis dono, sanare, perficere et elevare
dignatus est. Talis amor, humana simul et divina consocians, coniuges ad liberum et
mutuum sui ipsius donum, tenero affectu et opere probatum, conducit totamque vitam
eorum pervadit; immo ipse generosa sua operositate perficitur et crescit. Longe igitur
exsuperat meram eroticam inclinationem, quae, egoistice exculta, citius et misere
evanescit.
Haec dilectio proprio matrimonii opere singulariter exprimitur et perficitur. Actus
proinde, quibus coniuges intime et caste inter se uniuntur, honesti ac digni sunt et, modo
vere humano exerciti, donationem mutuam significant et fovent, qua sese invicem laeto
gratoque animo locupletant. Amor ille mutua fide ratus, et potissimum sacramento
Christi sancitus, inter prospera et adversa corpore ac mente indissolubiliter fidelis est, et
proinde ab omni adulterio et divortio alienus remanet. Aequali etiam dignitate personali
cum mulieris tum viri agnoscenda in mutua atque plena dilectione, unitas matrimonii a
Domino confirmata luculenter apparet. Ad officia autem huius vocationis christianae
constanter exsequenda virtus insignis requiritur: quapropter coniuges, gratia ad vitam
sanctam roborati, firmitatem amoris, magnitudinem animi et spiritum sacrificii assidue
colent et oratione impetrabunt.
Germanus autem amor coniugalis altius aestimabitur atque sana circa eum opinio
publica efformabitur, si coniuges christiani testimonio fidelitatis et harmoniae in eodem
amore necnon sollicitudine in filiis educandis, eminent atque in necessaria renovatione
culturali, psychologica et sociali in favorem matrimonii et familiae partes suas agunt.
Iuvenes de amoris coniugalis dignitate, munere et opere, potissimum in sinu ipsius
familiae, apte et tempestive instruendi sunt, ut, castitatis cultu instituti, convenienti
aetate ab honestis sponsalibus ad nuptias transire possint.

[2]

Adhortatio apostolica Familiaris consortio Ioannis Pauli PP. II Summi


Pontificis ad Episcopos, Sacerdotes et Christifideles totius Ecclesiae
Catholicae de familiae christianae muneribus in mundo huius temporis, die
XXII mensis Novembris anno MCMLXXXI

145
84. Cotidianum rerum experimentum pro dolor docet eum qui divortium fecerit,
plerumque animo intendere novam transire ad convivendi societatem, sine ritu religioso
catholicorum, ut patet. Cum de malo agatur, quod, sicut et alia, latius usque inficiat
etiam greges catholicos, haec difficultas est cum cura et sine ulla mora omnino
aggredienda. Synodi Patres eam data opera investigaverunt. Nam Ecclesia, idcirco
instituta ut ad salutem omnes homines imprimisque baptizatos perduceret, non potest
sibimet ipsis illos derelinquere, qui —iam sacramentali vinculo matrimonii coniuncti—
transire conati sunt ad nuptias novas. Nitetur propterea neque umquam defessa curabit
Ecclesia ut iis praesto sint salutis instrumenta.
Noverint pastores ex veritatis amore se bene distinguere debere inter vadas rei
condiciones. Etenim aliquid interest inter eos qui sincero animo contenderunt primum
matrimonium servare quique prorsus iniuste sunt deserti, atque eos qui sua gravi culpa
matrimonium canonice validum everterunt. Sunt denique alii, qui novam inierunt
convivendi societatem educationis filiorum gratia atque interdum certi sua in intima
conscientia sunt superius matrimonium iam irreparabiliter disruptum numquam validum
fuisse.
Una cum Synodo vehementer cohortamur pastores totamque fidelium
communitatem ut divortio digressos adiuvent, caventes sollicita cum caritate ne illos ab
Ecclesia seiunctos arbitrentur, quoniam iidem possunt, immo debent ut baptizati vitam
ipsius participare. Hortandi praeterea sunt ut verbum Dei exaudiant, sacrificio Missae
intersint, preces fundere perseverent, opera caritatis necnon incepta communitatis pro
iustitia adiuvent, filios in christiana fide instituant, spiritum et opera paenitentiae colant
ut cotidie sic Dei gratiam implorent. Pro illis Ecclesia precetur, eos confirmet, matrem se
exhibeat iis misericordem itaque in fide eos speque sustineat.
Nihilominus Ecclesia inculcat consuetudinem suam, in Sacris ipsis Litteris innixam,
non admittendi ad eucharisticam communionem fideles, qui post divortium factum novas
nuptias inierunt. Ipsi namque impediunt ne admittantur, cum status eorum et condicio
vitae obiective dissideant ab illa amoris coniunctione inter Christum et Ecclesiam, quae
Eucharistia significatur atque peragitur. Restat praeterea alia peculiaris ratio pastoralis: si
homines illi ad Eucharistiam admitterentur, in errorem turbationemque inducerentur
fideles de Ecclesiae doctrina super indissolubilitate matrimonii.
Porro reconciliatio in sacramento paenitentiae —quae ad Eucharistiae sacramentum
aperit viam— illis unis concedi potest, qui dolentes quod signum violaverint Foederis et
fidelitatis Christi, sincere parati sunt vitae formam iam non amplius adversam
matrimonii indissolubitati suscipere. Hoc poscit revera ut, quoties vir ac mulier gravibus
de causis —verbi gratia, ob liberorum educationem— non valeant necessitati
separationis satisfacere, officium in se suscipiant omnino continenter vivendi, scilicet se
abstinendi ab aetibus, qui solis coniugibus competunt.
Observantia similiter erga matrimonii sacramentum, tum etiam erga coniuges
eorumque familiares necnon erga ipsam fidelium communitatem, vetat quemlibet
pastorem ullam propter causam vel praetextum etiam pastoralem ne pro divortio

146
digressis, qui novas nuptias inierunt, ritus cuiusvis generis faciant; hi enim ostenderent
novas nuptias sacramentales validas celebrari ac proinde errorem inicerent de
indissolubilitate prioris matrimonii valide contracti.
Hoc quidem pacto agens, Ecclesia profitetur fidelitatem suam in Christum eiusque
veritatem; simul vero materno affectu se gerit erga hos filios suos, potissimum eos qui
nulla propria intercedente culpa a proprio derelicti sunt legitimo coniuge.
Firma insuper cum fiducia Ecclesia credit quotquot a mandato Domini recesserint
in eoque etiamnunc statu vivant, a Deo gratiam conversionis ac salutis assequi posse, si
in precatione, paenitentia, caritate perseveraverint.

[3]

Catechismus Catholicae Ecclesiae

1644. Coniugum amor, sua ipsa natura, unitatem et indissolubilitatem exigit eorum
communitatis personalis quae totam eorum amplectitur vitam: «Quod ergo Deus
coniunxit, homo non separet» (Mt 19, 6). Coniuges adiguntur ad crescendum continenter
in communione sua per cotidianam fidelitatem erga matrimoniale promissum mutuae
plenae donationis. Haec humana communio confirmatur, purificatur et perficitur
communione in Iesu Christo, a Matrimonii sacramento donata. Ipsa per fidei communis
vitam et per Eucharistiam in communi receptam profundior fit.
1645. Aequali etiam dignitate personali cum mulieris tum viri agnoscenda in mutua
atque plena dilectione, unitas Matrimonii a Domino confirmata luculenter apparet.
Polygamia huic aequali dignitati est contraria atque coniugali amori qui unicus est et
exclusivus.
1646. Amor coniugalis, sua ipsa natura, inviolabilem a coniugibus exigit
fidelitatem. Hoc ex eorum ipsorum consequitur dono quod sibi mutuo impertiunt
coniuges. Amor definitivus esse vult. Ipse «usque ad novam decisionem» esse non
potest. Haec intima unio, utpote mutua duarum personarum donatio, sicut et bonum
liberorum, plenam coniugum fidem exigunt atque indissolubilem eorum unitatem urgent.
1647. Profundissimum motivum in fidelitate Dei ad Eius Foedus invenitur, Christi
ad Ecclesiam. Per Matrimonii sacramentum, coniuges apti fiunt qui hanc repraesentent
fidelitatem eamque testentur. Per sacramentum, indissolubilitas Matrimonii novum et
profundiorem accipit sensum.
1648. Videri potest difficile, immo impossibile, se pro tota vita personae ligare
humanae. Eo ipso maximi est momenti Bonum Nuntium proclamare: Deum nos amore
definitivo amare et irrevocabili, coniuges hunc participare amorem qui eos ducit et
sustinet, eosque per suam fidelitatem testes esse posse Dei fidelis amoris. Coniuges qui,
cum Dei gratia, hoc dant testimonium, saepe in valde difficilibus condicionibus,
gratitudinem communitatis ecclesialis merentur et fulcimentum.
1649. Condiciones tamen exstant in quibus matrimonialis cohabitatio, valde

147
diversis e causis, practice impossibilis fit. In talibus casibus, Ecclesia physicam
coniugum admittit separationem et finem cohabitationis. Coniuges maritus et uxor coram
Deo esse non desinunt; liberi non sunt ad novam contrahendam unionem. In tali difficili
condicione, reconciliatio, si possibilis sit, optima esset solutio. Communitas christiana
vocatur ad has personas adiuvandas ut in sua condicione christiane vivant, in fidelitate ad
sui matrimonii vinculum quod indissolubile permanet.
1650. Plures sunt catholici, in non paucis regionibus, qui, secundum leges civiles,
ad divortium recurrunt et novam civilem contrahunt unionem. Ecclesia, propter
fidelitatem ad Iesu Christi verbum : «Quicumque dimiserit uxorem suam et aliam
duxerit, adulterium committit in eam; et si ipsa dimiserit virum suum et alii nupserit,
moechatur» (Mc 10, 11-12), tenet se non posse hanc novam unionem ut validam
agnoscere, si primum matrimonium validum erat. Si divortio seiuncti novas civiliter
inierunt nuptias, in condicione inveniuntur quae obiective Dei Legem transgreditur.
Exinde ad eucharisticam Communionem accedere non possunt, dum haec condicio
permaneat. Eadem ex causa, quasdam responsabilitates ecclesiales non possunt exercere.
Reconciliatio per Poenitentiae sacramentum nonnisi illis concedi potest, quos poenitet,
se Foederis signum et fidelitatis erga Christum esse transgressos, et se ad vivendum in
completa continentia obligant.
1651. Relate ad christianos qui in hac condicione vivunt et qui saepe fidem servant
et suos filios christiane exoptant educare, sacerdotes et tota communitas attentam
ostendere debent sollicitudinem, ne illi se tamquam separatos ab Ecclesia considerent,
cuius vitam ut baptizati possunt et debent participare. Hortandi praeterea sunt ut Verbum
Dei exaudiant, Sacrificio Missae intersint, preces fundere perseverent, opera caritatis
necnon incepta communitatis pro iustitia adiuvent, filios in christiana fide instituant,
spiritum et opera paenitentiae colant ut cotidie sic Dei gratiam implorent.

[4]

Congregatio pro Doctrina Fidei, Epistula ad Catholicae Ecclesiae


Episcopos de receptione Communionis Eucharisticae a fidelibus qui post
divortiumm novas inierunt nuptias, die 14 Septembris 1994

Excellentia Reverendissima,
1. Annus Internationalis Familiae peculiaris momenti occasionem praebet, ut
testificationes denuo retegantur caritatis curaeque Ecclesiae in familiam, et simul rursus
proponantur inaestimabiles divitiae matrimonii christiani, quod familiae fundamentum
constituit.
2. In praesentibus rerum adiunctis specialem animi attentionem postulant
difficultates et angores eorum fidelium, qui in abnormibus matrimonii condicionibus
versantur. Pastores efficere debent, ut Christi caritas et proxima Ecclesiae maternitas

148
animadvertantur; illos ergo cum amore excipiant atque hortentur ut in Dei misericordia
fiduciam reponant, prudenterque et cum respectu eis suggerentes concreta itinera
conversionis et participationis vitae in communitate ecclesiali.
3. Cum vero conscii sint veram comprehensionem germanamque misericordiam
numquam seiungi a veritate, pastores officio obstringuntur hos fideles commonendi de
Ecclesiae doctrina quae ad sacramentorum celebrationem, peculiarique modo ad
Eucharistiae receptionem attinet. Hac in re, postremis his in annis, in variis regionibus
diversae solutiones pastorales propositae sunt, secundum quas fideles, qui post divortium
novas nuptias inierunt, quamvis generali ratione profecto ad Communionem
Eucharisticam admittendi non sunt, ad ipsam tamen accedere queunt quibusdam in
casibus, cum scilicet secundum iudicium suae ipsorum conscientiae putent se hoc facere
posse. Quod quidem evenire potest, verbi gratia, cum prorsus iniuste deserti fuerint,
quamvis prius matrimonium salvum facere sincere conati sint, vel cum persuasi sint de
nullitate prioris matrimonii, quae tamen probari non possit in foro externo, vel cum iam
longum reflexionis et paenitentiae iter emensi sint, vel etiam cum ob rationes moraliter
validas iidem separationis obligationi satisfacere non possint.
Iuxta quasdam opiniones, ad veram suam condicionem obiective examinandam,
divortio digressis, qui novas inierunt nuptias, colloquium ineundum esset cum presbytero
prudenti ac experto. Idem sacerdos tamen observet oportet eorum adventiciam
decisionem conscientiae accedendi ad Eucharistiam, quin hoc significet admissionem ex
parte auctoritatis.
His et similibus in casibus ageretur de toleranti ac benevola solutione pastorali, ut
ratio inducatur diversarum condicionum divortio digressorum, qui novas nuptias
inierunt.
4. Etsi notum sit similes solutiones pastorales a quibusdam Ecclesiae Patribus
propositas easdemque etiam in praxim deductas fuisse, hae tamen numquam consensum
Patrum obtinuerunt nulloque modo doctrinam communem Ecclesiae constituerunt nec
eius disciplinam determina runt. Spectat ad ipsius Magisterium universale, fidelitate
servata erga S. Scripturam et Traditionem, docere et authentice interpretari depositum
fidei.
Quare haec Congregatio, prae oculis habens novas superius memoratas
propositiones pastorales, suum officium esse ducit in memoriam revocare doctrinam et
disciplinam Ecclesiae hac in re. Ipsa enim, propter fidelitatem erga Iesu Christi verbum,
affirmat se non posse validum agnoscere novum coniugium, si prius matrimonium
validum fuit. Divortio digressi, si ad alias nuptias civiliter transierunt, in condicione
versantur obiective legi Dei contraria. Idcirco, quoad haec durat condicio, ad
Eucharisticam Communionem accedere iis non licet.
Quae norma minime habet indolem poenalem vel utcumque discriminantem erga
eos de quibus agimus, sed potius obiectivam condicionem exprimit, quae suapte natura
impedit accessionem ad Communionem Eucharisticam. «Ipsi namque impediunt ne
admittantur, cum status eorum et condicio vitae obiective dissideant ab illa amoris
coniunctione inter Christum et Ecclesiam, quae Eucharistia significatur et peragitur.

149
Restat praeterea alia peculiaris ratio pastoralis: si homines illi ad Eucharistiam
admitterentur, in errorem turbationemque inducerentur fideles de Ecclesiae doctrina
super indissolubilitate matrimonii».
Fidelibus, qui in tali condicione matrimoniali versantur, accessio ad Communionem
Eucharisticam patet unice per absolutionem sacramentalem, quae dari potest «tantum
illis qui, dolentes quod signum violaverint Foederis et fidelitatis Christi, sincere parati
sunt vitae formam iam non amplius adversam indissolubilitati suscipere. Hoc poscit
revera ut, quoties vir ac mulier gravibus de causis —verbi gratia, ob liberorum
educationem— non valeant necessitati separationis satisfacere, ‘officium in se suscipiant
omnino continenter vivendi, scilicet se abstinendi ab actibus, qui solis coniugibus
competunt’». Tunc ad Communionem Eucharisticam accedere possunt, salva tamen
obligatione vitandi scandalum.
5. Ecclesiae doctrina et disciplina hac de re fuse expositae sunt, tempore post
Concilium, in Adhortatione apostolica Familiaris consortio. Adhortatio, praeter alia, in
memoriam revocat pastores, ob amorem veritatis, officio adstringi recte distinguendi
varias condiciones, atque eos hortatur ut animum addant iis qui post divortium novas
nuptias inierunt ut varia vitae Ecclesiae momenta participent. Simul confirmat
consuetudinem constantem et universalem «in Sacris ipsis Litteris innixam, non
admittendi ad Eucharisticam Communionem fideles qui post divortium novas nuptias
inierunt», atque huius rei rationes adducit. Structura textus Adhortationis et ipsa verba
clare demonstrant huiusmodi consuetudinem, quae exhibetur obligandi vi praedita,
immutari non posse ob differentes condiciones.
6. Fidelis qui ex consuetudine convivit «more uxorio» cum persona quae neque
legitima est uxor neque legitimus vir, non potest accedere ad Communionem
Eucharisticam. Quod si ille hoc fieri posse existimet, tunc pastores et confessores,
propter gravitatem materiae nec non ob exigentias boni spiritualis personae et boni
communis Ecclesiae, gravi obstringuntur officio eundem commonendi huiusmodi
conscientiae iudicium aperte contradicere doctrinae Ecclesiae. Debent insuper
memoriam facere huius doctrinae, cum omnes fideles sibi commissos instituunt.
Hoc non significat Ecclesiae cordi non esse condicionem horum fidelium, qui,
ceterum, minime excluduntur a communione ecclesiali. Ipsa sollicitudine ducitur eos
pastorali actione prosequendi eosque invitandi ad vitam ecclesialem participandam,
quantum fieri potest, salvis praescriptis iuris divini, a quibus Ecclesia nullam habet
dispensandi potestatem. Necesse alioquin est illuminare fideles, quorum interest, ne
censeant suam vitae Ecclesiae participationem exclusive reduci ad quaestionem de
Eucharistiae receptione. Fideles adiuventur oportet, ut magis magisque comprehendant
valorem participandi sacrificium Christi in Missa, communionis spiritualis, orationis,
meditationis verbi divini, operum caritatis et iustitiae.
7. Errata persuasio, vi cuius aliquis post divortium et novas initas nuptias putat se
posse accedere ad Communionem Eucharisticam, plerumque supponit conscientiae
personali tribui facultatem ultimatim decidendi - ratione habita propriae persuasionis - de
existentia vel minus prioris matrimonii deque alterius unionis valore. At talis attributio

150
admitti nollo modo potest. Matrimonium enim, quatenus imago unionis sponsalis inter
Christum et eius Ecclesiam atque nucleus primarius et elementum magni momenti in vita
societatis civilis, est sua ipsius natura realitas publica.
8. Verum quidem est iudicium de propriis dispositionibus pro accessione ad
Eucharistiam a conscientia morali recte formata procedere debere. At verum pariter est
consensum, quo matri monium constituitur, non esse decisionem mere privatam, quia
tum unicuique coniugi tum utrique statum gignit specifice ecclesialem et socialem.
Quare iudicium conscientiae de proprio statu matrimoniali non respicit dumtaxat
relationem immediatam inter hominem et Deum, quasi necessaria non sit ecclesialis illa
mediatio quae etiam leges canonicas conscientiam obligantes includit. Non agnoscere
hunc essentialem aspectum idem est ac negare revera matrimonium existere veluti
Ecclesiae realitatem, hoc est veluti sacramentum.
9. Ceterum Adhortatio Familiaris consortio, cum pastores invitat ad bene
distinguendas varias condiciones eorum qui post divortium novam inierunt unionem,
mentionem etiam facit condicionis eorum qui certi sua in intima conscientia sunt
superius matrimonium iam irreparabiliter disruptum numquam validum fuisse.
Discernendum utique est, num per viam fori externi ab Ecclesia statutam huiusmodi
matrimonii nullitas obiective existat. Disciplina Ecclesiae, dum in examine de validitate
matrimoniorum catholicorum confirmat competentiam exclusivam tribunalium
ecclesiasticorum vias etiam novas ad probandam nullitatem unionis praecedentis offert
hac mente, ut omne discrimen —inquantum fieri potest— inter veritatem in processu
accessibilem et veritatem obiectivam, a recta conscientia cognitam, excludatur.
Adhaerere utcumque Ecclesiae iudicio et observare vigentem disciplinam circa
obligationem formae canonicae utpote necessariae pro validitate matrimoniorum
catholicorum, est quod vere prodest spirituali bono fidelium quorum causa agitur.
Ecclesia enim est Corpus Christi atque vivere in communione ecclesiali est vivere in
Corpore Christi et pasci eius Corpore. In Eucharistiae sacramento recipiendo communio
cum Christo capite nullo modo a communione cum eius membris, i.e. cum eius Ecclesia
separari potest. Qua de causa sacramentum nostrae cum Christo unionis etiam
sacramentum unitatis Ecclesiae est. Sumere Communionem Eucharisticam,
dispositionibus communionis ecclesialis non servatis, est ergo res in se repugnans.
Communio sacramentalis cum Christo implicat et supponit observantiam, interdum
quidem difficilem, ordinis communionis ecclesialis, nec fieri potest recte et fructuose per
modum agendi quo fidelis desiderans immediate accedere ad Christum, hunc ordinem
non servat.
10. Secundum ea quae hucusque exposita sunt, plene est amplectendum votum a
Synodo Episcoporum expressum, proprium a Beatissimo Patre Ioanne Paulo II factum,
et ad rem deductum studio laudabilibusque inceptis ab Episcopis, sacerdotibus, religiosis
et fidelibus laicis: hoc est, sollicita cum caritate summopere adniti ut fideles, qui in
condicione matrimoniali abnormi versantur, in Christi et Ecclesiae caritate roborentur.
Hoc tantum modo eis licebit plene recipere matrimonii christiani nuntium atque sustinere
in fide angores condicionis suae. In actione pastorali omni ope adnitendum est, ut recte

151
intellegatur non agi hic de discrimine, sed solummodo de fidelitate absoluta erga Christi
voluntatem, qui rursus nobis dedit et noviter concredidit matrimonii indissolubilitatem
veluti Creatoris donum. Necesse erit ut pastores atque communitas fidelium patiantur
atque diligant una simul cum iis ad quos pertinet, ut conspicere valeant etiam in onere
oboedientiae iugum suave atque onus leve Iesu. Eorum onus non est dulce et leve
quatenus parvum vel inane, sed fit leve quia Dominus —atque cum eo omnis Ecclesia—
id participat. Proprium est pastoralis navitatis integra deditione exercendae praebere
eiusmodi auxilium, veritate simulque amore innixum.
Tecum coniunctus in munere collegiali ut lesu Christi veritas in Ecclesiae vita et
consuetudine splendescat, me profiteri gaudeo Excellentiae Tuae Reverendissimae in
Domino
Joseph Card. Ratzinger
Praefectus

+ Albertus Bovone
Archiepiscopus Tit. Caesariensis in Numidia
Secretarius

Hanc Epistulam in sessione ordinaria huius Congregationis deliberatam, Summus


Pontifex loannes Paulus Il, in Audientia Cardinali Praefecto concessa, adprobavit et
publici iuris fieri iussit.
4. Teniendo en cuenta la naturaleza de la antedicha norma (cfr. n. 1), ninguna
autoridad eclesiástica puede dispensar en caso alguno de esta obligación del ministro de
la sagrada comunión, ni dar directivas que la contradigan.
5. La Iglesia reafirma su solicitud materna por los fieles que se encuentran en esta
situación o en otras análogas, que impiden su admisión a la mesa eucarística. Cuanto se
ha expuesto en esta declaración no está en contradicción con el gran deseo de favorecer
la participación de esos hijos a la vida eclesial, que se puede ya expresar de muchas
formas compatibles con su situación. Es más, el deber de reafirmar esa imposibilidad de
admitir a la eucaristía es condición de una verdadera pastoralidad, de una auténtica
preocupación por el bien de estos fieles y de toda la Iglesia, porque señala las
condiciones necesarias para la plenitud de aquella conversión a la cual todos están
siempre invitados por el Señor, de manera especial durante este Año Santo del Gran
Jubileo.

[6]

Benedicti PP. XVI Summi Pontificis Adhortatio apostolica Postsynodalis


Sacramentum Caritatis ad Episcopos Sacerdotes Consecratos
Consecratasque necnon Christifideles Laicos de Eucharistia vitae

152
missionisque Ecclesiae fonte et culmine, die XXII mensis Februarii anno
MMVII

Eucharistia, sacramentum sponsale.


27. Eucharistia, caritatis sacramentum, peculiarem demonstrat necessitudinem cum
amore inter hominem et feminam, matrimonio coniunctos. Penitus hunc nexum
cognoscere nostrae omnino est aetatis. Ioannes Paulus II Pontifex Maximus pluries
occasione usus est ut sponsalem adfirmaret indolem Eucharistiae eiusque peculiarem
necessitudinem cum sacramento Matrimonii: «Nostrae sacramentum est Eucharistia
redemptionis. Sponsi sacramentum est Sponsaeque». Ceterum «tota vita christiana
signum amoris sponsalis fert Christi et Ecclesiae. Iam Baptismus, in populum Dei
ingressus, mysterium est nuptiale: est quasi nuptiarum lavacrum quod nuptiarum
praecedit convivium, Eucharistiam». Eucharistia ratione inexhausta unitatem
amoremque indissolubiles cuiusque Matrimonii christiani corroborat. In eo, vi
sacramenti, vinculum coniugale intrinsece cum unitate conectitur eucharistica inter
Christum sponsum et Ecclesiam sponsam (cfr Eph 5, 31-32). Mutuus consensus quem
maritus et uxor inter se in Christo commutant, et qui ex iis communitatem vitae
amorisque constituit, indolem etiam habet eucharisticam. Revera, in Pauli theologia,
amor sponsalis signum est sacramentale amoris Christi erga Ecclesiam eius, amoris qui
tamquam in summum evadit ad Crucem, documentum eius cum humanitate nuptiarum
et, eodem tempore, origo et culmen Eucharistiae. Hanc ob rem Ecclesia peculiarem
manifestat spiritalem necessitudinem cum omnibus qui suas familias in matrimonii
sacramento fundaverunt. Familia —ecclesia domestica— ambitus est primarius vitae
Ecclesiae, praesertim ob necessarium munus filios christiana disciplina educandi. Hoc in
rerum contextu Synodus ut agnosceretur peculiaris mulieris in familia societateque
missio monuit, quae missio defendenda est, servanda atque promovenda. Eo quod sponsa
est et mater, id rem efficit inexstinguibilem, quae numquam suam vim amittere debet.

Eucharistia et matrimonii unitas.


28. Hac revera sub luce istius interioris necessitudinis inter matrimonium, familiam
et Eucharistiam considerari possunt quaedam pastorales quaestiones. Fidele vinculum,
indissolubile et exclusivum quod Christum coniungit cum Ecclesia, quodque notionem
invenit sacramentalem in Eucharistia, cum pristino congreditur anthropologico elemento,
ex quo definitum in modum vir coniungatur oportet una cum femina et vicissim (cfr Gn
2, 24; Mt 19, 5). Hoc in cogitationum prospectu, Synodus Episcoporum argumentum
tractavit pastoralis consuetudinis erga illum qui nuntium experitur Evangelii quique ex
cultura provenit in qua polygamia exsistit. Ii, qui in eiusmodi versantur condicione atque
se ad fidem aperiunt christianam, oportet adiuventur ut consilium suum humanum in
praecipua integrent novitate Christi. In catechumenorum curriculo, Christus eos attingit
in eorum peculiari condicione eosque ad plenam vocat veritatem amoris per
abnegationes transeuntes necessarias, perfectam prospicientes communionem
ecclesialem. Ecclesia illos comitatur per pastoralem actionem, dulcedine simul et

153
firmitate plenam, demonstrans eis lucem praesertim quae ex mysteriis christianis in
naturam repercutitur et humanos affectus.

Eucharistia et matrimonii indissolubilitas.


29. Si Eucharistia irreversibilitatem exprimit amoris Dei in Christo pro eius
Ecclesia, intellegitur cur ea postulet, pro Matrimonii sacramento, hanc
indissolubilitatem, ad quam omnis verus amor haud tendere non potest. Omnino iusta
videtur pastoralis cura quam Synodus ad acerbas condiciones destinavit, in quibus non
pauci versantur fideles qui, sacramento Matrimonii celebrato, divortium fecerunt atque
novas inierunt nuptias. Agitur de quaestione pastorali ardua et complicata, vera quadam
plaga hodierni contextus socialis, quae ipsas provincias catholicas crescente transgreditur
modo. Pastores, propter amorem veritatis, ad recte discernendas tenentur rerum
condiciones, ut implicatos fideles aptis modis spiritaliter adiuvent. Synodus
Episcoporum Ecclesiae usum confirmavit, Sacris Scripturis innixum (cfr Mc 10, 2-12),
non ammittendi ad Sacramenta divortiatos iterum matrimonio iunctos, quia eorum status
eorumque vitae condicio obiective unioni contradicunt amoris inter Christum et
Ecclesiam, quae in Eucharistia significatur et efficitur. Divortio seiuncti et iterum
matrimonio coniuncti, tamen, praeter hunc statum, ad Ecclesiam pergunt pertinere, quae
eos peculiari cura prosequitur, desiderans ut illi, quantum fieri potest, christianum colant
vivendi modum per sanctam Missam participandam, licet Communionem non recipiant,
divini Verbi auscultationem, eucharisticam Adorationem, orationem, vitae communitatis
participationem, dialogum fidentem cum sacerdote vel spiritali moderatore, deditionem
actae caritati, paenitentiae opera, munus educationis erga filios.
Ubi dubia de Matrimonii sacramentalis contracti validitate legitime oriuntur, id
suscipiendum est quod ad probandam coniugii validitatem est necessarium. Oportet
praeterea curetur ut, iure canonico prorsus servato, in territorio tribunalia ecclesiastica
adsint, videlicet eorum pastoralis indoles eorumque recta promptaque operositas.
Necesse est ut in unaquaque dioecesi numerus sit sufficiens personarum ad sollicitam
tribunalium ecclesiasticorum actuositatem paratarum. Recordamur «munus grave esse
istud opus institutionale reddendi Ecclesiae apud tribunalia ecclesiastica semper ad
fideles propius». Opus est tamen vitare ne illa pastoralis opera contraria iuri habeatur.
Ab hac potius condicione sumendum est initium: ius et opus pastorale in veritatis
amorem convenire debent. Haec revera numquam a rebus abstrahitur, sed cum humano
consociatur et christiano cuiusque fidelis itinere. Postremo ubi nullitas vinculi
matrimonialis non agnoscitur atque condiciones dantur obiectivae quae convictum
reddunt irreversibilem, Ecclesia illos adhortatur fideles ut se implicent ad suam
vivendam necessitudinem secundum legis Dei postulata, veluti amici, veluti frater et
soror; hoc modo ad mensam eucharisticam accedere possunt, cum regulis significatis a
comprobato usu ecclesiali. Eiusmodi iter, ut possibile efficiatur atque fructus adferat,
sustineri debet pastorum adiumento atque aptis inceptis ecclesialibus; vitetur tamen
benedictio harum relationum, ne confusio de Matrimonii aestimatione oriatur inter
fideles.

154
Cum implicatus sit culturalis contextus in quo Ecclesia versatur in multis
Nationibus, Synodus maximam porro inculcavit sollicitudinem pastoralem in formandis
nuptias inituris atque in praevia probatione eorum opinationum de oneribus omnino
tenendis ad validitatem sacramenti Matrimonii. Solida quaedam discretio de hac re vitare
poterit ne emotionum impulsus vel leves rationes duos iuvenes inducant ad assumendam
responsalitatem, quam deinde servare non valeant. Maius est bonum, quod Ecclesia
atque tota societas a matrimonio exspectant familiaque in eo fundata, quam ut in hoc
peculiari ambitu pastorali quis non laboret. Matrimonium et familia sunt instituta quae
promoveri defendique debent, omnibus ambiguitatibus de ipsarum veritate amotis,
quandoquidem omnis iniuria illis illata vulnus est quod hominum convictui ut tali
affertur.

[7]

Francisci Summi Pontificis Litterae Encyclicae Lumen fidei Episcopis


Presbyteris ac Diaconis Viris et Mulieribus Consecratis Omnibusque
Christifidelibus Laicis de fide, die undetricesimo mensis Iunii anno Domini
bis millesimo tertio decimo

Fides et familia.
52. De Abraham itinere ad futuram civitatem, Epistula ad Hebraeos breviter attingit
benedictionem quae a parentibus in filios transmittitur (cfr Heb 11, 20-21). Primus
ambitus in quo fides illuminat hominum civitatem invenitur in familia. Cogitamus
praesertim stabilem viri mulierisque consortionem in matrimonio. Ipsa oritur ex eorum
amore, signo praesentiaque Dei amoris, ex cognitione et acceptatione bonitatis in
differentia sexuali, cuius vi coniuges iungi possunt in una carne (cfr Gen 2, 24) atque
sunt capaces novam vitam generandi, manifestationem bonitatis Creatoris, eius
sapientiae eiusque consilii amoris. Hoc amore constituti, vir et mulier mutuum amorem
spondere possunt gestu quodam qui totam vitam complectitur et tot fidei signa memorat.
Spondere amorem qui in perpetuum observetur dari potest cum inceptum detegitur maius
propriis propositis, quod nos sustinet nosque sinit integrum futurum personae dilectae
tradere. Fides porro opem fert ut filiorum generatio tota in sua altitudine divitiisque
percipiatur, quoniam efficit ut in ea agnoscatur creans amor, qui tradit et committit nobis
novae personae mysterium. Itaque suam per fidem Sara mater facta est, in Dei fidelitate
eiusque repromissione confidens (cfr Heb 11, 11).

Textos magisteriales referentes al Sensus fidei

155
[11]

Concilium Vaticanum II, Constitutio Dogmatica de Ecclesia «Lumen


genium», die XXI mensis Novembris anno MCMLXIV

12. Populus Dei sanctus de munere quoque prophetico Christi participat, vivum
Eius testimonium maxime per vitam fidei ac caritatis diffundendo, et Deo hostiam laudis
offerendo, fructum labiorum confitentium nomini Eius. Universitas fidelium, qui
unctionem habent a Sancto, in credendo falli nequit, atque hanc suam peculiarem
proprietatem mediante supernaturali sensu fidei totius populi manifestat, cum «ab
Episcopis usque ad extremos laicos fideles» (Augustinus, De Praed. Sanct. 14, 27: PL
44, 980) universalem suum consensum de rebus fidei et morum exhibet. Illo enim sensu
fidei, qui a Spiritu veritatis excitatur et sustentatur, Populus Dei sub ductu sacri
magisterii, cui fideliter obsequens, iam non verbum hominum, sed vere accipit verbum
Dei, semel traditae sanctis fidei, indefectibiliter adhaeret, recto iudicio in eam profundius
penetrat eamque in vita plenius applicat.
35. Christus, Propheta magnus, qui et testimonio vitae et verbi virtute Regnum
proclamavit Patris, usque ad plenam manifestationem gloriae suum munus propheticum
adimplet, non solum per Hierarchiam, quae nomine et potestate Eius docet, sed etiam per
laicos, quos ideo et testes constituit et sensu fidei et gratia verbi instruit, ut virtus
Evangelii in vita quotidiana, familiari et sociali eluceat. Ipsi se praebent ut filios
repromissionis, si fortes in fide et spe praesens momentum redimunt et futuram gloriam
per patientiam exspectant. Hanc autem spem non in animi interioritate abscondant sed
conversione continua et colluctatione adversus mundi rectores tenebrarum harum, contra
spiritualia nequitiae etiam per vitae saecularis structuras exprimant.

[12]

Adhortatio apostolica Familiaris consortio Ioannis Pauli PP. II Summi


Pontificis ad Episcopos, Sacerdotes et Christifideles totius Ecclesiae
Catholicae de familiae christianae muneribus in mundo huius temporis, die
XXII mensis Novembris anno MCMLXXXI

5. Hoc rectum iudicium ab Ecclesia factum evadit directio, quae proponitur, ad


servandam et efficiendam totam veritatem ac plenam dignitatem matrimonii et familiae.
Idem iudicium fit sensu fidei, qui est donum a Spiritu omnibus fidelibus imperiium,
estque igitur opus totius Ecclesiae secundum varietatem multiplicium donorum et
charismatum, quae, una cum cuiusque munere et officio et secundum ea, ad altiorem
intellectum et effectionem verbi Dei cooperantur. Ecclesia ergo proprium iudicium
evangelicum non solum per pastores facit, qui nomine et potestate Christi docent, sed

156
etiam per laicos: «quos (Christus) ideo et testes constituit et sensu fidei et gratia verbi
instruit (cfr. Act 2, 17-18; Apoc 19, 10), ut virtus Evangelii in vita quotidiana, familiari et
sociali eluceat». Quin etiam laici propter peculiarem suam vocationem singulari
obstringuntur munere interpretandi, luce Christi affulgente, huius mundi historiam,
quatenus vocantur ad illuminanda et ordinanda secundum consilium Dei Creatoris et
Redemptoris ea quae sunt temporalia.
Verumtamen «supernaturalis sensus fidei» non solum nec necessario in consensione
fidelium est positus. Ecclesia enim Christum sequendo veritatem exquirit, quae non
semper cum opinione maioris hominum congruit partis. Ea conscientiae praebet aures,
non potestatibus, et hac in re pauperes et despectos defendit. Ecclesia potest quidem
magni aestimare investigationes sociologicas et rationalis doctrinae proprias, si utiles
sunt ad perspiciendas historicas rerum temporumque condiciones, in quibus actio
pastoralis debet impleri, et ut veritatem melius cognoscat; tales vero investigationes
solae non haberi possunt ilico significationes sensus fidei nuntiae.
Quoniam munus est ministerii apostolici curare ut Ecclesia in veritate Christi
persistat et ut in eam usque altius penetret, pastores sensum fidei in cunctis fidelibus
debent promovere, cum auctoritate expendere et iudicare germanam indolem modorum,
quibus ille exprimitur, credentes ad maturiorem usque intellectum veritatis evangelicae
adducere.

[13]

Congregatio pro Doctrina Fidei, Instructio de Ecclesiali theologici


vocatione «Donum veritatis», die 24 Maii 1990

35. [...] Revera opiniones christifidelium ad «sensum fidei» simpliciter redigi non
possunt. Hic est proprietas ipsius fidei theologalis quae, cum sit Dei donum quod efficit
ut veritati unusquisque singillatim adhaereat, falli nequit. Porro haec fides
uniuscuiusque, simul etiam Ecclesiae fides est, quandoquidem Deus Ecclesiae
concredidit custodiam Verbi, proindeque quod Ecclesia credit, credit et christifidelis.
Itaque natura sua «sensus fidei» infert secum intimum spiritus cordisque consensum cum
Ecclesia, id est illud «sentire cum Ecclesia».
Si ergo theologalis fides qua talis falli non potest, nihilominus fidelis fovere intus
erratas opiniones potest, quoniam non universae eius cogitationes ex fide progrediuntur.
Cogitata non omnia, quae intra Dei Populum circumferuntur, cum fide ipsa concinunt,
eoque magis quod facile subire possunt impulsum alicuius publicae opinionis, quae
recentioribus communicationis instrumentis pervehitur. Non sine causa Concilium
Vaticanum II necessariam coniunctionem in luce ponit inter «sensum fidei» et regimen
Populi Dei, quod magisterio Pastorum concreditur: nam duae res sunt, quarum altera ab
altera separari non potest.

157
Extractos de documentos del Magisterio
Textos magisteriales referentes al matrimonio y al divorcio

[1]

Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia


en el mundo actual, 7 de diciembre de 1965

47. El matrimonio y la familia en el mundo actual


El bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente
ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto
con todos lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los
varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad
de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento
de su excelsa misión; de ellos esperan, además, los mejores resultados y se afanan por
promoverlos.
Sin embargo, la dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo
esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el
llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda
frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la
generación. Por otra parte, la actual situación económica, social-psicológica y civil es
origen de fuertes perturbaciones para la familia. En determinadas regiones del planeta,
finalmente, se observan con preocupación los problemas nacidos del incremento
demográfico. Todo lo cual suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho
muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas
transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a que han
dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera
naturaleza de tal institución.
Por tanto el concilio, con la exposición más clara de algunos puntos capitales de la
doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los
hombres que se esfuerzan por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado
matrimonial y su valor eximio.

48. El carácter sagrado del matrimonio y de la familia


Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad
conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su
consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se
dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por

158
la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole
como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor
del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma
importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada
miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad
de la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la institución
del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la
educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera,
el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos sino una sola carne (Mt
19, 6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen
mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente.
Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los
hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la
fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia.
Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de
amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al
encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del Matrimonio. Además,
permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua
fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor
conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de
Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios
y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por
ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están
fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir
su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de
fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua
santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.
Gracias precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en
familia, los hijos y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más
fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad. En cuanto a
los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán
concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre
todo, compete.
Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la
santificación de los padres. Pues con el agradecimiento, la piedad filial y la confianza
corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las
dificultades de la existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será
honrada por todos. La familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus
riquezas espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio,
que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará
a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia,

159
ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la
cooperación amorosa de todos sus miembros.

49. Del amor conyugal


Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que
alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor
único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido
y mujer, manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y
las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona
con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona y, por tanto, es capaz de
enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de
ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se
ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y
la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a
un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e
impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona.
Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del
egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.
Este amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del
matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre
sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y
favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa
gratitud. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de
Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad,
y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento
obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno
amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor.
Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere
una insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de
santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de
sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.
Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión
pública sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su
fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si
participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del
matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente,
sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el
seno de la misma familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la
edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio.

160
[2]

Exhortación apostólica Familiaris consortio de Su Santidad Juan Pablo II


al episcopado, al clero y a los fieles de toda la Iglesia sobre la misión de la
familia cristiana en el mundo actual, 22 de noviembre de 1981

84. La experiencia diaria enseña, por desgracia, que quien ha recurrido al divorcio
tiene normalmente la intención de pasar a una nueva unión, obviamente sin el rito
religioso católico. Tratándose de una plaga que, como otras, invade cada vez más
ampliamente incluso los ambientes católicos, el problema debe afrontarse con atención
improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado expresamente. La Iglesia, en
efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a los
bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con el vínculo
matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará
infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación.
Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones.
En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el
primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa
grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han
contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están
subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente
destruido, no había sido nunca válido.
En unión con el sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de
los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se
consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados,
participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el
sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las
iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana,
a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la
gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre
misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de
no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos
los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen
objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la
Eucaristía. Hay, además, otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la
Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la
Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación en el sacramento de la Penitencia —que les abriría el camino al
sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber
violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a
una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva

161
consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como,
por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la
separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea, de abstenerse
de los actos propios de los esposos».
Del mismo modo el respeto debido al sacramento del Matrimonio, a los mismos
esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor —
por cualquier motivo o pretexto, incluso pastoral— efectuar ceremonias de cualquier tipo
para los divorciados que vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la
impresión de que se celebran nuevas nupcias sacramentalmente válidas, y como
consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente
contraído.
Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y a su verdad;
al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia estos hijos suyos,
especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido abandonados por su cónyuge
legítimo.
La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del
mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la
conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.

[3]

Catecismo de la Iglesia Católica

1644. El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la


indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos:
«De manera que ya no son dos sino una sola carne» (Mt 19, 6; cf Gn 2, 24). «Están
llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la
promesa matrimonial de la recíproca donación total» (FC 19). Esta comunión humana es
confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el
sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía
recibida en común.
1645. «La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual
dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno
amor» (GS 49, 2). La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al
amor conyugal que es único y exclusivo.
1646. El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una
fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen
mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no
algo pasajero. «Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, así como
el bien de los hijos, exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad»
(GS 48, 1).

162
1647. Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de
Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del Matrimonio los esposos son capacitados para
representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del
matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo.
1648. Puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser
humano. Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama
con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este amor, que les
conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten en testigos del amor fiel de
Dios. Los esposos que con la gracia de Dios dan este testimonio, con frecuencia en
condiciones muy difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (cf
FC 20).
1649. Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace
prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la
separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser
marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta
situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad
cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la
fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (cf FC, 83; CIC can
1151-1155).
1650. Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio
según las leyes civiles, y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia
mantiene, por fidelidad a la Palabra de Jesucristo («Quien repudie a su mujer y se case
con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con
otro, comete adulterio» Mc 10, 11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva
unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar
civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por
lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y
por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La
reconciliación mediante el sacramento de la Penitencia no puede ser concedida más que
a aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a
Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.
1651. Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia
conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la
comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de que aquellos no se
consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar en
cuanto bautizados: «Exhórteseles a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio
de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas
de la comunidad en favor de la justicia, a educar a sus hijos en la fe cristiana, a cultivar
el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de
Dios» (FC 84).

163
[4]

Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia


católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los
fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14 de septiembre de 1994

Excelencia Reverendísima:
1. El Año Internacional de la Familia constituye una ocasión muy importante para
volver a descubrir los testimonios del amor y solicitud de la Iglesia por la familia y, al
mismo tiempo, para proponer de nuevo la inestimable riqueza del matrimonio cristiano
que constituye el fundamento de la familia.
2. En este contexto, merecen una especial atención las dificultades y los
sufrimientos de aquellos fieles que se encuentran en situaciones matrimoniales
irregulares. Los pastores están llamados, en efecto, a hacer sentir la caridad de Cristo y la
materna cercanía de la Iglesia; los acogen con amor, exhortándolos a confiar en la
misericordia de Dios y, con prudencia y respeto, sugiriéndoles caminos concretos de
conversión y de participación en la vida de la comunidad eclesial.
3. Conscientes sin embargo de que la auténtica comprensión y la genuina
misericordia no se encuentran separadas de la verdad, los pastores tienen el deber de
recordar a estos fieles la doctrina de la Iglesia acerca de la celebración de los
sacramentos y especialmente de la recepción de la Eucaristía. Sobre este punto, durante
los últimos años, en varias regiones se han propuesto diversas soluciones pastorales
según las cuales ciertamente no sería posible una admisión general de los divorciados
vueltos a casar a la comunión eucarística, pero podrían acceder a ella en determinados
casos, cuando según su conciencia se consideraran autorizados a hacerlo. Así, por
ejemplo, cuando hubieran sido abandonados del todo injustamente, a pesar de haberse
esforzado sinceramente por salvar el anterior matrimonio, o bien cuando estuvieran
convencidos de la nulidad del anterior matrimonio, sin poder demostrarla en el foro
externo, o cuando ya hubieran recorrido un largo camino de reflexión y de penitencia, o
incluso cuando por motivos moralmente válidos no pudieran satisfacer la obligación de
separarse.
En algunas partes se ha propuesto también que, para examinar objetivamente su
situación efectiva, los divorciados vueltos a casar deberían entrevistarse con un sacerdote
prudente y experto. Su eventual decisión de conciencia de acceder a la Eucaristía, sin
embargo, debería ser respetada por ese sacerdote, sin que ello implicase una autorización
oficial.
En estos casos y otros similares se trataría de una solución pastoral, tolerante y
benévola, para poder hacer justicia a las diversas situaciones de los divorciados vueltos a
casar.
4. Aunque es sabido que análogas soluciones pastorales fueron propuestas por
algunos Padres de la Iglesia y entraron en cierta medida incluso en la práctica, sin

164
embargo nunca obtuvieron el consentimiento de los Padres ni constituyeron en modo
alguno la doctrina común de la Iglesia, como tampoco determinaron su disciplina.
Corresponde al Magisterio universal, en fidelidad a la Sagrada Escritura y a la Tradición,
enseñar e interpretar auténticamente el depósito de la fe.
Por consiguiente, frente a las nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta
Congregación siente la obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la
Iglesia al respecto. Fiel a la Palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede
reconocer como válida esta nueva unión si era válido el anterior matrimonio. Si los
divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que
contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la
comunión eucarística mientras persista esa situación.
Esta norma de ninguna manera tiene un carácter punitivo o en cualquier modo
discriminatorio hacia los divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una
situación objetiva que de por sí hace imposible el acceso a la comunión eucarística: «Son
ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida
contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y
actualizada en la Eucaristía. Hay, además, otro motivo pastoral: si se admitieran estas
personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la
doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio».
Para los fieles que permanecen en esa situación matrimonial, el acceso a la
comunión eucarística solo se abre por medio de la absolución sacramental, que puede ser
concedida «únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y
de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no
contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que
cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de
los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, “asumen el compromiso de
vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos”». En
este caso ellos pueden acceder a la comunión eucarística, permaneciendo firme, sin
embargo, la obligación de evitar el escándalo.
5. La doctrina y la disciplina de la Iglesia sobre esta materia han sido ampliamente
expuestas en el período post-conciliar por la Exhortación apostólica Familiaris
consortio. La Exhortación, entre otras cosas, recuerda a los pastores que, por amor a la
verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones y los exhorta a animar a
los divorciados que se han casado otra vez para que participen en diversos momentos de
la vida de la Iglesia. Al mismo tiempo, reafirma la praxis constante y universal,
«fundada en la Sagrada Escritura, de no admitir a la comunión eucarística a los
divorciados vueltos a casar», indicando los motivos de la misma. La estructura de la
Exhortación y el tenor de sus palabras dejan entender claramente que tal praxis,
presentada como vinculante, no puede ser modificada basándose en las diferentes
situaciones.
6. El fiel que está conviviendo habitualmente «more uxorio» con una persona que
no es la legítima esposa o el legítimo marido, no puede acceder a la comunión

165
eucarística. En el caso de que él lo juzgara posible, los pastores y los confesores, dada la
gravedad de la materia y las exigencias del bien espiritual de la persona y del bien
común de la Iglesia, tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de conciencia
riñe abiertamente con la doctrina de la Iglesia. También tienen que recordar esta doctrina
cuando enseñan a todos los fieles que les han sido encomendados.
Esto no significa que la Iglesia no sienta una especial preocupación por la situación
de estos fieles que, por lo demás, de ningún modo se encuentran excluidos de la
comunión eclesial. Se preocupa por acompañarlos pastoralmente y por invitarlos a
participar en la vida eclesial en la medida en que sea compatible con las disposiciones
del derecho divino, sobre las cuales la Iglesia no posee poder alguno para dispensar. Por
otra parte, es necesario iluminar a los fieles interesados a fin de que no crean que su
participación en la vida de la Iglesia se reduce exclusivamente a la cuestión de la
recepción de la Eucaristía. Se debe ayudar a los fieles a profundizar su comprensión del
valor de la participación al sacrificio de Cristo en la Misa, de la comunión espiritual, de
la oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de las obras de caridad y de justicia.
7. La errada convicción de poder acceder a la comunión eucarística por parte de un
divorciado vuelto a casar, presupone normalmente que se atribuya a la conciencia
personal el poder de decidir en último término, basándose en la propia convicción, sobre
la existencia o no del anterior matrimonio y sobre el valor de la nueva unión. Sin
embargo, dicha atribución es inadmisible. El matrimonio, en efecto, en cuanto imagen de
la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia, así como núcleo basilar y factor importante en
la vida de la sociedad civil, es esencialmente una realidad pública.
8. Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la
Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada. Pero es
también cierto que el consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una
simple decisión privada, ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una
situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto, el juicio de la conciencia sobre
la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre
el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye
también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto
esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia,
es decir, como sacramento.
9. Por otra parte, la Exhortación Familiaris consortio, cuando invita a los pastores a
saber distinguir las diversas situaciones de los divorciados vueltos a casar, recuerda
también el caso de aquellos que están subjetivamente convencidos en conciencia de que
el anterior matrimonio, irreparablemente destruido, jamás había sido válido. Ciertamente
es necesario discernir a través de la vía del fuero externo establecida por la Iglesia si
existe objetivamente esa nulidad matrimonial. La disciplina de la Iglesia, al mismo
tiempo que confirma la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos para el
examen de la validez del matrimonio de los católicos, ofrece actualmente nuevos
caminos para demostrar la nulidad de la anterior unión, con el fin de excluir en cuanto
sea posible cualquier diferencia entre la verdad verificable en el proceso y la verdad

166
objetiva conocida por la recta conciencia.
Atenerse al juicio de la Iglesia, y observar la disciplina vigente sobre la
obligatoriedad de la forma canónica en cuanto necesaria para la validez de los
matrimonios de los católicos, es lo que verdaderamente ayuda al bien espiritual de los
fieles interesados. En efecto, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y vivir en la comunión
eclesial es vivir en el Cuerpo de Cristo y nutrirse del Cuerpo de Cristo. Al recibir el
sacramento de la Eucaristía, la comunión con Cristo Cabeza jamás puede estar separada
de la comunión con sus miembros, es decir, con la Iglesia. Por esto el sacramento de
nuestra unión con Cristo es también el sacramento de la unidad de la Iglesia. Recibir la
comunión eucarística riñendo con la comunión eclesial es por lo tanto algo en sí mismo
contradictorio. La comunión sacramental con Cristo incluye y presupone el respeto,
muchas veces difícil, de las disposiciones de la comunión eclesial y no puede ser recta y
fructífera si el fiel, aunque quiera acercarse directamente a Cristo, no respeta esas
disposiciones.
10. De acuerdo con todo lo que se ha dicho hasta ahora, hay que realizar
plenamente el deseo expreso del Sínodo de los Obispos, asumido por el Santo Padre
Juan Pablo II y llevado a cabo con empeño y con laudables iniciativas por parte de
obispos, sacerdotes, religiosos y fieles laicos: con solícita caridad hacer todo aquello que
pueda fortalecer en el amor de Cristo y de la Iglesia a los fieles que se encuentran en
situación matrimonial irregular. Solo así será posible para ellos acoger plenamente el
mensaje del matrimonio cristiano y soportar en la fe los sufrimientos de su situación. En
la acción pastoral se deberá cumplir toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien
que no se trata de discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la
voluntad de Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del
matrimonio como don del creador. Será necesario que los pastores y toda la comunidad
de fieles sufran y amen junto con las personas interesadas, para que puedan reconocer
también en su carga el yugo suave y la carga ligera de Jesús. Su carga no es suave y
ligera en cuanto pequeña o insignificante, sino que se vuelve ligera porque el Señor —y
junto con él toda la Iglesia— la comparte. Es tarea de la acción pastoral, que se ha de
desarrollar con total dedicación, ofrecer esta ayuda fundada conjuntamente en la verdad
y en el amor.
Unidos en el empeño colegial de hacer resplandecer la verdad de Jesucristo en la
vida y en la praxis de la Iglesia, me es grato confirmarme de su Excelencia
Reverendísima devotísimo en Cristo

Joseph Card. Ratzinger


Prefecto

+ Alberto Bovone
Arzobispo tit. de Cesarea de Numidia
Secretario

167
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante la audiencia concedida al Cardenal
Prefecto, ha aprobado la presente Carta, acordada en la reunión ordinaria de esta
Congregación, y ha ordenado que se publique.

[5]

Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración sobre la


admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a
casar, 24 de junio de 2000

El Código de Derecho Canónico establece que: «No deben ser admitidos a la


sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la
imposición o de la declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un
manifiesto pecado grave» (can. 915). En los últimos años algunos autores han sostenido,
sobre la base de diversas argumentaciones, que este canon no sería aplicable a los fieles
divorciados que se han vuelto a casar. Reconocen que la Exhortación apostolica
Familiaris consortio, de 1981, en su n. 84 había confirmado, en términos inequívocos,
tal prohibición, y que esta ha sido reafirmada de modo expreso en otras ocasiones,
especialmente en 1992 por el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1650, y en 1994 por la
Carta Annus internationalis Familiae de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Pero,
pese a todo ello, dichos autores ofrecen diversas interpretaciones del citado canon que
concuerdan en excluir del mismo, en la práctica, la situación de los divorciados que se
han vuelto a casar. Por ejemplo, puesto que el texto habla de «pecado grave», serían
necesarias todas las condiciones, incluidas las subjetivas, que se requieren para la
existencia de un pecado mortal, por lo que el ministro de la comunión no podría hacer ab
externo un juicio de ese género; además, para que se hablase de perseverar
«obstinadamente» en ese pecado, sería necesario descubrir en el fiel una actitud
desafiante después de haber sido legítimamente amonestado por el pastor.
Ante ese pretendido contraste entre la disciplina del código de 1983 y las
enseñanzas constantes de la Iglesia sobre la materia, este Consejo Pontificio, de acuerdo
con la Congregación para la Doctrina de la Fe y con la Congregación para el Culto
Divino y la Disciplina de los Sacramentos, declara cuanto sigue:
1. La prohibición establecida en ese canon, por su propia naturaleza, deriva de la
ley divina y trasciende el ámbito de las leyes eclesiásticas positivas: estas no pueden
introducir cambios legislativos que se opongan a la doctrina de la Iglesia. El texto de la
Escritura en que se apoya siempre la tradición eclesial es este de san Pablo: «Así, pues,
quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la
sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y
beba del cáliz: pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia
condenación» (1Cor 11, 27-29).
Este texto concierne, ante todo, al mismo fiel y a su conciencia moral, lo cual se

168
formula en el código en el sucesivo can. 916. Pero el ser indigno porque se está en
estado de pecado crea también un grave problema jurídico en la Iglesia: precisamente el
término «indigno» está recogido en el canon del Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales que es paralelo al can. 915 latino: «Deben ser alejados de la recepción de la
Divina Eucaristía los públicamente indignos» (can. 712). En efecto, recibir el cuerpo de
Cristo siendo públicamente indigno constituye un daño objetivo a la comunión eclesial;
es un comportamiento que atenta contra los derechos de la Iglesia y de todos los fieles a
vivir en coherencia con las exigencias de esa comunión. En el caso concreto de la
admisión a la sagrada comunión de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, el
escándalo, entendido como acción que mueve a los otros hacia el mal, atañe a un tiempo
al sacramento de la Eucaristía y a la indisolubilidad del matrimonio. Tal escándalo sigue
existiendo aún cuando ese comportamiento, desgraciadamente, ya no cause sorpresa:
más aún, precisamente es ante la deformación de las conciencias cuando resulta más
necesaria la acción de los pastores, tan paciente como firme, en custodia de la santidad
de los sacramentos, en defensa de la moralidad cristiana, y para la recta formación de los
fieles.
2. Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial,
declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo
de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de
la ley (cfr. can. 17) con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para
relativizar o desvirtuar los preceptos.
La fórmula «y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» es
clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma
inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son:
a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la comunión no
podría juzgar de la imputabilidad subjetiva;
b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva
de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se
necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se
verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;
c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual.
Sin embargo, no se encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles
divorciados que se han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones —como, por
ejemplo, la educación de los hijos— «satisfacer la obligación de la separación, asumen
el empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios
de los cónyuges» (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la base de ese propósito han
recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de que tales fieles no
viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se
han vuelto a casar es de por sí manifiesta, solo podrán acceder a la comunión eucarística
remoto scandalo.
3. Naturalmente, la prudencia pastoral aconseja vivamente que se evite el tener que
llegar a casos de pública denegación de la sagrada comunión. Los pastores deben cuidar

169
de explicar a los fieles interesados el verdadero sentido eclesial de la norma, de modo
que puedan comprenderla o al menos respetarla. Pero cuando se presenten situaciones en
las que esas precauciones no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles, el ministro de
la distribución de la comunión debe negarse a darla a quien sea públicamente indigno.
Lo hará con extrema caridad, y tratará de explicar en el momento oportuno las razones
que le han obligado a ello. Pero debe hacerlo también con firmeza, sabedor del valor que
semejantes signos de fortaleza tienen para el bien de la Iglesia y de las almas.
El discernimiento de los casos de exclusión de la comunión eucarística de los fieles
que se encuentren en la situación descrita concierne al sacerdote responsable de la
comunidad. Este dará precisas instrucciones al diácono o al eventual ministro
extraordinario acerca del modo de comportarse en las situaciones concretas.

[6]

Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis del Santo Padre


Benedicto XVI al episcopado, al clero, a las personas consagradas y a los
fieles laicos sobre la Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de
la Iglesia, 22 de Febrero de 2007

Eucaristía, sacramento esponsal


27. La Eucaristía, sacramento de la caridad, muestra una relación particular con el
amor entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio. Profundizar en esta relación es
una necesidad propia de nuestro tiempo. [83] El papa Juan Pablo II afirmó en numerosas
ocasiones el carácter esponsal de la Eucaristía y su relación peculiar con el sacramento
del Matrimonio: «La Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento
del Esposo, de la Esposa». [84] Por otra parte, «toda la vida cristiana está marcada por el
amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, que introduce en el Pueblo de
Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al
banquete de bodas, la Eucaristía». [85] La Eucaristía corrobora de manera inagotable la
unidad y el amor indisolubles de cada matrimonio cristiano. En él, por medio del
sacramento, el vínculo conyugal se encuentra intrínsecamente ligado a la unidad
eucarística entre Cristo esposo y la Iglesia esposa (cf. Ef 5, 31-32). El consentimiento
recíproco que marido y mujer se dan en Cristo, y que los constituye en comunidad de
vida y amor, tiene también una dimensión eucarística. En efecto, en la teología paulina,
el amor esponsal es signo sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que
alcanza su punto culminante en la cruz, expresión de sus «nupcias» con la humanidad y,
al mismo tiempo, origen y centro de la Eucaristía. Por eso, la Iglesia manifiesta una
cercanía espiritual particular a todos los que han fundado sus familias en el sacramento
del Matrimonio. [86] La familia —Iglesia doméstica [87]— es un ámbito primario de la
vida de la Iglesia, especialmente por el papel decisivo respecto a la educación cristiana

170
de los hijos. [88] En este contexto, el sínodo ha recomendado también destacar la misión
singular de la mujer en la familia y en la sociedad, una misión que debe ser defendida,
salvaguardada y promovida. [89] Ser esposa y madre es una realidad imprescindible que
nunca debe ser menospreciada.

Eucaristía y unidad del matrimonio


28. Precisamente a la luz de esta relación intrínseca entre matrimonio, familia y
Eucaristía se pueden considerar algunos problemas pastorales. El vínculo fiel,
indisoluble y exclusivo que une a Cristo con la Iglesia, y que tiene su expresión
sacramental en la Eucaristía, se corresponde con el dato antropológico originario según
el cual el hombre debe estar unido de modo definitivo a una sola mujer y viceversa (cf.
Gn 2, 24; Mt 19, 5). En este orden de ideas, el Sínodo de los Obispos ha afrontado el
tema de la praxis pastoral respecto a quien, proviniendo de culturas en que se practica la
poligamia, se encuentra con el anuncio del Evangelio. A quienes se hallan en dicha
situación, y se abren a la fe cristiana, se les debe ayudar a integrar su proyecto humano
en la novedad radical de Cristo. En el proceso del catecumenado, Cristo los asiste en su
condición específica y los llama a la plena verdad del amor a través de las renuncias
necesarias, con vistas a la comunión eclesial perfecta. La Iglesia los acompaña con una
pastoral llena de comprensión y también de firmeza, [90] sobre todo enseñándoles la luz
de los misterios cristianos que se refleja en la naturaleza y los afectos humanos.

Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio


29. Puesto que la Eucaristía expresa el amor irreversible de Dios en Cristo por su
Iglesia, se entiende por qué ella requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio,
esa indisolubilidad a la que aspira todo verdadero amor. [91] Por tanto, está más que
justificada la atención pastoral que el sínodo ha dedicado a las situaciones dolorosas en
que se encuentran no pocos fieles que, después de haber celebrado el sacramento del
Matrimonio, se han divorciado y contraído nuevas nupcias. Se trata de un problema
pastoral difícil y complejo, una verdadera plaga en el contexto social actual, que afecta
de manera creciente incluso a los ambientes católicos. Los pastores, por amor a la
verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones, para ayudar
espiritualmente de modo adecuado a los fieles implicados. [92] El Sínodo de los Obispos
ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10, 2-12),
de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y
su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la
Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados
vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue
con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de
vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la
escucha de la Palabra de Dios, la adoración eucarística, la oración, la participación en la
vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la
entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos.

171
Donde existan dudas legítimas sobre la validez del matrimonio sacramental
contraído, se debe hacer todo lo necesario para averiguar su fundamento. Es preciso
también asegurar, con pleno respeto del Derecho canónico, [93] que haya tribunales
eclesiásticos en el territorio, su carácter pastoral, así como su correcta y pronta
actuación. [94] En cada diócesis ha de haber un número suficiente de personas
preparadas para el adecuado funcionamiento de los tribunales eclesiásticos. Recuerdo
que «es una obligación grave hacer que la actividad institucional de la Iglesia en los
tribunales sea cada vez más cercana a los fieles». [95] Sin embargo, se ha de evitar que
la preocupación pastoral sea interpretada como una contraposición con el Derecho. Más
bien se debe partir del presupuesto de que el amor por la verdad es el punto de encuentro
fundamental entre el Derecho y la pastoral: en efecto, la verdad nunca es abstracta, sino
que «se integra en el itinerario humano y cristiano de cada fiel». [96] Por esto, cuando no
se reconoce la nulidad del vínculo matrimonial y se dan las condiciones objetivas que
hacen la convivencia irreversible de hecho, la Iglesia anima a estos fieles a esforzarse
por vivir su relación según las exigencias de la ley de Dios, como amigos, como
hermano y hermana; así podrán acercarse a la mesa eucarística, según las disposiciones
previstas por la praxis eclesial. Para que semejante camino sea posible y produzca frutos,
debe contar con la ayuda de los pastores y con iniciativas eclesiales apropiadas, evitando
en todo caso la bendición de estas relaciones, para que no surjan confusiones entre los
fieles sobre del valor del matrimonio. [97]
Debido a la complejidad del contexto cultural en que vive la Iglesia en muchos
países, el sínodo recomienda tener el máximo cuidado pastoral en la formación de los
novios y en la verificación previa de sus convicciones sobre los compromisos
irrenunciables para la validez del sacramento del Matrimonio. Un discernimiento serio
sobre este punto podrá evitar que los dos jóvenes, movidos por impulsos emotivos o
razones superficiales, asuman responsabilidades que luego no sabrían respetar. [98] El
bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio, y de la familia fundada en
él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral
específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y
protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que
se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal.

[7]

Carta encíclica Lumen fidei del Sumo Pontífice Francisco a los obispos, a
los presbíteros y a los diáconos, a las personas consagradas y a todos los
fieles laicos sobre la fe, 9 de junio de 2013

Fe y familia
52. En el camino de Abrahán hacia la ciudad futura, la Carta a los Hebreos se

172
refiere a una bendición que se transmite de padres a hijos (cf. Hb 11, 20-21). El primer
ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso sobre todo en
el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y
presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la
diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne (cf. Gn 2, 24)
y ser capaces de engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del creador, de
su sabiduría y de su designio de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden
prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos
rasgos de la fe. Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan
que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente
nuestro futuro a la persona amada. La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad
y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que
nos da y nos confía el misterio de una nueva persona. En este sentido, Sara llegó a ser
madre por la fe, contando con la fidelidad de Dios a sus promesas (cf. Hb 11, 11).

[8]

Exhortación apostólica Evangelii gaudium del Santo Padre Francisco a los


obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a los
fieles laicos sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 24 de
noviembre de 2013

66. La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y
vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve
especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se
aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten
la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación
afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la
sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad
supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja.
Como enseñan los obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por
definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan
entrar en una unión de vida total».

[9]

Papa Francisco, Audiencia General, 2 de abril de 2014

Hoy concluimos el ciclo de catequesis sobre los sacramentos hablando del

173
matrimonio. Este sacramento nos conduce al corazón del designio de Dios, que es un
designio de alianza con su pueblo, con todos nosotros, un designio de comunión. Al
inicio del libro del Génesis, el primer libro de la Biblia, como coronación del relato de la
creación, se dice: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y
mujer los creó... Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su
mujer y serán los dos una sola carne» (Gn1, 27; 2, 24). La imagen de Dios es la pareja
matrimonial: el hombre y la mujer; no solo el hombre, no solo la mujer, sino los dos.
Esta es la imagen de Dios: el amor, la alianza de Dios con nosotros está representada en
esa alianza entre el hombre y la mujer. Y esto es hermoso. Somos creados para amar,
como reflejo de Dios y de su amor. Y en la unión conyugal el hombre y la mujer realizan
esta vocación en el signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva.
Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del Matrimonio, Dios, por
decirlo así, se «refleja» en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter
indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros.
También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo
viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el
misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia. La Biblia usa
una expresión fuerte y dice «una sola carne», tan íntima es la unión entre el hombre y la
mujer en el matrimonio. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: el amor de
Dios que se refleja en la pareja que decide vivir juntos. Por esto el hombre deja su casa,
la casa de sus padres, y va a vivir con su mujer, y se une tan fuertemente a ella que los
dos se convierten —dice la Biblia— en una sola carne.
San Pablo, en la Carta a los Efesios, pone de relieve que en los esposos cristianos se
refleja un misterio grande: la relación instaurada por Cristo con la Iglesia, una relación
nupcial (cf. Ef 5, 21-33). La Iglesia es la esposa de Cristo. Esta es la relación. Esto
significa que el matrimonio responde a una vocación específica y debe considerarse
como una consagración (cf. Gaudium et spes, 48; Familiaris consortio, 56). Es una
consagración: el hombre y la mujer son consagrados en su amor. Los esposos, en efecto,
en virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer
visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su
Iglesia, que sigue entregando la vida por ella, en la fidelidad y en el servicio.

[10]

Papa Francisco, Discurso a los prelados de la Conferencia Episcopal de


Botsuana, Sudáfrica y Suazilandia en visita «ad limina Apostolorum», 25
de abril de 2014

Me habéis hablado de algunos de los difíciles desafíos pastorales que deben afrontar
vuestras comunidades. Las familias católicas tienen menos hijos, con repercusiones en el
número de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Algunos católicos se alejan

174
de la Iglesia para dirigirse a otros grupos que parecen prometer algo mejor. El aborto se
suma al dolor de muchas mujeres, que ahora llevan en sí profundas heridas físicas y
espirituales, tras haber cedido a las presiones de una cultura secular que disminuye el
don de Dios de la sexualidad y el derecho a la vida de los hijos por nacer. Además, la
tasa de separaciones y divorcios es alta, incluso entre las familias cristianas, y con
frecuencia los hijos no crecen en un ambiente familiar estable. También observamos con
gran preocupación, y no podemos dejar de deplorarlo, un aumento de la violencia en
perjuicio de mujeres y niños. Todas estas realidades amenazan la santidad del
matrimonio, la estabilidad de la vida familiar y, en consecuencia, la vida de la sociedad
en su conjunto. En este mar de dificultades nosotros, obispos y sacerdotes, debemos dar
un testimonio coherente de la enseñanza moral del Evangelio. Confío en que no
disminuya vuestra determinación a enseñar la verdad «a tiempo y a destiempo» (2Tm 4,
2), con el apoyo de la oración y del discernimiento, y siempre con gran compasión.

Textos magisteriales referentes al Sensus fidei

[11]

Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen


gentium, 21 de noviembre de 1964

12. El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo,


difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a
Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cf. Hb
13, 15). La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1Jn 2, 20 y 27), no
puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante
el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los obispos hasta los
últimos fieles laicos» [Agustín, De Praed. Sanct. 14.27: PL 44.980] presta su
consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que
el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente
«a la fe confiada de una vez para siempre a los santos» (Judas 3), penetra más
profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado
en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de
hombres, sino la verdadera Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13).
35. Cristo, el gran profeta, que proclamó el reino del Padre con el testimonio de la
vida y con el poder de la palabra, cumple su misión profética hasta la plena
manifestación de la gloria, no solo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y
con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente,
constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cf. Hch
2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y

175
social. Se manifiestan como hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y
en la esperanza, aprovechan el tiempo presente (Ef 5, 16; Col 4, 5) y esperan con
paciencia la gloria futura (cf. Rm 8, 25). Pero no escondan esta esperanza en el interior
de su alma, antes bien manifiestenla, incluso a través de las estructuras de la vida
secular, en una constante renovación y en un forcejeo «con los dominadores de este
mundo tenebroso, contra los espíritus malignos» (Ef 6, 12).

[12]

Exhortación apostólica Familiaris consortio de Su Santidad Juan Pablo II


al episcopado, al clero y a los fieles de toda la Iglesia sobre la misión de la
familia cristiana en el mundo actual, 22 de noviembre de 1981

5. El discernimiento hecho por la Iglesia se convierte en el ofrecimiento de una


orientación, a fin de que se salve y realice la verdad y la dignidad plena del matrimonio y
de la familia.
Tal discernimiento se lleva a cabo con el sentido de la fe [10] que es un don
participado por el Espíritu Santo a todos los fieles [11]. Es, por tanto, obra de toda la
Iglesia, según la diversidad de los diferentes dones y carismas que junto y según la
responsabilidad propia de cada uno, cooperan para un más hondo conocimiento y
actuación de la Palabra de Dios. La Iglesia, consiguientemente, no lleva a cabo el propio
discernimiento evangélico únicamente por medio de los pastores, quienes enseñan en
nombre y con el poder de Cristo, sino también por medio de los seglares: Cristo «los
constituye sus testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cfr. Act
2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria familiar y
social» [12]. Más aún, los seglares por razón de su vocación particular tienen el
cometido específico de interpretar a la luz de Cristo la historia de este mundo, en cuanto
que están llamados a iluminar y ordenar todas las realidades temporales según el
designio de Dios creador y redentor.
El «sentido sobrenatural de la fe» [13] no consiste, sin embargo, única o
necesariamente en el consentimiento de los fieles. La Iglesia, siguiendo a Cristo, busca la
verdad que no siempre coincide con la opinión de la mayoría. Escucha a la conciencia y
no al poder, en lo cual defiende a los pobres y despreciados. La Iglesia puede recurrir
también a la investigación sociológica y estadística, cuando se revele útil para captar el
contexto histórico dentro del cual la acción pastoral debe desarrollarse y para conocer
mejor la verdad; no obstante, tal investigación por sí sola no debe considerarse, sin más,
expresión del sentido de la fe.
Dado que es cometido del ministerio apostólico asegurar la permanencia de la
Iglesia en la verdad de Cristo e introducirla en ella cada vez más profundamente, los
pastores deben promover el sentido de la fe en todos los fieles, valorar y juzgar con
autoridad la autenticidad de sus expresiones, educar a los creyentes para un

176
discernimiento evangélico cada vez más maduro [14].

[13]

Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum veritatis sobre


la vocación eclesial del teólogo, 24 de marzo de 1990

35. [...] En realidad, las opiniones de los fieles no pueden pura y simplemente
identificarse con el «sensus fidei» [31]. Este último es una propiedad de la fe teologal
que, consistiendo en un don de Dios que hace adherirse personalmente a la Verdad, no
puede engañarse. Esta fe personal es también fe de la Iglesia, puesto que Dios ha
confiado a la Iglesia la vigilancia de la Palabra y, por consiguiente, lo que el fiel cree es
lo que cree la iglesia. Por su misma naturaleza, el «sensus fidei» implica, por lo tanto, el
acuerdo profundo del espíritu y del corazón con la Iglesia, el «sentire cum Ecclesia».
Si la fe teologal en cuanto tal no puede engañarse, el creyente en cambio puede
tener opiniones erróneas, porque no todos sus pensamientos proceden de la fe [32]. No
todas las ideas que circulan en el pueblo de Dios son coherentes con la fe, puesto que
pueden sufrir fácilmente el influjo de una opinión pública manipulada por modernos
medios de comunicación. No sin razón el Concilio Vaticano II subrayó la relación
indisoluble entre el «sensus fidei» y la conducción del pueblo de Dios por parte del
magisterio de los pastores: ninguna de las dos realidades puede separarse de la otra [33].

[14]

Papa Francisco, Discurso a los miembros de la Comisión Teológica


Internacional, 6 de diciembre de 2013

Por el don del Espíritu Santo, los miembros de la Iglesia poseen el «sentido de la
fe». Se trata de una especie de «instinto espiritual», que permite sentire cum Ecclesia y
discernir lo que es conforme a la fe apostólica y al espíritu del Evangelio. Ciertamente,
el sensus fidelium no se puede confundir con la realidad sociológica de una opinión
mayoritaria, está claro. Es otra cosa.

177
COLABORADORES

Cardenal Walter Brandmüller


Presidente emérito del Comité Pontificio de Ciencias Históricas.

Cardenal Raymond Leo Burke


Prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica.

Cardenal Carlo Caffarra


Arzobispo de Bolonia.

Cardenal Velasio De Paolis, C.S.


Presidente emérito de la Prefectura para Asuntos Económicos de la Santa Sede.

Robert Dodaro, O.S.A.


Presidente del Instituto Patrístico Augustinianum, Roma.

Paul Mankowski, S.J.


Scholar-in-Residence en el Lumen Christi Institute, Chicago.

Cardenal Gerhard Ludwig Müller


Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

John M. Rist
Profesor emérito de Filosofía de la Universidad de Toronto y catedrático emérito de la
Cátedrade Filosofía Kurt Pritzl, O.P. de la Catholic University of America.

Arzobispo Cyril Vasil’, S.J.


Secretario de la Congregación para las Iglesias Orientales.

178
Índice
PORTADA 2
CAPÍTULO 1: Introducción: El argumento en breve 7
CAPÍTULO 2: La enseñanza de Cristo sobre el divorcio y el
22
segundo matrimonio: El dato bíblico
CAPÍTULO 3: Divorcio y nuevo matrimonio en la Iglesia antigua:
39
Algunas reflexiones históricas y culturales
CAPÍTULO 4: Separación, divorcio, disolución del vínculo
matrimonial y nuevo matrimonio. Aproximación teológica y 56
práctica de las Iglesias orientales
CAPÍTULO 5: Unicidad e indisolubilidad del matrimonio: El
78
camino desde la Alta Edad Media hasta el Concilio de Trento
CAPÍTULO 6: Testimonio a favor de la fuerza de la gracia: Sobre
la indisolubilidad del matrimonio y el debate acerca de los 90
divorciados vueltos a casar y los sacramentos
CAPÍTULO 7: Ontología sacramental e indisolubilidad del
100
matrimonio
CAPÍTULO 8: Los divorciados vueltos a casar y los sacramentos
109
de la Eucaristía y de la Penitencia
CAPÍTULO 9: El proceso canónico de nulidad matrimonial como
126
búsqueda de la verdad
APÉNDICE 143
COLABORADORES 178

179

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