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La fuerza de la sangre de Miguel

de Cervantes
La fuerza de la sangre es posiblemente una de las Novelas
ejemplares que presenta más dificultad para un lector o lectora poco
habituado a los conceptos de honor y religión en la España del siglo XVII. Para
el lector o lectora moderno, es casi imposible entender cómo una mujer puede
enamorarse y casarse con el mismo hombre que la violó siete años antes.

El breve relato enfrenta, como señala el mismo Cervantes en su comienzo, a un


lobo y a un cordero: una muchacha indefensa, llamada Leocadia, y Rodolfo, un
joven caballero, rico y caprichoso, acostumbrado a satisfacer sus deseos,
protegido por la nobleza y el dinero de sus padres y ayudado por sus amigos,
dispuestos a secundarle.

Leocadia es raptada y violada por Rodolfo quien, tras su crimen, la abandona y


marcha a Italia, olvidando completamente lo sucedido. Obligada a afrontar la
más adversa situación para una dama de la época, la deshonra, la joven debe
enfrentarse además al nacimiento del hijo nacido de la violación.

Aunque Leocadia ha mostrado una increíble madurez, serenidad y capacidad de


observación tras la violación, ni ella ni su familia pueden defenderse del agravio
sufrido —son hidalgos pobres y Leocadia no conoce el rostro de su violador—,
por lo que deciden no hacer pública su deshonra. Esta actitud puede resultar
chocante en la actualidad, pero hay que entenderla en el contexto del durísimo
código del honor para las mujeres en el siglo XVII. Si una mujer era
deshonrada por la pérdida de su virginidad o por quedarse embarazada, vivía
bajo la amenaza de ser rechazada hasta por su propia familia. Las opciones
dentro de la sociedad cervantina eran pocas y suponían siempre la exclusión
social: la mujer deshonrada podía ingresar en un convento o dedicarse a la
prostitución. Leocadia y su familia deciden guardar silencio sobre su agravio
que, de conocerse, supondría la deshonra para toda la familia.

Rodolfo, sin embargo, no es castigado y su pecado es asumido por la sociedad de


donde procede cuyo sistema jurídico favorece a los hombres nobles y, como dice
el narrador, justifica e incluso aprueba sus desmanes.

La temática extremadamente conservadora de esta novela y la resolución


narrativa de una situación tan lamentable para Leocadia resultan, como se ha
señalado antes, problemáticas (y hasta intolerables) para un lector del siglo XXI.
Como señala Edward H. Friedman, la novela trata de un crimen, pero no
de su castigo, trata del matrimonio, pero no del amor, trata de la
justicia, pero no de la justicia poética.

La novela nos permite, sin embargo, una aproximación crítica a la condición de


la mujer en la España del siglo XVII y a sus opciones y posibilidades vitales.
PERSONAJES
La novela está protagonizada por cuatro personajes, dos hombres y dos
mujeres: Leocadia y la madre de su violador, doña Estefanía; Rodolfo y su
padre. Estos cuatro personajes se distinguen por la edad: Rodolfo y Leocadia
son jóvenes y los padres de Rodolfo son mayores, así como por su
temperamento: los hombres son impulsivos y pasionales; las mujeres,
inteligentes y con un notable sentido común.

El niño, Luisico, es un caso aparte, ya que sirve de nexo de unión entre las
familias, de modo que los cuatro se disponen en forma de cruz, cuyo punto de
intersección corresponde a Luisico. Para Leocadia y los suyos, el niño es una
“cruz”, un recuerdo de la desgracia, pero pronto se revelará como un benéfico
don del cielo: conmueve y complace a sus abuelos, haciendo posible la unión de
las familias.

Ruth el Saffar, en su análisis de la novela, propuso relacionar al niño con la


cruz: si el crucifijo robado es una de las pruebas del encuentro entre Leocadia y
Rodolfo, la semejanza del niño con su padre, representa la otra. Entre las dos
existe una relación metonímica: una completa la otra.

Entre el niño y el crucifijo, observa George Günter, se establece además, una


relación metafórica. El niño hace posible la “resurrección”, tras la “muerte
social”, De ahí que ciertos pasajes de la novela guarden una patente afinidad con
el mito cristiano: el niño ha de “derramar su sangre” en el desastre, provocando
así los sentimientos piadosos de un “valeroso, ilustre y cristiano caballero”: su
abuelo.

Con todo, ni el crucifijo ni el “sacrificio” de Luisico deben interpretarse como


símbolos principalmente religiosos, puesto que su función es más bien de tipo
estructural. Son, como veremos, elementos necesarios para la estructuración del
cuento en la medida en que ponen en relación a los cuatro personajes y, por
tanto, a las dos familias, social y económicamente distantes.

Leocadia. La situación de la mujer en los Siglos de Oro: el


concepto de honra
El personaje de Leocadia nos permite, como hemos dicho antes, acercarnos a la
situación de las mujeres en los Siglos de Oro. Era habitual en el siglo XVII
considerar que todas las mujeres, a excepción de la Virgen María, eran las hijas
de Eva, malas por naturaleza y culpables por llevar la mancha y la
provocación en el cuerpo. Esta imagen impulsó en la época barroca un
control aún mayor sobre la mujer por ser la depositaria del tesoro más grande
del hombre en el siglo XVII: el honor.

El honor constituyó un principio de ordenamiento social porque a cada


persona y a cada cosa les adjudicaba un lugar que debía ser inamovible. De esta
manera, las mujeres del XVII tenían asignadas tres funciones: ordenar el trabajo
doméstico, perpetuar la especie humana y satisfacer las necesidades de su
esposo. El matrimonio era el propósito vital más importante para una mujer
puesto que iba a determinar no solo su identidad, sino también su modo de
vida.

La mujer, por ser considerada un ser inferior e imperfecto, pero con la gran
responsabilidad de ser la madre de los hijos, debía ser vigilada y dirigida por el
hombre y, sobre todo, se le obligaba a permanecer encerrada, aislada del
mundo pecador, obligada a cuidar de su honestidad porque ella era la única que
podía garantizar que la descendencia del hombre era legítima, cuestión
fundamental en el orden social. Por consiguiente, el hombre, considerado el
dueño de la mujer, tenía la responsabilidad de defender dicha honestidad para
evitar la disolución de la sociedad, que comenzaba en su núcleo:  la familia.
La deshonra de una mujer deshonraba a todos los hombres de la familia de la
que formaba parte.  El honor masculino dependía en gran medida de las
mujeres cercanas y por ello, los hombres se sentían obligados a defenderlo a
muerte. De ahí que sea evidente cómo en el siglo XVII la infamia pública era, en
realidad una gran descalificación social.

Leocadia reconoce el poder de la sociedad de “leer” a sus miembros, de


considerarlos de acuerdo con ciertos papeles pertenecientes al espacio que
ocupan dentro de la jerarquía establecida. Como hemos señalado antes, el
puesto social de cada uno tiene que ver con la honra. La honra pública (lo
“visto”) es lo que cuenta; o sea, la percepción de la honra, real o no, es lo que
importa en la sociedad de la época cervantina. Aunque el padre de Leocadia
reconoce la inocencia de la hija, prefiere que el crimen cometido contra ella
permanezca oculto, antes que confesar públicamente su deshonra. Casi todos los
comentarios y confesiones de la obra tienen lugar en la esfera privada. La
distinción entre lo público y lo privado se mantiene a lo largo de la novela, sobre
todo en cuestiones de honor y sexualidad. Un hombre, por ejemplo, puede
disimular sus indiscreciones sexuales y su virtud no se pone en tela de juicio;
una mujer embarazada hace patente la indiscreción y está a merced de todo tipo
de juicio público, dado que lo que hace en la esfera privada puede tener fuertes
resonancias en la esfera pública.

La negativa de los padres a buscar justicia denunciando la violación de su hija


ante las autoridades se explica, además de por las razones antes indicadas,
porque la justicia depende de la clase noble, los mismos responsables del delito
que difícilmente van a dictar sentencia en contra de un miembro de su clase
social.

La protagonista queda, pues, sometida a una instrucción de silencio


patriarcal. Queda muda cuando es raptada (“el sobresalto le quitó la voz para
quejarse, y aun al luz de los ojos”), pero al despertar recupera su voz y se
defiende, aunque sin cuestionar la sociedad patriarcal y sus normas, aceptando
su papel de objeto pasivo de la mirada masculina. A partir de ahí guardará
silencio sobre todo lo ocurrido y se recluirá físicamente para que nadie pueda
descubrir su deshonra.
El silencio de Rodolfo, quien calla la violación ante sus amigos y su familia, y,
finalmente, olvida a Leocadia y el crimen que ha cometido, es comprensible
dentro de la sociedad de la época. Rodolfo, aunque sabe que lo que ha hecho no
está bien, no le concede verdadera importancia porque cree que su
comportamiento corresponde a los privilegios que la sociedad concede a su sexo
y a su clase social. Ha actuado en todo momento preocupándose porque todo
permanezca en la esfera privada (actúa con máscara, rapta y viola a la mujer
amparándose en la oscuridad) y su deseo es que todo lo ocurrido permanezca en
ese ámbito.

Leocadia: la santa frente a la ramera


La caracterización de la mujer se realiza a través de tipificaciones que
representan los dos polos del comportamiento femenino percibido por la
mirada masculina y entre los cuales vacila su deseo: la mujer divina asexuada (la
Virgen) y la ramera o mujer deshonrada, sexualmente accesible.

Estas tipificaciones corresponden directamente a los dos encuentros que tiene


Leocadia con Rodolfo. En cada encuentro es la percepción masculina lo que la
define, determina el comportamiento de los personajes y crea expectativas en un
sector del público lector.

En el primer encuentro, que culmina en la violación sexual, Rodolfo


considera a Leocadia una mujer sexualmente vulnerable y accesible, a quien
como hombre y como noble tiene el derecho inherente de dominar y violar. La
transgresión sexual queda relegada a la esfera privada, subsumida por la
sociedad de la época que, como hemos visto, favorece a los hombres y a la alta
nobleza.

En el último encuentro, en el que Rodolfo se enamora de Leocadia, ella


aparece en escena como una figura divina, encargada de la salvación del
hombre, al mismo tiempo que carga todo el peso del pecado de Rodolfo: la
vergüenza, la deshonra y el nacimiento de un hijo ilegítimo. Su imagen recuerda
a la Virgen María en una procesión religiosa, ricamente adornada e iluminada,
acompañada por el niño Jesús, nacido sin beneficio de padre legítimo por ser
producto de una concepción inmaculada. En términos biológicos, Rodolfo es el
padre; pero en términos sociales, Luisico ha quedado sin padre y su madre sin
esposo.

Por ello, el narrador afirma “Levantáronse todos a hacerle reverencia, como si


fuera alguna cosa del cielo que allí milagrosamente había aparecido” y el
mismo Rodolfo exclama: “¡Qué es esto que veo! ¿Es por ventura algún ángel
humano el que estoy mirando?”

De esta manera, Leocadia nos es presentada en el texto, primero como víctima


de un acto condenable y después como centro de un acto sancionado
eclesiásticamente. Esta visión refuerza la idea, presente en el texto e
inasumible en el contexto social actual, de que la mujer es la responsable de la
salvación moral del hombre. Siendo un ser divino mediante su textualización
social, queda a cargo de la mujer mostrarle al hombre la caridad cristiana,
mientras que el comportamiento negativo queda menos restringido en términos
morales.
La mirada masculina, a través de la cual Leocadia es percibida de acuerdo
con su conformidad a ciertas tipificaciones tradicionales de la mujer, es
fundamental para del desarrollo de la trama cervantina de la novela. Leocadia
está sujeta a la mirada del Rodolfo que une su deseo de dominarla al de
poseerla. Rodolfo no tiene la menor consideración para con la persona de
Leocadia, solo ve su hermosura. Es un lector que no profundiza sino que se deja
llevar por las apariencias, basando su “lectura” en sus expectativas respecto del
papel asignado a la mujer dentro de la sociedad española de la época. No lo
mueven las palabras de su víctima ni las de su propia madre. A pesar de las
súplicas angustiadas de Leocadia —primero de matarla y luego de no revelar lo
que ha pasado entre los dos— Rodolfo todavía sigue considerándola como
objeto de su deseo y no como una mujer que tiene valor en sí. Ignora su palabra,
en efecto callándola, y su respuesta es intentar violarla de nuevo. Además,
cuando su madre, doña Estefanía, intenta persuadirle, por engaño, de casarse
con una mujer virtuosa aunque no hermosa, él se niega diciendo que, aunque la
honestidad le parece imprescindible en una mujer, no puede aceptar a ninguna
que, además, no sea hermosa.

Rodolfo
La discreción y honestidad de Leocadia encuentran un reflejo invertido en el
personaje de Rodolfo, caballerete libertino cuyo único propósito es satisfacer
sus deseos sexuales. Amparado en la prepotencia de su linaje y de su dinero, y
seguro de su impunidad, campa por sus respetos, sin detenerse ante nada. Es un
personaje sin conciencia, pues viola a Leocadia atraído por su hermosura, sin
importarle que esté desmayada, vuelve a intentar violarla cuando ella le pide
clemencia, y la abandona sin importarle qué le pueda ocurrir. Olvida por
completo todo lo ocurrido mientras está en Italia y solo recuerda cuando su
madre le ofrece la posibilidad de “disfrutar” de una mujer hermosa, lo que
demuestra que en nada ha cambiado durante todo ese largo periodo.

En el análisis del carácter de Rodolfo cobra especial importancia el papel de su


madre, doña Estefanía. Cuando se entera, por boca de Leocadia, del crimen
de su hijo, actúa como un juez experto: reconstruye las circunstancias que
llevaron al delito, interroga a los testigos y compara sus declaraciones para ver
si coinciden y da validez a las pruebas (el crucifijo y el parecido de Luisico con
su hijo). Convencida al fin, determina “llevar a cabo su buen pensamiento”:
debe ganar la voluntad de Rodolfo.
Doña Estefanía se convierte en la gran manipuladora. Idea un programa en el
que tiene en cuenta el carácter de su hijo, que ella parece conocer muy bien, ya
que en ningún momento se siente escandalizada por lo que ha hecho,  y una vez
que comprueba los datos que lo incriminan, acepta sin dudar que su hijo es
perfectamente capaz de violar a una mujer y abandonarla sin importarle nada.

Ella invita a Rodolfo a regresar a casa con la promesa de una hermosa esposa;
con ello logra despertar en su hijo una ardiente expectativa, actualizando su
memoria y encendiendo su imaginación. La prueba de la mujer fea provoca
una violenta reacción de protesta, en la cual llega a formular su ideal estético, su
imagen interior de belleza. El valor que le interesa al joven es obviamente la
hermosura, más aún que la honestidad.
Es interesante que la manipulación preparada por su madre afecte, otra vez, a
su memoria e imaginación: no podría ocurrir de otra manera, con Rodolfo. Su
reacción es la prevista, y cuando llega la última parte del programa
manipulatorio, la más artificiosa y teatral, Rodolfo reacciona exactamente tal y
como su madre esperaba.

En vez de la mujer fea, Rodolfo ve entrar en la sala a una dama hermosa, en una
solemne y cuidadosa puesta en escena que celebra el espectáculo de la mujer
virtuosa. Gracias a este nuevo artificio, Rodolfo se apasiona nuevamente:
afronta la obligación del matrimonio con impaciente deseo, como si el casarse
no comportara más que placer.

Mediante su actuación, doña Estefanía intenta remediar la situación de


Leocadia como mujer deshonrada pero inocente y legitimar a su hijo. El
matrimonio no solo restaura la honra de Leocadia y de Luisico, sino que
beneficia las estructuras sociales que dependen de esta institución eclesiástica y
legal para mantener la estabilidad de la sociedad.

A través de este artificioso “final feliz”, doña Estefanía activa la única resolución
posible, dentro de los esquemas morales de la época. El enamoramiento de
Leocadia al ver a Rodolfo confirma la convención literaria del final feliz. Este
final complace las expectativas narrativas del público lector de la época, pero
que crea una ambigüedad moral respecto de la convención y el papel de la
mujer.

Espacio público/espacio privado: ubicación espacial de la


honra
La historia transcurre enteramente en el Toledo del siglo XVII y el espacio va
a tener una importancia determinante en el transcurso de la acción.

En primer lugar va a tener un valor estructural, ya que nos permite dividir la


historia entre espacios públicos y privados, estrechamente relacionados
con el concepto de honra que tan importante es en el devenir de la novela.

Desde el principio de la narración se establecen los fundamentos de la división


entre lo público y lo privado que van aparejados con momentos cumbre de la
acción y sus oportunas relaciones con la honra pública y la honra privada.

Oscuridad y soledad: la calle y la habitación de Rodolfo, los


lugares de la deshonra
La calle es el lugar donde se produce el encuentro de Rodolfo y sus amigos con
Leocadia y su madre. Cervantes va a insistir en el principio del relato en la
oscuridad y la soledad de la calle que permite el rapto de Leocadia sin que
haya testigos. Cervantes nos presenta la descripción del acto en la forma de una
de sus típicas enumeraciones: “Dio voces su padre, gritó su madre, lloró su
hermanico, arañóse la criada; pero ni las voces fueron oídas, ni los gritos
escuchados, ni movió a compasión el llanto, ni los araños fueron de provecho
alguno, porque todo lo cubría la soledad del lugar y el callado silencio de la
noche, y las crueles entrañas de los malhechores.”

La falta de testigos posibilita el ocultamiento del acto, no solo por parte de los


malhechores, sino también por la familia de Leocadia, cuyos miembros no
denuncian el hecho por miedo a publicar su deshonra

Rodolfo lleva a Leocadia desmayada a su casa y la introduce secretamente en


su habitación donde la viola en medio de la oscuridad. La oscuridad sigue
siendo el ámbito donde se mueve el crimen. Tanto Rodolfo, el violador (“ciego
de la luz del entendimiento”), como Leocadia (“¿Qué escuridad es esta?”) se
encuentran entre las tinieblas de lo ocurrido.

Leocadia, al despertarse sola en una habitación desconocida, se pregunta dónde


está y de dónde ha venido, orientándose primero en el espacio. Su discurso está
lleno de discreción, su inteligencia tiende hacia la luz. Leocadia actúa en
esta fase con una sorprendente serenidad: no desea conocer ni acordarse nunca
de su ofensor, aunque sí del espacio adonde la ha transportado. Reconstruye,
como un detective, los hechos y el escenario, identifica los elementos de la
habitación: puerta cerrada, ventana que da al jardín sobre el que se ve la luna
y el crucifijo que se lleva como prueba, “por un secreto designio suyo”.

La oscuridad y la privacidad del lugar del crimen hacen posible que tanto la
víctima como el agresor oculten el crimen, aunque por razones distintas. Para la
protagonista, es mejor la deshonra que se ignora que la honra puesta en opinión
de la gentes. Rodolfo, por su parte, una vez que ha cumplido su deseo, no siente
ninguna obligación de restaurar el honor de la joven ni desea tener ningún
vínculo con ella, por ello, atendiendo a sus ruegos, la vuelve a abandonar en la
calle en medio de la oscuridad de la noche

Luz y compañía: la calle y la habitación de Rodolfo, los


lugares de la recuperación de la honra

El accidente del hijo, como el rapto de la madre, también ocurre en plena


calle, pero esta vez en medio del día y rodeados de un gentío, que está
presenciando la carrera de caballos que el niño se detiene a mirar. Es
interesante observar que el contexto en el que se produce el accidente del niño
reproduce a la inversa el primer encuentro, el accidente del niño ocurre con la
misma violencia y rapidez que la violación de Leocadia. La violencia,
representada en el primer encuentro por la lujuria descontrolada de Rodolfo,
aparece aquí reflejada por otro símbolo de la pasión desbocada: el caballo que
atropella al niño.

Cuando Leocadia se dirige a la casa adonde han llevado a su hijo herido,


reconoce de inmediato la habitación donde fue violada por Rodolfo y, como
hemos comentado ya, esto inicia un elaborado y artificioso proceso de
recuperación de su honra que culmina en una solemne y cuidadosa puesta en
escena preparado por doña Estefanía para captar la atención de su hijo.
En este segundo encuentro todo es artificioso y brillante: Rodolfo y
Leocadia vuelven a encontrarse en una sala iluminada con velas, en un espacio
privado, pero rodeado de gente y sancionado por el beneplácito de la familia.
La luz y la compañía que faltaba en el primer encuentro, sirven en el último
para restaurar públicamente la honra de Leocadia y su familia, aunque, si se
observa con detalle, esta restauración en realidad no alivia a Leocadia, cuyo
sentido de la honra privada nunca fue cuestionada. Esta revelación hace patente
la naturaleza artificiosa y fragmentaria de la construcción de la honra: en la
Siglo de Oro español, la honra pública es lo que importaba para las apariencias,
aun cuando la honra privada quedaba intacta.

TIEMPO
La fuerza de la sangre está ambientada en el Toledo del siglo XVII y esta
ambientación es importante porque conceptos propios de la época como el
código del honor, la situación de la mujer o los fallos en la aplicación de la
justicia son determinantes en el desarrollo de la trama.

En cuanto al desarrollo cronológico de la novela, se trata de un desarrollo


cronológico lineal que avanza hacia delante desde la noche en la que Rodolfo
rapta y viola a Leocadia, con una elipsis de siete años, hasta el encuentro
final que resuelve la historia.

Cervantes explica con detenimiento los dos encuentros, la violación que da


inicio a la novela y el accidente del niño y el reencuentro de Leocadia y Rodolfo
con que finaliza la historia. Entre los dos encuentros que, como se verá más
adelante, son simétricos se produce una elipsis de siete años a la que Cervantes
dedica menos tiempo de la narración.

En su relato de estos siete años Cervantes recalca las diferentes vidas que


llevan el violador y la víctima. Rodolfo sigue su vida normal, viajando a
Italia con todo el lujo que su clase social y su estatus económico le permiten,
habiendo olvidado por completo lo ocurrido. Leocadia, por su parte,
absolutamente avergonzada e incapaz de olvidar su desgracia, apenas sale de
casa de sus padres, excepto para esconderse en un pueblo próximo donde oculta
su embarazo y es asistida en el parto por su propia madre para que nadie
descubra su deshonra. El niño se queda viviendo en la aldea cuatro años, tras los
cuales la abuela lo trae a Toledo donde se cría como si fuera un sobrino. El
relato se retoma cuando el niño tiene ya siete años, momento en el que se
produce el accidente, concluye la elipsis y comienza la narración del segundo
encuentro.

ESTRUCTURA

Cervantes realzó el significado de su novela dotándola de una estructura


marcada por los contrastes y las simetrías. El más nítido de los
paralelismos es el que relaciona los dos desmayos de la protagonista, de tal
manera que se produce una estructura que tiene como eje el accidente del niño:
1) Desmayo de Leocadia/ violación /deshonra en el aposento de Rodolfo.

2) Accidente de Luisico.

3) Desmayo de Leocadia/ matrimonio/ honra restaurada en el aposento de


Rodolfo.

Al inicio de la novela, Leocadia se desmaya al ser objeto de la violencia de


Rodolfo; al final, porque le abruma haberse enamorado del hombre que la
deshonró. La propia Leocadia subraya el paralelismo entre esas dos
situaciones: “Cuando yo recordé y volví en mí de otro desmayo, me hallé,
señor, en vuestros brazos sin honra; pero yo lo doy por bien empleado, pues,
al volver del que ahora he tenido, ansimismo me hallé en los brazos de
entonces, pero honrada”. De esta manera, el desmayo queda relacionado con la
pérdida y la restauración de la honra, lo mismo que el cuarto de Rodolfo, que es
el lugar de la violación pero también el espacio en que comienza Leocadia su
proceso de reparación moral al entrar en él por segunda vez.
No obstante, a pesar de la fuerte simetría de la trama, unas disonancias
importantes en el contenido de la narración contradicen el aparente
orden de la forma. Aunque se suponga que el desmayo de Leocadia al final es el
resultado de la alegría producida por un matrimonio inminente, las palabras del
narrador dejan dudas irresueltas: “comenzó a revolver en su imaginación lo
que con Rodolfo había pasado. Comenzaron a enflaquecerse en su alma las
esperanzas que de ser su esposo su madre le había dado, temiendo que a la
cortedad de su ventura habían de corresponder las promesas de su madre.
Consideraba cuán cerca estaba de ser dichosa o sin dicha para siempre.”
Dado que Leocadia se pone a pensar en los que había pasado con Rodolfo, es
perfectamente válida una lectura que revela otra posible interpretación de su
desmayo: que ser “sin dicha para siempre” sea la conclusión de su matrimonio
con Rodolfo y no la conclusión de estar sola.
Las acciones del propio Rodolfo revelan que él no ha cambiado mucho cuando
describe el narrador su “deseo de verse a solas con su querida esposa”. Este
deseo, un deseo que será consumado en el mismo aposento en que había tenido
lugar la violación, hace eco de esa violencia y no es muy difícil ver la ironía
cervantina en la especularidad.

En la restauración de la honra de Leocadia participa también de forma reiterada


el crucifijo de plata que se lleva Leocadia del dormitorio de Rodolfo. Sus
implicaciones simbólicas son evidentes, pues el padre de Leocadia le dice a su
hija que se encomiende a él, “que, pues ella [la imagen] fue testigo de su
desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia”. Más adelante,
cuando muestra el crucifijo a la madre de Rodolfo como prueba acusatoria
contra su hijo, Leocadia exclama: “Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que
se me hizo, sé juez de la enmienda que se me debe hacer”. Hay, pues, un
invocación explícita a Dios como testigo y juez de la felonía, que otorga una
indudable trascendencia al crucifijo, algo por completo normal en el seno de una
sociedad tan católica y ortodoxa como la española de los siglos XVI y XVII.
Ya hemos hablado del simbolismo del crucifijo y de su importancia en la trama
al comentar el personaje de Luisico, cuyo accidente puede interpretarse como
un “sacrificio” necesario para restaurar la honra de su madre. Con todo, ni el
crucifijo ni el «sacrificio» de Luisico deben interpretarse como símbolos
principalmente religiosos, siendo su función más bien de tipo estructural. Son
elementos necesarios para la estructuración del cuento, en la medida en que
ponen en relación a los cuatro personajes y, por tanto, a las dos familias, social y
económicamente distantes. Estructura que semeja la de un cruce, de un
quiasmo (Leocadia -el abuelo- doña Estefanía -Rodolfo-) o simplemente de una
cruz.

LA INTERPRETACIÓN DE LA OBRA

Ante la perplejidad de la crítica frente al problema de la significación de esta


novela, algunos han tratado de entenderla mejor comparándola con sus fuentes
o sus imitaciones.

Otros críticos han arriesgado interpretaciones alegóricas, ahondando en su


simbolismo religioso, patente en la presencia de un crucifijo como testigo del
crimen. Críticos como Joaquín Casalduero, por ejemplo, interpretó La fuerza
de la sangre como el drama del pecado original y de la redención. A
dicha conclusión solo pudo llegar pasando por alto episodios tan significativos
como los largos parlamentos de Leocadia, o forzando el sentido a otros, como el
del “retrato de la mujer fea”, que para Casalduero es un pretexto, insertado en el
cuento con el fin de entablar un discurso sobre el matrimonio, y no una nueva
confirmación de que Rodolfo no ha cambiado en absoluto y que el único valor
que le interesa es la hermosura.

Ruth El Saffar, tras recordar la dificultad que tiene el lector moderno para
aceptar este cuento de violencia sexual y de sorprendentes amores opta por una
aproximación al texto considerándolo una novela experimental, basada en
una “abstracta combinación de fuerzas”, conforme al estilo narrativo del último
Cervantes. Su interpretación se mantienen en un nivel simbólico, sin
condescender a determinar las funciones de los personajes o a definir sus
significados.

Stacey L. Parker Aronson considera que la novela puede ser interpretada


como crítica de la sociedad de la época y sus abusos perpetrados
contra la mujer y que la voz narrativa de la novela proporciona a la figura de
Leocadia algún tipo de defensa a través de la convención del “desenlace feliz”.
Sin embargo, parece que en gran medida la historia y el discurso aportan
contradicciones internas. Por una parte, aunque Rodolfo escapa de su castigo al
nivel histórico, al nivel discursivo se reconoce la gravedad de su afrenta y tanto
el personaje de doña Estefanía como la voz narrativa expresan compasión y
hasta admiración hacia Leocadia. Por otra parte, doña Estefanía sirve de
catalizadora de la voluntad masculina, la voluntad que hace que se considere el
valor de la mujer solo en términos de su papel de objeto de reproducción
poseído por el hombre. Además, la voz narrativa circunscribe la felicidad de
Leocadia dentro del matrimonio eclesiástico, sin proponerle alternativa a su
situación de mujer deshonrada.
El desenlace se podría interpretar como la defensa de la inocente Leocadia
dadas sus opciones pero el lector verá la ironía inherente en su supuesta
felicidad. La resolución, dado que se puede interpretar histórica o
discursivamente como razonable o irónica, crea una ambigüedad moral respecto
de la convención y referente al papel de la mujer. Hay ironía en el lenguaje al
final de la narración para evitar la posibilidad de sugerir una historia que no se
ajusta bien a la expectativa de la época. Leocadia se convierte en objeto de
mercancía, o mejor dicho de reproducción, imprescindible para que el hombre
tenga linaje y descendencia. El término “ilustre” para describir a la familia es
algo cuestionable, ya que el lector sabe en qué se fundamenta la unión que dio
resultado a esta descendencia: la violencia, el engaño y la predilección a toda
cosa por la honra pública.

El final también es contradictorio dado el  modo de comportarse de Rodolfo y


proporciona ciertas dudas relacionadas con su capacidad de ser un marido
ejemplar. La idea de que Leocadia salva a Rodolfo mediante su virtud es dudosa
en un contexto extratextual. La condena moral de su acto de violencia se queda
en palabras y solo a nivel discursivo. El hecho de que Leocadia se case con su
violador choca con lo que dice la voz narrativa que “… muchos y felices años
gozaron de sí mismos”. Hay que recordar que inmediatamente después de la
violación, Rodolfo se ausentó por siete años y solo regresó cuando sus padres le
informaron de que le habían arreglado un matrimonio con una mujer hermosa.
El amor que siente Rodolfo por Leocadia al final no significa que no siga
considerándola con la misma medida que antes. Rodolfo no ha cambiado y su
deseo sigue siendo incitado por la belleza; solo han cambiado las circunstancias.
Ya hemos hablado de los silencios imprescindibles que operan en la sociedad de
la época cervantina y cómo funcionan al nivel histórico en los casos de Leocadia
y Rodolfo. El silencio también funcionan al nivel discursivo en cuanto al
desenlace supuestamente feliz. “Llegóse en fin, la hora deseada, porque no hay
fin que no le tenga. Fuéronse a acostar todos, quedó toda la casa sepultada en
silencio, en el cual no quedará la verdad deste cuento…” Aunque se dice que la
verdad no quedará en silencio, la voz narrativa deja de aclarar esta verdad, en
efecto, pasándola en silencio. Lo único que nos aclara respecto al matrimonio es
la productividad, mejor dicho, la reproductividad de esta unión.

El matrimonio todavía sumerge a la mujer a una voluntad masculina. Ella solo


tiene valor para la sociedad por medio de su asociación con un hombre en una
relación legitimada por los poderes sociales. También tiene valor en cuanto a su
capacidad reproductiva. Entonces la pregunta que queda pendiente es ¿en qué
consistía el matrimonio para una mujer de la época cervantina y qué significaba
la felicidad matrimonial? La palabra «sepultada» tal vez sea muy reveladora del
verdadero alcance del desenlace de esta novela.
Integrantes del grupo
 Sandro Adolfo Pacompia Mamani
 Rene Saul Luicho Ranilla
 Alex Percy Yerba Cruz
 Jhon kenedyn Turpo Suca
 Brayan Antoni Quispe Callo
 Richard David Ramos Quispe
 Carlos Limachi Colquehuanca
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