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LOS DIEZ MANDAMIENTOS

PARA HOY
Caps. 13 — 14

Brian Edwards
Capítulo 13
Todo está en la mente
No codiciarás. Éxodo 20:17
Al parecer, en nuestra sociedad occidental hay una psicosis patológica
sobre lo que comemos. Analizamos, esterilizamos y seleccionamos
nuestra comida hasta el punto que comer cualquier cosa se convierte
en una actividad de alto riesgo. No estamos seguros de lo que
comemos porque casi todo puede provocarnos infartos, cáncer o algún
peligroso síndrome. Como consecuencia de esto, ha surgido una gran
cantidad de vegetarianos, de personas no solo vegetarianas en su
alimentación sino también en su vestido, y aun algunos frugívoros que
piensan que los vegetales son peligrosos. Hace poco leía sobre los
“respiradores”, personas que afirman vivir solo del aire que respiran,
aunque para ser justos, ¡el escritor confesaba que aún no había
conocido a un seguidor de la secta que hubiera tenido éxito! Nos
preocupan los residuos químicos, los escapes radiactivos, los gases
tóxicos y la lluvia ácida. No es lo que entra en nuestra boca lo que nos
destruye sino lo que entra en nuestra mente. Como dijo Oliver
Cromwell hace 300 años: “El hombre es la mente”.
Mucho antes que los conflictos se manifiesten en el primer disparo o
el primer puñetazo, han comenzado con la codicia, el ansia o la ira de
un corazón alimentado por una mente indisciplinada y supurante de
maldad. Por muy importantes que puedan ser los temas “verdes”,
resultan triviales en comparación con el problema de la mente humana.
Los agujeros en la capa de ozono y los vertidos de petróleo son una
amenaza mucho menor para la Humanidad que las aguas residuales
que los medios vierten en nuestras mentes cada día. El cristiano bíblico
es alguien que busca las causas primeras, preocupado siempre por las
grandes cuestiones.
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El último de estos Mandamientos intemporales e inmutables no deja
ninguna escapatoria: “No codiciarás la casa de tu prójimo, no
codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey,
ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo”. Los cinco mandamientos
anteriores tienen que ver más con nuestros actos que con nuestras
actitudes; las cosas que hacemos unos contra otros. El último
Mandamiento nos obliga a echar un vistazo dentro de nosotros.
Codiciar no es lo que hacemos, sino lo que planeamos hacer, lo que
queremos, lo que soñamos. Es el último Mandamiento pero no el
menos importante. De alguna forma, es un Mandamiento que lo abarca
todo, porque toda maldad surge de la codicia. Toda acción empieza en
nuestras mentes. Los animales actúan sin un pensamiento previo, pero
el hombre y la mujer siempre llevan a cabo lo que habían pensado o
planeado hacer. “Quiero, planeo, hago” es el orden invariable de la
actividad humana. Por este motivo, la Biblia recalca tanto el guardar
nuestras mentes (Salmo 26:2; Romanos 8:6, 7; 12:2); solo la mente
puede erigirse como reguladora entre el deseo de querer más y la
acción de apoderarse de ello.
Por esta razón, Dios concluyó sus instrucciones más básicas con un
apartado para la codicia. Si obedecemos y comprendemos lo que esa
palabra significa, nos resultará imposible quebrantar el resto de los
mandamientos; nunca llegaremos tan lejos. Precisamente a eso se
refiere Cristo en Mateo 15:11: “No lo que entra en la boca contamina
al hombre; mas lo que sale de la boca, esto contamina al hombre”.
Cristo continúa diciendo: “Del corazón [el deseo], salen los
homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos
testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al
hombre” (vv. 19, 20). Pero en esa cita he omitido una importante frase
que Dios intercaló entre “del corazón” y la lista que le sigue. Las
palabras que faltan son: “los malos pensamientos”. En otras palabras,

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no pasamos directamente del “corazón”, nuestro deseo, a las malas
acciones; en medio de los dos están nuestros pensamientos. Nuestros
pensamientos pueden ser “malos pensamientos” que crean un puente
sobre el que el deseo cruza para convertirse en acción, o bien
pensamientos profundamente buenos que sirven de barrera ante las
malas acciones.
¿QUÉ ES CODICIAR?
La palabra hebrea (kamath) es muy interesante. No siempre se utiliza
en un sentido negativo, pues simplemente viene a significar “desear”
algo o “deleitarse” en ello. En muchas ocasiones se utiliza de forma
muy positiva.
En el libro del Cantar de los Cantares de Salomón, la amada dice de su
amante: “Bajo la sombra del deseado me senté” (2:3). Todo/a joven
que sepa lo que es el amor puede al menos adivinar el significado de
una frase así. Pero la palabra “deseado” es la misma que equivale a
“codicia”. De hecho, en el versículo 5:16, la joven llega a afirmar de
su amado que es “todo él codiciable”. Literalmente significa deseable
o que provoca deleite, y es la misma palabra. No hay nada malo en
eso. Es una joven muy extraña la que no piensa así del joven a quien
ama.
En la vida hay muchas cosas en las que podemos deleitarnos, y es
bastante normal que las queramos. Cuando el escritor afirma en el
Salmo 19:10 que las palabras de Dios “deseables son más que el oro”,
lo que está diciendo es que son más codiciables que el oro. Pedro
estimula a los cristianos a que tengan este mismo sentimiento cuando
les dice: “Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no
adulterada” (1 Pedro 2:2). Pablo anima a un joven diciendo: “si alguno
anhela obispado, buena obra desea” (1 Timoteo 3:1). La ambición y
la visión, si el método y el motivo están centrados en Dios y no en uno
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mismo, son excelentes ayudas para el ministerio cristiano. Martin
Luther King no estaba equivocado cuando afirmó: “Tengo un sueño”.
Su sueño era honroso y sus motivos puros. Desear algo y esforzarse
por conseguirlo son la marca de la perseverancia cristiana. Cristo
ordenó a sus discípulos: “Buscad primero el reino de Dios y su
justicia” (Mateo 6:33), y Pablo animó a los cristianos en Filipos a
extenderse “a lo que está delante” (Filipenses 3:13). Durante todos
esos meses de duro, sacrificado y a veces doloroso entrenamiento, el
atleta olímpico estará pensando en el oro. Ese es un anhelo sin el cual
ningún atleta terminaría la carrera. En este mundo se conseguirían muy
pocas cosas sin ambición y visión. Pero la moneda tiene dos caras.
A lo largo de los años, la palabra “codicia” ha ido tomando una
connotación negativa. En cualquier caso, en la Biblia no hay ninguna
palabra que solo pueda utilizarse en un sentido negativo. La palabra
griega que Pablo utiliza en Romanos 7:7, cuando cita este
Mandamiento, es la misma que se utiliza en Hebreos 6:11 para explicar
el deseo que debe tener un dirigente cristiano de ver a los convertidos
crecer en diligencia, y en 1 Pedro 1:12 llega a describir la actitud de
los ángeles que “anhelan” comprender el significado absoluto de las
profecías del Antiguo Testamento. Por otro lado, no se puede negar el
hecho de que cualquiera que sea la palabra utilizada tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento, existe tal cosa como el deseo
y el anhelo pecaminosos, y somos lo suficientemente sabios como para
utilizar la palabra “codiciar” en ese sentido. En Proverbios 6:25 se
puede leer con referencia a la prostituta: “No codicies su hermosura en
tu corazón”; es la misma palabra que se utiliza en Éxodo 20:17. El
problema es que a veces la línea entre un deseo correcto y una codicia
pecaminosa es muy fina.
¿Has leído alguna vez de una guerra que empezara por lo que alguien
comió? De hecho, una guerra de gran sufrimiento comenzó por ese
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mismo motivo. Eva vio que el árbol “era bueno para comer, y que era
agradable a los ojos” (Génesis 3:6). Nada de eso tiene por qué ser
codicia. Disfrutar de una comida exquisita, de un huerto, o una
conferencia en la universidad no es pecado. ¿Qué había de malo
entonces en la acción de Eva? Primero, su acción era pecaminosa
porque Dios había prohibido el fruto (Génesis 2:17). Pero su acción
también era pecaminosa porque escuchó la voz de Satanás cuando
dijo: “seréis como Dios” (3:4), y ella deseó la sabiduría que la haría
como su Creador. En los dos casos, Eva deseaba el fruto prohibido.
Esa es una definición sencilla de la codicia: desear el fruto prohibido.
La advertencia que hay en Éxodo 20:17 no va en contra de desear, sino
de desear lo que pertenece al prójimo. Recordemos que nuestro
prójimo es cualquier persona que se cruza en nuestro camino y entra a
formar parte de nuestro conocimiento.
Aquí, en el último Mandamiento, Dios cubre las principales áreas de
la vida de una persona. No codiciarás la casa de tu prójimo: eso es una
referencia a la seguridad. No codiciarás la mujer de tu prójimo: eso
alude al matrimonio; quebrantar el séptimo Mandamiento implica
quebrantar este primero: desear la relación matrimonial de otra
persona. No codiciarás su siervo: puesto que estos le permiten vivir
relajadamente, debe de ser una referencia al ocio. No codiciarás su
buey ni su asno: en los tiempos antiguos la riqueza de un hombre se
medía por el número de animales que poseía; cuantas más bestias
poseía, mayor era su capacidad para comerciar: es, por tanto, una
referencia a la riqueza y la posición social.
Dios cubre casi toda nuestra experiencia en la vida: la seguridad, el
matrimonio, el ocio, la riqueza, el trabajo y la reputación. No han
cambiado muchas cosas en los últimos tres milenios y medio; en la
vida sigue habiendo cinco áreas principales que causan envidia y
disputas sociales. El gran problema de nuestro estilo de vida occidental
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no es lo que no tenemos: es simplemente que los otros tienen más.
Generalizando, la división no está entre tener y no tener, sino entre
tener y tener más. Nos lavan el cerebro para que queramos más y más:
las agencias mercadotécnicas se gastan millones y millones en
convencernos de que necesitamos más de todo. La codicia no consiste
necesariamente en querer algo, sino en querer algo más.
Cuando Dios llevó a su pueblo a la Tierra Prometida, no se encontraron
vallas publicitarias que ofrecieran los productos de Canaán, Sociedad
Anónima. Dios sabía que la tentación de la codicia muchas veces es
más sutil que eso, por lo que dijo: “Las esculturas de sus dioses
quemarás en el fuego; no codiciarás plata ni oro de ellas para tomarlo
para ti, para que no tropieces en ello, pues es abominación a Jehová tu
Dios” (Deuteronomio 7:25). Advirtamos la forma en que Dios lo dice.
No solo les advierte contra la codicia de los ídolos recubiertos de oro;
dice: “no codiciéis siquiera el oro que tienen”. En otras palabras, no es
suficiente que Israel tome los ídolos y los queme en el fuego hasta que
solo quede el oro y puedan utilizarlo. Dios dice que no se deben
codiciar los ídolos ni el oro que los recubre. Requería una gran
autodisciplina destruir tanto el oro como la plata que los recubría; y no
todos poseían tal disciplina.
Un hombre en concreto quebrantó ese Mandamiento. Su nombre era
Acán, y lo que hizo está resumido en Josué 7:21: “Pues vi entre los
despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata,
y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos, lo cual codicié y tomé”.
Vi, codicié, tomé: y por ese motivo murieron Acán y toda su familia.
Codiciar es fijar nuestra ambición sobre cosas que son fruto prohibido.
Utilizo deliberadamente la palabra “fijar”. Puede que tengamos que
ver algunas cosas porque sencillamente no podemos evitarlo, pero lo
peligroso es la segunda mirada. Puede que el fruto prohibido no esté
mal en sí mismo, al igual que el oro y la plata no son intrínsecamente
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malos, pero se convierte en fruto prohibido en el momento en que no
debemos tenerlo.
Como con todos los Mandamientos, hay mucho más que lo que vemos
a simple vista. Debemos escarbar un poco para hallar las advertencias
que Dios nos está dando.
LA CODICIA SE AFERRA A LO QUE POSEE
En el Cuento de Navidad de Dickens, el fantasma del viejo Marley se
queja por haber vivido una vida dedicada a aferrarse al dinero: “Mi
espíritu jamás salió de la oficina del contable; en vida, mi espíritu
jamás vagó más allá de los límites del agujero donde manejábamos el
dinero”. En la vida real, los últimos años de Howard Hughes
encarnaron el mismo espíritu. Al morir el magnate en 1976, dejó una
fortuna de 2300 millones de dólares; a pesar de eso, sus últimos años
lo muestran como una persona torturada, alguien que se revolcaba en
la dejadez, que pasaba épocas cercanas a la locura y vivía sin
comodidad ni alegría en condiciones parecidas a las de un prisionero.
Su vida terminó, como se describe en un reportaje: “Oscura, triste,
cerca de la locura […] un prisionero atrapado entre las paredes de sus
agobiantes miedos y debilidades”.
2500 años antes, el predicador de Eclesiastés ya lo tenía muy
aprendido: “El que ama el dinero, no se saciará de dinero; y el que ama
el mucho tener, no sacará fruto. También esto es vanidad” (Eclesiastés
5:10). Para Howard Hughes fue ciertamente vanidad.
Mientras que la codicia, significativamente, está relacionada con
observar lo que poseen los demás, siempre muestra una actitud
equivocada hacia los bienes propios. Así es un espíritu egoísta y
codicioso. El hombre codicioso siempre es avaricioso, porque la
codicia siempre sujeta lo que tiene, nunca abre la mano para dar.
Cuando Pablo recordó a Timoteo que “la raíz de todos los males es el
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amor al dinero” (1 Timoteo 6:10), no solo estaba pensando en el mal
que provoca el querer más sino el que resulta de aferrarnos a toda costa
a lo que ya tenemos.
LA CODICIA SIEMPRE DESEA MÁS
Si hay una cosa que la Historia ha puesto fuera de duda es que el poseer
más no es una cura para la codicia. Por ese motivo el salmista advierte:
“Si se aumentan las riquezas, no pongáis el corazón en ellas” (Salmo
62:10); después de todo: “Cuando aumentan los bienes, también
aumentan los que los consumen” (Eclesiastés 5:11). C. Northcote
Parkinson lo expresó de otra forma: “Los gastos aumentan en la
medida en que aumentan nuestros ingresos”, y Séneca, el filósofo
romano que nació a un año o dos de distancia de Cristo insistía en que
“el dinero aún no ha hecho a nadie rico”. Sabemos que es cierto, pero
no nos lo podemos creer.
Codiciamos al soñar cómo nos gastaríamos un millón si lo tuviéramos.
Una de las grandes mentiras de Satanás es convencernos de que
sabríamos qué hacer con una fortuna si la heredáramos. Si Dios supiera
que puedo administrarlo con sabiduría, bien podría dármelo. Quizá
tenemos lo que tenemos porque Dios sabe que podemos administrar
eso, y nada más.
Codiciamos al envidiar el estilo de vida o los ingresos de los que son
más opulentos que nosotros y al desear estar donde ellos están y tener
lo que tienen. La mayoría de nosotros lamenta los salarios de los
“peces gordos” de la industria, ¡pero pocos rechazarían la oportunidad
de tenerlos! Esa es la mentalidad que hay detrás de la fiebre ludópata
que sufren muchos países en la actualidad. Todo juego es resultado de
una mente codiciosa.
George Washington, el primer presidente de los EE.UU., dijo una vez:
“El juego es hijo de la avaricia, hermano de la iniquidad y padre de la
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malicia”. Llevaba razón, aunque tenía un libro de cuentas con sus
pérdidas y ganancias exactas jugando a las cartas. ¿Era eso lo que tenía
en mente Cristo cuando habló del “engaño de las riquezas” (Mateo
13:22)? El magnate de los negocios Sir Hugh Fraser, que una vez fue
propietario de los famosos grandes almacenes Harrods, se arruinó
jugando. Murió a los cincuenta años dejando dos millones de libras
esterlinas en acciones y propiedades y solo doscientas cincuenta y dos
en el banco. Llegó a perder un millón y medio de libras una sola noche
jugando a la ruleta. Probablemente, san Agustín estaba en lo cierto
cuando afirmó que “el juego lo inventó el diablo”.
No obstante, hay millones de personas que no muestran su codicia
jugando; codician al permitir que los irreales placeres de los anuncios
de televisión y las teleseries empapen sus mentes, hasta que ese estilo
de vida les absorbe y acaban diciendo: “Si tan solo pudiera tener eso”.
Suele ser esa clase de fantasías las que arruinan matrimonios más que
otra cosa. Cuando un marido y su mujer están atravesando un
momento difícil en su matrimonio, el mundo rápidamente les ofrece:
“Esta es la clase de matrimonio que podrías tener”. Ese es un
matrimonio fantasma.
Codiciamos al dedicarnos a mirar los escaparates y permitiendo que
ello perturbe nuestro contentamiento. Lo que antaño nos satisfacía, ya
no es suficiente. Hasta hojear un atractivo catálogo puede estimular
nuestro deseo de tener algo nuevo, algo mejor, ya sea en el campo de
la seguridad, el sexo, el ocio o la riqueza. Podemos codiciar al desear
cualquier cosa o persona que no nos pertenece, que no puede o no debe
pertenecernos. Un pastor se encontró en la calle de los comercios con
dos de los miembros de su iglesia, que le dijeron que el marido acababa
de recibir un aumento de sueldo y estaba buscando algo en qué
gastarlo. Esa mentalidad de conseguir y gastar es codicia.

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El apóstol Santiago era un escritor claro, que nunca se andaba con
rodeos si tenía que decir algo serio: “Cada uno es tentado, cuando de
su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la
concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el
pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (1:14, 15). Advirtamos
la forma en que Santiago habla de la concepción y el nacimiento.
Cambiando ligeramente la imagen, la codicia es la incubación del
deseo ansioso hasta que el embrión de un mal pensamiento eclosiona
en forma de una acción impía. Todos sabemos los crueles resultados
de aquellos cuya codicia “da a luz la muerte”. A diario se oyen noticias
de brutales violaciones y asesinatos que se cometen cuando alguien
“es atraído y seducido” al pecado por el deseo insaciable del fruto
prohibido. Pero me temo que el décimo Mandamiento no nos deja a
los demás libres con la felicitación de no haber violado ni asesinado.
La deuda es una enfermedad nacional en muchos países ricos, y casi
siempre es resultado de la codicia. Veo, quiero, compro, pero no me lo
puedo permitir. Cientos de miles de casos de deudas llegan a los
tribunales con cifras enormes, y eso sin tener en cuenta las hipotecas.
Millones de familias más se retrasan en sus pagos, y algunos voraces
prestamistas están sacando su tajada con intereses descomunales. Gran
parte de la responsabilidad de esta epidemia de deudas la tienen los
anuncios seductores y las tarjetas de crédito. Muchos cristianos
deberían ser lo suficientemente sabios como para cortar sus tarjetas
por la mitad. Ninguno de nosotros es inmune ante el poder magnético
de los carteles, la televisión o la radio, que nos dicen que seremos unos
mediocres si no tenemos ese producto en concreto. Por desgracia, a
muchos cristianos les arrastra el remolino de la codicia. Por este
motivo, los cristianos deberían confeccionar su presupuesto
cuidadosamente y ajustar su nivel de vida para que siempre haya un
horizonte despejado entre lo que tenemos y lo que podríamos tener.

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Una de las razones por que le robamos a Dios, como vimos en el
octavo Mandamiento, es que nos preocupamos en perseguir las cosas
que deseamos. La codicia nos lleva al mundo de fantasía de nuestros
castillos de cuento de hadas.
La codicia no hará nada si no hay una recompensa de por medio. El
capitán Cook desembarcó en Tahití en 1769 y descubrió que una
expedición anterior se había marchado dejando una cruz de madera
pero sin hacer ningún intento de llevar el cristianismo a los nativos. El
gran explorador sopesó las probabilidades de que se estableciera una
misión cristiana en el área y dijo: “No parece muy factible que se
piense en tomar medidas de ese tipo, puesto que no pueden servir al
propósito de la ambición pública ni a la avaricia privada; y, sin ese
estímulo, puedo decir que nunca se llevará a cabo”. Eso habla bastante
de la opinión que el capitán tenía sobre la naturaleza humana. Se harán
muy pocas cosas sin los “estímulos” adecuados. La codicia tiene un
espíritu avaro y ansioso que toma pero que raramente da; y si da, es
con el propósito de alimentar su éxito y popularidad.
LA CODICIA SE MUESTRA EN EL ORGULLO
Puede que mantener las apariencias sea un buen referente para
teleseries exitosas, pero lleva a muchos al callejón sin salida de la
codicia. La única razón para mantenernos a la altura de los vecinos de
al lado no es más que la vergüenza de no hacerlo. Los anuncios de
detergentes frecuentemente juegan con la necesidad del ama de casa
de que las ropas de sus hijos resplandezcan como las del resto de sus
compañeros en el colegio, los fabricantes de automóviles recurren al
miedo del marido a ser el “Sr. Mediocre” cuando saca a su
resplandeciente dios para su abrillantado semanal, y la gente deportiva
sabe lo importante que es llevar la marca adecuada en su camiseta y
sus zapatillas si quiere mantener su “prestigio” en la calle. La mayoría
de las agencias de publicidad quebraría si la naturaleza humana se
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quedara sin el rasgo del orgullo codicioso. Es trágico que muchos
cristianos hayan olvidado el valor de ser radicalmente distintos y así
pagamos el precio de proteger nuestro orgullo.
Sin embargo, muchas veces creemos que la codicia solo tiene que ver
con las cosas. Pero el primer acto de codicia no tuvo que ver en
absoluto con cosas materiales, tuvo que ver con la sabiduría: “Y vio la
mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los
ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto,
y comió” (Génesis 3:6). ¡Quizá la única parte increíble de la historia
es que Eva compartiera su descubrimiento con Adán! La sabiduría es
buena, y desear ser sabio no es algo malo en sí mismo. Trágicamente,
el único conocimiento que Eva adquirió por causa de su codiciosa
acción fue el de su propia desnudez (cf. Génesis 2:25 con 3:7–8). Abrió
sus ojos a la posibilidad del pecado. La razón por que no se benefició
de su anhelo de sabiduría fue que cedió a la tentación de “ser como
Dios” (3:5). La sabiduría es buena, pero una sabiduría que convierte el
yo en un dios es perversa.
El racionalismo es la creencia de que la razón humana es
todopoderosa, no necesita de Dios, y que un día acabará por resolver
todos los problemas de la Humanidad. Eso es un orgullo arrogante.
Codicia la sabiduría humana por encima de todo, porque sin ella la
diosa razón jamás logrará su esperada utopía.
La meta más importante y la mayor ambición de muchos es ser sabios
a los ojos del mundo. El éxito académico dará sabiduría, y la sabiduría
dará poder sobre las vidas de los demás. El anhelo de sabiduría
mundana lleva a muchos a la investigación y el estudio constantes. No
hay nada malo en el estudio, la investigación o la obtención de
conocimientos, siempre y cuando no consuma nuestras vidas. No es
malo querer tener éxito en nuestros trabajos y negocios, pero no
debemos fijar nuestra atención en ellos excluyendo todo lo demás.
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Podemos admirar a otros, y respetarles y honrarles, pero jamás
debemos envidiar a los arrogantes, ya sea su prosperidad o su
sabiduría. Asaf envidió a los arrogantes cuando vio “la prosperidad de
los impíos”, pero más tarde, cuando hubo comprendido “el fin de
ellos” llegó a la sabia conclusión de que salía mucho mejor parado
simplemente “acercándose a Dios” (Salmo 73:3, 17, 28).
La verdadera sabiduría se encuentra en aceptar humildemente a
Jesucristo y su ofrecimiento de salvación. Puede que sea ridiculizada
por el mundo, pero es la sabiduría de Dios. Vivir como cristiano y ser
amigo de Dios es mucho más valioso que cualquier otra cosa que el
mundo pueda ofrecer.
LA CODICIA SE EXPRESA MEDIANTE LA VIOLENCIA
Mike Storkey, en su libro Born to Shop (Nacido para comprar), expone
la tesis de que la publicidad moderna, más que estimularnos a que nos
mantengamos a la misma altura que los Ramírez nos lleva a mantener
disgustados a los Ramírez. La codicia agresiva compra más que el
simple deseo.
La codicia es la hermana mayor de dos mellizos: la envidia y los celos;
son difíciles de diferenciar porque nacieron al mismo tiempo y
raramente se separan. La codicia desea algo más allá de su alcance, la
envidia dirige todas sus fuerzas a cualquier otra persona que posea lo
que ella quiere, los celos tienen miedo de perder lo que ya tienen. De
estos tres nacen el miedo y el resentimiento que son grandes enemigos,
aun entre las mejores amistades.
El espíritu que desea más y más siempre lamenta lo que los demás
tienen. La codicia conduce a la envidia, y la envidia se desborda en ira.
Observar a otros esperando que caigan para ocupar su lugar forma
parte de la codicia. Envidiar el éxito laboral, matrimonial, deportivo,
social o hasta los progresos espirituales de otros, revela un corazón
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codicioso. La envidia siempre es una mala perdedora y nunca habla
bien de los demás.
El Antiguo Testamento no tiene palabras distintas para distinguir entre
celos y envidia; solo podemos saberlo por medio del contexto, y a
veces la palabra kana se puede estar refiriendo al celo santo de Dios
como sucede en 1 Reyes 14:22. La raíz significa estar lleno de celo, lo
que se puede expresar de una forma buena o mala. Por otro lado, el
Nuevo Testamento sí distingue entre la envidia (phthonos) y los celos
(zelos). La envidia está llena de mala intención y resentimiento
(Romanos 1:29 y Filipenses 1:15), mientras que los celos tienen el
mismo significado que el kana del Antiguo Testamento. Pablo lo
utiliza en un sentido positivo al referirse al “celo de Dios” que siente
por los corintios (2 Corintios 11:2); en sentido negativo, se utiliza
asociado con la glotonería, las borracheras, lujurias, lascivias,
contiendas y disensiones (Romanos 13:13 y 1 Corintios 3:3).
La codicia le costó a Nabot la vida. Jezabel planeó su muerte para que
el rey Acab obtuviera la viña que tanto había codiciado (1 Reyes 21).
Esta historia describe la maligna crueldad de una mente codiciosa.
La envidia condujo al primer asesinato de la Historia. Caín mató a su
hermano porque la relación que Abel tenía con Dios era mejor que la
suya; Caín decidió que esa relación no podía continuar (Génesis 4).
Era envidia espiritual. Quizá sea la peor manifestación de la codicia, y
es una experiencia esencialmente cristiana. El crecimiento manifiesto
de la iglesia del barrio de al lado, la felicidad de la relación de otro
cristiano con Dios, la popularidad del ministerio de otro predicador,
pueden llevar o bien a un mayor deseo de conocer a Dios o a un espíritu
amargo, resentido y enfurecido.
Los celos hicieron que Saúl perdiera la reputación que tanto quería
mantener. Tuvo celos de David porque no soportaba que el pueblo
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aclamara sus logros militares (1 Samuel 18). Por todos esos celos, Saúl
acabó perdiendo el trono, su vida y su reputación en la batalla final
contra los filisteos en el monte Gilboa.
La codicia puede cocerse a fuego lento durante años, pero, al igual que
un volcán dormido, puede entrar en violenta erupción en cualquier
momento. En última instancia, siempre acaba perdiendo. Santiago
escribe: “Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación
y toda obra perversa” (3:16). Muchos psicólogos parten de que la
envidia es la causa primaria de la agresión humana y sus tendencias
destructivas. Fue por causa de la envidia por lo que los judíos
entregaron a Jesús a Pilato (Mateo 27:18). El comentario de Jeremías
sobre el final del hombre violento es típico de su hiriente humor:
“Como la perdiz que cubre lo que no puso, es el que injustamente
amontona riquezas; en la mitad de sus días las dejará, y en su
postrimería será insensato” (Jeremías 17:11). Quizá el sabio de
Proverbios es el que mejor lo resume: “La envidia es la carcoma de los
huesos” (Proverbios 14:30).
Cuando Radovan Karadzic ordenó a su artillería que aplastara
Sarajevo en 1992, pocos habrían utilizado el décimo Mandamiento
para describir su acción; pero era precisamente eso. La subida de los
partidos croatas y musulmanes en Bosnia fue un desafío demasiado
grande para este psicólogo y jugador empedernido. Quería poder, y a
cualquier precio. La artillería de Karadzic mató a 10 000 de sus amigos
y vecinos de la ciudad de Sarajevo. Trágicamente, un alto porcentaje
del sufrimiento que se extiende por todo el mundo se debe al deseo de
más poder y riqueza. Como resultado de esto, millones de niños
mueren trágicamente a causa de conflictos internacionales,
interestatales o interraciales.
Santiago, en su carta neotestamentaria, escribe sobre la envidia y la
avaricia a escala nacional: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos
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entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en
vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis, matáis y ardéis de envidia,
y no podéis alcanzar; combatís y lucháis” (4:1, 2). En el panorama
internacional eso no resulta un lenguaje extravagante. Poco antes de la
Guerra del Golfo, me pareció interesante la entrevista que alguien le
estaba haciendo al portavoz de Irak; el entrevistador fue lo
suficientemente valiente como para preguntar: “Esta invasión no
tendrá nada que ver con el hecho de que Kuwait es un país muy rico y
ustedes no lo son, y a que Irak le debe mucho dinero a Kuwait,
¿verdad?” La respuesta fue inmediata: “No, nada que ver;
absolutamente nada”. Sin embargo, todo el mundo sabía que a pesar
de toda la jerga religiosa que se utilizó como tapadera, solo había un
motivo por el que Irak invadió a Kuwait: ansia de poder y riqueza.
Ése no es ningún fenómeno moderno, ni una debilidad oriental. En
1672 los ingleses y los franceses le declararon la guerra a Holanda. No
solía ocurrir que los ingleses y los franceses estuvieran en el mismo
bando. Tras el desastre que sufrió la flota aliada en las costas de
Suffolk, John Eveling describió en su diario de abordo la insensatez de
la guerra como: “Perder tantos buenos hombres por ninguna otra
provocación de los holandeses que el hecho de que nos superaran en
laboriosidad y en todo menos envidia”. Eso llegaba al corazón del
asunto. ¿Por qué emprendieron los ingleses y los franceses una guerra
contra los holandeses? Por una única razón: los holandeses eran unos
grandes comerciantes y los ingleses no. O, expresándolo de otra forma:
los ingleses y los franceses tenían envidia.
Cada vez que leo Filipenses 1:15–18, me sorprende la absoluta
humildad de Pablo y la ausencia de envidia. Al parecer, algunos
estaban predicando el Evangelio, en parte, para demostrar lo buenos
predicadores que eran y lo pobre que era Pablo en comparación. Pablo
se muestra indiferente al quitar importancia a la “envidia y contienda”
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diciendo: “¿Qué pues? Que no obstante, de todas maneras, o por
pretexto o por verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me
gozaré aún”. ¡Qué hombre más increíble! ¿Cómo lo conseguía?
LA CURA PARA LA CODICIA
La codicia prueba que mis afectos y atenciones están centrados
principalmente en esta vida. Muestra dónde se encuentra mi verdadero
tesoro. De eso era de lo que Jesús estaba hablando en Mateo 6:19–21:
“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen
y donde los ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoro en el cielo,
donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde los ladrones no minan
ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro
corazón”. La cura para la codicia está en cambiar nuestras miras.
Debemos mirar hacia arriba y más allá. Se ha dicho sabiamente que,
al morir, algunas personas dejan su tesoro atrás, mientras que otras se
disponen a recibirlo.
¿Por qué Abraham abandonó una de las ciudades más modernas de su
tiempo para internarse en la aridez del desierto? Porque sus ojos
estaban puestos en Dios y sabía que lo que Dios podía ofrecerle era
infinitamente mejor que todo lo que pudiera darle Ur de los caldeos.
¿Por qué Moisés dio la espalda a las riquezas y el esplendor de Egipto
y guió a un abigarrado grupo de esclavos que no hacía más que darle
problemas? Porque tenía en mayor consideración las riquezas de
Cristo que todas las que el mundo pudiera ofrecerle. ¿Por qué estaban
dispuestos los profetas del Antiguo Testamento a ser ridiculizados y
asesinados, encarcelados y lapidados y, sin embargo, seguir
predicando cuando nadie les escuchaba? Porque tenían los ojos
puestos en las cosas eternas y se daban cuenta que todas las fruslerías
de este mundo no se pueden comparar con la gloria que vendrá. ¿Por
qué los Apóstoles estaban dispuestos a sufrir tanto? ¿Y por qué
Esteban deseaba morir por el Evangelio de Cristo? Porque todos
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podían decir con Pablo: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del
tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en
nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18). Todos ellos codiciaban
cosas que les correspondían. ¿Y cuáles eran?
Codiciar una mente clara
Cualquiera que tenga algo que ver con el mundo de los ordenadores
habrá oído la frase: “Basura dentro, basura fuera”. Significa que no se
pueden sacar cosas inteligibles del ordenador si se lo programa sin
sentido. Encontré bastante descorazonador que mi impresora no parara
de escupir páginas y páginas de basura a pesar de mi cuidadoso trabajo.
¿Era un fallo aleatorio, un virus o solo un capricho? Los expertos
intentaron arreglarlo, pero hasta el momento han fracasado. Pero hay
algo cierto: mi impresora está perfectamente bien; simplemente está
recibiendo mensajes equivocados del ordenador; toda la información
que tecleo cuidadosamente acaba, de alguna forma, siendo
desordenada por el ordenador y llena la mente de la impresora de
despropósitos. Como es basura lo que entra, basura es lo que sale.
Empezamos este capítulo con el recordatorio de que lo que entra en
nuestras mentes cada día es mucho más importante que lo que
respiramos o comemos, porque actuamos de la forma en que
pensamos. El Creador nos dio una mente clara en comunión con Él.
La primera Caída en el pecado introdujo basura que sigue retorciendo
nuestras mentes hasta que se desborda en nuestras acciones. Por este
motivo, Pablo recordó a los cristianos en Roma que necesitaban
transformarse por medio de la “renovación” de su entendimiento
(Romanos 12:2). Necesitaban una nueva forma de pensar, cambiar de
mentalidad.
Hace poco, mientras salía del quiosco con un paquete de caramelos, vi
cómo el hombre que había detrás de mí compraba boletos de lotería
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por valor de una cierta cantidad; pensé que estadísticamente tendría
que hacer eso cada semana los siguientes 7000 años para estar seguro
de que le tocara el primer premio. Pero su mentalidad, y la de otros
millones de personas como él, no seguía esa lógica. La mente
codiciosa había eliminado el razonamiento en su acción.
¿Cómo, pues, espera Pablo que sus lectores renueven su
entendimiento? Hay dos respuestas. En primer lugar, un compromiso
serio con Cristo tiene la implicación de “nacer de nuevo”. Pablo tenía
la certeza cuando escribió a los corintios: “Tenemos la mente de
Cristo” (1 Corintios 2:16); eso significa que los cristianos pueden
pensar de la manera como Cristo pensó. Hasta qué punto es posible, lo
veremos dentro de poco. Pero, en segundo lugar, Pablo esperaba de los
cristianos que guardaran sus mentes de los ataques de la forma de
pensar del mundo; y lo sintetiza en una chocante afirmación en
Romanos 1:28: “Dios los entregó a una mente depravada”. Eso
significa que el mundo no puede tener un pensamiento recto. Si eso
parece algo excesivo, recordemos que es precisamente por eso por lo
que las naciones se encuentra en semejante confusión moral, y por qué
el hombre del quiosco se gastó su dinero con menos placer del que yo
obtuve de mi paquete de caramelos. Al escribir a la iglesia en Filipos,
Pablo lo expresó llanamente: “Haya, pues, en vosotros este sentir que
hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5).
La psicografía es la ciencia de los valores y estilos de vida. Los señores
de la publicidad crean perfiles de los distintos sectores sociales y les
dan nombres específicos. Tienen uno para los que poseen doble renta
sin hijos y otro para los que disponen solo de una renta sin hijos. Pero
las generaciones mayores también están en su campo de mira.
Designan de otra manera a los ociosos encanecidos, desahogados, de
mediana edad, y lo mismo hacen con muchos otros grupos sociales. El
lado serio de todo eso es que hay alguien interesado en nuestras
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mentes. Cada día, de mil maneras distintas, están filtrando mensajes
de productos en nuestro subconsciente; y, nos guste o no, nos influye
hasta cierto punto. Vencer en esta batalla por nuestra mente requiere
una firme disciplina. ¿Cómo, pues, puedo mantener la “mente de
Cristo” ante el persistente asedio de la filosofía negativa y la agresiva
publicidad del mundo de hoy?
Codiciar la Palabra de Dios
En el Salmo 19:10 David describe su amor por “los juicios de Jehová”.
Para él eran deseables “más que el oro, y más que mucho oro afinado;
y dulces más que la miel, y que la que destila del panal”. Ya hemos
visto que la palabra “desear” es la misma que “codiciar”. Hay millones
de personas por todo el mundo que aman la Palabra de Dios, la Biblia,
más que ninguna otra cosa que el mundo pueda ofrecer. Si se les
ofreciera la opción de elegir las riquezas del mundo a cambio de ese
libro, no tendrían que pensárselo dos veces. Dejarían cualquier cosa
por las palabras del Dios viviente. Mucho después que este mundo
haya pasado, la Palabra de Dios seguirá estando ahí.
Mientras escribo estas líneas, Robert Hussein está encarcelado en
Kuwait bajo la pena de muerte de una fatwa islámica. ¿Su crimen? En
1993 leyó el Nuevo Testamento y entregó su vida a Cristo Jesús. La
intolerancia islámica se llevó a su mujer, a su familia y su trabajo, y
ahora amenaza con arrebatarle la vida también. Pero Robert Hussein
aún sigue leyendo su Biblia y orando al Dios verdadero que le ha dado
paz y libertad.
A William Tyndale lo ahorcaron en el otoño de 1573 en la plaza de
Vilvord, Bélgica, y redujeron su cuerpo a cenizas. Su crimen había
sido traducir la Biblia al inglés para que las personas más humildes
pudieran leerla. En aquellos tiempos la Iglesia de Roma había proscrito
la Biblia en inglés. El amor de Tyndale por la Biblia y su convicción
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de que era la Palabra de Dios le llevó a despreciar una vida cómoda y
el aplauso público por su indudable erudición, y adoptar el papel de
alguien perseguido, lo que al final le llevaría al arresto y al martirio.
Actualmente, miles de obreros cristianos de cada continente se
esfuerzan por traducir a cientos de los 6500 idiomas que hay en el
mundo.
El motivo de la importancia de la traducción de la Biblia se debe a que
es el libro más influyente y popular del mundo. Es “inspirada por Dios
y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en
justicia” (2 Timoteo 3:16). También se describe como “viva y eficaz”
y que “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”
(Hebreos 4:12). Precisamente por eso la Biblia tiene tanto valor hoy
en día: solo se pueden resolver nuestros dilemas morales a través de la
clara enseñanza de la Biblia, y millones de personas por todo el mundo,
en diferentes culturas, aprecian su importancia. La “mente de Cristo”
no se encuentra en las “revelaciones” y “profecías” modernas sino
aquí, en la Biblia. La mejor manera de proteger nuestra mente es la
Palabra de Dios.
Esta es la era del asesoramiento. Pero hemos perdido el arte de
asesorarnos a nosotros mismos en medio de los problemas de la vida.
Difícilmente resulta sorprendente, puesto que no tenemos un guía en
quien confiar. El propósito de estas leyes es proporcionar una
estructura para nuestras vidas; nos muestran cómo debemos vivir
(Éxodo 18:20), y hasta en cualquier “asunto grave” de la vida (v. 22),
una mentalidad controlada por la Palabra de Dios será capaz de
manejar las más difíciles decisiones.
Codiciar a Cristo mismo
La canción de amor en el Cantar de los Cantares donde leemos acerca
de la joven que describe a su amado diciendo que es “todo él
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codiciable” (Cantar de los Cantares 5:16) expresa el anhelo de Cristo
que todo cristiano debería tener. El anhelo de Pablo que aparece en
Filipenses 3:10, 11 es parecido: “A fin de conocerle, y el poder de su
resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser
semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la
resurrección de entre los muertos”.
Al igual que hay una forma correcta de codiciar, también hay una
forma justa de enorgullecerse. De hecho, a través del profeta Jeremías,
Dios anima a jactarse: “No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su
valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Más
alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y
conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia
en la tierra; porque estas cosas quiero” (Jeremías 9:23, 24).
Enorgullecernos de nosotros mismo es una forma equivocada de
enorgullecerse, pero podemos enorgullecernos de conocer a Cristo de
una forma que atraiga a los demás hacia Él. Enorgullecernos de Cristo
significa que lo codiciamos, que anhelamos y deseamos conocerle
más. Debemos anhelarlo tanto que renunciaríamos a cualquier cosa,
siempre y cuando no renunciemos a Él. Pablo estimaba todo como
pérdida en comparación con “la excelencia del conocimiento de Cristo
Jesús” (Filipenses 3:8). Ese era un corazón codicioso.
Codiciar la vida eterna
En Romanos 5:1, 2, Pablo describe los beneficios de ser justificado
con seis palabras tremendas. Una de las palabras que utiliza se traduce
como “nos gloriamos”. Más correctamente se puede leer: “nos
enorgullecemos en la esperanza de la gloria de Dios”. Esa era la
prioridad de Pablo, y era lo que codiciaba como el premio más grande.
Nos dice que es como un atleta que estira cada uno de sus músculos
hacia la meta definitiva: “extendiéndome a lo que está delante”,

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prosiguiendo hacia “la meta, al premio del supremo llamamiento de
Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:13, 14).
El mundo nos enseña a pensar en pequeño. Desde las empresas
familiares hasta las grandes multinacionales, las metas están en
aumentar la producción y las ventas; los tratos millonarios se celebran
con extravagancia. Comprar participaciones, conseguir fusiones, el
monopolio, son las únicas cosas por las que merece la pena luchar.
Todo eso es patéticamente minúsculo en comparación con la gran meta
de Pablo. En un momento de su viaje hacia Roma, Pablo pasó por una
ciudad llamada Mileto. Mandó llamar a los ancianos de Éfeso para
enseñarles y recordarles el ministerio que había llevado a cabo entre
ellos. Antes de terminar, Pablo les dejó este pensamiento: “Os
encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para
sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados”. El
veterano fundador de iglesias continúa: “Ni plata ni oro, ni vestido de
nadie he codiciado” (Hechos 20:32, 33). ¿Hemos pensado alguna vez
en la relación de esto con lo anterior? ¿Por qué los eleva Pablo hasta
la gloriosa herencia entre los santificados y luego los arrastra a la
esfera terrestre de la plata, el oro y los vestidos? La respuesta es que
Pablo sabía que los efesios recordarían su absoluto desprendimiento
de las cosas terrenales en su estancia con ellos y que ese sería el mejor
testimonio de la realidad de sus esperanza eternas. El hombre o la
mujer que tiene una firme y confiada esperanza en un glorioso futuro
con Dios, demuestra por medio de su vida que tienen un interés
pequeño y pasajero en las posesiones, los logros y la alabanza de este
mundo. Los viajeros que suelen tomar el tren para volver a casa saben
lo que es ver a un vagabundo acurrucado entre harapos al lado de un
restaurante. Hasta cuando está despierto vaga por las calles sin rumbo,
mira con ojos vacíos y una mente vacía el mundo que le rodea, o habla
cosas sin sentido con sus compañeros de infortunio. ¿Le envidiamos?

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¿Nos hemos visto alguna vez diciendo: “No me importaría cambiar
mis ropas por las suyas, ojalá que pudiera beber lo que está bebiendo.
Ojalá pudiera parecerme a él”? Claro que no. ¿Por qué? Porque
tenemos algo mil veces mejor. Volvemos a casa con una familia que
queremos, amigos de los que disfrutamos, rompa limpia que vestir y
buena comida que comer.
De manera parecida, pero por una razón mayor, Pablo nunca codició
ninguna posesión ajena. ¿Por qué debería hacerlo? Iba hacia su hogar.
Sabía que poseía algo que hacía parecer a todas las riquezas y fruslerías
de este mundo como el vagabundo en la cuneta. Los grandes negocios,
ser promocionado en el trabajo, los salarios de los altos ejecutivos, la
elegancia de la compañía, los grandes dividendos: todo eso significaría
bien poco para Pablo. Él disfrutaba del perdón, la paz con Dios y la
anticipación del Cielo. Eso le permitía dar ejemplo a todos los
cristianos en todas partes: “Teniendo sustento y abrigo, estemos
contentos con esto […] he aprendido a contentarme cualquiera que sea
mi situación […] en todo y por todo estoy enseñado […]. Sean vuestras
costumbres sin avaricia, contentaos con lo que tenéis ahora” (1
Timoteo 6:8; Filipenses 4:11, 12 y Hebreos 13:5).
Es esa visión de la vida la que nos permitirá atravesar la “Feria de la
Vanidad” sin dejarnos distraer por el brillo de las atracciones y el
entretenimiento que nos rodea, saber qué es bueno que poseamos y qué
no, y vivir en un mundo opulento sin una mirada codiciosa. También
será esa visión la que nos permita alegrarnos del éxito de otros sin tener
envidia, establecer un patrón de vida sin celos. La obediencia al
décimo Mandamiento guardará los otros nueve, creará interés en
nuestras iglesias, protegerá nuestros matrimonios y nos hará un pueblo
santo. Proverbios 14:30 dice: “El corazón apacible es la vida de la
carne”.

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Capítulo 14
Vuelta al principio
Éxodo 20:18–26
En una encuesta hecha en el verano de 1996, se preguntó: “¿Estaría de
acuerdo con que se enseñaran valores cristianos en las escuelas?” Casi
las tres cuartas partes contestaron que sí. El noventa por ciento creía
que las escuelas debían enseñar el respeto a la autoridad, y un
porcentaje mayor aún quería que se enseñara a sus hijos a respetar la
opinión de los demás; el mismo número quería que se enseñara a sus
hijos a no beber cuando condujeran y pocos menos que no debían
mentir. Sin embargo, la castidad antes del matrimonio salía bastante
malparada en la encuesta. ¿Qué conclusión debemos sacar de ello?
Aunque queremos valores, y quisiéramos valores cristianos, está claro
que no sabemos cuáles son los valores cristianos; o preferimos elegir
los que nos gustan (no beber y conducir) y rechazamos los que no nos
convienen (la castidad antes del matrimonio).
Esto no tiene nada de sorprendente. Difícilmente se puede encontrar
alguna nación en la Tierra que no espere un código de los miembros
de su sociedad; pero si se les da la oportunidad, cada miembro preferirá
establecer las reglas él mismo. La Historia de la raza humana es la
Historia de la Humanidad poniendo las reglas y recogiendo la cosecha,
mientras que Dios ha dado un patrón que, como Creador y Soberano,
sabe que es el mejor que el mundo puede tener.
¡COLIFLORES Y HUEVOS DE PATO!
Los Mandamientos de Dios son un resumen para hacernos pensar. Son
cortos y concisos. En el hebreo del Nuevo Testamento, los Diez
mandamientos ocupan 173 palabras, y el Sermón de Monte de nuestro
Señor solo 1647 en el griego. Menos de 2000 palabras para facilitar el
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mejor plan para las relaciones humanas que jamás recibirá el mundo.
¡Se puede comparar muy bien con la normativa del Mercado Común
Europeo sobre la importación de coliflores con casi 30 000 palabras y
un número parecido para la exportación de huevos de pato!
Por supuesto que en el Antiguo y en el Nuevo Testamento hay muchas
otras cosas que aplican los detalles de estas dos listas: muchas más.
Pero el valor de los Diez mandamientos es que son cortos y simples.
En los últimos 3500 años, aquellos que han adoptado estas leyes como
las normas del Hacedor han tenido que discutir muy poco sobre su
significado. Justo al principio de este libro establecimos los
importantes principios de que estas son las palabras de Dios, que son
pertinentes para cada tiempo y cultura, y que van dirigidas tanto al
pueblo de Dios como a los inconversos. No hay un tipo de ley para el
que la guarda y otro para el que la quebranta. Es cierto que, mientras
que Dios esperaba que su pueblo elegido guardara sus Mandamientos,
sabía que los no creyentes no los podrían cumplir. Pero Dios no rebajó
ni cambió su patrón. Dios no juzgará al mundo por lo que es capaz de
cumplir, sino por lo que mandó que se cumpliera.
Estas leyes son la portada moral de Dios. Establecen las normas y las
prioridades. Los tres primeros se refieren a nuestra relación con Dios,
el cuarto se refiere a nuestra relación con Dios y los demás, y de los
seis restantes, cuatro advierten contra hacer daño a otros, uno contra
dañar las posesiones ajenas, y el décimo es una advertencia contra
nuestras actitudes y deseos que, tarde o temprano, dañarán a los demás
y a nosotros mismos. De modo que el orden de los Diez mandamientos
es muy simple: empiezan con Dios, prosiguen con los demás y
terminan en nosotros. Dios, los demás y nosotros mismos. Ese es el
patrón bíblico. Es en ese orden en el que debemos arreglar nuestras
vidas. Si no estamos a bien con Dios y con los demás, estamos
malgastando nuestras vidas, hagamos lo que hagamos.
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Recuerdo que una vez intenté utilizar algo de mi vocabulario zulú con
un grupo de adolescentes en las afueras de Durban; me acerqué a ellos
con un alegre “Sanibona”, que significa “hola”, y como respuesta solo
obtuve un gruñido ininteligible; los jóvenes casi ni me miraron.
Proviniendo de una sociedad donde una persona que se niega a mirarte
es o bien grosero o muy tímido, supuse que o no habían entendido mi
fluido zulú o que simplemente estaban siendo groseros. Se lo
mencioné a las personas con las que me hospedaba, y me informaron
que, puesto que yo era el adulto, los jóvenes recibían mi saludo pero
no se suponía que debían devolverlo. Es cuestión de cultura y, como
tal, las normas se pueden cambiar tan libremente como lo desee la
sociedad.
Los Diez Mandamientos no están limitados culturalmente; son
declaraciones intemporales de lo que Dios considera aceptable y de lo
que no. Son para el beneficio de cada sociedad; proporcionan libertad,
no esclavitud. Quebrantar estos Mandamientos no es simplemente una
conducta antisocial: es pecado, y el pecado es una rebelión contra
Dios. La conducta antisocial se manifiesta de formas distintas en cada
sociedad, en cada cultura.
De hecho, son los Diez mandamientos los que nos permiten distinguir
entre cultura y moralidad. La cultura es amoral, pero cuando entra en
conflicto con la revelación de Dios es inmoral. Nunca podemos
defender cosas como la falta de respeto, la violencia, la inmoralidad,
el robo, la mentira, la avaricia, como “culturales”. Son pecado
cualquiera que sea el lugar donde se cometan o la persona que los
cometa.
En Sinaí, Dios no estaba dando unas cuantas ideas para que Moisés las
discutiera con Israel en el siguiente estudio bíblico. Por el contrario,
Dios reveló sus leyes para beneficio de toda la raza humana. Sabemos
qué es lo que Dios quiere, de eso no cabe duda. Sabemos también la
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clase de Dios que espera nuestra obediencia, y de eso no cabe duda
tampoco. Pero hay otra cosa de la que no cabe duda, y es que todos
fracasamos en nuestro intento de guardar estas leyes.
LA CURIOSIDAD EN EL MUNDO
Una noche volvía a casa por la autopista y oí por la radio que había
una retención de nueve kilómetros por causa de un accidente en el lado
contrario, entre las salidas nueve y siete. Me encontraba en aquel lugar
en aquel preciso momento, y de pronto me vi en un atasco. La única
diferencia es que estaba viajando en la otra dirección. Mientras nos
arrastrábamos a cinco kilómetros por hora, llegué a la conclusión de
que el aviso informativo estaba equivocado, hasta que llegué al lugar
del accidente, que sí había sucedido en el otro sentido, donde el tráfico
estaba completamente detenido. El motivo de mi atasco era que los
conductores de mi lado aminoraban su velocidad para echar un buen
vistazo al fracaso de la vida de los demás. Nunca he visto que se
produjera un atasco por la admiración de los conductores ante la
cuidadosa conducción de los que obedecen las normas en el otro carril.
Cristo habló de las buenas obras que influyen en el mundo (Mateo
5:16), y Pablo escribe sobre los cristianos hablando de ellos como
cartas “conocidas y leídas por todos los hombres” (2 Corintios 3:2). El
mundo observa con escepticismo y espíritu crítico a los que declaran
creer en el valor de la Ley de Dios. Muchos esperan poder hundir
nuestra vida familiar y nuestra integridad, arruinar nuestro testimonio
cristiano y quebrantar todas las leyes que decimos guardar. Están
esperando a ver nuestro fracaso al otro lado de la carretera. Es
fundamental que los cristianos no demos esa oportunidad al mundo. Si
no mostramos el valor de obedecer los Diez Mandamientos,
probablemente el mundo no tenga ninguna otra forma de aprenderlo.
LO PRIMERO ES LO PRIMERO
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La Biblia no siempre presenta las narraciones en el orden en que
tuvieron lugar; y cuando las cosas no siguen la secuencia, siempre es
deliberadamente y por un motivo. Y creo que eso es lo que pasa en
Éxodo 19 y 20.
En el capítulo 19 leemos que Moisés subió al monte para presentarse
ante Dios. Luego vino el trueno, el relámpago y la trompeta, y Moisés
bajó a advertir a Israel que no debía acercarse ni tocar el monte (vv.
21, 22). El capítulo acaba aquí, y ahora entra en juego la lista de los
Diez mandamientos. De hecho, Éxodo 20:18–26 es la continuación
natural del capítulo 19:25, y en estos versículos Dios advierte contra
la adoración de los ídolos y da unas normas para el altar y los
sacrificios. Esa información es vital porque las normas del sacrificio
vienen antes de la Ley. Los detalles de las leyes arrancan en el capítulo
21 y abarcan hasta el capítulo 31:18, con un paréntesis en el 24. Al
final, en Éxodo 31:18 se dice: “Y dio a Moisés, cuando acabó de hablar
con él en el monte de Sinaí, dos tablas del testimonio, tablas de piedra
[los Diez mandamientos] escritas con el dedo de Dios”. De modo que
los Diez mandamientos fueron la última cosa que Moisés recibió.
En otras palabras, mientras que los Diez Mandamientos aparecen en
nuestra Biblia antes de los detalles de los sacrificios, en realidad se
recibieron después. La disposición de Dios a perdonar no es una
ocurrencia tardía. No es una respuesta apresurada ante un fracaso
inesperado de la Ley que pretende mantener al pueblo a raya. Dios
sabía que los Diez Mandamientos serían más quebrantados que
cumplidos, pero aun así eran necesarios para que la gente viviera con
un patrón y sin ninguna excusa. De cualquier forma, Dios planeó el
camino del perdón y lo reveló primero. El altar y el sacrificio eran
sustitutos para el pecador; el lugar donde aquellos que reconocían su
quebrantamiento de la Ley podían encontrar perdón.

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Cuando los gobiernos redactan leyes las acompañan de penas por su
infracción. Hay pocas personas que guarden una Ley si no hay
castigos. En cualquier caso, era la naturaleza de Dios la que tenía la
disposición a perdonar. Eso es el Evangelio. A lo largo de este
comentario, hemos terminado a menudo el capítulo con la afirmación
de que donde hay Ley, hay Evangelio.
HAMMURABI NO DA ESPERANZAS
En el primer capítulo vimos que uno de los códigos de leyes más
antiguos, aparte de los Mandamientos bíblicos, es el de Hammurabi,
un rey de la antigua dinastía babilónica (amorrea), que, según los
cálculos actuales, reinó desde 1792 a 1750 a. C. Señalamos que el
código de Hammurabi contenía numerosas normas civiles, algunas de
las cuales son muy parecidas a las que se le revelaron a Moisés en
Éxodo y Deuteronomio. En cualquier caso, lo que es más importante
que cualquier parecido es que en esas 282 leyes el nombre de dios o
de Marduk solo aparece una docena de veces, y no hay una sola
referencia a un sacrificio para los que fracasan en el intento de guardar
las leyes. En otras palabras, hay leyes y castigos, pero no hay ninguna
palabra sobre el perdón.
Además de esto, hay otra diferencia bastante chocante: en el epílogo
que aparece en el reverso de la “estela” o columna, toda la atención se
dirige al gran rey. Fue el rey mismo, con la sabiduría que le fue dada
por Enki, Marduk y Shamash, el que dio estas “preciadas palabras” a
su pueblo. Hammurabi afirma orgullosamente: “Mis palabras son
excelentes; mis hechos sin igual” (Epílogo, línea 100). Hay muchas
líneas de maldición para el gobernante que no enseñe a su pueblo las
leyes de Hammurabi, pero ni una sola palabra sobre el arrepentimiento
y el perdón. Y eso que los críticos suponen que Moisés copió esas
antiguas leyes. ¿De dónde sacó el dirigente de Israel las ideas sobre el

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sacrificio que tan íntimamente iban unidas con las leyes morales de su
Dios?
UNA SEÑAL HACIA CRISTO
El altar, que se proporcionó al mismo tiempo que la Ley, era una
ilustración de la venida de Cristo. A lo largo de los siglos de la historia
de Israel, cada sacrificio, cada animal que se ofrecía, cada gota de
sangre derramada, el humo de cada ofrenda que se quemaba, era como
una señal o un dedo señalando hacia la venida de Cristo. Él era el
cordero elegido y sacrificado desde la creación del mundo (1 Pedro
1:20 y Apocalipsis 13:8). Aquel, completamente libre de pecado,
llevaría en la Cruz nuestro pecado y se convertiría en nuestra
“propiciación”, apartando la justa ira de Dios de nuestro pecado
(Romanos 3:25; 1 Juan 2:2; 1 Juan 4:10).
El Soberano Creador, en este tremendo conjunto de leyes que dio a
través de Moisés, nos dice cuál es la mejor forma de vivir, no para
meternos en una camisa de fuerza sino para hacernos libres. La Ley,
bien entendida, es liberadora; debería ser nuestro deleite, como la
encontró David (Salmo 1:2; 119:70, 97, 163, 174). El verdadero
cristiano debería decir: “Amo estos Mandamientos. Puede que
interfieran en lo que yo quiero hacer, pero precisamente por eso los
amo. Me liberan de las cadenas del pecado”. Estas leyes son el patrón
de santidad y muestran la naturaleza del Dios al que servimos. Nos
muestran su santidad y, por tanto, lo santos que debemos ser. De
cualquier manera, necesitamos mucho más que la Ley, porque la
quebrantaremos inevitablemente. Nadie obtendrá la salvación
obedeciendo la Ley (Romanos 3:20). Hammurabi no tenía nada que
ofrecer a su pueblo a excepción de las maldiciones sobre el gobernante
que desviara a su pueblo. Moisés ofreció el Evangelio. Aquí hay un
Dios que se deleita en su pueblo tanto entonces como ahora. Un Dios
que creó una vía de reconciliación tanto entonces como ahora. El
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nuestro es un Dios que dice: “Yo os ordeno, pero yo os amo”. Y su
amor se mide con la muerte de su Hijo en el Calvario. La presencia de
Dios y sus santas leyes hicieron que todo el monte temblara, pero eso
solo puede llevarnos al lugar del sacrificio que se estableció mucho
antes que la Ley. Dejemos que la Ley y la ira de Dios nos lleven a la
Cruz. No hay ningún otro sitio donde un pecador infractor de la Ley
pueda encontrar el perdón. Solo aquí se puede encontrar una justicia
que cubra nuestros pecados: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha
manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas;
la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que
creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y
están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:21–23).
EL INCONVENIENTE DEL CONSENSO
Estamos inundados de normas provenientes de las altas esferas.
Cuando quiera que conducimos nuestro automóvil por la carretera, nos
arriesgamos a infringir una de las centenares de leyes con respecto al
seguro, los impuestos, las normas de circulación, etc. Todo es muy
complicado, como las coliflores y los huevos de pato. Pero sería
trágico si mandásemos a nuestros hijos a la vida pertrechados con toda
clase de títulos y diplomas desde la astrofísica hasta el atletismo, pero
desatendiendo las rectas leyes de su Creador. La idea de que la
moralidad es un consenso social se ha probado y ha fracasado. La
muchedumbre de voces reclamando nuestra atención no ha podido
proporcionar a nuestra sociedad un patrón serio y coherente para
educar a nuestros hijos. Tenemos más religiones que nunca, pero
tampoco nos han proporcionado un patrón claro. Por desgracia hemos
elegido pasar por alto nuestra herencia cristiana y estamos perdidos en
un laberinto moral.
No tenemos que disculparnos por estos Mandamientos, ni esconderlos,
ni deshacernos de ellos porque estén pasados de moda, ni olvidarlos
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discretamente para respetar a otras religiones; debemos creer en ellos
y enseñarlos como las leyes de un sabio Creador. Solo entonces
empezaremos a comprender lo buenos y beneficiosos que son. Hasta
el niño más pequeño puede aprender los Diez Mandamientos que le
harán sabio para toda su vida, y el niño más pequeño puede
comprender la Cruz que le hará sabio para la salvación.
LOS MODALES DE LA MORALIDAD
Estudié a Jane Austen como parte de mi curso de literatura inglesa en
la escuela. A medida que pasaron los años, se me hizo casi vergonzoso
reconocer mi conocimiento de la escritora victoriana. Pero ya no. Jane
Austen causó furor a ambos lados del Atlántico cuando se estrenó la
película Sentido y sensibilidad, que recaudó 21 millones de dólares en
las primeras semanas. Y sin embargo, las novelas de Jane Austen
difícilmente encajan con la imagen actual: no son violentas, no son
sexuales (pero sí muy sexistas) y son románticas hasta lo cursi. Su
forma de escribir es un vestigio de la era que generó organizaciones
como el “Comité para la reforma de los modales”. En un artículo en
Perspective a principios de 1996, Brent Vukmer sugiere que los
americanos no simplemente echan de menos una sociedad que tenía
“modales”, sino que muchos están buscando una que tenga unos
principios morales firmes. Una encuesta del Consejo de
Investigaciones Familiares llevada a cabo en 1995, halló que dos
tercios de los norteamericanos creen que la sociedad está “en el camino
equivocado”. Los libros sobre los valores tradicionales son
superventas.
Todo esto puede animarnos sobre la posibilidad de que nuestra
sociedad esté a punto de retroceder hacia una moral mejor. Si es así,
estamos en un peligroso cruce de caminos. Habrá muchas ofertas, pero
solo la ética cristiana proporciona unos patrones claros y civilizados
que pueden guiarnos a través de las complejidades morales que hemos
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cargado sobre nuestras espaldas tras medio siglo rebajando a Dios. No
necesitamos moralizar, o tener un consenso social de lo que está mal
y lo que está bien, ni siquiera escapar a un mundo de fantasías. Para
llenar el vacío moral que sienten millones de personas, es urgente que
volvamos a las robustas leyes de un Creador bondadoso y santo. ¿Por
qué? Porque solo Él sabe lo que es mejor. La vuelta a los Diez
Mandamientos debe ir acompañada de nuestro compromiso de vivir
esas leyes y enseñarlas a nuestros hijos.
Nuestros mejores intentos por guardar las leyes de Dios siempre nos
dejarán con la necesidad del perdón por nuestro fracaso. Pero donde
hay Ley, hay Evangelio. La oferta de un perdón cierto solo se puede
encontrar en la Cruz de Cristo.

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