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Cartas de san Pablo

A LOS ROMANOS
INTRODUCCIÓN

1. «Su fe es reconocida en el mundo entero» (1,8): la comunidad cristiana en Roma

a) Pablo, Roma y los judíos


No sabemos con certeza el origen y las circunstancias de fundación de la comunidad
cristiana en Roma. El testimonio más antiguo es de los Hechos de los Apóstoles (Hch
28,15) y de la misma Carta a los Romanos. Es probable que el anuncio de Cristo haya
llegado a Roma de la mano de la migración comercial de judeocristianos en la década del
cuarenta, quizá antes de que Pablo iniciara su actividad misionera en Asia Menor y Grecia.
De ser así, el origen de la comunidad sería judío. Con el correr del tiempo se incorporaron
también no judíos convertidos a Cristo.
Roma, capital del Imperio, tenía en el siglo I d.C. una numerosa población judía que
contaba con alrededor de una decena de sinagogas. Los judíos y judeocristianos sufrieron
varias expulsiones de Roma, como la del año 49 d. C. bajo Claudio (Hch 18,2-3), la cual
afectó también a los judíos convertidos a Cristo, que tuvieron que abandonar Roma. La
comunidad quedó constituida solo por cristianos de procedencia pagana o no judía. Cuando
Pablo escribe su carta, la comunidad en Roma era floreciente y conocida entre los cristianos
de otras partes del mundo (Rom 1,8; 16,19).

b) ¿Por qué una carta a los romanos?


¿Por qué el Apóstol le escribe a una comunidad que no conoce? La respuesta está en
la misma carta. No fueron los problemas comunitarios lo que lo llevaron a escribir, porque
las alusiones a ellos son escasas. Pablo está pasando por un momento decisivo como
apóstol: ha proclamado el Evangelio en todo el Mediterráneo oriental y quiere ahora
anunciarlo en la parte occidental, hasta llegar a España, extremo de Occidente. Mientras
tanto se dirige a Jerusalén llevando la colecta en favor de las Iglesias que están pasando
grandes carencias en Palestina. Con la entrega de esta colecta daba por terminada su misión
en Oriente (Rom 15,25-29). Sabe que puede caer en las manos de aquellos judíos de Judea
que se oponen a la fe en Jesucristo, a quienes él, que fue uno de ellos, bien conoce por su
violencia y por lo que hacen para acabar con el «partido» o la secta cristiana (Hch 28,22).
Por tanto, preocupado por lo que podría ocurrir en Jerusalén, adonde lleva la colecta, y con
la decisión tomada de evangelizar el Occidente hasta alcanzar España, Pablo, antes de
visitar la comunidad de Roma, les presenta lo que él llama «mi Evangelio», buscando su
apoyo debido a las buenas relaciones que ellos mantienen con la Iglesia de Jerusalén. De
este modo contaría con un poderoso aliado en la misión que va iniciar. Por lo dicho, da la
impresión de que los destinatarios implícitos de la carta son los de Jerusalén, para los cuales
hace una síntesis de la fe que comparten. Sin embargo, los destinatarios explícitos son los
de Roma, frente a quienes Pablo ve la necesidad de presentar «su Evangelio» precisamente
ante una comunidad cristiana occidental.

2. El Evangelio es «poder de Dios para salvación de todo el que cree» (1,16):


teología de la carta a los Romanos
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Cartas de san Pablo

a) El Evangelio que Pablo proclama


Pablo describe el contenido del Evangelio que predica como aquel misterio de Dios
oculto desde siempre y ahora revelado a sus ministros para ser anunciado al mundo entero.
Este misterio revelado es que Dios, por Jesucristo, realiza su obra salvadora en favor de
judíos y no judíos (Col 2,2). La predicación y aceptación obediente hacen del Evangelio
«poder de Dios para salvación de todo el que cree» (Rom 1,16). De este modo, Dios, por
Jesucristo, transforma al creyente en un ser «justificado». Este es el tema central de la
carta que Pablo ya había abordado en Gálatas. La raíz griega dikaio-, se traduce
comúnmente por «justificar, justificación, justicia»; sin embargo, como no se trata de la
justicia vindicativa (que castiga) ni retributiva (que premia), estos complejos términos los
hemos traducido, según sus contextos, por «hacer justos» y «don de Dios que (nos) hace
justos», y, cuando corresponde, por «rectitud», pues significa conducirse conforme al
querer de Dios. Dios, que es justo y santo, justifica a los suyos y los hace capaces de obrar
en conformidad con lo que es justo para él. Lo que no pudo conseguir Israel mediante el
cumplimiento de la Ley de Moisés y la práctica de ritos (circuncisión, por ejemplo), Dios lo
regala por los méritos de la entrega y obediencia de su Hijo (Rom 8,3). El Evangelio
predicado por el Apóstol es la Buena Noticia acerca de Jesucristo como la única fuente de
redención y comunión definitiva con Dios. El «poder» del Evangelio es la obra divina de
salvación y santidad que –por la cruz de Jesucristo– libera al creyente, judío o no, del
dominio del pecado y de la Ley de Moisés, y le concede vivir bajo el dominio de la gracia y
la esperanza cierta de la vida eterna o «justificación» definitiva.

b) Salvados y santificados en el tiempo: la vida nueva en el Espíritu


La obra divina de salvación se vive, según Pablo, en el tiempo y durante su
transcurso. En tiempo pasado hemos sido salvados y santificados. En un tiempo futuro, esos
bienes alcanzarán su plenitud. Esto significa que, si bien ya poseemos en primicia esos
bienes divinos, estos solo serán perfectos cuando lleguemos a «la madurez de Cristo en su
plenitud» (Ef 4,13). Entre el tiempo pasado y el futuro transcurre nuestro presente como
«vocación» otorgada por Dios Padre para vivir en Cristo según su Espíritu. Este es el
tiempo que tenemos para vivir como «quienes, luego de morir, han vuelto a la vida» (Rom
6,13), puesto que Dios nos ha arrancado del dominio del pecado y de nuestro ser carnal o
deseos desordenados, para que nuestros miembros respondan a su nueva condición y se
transformen en instrumentos al servicio del don de Dios, que nos hizo justos. Gracias al
esquema temporal, Pablo subraya el compromiso y la responsabilidad del creyente de
conducir su vida «en el Espíritu» o «según el Espíritu», esto es, conforme a sus criterios y
dones.
La vida nueva según el Espíritu se inicia en el bautismo, donde el creyente es
sepultado y resucitado con Cristo para adquirir la vida propia de hijo de Dios y así el
pecado y la muerte no tengan poder sobre él. La condición filial lo hace heredero en
plenitud de los
bienes que el Padre ha destinado para quienes ha hecho justos. Aquí se funda el imperativo
ético de la vida en Cristo según el Espíritu: en este tiempo presente, quien ha sido hecho
justo y vive «para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11) no está llamado a vivir en razón de la
Ley de Moisés, sino en razón de la ley de Cristo, que es el amor, conforme a «la ley del
Espíritu, que da la vida» (8,2; Gál 6,2).

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Cartas de san Pablo

c) ¿Y qué pasa con Israel?, ¿se salvará?


Todo lo que ocurre con el discípulo de Jesús estaba anunciado en las Escrituras. La
prueba es el mismo Abrahán, a quien Dios hace justo solo por gracia y misericordia,
independiente de la Ley de Moisés, que no conocía, y del rito de la circuncisión. Gracias a
esta iniciativa divina, todos, judíos o no, están llamados a la salvación y a la santidad.
Mediante la bella parábola del injerto en el olivo, Pablo muestra cómo Dios procede sin
dejar de ser fiel a sus promesas a Israel (Rom 11,17-24). Dios se preserva un «resto» santo
y obediente de israelitas, a quienes convierte en «raíz» para injertar en ella a los que no son
judíos a fin de que participen de las promesas hechas a Israel.
Los auténticos israelitas no son los que descienden por vía humana, aunque digan
que Abrahán es su padre (Jn 8,39), sino los que descienden de la promesa hecha por Dios a
Abrahán de que él será, por haber creído, padre de creyentes y de multitud de naciones. El
auténtico Israel está formado por los que, en virtud de su fe, descienden de Abrahán, el
creyente. ¿Y qué pasará con Israel? Si Dios hizo lo más difícil, como fue injertar ramas sin
cultivar (la humanidad) en una «raíz» que él preservó de la rebeldía (el «resto» de Israel),
¿cómo no va a poder reinjertar ramas (Israel) de la misma naturaleza que la «raíz» para que
participen de los bienes prometidos? Nadie, pues, puede cuestionar la fidelidad de Dios a
Israel ni tampoco su sabiduría en la realización de su misterio escondido desde siempre.

|3. «Los saludo en el Señor yo, Tercio, que escribo esta carta» (16,22):
organización literaria de Romanos

a) Fecha de composición y organización literaria de Romanos


Pablo no fundó la comunidad cristiana en Roma. Su conocimiento de ella es
indirecto, tal vez gracias a los esposos Áquila y Priscila (Hch 18,2; Rom 16,3-5). Aunque
la carta a los Romanos tenga un cierto estilo coloquial, se trata –en realidad– de un
compendio o síntesis de «mi Evangelio» (Rom 2,16), el que Pablo viene predicando a
judíos y, sobre todo, a no judíos. Para escribirla, Pablo se ayuda de Tercio, un amanuense
que no se resigna a pasar inadvertido (16,22). La escribe durante su última estancia en
Corinto, hacia el año 55 d. C. o en la primavera del año 57 d. C., poco antes de su viaje a
Jerusalén, que finalizaría en Roma (Hch 27,1-28,31).
Romanos es el primer ensayo teológico del Apóstol, donde explica con profundidad
el misterio de Cristo y sus consecuencias para la vida cristiana. Su vocabulario y estilo
literario es cuidado y vigoroso; su pensamiento es incisivo y demostrativo; su contenido
es denso y bien trabado. La carta se enmarca en un saludo inicial, que contiene una
profesión de fe, y los saludos finales junto con algunas recomendaciones, entre ellas la de
cuidarse de los falsos maestros. Entre uno y otro se desarrolla el cuerpo de la carta en
cuatro grandes secciones:

Saludo inicial y profesión de fe 1,1-15


I. Revelación de la salvación en Cristo y necesidad de la fe 1,16-4,25
II. Nueva vida en Cristo y sus consecuencias 5,1-8,39
III. Israel en el plan salvador de Dios y sus consecuencias 9,1-11,36
IV. La conducta propiamente cristiana 12,1-15,13
Saludo final y recomendaciones 15,14-16,27

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Este contenido, como en otras cartas paulinas, se podría distribuir en una parte
doctrinal (Rom 1,16-11,36) y una exhortativa (12,1-15,13).
En la Primera sección, Pablo presenta el contenido de lo que llama «mi
Evangelio». A causa del pecado y la rebeldía de judíos y no judíos, todos necesitan ser
justificados, es decir, hechos justos por la obra de salvación que Dios realiza en y por
Jesucristo. No sirven los méritos propios por cumplir la Ley de Moisés, porque Dios hace
justo al ser humano por la obediencia al Evangelio que proviene de la fe.
En la Segunda sección, Pablo fundamenta el actuar de Dios confrontando a Cristo
con Adán y las realidades que contraponen: dominio de la gracia, no de la Ley y del
pecado; ser espiritual, no el ser carnal; vida y liberación, no muerte ni esclavitud. Dios hace
justo al ser humano regalándole la adopción filial, por lo que –mediante su Hijo– se
construye para sí un pueblo nuevo y una familia nueva animados por el Espíritu.
En la Tercera sección se ocupa de un tema delicado: si la salvación llega por
Jesucristo, y la Ley no convierte en justos, y Dios se hace un pueblo nuevo, entonces, ¿cuál
es el papel de la Ley y la razón de ser de Israel? Toda la sección se dedica a responder a
esta pregunta, mostrando que Dios en ningún momento ha dejado ni dejará de cumplir sus
promesas a Israel. En la Cuarta sección, Pablo saca conclusiones prácticas de una ética
cristiana que no se sustenta en la libertad, la sabiduría o la obediencia, según se enseñaba en
ámbitos grecorromanos, sino en el amor vivido al modo de Cristo, que completa y
perfecciona la Ley de Moisés. ¡La única deuda del discípulo de Jesús es el amor! (Rom
13,8).

b) Actualidad de Romanos
Romanos siempre ha ejercido una notable influencia en los cristianos de todos los
tiempos. El don de la salvación universal mediante Cristo, conforme a la Escritura, plantea
el desafío del diálogo entre cristianos y judíos, que también involucra a las llamadas
religiones históricas, que reconocen el valor revelado de las Escrituras. Las exhortaciones a
vencer el mal mediante el ejercicio del bien, a llevar una vida nueva en Cristo y a
conducirse en conformidad con la ley inscrita en el corazón constituyen un programa de
vida para los cristianos de hoy, llamados a vivir el don de la salvación en complejos
escenarios, donde parece dominar el mal, pues se desconoce o niega a Dios. En medio de
tales signos de muerte, más que nunca está vigente el mensaje de que en Cristo somos
criaturas nuevas, no por capacidad personal o por decretos externos, sino por el inmenso
amor de Dios manifestado en Jesucristo, amor que se traduce en reconciliación y en una
nueva condición: la de hijos e hijas de Dios. La notable influencia de la carta se explica,
entonces, por los criterios perennes de vida nueva y de evangelización que sigue aportando
a las comunidades de discípulos de todos los tiempos.

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