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EL ESPEJO

Francisco Domínguez

Frente al espejo observas tu reflejo. Te preguntas si realmente quieres


entrar y hurgar en tus recuerdos, en ese inframundo subjetivo que moldea
tu mundo personal. Miras y sonríes como queriendo ocultar cierto
nerviosismo. Sabes que allí dentro puedes encontrar zonas oscuras,
puntos de inflexión que pueden ser dolorosos, desagradables, a lo más
divertidos.
Llega la interrogante. Tal vez no quieres encontrarte aún. Jalar el
hilo de la madeja sin control te obsesiona y te atormenta.
Piensas un rato y decides entrar. Allí están tus ojos, en el reflejo.
Observas tus rasgos físicos. Siempre te ha conflictuado tu aspecto. De
muy niño te salió una especie de salpullido en la cara, como verrugas en
los cachetes. Tus amigos decían ¡quítate esas pasas! ¿Cómo? —te
preguntabas. Así que tomaste una navaja de afeitar y cortaste rebanadas
de mejilla. Los rollos de piel se parecían al pate que untabas en el bolillo,
suaves y algo grasosos. Al poco tiempo, descubriste que no solo te
quedaron unas cicatrices rojizas y amorfas, sino que también las pasas de
los cachetes se multiplicaron y migraron a tu frente.
Querías parecerte a los demás, pero no a cualquiera, a los que te
rechazaban, así que decidiste recurrir al ingenio, al menos te creías más
listo. Pretendías que las miradas y las burlas no te afectaban, así que
también te burlabas de ti mismo. Te volviste el payaso de la clase, el
malhora, el que jugaba bromas pesadas para llamar la atención. En el
reflejo, ves al niño que lleva tachuelas a la escuela y las deja en el asiento
de la maestra. Todos miran y ríen esperando la reacción. No funciona. Se
da cuenta y por poco te expulsan, si no fuera por las angustiantes súplicas
de tu madre.
Te asomas más y crees recordar cuando tu prima se montó encima
de ti, en tu casa estando solos. Es un juego —te decía—, solo eso. Ella era
más grande y, por consiguiente, pesaba más que tú. Poco a poco comenzó
a dolerte la entrepierna con esos movimientos espasmódicos de sus nalgas
restregándose en tus pantalones. Ella podía hacer eso, pero tú solo debías
permanecer quieto. De pronto se bajaba y corría al baño para encerrarse
por varios minutos mientras la escuchabas gemir. Así fue un par de meses
hasta que no volvió a insinuarte más aquel juego.
Observas de nuevo la brillante superficie.
Tu figura se aprisiona en el viejo marco de madera. Tocas tu cabello
entrecano y llega a tu mente el día que viste a tu padre guardar algunas
revistas debajo del colchón. Esperaste a que se fuera y hurgaste para
encontrarlas y descubrir cientos de mujeres desnudas, con “enormes
tetas”; “abiertas de patas” mostrando el “frondoso culo”, su “sexo rosado y
peludo”, recuerdas haber leído debajo de las imágenes.
Ahora lo entiendes, pero aquella vez te causó un abultamiento
agradable y doloroso. A tus ojos llega esa imagen de ella corriendo al baño.
Hiciste lo mismo y comenzaste a jalártela con fuerza, te lastimabas, pero te
gustaba. Rápidamente explotaste en una sensación de ardor que nunca
antes experimentaste. Al mismo tiempo descubriste con terror un líquido
blanquecino y espeso que salía de ti. Como ahora, estabas frente al espejo
del baño y tu cara se tensó de pronto como cuando hacías una travesura y
esperabas el golpe contundente; el puño estricto y sin conmiseración de tu
padre.
No podías controlar la fuga y creíste que habías roto algo dentro de
ti, pensaste que morirías cuando te vaciaras. Saliste del baño atemorizado,
con las manos escurriendo ese líquido pegajoso. Oíste en el pasillo los
pasos de tu hermana acercándose y solo atinaste a ponerte de rodillas con
los pantalones hechos bola en tus tobillos. Rogabas que no te hubiera
visto. A tu mente llegaba ella, mirándote detenidamente y saliendo de la
casa entre cuchicheos y risas contenidas. Nunca te comentó nada. Pero
odiabas cuando se peleaban y te amenazaba con decírselo a mamá. La
incertidumbre de no saber qué era eso que diría te atormentó durante
varios años.
¡Colocas la frente en la superficie plana y fría!
Al igual que cuando descubriste a tu padre besando a una mujer
que no era tu madre. Estabas en el parque. Se vieron de frente. No dijo
nada, solo pasó a tu lado, como si no te conociera. La llevaba de la cintura;
le sonreía y le besaba el hombro cariñosamente. Un comportamiento que
tú nunca viste en tu casa. Lo miraste pasar y por dentro comenzaron a
arderte las entrañas. Aún sientes ese dolor. Diste varias vueltas por el
lugar hasta muy tarde. Cuando llegaste a casa, ya te estaban esperando.
Tu padre pensó que ya habías ido con el chime. Le dijo a tu madre
que eras un vago bueno para nada. Te quedaste impotente. Él salió por
unas copias con la secretaria del jefe para una junta urgente. Tú lo viste y
ni siquiera te dignaste a saludarlo. Se tuvo que disculpar por tu grosera
actitud con su compañera de trabajo. Si le rascas, verás en el espejo a tu
madre afligida. Sin decir nada. Tallándose los ojos mientras termina la
cena que solo a él le gusta.
¡Respiras hondo! ¡Te alejas para no empañar la superficie!
Al día siguiente se encontraron en la parada del camión. Su lugar de
trabajo y tu escuela se ubicaban en la misma zona. Era un viaje de una
hora y media de camino. Subiste y tu padre ya estaba sentado. Te
acercaste. Junto a él había un asiento vacío. Intentaste sonreírle, pero
fingió no verte ni conocerte. No se movió para que te sentaras a su lado.
Así que te fuiste de pie todo el camino. Viendo el asiento vacío. Se bajó
primero y te ignoró, como lo haría durante muchos años.
¡Limpias el vaho!, ¡desempañas el espejo!
Esa noche tu primo te esperaba en la fiesta. Iba a ir la hermana de
su novia y no quería un mal tercio. Llegaste temprano y el ambiente
comenzaba a calentar el lugar. Los presentaron y tú tímidamente
observaste lo bien que se veía con ese vestido entallado que estilizaba su
cuerpo. Era mayor que tú, fácilmente te llevaba cinco o seis años. Pronto
te sacó a bailar, ella llevaba la iniciativa y tú solo te dejabas llevar. No
podías hacer otra cosa, era intempestiva y segura de sí misma.
Te ves bebiendo tu primera chela y todo se torna relajado. La timidez
pronto se convierte en euforia y te agrada. En un instante se pega a ti.
Sientes sus prominentes pechos rosando tu cuerpo. No puedes más,
quieres besarla, pero se aparta y finge no interesarse en tus arrumacos. Es
un juego que comienza a incomodarte. Ella ríe y te invita otra cerveza. Así
toda la noche, roses indiscretos, insinuaciones que no llegan a nada. Al
final de la fiesta salen en grupo. Tu primo y su novia al frente. Tú con ella
en la parte trasera del automóvil. La novia de tu primo sugiere seguir la
fiesta en algún lugar apartado de la ciudad.
Ya quieres irte a tu casa, estás mareado por las cervezas, pero no
tanto para comprender que ella continúa su juego. Ella sabe que tiene el
control y le gusta verte exasperado. Intentas bajarte del auto, pero te lo
impiden. El auto arranca y pronto te ves en un descampado, en las
afueras de la ciudad. No hay nadie solo el viento que se cuela entre los
pinos. Buscas la puerta, salir y tomar aire fresco, pero te das cuenta que
están solos en una noche negra y aplastante. Cuando tocas la manija del
auto, ella brinca encima de ti y comienza a besarte frenéticamente.
Te muerde el cuello y te despoja de la camisa. Pronto te ves desnudo.
Ella restriega sus nalgas en tus piernas. Ya lo habías vivido, pero esta vez
es diferente. Te yergues en un sopor caliente que recorre tu vientre. Ella se
agita y te aprisiona. Te dice que no te muevas y te araña el pecho. Te
quedas quieto por un instante. La embistes, una, dos, tres y sientes que se
funden en un quejido profundo y largo que se confunde enre los rumores
de la noche. Salta fuera de ti, incontrolable. Baja a tu entre pierna y lame,
chupa entre respiraciones cortadas. No aguantas más, te vacías al calor
del alcohol que comienza a evaporarse de tus venas.
Dudas si alejarte del espejo.
Te ves en el camión rumbo a la escuela. La ves subir y te agachas
nerviosamente. Ella se para al lado tuyo. Hay un lugar disponible. No te
inmutas, pareces congelado. De reojo ves una leve sonrisa que sale de su
rostro, pero finges no darte cuenta. No conocerla. Volteas y ella ya no está,
ha bajado del camión. No puedes dejar de mirar el asiento vacío.

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