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En primer lugar, cuando no tengas cómo empezar o quién ser, copia.

Copia a Lorrie Moore o


copia a tu tía la que teje pequeños suetitos para tus libros. Copia a esa señora del metro que lleva
una bolsa de plástico en la cabeza siempre que llueve, copia las uñas de tu prima la moderna,
copia a la cuñada de tu mejor amiga y hazte el mismo tatuaje que ella en la nalga, para que nadie
lo vea. Esto solo para empezar. Luego siéntate y piensa, ¿qué quieres ser? Entonces sé, solo sé,
selo todo. Sé dependienta y llega borracha el segundo día de trabajo y, por supuesto, vomita en
medio de la tienda de bolsos de lujo antes de irte con la cabeza bien alta pensando que no saben a
quién están echando. Sé verdugo y sé víctima. Cambia, adopta todas las personalidades posibles
y no escribas sobre ninguna de ellas, solo desarróllalas cada día antes de dormir. Deja la
almohada enchumbada a lágrimas porque a tu novio una cualquiera le ha hecho una paja en una
acampada a la que tú no fuiste porque estás en esa etapa de buena hija, la que no miente ni se
divierte. Sé niñera y profesora de apoyo de un chico dos años mayor que tú. Déjalo cuando lo
veas sorber el sudorcillo que se le forma en el labio superior al mirarte, no esperes a los dos
meses para dejarlo, cuando su madre ya te está diciendo que eres lo mejor que le ha pasado a su
hijo y él te mira con lascivia apocharcado en el sofá. Haz que te gusten cosas que en realidad
odias. Come pepinillos y bebe vodka. Habla de todo mucho. Quédate muda.

Gasta dinero, mucho dinero, en comida que no se va a quedar en tu cuerpo y mira todas y cada
una de las caras del metro de Madrid mientras lloras desvergonzada. Haz que todos crean en ti.
Haz que todos te lean. Sobre todos tus profesoras de literatura y los tíos a los que planeas tirarte.

Fracasa.

Estrepitosamente.

Invita a chupitos de absenta a todo el bar. Mira todas y cada una de las caras del bar buscando
ojitos de admiración. Encuéntralos y sumérgete en el placer de ser objeto, de ser florero, de ser
deseo, de ser un sueño. Y ahora rómpete vomitando en el portal del Kentucky.

Estudia mucho. Estúdialo todo. Ten siempre algo que decir. Cállate. Deja que cada noche te lleve
alguien diferente a casa. Vives lejos y tu madre está haciendo su vida. Tú no lo entiendes, pero
sabes que en su lugar, harías lo mismo. Empieza de todo, pero nunca empieces algo que acabes,
dejarías de ser tú. Quémate en un barco al que no querías subir. Ven en verano. Empieza a sentir
que algo está cambiando y que no encajas en el sitio al que vuelves por inercia. Párate tres años
pensando en la inercia. Despierta de nuevo. Enamórate como has leído que hay que enamorarse,
quiere como te han enseñado los libros y las pelis. Llega a casa y mira a tu compañero de piso,
sentado en la cocina, esperando a que la leche se enfríe en el congelador: “¿otra vez borracha?”
Te dirá. Y tú le clavarás una mueca punzante en sus pupilas dilatadas por tanta cocaína. Peleate
con gente y piensa siempre que tú eres la buena. Sé zafia, mala, zorra, perra, puta. Selo y selo
bien.

Haz listas de todo. Controla las veces que te cortas las uñas, las veces que vas al baño, las veces
que respiras, cómo de hondo. Apunta en un papel a qué hora amanece y a qué hora se pone el sol
y calcula cómo crecen los días en un pueblo con demasiada niebla. Mira por tu ventana hasta que
el vecino te tire las obras completas de Allen Ginsberg desde la suya, una edición fea, con tapas
rositas y una dedicatoria indescifrable en italiano. Tu vecino el poeta, el cineasta, el que anda
desnudo bajo el rocío y fuma hachis en silums de vidrio.

Escribe a cachos y deja que algunas personas lean esos cachos, te digan que eres increíble y no
vuelvas a escribir en meses. Esos ojitos de admiración que buscas incesante. Vuelve porque estás
enamorada como una se enamora en las películas, perdiéndose a sí misma. Vuelve para tener
conversaciones antes de cada inflexión del día. Sigue soñando con escribir algún día. Pero no se
te ocurra hacerlo.

Y luego un días vas y descubres a otras mujeres, mujeres a las que habías ignorado durante años
por y para no sentirte una de ellas. Date cuenta de tu propio absurdo y reconstrúyete. Siéntete
chiquitita, un fisco, una menuda en medio de un mundo de adultos. Tírate en medio de un pasillo
de una casa vacía y deja la puerta entornada para que alguien pueda encontrarte allí, bañada en
drama. Pasa horas así, pensando en como una bañera de agua caliente siempre acaba enfriándose.
Levántate a ti misma, porque nadie ha entrado por esa puerta.
Sigue poniendo excusas para llegar a ser quien quieres ser. Entra en un año loco, toma todas las
drogas posibles hasta que un día tu compañero de piso te dice entre lágrimas que lleva semanas
sin entender de qué estás hablando. Te pica el cuerpo, todo, cada noche. Escucha como medio
centenar de señores médicos te dice que son nervios. Deja la cocaína porque piensas que le tienes
alergia. Cumple 35 años y entérate de que tienes sarna. Sarna. Te sientes mal pero una de esas
mujeres descubiertas en esta etapa de tu vida en la que empiezas a vislumbrar quién eres
realmente, te dice que ella también tuvo sarna y que es una mierda pero que peor es pillar puto
herpes, te dice. Así que cúrate de la sarna orgullosa de estar virgen de herpes. “Herpinidad” lo
llamáis. Es esa etapa de tu vida en la que entiendes que no eres capaz de escribir porque no eres
capaz de enfrentarte a un metro de Madrid lleno de caras que se ríen mientras lloras, a un bar
lleno de caras que te mirar con lástima, a la cara de tipo que solo te lee porque él también tiene
planeado follarte. Así que decides encontrar a tu padre, a los treinta y cinco. Siéntete
decepcionada al conocerlo. Estás en todo tu derecho. Pruebas de paternidad, situaciones
grotescas, un hermano que fuma demasiados porros y al que quieres querer y por eso te tatuas su
cara en el brazo pero por el que finalmente, no te engañes, no sientes más que celos.

Y ahora es el momento de jugar un ratito y comprometerte, no a escribir, no, a casarte. De


repente la idea del matrimonio te parece lo más punk que pueda hacer una a los 35, con una sarna
compartida, guardando pura y segura vuestra herpinidad y volviendo al consumo loco de
estupefacientes varios porque resulta que de alérgica nada. Enamórate otra vez, esta vez de la
persona adecuada. Déjate llevar por cuánto te quieren, por cómo lo hacen, por esas pupilas
dilatas de cariño, por esos pelos de punta. Recorre Europa conversando, creciendo, aprendiendo
y yendo a festivales de techno.

Pero eso es demasiado para ti. Y lo sabes. Y de nuevo huyes porque todo va demasiado bien y
esa no eres tú. Y te inventas un viaje loco con un final más que anunciado pero que te niegas a
ver. Vuelve con el alma escachada a una isla en la que nunca quisiste estar. Y el mundo se cierra
de repente y echan el candado a nuestros movimientos y a ti te toca ver un volcán por la ventana
al que todos llaman Teide y al que tu prefieres llamar ese pico privativo, esa montaña vigilante,
ese maldito carcelero. Buenos días, le gritas cada mañana y ¡buenas noches! le lloras al acostarte.
Y él te responde y te dice “friega los platos, muchacha, que lo tienes todo jediondo” y a ti se
revuelven las entrañas.

Un día no te levantes del sofá hasta que, a tus 39 años, llegue uno que siempre ha estado ahí y te
adopte. Y te cambias el apellido. Y no escribes de nada de esto. No escribes ni una línea, ni un
post. Ni una story merece lo que te golpea como lo más importante que te ha pasado en la vida.
Esto te lo guardas para ti. Hasta ahora, que ya has llegado a los cuarenta.

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