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LA GACETA Literaria

Tucumán en 1810
Abel Novillo. Historiador y novelista.




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SAN MIGUEL DE TUCUMÁN EN LA DÉCADA DE 1810. La ciudad era un caserío no


muy ordenado, de ritmo apacible, muy lejos de anhelar una revolución como la que
estaba por acunar.

22 Mayo 2021
En 1810, San Miguel de Tucumán solamente configuraba
un modesto caserío anárquico, sin orden edilicio alguno.
Sólo años más tarde, en 1821, el ingeniero Felipe Bertrés
presentó su famoso Plano Regulador, en oportunidad de
querer el coronel Bernabé Aráoz institucionalizar a la
República de Tucumán.  Con una plaza central, que más
que plaza, se parecía a un lodazal y con uno de los más
modestos  cabildos de todo el territorio del interior del
entonces Virreinato del Río de la Plata, esta ciudad
convivía con una apacibilidad siestera, donde jamás
ocurría nada trascendente, a no ser algunas excursiones
de los feroces Tobas, o de los no menos temibles Mocovíes
que, recorriendo inmensas extensiones de selva pura, se
adentraban en las periferias de nuestra ciudad,
saqueando, matando, y haciendo cautivas, para luego
alejarse en medio de sus gritos y chillidos por las mismas
sendas frondosas que sólo ellos conocían y que resultaban
demasiado peligrosas como para que nadie se atreviera a
intentar un seguimiento.

Políticamente, desde 1782, se dependía de la intendencia


de Salta del Tucumán, y durante el año de 1810, hasta que
se definieron los partidismos y las lealtades, ante la nueva
opción que ofrecían los sucesos de Mayo, se habían
desempeñado como gobernadores de nuestra provincia
los señores Nicolás Severo de Isasmendi, don Joaquín
Mestre y don José Madeiros.

Recién el 11 de junio de 1810 se tuvo conocimiento en


nuestra ciudad de los sucesos ocurridos en mayo en
Buenos Aires, y cuando arribó la comunicación de la Junta
Provisional Gubernativa y del Cabildo, se convocó a todo
el pueblo de la ciudad, mediante repiques de campanas,
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para hacer conocer la deposición del Virrey.

Nuestra ciudad de entonces, en su apacibilidad pueblera,


se encontraba muy lejos de querer una revolución o algún
cambio que contraviniera su condición de consecuentes,
incondicionales y cómodos vasallos del Rey de España.
Pero todo eso dicho en el mejor sentido, porque tal
resultaba el tiempo que se vivía, y las mansas condiciones
políticas y sociales en que se manejaban nuestros
antiguos comprovincianos.

La lejanía con los polos de desarrollo de entonces, Buenos


Aires, hacia el sureste y Lima hacia el noroeste,
prácticamente visto desde hoy, tras la distancia del
tiempo, mantenían a Tucumán postergada, en actitud
vegetativa y reconociéndose a nuestra ciudad de entonces,
casi como a una gran posta en el camino.  

Pero, también, justo es reconocerlo, el Tucumán de


entonces, superando su mediocridad de modesto pueblo
mediterráneo, se caracterizaba en todo el concierto del
Virreinato por su ambición cultural; tanto, que se jactaba
de ser uno de los entes poblacionales que mayor número
de sus hijos mandaba a la célebre Chuquisaca, o Charcas.
Así, en el transcurso del tiempo, Tucumán habría de
vanagloriarse con dos presidentes de la Nación y un
vicepresidente, quienes entraron a la posteridad por la
puerta grande de los dilectos

Cuán lejos estaban nuestros comprovincianos de ese


mayo de 1810, de imaginar el importante protagonismo
que les cabría muy poco después, y con ellos a la ciudad
toda, en los difíciles acontecimientos que se sucederían,
in olucrándoles directamente en una guerra cruenta la
involucrándoles directamente en una guerra cruenta, la
que se mantendría por catorce años consecutivos. Durante
esos años aciagos, nuestra provincia afrontaría sobre sus
hombros heroicos el peso principal de una lucha terrible,
que más tarde, algunos historiadores ingratos u
olvidadizos, pretendieron ignorar; quizá porque
significaba otorgar demasiada gloria a modestos pueblos
del interior y, sobre todo, a sus hijos; sangre joven y
anónima con que se habían regado los viejos caminos del
Inca para sustentar definitivamente la independencia de
las Provincias Unidas del Río de la Plata.

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