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EL ARTE ROMANO
Partiendo de los griegos, los romanos conciben el arte como un medio de hacer
propaganda del poder político. Tras los primeros momentos de la monarquía (siglos
VIII -VI a.C.), durante la república (siglos VI – I a.C.) conquistan Italia y comienzan una
expansión que les garantiza su futuro control del Mediterráneo occidental y oriental.
Después, el imperio iniciado por Octavio Augusto sobre la ruina de los reinos
helenísticos trae un largo período de paz que hace posible la transformación de Roma
como capital de un vastísimo territorio encarnado en la figura del emperador (siglos I
a.C. – V d.C.). Se logra así la unidad de todo el Mediterráneo a través de una fuerte
administración central, una sólida economía de conjunto, una lengua común (el latín),
unas mismas leyes (el Derecho), una sola religión y una única moneda. A diferencia de
los grandes imperios orientales, aquí existe un centro fijo que es la ciudad de Roma,
punto de partida y de regreso en sus dominios. Surgen entonces dos ideas
fundamentales que están presentes en todas las realizaciones artísticas romanas: el de
ciudad (urbs) y el de mundo (orbis), que remiten respectivamente a los de centro y
recorrido.
En una sociedad rígidamente dividida entre hombres libres, con patricios y plebeyos,
y esclavos, todo gira alrededor de muchos dioses que, si bien con frecuencia son los
griegos con nombres diferentes, se interpretan ahora de manera distinta. Con el
sentido práctico que les caracteriza, los romanos ya no entienden la vida como un
reflejo imperfecto de lo ideal, sino como el cumplimiento de la voluntad de unas
divinidades cuya fuerza se manifiesta directamente en lo terrestre. Ya no son
transposiciones de la naturaleza como en Egipto ni de lo humano como en Grecia, ni
tampoco se circunscriben a determinados lugares. Por el contrario, son auténticos
motores de la historia, pues sus acciones cambian el curso de los acontecimientos. En
esto radica el verdadero sentido de lo religioso para ellos: al cumplir la voluntad de los
dioses el hombre impone un orden rector en la naturaleza y así interviene
activamente en la historia. De aquí surgen conceptos como el tiempo, ya que toda
historia es proceso, y la participación, pues el hombre es consciente de que sus actos
repercuten en el equilibrio del universo.
Así se explica la tendencia del arte romano hacia el realismo y, dentro de éste, la
importancia del retrato, en el que el rostro deja constancia del momento presente y de
lo individual. Esto tiene su origen en una antigua costumbre funeraria, la de realizar la
efigie del difunto para guardarla, junto con otras de sus antepasados, en un armario
de la casa y sacarla en procesión con ocasión del entierro de un familiar. De igual
modo se explica el carácter divino del emperador, pues sus hazañas son queridas por
los dioses y, por ello, se perpetúan a través de monumentos que, en sus inscripciones,
siempre remiten a importantes hechos históricos, lo que no ocurre en el mundo
griego. Todo esto justifica el sentido oficial de la religión romana, en la que el Estado
interviene a través de los sacerdotes, ahora cargos públicos íntimamente relacionados
con la política. Y es este mismo servicio al Estado el que justifica todo el arte romano,
que, tendente a enaltecer el poder imperial, contribuye a crear el escenario donde los
hombres viven inspirados por la divinidad y donde cada lugar recuerda a cada uno el
orden general al que pertenece.
Arquitectura
La manifestación más patente de este nuevo espacio es la ciudad romana, que hace
visible la estructura del mundo al que se pertenece y que es producto de ordenar la
naturaleza según unos criterios constantes de carácter religioso. Cuando el sacerdote
especial que interpreta la señala de los dioses (augur) consagra un lugar, se sienta en
el justo medio y traza dos líneas principales que se cortan en ángulo recto para dividir
el espacio en cuatro partes que corresponden a los puntos cardinales. El mismo
esquema se aplica para fundar una ciudad, con lo que resulta una superficie cuadrada
o rectangular con cuatro áreas determinadas por dos calles perpendiculares: la
principal (cardo), de norte a sur, representa el eje del mundo y la secundaria
(decumanus), de este a oeste, sigue la carrera del sol. Imprescindible para garantizar
la defensa es la muralla, pared alta y gruesa con torres que rodea la ciudad. A partir
de este esquema se trazan las restantes calles, siempre paralelas y perpendiculares
entre sí, con lo que resulta un plano en cuadrícula que resultaba muy eficaz desde el
punto de vista administrativo. Las dos calles más importantes llevan a las cuatro
puertas abiertas en la muralla, y cerca del centro donde se unen se dispone el foro,
espacio rectangular y axial con función cívica donde se sitúan los edificios más
importantes, como la basílica y el templo. Así, la ciudad, como trasunto del mundo
romano, responde a un orden que la convierte en punto de partida de todos los
caminos que se dirigen al resto del Imperio y en punto de llegada para el retorno.
Los dos tipos de bóveda más utilizados son la de medio cañón, que surge por
desplazamiento de un arco de medio punto por una directriz recta, y la cúpula,
generalmente con planta circular y forma hemisférica. El muro es grueso y continuo
porque sirve como principal sostén de las cubiertas abovedadas. Recibe un nuevo
tratamiento como superficie ininterrumpida que, a su vez, es punto de encuentro
entre lo de fuera y lo de dentro. Esto permite dar al espacio muchas formas variadas y
también ocultar la construcción disponiendo en el exterior los órdenes clásicos, que, a
diferencia de Grecia, ya no cumplen una función estructural sino decorativa.
Para sus nuevas técnicas constructivas los romanos recurren a materiales como la
piedra, el hormigón y el ladrillo. La piedra se utiliza en forma de mampostería o de
sillería: en la primera, los fragmentos irregulares se unen con mortero o argamasa
(mezcla de cal, arena y agua); en la segunda, los bloques como paralelepípedos se
labran regularmente. El mármol se usa sólo como revestimiento y decoración en
edificios importantes realizados con aparejos pobres. Pero el verdadero
descubrimiento romano es el hormigón, imprescindible para desarrollar la
arquitectura abovedada. Barato y fácil de obtener y de aplicar, consiste en una mezcla
de cemento (caliza y arcilla), arena, agua y grava, o en lugar de ésta también cascotes
irregulares de piedra. Cuando se seca, esta mezcla ofrece mucha solidez, por lo que es
fundamental como núcleo en muros, pilares y bóvedas de gran tamaño, aunque por
su aspecto basto se oculta normalmente con otro material de mejor presencia. Por
tanto, gracias al hormigón los romanos hacen del espacio interior el auténtico
protagonista de su arquitectura, que se puede moldear libremente porque los muros
se asumen como envolvente. El ladrillo también es frecuente por su bajo precio y su
abundancia, aunque resulta tosco, lo que se remedia recubriéndolo con placas de
mármol. Ya sea secado al sol (adobe) o cocido al horno, se presenta solo o alternando
con capas de piedra, lo que crea contrastes de color.
A diferencia del teatro pero muy vinculado con él, el anfiteatro es una creación
romana pensada para la lucha a muerte entre gladiadores (en parejas o en grupos) o
entre gladiadores y animales salvajes (venatio). Los gladiadores son luchadores
armados que, en su mayoría, se escogen entre los prisioneros de guerra, criminales y
esclavos, aunque también los hay libres que se consideran profesionales. En un
principio estos espectáculos se celebran en las plazas públicas, para lo que se montan
asientos de madera, pero después se requieren mayor espacio y mejor visibilidad por
la complejidad alcanzada y el mayor número tanto de asistentes como de
participantes. Así nace el anfiteatro, un edificio completamente cerrado con planta
elíptica y con dos partes en su interior: la arena y la gradería. La arena consta de una
estructura subterránea cerrada con un piso de madera sobre el que se lucha. Debajo
de él se disponen al menos dos corredores - uno para esclavos y otro para animales –
que, además de establecer dos ejes que se cruzan en el centro, enlazan con cámaras
como almacenes, enfermerías o depósitos de cadáveres. Al igual que en el teatro, la
grada se divide en franjas y se sostiene con arcos y bóvedas, al tiempo que la fachada
se resuelve con la misma superposición de órdenes (Coliseo, Roma).
Coliseo
Termas de Caracalla
También relacionadas con el agua, las termas son establecimientos públicos para el
baño, considerado éste por los romanos como un acto social donde la gente no sólo
limpia el cuerpo sino también descansa, lo que se hace de manera colectiva como
parte de la vida cotidiana. Por ello, son edificios abovedados muy grandes, con
apariencia
lujosa gracias a las estatuas que los decoran y a los revestimientos con estucos,
mármoles y mosaicos. Según los romanos, para relajarse totalmente el baño debe
tener tres fases sucesivas que, con una temperatura ascendente, transcurren en
habitaciones distintas por este orden: el frigidarium (agua fría), el tepidarium (agua
templada) y el caldarium (agua caliente). Estas dependencias se sitúan en un mismo
eje y junto a ellas otras completan el circuito, como la sala para masajes, la sauna, el
vestuario, la palestra para los ejercicios atléticos al aire libre, la piscina descubierta,
pórticos, un jardín grande que rodea el edificio e incluso biblioteca. Para calentar las
habitaciones y el agua los romanos crean un sistema de calefacción basado en un
horno subterráneo común (hipocausto). Desde aquí el aire caliente circula bajo el
pavimento, suspendido sobre pilares de ladrillo, y también entre las paredes
realizadas con el mismo material, que por este motivo se agujerean (Termas de
Caracalla, Roma).
Pintura
Las pinturas murales se realizan con la técnica del fresco, que consiste en enlucir
previamente la pared, que ha de ser de piedra o de ladrillo, pero no mixto, además de
presentar una superficie rugosa. Después se pinta sobre ella mientras está húmeda, de
manera que el color se fija gracias a la transformación de la cal en carbonato cálcico
una vez que se combina con los gases carbónicos del aire. Como deben resistir la
acción cáustica de la cal, no todos los colores son aptos, siendo preferibles los de
origen mineral, y además siempre al final pierden intensidad por efecto del secado,
que debe ser lento y uniforme. Se desarrollan diversos géneros, como el histórico, el
retrato, el paisaje o el bodegón, este último con objetos relacionados con la comida.
También se aplican varios estilos, pues, por ejemplo, las paredes se dividen en
recuadros ornamentales donde se imitan las incrustaciones de mármol y también se
pintan motivos arquitectónicos que sugieren cierta profundidad (Sala de Ixión, Casa
de los Vetios, Pompeya) para situar a unas figuras muy emparentadas con las
esculturas helenísticas en sus actitudes (Culto Dionisíaco, Villa de los Misterios,
Pompeya). El mosaico consiste en colocar sobre una superficie pequeñas piezas
cúbicas (teselas) de distintos colores, que en el caso de los romanos son de mármol y
se utilizan en los pavimentos, donde se representan, igual que en la pintura, temas
muy diversos (Batalla de Issos, Nápoles).
Escultura
Tras la consolidación del imperio romano, otras influencias extranjeras, sobre todo
orientales, determinaron una progresiva separación del canon griego hacia una
simplificación formal de tendencia abstracta, que estableció las bases del arte
bizantino, paleocristiano y medieval. Este proceso, sin embargo, se intercaló con
varios períodos de recuperación del clasicismo, que además de fortalecer el vínculo
simbólico con el pasado fueron útiles para el mantenimiento de la cohesión cultural y
política del vasto territorio. Ni siquiera la cristianización del imperio pudo
determinar la exclusión de referencias a la escultura clásica romana pagana, y hasta el
siglo V, cuando la unidad política se rompió definitivamente, los modelos clásicos
siguieron siendo imitados, pero adaptados a los temas del nuevo orden social, político
y religioso que se había instaurado.
Estatua de Luperca o “Loba Capitolina” – Leyenda de Rómulo y
Remo