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Picasso

En el dorado temblor dominical


del Valle Giulia la nación es cálida,
silenciosa: su inocencia es semejante

a su impureza. Parece como si ardiera


de alegría popular, y es un aburrimiento
irreligioso que se derrama

con el sol de los florones y los grandes abanicos


de los escalones. Este no es más
que el acto con el que se descompone la Italia

instituida, un anónimo y honesto


acto de civilización... Hay quien lo cumple
entre la hierba abrasada y la fresca

oscuridad que surge de las filas de exuberantes


pinos de Villa Borghese; otros
lo hacen reflejándose en las pompas

festivas de la Plaza de España y se confunden


con un rumor que se extiende alrededor
monótono y magnífico: aquí

está más encendido el sentido de una Italia


que vibra en una antigua nota
de paz, en una muerte dulce como el aire

en el que la clase más alta reina inmóvil.

II

Y por la escalinata el anónimo, alma


sin memoria de un cuerpo deteriorado
por siglos de sueños humildemente humanos

de burguesa experiencia- es ya un mito


en este dorado domingo
que le ve claro en su claro traje.

De pronto su vida aparece adornada


por suaves pasiones
y su mente (dominada

por su dura y servil dignidad


en el corazón de la Institución)
parece que arda, testigo inmune,

con el humilde deseo de comprender

III

La primera tela, de escorzo intenso


y rosa, con un brillante y casi artesano
arabesco, pintada con tierra
y fuego escondido: vivo aún
el espíritu anterior a la guerra
mezcla en él escándalo y fiesta,

la enormidad del pensamiento y la pureza


de la técnica, y la ardiente y ahumada superficie
donde ensortija sus tonos

cerúleas corolas sobre áridos terrones.


Emblema de la Francia más alta
cuando el atardecer parecía

un alba de fuego, y la desesperación espanta


la pena del crear, y el derrumbarse
del siglo parece un heráldico dibujo suyo.

IV

Pero ya los espumosos y crudos hijos


en nubes de blancura, con acerados
contornos, con pureza de lirios

y lujuria de cachorros feroces,


denotan incluso en la luz de una idea
digna de Velázquez, incluso en los encajes,

el exceso de expresión que los crea.

La expresión que del cabello aflora


en el cuadro, con una visceral intimidad,
infecta de ardiente desamor,

que sacude la escama de dulces


tonalidades, que, si resiste e incluso
se mofa, se debe a reales,

ebrios coágulos. Pero entre los saltos


y los rasguños del pincel vemos una zona
de luz verdosa, los aspavientos

de los desacuerdos; he aquí la Expresión:


que se pega a la córnea y al corazón,
no solicitada, pura, ciega pasión,

ciega destreza, impúdica hinchazón


de los sentidos, limpio aburrimiento.
Tan sólo a este furor ateo

podía, en la caduca Francia, ceder


Goya su violencia. Quienes se exprimen aquí
son la pura angustia y la pura alegría.

VI

En la ordenada procesión
-horda del oír y del hacer,
no del creer-, los paisajes, las personas,

son esqueletos en cuya forma aparece,


sus perdidas figuras:
expresarlos es expresar su mal.

La patricia lechuza con un ávido


verde y un violeta en el pecho,
sin más sentido que el de inflamarse a sí mismo,

o en el ojo un borrón astuto y loco,


traidor; las flores que brotan
de un feto, o de una silla, y un esmalte

de tonalidades que los abrillanta


en el educado engranaje; las playas
en que exulta la alegría de un cadavérico agosto

en el que inventar tiene una mongólica


y monumental libertad que nada cuesta,
una brutal libertad que el mundo

transfigura a causa de la ignota fuerza


que tiene el vicio, que tiene la voluptuosidad
de exhibirse tiene: todo conduce

a una apacible furia de limpidez.

VII

¡Cuánta alegría en este furor por comprender,


en este expresarse que saca a la luz,
como materia empírea,

nuestra confusión, que en castas superficies


extiende nuestros ofuscados afectos!
La claridad que enciende en ellas

las formas internas, las vuelve objetos nuevos,


verdaderos objetos, y no cuenta, sino que es coraje,
aunque delirante, que en ellos se refleje

la vergüenza del hombre que del Hombre


hace salario, la vergüenza del hombre
más reciente. De este hombre que con sabio

calor ve subir claramente,


en las horribles losas la figura
de sí mismo, su culpa, su

historia. Ve reducidas a la oscura furia


del sexo las exaltantes represiones
de la Iglesia, y desnuda, con la pura

claridad del arte, la prístina razón


liberal; ve celebrada
con brillantes figuraciones
la decadencia de la débil burguesía
ávida aún en su miope
remordimiento y en su cinismo…

Pero qué profunda y tranquila alegría


comprender también el mal, qué infinito
regocijo, qué púdica fiesta

en la pasional sed de claridad,


en la inteligencia que, completa, certifica
nuestra historia en nuestra impureza.

VIII

Y de pronto he aquí, desbordante, el error de Picasso,


expuesto sobre las grandes superficies
que abren en paredes la baja,

frágil idea, el puro capricho


airoso, la gruesa y gigantesca
expresividad. Él - el más cruel entre los enemigos

de la clase que refleja,


mientras quedaba en el tiempo de ella
- enemigo por furor y por babélica

anarquía, caries necesaria - sale entre el pueblo


y va a parar a un tiempo inexistente:
disimulado con los medios de su misma

antigua fantasía. Ah, no se halla en el sentimiento


del pueblo su despiadada Paz,
este idilio de blancos.

Ausente está aquí el pueblo, cuyo rumor


calla en estas telas, en estas salas,
cuando afuera estalla feliz por las plácidas

calles en fiesta, en un canto común


que invade barrios y cielos, calles y aldeas,
a lo largo de Italia, hasta los valles, derramando

por segados y amarillos declives


trigales - por los pueblos de la Europa
perdida- donde repite los bailes

y los coros antiguos en el viejo


aire dominical. Y el error
se halla en esta ausencia. La salida

hacia lo eterno no se halla en este amor


deseado y prematuro. Es en el permanecer
dentro del infierno con una voluntad marmórea

de comprenderlo donde hay que buscar


la salvación. Una sociedad
destinada a perderse es fatal

que se pierda: una persona jamás.


IX

Desafortunados decenios tan vivos


que no pueden ser vividos
sino con un ansia que los prive

de todo apacible conocimiento, con el dolor


inútil de tener que asistir a su pérdida
por su excesiva proximidad... Mudos

decenios de un siglo todavía verde,


y quemado por la rabia de la acción
que no conduce sino a dispersar

en su fuego toda luz de Pasión.


El puro miedo llena las últimas
salas expresado en zonas cristalinas

de infantil y senil cinismo: oscura


y alucinada Europa proyecta en ellas
sus paisajes internos. Aquí está madura,

si más transparente en ella se refleja,


la luz de la tempestad, las carnicerías
de Buchenwald, la periferia corrompida

de las ciudades incendiadas, los oscuros camiones


de los cuarteles fascistas, las blancas
terrazas de las costas, en las manos

de este zíngaro se tornan infames


fiestas, angélicos coros de carroña:
toestimonio de que de los dolorosos

años nuestros la vergüenza puede


expresar el pudor, transmitir
la angustia, la alegría: de que

es necesario estar locos para ser claros.


Pier Paolo Pasolini, 1953

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