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Juan Poblete
Nuevos
acercamientos
a los estudios
latinoamericanos
Cultura y poder
El giro de la memoria en América Latina*
Trayectorias, desafíos, futuros
Michael J. Lazzara
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Traducido por Stephanie Rohner Stornaiuolo.
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Ver, por ejemplo, “Present Pasts: Media, Politics, Amnesia” en Huyssen (2003).
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Ver, por ejemplo, Avelar (1999); Richard (1994); Moreiras (1999); y O’Donnell et al. (1986).
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proyecto liderado por Jelin, que surgió una década después de inicia-
da la transición argentina, se esmeró en reconstruir, valientemente,
ciertos espacios intelectuales que habían sido debilitados por la dic-
tadura (aunque, por cierto, no destruidos). Además, centralizó la me-
moria en la academia argentina y formó a una generación de jóvenes
académicos tanto de América Latina como de los Estados Unidos,
que representarían el futuro del campo de los estudios de memoria.
Sin subestimar el papel crucial que desempeñó el proyecto “Me-
morias de la represión” en introducir la memoria a las discusiones
académicas latinoamericanas y latinoamericanistas, no debemos ol-
vidar que la memoria en América Latina surgió primero y sobre todo
del activismo y la lucha política. Solo después (o quizá hasta cierto
punto de manera simultánea) se convirtió en una consigna para aca-
démicos que también eran activistas o que eligieron solidarizarse
con los proyectos políticos de aquellos que más sufrieron las atroci-
dades de las dictaduras. En consecuencia, la memoria tiene una his-
toria que debe ser reconocida.
Al referirse a este asunto en el nuevo prólogo a Los trabajos de la
memoria (1999, 2012; State Repression and the Labors of Memory, 2003),
Jelin señala que el ímpetu original del proyecto fue “acompañar crí-
ticamente” a ciertos actores sociales, como a los familiares de los de-
tenidos-desaparecidos, y reflexionar junto a ellos sobre sus experien-
cias del pasado reciente. Jelin aclaró en una entrevista posterior que
la noción de “ciudadanía” –no memoria– fue, para el grupo, la prime-
ra puerta de entrada a los debates posdictatoriales (Mombello, 2014,
p. 147). Al escuchar cuidadosamente el lenguaje empleado por los
nuevos movimientos sociales que estaban emergiendo en Argentina
después de la dictadura, los académicos descubrieron que memoria
era ya un término central en las luchas de los activistas de derechos
humanos y, por tanto, decidieron utilizar ese mismo término como
base para una reflexión académica sobre la posdictadura y sus desa-
fíos. Steve J. Stern (2016) hace eco de este punto para el caso chileno al
mostrar que ya existían luchas activistas importantes por la memo-
ria en Chile inmediatamente después del golpe de 1973, mucho antes
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El informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, por ejemplo,
ofreció: “una narrativa histórica que demostraba los continuos problemas de racismo
contra la población indígena, la centralización del poder en la élite predominante-
mente blanca y mestiza de la costa, y la implementación de ‘gobernar por abandono’
en que el Estado estaba esencialmente ausente en grandes sectores del territorio na-
cional... Si bien la comisión condenó al grupo armado Sendero Luminoso como los
principales perpetradores de la violencia (en 54 casos de muertes y desapariciones)...
atribuyó también responsabilidad a los gobiernos consecutivos (Belaunde, García y
Fujimori) y partidos políticos que renunciaron a su autoridad en favor de las fuerzas
armadas (responsables de un 29% de las muertes y desaparecidos) y la policía (un 7%)”
(Milton, 2014, p. 7).
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otros lugares más allá de Ayacucho (como Lima, la selva o las áreas
de producción de coca), y la necesidad de crear espacios institucio-
nales y dar apoyo a grupos emergentes de jóvenes intelectuales que
están haciendo un trabajo urgente, como el taller de estudios sobre
memoria Yuyachkanik en la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos (Lima) (p. 297).
Según Marta Cabrera (2005), Colombia sufrió un problema dife-
rente a mediados de la primera década del 2000, aunque no com-
pletamente desvinculado del caso peruano: en Colombia hubo una
producción popular, académica y artística prolífica, pero que careció
a veces de una complejidad narrativa que pudiera dar cuenta de la
compleja naturaleza de la violencia política en ese país. De manera
análoga al caso del Perú en las décadas de 1980 y 1990, en Colombia
existía una tradición académica de violentología desde la década de
1960,4 aunque una reflexión académica formalizada sobre la memo-
ria (o su falta) emergió un tiempo después –quizá con la publicación
del trabajo seminal de Gonzalo Sánchez Gómez, Guerras, memoria e
historia (2003), en el cual este argumenta que décadas de amnistías y
perdones, y de imponer el olvido, ocasionaron que los colombianos
confundieran “la amnistía con paz”– (p. 90). Frecuentemente en Co-
lombia se produjo una mistificación de la violencia, en la cual casi
se concibió la violencia como parte de la identidad nacional colom-
biana. Por tanto, los trabajos sobre memoria no lograron, en muchas
ocasiones, detallar las causas y formas específicas de la violencia, y,
como Cabrera (2005) también ha sostenido, carecieron de “rituales
adecuados y de una narrativa capaz de articular la pluralidad de me-
morias [que dan forma a la] historia” (p. 52). Sin embargo, todo esto
comenzó a cambiar a partir de 2005.
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La tradición intelectual de la violentología incluye obras clásicas como La violencia en
Colombia: estudio de un proceso social (1962), de Monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals
Borda y Eduardo Umaña Luna, o el más reciente Matar, rematar y contramatar: las masacres
de la violencia en el Tolima, 1948-1964 (1990), de María Victoria Uribe. Estos libros, junto con
muchos otros, sentaron las bases para los estudios de memoria colombianos.
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Con el transcurso del tiempo, las discusiones sobre memoria en América Lati-
na han pasado por etapas que pueden comprenderse como “momentos” den-
tro de las tres “oleadas” principales que describí en la sección anterior. Estos
momentos no son mutuamente exclusivos y a veces se superponen.
En resumidas cuentas, un primer momento, que correspondió
aproximadamente a las décadas de 1980 y 1990, se enfocó fundamen-
talmente en las víctimas de la violencia dictatorial y en sus testimo-
nios sobre la tortura, el exilio y otras formas de sufrimiento. Este mo-
mento testimonial generó debates sobre los silencios y omisiones de
los testimonios, así como sobre las posibilidades e “imposibilidades”
(siguiendo a Primo Levi, Giorgio Agamben y otros) de dar cuenta de
las experiencias traumáticas. La necesidad de una “escucha empáti-
ca” fue también central en este debate.6 Durante esta primera etapa,
críticos de arte y críticos literarios escribieron exhaustivamente
sobre las posibilidades de expresar lo “inexpresable” a través de la
producción cultural.7
5
Ver, por ejemplo, Moulian (2000).
6
Ver Felman y Laub (1992).
7
Mi propio trabajo inicial (Lazzara) participó en este momento.
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Mi referencia es a una reciente presentación de Vezzetti (noviembre 2014) en el Instituto
de Historia de Nicaragua y Centroamérica (IHNCA), Universidad Centroamericana-Mana-
gua: “Nuevas memorias de la violencia política en la Argentina. La violencia revolucionaria
en primera persona: del crimen y las víctimas a las escenas de reconciliación” (sin publi-
car). Ver también Vezzetti, Sobre la violencia revolucionaria; y Beverley.
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Sobre esta pregunta, ver Ovalle et al. (2014).
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que ver, sobre todo, con el discurso: con las historias que se cuen-
tan, circulan, apoyan, retan o dan forma a las narrativas “colectivas”
que los grupos y sociedades mantienen de sí mismos. Es indudable
que estudiar la memoria tiene que ver con las instituciones sociales,
pero una de las grandes contribuciones de los estudios de memoria
es el énfasis que estos ponen en los afectos, sentimientos y pasiones
que, si bien escapan a las instituciones, participan activamente en
lo “político”. Dicho de otra forma, una perspectiva de memoria nos
puede ayudar a comprender las “dimensiones no institucionales de
la política”, a pensar cómo los grupos e individuos narran sus expe-
riencias y cómo se posicionan a través del discurso en una relación
con el Estado y con otras comunidades locales o globales (p. 6). Más
aún, nos ayuda a comprender las luchas políticas que surgen acerca
de cómo interpretar el pasado y nos obliga a pensar cómo las tempo-
ralidades afectan la construcción de los significados del pasado. En
resumen, los estudios de memoria se concentran en las negociacio-
nes dinámicas de significado que se dan en y a través de la cultura, en
las formas en que esos significados se entrelazan con la historia y en
las batallas políticas que determinan quién define el pasado, cómo y
con qué objetivos (Struken, 1997, p. 5). En última instancia, están en
juego preguntas sobre política, identidad y derechos que se discuten
en las distintas disciplinas, pero que resaltan en modos específicos y
sorprendentes cuando se intersectan con la noción de memoria.
Renovar los estudios de memoria requiere regresar a las preguntas
específicas que un prisma de la memoria puede hacer posible y pensar
en el rol que puede desempeñar la memoria en fomentar el cambio polí-
tico democrático. Los estudios de memoria son siempre políticos. No pro-
ponen estudiar narrativas como un mero ejercicio de deconstrucción.
Tampoco los estudios de memoria deben enfocarse únicamente en la de-
rrota y la tragedia. Las memorias tienen que ver tanto con la superviven-
cia, la resistencia y con construir algo para el futuro como con el sufri-
miento pasado. Estoy de acuerdo con la preocupación de Estela Schindel
(2011) cuando pregunta provocativamente: “¿Construimos monumentos
y sitios de memoria porque no hemos podido construir ciudades más
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Agradezco a Florencia Mallon por su contribución en este punto.
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Memoria y pedagogía
He sugerido hasta ahora que los estudios de memoria han planteado una
serie de preguntas que han enriquecido la forma en que las disciplinas
individuales dentro de los estudios latinoamericanos se han aproxima-
do a contextos de violencia en curso y pasada. También he sugerido que
la memoria ha ofrecido un lenguaje mediante el cual los académicos
pueden intervenir políticamente para abogar por cambios democráticos
ante el neoliberalismo, el imperialismo, el autoritarismo y la desigual-
dad sofocante. Esto me lleva a una última propuesta para los estudios
de memoria que todavía no he mencionado, pero que es crucial para el
futuro de la memoria: su función pedagógica.
Una de las formas más importantes en que nosotros, como es-
tudiosos de la memoria, podemos intervenir políticamente es a
través de nuestro trabajo con estudiantes dentro y fuera de clase.
Ileana Rodríguez, cofundadora de la nueva Maestría en Estudios
Culturales con énfasis en Memoria, Cultura y Ciudadanía, en la
Universidad Centroamericana de Managua, Nicaragua, ha hecho
una observación crucial que se aplica a universidades a lo largo de
las Américas, Norte y Sur. Nuestros estudiantes, apunta, están com-
pletamente ubicados en los contextos del neoliberalismo, el posmo-
dernismo y la post-Guerra Fría.11 ¿Por qué es importante, entonces,
que hablemos con ellos sobre memorias e historias de terrorismo de
Estado de las décadas de 1970, 1980 y 1990? Su respuesta es sencilla:
porque estos Estados terroristas persisten hoy con otros nombres:
Estados neoliberales, narcoestados, etcétera. Pilar Calveiro hace
eco de esta idea cuando nos recuerda que “los genocidios del pasa-
do resuenan en las afrentas que la gente sufre en la actualidad”.12
En consecuencia, cultivar pedagogías de memoria efectivas y
11
Rodríguez (“Introducción a la Maestría en Memoria”, “Programa de Maestría Inter-
disciplinaria”).
12
Calveiro hizo este comentario en la conferencia de Managua referida anteriormente.
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Para más información sobre este programa, ver http://maestria-ihnca.blogspot.com.
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