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I. Sistema jurídico.
¿Qué es un sistema jurídico? Un conjunto de normas con algún orden interno (i)
que califican deónticamente los comportamientos de los ciudadanos (ii)
correlacionándolos con la posibilidad de sanciones (iii) administradas por órganos de
carácter público y/o que actúan en nombre de la colectividad (iv). Desglosemos los
componentes de esta definición.
i.) Un sistema jurídico es un conjunto de normas. Hablamos de normas y no de
cosas tales como estados de cosas deseados por alguien o como valores constitutivos de
la base de algún sistema moral o concepción del mundo. Si el sistema jurídico está
constituido por normas y sólo por normas, y no por cualesquiera de esos otros entes
(representaciones mentales, valores, etc.), el sistema jurídico llega hasta donde lleguen
sus normas y todo uso que para los fines o las funciones del sistema jurídico se haga de
esos otros entes será o complemento o suplantación del sistema jurídico por obra de
“cosas” que no forman parte de él. Que tal complemento o suplantación sean buenos o
malos, convenientes o inconvenientes, no se discute en este punto.
¿Pero qué son las normas? Una norma es un enunciado asociado a
representaciones (creencias, deseos, miedos, etc.) de dos grupos de sujetos: el/los que
enuncia(n) la norma y los destinatarios de la misma. De la interacción entre tales
representaciones de unos y otros y de la correlación de fuerzas entre ellos dependerá el
concreto contenido que en cada momento se asocie a dicho enunciado, durante la
vigencia del mismo como norma. Y las representaciones del que enuncia la norma (y
del que la recibe; pero olvidémonos ahora de éste último, para no enredar las cosas aquí
más de lo imprescindible) son dependientes de sus horizontes, esto es, de su concepción
del mundo y, dentro de ella y muy particularmente, sus valores. Podemos representar
esto bajo la forma de tres estratos, cada uno de los cuales sostiene al que está encima y
es la razón de ser de sus concretos contenidos. Llamemos esquema genético a este
primer esquema.
ESQUEMA 1 (GENÉTICO):
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sociológicas de que el enunciado sea ése y no otro, pero nada añaden a lo que el
enunciado por sí mismo no signifique y resuelva, y nada quitan de lo que por sí mismo
signifique y resuelva.
Para otras doctrinas del derecho la norma jurídica es, antes que nada, un
contenido psicológico, una voluntad sobre todo, y sólo secundaria y subsidiariamente es
enunciado (como medio de expresión de tales contenidos psicológicos) y valor (como
explicación contextual de tales contenidos psicológicos). Llamemos psicológicas a estas
concepciones de lo jurídico.
Por último, para el tercer tipo de doctrinas, que denominaremos axiológicas, las
normas jurídicas son antes que nada expresión de valores, de contenidos deónticos
objetivos, existentes per se, es decir, anteriores a cualquier voluntad que los adopte y a
cualquier enunciado que los explicite.
Las tres concepciones o tipos de doctrinas reconocen aquellas tres dimensiones
de las normas jurídicas, pero discrepan en su orden de importancia a la hora de
determinar el núcleo o fuente central del contenido de la normatividad jurídica. Para
cada una el derecho es primariamente una de esas dimensiones y sólo secundariamente
cuentan, como complemento subordinado a aquélla, las otras dos. Podemos
representarlas así.
Pero sabemos que un mismo enunciado con sentido puede tener diferentes
significados. Una cosa es saber que un determinado enunciado es una norma y otra
saber qué es exactamente lo que significa, es decir, qué comportamientos caen
exactamente bajo su calificación y en qué sentido. Estamos ante el problema de la
interpretación de los enunciados normativos. Lo explicamos con el siguiente esquema.
Llamamos “E” al enunciado normativo que hay que interpretar y S al significado que se
le asigna.
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ESQUEMA 2 (INTERPRETATIVO).
(1) Representaciones del que (1) Representaciones de los (1) Representaciones del
formula originariamente el miembros de la sociedad en que aplica el enunciado
enunciado. la que está vigente la norma. normativo a la resolución
de un caso.
↑ ↑ ↑
(2) Concepción del mundo y (2) Concepción del mundo (2) Concepción del mundo
valores operantes sobre el y valores de los miembros de y valores operantes sobre el
que formula originariamente sociedad en la que está que aplica el enunciado
el enunciado. vigente la norma. normativo a la resolución
de un caso.
ESQUEMA 2 BIS.
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jurídicamente indiferentes. Pero parece discutible que pueda haber tal cosa, al menos en
los derechos modernos. Y no puede haberla porque existe en los sistemas jurídicos
modernos, al menos los de los llamados Estados de Derecho, una cláusula de cierre que
viene impuesta, precisamente, por las Constituciones, y en particular por el sistema de
derechos fundamentales constitucionalmente garantizado. Esa cláusula de cierre es la
que estipula que “todo lo no prohibido está permitido”. Sobre el papel también puede
pensarse en una cláusula de cierre que diga que “todo lo no expresamente permitido está
prohibido”.
Hay que explicar, antes que nada, qué es y para qué sirve la llamada cláusula de
cierre de un sistema jurídico. Las normas de un sistema jurídico se refieren
expresamente a un número finito de comportamientos o situaciones de los sujetos
abarcados por el sistema: matar, comprar, pagar un impuesto, entrar en una casa, ser
propietario, ser deudor, etc., etc. De esas acciones y situaciones de determinados sujetos
unas están prohibidas (por ejemplo matar), otras son obligatorias (por ejemplo, pagar un
determinado impuesto) y otras estarán expresamente permitidas (por ejemplo, comprar
un inmueble). Pero de otras acciones posibles, y habituales, cabe que las normas no
digan absolutamente nada. Por ejemplo, de la acción de rascarse la nariz mientras uno
ve televisión en su casa. ¿Forma el rascarse la nariz en casa parte del “espacio libre de
derecho”?, ¿es una acción jurídicamente indiferente? Inventemos un supuesto. Un
policía ve a través de la ventana de mi casa que me rasco la nariz mientras, solo, miro el
televisor. Me denuncia por ello y el órgano jurídico correspondiente me imputa alguna
consecuencia por ese acto mío: me encarcela, me expropia el televisor o me da una
medalla. Si mi comportamiento es jurídicamente indiferente, indiferente será también
ante el derecho el comportamiento del guardia o del órgano que me castiga o me premia
por él. Esto equivale a decir que no tengo defensa posible en derecho ante tales
medidas. Así pues, si he de poder defenderme en derecho frente a esas medidas es
porque mi comportamiento está amparado por algo que prohíbe que se me castigue por
él. O sea, que mi comportamiento está jurídicamente permitido. Pero habíamos dicho
que ninguna norma del sistema jurídico se refiere expresamente a mi acción de rascarme
la nariz ante el televisor de mi casa. No, pero hay en la Constitución dos normas –al
menos- complementarias, una de las cuales consagra mi libertad para hacer todo lo que
no esté expresamente prohibido y la otra impide a los órganos del Estado castigarme por
nada que no esté expresamente prohibido. Son las normas que con carácter general
consagran el derecho a la libertad personal y la prohibición de la arbitrariedad de los
poderes públicos. En consecuencia, rige en los sistemas constitucionales de Estado de
Derecho la cláusula de cierre de que todo lo no prohibido está permitido, y rige no como
mero postulado teórico, sino con sustento jurídico-positivo, constitucional 1.
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Entre nosotros, páginas de las mejores sobre este tema las ha escrito Luis Prieto Sanchís. Atendamos al
hilo central de su argumento: “Por lo que se refiere a España, creo que la idea de un derecho general de
libertad en los términos expuestos encuentra fácil acomodo en la preceptiva constitucional. Ante todo, el
hecho de que la libertad aparezca reconocida en el artículo 1.1 como un valor superior del ordenamiento
y, por tanto, como un criterio hermenéutico insoslayable para la interpretación de todo el sistema jurídico
Si esto es así, parece lógico que toda disposición que limite la libertad, ya sea mediante la imposición de
mandatos o el establecimiento de prohibiciones, pueda ser enjuiciada a fin de comprobar su necesidad,
adecuación y proporcionalidad. En segundo lugar, resulta clave el artículo 10.1: de un lado, el
reconocimiento del <<libre desarrollo de la personalidad>> representa la traducción jurídica del principio
de autonomía, esto es, de aquel principio que permite organizar nuestra existencia del modo que nos
parezca más oportuno, siempre que ello no lesione a terceros o, en general, siempre que no existan
razones sustentadas en bienes dignos de protección que autoricen la limitación de aquella autonomía (...).
Por último, <<la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos>> (...)implica que, dentro del
respeto a la legítima discrecionalidad política del legislador, también él está sometido al imperativo de la
racionalidad; pues que la Constitución excluya la existencia de leyes arbitrarias es lo mismo que requerir
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Pero han existido, y el siglo XX los ha conocido, sistemas jurídicos en los que
dicha cláusula de cierre de libertad no existía. Es el caso del nazismo o el estalinismo,
pues en ambos disponía el poder público de la facultad, legalmente respaldada, para
operar con libertad contra cualquier persona y por cualquier causa que considerara
dañosa o peligrosa, al margen por completo de toda tipificación legal de las conductas.
Fueron sistemas de radical arbitrariedad y, como podría sostenerse desde doctrinas
como las de Lon Fuller, de ausencia práctica de auténtico sistema jurídico, si por tal
entendemos el que configura con carácter general las reglas de comportamiento a las
que el ciudadano debe y puede atenerse sin riesgo ni temor en caso de que las cumpla.
Cosa distinta es que aparezcan dudas interpretativas, es decir, dudas acerca del
alcance concreto de los enunciados normativos que califican genéricamente
comportamientos como obligatorios, prohibidos o permitidos. La Ley de Carreteras
(Ley 25/1988 de 29 de julio) en su art. 24.1 dice así: “Fuera de los tramos urbanos de
las carreteras estatales queda prohibido realizar publicidad en cualquier lugar visible
desde la zona de dominio público de la carretera, sin que esta prohibición en ningún
caso dé lugar a indemnización”. Cuando dicha Ley entro en vigor la empresa Osborne
borró de su famoso Toro la inscripción que antes figuraba en él y dejó sólo la efigie.
Así, sin inscripción, ¿es publicidad el Toro de Osborne? Si es publicidad, está prohibido
y se justifica la sanción a la empresa Osborne por mantenerlo tras la vigencia de la Ley;
si no es publicidad es perfectamente lícito conservarlo en su lugar. Exactamente este
caso fue el que resolvió la Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de diciembre de 1997,
que estableció que el Toro no es publicidad y no ha lugar a la sanción por vulnerar la
mencionada prohibición. El caso era sumamente dudoso, pues la Ley no hace ninguna
alusión directa al Toro de Osborne y tanto puede considerarse, con buenas razones y sin
violentar la semántica, que el mismo es publicidad, como con razones igual de buenas y
con idéntico respeto al uso lingüístico, que no lo es. Entonces, ¿qué dice el sistema
jurídico español del Toro de Osborne? Respuesta: lo que dijo el Tribunal Supremo. Pero
el Tribunal Supremo no falla como falló porque el derecho así le obligue, sino que el
derecho dice lo que dice porque el Tribunal Supremo lo dijo. Por tanto, el caso no
estaba resuelto por, en o desde el sistema jurídico antes de que el Tribunal Supremo lo
decidiera. ¿Ocurre así en cualquier caso imaginable? No, pues hay casos claros, que son
aquellos en los que el asunto que se enjuicia cae con total obviedad bajo la referencia
del enunciado normativo y no concurre ninguna circunstancia excepcional que haga
irracional o absurda la aplicación de la consecuencia normativamente prevista. La
mayor parte de nuestros comportamientos cotidianos constituyen casos claros si nos
preguntamos por su estatuto jurídico. Lo que sucede es que a los tribunales sólo suelen
llegar los casos oscuros, los casos en los que la solución es discutible por depender o del
significado que se otorgue a las normas que se estimen aplicables, o de la calificación
que se haga de los hechos en discusión.
De los casos claros cabe esperar que cualquier tribunal los decida de modo
idéntico. De los oscuros, no, y de ahí la necesidad de sucesivas instancias judiciales, con
las que se trata de que el sujeto que ejerce su derecho a obtener sentencia que ponga fin
que las leyes puedan exhibir una justificación razonable”. Y continúa: “Sin embargo, creo que el
fundamento de un derecho general de libertad no sólo puede construirse a partir del Título Preliminar de
la Constitución, sino que es posible obtenerlo también dentro del catálogo de derechos y, más
concretamente, en uno de los más fuertes y resistentes; me refiero a la libertad de conciencia recogida en
el artículo 16.1 como <<libertad ideológica, religiosa y de culto>>” (L. Prieto Sanchís, Justicia
constitucional y derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2003, pp. 253-254). Repárese en que Prieto
Sanchís considera que ese derecho general de libertad no sólo cierra funciona como cláusula de cierre de
sistema, sino que sería también el superderecho que descalifica toda norma limitadora de la libertad que
no esté avalada por buenas razones.
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primacía de la ley posterior perderían prácticamente toda su razón de ser las previsiones
que la Constitución hace de poderes normadores abstractos, ya sean del Parlamento, de
los Parlamentos autonómicos, de las Administraciones, etc. Por eso podemos considerar
que aunque el principio de derogación de la ley anterior por la posterior no apareciera
recogido expresamente en el Título Preliminar del Código Civil (art. 2.2) podría
perfectamente considerarse vigente por cuanto que la Constitución ineludiblemente lo
presupone. Si no lo vemos así, tendríamos que otorgar estatuto paraconstitucional a
dicho artículo del Código Civil.
En cuanto a la regla de lex specialis, su fundamento es aún más evidente. Desde
el momento en que tenemos que las normas se hacen mediante el lenguaje y que no rige
una norma universal de tratar de modo absolutamente igual todo lo que pueda acogerse
a la referencia de un mismo término (por ejemplo, ser humano), tenemos que el legislar
es establecer distinciones allí donde podría no haberlas (en lugar de dar el mismo trato a
todos los seres humanos distingue entre nacionales y extranjeros, hembras y varones,
mayores y menores de cierta edad, etc., etc.). Así pues, del mismo modo que para
describir lo que acontece necesitamos términos de distinto grado de generalidad, para
que la regulación de la sociedad sea posible necesitamos especificar tratamientos
valiéndonos de referencias progresivamente menos generales. Si no presuponemos eso,
la labor legislativa se torna inviable. En realidad cabría perfectamente defender que
cuando una norma concede un trato a un caso más genérico (por ejemplo, que pagarán
el impuesto I todos los que tengan ingresos superiores a cien mil euros) y otra un
tratamiento diverso a uno más preciso (por ejemplo, que no pagará el impuesto I quien
viva en León, sean cuales sean sus ingresos), no hay propiamente una antinomia, pues si
la hay tendríamos que el sistema jurídico es plenamente antinómico, es decir,
incoherente. Y no es así.
En el caso de las incoherencias por defecto el sistema jurídico recurre, para al
menos atenuarlas, a otorgar valor normativo vinculante a las decisiones de ciertos
tribunales, normalmente los de más alta jerarquía. Es la función principal de la
jurisprudencia como fuente. Entre nosotros se ha cumplido a través de la
institucionalización del recurso llamado por infracción de doctrina o por infracción de
jurisprudencia. Con la entrada en funcionamiento de los Tribunales Superiores de
Justicia de las Comunidades Autónomas como última instancia judicial para
determinados asuntos, se ha querido satisfacer ese mismo cometido mediante la
creación del llamado recurso para la unificación de doctrina, en el ámbito laboral y
administrativo. Y no olvidemos que en las cuestiones más relevantes para el ciudadano,
las que tocan a sus derechos fundamentales, la decisión suprema y vinculante la tiene el
Tribunal Constitucional.
Continuemos con los caracteres que al sistema jurídico le atribuimos en la
definición con que arrancamos.
ii) Las normas del sistema jurídico correlacionan comportamientos con la
posibilidad de sanciones. El tratamiento en profundidad de este aspecto, tan discutido,
nos exigiría un espacio que aquí no cabe. El problema principal lo plantean aquellas
normas que confieren poderes de hacer o no hacer, ya sea dándoselos a los ciudadanos
(por ejemplo, facultándolos para suscribir contratos, si quieren), ya sea constituyendo
instituciones (por ejemplo, el Parlamento, el Tribunal Constitucional, el Registro de la
Propiedad, la Agencia Tributaria, etc., etc.) que podrán realizar actos con valor
normativo y fuerza vinculante. Para no entrar aquí en más pormenores, permítaseme
asumir, aunque sólo sea aquí y a estos efectos de simplificación, que es una forma de
sanción la nulidad de un acto realizado por la persona o institución que no reúne los
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requisitos establecidos para ello por el sistema jurídico, o sin respetar los
procedimientos y formalidades por el sistema dispuestos para ese fin.
Los sistemas jurídicos regulan su propia creación. Las normas jurídicas regulan
el modo de creación de las normas jurídicas. Como las necesidades normativas son
enormes en sociedades altamente complejas, el sistema jurídico tiene que procurar su
propio dinamismo y su permanente capacidad de adaptación a circunstancias
cambiantes y de respuesta a eventos imprevistos. Pero tal necesidad ha de combinarse
con unos mínimos requerimientos de certeza y cognoscibiliad. No cualquier cosa, no
cualquier mandato puede tenerse por norma jurídica, pues sería tanto como disolver el
derecho y convertir en inviable su función ordenadora. Así pues, jurídicas serán aquellas
normas que reúnan determinadas características, de las cuales la más relevante es su
proveniencia de un órgano habilitado por el propio sistema jurídico para crear,
precisamente, normas jurídicas, con el alcance y la fuerza que el propio sistema les
atribuya. La “sanción” de nulidad es el veredicto que, con base en el sistema jurídico y
por el órgano según él competente, se dicta para poner de manifiesto que un
determinado enunciado normativo (un contrato, un reglamento, una sentencia, una ley,
etc., etc.) carece de valor jurídico, no es norma del sistema.
iv) Aquellas sanciones son administradas por órganos de carácter público o que
actúan en nombre de la colectividad. Sin entrar tampoco aquí en demasiados detalles ni
matices, bástenos decir que con esta parte de la definición se alude a lo que se suele
denominar la institucionalización de las sanciones. Las instituciones sancionatorias y
sus modos de operar, son establecidos por el propio sistema jurídico, que vela así por su
eficacia autoaplicándose.
Ya tenemos la noción de sistema jurídico con la que vamos a trabajar aquí.
Ahora toca preguntarse cómo se interrelaciona con la Constitución.
1. Jerarquía.
El sistema jurídico español tiene una estructura jerárquica por imperativo
constitucional. Que su estructura sea jerárquica quiere decir que en él las normas se
pueden diferenciar, en cuanto a su fuerza, en superiores, inferiores e iguales. Una norma
superior no puede ser derogada o modificada por una inferior, pero puede derogar o
modificar a ésta. Correlativamente, una norma inferior no puede derogar o modificar a
una norma superior, pero puede ser modificada por ésta. Las normas iguales pueden a
veces derogarse y modificarse entre sí, pero lo harán según otro tipo de relaciones, no
jerárquicas; por ejemplo, temporales. Otras veces, cuando opera el principio de
competencia, no pueden derogarse o modificarse entre sí.
Con arreglo a la Constitución, en esa estructura jerárquica tiene la propia
Constitución un lugar más elevado que todas las demás normas que se dicten por los
órganos que ella instituye. Así se consagra en el art. 9.1 CE: “Los ciudadanos y los
poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”.
Es sumamente relevante el mencionado tenor, pues no dice que la Constitución sea la
más alta norma del sistema jurídico, sino que, puesto que a ella están sometidos los
poderes públicos del Estado Español y los ciudadanos, es norma más alta que cualquiera
que esos poderes (y esos ciudadanos) puedan crear en ejercicio de sus competencias y
facultades. Y es relevante el detalle porque de nuestro sistema jurídico forman parte
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2. Complejidad.
El carácter complejo del sistema jurídico que la Constitución consagra puede
ilustrarse por referencia al entrecruzamiento de criterios ordenadores de sus normas y a
lo heterogéneo de la proveniencia de sus normas.
Respecto del entrecruzamiento de criterios ordenadores de las normas, podemos
mencionar fenómenos o datos como los siguientes:
i) Hay normas que formalmente están en un escalón de la jerarquía, pero que
funcionalmente operan en el escalón superior. Es el caso de las leyes que forman parte
del que la doctrina denomina bloque constitucional o bloque de constitucionalidad 4:
Reglamentos de las Cámaras, Estatutos de Autonomía, Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional, etc. Es así porque el enjuiciamiento de la constitucionalidad de una ley
no puede hacerse en muchos casos por referencia únicamente a la dicción de un
precepto constitucional, sino examinado dicho precepto conjuntamente con la
correspondiente de esas normas legales que lo desarrollan.
ii) Hay normas que poseen igual jerarquía que otras que, sin embargo, no pueden
modificarlas o derogarlas y a las que tampoco pueden modificar o derogar. Tal es el
caso de la relación entre ley orgánica y ley ordinaria o entre leyes autonómicas. Ahí el
principio jerárquico es complementado con el de competencia.
iii) En otras ocasiones el principio de competencia se impone al jerárquico e
introduce excepciones en lo que, sin él, sería una relación perfectamente vertical.
2
Sobre este tema, en el que aquí no podemos detenernos, véanse las radicales, retadoras y difícilmente
rebatibles tesis de Juan Luis Requejo Pagés, Sistemas normativos, Constitución y Ordenamiento, Madrid,
McGraw-Hill, 1995.
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De la abundante bibliografía sobre estos aspectos, que aquí solamente mencionamos, magistral para
siempre la ya clásica exposición de I. De Otto, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, Barcelona,
Ariel, 2ª ed., 8ª reimpr., 1999). Sobre la cuestión que acaba de mencionarse, págs. 277ss.
4
Sobre el tema, vid. especialmente P. Requejo Rodríguez, Bloque constitucional y bloque de la
constitucionalidad, Oviedo, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, 1997. Críticamente
sobre el uso de tales conceptos en nuestra doctrina, F. Rubio Llorente, “El bloque de constitucionalidad”,
en: F. Rubio Llorente, La forma del poder (Estudios sobre la Constitución), Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1993, págs. 99-126.
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3. Dinamismo.
En un sistema jurídico, o al menos en uno moderno, se combinan, en tensión,
dos aspectos. Por un lado, un entramado o estructura que permanece constante. Supone
algo así como el esqueleto en el que se apoyan los componentes cambiantes, que lo son
por referencia a ese armazón estable, por apoyarse en dicha estructura. La misma se
compone fundamentalmente de las normas más básicas relativas a los mecanismos de
creación normativa, de garantía de eficacia de las normas y de institucionalización de
los poderes básicos encargados de crear las normas y aplicarlas 5. Caben pequeñas
modificaciones en tal estructura sin que el sistema pierda su identidad, pero un cambio
simultáneo de la mayor parte de sus componentes equivale a la aparición de un nuevo
sistema jurídico, es una revolución.
Por otro lado, existe todo un amplísimo conjunto de normas que se crean a tenor
de aquellos requisitos estructurales y que se derogan o se modifican sin que con ello
pierda el sistema nada de su identidad definitoria. El elemento firme y estructural le da
al sistema su identidad y requiere de una mínima estabilidad de sus elementos básicos;
el elemento mutable, compuesto por las normas que regulan y califican los
comportamientos de los ciudadanos, no sólo puede variar, sino que tiene que variar para
evitar el anquilosamiento del sistema y para procurar que la función ordenadora de la
convivencia social no deje de cumplirse adecuadamente por falta de adaptación a las
circunstancias o a las nuevas necesidades.
Un sistema jurídico es tanto más dinámico cuantos más son sus componentes,
sus normas, que están abiertas a la posibilidad de cambio sin que la identidad del
sistema mismo se considere afectada. En sede teórica, podemos figurarnos dos modelos
extremos de sistema jurídico a este propósito. Uno, el plenamente estático, que sería
aquel que se pretende ordenación completa y definitiva, y que garantiza la inamovilidad
de todas y cada una de sus normas. En este modelo estático, por tanto, el elemento
mutable desaparece, de modo que quiere el sistema configurarse como ordenación
eterna de una sociedad que no debe cambiar en nada y que el derecho ayuda a mantener
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La doctrina suele abarcar esto bajo el rótulo de “normas sobre la producción jurídica”. Dice por ejemplo
Balaguer Callejón que “Todo ordenamiento jurídico contiene un sistema de NSP [normas sobre la
producción jurídica] que permite definir una pluralidad de fuentes del Derecho, cada una de las cuales
tiene atribuida una determinada potencialidad normativa. De ese modo el ordenamiento jurídico puede
conseguir la unidad y la sistematicidad que requiere para su funcionamiento”. Y añade que “Mediante la
atribución de esa potencialidad normadora a las diversas fuentes, las NSP hacen posible el control de las
normas incorporadas al ordenamiento jurídico. Las NSP sirven como parámetro para determinar la
juridicidad, la validez en suma, de las normas de un sistema jurídico (incluidas las propias NSP)”. (F.
Balaguer Callejón, Fuentes del Derecho. I. Principios del ordenamiento constitucional, Madrid, Tenos,
1991, p. 101).
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poder o sentir, sino porque es la más perfecta plasmación de dicho cimiento axiológico,
el punto en el que se dan la mano la moral verdadera y el auténtico derecho, que es
primariamente axiología y secundaria o derivadamente positividad. Para el
neoconstitucionalismo la Constitución es prioritariamente moral y secundariamente
norma positiva, mientras que toda la normatividad inferior (las leyes, los reglamentos,
las sentencias, los contratos, etc.) es prioritariamente positividad (en cuanto decisión de
sujetos o grupos instalados en órganos decisorios) y secundariamente moral. Y por eso
el control que de la legalidad infraconstitucional y su aplicación hacen los jueces y, en
lo que les compete, los Tribunales Constitucionales, es un control de compatibilidad con
la justicia, y no de mera ausencia de contradicción con los enunciados constitucionales
expresos.
En suma, que la teoría y la práctica jurisprudencial, muy en particular la de los
Tribunales Constitucionales, es casuística resolución con la guía principal de la equidad
o justicia del caso concreto, pero que no se confiesa tal, pues se dice respetuosa
aplicación de contenidos constitucionales que trascienden la semántica y la pragmática
del texto constitucional, porque su naturaleza no es lingüística ni psicológica, sino
axiológica. La base del derecho sería un conjunto perfectamente coherente y articulado
de valores objetivos, y la Constitución la síntesis de los más importantes de ellos. Lo
demás que la Constitución contenga en su dimensión de documento escrito, de conjunto
de enunciados (por ejemplo, el reparto de competencias entre legislativo y judicial, la
mención de valores de menor rango, como la seguridad jurídica, etc.), es de importancia
secundaria. Si no fuera por este esquema latente, los tribunales constitucionales de hoy,
comenzando por el nuestro, tendrían que admitir que buena parte de sus decisiones son
inconstitucionales porque carecen de soporte en los enunciados constitucionales. Pero
no les importa porque tal soporte lo ven, o hacen que lo ven, en estratos más profundos,
a los que con su especial técnica saben acceder sin riesgo los magistrados, auténticos
espeleólogos de lo jurídico 6.
Frente a ese casuismo o dinamismo radical que se disfraza con el ropaje
contrario (el de la total ausencia de discrecionalidad por estar predeterminada en las más
profundas capas del derecho la decisión de todo caso jurídico, decisión que por
definición es al mismo tiempo jurídica y justa), podemos preguntarnos de qué modo la
Constitución-documento prevé el equilibrio entre estabilidad del sistema y dinamicidad
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En nuestro país una de las críticas más sólidas e intencionadas de ese proceder de los tribunales
constitucionales lo formuló Rubio Llorente en su voto particular a la a la STC 53/1985: “El Tribunal
Constitucional, que no ostenta la representación popular, pero que sí tiene el tremendo poder de invalidar
las leyes que los representantes del pueblo han aprobado, no ha recibido este poder en atención a la
calidad personal de quienes lo integran, sino sólo porque es un Tribunal. Su fuerza es la del Derecho y su
decisión no puede fundarse nunca, por tanto, en cuanto ello es humanamente posible, en nuestras propias
preferencias éticas o políticas, sino sólo en un razonamiento que respete rigurosamente los requisitos
propios de la interpretación jurídica. (...) El intérprete de la Constitución no puede abstraer de los
preceptos de la Constitución el valor o los valores que, a su juicio, tales preceptos encarnan para
deducir después de ellos, considerados como puras abstracciones, obligaciones del legislador que no
tienen apoyo en ningún texto constitucional concreto. Esto no es ni siquiera hacer jurisprudencia de
valores, sino lisa y llanamente suplantar al legislador o, quizás más aún, al propio poder constituyente.
Los valores que inspiran un precepto concreto pueden servir, en el mejor de los casos, para la
interpretación de ese precepto, no para deducir a partir de ellos obligaciones (...) que el precepto en modo
alguno impone. Por esta vía, es claro que podía el Tribunal Constitucional, contrastando las leyes con los
valores abstractos que la Constitución efectivamente proclama (...) invalidar cualquier ley por
considerarla incompatible con su propio sentimiento de la libertad, la igualdad, la justicia o el pluralismo
político. La proyección normativa de los valores constitucionalmente consagrados corresponde al
legislador, no al juez”.
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de sus soluciones. La respuesta tendrá que ser aquí muy esquemática y se resume en los
apartados siguientes:
i) La Constitución instituye una serie de poderes y órganos, cuyo conjunto y
articulación forman el Estado, al menos en su dimensión institucional.
ii) La Constitución otorga a los poderes u órganos que instituye funciones
diferenciadas y garantiza la no intromisión o interferencia en las funciones de
cada uno por los otros, salvo en lo que tenga que ver con los controles que se
establezcan.
iii) La Constitución jerarquiza esas funciones por su importancia y,
correlativamente, jerarquiza las relaciones entre los poderes y órganos que las cumplen.
iv) Tal jerarquía de funciones/poderes no es aleatoria, sino que cobra su
explicación y sentido por referencia a dos principios organizativos relacionados y que
son recogidos en el art. 1 CE: El Estado de social y democrático de Derecho y la
soberanía popular, emanando del pueblo español “todos los poderes del Estado”.
Con los cuatro puntos anteriores tenemos el armazón estable del sistema
jurídico, la estructura que lo sostiene y le da su identidad. Describámosla ahora en
sentido inverso: los principios democrático y de soberanía popular imponen que las
decisiones sobre los asuntos más relevantes para la convivencia residan en el pueblo, en
el conjunto social. Por tanto, la función normadora en esas materias tiene que ser la
preferente y el órgano que la ejerza el más alto, y tal es el Parlamento. A aquella
función habrá de subordinarse la de desarrollar tales normas y aplicarlas, lo que
significa que al Parlamento y sus leyes se someten tanto la Administración como el
poder judicial.
La Constitución tiene que autofundar su primacía, y así lo hace. Pero esa
primacía tiene dos dimensiones. Una, la puramente formal, consistente en su condición
de norma más alta del sistema, norma de normas. No entremos en los bien sabidos
problemas teóricos que la noción suscita y que nos llevarían al debate sobre la fuente de
validez jurídica de la Constitución y a traer a colación la norma fundamental de Kelsen
o la regla de reconocimiento de Hart, por citar sólo las salidas más comentadas. La otra
dimensión de la supremacía de la Constitución tiene que ver con la institucionalización
por la misma de mecanismos efectivos de garantía de su reparto de funciones y
competencias entre los poderes y órganos que instituye. A la primera dimensión
podemos llamarla la de la Constitución nominal; a esta segunda, la de la Constitución
real. Porque sólo es real la Constitución que prevea mecanismos de respeto para su
supremacía, pero no para su supremacía nominal (esto es, para que no se niegue que la
Constitución es la norma suprema), sino para su supremacía real y efectiva, es decir,
para que en la práctica no se contravenga su diseño institucional y funcional al tiempo
que se reconoce su supremacía nominal (cuando se niegan ambas estamos ante un
supuesto de revolución; cuando se dice respetar la primera pero se desatiende la
segunda nos hallamos ante casos de suplantación constitucional).
Pues bien, la supremacía de la Constitución real se quiere garantizar mediante la
erección del Tribunal Constitucional. Visto desde este lado, su cometido principal es el
de garantizar el respeto de las relaciones y competencias que la Constitución establece
entre los distintos poderes, lo cual habrá de hacerse e interpretarse desde el citado
principio que da sentido a todo el diseño constitucional de funciones y poderes, el de
soberanía popular ejercido a través de la democracia representativa.
Pero si hasta aquí estábamos con el elemento estructural o estable del sistema,
instituido en sus partes fundamentales por la misma Constitución, ahora toca referirse al
elemento dinámico, o sea, a las normas del sistema que regulan y califican los
comportamientos y que por necesidades de operatividad y adaptación tienen que estar
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abiertas al cambio y la reforma. Por razón de esa necesaria dinamicidad de las normas
reguladoras, la Constitución respecto de esa parte se limita a los dos puntos siguientes:
- Dispone qué órganos pueden dictar normas. Según la importancia de esas
normas, determinadas por el tipo de bienes a que afecten, la Constitución determina a)
que sólo puedan normarse por ley o también por reglamentos administrativos; b) que la
regulación por ley tenga que ser común para todo el Estado o pueda tratarse de
legislación autonómica; c) dentro de la legislación estatal, que la ley en cuestión pueda
ser ordinaria o requiera mayorías cualificadas (ley orgánica...).
- Determina qué contenidos materiales no pueden ser alterados por ninguna
norma de rango infraconstitucional. Obviamente, lo primero que no puede ser
modificado por norma infraconstitucional es la propia Constitución, pero esto es
condición inmanente a su supremacía. Al margen tenemos que dejar aquí la cuestión
relativa al estatuto normativo y los especiales requisitos de las disposiciones de reforma
constitucional en los distintos supuestos contemplados por los arts. 166 a 169 CE 7. Lo
que importa resaltar en este punto es que la Constitución no sólo sustrae a la enmienda
legal su diseño institucional y competencial, sino determinados contenidos materiales,
de los que la parte crucial es la referida a los derechos fundamentales. Sobre estos
asuntos conviene detenerse con algún pormenor.
Una norma infraconstitucional que sin autorización de la Constitución contenga
un mandato contradictorio con un mandato constitucional es inconstitucional. Una
norma inconstitucional debe ser declarada tal por el órgano competente en el
correspondiente proceso, y cuado tal declaración acontezca queda eliminada del
sistema 8.
El juicio de (in)constitucionalidad está determinado por lo que entendamos por
contradicción normativa, en concreto por contradicción entre norma constitucional y
norma legal. Y lo que se conciba como contradicción normativa dependerá de la teoría
de las normas jurídicas que se maneje, y muy en especial sobre las normas
constitucionales. Esa teoría de las normas reposará siempre en una determinada
concepción del derecho. Tenemos aquí que regresar a los esquemas iniciales y repasar
las doctrinas principales, aunque sea simplificadamente. Hagámoslo esta vez con pie en
un ejemplo. Tomemos el art. 47 CE, que dice que “Todos los españoles tienen derecho a
disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, y que añade que “Los poderes públicos
promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer
efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés
general para impedir la especulación”. Para nuestro análisis quedémonos sólo con la
primera oración. En esa norma, como en cualquier otra, podemos distinguir cuatro
aspectos o dimensiones:
i) El enunciado que acabamos de transcribir, y que es un enunciado con sentido,
aunque del mismo pueden hacerse muy distintas interpretaciones.
ii) Las representaciones mentales que el conjunto de los ciudadanos, o su
mayoría, aquí y ahora se hagan de lo que sea “vivienda digna y adecuada”.
iii) Las representaciones mentales que los autores de la norma asociaron a dicho
enunciado al aprobarla; es decir, lo que se imaginaron (si es que se imaginaron algo, y si
es que hay algo en común en lo que se imaginaron) como “vivienda digna y adecuada”
que todos los españoles tienen derecho a disfrutar.
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Para profundizar en ese asunto y en todos los relacionados con la reforma constitucional y sus enigmas
teóricos, véase la impresionante obra de B. Aláez Corral, Los límites materiales a la reforma de la
Constitución Española de 1978, Madrid, BOE/Centro de Estudios Constitucionales, 2000.
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Sin perjuicio de los posibles casos de ultraactividad, en los que aquí no podemos entrar.
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iv) El valor o valores desde los que cobra razón de ser y sentido que se estatuya
constitucionalmente el que cada español deba poder disfrutar de una vivienda y el que
esa vivienda, además, tenga que ser “digna y adecuada”.
Estamos aludiendo a cuatro “lugares” a los que podemos acudir para saber a qué
da derecho exactamente el art. 47 a los ciudadanos españoles. Y en este momento se nos
cruzan varias cuestiones. Una, la de si en alguno de esos puntos o “lugares” podemos
hallar alguna claridad, si alguno o algunos de ellos nos proporcionan conocimiento
sobre qué sea “vivienda digna y adecuada”. Sobre ese asunto ya hablamos al principio
de este trabajo. Ahora nos toca atender a la otra cuestión, la de cómo se fundamentaría
la existencia de contradicción de una norma legal con el contenido de ese art. 47 CE,
contradicción que justifica el juicio de inconstitucionalidad.
Apoyémonos en el siguiente esquema:
(ii) Representaciones
sociales de “...”
NL
(iii) Representaciones
del autor(es) de “...”
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abstenerse de formular tal juicio. Desde la concepción axiológica las cosas se presentan
muy distintas, pues estaría fundado declarar la inconstitucionalidad una norma legal que
dijera respecto del derecho de todos los españoles a una vivienda digna cualquier cosa
que:
1) Contradijera o no la semántica (del uso o intencionalista) del enunciado y de
sus términos.
2) Porque la contradicción no es entre significados de enunciados, sino entre
contenidos valorativos. Aquí más que contradicción lógica se presupone
incompatibilidad ontológica entre dos estados de cosas que no pueden darse juntos.
Pongamos que NL sea una ley de la vivienda que desarrolla el derecho del art.
47 CE y que dice lo siguiente: “Los poderes públicos llevarán a cabo en los próximos
10 años una política de promoción de viviendas que garantice que todos los españoles
con rentas anuales inferiores a seis mil euros disfruten gratuitamente de residencia en
pisos o apartamentos de al menos cincuenta metros cuadrados por persona que en ella
habite establemente”. No importan los problemas técnicos, económicos o políticos de
dicha norma que inventamos, cuenta sólo que nos hagamos la siguiente pregunta: ¿sería
posible fundamentar la inconstitucionalidad de NL con base en el art. 47 CE? Con
arreglo a la concepción lingüística (i), sin duda no. Ateniéndose a la concepción
axiológica, sin duda sí. ¿Con qué fundamento? El de la axiología que el Tribunal
Constitucional de turno impute a la Constitución en general y a ese precepto en
particular. ¿Qué axiología será esa? La que toque, la que coincida, la que se tercie.
Todo lo anterior salió a relucir mientras hablábamos de la nota de dinamismo del
sistema jurídico y de cómo ese carácter dinámico se articula desde de la Constitución.
Retomemos la cuestión sin olvidar todo lo anterior. Al principio de este trabajo mantuve
que los sistemas jurídicos garantizan que cualquier comportamiento de los ciudadanos
sobre los que rige sea susceptible de calificación jurídica. Conviene ahora precisar esto
un poco más. Estamos ante el problema de la plenitud del sistema jurídico. Plenitud
significa que el sistema jurídico califica cualquier comportamiento, cuando se le
demanda; que siempre es posible hacer que los órganos del sistema se pronuncien sobre
si un comportamiento está jurídicamente permitido o no. Ahora bien, esa cualidad
puede concebirse de dos maneras bien distintas. La primera es la que ve la plenitud del
sistema como plenitud formal. Plenitud formal de un sistema jurídico se da cuando éste
establece órganos y reglas procesales que aseguran que ningún conflicto que se someta
al derecho va a quedar sin resolución en términos de qué comportamiento está permitido
y cuál no, y esto incluso en el caso de que el comportamiento en discusión no forme
parte de la referencia de ningún enunciado normativo regulador del sistema.
Tradicionalmente esto se garantizó mediante la positivación de la prohibición de non
liquet y el respaldo penal de esa prohibición bajo la forma de uno de los supuestos de
prevaricación. En la Constitución lo mismo se asegura en términos de derecho
fundamental de las personas a “obtener la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales en
el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos” (art. 24 CE). Pero si afirmamos que
los jueces siempre tienen que decidir cuando se les requiere en los asuntos que son de su
competencia y jurisdicción, y si decimos también que tal obligación de decidir se
mantiene incluso en los casos en que no se encuentra norma directamente aplicable,
¿quiere decirse que tienen los jueces imperio absoluto sobre las conductas que la ley no
contempla, como, por ejemplo, mi acción de rascarme la nariz mientras miro un
programa de televisión? Ya sabemos que la solución que evita tamaño poder la
proporcionan las cláusulas de cierre, que no son condiciones apriorísticas de lo jurídico,
pues tienen asiento constitucional y de él dependen. Antes mencionamos la cláusula
general de libertad, que se concreta en que a toda persona le está permitido en derecho
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hacer cualquier cosa que una norma jurídica no prohíba. Ahora conviene ya citar su
complementaria: los poderes públicos sólo pueden hacer aquello que una norma jurídica
les permita.
En muchas ocasiones el juez no se encuentra ante ausencia de norma que venga
al caso, sino ante una norma oscura, vaga o ambigua, que viene al caso o no, o viene
con una consecuencia u otra, según como se la interprete. Que el juez tiene ahí amplia
discrecionalidad es bien conocido y asumido por casi todas las doctrinas sobre la
materia. Pero para evitar las consecuencias más peligrosas de tal discrecionalidad
funcionan ciertas reglas interpretativas que tienen su respaldo constitucional también y
que actúan como salvaguardia de los ciudadanos en general frente a los poderes
públicos, o de los más débiles frente a los más fuertes. Pensemos en reglas
interpretativas como la del “in dubio pro reo” en Derecho Penal, el “favor laboratoris”
en Derecho Laboral o el “favor minoris” en los asuntos de derecho de menores.
Pero, con todo y con eso, desde la concepción meramente formal de la plenitud
del sistema se asume una amplia discrecionalidad judicial, tenida, por lo demás, por
perfectamente legítima, y hasta conveniente. Así suelen verlo las que hemos llamado
concepciones lingüísticas.
En cambio, las concepciones axiológicas acostumbran a mantener una visión del
sistema como pleno, pero en el sentido de plenitud material. Esto supone que el derecho
da respuesta para todo caso posible, pero ya no en el sentido de que sobre cualquier caso
se pueda y se deba dictar sentencia, sino en el de que tal sentencia puede y debe ser
siempre y en todo caso la aplicación o plasmación de una regulación material
preexistente. La ley positiva, los enunciados jurídicos pueden tener lagunas y
oscuridades; el derecho, no tiene ni unas ni otras. Porque, como ya sabemos, por debajo
de las palabras están los valores, y por debajo de la insuficiencia, la imprecisión o la
inadecuación de aquéllas, el orden perfecto de unos contenidos objetivos ideales que ni
se agotan en las palabras de la ley (o de la Constitución) ni necesitan de ellas para valer
y hacerse patentes.
Ahora relacionemos estas dos visiones con el asunto del dinamismo del sistema
jurídico que nos viene ocupando. Para la concepción lingüística, con su trasunto en la
idea de plenitud meramente formal del sistema jurídico, éste se dinamiza mediante el
uso que los órganos para ello legitimados hacen de los márgenes de libertad, de
discrecionalidad, que el propio sistema, con la Constitución ante todo, les deja. Desde
este punto de vista, que un Tribunal Constitucional no pueda anular más ley que la que,
con cualquier interpretación posible, abiertamente contradice cualquier interpretación
posible de un enunciado constitucional, es garantía a la vez de que el sistema jurídico
pueda adaptarse a las nuevas circunstancias y necesidades y de que tal adaptación la
haga quien está constitucionalmente habilitado para ello, en virtud del principio
democrático, y no otro; y lo mismo como criterio para anular, por quien corresponda,
reglamentos o sentencias por ilegales.
Sin embargo, para la concepción axiológica cuando, por ejemplo, el legislador
crea una ley, un juez dicta una sentencia o el Tribunal Constitucional formula un juicio
de inconstitucionalidad o dicta sentencia en amparo, están actualizando contenidos
prefigurados en el orden constitucional, contenidos que siempre fueron los necesarios,
aunque hasta ahora estuvieran en estado larvado. No hay sitio para la discrecionalidad.
El sistema jurídico es sustantivamente completo y coherente y predetermina una
respuesta para cualquier caso o asunto, sólo hay que saber encontrarla. Y quien mejor
sabe son los jueces, y mejor aún, en el no va más de la penetración jurídica, los
tribunales constitucionales. Es más, estas doctrinas tienen que postular, aunque sea
tácitamente, la infalibilidad del supremo órgano decisorio, pues en caso contrario
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que más que prescribir contenidos necesarios de todas las demás normas, abre el paso
para los contenidos más heterogéneos de las mismas. Aquella Constitución cerrada no
sólo se preocupa de las reglas del juego, quiere también predeterminar el resultado de
cada partida. Esta Constitución abierta procura que el resultado dependa del juego de los
jugadores, no sujetos a más cortapisa que la de las reglas comunes y expresamente
formuladas en ella. Es democrática.
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