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¿Qué hace Cristo actualmente en el cielo? El ministerio que adelanta Jesucristo desde el cielo es
sumamente amplio en consecuencias para el cristiano y en importancia para la empresa de la
salvación, ya que determina el servicio que nos presta y el destino de todos los que han
depositado su confianza en Él.
porque son tuyos.”. Ahora consideremos el verso 20: “ No ruego solo por estos. Ruego
20
¿Qué hace Jesús ahora? Ahora mismo está trabajando duro y parejo: Intercediendo ante el
Padre, defendiéndonos del acusador, recordándole que Él ya pagó el precio por nuestras
iniquidades y, de contera, preparándonos una gran mansión más allá del sol.
¡Venga tu Reino!
Roma, 15 de septiembre de 2021
Nuestra Señora de los Dolores
A los legionarios de Cristo
Muy estimados en Jesucristo:
Les envío un cordial saludo, junto con mi felicitación con motivo de la solemnidad de Nuestra Señora de los
Dolores. Ella ha sido para nosotros una acompañante segura y leal durante todos estos años. «Ella, la Madre
Dolorosa, nos alienta con su ejemplo y nos conduce como bondadosa y firme pastora junto a la cruz de
Jesús» (CVV 400).
Desde la publicación del programa Apóstoles según el Corazón de Cristo, he meditado mucho sobre
el significado de esta nueva etapa en la Legión y la gran misión que tenemos por delante. En esta ocasión
quiero compartir con ustedes algunas reflexiones sobre nuestra situación actual y lo que veo que nos hace
falta en este momento de nuestra historia. Son fruto de mi oración, de las conversaciones y reuniones que he
tenido con las comunidades que he visitado personal o virtualmente, y del encuentro que tuve con el papa
Francisco.
1. Integrar nuestra historia
Han pasado ya más de diez años de un proceso más intenso de renovación y reforma. Tenemos
nuevas Constituciones aprobadas por la Santa Sede, una Ratio institutionis y una Ratio studiorum que marcan
una línea más clara y sistemática de nuestro carisma y proceso de formación. También, junto con todos los
miembros del Regnum Christi, tenemos los Estatutos de la Federación Regnum Christi, que expresan nuestro
carisma común con los laicos consagrados, las consagradas y los laicos. Finalmente, tenemos un plan para
los próximos años, Apóstoles según el Corazón de Cristo, que marca una visión y unas prioridades para
fortalecer nuestra vida y misión. Así, institucionalmente, es tiempo de mirar hacia adelante y avanzar con
determinación. Esta situación, sin embargo, nos presenta un reto: integrar nuestra historia para que sea
luz en nuestro itinerario y testimonio del amor de Dios hacia los hombres.
Dialogando con el Santo Padre, le compartí mi experiencia personal y hablamos de nuestra historia
institucional, de lo que hemos vivido como Congregación, de los retos que debíamos de afrontar y el camino
que tenemos por delante. Le expliqué cómo el Señor nos permitió experimentar el misterio pascual de modo
particular como comunidad religiosa. Todos estos años de purificación han sido una invitación a morir a
nosotros mismos, convertirnos y aceptar un camino de santidad que no esperábamos.
Al hacer esta reflexión con el Santo Padre, me vino a la mente una preocupación: no sé si nos damos cuenta
del por qué y del para qué de este camino doloroso que hemos recorrido. Me parece que
nos corresponde profundizar más sobre estas experiencias, como hermanos, y pedir mucha luz y gracia para
realizar el plan de Dios en nuestras vidas. No son datos históricos, algo que nos pasó, algo del pasado ya
superado, sino una parte importante del testimonio que Dios quiere que demos en la Iglesia.
No siempre es fácil transmitir a otros las propias inquietudes, pero creo que el número 113 de
la Ratio institutionis «Christus vita vestra» resume bien lo que les quiero decir: «La historia de la Legión es en
sí misma un mensaje para los hombres de nuestro tiempo, al mostrarles que más allá de las heridas que
haya en la propia existencia, Cristo puede hacer cosas grandes con quien confía en su amor: “Mira, hago
nuevas todas las cosas” (Ap 21,5)».
Dios Nuestro Señor nos ha probado fuertemente a todos nosotros en los años pasados; a cada
uno en diversas maneras. Nos ha tocado experimentar las graves consecuencias de los delitos de nuestro
fundador y de otros legionarios a nivel personal e institucional, y también las secuelas que han dejado en las
vidas de otras personas a lo largo de nuestra historia. No hay nadie entre nosotros que no haya sido herido
de algún modo durante este periodo tan traumático. No lo esperábamos y ciertamente no lo pedimos.
A pesar de tanta devastación, Dios sigue actuando. No podemos negar el impacto de nuestras vocaciones y
todo el bien que, junto con los demás miembros del Regnum Christi, hemos logrado con la gracia de Dios:
Misiones de evangelización, «Mano Amiga», universidades, colegios, tantas secciones y equipos, miles de
retiros predicados a jóvenes y adultos despertando en ellos, por obra del Espíritu Santo, el deseo de una vida
nueva. Este primer año de mi mandato como director general me abrió los ojos a esta realidad
magnífica. Conocer, por ejemplo, a los rectores laicos de nuestras universidades: gente tan capaz que, junto
con los rectores legionarios, han liderado esas instituciones para que vivan de verdad el lema «Vince in
bono malum»; y es gente de fe, de oración, de amor a la Iglesia, casi todos formados durante años en
el Regnum Christi.
En nuestra historia constatamos estas dos realidades: el fruto de la gracia y la devastación del pecado, uno al
lado del otro como el trigo y la cizaña. ¡Qué misterio de Dios y qué lección! De nuevo me pregunto: ¿Cuántos
de nosotros entendemos los acontecimientos del pasado como un camino hacia la santidad? ¿Cuántos
vemos nuestras propias miserias y debilidades como algo que el Señor puede usar para el bien nuestro y de
los demás? ¿Cuántos, al contrario, quisiéramos separarnos de nuestra historia o no confrontarnos con la
verdad? Al resucitar, Jesucristo conservó sus llagas. Ya no sangran, pero están ahí como testimonio
perpetuo de su amor y misericordia por la humanidad. ¿Cuántos vemos nuestras heridas institucionales
como testimonio del amor de Dios, que es más grande que el pecado? ¿Cuántos nos sentimos llamados a
reparar por los pecados del presente y del pasado? ¿Cuántos descubrimos en nuestra historia una historia
de misericordia que propicia la misión de evangelización? ¿No es esto parte de nuestra devoción al Sagrado
Corazón?
El legionario tiene en el culto al Sagrado Corazón un camino privilegiado para formar un corazón sacerdotal
manso y humilde y propagar el Reino en el mundo. En el corazón de Cristo encuentra el amor misericordioso
de Dios que le lleva a abrazar la cruz en la vida, reparar los pecados y entregarse por los hombres. (cf. CLC 9)
2. ¿Que nos falta? Conversión en hombres nuevos
En el bautismo, el Espíritu Santo nos hizo hombres nuevos. Hacía falta, sin embargo, secundar ese acto de
Dios con un esfuerzo nuestro, una respuesta al llamado de Cristo a la oración, a los sacramentos, a la virtud y
al amor. De ahí creció la semilla del bautismo hasta un momento en nuestra vida –lo podemos llamar el
momento de nuestra conversión– en el que nos dimos cuenta de que Cristo es el todo, el único tesoro por el
que vale la pena dar la vida. Lo seguimos con mucha ilusión dejando atrás el hombre viejo y revistiéndonos
del hombre nuevo (cf. Ef 4,21; CLC 58).
Han pasado los años, seguimos en el camino, pero quizás ahora caminamos más lentamente. Tal vez vemos
a algunos de nuestros hermanos apartarse del camino y nos desalentamos. Quizás nos distraemos un poco;
miramos por unos pequeños senderos que se desvían, contemplando si no sería mejor seguir por ahí. Quizás
nos preguntamos si vale la pena seguir la ruta marcada, porque parece que no nos está llevando a los frutos
que esperábamos alcanzar.
En estos momentos Cristo nos llama a una segunda conversión, a un cambio más profundo. En esta segunda
conversión, Cristo nos invita a ir más allá de los frutos visibles, a una experiencia de su cruz, muerte y
resurrección, donde se encuentra la fecundidad verdadera. Muchos de ustedes entenderán bien lo que quiero
decir, pues han pasado por estos momentos y siguen en el camino: han profundizado en el misterio de la
cruz, que es el misterio del amor.
A mí me pasó. En un momento de dificultad, de incertidumbre personal, sentí que necesitaba algo más. Sentí
que Dios me llamaba a unirme más a Él, pero no sabía cómo. Había escuchado de una experiencia de los
ejercicios ignacianos basado en la anotación 19 de los ejercicios espirituales. Se trata de incorporar la
dinámica de los ejercicios en la vida diaria ordinaria. No los quería hacer. Pensé que era una moda, una
innovación que en la Legión nunca se había practicado. De todos modos, la necesidad que sentía de un
cambio en mi vida espiritual me llevó a lanzarme en esta práctica durante un año y medio. Ha sido una de las
mejores decisiones de mi vida. Me cambió profundamente, revelando muchas mentiras que me contaba a mí
mismo, desprendiéndome de tantas ataduras, cambiando actitudes y maneras de pensar contrarias
al Evangelio.
Parafraseando al P. Louis Lallement, instructor de novicios del mártir san Juan de Brebeuf, un maestro
espiritual contemporáneo, dice:
A pesar de lo que pueden ser años de fidelidad en una vocación, una ofrenda más
profunda todavía espera al alma. Una vida puede ser comprometida y devota y
externamente obediente, pero todavía espera una realización más profunda de una
ofrenda completa de sí misma como un acto totalmente personal ante Dios. El
hombre tiene que llegar a un ajuste de cuentas decisivo en el que vea ahora con ojos
nuevos lo que significa entregarse sin reservas a Dios (Donald Haggerty, Conversion,
p. 152, traducción del original en inglés).
Las experiencias que hemos vivido nos interpelan a una vivencia más radical del seguimiento de Cristo y de
la identificación con Él. Dios llama a cada uno a ser el hombre nuevo que san Pablo describe como «aquel
que avanza hacia el conocimiento perfecto, renovándose constantemente según la imagen de su Creador»
(Col 3,10). Renovarnos constantemente es un reto grande, y es lo que nos corresponde; es a esto a lo que nos
llama el Señor, y es esto lo que nos quiere regalar.
3. La batalla espiritual
La conversión es obra de Dios. Es Dios quien nos hace hombres nuevos. Sin embargo, aunque Dios no la
necesita, pide nuestra colaboración. Por eso nos esforzamos por despojarnos del hombre viejo y revestirnos
del hombre nuevo (cf. Col 3,9-10).
La batalla de convertirnos no se libra solo contra nuestra naturaleza caída. También hay otro ser que se
opone a cualquier esfuerzo por responder a la gracia: el demonio. Él no quiere que nos abramos a una
experiencia nueva del amor de Cristo. El demonio luchará para que no disminuya su reino de mentira, porque
mientras crezcamos en amor crece el Reino de Dios (cf. CVV 109-110).
El diablo nos puede atacar de mil maneras. Nos desalienta, nos distrae, nos inspira sospechas,
desconfianzas y recelos, nubla nuestra visión del futuro haciéndolo oscuro y sombrío. Aprovecha nuestros
momentos de cansancio y debilidad. Nos hace confiar en nuestras propias fuerzas, juzgando nuestra eficacia
por los resultados externos.
Veo, sin embargo, tres armas especiales que el demonio utiliza contra la Legión en este momento. La primera
ya se las comenté: la tentación de no integrar nuestra historia, de no percibirla como historia de salvación y
no verla como heridas fecundas para dar testimonio del amor y de la misericordia de Dios.
La segunda es la tentación de crear y mantener divisiones entre nosotros. Se da de diversas
formas: podemos juzgar a nuestro hermano, porque pensamos que está atorado en el pasado y frena el
progreso hacia una Legión más auténtica y santa. O, al contrario, quejarnos, por lo menos interiormente, y
juzgar a hermanos nuestros, porque consideramos que desvirtúan la imagen de la Legión, despreciando
nuestras tradiciones y descuidando los detalles de nuestro estilo de vida. Y en ambos casos, nuestros
pensamientos y juicios pueden tener una buena dosis de subjetividad y apego personal.
La oposición generacional es uno de los seis desafíos sobre los que nos advirtió el P. Ghirlanda en su
discurso al Capítulo General 2020. Nos recordaba en ese discurso las actitudes que cada generación debe
adoptar: las generaciones mayores, «memoria sabia del Instituto», deberán adquirir «la libertad interior para
entender que el estilo de vida que vivieron no era una forma absoluta y la única para expresar el carisma»; al
mismo tiempo, las generaciones más jóvenes deberán ser conscientes de que «son solo un eslabón en una
cadena que transmite …». Todos tenemos algo que aprender de los demás. (cf. Comunicado Capitular 2020,
Conferencia del P. Gianfranco Ghirlanda, S.J., al Capítulo General»)
No debemos quedarnos en contraposiciones estériles que crean distancias entre nosotros. Más bien, en la
búsqueda personal y comunitaria de la santidad encontramos la solución: la humildad. «Dios se opone a los
orgullosos y da su ayuda a los humildes» (1 Pe 5,5). Es decir, escuchar sin juzgar y afrontar los problemas por
medio de un buen discernimiento, dejando que la autoridad competente decida, dado que «los superiores
legítimos … hacen las veces de Dios cuando mandan según las Constituciones» (CLC 31).
La tercera arma con la cual nos ataca el enemigo es la tentación de quedarnos estancados en nuestra
vergüenza. Pensar que estamos desacreditados y, por ello, ya no podemos dar testimonio evangélico. La
tentación es real y suena así: «ya no tenemos una historia inspiradora, un fundador santo, por lo que la Iglesia
ya no confía en nosotros y Dios ya no nos tiene como parte de su plan de redención; es imposible
recuperarnos de todo esto, lo único que nos queda es que cada uno haga cosas buenas mientras
pueda». Mentira. Es un engaño del demonio que nos incita a desconfiar de Dios.
Creer esta mentira del demonio da los resultados que él busca: pérdida del sentido de la misión, proyección
de desconfianza en los demás, crítica estéril, disminución de vocaciones, laxitud en la observancia religiosa,
quedarnos satisfechos con lo mínimo. Debemos detectar estas tentaciones en nuestras vidas y resistirlas.
Me ha dado mucha luz la cita del papa Francisco que el último Capítulo General citó al final de Conversión y
reparación:
Estoy convencido de que, en la medida en que seamos fieles a la voluntad de Dios, los
tiempos de purificación eclesial que vivimos nos harán más alegres y sencillos y
serán, en un futuro no lejano, muy fecundos. «¡No nos desanimemos! El Señor está
purificando a su Esposa y nos está convirtiendo a todos a Sí. Nos permite
experimentar la prueba para que entendamos que sin Él somos polvo. Nos está
salvando de la hipocresía y de la espiritualidad de las apariencias. Está soplando su
Espíritu para devolver la belleza a su Esposa sorprendida en flagrante adulterio. […]
Esa es la historia de la Iglesia. Esa es mi historia, puede decir alguno de nosotros. Y, al
final, a través de tu vergüenza, seguirás siendo un pastor. Nuestro humilde
arrepentimiento, que permanece en silencio, en lágrimas ante la monstruosidad del
pecado y la insondable grandeza del perdón de Dios, es el comienzo renovado de
nuestra santidad» (Carta del papa Francisco a los sacerdotes, 4 de agosto de 2019).
Este trabajo de conversión personal tiene enormes efectos positivos. Si opto por renovar mi fe sobrenatural
en la obra que Dios está llevando a cabo en mí y en mis hermanos, si me entrego con humildad y confianza
en Dios, para amar más y amar mejor, gana Cristo y el demonio queda derrotado.
Tenemos una historia que contar. Es una historia que compagina muy bien con la de las personas a quienes
queremos evangelizar. Es una historia de heridas y sanación, de pecado y arrepentimiento, de perdón y
misericordia. ¿Cómo vamos a contar esta historia? ¿Cómo vamos a contar las maravillas de Dios cuya
providencia ha estado, está, y siempre estará actuando en nuestras vidas? No dejemos que el diablo nos
susurre al oído: «tú no puedes, tú no vales, tú ya no formas parte de la obra de salvación». Digamos al
demonio: «cállate». Confiemos en el amor omnipotente de Cristo que nos sigue invitando: «ven y sígueme».
4. Características del apóstol renovado
Para lograr responder a la llamada a la conversión, creo que hay ciertas características que debemos cultivar
en nosotros, con la gracia de Dios, para ser los legionarios renovados. Señalo siete virtudes cruciales
que necesitamos vivir con un toque especial en este momento, si queremos ser apóstoles nuevos de
Jesucristo. ¿De dónde vienen estas virtudes? Las primeros cuatro –las virtudes teologales y la humildad–
son señaladas por las Constituciones como la fuente y fundamento de la vida interior (cf. CLC 56 §
1), que por medio de esta carta quiero animarlos a fortalecer. Las siguientes tres las he recogido de
otras fuentes de nuestra espiritualidad y del mismo papa Francisco, a través de quien el Señor habla a su
Iglesia.
1. Fe: El legionario contempla su historia en el contexto de la Providencia divina, no
preguntándose solamente «cómo pudo suceder algo así», sino «cómo quiere Dios
que yo actúe». Así logrará integrar todo lo ocurrido en la vivencia del «morir para tener vida»
(cf. Jn 12,25; CLC 56 § 2).
2. Confianza: El legionario está convencido de que Dios, a través de su acción misteriosa, realizará
su plan, en el cual le invita a participar. Por eso, confía en la mano paterna de Dios (cf. Lc 12,22-
34) sabiendo que Él nunca le abandona. De ahí brota su predicación del Evangelio a un mundo
herido, compartiendo nuestra historia y la propia como testimonio del amor misericordioso de
Dios.
3. Amor: Unido al Sagrado Corazón de Jesús, el legionario se entrega a Dios, a la Iglesia y a los
hombres. Es un hombre que practica la reparación no solo como un deber, sino como un don de
Dios y una oportunidad para mostrar cómo el amor de Dios «hace nuevas todas las cosas»
(Ap 21,5). Es un gran hermano de sus hermanos, tratando de conocer y querer a todos, y
dejándose conocer y querer por todos. Ama a sus enemigos, reza por ellos, y desea lo mejor para
ellos (cf. Lc 6,23).
4. Humildad: El legionario sabe que el fundamento de las virtudes teologales es la práctica de una
profunda humildad (cf. CLC 56). Vive ante Dios y los demás con sencillez, buscando servir y no
ser servido: «… el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el
primero, que se haga servidor de todos» (Mc 10,43-44; cf. CVV 149).
5. Misericordia: El legionario tiene una gran devoción al Corazón misericordioso de Cristo. Busca
imitarle perdonando a los demás por las ofensas y posibles injusticias del pasado y del presente.
Busca la reconciliación como el camino evangélico de verdad, justicia y amor. «No juzguen y no
serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados» (Lc 6,37-
38).
6. Gratitud: «En la tierra buena de un corazón humilde brota la flor rara y preciosa de la gratitud, por
la cual todo se recibe como un don de Dios o de los hombres. Sean agradecidos (Col 3,15)
escribía San Pablo: el legionario lo agradece todo» (CVV 153).
7. Audacia: El legionario vive la parresía como la describe el papa Francisco
en Gaudete et exsultate (n. 129): «La santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador
que deja una marca en este mundo». Nuestra Ratio institutionis lo expresa así:
El Legionario tiene un corazón magnánimo y luchador, se entrega con pasión, quiere
hacer más, quiere ir más lejos … trabaja con celo y creatividad, buscando nuevos
caminos, yendo a las fronteras de la Iglesia –pastorales y de pensamiento–,
consciente de que cada día de fatiga por el Reino es un regalo precioso de Dios que ya
no volverá y que el tiempo se nos da para ganar la eternidad. A esta actitud la
llamamos “militancia” (CVV 112).
Conclusión
Padres y hermanos, en esta solemnidad de la Madre Dolorosa, nuestra patrona en el cielo, que nos cuida y
que nos comprende, les envío esta carta con muchísimo cariño. De verdad espero que muchos de
ustedes estén floreciendo en su vida espiritual y renovándose en su vocación, viviendo estas siete virtudes
con alegría y generosidad. Para los que todavía se sienten cargados por dificultades personales o por nuestra
historia, les invito a buscar los remedios espirituales y, si es necesario, también profesionales, para ayudarse
a sanar y santificarse, pidiendo de Dios Nuestro Señor la gracia de una verdadera renovación y una constante
conversión.
Ojalá cada uno pueda profundizar personalmente esta carta. Después sería bueno dedicar un buen tiempo en
comunidad para orar y conversar sobre estos temas. Que no tengamos miedo de ayudarnos como hermanos
y compañeros en este camino de conversión. Tal vez puede ser tema de retiros mensuales y formar parte de
los ejercicios espirituales para alimentar con ella su vida interior.
Todo este trabajo personal y comunitario nos prepara para la gran misión común que tenemos por delante. El
hombre de hoy y de siempre necesita ver, escuchar y aprender de otros hombres que han sobrevivido a las
pruebas de la vida; apóstoles, como los primeros, que han sufrido como ellos y que han perseverado en la
batalla de la vida.
Termino con esta cita del papa Francisco quien –tengo la certeza– nos acompaña con sus oraciones
(Gaudete et exultate, 130):
¡Cuántas veces nos sentimos tironeados a quedarnos en la comodidad de la orilla!
Pero el Señor nos llama para navegar mar adentro y arrojar las redes en aguas más
profundas (cf. Lc 5,4). Nos invita a gastar nuestra vida en su servicio. Aferrados a él
nos animamos a poner todos nuestros carismas al servicio de los otros. Ojalá nos
sintamos apremiados por su amor (cf. 2 Co 5,14) y podamos decir con san
Pablo: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Co 9,16).