Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Los británicos, que seguían confiando en su flota y en las so- luciones empíricas,
se mantuvieron fieles a una política exterior de manos libres, sin concluir alianzas
que pudieran comprometer un futuro cuyos perfiles exactos se desconocían.
Los británicos, que disfrutaban, en ese mar, y desde principios del siglo XVIII, de
una posición hegemónica, habían tenido que contar, desde 1830, con la presencia
de Francia en Argelia; la apertura del canal de Suez en 1869 y la unificación de
Italia introdujeron incertidumbres en un espacio estratégico que sin duda se
complicaba. Por otra parte, Austria-Hungría, rechazada en Italia y en
Alemania, concentró toda su atención en el Sur-Este, el único campo de
acción posible, el único que interesaba a los húngaros. Así, obtener, en los
Balcanes, una zona de influencia que asegurase la comunicación entre el
valle del Danubio y el puerto de Salónica se convirtió en una necesidad vital
desde el momento en que el compromiso dual entre austriacos y húngaros se
mantuvo a costa de los intereses de eslavos y rumanos; la vigilancia -y el
control- de los territorios de soberanía otomana donde vivían otros eslavos y
rumanos apareció como la única posibilidad de evitar el contagio de una
insurrección nacionalista que podría destruir el Estado multinacional.
Alemania favoreció esa dirección de la política austro-húngara; su apoyo sería
indispensable en la medida en que esa política enfrentaba a Austria-Hungría con
Rusia.
que esa política enfrentaba a Austria-Hungría con Rusia. Rusia, que soñaba con
conseguir una salida libre al mar Mediterráneo, aprovechó la guerra franco-
prusiana para recuperar su libertad de acción en el mar Negro. Su economía
y sus finanzas seguían siendo frágiles; su ejército no tenía ni cuadros
sólidos ni -a pesar de su crecimiento demográfico- reservas importantes. Pero
sus dirigentes -el zar Alejandro II y el canciller Alexander Gorchakov-
confiaron en que la gran debilidad del Imperio Otomano les permitiría actuar
a través del descontento de los pueblos cristianos que se encontraban bajo
su soberanía. El Imperio otomano era, más que nunca, el hombre enfermo de
Europa. Las tímidas reformas introducidas bajo la presión de los jóvenes
otomanos no consiguieron convertir en ciudadanos iguales ante la ley a los
distintos súbditos del sultán de Constantinopla. El proceso de parcelación del
Imperio continuó: Túnez y Egipto, teóricamente vasallos, eran en realidad
Estados independientes; en los Balcanes crecía un reino independiente,
Grecia, y buscaban la independencia tres principados vasallos, Montenegro,
Serbia y Rumania; en el interior de Turquía, los cristianos se movilizaban y
dirigían sus esperanzas hacía sus hermanos emancipados políticamente.
En realidad, hacía mucho tiempo que los dirigentes franceses habían iniciado un
acercamiento a Rusia, pero el imperio oriental no había querido saber nada de
revanchas en el Rin y de compromisos con un régimen político que le
repugnaba. El deterioro de las relaciones germano-rusas que siguió a la
crisis búlgara favoreció el acercamiento. Los hechos decisivos fueron las
facilidades, desde 1888, de la Bolsa de París a los requerimientos rusos de
capitales, la negativa alemana a la renovación del Tratado de Reaseguro y el
temor ruso a que Inglaterra terminara por unirse a la Triple. En 1891 se
estableció un acuerdo político muy vago: los dos Estados se consultarían en caso
de peligro. El gobierno francés insistió en su deseo de lograr un acuerdo militar
que, finalmente, fue firmado en 1892, y que suponía una verdadera alianza
defensiva frente a la Triple. El nuevo acuerdo no permitía ni la revancha francesa
ni una acción fuerte de Rusia en los Estrechos y el zar Alejandro III dudó
mucho antes de poner su firma en el documento.
Para empezar, los años 1871-1890 no son sólo los años de la Europa de
Bismarck. El estadista prusiano empequeñeció, pero no consiguió eliminar ni a sus
aliados ni a sus rivales; unos y otros -en distinta medida- no siempre le
necesitaron y no siempre apreciaron sus consejos, sus amenazas o sus halagos.
En segundo lugar, es muy discutible el pacifismo de Bismarck; si, a partir de
1871, trató de evitar la guerra, lo hizo por razones prácticas, porque las
circunstancias no eran oportunas, porque temió las consecuencias de una
conflagración generalizada, pero nunca rechazó las ventajas de una guerra
limitada entre dos potencias europeas. Por otra parte, al evaluar la talla de
Bismarck como estadista, no debemos olvidar la desgraciada influencia de
sus características personales: su naturaleza emotiva, su excitabilidad y su
carácter vengativo; se encontraba siempre mal de los nervios; solo le tranquilizaba
el reto de las crisis extremas y tantos años en el ojo del huracán terminaron por
desgastar todavía más su sistema nervioso. Los historiadores han reconocido
siempre los efectos adversos de su carácter vengativo sobre la política interior,
pero se han mostrado poco dispuestos a tenerlo en cuenta en su política exterior;
sin embargo, algunos casos bien conocidos, como la inútil vendetta que desplegó
contra Gorchakov, canciller ruso desde 1867 y ministro de Exteriores desde 1856,
una verdadera guerra fría personal, demuestran la importancia negativa del factor
personal.
Quizá Bismarck no estaba tan interesado en la conservación del statu quo de 1871
como afirma Langer; el establecimiento de un imperio ultramarino en la
década de los ochenta parece negar la evidencia de una supuesta Alemania
bismarckiana saciada; además, todas sus maniobras diplomáticas parecen
demostrar que el canciller buscaba adquirir una posición de predominio en
Europa que no garantizaba el Tratado de Frankfurt de 1871. Había logrado el
Reich alemán mediante la lucha