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Fue nueva, en cambio, la profundidad con que la agitación de las nacionalidades minoritarias
debilitó a Estados como Austria-Hungría o el Imperio otomano, en estos años y en los
siguientes; los conflictos que protagonizaron facilitaron el juego interesado de Otros Estados
cuyos gobiernos animarían, y utilizarían en beneficio propio, sus reivindicaciones nacionales.
El progreso del parlamentarismo democrático y de la prensa de masas introdujo otra novedad
al facilitar la participación de la opinión pública en la política exterior. El ruido que
levantaron los acontecimientos internacionales se fue haciendo cada vez mayor y las
rivalidades se fueron exacerbando en medio de pasiones que los gobiernos aprendieron a
manejar orientando la opinión.
En estos años aumentó la importancia internacional del Mediterráneo. Los británicos, que
disfrutaban, en ese mar, y desde principios del siglo XVIII, de una posición hegemónica,
habían tenido que contar, desde 1830, con la presencia de Francia en Argelia; la apertura del
canal de Suez en 1869 y la unificación de Italia introdujeron incertidumbres en un espacio
estratégico que sin duda se complicaba.
Rusia, que soñaba con conseguir una salida libre al mar Mediterráneo, aprovechó la guerra
franco-prusiana para recuperar su libertad de acción en el mar Negro. Su economía y sus
finanzas seguían siendo frágiles; su ejército no tenía ni cuadros sólidos ni -a pesar de su
crecimiento demográfico- reservas importantes. Pero sus dirigentes -el zar Alejandro II y el
canciller Alexander Gorchakov- confiaron en que la gran debilidad del Imperio Otomano les
permitiría actuar a través del descontento de los pueblos cristianos que se encontraban bajo su
soberanía.
El Imperio otomano era, más que nunca, el hombre enfermo de Europa. Las tímidas reformas
introducidas bajo la presión de los jóvenes otomanos no consiguieron convertir en ciudadanos
iguales ante la ley a los distintos súbditos del sultán de Constantinopla. El proceso de
parcelación del Imperio continuó: Túnez y Egipto, teóricamente vasallos, eran en realidad
Estados independientes; en los Balcanes crecía un reino independiente, Grecia, y buscaban la
independencia tres principados vasallos, Montenegro, Serbia y Rumania; en el interior de
Turquía, los Cristianos se movilizaban y dirigían sus esperanzas hacía sus hermanos
emancipados políticamente.
La penetración occidental en Asia y África fue frenada más por los enfrentamientos entre las
potencias que por las resistencias locales. Los Estados Unidos se opusieron a toda acción
política y militar de Europa en América, pero no pudieron evitar la intensificación de su
penetración económica y financiera. Japón tuvo que contentarse con asegurar su
independencia mientras modernizaba su economía, ejército y flota. Desarrollándose bajo
todas sus formas, el imperialismo europeo profundizó las rivalidades tradicionales y creó
otras nuevas. Inglaterra evitó los problemas continentales y prefirió garantizar y extender su
posición en el mundo. Francia incrementó sus exportaciones de capital y se lanzó, en 1881, a
una ambiciosa expansión colonial. Rusia aceleró su penetración en Asia. Italia intentó probar
suerte en África. Las viejas rivalidades franco-británica y anglo-rusa se fortalecieron y se
desarrolló una nueva rivalidad franco-italiana. Bismarck siguió fiel a las consideraciones
continentales sin comprometer la seguridad del Reich con posibles ganancias coloniales.
Fuera de Europa, los europeos emprendieron numerosas guerras contra pueblos africanos y
asiáticos, pero en Europa, los 43 años que siguieron a los cambios violentos de 1854-1871
fueron años sin guerras y sin cambios fronterizos, con la excepción de lo que ocurriría en los
Balcanes. Sin embargo, bajo los efectos de la guerra franco-prusiana, del desarrollo de la
«Cuestión de Oriente» y de la intensificación de las ambiciones imperialistas, la tensión no
disminuyó. Por otra parte, la experiencia del éxito militar prusiano incitó a la mayor parte de
los Estados a imitar su sistema militar. Para ser capaces de iniciar acciones imprevistas y para
favorecer los esfuerzos a largo término, todos los Estados conservaron, de manera
permanente, fuertes ejércitos activos y organizaron reservas cada vez más considerables; la
única gran po- tencia que no lo hizo fue Inglaterra, que se sentía protegida por su insularidad
y por la absoluta superioridad de su flota. Pero esos ejércitos masivos exigían una cuidadosa
preparación para poder ser concentrados en un punto y para poder maniobrar a gusto de sus
mandos; de ahí el creciente papel estratégico de los ferrocarriles y la creciente importancia de
planes minuciosos, que incesantemente se elaboraban y se modificaban bajo la dirección de
escuelas de guerra y Estados-mayores.
2. La preponderancia alemana
Aunque los gobiernos franceses que afrontaron las consecuencias de la derrota de 1871 se
inclinasen por una política exterior prudente, que alejó la revancha de los planteamientos
inmediatos, Bismarck no se confió. Dispuesto a que se cumpliesen íntegramente las cláusulas
del Tratado de Frankfurt, el canciller fue consciente de su extrema dureza y buscó el
aislamiento de Francia mientras retrasaba su reorganización. Para asegurar el pago de los
cinco mil millones de francos-oro de la indemnización de guerra, Bismarck, cuyo ejército
ocupaba una parte del territorio francés, procuró explotar los inevitables incidentes que se
produjeron. La República, presidida por Adolphe Thiers, para evitarlo, adelantó el pago, y las
tropas alemanas
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después, Bismarck pudo reunir el Congreso en Berlín (junio-ju1io 1878). Rusia tuvo que
reducir sus anexiones en Transcaucasia y admitir la desmembración de la gran Bulgaria. Por
el contrario, Austria-Hungría obtuvo el derecho a ocupar militarmente -y a administrar- la
provincia otomana de Bosnia-Herzegovina. De manera paralela, Inglaterra recibió la
administración provisional de Chipre como premio por su protección de los intereses del
gobierno turco.
Los años ochenta asistieron al despliegue de las políticas expansivas de Benjamín Disraeli,
Jules Ferry y Leopoldo II, rey de los belgas. Rusia, frenada en los Balcanes, dirigió su
atención hacia Asia, y allí chocó con Inglaterra; su presión sobre Afganistán provocó una
amenaza de guerra en 1884-1885; los diplomáticos rusos esperaban que la presión sobre la
India llevara a los británicos a ser más comprensivos con los intereses rusos en los Balcanes.
El acuerdo de 1885 evitó el conflicto convirtiendo a Afganistán en un Estado tapón que
separaba los imperios ruso y británico.
austríaca. Aunque la alianza era secreta, Rusia fue consciente de los peligros que se
derivarían para sus intereses si permanecía aislada. Por esa razón no fue difícil la conclusión,
en 1881, de un Segundo Acuerdo de los Tres Emperadores sobre la base del respeto a los
recientes compromisos sobre los Balcanes y de una promesa de neutralidad que no
contradecía formalmente a la Dúplice. Alemania se aseguraba de que Rusia no ayudaría a
Francia y Rusia se aseguraba de que Austria no ayudaría a Inglaterra.
La segunda pieza se estableció en 1882 y fue la Triple Alianza que asoció a Alemania,
Austria-Hungría e Italia. La iniciativa fue italiana; el gobierno de Roma buscó el apoyo
alemán para fortalecer su posición frente a Francia; pero Bismarck no aceptó una negociación
en la que no participase el gobierno de Viena; el canciller alemán intentó neutralizar el
irredentismo italiano y, considerando que Austria-Hungría e Italia sólo podían ser aliadas o
enemigas, condujo la negociación a un acuerdo a tres, concluido por cinco años, que se
renovaría, con cambios, hasta 1914. La Triple Alianza fue un Compromiso anti-francés que
comprometía a italianos y alemanes, completado con la promesa de neutralidad italiana en
caso de conflicto austro-ruso.
A pesar de los compromisos asumidos para mantener el statu quo, la situación en los
Balcanes fue evolucionando en favor de los intereses austro-germanos. El Imperio otomano
había reclamado la presencia de instructores militares alemanes para su ejército y sus
compras de armamento habían abierto la vía a la influencia económica. Serbia y Rumania se
venían orientando hacia Austria-Hungría; en 1881, el rey de Serbia profundizó el
compromiso y, en 1883, se firmó otra Triple Alianza que unió, en un acuerdo defensivo
anti-ruso, a Alemania, Austria-Hungría y Rumania. Sin duda, Alemania dominaba el juego
internacional: Dúplice con Austria-Hungría, Acuerdo con Rusia y Triples con Italia y
Rumania. Pero es más; Bismarck, que desde 1884 apoyaba una política colonial alemana más
incisiva, mantenía relaciones cordiales con Inglaterra y colaboraba ocasionalmente con
Francia, a la que animaba a realizar una política colonial ambiciosa con la esperanza de
posponer la revancha e incrementar el antagonismo franco-británico.
En 1886, una nueva crisis búlgara reabrió la «Cuestión de Oriente». Bulgaria era una pieza de
la influencia rusa en los Balcanes; en 1883, los rusos instalaron en su trono a un príncipe de
la casa Battenberg que intentó escapar a esa influencia; el gobierno ruso favoreció un golpe
de Estado para desplazarlo; vano intento, los búlgaros lo reemplazaron por un
Sajonia-Coburgo protegido por Austria-Hungría. Rusia, aislada, vio cómo quedaba reducida
su influencia en la región.
No resulta fácil discernir si el juego de alianzas alcanzado por Bismarck en 1887 significaba
el apogeo de su habilidad diplomática o la evidencia de la fragilidad de su sistema.
Realmente, el Tratado de Reaseguro con Rusia contradecía a la Dúplice y a los Acuerdos
Mediterráneos. De hecho, Bismarck seguía favoreciendo a Austria a costa de Rusia, aunque
su habilidad diplomática le permitiese rehacer, una y otra vez, el lazo que mantenía a Rusia
unida a Alemania. Sin embargo, desde 1887, el gobierno del zar tenía un nuevo e importante
motivo de disgusto: no estaba encontrando en la Bolsa de Berlín los capitales que necesitaba
para abordar su equipamiento militar y ferroviario. Si añadimos a ese problema el hecho de
que, en 1889, Bismarck parezca acercarse a Inglaterra, entenderemos que, en 1890, el
gobierno ruso quisiera renovar el Tratado de Reaseguro sobre bases más firmes.
En realidad, hacía mucho tiempo que los dirigentes franceses habían iniciado un
acercamiento a Rusia, pero el imperio oriental no había querido saber nada de revanchas en
el Rin y de compromisos con un régimen político que le repugnaba. El deterioro de las
relaciones germano-rusas que siguió a la crisis búlgara favoreció el acercamiento. Los hechos
decisivos fueron las facilidades, desde 1888, de la Bolsa de París a los requerimientos rusos
de capitales, la negativa alemana a la renovación del Tratado de Reaseguro y el temor ruso a
que Inglaterra terminara por unirse a la Triple. En 1891 se estableció un acuerdo político muy
vago: los dos Estados se consultarían en caso de peligro. El gobierno francés insistió en su
deseo de lograr un acuerdo militar que, finalmente, fue firmado en 1892, y que suponía una
verdadera alianza defensiva frente a la Triple. El nuevo acuerdo no permitía ni la revancha
francesa ni una acción fuerte de Rusia en los Estrechos y el zar Alejandro III dudó mucho
antes de poner su firma en el documento. Pero el gobierno alemán no sólo no hizo nada para
evitar la sensación de inseguridad que embargaba a los rusos, además, bajo la presión de los
grandes propietarios de la tierra, se embarcó en una guerra aduanera que terminó por decidir
la situación; en 1893, el zar ratificó el nuevo Tratado; con él desaparecía el principal rasgo de
la diplomacia bismarckiana.
La mayor parte de los historiadores que se han ocupado de la diplomacia bismarckina han
recordado la famosa frase del político prusiano reduciendo su política a la siguiente fórmula:
tratar de ser uno de tres durante todo el tiempo en que el mundo se hallase gobernado por el
inestable equilibrio de cinco grandes potencias. Con esta frase se destaca el espíritu práctico,
la libertad de juicios morales y la movilidad de la política exterior del estadista que da
nombre a toda una época. Sin embargo, algunos historiadores, han afirmado que Bismarck,
más que querer ser uno de tres en un mundo de cinco, lo que deseaba realmente era
convertirse en el núcleo de la política europea. Si esto era así, ¿en qué dirección empujaba a
Europa?
El mejor estudio sobre las dos décadas de Relaciones Internacionales que siguieron a la
unificación de Alemania, el soberbio libro de W. L. Langer, Europeam Alliances and
Allignments (1931), afirma que Bismarck fue un gran maestro de ajedrez que dominaba el
tablero, pero no para defender los intereses de la guerra, sino los de la paz; sin la política
realista de Bismarck -sigue diciendo Langer-, la Historia de Europa no se hubiese beneficiado
de los veinte años de paz que siguieron a la proclamación del Reich alemán.
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Aunque esta imagen de un Bismarck gran estratega del juego diplomático a favor del
mantenimiento de la paz haya dominado la historiografía durante los últimos cincuenta años,
la historiografía más reciente ve en ella errores de consideración.
Para empezar, los años 1871-1890 no son sólo los años de la Europa de Bismarck. El
estadista prusiano empequeñeció, pero no consiguió eliminar ni a sus aliados ni a sus rivales;
unos y otros -en distinta medida- no siempre le necesitaron y no siempre apreciaron sus
consejos, sus amenazas o sus halagos. En segundo lugar, es muy discutible el pacifismo de
Bismarck; si, a partir de 1871, trató de evitar la guerra, lo hizo por razones prácticas, porque
las circunstancias no eran oportunas, porque temió las consecuencias de una conflagración
generalizada, pero nunca rechazó las ventajas de una guerra limitada entre dos potencias
europeas.
Por otra parte, al evaluar la talla de Bismarck como estadista, no debemos olvidar la
desgraciada influencia de sus características personales: su naturaleza emotiva, su
excitabilidad y su carácter vengativo; se encontraba siempre mal de los nervios; solo le
tranquilizaba el reto de las crisis extremas y tantos años en el ojo del huracán terminaron por
desgastar todavía más su sistema nervioso. Los historiadores han reconocido siempre los
efectos adversos de su carácter vengativo sobre la política interior, pero se han mostrado poco
dispuestos a tenerlo en cuenta en su política exterior; sin embargo, algunos casos bien
conocidos, como la inútil vendetta que desplegó contra Gorchakov, canciller ruso desde 1867
y ministro de Exteriores desde 1856, una verdadera guerra fría personal, demuestran la
importancia negativa del factor personal.
En la tesis de Langer sobre la talla de estadista de Bismarck se encuentra implícito que éste
poseía siempre un plan preparado ante cualquier eventualidad. Se trata de una opinión muy
discutible. Por el contrario, A. J. P. Taylor ha defendido que Bismarck vivía al momento y
respondía a los desafíos inmediatos; en otras palabras, ni gran poder de razonamiento, ni
portentosa visión de futuro. ¿Acierta de manera genial cuando forma la Dúplice con Austria-
Hungría, como dicen algunos historiadores, logrando la realización definitiva de la unidad
alemana? ¿Se precipita al formar la Dúplice con Austria-Hungría sin medir sus
consecuencias negativas, como dicen otros historiadores? Posiblemente tenga razón W. N.
Medlicott cuando afirma que la política de Bismarck fue una combinación de planificación de
largo alcance y de táctica.
En efecto, parece que la excesiva confianza del canciller en su superior capacidad táctica fue
aumentando con el tiempo como consecuencia de su profundo pesimismo: entendía la política
como una serie de transacciones específicas y no le preocupaban demasiado las
consecuencias a largo plazo de su diplomacia; por lo tanto, su libertad de maniobra era
extraordinariamente grande. El problema residía en que los demás participantes no jugaban
se- gún sus reglas.
En cualquier caso, como afirma Waller durante los últimos tres años que se mantuvo en el
cargo, la red de alianzas que construyó parecía una verdadera chapuza de remiendos: con un
acuerdo tras otro ponía parches en las zonas más débiles con retales de ropas diferentes. Esas
complejas maniobras, ¿eran obra de un genial estratega o de un buen táctico? y, sobre todo,
¿eran imprescindibles? Es discutible, pero parece razonable suponer que no lo eran, que ante
la existencia de las rivalidades que enfrentaban entre si a los demás Estados, el Reich no
necesitase más que nervios firmes y sentido común para mantener el statu quo en Europa.
Quizá Bismarck no estaba tan interesado en la conservación del statu quo de 1871 como
afirma Langer; el establecimiento de un imperio ultramarino en la década de los ochenta
parece negar la evidencia de una supuesta Alemania bismarckiana saciada; además, todas sus
maniobras diplomáticas parecen demostrar que el canciller buscaba adquirir una posición de
predominio en Europa que no garantizaba el Tratado de Frankfurt de 1871. Había logrado el
Reich alemán mediante la lucha y no parece que pensase protegerlo de otra manera; por eso
buscó la seguridad en una política llena de inventiva y de un activismo continuado, guiada
más
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