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Carlotta era una alegre y joven actriz que ansiaba tener una vida

segura. Pensó que sus sueños al fin se convertirían en realidad


cuando el acaudalado viudo Norman Melton se enamoró de ella. Pero
conoció a Héctor McLeod, un joven médico que despertó en ella una
gran pasión. Sin embargo, Héctor no la correspondía, ya que estaba
enamorado de Skye, una joven aristócrata que tenía un concepto de
la vida similar al de él. Súbitamente, Carlotta se encontró atrapada en
un cuarteto amoroso, sin esperanzas de hallar la felicidad, ya que
Skye resultó ser la hijastra de Norman Melton
Barbara Cartland

Barreras rotas
Pyramid - 78

ePub r1.0
jala 21.05.16
Título original: Broken barriers
Barbara Cartland, 1938
Traducción: Rodolfo Sánchez A.
Ilustraciones: Francis Marshall

Editor digital: jala


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Capítulo 1

1938

orman Melton sentado ante su escritorio revisaba las páginas de un


N contrato que le había sido presentado para su firma. De pronto y sin
levantar la vista, exclamó:
—Bien, lo hemos conseguido, Johnson.
—Sí, Sir Norman.
—Supongo que ya lo habrás leído.
—Sí, Sir Norman.
Tomó la pluma.
—Este día debería ser marcado con números rojos en nuestros
calendarios. Es el mejor negocio que hasta ahora ha hecho la Melton Motor
Company.
—Sí, Sir Norman.
Sir Norman bajó la pluma con un gesto de desesperación.
—¡Por Dios, Johnson! ¿No puedes decir algo más que sí? Dile a Miller
que venga. No, espera. Yo llamaré cuando lo necesite.
Johnson salió de la habitación con un gesto compungido.
Una vez solo, sir Norman se incorporó para caminar hacia la ventana.
Estaba nervioso y se preguntaba por qué las respuestas monosilábicas de
Johnson lo habían molestado tanto.
Parecía acostumbrado a dominar su impaciencia ante sus subordinados.
Podía recordar muy bien aquellos días cuando él mismo despreciaba las
fanfarronadas de sus superiores.
Johnson, a pesar de su eficiencia, era el tipo de secretario servil. Le era
indispensable, sin embargo su falta de personalidad lo exasperaba.
—Necesito unas vacaciones —resolvió sir Norman.
La sirena anunciaba la hora de la comida y los obreros salían de los
talleres, sacando bolsas de emparedados o fumando un anhelado cigarrillo.
Por encima de los edificios destacaba un gran letrero: Melton Motor
Company.
El patio se encontraba cuatro plantas más abajo y sir Norman sintió que
él, director y presidente de esta poderosa compañía, era también quien tenía
en sus manos el destino de cada hombre que trabajaba para ella.
—Soy uno más de ellos —trató de convencerse a sí mismo, pero sabía
que era una vana ilusión. Él había crecido y se alejó de ese gremio y al
presente era tan distinto de sus antiguos compañeros de trabajo como lo era
también su propia vida.
Él era el jefe.
Recordaba sus sentimientos cuando de joven, había ingresado en la
fábrica y por primera vez había visto los gruesos bigotes y la oscura figura de
Edward Buller.
En aquel entonces jamás pensó que veintinueve años después, él ocuparía
su lugar y que la fábrica adoptaría su apellido como señal de éxito.
En la actualidad había obtenido el mayor triunfo. Jamás pensó poder
obtener un contrato del gobierno para una fábrica de armas, pero lo había
conseguido.
Una vez firmado el mismo se darían las órdenes para la construcción de
nuevos edificios; nueva maquinaria y la contratación de por lo menos cinco
mil obreros más. Era un triunfo para el cual había trabajado sin descanso
durante tres meses.
Su fábrica era pequeña comparada con las demás firmas concursantes en
el programa de rearmamento. No había otro motivo para escoger a la Melton
Motor Company que el empuje, la originalidad y la visión que tenía su
director para que el trabajo resultara satisfactorio.
La Melton Motor Company había cobrado gran éxito durante los últimos
cinco años. Sus acciones habían subido al punto de que las juntas de
accionistas no eran sino una celebración continua.
Él, su director, en su cuadragésimo segundo cumpleaños descubrió que
había ingresado a las filas de los millonarios aburridos.
Pero cuando sir Norman recibió ese contrato, comprendió lo mucho que
había deseado ese nuevo trabajo, la intensidad con que deseaba emprender
algo nuevo y encontrar en qué ocuparse.
Sus nervios estuvieron a punto de estallar durante esta última semana.
Por primera vez una sensación de responsabilidad comenzó a deprimirlo.
Casi tenía temor de lo que iba a iniciar, pues era algo más grande que
cualquier empresa que intentara antes.
Se apartó de la ventana y encendió un cigarrillo. Sobre la chimenea estaba
un dibujo mal hecho de la compañía. Lo miró por unos momentos y
enseguida regresó a su escritorio y oprimió el timbre.
Dos horas más tarde abandonaba la fábrica. No había comido pero no
aceptó que le llevaran algunas viandas a la oficina.
—Mi hermana me estará esperando en casa —le había dicho a Miller—.
Me iré tan pronto hayamos terminado y no voy a regresar hoy. Dígale al
arquitecto que termine los planos lo antes posible. No debemos perder
tiempo.
Sentía que el tiempo lo iba a presionar. La idea de tanto por hacer y con
tan poco tiempo para hacerlo le hizo decirle a su chofer:
—Lo más rápido que pueda, Davis.
Norman Melton vivía a unos cinco kilómetros fuera de Melchester. Su
hogar, que sólo le había pertenecido durante los últimos cinco años había sido
propiedad de una antigua familia de hidalgos y a ambos lados de la entrada
aparecían leones de piedra que sostenían un escudo heráldico entre sus patas.
Las rejas se abrieron y el auto prosiguió por una avenida de robles. La
casa era de estilo georgiano aunque su estructura original era mucho más
antigua.
Al llegar el auto frente a la puerta principal esta sé abrió.
—¿En dónde está la señorita Melton? —preguntó sir Norman al
mayordomo.
—En la sala de día, sir Norman.
Él atravesó el amplio vestíbulo y abrió la puerta situada al extremo de
éste. Su hermana aparecía sentada ante una mesa escribiendo cartas. Al verlo
entrar se incorporó:
—Llegas muy tarde Norman —exclamó con tono severo.
—No pude salir antes.
—¿Comiste algo?
—No y me gustaría hacerlo.
Ella llamó con el timbre y cuando el mayordomo apareció le dio las
órdenes necesarias.
—¿A qué hora llegaste de Londres esta mañana? —preguntó ella.
—Tomé el tren de las 7:30 —repuso él.
Alice Melton esperó a que su hermano le diera la noticia. Quería mucho a
su hermano pero le era difícil entenderlo. Ella tenía diez años más que él.
Parecía extraño que fueran hermanos pues Alice carecía del fuego y
seguridad de Norman.
Éste era un hombre bien parecido, millonario y su personalidad
difícilmente podía ser ignorada.
«Debía casarse de nuevo», pensó Alice al verlo y se preguntó por qué le
había surgido aquella idea.
—Nos dieron el contrato —habló él como si fuera algo sin importancia.
—Me alegro —respondió Alice con voz calmada—, aunque seguramente
significará una gran carga de trabajo para ti.
—Así es y me alegro —respondió Norman—. Me estoy aburriendo y
quizás haciéndome viejo…
El mayordomo anunció que la comida estaba servida y antes que la
hermana pudiera comentar algo más, Norman salió de la habitación y la dejó
sola.
Alice no intentó seguirlo. Sabía que él preferiría comer solo y si quería
hablar más con ella, regresaría después de haber terminado. Y miró hacia el
jardín donde las flores comenzaban a brotar.
Cuando la esposa de su hermano había muerto, éste le pidió que viniera a
vivir con él, pero Norman nunca supo cuánto había llorado ella por tener que
abandonar el lugar que había sido su casa por tantos años. La esposa de
Norman había vivido siempre en Londres, pero a su muerte, él había cerrado
la casa de Londres, para vivir cerca de la fábrica como lo había hecho hasta
antes de casarse.
Ignoraba lo sola que se sentía Alice. Hablaban poco, en realidad no tenían
nada en común a excepción del lazo de sangre que los unía. Alice era una
excelente administradora de la casa y Norman suponía que era ventajoso para
ella el vivir con él.
Regresó a la habitación con un cigarro en la boca y una copa de brandy
en la mano. Se acomodó junto al fuego y tomando un sorbo del brandy,
anunció solemnemente.
—He decidido reabrir la casa de Londres.
Capítulo 2

a lluvia caía con fuerza y los alcantarillados de la avenida Shaftesbury


L parecían excedidos. Algunos pocos asistentes a los teatros permanecían
desconsolados bajo los pórticos en espera de sus autos o de un taxi.
Tras de ellos, los porteros cerraban las puertas, ansiosos de retirarse a sus
casas.
Una chica salió por la puerta del escenario y se despidió del portero.
—¡Está lloviendo! —exclamó ella.
—Desde hace dos horas, señorita, y no parece que disminuirá pronto.
Ella abrió su paraguas y salió a la lluvia. Cruzó la calle y esperó un
autobús junto con un pequeño grupo de gente silenciosa.
A los pocos minutos llegó un autobús y Carlotta cerró el paraguas
sintiendo cómo la lluvia le golpeaba el rostro.
Se adelantó hacia el vehículo y así, sin saber cómo, cayó bajo los pies de
la demás gente que intentaba abordar el autobús.
Por un instante no hizo nada. Se sentía indefensa, asustada y casi ahogada
por la muchedumbre. Trató de incorporarse.
De pronto una mano la tomó del hombro y la levantó.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó alguien.
—Sí —comenzó a decir Carlotta pero en ese momento su tobillo la obligó
a lanzar un grito de dolor.
El autobús ya se había marchado y algunos transeúntes los estaban
observando.
—Aquí está un taxi. Voy a ayudarla a subir.
El hombre que la había ayudado a levantarse detuvo el taxi y la ayudó a
subir.
—¿Cuál es su dirección? —preguntó el desconocido.
Carlotta se la dijo y añadió:
—Pero por favor no se moleste en acompañarme. Yo estoy bien.
Él no respondió, se sentó junto a ella, a la vez que cerraba la puerta.
—Veo que está usted hecha un desastre —comentó el hombre mirando el
abrigo mojado de Carlotta y las condiciones de sus medias y zapatos.
—Fue un descuido… —repuso ella con una mueca.
—¿Me permite revisarle el tobillo? —preguntó él—. Soy médico.
Ella lo miró. Era alto, de hombros amplios, y bien rasurado. La mujer
pensó que tenía una voz muy agradable.
Tenía un ligero acento que ella no logró definir y se preguntó de dónde
sería mientras movía su pierna para que él pudiera alcanzar el tobillo.
Él se agachó y lo palpó con dedos expertos.
—Considero que es sólo una luxación leve —dijo—. ¿Le duele?
—Sí… en el lugar donde están sus dedos ahora.
—Un tendón dilatado —opinó él—. Debe ponerse un vendaje frío de
inmediato. Pudo haber sido más serio, pero no hay fractura.
—No sé cómo pudo suceder —confesó ella—. ¡Odio los autobuses!
—También yo —respondió él—, pero no tanto como a la lluvia.
Se quitó el sombrero que escurría agua y lo puso en el piso. Ella observó
que era joven, más joven de lo que había imaginado.
—Tengo mucha suerte de ser atendida por un médico —comentó un poco
cohibida—. Por lo general cuando algo así sucede no hay nadie en los
alrededores.
—Ha tenido usted poca suerte —dijo él y algo en la manera de pronunciar
las palabras la hizo exclamar a ella:
—Usted es escocés, ¿no es así?
—Me llamo Héctor McCleod —respondió y ambos rieron como si
hubiera sido un chiste.
—Yo soy Carlotta Lenshovski —respondió ella.
—¡Rusa! —exclamó él y ambos rieron de nuevo.
El taxi se detuvo de pronto.
—¿Es aquí? —preguntó el taxista.
—Sí, aquí es —respondió Carlotta—. Siempre se ve un poco extraño
cuando es de noche —añadió dirigiéndose a su acompañante.
Carlotta sacó una llave y Héctor McCleod descendió para abrir la puerta
antes de volver para ayudarle a bajar.
—¿Puede arreglárselas usted sola? —preguntó cuándo ella llegó a la
puerta.
—¿No quiere pasar y tomar una copa? —preguntó la joven.
Él dudó un instante.
—¿No le causo ningún problema?
—Ninguno —le aseguró ella—, y usted ha sido tan amable —ella sacó su
bolso—. ¿Por favor, quiere pagar el taxi?
—Yo me ocuparé de ello —dijo él.
—Debe dejarme pagar a mí —protestó Carlotta.
Él pagó al chofer.
—Por favor, permítame darle el importe —suplicó Carlotta.
Él negó con la cabeza.
—Ni lo piense —respondió él—. No es frecuente que tenga oportunidad
de ayudar a una dama en peligro.
—Pero yo insisto.
—No puede insistir con sólo una pierna —respondió él con una sonrisa
—. Permítame ayudarla a subir por la escalera.
Él miró sorprendido a su alrededor.
Se encontraban en un pasillo estrecho en el cual alcanzaba a ver lo que
parecían ser armaduras medievales junto a la pared.
Carlotta encendió la luz.
—No se sorprenda tanto —explicó ella cuando la luz dejó ver no sólo las
armaduras sino dos aparatos llenos de joyería teatral, pelucas, plumas y
adornos de todo tipo—. Seguramente conoce este lugar aunque sea sólo de
nombre.
Él negó con la cabeza.
—Ésta es la Casa Lenshovski que alquila vestuario para representaciones
teatrales —dijo Carlotta—, y creo que requiero de su ayuda para subir por esa
escalera. Nuestras habitaciones están en el piso de arriba.
Subieron por la escalera lentamente. Al llegar al segundo piso se
encontraron en una gran sala llena de vestidos colgados en filas.
Atravesaron la habitación hasta llegar a una puerta que aparecía al otro
extremo. Carlotta se apoyaba pesadamente en el brazo de Héctor pues su
tobillo comenzaba a dolerle con intensidad.
—¿Le gustaría que la llevara en brazos?
—Estoy bien. Abra la puerta, por favor.
Él obedeció y de inmediato Carlotta llamó:
—Magda, Magda, ¿en dónde estás?
Una voz dulce respondió:
—¿Ya regresaste, querida? La cena está lista.
Cruzaron por un pequeño vestíbulo y entraron en una habitación donde,
sentada ante la mesa de comer, se encontraba la mujer más corpulenta que
Héctor jamás hubiera visto.
A éste le tomó algo de tiempo captar todos los detalles de la habitación y
lo que observó le quitó el aliento por inesperado. Era una habitación pequeña
con las paredes completamente cubiertas de bordados, tapetes y objetos
diversos.
Abundaban fotografías, pedazos de bordados, tapetes persas, ébanos
rusos, espadas con el mango enjoyado y trofeos de valor estimativo.
Un fuego ardía en la chimenea y ante ésta se encontraba una gran
variedad de gatos.
Pero la dueña de la habitación resultaba aún más sorprendente.
Magda Lenshovski debía pesar ciento cincuenta kilos. Era una enorme
mole de carne y era sorprendente que pudiera moverse con la agilidad con
que lo hacía.
Héctor la miró fascinado, preguntándose qué glándulas andarían mal en
aquel cuerpo.
Tenía el cabello negro peinado al medio y recogido sobre las orejas de las
cuales colgaban dos enormes pendientes de rubíes montados en oro.
Sobre los hombros llevaba una estola bordada en vivos colores. No era
una mujer fea. Sus ojos debieron ser muy bellos y aún conservaban el brillo
bajo las delgadas cejas.
Al entrar Carlotta ella se incorporó.
—¡Mi paloma, mi ángel… estás herida!
—Me luxé el tobillo —respondió Carlotta—. Eso es todo.
Se apoyaba con fuerza sobre el brazo de Héctor. Él la miró y de pronto
pensó que era muy bella.
Carlotta se había quitado el sombrero y su cabello oscuro se amontonaba
detrás de su cabeza en una profusión de rizos. Su piel era blanca y sus ojos
negros acariciaban mientras hablaba.
Su cuerpo era esbelto y exquisito y tenía una cierta sensualidad
extranjera.
«Es muy exótica», pensó él, «y la persona más glamorosa que he
conocido».
Ella se despojó del abrigo antes de sentarse. Estaba vestida con un
sencillo traje negro sin un solo toque de color pero Héctor pensó que debía ir
vestida en sedas, adornada con pieles y con diamantes.
Existía una cierta elegancia en Carlotta que él advirtió al mirarla.
«Es preciosa», pensó, y casi lo pronunció en voz alta.
Magda profería exclamaciones mientras Carlotta hablaba con buen
sentido del humor sobre al accidente, narrándole la forma en que Héctor la
había salvado de morir aplastada.
Carlotta hizo que el médico sintiera como si hubiera sido el héroe de una
aventura.
Le vendó el tobillo a Carlotta y cuando hubo terminado, Magda lo invitó
a quedarse a cenar, invitación que él aceptó complacido.
El solo aroma de la comida le hizo comprender que Magda gustaba de lo
bueno. La preferencia rusa por la crema, la mantequilla y por la pastelería se
hizo evidente aun en esta pequeña comida.
A Héctor le resultaba difícil entender cómo Carlotta lograba mantener su
esbelta figura comiendo a diario tan suculentamente.
—¿Tuvieron buen público esta noche? —preguntó Magda y Héctor
comprendió que Carlotta era actriz.
—¿En qué está trabajando? —preguntó él.
—Oh, en una obra horrible —respondió ella—. Se llama La escalera
llena de estrellas y fue escrita por uno de esos jóvenes autores que desean
comunicar un mensaje que a nadie le interesa. Me temo que no permanecerá
mucho tiempo en escena…
—Ninguna obra dura en estos días —respondió Magda—. En cuanto
acabo de vestir a los actores de una obra, ésta se acaba. Naturalmente, eso
favorece nuestro negocio… siempre y cuando nos paguen.
—Magda se encarga de que así sea —intervino Carlotta—. «Pagar por
adelantado», es el lema de esta casa.
Magda rió.
—¿Y por qué iba a trabajar sin gratificación alguna? —preguntó ella.
—Tienes toda la razón —respondió Carlotta—. Le estaba diciendo al
señor McCleod, ¿o debo decir doctor?
—¿Practica usted? —preguntó Magda.
—Estoy trabajando para obtener mi licencia, en Londres. Ya tengo la
escocesa —respondió él—. Hace sólo un mes que estoy aquí y trabajo en el
hospital de St. Anthony.
—Es un hospital muy grande, ¿verdad? —inquirió Carlotta.
—Uno de los más grandes.
—¿Y le gusta ser médico? —preguntó Magda.
—Es algo que siempre anhelé desde que era un niño —repuso él—. A
veces me parece que es un sueño.
—Eso es la felicidad —opinó Magda—. Soñar con algo y poder lograrlo.
Yo también soñé en una ocasión… pero hace muchos años.
—Magda estuvo en el ballet —le comentó Carlotta a Héctor.
Señaló la chimenea sobre la cual estaba un par de zapatillas de baile,
gastadas y depositadas en una caja de cristal.
—Me fracturé una pierna y ya nunca más pude bailar —expresó Magda.
Héctor no supo qué decir. Aquellas pocas palabras encerraban una
tragedia.
Era extraordinario cómo aquellas mujeres podían, por medio de sus ojos,
comunicar cualquier cambio en sus sentimientos e infundir a la charla una
acogedora tibieza que invitaba al diálogo y a la amistad.
Comprendió que allí había una herida mucho más profunda que cualquier
accidente corporal y no encontró palabras adecuadas para consolarla.
La puerta se abrió y otra mujer hizo su entrada. Era alta y delgada, con el
cabello rizado color oro desteñido.
—Hola Leolia —saludó Carlotta—. Te presento al doctor McCleod quien
me ha traído a casa.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó la recién llegada.
La historia del accidente de Carlotta se repitió una vez más. La mujer se
sentó a la mesa y Héctor calculó que debía tener unos sesenta años. Era
inglesa pero de una elegante personalidad.
Cuando hablaba lo hacía con la modulación de una mujer educada y
poseía un encanto que hacía más atractiva su apariencia.
—La señora Payne vive aquí, conmigo —dijo Magda.
—¿Le ayuda con el negocio? —preguntó Héctor.
Leolia Payne rió.
—¡No habría mucho negocio si así lo hiciera! Por supuesto que no.
Magda lo administra sola. Yo únicamente vivo aquí y la cuido cuando
Carlotta sale de gira o a divertirse con sus amigos.
Carlotta rió.
—Hablas como si yo fuera muy alegre. Le aseguro, doctor, que la
mayoría de las noches vengo a casa después de la función.
—Creo que es una conducta sobria si en realidad está interesada en su
carrera —observó él.
—Lo estoy y no lo estoy —exclamó Carlotta con tono dubitativo.
—Las chicas de hoy en día no tienen ambiciones —intervino Magda—.
Yo en cambio sólo pensaba en bailar. Nos hacían practicar hasta que nos
sangraban los pies. ¡Y no nos importaba!
—No hace falta que lo digas, querida —interrumpió Carlotta—. Sabes
que esos días ya se han ido. Ahora nadie es tan ambicioso.
—A excepción, quizá, de Norman Melton —opinó Leolia Payne.
—Sí, es probable que Norman sí lo sea —dijo Magda.
Un reloj indicó la hora y Héctor se incorporó para despedirse, pues se
sorprendió de lo tarde que era.
Carlotta le extendió la mano.
—¿Vendrá a verme mañana? —preguntó ella—. No tengo función en la
tarde y me gustaría que mi pierna estuviera mejor para la función de la noche.
Capítulo 3

arlotta despertó cuando el teléfono sonó a su lado. Con pereza estiró la


C mano para descolgar la bocina.
—Hola —saludó.
—Una llamada de Melchester para usted, señorita —indicó la voz del
chico que trabajaba en la tienda.
Carlotta se acomodó en las almohadas y esperó. Sabía de quién se trataba.
—¿Carlotta Lenshovski, por favor?
—Sí, ella habla.
—Un momento por favor, sir Norman Melton desea hablar con usted.
Un momento más tarde escuchó la voz de Norman.
—Buenos días.
—Pensé que te habías olvidado de mí —exclamó ella.
—Anoche me fue imposible llamarte, tuve una conferencia que duró
hasta la media noche.
—Así que obtuviste el contrato… —Adivinó ella.
—Así es.
Había un tono de triunfo en su voz.
—Felicidades —dijo Carlotta—. Pero nunca dudé que lo lograrías.
Cuando te decides por algo, siempre lo consigues, Norman.
—¿Cenarías conmigo esta noche después de la función?
—Me encantaría —respondió Carlotta—. Si es que voy al teatro.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
Le contó acerca del accidente de la noche anterior.
—No sabes lo fascinante que es mi joven doctor —comentó ella—. Me
prometió venir a verme hoy.
—Nunca escuché mayores tonterías —respondió sir Norman—. Consulta
a sir Harry Andrews. Es el único médico a quien vale la pena visitar. Él es mi
doctor.
—Tengo fe en mi escocés —respondió Carlotta y tomó a broma las
protestas de Norman—. No te preocupes —prosiguió—, y a menos que te
avise que estoy en el hospital, espérame a las 11:35.
—Lo haré —prometió él—, y cuídate mucho mi niña.
—Lo haré —respondió Carlotta y colgó.
Carlotta permaneció ensimismada por un largo rato pensando en Norman.
Se conocieron hacía tres meses en una fiesta. Los habían presentado a
medianoche. La anfitriona musitó el nombre de él, así que ella no tenía idea
de quién era, sólo de que estrechó de pronto la mano de un hombre alto,
austero y que parecía fuera de lugar en medio de la alegría de la fiesta.
—Háblame de ti —dijo Carlotta.
—¿Quién crees que soy? —preguntó él.
Ella lo miró con atención y trató de adivinar.
—Quizá un político. Ciertamente no eres un actor y no creo que seas lo
suficientemente sofisticado como para ser un diplomático. Sí, debes ser un
político o un magnate o ambas personalidades.
Norman sonrió.
—O eres buena adivina o una aduladora.
—¿Entonces estoy en lo cierto? —interrogó Carlotta.
—No en lo referente a la política, pero sí en cuanto a los negocios. ¿Te
desilusionaría que no sea un futuro primer ministro?
Casi siempre Norman se sentía fuera de lugar en eventos como éste.
Estaba acostumbrado a la concentración y a enfocar su energía en todo lo
que hacía y le resultaba difícil discutir trivialidades con la ligereza necesaria.
En cualquier reunión, tarde o temprano, Norman se veía involucrado en
una discusión.
En Carlotta, sin embargo, encontró por primera vez a alguien con quien le
parecía fácil charlar.
Le gustaba su rostro vivaz y expresivo; le gustaba el timbre de su voz y
los gestos que empleaba para poner mayor énfasis en lo que decía.
Carlotta hablaba con las manos tanto como con la boca y era obvio que
no era inglesa aunque ella le había confesado que no hablaba otro idioma.
Le dijo dónde estaba trabajando y él le prometió acudir para ver la obra si
ella, a su vez, le prometía cenar con él después de la función.
—Represento un papelito insignificante —explicó ella—, pero es muy
importante estar en un teatro del lado oeste. Eso impresiona mucho a los
agentes y empresarios.
—¿Por qué escogió trabajar en la escena? —le preguntó él.
Ella alzó los hombros con desenfado.
—No tanto por vocación sino porque fui criada para ello. Mi madre…
adoptiva es Magda Lenshovski, la vestidora de artistas. Conocí, a todos los
grandes personajes de la escena antes de cumplir los cinco años pues siempre
acompañaba a Magda a los ensayos. Es más, mis primeras lecciones fueron
memorizar algunas partes que escuchaba repetir una y otra vez mientras
esperaba a mi madre. No pude negarme cuando Christian Holden me ofreció
un papel en su compañía. Yo tenía diecisiete años y lo consideraba como el
hombre más atractivo que jamás había visto en mi vida. Y claro que acepté.
¿Quién no lo hubiera hecho?
—¿Hay alguna otra cosa que le hubiera gustado hacer? —preguntó él.
—No, nada en particular —respondió Carlotta—. Creo que soy perezosa.
En realidad, lo único que pretendo es saber disfrutar de la vida. Supongo que
eso no lo puedes entender.
Para entonces ella ya sabía quién era él y recordó haber leído en la prensa
acerca de su ascenso meteórico hasta llegar a convertirse en el director y
dueño de la fábrica en la que había entrado a trabajar cuando fue niño.
—Mi ambición me ha movido toda la vida —confesó Norman—. Parece
como si estuviera hablando para la prensa, pero es la realidad.
—¿Y te sientes satisfecho ahora? —preguntó Carlotta.
Él rió de pronto.
—Aún ni siquiera he comenzado.
La noche siguiente cenaron juntos y Carlotta empezó a interesarse en él.
Le atraía su clara inteligencia y le divertían sus modales casi rudos que sin
duda eran para ocultar su timidez.
Comprendía por qué le desagradaba a alguna gente, pero ella había vivido
demasiado tiempo entre una gran variedad de caracteres como para juzgar por
las apariencias.
—Parece curioso —decía más tarde a Magda—, pero en algunos aspectos
me parece como si él fuera más joven que yo. Es tan poco mundano acerca de
todo lo que no sea sus motores.
Permanecía sentada en la cama de Magda, llevaba un vestido de tul
blanco y se veía muy joven y bella. Magda entendió lo que quería decir.
—Eres rusa —respondió ella—. Somos tan antiguos como Dios mismo.
—Sólo a medias —respondió Carlotta—. Olvidas a mi padre.
—Nunca lo conocí —confesó Magda.
—Me pregunto cómo habrá sido —murmuró Carlotta e incorporándose,
se dirigió hacia un enorme espejo.
—Supongo que habrá sido alto, blanco y tonto… como la mayoría de los
ingleses —respondió Magda.
—¿Así era el hombre que tú amabas? —preguntó Carlotta.
Por un momento Magda no respondió. Recostada sobre las almohadas
miró a Carlotta con suspicacia.
—¿A quién te refieres? —preguntó ella.
—No finjas —respondió Carlotta—. Leolia me lo comentó hace muchos
años. No debes enfadarte.
—Ya no me acuerdo de él —respondió Magda.
—¡Eso no es cierto! —afirmó Carlotta—. Pero no importa, sigamos
hablando de mí, si así lo prefieres. ¿Me parezco a mi madre?
—Mucho —respondió Magda.
—Entonces ella debió haber sido muy bonita —observó Carlotta.
—No lo era cuando yo la conocí —respondió Magda—. Llevaba dos días
sin comer. Estaba pálida y sus ojos eran dos agujeros oscuros en su rostro.
—Y, sin embargo, era hermosa —respondió Carlotta—. Sé que era
hermosa, ¿verdad?
—Debió ser una mujer muy bella —expresó secamente Magda.
—Y era una Romanoff —exclamó Carlotta con voz de triunfo—. ¡Una
Romanoff! ¿Crees que soy digna de ella?
—Creo que sí —dijo Magda con una voz áspera que disfrazaba el gran
afecto que sentía por la niña a la cual había criado—, pero vete a la cama o
estarás cansada en la mañana. ¿Cuándo viene a buscarte tu joven amigo?
—Quizá mañana por la noche —respondió Carlotta—. Tal vez le gusto.
—Sería absurdo lo contrario. Que me visite un día y yo te diré lo que
pienso de él.
—Sólo si prometes no decírselo.
Lo decía medio en serio y medio en broma, pues en el pasado ya había
sufrido la sinceridad de Magda.
La anciana no tenía ningún reparo en expresar lo que pensaba, resultara o
no agradable.
Magda era toda una personalidad. Algunos la amaban, otros la odiaban,
pero todos en el mundo del teatro se veían obligados a aceptarla.
Los diseñadores la adoraban, pues era tan profesional que jamás permitía
que algo feo o imperfecto saliera de su taller.
No le importaba que la gente se riera de ella y cuando un actor la llamó
«la duquesa fea», no le guardó rencor.
Pero el nombre se le quedó y en el mundo del teatro, Magda era conocida
como «la duquesa fea».
Y quizá la repulsiva corpulencia de Magda hacía que Carlotta deseara la
belleza desde niña. Odiaba todo lo que no fuera atractivo, incluyendo los
juguetes que no se vieran delicados. Al crecer se opuso a vestir con ropa que
no fuera de su agrado o que careciera de buen gusto.
—Cuando yo crezca seré tan bonita como un ángel —le dijo en cierta
ocasión a Magda cuando tenía cinco años.
Magda se había reído, pero para Carlotta aquello significó un juramento
del cual estaría consciente a través de los años. Y la niña llegó a la mayoría
de edad. Se convirtió en una persona encantadora, a grado tal que Magda la
miraba sorprendida.
Ahora Carlotta estaba inquieta, pues después de aceptar una serie de
invitaciones de parte de Norman Melton, ella lo había invitado a su casa para
que conociera a Magda.
—Es un poco extraña —le había advertido a él—. Si no le eres grato,
quizá te lo diga abiertamente. ¡Siempre deja entrever sus sentimientos de
manera manifiesta!
No dejaba de sorprenderle que Norman también se mostrara inquieto.
Parecía gracioso que aquel hombre tan inteligente, rico y triunfador le tuviera
miedo a una mujer obesa y anciana.
Era una tarde llena de neblina y el salón de Magda parecía sofocante. La
vieja estaba sentada con una estola sobre los hombros, grandes argollas en las
orejas y pulseras orientales en las muñecas. Se veía fantástica. Mantenía a un
gato sobre las enormes piernas y otros dos se revolvían a sus pies. No intentó
incorporarse, sino que le extendió su mano a Norman con la altivez de una
emperatriz al tiempo que lo miraba con especulación.
Carlotta sabía que lo estaba analizando. Por un momento ésta se sintió
ansiosa. Le agradaba Norman y quería la aprobación de parte de Magda.
—La cena está dispuesta —anunció Magda.
Carlotta reconoció su aprobación en el tono de su voz. Y se sintió
aliviada.
Capítulo 4

éctor McCleod salió del hospital y se dirigió a la caseta telefónica más


H cercana. Marcó un número y preguntó por la señorita Carlotta
Lenshovski, transcurrieron unos segundos antes que escuchara su voz.
—¿Quién llama? —preguntó ella.
—Héctor McCleod —repuso él—. ¿Cómo estás hoy? ¿El tobillo está
mejorando?
—Oh, eres tú. El chico confundió tu nombre y no tenía idea de quién
pudiera ser.
—Ya tendrá tiempo para aprendérselo —prometió Héctor—. ¿Y el
tobillo?
—Está mucho mejor. Voy a dejarlo descansar toda la tarde y creo que por
la noche sólo cojearé ligeramente.
—¿Es necesario que camines?
—No creo que se viera bien que apareciera en escena en brazos de
alguien —dijo ella y rió.
—Quiero decir que si no puedes disponer de la tarde.
Ella rió de nuevo.
—Con la venta de cinco entradas y unas pocas frases que decir, no tengo
una suplente. Si falto, lo más probable es que me despidan.
—¿Puedo ir a verte?
—No si vas a decirme que tu opinión como médico es que debo
quedarme en casa.
—Te prometo que no lo haré —ofreció él—. Acudiré como un amigo.
—Ven a tomar el té a las 4:30 —invitó Carlotta.
—Llegaré puntual —dijo él.
Héctor miró su reloj. Faltaba una hora y media. Comenzó a caminar por
las calles llenas de gente en dirección al lado oeste.
Para él, haber conocido a Carlotta había significado una afortunada
coincidencia. Los médicos con quienes trabajaba en el hospital en su mayoría
eran de Londres y tenían muchos amigos e intereses fuera del trabajo. Eran
gente agradable, pero Héctor no vivía con ninguno de ellos y después de un
mes sólo seguían siendo simples conocidos cuya única liga era el trabajo en
común.
Carlotta resultó ser la primera persona extraña al hospital con quien había
mantenido una charla interesante. Disfrutó de la cena en casa de ella y
deseaba volver a verla. Durante toda la mañana en el laboratorio estuvo
pensando si debía tomarle la palabra y visitarla una vez más. Insistentemente
se preguntaba:
«¿Lo diría en serio? ¿Deberé anunciarme o me presento en su casa?».
El miedo a ser rechazado lo obligó a llamar y, cuando salió de la caseta
telefónica se sentía feliz con la idea de que otra vez vería a sus nuevas
amigas.
«Ella es muy bella», pensó y sin poder evitarlo, lo volvió a repetir en voz
alta cuando vio a Carlotta.
Había pensado decirle que tenía buen aspecto, pero balbuceó:
—Estás muy bella.
Ella llevaba un vestido color rojo pálido adornado con toques de piel de
sable en los puños y en el cuello. Su única joya era una cruz de oro y rubíes
que pendían de una cinta negra y angosta.
—Como verás estoy descansando —exclamó ella desde el sofá—, así que
no me digas que desobedezco las órdenes del doctor.
A ella le divirtió el saludo vacilante de él.
En compañía de Norman Melton, Carlotta se sentía de más edad y
sofisticada. Con Héctor, sólo unos pocos años mayor que ella, se sentía joven
e inexperta. Bajó la mirada ante la de él.
Hubo un silencio embarazoso y enseguida él dijo:
—¿Me permites ver el tobillo?
Lo palpó y procedió a decir que había sólo una leve inflamación.
—Me duele un poco —confesó Carlotta—. Estaré bien para mañana.
—Tendrás que tomarlo con calma por un par de días —opinó Héctor—.
Lo mismo me ocurrió hace algún tiempo y transcurrió casi una semana antes
que estuviera completamente bien.
—Tendré mucho cuidado —ofreció Carlotta.
Un sirviente acudió con el servicio del té y Héctor sirvió una taza y se la
aproximó a Carlotta junto con unos emparedados.
Ella sólo embromó la comida mientras lo miraba a él devorarla y terminar
con un par de rebanadas de pastel antes de advertir que comía solo.
—Creo que estoy siendo un poco egoísta —señaló Héctor.
—¿Qué comiste al medio día?
—Oh, nada. No tengo tiempo. Desayuno y ceno. Me siento mejor con
sólo dos comidas al día.
Carlotta frunció el ceño.
—¿Y eres doctor? —dijo ella—. Debes estar confuso. ¿Cómo puede
alguien trabajar si no ha comido lo suficiente?
Héctor sonrió.
—No me resulta tan mal —repuso él—. Además, cualquier dietista
experto te dirá que comemos demasiado. Pronto podremos sobrevivir con una
hoja de lechuga y una naranja de vez en cuando.
—Eso es absurdo —opinó Carlotta—. Se lo comentaré a Magda.
—¿Qué le vas a comentar? —preguntó una voz grave desde la puerta—.
Oh, es el doctor McCleod —exclamó Magda acercándose con pasos lentos.
—Se está matando de hambre —anunció Carlotta.
Magda lo miró con asombro.
—Si eso es cierto, es usted un joven muy tonto.
—Más bien uno muy pobre —interrumpió Héctor ruborizándose, pues
odiaba hablar de dinero—. La vida en Londres es muy costosa y como buen
escocés nunca gasto más de lo que tengo.
—Aquí siempre hay comida a cualquier hora —ofreció Magda
poniéndole mantequilla a una tostada.
—Es usted muy amable —respondió Héctor.
—No olvides que cuando Magda invita a alguien a comer lo hace muy
sinceramente y para que lo disfrute.
Magda miró a Héctor y le agradó. Pudo percibir en él una ambición que
no podía ser apagada ni por las privaciones.
Poco a poco se incorporó.
—Lo espero mañana por la noche a cenar con nosotras… —invitó a
Héctor—. Puede cenar conmigo si Carlotta no está.
—Será un honor —repuso él abriéndole la puerta.
—Mejor diga que se sentirá desilusionado —respondió ella y desapareció
por la puerta.
Capítulo 5

orman subió por la escalera del número 225 de Belgrave Square.


N Sentía en lo más hondo la evocación de los recuerdos de su antiguo
hogar. Todo allí le recordaba a su esposa.
Evelyn lo había decorado a su gusto escogiendo el mobiliario uno a uno.
Pero Norman se sentía tan alejado de eso como lo estaba de la mujer con la
cual se había casado.
Después de la muerte de ella, él estuvo demasiado ocupado para pensar
en los años que vivieron juntos. Pero era consciente de que la muerte de ella
no le había provocado malestar alguno y que más bien le había dado una
grata sensación de alivio.
Siempre temió a su esposa. Jamás lo admitiría en voz alta, pero lo sabía
en el fondo de su corazón.
Ella lo confundía y había hecho muy poco esfuerzo por destruir las
barreras que surgieron entre ellos, aun desde su breve luna de miel.
Lady Evelyn Cleeve había sido la hija viuda del Conde de Brora, un viejo
que gobernaba el castillo de la familia y sus tierras con la mano férrea de un
señor feudal. Cuando descubrió que Norman cortejaba a su hija insistió en el
matrimonio.
Ella se había casado con Colín Cleeve en plena guerra y disfrutado de un
año de felicidad antes que él pereciera víctima de un ataque aéreo.
Colín había sido un filántropo, una mezcla entre poeta y aventurero.
Había cautivado a Evelyn y ella lo amó con frenesí. Cuando él murió, Evelyn
sintió que le quitaban parte de su ser. Estaba destrozada, resentida y triste. Ni
siquiera ponía interés en cuidar de la hija de ambos.
La niña nació a principios de 1918, siete meses después de la muerte de
Colín.
Evelyn la bautizó con el nombre de Skye.
Ya viuda, Evelyn Cleeve se retiró al Castillo de Glenholm a cuidar a su
padre. Allí dejaba que la vida transcurriera sin mostrar interés en nada. Ella
siempre fue alegre e impulsiva. Ahora de viuda se había convertido en una
mujer introversa y melancólica. Pero era bien parecida, casi bella de una
forma fría y distinguida.
Para Norman Melton, ella conjugó todo lo aristocrático y refinado de lo
que él careciera.
Él había sido invitado a Escocia por un conocido de negocios quien vivía
cerca del Castillo de Glenholm. Una tarde invitaron a los dos a tomar el té en
el castillo.
Sentado en el gran salón, viendo a Evelyn servir el té, Norman sintió
como si participara en uno de los romances que había leído cuando era niño.
Evelyn vestía un traje sencillo color azul oscuro. No llevaba joyas y el
cabello lo llevaba atado con una cinta detrás de la cabeza.
De pronto, mientras la miraba, le vino a la mente la idea de que ella era la
mujer con la cual debía casarse. Claramente comprendió que allí estaba la
mujer que él necesitaba para esposa.
«Tengo inteligencia, arrojo y dinero», pensó. «Ella tiene clase y belleza».
Casi no se atrevió a imaginar que sus hijos podrían resultar estupendos
dada la combinación. No podía pensar en ella con un impulso de pasión.
Pero a la vez que ya lo había decidido, estaba tan seguro acerca de Evelyn
como de un buen negocio cuando le era propuesto.
«La quiero tener», se dijo a sí mismo, pero enseguida cambió la idea por:
«La tendré».
Se propuso mostrarse agradable no sólo con Evelyn sino también con su
padre. Observó al anciano, lo halagó a base de prestarle mucha atención y
buscó la manera de despertar su interés. Finalmente logró ser invitado a
permanecer una semana en Glenholm.
Evelyn no estaba preparada para recibir sus requiebros. Ella se había
acostumbrado a vegetar y no a vivir. Cada noche oraba durante una hora por
el esposo que había perdido. Y aquello era el único resto de sentimiento que
le quedaba. Mientras lo hacía imaginaba estar cerca de Colín; sentía que la
muerte no era el fin y que él la esperaba en algún lugar ignoto… Conservaba
los poemas de él. Dos volúmenes escritos durante su estadía en Oxford y
otros dos escritos mientras intentaba buscar empleo. Los sabía de memoria.
Cuando Evelyn comenzó a darse cuenta de que Norman la cortejaba, se
apartó horrorizada pues sentía que él la hería con la simple implicación de
que ella era una mujer atractiva. Era como si él insultara a Colín.
«Yo tengo un esposo», pensaba Evelyn. Y no podía admitir su viudez.
Pronto Norman advirtió que había hecho un mal cálculo. Después de su
primer intento no volvió a mostrar afecto y mucho menos amor. Fingió
ofrecerle a Evelyn una sincera amistad.
Evelyn sintió desconcierto ante la manera como él reaccionó a su primer
rechazo. Pensó que quizá no lo había sabido interpretar y se llenó de
curiosidad por saber si realmente se había equivocado.
Mientras tanto, su padre había hecho investigaciones acerca de Norman y
quedó gratamente impresionado con lo que le informaron. Era un excelente
reporte para un posible suegro, quien cada día se veía más y más agobiado
por los impuestos.
«Me agrada ese hombre», le dijo Lord Brora a su hija. «Es resuelto e
inteligente».
«Nunca volveré a casarme», le advirtió Evelyn.
«Cuando yo muera casi no tendrás con qué poder sobrevivir. Todo irá a
manos del hijo de Arthur. Ya sabes que no podré dejarte nada».
«Tengo el dinero de Colín», respondió Evelyn.
«¡Míseros cincuenta mil al año!», exclamó el padre. «Eso no te ayudará
mucho, sobre todo con una hija pequeña».
Evelyn frunció el ceño. Era consciente de que si consideraba el posible
matrimonio con Norman en relación a su hija, tal vez tomaría un aspecto muy
diferente.
La niña estaba llegando a una edad en la cual requeriría de una buena
institutriz o de ingresar a un buen colegio. Y en esos momentos no se tenía ni
el dinero ni las posibilidades para hacerlo. Considerando la educación de
Skye y la ansiedad de su padre, Evelyn dudo antes de decirle a Norman
definitivamente que no. No podía soportar las súplicas insistentes de su
padre. Norman le agradaba aunque se negara a admitirlo y se dijera que
ningún hombre podría tomar el lugar de Colín.
Finalmente capituló y se casaron. Y habiéndose comprometido mostróse
dócil y sumisa hasta el día de la ceremonia. Después, un dejo de amargura y
rencor surgió en su corazón interponiéndose entre ella y su esposo y dando
cabida a una animosidad que ninguno de los dos pudo vencer.
Evelyn luchó por vencerse ella misma y por lo menos parecer agradecida
con su esposo por su generosidad; sin embargo, lo odiaba cada vez más por lo
que él le daba. Aborrecía las joyas que le obsequiaba porque no provenían de
Colín. Le disgustaba el dinero que tenía a su disposición.
Todo aquello ansiaba inútilmente compartirlo con el pasado; con Colín, el
esposo a quien había amado y no con el hombre que lo ponía en sus manos.
Se asustaba ante la violencia de sus propios sentimientos, al grado de intentar
dominarse con severidad.
Sólo con Skye encontró Norman algo de paz en su matrimonio, pues
había querido a la niña desde que la conoció.
Ésta no se parecía a su madre pues era bajita y regordeta. Tenía ojos
grises y cabello rojo que había heredado de su padre. Desde un principio la
pequeña lo había llamado simplemente Norman. Aquello le había gustado,
pues lo hacía sentirse joven en contraste con Evelyn quien lo hacía sentirse
viejo.
Al conocerla se percató de lo mucho que le gustaban los niños.
Al morir Evelyn, Norman le pidió a Skye que continuara viviendo con él,
pero Lord Brora insistió en que regresara al castillo durante las vacaciones y
Norman prefirió dejar que continuara en el colegio. Ella estaba contenta allí,
así que él siguió pagando el importe de la colegiatura.
A menudo la visitaba y lo hacía con verdadera alegría.
Al cumplir los dieciocho años, Skye le comunicó a Norman que durante
sus estadías en Londres deseaba compartir el apartamento de una amiga en
lugar de permanecer con él. Él se sintió hondamente desilusionado pues había
proyectado reabrir, para ella, la casa de Londres en Belgrave Square.
Pero entendió que ella pretendía su independencia y aceptó sus deseos sin
discusión.
Skye había crecido con el deseo de la libre expresión que de alguna
manera debía sustituir la falta de su madre. Siempre se mostraba afectuosa y
amable con su padrastro, pero sus intereses eran en extremo diferentes y él
sabía que jamás podrían identificarse como deseara desde que ella era una
niña.
Al entrar en el gran salón de la casa de Londres, Norman recordó que la
última vez que había estado allí fue en ocasión del baile que ofreciera para el
debut de Skye.
Era la primera vez que abriera la casa desde la muerte de su esposa, pero
había tenido tantos invitados que le resultaba difícil recordarlo.
De pronto escuchó una voz que lo llamaba desde el piso de abajo.
—¡Norman, Norman! ¿En dónde estás?
Él se inclinó sobre la balaustrada y vio a su hijastra que lo miraba.
—¡Skye! —exclamó sorprendido—. ¿Qué haces aquí?
—Pasaba por aquí y vi tu auto afuera.
—Sube —dijo el interpelado.
Ella lo obedeció y corrió escalera arriba abrazándolo al llegar junto a él.
—Me da gusto verte —dijo ella besándolo afectuosamente en las mejillas.
La joven era tan pequeña que él tuvo que inclinarse.
—Te veo bien, muy bien —habló Norman—. Londres te favorece.
—Podría decir lo mismo sobre Melchester —respondió ella—. ¿Pero qué
haces aquí?
—Echando un vistazo —respondió él.
Skye lo miró con fijeza.
—Mientes, querido —observó—. ¡Estás pensando en casarte
nuevamente!
Capítulo 6

kye se había preguntado muchas veces de qué manera se parecía a su


S madre.
«Debe haber algún lazo entre madre e hija que se manifieste tarde o
temprano», pensaba con frecuencia.
Pero hasta entonces no había podido encontrar nada en ella que
reconociera como herencia de Evelyn Cleeve.
Skye era muy pequeña y hay algo en las mujeres de baja estatura que
obliga a los hombres a sentir impulsos de protegerlas. Su belleza la aceptaba
como algo natural y no intentaba mejorarla.
En Escocia era impresionante; en Londres, a menudo, era superada por
aquellas que se tomaban el trabajo de arreglarse mejor.
A Skye le gustaba la ropa ya usada, los zapatos cómodos y la compañía
de la gente inteligente. Más que a todo amaba la vida libre de Escocia, las
colinas, los árboles y los ríos. Sin embargo, no podía soportar por mucho
tiempo el ambiente de vejez y quietud que se respiraba en la casa de su
abuelo.
Ella tenía la convicción de que debía moverse por sí sola y mostrarse
segura de ella misma. Sabía también que aquella independencia no podría
encontrarla en casa de Norman. Él le ofrecía una existencia demasiado fácil y
demasiado lujosa.
Cuando más joven había intentado hablar con su madre para encontrar la
respuesta a las dudas que la asaltaban. Pero Evelyn le había fallado a su hija.
Norman, fascinaba a Skye con su enfoque realista de la vida. Él le había
enseñado cosas mucho más útiles que todo cuanto había aprendido en la
escuela.
Fue Norman quien la había animado a pintar y cuando Skye decidió que
debía vivir su propia vida, se marchó a Chelsea determinada a pasar dos años
estudiando arte. La única condición que Norman y su abuelo le impusieron
fue que debía compartir el departamento con una chica mayor que ella y que
ellos aprobaban. Afortunadamente, una prima lejana de Evelyn, quien ejercía
una exitosa carrera como decoradora, aceptó en su casa a Skye, en calidad de
huésped. El experimento resultó ser un éxito. Mary Glenholm tenía casi
cuarenta años y era sencilla, sensata, alegre y lo suficientemente responsable
como para satisfacer a Lord Brora y a Norman.
El segundo la llevó a comer un día y le confió sus ansias sobre el futuro
de Skye. Mary lo tranquilizó.
«Deben darle libertad ahora que la desea y no tendrán problemas en el
futuro. Si no lo hacen, ella la buscará de todas maneras y entonces será
lamentable. Ella no es una joven lánguida y débil como lo fue Evelyn.
Perdóneme que se lo diga, pero después de la muerte de Colín ella era una
mujer muerta, y usted lo sabe. Skye tiene carácter y personalidad. Yo la
cuidaré… pero sin que ella lo advierta».
«¡Se lo agradeceré!», respondió Norman con voz incierta.
«Se comporta usted como una gallina vieja con su pollito», le reprochó
Mary, «y el abuelo es igual o peor. Debió haber oído las preguntas que me
hizo sobre mi vida. Parecería como si Chelsea, fuera Sodoma y Gomorra».
«¿Realmente hay mucho libertinaje en Chelsea, o sólo es propaganda de
la prensa?», preguntó Norman.
«¡Todos ustedes son iguales!» repuso ella. «Suponen que si un artista
tiene un pincel en una mano necesariamente debe tener una copa en la otra.
Pues déjeme decirle que hoy en día Chelsea es tan respetable como South
Kensington y mucho más que Mayfair. Le aseguro que el poco vicio y amor
libre que existe en Chelsea aparece siempre entre aquellos que pretenden ser
artistas, no entre los verdaderos artistas».
Norman se habría sorprendido si hubiese descubierto lo mucho que su
hijastra deseaba el éxito para él. Ella en realidad deseaba que todos sus
proyectos le fueran favorables y tenía la convicción de que un día sería uno
de los hombres de negocios más influyentes de las Islas Británicas.
Ella sabía que de haber sido varón habría tenido un puesto junto a
Norman y que a su retiro se habría quedado con el negocio. Pero siendo
mujer no podía tomar parte activa en los asuntos de su padrastro. Sólo podía
escuchar.
A menudo Norman discutía sus asuntos con ella y aunque Skye no
pudiera ayudarlo, el solo hecho de explicarle el problema a ella, le hacía más
fácil comprenderlo…
La joven apreciaba su confianza y era en esas ocasiones cuando renegaba
de su sexo.
«Norman debería tener un hijo», le comentó a Mary. «Eso le daría un
objetivo por quien trabajar. Supongo que todo hombre desea entregar su
herencia a alguien de su propia sangre».
«Tendrá que casarse de nuevo», respondió Mary. «Espero que esta vez
escoja a la persona…».
Se detuvo pero Skye supo muy bien lo que iba a decir.
«… adecuada», completo Skye. «No tienes que fingir Mary. Yo sé que
mamá no era la persona idónea para Norman. Ellos no tenían nada en
común».
«Mamá hacía que Norman se sintiera incómodo», agregó. «Yo observaba
su confusión cuando ella estaba presente y sentía pena por él. Espero que se
case con una mujer amable y dulce».
Al pasar por Belgrave Square había visto el auto de Norman frente al
número 225.
Skye sabía por qué al ver a su padrastro al final de la escalinata tuvo el
presentimiento de que él intentaba casarse nuevamente.
—Dime la verdad —le pidió ella.
La respuesta torpe de él le confirmó a ella que estaba en lo cierto.
—Estás viendo montañas donde sólo hay colinas —dijo Norman—. Estoy
aquí porque he decidido reabrir la casa ya que de ahora en adelante tendré
que permanecer mucho tiempo en Londres.
—Maravilloso —comentó Skye—. Me molesta verla cerrada y
empolvada. Aparece muy solitaria, ¿no es así? Debes decorarla, querido.
—En eso he pensado —repuso Norman—. Tendrás que ayudarme.
—Quizá mis gustos no coincidan con los de tu futura esposa —bromeó
Skye.
—Ya te he dicho que no tengo ninguna intención de volverme a casar —
afirmó Norman, con decisión.
—Te vi la otra noche —dijo Skye.
—¿En dónde? ¿Cuándo? —preguntó Norman rápidamente.
—Ella es muy bonita. ¿Cómo se llama?
—¿Quién? —preguntó Norman.
Y viendo los ojos de Skye comprendió que ella estaba determinada a
averiguarlo todo y sonrió.
—Está bien. Te lo diré si tanto te interesa. Su nombre es Carlotta. Es
actriz y es la hija adoptiva de Magda Lenshovski.
—¿Esa mujer gorda que viste a todos los actores? —preguntó Skye—. La
conozco bien. Siempre me alquila trajes para los bailes de disfraces.
—La misma —confirmó Norman—. Y Carlotta es su hija adoptiva.
—¿Es agradable? —preguntó Skye—. ¿Y es inteligente? Norman,
querido, no debes casarte con una tonta por bonita que sea.
—No voy a casarme con ella. Ni siquiera se lo he pedido.
—Pero lo estás pensando, ¿no es así? Oh, Norman, mi amor, ten mucho
cuidado en escoger a alguien que te ayude. ¿Crees que a ella le gustaría
Melchester? Tienes que pensar en eso.
—Lo pensaré —prometió Norman—. No te preocupes.
—Desde luego que me preocupa —respondió Skye—. ¿No pensarás que
eres capaz de cuidarte por ti solo?
—Siempre pensé que lo hacía bastante bien —respondió Norman.
Ambos rieron.
—¿Tienes algo nuevo que contarme? —preguntó Skye.
—Firmé el contrato con el gobierno.
Skye lo abrazó y lo besó.
—¡Oh, querido, qué maravilloso! —exclamó ella—. No me atrevía a
preguntártelo. Después de tanto esfuerzo. ¿Realmente lo obtuviste?
—Así es —afirmó él—, y comenzamos a trabajar de inmediato. Es un
trabajo estupendo. ¿Lo comprendes, no es así?
—¡Por supuesto! —respondió ella—. Pero no demasiado bueno para ti.
Nada podría serlo. ¿No te gustaría involucrarme en el negocio y dejar que te
ayude?
—Contigo en la fábrica todos descuidarían sus labores. Lo digo como un
cumplido.
Skye hizo una mueca.
—No del tipo que yo desearía —repuso—. Es una maldición el que en el
sexo sea en lo único que se fijan los hombres. Y si una mujer logra destacar
nos ignoran o dicen: «¿Por qué te molestas en hacerlo si eres bonita?». A
veces quisiera haber sido fea.
—Olvídalo —sugirió Norman—. Algún día te alegrarás de ser como eres
cuando encuentres a alguien para quien aparecer realmente bella. A
propósito, ¿cómo están los hombres jóvenes?
—¡Horribles! —respondió Skye—. Yo dejo que Mary se entienda con
ellos. No sé por qué no me encuentro a uno como tú, querido, con ambiciones
y muy inteligente.
—Habrá muchos así.
Para entonces ya habían bajado a la sala de fumar. Skye se sentó con las
piernas cruzadas sobre un gran sillón. Norman sentóse frente a ella.
—Pero no hablemos de mí —pidió la joven—. Cuéntame todo lo que
estás haciendo, las nuevas fábricas, las máquinas y el contrato.
Melton, guiado por el entusiasmo de ella, hizo lo que ésta le pedía.
Norman no le había prestado atención a la advertencia de Skye acerca de
los posibles riesgos de un nuevo matrimonio.
A pesar de su sensatez y de su acostumbrado razonamiento que le hacían
ver que aquello era absurdo, sabía que amaba a Carlotta como no lo había
hecho en la vida. Se enamoró de ella desde el instante mismo en que la
conoció y cada vez que la veía sentíase más y más atrapado por su encanto y
su belleza. Al principio trató de luchar contra los sentimientos que surgían
dentro de él.
«Esto es una locura. Voy a invitarla a cenar por última vez», se prometía
a sí mismo.
Pero después de cada ocasión era un imperativo volverla a ver. Estaba
seguro que de haber sido más joven ya le habría pedido a Carlotta que se
casara con él. Pero su silencio al respecto no era sólo inhibición…
Se había obligado a callar y a no pronunciar las palabras no por temor a la
respuesta, sino porque consideraba que debía atacar ese problema con la
misma habilidad que mostraba en cualquier problema de negocios.
Quería incitar en Carlotta su verdadero interés en él antes de ofrecerle
participar en su vida. Pero consideraba que el momento oportuno aún no
había llegado.
Cuando Skye se fue de la casa, Norman se sintió incómodo por no haber
sido sincero con ella y no haber conquistado su simpatía en lo que él
consideraba la tarea más difícil de su vida.
Ella quizá le hubiera podido indicar cuál era la manera más atinada de
cortejar a Carlotta y fascinarla como ella lo había hecho con él. Pero su
timidez le había impedido ser honesto.
Cuando Skye se despidió de él con un beso ella le dijo:
—¡Buena suerte, querido! Espero que ella te corresponda.
—No seas absurda —respondió Norman con voz de trueno.
—¿Lo soy? —preguntó ella—. Ya lo veremos.
Y él supo que no la había convencido. Con frecuencia ella tenía razón en
lo que decía. De pronto, él sintió impulsos de alcanzarla para hacerla regresar
y discutir el problema. Pero no lo hizo. Regresó a la sala de fumar y allí
consumió, uno tras otro, tres cigarrillos.
Una hora más tarde tomó el teléfono. Carlotta respondió a la llamada.
—Necesito verte —dijo él—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy muy ocupada —repuso ella—, y te vas a reír cuando te diga lo
que estoy haciendo.
—¿Y qué estás haciendo? —preguntó.
—Estoy pegando mis recortes de periódicos en un álbum —respondió
Carlotta—. Creo que será interesante para mis nietos ver lo que hacía su
abuela cuando era joven.
—¿Es necesario que te preocupes por tus nietos en este momento? —
preguntó Norman—. Quiero que vengas aquí.
—¿Y dónde es aquí?
—Estoy en mi casa de Belgrave Square —explicó él—. Ya te dije que
estaba pensando reabrirla y necesito tus consejos sobre la decoración.
Hubo un silencio.
—Me encantaría ayudarte —comentó Carlotta—, pero por ahora me es
imposible. Estoy llena de pegamento y no tengo deseos de cambiarme de
ropa. Mejor ven a tomar el té conmigo.
Norman quiso discutir pero aceptó.
—Iré enseguida —dijo.
Había deseado que Carlotta conociera la casa, por lo que se sintió
desilusionado, aunque a la vez experimentó cierto alivio.
Tenía miedo de verla en el lugar de Evelyn, miedo de que en esa casa le
pareciera una persona distinta a la que él amaba en su ambiente bohemio.
Mientras se dirigía hacia la casa de Carlotta, Norman pensaba en su
futuro. Imaginó a Carlotta en Escocia y en Belgrave Square; trató de imaginar
su vida con ella; se imaginó felizmente casado y con una familia.
Pero como siempre, la imagen resultaba insatisfactoria e incompleta. Veía
que la fábrica lo absorbía robándole su tiempo y su atención.
Imaginaba que Carlotta, a pesar de todo cuanto él pudiera proporcionarle,
encontraría la casa de Escocia inadecuada y la de Belgrave Square sombría,
como él la había encontrado en cierta ocasión.
«Ese matrimonio es imposible», se confesó a sí mismo, como lo había
hecho ya en tantas ocasiones.
Norman respiró, al llegar ante la puerta de la casa de Magda. Se preguntó
si Carlotta realmente desearía verlo. ¿Por qué iba a ser así?
Era consciente de que había perdido algo muy importante de su vida: el
entusiasmo juvenil por su ideal.

***

T al como se lo comunicara a Norman, Carlotta estaba trabajando en su


álbum de recortes con el cual tenía muchos meses de atraso.
Durante su corta carrera en la escena, Carlotta había logrado tener más
publicidad de lo que en realidad merecía, porque era muy fotogénica.
Repasando el álbum, Carlotta se observó a sí misma con ojo crítico,
sintiéndose complacida ante algunas de las fotos.
Ciertamente aparecía muy bella, y lo más importante aún, siempre
mostraba mucha categoría.
Carlotta supuso que aquello era el resultado de una buena crianza.
Aunque jamás lo decía en voz alta, lo que más le importaba era que su madre
había sido una Romanoff.
La historia de su nacimiento era muy romántica en sí. Su madre había
escapado de la revolución bolchevique ayudada por un joven inglés. Por
algunos días les había sido imposible cruzar la frontera y durante ese lapso se
enamoraron profundamente el uno del otro. Al fin lograron escapar y viajaron
en un barco de carga a través del Mar Negro rumbo a Constantinopla. Allí
vivieron por un tiempo como marido y mujer, perdidos entre la multitud de
refugiados. A raíz de innumerables obstáculos llegaron a París y después de
instalarla lo mejor posible, el salvador de la madre de Carlotta se marchó a
Inglaterra prometiéndole enviar por ella tan pronto le fuera posible.
En Inglaterra se reportó en la oficina del exterior y de inmediato se le
ordenó partir hacia Nueva York a cargo de una importante misión.
Sólo tuvo tiempo para escribir una breve nota de despedida antes de
abordar el barco.
La madre de Carlotta supuso que la había abandonado y no contestó la
carta. Poco después viajó a Inglaterra. Para entonces sabía que pronto iba a
dar a luz un hijo y consideró que Francia en estado de guerra no era el lugar
más propicio para tenerlo. Así no recibió las cartas que le fueron enviadas
desde Nueva York.
Había perdido todas las esperanzas y estaba segura de que jamás volvería,
a ver al hombre que amaba. Y no tenía idea de qué iba a hacer cuando el poco
dinero que tenía se le acabara.
Se dirigió hacia Inglaterra en busca de amigos o de parientes que aún
vivieran en ese país y a los que había conocido cuando era niña. Pero al llegar
a Londres presintió que quizá no la recibirían con los brazos abiertos pues
llevaba en las entrañas al hijo de un inglés que aparentemente la había
abandonado. Por primera vez tuvo miedo de la sociedad.
La huida de entre los asesinos de sus padres, los días de terror y de
hambre, de lucha por sobrevivir, la habían hecho pensar sólo en ese intento.
Pero al presente la invadía el temor. Su familia era muy orgullosa y mantenía
una posición muy importante en la sociedad de Londres. Súbitamente sintió
que en su estado actual no podría enfrentarlos. Vagó por las calles sin rumbo
fijo y de pronto un nombre ruso escrito sobre la puerta de un curioso
establecimiento llamó su atención: Lenshovski.
Se decidió a entrar y así conoció a Magda.
«Necesito trabajo», exclamó.
Cuando Magda le dijo que no tenía nada para ella, la joven rusa se sentó
en una silla y comenzó a llorar.
Pronto se encontró sentada en la habitación particular de Magda bebiendo
la primera taza de té ruso que hubiera saboreado desde que abandonara San
Petersburgo. Las dos mujeres charlaron como viejas amigas que no se han
visto durante mucho tiempo. Después de una hora Magda había aceptado
emplear a la joven no sólo en la tienda sino en su hogar.
Carlotta nació una fría mañana de octubre.
El médico al que habían acudido le dijo la verdad a Magda.
«Es imposible salvar a la madre», anunció.
Magda murmuró con voz baja.
«Ella está consciente», explicó él. «Pero es cuestión de horas. No
podemos hacer nada por salvarla».
Magda entró a ver a la mujer que se había convertido en su más íntima
amiga. Estaba recostada, exhausta en la gran cama. Su rostro se veía más
blanco que la almohada colocada detrás de su cabeza.
Al aproximarse Magda, la moribunda pidió ver a la criatura.
Cuando se la trajeron, levantó los brazos y la estrechó contra su pecho.
«¿Quieres aceptarla?», susurró. «Yo te la doy. Mi niña; ya no la volveré a
ver. Cuídala como si tuera tuya y si lo deseas, dale tu apellido».
Trató de depositar a la recién nacida en los brazos de Magda pero el
esfuerzo era demasiado para ella.
Magda entendió lo que la otra mujer pretendía y tomando a la niña en sus
brazos la arrulló por un momento. La niña dejó de llorar y se durmió.
Para Magda aquello había sido como una señal de que la pequeña había
dado su aprobación.
«Yo la cuidaré», prometió la mujer. «Lo juro. ¿Cómo te gustaría que se
llamara?».
«Carlotta» musitó la madre. «Fue el nombre de su abuela», añadió
después de un largo silencio.

***

C arlotta amaba las cosas bellas y las deseaba para ella. Pero sabía que nunca
las lograría dadas las circunstancias y supo ocultar su verdadero sentir ante
Magda.
Por otra parte disfrutaba de la agilidad mental y la jovial camaradería de
los actores con quienes trabajaba.
Le gustaba actuar siempre y cuando representara algo que le estimulara la
imaginación.
Cuando conoció a Norman tuvo la sensación de que éste sería un hombre
que fácilmente cambiaría su vida actual. Era rico y tal vez lo sería más. Sin
embargo, lo sorprendente era que Carlotta consideraba que si ella se casaba
con Norman, le hacía un favor a él.
«Yo soy una Romanoff», se dijo. «Y él es sólo un buen trabajador».
Ella no era capaz de valorar los esfuerzos de Norman. Sólo veía que tenía
dinero. Apreciaba el oro, no al hombre. Le gustaba estar con él pero le
resultaba difícil apreciar al hombre sin lo que éste tenía.
Para Carlotta pasear con Norman significaba un Rolls-Royce que la
esperaba a la salida del teatro. Orquídeas en su hombro, la mejor mesa en un
restaurante, el servicio esmerado de muchos criados, comidas deliciosas y
vinos selectos.
Norman le brindaba una sensación de bienestar, de lujo y de seguridad,
por lo que le era muy fácil aceptar sus atenciones.
Algo en el tono de urgencia de él la había alterado.
Por un momento supuso que iba a darle malas noticias y se tranquilizó al
saber que lo único que él buscaba era su compañía.
Sin embargo, cuando Norman colgó el auricular permaneció junto al
teléfono pensando.
Su instinto le decía que Norman estaba enamorado de ella aunque él no se
lo hubiera dicho. Pero ella no se sentía preparada para darle una respuesta.
Ella pretendía demasiado; más de lo que Norman podría ofrecerle; mucho
más de lo que ella podría expresar en palabras.
Carlotta comprendió que ella también quería amar y vivir el amor pleno.
Nunca lo había conocido; jamás había experimentado aquella sensación
que tenía el privilegio de hacer que una mujer enamorada lo olvidara todo,
incluyendo ambición y convencionalismos.
Extendió los brazos en un gesto de deseo. Miró su rostro reflejado en el
espejo, sus ojos llenos de un destello desconocido, sus labios rojos y
ligeramente voluptuosos.
El teléfono sonó de nuevo.
—Hola —habló ella.
Fue Héctor quien le respondió.
—¿Eres tú, Carlotta? No sabes cuánto me alegra. Temí que hubieras
salido. Escucha, me regalaron dos boletos para el Zoo de esta tarde. ¿Puedes
venir conmigo? Por favor di que sí.
Carlotta dudó por un instante. Norman llegaría en cinco minutos y sabía;
que él estaba ansioso por verla. Más de lo de costumbre.
Sin embargo, por sobre todo deseaba salir con Héctor. Irían en un
autobús, harían todo de la manera más sencilla posible, pero sería divertido.
Todo lo iban a gozar entre risas porque ambos eran jóvenes y deseaban
vivir…
Tomó una decisión.
—Escucha —repuso—. Iré contigo, pero tengo que hacerlo enseguida.
Alguien vendrá a verme y si me encuentra ya no podré salir. Nos veremos en
Charing Cross en diez minutos. Te espero bajo el reloj, procura no llegar
tarde.
—Ponte una flor roja por si no te reconozco —comentó Héctor riendo—.
¡Eres un ángel! —Colgó.
Carlotta rió con júbilo. Sentía que iba a hacer una locura y no le
importaba. Por un momento pensó en Norman y la ansiedad se reflejó en sus
ojos. Pero rápidamente tomó su abrigo y su sombrero y salió corriendo de la
habitación.
Capítulo 7

agda repartió los naipes en forma de círculo y colocó a la reina de


M corazones en el centro.
Leolia Payne la miró en silencio por un segundo y enseguida dijo:
—El nueve de espadas se ve amenazador, ¿no te parece?
Magda los colocó en parejas, se detuvo al llegar a un as y respondió:
—Los diamantes se ven bien.
Leolia Payne se acercó a la chimenea y quitó dos gatos del sillón para
sentarse. Estaba acostumbrada a que Magda leyera los naipes para conocer el
futuro cada vez que algo serio amenazaba con presentarse.
Se preguntó de qué se trataría pero permaneció en silencio. Sabía que
tarde o temprano Magda le contaría todo con lujo de detalles.
Sacó el tejido de su bolsa y comenzó a trabajar.
—No lo entiendo —expresó Magda con ansiedad.
Leolia Payne no respondió.
—Carece de sentido —continuó ella—. Dos sotas, la reina de diamantes y
el ocho de corazones —hizo una pausa—. Pensarías que Norman Melton era
el rey de espadas, ¿no te parece? —preguntó Magda.
—¿Por qué no la sota? —sugirió Leolia.
Ahora ya sabía por qué Magda buscaba leer el futuro. El problema no era
el negocio, sino Carlotta.
—¿Deseas que Carlotta se case con Norman Melton? —preguntó ella.
Magda dejó los naipes y miró fijamente a Leolia.
—Los naipes muestran problemas… problemas del corazón.
—¿Para Carlotta? —preguntó Leolia.
—Yo quiero que se case con Norman. Él la hará feliz.
—¿Cómo puedes estar segura? —preguntó Leolia—. Carlotta debe
escoger por sí misma. Nosotras somos viejas y no debemos de interferir.
—Ella cree que ama a Héctor.
Leolia se sorprendió.
—¿Te lo ha dicho?
Magda negó con la cabeza.
—Por el momento creo que no lo admitiría, pero cuando él llega los
pájaros cantan en su ser y sus ojos se encienden. Si eso no es amor…
Leolia permaneció en silencio.
—Él es pobre —continuó Magda—. Sin dinero y enfrascado en su
trabajo. Él ve a Carlotta como a una amiga comprensiva. Para él, ella es un
rostro amable en medio de una ciudad desconocida.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Leolia.
—Lo sé —respondió Magda con su voz grave—. Y porque lo sé, mi
corazón llora por la niña que quiero y a quien necesito proteger del
sufrimiento y del dolor.
Leolia se incorporó.
—Oremos porque te equivoques —exclamó.
Capítulo 8

oney St. Clair, seudónimo empleado por Marjorie Robinson, dijo:


H —Adelante.
La puerta del camarín se abrió para dar paso a un pequeño mensajero que
llevaba un enorme ramo de rosas y lirios y una pequeña caja verde que quizá
contenía un delicado ramillete para el hombro.
—Llegas como un rayo de sol —le dijo ella al niño—. Este camarín se ha
visto muy triste los últimos días. Coloca las flores allá y entrégame la caja.
Él hizo lo que le indicaban y ella leyó la tarjeta antes de poner la caja
frente al espejo de Carlotta.
Momentos después se escucharon unas pisadas afuera y la puerta se abrió
de golpe.
—¡Ese demonio me arruinó mi entrada una vez más! —vociferó Carlotta
dejándose caer en una silla con gesto petulante—. Ya es demasiado. Me voy
a quejar con el administrador.
—No te hará caso, querida —respondió la otra—. Siempre le tiene miedo
a sus estrellas… ya he trabajado antes con él.
Carlotta encogió los hombros y de pronto descubrió las flores.
—¿Son para mí? —preguntó.
—Oh, no querida. ¿Qué no te has enterado? Yo también me he
conseguido un millonario. Es un hombre encantador. —Honey hizo un gesto
y añadió—: Realmente no me siento celosa, pero debería de estarlo. No te
basta con tener un millonario que te persigue y por añadidura, es generoso.
—Hablas como si ambas cosas nunca fueran posibles —dijo Carlotta
mientras leía la tarjeta de Norman.
—No son siempre posibles —comentó Honey—. La mayoría de los
millonarios son tan tacaños que una acaba pagando el pasaje del autobús para
ambos. Yo solía salir con uno podrido en dinero y jamás daba propinas a
nadie. Me daba tanta pena que yo la dejaba sin que él lo advirtiera.
Carlotta abrió la caja verde y sacó un ramo de orquídeas.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Honey—. ¡Son preciosas! Qué suerte te trae
tu vestido plateado. Se verán muy bien sobre el hombro.
Carlotta se las probó encima del vestido negro que usaba en la escena.
—Sí, son preciosas —asintió ella—. Supongo que soy una chica
afortunada.
Pronunció las palabras sin emoción y Honey la miró con curiosidad.
—¿Qué sucede? ¿No te agrada él?
—Sí, mucho —respondió Carlotta.
—Pero no lo amas —continuó Honey.
Carlotta dudó un momento.
—Supongo que ése es el problema —confesó—. En realidad no lo amo.
—¡Por Dios! —exclamó Honey—. ¡De veras pides mucho! Un millonario
bien parecido, generoso, que te adora y soltero. Te quejas porque quisieras
sentir palpitar tu corazón con vuelcos desesperados. ¿Sabes? ¡Me enfermas!
Eres ambiciosa, ése es el problema. Ojalá yo tuviera tus oportunidades.
Carlotta la miró riéndose.
—Eres una tonta sentimental —susurró—, así que no me vengas con
pamplinas. Quién más trabajaría como una esclava para mantener a un esposo
inválido que habita junto al mar, mientras tu compartes uno de los lugares
más baratos de Londres con otra amiga.
—¡Cállate! —ordenó Honey—. No hables tan fuerte. Si en el teatro se
enteran acerca de Bill, perderé todo mi encanto.
Carlotta se levantó y le puso un brazo alrededor de los hombros.
—Querida, Bill significa más para ti que todos los millonarios del mundo.
Al terminar la función Carlotta se colocó las orquídeas de Norman sobre
el hombro y al verse en el espejo pensó que él la iba a encontrar muy
hermosa.
El brillo plateado de su vestido de lamé acentuaba la suave textura de su
piel. Recogió su cabello y lo dejó caer en suaves rizos en la parte posterior de
la cabeza.
En las orejas se puso los pequeños pendientes de perlas y diamantes que
Magda le obsequiara en su último cumpleaños. Se dio un retoque de polvo en
la nariz y tomó su capa de piel de zorro plateado.
Honey, vestida en un simple vestido negro estaba esperándola a la salida.
—Buenas noches, mi muñequita —le dijo Carlotta—. Ojalá pudieras
venir conmigo. Así sería mucho más divertido.
—¿Y cómo supones que me recibiría el caballero? —respondió Honey—.
Carlotta, pareces un sueño. Si mañana no me dices que aceptaste ser su
esposa, te voy a dar de bofetones.
Le dio un beso y la vio descender por la escalera hacia la salida exclusiva
de artistas.
Norman la aguardaba a borde del Rolls-Royce. Cuando la vio salir, se
bajó y le extendió la mano.
—Pensé que no saldrías nunca —comentó él.
Ella comprendió que aquella impaciencia se debía al deseo de verla y no
porque ella se hubiera retrasado.
Ella subió al auto y dejó que él le colocara la manta alrededor de las
piernas. Se sentía lujosa y digna, envuelta en sus pieles y sentada
cómodamente en el amplio asiento del lujoso vehículo.
Sabía que Norman con todo el lujo y extravagancias que podía ofrecerle,
la hacía convertirse en una persona diferente a la Carlotta que entraba y salía
del camarín o que regresaba a casa en un autobús en compañía de Honey.
Con Norman se sentía tranquila, aunque no sabía si se debía a su edad o a
su posición o a su dinero. No sabía por qué, pero le resultaba difícil
comportarse libremente en su charla y en sus modales. A veces tenía que
esforzarse para hablar. Sin embargo, casi siempre, él tomaba la iniciativa. Era
como si con antelación hubiera preparado lo que iba a decir y a hacer.
Aquella noche, mientras el auto se dirigía hacia el Club Ciro’s, Norman
sujetó la mano de ella con firmeza.
—¿Te alegra verme? —preguntó él.
Carlotta se sorprendió ante la pregunta.
—Por supuesto que sí —respondió la joven.
Él llevó la mano de ella a sus labios inclinando la cabeza y al hacerlo
Carlotta pudo ver con claridad las canas en sus sienes.
«Es viejo», se dijo.
Llegaron a Ciro’s y fueron conducidos a una cómoda mesa. La orquesta
estaba tocando y entre los que bailaban se encontraban destacadas
personalidades.
Aquéllos saludaron a Norman. Algunos ya conocían de vista a Carlotta y
le sonrieron.
—Me han dicho que tienen la mejor variedad de Londres —comentó
Norman.
Llamó al camarero y ordenó una botella de champaña. Carlotta se quitó la
capa, se arregló las flores que tenía en el hombro y dijo:
—Aún no te he dado las gracias por las orquídeas. ¿Te gustan en mi
hombro?
Él la miró a ella.
—Tú me gustas más.
Las palabras le recordaron a otra persona que le había dicho lo mismo y
la había mirado de igual manera.
Carlotta se volvió rápidamente hacia un camarero que le ofrecía el menú.
—¿Qué comeré? —preguntó ella—. No tengo mucha hambre.
—Tonterías —respondió Norman—. No has cenado y acabas de salir de
trabajar. Permíteme ordenar por ti.
—Sí, por favor.
Ella escuchó cómo él ordenaba una excelente cena ligera y pensó en lo
agradable que era tener a alguien que decidiera por ella. Quizá Honey tenía
razón. Tal vez lo que ella necesitaba era un esposo, un hombre que la amara y
la cuidara.
Pensó que no le importaría dejar el teatro. Más bien sería un alivio pues
sabía que tendría que trabajar muy duro para llegar a ser famosa.
Le gustaba actuar y tenía bastante facilidad para hacerlo. Pero jamás
lograría la fama, pues la ambición no existía en ella.
La música, el murmullo de las voces, las luces y los destellos de la
champaña la hicieron pensar que aquello era la mejor parte de la vida.
«¿Qué más puedo desear?», se preguntó Carlotta pues algo dentro de ella
parecía advertirle que aquello no era el todo.
—Háblame —le pidió de pronto a Norman—. Cuéntame que has estado
haciendo.
—Pasé todo el día en Melchester —respondió él—. Llegué a Londres a
las diez y media.
—¿Y cómo van los trabajos? —preguntó Carlotta.
—La nueva fábrica casi está lista —respondió él—. Hemos estado
trabajando en ella día y noche.
—¿Estas satisfecho con los resultados? —preguntó Carlotta con
indiferencia.
—No estaré satisfecho hasta que las máquinas estén funcionando y los
aviones empiecen a salir listos para volar.
Los ojos de él reflejaron el brillo de su interés.
«Cómo ama su trabajo», pensó Carlotta. «Ojalá yo mostrara el mismo
interés por algo».
Ella suspiró y Norman preguntó:
—¿Estas preocupada por algo?
Carlotta asintió.
—Si —repuso—. Estoy preocupada por mí misma.
—¿Pero por qué?
—Siento que estoy a la deriva —confesó ella—. Tú siempre planeas con
anticipación, trabajas para el fututo, miras hacia adelante, luchas lleno de
ambiciones y lo que es más, tienes la oportunidad de satisfacerlas. Yo, en
cambio, no sé lo que quiero y como un niño, no voy a estar contenta hasta
que lo consiga.
—¿Pero y tu carrera en la escena?
—Podría dejarla mañana —respondió Carlotta—, y sin siquiera
advertirlo. Hasta cierto punto me gustan la vida y los actores. Son gente
amable generosa de corazón, muy diferente a como se ve del otro lado de los
reflectores. Pero si dejara de actuar, ¿qué iba a hacer?
Después de una breve pausa continuó diciendo:
—Magda no me quiere en el negocio. Sería bastante inútil. Yo no tengo
su sentido artístico ni su facilidad para tratar con la gente. No parece haber un
lugar para mí. Y eso quizá sea porque soy solamente medio inglesa.
—Pienso que quizá exista otra razón —observó Norman.
—¿Cuál puede ser? —preguntó Carlotta.
—Que tú deseas un hogar propio.
Ella se sobresaltó ante las palabras de él y vio que la estaba mirando
mientras hablaba. Carlotta desvió la mirada hacia los bailarines.
Inesperadamente Carlotta sintió pánico. Norman le iba a pedir que se
casara con él y ella no sabía la respuesta. Como en una visión acudieron a
ella todas las ventajas que él podía ofrecerle.
No podía decir que no le gustaría tener un nombre.
Sabía que muchos salones sociales le abrirían sus puertas, que podría
disfrutar su amor por el lujo, satisfacer sus deseos de viajar, ser generosa…
todo eso podría ser suyo. Pero la misma voz le dijo:
«Y Norman también».
Ella sabía que él iba a insistir. Que muy pronto tendría que tomar una
decisión.
Tomó su copa y se la llevó a los labios. Al hacerlo notó que le temblaba
la mano y que tenía miedo.
Capítulo 9

kye se dejó caer sobre el pasto y los dos perros que la habían
S acompañado en su paseo hicieron lo mismo.
Había caminado por espacio de dos horas y se sentía agradablemente
cansada. Las piernas le dolían un poco después de permanecer tres meses en
Londres sin hacer ejercicio.
Era un hermoso día de mayo. El cielo se veía azul con algunas pequeñas
nubes blancas procedentes del mar y las colinas se extendían hasta
confundirse con el intenso azul. La pequeña laguna junto a la cual Skye se
había sentado yacía sobre las faldas de una colina y de allí un riachuelo corría
hacia el valle.
Muchas aves deambulaban junto a la laguna pues había sido una estación
bastante seca. Los pescadores de salmón se quejaban pero Skye estaba feliz
de poder disfrutar del sol. Le gustaba pescar, pero este año su abuelo había
dejado su bote en el río. Necesitaba el dinero que proporcionaba la renta de
éste. Aquello era el estado normal de las cosas en Glenholm. Skye recordaba
que durante su vida siempre se había hablado de pobreza y de dinero.
El páramo de caza había estado en malas condiciones durante las últimas
temporadas y no habían encontrado un inquilino para este año. A Lord Brora
le era indiferente alquilar el páramo pues ya era demasiado viejo para cazar.
Pero le encantaba pescar y el alquiler del bote lo había hecho rabiar.
Skye lo encontró malhumorado cuando llegó a visitarlo.
En ese entonces tenía pleito con el gobierno. El nuevo impuesto sobre
ingresos lo había hecho tenerse que apretar el cinturón más que de costumbre,
así que protestaba durante todas las comidas, feliz de tener a alguien que lo
escuchara.
Skye no le prestaba mucha atención.
—Tienes que pagar, abuelo —aconsejó—, así que por qué no hacerlo y
evitar problemas. Eso no te va a ayudar y después de todo es para el
rearmamento.
—Buena tontería —exclamó el viejo—. ¿Quién se atreverá a atacar al
Imperio Británico? Me gustaría saberlo.
Skye no quería verse envuelta en una discusión, intentó hablar sobre otros
temas pero fue inútil.
Cierto día, después de un desayuno tormentoso, Skye escapó hacia las
colinas. El aire fresco la hizo sentirse de nuevo en casa. Los perros se
regocijaron al verla regresar. No tuvo necesidad de llamarlos cuando
emprendió su paseo pues se le unieron de inmediato. Ascendió por la colina
que estaba detrás de la casa y luego bajó de nuevo hasta llegar a la pequeña
laguna que fuera su lugar favorito cuando era niña. Tenía calor y la laguna
estaba fresca. En unos segundos se despojó de su ropa y desnuda se sumergió
lentamente en el agua. Él agua fría fue subiendo hasta llegarle a la cintura.
Comenzó a nadar y el sol brillaba en sus ojos mientras avanzaba sobre la
superficie. Su cuerpo medio adormecido por el frío parecía de mármol.
Nadó hasta el otro lado de la laguna y de regreso corrió hacia donde lo
perros montaban guardia sobre su ropa. Éstos ladraron y ella se sacudió como
ellos lo hubieran hecho. Como lo había esperado sintió que la sangre
comenzaba a circular correctamente en su ser. Se sentía tan contenta que reía
mientras intentaba secáis con un pañuelo. El sol la calentaba y agitó los
brazos y las piernas para secarlos. Enseguida se tendió unos momentos sobre
el césped sintiendo el efecto de los rayos del sol sobre su cuerpo desnudo.
—Esto es perfecto —exclamó en voz alta.
Poco después se vistió nuevamente y cuando se amarraba los zapatos
levantó la vista y vio a un hombre que se aproximaba a la laguna por la otra
orilla.
Cuando éste se acercó a ella se irguió para enfrentarse con él.
—Está usted en propiedad privada —advirtió ella—. ¿Quién es usted?
Era un hombre de elevada estatura, así que ella tuvo que levantar la vista
para hablarle.
—Mi padre me envió para revisar una trampa que está en la colina —
respondió el interpelado.
Hablaba con voz educada así que Skye, sorprendida, preguntó:
—¿Su padre? ¿Quién es usted?
—Soy Héctor McCleod —respondió el hombre.
—¿El hijo de McCleod? —preguntó Skye—. Por supuesto, cómo se me
pudo olvidar. ¿Cómo estás Héctor? No te he visto desde que eras un niño.
—Lo extraño hubiera sido que te hubieras acordado de mí —repuso
Héctor—. Tenía quince años cuando te ayudé a sacar un pez del lago.
—Lo recuerdo muy bien —respondió Skye—. Fue mi primer salmón,
creo que nunca me sentí tan emocionada.
Hablaron sobre el incidente. Ella había enganchado un salmón. Era
grande y le tomó casi una hora cansarlo hasta que ya en aguas poco
profundas Héctor lo había metido en la red.
Lord Brora se había sentido orgulloso de su nieta.
Skye no había visto a Héctor desde aquella ocasión. Poco después su
madre se casó con Norman Melton y permanecieron la mayor parte del
tiempo en Londres.
Más tarde cuando regresó a Glenholm con más frecuencia, le dijeron que
Héctor se había ido a Edimburgo y sus viajes nunca coincidieron con los de
ella.
Skye siempre visitaba a la madre de Héctor cuando venía por unos días al
Castillo. Ésta vivía en una cabaña junto a las perreras y la señora McCleod
era famosa por sus pasteles.
Skye y ella acostumbraban tomar el té en el pequeño salón mientras la
señora McCleod le contaba los últimos chismes y las proezas de Héctor. Skye
recordó que en la última vez que la viera le había contado que él se marchaba
de Londres.
—Debo felicitarte por haber obtenido tu título en Edimburgo —dijo ella
—. He oído que estás trabajando para obtener el de Londres.
—Tuve suerte de que me heredaran una pequeña suma de dinero —
respondió él—. Quiero especializarme en bacteriología así que estoy usando
esa cantidad para mantenerme hasta pasar los exámenes.
—Pues te deseo suerte —expresó Skye.
Sintió interés por aquel muchacho de quien tanto había escuchado hablar.
Pero no lo hubiera reconocido pues él había cambiado completamente.
Tenía poco parecido con el anciano barbudo que era su padre y con los
jóvenes pelirrojos que eran sus hermanos.
Skye se volvió hacia la colina y caminó junto a Héctor.
—¿Te gusta Londres? —preguntó ella.
—Me gusta el trabajo.
—¿Y tienes muchos amigos allá?
—Uno o dos —contestó él.
Él mostró cierta reserva sobre su persona, pero empezaron a charlar sobre
otros temas, sobre medicina, la gente y la psicología. Héctor había estudiado
esa doctrina como parte de su carrera y se sorprendió al ver que Skye sabía
bastante sobre la materia.
—Me interesa mucho —le dijo ella—. He leído mucho al respecto.
—Pensé que estudiabas pintura.
—Trato —dijo Skye—, pero jamás voy a lograr ser una buena pintora.
Hay miles mejor que yo y hoy en día o se destaca en algo o se olvida.
—Eso resulta un poco drástico —comentó Héctor.
—Pero es verídico —dijo Skye—. Actualmente todo es profesional.
Antes, si alguien tenía un talento se aprovechaba al máximo. Ahora, ya sea en
los deportes o en el trabajo la gente quiere sólo lo mejor y si no puede ser de
primera línea será mejor que busque otro medio de expresión.
Héctor rompió a reír. Ella lo miró sorprendida y él se detuvo.
—Lo siento —se disculpó él—. No era mi intención hacerlo.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó ella.
Héctor se ruborizó.
—Es… que… parecías tan seria y a la vez no lo eres. ¿Me entiendes?
Skye sabía muy bien lo que quería decirle. Otros hombres ya le habían
dicho algo similar, quizá con palabras más floridas pero con la misma
esencia. Ella era demasiado bonita, pequeña y femenina como para dedicarse
a otra cosa que no fuera el agradar a los hombres.
Por primera vez desde que comenzara a hablar con Héctor ella sintió que
él había cambiado no en apariencia sino también en actitud hacia ella.
El padre y los hermanos de Héctor se dirigían a ella como señorita y con
el respeto que le correspondía por ser la nieta del amo. Pero ella estaba
hablando con Héctor de igual a igual…
Fue solo cuando él estuvo a punto de decirle un cumplido cuando se
abstuvo y cambió las palabras por otras menos galantes.
Ella lo miró y vio que él se comparaba favorablemente con los demás
hombres que conocía en Londres. Era bien parecido y llevaba su vieja ropa
con soltura y desenfado. También notó que era inteligente y que tenía una
expresión resuelta.
En aquel momento decidió cómo debía continuar la charla entre ellos y le
sonrió.
—Si piensas que soy demasiado bonita como para tener un cerebro, ¿por
qué no lo dices? —preguntó.
Héctor entendió que ella aceptaba una nueva relación entre ambos.
—Nunca he dudado que las mujeres bonitas tengan capacidad —aclaró él
—, pero lo que es dubitativo es si deben continuar el ejercicio profesional de
una carrera o no.
—Creo que no serás tan anticuado en tu concepto sobre las mujeres —
observó Skye.
—No, pero soy sensato —respondió él—. Quizá desde un punto de vista
teórico las mujeres puedan reclamar igualdad con los hombres; pero médica y
científicamente es imposible.
Se detuvieron para discutir y mientras hablaban se sentaron sobre el
césped. No tardó mucho Héctor en comprender que necesitaría de toda su
inteligencia para poder justificar sus argumentos. Skye era una contrincante
formidable.
Hablaron por más de una hora y al fin se encaminaron de nuevo hacia la
colina.
—Tu problema —opinó Skye—, es que te guías sólo por lo que te han
enseñado y no por tu propia experiencia. Únicamente repites lo que otros han
descubierto y no lo que tú has podido juzgar por ti mismo.
—Uno tiene que hacer eso hasta cierto punto —respondió Héctor.
—¿Por qué? —preguntó Skye—. De acuerdo en lo que a objetos
inanimados se refiere, pero en lo tocante a los seres humanos me parece que
las opiniones sacadas de los libros resultan inútiles. Las estadísticas sin un
toque humano son sólo un desperdicio de papel.
—¿No te parece que eso es una aseveración un poco drástica?
—¡Pruébame lo contrario! —lo retó Skye.
De pronto ambos rieron. Se miraron uno al otro y continuaron riendo.
—Tiene gracia —dijo Skye—. Lo último que pensaba cuando salí a
pasear esta mañana era tener una discusión de esta naturaleza.
—¿No pensarás que hay mucha gente en la aldea con quien puedas
discutir así? —preguntó Héctor.
—De modo que hasta la pobre mujer recibe un cumplido de vez en
cuando —exclamó Skye.
Habían llegado a la colina y ella miró su reloj y vio que faltaban pocos
minutos para la una de la tarde.
—Llegaré fuera de tiempo para la comida —dijo ella—. Adiós Héctor y
gracias por una agradable e interesante mañana —ella extendió la mano a la
vez que decía—: Estaré en la laguna mañana por si tienes algo más que
discutir.
Corrió colina abajo antes que él pudiera responder. Sabía que permanecía
mirándola pero no se volvió para comprobarlo. Sólo al llegar al castillo
comprendió que le sería imposible explicarle a su abuelo lo que había estado
haciendo esa mañana. Pero aún le pareció más difícil explicarse a sí misma lo
mucho que deseaba regresar a la laguna… al día siguiente. Decidió no decir
nada al respecto.
Capítulo 10

undoe McCleod se paró a la cabecera de la mesa y musitó la oración


M respectiva para dar gracias al Altísimo.
—Señor, bendice los alimentos de nuestra mesa y conserva la paz en
nuestro hogar, amén.
Se sentó y miró a su esposa mientras ella cortaba una gran tarta. A ambos
lados de él estaban sus hijos, Euan a su derecha, Alón a su izquierda y Héctor
junto a su madre.
Cuando miró a su hijo menor la expresión del anciano reflejó cierta
satisfacción. Estaba orgulloso de que uno de sus hijos se hubiera decidido a
buscar otros caminos.
Le gustaba el espíritu de independencia que Héctor había mostrado desde
pequeño.
Aunque se había opuesto a que se inscribiera en la facultad de medicina,
ahora el padre se sentía orgulloso de él.
Había sido la señora McCleod quien había tomado el partido de su hijo.
Quería a Héctor más que a los demás y era su esposo quien más recordaba a
Jeannie, la más pequeña de la familia que había muerto una hora después de
nacida.
Mundoe McCleod había deseado tener una hija. Su esposa estaba
satisfecha con sus hijos y sentía que el menor era todo suyo pues tenía poco
de la seriedad de su padre y era un pequeñuelo alegre y vivaz.
Los dos hermanos mayores crecieron y se volvieron hombres de bien.
Eran respetados en la aldea pero eran tímidos y tenían pocos amigos, pues
preferían gastar todas sus energías en el trabajo.
Héctor era diferente. Ambicionó tener libros tan pronto como pudo leer.
Se interesaba en toda la gente y en todas las cosas y le gustaba cuidar de los
enfermos.
Fue el médico local quien por primera vez sugirió que quizá Héctor
debiera estudiar una carrera. Un día se detuvo en el camino para hablar con
McCleod.
El viejo cuidador venía de la colina con un rifle bajo el brazo y dos perros
de caza corriendo tras él.
—Buenos días doctor —saludó éste—. ¿Va a ver a la señora McTovich,
verdad?
—Voy a su casa ahora —repuso el doctor—. No creo que la pobre vea la
primavera. Está muy enferma. Pero es de su hijo de quien quería hablarle.
Ayer vino a traerme un paciente al consultorio.
—¿Se refiere a Héctor? —preguntó Mundoe McCleod.
El doctor sonrió.
—Por supuesto —respondió él—. Ese niño es un médico nato. Sería un
crimen dejar que desperdicie su talento. Me trajo a un niño que se había
herido gravemente. Le había puesto un torniquete y lo hizo muy bien. Me
ayudó a coser la herida y fue tan útil como cualquier estudiante en un
hospital. Así que más vale que ahorre su dinero, McCleod, pues tarde o
temprano tendrá que mandarlo a Edimburgo.
El doctor puso en marcha su auto y McCleod se quedó mirándolo
mientras se alejaba.
Esa noche le contó a su esposa lo que el doctor le había dicho y añadió:
—Cuando lo vuelva a ver le diré que no le ande metiendo ideas en la
cabeza al muchacho. Este lugar fue bueno para mis padres y para mí y debe
de serlo también para mis hijos.
La señora McCleod meditó sobre lo que había dicho el doctor y más tarde
le habló a Héctor. Descubrió que el joven ya se había decidido al respecto.
Dos años más tarde Héctor le informó a su padre que tenía que ir a
Edimburgo y la situación se puso tensa en la casa.
Los dos hermanos mayores pensaban que era una tontería dejar un trabajo
seguro por uno más problemático que a la vez requería de muchos años de
estudio durante los cuales no ganaría ni un centavo.
—Aun cuando logres aprobar tus exámenes —le comentó uno de sus
hermanos—, ¿crees que podrás conseguir trabajo?
—Estoy seguro de que sí —respondió él.
Lo decía confiado en su habilidad para triunfar.
A pesar suyo, el padre estaba impresionado con la actitud del joven pero
con quien éste dialogaba más a menudo era con su madre.
—Tengo que irme —le había dicho a ella—. No puedo permanecer aquí.
Algo me dice que estoy perdiendo el tiempo. Sé que voy a triunfar; estoy
seguro.
Pero a pesar de todo Mundoe McCleod no quería darle el dinero a Héctor.
Lo tenía, pues había sido un hombre ahorrativo toda su vida.
Por fin, cuando parecía que nada iba a lograr, el doctor acudió en su
ayuda.
Éste no perdió el tiempo tratando de convencer al padre. Categóricamente
le dijo que él creía en el joven y que si Mundoe se negaba a ayudarlo él iba a
organizar una colecta pública en el pueblo.
El orgullo de Mundoe McCleod no pudo soportar aquello y dos meses
más tarde Héctor partió para Edimburgo.
Cuando apenas estaba presentando sus exámenes finales recibió la noticia
de que el hermano de su madre, que también era su padrino, había muerto y
le había dejado trescientas libras.
Al principio casi no podía creer en su buena suerte y después comprendió
lo mucho que aquello significaba para él.
A la hora de la comida la familia se reunía alrededor de la mesa y Héctor
era quien hablaba.
La señora McCleod le preparaba platillos especiales y pan recién
horneado, pues había advertido que Héctor había adelgazado
considerablemente desde que se había marchado de la casa y pretendía
hacerlo recuperar peso durante los pocos días que estaría a su lado.
Una vez terminada la comida, Mundoe McCleod tomó su rifle, llamó a
los perros y se encaminó una vez más hacia las colinas. Durante esta época
del año había que vigilar que los zorros y las ratas no atacaran a las aves del
corral y se comieran los huevos.
Los dos hijos mayores trabajaban en el castillo y montando en sus
bicicletas se dirigieron hacia allá.
Héctor apartó su silla de la mesa y comentó:
—Me gustaría poder llevarte a Londres conmigo, mamá. Comidas como
éstas no me vendrían nada mal allá.
—Ojalá pudiera acompañarte, hijo —respondió ella y juntó los platos
para llevarlos a lavar.
—Algún día vendrás conmigo —prometió él—, y verás todo lo que hay
que ver. La Torre de Londres, el Parlamento y la casa de moneda. Yo te los
voy a mostrar.
—Eso sería maravilloso —exclamó la señora McCleod con entusiasmo.
Había pasado toda su vida en la aldea de Glenholm pero deseaba viajar,
conocer las grandes ciudades de las que tanto había oído hablar. Él se levantó
de la mesa y abrazó a su madre.
—Me alegro de estar de regreso en casa —dijo y la besó en la mejilla.
—Y yo pensaba que a lo mejor ya te habías olvidado de nosotros —
musitó su madre bromeando.
Pero había un dejo de seriedad en el tono de su voz.
—Si es así, eres una tonta —respondió él—. Ya sabes que no tengo
tiempo para amigos.
—¿Ni amigas? —preguntó la madre.
—Tengo una amiga —repuso él acordándose de Carlotta—. Algún día te
hablaré de ella.
—¿Estás enamorado? —preguntó la madre con ansiedad.
En su voz había el toque de celos que toda mujer experimenta cuando
intuye que el hijo está dispuesto para dejarla por otra mujer, la risa de Héctor
la tranquilizó.
Eres una romántica incorregible —expresó él—. No, no estoy enamorado
Mi corazón sigue aquí.
Besó de nuevo a su madre y salió al sol.
Ella lo miró con lágrimas en los ojos. Lo quería tanto. Sólo Héctor de
entre todos sus hijos le había pedido que le demostrara amor. Él siempre la
había hecho feliz.
Héctor atravesó el pequeño jardín y se agachó para tomar unas flores que
puso en su solapa. Y se encaminó hacia el río.
A ambos lados del río había un camino trazado por el constante ir y venir
de los pescadores y pastores y que hacía que el paso fuera más fácil. Por fin
llegó a la pequeña laguna conocida como Pulpits Point.
Se sentó a contemplar el agua y el movimiento de ésta pareció revivir en
su mente ideas y sentimientos que habían estado ausentes durante los últimos
días.
Pero ahora le llegaron de sorpresa. Preguntas que requerían de una
respuesta, planes para el futuro, su trabajo, su familia, así como recuerdos
muy vivos del rostro de Carlotta y de la boca de Skye.
Ante la imagen de Skye las demás desaparecían. Se puso a pensar qué le
diría la próxima vez que se encontraran. Había algo provocativo en ella que
lo estimulaba mentalmente. Quería verla una vez más, conversar con ella,
resultar vencedor en sus debates verbales…
Durante los últimos tres días se habían encontrado en la colina. Pero ese
día ella no podría venir porque esperaban visitas en el castillo.
Skye le había dicho que era casi imposible que pudiera acudir a la laguna,
que se había convertido en su lugar de reunión. Sin embargo, él la había
esperado toda la mañana. Pero ella no llegó.
Héctor se sintió desilusionado, tanto, que se sorprendió ante sus propios
sentimientos. No había podido pensar en nada que no fuera en el camino por
el cual podía llegar Skye.
A la una de la tarde comprendió que su espera había sido estéril y se
preguntó si sería conveniente continuar manteniendo aquella relación.
Skye era la nieta del conde y la postura de él era la de un servidor
respetuoso. Pensó que seguramente ella ni se habría acordado de que él la
estaba esperando.
Molesto consigo mismo supuso que era un tonto, pero al levantar la vista
vio a Skye que se aproximaba entre los árboles hacia el lugar convenido.
Capítulo 11

abía mucha quietud a la sombra de los pinos.


H Una ardilla corría por una de las ramas. Skye y Héctor yacían sobre
el prado y conversaban. Ella se disculpaba por su ausencia durante la
mañana.
—Llegaron unos amigos de mi abuelo —explicó ella—. Vinieron en un
auto por lo que no sabíamos con exactitud su hora de llegada y, por supuesto,
lo hicieron en el momento en que yo me disponía a salir. Tuve que quedarme
para atenderlos. Son viejos y aburridos y por fortuna deseaban descansar por
la tarde. Me escapé en cuanto terminamos de comer.
—¿Qué te hizo venir hacia acá? —preguntó Héctor.
—Iba a tu casa. Pensé que si no te encontraba quizá tu mamá supiera
hacia dónde habías ido.
Héctor la miró sorprendido y ella supo interpretar su sorpresa. A la señora
McCleod aquello le hubiera parecido inusitado.
Se produjo un largo silencio.
—Héctor —dijo Skye finalmente—. ¿Te molesta que nos veamos así?
—No es asunto de que a mí me moleste —respondió él.
—Sabes bien lo que quiero decir —exclamó ella con impaciencia—, pero
no sé expresarlo en palabras.
Él se irguió para mirar hacia el río.
—¿Consideras que es prudente desde tu punto de vista?
—No entiendo qué quieres decir con eso —respondió Skye—. No te
muestras sincero conmigo y yo deseo que seas mi amigo.
—No es posible —respondió Héctor.
Skye hizo un gesto de desagrado.
—¿Hay algún lugar en el mundo tan tradicional como Escocia?
—No es un problema de índole tradicionalista —señaló él—. Se trata de
nuestras posiciones en la vida y tú lo sabes.
Ella rió.
—¿Y cuál es la posición? —preguntó—. Tú eres un doctor y ellos son
aceptados en las mejores sociedades. Yo, en cambio, soy una artista fracasada
que vive en un estudio en Chelsea.
—Y mi padre —intervino Héctor—, es cuidador de los campos de tu
abuelo. ¿No crees que la amistad entre nosotros es imposible? Una
impertinencia de mi parte que tú deberías rechazar.
Skye se incorporó.
—Eres absurdo —dijo—, absurdo y un tanto incoherente.
Ella hizo ademán de alejarse, mas no lo hizo porque Héctor estaba junto a
ella.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó la joven.
Héctor la miraba fijamente.
—¿Consideras probable que yo quisiera eso?
Sus miradas se cruzaron y permanecieron mirándose uno al otro.
Poco a poco Héctor levantó los brazos. Los puso alrededor de Skye y la
atrajo hacia él. Ella temblaba y contuvo la respiración.
Él la aproximó más y más y, como una tormenta que no es posible
contener, la apretó con fuerza y la besó.
La sangre se agolpaba en sus oídos y sólo sabía que estaba impulsado por
una fuerza mucho más poderosa que él.
Ella era tan pequeña. Sintió la suavidad de sus labios bajo los suyos y sus
manos contra su pecho.
Hubo un momento de éxtasis, de goce pleno, como si se confundieran en
un solo ser, más allá de cualquier razonamiento.
Héctor se apartó de ella y dejó escapar un lamento de desesperación. Sin
embargo, Skye no se apartó de su lado. Se apoyó en él y lo miró a la cara.
—Te amo —musitó ella temblorosa.
—¡Dios mío! ¿Qué he hecho? —susurró Héctor.
Ella le sonrió.
—¿No entiendes? —habló él poniéndole sus manos en los hombros—.
¿No entiendes que esto es una locura?
—Te amo —repitió ella.
Sus palabras parecieron encender a Héctor. La estrechó de nuevo pero
cuando se disponía a besarla se detuvo y sólo la mantuvo en sus brazos.
Él contempló su rostro.
—Mi pequeño amor —musitó con ternura.
Trató de hablar pero no pudo. La belleza de la muchacha que lo miraba, la
suavidad de sus manos, el aroma de sus cabellos y el roce de sus labios, lo
encendían con un loco frenesí que lo hacía olvidar todo, excepto que podría
besarla una y otra vez.
Él le cerró los ojos con sus besos; la besó en el cuello y en las orejas.
—Dímelo… —pidió ella en un suspiro—. Dímelo… a mí Héctor.
—Te amo, te adoro.
La voz de él estaba impregnada de emoción.
Transcurrió algún tiempo antes que se separaran, pues ambos parecían
transfigurados por sus sentimientos. El rostro de Skye brillaba de felicidad.
Ella extendió la mano en un gesto de confianza y Héctor la tomó con
firmeza.
—Tenemos que hablar —pidió él con serenidad—, pero no me mires, mi
amor. No puedo soportarlo.
—Mejor no hablemos —le dijo ella—. Las palabras lo echan a perder
todo. Simplemente seamos felices. Olvidémonos de todo excepto de nosotros
y de nuestro amor.
Él negó con la cabeza.
Skye suspiró, pero era un suspiro de alegría más que de desesperación.
—Está bien —aceptó ella—. Tú puedes hablar primero pero sé lo que vas
a decirme y no estoy de acuerdo.
—Mi amor —suplicó él—, no lo hagas más difícil.
—No lo hago —repuso ella—. Sé exactamente lo que me vas a decir, que
debemos renunciar uno al otro y no volvernos a ver nunca más. ¿No es así?
Héctor asintió con tristeza.
—Bueno, pues lo siento —continuó Skye—. Pero me niego a ser
abandonada por ti o por cualquier otro hombre al que yo ame. Yo te amo y tú
me amas… ¿no es verdad?
Había un toque de ansiedad en su pregunta.
—Escucha —pidió él—. Cualquier cosa que yo te diga, cualquier cosa
que proponga lo haré porque te amo. Porque ahora comprendo que desde que
te vi por primera vez junto a la laguna jamás te has apartado un momento de
mi mente ni de mi corazón. Tenía miedo de enfrentar la verdad… pero te
amo. Creo que siempre te amaré.
Él se inclinó para besarla. Por un momento se abrazaron tiernamente. De
pronto él la apartó con decisión.
—Eso no quiere decir que podamos continuar viéndonos o que podamos
estar juntos.
—Pero si quiere decir… eso —gritó Skye.
Héctor permaneció en silencio un momento y al fin preguntó:
—¿Sugieres que debo ir al castillo y decirle a tu abuelo que amo a su
nieta? Él me preguntaría que quién soy yo y yo le respondería: «Yo soy el
hombre que cuida su puerta, el hijo del guarda del castillo». ¿Qué supones
que tu abuelo me iba a contestar? —añadió desolado.
—¿Qué supones que él me diría si yo le espetara: «amo a un doctor. Es
un hombre llamado McCleod. No lo conoces, viene de otra parte de
Escocia»?
—Así sería más fácil —reconoció Héctor—, pero yo no vengo de otra
parte de Escocia. Yo vengo de Glenholm. Aquí nací y crecí. Fui a la escuela
de la aldea y mi madre sirvió a la tuya llevando un delantal como señal de su
oficio.
—¿Y qué sugieres que hagamos? —preguntó Skye.
—Sugiero que te vayas y te olvides de mí. Que regreses a la vida a la que
perteneces y quizá de vez en cuando te acuerdes de que junto a este río
compartiste un momento de felicidad con un hombre que ya se apartó de tu
vida.
—Eres un cobarde —le espetó Skye.
Héctor se sorprendió ante aquellas palabras.
—No lo soy —respondió y luego añadió—: Oh, mi amor, ¿consideras que
esto es fácil de hacer?
—Claro que no lo es —respondió Skye—. Es imposible. Por eso no
vamos a hacerlo.
Ella lo tomó de la mano.
—Somos dos personas inteligentes —afirmó ella—. Ambos sabemos lo
que queremos obtener de la vida. ¿Vamos a dejar que una vieja tradición nos
perjudique? Por supuesto que no.
Ella lo miró con una sonrisa.
—Héctor McCleod —dijo—. Te pido que te cases conmigo.
—¡No! —respondió él enérgicamente.
—Lo harás —dijo ella—. Tienes que hacerlo… yo te… obligaré.
Ella habló con igual energía como lo había hecho él y ambos se miraron.
Entonces ella se arrojó de nuevo en los brazos de Héctor y éste la besó,
aprisionándola entre sus brazos como si jamás la fuera a dejar partir…
Ya se pintaban los colores del ocaso cuando finalmente emprendieron el
camino de regreso al castillo.
Las primeras estrellas de la noche comenzaban a brillar en el firmamento
que pronto se oscurecía. Héctor sostenía con firmeza la mano de Skye
mientras avanzaban en silencio.
Habían hablado mucho sin llegar a ninguna conclusión. Sólo sabían algo
innegable: que se amaban mutuamente con una pasión avasalladora.
—Sólo permaneceré aquí tres días más —le comunicó Héctor.
Habían llegado a una verja que daba acceso a los terrenos del castillo.
—Yo regreso a Londres dentro de una semana —repuso ella.
—Eso no resuelve nada —comentó Héctor—. ¡Comprende amor mío, que
no podré salir contigo en Londres! Yo no tengo dinero.
—Si hay algo que detesto es hablar de dinero. Yo tengo algo y lo que
tengamos lo vamos a compartir. Y si te obstinas en mostrar tu orgullo y en no
permitir que yo pague por mi parte, me volveré loca.
Héctor rió sin poder evitado.
—Hay tantas dificultades —observó él.
—No van a importar —respondió Skye y poniéndole los brazos alrededor
del cuello lo aprisionó hacia ella.
—Y ahora buenas noches… mi amor querido… mi único amor —susurró
la linda joven.
—Buenas noches —musitó él—. ¿A qué hora te veré mañana?
—Iré a la laguna lo más temprano que me sea posible. A las nueve y
media o diez. Oh, Héctor, son muchas horas de angustiosa espera.
Ella lo abrazó para apartarse despacio.
—Debo irme —dijo ella—. Dios te bendiga.
Abrió la reja y entró. Corrió entre los árboles volviéndose para enviarle
un beso.
Él la vio alejarse y cerró la reja. Ésta le parecía simbólica de la barrera
infranqueable que los separaba. Skye permanecía dentro del castillo; él
afuera.
Se mantuvo allí un buen rato. Todas sus dudas parecían envolverlo. Sabía
que en su vida había entrado algo tan maravilloso que casi no se atrevía a
aceptarlo.
Era el amor tal como él lo había soñado siempre. La razón por la cual
nunca les había concedido importancia a las chicas de la aldea.
También en Edimburgo muchas jóvenes se le habían acercado
demostrándole su interés hacia él. Pero pronto las olvidaba sin aprovecharse
de ellas. Prefería a sus amigos varones o estar solo. Ahora sabía que todo
aquello había sido como un prólogo para la llegada de Skye. La deseaba con
pasión; la quería con un fuego que no podía ser negado; pero a la vez la
pasión era sólo una pequeña parte de su inmenso amor por ella.
Era por ella su preocupación y sus temores y por lo que pensaba que el
único camino a seguir era apartarse de su lado.
Skye no debía sufrir, sino ser protegida de todo lo que no fuera perfecto y
bello.
Héctor jamás se había sentido avergonzado de su familia y de su origen.
Nunca lo había negado a sus compañeros de trabajo.
Ante cualquier otra persona estaba dispuesto a mantener la cabeza en alto
y a exigir de ella el respeto que se merecía como hombre.
Pero con Skye era diferente. Ella era lo inalcanzable. Inalcanzable…
palabra torturante que se repetía en su mente.
Con la cabeza baja y pasos lentos se encaminó de regreso hacia las luces
de la cabaña de sus padres.
Capítulo 12

os días más tarde Skye se enfrentó a su abuelo.


D —¿En dónde conociste a ese hombre? —preguntó Lord Brora.
—¿Qué tiene eso que ver?
—¿Responderás o no a mi pregunta? —interrumpió el abuelo.
—Tú no has respondido aún a la mía —le objetó Skye.
El viejo gruñó.
—Toda la idea es absurda. Debes haber perdido el juicio.
—Esperaba que dijeras algo semejante —le dijo Skye—. Siempre que los
más viejos no comprenden a los jóvenes dicen que estos están locos.
—Pero no podrás casarte con el hijo de mi guardabosques —exclamó
Lord Brora con tono menos violento.
—¿Por qué no? —preguntó Skye—. Es un hombre inteligente que va a
llegar muy lejos.
—¿Y a dónde te hospedarás cuando vengas a Glenholm? —preguntó el
abuelo—. ¿En el castillo o con sus padres?
—Me encantaría llegar aquí si nos recibes.
—¿Piensas que yo aceptaría a ese joven mequetrefe en mi casa? —gritó
Lord Brora—. Atreverse a cortejar a mi nieta… ¡qué impertinencia!
—¡Abuelo! —Skye le puso una mano sobre el brazo—. Escúchame un
momento. Amo a Héctor McCleod y él me ama a mí.
—¡Amar! ¿Qué tiene que ver el amor? —preguntó el abuelo—. El
hombre no es de tu misma clase y bien lo sabes.
Skye se acercó un poco y suplicó:
—Por favor, abuelo, respóndeme honestamente a lo que te voy a
preguntar. ¿Por qué dejaste que mi madre se casara con Norman Melton?
Lord Brora la miró con fijeza pero no respondió.
—Tú autorizaste ese matrimonio ¿no es así? —continuó Skye—. Quizá lo
motivaste. ¿No me vas a decir por qué?
—Él es un hombre decente —gruñó Lord Brora.
—Y muy rico —insistió Skye—, demasiado rico. Pero también es el hijo
de un obrero de Melchester. Entró a trabajar en una fábrica cuando era niño.
Ciertamente no era de la misma clase que mi madre… ¡y tú lo sabes!
—Era una situación completamente distinta —afirmó Lord Brora.
—Distinta porque Norman tenía dinero. Ésa era la única diferencia —
respondió Skye—. Si Héctor fuera millonario tú estarías encantado de que yo
me casara con él… lo sabes.
—¡Por Dios! McCleod es mi guardabosque, su esposa fue doncella de
esta casa. ¿Esperas que yo acepte a su hijo como esposo de mi nieta? No lo
permitiré. Es mi última palabra.
—¿Y si de todas formas me caso con él?
—No tendrás por qué regresar aquí.
—Muy bien —respondió Skye—. Eso está muy claro.
—Y lo que es más —dijo dándole la espalda—, le puedes decir a ese
joven que su padre deberá abandonar la cabaña el día que se case contigo. No
le daré trabajo ni a él ni a sus dos hijos.
—Abuelo —exclamó Skye—. No puedes decir eso en serio. No puedes
despedir al viejo McCleod. Lleva aquí sesenta años y su padre estuvo aquí
antes que él.
—Si te casas con su hijo, él se irá —afirmó Lord Brora.
Skye se acercó a su abuelo y le tocó el hombro.
—¿Lo dices en verdad?
—Por supuesto que sí —reafirmó él.
—Es la cosa más injusta que jamás he oído.
—Pues tú puedes escoger —respondió él—, pero ésa es mi decisión y no
voy a cambiarla.
Skye sabía que el viejo parecía resuelto. Lo observó un momento y
decidió no apelar más.
Lord Brora, era un hombre obstinado y cruel.
Skye salió del estudio, azotando la puerta tras de sí. Por un momento
Lord Brora permaneció sentado junto al fuego. Se irguió y flexionó sus
cansados hombros. La entrevista lo había agotado pero no le preocupaban las
amenazas de su nieta.
—Ella comprenderá —habló en voz alta—. ¡Qué impertinencia de ese
joven!
Hizo sonar la campanilla y esperó hasta que el viejo mayordomo
apareció.
—Deseo ver a McCleod —le ordenó Lord Brora—. Que venga en cuanto
llegue a su casa.
—Muy bien milord.
Skye estaba esperando afuera en el pasillo.
—¿A quién mandó llamar, master? —preguntó ella.
—A McCleod, señorita Skye.
—¡Me lo imaginé! —murmuró ella.
Skye corrió fuera de la casa rumbo al río. Le tomó cerca de diez minutos
llegar a la casa de los McCleod. Cuando lo hizo, vio a Euan que trabajaba en
el jardín.
—¿Se encuentra Héctor en casa? —preguntó ella.
Euan McCleod la miró sorprendido.
—Buenos días, señorita Skye —saludó él—. Voy a buscarlo. Creo que
aún no se despierta.
Un momento más tarde la señora McCleod apareció secándose las manos
en su delantal.
—Buenos días señorita Skye —exclamó—. ¿Buscaba a Héctor?
Era obvio que se sentía sorprendida ante la situación.
—Sí. ¿Está él en casa? —preguntó Skye.
—Está en la parte de atrás cortando madera para el fuego —informó la
señora McCleod—. ¿No desea pasar y sentarse, señorita?
—No, gracias. Sólo deseo hablar un momento con Héctor y él me podrá
acompañar de regreso a lo largo del río.
La señora McCleod no ocultaba su sorpresa ante todo aquello.
—¿Se encuentra bien su abuelo, señorita Skye?
—Está muy bien, gracias —respondió Skye—. ¿Cómo están todos en su
familia?
—Estamos muy contentos de tener a Héctor entre nosotros, y los
muchachos están bien, gracias a Dios. Pero McCleod ha estado sufriendo un
poco de reumatismo últimamente.
—Lo siento —dijo Skye.
Héctor apareció en el umbral de la puerta.
—La señorita Skye quiere hablar contigo, Héctor —dijo la señora
empujándolo hacia delante.
Skye se le acercó.
—Vamos junto al río —musitó ella con voz baja—. Necesito hablar
contigo. Adiós señora McCleod, siento haberla molestado.
Ella y Héctor se alejaron juntos mientras que la señora McCleod
permaneció mirándolos con ansiedad.
—¿Qué pretende la señorita Skye con Héctor? —preguntó Euan desde la
puerta.
—No lo dijo —respondió la madre y regresó a la cocina.
Skye le contó a Héctor lo que había ocurrido.
—Vine a buscarte de inmediato para que le puedas avisar a tu padre antes
que el abuelo hable con él. ¿Le has comentado algo?
Héctor negó con la cabeza.
—Nada —respondió.
—Entonces debes hacerlo —lo apremió Skye—. Debes decírselo de una
vez.
—¿Y qué esperas que él haga? —exclamó Héctor con voz endurecida—.
¿Empacar sus cosas y largarse de la casa donde ha vivido toda su vida?
—No, no. Por supuesto que no deseo eso. Abuelo cambiará de parecer…
yo lo convenceré.
Habían llegado al pinar. Se detuvieron y se miraron uno al otro.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Héctor.
Skye puso su mano en la de él.
—¡Luchar! —exclamó ella—. Lucharemos y venceremos.
Héctor le sostuvo la mano pero no hizo ningún esfuerzo por acercarse a
ella.
—No puedo permitir que mis padres sufran —afirmó él—. Eso lo
entiendes.
—Por supuesto.
—Te dije que era imposible —sostuvo él—. Y ahora puedes comprobar
que mis palabras eran ciertas.
—Pero después me dijiste que me amabas y prometiste casarte conmigo,
Héctor.
—Tú me obligaste a prometerlo —dijo él—. Traté de salvarte de ti misma
y fallé. Sabía que esto sería el resultado de cualquier intento de hablar con tu
abuelo. ¿Crees que si yo hubiera pensado que existía la más ligera posibilidad
de que él accediera no hubiera ido yo a hablar con él? Pero ¿cómo podía
hacerlo? Yo, el hijo de su guardabosque a quien en cualquier momento él
puede despedir.
—Héctor, ¿me amas aún?
Él la miró con la expresión llena de ansiedad y extendiendo los brazos la
apretó contra sí.
—Te adoro.
Pero lo pronunció sin fuego en la voz sino más bien con el tono resignado
de alguien que se enfrenta El fin de su felicidad.
—¿Me amas? —insistió Skye—. ¿Me amas más que a tu sentido de
propiedad y tradición?
—¿Por qué lo preguntas? —preguntó Héctor sorprendido.
—Respóndeme —exigió Skye—. Respóndeme ahora mismo.
—Te amo más que a nada en el mundo —declaró Héctor—. Yo soy tuyo
y tú eres mía.
—Muy bien. Eso es todo lo que quería escuchar —dijo Skye—. Tengo un
plan que hará que todo salga bien. Pero tienes que estar de acuerdo con él.
Ella lo abrazó y lo estrechó contra su cuerpo.
—Bésame primero antes que te confiese mi temor ante ti —pidió Skye.
—¡Mi amor! —protestó él.
Sus labios se encontraron con los de ella y aquel beso que comenzó con
cautela y respeto pronto se convirtió en un arrebato de alegría y de pasión.
Permanecieron abrazados y a Skye le pareció como si el tiempo se
hubiera detenido…
Sólo sabía que aquel amor que ella sentía por Héctor aprisionaba todo su
ser. Se había convertido en parte de él.
Por lo tanto, aquel amor tenía que superar cualquier obstáculo.
Era imposible que el mundo los separara, pues creía que una fuerza divina
había predestinado aquella unión.
Ella lo amaba. Era lo que ella había esperado toda la vida; todo lo que
había deseado. Aquello satisfacía sus emociones, sus deseos de algo más
profundo que el mundo social.
Todos sus anhelos estaban ahora centrados en otra persona. Había
encontrado la carrera que tanto había anhelado.
Por el momento, Héctor no podía ver las cosas con igual claridad que ella.
Él tenía miedo; no por él sino por Skye. Dudaba de la cordura de aquel amor
aun cuando no podía negar su fuerza y su realidad.
Él la deseaba con todo su corazón y con toda su alma. Skye creía en él y
pensaba que tenía un gran futuro.
Cuando terminaron de besarse, Skye rozó su mejilla contra la de él y dejó
escapar un suspiro de alivio.
—¿Hay algo más importante que esto? —preguntó ella.
Héctor se sintió complacido con mirarla al rostro, percibir su alegría y
pensar como ella que aquel momento era eterno y que nada más tenía
importancia.
—No puedes abandonarme —le pidió Skye.
La preocupación regresó a nublar los ojos de él.
—¿Consideras que debo presentarme ante tu abuelo? —preguntó él.
—No —respondió ella—, no lograrías nada. Quiero que hables con tu
padre antes que él acuda al castillo y le digas que se muestre de acuerdo con
el abuelo en que nuestro matrimonio es un imposible.
Héctor la miró asombrado.
—Yo pensé que… —empezó a decir, pero se detuvo—. Tienes razón,
nuestro matrimonio es imposible —continuó—. Es lo que yo te he dicho y
por fin lo has entendido.
Skye lo miró, vio su cara de desesperación que parecía reflejar el fin y
sonrió.
—Querido —dijo—, a veces eres un poco ingenuo, aunque te considere el
hombre más inteligente del mundo.
—¿Qué quieres decir?
—Escúchame. Tu padre debe ir al castillo y hacer lo que te he dicho. Los
dos viejos estarán de acuerdo con que la idea es absurda por imposible. Tú y
yo regresaremos mañana a Londres.
Héctor movió la cabeza.
—No podemos casarnos a hurtadillas —declaró él—, si ésa es tu idea.
Sabes tan bien como yo que la prensa se enteraría. Y enseguida tu abuelo
cumpliría su amenaza y despediría a mis padres.
—Yo no he dicho que nos casemos —objetó Skye—. Regresaré a
Londres contigo, Héctor McCleod y viviremos juntos, en pecado.
Héctor la miró como si ella se hubiera trastornado y se ruborizó.
—No harás nada de eso —le advirtió él.
—Pero sí lo voy a hacer —respondió Skye—. ¿No comprendes que es lo
único que los hará caer de rodillas? No me casaré contigo, pero viviremos
juntos, yo como tu esposa. No me avergüenza hacerlo. Me sentiré orgullosa
de ser tu amante en cualquier circunstancia.
—Me niego —se opuso Héctor con violencia.
—Querido, tú me dijiste que me amabas más que a los
convencionalismos. Sin embargo, la primera vez que te pido que los
olvides…
—Te amo demasiado para aceptar eso —interrumpió Héctor.
—Te estás comportando como todo un escocés —respondió Skye—. Ésa
es nuestra única oportunidad y bien lo sabes.
—No lo haré —insistió Héctor tartamudeando.
—¿Por qué no? —preguntó Skye—. Respóndeme con franqueza.
—Te lo diré —replicó Héctor y poniéndose de hinojos ante ella, le tomó
las manos—. Te adoro. Para mí eres perfecta; la mujer que siempre añoré y
que jamás pensé encontrar. Si piensas que voy a tocarte de una manera que
no sea la más bella y la más sagrada…
Skye sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Mi amor —musitó ella—. Mi querido, queridísimo y adorado Héctor.
Viviré contigo en la misma casa y dejaremos que los viejos crean lo que
quieran. Les haremos doblar las manos y dar el consentimiento para nuestro
matrimonio. Pero entre nosotros todo será como tú lo desees. Nuestro amor
es suficientemente fuerte como para mantenernos puros hasta que nos
casemos.
Se inclinó y lo besó en los labios.
Capítulo 13

arlotta esperó a Norman en el salón del hotel Ritz. Habían quedado en


C comer juntos.
Ella aceptó la invitación porque le había proporcionado una oportunidad
para salir la noche anterior más que porque estuviera ansiosa de verlo
nuevamente.
Había logrado apartar a un lado momentáneamente su proposición de
matrimonio pero usando artificios que la hacían parecer vulgar y poco
sincera.
—Me niego a hablar formalmente hoy —le había dicho en Ciro’s—. Me
pareces muy serio esta noche y siento que vas a decir cosas muy
trascendentales. ¡Olvídalas! Vamos a divertirnos.
Norman poseía un sexto sentido que siempre lo había guiado en los
negocios y que ahora en ese momento le aconsejó que controlara su ansiedad
por descubrir, de una vez por todas, cuáles eran los verdaderos sentimientos
de Carlotta hacia él.
Durante todo el tiempo que permanecieron en el restaurante la noche
anterior Carlotta había hablado sin cesar sobre mil y una frivolidades. Lo
había hecho bailar, reír y se había empeñado en saludar a todos los
conocidos.
Estaba radiante y su alegría resultaba contagiosa. Pero cuando finalmente
pagaron la cuenta Carlotta se subió al auto de Norman y se reclinó
pesadamente contra el mullido asiento.
—Estoy exhausta —confesó—. Ha sido una noche maravillosa pero
ahora tengo un fuerte dolor de cabeza. Por favor no me hables. Déjame
descansar hasta que lleguemos a mi casa.
Estaba muy bella en la penumbra del auto, con los ojos cerrados y las
manos apoyadas sobre el regazo. Norman deseaba tomar sus manos y
besarlas. Pero reprimiendo su impulso se quedó mirando hacia afuera con los
labios apretados.
Cuando se detuvieron ante la casa de Carlotta ésta abrió los ojos.
—¿Ya llegamos? —preguntó—. Tengo tanto sueño… no te bajes,
Norman querido. Estoy segura de que tú también estás cansado.
Él no la obedeció y descendió para ayudarla a bajar. Al llegar a la puerta
ella lo detuvo.
—Subiré sola, gracias —dijo—. Buenas noches y le agradezco esta noche
maravillosa.
—Carlotta —llamó Norman con voz ronca.
Era la exclamación de un hombre que está a punto de enloquecer.
Ella se detuvo.
—Te veré mañana —afirmó ella—. ¿Me llamas por teléfono temprano?
—Comeremos juntos —dijo él con voz suplicante—. Puedo verte a la una
y media. Nos veremos en el Ritz o donde tú prefieras.
Carlotta tenía otro compromiso pero su interno la inquietaba.
—Me encantará —repuso—. Nos veremos en el Ritz a la una y media.
Abrió la puerta y la cerró de inmediato.
Sólo cuando estuvo a solas en su habitación, mientras se miraba al espejo
para quitarse las orquídeas, aceptó:
—Estoy enamorada de Héctor.
Hasta entonces no se había atrevido a enfrentarse a la realidad, pero ya no
podía continuar engañándose. Norman le era grato, lo admiraba y disfrutaba
con todas las atenciones que él le ofrecía, pero no abrigaba ninguna pasión
hacia él.
Héctor era quien le había robado el corazón. Algo dentro de ella se
alteraba ante el cuerpo delgado y fuerte de él, su cara inteligente, sus ojos
jóvenes y llenos de ilusiones. Héctor le daba la impresión de tener dentro una
dínamo que lo impulsaba hacia el logro de sus metas.
Aquélla era, quizá, la diferencia entre el hombre más joven y Norman,
éste también era dinámico pero era materialista… amaba conocer la realidad
en todo.
En Héctor ella veía al hombre que siempre mira a las estrellas y sólo
presta atención al camino porque es la vía que lo conduce hacia ellas. Mas
sólo eso tenía, ni posición ni dinero, pero sí un futuro con muchos problemas.
—Estoy loca —se dijo Carlotta—. Loca, pero no puedo evitarlo.
Desde que Héctor se había marchado sintió como si algo vital se hubiera
apartado de su vida. Pero se negaba a aceptar la verdad.
Pero ya no podía negarse a escuchar la voz de su propio corazón. Deseaba
a Héctor, quería verlo, escuchar su voz, sentir la timidez que siempre
experimentaba en presencia suya.
Al día siguiente él regresaría a Londres y ella sabía que ése era el
verdadero motivo de su negativa a escuchar la proposición de matrimonio de
Norman.
—¿Qué voy a hacer? —pensaba con angustia.
Se dejó caer en la silla colocada frente al tocador cubriéndose la cara con
las manos. Sentía que estaba ante una encrucijada.
Por un lado estaba Norman con mucho dinero y una excelente posición
por el otro lado Héctor, pobre y con sólo su confianza en sí mismo.
—Soy una ingenua —afirmó Carlotta.
Se arrojó en la cama y comenzó a derramar lágrimas.
No había llorado en muchos años y toda la excitación de las últimas
semanas, las tensiones acumuladas, las dudas y la ansiedad culminaron en
aquel desfogue de sinceridad.
Al despertar aquella mañana se reprendió a sí misma por inquietarse
tanto. Pero a medida que el sol se ponía supo que la mañana estaría
espléndida porque Héctor regresaría. Esperaba que él la llamara pero la
mañana transcurrió sin que sonara e teléfono. Sólo cuando se disponía a salir
para el Ritz le avisaron que tenía una llamada.
Con un grito corrió hacia el aparato.
—Hola —habló ella con voz emocionada.
—Llamo en nombre de Sir Norman Melton —dijo un hombre—. El señor
Melton llegará unos minutos tarde a su cita. Ha tenido un asunto imprevisto.
—Está bien —contestó Carlotta—. Dígale que lo espetaré. Colgó el
auricular de golpe. Estaba desilusionada pero en el fondo perdonó a Héctor.
«Probablemente esté ocupado en el hospital», pensó. «Sin duda me
llamará esta tarde. Debe saber que deseo verlo».
Magda ya estaba comiendo cuando Carlotta salió.
—Voy a comer con Norman —informó Carlotta poniéndose los guantes.
—¿En dónde?
—En el Ritz, querida.
Magda la miró.
—Te veo pálida —comentó—. Algo te ha disgustado. ¿Qué es?
Carlotta denegó con la cabeza.
—Nada —respondió—. Supongo que se debe a tantas desveladas.
Anoche regresé después de las dos.
—¿Fue Héctor quien llamó? —preguntó Magda indiferente.
Carlotta sintió que la sangre le subía al rostro. Se volvió pero Magda ya lo
había advertido.
—No —repuso Carlotta—. ¿Habrá regresado ya?
Magda no desperdició palabras. Simplemente miró a su hija adoptiva y
continuó comiendo.
Carlotta se sintió irritada con Magda mientras viajaba hacia el Ritz.
Deseaba mantener en secreto su amor por Héctor.
«Pero debí suponer que Magda se daría cuenta», se dijo.
Era la primera vez que en su vida le ocultaba algo a su madre adoptiva.
Hasta ahora siempre habían discutido las dos acerca de los pretendientes de
Carlotta.
Magda, con su sexto sentido para analizar a la gente había podido orientar
a Carlotta, evitando que se formara impresiones equivocadas. Pero éste era un
secreto que no podía compartir con nadie, sino hasta que Héctor le hubiera
confesado su amor. Jamás imaginó que él no la amara. Estaba cierta de que
era su timidez la causa de su silencio.
«Lo deseo», pensó, pero por el momento no podía hacer ningún plan.
Sólo estaba cierta de que aquella emoción desconocida que nacía dentro de
ella, la incitaba a desear a Héctor como nunca hubiera creído que era posible
desear a un hombre.
Hasta entonces, para Carlotta el amor había sido algo que los demás
sentían por ella, ellos despertaron poco interés en Carlotta y ella se había
limitado a dejarse admirar.
Pero ahora esta tempestad la hacía sentirse como si estuviera tratando de
dominar al mundo. Quería comunicar su felicidad a los demás y contagiarlos
de su propia dicha.
Al llegar al Ritz no le importó aguardar a Norman. Se sintió feliz de
sentarse en uno de los cómodos sillones y ver desfilar a la gente distinguida.
La orquesta estaba tocando un vals sentimental. Carlotta se sintió como si
estuviera sobre un escenario. Todo era tan lujoso, tan irreal, en aquel mundo
elegante del cual ella apenas si había pisado la superficie.
«Este mundo podría ser el mío si me caso con Norman».
La idea le vino súbitamente y la aceptó. Se vio a sí misma no como
realmente era sino como una persona de importancia. Podía verse allí como
Lady Melton, recibir y ser recibida por alguna de aquellas personas famosas y
distinguidas que ahora pasaban junto a ella sin siquiera mirarla. Las perlas
que llevaba al cuello serían legítimas, usaría diamantes en la muñeca y un
Rolls-Royce la estaría esperando afuera para conducirla a casa después de la
comida.
—Podría ser alguien —susurró Carlotta—. No tendría que trabajar;
solamente gozar de la vida.
Vio a Norman entrar por la puerta giratoria, entregar su sombrero y
bastón a un lacayo y buscarla con la mirada.
Ella agitó la mano.
—Discúlpame por llegar tarde —suplicó él al saludarla.
De inmediato Carlotta supo que algo lo había incomodado. Sus labios
tenían un rictus de desagrado y no le ofreció un coctel a Carlotta.
—¿Entramos? —preguntó él súbitamente.
Sorprendida, pero sin demostrarlo, ella guió el camino hacia el
restaurante. Había una mesa reservada para los dos junto a la ventana. Ambos
ordenaron los alimentos.
—¿Qué sucede? —preguntó Carlotta tan pronto como estuvieron solos.
—¿Por qué piensas que algo anda mal? —le preguntó Norman.
—Puedo darme cuenta cuando estás molesto —expresó ella sonriendo.
Él pareció recobrar la calma y su rostro se relajó.
—Eso es muy dulce de tu parte.
—Eres una persona curiosa, Norman —comentó Carlotta—. A la primera
impresión pareces un hombre de negocios fuerte y silencioso, del tipo pensé
que nada podía molestarte ni alterarte. Ahora descubro que eres tan
vulnerable como los demás.
—Carlotta —murmuró Norman inclinándose hacia adelante—. Podrías
ser un gran apoyo para mí si tú lo quisieras.
No pensó en declarársele así. Había planeado decirle… tantas cosas.
Pero al momento las palabras le brotaron tan fácilmente como si le
hubiera hecho cualquier otra pregunta sin importancia.
Carlotta lo miró a los ojos y enseguida apartó la vista.
—Quiero que te cases conmigo —dijo Norman con calma—. Creo que ya
lo sabes. Te amo mucho más de lo que soy capaz de decirte. No soy bueno
para expresarme, pero te amo, Carlotta. Yo te haría feliz… por lo menos haría
todo cuanto estuviera a mi alcance para que lo fueras.
—No sé… no sé qué contestarte —contestó Carlotta con voz baja.
Haciendo un esfuerzo lo miró.
—Para ser sincera te confesaré que yo sabía que tú me amabas —dijo ella
—. No había otra razón para comportarte como lo has hecho. Te has
mostrado muy amable, Norman, y muy paciente, pero lo confuso de todo esto
es que no nos está conduciendo a ninguna parte. Ignoro qué decirte.
—Deja que yo decida por ti —sugirió él.
—Ojalá pudieras, pero no es tan fácil.
—¿No? —preguntó él—. Dime que sí, Carlotta. Dime que te casarás
conmigo y yo lo arreglaré todo. Podemos aguardar un poco si tú lo deseas y
después salir de luna de miel. Cuando regresemos, la casa de Belgrave
Square estará dispuesta. Puedes ir a Melchester para conocer mi casa ubicada
allá. Supongo que te gustará. Hay mucha gente que deseo que conozcas, y
que te recibiría muy bien al saber que eres mi esposa.
Hizo una pausa y enseguida añadió:
—Y que te amarán por ser como eres y porque eres muy bella.
—No sé —titubeó Carlotta—. ¡Qué difícil es decidir la propia vida!
—¿Y si estuvieras ayudando a otra persona a decidir? ¿Qué le dirías?
—Le diría que era un boba si no se casaba contigo —respondió ella—.
Eres inteligente y rico, Norman. Sí, no creas que voy a fingir que el dinero no
es importante, porque sí lo es, pero además eres tan bondadoso y tan bueno.
Cualquier muchacha sería una tonta si te rechazara.
—Bien, evita ser una tonta —sugirió él.
—No puedo decidir así nada más —respondió Carlotta—. Dame tiempo
para pensarlo, Norman. No me apresures.
—Tendrás todo el tiempo que desees —respondió él amablemente.
Por un momento puso su mano sobre la de ella.
—Quiero que las cosas sean como tú las quieras —ofreció él—. Sólo
recuerda que yo te amo, así que no lo hagas demasiado difícil para mí.
—No lo haré —prometió ella.
—Brindemos por el futuro.
Norman llamó al camarero, ordenó una botella de champaña y pidió que
la pusiera en hielo.
Carlotta regresó su plato de comida sin tocar y preguntó si podía fumar un
cigarro.
—No puedo comer —confesó.
Norman se inclinó con un cerillo encendido.
—No debes preocuparte —le pidió.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo —sonrió Carlotta—. Y hablando
de preocupaciones, ahora dime qué te preocupaba cuando llegaste aquí.
—Tuve una entrevista muy difícil con mi hija adoptiva —respondió él—,
y creo que perdí el control. Es algo que no suele sucederme con frecuencia.
Especialmente tratándose de Skye.
—¿Qué hizo ella que te ha molestado tanto? —preguntó Carlotta
sorprendida. Había oído hablar mucho sobre Skye y sabía lo mucho que él la
quería.
—No sé si debo decírtelo —dijo Norman—, pero sé que sabrás entender
mi confianza. Quizá un día no guardemos secretos uno para el otro.
—Dímelo —insistió ella con curiosidad—. Sabes que yo no diré una
palabra a nadie.
—Pues bien, Skye se ha enamorado —exclamó Norman—. Y
desgraciadamente escogió para hacerlo al hijo del guardabosque de su abuelo.
La familia de él ha trabajado durante varias generaciones en las tierras de
Lord Brora. Son gente trabajadora y decente.
«El hijo en cuestión abandonó el lugar para estudiar una carrera. Se
conocieron y creen estar enamorados. Ella fue a ver a su abuelo y le informó
que deseaba casarse con ese hombre. Lord Brora se enfureció y la amenazó
con despedir de sus tierras a toda la familia, si se casa».
—¡Qué injusticia! —opinó Carlotta.
—Supongo que él piensa que aquello no es más que un capricho que
desaparecerá bajo una cierta presión. Con otra persona quizá sería así, pero
por desgracia Skye es tenaz y obstinada cuando desea algo. Está decidida a
casarse con ese joven y no permitirá que nada se interponga en su camino.
—Pero seguramente él no dejará que su familia sufra las consecuencias.
—No. Él comprende la situación lo cual empeora las cosas.
—¿Por qué?
—Skye me ha dicho que como su abuelo no aprueba el matrimonio, ella y
el joven planean vivir juntos hasta que el abuelo acepte.
—¡Dios mío! —exclamó Carlotta—. ¿Qué hará Lord Brora?
—No me lo imagino. Es tan obstinado como Skye.
—Pero tú no puedes permitir que ella lo haga.
—¿Permitírselo? —preguntó Norman—. Discutí, amenace, rogué, pero
nada tuvo el menor efecto. Ella ama a ese joven y quiere ser su esposa. Yo no
podré evitarlo.
—Pobre Norman —dijo Carlotta.
Era consciente de lo mucho que aquello lo iba a afectar.
—Hice todo cuanto pude para disuadirla, todo —explicó Norman—. A
propósito, creo que conoces al joven. Alguna vez te he oído mencionarlo.
Carlotta lo miró fijamente. Sintió como si una mano de hielo le apretara el
corazón.
—¿Yo he hablado de él? —preguntó ella con voz débil—. ¿Cómo se
llama?
Le pareció como si de pronto la habitación diera vueltas en torno suyo.
Claramente distinguió la voz de Norman respondiendo a su pregunta.
—Se llama McCleod… Héctor McCleod.
Capítulo 14

kye subió por la escalera de mano y colocó la galería de tela de color


S brillante sobre el marco de la ventana. Tarareaba mientras lo hacía y en
la bolsa de sus pantalones llevaba un martillo y unas tijeras de trabajo.
Se escuchó el ruido de una puerta al cerrarse y momentos después Héctor
entró en la diminuta habitación.
—¡Amor! Llegas temprano. Qué maravilla.
—Vine tan pronto como pude —respondió él.
Ella comenzó a bajar, pero él la tomó en sus brazos. La besó
apasionadamente en la boca, en los ojos y las mejillas y enseguida le dijo:
—Déjame verte. Te veo como una perfecta ama de casa. La esposa ideal
para un cansado hombre de negocios.
—¿Cómo te fue hoy en el laboratorio? —preguntó ella.
—El jefe está encantado conmigo —respondió él—. Le mostré los
experimentos que había llevado a cabo durante la última semana y recibí una
felicitación especial de todo el grupo. Puedes estar orgullosa de mí. Lo
merezco.
—Las alabanzas te pueden llenar de humo la cabeza —bromeó Skye—.
Ven a ver lo que he estado haciendo. Es algo mucho más importante.
—Eres muy hábil —le dijo él—. No creo que nadie más pueda estirar
tanto el dinero como tú lo has hecho durante esta semana.
—Vale la pena. Después de todo éste es nuestro hogar.
—Lo será —corrigió él tomándole la mano y besándosela.
Habían alquilado el apartamento en la sección de Victoria después de dos
días de búsqueda incesante hasta encontrar algo que les agradara.
Por fin, en un viejo caserón habían encontrado lo que buscaban:
Un pequeño apartamento situado sobre lo que había sido la cochera y al
que se llegaba por una escalera de caracol pintada de verde.
El apartamento en sí les había encantado. Tenía mucha luz y ventilación y
era muy tranquilo. Fuera de la cocina había un techo plano que podían
convertir en un jardincito cuando tuvieran tiempo y dinero.
Una habitación amplia con chimenea servía de salón de estar y por una
puerta se pasaba a un amplio dormitorio ocupado solamente por Skye. Héctor
dormía en otra pequeña habitación situada al fondo.
El pequeño vestíbulo de la entrada serviría como comedor y había una
cocina y un baño.
—Está perfecto —exclamó Skye cuando lo vieron.
Pocas horas más tarde ya habían firmado el contrato y recibido las llaves.
Una vez aceptado el plan de Skye, Héctor no había perdido el tiempo
lamentándose sobre la decisión que estaban tomando.
Él creía, como ella, que un amor como el de ambos era más importante
que cualquier otra cosa y sabía que para disfrutar de esa gran felicidad,
tendría que estar dispuesto a enfrentarse con la opinión pública.
—Le comenté a mi abuelo que informaré a todos dónde estoy y cómo
estoy viviendo —declaró Skye—, pero en realidad, al principio seremos
discretos a fin de ver si él se da por vencido antes que tengamos que empezar
a llamar la atención.
—Le he escrito una larga carta —añadió ella—, explicándole con lujo de
detalles lo que pensamos hacer y diciéndole que he hablado con Norman.
Seguramente él vendrá a Londres o le pedirá a Norman que vaya a Escocia y
quizá, entre los dos, lleguen a una solución.
—¿Y qué debo hacer yo si tu padrastro viene a retarme? —había
preguntado Héctor.
—Responder al reto —contestó Skye—. Eso le gustará a él. Él siempre ha
tomado lo que le gusta a pesar de la oposición, así que no puede pensar en
detenerme.
—Lo intentará —respondió Héctor.
—Por supuesto que sí. Tú también lo harías si estuvieras en su lugar.
—Yo mataría a cualquiera que tratara a mi hija adoptiva como se supone
que te estoy tratando a ti1 —respondió Héctor.
—Si sólo supiera lo respetuoso que eres —comentó Skye riendo—. Es
como vivir con una tía solterona.
Héctor se había apegado estrictamente a las reglas que había propuesto
cuando ella sugirió que convivieran.
Por la noche él besaba a Skye y cada quien se retiraba a su habitación
para verse de nuevo hasta la hora del desayuno.
Y aunque Skye se reía de él por sus escrúpulos, lo respetaba por que
cumplía su palabra a pesar de las tentaciones.
Al mirarlo, pensó lo mucho que él había mejorado con la felicidad que
llevaba dentro de sí. Parecía más joven y su cara irradiaba dicha.
A Skye le sorprendía que él regresara a casa contándole lo amable que la
gente había sido con él y cómo un maestro lo había distinguido.
Ella suponía que en el pasado debió haber sido demasiado reservado,
apartándose de sus compañeros en lugar de mezclarse con ellos.
—¿Quién crees que estuvo aquí hoy? —preguntó ella.
—No me lo imagino —respondió Héctor—. ¿Alguna visita?
—¡Una muy importante! ¡Norman, mi padrastro!
—¿Y qué dijo? —preguntó Héctor.
—Lo que yo me había imaginado. Abuelo le ha escrito una larga carta
llena de furia e insiste en que él lo entreviste en Escocia. Norman recibió la
carta hace dos o tres días pero no ha podido viajar, pues ha estado ocupado
con la nueva fábrica. Esta noche sale para Escocia y me prometió venir a
verme en cuanto regrese para contarme la decisión del abuelo.
—¿Sir Norman continúa aún muy disgustado?
—Pretendió estarlo —respondió Skye—, pero yo lo suavicé rápidamente.
Es más, se mostró tan amable que casi le confieso que las cosas no son tan
censurables como parecen.
—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó Héctor.
—¿Y echar a perder todo el plan? No seas ingenuo. Lo que realmente
preocupa a Norman y al abuelo es que yo tenga un hijo. Ésa es nuestra mejor
carta y vamos a jugarla hasta el final. Norman no me lo dijo tan abiertamente
pero le dio vuelta al asunto hasta que por fin yo le dije:
«Supongo que en realidad lo que te preocupa es la consecuencia de mi
pecado, más que el pecado en sí».
—¿Y qué dijo él? —preguntó Héctor.
—«Espero que hayas pensado en esa posibilidad», a lo que yo respondí:
«Por supuesto, querido, pero eso toma nueve meses y hasta ahora Héctor y yo
sólo hemos vivido juntos seis días, así que hay tiempo de sobra para que el
abuelo y tú cambien de opinión y hagan que el niño sea legitimado».
—Tu sinceridad siempre resulta un tanto devastadora —comentó Héctor
—. ¿Se molestó sir Norman?
—No. Se rió —confesó Skye—. Y creo que él sinceramente tratará de
hacer que el abuelo entienda. Después de todo, Norman no puede arrojarle
piedras a nadie. Se inició en una fábrica ganando una miseria.
—Yo ni siquiera gano eso —respondió Héctor.
Skye le envolvió el cuello con los brazos.
—Piensa en todo el dinero que vas a ganar —lo animó ella—, cuando tus
pacientes hagan fila frente a nuestra mansión.
—Te amo —dijo él—, te amo.
La abrazó y la besó en el cuello.
—Pero escucha —habló Skye apartándose—, te falta oír lo mejor,
Norman va a casarse nuevamente con una amiga tuya.
—Carlotta —adivinó Héctor—. Me alegro.
—Espero que me agrade —comentó Skye—. Antes que tú me hablaras de
ella yo le había dicho a Norman que tuviera cuidado. Él es encantador, pero
debe casarse con la persona idónea y…
—Carlotta es muy dulce —opinó Héctor—. A propósito, me siento
culpable por no haberle hablado. Ella y la señora Lenshovski fueron muy
amables conmigo. Me gustaría que las conocieras, pero no puedo
desperdiciar el tiempo y prefiero pasarlo contigo.
—Bueno, creo que muy pronto veremos a Carlotta —respondió Skye—.
Norman me dice que se casarán dentro de dos semanas.
—¿Por qué tan pronto?
—Supongo que porque en realidad nada los obliga a esperar. Carlotta
quiere dejar el teatro y Norman sólo podrá disfrutar de una breve luna de
miel, así que mejor se casan en plazo breve.
—¿Él se siente feliz?
—Está en el séptimo cielo —respondió Skye—. Nunca lo he visto tan
emocionado, mucho más de lo que tú estás por mí.
—No lo creo —respondió Héctor—. Eso no es posible.
Él extendió los brazos pero ella los esquivó.
—Tengo trabajo que hacer —dijo ella con tono serio y comenzó a recoger
las cosas del té.
—¿Te puedo ayudar?
—Cuando llevemos varios años de casados no me dirás eso. Te sentarás
cómodamente a leer el periódico mientras yo trabajo.
Reían y bromeaban en la cocina cuando el sonido del timbre de la puerta
los sorprendió.
—¿Quién podrá ser? —preguntó Skye.
Héctor encogió los hombros.
—No tengo idea. Iré a ver.
Fue hacia la puerta e instantes después Skye lo escuchó decir:
—Sí, aquí viene. ¿No quieres pasar?
Ella se asomó y vio a Mary Glenholm que iba entrando.
—¡Mary, querida! —gritó ella y corrió con los brazos extendidos.
—Tu abuelo me dio tu dirección —exclamó Mary muy seria.
Skye comprendió con desilusión que Mary había venido como enemiga y
no como amiga.
—No sabía que regresarías a Londres tan pronto —observó Skye—. Por
eso no te la había dado yo misma. Cuando fui a buscar mi ropa al estudio me
dijeron que no te esperaban en otros quince días.
—Recordarás que yo tenía la intención de regresar al mismo tiempo que
tú. Fuiste a Glenholm por un mes pero entiendo que las circunstancias te
hicieron regresar después de una semana.
Skye señaló a Héctor.
—Permíteme presentarte a «las circunstancias». Él es Héctor McCleod,
con quien estoy viviendo.
Mary la miró estupefacta.
—Eso no es muy gracioso, Skye —declaró.
—No se supone que lo sea —admitió Skye—. Es simplemente la verdad.
—Pero Skye… —dijo Mary.
Héctor interrumpió.
—Yo sé lo que Lord Brora le ha dicho, señorita Glenholm —habló él—,
pero creo que debo explicarle que Skye y yo deseamos casarnos y que Lord
Brora, al negar su consentimiento y llenar de oprobio a su familia, nos ha
obligado a llegar a esta situación de la cual, al menos yo, no me siento
orgulloso.
Mary lo miró con detenimiento.
—Explíquese, por favor —pidió ella.
Héctor explicó la situación más a fondo y Skye vio que Mary comenzaba
a relajarse.
—Ciertamente su historia es muy diferente a la que Lord Brora me ha
contado en su carta.
—¿Y qué es lo que ha dicho mi abuelo? —preguntó Skye—. ¿Puedo leer
la carta?
—No —respondió Mary—. Sólo te haría enfadar. Creo que estás
actuando mal, Skye, pero lo que el señor McCleod me ha dicho me hace ver
las cosas de un color muy diferente.
—¡Qué bueno! —exclamó Skye—. Debiste suponer que el abuelo iba a
ser parcial.
—Pero podías haber esperado. ¿Por qué tanta prisa?
—Porque no hubiéramos logrado nada —respondió Skye—. Tú conoces a
mi abuelo y sabes que nada es capaz de convencerlo. Hubiéramos seguido
peleando sin llegar a ninguna parte. Así que pensé que lo mejor era actuar de
una vez, venir acá y forzarlo a dar su consentimiento. Tendrá que darlo tarde
o temprano.
—Te sientes muy confiada —apuntó Mary.
—Claro que lo estoy —respondió ella—. Para mí tener a Héctor lo
significa todo. Danos tu bendición, Mary —suplicó ella—. No soporto que
estés molesta conmigo.
—Eres todo un caso, Skye —contestó Mary—. Vine preparada para un
encuentro violento. Yo tenía la intención de hacerte regresar conmigo, pero
no creo que tenga mucho éxito al respecto.
—Considero que no —intervino Héctor con una sonrisa.
—Por supuesto que tu abuelo me culpa por todo esto. Dice que es
consecuencia de mi influencia bohemia y perniciosa.
—¡Oh, querida, qué divertido! —exclamó Skye—. Si supiera lo
respetable que es tu estudio. Tiene que ser el más aburrido de todo Chelsea.
—Eso no me favorece mucho —respondió Mary—. Ahora toda la familia
me reprochará y no puedo culparlos.
—Bueno, toda la familia no tiene por qué saberlo —respondió Skye—. Si
tú logras que el abuelo ceda. Yo sólo se lo he dicho a Norman y aunque él
está furioso, no creo que se lo diga a nadie más.
—No, supongo que no —concedió Mary.
—Escucha —dijo Skye—. Tengo una idea. ¿Por qué no vas a Glenholm
con Norman esta noche? El abuelo lo mandó llamar y si tú lo acompañas
podrás intentar convencerlo.
—Puede que tengas tazón —admitió Mary—. Me parece que si ustedes
han decidido casarse, más vale que sea lo antes posible.
—Ésa es la verdad más grande que jamás he oído —repuso Skye—.
Vamos a la calle para llamar por teléfono a Norman. Excuso decirte que aquí
no tenemos.
Corrieron escaleta abajo y cuando llegaron a la caseta telefónica, Héctor
sacó una moneda y Skye marcó el número de Norman.
—¿Puedo hablar con Sir Norman? —preguntó.
—Un momento, enseguida lo comunico —fue la respuesta.
—Norman —habló ella cuando escuchó su voz—. Aquí está Mary. Se ha
portado como un ángel y está de acuerdo con ir contigo a Escocia esta noche
para hablar con mi abuelo.
—Es una buena idea —repuso Norman.
—Así que escucha —continuó Skye—: Nosotros la llevaremos a la
estación. ¿A qué hora sale tu tren?
Norman se lo dijo.
—A medianoche.
—Lo supuse —les dijo Skye a los demás—. Eso le da tiempo para
despedirse de Carlotta. Quizá ella acuda a despedirlo a la estación. Por fin
podré conocer a la amiga de Héctor y a la prometida de Norman.
—¿Héctor conoce a Carlotta Lenshovski? —preguntó Mary con
curiosidad—. ¡Qué coincidencia! Esto parece ser todo un enredo.
—Estoy de acuerdo —interrumpió Skye—. Todo resulta extremadamente
dramático y romántico.
Skye miró de pronto a Héctor.
—Espero que ella no esté enamorada de ti, mi amor —dijo—. Después de
todo, el encuentro entre ustedes fue muy romántico y se vieron unas cuantas
veces.
—Nunca escuché mejores tonterías —contestó Héctor.
—Pero podría ser la verdad —respondió Skye poniendo su mano sobre la
de Héctor y apretándola con cariño—. Pero ahora ya eres mío, ¿no es así?
Él la abrazó a pesar de estar Mary presente.
—De eso puedes estar segura —afirmó él con gravedad.
Capítulo 15

arlotta entró en la habitación llevando un paquete que puso en una mesa


C frente a Magda.
—Un regalo de parte de la compañía —explicó.
—¿Qué es? —preguntó Magda.
Era una figura de porcelana y llevaba una inscripción que decía: «A
Carlotta Lenshovski en ocasión de su matrimonio» y a continuación
aparecían los nombres de todos sus compañeros de trabajo.
—Es muy bonita —comentó Magda—. Me parece un gesto muy generoso
de parte de ellos.
Carlotta se encontraba parada delante de uno de los espejos y se
acomodaba el peinado.
Algo en su voz y en su actitud le hizo comprender a Magda que no todo,
andaba bien. Miró a Carlotta con aprensión. Era la víspera de su boda.
Carlotta había insistido en trabajar en el teatro hasta el último momento.
Por alguna razón ella había querido despedirse de la escena el sábado por la
noche y casarse el domingo en la mañana.
Norman hubiera querido casarse en un registro civil mediante una
ceremonia sencilla, pero Carlotta se había obstinado en casarse en la iglesia
vistiendo el tradicional traje de novia.
—Tengo derecho a ello —había dicho—. Yo nunca me he casado antes ni
podré hacerlo después con la misma emoción.
Norman accedió como lo hacía con todo lo que quería Carlotta, pero le
había sorprendido que ella deseara que la boda se realizara tan pronto.
Él estaba encantado, a excepción de una inexplicable actitud de parte de
Carlotta quien parecía deleitarse en herirlo cada vez que había oportunidad.
—Claro que nuestra boda no significa nada para ti —le dijo ella un día—.
Quiero decir que tú ya viviste esa emoción una vez y tus votos no fueron muy
exitosos entonces, ¿o sí?
—Ahora es diferente —repuso él con delicadeza.
Carlotta arqueó las cejas y exclamó:
—Supongo que le habrás dicho lo mismo a tu primera esposa.
Parecía disfrutar el mencionar a Evelyn siempre que le era posible.
Norman no podía entenderla, pero lo atribuía a la emotiva confusión que él
pensaba que toda mujer sentía ante el matrimonio.
Pero el viernes anterior a la boda ella borró cualquier duda que él hubiera
podido tener sobre el deseo de ella por casarse.
—No puedo creer que dentro de cuarenta y ocho horas serás mi esposa —
dijo Norman cuando regresaban del teatro.
—¿Estás seguro de que te alegras? —preguntó Carlotta.
—Mi amor —respondió Norman—, me niego a creer que sea realidad.
¿Estás segura de que deseas casarte conmigo?
—Estoy segura —respondió Carlotta suavemente.
Él creyó en sus palabras y la dicha que le inundó el corazón lo motivó a
consagrarse aún más a ella en cuerpo y alma.
Carlotta, sin embargo, se negó a verlo la víspera de su enlace.
—Tengo demasiadas cosas que hacer —explicó—. Tendrás que esperar
hasta que el domingo nos encontremos en la iglesia.
Magda se había sorprendido ante aquella decisión, pero durante las
últimas semanas había aprendido a no discutir con Carlotta. Nunca la había
conocido tan déspota e irascible.
—Ya entregaron tu vestido —anunció ella—. Lo puse en tu habitación.
—¿Cómo se ve? —preguntó Carlotta sin mucho interés.
—Precioso —respondió Magda.
—Soy una tonta —dijo Carlotta—. Debí de casarme vestida de rojo,
verde o algún otro color sensacional.
—No te hubiera sentado tan bien como el blanco —respondió Magda.
—Pero le hubiera dado a la prensa algo sobre qué hablar.
—¿No admites que ya has tenido suficiente publicidad? —preguntó
Magda, recordando todos los recortes de prensa que se habían acumulado
desde que Carlotta anunciara su compromiso.
Ella y Norman habían sido presentados al público como personajes de un
cuento de hadas.
La vida de Norman había cautivado la imaginación del público y su
compromiso con una actriz joven y bella era el tipo de noticia que a los
editores les encantaba poder ofrecer al público.
—Me gustaría darles noticias impactantes —dijo Carlotta.
Habló con una cierta amargura y Magda empujando a un lado su plato se
inclinó hacia su hija adoptiva.
—Dime la verdad, Carlotta. ¿Por qué te casas con él?
Carlotta levantó la cara y miró a Magda.
—Porque es muy rico —fue su respuesta—. ¿Por qué pensabas que lo
haría?
Magda encogió los hombros.
—No te entiendo —confesó—. Jamás descubro cuando me dices la
verdad o cuando estás actuando. ¿Cuáles son tus verdaderos sentimientos, mí
niña? Piénsalo antes que sea demasiado tarde.
Ya fue demasiado tarde desde hace varias semanas. Desde entonces se
decidió.
Se incorporó y se dirigió hacia la chimenea permaneciendo de espaldas
para fijar la mirada en las zapatillas de ballet en su caja de cristal.
—¿Me estás culpando a mí? —añadió Carlotta.
—¿Por qué? —preguntó Magda—. ¿Por jugar un juego peligroso con tu
propia vida? ¿Por qué iba a culparte? Si te creyera, me moverías a
compasión.
—¿Y por qué es peligroso? —preguntó Carlotta—. ¿No supones que
Norman me dará todo cuanto yo siempre he anhelado?
—¿Estás segura de lo que es eso? —preguntó Magda.
Carlotta se volvió para verla.
—¿Qué voy a hacer? —gimió.
—Mi pequeña… ¿No crees que es un poco tarde para preguntar eso?
Carlotta se llevó las manos a la cabeza.
—Estoy confusa —gritó—. Me siento confusa, me duele el cerebro. No
veo ni entiendo lo que estoy haciendo. Magda, ayúdame, por favor.
—¿Qué te sucede? —preguntó Magda—. Explícamelo por favor. Quizá
sea demasiado tonta, pero no entiendo.
—¡Lo amo! —gritó Carlotta—. Lo amo y lo deseaba, ¿pero qué podía
hacer?
—¿Héctor? —pronunció Magda en un susurro.
—Oh, Magda, Magda.
Carlotta corrió hacia ella y arrodillándose hundió su cara en el regazo de
la buena mujer.
Magda puso sus brazos sobre los delicados hombros que temblaban con
los sollozos.
—Mi palomita —dijo—. No llores.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? —preguntó Carlotta.
Por unos momentos Magda la dejó llorar. Y acariciándole el cabello le
dijo:
—Escúchame Carlotta. Tengo algo que decirte.
Con un esfuerzo Carlotta logró calmarse.
—Te diré algo —continuó Magda—. Te diré por qué me alegré cuando
me dijiste que te casarías con Norman. Él es rico y yo deseo que tú tengas
dinero. Pensarás que resulta extraño cuando todos piensan que yo soy una
mujer rica. Pero eso no es cierto.
Carlotta levantó el rostro sorprendida. Sus ojos estaban hinchados por el
llanto.
—El dinero que yo te dejaré no será mucho. Recibirás cierta cantidad,
pero los impuestos que tendrás que pagar son considerables. Por eso, cuando
me dijiste que te ibas a casar con Norman me alegré. Al menos ésa fue una de
mi alegría. Hay otras…
—¿Cuáles son? —preguntó Carlotta.
—Creo que él será una buena influencia sobre ti —respondió Magda—.
Cuando conocí a tu madre, estaba enferma y tú a punto de nacer, pero ella
tenía un cierto salvajismo que yo pude descubrir porque éramos de la misma
raza. Lo había visto manifestarse antes en otras mujeres de mi país.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Carlotta—. No te entiendo.
—Esas mujeres carecen de equilibrio, mi amor. Carecen de un sentido de
proporción. Se concentran en lo que les viene a las manos y usan su intuición.
No ven más allá de sus narices.
—Ése no es mi caso —objetó Carlotta—. Sabes bien que soy ambiciosa.
—¿Ambiciosa de qué? —preguntó Magda.
Carlotta dudó.
—¿No será que te imaginas que lo eres? —sugirió Magda—. Quieres ser
rica e importante, quieres ser reconocida, que hablen de ti. Mi querida
Carlotta… eso es autosatisfacción, no es ambición.
—¿Por qué no? —preguntó Carlotta.
—Lo sé porque una vez yo fui ambiciosa. Pero no puedo explicarlo con
palabras. Pregúntale a Norman. Él lo sabe, él tiene la verdadera ambición
dentro de él.
—¿Y Héctor también? —preguntó Carlotta.
—Quizá él también —respondió Magda.
—¿Por qué me tiene que suceder esto a mí? —preguntó Carlotta—. Si
sólo Héctor me hubiera amado, todo habría sido muy diferente.
—Él no tiene dinero. Y tú necesitas dinero, Carlotta. Aun desde niña
siempre escogías las cosas más caras y exigías siempre lo mejor. ¿Te
hubieras sentido satisfecha de ser la esposa de un médico que empieza,
aunque pueda llegar a ser alguien? Primero tendrías que pasar por muchos
años de lucha y privaciones.
—No lo sé —murmuró Carlotta—. Pero lo amo.
—Me pregunto si tú realmente entiendes el significado de la palabra amor
—observó Magda—. Yo lo conocí una vez en mi vida. Sólo una vez. ¡Y aún
es como un hermoso sueño!
Suspiró y continuó diciendo:
—Ahora que soy una mujer vieja me pregunto si en realidad no habré
sentido un amor más profundo por Iván. Nos dábamos compañía y nos
entendíamos de una manera que quizá merezca llamarse amor.
—Quiero tu sueño de amor —declaró Carlotta—. Quiero a Héctor, lo
quiero.
¡Habló apasionadamente!
Después de un momento fue en busca de un cigarrillo, lo encendió y poco
a poco recobró la calma.
—Odio a Skye —exclamó—. ¡La odio!
Magda la miró con ojos compasivos.
—Los celos son una tontería —señaló ella.
—¿Cómo puedo evitarlo? —preguntó Carlotta furiosa.
—Ella es la hija adoptiva de Norman —repuso Magda con tono de
advertencia—, y él la quiere mucho.
—Ella también me odia —respondió Carlotta.
—¿Cómo lo sabes?
—Cuando nos vimos por primera vez en la estación del tren, ella se dio
cuenta de que yo no amo a Norman. Percibí su desagrado y estoy segura de
que hará cualquier cosa por impedir la boda.
—Ella ama a su padrastro —afirmó Magda.
—No creo que ella sospeche que yo amo a Héctor —continuó Carlotta—.
Casi ni le presté atención aunque él se portó muy amable e interesado en
presentarme a Skye. Pensó que podíamos ser amigas… ¡pobre tonto! ¿Por
qué son los hombres tan ciegos con las mujeres? Norman también trato de
promover una amistad entre nosotras. En aquel momento los odié a todos.
Quería huir y regresar a tu lado, Magda. Olvidarme de Héctor y de Norman
lo más pronto posible. Cuando el tren se alejó yo agité la mano en señal de
despedida. Me quedé sola con Héctor a un lado y Skye del otro, mirándose
como confirmando sus sospechas.
Hizo una pausa y prosiguió diciendo:
—Se decía a si misma que me casaba con su padrastro por dinero y estoy
segura de que en cuanto me despedí se lo dijo a Héctor. Podía haberla matado
en ese instante. Pero sonreí amablemente, le tendí la mano y regresé a casa en
el auto de Norman. En dos ocasiones he vuelto a ver a Skye. Norman ha
insistido en que comamos juntas, pero Héctor no la ha acompañado. Según
explican ha tenido que permanecer en el hospital o algún cuento parecido.
Carlotta juntó las manos.
—¿Crees que él estará evitando verme porque me ama y se niega a
admitirlo? —preguntó esperanzada.
—Mi palomita querida, no te engañes así —volvió a aconsejar Magda.
El color desapareció del rostro de Carlotta.
—Lo sé —aceptó—. Tengo que enfrentarme con la realidad y mañana
tendré que enfrentarme con Norman.
—No te cases con él —suplicó Magda—. Aplázalo antes que sea
demasiado tarde. Háblale, dile que estás enferma y más tarde le confiesas la
verdad. Eres joven y bonita. ¿Por qué vas a entregarte a alguien a quien no
amas?
Carlotta apagó el cigarrillo en el cenicero. Con una amarga risa leyó la
inscripción en la base de la figura de porcelana que le habían regalado:

A Carlotta Lenshovski en ocasión de su matrimonio.

—Magda —dijo ella—. No debo mirar hacia atrás. Después de todo él es


un hombre rico.
Capítulo 16

onsideras que debemos asistir a la boda? —le preguntó Skye a


-¿C
Héctor; pero cuando éste sugirió que ella fuera sola, la joven se negó.
—No. Debo tener el valor de mis convicciones —afirmó ella—. Sólo que
enfrentarse con toda la familia, de golpe, resulta un poco difícil.
—Tú debes asistir —insistió él—. Tu padrastro se sentirá muy mal si no
estás presente. Él te quiere mucho.
—Es la persona más dulce del mundo —respondió Skye—. ¿Sabes que
ayer me ofreció darme una ayuda mensual?
—Espero que no la hayas aceptado —atajó Héctor rápidamente.
—Conociendo tu orgullo, por supuesto que la rechacé, pero le dije que
con mucho gusto la aceptaríamos cuando estuviéramos casados.
—¡Cómo quisiera poderte mantener yo mismo! —habló Héctor con furia.
—Bueno, ya podrás hacerlo algún día —respondió Skye—, y mientras
tanto resulta inútil mostrar orgullo al respecto. Lo rechacé simplemente
porque comprendí que su oferta era una manera de aplacar su conciencia. Se
preocupa de que vivamos así. Mi negativa lo hará trabajar aún más para
conseguir el consentimiento por parte del abuelo.
—Se tarda mucho en ceder —comentó Héctor con desesperación.
—El tiempo es algo que nunca se toma en cuenta en Glenholm —
respondió Skye.
—Yo quiero que seas mía —dijo Héctor abrazándola.
—Y yo también te deseo —respondió Skye.
Él la besó y por un momento ambos se olvidaron de todo excepto la
pasión y el deseo del uno por el otro. Temblorosa Skye se apartó de él.
—Son tus reglas las que lo hacen todo tan difícil —exclamó ella.
Héctor la miró directamente a los ojos.
—¿No estarás arrepintiéndote? —preguntó él—. Si yo supiera que de
alguna manera te estoy haciendo infeliz, me iría y no volvería nunca. Te amo
suficiente como para hacer eso y mucho más.
Ella le tapó la boca con los dedos.
—No seas niño —le dijo con delicadeza—. Lo que pasa es que a veces
me resulta difícil mantenerme en el pedestal en el que tú me has puesto. Es
maravilloso sentirse adorada, mi querido Héctor, pero a veces me siento muy
humana.
—¿Y crees que ha sido fácil para mí? —preguntó él con la voz grave por
la emoción.
Ella le sonrió pues sabía que para él había sido extremadamente difícil. A
menudo en las noches lo había escuchado pasearse en su pequeña habitación,
incapaz de conciliar el sueño por la proximidad de ella de quien lo separaba
la barrera de honor que él mismo había levantado.
—Me siento muy nerviosa —susurró ella mientras se arrodillaban uno
junto al otro en la pequeña capilla donde se estaba efectuando la boda de
Carlotta.
Él le apretó la mano y ella comprendió que la entendía.
Ambos se habían enfrentado con las miradas de los familiares de ella al
entrar en la capilla para sentarse en la banca de primera fila que Norman
había reservado para ellos.
En la misma banca se encontraban sentados Alice, la hermana de
Norman, y dos primos de Evelyn.
Alice, quien había visto a Skye solamente una vez en su vida le extendió
la mano.
—Me da mucho gusto verla de nuevo —susurró—. ¿Se acuerda de mí?
Soy Alice, la hermana de Norman.
—Por supuesto que sí —respondió Skye.
Recordaba vagamente que su madre siempre había hablado mal acerca de
la hermana de Norman, describiéndola como aburrida y poco inteligente.
Pero a ella le agradaba la cara amable de aquella mujer de cabello gris.
—Espero que Norman sea muy feliz —dijo Skye y se sorprendió de ver
que a los ojos de Alice asomaban las lágrimas.
—Ella es muy afortunada —respondió Alice—. Él es muy bueno y
generoso.
Mucha gente se había reunido para ver la ceremonia.
Por parte de Carlotta asistieron algunos representantes de teatro y Magda
y Leolia se encontraban sentadas hasta adelante.
Los parientes de Skye miraban despectivamente a los actores más
conocidos mientras que los empleados de Norman se complacían en
reconocer a sus favoritos.
Carlotta había escogido lirios blancos para la decoración de la iglesia y
éstos despedían un aroma exótico que a veces parecía ser demasiado intenso.
Al entrar, Norman estaba pálido y ansioso, pero Carlotta llegó diez
minutos tarde y se veía profundamente calmada.
A su arribo las cámaras fotográficas y de filmación comenzaron a
funcionar. Las voces del coro se escucharon y Carlotta avanzó lentamente por
la nave principal llevando en sus manos un enorme ramo de orquídeas.
Al pasar junto a Héctor alzó la vista por un instante, lo miró y la bajó
enseguida, pero Magda le pareció que con aquella mirada había hecho
público su secreto.
Al terminar la ceremonia, la pareja abandonó el templo a los acordes de la
marcha nupcial. El auto de Norman los estaba esperando y a bordo de éste se
dirigieron a la casa de Belgrave Square donde tendría lugar una recepción
privada.
Cuando se disponían a subir al auto alguien se acercó y puso un puñado
de brezo blanco en la mano de Carlotta.
—Dios te bendiga, querida y buena suerte —le había dicho.
Carlotta tiró el brezo al suelo.
—Es de mala suerte —exclamó ella con un estremecimiento—. Al
menos, lo es para mí. Jamás lo tendría en mi habitación.
—Nada puede ser de mala suerte para nosotros —respondió Norman.
Él extendió la mano para tomar la de ella pero Carlotta dejó escapar un
grito.
—¡Cuidado con mi velo! Se rompe con mucha facilidad. Debes tener
cuidado.
Ella sonreía y sus mejillas brillaban mientras charlaba y reía con sus
invitados durante la recepción. Nunca se había visto tan bella pero Magda sí
era consciente de su verdadera situación.
Cuando Carlotta subió a cambiarse de ropa ella la siguió y al encontrarla
sola cerró la puerta detrás de ella.
—Necesito hablar contigo un momento —dijo—. Quiero desearte toda la
felicidad del mundo y a la vez pedirte que hagas todo lo posible por hacer que
Norman sea feliz y ser una buena esposa para él.
A Magda le pareció ver una expresión fugaz de miedo en el rostro de
Carlotta.
—Aléjate, querida —respondió Carlotta—, o me harás llorar y me voy a
ver muy mal. Me siento agotada.
Magda no tuvo más remedio que obedecer.
Por otra parte, en la habitación de Norman, Skye lo miraba mientras él se
ponía la corbata.
—Ojalá fuera yo —dijo Skye.
Norman se acercó hacia ella.
—Escucha Skye, tengo una idea —empezó a decir—. Si el viejo no cede,
lo que yo puedo hacer es darte suficiente dinero para que mantengas a la
familia de Héctor. Así podrán casarse cuando quieran.
Skye movió la cabeza.
—Es muy amable de tu parte —repuso ella—. Pero tú no entiendes.
Héctor y su familia jamás lo aceptarán. Han vivido allí toda su vida. No
pueden aceptar una vida sin trabajar, lejos del castillo. Además, también son
orgullosos, muy orgullosos. No. Sólo podemos esperar a que el abuelo ceda.
Estoy segura de que lo hará.
—Es un hombre muy obstinado —señaló Norman con voz pausada.
—También lo soy yo —respondió Skye—. Y tengo la juventud de mi
parte. Yo puedo esperar. Él no puede darse ese lujo.
—Es la frase más dura que jamás te había escuchado decir —respondió
Norman.
—En realidad no estoy molesta con él. Comprendo su punto de vista.
Pero lo que él no entiende es que el mundo ha cambiado y que las barreras
sociales están desapareciendo. Para él, Héctor es un sirviente, para mí, sólo es
un hombre y eso es lo único que me importa.
—Pues si tú estás contenta, también lo estoy yo aunque me hubiera
gustado que hubieras encontrado otro camino.
Ella lo miró.
—Es un asunto de valor —apuntó ella—. Tú habrías hecho lo mismo por
Carlotta.
—Eso espero —respondió Norman y no pudo evitar preguntarse cuánto
habría hecho Carlotta por él.
Pero cuando la vio descender por la escalera en su vestido de chiffón,
sintió que era el hombre más afortunado del mundo.
Subieron al auto entre un coro de buenos deseos. Hubo una lluvia de
arroz y de pétalos de rosa, gritos con buenos augurios y se alejaron
rápidamente.
Norman había planeado volar a París para pasar allí la primera noche de
su luna de miel y después continuar a Cannes. No podía ausentarse por más
de diez días y era probable que tuviera que regresar antes de lo previsto.
Los trabajos en la fábrica atravesaban por sus momentos más difíciles. Se
llevaban a cabo experimentos y era imperativo que él estuviera presente
cuando era necesario tomar decisiones más importantes.
La noche anterior había trabajado hasta pasada la una de la mañana, pero
ahora apartó todo aquello de su mente. Sólo pensó en la belleza de Carlotta y
en que ella era su esposa.
El vuelo fue muy tranquilo y pronto arribaron al aeropuerto de Le
Bourget, aproximadamente a la hora del té. Media hora más tarde llegaron al
hotel Ritz donde Norman había reservado una suite. Al entrar Carlotta se
encontró con que las habitaciones estaban llenas de lirios blancos, iguales a
los que habían decorado la iglesia.
—¡Qué hermoso! —exclamó.
El botones los dejó solos y Norman se acercó a ella.
—No tan hermosos como tú.
Extendió los brazos hacia ella pero en ese momento se escuchó un ruido
afuera.
—El equipaje —dijo Carlotta.
Él se apartó de ella.
Solamente habían llevado con ellos algunas pertenencias, pues la nueva
doncella de Carlotta había viajado por barco trayendo el resto.
Mientras ésta desempacaba en la habitación de Carlotta a Norman se le
hizo imposible sostener una charla privada con su esposa. Se paseó por la
sala y enseguida habló con su secretario para darle algunas órdenes.
Antes de la hora de la cena ordenó unas copas de champaña y cuando
Carlotta salió de su habitación vestida con un vaporoso vestido de chiffón
verde, él pensó que jamás la había visto tan hermosa.
Carlotta se puso una capa de sable ruso sobre los hombros. Había sido
uno de los regalos de boda de Norman. En la muñeca llevaba otro: un
brazalete de esmeraldas y diamantes.
—Cenaremos en Maxim’s —le comunicó Norman—. Es el lugar de moda
y supongo que querrás lucir tu traje nuevo.
—Me encantaría —respondió ella.
Él sintió orgullo al ver que la gente miraba a Carlotta cuando entraron en
el restaurante. Y no era de sorprender pues se veía soberbia. Carlotta le sonrió
con coquetería.
Hablaron de muchas cosas, sobre la boda, la casa y las fiestas que
tendrían que ofrecer a su regreso.
Carlotta estaba alegre y bebió bastante champaña.
—Te amo —declaró él de pronto—. Nunca te he visto mejor. No pareces
cansada aunque fue un día agotador para ambos.
—Lo he disfrutado —repuso ella—. De lo que nos hubiéramos perdido si
te hubiera permitido salirte con la tuya y nos hubiéramos casado en alguna
oscura oficina del registro civil.
—Tenías razón —admitió él—. La ceremonia fue muy bella.
—Oh, sí, la ceremonia —repitió Carlotta como si pensara en ésta por
primera vez—. Sí, claro. Y la recepción fue muy alegre, ¿no te pareció?
¿Escuchaste lo divertida que estuvo Magda hablando con Sir John Christian?
A la una de la madrugada Norman miró su reloj.
—¿No consideras que ya deberíamos regresar a casa? —preguntó él.
—Me gustaría más ir antes a Montmartre —respondió Carlotta.
—Esta noche no —objetó Norman con firmeza—. Tengo planeado
llevarte allí mañana.
Ella no protestó pero, cuando subieron al taxi para regresar al hotel, él
sintió que ella se apartó ligeramente de él.
Cuando llegaron a la sala de su suite, Carlotta permaneció de pie en el
centro de la habitación y cuando miró a su esposo éste observó que ella
estaba pálida.
—Mi amor. ¿No estarás asustada?
Él la tomó de la mano y sintió que estaba fría y temblorosa aunque era
una noche tibia.
—Carlotta —exclamó él—. Sabes que yo te amo.
—¡No! —repuso ella.
Apretó los puños y trató de alejarse pero él la detuvo poniéndole las
manos sobre los hombros.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Nada —respondió ella y de nuevo intentó escapar.
Él le escudriñó el rostro negándose a dejarla ir.
—Explícame tu actitud —ordenó él con un tono de autoridad que ella
jamás había conocido.
—No hay nada que explicar —respondió ella molesta—. ¿Por qué no me
dejas sola? No voy a permitir que me den órdenes.
—No estoy ordenando nada —repuso él lentamente—. Algo anda mal y
tú estás tratando de esquivarme. No finges muy bien, Carlotta.
—No estoy fingiendo —negó ella—. Estoy cansada.
—¿Eres infeliz? —preguntó Norman.
—Está bien, sí, infeliz —admitió ella con un leve gesto de disgusto.
Él le quitó las manos de los hombros y ella se alejó rápidamente dejando
caer la capa de sable al suelo. Se acercó a la ventana y la abrió de par en par.
Afuera, el cielo estaba tachonado de estrellas.
—No puedo evitarlo —explicó ella finalmente con voz muy tensa.
—¿No puedes evitar que? —preguntó Norman con calma—. ¿El no
quererme? ¿Es eso a lo que te refieres?
—Lo he intentado, lo he intentado —exclamó Carlotta desesperada.
—Y ahora ya es demasiado tarde para hacer nada al respecto. ¿Te
arrepientes del contrato? —preguntó Norman.
—¿Tienes siempre que ver todo como si fuera un negocio? —le espetó
Carlotta—. ¿No puedes pensar en otra cosa?
—Creo que entiendo —declaró él—. Tú no me amas. Nunca me has
amado.
—¡Y me casé contigo por tu dinero! —gritó Carlotta histérica—. ¿Por
qué no lo dices si lo estás pensando?
—Y te casaste conmigo por mi dinero —repitió Norman.
Permaneció un momento en silencio y enseguida continuó:
—Por primera vez en mi vida pensé en algo que no fuera un negocio pero
veo que cometí un error al hacerlo. Llevé a cabo un mal trato por no fijarme
en lo que hacía.
Habló con amargura y sus palabras parecieron clavarse en el cerebro de
Carlotta.
De pronto ella sintió un dejo de compasión y de miedo, pero como no
comprendía su actitud cruel y despiadada, trató de herirlo y de humillarlo.
—Lo siento si piensas que hiciste un mal negocio conmigo —dijo ella—,
pero al menos ya es demasiado tarde. Ahora ya soy tu esposa aunque en
realidad ame a otro.
—Tal como lo dices, eres mi esposa —expresó Norman en tono grave.
Atravesó la habitación y abrió la puerta que conducía a su dormitorio—.
Buenas noches, Carlotta —dijo con tono firme.
Salió y cerró suavemente la puerta detrás de él.
Capítulo 17

arlotta se despertó deprimida y con dolor de cabeza. Le llevó algo de


C tiempo recordar dónde estaba y cuando finalmente lo hizo, se dio cuenta
de que estaba sola. Se pasó la mano por los ojos y sentándose en la cama trató
de organizar sus pensamientos.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? —se preguntó.
Pensó que la noche anterior debió haber estado trastornada. Había
pronunciado palabras imperdonables, palabras que no podrían borrarse con
una simple disculpa y algunas sonrisas.
«¿Qué estaría pensando Norman?».
Miró el reloj y se sorprendió al ver que eran casi las diez y media. La
noche anterior había permanecido despierta hasta muy tarde, llorando y
sintiendo que jamás podría dormirse. Y cuando al fin el sueño llegó había
caído en la inconsciencia del agotamiento.
Deseaba tener el valor suficiente para ir a la habitación de Norman y
decirle lo arrepentida que estaba, pero sabía que aquello era imposible.
Por primera vez pensó en él, no como un simple hombre enamorado de
ella sino como su esposo, alguien con autoridad, alguien a quien debía
respetar.
—Tengo que pensar cómo acercarme a él —decidió.
Orgullosamente se dijo que podría borrar el pasado. Después de todo, era
explicable que el comportamiento de una joven en su noche de bodas fuera
un tanto desconcertante.
Norman no era un niño que se impresionara por una simple escena. Era
un hombre sensible capaz de comprender que ella había estado muy tensa y
que lo que había dicho nada tenía que ver con la realidad.
Más que nada deseaba que la palabra dinero no hubiera surgido en
aquella discusión. Sabía que Norman era muy sensible en lo relativo a ese
tema.
Aunque nunca se lo había dicho, sospechaba que Evelyn se había casado
con él por su dinero. Ahora ella se había colocado en la misma posición.
—¿Por qué fui tan tonta? —lloriqueó.
Se controló para no dejar escapar las lágrimas que amenazaban inundar
sus ojos y oprimió el timbre que tenía junto a la cama. Cuando su doncella
apareció le pidió el desayuno. Se empolvó el rostro, se peinó y decidió que
estaba lista.
—Llama a la puerta de Sir Norman y dile que si puede venir a verme —le
ordenó a Elsie.
Sintió que la sangre le subía a las mejillas al dar la orden pero tenía que
hacerlo.
Elsie regresó a los pocos minutos con una nota en la mano.
—Sir Norman no está en su habitación —informó—, y encontré esta nota
para usted sobre la mesa del saloncito.
Carlotta la tomó con mano temblorosa.
¿La habría abandonado Norman? ¿Habría regresado a Inglaterra? ¿Sería
aquél el fin de su matrimonio? Casi no podía controlarse para poder abrir el
sobre y leer el contenido. Consistía en unas cuantas líneas.

Querida Carlotta.
Necesito ver a una persona por asuntos de negocios. Te
espero en el bar a la una para comer. Tuyo, Norman.

La situación no era desesperada. No tenía por qué tener miedo. Carlotta


casi rió en voz alta al terminar de leer el contenido del mensaje. Era muy frío
pero aquello era comprensible.
Recordó muchas otras notas que le enviara Norman en el pasado. Siempre
habían comenzado con palabras cariñosas y terminaban con «tu Norman que
te adora».
—Yo haré que todo salga bien —pensó confiada y se reclinó sobre las
almohadas para planear qué haría y qué le diría cuando se encontraran.
Sintió deseos de hablarle a Magda, pedirle su consejo y confiarle lo que
había ocurrido por la noche. Pero consideró que una charla telefónica no tenía
objeto. No la llevaría a ninguna parte y la dejaría aún más conturbada.
A medio día estuvo lista y vestida con un traje nuevo y un sombrero de
ala ancha.
—Voy a bajar —dijo.
Al entrar en el salón vio a un matrimonio joven a quien conocía.
Ellos la saludaron con entusiasmo. El esposo era uno de los secretarios de
la embajada británica y su apellido era Drayson.
Su esposa, antes de casarse, había sido una chica incansable que mostraba
mucho interés en el teatro.
Carlotta sintió gusto al verla y pensó que quizá en su compañía la
depresión se le mitigaría.
—¿Has visto los diarios, Carlotta querida? —preguntó Baba.
Carlotta negó con la cabeza.
—Están llenos de maravillosas fotos tuyas y de tu esposo. Tienes suerte
de ser fotogénica. Nosotros parecíamos gangsters en las fotos de nuestra
boda.
—Tengo que comprar los periódicos —dijo Carlotta.
—Nosotros te ayudaremos —ofreció Baba emocionada.
Entraron en la galería del Ritz que conduce a la Place Vendome con la
Rue Cambon.
—Allí existe un puesto de periódicos donde es fácil encontrar periódicos
de todas partes del mundo.
Baba había dicho la verdad. Carlotta se veía preciosa en las fotos y
Norman parecía más joven y bien parecido.
—Jamás había visto una pareja más feliz —comentó Víctor.
Carlotta sintió un golpe en su conciencia.
«¿Qué pensarían ellos si supieran cómo pasamos la noche anterior?», se
preguntó.
—Ven a tomar una copa con nosotros —invitó Víctor cuando hubo
pagado los periódicos.
—Voy a encontrarme con mi esposo a la una —respondió Carlotta.
—Hay mucho tiempo —dijo Baba—, así que mientras tanto serás nuestra
invitada.
Entraron en el bar y se sentaron ante una de las mesitas cromadas. Víctor
ordenó cócteles de champaña para todos y cuando fueron servidos Carlotta
bebió el suyo con avidez para ver si la reanimaba.
Había mucha actividad, casi todos parecían conocer a Baba y a Víctor.
Carlotta se reía de un chiste cuando vio a Norman parado en la puerta. El
corazón le latió con fuerza y las manos se le enfriaron.
«¿Qué haré?», pensó. «Llegó antes de tiempo».
Norman recorrió el bar con la mirada y vio a Carlotta. Se acercó a la
mesa, adusto, pero con un completo dominio de su persona. Ella tuvo que
esforzarse para decir:
—Hola querido. Estuve lista antes de tiempo, pero afortunadamente me
encontré a unos viejos amigos.
Le presentó a Baba y a Víctor, quienes insistieron en beber por la
felicidad de los recién casados.
—Sentimos mucho no haber podido asistir a la boda de ustedes, Sir
Norman —explicó Baba—, pero les deseamos lo mejor. Estuvimos viendo
las fotos de la prensa y jamás he visto a dos personas que se vieran más
dichosas, así que en realidad nuestros parabienes no son necesarios.
—Pero nos da mucho gusto recibirlos —agradeció Norman.
Carlotta lo observó. Por un momento había temido que él se hubiera
molestado al encontrarla en compañía de los Drayson. Pero él siguió
charlando animadamente con Baba y después habló sobre negocios con
Víctor.
Ya era cerca de la una y media cuando Baba se incorporó.
—Tenemos que marcharnos —dijo—. Los estamos entreteniendo y no los
hemos dejado ir a comer. Además, suponemos que ustedes querrán estar
solos.
—Quédense a comer con nosotros —sugirió Norman.
—Oh, no, no debemos —respondió Baba—. No estaría correcto estando
ustedes en plena luna de miel. ¿No te parece Víctor?
Víctor dudó un instante, pues lo estaba pasando bien.
—A menos de que estén muy seguros de que así lo desean —indicó él.
—Por supuesto que sí —afirmó Norman—. ¿No es así, Carlotta?
Era la primera vez que le había dirigido la palabra. Ella se ruborizó y
respondió con el tono más jovial que le fue posible.
—Naturalmente. Deben acompañarnos.
Todos entraron juntos en el comedor y después de una magnífica comida
Norman sugirió ir a las carreras.
—Sería maravilloso —exclamó Baba entusiasmada.
Durante la comida ella había expresado con franqueza que le parecía que
Carlotta había sido muy afortunada en haber encontrado a un esposo tan
encantador y Carlotta notó que Baba coqueteaba con él.
—Acepta que vayamos —le suplicó ella a Carlotta—. Me encantan las
carreras y Víctor conoce a muchos entrenadores, así que seguramente
ganaremos las apuestas.
—Me parece que sería muy agradable —respondió Carlotta, mas no pudo
evitar que su voz sonara un tanto fría.
No sabía por qué, pero la atención que Baba concedía a Norman
empezaba a molestarle. Había temido aquel encuentro con su esposo, pero se
había preparado, y ahora le irritaba ser solo una espectadora mientras que él y
Baba hablaban y reían juntos.
Trató de concentrarse en Víctor pero advirtió que aquél también mostraba
mayor interés en Norman que en ella. Pensó que debía alegrarse de que todo
estuviera transcurriendo con tanta facilidad. Pero no era así.
Durante toda la tarde no tuvo oportunidad de hablar a solas con su
esposo. Baba permaneció a su lado todo el tiempo, pidiéndole su consejo,
presentándolo a gente del hipódromo y hablando sin cesar.
Al caer la tarde, Carlotta deseaba alejarse de los Drayson para regresar a
la tranquilidad de su habitación en el hotel.
Regresaron juntos a París y al llegar al Ritz, Baba dijo:
—¿Creen que podrían venir al Café de París esta noche? Unos amigos
nuestros ofrecen una cena y sé que estarán encantados de verlos. Ojalá
puedan venir.
—Tal vez sí podríamos —aceptó Norman con entusiasmo—, pero con
una condición.
—¿Y cuál es la condición? —preguntó Baba.
—Que ustedes dos cenen primero con nosotros —dijo él.
—Eso es absurdo —repuso Baba con una expresión de marcada
coquetería—. Ya debemos tenerlos aburridos. Si yo estuviera de luna de miel
con usted, Sir Norman, estaría furiosa.
—Carlotta y yo tenemos nuestras propias ideas al respecto. ¿No es así
Carlotta? —Y sin esperar su respuesta continuó—: Así que en eso quedamos.
Ustedes dos vayan a su casa para cambiarse y después vengan a nuestra suite
para tomar unos cócteles. Cenaremos en Larue antes de enfrentarnos al
tumulto del Café de París.
—¡Qué maravilloso! —exclamó Baba aplaudiendo—. Sir Norman, en
realidad es usted una persona maravillosa. Carlotta, eres la mujer más
afortunada del mundo.
Carlotta hizo un esfuerzo por sonreír. Estaba enfadada, pero temía
demostrarlo. Por primera vez desde que lo había conocido ansiaba estar a
solas con Norman.
«Le hablar antes de la cena», pensó y de nuevo sintió un estremecimiento
de temor y confusión.
Pero al llegar a su suite sus planes se vinieron abajo. Norman abrió la
puerta de la sala y anunció:
—Necesito hacer varias llamadas, Carlotta. Sé que me disculparás hasta
la hora de la cena. Nos veremos aquí a las ocho cuarenta y cinco.
Carlotta no pudo hablar por la sorpresa. Cuando él se disponía a entrar a
su habitación ella lo retuvo.
—Norman —dijo ella—. Necesito hablar contigo.
—Lo siento —repuso él—, pero son asuntos del negocio. Estoy seguro de
que lo entenderás.
Él se fue y la dejó sola en la habitación llena de flores, temblando de
rabia. Corrió a su alcoba y cerró la puerta de golpe, pero aquello no le
proporcionó ningún alivio.
Se tendió sobre la cama y le pidió a la doncella una aspirina y un pañuelo
empapado en agua de colonia pues le dolía la cabeza. Pero no pudo
descansar.
Cuando Elsie se hubo retirado, se incorporó para caminar por la
habitación. De pronto le surgió una idea.
Se había desvestido para recostarse y llevaba puesta una bata de chiffón y
encaje que la hacía verse muy bella y provocativa.
Se arregló el maquillaje y se puso perfume sobre el cabello y el cuello.
Temblando ligeramente por lo que iba a hacer, se acercó a la puerta de la
habitación de Norman y llamó.
No obtuvo respuesta. Esperó unos momentos e insistió. Aun así no
obtuvo respuesta.
Dudó un momento y levantando la cabeza trató de abrir la puerta. Estaba
cerrada con llave.
Capítulo 18

l sol brillaba sobre el azul intenso del Mediterráneo, el cual parecía


E desvanecerse en el horizonte. Las colinas detrás de Cannes
resplandecían con el verde de los árboles y los jardines estaban repletos de las
flores del verano.
Carlotta estaba sola en su balcón. Un gran parasol verde y blanco le
protegía la cabeza pero tenía el cuello y los brazos descubiertos.
Durante los últimos días había comenzado a broncearse poco a poco
adquiriendo un tono dorado que parecía impregnado de los rayos solares.
Carlotta no se veía feliz. Sus ojos aparecían llenos de hastío y los pliegues
de su boca, eran indicio de su cansancio.
Norman le había sugerido descansar diariamente después de la comida y
ella estuvo de acuerdo.
Había aprendido a estar de acuerdo con todo lo que él quería pero odiaba
aquellas dos horas que pasaba a solas en su habitación…
Llevaba sólo una semana de casada pero ya había comprobado que su
esposo no era el tipo de hombre que imaginara.
Desde la primera noche en París se había comportado como un extraño
con ella. Los tres días que habían pasado allí fueron como una pesadilla para
Carlotta.
Norman se había rodeado de amigos y ella no había podido jamás hablar
a solas con él. Organizó fiestas en las que ella había tenido que representar el
papel de anfitriona. Habían ido a las carreras, a los teatros, habían visitado
todos los restaurantes elegantes y recorrido la ciudad pero siempre
acompañados por un grupo de gente que hablaba y reía todo el tiempo.
Carlotta no estaba segura de dónde habían venido, pues lo único que
tenían en común era un aparente deseo de gastar el dinero de Norman.
Carlotta estaba agotada mental y físicamente cuando descendieron del
tren que los condujo a Cannes y el sol radiante le había parecido un buen
augurio para su futuro.
«No puedo continuar así», se dijo. «No puedo, sería imposible».
Y al fin tuvo oportunidad de podérselo confesar a Norman.
Después de la comida habían subido a su suite. Por primera vez en varios
días estuvieron a solas.
—Supongo que desearás descansar —dijo Norman cortésmente.
Se mostraba muy amable hacia Carlotta y ésta aborrecía tantas atenciones
probando su absoluta falsedad.
—Norman, deseo hablar contigo. Por favor, escúchame —pidió ella.
—Por supuesto. ¿Qué deseas decirme?
—Llevo días intentando hablar contigo —empezó a decir ella con voz
temblorosa—, pero no he tenido oportunidad con tantos amigos siempre a tu
alrededor.
—Lo siento —dijo él—, pero pensaba que estabas disfrutando los festejos
que preparé para ti. Costaron mucho dinero.
Carlotta se ruborizó.
—Norman, te estás portando muy cruel conmigo.
—¡Cruel! —repitió él—. No entiendo. He hecho todo cuanto he podido
porque nuestra luna de miel resulte divertida.
—Sé sincero —lo apremió Carlotta con impaciencia—. Lo que has hecho
es llenar el tiempo con gente que a ninguno de los dos nos interesa.
—En ese caso, lo siento. Pensé que los Drayson eran tus amigos y que te
agradaban.
—No es así —afirmó Carlotta—. Se trata de nosotros, Norman. Siento
mucho lo de la otra noche… en verdad lo siento.
—Mi pequeña niña, por favor no te inquietes por algo que no vale la
pena.
—Norman, no estás siendo sincero, no estás siendo tú —exclamó Carlotta
desesperada—. ¿No comprendes que yo estaba loca, desesperada, histérica y
dije un sin fin de absurdos que no quería decir? ¿Tienes que seguir
castigándome?
Norman la miró y a ella le pareció que tenía los ojos de acero.
—No tienes por qué disculparte —apuntó él—. Me gusta la verdad.
Siempre me ha gustado.
—Pero aquello no era la verdad —negó Carlotta—. Te juro que lo que te
dije no era cierto.
Norman se le acercó y la miró directamente a la cara.
—¡Mírame! —le ordenó.
Ella temblaba, pero se obligó a levantar el rostro para mirarlo a los ojos.
—¿Me juras por la Biblia y por todo lo que te sea más sagrado que me
amas a mí y no a mi dinero?
Carlotta estaba paralizada. No podía hablar, la lengua inmóvil y los labios
secos, sólo pudo mirarlo, para después bajar la vista.
Él dejó escapar una pequeña risa sin humor, y plena de amargura
indescriptible. Después la dejó sola.
Ella permaneció inmóvil durante unos minutos y luego se dejó caer en el
sofá llorando como si el corazón se le fuera a romper.
Cuando volvieron a encontrarse Norman se comportó como antes. Se
dirigía a ella como haría con un conocido con quien se portaba amable.
Andaban juntos pero Carlotta sentía como si estuviera en compañía de un
autómata. Se encontraba ante una barrera que no podría derribar. Jamás en su
vida se había encontrado con algo tan incomprensible como el abismo que a
ambos los separaba.
No sabía qué hacer. Era como una niña perdida en un bosque de miedo y
de horror que se hacía más terrible detrás de una máscara de ingrata
amabilidad.
—No puedo soportarlo, no puedo —se repitió mil veces.
Intentó coquetear con Norman, desafiarlo, provocarlo… pero él
permanecía impasible, como una estatua de piedra. Ella no conseguía hacerlo
cambiar.
Antes de la cena en Cannes, él entró en la habitación de ella con un
estuche de piel color rosa en la mano. Elsie la estaba vistiendo y las dos se
sorprendieron ante la entrada de Norman. Era la primera vez que él entraba
en su habitación y el corazón de Carlotta brincó de la emoción. ¿Sería aquello
el principio de una nueva era?
Le hizo un gesto a Elsie, pero Norman la vio.
—No se vaya Elsie —dijo él—. Le he traído un regalo a milady y
supongo que usted también deseará verlo.
—¡Un regalo! —exclamó Carlotta sorprendida.
—Las novias siempre reciben regalos durante la luna de miel —expresó
Norman—. ¿No lo sabías?
—No, no lo sabía —repuso Carlotta débilmente.
—¿Te gustaría abrirlo? —sugirió él.
Ella abrió el estuche rosa. Dentro se encontraba un enorme pasador de
esmeraldas y brillantes. Era una magnífica obra de joyería que podía usarse
como una sola pieza o en dos partes.
En cualquier otra ocasión Carlotta se hubiera sentido extasiada ante la
magnificencia del regalo. Sin embargo, sintió impulsos de llorar.
—Es magnífico, milady —exclamó Elsie.
—¿Te gusta? —preguntó Norman.
—Es muy… bello —respondió ella pero la voz se le quebró.
—Póntelo esta noche. Supongo que tendrás algún vestido que le haga
juego. Si no, tendremos que comprarte uno.
Él salió de la habitación y Carlotta se quedó mirando la joya.
—Sir Norman es muy generoso —comentó Elsie—. Es un maravilloso
regalo, milady. Se verá precioso sobre su vestido blanco.
Carlotta se puso de pie bruscamente.
—Sí, quiero mi vestido blanco. Tengo una idea.
—¿Una idea? —preguntó Elsie.
—¿Eso dije? —preguntó Carlotta—. Pensaba en voz alta. Elsie, tráeme el
vestido blanco, y unas zapatillas verdes.
Se vistió con mucha calma sabiendo que Norman la estaría aguardando.
Cuando estuvo lista se puso la pulsera de brillantes y esmeraldas en su
muñeca, el anillo de matrimonio en el dedo y tomando el nuevo broche en la
mano entró en la sala.
Tal como lo había supuesto, Norman ya estaba listo, mirando hacia afuera
a través de la ventana. Había anochecido y el mar reflejaba el color púrpura
del cielo.
Carlotta permaneció junto a la puerta mirando los anchos hombros de
Norman. Pensó en lo bien que se veía con su ropa de etiqueta y por primera
vez se le ocurrió la idea de que él era deseable como amante.
Hasta entonces sólo había pensado en Héctor como tal, pero ahora
imaginó que quizá muchas mujeres se alegrarían de ser amadas por Norman,
pues hasta ella, que amaba a otro, casi se sentía atraída por él.
«Voy a lograr que me ame nuevamente», se dijo. «Haré que lo confiese.
Sé que el amor está allí. Sólo lo está escondiendo pues pretende castigarme
ya que está herido por mi actitud».
Avanzó resuelta hacia el centro de la habitación.
—Norman —dijo con suavidad.
Él se volvió con rapidez.
—¿Estás lista? —preguntó él.
—Sí —respondió ella—. Sólo me falta colocarme el broche.
Ella se lo entregó.
—¿Qué tiene?
—Nada —dijo Carlotta con una sonrisa—, pero es costumbre que el
esposo le ponga el regalo a la esposa.
Ella miró ansiando descubrir algún cambio en su expresión.
—¿Ésa es la costumbre? No lo sabía. Qué tonto.
Él se le acercó y abrió el cierre de la alhaja.
—¿En dónde deseas llevarlo? —le preguntó.
Ella señaló el extremo inferior de su escote a mitad de su pecho.
«De seguro que esto provocará alguna reacción en él», pensó ella, pero la
mano de él no tembló y su expresión permaneció indiferente.
Fue Carlotta quien se estremeció al sentir el contacto de los dedos de él
cuando le colocaba el broche.
Norman tenía la cabeza inclinada a pocos centímetros de la de ella.
Carlotta sabía que tendría que estar aspirando su perfume; tendría que ser
consciente de su proximidad y del palpitar de su corazón.
—¿Está bien así? —le preguntó él y se alejó para observarlo mejor.
—¿Está derecho? —le preguntó Carlotta mirándole de frente.
—Perfectamente —respondió Norman—. Me parece que se te ve muy
bien. Costó mucho dinero.
Carlotta se estremeció.
—¿Es necesario que menciones siempre el precio de las cosas? —
preguntó ella.
—Eso es lo único que a ti te interesa, mi querida Carlotta. Tú me lo dijiste
y me prometí a mí mismo que te lo daría. Y a propósito —añadió—:
Regresamos a Londres dentro de dos días. Necesito volver a mi trabajo. He
dado instrucciones en el banco para que se te entregue una cantidad mensual
y que se deposite a tu nombre. A tu regreso encontrarás una chequera y un
estado de cuenta. Si necesitas algo más, por favor pídemelo.
—No quiero tu dinero —replicó Carlotta con voz colérica.
—Es muy amable de tu parte decir eso —respondió Norman—, pero creo
que lo encontrarás muy útil y como mi esposa tendrás muchos gastos que
antes no tenías.
—¿En realidad soy tu esposa? —preguntó Carlotta con amargura—. ¿No
te parece que ha sido una luna de miel un tanto dolorosa?
—Mi querida Lady Melton —dijo Norman haciendo una reverencia—,
debes estar cansada. Permíteme acompañarte a cenar. Te sentirás mejor
después de comer y beber un poco de champaña.
—¿No puedes comportarte como un ser humano aunque sea por un
momento? —preguntó Carlotta.
—Vamos a cenar —respondió él.
Ella sintió deseos de gritar, tirarle a la cara los regalos que le había dado,
encerrarse en su habitación y negarse a salir, pero sabía que sería inútil. A la
mañana siguiente estarían exactamente en la misma situación anterior.
Ella dudó un momento y mientras tanto Norman se dirigió al dormitorio.
—La capa de milady, Elsie —pidió él—. Iremos al casino después de la
cena.
Elsie entró con una capa de piel de zorro blanco.
—¿Le parece bien ésta, milady? —preguntó ella—. ¿O prefiere la de
terciopelo verde?
—Los zorros blancos —respondió Norman—. Las esmeraldas como
único toque de color se ven perfectas. Veo que mi próximo regalo tendrá que
ser unos pendientes, Carlotta. Quizá para el aniversario de nuestra boda. Ésa
sería una estupenda manera de celebrar un año de felicidad, ¿no te parece?
Carlotta se puso la capa alrededor de los hombros con gesto de
resignación.
—No me gusta planear por anticipado —repuso ella—. Un año es un
lapso muy largo.
—Pasará rápidamente —le prometió él y abrió la puerta—. Buenas
noches, Elsie —dijo.
—Buenas noches, Sir Norman —respondió Elsie—. Y buenas noches
milady. Espero que pasen una noche feliz.
—Eso espero yo también —comentó Carlotta mirando a Norman.
—Así será sin duda —respondió él.
Pero él habló con aquella voz que ella odiaba y que a la vez temía tanto.
Capítulo 19

lice recorría la casa, arreglaba los floreros, sacudiendo las mesas, y


A moviendo las cortinas para que cayeran con más gracia. Estaba
determinada a que todo pareciera lo mejor posible para Norman y su esposa.
Cuando Carlotta llegó vestida de gris pálido con pieles del mismo color,
Alice se dio cuenta de que Norman había cambiado. Algo lo había molestado,
algo le había borrado la expresión de felicidad que tenía antes de la boda. Se
preguntó cuál sería el problema, pues en pocas ocasiones lo había visto tan
severo y tan triste.
Ella se acercó a besar a Carlotta antes de recibir el saludo de su hermano.
—¿Tuvieron un buen viaje? —les preguntó.
—Sí —repuso él secamente.
Alice que lo conocía tan bien comprendió que no deseaba ser interrogado
sino más bien desaparecer de la vista de todos.
Finalmente se encontró a solas con Carlotta en el salón de las mañanas.
Alice le preguntó a Carlotta si deseaba conocer la casa.
—Antes que nada me gustaría ver mi habitación —respondió ella—.
Estoy cansada y cubierta de polvo. Me siento como si hubiera viajado durante
semanas.
—Vamos arriba —respondió Alice—. Te prepararé la habitación sur.
Pensé que te gustaría, pero después escogerás la que te guste más.
—Cualquier habitación servirá por ahora —comentó Carlotta con
indiferencia.
No miró a su esposo y tampoco intentó hablar con él, así que Alice
supuso que habían tenido alguna diferencia.
«Vaya, vaya», pensó, «espero que Norman sea feliz».
Guió a Carlotta a la planta superior mostrándole, en el trayecto, la
biblioteca y otras habitaciones importantes.
—Ésta es la habitación sur —indicó cuando llegaron al primer piso, y
abrió la puerta de una estancia por la que penetraba el sol a raudales.
Los muebles eran antiguos pero estaban de acuerdo con el resto de la
decoración Carlotta se acercó al tocador y se quitó su pequeño sombrero gris.
—Estoy cansada —se quejó.
—¿Te gustaría comer o beber algo? —le preguntó Alice.
—No, nada, gracias —respondió Carlotta—. No dormí bien anoche en el
tren. Norman quería volar y ahora me arrepiento de no haberlo hecho.
—Yo nunca he volado —confesó Alice tímidamente—. Es una cobardía
pero en realidad no me atrevo.
—Eso no es apropiado para una hermana de Norman —señaló Carlotta
bromeando.
—No se lo menciones a él, por favor —suplicó Alice—. Creo que nunca
se ha dado cuenta de que yo jamás he viajado en avión.
—No diré una palabra, te lo prometo —le aseguró Carlotta—. ¿Le tienes
miedo a Norman?
Alice se sonrojó.
—No, por supuesto que no. Él es siempre muy amable conmigo como
estoy segura de que lo es contigo también.
—Sí, muy amable —admitió Carlotta.
Había tanta amargura en su voz que Alice no pudo evitar recogerla.
—Mi querida… —dijo sin pensarlo, pero se contuvo.
No era asunto suyo intervenir en la vida privada de su hermano y de la
hermosa mujer con la cual se había casado.
Pero Carlotta se volvió para mirarla.
—¿Qué me ibas a decir? —preguntó.
—Nada —se apresuró a contestar Alice—, nada… tu voz me pareció muy
triste. Claro que es un error de mi parte.
—No te equivocaste —repuso Carlotta con voz baja.
Alice se sobresaltó.
—Dios mío —exclamó ella—. ¿Así que no eres feliz? Qué terrible. ¿Qué
puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudarte?
—Nadie puede ayudarme —afirmó Carlotta—. Es culpa mía, pero así es.
Hermoso recibimiento a la nueva casa, ¿no te parece?
—¿Qué puedo decir? —preguntó Alice una vez más—. Tengo que
ayudarte.
—Soy una tonta por haberlo dicho —expresó Carlotta—. Debo enfrentar
mis propios problemas.
Encogió los hombros.
—Ven a mostrarme la casa —pidió ella—. Me dice Norman que vas a irte
de aquí ¿es cierto eso?
—Sí, así es —respondió Alice y el tono de su voz cobró un matiz de
emoción.
—¿Es necesario que lo hagas? —inquirió Carlotta—. Me encantaría
tenerte con nosotros.
—¡Oh! —La exclamación de Alice fue casi de horror.
—¡Pero veo que no deseas permanecer aquí! —observó Carlotta—. En
ese caso debes irte. Pensé que quizá resintieras dejar esta casa…
—No me importa en lo más mínimo —respondió Alice apresuradamente,
Norman me ha comprado una casita en la cual vivíamos antes. Es muy
pequeña, pero me gusta mucho. Allí soy feliz.
Dudó un momento y enseguida se decidió a hacer el único gesto heroico
de su vida.
—Pero si tú deseas que me quede… si realmente lo deseas, por supuesto
que lo haré.
Carlotta negó con la cabeza.
—Yo no te privaría de tu casita por nada en el mundo —dijo ella.
—¿Estás segura? —preguntó Alice.
—Segura.
Juntas recorrieron la casa examinando las diferentes habitaciones, la
mayoría de las cuales estaba cerrada y con los muebles cubiertos por paños
para protegerlos contra el polvo.
Al llegar a la planta baja, Carlotta tenía la impresión de que su nuevo
hogar era un enorme vacío. El salón era demasiado formal y desolado, y le
faltaban los detalles que sólo una mujer puede imprimirle cuando se siente
orgullosa de su casa.
La biblioteca era dominio exclusivo de Norman para trabajar y para
distraerse.
El escritorio estaba lleno de cartas y documentos que habían llegado
durante su ausencia. Cuando ellas entraron, él se encontraba leyendo el
periódico y al verlas se incorporó sin decir una palabra.
—Le estoy mostrando la casa a Carlotta —explicó Alice.
Carlotta comprendió que ella le tenía miedo a su hermano como si
esperara que él la contradijera siempre.
—¿Le gusta? —preguntó Norman dirigiéndose a su hermana.
Carlotta se sintió molesta por el tono de su voz y porque no se había
dirigido a ella.
Una leve sonrisa apareció en sus labios.
—Hay mucho lugar para cuartos de juego para los niños. ¿No es así
Norman? —preguntó ella.
Alice dejó escapar una ligera exclamación de sorpresa pero Norman miró
directamente a Carlotta.
Ella vio dibujarse una expresión de disgusto en los ojos de él.
Carlotta rió y tomando a Alice por el brazo la llevó hacia la puerta.
—Pero hay mucho tiempo para eso —dijo—. Hasta luego, Norman. No le
quitamos el tiempo.
Se sintió satisfecha consigo misma por haber podido tomar ventaja sobre
él en aquella ocasión. Pero nunca supo que cuando la puerta de la biblioteca
se cerró tras de ella, Norman se dejó caer en una silla para ocultar el rostro
entre las manos.
Permaneció un buen rato sentado, sin moverse. Después, con un suspiro
que pareció venir de lo más profundo de su corazón se acercó al escritorio y
se sentó. Como tomando una decisión se puso a trabajar.
Una hora más tarde un teléfono llamó junto a él. Levantó el auricular y
durante varios minutos escuchó la voz que le llegaba desde el otro extremo.
Al final respondió cortésmente.
—Iré enseguida.
Llamó al mayordomo y ordenó que le trajeran su auto de inmediato.
—Lo más pronto posible —ordenó—. Es urgente.
—Muy bien, Sir Norman —respondió el mayordomo—. ¿No desea tomar
una taza de té antes de salir? Está listo en el salón de la mañana.
—¿Se encuentra allí milady?
—Creo que sí, Sir Norman.
Norman se dirigió hacia la puerta del salón de la mañana y la abrió.
Sentadas junto a la ventana vio a Carlotta y a Alice.
—Voy a la fábrica —dijo dirigiéndose a ambas—. Hubo un accidente y
no sé a qué hora regrese.
—Un accidente —exclamó Alice—. Espero que nadie esté mal herido.
Norman no respondió pues ya había cerrado la puerta y esperaba con
impaciencia su auto.
—¿Qué imaginas que haya sucedido? —preguntó Carlotta.
—No lo sé —respondió Alice—. A veces son accidentes leves pero hace
seis años un hombre murió y eso afectó mucho a Norman. No fue culpa de
nadie, el hombre resbaló y cayó sobre una máquina, pero derivaron muchos
problemas.
—¿Vas tú alguna vez a la fábrica? —preguntó Carlotta.
Alice negó con la cabeza.
—Sólo he estado allí dos veces —respondió—. La primera, cuando
Norman se hizo cargo y después cuando lo hicieron barón. Ofrecieron un
brindis y yo acompañé a algunos visitantes.
—Me gustaría visitarla —comentó Carlotta—. Para conocer qué ocupa
tres cuartas partes de la mente de Norman.
—Pues hasta que tú llegaste la ocupaba en un cien por ciento —comentó
Alice tímidamente.
—No creo que yo haya influido en sus costumbres —respondió Carlotta
con amargura—. Estoy segura que seguirá siendo tan fiel y dedicado al
negocio como antes.
—Espero que no —intervino Alice—. Norman siempre ha sido una
persona muy solitaria. En ocasiones ha sido muy desdichado.
—¿De veras? —preguntó Carlotta sorprendida.
—Fue muy infeliz en su primer matrimonio —expresó Alice—. Evelyn
nunca iba a Melchester. Sólo le gustaba vivir en Lonches.
—¿Y por qué fue tan infeliz? —inquirió Carlotta.
—Ella era muy orgullosa —contestó Alice—. Y muy cruel con él.
—¡Cruel! —repitió Carlotta.
—Quizá ésa no sea la palabra exacta —aclaró Alice—. Es un poco difícil
explicar lo que quiero decir, pero ella siempre se mostraba despectiva hacia
él. Conmigo era así también, pero era de esperarse. Después de todo, yo no
soy nadie y ella era una dama de alcurnia.
—¡Qué disparate! —exclamó Carlotta—. Casi no puedo creerlo. ¿No
consideras que quizá intentaba mostrarse amable pero no sabía cómo
expresar sus sentimientos?
—Yo creo que no tenía sentimientos —aclaró Alice—. Era como una
estatua, bella, inmóvil y fría. Parecía hecha de mármol.
—Pobre Norman —dijo Carlotta y en aquel momento realmente lo sintió
así.
—En cierta ocasión Norman me confesó que había cometido un error —
continuó Alice—. Pero no debes decirle que yo te lo he comentado o me
odiará por traicionar su confianza. A veces es una figura patética. Pero no
puedo evitar presentir que ustedes dos van a ser felices. Parecías cansada
cuando llegaron y quizá habían tenido un ligero desacuerdo. ¿Los amantes
suelen tenerlos, no es así?
—Muy frecuentemente —respondió Carlotta.
—Tú eres tan bonita, tan joven y tan diferente de como era Evelyn. Lo
que Norman quiere es que lo cuiden y lo mimen; tener a alguien que se alegre
al verlo regresar a la casa, sentir que pertenece a alguien. Es curioso que te
esté comentando todo esto pero son cosas que con frecuencia me he dicho a
mí misma. Es difícil para mí hablar con él. Norman dialoga conmigo pero yo
nunca logro decir las cosas adecuadas. Sin embargo, confío en que tú podrás
ayudarlo y darle todo lo que él siempre ha querido tener.
—¿Qué podrá ser eso? —preguntó Carlotta—. Ya tiene todo cuanto
puede querer en el mundo.
—¡Todo! —exclamó Alice sorprendida—. ¿No supondrás que es así, sólo
porque tiene dinero? ¿No comprendes que está muy solo? No tiene amigos
dentro de la clase a la que pertenece y no los ha hecho tampoco dentro de
clase a la que se ha elevado. Yo soy igual —añadió Alice—, pero todo será
mejor ahora que regrese a mi casita. Allí puedo tomar el té con algunas
amistades. Pero Norman es diferente. Él es tan ambicioso que los vecinos de
Melchester nunca le parecieron lo suficiente para él y por otra parte la gente
de Londres no lo quería Sólo buscan su dinero. Se ha enriquecido después de
tantos años de trabajo y ahora que lo tiene no sabe qué hacer con él.
—Nunca había pensado en Norman bajo esos aspectos —dijo Carlotta
lentamente.
—Pero ahora todo puede cambiar —continuó Alice—. Tú podrás
ayudarlo, hacerle sentir que no está solo, que no es un extraño entre toda esa
gente vanidosa. Eres tan bonita que se alegrarán de recibirte tengas o no
dinero.
—¿A una actriz desconocida? —preguntó Carlotta con una sonrisa.
—Eso no tiene nada que ver —repuso Alice—. Tú tienes seguridad y eso
parece ser lo único que importa en la sociedad… confianza en ti misma. Lo
demuestras en la manera como caminas, como tiendes la mano y como
sonríes. Pero Norman carece de todo eso. ¿Tú le enseñarás, verdad Carlotta?
Al ver el rostro sincero y preocupado de Alice, Carlotta respondió con
espontaneidad:
—Lo intentaré, te lo prometo.
Capítulo 20

orman se paseaba nervioso por el pequeño salón de espera del hospital


N y sin pensarlo sacó un cigarrillo de su estuche. Cuando estaba a punto
de encenderlo recordó que era mejor no fumar allí y lo volvió a guardar. Miró
su reloj. Llevaba esperando veinte minutos.
El sonido del reloj colocado sobre la chimenea era el único ruido que se
escuchaba además de sus propios pasos. En su mente se preguntaba una y
otra vez si aquel accidente podía haberse evitado.
Acababa de invertir fuertes cantidades en medidas de seguridad y, sin
embargo, se habían registrado tres accidentes leves durante los últimos cinco
meses y ahora uno grave.
Se detuvo cuando la puerta se abrió para dar paso al cirujano.
—Lo siento, Melton —se disculpó—. No pude hacer nada.
—¿Está muerto? —preguntó Norman.
—Murió en la mesa de operaciones. No quedaba nada por hacer. Tenía el
cráneo completamente destrozado.
Hablaron durante unos minutos, y después Norman bajó hacia donde se
encontraba su auto. En ese instante otro auto entró precipitadamente en el
aparcamiento y su secretario bajó de él.
—¿Tiene los detalles?
El secretario le alcanzó una hoja de papel.
—¿Debo ir a su casa, Sir Norman? —preguntó él y Norman negó con la
cabeza.
—Iré yo mismo. Walker era uno de mis más preciados trabajadores.
—Así es, Sir Norman. Llevaba con nosotros casi diez años. ¿Hay alguna
probabilidad de salvarlo?
—Ninguna —respondió Norman—. Murió en la mesa de operaciones.
—Lo siento —expresó el secretario.
Norman subió a su auto y le indicó una dirección al chofer.
Después de recorrer un kilómetro por la carretera se desviaron hacia los
lúgubres barrios bajos de Melchester. Allí, casi siempre había problemas
provocados por la falta de viviendas.
Norman observó los estrechos callejones en los que jugaban los niños, los
vidrios rotos en las ventanas, las puertas mal ajustadas y las paredes
cuarteadas. Al contemplar aquello sintió que había descuidado enormemente
las condiciones de vida de sus trabajadores.
Les había pagado bien, los hacía trabajar menos horas que en otras
fábricas del país, pero no se había preocupado acerca de los hogares de donde
provenían o el nivel de vida que llevaban.
«Yo he tenido suerte», pensó. «Y por eso debo ayudar a esta gente. Tengo
que hacerlo».
El auto se detuvo y se encontró frente a una serie de casas similares en su
triste aspecto.
—Aquí es —informó el chofer abriendo la puerta.
Norman se acercó a la puerta y llamó con los nudillos. Ésta se abrió casi
de inmediato y una voz le dijo:
—Gracias a Dios que ha venido pero ya es demasiado tarde.
Norman se encontró frente a una mujer pequeña y robusta.
—Lo siento —continuó ella—. Pensé que era el doctor.
Por el uniforme que vestía la mujer, Norman infirió que se trataba de una
enfermera.
—¿Sucede algo? —preguntó él.
—Todo —dijo ella—. La señora Walker acaba de tener un aborto. Envié
a un chico en busca del médico pero supongo que no está.
—¿Puede ayudar mi chofer? —preguntó Norman—. ¿Hay algún otro
médico?
—Está el doctor Martin que vive en Cheapside Road —respondió ella—.
Si pudieran traerlo.
Norman dio la orden al chofer.
—Lo más pronto posible, es un asunto de vida o muerte.
Al volverse miró que la enfermera ya había desaparecido. Entró en la
habitación y se dispuso a esperar.
Se trataba de una cocina pequeña y algo sobrecargada pero
impecablemente limpia. Estaba a punto de sentarse cuando un niño pequeño
salió a su encuentro.
—Hola —saludó Norman—. No sabía que estabas allí.
—Estoy jugando a los trenes —contestó el pequeño con dignidad aunque
con su graciosa pronunciación infantil—. Acabo de salir de un túnel.
Norman se rió y se sentó en una silla. El niño se incorporó. No tenía más
de seis años. Era bien parecido y vestía ropa limpia, aunque remendada.
—Mi madre está enfermita —dijo el chiquillo—, así que no debo hacer
ruido.
—Eres un buen muchacho —le contestó Norman.
—Cuando papá regrese a casa me va a llevar a pasear en su bicicleta. Él
me lo prometió.
Norman sintió que el corazón se le rompía en pedazos, pues por lo que
había dicho la enfermera, la madre estaba en peligro de muerte.
—¿Quién más vive aquí además de ti y papá y mamá? —preguntó
Norman.
—Yo —respondió el niño.
—¿Y cómo te llamas?
—Billy. Mi verdadero nombre es William pero todos me llaman Billy.
—Bueno Billy, ¿y no tienes algún otro tío o abuelito que venga a visitarte
algunas veces?
Billy movió la cabeza.
—Mi abuelita está en el cielo; me lo dijo mamá. Y no tengo tíos —dijo el
niño como si no estuviera seguro de que hablaban.
Norman parecía confundido y pensaba en qué más preguntarle cuando
oyó el ruido de un auto afuera. Momentos después la puerta se abrió de golpe
y un hombre de pelo canoso entró en la habitación llevando el inconfundible
maletín de médico. Norman reconoció al doctor Matthews.
—Por Dios. Melton —exclamó el doctor—. ¿Es realidad lo que estoy
viendo?
—Sí —respondió Norman—, pero no pierdas el tiempo. Hay problemas
arriba. La enfermera te espera.
El doctor corrió escalera arriba.
—¿Crees que mamá pronto se pondrá bien? —preguntó Billy—. Quieto
mi té.
—¿No te lo han dado? —preguntó Norman.
—No. La leche ya llegó —dijo el niño señalando a un jarro puesto sobre
la cómoda—, pero la enfermera dijo que no la toque.
Norman se levantó, tomó el jarro y vació un poco de leche en una taza.
—Yo te la voy a dar —ofreció—. Después se lo explicaremos a la
enfermera. ¿No quieres pan con mantequilla? ¿En dónde guardan el pan?
Bajo la dirección de Billy, Norman encontró un pedazo de pan y un poco
de mantequilla. Cortó un trozo y se lo entregó al niño quien se sentó a la
mesa con agrado.
—Toma tú también —invitó el niño.
—No tengo hambre —respondió Norman.
—Pues yo siempre tengo hambre. Papá dice que como demasiado.
Norman miró su reloj y se preguntó cuánto tiempo tardaría el médico en
darle alguna noticia acerca de la madre del niño.
En ese momento el doctor entró en la habitación con una expresión
sombría en el rostro. Sin preguntar, Norman supo que la madre de Billy había
muerto.
—Ven conmigo un momento Matthews, necesito hablar contigo.
El doctor lo obedeció y salió de la casa tras de él.
—Aún no me has dicho qué haces aquí —le dijo el doctor a Norman
mientras caminaban por la calle.
—Walker sufrió un accidente esta tarde —explicó Norman—. Murió en
el hospital.
—¡Gran Dios! —exclamó el doctor Matthews.
—¿Y su esposa? —preguntó Norman.
—Ha muerto —respondió el doctor—. Una hemorragia; si la enfermera
me hubiera localizado a tiempo quizá hubiera podido hacer algo, pero lo
dudo.
Norman permaneció callado.
—¿Qué le sucederá al niño? —preguntó al fin.
El doctor encogió los hombros.
—Tendrá que ir a un asilo para huérfanos —dijo—. Que yo sepa no tiene
ningún pariente. Podemos averiguar, pero Walker no era originario de
Melchester. Llegó hace unos quince años. Su esposa sí es originaria de aquí,
pero sus padres están muertos. Era hija única.
—Me preocupa el niño —indicó Norman.
—Pobre diablillo —respondió el doctor—. Es un buen chico que quería
mucho a sus padres. La madre parecía encantada ante la idea de tener otro
hijo. Vino a verme poco después de que quedó embarazada. Era una mujer
frágil, pero yo pensé que no tendría problemas.
Regresaron hacia la casa para detenerse ante la puerta.
—La enfermera se encargará de todo —explicó el doctor—. Tengo que ir
a ver a otro paciente al otro extremo de la ciudad.
—¿Y qué harás con el niño? —preguntó Norman.
—Algo tengo que hacer —respondió el doctor—. Le preguntaré a la
enfermera si conoce a alguien que pueda cuidarlo esta noche. Mañana iré al
orfanato para hablar con el director.
—Yo me lo llevaré esta noche —se apresuró a decir Norman.
—¿Tú? —exclamó el doctor y lo miró asombrado.
—Sí, yo me lo llevaré esta noche —repitió Norman.
—¿Pero, adónde? ¿A tu casa? ¿Qué dirá tu flamante esposa?
—Hay mucho lugar en la casa —explicó Norman.
—Es muy amable de tu parte Melton. Le hablaré al director del asilo en la
mañana para informarle dónde se encuentra el niño.
Gracias —respondió Norman.
Se lo diremos a la enfermera. El niño deberá llevar algunas cosas consigo.
Billy había terminado de comer y había colocado la taza y varios platos,
unos encima de los otros, en forma de pirámide.
—Cuidado, Billy —advirtió el doctor al entrar—. O vas a romper algo.
—Estoy construyendo una gran casa —respondió Billy—, y dentro hay
leones.
Norman se acercó a la mesa.
—Escúchame, Billy. ¿Te gustaría venir conmigo a ver una casa muy
grande? No tiene leones, pero te gustará.
—¿Y cómo llegaremos allí?
—En mi auto —respondió Norman.
—¿En el que está afuera? —preguntó Billy con los ojos muy abiertos.
—Sí, en ése.
—Sí, quiero ir —repuso Billy entusiasmado—. ¿Puede venir mi mamá?
—No… —repuso Norman—. Mamá está muy enferma y creo que a ella
le gustaría que fueras conmigo a pasar la noche conmigo en mi casa. Ella
quiere que seas un buen niño.
—Me portaré bien si voy en ese auto tan grande —prometió Billy—. Voy
a decírselo a mi mamá.
Se volvió hacia la escalera, pero Norman lo detuvo.
—Espera un momento —le dijo—. No debes molestar a tu mamá.
La enfermera bajó junto con el doctor pocos minutos después. Llevaba en
la mano una pequeña bolsa de papel la cual contenía las humildes
pertenencias de Billy. Sobre el brazo traía un abriguito gris, gastado y con un
solo botón. Ayudó a Billy a ponérselo y le entregó la bolsa.
—Allí va un cepillo de dientes y una camisa para esta noche —explicó
ella—. No olvides usar el cepillo esta noche Billy.
Se volvió hacia Norman.
—Siento mucho no haberle reconocido cuando llegó, Sir Norman, pero
estaba muy agitada por lo que acababa de ocurrir… espero comprenda.
—Claro que comprendo —respondió Norman—. Yo cuidaré de Billy y el
doctor se encargará de él mañana.
—Eso es un alivio para mí —respondió la enfermera.
—Vámonos —le dijo Norman al niño.
Billy no se movió.
—¿Puedo despedirme de mi mamá desde aquí? —preguntó él.
—Sí —respondió la enfermera—, pero no esperes que te conteste. Está
muy débil.
Billy rodeó su boca con ambas manos.
—Adiós mamá —gritó—. Regreso mañana. Me voy en un auto muy
grande. Me voy a portar bien —apartó las manos de la boca—. ¿Crees que
ella me oyó?
—Estoy segura de que sí —respondió la enfermera.
Norman tomó a Billy de la mano y en silencio subieron al auto. Billy se
sentó junto a Norman, pálido por la emoción y con los ojos muy abiertos.
—Es un auto muy grande —comentó con asombro.
—Es uno de los que yo hago —explicó Norman mientras se ponían en
marcha.
—Mi papá también hace autos. ¿Tú trabajas con mi papá?
—Sí —respondió Norman.
—¿Tú y papá hicieron este auto?
—Sí, así es.
—Cuando yo sea grande también voy a hacer autos —dijo Billy.
—Ojalá así sea.
—Los autos Melton son mayores que todos los demás —expresó Billy—.
Mi papá me lo dijo.
Norman rió.
—¿Sabes cómo me llamo? —preguntó.
—No me lo dijiste —respondió Billy.
—Me llamo Melton.
Billy lo miró inclinando la cabeza.
—¿Igual que los autos?
—Igual —dijo Norman—. Yo soy el dueño.
—¿Los autos que hace mi papá son tuyos?
—Exactamente.
Billy pensó por un momento.
—Entonces tú eres el señor Melton —habló con voz solemne.
—Sí, yo soy…
—¿Y tienes niños como yo? —preguntó Billy.
—No… —respondió Norman.
—Si los tuvieras les podrías dar un auto a cada uno. No tendrías que
pagarlos porque son tuyos.
—Pero no tengo ningún niño —repuso Norman con tono áspero.
—¿Vamos a ir adonde tienes todos tus autos? —preguntó Billy.
—No, vamos a la casa donde yo vivo. Una casa muy grande.
—Me gustaría ver todos los autos —manifestó Billy.
—Y así será —respondió Norman—. Un día te llevaré a la fábrica para
que veas cómo se hacen.
—¿Y veré a papá haciendo autos?
Norman tomó la mano de Billy entre la suya.
—Escúchame, amiguito —pidió—. ¿Crees que puedas ser muy valiente si
te digo algo?
—Yo soy muy valiente. Mi mamá me lo dijo.
—Tu papá sufrió un accidente esta tarde y lo llevaron al hospital.
Norman sintió que la mano de Billy le apretaba la suya.
—¿Está herido?
—Sí, gravemente —confesó Norman al niño.
Billy lo miró por largo rato, como si estuviera calculando su próxima
pregunta.
Enseguida preguntó con voz casi inaudible:
—¿Papá se va a ir al cielo como mi abuelita?
—Sí, ya se fue al cielo.
Hubo un largo silencio.
—¿Ya no voy a ver a mi papá nunca más? ¿Ya no voy a pasear en su
bicicleta?
—Creo que no —respondió Norman—. Prometiste ser valiente.
—Me hubiera gustado pasear de nuevo en su bicicleta —murmuró el
niño.
—Yo te daré una bicicleta —ofreció Norman—. Una bicicleta para ti
solo. Será más pequeña que la de tu papá, pero podrás montarla.
Los ojos de Billy se avivaron aunque había lágrimas en ellos.
—No puedo montarla en mi casa. Mamá no me deja porque hay muchos
autos.
—Puedes montarla en mi jardín —prometió Norman—. Te la conseguiré
mañana.
—¿Lo prometes? —preguntó Billy mirándolo a la cara como para
comprobar la verdad de lo que le había ofrecido—. ¿No se te olvidará?
—No se me olvidará —repitió Norman—. Mañana la tendrás.
Llegaron a la entrada de la casa y como de costumbre el mayordomo y un
lacayo esperaban junto a la puerta. Éstos no pudieron contener su sorpresa
cuando vieron a Norman bajar del auto con un niño.
Éste tomó a Billy de la mano y entró en el vestíbulo.
—¿En dónde está milady? —preguntó.
—Está en el salón de la mañana, Sir Norman. La señorita Alice acaba de
salir.
Norman abrió la puerta y entró. Carlotta se encontraba junto a la ventana
mirando hacia el jardín.
Al sentir que abrían la puerta se volvió y vio a su esposo.
Él se le acercó. Ella lo miró primero a él y luego al niño andrajoso que
llevaba de la mano.
—Carlotta —dijo Norman—. He traído a nuestro primer huésped. Se
llama Billy.
Capítulo 21

kye corrió a cerrar las ventanas del apartamento cuando empezó la


S lluvia y comenzó a rociar las cortinas. Se detuvo a contemplar el patio
vacío. Estaba cansada y la desilusión parecía dominarla. La espera
interminable comenzaba a afectarle su emotividad y Héctor le preocupaba.
Sabía que él detestaba la posición en que se encontraban. Cada día que
pasaban juntos sin unirse en matrimonio le parecía que la insultaba.
Nada que ella dijera le podía hacer cambiar de manera de pensar. Y
aunque ninguno de los dos lo admitiera, la barrera que el impedimento
levantaba entre ambos, comenzaba a minar su felicidad y su amor.
No estaban más próximos a casarse que cuando se habían besado por
primera vez bajo la sombra de los pinos.
—Te amo. Te amo, Skye —solía decir Héctor.
—Lo sé, mi amor —respondía ella.
Y porque lo amaba, ella trataba de disminuir en lugar de acrecentar la
tensión y la llama que había entre ellos. Trataba de mantener una
conversación frívola y comportarse, en lugar de emotiva y amante, sólo
alegremente.
Se acercaba la noche y tarde o temprano cada uno tendría que ir a su
habitación y apartarse, movidos por imperativos más fuertes que cualquier
cadena de hierro.
—¿Crees que debo escribirle a tu abuelo? —preguntó Héctor en cierta
ocasión mientras estudiaba un tratado de medicina.
Skye levantó la vista de la costura que tenía en las manos y comprendió
que a él, al igual que ella, le resultaba difícil concentrarse en algo que no
fuera el problema de su vida futura.
—No lograrías nada —respondió ella.
—Me siento como un cobarde —dijo Héctor—. Yo debía presentarme
ante él. Tú me convenciste en venir contigo, pero ahora pienso que fue un
error.
Cerró el libro de golpe y se incorporó.
—Debo de hablar con él —insistió paseándose por la habitación.
—No hay nada que tú puedas decirle que yo no le haya dicho ya. Es un
hombre obstinado, pero tarde o temprano tendrá que ceder. Él me quiere a su
manera y de seguro sufre mi ausencia.
Pensó en Glenholm y sintió una gran añoranza. Ansiaba la libertad de los
campos, la brisa que venía del mar. Sobre todo, deseaba estar en Escocia pero
en compañía de Héctor.
Ambos pertenecían a ella. Los dos se sentían felices en los lugares
abiertos y lejos de las muchedumbres.
«Soy muy desagradecida», pensó. «En realidad, tengo mucho, Héctor, su
amor y nuestras esperanzas para el futuro».
Pero sabía que aquellas esperanzas comenzaban a debilitarse por la
prolongada espera. Si el abuelo no accedía, ¿iba a continuar amando a Héctor
año tras año, aceptando su compañía y nada más? Sabía que si en un arrebato
ella lo presionaba para que se convirtiera en su amante, él después jamás se lo
perdonaría.
Skye sabía que si Héctor se lo pedía, ella lo seguiría hasta llegar al fin del
mundo sin importarle si era como amante o como esposa. Pero él era
diferente. Él no aceptaría nada a medias… aunque de ello dependiera su
felicidad.
La pequeña salita estaba amueblada modestamente, pues Skye no podía
gastar mucho dinero. De su herencia recibía sólo una cantidad mensual, pero
no podía tocar el capital. Sin embargo, la habitación era alegre y luminosa.
Las cortinas con dibujos de flores daban un toque de color y las alfombras
que había comprado de segunda mano eran de buen gusto.
—Mi hogar —exclamó en voz alta pero sabía que en realidad nunca lo
sería hasta que Héctor y ella estuvieran casados.
Por primera vez desde que conociera a Héctor, Skye sintió que el valor le
faltaba. Se sentó en un sillón y lentamente las lágrimas le humedecieron los
ojos. Trató de contenerlas, pero éstas rodaron por sus mejillas y tuvo que
tomar su pañuelo.
El timbre de la puerta la hizo reaccionar. Se puso de pie, se enjugó los
ojos y fue a abrir.
«Ha de ser el panadero», pensó.
Se arregló el cabello, abrió la puerta y se quedó pasmada por la sorpresa.
Ante ella se encontraba su abuelo.
—¿Puedo entrar? —preguntó Lord Brora.
—Por supuesto, abuelo —respondió Skye.
Él la miró inquisitivamente y le pareció reconocer la huella de las
lágrimas en sus ojos.
—Entra —lo invitó Skye mostrando el camino hacia el recibidor—.
Estaba aseando la casa. Dame un momento para arreglarme y estar bonita
para ti.
—No te preocupes —respondió el abuelo—. Quiero verte así. ¿Estás
sola?
Miró a su alrededor como si esperara que Héctor apareciera en cualquier
momento.
—Sí, estoy sola —respondió Skye con una leve sonrisa—. Héctor está en
el hospital.
Lord Brora no respondió y se sentó en una silla de respaldo alto.
—Así que éste es el hogar que escogiste —dijo él con voz pausada.
—No podemos gastar mucho —explicó ella—, al menos por ahora.
Héctor tiene sólo una pequeña cantidad de dinero, de una herencia, y la está
guardando para sobrevivir hasta que termine los exámenes.
—Así que el hijo de McCleod vive de tu dinero —apuntó el abuelo con
sarcasmo.
—Al contrario —respondió Skye—. Él me da todo lo que puede para el
mantenimiento de la casa.
—Muy amable de su parte —comentó Lord Brora.
Skye se mordió el labio.
—Por favor, abuelo, estoy siendo sincera contigo y no deseo pelear. Te
suplico que no hables mal de Héctor. Yo lo amo.
—Eso me imagino —respondió el viejo.
Reinó el silencio entre los dos.
—¿A qué has venido? —preguntó Skye.
—A verte —gruñó el abuelo.
Skye le sonrió.
—Es muy tierno de tu parte, si lo haces con buenas intenciones.
—Enviaste a Mary Glenholm a hablar conmigo y también Norman
intentó convencerme. Los escuché y después les dije lo que pensaba. Cuando
se marcharon, decidí venir a ver por mí mismo.
—¿Quizá me extrañas, un poco? —sugirió Skye.
El viejo extendió la mano.
—Regresa a Glenholm, mi niña —dijo—. Aquello está muy solo sin ti.
Ella dudó por un momento. Se acercó a su abuelo, se dejó caer de rodillas
junto a él y lo miró a la cara.
—Déjame regresar como una mujer casada —pidió ella suplicante—. Por
favor, abuelo. Tienes que dejarme.
—¡Tienes! —repitió—. ¿Qué quieres decir con tienes? ¿Dime, estás…?
Skye negó con la cabeza.
—No, querido —exclamó—. No voy a tener un hijo. Podría decirte que sí
porque así tendrías que ceder, pero voy a confesarte la verdad como siempre
lo he hecho.
No sabía por qué, después de tantos esfuerzos, había desperdiciado
aquella oportunidad. Sólo sabía que no podía mentirle al anciano.
Algo había en él que rechazaba cualquier falsedad. Quizá fuera anticuado
y necio, pero a su manera era un caballero y Skye estaba orgullosa de él.
Vio la expresión de alivio que apareció en el rostro del anciano cuando
ella habló y supo que era por eso que había venido a verla. Ella se levantó y
permaneció frente a él.
—Abuelo —dijo ella—. Hay algo que quiero decirte. No había pensado
hacerlo, pero no puedo evitarlo. Vivo aquí con Héctor bajo una apariencia
falsa. Fui yo quien lo convenció de que viviéramos juntos pata obligarte a
ceder a nuestro matrimonio. Él no quería hacerlo y sólo aceptó bajo una
condición.
—¿Y cuál fue?
—Que viviéramos juntos solo como amigos. Que no hubiera otro tipo de
unión entre nosotros hasta que nos casáramos.
Skye se volvió y se dirigió hacia la ventana donde permaneció unos
momentos mirando hacia afuera. El abuelo comprendió que estaba llorando.
—Ven aquí, niña —gruñó el abuelo.
Ella pareció no escucharlo y después de un momento repitió.
—Ven acá Skye, te necesito.
Ella se volvió y él vio que las lágrimas le corrían por las mejillas. Skye se
acercó unos pasos y cayó de rodillas junto a él, sollozando contra su hombro
mientras él la abrazaba.
—Lo he echado todo a perder —dijo ella entre sollozos—. No quería
decírtelo, pero me siento tan miserable y triste viviendo así. Quiero casarme,
abuelo. Quiero casarme con Héctor para tener un hogar propio.
Él la mantuvo abrazada acariciándole el cabello. Poco a poco ella se fue
calmando.
Por fin Skye dijo:
—Soy una tonta, ¿no es así?
El anciano la miró con cariño.
—Me gustaría tomar una taza de té, mi niña, y a ti también te vendría
bien.
Skye intentó reírse.
—¿Lo tomarás en la cocina o esperas aquí a que yo te lo sirva?
—La tomaré en la cocina —respondió Lord Brora.
La siguió a la diminuta cocina y la observó preparar pan y mantequilla
mientras hervía el agua.
—Te veo pálida —comentó él de pronto.
Skye asintió.
—Es la falta del aire de Glenholm y la ansiedad —declaró ella.
El abuelo gruñó y cambió el tema.
—Norman regresa hoy de su luna de miel —comentó él—. ¿Has visto su
esposa?
—La conocí en la estación la noche que fue a visitarte. Es muy bonita.
—Y una actriz —añadió Lord Brora como si eso fuera suficiente
descripción.
—No de primera línea —respondió Skye—. Y creo que no piensa
regresar al teatro.
—Norman es un tonto al casarse otra vez a su edad —comentó Lord
Brora—. Pero parece muy feliz.
—Ella no lo ama —soltó Skye.
—¿Entonces por qué se casó con él? —preguntó el anciano.
—¡Supongo que por su dinero! —respondió Skye—. Pobre Norman.
Espero que esta vez sea feliz.
Lord Brora miró a su nieta pero dejó pasar la insinuación sin comentario.
Él sabía muy bien que el primer matrimonio de Norman con su hija no había
sido feliz.
Cuando terminaron el té. Skye puso las tazas y los platos en el fregadero.
—¿Cuánto tiempo vas a permanecer en Londres, abuelo?
—Eso depende de ti.
—¿De mí?
—Pensé que te gustaría regresar conmigo por unos días.
Skye dudó. Se sentía cansada de discutir y no quería repetir todo
nuevamente, pero tampoco quería enfrentársele rechazando su invitación.
Ella suspiró.
El abuelo sacó su antiguo reloj de oro y lo miró.
—¿A qué hora suele regresar a casa el joven McCleod? —preguntó.
—Debe llegar en cualquier momento —respondió Skye—. Por lo general
llega a las cinco.
Pensó que el abuelo se iba a poner de pie, no fue así.
—Lo veré cuando llegue —afirmó.
—¡Vas a verlo! —repitió Skye.
—Voy a hablar con él —respondió Lord Brora.
Skye esperó entre asustada y desafiante.
—Voy a escuchar lo que tiene que decir.
—¡Oh, abuelo! ¿Hay alguna posibilidad de que nos des tu
consentimiento?
—No prometo nada —fue la respuesta—. Simplemente voy a tener una
conversación con ese joven.
Skye lo envolvió en sus brazos.
—Eres un ángel, abuelo, nunca pensé que pudieras ser tan bueno.
—Bien, bien, no trates de empujarme —gruñó él—. Yo tomaré la
decisión y no me dejaré influenciar por nadie.
Ella lo volvió a abrazar.
—Estoy feliz —confesó ella—. Sé que vas a querer a Héctor cuando lo
conozcas.
Capítulo 22

arlotta bostezó medio dormida y estiró los brazos mientras, la doncella


C corría las cortinas para dejar entrar la luz del día.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Son las nueve, milady —respondió Elsie—. Pensé que le gustaría
dormir un poco más esta mañana, después de su largo viaje.
—Aún me siento cansada —se quejó Carlotta.
Después de arreglar la habitación Elsie abrió la puerta y recibió una
bandeja con el desayuno.
Carlotta se sentó en la cama y acomodó las dos almohadas de encaje
detrás de ella.
—Tengo hambre. Creo que voy a disfrutar mi desayuno —dijo.
—Ojalá, milady —comentó Elise—. Alguien más en la casa disfrutó de
un buen desayuno según me dijo el cocinero.
—¿Quién es ése? —preguntó Carlotta.
—El niño, milady. El cocinero dice que jamás había visto a nadie comer
en tal cantidad ni disfrutarlo tanto. Le han conseguido otra ropa y parece una
persona diferente. Realmente es bien parecido ahora que está vestido con
propiedad.
—Lo veré cuando me levante —anunció Carlotta.
—Sir Norman está muy contento con él —continuó Elsie—. Hizo que lo
llevaran a su habitación en cuanto despertó y ahora están jugando en el
jardín. A todos nos tiene impresionados.
—Basta ya, Elsie —habló Carlotta con aspereza—. La llamaré si la
necesito.
—Muy bien, milady —asintió Elsie y salió de la habitación sintiéndose
ofendida.
Carlotta no intentó comerse el desayuno que había recibido con tanto
apetito. Después de unos minutos la curiosidad la venció. Hizo a un lado las
mantas, salió del lecho y se acercó a la ventana. Miro hacia afuera y vio a un
niño con un suéter rojo que montaba una pequeña bicicleta a la cual Norman
sostenía por el asiento.
—Ridículo —exclamó ella con voz alta.
Pero no regresó a la cama sino que permaneció observando.
Billy no sabía montar la bicicleta y Norman se tenía que esforzar por
mantenerlo en su lugar y guiar la bicicleta a la vez.
Después de unos momentos se detuvieron y rieron de buena gana
iluminados por los rayos del sol.
«Norman se ve joven y feliz», pensó Carlotta.
De pronto sintió celos. Celos de aquel niño que podía hacer que él se
olvidara de ella y borrar de su rostro la expresión de dureza a la que ella ya se
había acostumbrado.
Al casarse con Norman, Carlotta había querido encontrar seguridad pero
lo había echado a perder todo con unas pocas palabras histéricas
pronunciadas sin pensar y sin consideración hacia los sentimientos de él.
Ahora sentía como si su llegada a aquella casa careciera de importancia.
Era sólo una visita; alguien que había entrado en la vida de Norman y que tal
vez la desplazaría aún más.
Durante el viaje de regreso de Cannes ella había pensado en el divorcio,
pero algo hizo que no lo mencionara.
«Lo odio», pensó.
Pero el veneno se había ido de su voz, como se había ido de sus
sentimientos. Ya no deseaba herirlo. Se sentía cansada y abatida. Regresó a la
cama pero continuó esforzándose por escuchar las voces que le llegaban
desde el jardín: los tonos graves de su esposo y los chillidos agudos del niño.
Hasta la noche anterior Carlotta no tenía idea de que a Norman le
gustaban los niños. Sabía que él amaba a Skye pero ella la había conocido
cuando ya era adulta y se olvidaba de que cuando él se casó con Evelyn, Skye
era una niña.
Nunca había hablado sobre niños y Carlotta había pensado muy poco en
ellos. Vagamente había pensado que en el futuro ella tendría uno, pero lo
había pensado de manera impersonal.
Al ver a Norman jugando con Billy, había descubierto un aspecto muy
diferente de él. Era tierno, cuidadoso y cariñoso con el niño; se tomaba el
trabajo de explicarle las cosas, de mantenerlo interesado y de evitar que se
sintiera solo o asustado en aquella gran casa tan diferente a todo lo que el
pequeño había conocido.
A Billy ciertamente no le faltaba valor. Lo analizaba todo con interés.
Con Carlotta se mostraba un poco tímido y menos comunicativo que con
Norman.
—Ella es mi esposa —había dicho Norman al presentarlos.
—¿Es la señora Melton? —preguntó Billy dirigiéndose a Norman.
—Así es, pero por lo general la llamamos lady Melton. A ella le gusta —
añadió con una ligera sonrisa.
—Lady Melton —repitió Billy—. Suena bonito. Y ella es muy bonita.
—Muy bonita —aseveró Norman brevemente.
Carlotta se sonrojó.
Norman había enviado al niño a jugar al jardín para explicarle lo ocurrido
y por qué Billy se encontraba allí.
—Por la mañana el doctor Matthews lo llevará al orfanato —informó—.
Sentí pena por el niño privado de padre y madre en un día, que lo traje aquí.
—¿Es necesario que vaya a un orfanato? —preguntó Carlotta—, sin duda
ha de tener algunos familiares.
—El doctor lo está investigando —respondió Norman—, pero creo que
son felices en el asilo. Es un buen lugar bien administrado.
—Creo que esos lugares han mejorado mucho —comentó Carlotta sin
interés.
—Sin embargo, sentirá nostalgia por su hogar —añadió Norman—. Ha de
ser como permanecer siempre en la escuela sin gozar de vacaciones.
Carlotta lo miró. Aquella actitud era muy diferente a la idea que ella tenía
de Norman.
—¿No puedes lograr que alguien lo adopte? —preguntó ella.
—Pudiera ser —respondió él.
Y sin decir más, salió al jardín a reunirse con el niño.
Billy se fue a la cama antes que ellos cenaran, así que la primera cena en
la casa fue silenciosa. El comedor era grande y la mesa estaba llena de copas
de plata y floreros. El mayordomo y dos lacayos les servían.
Carlotta se sentía subordinada a Norman ahora que estaba en los
dominios de él.
Sentado a la cabecera de la mesa, él parecía una figura mucho más
imponente que el hombre que le había hablado con voz baja en los
restaurantes y centros nocturnos.
Él se veía bien con su smoking cruzado y el pelo cepillado hacia atrás.
Carlotta hubiera deseado conversar con él después de la cena pero
Norman le informó que el administrador de sus tierras lo esperaba en la
biblioteca.
—Espero que encuentres algo que hacer. En el salón hay una radio.
—Gracias —dijo Carlotta.
«Bonita noche», pensó Carlotta furiosa parada a solas en el centro del
salón.
Se miró en el espejo que estaba sobre la chimenea. Sabía que se veía muy
bella, belleza que desperdiciaba totalmente por su esposo.
«¿Es posible que el amor muera tan pronto?», se preguntó.
Parecía increíble, pero desde aquella noche en París nada que dijera o
hiciera parecía tener la menor huella en Norman.
Se acercó a una ventana y miró el crepúsculo, todo era calmo. Los pájaros
ya dormían. En el cielo aparecía el contorno de una luna nueva.
Se alejó violentamente de la ventana como si aquella paz le fuera
intolerable. Encendió la radio y la hizo funcionar. Las notas de un swing
llenaron el lugar.
Cuando al fin subió a su habitación, no tenía idea del lugar en que estaba
Norman o si siquiera estaba en la casa. Había subido a las nueve y media
después que le habían llevado las bebidas.
—¿Desea algo más? —le había preguntado el mayordomo.
—Nada, gracias —respondió Carlotta.
Había sentido un fuerte deseo de ordenarle que fuera en busca de Sir
Norman pero su orgullo se lo impidió. Se sentía oprimida por una sensación
de derrota pero no podía hacer nada al respecto.
Se había dicho que no iba a permitir que Norman ganara, que no podía
permitir que aquella indiferencia continuara. Pero era ella quien empezaba a
doblegarse y a encontrar intolerable aquella situación. Comprendía que se
enfrentaba con algo mucho más fuerte; un hombre cuya experiencia en la
vida le daba armas que ella no poseía.
Esa mañana probablemente se iría a la fábrica sin siquiera despedirse,
pensó.
Tocó el timbre para llamar a Elsie.
—Prepárame mi baño enseguida —ordenó.
—Pero milady no ha probado el desayuno —protestó Elsie.
—Cambié de parecer —respondió Carlotta—. Quiero salir pues hace una
mañana esplendorosa.
—Por supuesto, milady. Le prepararé el baño de inmediato.
Carlotta después de ducharse se vistió lo más pronto que pudo. Escogió
un vestido de lino azul pálido con zapatos del mismo color y un sombrero de
paja blanco. Cuando estuvo lista corrió escalera abajo.
Norman se encontraba en el vestíbulo.
—¡Buenos días! —exclamó ella alegremente—. No me digas que te vas a
la fábrica porque quiero que me muestres el jardín.
—Ya me iba —dijo él.
—Vaya, qué desilusión —exclamó Carlotta—. ¿Y a qué hora piensas
regresar?
—Me temo que no podré venir a comer hoy —respondió él.
—Qué lástima —comentó ella—. Parece que nuestra luna de miel llega
un a fin un poco drástico.
En ese momento Billy entró del jardín.
—Tengo una bicicleta —gritó éste al ver a Carlotta—. Una bicicleta toda
mía. ¿Me ayudas a montarla?
—No debes molestar, Billy —le advirtió Norman con firmeza—. Jackson
vendrá más tarde y él te ayudará. Ahora debes portarte bien y jugar a otra
cosa.
Billy corrió hacia él y puso su manita en la suya.
—Me voy a portar muy bien. Lo prometo.
Norman miró la carita del niño.
—Eres un buen niño —dijo—. El doctor Matthews vendrá a verte más
tarde.
—¿Él no me va a llevar? —preguntó Billy.
Carlotta vio cómo apretaba con su mano la de Norman.
—¿No quieres irte todavía? —preguntó Norman.
Billy movió la cabeza.
—Quiero ver a mi mamá, pero no me quiero ir. ¿No puede venir mi
mamá a verme con mi bicicleta?
—Tal vez no —respondió Norman.
—Por favor, ¿puedo quedarme un poco más? —preguntó Billy—. Por
favor, di que sí.
—Le hablaré al doctor Matthews al respecto —prometió Norman.
Se volvió hacia Carlotta.
—Le hablaré desde la oficina. El chico puede quedarse otra noche.
¿Quieres informárselo al ama de llaves?
—Por supuesto —respondió Carlotta.
—¿Vas a ver cómo hacen los autos? —preguntó Billy.
—Sí —respondió Norman.
—¿Puedo acompañarte?
—No.
—Prometiste llevarme.
—Si él te lo prometió entonces deberá de cumplir su promesa —
interrumpió Carlotta—. Tú y yo iremos esta tarde a ver cómo hacen los autos.
Estaremos allí a las tres.
Habló en tono desafiante y Norman supo que había tomado aquella
decisión simplemente para molestarlo. Aceptó su propuesta.
—Los estaré esperando a… ambos —dijo y se dirigió a su auto.
Billy lo despidió agitando la mano con entusiasmo pero Carlotta no hizo
ningún gesto.
Cuando el auto se alejó ella suspiró y se volvió hacia la casa.
—Ven a ver el estanque —la urgió Billy—. Está lleno de peces. Ya los vi.
Carlotta dudó pero al fin dejó que él la tomara de la mano y la llevara a
donde los peces nadaban entre los lirios.
—¿Verdad que son bonitos? —preguntó Billy.
—Se llaman dorados —le explicó Carlotta.
—¿Están hechos de oro? —preguntó Billy sorprendido.
—Oh, no —rió Carlotta—. Son peces de verdad como los que te comes a
veces.
—Son demasiado bonitos para comerlos —dijo Billy.
Carlotta miró aquella figurita con el suéter rojo prestado y el cabello rubio
que brillaba al sol.
Pensó que esa mañana lo llevarían al orfanato donde sería criado y como
tantos otros niños carentes de vida de hogar, privados del amor de un padre y
una madre.
Quizá Norman había sido un niño como éste, pensó ella. Y tal vez Billy
también llegaría a ser un hombre exitoso.
Pensó en cómo Magda la había cuidado a ella, cómo había tomado el
lugar de su madre y cómo ella y Leolia le habían ofrecido amor y
comprensión.
«Pobre Billy», se dijo en silencio.
Pensó en llevárselo a Magda y Leolia para que lo cuidaran pero ellas ya
eran muy ancianas. Ya no podían encargarse de un niño como lo habían
hecho veinte años atrás. Ahora deseaban tejer en paz frente al fuego.
—Muéstrame el resto del jardín —le pidió a Billy.
Le extendió la mano.
«Ojalá fuera mi hijo», pensó.
Capítulo 23

l estruendo de las máquinas, el chillido de las ruedas, la fuerza del acero


E hicieron que Carlotta se quedara inmóvil… una extraña en un mundo
nuevo. Jamás había visitado una fábrica y en realidad no sabía qué esperar.
Pero de entre el caos, el ruido y la estupenda irrealidad de todo aquello surgió
una cosa nueva para Carlotta: un aspecto diferente del hombre que era dueño
de todo aquello.
Jamás había pensado en Norman entre su gente, rodeado por todos su
logros. No era el Norman que ella había conocido, cortés y amable y que
siempre parecía ligeramente incómodo en los restaurantes, ni tampoco el
esposo que le había demostrado autoridad y reserva.
Éste era un hombre de acción, un hombre del cual dependían muchos
otros y que tenía confianza en sí mismo.
Había un ángulo diferente en sus hombros, una mirada diferente en sus
ojos y un tono distinto en su voz.
Ella lo miraba sorprendida mientras recorrían la enorme fábrica. Por
primera vez en su vida, Carlotta se sintió pequeña y sin importancia.
Billy se sujetaba fuertemente de su mano, pero ella no le prestaba
atención a los comentarios del niño. Era en Norman en quien enfocaba toda
su atención.
Él no dijo ni hizo nada fuera de lo común. Se limitó a ser un guía amable,
llevando a cabo algunas indicaciones y hablando algunas palabras con los
jefes de los diferentes departamentos. Pero para Carlotta, cada palabra que él
pronunciaba, cada movimiento que hacía, era una nueva revelación.
Cuando regresaba a su casa a bordo del auto, una voz interior parecía
decirle una y otra vez: «Mira lo que despreciaste…».
Se veía a sí misma como una tonta y permaneció en silencio hasta que
Billy le tiró del brazo para llamar su atención.
—¿Te dieron miedo las máquinas? —le preguntó.
—No, no tuve miedo —respondió Carlotta—. ¿Y a ti?
—Claro que no —respondió Billy—. Soy un niño y los niños no tienen
miedo a nada, pero me pareció que tú sí tenías un poquito.
Carlotta supuso que el niño debió sentir el ligero temblor de su mano.
Nunca se había dado cuenta de lo difícil que iba a ser salvar el abismo que,
con su imprudencia, había creado entre Norman y ella.
En la fábrica, ella comprendió que ambos eran polos opuestos. Vio su
propia vida frívola e inútil, llena de convencionalismos y ambiciones que le
habían parecido tan importantes.
En comparación con Norman todo lo relacionado con ella era pequeño y
sin importancia. Él trabajaba por una realidad y ella por frivolidades.
—Estoy cansada —le dijo a Billy.
—Cuando mamá está cansada yo siempre me quedo muy callado. Me voy
a quedar callado para ti.
Ella lo rodeó con los brazos.
—Eres muy bueno —le dijo—. Si quieres, te contaré un cuento.
Él dio un grito de aprobación y Carlotta buscó en su memoria un cuento
interesante para narrárselo.
Al llegar a casa encontró una carta dirigida a ella. La tomó esperando que
fuera de Magda o Leolia, pero era una escritura desconocida. La abrió
rápidamente y vio que estaba firmada por Honey.

¿Qué crees que ha ocurrido? Cuando recibas esta yo


estaré en alta mar rumbo a los Estados Unidos. Casi caigo
muerta cuando el viejo Winthorpe me ofreció un papel en
su próxima película. Sólo tuve cuatro días para empacar,
despedirme y emprender el camino. He comenzado a pensar
en mí misma como millonaria, pues así pienso regresar. Y,
Carlotta, ¿sabes una cosa? ¡Te quería a ti también! ¿No es
una locura que te hayas casado justo antes de esta
oportunidad? Él me preguntó:
—¿En dónde está esa chica que trabajaba aquí? La
joven con el nombre ruso. Quiero darle un papel a ella
también. Tiene el rostro perfecto para la pantalla.
Tuve que decirle quién eras y lo que había ocurrido
contigo y pareció encantado. No me sorprendería que
tratara de localizarte. Creo que no estás en casa en estos
momentos, pero si no es así, envíame un telegrama a
Hollywood deseándome suerte. Estaré pensando en ti. No te
olvides de mí. ¡Estoy muy emocionada!
Cariñosamente.

Honey.

Carlotta leyó la carta con una sonrisa. Se sentía encantada de que Honey
hubiera recibido aquella oportunidad en el cine. Probablemente tendría éxito
pues era una buena actriz y poseía el físico que hacía falta en el cine.
Unas pocas semanas antes, Carlotta también se hubiera sentido fascinada
con la oportunidad de ir a Hollywood. Había hecho algunas pruebas para
películas inglesas y éstas habían resultado buenas. Pero los contratos no se
firmaron por el bajo sueldo que le ofrecían.
«Le mandaré un Telegrama», decidió Carlotta.
Fue al teléfono y tomó el auricular.
Cuando regresó, el té ya estaba listo y Billy miraba asombrado el plato
con pasteles.
—Pasteles dulces —le dijo a Carlotta—. ¿Hay una fiesta?
—Una fiesta muy pequeña —respondió ella—. Sólo tú y yo. Pero mejor,
porque así podremos comer más.
Se sirvió una taza de té y le dio a Billy un vaso de leche. Se esforzó por
entretener al niño, pero todo el tiempo su mente divagaba pensando en
Norman, en la gran fábrica que funcionaba día y noche produciendo
automóviles y aviones.
De pronto, los ojos se le cuajaron de lágrimas y antes que pudiera evitarlo
rodaron por sus mejillas.
Billy se levantó de su lugar en la mesa.
—¿Te duele algo? —preguntó.
Carlotta negó con la cabeza.
—No me hagas caso. Soy una tonta.
El niño se le acercó y de pronto le rodeó el cuello con sus bracitos y pegó
su carita a la de ella.
—No llores. ¿Tienes dolor?
Carlotta sonrió a pesar de las lágrimas.
—Eso es —asintió—. Tengo un dolor muy fuerte y no soy muy valiente.
—Tendrás que tomar medicina —le aconsejó Billy.
—Creo que ninguna medicina me podrá ayudar —respondió Carlotta.
Él la miró muy serio.
—Debe ser un dolor muy fuerte —murmuró él.
—Lo es —dijo Carlotta con una sonrisa—. Acaba de tomar tu leche,
querido. Yo iré a mi habitación.
Salió del comedor y corrió escalera arriba hacia su dormitorio. Cuando
estuvo dentro cerró la puerta.
Una intensa desesperación que no le permitía ni siquiera llorar, se
apoderó de ella. Le parecía que podía ver su corazón y que dentro sólo había
un enorme vacío sin esperanza.
«¿Qué voy a hacer?», se preguntó.
Había perdido toda confianza en sí misma.
Ya no consideraba a Norman como el hombre de poca importancia que la
amaba.
Él tenía algo que a ella le faltaba y que estaba más allá de su alcance.
—Yo lo ataqué y lo herí a propósito —susurró para sí.
Repitió las palabras con voz alta y paseó por la habitación sintiéndose
como una prisionera que no tiene la menor posibilidad de escapar…
Sintió un súbito deseo de huir a Londres para ver a Magda y contarle todo
lo ocurrido. Pero ni siquiera a Magda podía decir la manera como se había
comportado con Norman. Recordó las palabras que le había dicho su madre
adoptiva el día de la boda.
Ella las había ignorado. Había endurecido su corazón y permitido que la
amargura la cegara a todo por su absurdo deseo hacia Héctor.
¡Qué tonta había sido! Y aquello era el resultado: un matrimonio que no
era matrimonio y un esposo que la despreciaba y a quien no podía culpar.
Después de un buen rato, Carlotta se cambió de vestido, se arregló el
maquillaje y bajó.
Norman había llegado de la fábrica y estaba jugando con Billy. Le había
traído un tren en miniatura y lo estaban armando sobre la alfombra del salón
principal.
Carlotta los miró por un momento antes que ellos se dieran cuenta de su
presencia.
Billy levantó la vista.
—Ven a ver mi regalo —exclamó con júbilo—. Mira, tengo un tren y es
mío.
—Y parece muy bonito —comentó Carlotta acercándose.
Norman no levantó la vista. Estaba arrodillado uniendo los rieles unos
con otros. Ella lo miró con la esperanza de que él le hablara.
—Disfruté mucho la visita a la fábrica —empezó a decir Carlotta.
—Me alegro —respondió Norman sin mirarla.
—Es maravilloso pensar que tú eres el dueño —continuó ella.
—Sí, produce muy buenas ganancias —respondió él.
Ella sintió como si le hubieran propinado una bofetada. A duras penas
ahogó las palabras que estuvieron a punto de salir de su boca.
Desde un asiento junto a la ventana observó a Norman que arreglaba las
vías del tren para hacerlas pasar bajo el piano y entre algunos de los muebles.
Luego le dio cuerda a la máquina y la probó sobre los rieles. Parecía
completamente absorto en lo que estaba haciendo y Billy lo observaba con
los ojos muy abiertos.
Carlotta pensaba que a cada momento descubría una nueva faceta en el
carácter de aquel hombre con el cual se había casado y que aún era un
desconocido para ella.
«¿Quién hubiera pensado que Norman fuera tan paciente con los niños?».
Cada día aprendía más, pero sentía que ya era demasiado tarde.
Billy no se fue a la cama hasta que ellos subieron a vestirse para la сеna.
Carlotta bajó media hora más tarde justo cuando sonó el gong y Norman
ella entraron en el comedor.
Hablaron sobre frivolidades mientras los sirvientes estuvieron presentes,
pero cuando se quedaron solos ella le hizo una pregunta:
—¿Viste al doctor Matthews hoy? —preguntó—. ¿Qué te dijo sobre
Billy?
—He decidido adoptar al niño —respondió Norman—. Tendrá una
institutriz aquí en la casa hasta que tenga edad suficiente para ir a la escuela.
Es un buen chico y creo que con una buena educación puede llegar lejos. Y
siempre habrá trabajo para él en la fábrica.
Después de una pausa continuó:
—Voy a poner una pequeña cantidad de dinero a su nombre y después la
iré incrementando.
—Me alegra que hayas tomado esa decisión —expresó Carlotta—. Es
cariñoso y lo educaron muy bien. Sus padres debieron ser personas muy
agradables.
—Me gustan los niños —comentó Norman sirviéndose una copa de
brandy—, y como parece que no voy a tener hijos, Billy tomará el lugar de
ellos.
Carlotta apretó las manos.
—Norman —habló con voz ronca—, ¿es necesario que… continuemos
así… para siempre?
Norman la miró y levantó los ojos.
—¿Continuar cómo? —preguntó él.
—¿No puedes perdonarme? —suplicó Carlotta—. ¿No vas a olvidar
jamás lo que sucedió la noche de nuestra boda?
Se produjo una pausa llena de tensión.
—Es muy amable de tu parte pedir mi perdón —habló Norman
lentamente escogiendo las palabras con cuidado—. Por supuesto que lo tienes
si así lo deseas, pero te aseguro que no hay nada que perdonar. Me gusta
escuchar la verdad, la prefiero a la hipocresía en cualquier momento.
—Pero no era la verdad —insistió Carlotta—. Te juro Norman que…
—Mi querida —interrumpió—, no debes tentar demasiado mi credulidad.
¿Y por qué esforzarte tú misma? Ambos hemos tenido un largo día. ¿Por qué
no pasamos al salón?
Se puso de pie y abrió la puerta. Y precisamente cuando ella le iba a
responder vio a un lacayo en el pasillo.
Salió del comedor pero no fue al salón sino que corrió escalera arriba a su
habitación.
—No hay esperanzas —gimió cuando estuvo a solas en su dormitorio—.
¡Dios mío! Yo deseo que él… me… ame.
Ocultó la cara entre las manos, pero su rostro estaba seco. Sólo quedaba
un camino…
Capítulo 24

orman dormía profundamente cuando su valet lo despertó. Casi no se


N
té.
movió cuando el sirviente corrió las cortinas y trajo una bandeja con

Tomó el teléfono y lo colocó junto a su amo.


—Le hablan por teléfono, Sir Norman —anunció.
Norman abrió los ojos y bostezó.
—¿Qué dices? —preguntó con voz soñolienta.
—El teléfono, Sir Norman —repitió el hombre.
Norman despertó de inmediato. La fábrica le vino a la mente y se sentó en
la cama tomando el auricular.
—Hola. ¿Quién habla?
Fue la voz de Skye la que le respondió.
—Querido —contestó ella—. No podía esperar. Tendrás que perdonarme.
¿Qué crees que ha sucedido?
—No me lo imagino —respondió Norman.
—¡Algo maravilloso! Primero que nada el abuelo ha dado el permiso para
nuestro matrimonio, y eso es lo más importante, pero además, Héctor acaba
de recibir una oferta maravillosa.
—¿De qué se trata? —preguntó Norman.
—Lo invitan a trabajar durante tres años en el Instituto Rockefeller, de
Nueva York —respondió Skye—. Nos pagarán todos los gastos y Héctor
recibirá un buen sueldo mientras permanezca allá.
—¡Me alegro mucho! —exclamó Norman.
—Yo estoy loca de emoción —exclamó Skye—. Es tan maravilloso que a
veces no creo que sea cierto. Lo supimos anoche y estábamos tan
emocionados que salimos a cenar. Era muy tarde para hablarte. Por eso te
llamo tan temprano.
—En verdad me alegro —dijo Norman otra vez.
—Sabía que te alegrarías —continuó Skye—. Y te agradezco todo lo que
hablaste con el abuelo. Él vino a verme y estoy segura de que eso se debió a
ti. No pudo haberse portado mejor. Después de que habló con Héctor,
comprendió que nosotros hablábamos en serio. Y ahora se presenta esta otra
oportunidad para resolver todos nuestros problemas. Estaremos ausentes
durante tres años, así que cuando regresemos todo se habrá aplacado. Me
refiero al escándalo que provocamos. ¿No te parece que es algo providencial?
—Así es —respondió Norman—. ¿Y qué vas a hacer mientras esperan el
viaje?
—Tengo que ir a Glenholm por unos días. Después debo regresar a
comprar ropa y otras cosas. ¿Puedo quedarme unos días en tu casa de
Belgrave Square?
—Puedes hacer lo que quieras —asintió él.
—¿A Carlotta no le importará? —preguntó Skye.
—No, estará encantada —repuso Norman con sequedad.
—¿Cómo está ella? ¿Son muy felices, Norman? No sabes cómo los
envidiamos Héctor y yo el día de su boda. Hemos hablado sobre ustedes
muchas veces.
—Qué bueno —dijo Norman.
Skye percibió tensión en la voz de Norman.
—¿Todo va bien? —le preguntó.
—Todo —respondió él.
Ella no pareció convencida y dijo:
—Yo deseo que seas feliz. Sabes que después de Héctor tú eres a quien
más quiero en el mundo.
—Dios te bendiga —respondió Norman—. Y a propósito déjame que yo
te dé una noticia. He decidido adoptar a un niño.
—¡Adoptar! —exclamó Skye sorprendida—. ¿Pero por qué?
Norman le contó acerca de Billy y aunque ella guardó silencio él
comprendió que a Skye eso le pareció extraño.
Cuando ella finalmente colgó; Norman dejó el aparato y permaneció
inmóvil un rato.
Estaba pensando no tanto en la felicidad de Skye sino en la suya propia y
en el niño que había decidido tomar bajo su custodia.
A menudo Norman había pensado en tener un hijo propio. En los últimos
años lo había deseado más que nada en la vida, pero su matrimonio con
Evelyn había resultado un desastre.
Y en Carlotta él había admirado su fuerza, su belleza y su juventud y
había pensado que sería una madre perfecta para sus hijos.
La herida que ella le había causado durante la noche de bodas era más
profunda de lo que él quería aceptar.
Le había destrozado no sólo las ilusiones de los últimos meses sino
también los sueños de muchos años de soledad.
Norman no había tenido un hogar desde la muerte de su madre y Alice
jamás podría reemplazar a una madre o una esposa.
En Carlotta había esperado encontrar la gentileza de su madre… De la
mujer amada, Norman deseaba ternura al igual que pasión, comprensión
maternal e intuición de una amante.
Su matrimonio con Evelyn lo había dejado inseguro y temeroso de las
mujeres. Ahora consideraba los intentos de aproximación por parte de
Carlotta como una trampa para cautivarlo y herirlo.
Se juró que el amor había terminado para él. Le había fallado en dos
ocasiones y no le daría otra oportunidad de hacerlo infeliz.
Un orgullo que hasta ahora no había conocido lo obligaba a ocultar al
mundo que una vez más había fallado en su matrimonio.
No iba a decirle a nadie lo que había ocurrido entre él y Carlotta y
vivirían juntos como un matrimonio ante los ojos de los demás.
—Se casó conmigo por dinero —se dijo preso de rabia—. Pues lo tendrá.
Le daré todo cuanto quiera.
Hacía planes, los planes de un hombre frustrado que ha sido herido y que
a su vez desea herir. Le escribió a la joyería Cartier pidiéndole que tuvieran
lista una selección de brazaletes de brillantes para su próxima visita a
Londres.
Le compró a Carlotta un auto, el más caro y lujoso que pudo encontrar y
le depositó en el banco grandes sumas de dinero a su nombre.
Ella tendría que reconocer que al menos él cumplía su parte del trato.
También planearía el futuro de Billy.
—Quizá un día el pequeño me suceda en la fábrica —se decía—. Tengo
que dejársela a alguien.
Norman era un idealista. Desde hacía muchos años había planeado que
Skye se casara con un hombre que tomara el lugar de él a su muerte.
Aquellos sueños ya se habían desvanecido pero ahora tenía en Billy en
quien pensar.
Trató de borrar de su mente todos los recuerdos tiernos que tuviera de
Carlotta.
«Fui un tonto al pensar que una felicidad así podría ser mía», pensó. Se
vio a sí mismo triste, determinado, sin afecto.
Debía renunciar a todo aquello y dedicarse a trabajar por la prosperidad
de su fábrica y por el bienestar de quienes laburaban en ella.
Se alegraba de que Skye hubiera podido lograr que las cosas resultaran
como ella quería. Decidió escribirle de inmediato y darle como regalo la
mesada que ella había rechazado. Sería una cantidad generosa, pues él
deseaba que ella no tuviera que preocuparse por dinero en su nueva vida.
Pero Skye iba a alejarse de él. Un sentimiento de soledad lo invadió. Una
vez más, sintió que la fábrica era su única amiga.
Quería escapar de sus pensamientos. Se sentó en la cama y tomó los
periódicos que estaban junto a él.
Cuando el mayordomo vino le pidió que le trajera a Billy.
—Quiero hablar con él mientras me visto. ¿Está listo mi baño?
—Sí, Sir Norman y le he preparado un traje azul.
—Está bien —respondió él.
Se levantó de la cama, caminó lentamente hacia la ventana y permaneció
unos minutos contemplando el jardín que rodeaba la casa. Era muy apacible.
Pero a Norman no le complació lo que miraba. Era como la vejez que
llegaba poco a poco para separarlo del campo de batalla y de la vitalidad.
—Hay tanto aún por hacer —dijo con voz alta en tono de desafío.
Llamaron a la puerta y el mayordomo entró.
—¿Y bien? —inquirió Norman impaciente.
—El pequeño se ha marchado, Sir Norman —informó el mayordomo.
—¿Que se ha ido? —exclamó Norman—. ¿Adónde, cómo?
—Se fue después del desayuno.
—¿Pero a dónde fue?
—Milady se lo llevó con ella.
—Dile a la doncella de milady que venga —indicó Norman.
Cuando Elsie llegó, Norman notó que estaba preocupada.
—¿A dónde fue milady? —le preguntó.
—No lo sé —respondió Elsie temblando—. Me dijo que empacara la
mayor cantidad de ropa posible y se fue en su auto a las siete y media. Se
llevó al niño también. No le dijo a nadie adonde se dirigía.
Norman la miró por unos momentos y luego dijo:
—Eso es todo, gracias.
Capítulo 25

orman se vistió en menos de quince minutos. Se apresuró a bajar y


N entró en la biblioteca desde donde tocó el timbre. Cuando el
mayordomo entró le preguntó sobre Carlotta pero éste no pudo informarle
nada más que lo que le había dicho ya Elsie.
Carlotta había salido de la casa a las siete y media llevando a Billy y una
gran cantidad de equipaje.
Había ordenado que le trajeran el auto y cuando lo hicieron ella despidió
al chofer y se fue conduciendo ella misma.
Los sirvientes comenzaron a especular sobre lo que había ocurrido, pero
Norman no hizo nada por aclarar la situación, ni por ocultar su propia
sorpresa.
Simplemente trató de encontrar alguna clave sobre el destino de Carlotta
pero como sus esfuerzos fueron en vano, mandó a todos de regreso a sus
labores.
Subió a la habitación de Carlotta la cual se encontraba en un completo
desorden.
Elsie lloraba en medio de todo. Le tenía miedo a Norman y al verlo entrar
se escabulló dejándolo solo.
Él permaneció un momento de pie en el centro del cuarto. Era la primera
vez que había entrado allí desde que Carlotta llegara a la casa.
Sobre el escritorio había una serie de papeles. La mayoría eran cuentas,
muchas sin abrir.
También había una carta. La tomó, pero al ver la firma no sintió
curiosidad por leerla, era de una mujer.
Una palabra le llamó la atención: Hollywood.
Leyó lo que Honey había escrito. Por fin había algo que quizá podría
ayudarlo. Tomó la carta y regresó a la biblioteca. Enseguida pidió una
llamada a Londres con Magda. Después de unos minutos, la operadora le
informó que la señora Lenshovski no podía tomar la llamada, pero que la
señora Payne se encontraba allí.
—Comuníqueme con ella —pidió Norman.
Un momento después escuchó la voz agitada de Leolia.
—¿Eres tú Norman? Estaba por hablarte. Me temo que tengo malas
noticias para Carlotta.
—¿Qué sucede? —preguntó Norman.
—Magda sufrió un infarto esta mañana —le informó Leolia—. El doctor
acaba de estar aquí y va a enviar una enfermera. Magda está inconsciente y
estamos muy preocupados.
—Lo siento —dijo Norman.
—¿Le quieres decir a Carlotta que venga de inmediato? Considero que
debe estar aquí.
—Se lo diré —asintió Norman—, e iremos lo antes posible. ¿Hay algo
que pueda hacer?
—Nada, gracias —respondió ella.
Él se dio cuenta de que la anciana estaba llorando y después de algunas
palabras de apoyo colgó.
No quiso aumentar su sufrimiento diciéndole que no tenía idea de dónde
se encontraba Carlotta. Por lo pronto sabía que no estaba con Magda.
Tomó el Times y leyó rápidamente la lista de salidas de los trasatlánticos.
Había un barco que salía para Nueva York a medio día.
Tomó de nuevo el teléfono y marcó el número de la fábrica.
—Tengan un avión listo en veinte minutos —ordenó.
Pidió su auto y mientras lo esperaba bebió una taza de café, pero rechazó
el desayuno que le habían servido en el comedor.
El mayordomo se acercó ansioso de ayudar, pero Norman lo alejó.
Cuando escuchó el auto se apresuró y lo abordó de un salto.
—Lo más rápido que pueda —le indicó al chofer.
Media hora más tarde, Norman volaba sobre las nubes y tuvo tiempo para
meditar. Esperaba que su intuición fuera correcta y que Carlotta hubiera
planeado reunirse con su amiga en Hollywood.
Se preguntaba por qué se había llevado a Billy con ella.
Entonces comprendió que Carlotta estaba celosa y no deseaba dejarle al
niño a quien él le había prestado tanta atención durante los últimos días. Ella
quería herirlo, llevándoselo.
Algo, además del orgullo había sido herido en ella. ¿Sería posible que lo
quisiera aunque fuera un poco?
Parte de la amargura que le había paralizado los sentimientos desde la
noche de la boda pareció esfumarse.
Vio a Carlotta como una niña destrozada por sus emociones, su
temperamento inestable y fuera de control. La vio desafiándolo y luego
tratando de ganar de nuevo su amor y su interés en ella.
Comprendió también que ella se había desconcertado y luego asustado al
ver que su coquetería y su belleza no habían logrado conquistarlo de nuevo.
El mundo se había derrumbado alrededor de Carlotta. Ella también estaba
sola, pero sin la experiencia que él tenía por haber probado antes la soledad.
«Lo siento por ella», pensó, «y la amo».
Ella lo había herido. Pero él aún la amaba, todavía la deseaba. Aún sentía
que podía cuidarla y mostrarle la felicidad.
Le parecía que el avión avanzaba demasiado lento. Sentía la urgencia de
estar con ella, de verla de nuevo…
Se controló a sí mismo y a sus pensamientos. Había escuchado a Carlotta
decirle que no lo amaba y que se había casado con él por su dinero.
¿Cómo podía ser tan insensato de seguirla amando? ¿Por qué iba a
arruinar su vida por una mujer para quien él no significaba nada?
Trató de pensar en otras cosas. Se dijo que él corría en busca de su esposa
simplemente para decirle que su madre adoptiva estaba muy enferma.
Pero a pesar de eso, comprendía que aquella persecución era una lucha
por su felicidad. Por última vez buscaba el cariño de ella. Si fracasaba ahora,
sería el fin…
Se preguntaba qué le habría dicho Carlotta a Billy. De alguna manera se
alegraba de que él niño estuviera con ella. Con él a su lado, sería un poco más
cuidadosa.
Ella le llevaba tres horas de ventaja y en más de una ocasión sacó su reloj
y se preguntó si sería demasiado tarde. El viento estaba en contra y retrasaba
su llegada.
Eran ya casi las once cuando llegaron al aeropuerto de Southampton. Un
auto esperaba a Norman.
—¡A los muelles! —ordenó él.
Les llevó algún tiempo atravesar las estrechas y congestionadas calles de
Southampton. Ya en el muelle, los pasajeros subían al gran trasatlántico y la
carga era depositada en las bodegas.
Por todas partes había la actividad febril que suele acompañar la salida de
un gran barco.
Norman se dirigió a la oficina del comisario de a bordo para hacer
averiguaciones. Se preguntaba si Carlotta viajada bajo su propio nombre o
con el de casada. Después de algunas demoras, por fin le informaron el
número de la cabina de ella. Entró a buscarla.
Llamó a la puerta. Por un momento no obtuvo respuesta. Después una
voz dijo:
—Adelante.
Él abrió la puerta.
Carlotta estaba sentada sobre la cama en actitud de abandono, Billy
jugaba en el suelo.
Fue el niño quien vio primero a Norman y con un grito de alegría corrió
hacia él.
—Me voy a América en este gran barco —exclamó.
Carlotta alzó los ojos y su mirada se encontró con la de Norman.
—¿Por qué te vas? —preguntó él, hablando con gravedad.
Sin escoger las palabras ella le respondió con la verdad.
—Porque… soy… muy… infeliz.
—Lo siento Carlotta… lo siento mucho.
Ella volvió el rostro hacia la pared.
—Ya es demasiado tarde. Tú no me vas a perdonar… nunca. Y yo no
puedo… soportar más… ya no tengo… esperanzas.
Norman se acercó y le puso la mano sobre el hombro.
Ella se estremeció al sentir el contacto de él y luego permaneció inmóvil.
—Carlotta —dijo él—. Tienes que regresar a Londres de inmediato.
Magda está grave.
Carlotta dejó escapar un grito.
—¡Magda grave! ¿Qué ha ocurrido? ¡Dímelo! Pronto.
Norman le tomó la mano.
—Tuvo un infarto leve. Leolia me habló esta mañana. Quiere que vengas
de inmediato.
Carlotta estaba muy pálida. Se puso de pie y tomó el abrigo y la bolsa que
estaban junto a ella.
—Debo ir —dijo temblando—. ¿Me llevas?
Norman hizo sonar el timbre y cuando el camarero entró, le dio
instrucciones sobre el equipaje. Y llevando a Billy de la mano siguió a
Carlotta a través del pasillo hacia la salida.
Mientras viajaban, Carlotta se volvió hacia Norman quien permanecía
sentado a su lado y habló por primera vez desde que salieron de la cabina.
—¿Llegaremos demasiado… tarde? —preguntó.
—Espero que no —repuso él.
Ella temblaba y él vio que a sus ojos asomaban las lágrimas. Abrió la
bolsa buscando un pañuelo y él le ofreció el suyo.
—Si sólo hubiera ido a verla —dijo Carlotta con voz muy baja—. ¿Por
qué no lo hice en lugar… de venir aquí?
—Llegaremos a su lado en dos horas —le aseguró Norman tratando de
calmarla.
—Magda… mi querida Magda… —susurró Carlotta.
No pudo contenerse más y de pronto el llanto la estremeció. Se cubrió el
rostro con las manos.
Instintivamente, Norman la envolvió en sus brazos. Carlotta no se resistió
y apoyó la cabeza sobre el hombro de él.
—Si ella… muere, será el fin —sollozó—. Me quedaré sola, sin nadie…
que… vele por mí.
—Mi niña —susurró Norman—. Eso no es cierto.
—Lo es, lo es —respondió Carlotta—. Ella me amaba. Ella era la única
persona. Me he sentido tan miserable… Norman, ¿por qué me odias?
Él casi no podía escuchar sus palabras.
El llanto de ella afectó a Billy quien comenzó a sollozar y se apretó contra
Norman.
Norman puso su otro brazo alrededor del niño.
—Cuida de mí… Norman. No puedo… soportar más —suplicó Carlotta
—. Yo no lo entendía, pero te amo… pero tú… nunca me… creerás.
Lloró con desesperación.
—Yo creí amar a Héctor sólo porque él… no me… quería.
Norman se sorprendió.
—Y yo… creía que… sólo quería… tu dinero —continuó Carlotta—.
Pero fui una… tonta. Odio tu dinero… te quiero a ti… a ti… a ti.
Su voz era incoherente ahora y se desplomó, sollozando.
Billy lloraba también.
Norman los miró a los dos y una extraña expresión suavizó la severidad
de su rostro.
Comprendió que aquel momento era el principio de una vida familiar
plena de unión y de ternura.
—Ya todo pasó, mi amor —dijo él—. Ya todo pasó.

FIN
BARBARA CARTLAND nació el 9 de julio de 1901 en Kings Norton, Lancaster,
Inglaterra y se crió en Edgbaston, Birmingham, como única hija, e hija mayor
de un oficial de la armada británica, el mayor Bertram Cartland y de su
esposa Mary (Polly), Hamilton Scobell. Su familia era de clase media. Su
abuelo, James Cartland, se suicidó.
Su padre murió en una batalla en Flandes, Bélgica, durante la Primera Guerra
Mundial. Su enérgica madre abrió una tienda de ropa para mantener a
Barbara y sus dos hermanos, Anthony y Ronald, ambos muertos en batalla en
1940, durante la Segunda Guerra Mundial.
Barbara fue educada en Malvern Girl’s College y en Abbey House, una
institución educativa de Hampshire. Después fue periodista de sociedad y
escritora de ficción romántica. Cartland admitió que la inspiró mucho Elinor
Glyn, una autora eduardiana, a la que idolatró y llegó a conocer.
Fue una de las escritoras anglosajonas con más éxito de novela romántica.
Era toda una celebridad que aparecía con frecuencia en televisión, vestida de
color rosa de la cabeza a los pies y con sombreros de plumas, hablando del
amor, el matrimonio, la política, la religión, la salud y la moda. Criticaba la
infidelidad y el divorcio, e iba en contra del sexo antes del matrimonio.
Trabajó como columnista para London Daily Express y publicó su primera
novela Jigsaw en 1923, que fue superventas. Comenzó a escribir piezas
picantes, como Blood Money (1926).
Barbara Cartland entró en el Libro Guinness de los récords como autora más
vendida del mundo en el año 1983. Sus 723 obras han sido traducidas a más
de 36 idiomas, y según la propia autora, escribía a razón de dos novelas por
mes. En 1991, la reina Isabel II la condecoró como Dame Commander de
Orden del Imperio Británico en honor a los 70 años de contribución literaria,
política y social de la autora.
Falleció el 21 de mayo de 2000 y fue enterrada en Camfield Place, su
mansión del norte de Londres, vestida con su color favorito, en un féretro de
cartón y al pie de un roble que plantó la reina Isabel I en 1550.

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