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Barreras rotas
Pyramid - 78
ePub r1.0
jala 21.05.16
Título original: Broken barriers
Barbara Cartland, 1938
Traducción: Rodolfo Sánchez A.
Ilustraciones: Francis Marshall
1938
***
***
C arlotta amaba las cosas bellas y las deseaba para ella. Pero sabía que nunca
las lograría dadas las circunstancias y supo ocultar su verdadero sentir ante
Magda.
Por otra parte disfrutaba de la agilidad mental y la jovial camaradería de
los actores con quienes trabajaba.
Le gustaba actuar siempre y cuando representara algo que le estimulara la
imaginación.
Cuando conoció a Norman tuvo la sensación de que éste sería un hombre
que fácilmente cambiaría su vida actual. Era rico y tal vez lo sería más. Sin
embargo, lo sorprendente era que Carlotta consideraba que si ella se casaba
con Norman, le hacía un favor a él.
«Yo soy una Romanoff», se dijo. «Y él es sólo un buen trabajador».
Ella no era capaz de valorar los esfuerzos de Norman. Sólo veía que tenía
dinero. Apreciaba el oro, no al hombre. Le gustaba estar con él pero le
resultaba difícil apreciar al hombre sin lo que éste tenía.
Para Carlotta pasear con Norman significaba un Rolls-Royce que la
esperaba a la salida del teatro. Orquídeas en su hombro, la mejor mesa en un
restaurante, el servicio esmerado de muchos criados, comidas deliciosas y
vinos selectos.
Norman le brindaba una sensación de bienestar, de lujo y de seguridad,
por lo que le era muy fácil aceptar sus atenciones.
Algo en el tono de urgencia de él la había alterado.
Por un momento supuso que iba a darle malas noticias y se tranquilizó al
saber que lo único que él buscaba era su compañía.
Sin embargo, cuando Norman colgó el auricular permaneció junto al
teléfono pensando.
Su instinto le decía que Norman estaba enamorado de ella aunque él no se
lo hubiera dicho. Pero ella no se sentía preparada para darle una respuesta.
Ella pretendía demasiado; más de lo que Norman podría ofrecerle; mucho
más de lo que ella podría expresar en palabras.
Carlotta comprendió que ella también quería amar y vivir el amor pleno.
Nunca lo había conocido; jamás había experimentado aquella sensación
que tenía el privilegio de hacer que una mujer enamorada lo olvidara todo,
incluyendo ambición y convencionalismos.
Extendió los brazos en un gesto de deseo. Miró su rostro reflejado en el
espejo, sus ojos llenos de un destello desconocido, sus labios rojos y
ligeramente voluptuosos.
El teléfono sonó de nuevo.
—Hola —habló ella.
Fue Héctor quien le respondió.
—¿Eres tú, Carlotta? No sabes cuánto me alegra. Temí que hubieras
salido. Escucha, me regalaron dos boletos para el Zoo de esta tarde. ¿Puedes
venir conmigo? Por favor di que sí.
Carlotta dudó por un instante. Norman llegaría en cinco minutos y sabía;
que él estaba ansioso por verla. Más de lo de costumbre.
Sin embargo, por sobre todo deseaba salir con Héctor. Irían en un
autobús, harían todo de la manera más sencilla posible, pero sería divertido.
Todo lo iban a gozar entre risas porque ambos eran jóvenes y deseaban
vivir…
Tomó una decisión.
—Escucha —repuso—. Iré contigo, pero tengo que hacerlo enseguida.
Alguien vendrá a verme y si me encuentra ya no podré salir. Nos veremos en
Charing Cross en diez minutos. Te espero bajo el reloj, procura no llegar
tarde.
—Ponte una flor roja por si no te reconozco —comentó Héctor riendo—.
¡Eres un ángel! —Colgó.
Carlotta rió con júbilo. Sentía que iba a hacer una locura y no le
importaba. Por un momento pensó en Norman y la ansiedad se reflejó en sus
ojos. Pero rápidamente tomó su abrigo y su sombrero y salió corriendo de la
habitación.
Capítulo 7
kye se dejó caer sobre el pasto y los dos perros que la habían
S acompañado en su paseo hicieron lo mismo.
Había caminado por espacio de dos horas y se sentía agradablemente
cansada. Las piernas le dolían un poco después de permanecer tres meses en
Londres sin hacer ejercicio.
Era un hermoso día de mayo. El cielo se veía azul con algunas pequeñas
nubes blancas procedentes del mar y las colinas se extendían hasta
confundirse con el intenso azul. La pequeña laguna junto a la cual Skye se
había sentado yacía sobre las faldas de una colina y de allí un riachuelo corría
hacia el valle.
Muchas aves deambulaban junto a la laguna pues había sido una estación
bastante seca. Los pescadores de salmón se quejaban pero Skye estaba feliz
de poder disfrutar del sol. Le gustaba pescar, pero este año su abuelo había
dejado su bote en el río. Necesitaba el dinero que proporcionaba la renta de
éste. Aquello era el estado normal de las cosas en Glenholm. Skye recordaba
que durante su vida siempre se había hablado de pobreza y de dinero.
El páramo de caza había estado en malas condiciones durante las últimas
temporadas y no habían encontrado un inquilino para este año. A Lord Brora
le era indiferente alquilar el páramo pues ya era demasiado viejo para cazar.
Pero le encantaba pescar y el alquiler del bote lo había hecho rabiar.
Skye lo encontró malhumorado cuando llegó a visitarlo.
En ese entonces tenía pleito con el gobierno. El nuevo impuesto sobre
ingresos lo había hecho tenerse que apretar el cinturón más que de costumbre,
así que protestaba durante todas las comidas, feliz de tener a alguien que lo
escuchara.
Skye no le prestaba mucha atención.
—Tienes que pagar, abuelo —aconsejó—, así que por qué no hacerlo y
evitar problemas. Eso no te va a ayudar y después de todo es para el
rearmamento.
—Buena tontería —exclamó el viejo—. ¿Quién se atreverá a atacar al
Imperio Británico? Me gustaría saberlo.
Skye no quería verse envuelta en una discusión, intentó hablar sobre otros
temas pero fue inútil.
Cierto día, después de un desayuno tormentoso, Skye escapó hacia las
colinas. El aire fresco la hizo sentirse de nuevo en casa. Los perros se
regocijaron al verla regresar. No tuvo necesidad de llamarlos cuando
emprendió su paseo pues se le unieron de inmediato. Ascendió por la colina
que estaba detrás de la casa y luego bajó de nuevo hasta llegar a la pequeña
laguna que fuera su lugar favorito cuando era niña. Tenía calor y la laguna
estaba fresca. En unos segundos se despojó de su ropa y desnuda se sumergió
lentamente en el agua. Él agua fría fue subiendo hasta llegarle a la cintura.
Comenzó a nadar y el sol brillaba en sus ojos mientras avanzaba sobre la
superficie. Su cuerpo medio adormecido por el frío parecía de mármol.
Nadó hasta el otro lado de la laguna y de regreso corrió hacia donde lo
perros montaban guardia sobre su ropa. Éstos ladraron y ella se sacudió como
ellos lo hubieran hecho. Como lo había esperado sintió que la sangre
comenzaba a circular correctamente en su ser. Se sentía tan contenta que reía
mientras intentaba secáis con un pañuelo. El sol la calentaba y agitó los
brazos y las piernas para secarlos. Enseguida se tendió unos momentos sobre
el césped sintiendo el efecto de los rayos del sol sobre su cuerpo desnudo.
—Esto es perfecto —exclamó en voz alta.
Poco después se vistió nuevamente y cuando se amarraba los zapatos
levantó la vista y vio a un hombre que se aproximaba a la laguna por la otra
orilla.
Cuando éste se acercó a ella se irguió para enfrentarse con él.
—Está usted en propiedad privada —advirtió ella—. ¿Quién es usted?
Era un hombre de elevada estatura, así que ella tuvo que levantar la vista
para hablarle.
—Mi padre me envió para revisar una trampa que está en la colina —
respondió el interpelado.
Hablaba con voz educada así que Skye, sorprendida, preguntó:
—¿Su padre? ¿Quién es usted?
—Soy Héctor McCleod —respondió el hombre.
—¿El hijo de McCleod? —preguntó Skye—. Por supuesto, cómo se me
pudo olvidar. ¿Cómo estás Héctor? No te he visto desde que eras un niño.
—Lo extraño hubiera sido que te hubieras acordado de mí —repuso
Héctor—. Tenía quince años cuando te ayudé a sacar un pez del lago.
—Lo recuerdo muy bien —respondió Skye—. Fue mi primer salmón,
creo que nunca me sentí tan emocionada.
Hablaron sobre el incidente. Ella había enganchado un salmón. Era
grande y le tomó casi una hora cansarlo hasta que ya en aguas poco
profundas Héctor lo había metido en la red.
Lord Brora se había sentido orgulloso de su nieta.
Skye no había visto a Héctor desde aquella ocasión. Poco después su
madre se casó con Norman Melton y permanecieron la mayor parte del
tiempo en Londres.
Más tarde cuando regresó a Glenholm con más frecuencia, le dijeron que
Héctor se había ido a Edimburgo y sus viajes nunca coincidieron con los de
ella.
Skye siempre visitaba a la madre de Héctor cuando venía por unos días al
Castillo. Ésta vivía en una cabaña junto a las perreras y la señora McCleod
era famosa por sus pasteles.
Skye y ella acostumbraban tomar el té en el pequeño salón mientras la
señora McCleod le contaba los últimos chismes y las proezas de Héctor. Skye
recordó que en la última vez que la viera le había contado que él se marchaba
de Londres.
—Debo felicitarte por haber obtenido tu título en Edimburgo —dijo ella
—. He oído que estás trabajando para obtener el de Londres.
—Tuve suerte de que me heredaran una pequeña suma de dinero —
respondió él—. Quiero especializarme en bacteriología así que estoy usando
esa cantidad para mantenerme hasta pasar los exámenes.
—Pues te deseo suerte —expresó Skye.
Sintió interés por aquel muchacho de quien tanto había escuchado hablar.
Pero no lo hubiera reconocido pues él había cambiado completamente.
Tenía poco parecido con el anciano barbudo que era su padre y con los
jóvenes pelirrojos que eran sus hermanos.
Skye se volvió hacia la colina y caminó junto a Héctor.
—¿Te gusta Londres? —preguntó ella.
—Me gusta el trabajo.
—¿Y tienes muchos amigos allá?
—Uno o dos —contestó él.
Él mostró cierta reserva sobre su persona, pero empezaron a charlar sobre
otros temas, sobre medicina, la gente y la psicología. Héctor había estudiado
esa doctrina como parte de su carrera y se sorprendió al ver que Skye sabía
bastante sobre la materia.
—Me interesa mucho —le dijo ella—. He leído mucho al respecto.
—Pensé que estudiabas pintura.
—Trato —dijo Skye—, pero jamás voy a lograr ser una buena pintora.
Hay miles mejor que yo y hoy en día o se destaca en algo o se olvida.
—Eso resulta un poco drástico —comentó Héctor.
—Pero es verídico —dijo Skye—. Actualmente todo es profesional.
Antes, si alguien tenía un talento se aprovechaba al máximo. Ahora, ya sea en
los deportes o en el trabajo la gente quiere sólo lo mejor y si no puede ser de
primera línea será mejor que busque otro medio de expresión.
Héctor rompió a reír. Ella lo miró sorprendida y él se detuvo.
—Lo siento —se disculpó él—. No era mi intención hacerlo.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó ella.
Héctor se ruborizó.
—Es… que… parecías tan seria y a la vez no lo eres. ¿Me entiendes?
Skye sabía muy bien lo que quería decirle. Otros hombres ya le habían
dicho algo similar, quizá con palabras más floridas pero con la misma
esencia. Ella era demasiado bonita, pequeña y femenina como para dedicarse
a otra cosa que no fuera el agradar a los hombres.
Por primera vez desde que comenzara a hablar con Héctor ella sintió que
él había cambiado no en apariencia sino también en actitud hacia ella.
El padre y los hermanos de Héctor se dirigían a ella como señorita y con
el respeto que le correspondía por ser la nieta del amo. Pero ella estaba
hablando con Héctor de igual a igual…
Fue solo cuando él estuvo a punto de decirle un cumplido cuando se
abstuvo y cambió las palabras por otras menos galantes.
Ella lo miró y vio que él se comparaba favorablemente con los demás
hombres que conocía en Londres. Era bien parecido y llevaba su vieja ropa
con soltura y desenfado. También notó que era inteligente y que tenía una
expresión resuelta.
En aquel momento decidió cómo debía continuar la charla entre ellos y le
sonrió.
—Si piensas que soy demasiado bonita como para tener un cerebro, ¿por
qué no lo dices? —preguntó.
Héctor entendió que ella aceptaba una nueva relación entre ambos.
—Nunca he dudado que las mujeres bonitas tengan capacidad —aclaró él
—, pero lo que es dubitativo es si deben continuar el ejercicio profesional de
una carrera o no.
—Creo que no serás tan anticuado en tu concepto sobre las mujeres —
observó Skye.
—No, pero soy sensato —respondió él—. Quizá desde un punto de vista
teórico las mujeres puedan reclamar igualdad con los hombres; pero médica y
científicamente es imposible.
Se detuvieron para discutir y mientras hablaban se sentaron sobre el
césped. No tardó mucho Héctor en comprender que necesitaría de toda su
inteligencia para poder justificar sus argumentos. Skye era una contrincante
formidable.
Hablaron por más de una hora y al fin se encaminaron de nuevo hacia la
colina.
—Tu problema —opinó Skye—, es que te guías sólo por lo que te han
enseñado y no por tu propia experiencia. Únicamente repites lo que otros han
descubierto y no lo que tú has podido juzgar por ti mismo.
—Uno tiene que hacer eso hasta cierto punto —respondió Héctor.
—¿Por qué? —preguntó Skye—. De acuerdo en lo que a objetos
inanimados se refiere, pero en lo tocante a los seres humanos me parece que
las opiniones sacadas de los libros resultan inútiles. Las estadísticas sin un
toque humano son sólo un desperdicio de papel.
—¿No te parece que eso es una aseveración un poco drástica?
—¡Pruébame lo contrario! —lo retó Skye.
De pronto ambos rieron. Se miraron uno al otro y continuaron riendo.
—Tiene gracia —dijo Skye—. Lo último que pensaba cuando salí a
pasear esta mañana era tener una discusión de esta naturaleza.
—¿No pensarás que hay mucha gente en la aldea con quien puedas
discutir así? —preguntó Héctor.
—De modo que hasta la pobre mujer recibe un cumplido de vez en
cuando —exclamó Skye.
Habían llegado a la colina y ella miró su reloj y vio que faltaban pocos
minutos para la una de la tarde.
—Llegaré fuera de tiempo para la comida —dijo ella—. Adiós Héctor y
gracias por una agradable e interesante mañana —ella extendió la mano a la
vez que decía—: Estaré en la laguna mañana por si tienes algo más que
discutir.
Corrió colina abajo antes que él pudiera responder. Sabía que permanecía
mirándola pero no se volvió para comprobarlo. Sólo al llegar al castillo
comprendió que le sería imposible explicarle a su abuelo lo que había estado
haciendo esa mañana. Pero aún le pareció más difícil explicarse a sí misma lo
mucho que deseaba regresar a la laguna… al día siguiente. Decidió no decir
nada al respecto.
Capítulo 10
Querida Carlotta.
Necesito ver a una persona por asuntos de negocios. Te
espero en el bar a la una para comer. Tuyo, Norman.
Honey.
Carlotta leyó la carta con una sonrisa. Se sentía encantada de que Honey
hubiera recibido aquella oportunidad en el cine. Probablemente tendría éxito
pues era una buena actriz y poseía el físico que hacía falta en el cine.
Unas pocas semanas antes, Carlotta también se hubiera sentido fascinada
con la oportunidad de ir a Hollywood. Había hecho algunas pruebas para
películas inglesas y éstas habían resultado buenas. Pero los contratos no se
firmaron por el bajo sueldo que le ofrecían.
«Le mandaré un Telegrama», decidió Carlotta.
Fue al teléfono y tomó el auricular.
Cuando regresó, el té ya estaba listo y Billy miraba asombrado el plato
con pasteles.
—Pasteles dulces —le dijo a Carlotta—. ¿Hay una fiesta?
—Una fiesta muy pequeña —respondió ella—. Sólo tú y yo. Pero mejor,
porque así podremos comer más.
Se sirvió una taza de té y le dio a Billy un vaso de leche. Se esforzó por
entretener al niño, pero todo el tiempo su mente divagaba pensando en
Norman, en la gran fábrica que funcionaba día y noche produciendo
automóviles y aviones.
De pronto, los ojos se le cuajaron de lágrimas y antes que pudiera evitarlo
rodaron por sus mejillas.
Billy se levantó de su lugar en la mesa.
—¿Te duele algo? —preguntó.
Carlotta negó con la cabeza.
—No me hagas caso. Soy una tonta.
El niño se le acercó y de pronto le rodeó el cuello con sus bracitos y pegó
su carita a la de ella.
—No llores. ¿Tienes dolor?
Carlotta sonrió a pesar de las lágrimas.
—Eso es —asintió—. Tengo un dolor muy fuerte y no soy muy valiente.
—Tendrás que tomar medicina —le aconsejó Billy.
—Creo que ninguna medicina me podrá ayudar —respondió Carlotta.
Él la miró muy serio.
—Debe ser un dolor muy fuerte —murmuró él.
—Lo es —dijo Carlotta con una sonrisa—. Acaba de tomar tu leche,
querido. Yo iré a mi habitación.
Salió del comedor y corrió escalera arriba hacia su dormitorio. Cuando
estuvo dentro cerró la puerta.
Una intensa desesperación que no le permitía ni siquiera llorar, se
apoderó de ella. Le parecía que podía ver su corazón y que dentro sólo había
un enorme vacío sin esperanza.
«¿Qué voy a hacer?», se preguntó.
Había perdido toda confianza en sí misma.
Ya no consideraba a Norman como el hombre de poca importancia que la
amaba.
Él tenía algo que a ella le faltaba y que estaba más allá de su alcance.
—Yo lo ataqué y lo herí a propósito —susurró para sí.
Repitió las palabras con voz alta y paseó por la habitación sintiéndose
como una prisionera que no tiene la menor posibilidad de escapar…
Sintió un súbito deseo de huir a Londres para ver a Magda y contarle todo
lo ocurrido. Pero ni siquiera a Magda podía decir la manera como se había
comportado con Norman. Recordó las palabras que le había dicho su madre
adoptiva el día de la boda.
Ella las había ignorado. Había endurecido su corazón y permitido que la
amargura la cegara a todo por su absurdo deseo hacia Héctor.
¡Qué tonta había sido! Y aquello era el resultado: un matrimonio que no
era matrimonio y un esposo que la despreciaba y a quien no podía culpar.
Después de un buen rato, Carlotta se cambió de vestido, se arregló el
maquillaje y bajó.
Norman había llegado de la fábrica y estaba jugando con Billy. Le había
traído un tren en miniatura y lo estaban armando sobre la alfombra del salón
principal.
Carlotta los miró por un momento antes que ellos se dieran cuenta de su
presencia.
Billy levantó la vista.
—Ven a ver mi regalo —exclamó con júbilo—. Mira, tengo un tren y es
mío.
—Y parece muy bonito —comentó Carlotta acercándose.
Norman no levantó la vista. Estaba arrodillado uniendo los rieles unos
con otros. Ella lo miró con la esperanza de que él le hablara.
—Disfruté mucho la visita a la fábrica —empezó a decir Carlotta.
—Me alegro —respondió Norman sin mirarla.
—Es maravilloso pensar que tú eres el dueño —continuó ella.
—Sí, produce muy buenas ganancias —respondió él.
Ella sintió como si le hubieran propinado una bofetada. A duras penas
ahogó las palabras que estuvieron a punto de salir de su boca.
Desde un asiento junto a la ventana observó a Norman que arreglaba las
vías del tren para hacerlas pasar bajo el piano y entre algunos de los muebles.
Luego le dio cuerda a la máquina y la probó sobre los rieles. Parecía
completamente absorto en lo que estaba haciendo y Billy lo observaba con
los ojos muy abiertos.
Carlotta pensaba que a cada momento descubría una nueva faceta en el
carácter de aquel hombre con el cual se había casado y que aún era un
desconocido para ella.
«¿Quién hubiera pensado que Norman fuera tan paciente con los niños?».
Cada día aprendía más, pero sentía que ya era demasiado tarde.
Billy no se fue a la cama hasta que ellos subieron a vestirse para la сеna.
Carlotta bajó media hora más tarde justo cuando sonó el gong y Norman
ella entraron en el comedor.
Hablaron sobre frivolidades mientras los sirvientes estuvieron presentes,
pero cuando se quedaron solos ella le hizo una pregunta:
—¿Viste al doctor Matthews hoy? —preguntó—. ¿Qué te dijo sobre
Billy?
—He decidido adoptar al niño —respondió Norman—. Tendrá una
institutriz aquí en la casa hasta que tenga edad suficiente para ir a la escuela.
Es un buen chico y creo que con una buena educación puede llegar lejos. Y
siempre habrá trabajo para él en la fábrica.
Después de una pausa continuó:
—Voy a poner una pequeña cantidad de dinero a su nombre y después la
iré incrementando.
—Me alegra que hayas tomado esa decisión —expresó Carlotta—. Es
cariñoso y lo educaron muy bien. Sus padres debieron ser personas muy
agradables.
—Me gustan los niños —comentó Norman sirviéndose una copa de
brandy—, y como parece que no voy a tener hijos, Billy tomará el lugar de
ellos.
Carlotta apretó las manos.
—Norman —habló con voz ronca—, ¿es necesario que… continuemos
así… para siempre?
Norman la miró y levantó los ojos.
—¿Continuar cómo? —preguntó él.
—¿No puedes perdonarme? —suplicó Carlotta—. ¿No vas a olvidar
jamás lo que sucedió la noche de nuestra boda?
Se produjo una pausa llena de tensión.
—Es muy amable de tu parte pedir mi perdón —habló Norman
lentamente escogiendo las palabras con cuidado—. Por supuesto que lo tienes
si así lo deseas, pero te aseguro que no hay nada que perdonar. Me gusta
escuchar la verdad, la prefiero a la hipocresía en cualquier momento.
—Pero no era la verdad —insistió Carlotta—. Te juro Norman que…
—Mi querida —interrumpió—, no debes tentar demasiado mi credulidad.
¿Y por qué esforzarte tú misma? Ambos hemos tenido un largo día. ¿Por qué
no pasamos al salón?
Se puso de pie y abrió la puerta. Y precisamente cuando ella le iba a
responder vio a un lacayo en el pasillo.
Salió del comedor pero no fue al salón sino que corrió escalera arriba a su
habitación.
—No hay esperanzas —gimió cuando estuvo a solas en su dormitorio—.
¡Dios mío! Yo deseo que él… me… ame.
Ocultó la cara entre las manos, pero su rostro estaba seco. Sólo quedaba
un camino…
Capítulo 24
FIN
BARBARA CARTLAND nació el 9 de julio de 1901 en Kings Norton, Lancaster,
Inglaterra y se crió en Edgbaston, Birmingham, como única hija, e hija mayor
de un oficial de la armada británica, el mayor Bertram Cartland y de su
esposa Mary (Polly), Hamilton Scobell. Su familia era de clase media. Su
abuelo, James Cartland, se suicidó.
Su padre murió en una batalla en Flandes, Bélgica, durante la Primera Guerra
Mundial. Su enérgica madre abrió una tienda de ropa para mantener a
Barbara y sus dos hermanos, Anthony y Ronald, ambos muertos en batalla en
1940, durante la Segunda Guerra Mundial.
Barbara fue educada en Malvern Girl’s College y en Abbey House, una
institución educativa de Hampshire. Después fue periodista de sociedad y
escritora de ficción romántica. Cartland admitió que la inspiró mucho Elinor
Glyn, una autora eduardiana, a la que idolatró y llegó a conocer.
Fue una de las escritoras anglosajonas con más éxito de novela romántica.
Era toda una celebridad que aparecía con frecuencia en televisión, vestida de
color rosa de la cabeza a los pies y con sombreros de plumas, hablando del
amor, el matrimonio, la política, la religión, la salud y la moda. Criticaba la
infidelidad y el divorcio, e iba en contra del sexo antes del matrimonio.
Trabajó como columnista para London Daily Express y publicó su primera
novela Jigsaw en 1923, que fue superventas. Comenzó a escribir piezas
picantes, como Blood Money (1926).
Barbara Cartland entró en el Libro Guinness de los récords como autora más
vendida del mundo en el año 1983. Sus 723 obras han sido traducidas a más
de 36 idiomas, y según la propia autora, escribía a razón de dos novelas por
mes. En 1991, la reina Isabel II la condecoró como Dame Commander de
Orden del Imperio Británico en honor a los 70 años de contribución literaria,
política y social de la autora.
Falleció el 21 de mayo de 2000 y fue enterrada en Camfield Place, su
mansión del norte de Londres, vestida con su color favorito, en un féretro de
cartón y al pie de un roble que plantó la reina Isabel I en 1550.