Está en la página 1de 398

SINNERS

SOMME SKETCHER
Sinopsis Capítulo 21
Créditos Capítulo 22
Aclaración Capítulo 23
Prólogo Capítulo 24
Capítulo 1 Capítulo 25
Capítulo 2 Capítulo 26
Capítulo 3 Capítulo 27
Capítulo 4 Capítulo 28
Capítulo 5 Capítulo 29
Capítulo 6 Capítulo 30
Capítulo 7 Capítulo 31
Capítulo 8 Capítulo 32
Capítulo 9 Contáctame
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Nada bueno sale de una pelirroja con un vestido robado y sus posesiones mundanas
a sus pies.
Debería haber sabido que era problemática cuando el humo y el pecado la siguieron
hasta mi bar y me retó a un juego.
Puede que ganara mi reloj, pero empezó una guerra.
Cuando me quitó el Breitling de la muñeca y se lo puso en la suya, anunció con
júbilo que era la chica más afortunada del mundo.
Sí, afortunada para todos menos para mí.
Porque en el momento en que sus botas embarradas bajaron las escaleras y subieron
por mi columna vertebral, mi imperio empezó a desmoronarse.
Mi encanto de seda se está arrugando.
Mi fachada de caballero se está resquebrajando.
Mis enemigos se acercan.
Tal vez la adivina tenía razón:
La Reina de Corazones me arrastrará al infierno.
Al menos es maravillosamente cálido entre las llamas.

ROMANCE OSCURO MAFIOSO - DE ENEMIGOS A AMANTES - DIFERENCIA


DE EDAD – SLOW BURN
Este trabajo es de fans para fans, ningún participante de este proyecto ha recibido remuneración
alguna. Por favor comparte en privado y no acudas a las fuentes oficiales de las autoras a solicitar
las traducciones de fans, ni mucho menos nombres a los foros, grupos o fuentes de donde
provienen estos trabajos, y por favor no subas capturas de pantalla en redes sociales.

¡¡¡¡¡Cuida tus grupos y blogs!!!!!!


Estimado lector:

Gracias por comprar un ejemplar de .

Espero que te guste leerlo tanto como a mí me gustó escribirlo.

Quería recordarles que es el primer libro de un dúo.

Termina en suspenso, y la historia concluye con Sinners Consumed. Si no has leído


Sinners Anonymous, te recomiendo encarecidamente que lo leas primero, porque gran
parte de la trama se traslada de ese libro a éste.
Antes de que te sumerjas, debes saber que este libro es un romance oscuro. Hay
varios factores desencadenantes, como hablar de alcoholismo, suicidio, asesinato,
agresión sexual y agresión sexual a menores. Por favor, lea bajo su propio riesgo.
Con amor,
Somme x
Antes

L
a llama del Zippo cobra vida, calentando la parte inferior de mi barbilla mientras
enciendo otro cigarrillo. Solo fumo cuando estoy aplazando algo.
Este es mi tercero en cinco minutos.
Inhalo, ennegreciendo mis pulmones con sustancias químicas que no puedo
pronunciar. Al exhalar, vuelvo a dejar caer la cabeza contra la pared y observo cómo
la bruma se funde con el cielo nocturno.
Joder.
Todos vamos a morir de todos modos.
Al otro lado de la calle, el carro cruje y la puerta se abre de golpe, arrojando un
resplandor anaranjado sobre el empedrado. Mis ojos se deslizan hacia ella y se
encuentran con la mirada de un gitano cabreado.
—¿Vas a quedarte ahí toda la noche? —Se cruza de brazos y se apoya en el marco
de la puerta—. Estás asustando a los clientes.
Lo último que debería hacer hoy es sonreír. No se sonríe el día en que se entierra a
tus dos padres, porque no hay nada divertido en ver cómo se echa tierra encima de tu
madre.
Pero no puedo evitar que la diversión frunza mis labios.
—Apostaría toda mi cartera de inversiones a que mi madre ha sido tu única cliente
desde la Gran Depresión. —Con el ceño fruncido, abre la boca para replicar, pero luego
se detiene y hace un barrido de la calle vacía.
—¿Dónde está tu madre?
Mi diversión se convierte en una risa amarga, alimentada por la ironía. Dejo caer el
cigarrillo y lo aplasto en el adoquín con el tacón de mi zapato.
—¿Tu bola de cristal necesita un pulido? Está a dos metros debajo, querida.
Me alejo de la pared y cierro la brecha que nos separa, subiendo de dos en dos los
viejos escalones hasta su remolque y deteniéndome a escasos centímetros de ella. Se
envuelve con su chal, y su mirada cautelosa salta al encuentro de la mía.
—Has estado bebiendo.
—¿Sí? Tal vez me equivoqué al decir que eras una farsante.
—No hace falta ser vidente para saberlo —dice, dando un paso atrás en el remolque
y sacudiendo un poco la cabeza—. Puedo olerlo en tu aliento. Si estás aquí para una
lectura, bueno, yo no leo para los intoxicados. El licor dificulta la visión de la fortuna.
Saco mi pinza para billetes, saco unos cuantos del rollo y los dejo caer a sus pies.
—Sin embargo, ves el dinero, seguramente.
Sus ojos se estrechan. Aprovecho su silencio y la empujo. Me acomodo los
pantalones del traje y me hundo en el taburete bajo frente a la mesa.
Se me escapa otra carcajada, esta con un sabor aún más amargo que la anterior. De
todos los lugares en los que debería estar esta noche, un remolque de gitanos en la
parte más asquerosa de Las Vegas no es uno de ellos. Me burlo de las luces y de las
velas porque no hacen nada para ocultar lo patético que es esto. Colchas y cojines de
estampados descoloridos, montones de tarjetas maltratadas acumulando polvo.
Detrás de mí, oigo las largas uñas rozando el suelo mientras la gitana recoge mi
dinero. Se sienta en el banco de enfrente y sus viejos huesos crujen.
—Siento lo de tu madre. —Coge una baraja y la parte en dos—. Pero doy lecturas
de Tarot, no soy una médium.
—No hablo con estafadores.
Sus fosas nasales se agitan.
—Significa que adivino la suerte con naipes. No hago contacto con los muertos.
—Menos mal que no estoy aquí para hacer una pequeña charla con el fantasma de
mi madre entonces.
Sus ojos se dirigen a los míos, primero con sorpresa, luego se oscurecen a un tono
más siniestro.
—Así que estás aquí para una lectura. Cuando viniste aquí con tu madre hace tres
semanas, te ofrecí una lectura y, a cambio, me amenazaste con quemar mi remolque,
junto conmigo dentro. —Inclina la cabeza, lanzando una mirada sospechosa sobre mis
rasgos—. Pero ahora has cambiado de opinión.
Supongo que sí.
Mamá estaba obsesionada con el destino. Vivió toda su vida según el giro de una
carta del tarot o el movimiento de una bola ocho1. La consumía. Ni siquiera podía ir a
Starbucks sin intentar dar sentido a los posos del fondo de su vaso de papel.
Yo soy un escéptico convencido, lo que resulta irónico si tenemos en cuenta que soy
propietario de un casino. Pero cualquier empresario sensato de cualquier sector sabe
que confiar en la suerte para tener éxito es como cerrar los ojos, inclinarse hacia el
viento y esperar que te lleve en la dirección correcta.
Hay habilidad, y hay probabilidades. Eso es todo. La suerte no es para los
optimistas; es para los perezosos y los desesperados.
Mi madre era una excepción; no entraba en ninguna de esas categorías. Tenía
esperanza en el corazón y dinero en el bolsillo, lo que la convertía en un día de pago
andante para charlatanes como ésta.

1 En una partida de billar americano, si algún jugador mete en la tronera la bola 8 antes de las que debe colar primero, pierde la partida. Así
pues, se puede imaginar que es un símbolo de riesgo o mala suerte...
Los adivinos, los psíquicos, los médiums: todos son tramposos. Y no hay nada que
odie más en este mundo que un tramposo.
Y sin embargo...
Me trago la piedra que tengo en la garganta y me froto el vello de la mandíbula.
Y sin embargo, esta vieja gitana frente a mí, sabía que mi mamá iba a morir.
—Lo sabías.
Lentamente, barre las cartas abiertas y las coloca en una pila ordenada.
—Tu madre sacó el dúo de la muerte.
Esa maldita frase. La primera vez que la escuché, me reí con incredulidad. Ahora,
no la encuentro tan graciosa.
Hace menos de un mes, mamá se había presentado en mi ático, cargada con una
bolsa de viaje y una chispa en los ojos. Me regaló un reloj para celebrar la apertura de
mi primer casino, Lucky Cat. Pero pronto quedó claro que su visita a la Ciudad del
Pecado no estaba motivada únicamente por el apoyo a mi difícil proyecto empresarial.
—Hay alguien a quien me gustaría ver —me dijo tímidamente, sentada en el bar de
mi sucio casino y tomando un Martini de limón—. Una adivina justo al lado de la calle
Fremont.
Puse los ojos en blanco, pero ella insistió. Es la mejor. Nadie en el noroeste del
Pacífico lee las cartas. Vamos Rafey, cuando en Las Vegas...
Había oscurecido la puerta del vagón durante toda la lectura, con los puños en los
bolsillos, asegurándome de que no la timaran más de lo que había aceptado.
Primero, sacó el Siete de Corazones. Una traición de un ser querido.
Entonces, la Jota de Diamantes. El portador de malas noticias.
Por último, la gitana había volteado el As de Picas.
El vagón se había quedado en silencio. Finalmente, mi mamá arrastró las palmas de
las manos sobre su falda y dijo:
—Bueno, entonces.
Ahora, me agarro al borde de la mesa y lanzo una mirada fulminante a la gitana.
—El dúo de la muerte —repito.
—¿Me estás diciendo en serio que todos los que sacan la jota de diamantes, seguida
del as de espadas, se desploman y mueren?
Ella se apoya en un hombro.
—Es una combinación rara.
—No es tan raro. La probabilidad de sacar las dos cartas consecutivas de una misma
baraja sin reemplazarlas es de una entre dos mil, seiscientos cincuenta y dos.
—Has hecho los deberes.
—No, he hecho las cuentas. —Me meto la mano en el bolsillo y rozo con los dedos
los dados—. Es la estadística. La ley de la probabilidad.
—No todo en este mundo se puede explicar con la razón o la lógica. —Hay un tono
de suficiencia en su tono; uno que me hace querer ahogar la vida de ella—. Pero estás
empezando a ver eso, ¿no? Si no, no estarías aquí.
Me paso la lengua por los dientes. Arrastro mis ojos hacia las vigas polvorientas que
sostienen el techo del vagón. Las probabilidades de que mi madre atrajera al supuesto
Dúo de la Muerte eran escasas, pero la serie de acontecimientos que ocurrieron en el
mes siguiente son casi imposibles de cifrar en una probabilidad estadística.
Mi madre murió de un ataque al corazón, a pesar de tener un certificado de buena
salud. Luego, menos de una semana después, mi padre murió de una repentina
hemorragia cerebral.
Suelto una carcajada de incredulidad. Una semana. Siete putos días; eso es todo lo
que ha hecho falta para acabar con la mitad de mi familia inmediatamente. Siete días
para que me quiten la alfombra de debajo de los pies.
Hoy, ha sido Angelo quien ha tirado del último centímetro cuadrado de dicha
alfombra con su repentino anuncio.
No voy a volver a Devil's Dip.
Estábamos al borde del acantilado, a un metro de los cuerpos recién enterrados de
nuestros padres, cuando nos lo dijo. No fue un bombazo, sino un susurro venenoso;
murmuró las palabras en voz tan baja que creí que el viento me estaba engañando.
Pero con una sola mirada a sus ojos oscuros, vi turbulencia y una resolución férrea.
Supongo que soy un mentiroso. De alguna manera creo en el destino. Como todo
made man2, el camino de mi vida ha sido trazado desde el día en que nací. Mi padre
era el capo de Devil's Dip, y era un hecho que una vez que muriera, el título pasaría a
Angelo, mi hermano mayor. También era un hecho que yo me convertiría en su
subjefe, y Gabe, nuestro hermano menor, en su consigliere.
He aprendido una dura lección en siete días. Porque ahora Angelo está al otro lado
del Atlántico, Gabe está en no sé qué sitio, y yo me he quedado al final de mi supuesto
camino, solo, preguntándome a dónde se fue el camino.
La Cosa Nostra es mi vida, y he pasado la mayor parte de mis veinticinco años
preparándome para ese papel de subjefe.
Prácticas en Goldman Sachs y JP Morgan. Un máster en la Escuela de Negocios de
Harvard. Diablos, la única razón por la que compré un casino en Las Vegas fue para
aprender las cuerdas antes de construir mi legado en casa.
En casa. Joder. Siempre he pensado que mi hogar es donde está mi familia, pero
ahora no estoy tan seguro. Sé que siempre puedo volver a la Costa. El tío Alberto me
aceptaría como Caporegime3 para el equipo de Devil's Cove, o si quisiera tener las
manos limpias, me daría un puesto en la junta directiva de su empresa de whisky en
Devil's Hollow.
Pero ser un lacayo no está en mi sangre. He nacido para construir un imperio, no
para poner los ladrillos de otros.
—Reparte las cartas.
Mi voz suena más segura de lo que me siento. La mirada de la gitana se detiene en
la mía, luego toma el mazo, lo baraja y pone dos cartas conocidas sobre la mesa entre

2 Hombres de la mafia.
3 Cada caporegime (también llamado Capo) dirige un regime, que es un grupo de soldados. En cada familia hay un número variable de regimes
que van en lo normal desde dos hasta cinco, pero se sabe de familias muy grandes con 7 o 9 regimes
nosotros.
La última vez, había hecho llorar a mi madre y yo había buscado sangre. Le dije que
esperara fuera y cerré la puerta de una patada con la punta del ala. Justo cuando la
llama de mi Zippo cobró vida, la gitana levantó las manos y dijo:
—Espera. Tus cartas siguen gritándome.
Le había gruñido algo acerca de que era una farsante y que no se saldría con la suya
al estafar a dos Visconti, y menos en el mismo puto día.
Pero hoy es diferente. Ahora estoy sentado en el mismo taburete en el que se sentó
mi madre hace menos de un mes, con la inquietud burbujeando bajo mi piel. Mi mano
no sujeta un mechero, sino mis dados, y los aprieto tan fuerte que están a punto de
convertirse en uno con mi palma.
—Como intentaba decir la última vez, tu carta aún no ha sido repartida. Tu destino
no ha sido sellado. —Respira con fuerza y se frota las sienes—. Sí, definitivamente son
tus cartas. Me gritan aún más fuerte que la última vez. Apenas puedo escuchar mis
pensamientos.
Me sale una réplica sarcástica, pero me la guardo. En lugar de ello, miro fijamente
las dos cartas con imágenes que tengo delante.
El Rey de Diamantes y el Rey de Corazones.
—Explícalo de forma que no me den ganas de atravesar la pared con el puño —digo
con toda la calma que puedo. Cuando empieza a hablar, levanto la mano para
silenciarla—. Y que te escuche no significa que me crea la mierda que sale de tu boca.
Endereza la columna vertebral.
—En mi forma preferida de tarot —dice con cuidado—, creemos que a cada alma se
le asigna una carta mucho antes de venir a esta tierra. Se llama Llamada de cartas. Las
cartas suelen ser imprecisas, cada palo y valor representan el significado más amplio
o el propósito de la propia vida. Por ejemplo... —Coge la baraja, saca la carta superior
y me la enseña. Es el diez de tréboles—. Si un alma es llamada por el Diez de Tréboles,
normalmente se siente atraída por los viajes. Tal vez estén destinados a trabajar en el
extranjero, o encontrarán el amor en un rincón lejano del mundo. —Vuelve a colocar
la carta en la baraja y me dedica una sonrisa tensa—. Ves, incierto . Pero las cartas con
imágenes —hace un movimiento de barrido hacia las dos cartas que hay entre nosotros
antes de continuar—, son mucho más específicas. Son un reflejo directo de lo que será
una persona.
La impaciencia me muerde los bordes. Puede que me haya saltado el velatorio de
mis padres para estar aquí, pero estoy lejos de ser un converso.
—¿Por qué tengo dos cartas?
—Porque el destino no pudo decidir qué carta repartirte. Es muy raro.
—¿Tan raro como que mi madre dibuje el Dúo de la Muerte?
—Mucho más raro —dice. O bien no captó mi sarcasmo, o prefirió ignorarlo—.
Nunca lo he visto en mi vida.
—Mm —gruño, frotándome la boca—. Así que puedo elegir mi destino. —Mi
mirada se dirige a la suya—. Si crees en esa mierda por supuesto.
Ella asiente.
—Por supuesto.
—¿Y si no elijo?
Se encoge de hombros, pero la chispa detrás de sus ojos desmiente su
despreocupación.
—El destino elegirá por ti a su debido tiempo. —Ella se inclina, instando sin aliento:
—Pero, ¿no preferirías saberlo? ¿No preferirías tener el control de tu propio destino?
Me gusta tener el control. Mi vida es disciplinada; soy un hombre de rutina. Tengo
un traje para cada día de la semana y mi calendario está bloqueado por minutos.
Mi mandíbula hace tictac. Hace calor en este maldito remolque. Las paredes de
madera gimen contra una ráfaga de viento, y el motor de un auto ruge desde la
dirección de la franja lejana.
Se me está pasando la borrachera, rápido.
—Rey de Diamantes, o Rey de Corazones. Estoy destinado a ser un hombre de
negocios o un amante.
—Así que estabas escuchando la última vez —dice con una sonrisa de satisfacción.
Una mirada fulminante mía la borra de sus labios marchitos en un segundo—. Pero sí.
Poder y dinero, o amor y una familia. Es así de simple.
Vuelvo a enroscar los dedos alrededor de los dados en mi bolsillo.
—Pero nunca ambas.
—Nunca ambos.
Trago saliva.
—Y todo lo que tengo que hacer...
—Es tocar una carta para sellar tu destino, sí.
Retiro la mano del bolsillo y la gitana aspira una bocanada de aire, un ruido que me
rechina la columna vertebral como una lija. La última vez que estuve aquí, mi dedo
índice había estado a un milímetro de tocar el Rey de Diamantes. La idea de que podía
garantizar mi éxito como hombre de negocios era obviamente una mierda, pero lo
había considerado por la misma razón que los ateos rezan una oración momentos antes
de morir.
Por si acaso.
Pero en el último segundo, me había detenido. Algo se había agitado bajo mi pecho
y no me gustó. La verdad es que de repente había pensado en mis padres y en lo que
tenían.
El amor verdadero. Amor implacable, galvanizado. Del tipo que te deja sin comer.
En la Cosa Nostra, el amor verdadero es más raro que cualquier supuesto Dúo de la
Muerte o lo que sea. De hecho, mis padres fueron las únicas personas que conocí que
se acercaron a eso. Hay un viejo adagio que dice que un made man sólo se casa por
tres razones: negocios, política o para evitar una guerra. Al igual que sabía que estaba
destinado a ser un subjefe, sabía que me casaría con una mujer por razones
pragmáticas.
Pero mientras miraba las dos cartas por última vez, había una voz molesta en el
fondo de mi mente. Estaría bien, ¿no? ¿Mirar a una mujer como mi padre miraba a mi
madre?
Pero eso fue entonces; esto es ahora. Ahora, hay otra voz que es más fuerte, una que
grita que se joda el amor verdadero. Ahora, mis padres están a dos metros bajo tierra
y no tienen nada que demostrar por su amor, aparte de una cita cursi grabada en una
lápida conjunta.
Ahora, mi futuro no es tan seguro, y todo lo que creía que iba a tener se escapa de
mi alcance, gracias al idiota de mi hermano.
Estoy perdiendo el control.
Me aclaro la garganta, sintiendo la mirada de la gitana clavada en mí. A la mierda.
Soy el primero en admitir que me estoy desesperando, y ceder a esta mierda hippie,
por una vez, no me hará daño. Estiro los dedos, endurezco la mandíbula y toco el Rey
de Diamantes.
El suelo no tiembla. Los fuegos artificiales no explotan en el cielo sobre nosotros. No
pasa nada, salvo el parpadeo de las velas y el gemido del vagón.
Me aliso la corbata.
—¿Eso es todo? ¿O tengo que ofrecer un sacrificio de sangre también?
Me mira fijamente, con los ojos muy abiertos.
—Eso es todo.
Soltando una carcajada, me pongo en pie, estirándome hasta alcanzar mi máxima
altura y proyectando una sombra sobre la gitana.
—Eres problemas, cariño. ¿Lo sabes? —exclamo, sacando unos cuantos billetes más
y dejándolos caer sobre la mesa—. Espero que recibas tu merecido.
Es su turno de reír.
—Me lo agradecerás cuando tengas a toda Las Vegas a tus pies.
Me viene a la mente mi cochambroso casino, con su techo con goteras y su problema
de cucarachas.
—Si alguna vez tengo Las Vegas a mis pies, serás exterminado junto con el resto de
las ratas. —Me giro hacia la puerta.
—Espera —dice ella. Aprieto la mandíbula, mi mano se cierne sobre el pomo de la
puerta—. Hay algo más.
Mis hombros forman una línea tensa y no puedo evitar que mis manos se cierren en
puños. No está en mi naturaleza golpear a una mujer, pero Cristo, esta lo hace
tentador.
—No me interesa.
—¿No te interesa saber cuál es tu carta de perdición?
Dejé escapar un silbido de aire por las fosas nasales.
—Ustedes, los charlatanes, sí que saben vender, ¿no?
—Al igual que cada acción tiene una reacción, cada carta de destino tiene una carta
de perdición. ¿Estás familiarizado con...?
—Para. De. Hablar. —Tengo la garganta seca y me pica el pecho. Nada más que un
trago frío y fuerte lo calmará—. Sólo dime la carta.
Pasa un tiempo. Entonces, detrás de mí, se oye un golpe sordo que hace que se me
ericen el vello de la nuca. Hace casi un año que tengo un casino, y reconocería el sonido
de un naipe golpeando una mesa mientras duermo.
El silencio reina entre las cuatro estrechas paredes del vagón. Con una mueca, ruedo
el cuello sobre los hombros y miro la mesa que tengo detrás. Hay una única carta en el
centro, y las velas parpadeantes proyectan un resplandor inestable sobre su superficie
brillante.
Es la Reina de Corazones.
—La dama pelirroja —dice la gitana en voz baja—. Afortunada para la mayoría,
desafortunada para unos pocos elegidos. ¿Y para ti? —Deja escapar un silbido bajo—.
La Reina de Corazones es perjudicial. Podrías tener todo el éxito del mundo, pero ella
te pondrá de rodillas.
Aprieto los dientes, pero no digo nada. Sin decir nada más, abro la puerta de un
tirón y la cierro de una patada tras de mí. Me paro en los desvencijados escalones y
aspiro una bocanada de aire suave de octubre.
¿Y ahora qué?
Para empezar, un cigarrillo. Luego encontraré un bar de mala muerte en una calle
de mala muerte donde nadie conozca el nombre de Visconti y me serviré uno por mis
padres. Me meto la mano en el bolsillo y enrosco los dedos en torno al mechero.
De repente, algo cruje y estalla en mi pecho. Sale a borbotones de debajo de mis
costillas y se burla suavemente bajo mi piel.
Arrastro un nudillo sobre mi mandíbula y sacudo la cabeza, divertido ante mis
propios pensamientos venenosos.
No. Ese no soy yo.
Cuando el mes pasado juré que quemaría el remolque de los gitanos, fue una
amenaza vacía.
Sin embargo, con el chasquido de mi muñeca, la llama del Zippo baila contra la
oscuridad, burlándose de la posibilidad. La venganza explosiva es lo que le gusta a
Angelo, y Gabe, bueno, es la prueba de que los más psicópatas suelen ser los más
callados. Cualquiera de ellos quemaría este vagón sin pensarlo dos veces, pero mamá
siempre decía que yo era el caballero de los tres. Tus hermanos tienen puños de hierro,
Rafey, pero tú tienes la lengua de plata y la voz de la razón.
Mientras vuelvo a meter el mechero en el bolsillo, las yemas de los dedos rozan mis
dados y otro oscuro pensamiento se cuela en mi cerebro.
Ya que la vieja bruja tiene tanto que decir sobre el destino, dejaré que mis dados
decidan el suyo. Los saco de mi bolsillo, los agito bien y los dejo caer a mis pies.
Ruedan menos de medio metro y luego se detienen perezosamente. Me asomo y me
río.
El número siete de la suerte.
—Que así sea —murmuro para mí, aflojando la corbata que me rodea el cuello. Me
la quito y la deslizo por las asas de la puerta, formando un nudo apretado.
Acerco mi Zippo a la punta y le prendo fuego.
De todos modos, nunca me ha gustado llevar corbata.
Uno

E
l autobús me deja al final de Devil's Cove, y miro a lo largo de su deslumbrante
franja con todo lo que tengo a mis pies. El paseo marítimo se curva suavemente
hacia la izquierda, abrazando una playa blanca, y a la derecha, una hilera de
hoteles, bares y casinos se extiende hasta donde alcanza la vista.
Incluso bajo un manto de decoraciones navideñas, puedo decir que apenas ha
cambiado en los tres años que he estado fuera. Palmeras. Aceras de mármol. Ricos
imbéciles que prácticamente me suplican que saque sus carteras de los bolsillos
traseros de sus pantalones a medida.
Apretando los dientes, echo la cabeza hacia atrás y miro las luces que parpadean
contra el cielo sin estrellas. Me recuerdan a los símbolos ganadores de una máquina
tragaperras: ¡Ding, ding, ding! El premio gordo.
Puede que hayan pasado tres años desde que pisé esta ciudad, pero no ha perdido
su poder sobre mí. Puedo sentir sus fuertes y gélidas manos que llegan a mi pecho y
se enroscan alrededor de mi alma, tratando de sacar al pequeño y mugriento ladrón
que vive dentro. Uno pensaría que después de tanto tiempo, más el susto que acabo
de tener, su canto de sirena sería más fácil de ignorar. Pero la tentación hace que me
pique la sangre más que nunca.
Por desgracia, finalmente aprendí lo que significa realmente la palabra
«consecuencia» así que mientras el horizonte de Atlantic City, Nueva Jersey, se
derretía detrás de mí en una bruma humeante de mi propia cosecha, me hice una
promesa a mí misma.
Yo, Penny Price, por fin me estoy enderezando.
Pero eso no será posible en Devil's Cove.
Doy la espalda a la respuesta del noroeste del Pacífico a Las Vegas y miro el horario
pegado en la pared trasera de la parada de autobús. A pesar de que un fajo de chicles
cubre el Devil de Devil's Dip puedo ver lo suficiente para confirmar que no hay ningún
autobús que se dirija a mi ciudad hasta dentro de una hora.
Bueno, no es tan bueno. Supongo que la gente rica no depende precisamente del
transporte público regular.
Al desplomarme contra el banco, un gemido cansado sale de mis labios en un soplo
de condensación. Huir de tus pecados es agotador. Me duele el cuello de tanto mirar
obsesivamente por encima del hombro y de pasar más de sesenta horas acurrucada en
los respaldos de los autobuses. Lo único que quiero es llegar a mi apartamento en
Devil's Dip, lavarme el cabello, cambiarme las bragas y meterme en la cama con Excel
for Dummies.
Miro hacia el Pacífico tenebroso, pero a mi derecha, el cálido resplandor de Devil's
Cove me atrae. Mi mirada se desliza involuntariamente hacia los grupos que entran y
salen de los brillantes establecimientos.
Rasgueo mis dedos contra el banco de plástico. Mordisqueo el interior de mi mejilla.
Bueno, tengo un pequeño dilema. Para llegar hasta aquí he cogido tres autobuses y
he hecho autostop con un camionero, que tenía un ojo en la carretera y el otro en mis
muslos. Todo el viaje me costó 174,83 dólares, que era exactamente, hasta el punto
decimal, todo el dinero que había conseguido sacar de debajo de la tabla suelta de mi
apartamento antes de huir de Atlantic City.
Una risa amarga se me agolpa en la garganta. Por supuesto que sí. Soy la chica más
afortunada del mundo, ¿verdad?
Mis dedos rozan con cautela el colgante de trébol de cuatro hojas que descansa sobre
mi clavícula. Antes lo decía con tanta convicción, pero ahora...
Ahora, no estoy tan segura.
El viento me roe las conchas de las orejas y me meto las manos en los bolsillos. Las
yemas de mis dedos congelados rozan el sedoso forro, recordándome que están vacíos.
Bolsillos vacíos, cuenta bancaria vacía, estómago vacío. No estoy arruinada estoy en la
indigencia. En serio, ni siquiera hay monedas de cobre olvidadas traqueteando en el
fondo de mi bolso entre los libros de la biblioteca que nunca podré devolver.
De repente me doy cuenta: Estoy esperando un autobús al que ni siquiera puedo
permitirme subir.
Pues bien. Me pongo en pie y deslizo mi maleta por la calle antes de poder
detenerme. Un último timo y luego, en serio, me voy directo.
Me gustaría poder decir que la idea de estafar a un hombre más de su dinero ganado
con tanto esfuerzo se siente como una tarea. Que esa idea no me acelera el corazón ni
me hace salivar la boca por otra razón que no sea el hambre.
Pero estaría mintiendo y, bueno, estoy tratando de no hacerlo más.
Mientras avanzo por el paseo marítimo, la amarga nostalgia me pellizca los talones
de las botas. Me asomo a las ventanas y contemplo los mundos familiares y a la vez
extraños que hay al otro lado de ellas. Trajes a medida y botellas de champán de mil
dólares colocadas en cubiteras. Mesas de comedor con más cubiertos de los que
conozco. Dios, lo había olvidado. Esta ciudad no sólo grita dinero, sino que lo hace
desde los tejados.
Al detenerme, observo a un grupo de mujeres sentadas en la esquina de un bar.
Prácticamente puedo oler el Chanel nº 5 desde este lado del cristal y, durante unos
segundos, observo con envidia cómo se ríen y bromean de una forma que sólo pueden
hacerlo las personas que nunca han recibido una carta de adeudos en su puerta. Mi
propio reflejo en mal estado sale a la luz y me doy cuenta de otra cosa.
Estoy demasiado mal vestida para estar en Cove.
Mi chaqueta de piel sintética no engaña a nadie. Debajo llevo unos vaqueros rotos,
un jersey y unas Doc Martens. Llevo dos días seguidos con las mismas bragas y tengo
el cabello tan revuelto que ya no necesita una goma de cabello para mantenerse en el
moño.
Con este aspecto, no conseguiré pasar a ninguno de los guardias de seguridad con
cara de pocos amigos que mantienen a los campesinos fuera de los bares, y pedir
limosna en la acera no suena muy atractivo, especialmente con el frío de principios de
diciembre.
Gimiendo en el cuello de mi abrigo, sé que tendré que cometer otro pequeño robo
para lucir en el papel. La oportunidad cae prácticamente en mi regazo cuando paso
por una boutique de lujo unas puertas más abajo y, por un golpe de suerte, la chica
que está detrás de la caja registradora no es una de las que fui a la escuela.
Es el tipo de boutique que tiene cuatro vestidos en cada estante y que
definitivamente no tiene tallas de dos dígitos, pero tal vez me encaje en algo. Si es
elástico.
Cuando entro, la chica de aspecto aburrido que está detrás del mostrador me mira
de forma sentenciosa desde el moño hasta las botas, y lo completa con una sonrisa de
plástico.
—Si necesitas ayuda, házmelo saber —dice, antes de volver a navegar por su
teléfono.
Rozo con mis dedos el terciopelo y la seda. Frunzo el ceño ante las etiquetas de los
precios. Tras un rápido chapuzón en el vestuario, me dirijo a la puerta con un vestido
de raso verde bajo el abrigo, los vaqueros y el jersey metidos en el bolso.
En algún lugar entre el portal y la acera, una alarma empieza a gritar.
—¡Hey! —viene una voz detrás de mí.
Mierda.
Agarro con fuerza la maleta y empiezo a correr con dificultad. Estoy acostumbrada
a correr, de los guardias de seguridad de las tiendas, de mis problemas, de lo que sea,
pero es mucho más difícil cuando llevas un vestido dos tallas más pequeño y te pesan
tus posesiones mundanas.
Echo un vistazo por encima del hombro. La vendedora se tambalea tras de mí con
unos tacones altísimos y el celular pegado a la oreja. Cuando lo aparta para mirar la
pantalla, aprovecho para empujar mi cuerpo contra la puerta más cercana y caer a
través de ella.
Unos instantes después, pasa al galope por el otro lado del cristal, con una expresión
furiosa en el rostro.
Me deslizo unos centímetros por la pared y suelto un resoplido de aire caliente. Se
funde en una risa de incredulidad.
Mierda, eso estuvo cerca. A pesar de la retorcida victoria que zumba bajo mi piel, sé
que fue una estupidez. No debería estar robando en los mejores momentos, pero ahora
mismo, necesito mantener un perfil bajo más que nunca.
—¿Vas a entrar o te vas a quedar ahí todo el día?
Una voz ronca me acelera la columna vertebral. Cuando me doy la vuelta para
localizar a su dueño, me encuentro con unos ojos fríos que se llenan de un asco apenas
disimulado mientras me recorren. Pertenecen a un hombre con un traje ajustado y una
cara que me gustaría atravesar con mi puño, ya sabes, si no midiera un metro y medio
y tratara de ser mejor persona.
¿Entrando? Desplazo la mirada por la pequeña y oscura habitación y me doy cuenta
de que es una entrada. Está vigilando la parte superior de una escalera, y a su lado hay
un escritorio vacío con un cartel azul de neón detrás.
Blue's Den.
Raro. No digo que sea un experto en todos los bares de la ciudad, pero puedo decir
que los conozco todos por su nombre, al menos.
Debe ser nuevo. Me enderezo y aliso la parte delantera de mi abrigo.
—¿Esto es un bar?
—¿Un oso caga en el bosque?
Le miro fijamente durante unos instantes, dejando que mi réplica me atraviese como
una ola silenciosa. Solo cuando ha salido de mi organismo, cojo las maletas y me
escabullo junto a él.
—Un sí habría bastado, idiota —murmuro.
No pude resistirme.
No me gustan los hombres con problemas de actitud, nunca me han gustado.
Supongo que es hereditario, porque mi madre era igual. Crecí bajo las mesas de póquer
del Gran Casino Visconti, donde trabajaban mis dos padres. Mi madre como crupier y
mi padre como seguridad. Si un cliente le daba a mi madre la más mínima pizca de
malicia desde el otro lado de la mesa de terciopelo, se quedaba con el culo al aire, sin
sus fichas, mucho antes de que pudiera coger su chaqueta del guardarropa.
Nuestro odio a los hombres era lo único que teníamos en común mi madre y yo.
Incluso en el aspecto, sólo nos parecíamos ligeramente si cerrabas un ojo, entrecerrabas
el otro e inclinabas la cabeza hacia un lado. Ella y mi padre eran altos y delgados. Yo
soy bajita y un poco rechoncha. Eran morenos y de cabello oscuro, pero yo estoy en
una carta de colores Pantone4 totalmente diferente. En los meses de invierno, estoy al
borde de la translucidez, y en el verano, soy un tono constante de rosa pálido. Mi
cabello es cobrizo, lo que, según la estúpida lógica de mi madre, se debe a que comió
demasiados tomates mientras estaba embarazada de mí.
Mi padre solía bromear diciendo que yo era la hija del lechero. Esa broma se
convirtió en una amarga creencia una vez que él y mi madre pasaron de las neveras
de vino y las cervezas artesanales a los licores fuertes. Para cuando los mataron, yo
deseaba ser la hija de cualquiera menos de ellos.
Bajar el último escalón es como entrar en la seda. El jazz suave y la luz tenue
acarician mi piel fría, y los olores del tabaco y el afeitado desvelan recuerdos
nostálgicos que no sabía que tenía.
A diferencia de la calle de arriba, este bar no grita dinero, sino que susurra riqueza.
Me dirijo a un asiento en la esquina que tiene una gran vista de la barra. Mientras
me deslizo entre las mesas, mis ojos se mueven de izquierda a derecha, de derecha a

4 El sistema Pantone es una guía de colores que están identificados con un código.
izquierda, recorriendo la clientela.
Mi cerebro repasa mi trillada lista de comprobación.
¿Llevando trajes entre semana? Compruébalo.
¿Beber licor fuerte en lugar de cerveza? Compruébalo.
¿Sentado solo? Compruébalo.
Me recorre una emoción y me arde la cicatriz de la cadera. Siempre es así cuando
me toca el premio gordo. Hay una docena de hombres aquí, y todos ellos cumplen los
requisitos de un buen objetivo.
¿Por dónde empezar? Por el bar, por supuesto. Después de tres años pescando
objetivos en Atlantic City, me he dado cuenta de que los hombres que se sientan junto
a la barra son más propensos a morder mi anzuelo. Tal vez sea porque la corta
distancia entre ellos y el camarero significa que es más probable que se emborrachen
y se vuelvan estúpidos.
Mi mirada se desliza hacia la barra y la figura solitaria que se apoya en ella. La suave
iluminación le evade; todo, excepto los amplios planos de sus hombros y las ajustadas
líneas de su traje, queda oculto. Pero en el momento en que veo un destello de ámbar
en su vaso y un destello de plata en su muñeca, sé que no importa su aspecto.
Pateo mi maleta debajo de la mesa y doy una zancada hacia la barra, intentando un
pavoneo sexy, lo cual es bastante difícil con Doc Martens.
Llegar al bar es como subir al escenario. Soy actriz, y aunque el protagonista siempre
es diferente, este papel es mío. Lo ha sido desde que cumplí los dieciocho años y me
di cuenta de que, al haber abandonado el instituto, la alternativa a poner en práctica
mis habilidades de estafadora era voltear hamburguesas mientras un hombre ladraba
órdenes por encima de mi hombro, todo por el privilegio de siete-veinticinco la hora.
A pesar de sentir ese familiar zumbido de emoción justo antes de que se levante el
telón, hay una tristeza que me muerde los bordes, porque sé que ésta será mi última
actuación.
Voy a dar lo mejor de mí.
Primer acto: Entablar una conversación con el objetivo.
Me detengo a dos asientos de donde se apoya mi recién nombrado objetivo. Sin
mirar siquiera en su dirección, me quito el abrigo y lo dejo caer lentamente por los
hombros hasta las caderas, antes de dejarlo caer sobre el respaldo del taburete. Antes
de empezar a utilizar los libros de For Dummies para ayudarme en mi Gran Búsqueda,
mi misión de encontrar una carrera distinta a la de robar a hombres estúpidos, trabajé
en un local de striptease durante un tiempo. Todo iba bien hasta que un cliente me
tocó la barriga y me preguntó si había mentido sobre mi peso en el formulario de
solicitud. No lo dejé por su comentario, sino que me despidieron porque hundí los
dientes en la mano con la que me pinchó.
Fue entonces cuando decidí que probablemente no tenía el suficiente autocontrol
para menear el culo por hombres desagradecidos, pero toda la experiencia no fue una
completa pérdida de tiempo. No sólo tuve amigas de verdad durante un tiempo, sino
que también aprendí este truco del abrigo.
Inmediatamente, sé que ha funcionado, porque de repente me siento como si
estuviera delante de una llama.
Su mirada es cálida, igual que la satisfacción que se acumula en mi bajo vientre. Me
calienta la mejilla antes de deslizarse por mi costado y detenerse en la alta abertura de
mi vestido. Como siempre, finjo que no me he dado cuenta de su presencia, y mucho
menos que he sentido su mirada.
Deslizo mis muslos por el asiento de cuero suave como la mantequilla y sonrío al
camarero. Cabello oscuro, rasgos suaves y una sonrisa hecha para el servicio al cliente.
Me cuesta unos instantes reconocerlo hasta que me doy cuenta de que es Dan.
Estuvimos en el mismo curso en el instituto Devil's Dip, y yo solía copiar sus deberes
de ciencias. Él también tarda unos segundos en reconocerme, y cuando su boca se abre
para entablar una conversación, sacudo un poco la cabeza.
Por suerte, cierra la boca, dirige una mirada al hombre que está a mi lado y vuelve
a esbozar esa sonrisa cortés.
—Hola. ¿Qué puedo ofrecerte?
Uf. Miro hacia abajo, a mi izquierda, al gran antebrazo trajeado que descansa contra
la barra. Algo se agita en mi interior y está demasiado lejos del sur como para sentirlo
apropiado. Quiero creer que es por el carísimo Breitling que lleva en la muñeca, uno
con un cierre que podría desabrochar mientras duermo, y no porque su mano de piel
aceitunada sea tan grande que haga que el vaso de whisky que sostiene parezca un
puto dedal.
Dios. Casi me olvido de mi siguiente línea.
—Tomaré lo que sea que esté tomando.
El silencio. Del tipo tan denso que si lo escucharas al otro lado de una llamada
telefónica, mirarías el celular , fruncirías el ceño y dirías:
—¿Hola?
Parece una eternidad hasta que Dan deja de mirarme. Se aclara la garganta y se
dirige a la pared de licores para preparar mi bebida.
Los cristales tintinean. Louis Armstrong se filtra a través de los altavoces, y el
malestar llega a mi torrente sanguíneo. Este es el momento en que la marca debe
hablar. El momento en el que dice algo machista, como «Oh, creía que las chicas no
bebían whisky». A lo que yo me echaría el cabello por encima del hombro, movería las
pestañas y respondería con algo igual de tópico. Bueno, yo no soy como las demás
chicas.
Pero... nada. Mi pececito ni siquiera ha mostrado interés por mi cebo, y mucho
menos ha picado. Me mantengo firme durante el tiempo que tarda Dan en deslizar un
vaso de bola baja y una servilleta, y luego me vuelvo para mirar a mi objetivo.
Mierda.
No estás destinado a tener ese aspecto.
Nuestras miradas chocan y, de inmediato, sé que no soy la primera mujer que clava
los ojos en este hombre y pierde el pulso.
No sólo es guapo; es hermoso, y de una manera que no se puede discutir,
independientemente de las preferencias personales.
Piel bronceada, cabello negro desteñido a la perfección y pómulos que podrían
desprender hielo.
Su mirada es igual de probable que me congele, también.
—No me interesa.
Parpadeo.
—¿Perdón?
—Disculpa aceptada.
Vuelve a centrar su atención en su celular, lo coge de la barra y lo desbloquea con
un rápido movimiento del pulgar.
Espera, ¿qué?
Durante unos instantes, mis ojos se mueven entre el correo electrónico que está
escribiendo en su teléfono y la indiferencia de su fuerte mandíbula. Al darme cuenta
de que este hombre es más joven, más alto y más atractivo que lo acostumbrada, mis
pensamientos se dispersan como si fueran canicas, y ahora me apresuro a recogerlas y
ponerlas de nuevo en el orden correcto.
Abro la boca y la vuelvo a cerrar. La confusión pronto da paso a una cálida
vergüenza, que luego se endurece hasta convertirse en fastidio.
Qué jodidamente grosero.
No me gustan los hombres en el mejor de los casos, y mucho menos cuando son
unos imbéciles arrogantes. Al crecer en un casino, y luego pasar mi adolescencia
aprendiendo a estafar a los hombres que los frecuentan, me di cuenta mucho más joven
de lo que debería que los hombres tienen dos configuraciones: displicentes o
depredadores.
Por mucho que hubiera preferido que un hombre me despidiera a que se
aprovechara de mí, a medida que mis tetas crecían y mis habilidades de estafadora se
agudizaban, me di cuenta de que podía utilizar su comportamiento depredador para
golpear sus bolsillos.
Y cuando estoy tratando de llegar a sus bolsillos, no me gusta que me despidan.
Especialmente no en el primer acto.
Pongo las palmas de las manos a ambos lados de mi vaso y miro la pared de espejos
que hay detrás de la barra.
—No estoy coqueteando contigo.
—Por supuesto.
La palabra sale de su boca, fácil y definitiva.
—En serio —murmuro, las mejillas se calientan—. Prefiero cagarme en las manos y
aplaudir.
Deja de teclear. Lentamente, levanta la cabeza y se encuentra con mi mirada en el
espejo. Verde intenso y profundo. Se me eriza el vello de la nuca y siento que debo
apartar la mirada para preservarla. Pero, como siempre, la terquedad me asfixia y me
agarro al borde de la barra para obligarme a mantener el contacto visual.
—¿Perdón?
—Disculpa aceptada —respondo con un mordisco.
El triunfo. Crepita y echa chispas en la boca del estómago. Pero en el momento en
que el teléfono de mi objetivo se oscurece y lo coloca sobre la mesa, su pesada mirada
apaga mi petulancia como el agua sobre una llama.
Desliza el antebrazo de la barra y mete la mano en el bolsillo.
—Repite eso.
Por alguna razón, su tono hace que las palabras 《oh y mierda》 brillen detrás de
mis párpados. Es mantecoso y despreocupado. Casi cortés. Entonces, ¿por qué siento
la necesidad de endurecer mi columna vertebral cuando me vuelvo hacia él?
Ahora tengo toda su atención y no me gusta cómo se siente contra mi piel. Sus ojos
verdes brillan mientras recorren perezosamente mis rasgos, y cuando vuelven a
encontrarse con los míos, una pequeña sonrisa se instala en la curva de sus labios.
Espera.
—He dicho que prefiero cagar en mis manos y aplaudir que ligar contigo.
—¿Es eso cierto?
—Ajá.
—Ya veo.
Y con eso, toma un sorbo de whisky y vuelve a su correo electrónico. Mientras sus
dedos vuelan sobre el teclado de la pantalla, es como si nunca hubiéramos tenido el
intercambio.
Desde la esquina del bar, Dan se aclara la garganta. La sangre me late en las sienes.
¿Y ahora qué?
El primer acto ha ardido en llamas. He olvidado mis líneas y mi marca es un mal
actor. Tengo que empezar el espectáculo desde el principio, pero con un reparto
diferente. Ah, y definitivamente con un guión diferente, porque no creo que la charla
del baño funcione.
Tratando de actuar con naturalidad, me alejo de la barra y apoyo los codos en su
superficie detrás de mí. Miro sutilmente alrededor de la sala, evaluando a todos los
demás hombres que podría haber elegido en lugar de este imbécil. De forma distraída,
las yemas de mis dedos rozan el trébol de cuatro hojas que cuelga de mi cuello.
Está bien. Todo está bien. Todavía tengo suerte, sólo necesito un reinicio. No he
estafado en Devil's Cove en años. Tal vez las reglas tácitas son diferentes por aquí, y
en realidad son los hombres sentados en las sombras los que hacen mejores objetivos.
Mirando a la derecha, miro a un hombre mayor, menos atlético, en la esquina.
Se levanta para rascarse la nariz y su anillo de boda brilla.
Eso es más que bien.
Le hago una señal con una sonrisa y arqueo la espalda para coger por detrás mi vaso
de whisky. Cuando me llevo la bebida a los labios, el que escribe a mi lado se detiene.
—Ese whisky cuesta cien dólares.
Mis ojos se deslizan hacia mi objetivo descartada. Sigue mirando su celular, y si no
fuera por la forma en que su profundo acento me recorre la columna vertebral, habría
jurado que me lo imaginaba hablando.
—¿Cien dólares?
—Sin incluir el IVA.
—¿Espera, una botella?
Su mirada finalmente se dirige a mí, con irritación y diversión luchando por el
espacio en sus sombras.
—Un vaso.
Miro el líquido ámbar con incredulidad. En respuesta, me llama pobre en cuatro
idiomas diferentes. Tal vez fue un poco... próximo de mi parte suponer que mi primera
objetivo me haría el juego, y que pagaría mi bebida. Normalmente funciona. Pero, de
nuevo, ya no estoy en Atlantic City.
Lo peor es que odio el whisky con pasión. Miro a Dan, que se está ocupando de
limpiar el otro lado de la barra, pero por la línea tensa de sus hombros, es obvio que
está escuchando. Me pregunto si lo devolverá a la botella por mí y me dará algo más
en mi presupuesto.
Como el agua.
Del grifo.
Siento que los ojos verdes y duros se burlan de mí, y el silencioso placer que se
esconde tras ellos me hace sentir malestar por mi orgullo. Soy muy impulsiva y
testaruda, como si fuera una enfermedad, y antes de que pueda aferrarme al sentido
común, esbozo una dulce sonrisa y choco mi vaso con el suyo.
—Salud por no estar interesado.
Su sonrisa es lo último que veo antes de echar la cabeza hacia atrás y dar un trago
al whisky.
Joder. Me arden las fosas nasales, me lloran los ojos y, mientras el vaso vacío
repiquetea contra la barra, recuerdo de repente por qué odio tanto el whisky.
Fue lo último que bebieron mis padres. No porque por fin estuvieran sobrios, sino
porque les volaron la cabeza con un revólver antes de que pudieran servir otro vaso.
El ácido de cien dólares burbujea en mis fosas nasales y araña mi caja de recuerdos,
intentando abrir la cerradura y devolverme a ese día. Cuando aprieto los ojos para que
no se me humedezcan, puedo oír las gárgaras de mi padre y sentir la sangre caliente y
húmeda de mi madre en la parte posterior de mis muslos, donde resbalé en un charco.
¿Sabes la suerte que tienes, chica? Eres uno entre un millón.
—No te atragantes.
Con la intención de tomar aire que no sepa a lejía, abro un párpado y miro fijamente
al hombre. Su expresión es tan impasible como su tono, y está claro que no podría
importarle menos si me pongo azul y me desplomo a su lado. Si lo hiciera, al menos
no tendría que preocuparme por cómo voy a pagar el veneno que me mató.
Me limpio la boca con el dorso de la mano.
—¿Por qué te importa? Pensé que no te interesaba.
Comprueba perezosamente la hora en su caro reloj de pulsera.
—No es así. Es sólo lo que se le dice a alguien que se está ahogando.
Se lleva su propio vaso a los labios y hunde el líquido restante en uno, sin siquiera
inmutarse. Odio que mis ojos se fijen en el grueso tronco de su garganta mientras se
balancea. Desliza el vaso vacío por la barra con un brusco movimiento de muñeca y,
unos instantes después, Dan se acerca con otro whisky y un vaso de agua. Me pone el
agua delante, y yo bebo un trago con gratitud.
Espero por Dios que sea gratis.
Durante unos minutos, nos sentamos en un silencio abrasador, pero no hay duda de
que soy la única que siente su calor. Por mis miradas esporádicas a su reflejo en la
pared de espejos, puedo decir que ya se ha olvidado de que estoy aquí. Responde a los
mensajes de texto y a los correos electrónicos en su celular, deteniéndose sólo para dar
un sorbo de whisky y frotarse la mandíbula con la palma de su gran mano, como si
eso le ayudara a pensar.
Mi corazón cae aletargado al estómago, como un globo que pierde helio. Si no fuera
un idiota tan testarudo, me habría ido hace tiempo, pero ahora es demasiado tarde.
Estoy encadenado a este local por una cuenta de cien dólares, sin incluir el IVA y
probar suerte con alguno de los otros clientes de aquí sería vergonzoso. Todos acaban
de verme atragantarme con dos onzas de líquido, por el amor de Dios.
Detrás de nosotros, una suave iluminación inunda la escalera. Aparecen unos
zapatos brillantes y, segundos después, aparece el hombre trajeado al que pertenecen.
Lleva una pila de expedientes bajo el brazo y se dirige hacia el arrogante imbécil que
está a mi lado. Veo en el espejo del bar cómo murmura algo en su oído, desliza las
carpetas delante de él y espera. Un gesto brusco de mi antiguo objetivo parece ser su
permiso para marcharse.
Así que es un hombre de negocios. Uno importante, a juzgar por la cantidad de
papeleo que tiene ante sí un jueves por la noche, y por el hecho de que ha gastado al
menos doscientos dólares en licor. Abre el primer expediente, escanea el documento y
saca un bolígrafo del bolsillo del pecho.
Por alguna razón, la forma en que arrastra su pulgar sobre la punta de la lengua
antes de pasar la página hace que mi sangre se caliente medio grado.
Dios mío. Puede que tenga el corazón helado, pero sigo siendo una mujer, supongo.
Me aclaro la garganta en un intento de recuperar la compostura y noto que sus
hombros se tensan.
Se encuentra con mis ojos en el espejo de la pared, como si supiera exactamente
dónde encontrarlos.
—¿Cuánto?
—¿Qué?
—¿Cuánto? —repite con calma. Mi mirada inexpresiva hace que un músculo se
apriete en su mandíbula—. Para que te vayas. ¿Cuánto tengo que pagarte?
Vuelve a aparecer esa molestia que me roe el pecho. Esta vez, no sólo estoy enfadada
por su despido, sino también por misma. Estafar es lo único que se me da bien.
Tengo un poco de talento y un montón de suerte. Diablos, solía decir que podía
estafar a un hombre con los ojos vendados. Probablemente con las manos también. Y
sin embargo...
Y sin embargo, desde el momento en que entré en este bar, he estado fuera de lugar.
Tal vez todavía estoy conmocionada por lo que pasó en Atlantic City. O tal vez es
porque mi astucia atractiva y apesta a indiferencia.
Pero, ¿y qué? He lidiado con cosas peores. Esta es mi última estafa, y que me
condenen si me voy con un ahogo y un gemido.
Con un silencioso suspiro, el hombre saca una pinza para billetes, saca unos cuantos
y los arroja entre nosotros sobre la barra.
—Eso cubrirá la bebida con la que te atragantaste. —Vuelve a su documento. Veo
cómo su pluma garabatea una larga y complicada firma con perfecta precisión.
—¿Más IVA?
Hace una pausa, luchando contra la sonrisa que se dibuja en la comisura de los
labios. Tal vez sean las sombras y la falta de sueño, pero juro que veo un par de
hoyuelos. Sin levantar la vista, saca otros cien y los echa en el montón.
Miro fijamente la mirada crítica de Franklin y trago saliva.
—¿Más propina?
Esta vez, el hombre aprieta la mandíbula, pero no dice nada. En cambio, saca otro
billete y lo golpea contra la barra. El golpe sordo es más fuerte de lo que esperaba y
resuena detrás de mi caja torácica.
El silencio. Está salpicado de jazz sensual y del sonido de un bolígrafo rascando el
papel.
—Todavía estás aquí —acaba reflexionando. —¿Por qué? —Deja una carpeta a un
lado y abre otra. Vuelve a lamerse el pulgar, y no tengo ni idea de por qué me da una
sacudida en la vista.
Me trago el bulto que tengo atascado en la tráquea, me deslizo fuera del taburete y
acorto la distancia entre nosotros, deteniéndome en el pequeño hueco que hay entre él
y la barra. La fría superficie me besa la espalda desnuda cuando me aprieto contra ella,
en marcado contraste con el calor que irradia su cuerpo.
Se queda quieto. Con la nariz encendida, iguala de mala gana mi mirada con la suya.
Cualquier rastro de humor ha desaparecido. Ahora es un mar verde y tranquilo, y no
puedo evitar la incómoda sensación de que hay una corriente fuerte y peligrosa bajo
su superficie.
Me pregunto a cuántas mujeres habrá engañado para que se sumerjan.
—No quiero tu dinero —digo, intentando, y sin conseguir, igualar su indiferencia.
Su mirada estrecha se dirige a mi mano, siguiéndola mientras la deslizo por la
superficie de la barra hacia su muñeca—. Quiero tu reloj.
La punta de mi dedo roza la correa de cuero, y una chispa de excitación se enciende
en mi estómago.
Contra todo pronóstico, hemos llegado al segundo acto: la proposición.
—Quieres mi reloj —repite con sorna, como si al decirme mis propias palabras me
diera cuenta de lo estúpidas que suenan. Pero no cedo. Claro que podría coger los
billetes de cien que hay en la barra, pagar la cuenta y salir corriendo, pero ¿qué gracia
tiene eso? Puse mis ojos en ese Breitling5 antes de ver a quién pertenecía, y no me voy
a ir sin él.
Es hora de doblar la apuesta.
Cuando me vuelvo hacia su mano izquierda apoyada en la barra, la tela de su
chaqueta me roza el hombro desnudo, haciendo que mi piel crepite como la estática.
Me obligo a ignorarlo y me fijo en su reloj.
Jesús. El calor sube por mi cuello y me inunda la cara. Su mano parece aún más
grande de cerca. Muñeca ancha, piel lisa y bronceada, y una pizca de cabello oscuro
asomando por debajo de la correa del reloj. Sus gruesos dedos agarran el bolígrafo con
tanta fuerza que, por un momento, me pregunto si su comportamiento frío e
imperturbable es una actuación y si en realidad está planeando clavarme esa Mont
Blanc en el cuello.
Cierro los dedos en un puño y lo alejo.
—El Mulliner. Parte de la colaboración de Breitling con Bentley, creo. Tiene un

5 La colección actual de relojes para hombre de Breitling incluye algunos de los modelos más codiciados.
tourbillon6 volante automático que late más de veintiocho mil veces por hora.
Sus labios se mueven. Son carnosos y rosados, con un profundo arco de cupido que,
molesta, me hace la boca agua.
—Impresionante. Tal vez podrías conseguir un trabajo en Breitling, entonces podrás
pagar tus propias bebidas.
Me apoyo en la barra, en parte porque de repente me llega su olor, un cóctel de
colonia cara y menta, que me emborracha mucho más de lo que estoy, pero también
porque espero que su mirada se dirija a mi escote.
No es así.
—No quiero un trabajo. Quiero tu reloj.
Lanza una ceja.
—Bueno, ya que lo has pedido tan amablemente. —Vuelve a su papeleo.
Golpeo con la mano su expediente, haciendo que la marca de su bolígrafo vuele por
la página. Una oscura molestia recorre sus rasgos, pero solo durante medio segundo,
antes de que vuelva a tener esa expresión de aburrimiento.
—Eres increíblemente molesta —dice en voz baja.
—Eso me han dicho.
—Y a estas alturas, te daría la camisa que tengo puesta para que te fueras.
Miro su camisa. Como cualquier otra parte de él, parece cara. Almidonada, blanca,
amoldada a su cuerpo como una segunda piel. Ha renunciado a la corbata en favor de
un alfiler de cuello con dos dados de oro que marcan cada punto del cuello. Una fina
cadena los une. A regañadientes, me gusta.
—Tu camisa, pero no tu reloj.
—No es mi reloj.
—¿Y si lo gano?
Levanto la vista hacia su rostro justo a tiempo para ver cómo cambia. Una chispa de

6 El tourbillon es un mecanismo de los relojes mecánicos que mejora su precisión.


algo, tal vez de intriga, baila entre las paredes de sus iris. Ahora, todo el peso de su
atención presiona fuertemente contra mi cuerpo.
El bolígrafo se le escapa de la mano y cae sobre los archivos con un ruido sordo.
—¿Ganarlo? ¿Quieres hacer una apuesta?
Por el rabillo del ojo, Dan se queda quieto. Debería tomarlo como una señal de
advertencia, lo sé. Pero antes de que pueda procesarlo, mi objetivo sonríe.
Santo cielo. Es como mirar al sol. No porque sus dientes perfectos sean cegadores,
sino porque se siente peligroso. Como si mirara demasiado tiempo, el puñado de
moral que me queda se esfumaría en una nube de humo. Unas tenues líneas enmarcan
sus ojos, haciéndome ver que, a pesar de su enfado conmigo, probablemente sonríe
bastante a menudo.
Y sí tiene hoyuelos.
—¿Qué apuesta? —Me clava un repentino encanto aterciopelado que me roba el
aliento de los pulmones. Apuesto a que asegura tratos multimillonarios y hace que a
las mujeres se les caigan las bragas sin pensarlo dos veces. Diablos, si no tuviera cientos
de problemas, podría verme siendo una de ellas.
—Un juego de mi elección.
—Hmm. —Se pasa la palma de la mano por la mandíbula y un gemelo de diamante
me guiña el ojo—.¿Cuáles son las probabilidades de ganar?
—Diez a uno.
—Te lo acabas de inventar.
Engancho un hombro y muevo las pestañas.
—Tal vez.
Su mirada chisporrotea y brilla con diversión, y se detiene en la mía demasiado
tiempo. Casi doy las gracias cuando un zumbido atraviesa el aire. Su atención se
desplaza a la celda que está a mi lado. Miro hacia abajo y veo el nombre de Angelo
parpadear en la pantalla.
—Discúlpeme un momento —dice en voz baja. Se lleva el celular a la oreja, mete la
otra mano en el bolsillo y se adentra en las sombras.
Con la distancia entre nosotros, me doy cuenta de lo rápido que late mi corazón.
Está alimentado por la adrenalina y por algo un poco más... difuso en los bordes. Me
giro para coger mi vaso de agua y me encuentro cara a cara con Dan.
Esa sonrisa de servicio al cliente no se ve por ningún lado. Dice algo, pero no lo
capto, porque apenas mueve la boca.
—¿Qué?
Sus ojos recorren la habitación detrás de mí, cautelosos y salvajes. Cuando vuelve a
hablar, lo hace un poco más alto.
—Dije, ¿has estado en una institución mental durante los últimos tres años?
Parpadeo.
—Eh, ¿no? ¿Por qué?
Mira en la dirección en que se fue mi objetivo.
—Porque sólo un loco tendría el valor de hacer una estafa a Raphael Visconti.
Visconti.
Raphael Visconti.
Bueno, mierda.
Dos

H
ay una regla tácita en Devil’s Coast. Está grabada en cada acantilado escarpado
y contamina cada sombra oscura.
No jodas con los Visconti.
Es de sentido común, en realidad. No molestar a la mafia, específicamente a la Cosa
Nostra, es una ley tan antigua como el tiempo.
Los Visconti dominan la costa. De hecho, apostaría mi riñón izquierdo a que podría
girar mi cabeza trescientos sesenta grados como un puto búho, y todo lo que mis ojos
tocaran sería propiedad de los Visconti. Todos los bares, hoteles, casinos y restaurantes
de Cove, Hollow y Dip, además de todas las lamentables almas que hay en ellos.
Yo más que nadie debería ser capaz de reconocer un Visconti. No es que me haya
bajado de un autobús Greyhound y me haya ido a un lugar desconocido. Crecí,
literalmente, bajo su techo en el Visconti Grand Hotel and Casino. Aprendí a
arrastrarme entre sus mocasines Brioni debajo de las mesas de póquer; empecé mi
periodo en uno de sus cubículos de aseo dorados. Probé por primera vez el alcohol en
uno de sus bares. Incluso uno de ellos me enseñó todo lo que sé sobre el juego de
ventaja y la estafa.
Agarrando el borde de la barra, lanzo una mirada desviada hacia la figura sombría
de la esquina. La pantalla de su celular ilumina un camino a lo largo de la línea de su
mandíbula cuando se lo lleva a la oreja, y cuando gira en un círculo perezoso, sus ojos
brillan de color verde bajo un suave foco.
Contra todo pronóstico, he llegado a los veintiún años y lo atribuyo tanto a la suerte
como a que siempre he escuchado mis instintos, aunque sólo me susurren. Ahora
mismo, mis instintos no susurran, sino que gritan a pleno pulmón.
Corre.
Dan ha pasado a recoger los vasos de las mesas. Recojo los billetes de la barra y dejo
uno para pagar mi bebida. Desgraciadamente, esta noche tendré que dar una pésima
propina, pero como habitante de Devil’s Coast, estoy segura de que Dan lo entenderá.
Me alejo de la barra, me pongo el abrigo y me dirijo a la mesa bajo la que he dejado la
maleta.
Lento y constante. Frío y tranquilo. A pesar de la horrible sensación de temor que
me oprime los hombros, mis movimientos son relajados y naturales; cualquier otra
cosa llamaría una atención no deseada.
Sólo soy una chica que sale de un bar después de atragantarse con una bebida
demasiado cara. No es gran cosa.
En el último escalón, me he agachado para recoger mi maleta cuando una voz
atraviesa el aire como un cuchillo caliente en un bloque de mantequilla.
—¿De salida tan pronto?
Mierda.
—Sí —digo, con toda la despreocupación que puedo reunir—. Tengo que coger un
tren.
—No hay trenes en Devil’s Coast.
Doble mierda.
—Por la mañana, quiero decir. De una ciudad diferente. Tengo que levantarme
temprano para llegar allí, así que probablemente debería...
Tres pasos lentos, cada uno más cerca que el anterior. El peso detrás de ellos hace
que mi excusa se desvanezca en la nada.
Apretando las manos en un puño, miro las escaleras hacia el pequeño resquicio de
luz que hay en la parte superior. Si sacrifico mis pertenencias, ¿podré salir por la puerta
antes de que me atrape?
La sangre me retumba en los oídos. Otros dos pasos resuenan en el techo bajo, y
luego el calor me roza la nuca. Sólo un latido de corazón tartamudo después, el aroma
del whisky caliente y la menta fresca se desliza bajo mi nariz.
Dios, está cerca. Se me pone la piel de gallina a lo largo de los brazos y las rodillas
amenazan con doblarse debajo de mí.
Su voz gruesa y tranquila flota sobre los planos de mis hombros.
—Vamos a jugar a tu juego.
Es una orden que se hace pasar por una sugerencia, y que se da con la agudeza de
una picana.
Debería asustarme, pero sólo me cabrea. Nunca me ha gustado demasiado que me
digan lo que tengo que hacer, especialmente por un hombre, incluso si dicho hombre
es un Visconti.
Raphael Visconti. Dios mío. A pesar de mi fastidio, no puedo creer que haya tenido
el descaro de llamar objetivo a Raphael Visconti, incluso en mi propia cabeza. Es el
mediano de los hermanos Dip del Diablo, y a diferencia de las familias Cove y Hollow,
no han tenido presencia en la Costa durante años, no desde que sus padres murieron
cuando yo tenía unos once años. Mis recuerdos de él en particular son borrosos,
probablemente porque es mucho mayor que yo. Existe en destellos de trajes ajustados
y sonrisas encantadoras. Nunca tuve más que una breve visión de él antes de que
desapareciera tras un mar de trajes o una puerta cerrada.
Todo lo que sé sobre Raphael Visconti no proviene de mis recuerdos de la infancia,
sino de los rumores en las mesas de blackjack de Atlantic City. Su nombre siempre se
pronunciaba en un susurro sin aliento, a menudo con un rumor adjunto. Partidas de
póquer con invitación y fiestas que rivalizaban con las de Jay Gatsby7: ese tipo de cosas.
Es difícil saber qué era verdad y qué no.
Sólo hay dos cosas que sé que son un hecho.
La primera es que Raphael es dueño de la mayoría de los casinos de renombre en
Las Vegas.
La segunda es que sería estúpido estafar a un hombre que posee la mayoría de los
casinos de renombre de Las Vegas.
Necesito salir de este lío, y rápido. Con una falsa confianza, me doy la vuelta con
una cláusula de salida en la lengua. Está más cerca de lo que pensaba y me coge
desprevenida. Me tambaleo hacia atrás, con los talones golpeando el escalón inferior,
pero antes de que caiga de culo, una mano fuerte se extiende y me rodea el antebrazo.
Mi desafío parpadea como una vela en el viento. Es alto. Realmente alto, y ahora
que sé quién es, también es jodidamente grande. Mi mirada apenas llega al tercer botón
de su camisa.
Estar a su sombra me incomoda, así que me subo al escalón inferior y me cruzo de
brazos en un intento de nivelar el terreno de juego.
Sonríe.
—Seguro que eres persistente para un hombre que no está interesado.
Su mirada se dirige a mi boca.
—Oh, estoy interesado.
Un calor repentino me golpea el estómago y suelto una pequeña bocanada de aire
involuntaria. Hay algo en la intensidad de su mirada y la sedosidad de su tono que me
parece... inapropiado. No dudo de que tiene a las mujeres saltando a su dormitorio
con mucho menos esfuerzo.
Finjo un bostezo.
—Lo siento. Me tengo que ir.

7 Personaje ficticio titular de la novela de F. Scott Fitzgerald de 1925 El gran Gatsby.


Aunque su quietud es magnética, consigo separarme lo suficiente como para
agacharme, coger mis pertenencias y girar hacia la entrada en lo alto de la escalera.
Un paso. Luego otro. Mi bota se cierne sobre el tercero cuando la oscuridad me
envuelve. Me detengo para entrecerrar los ojos en la luz tenue y veo a un guardia de
seguridad, el de la cara pegajosa y las preguntas retóricas. Se asoma al final de la
escalera, bloqueando la salida.
Joder.
Como si me fuera a dar respuestas, vuelvo a mirar a Raphael. Está de pie en el
mismo sitio, con la misma sonrisa apretada que le tira de los labios, las manos
descansando tranquilamente en los bolsillos de sus pantalones.
Mi atención se desplaza por encima de su hombro, y es entonces cuando mi
confusión se convierte en algo más denso. Los demás hombres del bar se han puesto
en pie y me miran fijamente. Uno de ellos se pone en la trayectoria de un foco y gira la
cabeza.
Veo su auricular y me doy cuenta de que me ha dado una bofetada en la cara.
Llevar trajes a mitad de semana. Sentarse solo. Cosas que normalmente veo como
cheques verdes, son en este caso, enormes banderas rojas. No fue una coincidencia que
estuvieran sentados por separado, porque todos son guardaespaldas. Están
trabajando. Y todo por...
Mis ojos vuelven a mirar al Visconti. Sus hoyuelos se profundizan. Un encanto de
cachemira y una sonrisa afilada.
—Me temo que tengo que insistir.
El miedo helado llega a mi torrente sanguíneo. Joder. Hace menos de diez minutos,
pensaba que este tipo era un pececito que no mordería mi cebo, y qué equivocado
estaba.
Es un gran tiburón blanco a punto de tragarme entera.
El pulso me retumba en la garganta y las manos se me ponen húmedas. Dos cagadas
en una semana. Es una probabilidad terrible para una chica tan afortunada como yo.
Con la derrota pesando en mi estómago, dejo caer las maletas en el escalón y aliso
el satén de mi vestido robado. Por fuera, estoy tranquila, pero por dentro, todos mis
órganos se agitan con un nuevo plan. Mi juego original ya no va a servir: necesito algo
menos sórdido. Algo que haga que me arrojen del muelle de Cove en una bolsa para
cadáveres.
Supongo que estoy entrando en el tercer acto.
—Bueno, ya que insistes —digo con un tono que no refleja el pánico que me sube
por la garganta. La diversión de Raphael me levanta ampollas en la mejilla mientras
vuelvo a la barra y tomo asiento.
Dan me llama la atención y hace un pequeño movimiento de cabeza, apenado, que
transmite lo que ya me he dado cuenta: Estoy bien jodida.
Las grandes manos de Raphael agarran el taburete que está a mi lado y lo aleja de
la barra como si no pesara nada. Se sube los pantalones y se posa en el borde del
taburete. Con una pequeña e inexpresiva inclinación de cabeza hacia Dan, apoya los
antebrazos en las rodillas, empina los dedos y me baña con su atención.
—Cuéntame más sobre este juego.
Mis ojos se deslizan involuntariamente hacia él. Los suyos brillan con silenciosa
diversión y, de repente, recuerdo la vez que cogí Biología Marina para Dummies en la
biblioteca. Había toda una sección sobre los tiburones blancos y cómo pueden detectar
los latidos del corazón en el agua. Él puede oír el mío palpitando de miedo y lo
disfruta.
A pesar de encontrarme en el fondo de un pozo sin escalera, mi orgullo se enciende
como un desagradable sarpullido. Endurezco la mandíbula y me pongo en pie. Sin
romper el contacto visual, vuelvo a quitarme el abrigo y, esta vez, veo que su mirada
recorre todo mi cuerpo. Pasa de las delgadas correas de mis hombros a la parte baja de
mi cadera, baja por la longitud de mi pierna derecha expuesta y se detiene en mi bota
Doc Marten. Cada centímetro que absorbe pone otro ladrillo de confianza en mi
núcleo. Y una sensación de revoloteo en mi estómago, pero trato de ignorarla.
Es sólo un hombre, por el amor de Dios. Claro, un hombre con un apellido infame
y rodeado de guardaespaldas que podrían descuartizarme y meterme en mi propia
maleta, pero, sin embargo, un hombre. Y bajo la superficie, son todos iguales.
Me apoyo en la barra y paso mi collar por su cadena. Juega. Bien. Voy por mi táctica
menos sórdida y espero lo mejor.
—Es menos un juego y más un... concurso.
Dan pone dos bebidas sobre la mesa. Una es un whisky, la otra es de color amarillo
brillante y está en una copa de cóctel. Miro fijamente la cereza glaseada y la pajita rosa
rizada.
—¿Cambiaste de bebida?
—Cambié el tuyo. Los Martini con gotas de limón son menos peligrosos para la
asfixia.
—Encantador —replico secamente. La bebida me importa un bledo. Además, tengo
la sospecha de que si bebo un solo sorbo, es muy probable que me despierte
encadenada a un radiador en algún lugar oscuro y húmedo.
—Concurso. Cuéntame más.
—Cinco preguntas. Si respondes mal a alguna de ellas, me quedo con tu reloj.
Enfoca una ceja. Sonríe de una manera que ya he llegado a odiar.
—¿Y si las respondo bien?
—No lo harás.
Se le escapa una pequeña risa ronca y, mientras se frota las manos, sus gemelos de
diamantes se burlan de mí. ¿Cómo no me di cuenta antes de quién era?
—Eres una cosita confiada.
Cosita. Un escalofrío de desagrado me recorre la espalda. La cosita entra en la misma
categoría que el cariño y el amor. Expresiones paternalistas utilizadas por los hombres
para rebajar a las mujeres.
Me dan ganas de golpear sus bolsillos tan fuerte como pueda.
—Vamos a empezar. —Él es, por supuesto, confiado.
—¿No quieres oír la trampa?
—¿Hay una trampa?
—Siempre hay una trampa —digo suavemente, ignorando la forma en que su voz
se oscurece un poco—. Ninguna de mis cinco preguntas es una pregunta trampa. De
hecho, la respuesta a cada una es muy sencilla. Sin embargo, la trampa es que debes
responder mal a cada pregunta. Si respondes correctamente, pierdes, y yo me quedo
con ese precioso reloj en tu muñeca. —Deslizo mi mano hacia el hueco que nos
separa—. Me quedaría bien; ¿no crees?
Me mira el brazo con ligero desinterés y luego me mira. La impaciencia parpadea
como llamas en sus iris.
—Bien.
—¿Has jugado antes a este juego?
Su bebida está a medio camino de sus labios cuando se detiene.
—No sería inteligente de tu parte tomarme por tonto, querida.
Un escalofrío me recorre.
—Todavía no hemos empezado. Puedes responder con la verdad.
Piensa por un momento. Su sorbo se convierte en un trago y deja el vaso sobre la
barra.
—Entonces no, no lo he hecho.
Un subidón embriagador recorre mi piel, una mezcla de excitación y peligro.
—Primera pregunta. ¿Dónde estamos ahora mismo?
Duda.
—La luna.
—Segunda pregunta. ¿De qué color es mi cabello?
Su mirada se dirige a mi nudo desordenado. Su garganta se tambalea y murmura
algo que apenas sale de sus labios. ¿Qué? Pero antes de que pueda darle importancia,
me responde con un mordisco.
—Azul.
—¿Y el color de tu cabello?
—Rubio.
—Joder, qué bien se te da esto —murmuro, acomodándome un cabello suelto detrás
de la oreja.
—Soy bueno en la mayoría de las cosas.
La insinuación ronca en su tono hace que mi pulso se detenga por un segundo. Algo
cálido roza mi rodilla y, cuando miro hacia abajo, me doy cuenta de que es la suya.
¿Estaba sentado así de cerca hace un minuto?
Ignorando el calor que me sube a la cara, continúo.
—Bien, ¿cuántas preguntas te he hecho?
Rasguea un grueso dedo contra la barra a un ritmo tres veces más lento que los
latidos de mi corazón. Recorre con un nudillo la longitud de su pómulo antes de decir
con rotundidad:
—Doce.
Exhalo con tanta fuerza que los cabellos sueltos que enmarcan mi cara se agitan.
—Mierda —murmuro en voz baja, escudriñando la habitación.
Raphael me mira con silencioso regocijo. Coge su vaso y hace girar el líquido con un
lento movimiento de la muñeca—. ¿Sientes el calor?
—Sí, porque eres un puto tramposo —respondo.
El remolino se detiene.
—¿Perdón?
Por el escalofrío que se desprende de sus palabras, sé que responder con una
disculpa aceptada no sería la decisión más inteligente.
—Ya lo has oído. Eres un tramposo.
Deja el vaso en el suelo.
—Dilo otra vez —dice en voz baja, pero su mirada es todo menos suave.
Lucho contra el impulso de disculparme, aunque sea para aliviar la tensión que se
acumula bajo mi pecho, pero esto sólo funciona si redoblo la apuesta.
—He dicho que eres un tramposo. Y un mentiroso.
El músculo de su mandíbula tiene espasmos.
—Un mentiroso.
—Ajá. Me dijiste que no habías jugado antes a este juego, pero lo has hecho, ¿no?
—Ya te he dicho que no.
Pasa un tiempo. Se convierte en dos. Nos miramos fijamente mientras la verdad
espesa y pegajosa se cuela en el pequeño hueco que nos separa.
Esa era mi quinta pregunta.
Me pregunto si puede oír el pulso que me golpea en las sienes o la respiración
entrecortada. Si lo hace, los duros planos de su rostro no lo muestran.
Me encanta ganar. La sensación de superar un objetivo es tan adictiva como
cualquier droga. Pero esta noche, mi subidón es arrebatado por la sensación de que las
paredes se acercan. Cuando miro hacia arriba, me doy cuenta con creciente horror de
que no son los muros, sino el equipo de seguridad de Raphael formando un círculo
lento y móvil a nuestro alrededor.
Oh, mierda.
Pero entonces Raphael levanta la mano. Es un movimiento tan sutil que no lo habría
notado si no fuera por el brillo de su anillo de citrino, pero hace que todo su equipo se
detenga inmediatamente.
—Me has engañado —dice simplemente.
—No lo hice. Te pregunté antes de empezar si habías jugado antes, y dijiste...
—No —finaliza pensativo.
Su silencio grita. Mi triunfo susurra.
Observo su inescrutable expresión con cautela mientras escurre su bebida y se frota
el pulgar sobre el labio inferior. Apoya el antebrazo en la barra.
Durante unos breves segundos, creo que tal vez, sólo tal vez, podría haberme salido
con la mía. Pero entonces...
—Dan, pásame el martillo.
Lo dice tan impasible. Como si se limitara a pedir la hora, no porque tenga que estar
en algún sitio, sino simplemente para entablar conversación.
Se me hiela la sangre.
—¿Qué? ¿Por qué?
Me ignora. Dan me dirige una mirada a medio camino entre la disculpa y él te lo
dije y luego se agacha detrás de la barra y vuelve con un pequeño martillo, de los que
rompen el hielo.
O rótulas.
No espero a averiguarlo.
Impulsada por la autopreservación y la adrenalina, combino las dos tareas de
ponerme el abrigo y caminar de espaldas hacia las escaleras. La habitación es una
niebla de ámbar, calor y miedo; todo está borroso, salvo el martillo y la gran mano
enroscada en su mango.
Mis talones golpean el escalón inferior, pero esta vez ninguna mano fuerte sale
disparada de la oscuridad para detener mi caída. Cuando aterrizo de espaldas, el
impacto resuena en mi columna vertebral y el terror me persigue.
Tus pecados te alcanzarán eventualmente, Pequeña P. Siempre lo hacen.
Las palabras de despedida del primo de Raphael resuenan en mis oídos mientras
un calor negro se cierne sobre mi pecho. Es una sombra, de la que brillan una garra de
acero, la esfera brillante de un reloj y un anillo de citrino.
—Por favor —susurro en la oscuridad. La última vez que dije por favor con tanta
desesperación fue cuando tenía diez años, en el callejón detrás del Gran Casino
Visconti. Eso no impidió que las manos se abalanzaran sobre mí entonces, y no lo hace
ahora.
Una palma áspera con un tacto suave desciende sobre mi muslo. La sedosa tela de
mi vestido se desprende en la profunda hendidura y, al instante, mi estómago cae
hasta las botas.
¿Alguien ha tocado alguna vez lo que hay debajo de ese bonito vestido tuyo?
El miedo se convierte en furia, ardiente y peligrosa.
No.
Pero todo sucede muy rápido. Aprieto los dientes, cierro los ojos y me agarro al
trébol de cuatro hojas que tengo en el cuello mientras el martillo cae a mi izquierda.
Crack.
No hay dolor. No hay huesos rotos. Abro un ojo y miro mi abertura lateral, y la
vergüenza al rojo vivo inunda inmediatamente mi torrente sanguíneo.
Una etiqueta de seguridad negra. Yace en fragmentos de plástico destrozados junto
a mi muslo tembloroso. No me di cuenta de que este vestido tenía una, pero por
supuesto que la tenía. Por eso sonó la maldita alarma al salir de la tienda.
Tardo tres largos segundos en acordarme de respirar. Tomo una bocanada de aire
y, cuando deslizo los ojos hacia arriba para encontrarme con los de Raphael, lo suelto
en una exhalación furiosa.
El humor chispea tras su mirada, como si acabara de escuchar un chiste y estuviera
mirando justo el remate.
—Has tenido suerte.
—¿Sí? —Le contesto con brusquedad.
—Mm. A veces ponen tinta en esas cosas.
Le miro fijamente. Él es un trago de agua fría para mi infierno ardiente. Un mar
verde y calmado para mi temblorosa tormenta.
Lo odio, carajo.
Antes de que tenga el valor de replicar, me tiende una mano y me pone de pie. Me
tiemblan las piernas por los restos de adrenalina. Sin romper el contacto visual, entrega
el martillo al guardia más cercano y se desabrocha el reloj con un solo y rápido
movimiento.
Se inclina hacia delante, lo suficientemente cerca como para meter la mano en el
bolsillo de mi abrigo, y desliza el Breitling dentro de él. Cae como un peso muerto al
fondo.
—Cuídalo. —Algo bellamente melancólico pasa por su mirada, y a pesar de mis
ganas de agarrar ese martillo de su guardia y romperle la cabeza con él, su expresión
resuena en las cámaras huecas de mi pecho.
Desapareció en un abrir y cerrar de pestañas, sustituido por esa diversión siempre
presente.
Un comentario descarado sale de mi boca antes de que pueda detenerlo. A pesar de
haber conseguido uno de los mejores sueldos de mi vida, odio sentir que un hombre
me ha superado. Debe ser una reacción instintiva para igualar el terreno de juego.
—¿Quieres jugar otra vez? —Pregunto con toda la despreocupación que puedo
reunir—. Me gusta el aspecto de ese anillo en tu dedo.
Sonríe con fuerza.
—Prefiero cagarme en las manos y aplaudir.
Me reiría de su referencia a mi burdo comentario anterior, si no estuviera a punto
de sufrir un infarto. Sí, creo que he llevado mi suerte al límite esta noche. Pasa un
tiempo pesado, y luego mueve la barbilla hacia las escaleras detrás de mí.
—Vete.
Una orden suave y sencilla, a la que me someto con mucho gusto. Recojo mis
pertenencias y subo corriendo las escaleras, tratando de ignorar la mirada que me
quema la nuca.
Parece que hace toda una vida que estaba en esta entrada, escondiéndome de un
dependiente cabreado. Es una locura que haya pensado que sería el mayor drama que
encontraría esta noche.
El guardia de cara amarga me observa hasta que llego a la puerta, entonces su voz
ronca pasa por encima de mis hombros.
—No tienes ni idea de la suerte que tienes.
Me detengo con la mano en el pomo de la puerta. De repente, el trébol de cuatro
hojas que llevo al cuello pesa más que el reloj de seis cifras que llevo en el bolsillo.
Suelto una carcajada amarga.
—Créeme, eres tú quien no tiene ni idea.
Tres

Y
a es más de medianoche cuando arrastro mi maleta por los adoquines de la calle
principal de Devil's Dip. A pesar de estar a sólo cuarenta minutos en autobús por
una sinuosa carretera costera, no podría ser más diferente de Devil's Cove. El
cielo es negro y las calles silenciosas, salvo por el viento áspero y salado que golpea
mis mejillas como un látigo.
Dip es como el primo desaliñado de Cove. El que fue sacado del testamento y ya no
es invitado a las reuniones familiares. Es más sucio, más oscuro. Incluso el brillo de las
luces de Navidad es más turbio. No hay dinero en sus bares y restaurantes, sólo
hombres viejos y cansados desplomados sobre sus cervezas y sus cenas grasientas de
pollo después de un largo día de carga en el puerto.
Como las polillas a la llama, la mayoría de los residentes gravitan hacia las luces
brillantes de Cove en busca de empleo, como hicieron mis padres. Toman el autobús
seis-uno-ocho frente a la vieja iglesia en lo alto del acantilado, trabajan un turno de
doce horas atendiendo a los ricos y a los maleducados, y luego se retiran a los barrios
pobres con el delantal lleno de propinas y los pies adoloridos.
No me uniré a ellos ahora que voy a ser honesta. En Cove, la tentación y el peligro
viven en la luz, por lo que es casi imposible perderlos. En Dip, lo único que puede
hacerme daño son los recuerdos encerrados en la casa victoriana de cinco calles más
allá.
No he vuelto allí desde el asesinato, y no pienso cambiar eso.
Me detengo ante una puerta verde descascarillada. Está entre una tienda de
bicicletas y una funeraria, y si no fuera por el resplandor parpadeante de una farola
cercana, la mayoría de los carteros no verían el número ocho tallado en su madera.
Se abre con un pequeño empujón de mi bota. Cuando el agente inmobiliario me
entregó las llaves una semana después de mi decimoctavo cumpleaños, mencionó que
la puerta principal estaba rota, pero que el propietario del edificio iba a arreglarla
«enseguida».
Supongo que tenemos diferentes interpretaciones de lo que significa,
inmediatamente.
Subo la estrecha escalera hasta el segundo piso, dejo la maleta y el bolso sobre las
baldosas de linóleo y me dirijo a la puerta del 8A. Golpeo la puerta con el puño y miro
el felpudo con incredulidad.
Hola, soy Mat.
Pasos amortiguados, el giro de una cerradura, luego un tipo alto y rubio oscurece la
puerta. Lleva pantalones cortos de baloncesto y el ceño fruncido. Se convierte en una
sonrisa de oreja a oreja cuando me mira.
—Bueno, bueno, bueno. Mira qué mosca ha decidido volver al vertedero.
Le ignoro.
—¿Perdiste una apuesta?
Frunce el ceño.
—¿No?
—¿Así que compraste esta alfombra de bienvenida voluntariamente?
Los dos volvemos a mirar al suelo y Matt se ríe.
—¿No te parece divertido?
—Creo que eso te hace merecedor de ser robado.
—Pero es un juego de palabras con mi nombre. Dios. —Se pasa una mano por el
cabello suelto—. Tú, Penny Price, no reconocerías un buen chiste aunque te diera una
bofetada en la cara.
La irritación se desliza por mi columna vertebral.
—Tengo un buen chiste.
—¿Sí?
—Uh-huh. Toc toc.
Sus ojos son finos.
—Muy bien. ¿Quién está ahí?
—Tu vecina favorita, y está a punto de prender fuego a tu alfombra de bienvenida
si no consigue la llave de su apartamento en los próximos cinco segundos.
Matt frunce el ceño y luego esboza una sonrisa fácil.
—Sigues siendo una idiota, ¿eh?
—Desgraciadamente.
Con un pequeño movimiento de cabeza, camina por el pasillo y me invita a entrar
con un perezoso movimiento de su mano.
—Entra y ponte cómoda. Encontrar esta llave puede llevarme un rato.
—¿Por qué? ¿Te has vuelto desordenado? —Pero al detenerme en la pequeña y
familiar sala de estar, sé que no lo ha hecho. Es tan bonito y ordenado como lo
recuerdo, lleno de muebles grises y crema.
—No, Penny, pero me diste tu llave... ¿hace ya casi tres años? Bueno, no me la diste.
La dejaste en mi puerta bajo una caja de cerveza y luego desapareciste sin dejar rastro.
—Desaparece en la cocina, y se produce un revuelto con objetos metálicas—. Tienes
suerte de que aún la tenga. Está en ese cajón de la cocina. Ya sabes, en el que tiras todo
lo que no tiene un hogar. —Más ruido—. Maldita sea —gruñe—. Tengo cargadores de
teléfono, tarjetas SIM, tornillos para Dios sabe qué. —El ruido se detiene—. Whoa,
acabo de encontrar un Walkman. ¿Te acuerdas de ellos?
—No, porque tengo veintiún años.
—¡Oye! Sólo soy un par de años mayor que tú, chica.
Contengo una sonrisa y me dejo caer en el sofá. Mala idea. Los suaves cojines y la
cálida nostalgia envuelven mis músculos doloridos como un abrazo y, por un breve
momento, mis párpados se cierran. Después de tres años de vivir en un estudio de
mierda que comparte pared con un antro de crack, ahora puedo apreciar lo bien que
lo pasé teniendo a Matt como vecino durante los pocos meses que viví aquí.
La noche que recibí las llaves de mi casa, llamó a mi puerta armado con cerveza y
un montón de historias sobre la pareja tóxica que vivía en el piso de arriba. En cuanto
a los hombres, es genial. Es fácil hablar con él, no tiene una mirada errante y está
drogado hasta la tranquilidad la mayoría de los fines de semana. Es profesor de
Educación Física y de hockey sobre hielo en la academia pija de Devil's Hollow, y si le
apostara a un desconocido un millón de dólares a que puede adivinar su profesión en
tres intentos, estaría muy endeudado. Tiene el cabello de surfista, le gusta la ropa
holgada y de marca de la NHL, y dice cosas molestas como: «Relájate, hombre».
En un intento por mantenerme despierta, abro los ojos a la fuerza y me concentro en
la pantalla de televisión de la esquina de la habitación. Hay una reportera que me
habla, con una expresión y un tono siniestros. Mi mirada se fija en la escena ante la que
se encuentra. En el edificio en llamas y los gruesos zarcillos de humo que se funden en
el oscuro cielo que lo cubre.
Inmediatamente, se me aprieta la garganta.
Matt aparece en la puerta, con un juego de llaves colgando de su dedo índice. Mira
la pantalla.
—Incendio en un casino de Atlantic City. ¿Crees que alguien gastó demasiado en
las máquinas tragaperras y quiso vengarse?
Mis dedos arañan el asiento pastoso que tengo a cada lado. ¿Ha sido noticia
nacional? Mierda.
—Mm. Tal vez.
—La policía parece estar de acuerdo conmigo.
—¿Qué?
—Antes, decían que sospechaban que era un incendio provocado, no un cableado
incompleto ni nada.
Puede que me suden las palmas de las manos, pero se me hiela la sangre.
—Incendio provocado.
—No lo sé, pero estoy seguro de que lo averiguaremos pronto. —Su risa ronca flota
en la sala de estar y toca mi piel húmeda. Su boca sigue moviéndose, pero no le
escucho, porque ahora, de repente, soy demasiado consciente de mi hedor, un cóctel
de humo y pecado. Porque ahora, todo lo que puedo escuchar son esas estúpidas
palabras de nuevo.
Tus pecados te alcanzarán eventualmente, Pequeña P. Siempre lo hacen.
No. Estoy a salvo aquí. Dip está tranquilo, y nadie me vio salir, y mucho menos a
dónde fui.
—Oye, ¿estás bien?
Asiento con la cabeza, murmuro algo sobre el cansancio y me pongo en pie.
—Toma, déjame coger tus cosas —dice, cogiendo mi maleta.
Le sigo por el pasillo, escuchando a medias mientras dice algo sobre que la cerradura
está rígida, y luego estamos de pie en la entrada de mi antiguo apartamento.
Matt golpea con el puño un interruptor de la luz, inundando el espacio con un rancio
resplandor amarillo. Lo asimilo todo con un ojo cauteloso, preparándome para lo peor.
Lleva tres años sin tocarse, así que casi espero que el techo se haya hundido o que las
ratas se hayan apoderado del dormitorio.
En cambio, está congelado en el tiempo bajo una fina capa de polvo. Nada ha
cambiado. El pasillo sigue siendo del tamaño de una celda de prisión y está pintado
de forma desordenada. Lleva al salón, que no es mucho más grande. El sofá de dos
plazas que compré en Craigslist ha aguantado bien. Está frente a un televisor tan viejo
que tiene un dial en la parte delantera. Dejo caer mi mirada sobre la alfombra gris
manchada, y me hago el propósito de pasarle una buena aspiradora antes de pisarla
descalza.
—Está tal y como lo dejé —anuncio, con un cálido alivio en mi caja torácica.
—¿Lo está? Por Dios —murmura Matt. Me giro y lo veo apoyado en el marco de la
puerta, con el desconcierto manchado en la cara—. Podrías haberme dicho que los
ocupantes ilegales se habían apoderado del lugar y te habría creído. Me había olvidado
de la mierda que había aquí.
Me río y sacudo la cabeza. Cuando el alcoholismo se apoderó de mis padres, nuestra
casa empezó a pudrirse. El papel pintado de flores se marchitó y las encimeras de
granito de la cocina perdieron su brillo, por mucho que las limpiara con agua jabonosa.
Hice lo que pude con productos de limpieza robados y un poco de movimiento de
codo, pero sólo hay un número determinado de veces que puedes fregar los vómitos
de tu madre de la alfombra del salón antes de que deje un olor persistente. También
había un número limitado de veces que podía obligarme a preocuparme.
Después de que los asesinaran, pasé los cinco años siguientes en casas de acogida,
en habitaciones estériles hechas para los huéspedes ocasionales, no para los
adolescentes huérfanos. El día que cumplí dieciocho años, recibí una llamada de un
abogado. Entre los tragos de vodka y las discusiones incoherentes, mis padres no
habían tenido tiempo de redactar un testamento, pero, al parecer, habían tenido la
suficiente inteligencia como para poner dinero en una cuenta bancaria en el extranjero
para cuando fuera mayor de edad. Era una historia de mierda, pero no me importaba
indagar más, porque allí había suficiente dinero para comprar este lugar. Sólo me
quedé unos meses antes de recoger mis cosas y coger un galgo para ir a nuevos pastos.
Seguí las luces brillantes de una costa a otra y terminé en Atlantic City. Mi estudio
tenía el tipo de moho que hace que te ardan los pulmones por la mañana, así que estoy
contenta de estar en casa.
La mirada de Matt me sigue mientras cruzo la habitación y paso la mano por la mesa
de cristal del comedor apoyada en la pared del fondo. Aparto la cortina y miro hacia
abajo, hacia la calle adoquinada. Enfrente está la panadería, y si empujo la nariz contra
el cristal y miro a la derecha, puedo distinguir las cabinas rojas de plástico de la
cafetería.
Eso es lo que pasa con Devil's Dip. Nada cambia nunca.
—¿Qué te trajo de vuelta a la ciudad, de todos modos?
Los músculos de mi espalda se tensan. La verdad es que cuando metí mi vida en
una maleta y dejé Atlantic City, volver a la Costa era lo último que tenía en mente. No
me lo planteé hasta que me bajé del autobús que me llevó hasta Portland. Temblando
bajo una marquesina y sin saber a dónde ir después, escribí en Google los pueblos más
tranquilos de la Costa Oeste. Devil's Dip era el número tres en el blog de viajes de
Wendy Wanderlust. Casualmente, había un autobús que salía hacia Devil's Cove en
menos de treinta minutos, y el precio del billete equivalía al cambio exacto que tenía
en mis bolsillos.
Ese es el tipo de suerte que ha resumido mi vida.
—Extrañaba el clima increíble —respondo secamente.
Se ríe.
—¿Sí? ¿Ya tienes un trabajo?
Ese es mi próximo obstáculo: encontrar un trabajo en Devil's Dip. Va a ser casi
imposible, porque en un pueblo pequeño, sólo hay uno de todo. Una tienda de
comestibles, una cafetería, una pizzería. Parece que la gente que trabaja en estos
establecimientos se aferra a sus puestos de trabajo por la vida, y la única vez que hay
una vacante es cuando alguien muere o se jubila.
—No, pero si te enteras de que va alguno, ¿me lo haces saber?
—Ah, estoy seguro de que hay un millón de bares y restaurantes en Cove que
tendrán...
Le corté, firme y rápido.
—Quiero seguir siendo local, así que sólo busco en Devil's Dip.
Sin Cove, sin Hollow Sería demasiado tentador meter las manos en los bolsillos
profundos, y estoy tratando de no hacerlo más.
Me doy la vuelta justo a tiempo para ver cómo la sospecha atraviesa la mirada de
Matt. Abre la boca, sin duda con un aluvión de preguntas en la lengua, pero llego antes
que él.
—Gracias por ayudarme con mis cosas. Quizá nos pongamos al día este fin de
semana, si estás por aquí.
Una pista que ni siquiera un idiota podría pasar por alto. Se aparta del marco de la
puerta y da dos pasos hacia las sombras del pasillo.
—Claro que sí, te dejo con ello. —Se detiene en la puerta principal—. ¿Tienes algún
plan para mañana?
—Depende de lo que vayas a proponer.
—Una boda. Comida gratis, licor gratis y un buen rato. ¿Qué dices?
Frunzo el ceño.
—¿Quién se va a casar?
—¿Recuerdas a Rory Carter?
Me quejo. No porque no me guste Rory, sino todo lo contrario. Es una de las chicas
más agradables de la Costa. Fue a la única otra escuela de Devil's Dip y también
trabajaba en el turno de noche en la cafetería del final de la calle. Cada vez que entraba,
me daba una ración extra de patatas fritas o un chocolate caliente a cuenta de la casa,
y yo le hacía compañía mientras limpiaba las mesas y hacía el control de existencias.
Probablemente sólo era amable conmigo porque mis padres habían muerto, pero aun
así, era lo más parecido a una amiga que tenía.
No. Gemí porque Rory tiene la misma edad que yo, lo que significa que estoy en la
edad en la que la gente tiene sus cosas claras.
Yo, en cambio, estoy muy lejos de tener mi mierda resuelta.
—¿Con quién se va a casar? ¿Con alguien que conozca?
Matt ladea la cabeza pensando.
—No, no creo que lo conozca. Entonces, ¿qué dices? ¿Quieres ser mi cita?
Me muerdo el interior de la mejilla y lo medito. Supongo que estaría bien ver
algunas caras antiguas, y probablemente tengo un vestido adecuado cogiendo polvo
en mi armario. Además, tal vez conozca a alguien que esté contratando.
—Me apunto, siempre y cuando no me llames tu cita.
—No, no eres mi cita, eres mi acompañante. Esta chica que me gusta va a ir.
—Entonces, ¿qué? ¿Quieres que le cante tus alabanzas en el baño?
—No; Quiero que me mires como si estuvieras enamorada de mí y pretendas reírte
de mis bromas. Luego, cuando se dé cuenta de lo sexy que me veo con un esmoquin,
necesito que te escondas.
Le miro con incredulidad.
—¿Alguna vez te ha funcionado eso?
Me guiña un ojo.
—No sé, nunca lo he probado. Te recogeré a las dos de la tarde.
Sale de mi apartamento, dejándome sólo con mis pensamientos y el ruidoso
zumbido de la calefacción.
Ducha. Después de casi tres días en la parte trasera de apestosos autobuses, oliendo
como un cenicero andante y parlante, la idea de una ducha es mi idea del cielo, aunque
esté fría, porque aún no he encendido el calentador de agua. Dejo mi abrigo en el suelo
y me quito este vestido demasiado ajustado. Aunque es más caro que toda mi ropa
junta, no puedo esperar a tirarlo. Puede que el resto de mí huela a humo y a sudor,
pero este vestido apesta a whisky y a golpes de efecto, y no quiero volver a verlo.
Además, es parte de mi pasado. Mañana voy a despertarme y voy a ser buena.
El agua helada se desliza por mi cuerpo, humedeciendo mi cabello y gastando la
tensión entre mis omóplatos. A pesar de ello, me siento más relajada porque la
promesa de una nueva vida está en el horizonte. Volver a Devil's Dip me ha dado una
segunda oportunidad y un lugar donde empezar de nuevo. Un lugar donde Martin
O'Hare nunca me encontrará.
Voy a hacer las cosas bien.
Voy a encontrar un trabajo y mantenerlo durante más de una semana.
Y voy a averiguar por fin qué me interesa en este mundo, aparte de coger el dinero
de los hombres.
Cuando me he secado y desenredado el cabello, una pequeña sonrisa de satisfacción
se dibuja en mis labios. Me pongo unos calcetines mullidos y avanzo por el pasillo
hacia el dormitorio, donde me recibe una cama individual con una bombilla desnuda
colgando del techo. Suspirando, dejo caer mi fardo de ropa al fondo de la misma, y
algo cae del bolsillo de mi abrigo al suelo.
El reloj de Raphael Visconti. Me siento en el borde de la cama y lo cojo. Paso un
pulgar por la esfera de cristal liso y por la longitud de sus correas de cuero.
Extrañamente, aún está caliente, como si lo hubiera deslizado desde su gruesa
muñeca hasta mi bolsillo hace unos momentos. Tal vez sea el cansancio extremo, o tal
vez es que ahora soy un psicópata certificado, pero por alguna razón, me lo llevo a la
nariz y respiro su aroma. El sabroso cóctel de cuero y el persistente aftershave enciende
una pequeña llama parpadeante en la boca del estómago y, por un momento oscuro y
peligroso, vuelvo a estar en el bar. Rodeado de lentos remolinos de ámbar, destellos
de plata y verde brillante.
Por reflejo, aprieto los muslos.
Dios, debo estar cansada, pero que se joda. No me importa quién es o cuántos
guardaespaldas tiene, se me acercó con un martillo. ¿Y lo peor? Parecía ser una especie
de broma para él.
Me tumbo en la cama y suelto una pequeña carcajada. No puedo evitarlo, porque, a
pesar de estar petrificada en ese momento, todavía estoy embriagada por la adrenalina
de todo ello. Las grandes victorias sólo se consiguen con grandes riesgos y, bueno, esta
noche lo he arriesgado todo.
Mi diversión se deposita en mi piel como el polvo y da paso a un dolor sordo detrás
de mi pecho. Para ser sincera, echaré de menos mi forma de timar. No abandono el
juego porque me aburra, sino porque es lo correcto.
Siempre he sabido que estaba mal, y por eso he pasado los últimos tres años tratando
de encontrar una carrera que esté bien. Cuando llegué a Atlantic City, lo primero que
hice fue echar un vistazo a los casinos, y lo segundo fue hacerme un carné de la
biblioteca. Todos los lunes, me ponía delante de la sección For Dummies, cerraba los
ojos y pasaba el dedo índice por los lomos. Tenía que leer cualquier libro que
encontrara, por muy aburrido que fuera el tema. Mi lógica era que tal vez, sólo tal vez,
encontraría algo dentro de las páginas que iluminara la oscuridad dentro de mí. Algo
que se acercara a la emoción de contar cartas o clasificar bordes o sacar una cartera de
los pantalones de un hombre mientras él se distraía con mis tetas.
Pero hasta ahora, no hay dados. Gramática alemana. Bienes inmuebles.
Trainspotting. Cada libro que he cogido me ha aburrido hasta las lágrimas.
Me levanto de la cama y me dirijo a mi maleta para guardar el reloj en su bolsillo
delantero. Ya pensaré cómo lo venderé mañana.
Mientras recojo un montón de ropa de la cama, me llama la atención algo que hay
debajo.
Una tarjeta.
Lo recojo y le doy la vuelta.
Sinners Anonymous. Las letras están grabadas en oro, y debajo hay un número
impreso en sedosos dígitos negros. La miro fijamente durante unos pesados segundos
y luego, sin pensarlo, cojo el teléfono desechable que compré en una parada de
camiones en algún lugar del Medio Oeste y marco el número.
La línea suena tres veces y luego entra en el servicio de buzón de voz.
—Ha llamado a Sinners Anonymous —dice una voz robótica de mujer—. Por favor,
deje su pecado después del tono.
Se oye un largo pitido, seguido de un silencio estático.
Me hundo en la cama. Cierro los ojos y respiro profundamente.
—Hola, vieja amiga. Ha pasado mucho tiempo.
Cuatro

L
ucecitas suaves, bandejas plateadas para servir y copas de champán parpadean
contra el cielo gris perla. Alrededor de la orilla del lago helado, los sauces
llorones tiemblan al viento, y en medio de él, una mini orquesta puntea cuerdas
y practica rifts en una plataforma flotante..
El corazón de Devil’s Preserve se ha transformado en el epílogo de una novela
romántica gótica, una imagen perfecta de «felices para siempre». Pero ningún
romanticismo puede quitarte el hecho de que está helado.
Matt me pone una copa de champán en la mano.
—Sabes, creo que me casaré en la Riviera Francesa.
Retiro mi mirada de las filas de sillas blancas vacías y miro a mi vecino. Está
apoyado en el tronco de un roble, bebiendo la vista por encima del borde de una botella
de cerveza. La ceremonia no empieza hasta dentro de quince minutos y él ya se ha
aflojado la pajarita.
—Ni siquiera sabes deletrear Riviera Francesa, idiota.
Me lanza una sonrisa ladeada.
—¿Vas a estar así de cabreada toda la noche? Ya te he dicho que lo siento.
—Sentirlo no va a evitar que mis pezones se congelen.
Matt no me dijo que la boda era al aire libre cuando me invitó anoche. Tampoco
pensó en mencionarlo cuando me vio salir al pasillo que compartimos con un vestido
azul sin espalda y el abrigo colgado del brazo. Ahora, a pesar de estar acalorado y
molesto, no me da su chaqueta por si la chica por la que está aquí se hace una idea
equivocada.
—¿Puedes quedarte con mis calcetines? —me ofreció después de que lo sometiera
a una mirada fulminante—. No son de cachemira, pero seguro que lo parecen.
Dejé de lado su encantadora oferta y me conformé con enterrar la barbilla en el
cuello de mi abrigo de piel sintética y bailar un constante paso de dos movimientos.
—¿Y qué hay de ti?
—¿Eh?
—¿Dónde quieres casarte?
—No quiero casarme —gruño. Mi respuesta es un reflejo involuntario. Una decisión
tan firme que está prácticamente entretejida en mi ADN.
—¿En absoluto?
—No.
—¿Y si te enamoras?
Me trago los restos de mi champán, pongo la copa vacía en una bandeja que pasa y
cojo una nueva.
—No lo haré.
—Es imposible que lo sepas.
—Las mujeres no se enamoran, Matt. Caen en las trampas. Son atraídas por dulces
mentiras y suaves promesas. Luego, años, tal vez décadas, se dan cuenta de que están
atadas a un extraño, sus cadenas se hacen más pesadas por cosas como bebés e
hipotecas y suegras con obsesiones malsanas con sus hijos. Algunas se divorcian; otras
deciden que es más fácil seguir encadenadas.
Un pesado silencio silba en el viento. Me vuelvo hacia Matt y sonrío ante su
expresión.
—¿Qué? ¿Demasiado?
—Joder, Pen. ¿Quién te ha hecho daño?
Esta vez me río, ignorando cómo me hormiguea mi collar ante la pregunta. Mi teoría
no se basa sólo en el hombre que me hizo daño, sino también en mi experiencia de
estafadora. Diría que el ochenta por ciento de los hombres que se me han acercado en
bares o casinos han estado casados. Con cada mano cubierta de anillos que se abría
paso hasta mi muslo, se formaba otra cicatriz de hastío en mi corazón. Claro, eso hacía
más fácil golpear sus bolsillos, pero también me hacía sentir hueca por dentro. Porque
detrás de cada hombre casado hay una mujer que no se da cuenta de que él es un
imbécil .
Una sinfonía letárgica llega desde el lago y se filtra a través de la multitud reunida
como una niebla baja. Mientras los ojos de Matt trabajan como Rovers, escudriñando
a los invitados que llegan en busca de alguna señal de enamoramiento, yo bebo
perezosamente en nuestro entorno. Las mujeres de la barra sorbiendo Martini y
arrullando uno de sus bolsos de diseño como si fuera un bebé recién nacido. Los
hombres beben whisky en grupos de tres, murmurando en un idioma que no entiendo.
Un idioma que no entiendo.
La copa está a medio camino de mis labios cuando un gélido malestar me congela
en el acto. Con la mirada fija en las burbujas que burbujean en mi copa, vuelvo a mirar
a las mujeres de la barra y entrecierro los ojos. El bolso que se están pasando no es sólo
de diseño, es un puto Birkin8. El que tiene una lista de espera de seis años.
Trago saliva y muevo ligeramente la cabeza. No. Seguramente no es. Vuelvo a
centrar mi atención en los hombres que están más cerca de nosotras y recorro con una
mirada frenética su vestimenta. Todos llevan esmóquines salpicados de pañuelos de

8 Bolso fabricado por el diseñador y fabricante de artículos de cuero Hermès. El bolso fue bautizado con ese nombre en honor a la actriz y
cantante franco-británica Jane Birkin.
bolsillo de seda. Lo normal para una boda. Pero entonces me fijo en un hombre en
particular, analizando sus detalles. La cadena de oro que desaparece bajo el cuello de
la camisa. El gran tatuaje en forma de cruz en el dorso de una mano bronceada y el
Rolex Daytona que lleva encima.
Entonces, algo se desplaza en mi visión periférica y mi estado de alerta hace que
levante la cabeza para verlo. Entre dos robles al otro lado del claro, un hombre acecha
en las sombras. Sólo es detectable por su amplia silueta y el destello de sus ojos al
barrer la multitud. A la izquierda, otra sombra, otra mirada concentrada.
Un anillo de seguridad blindado. Y sólo hay una familia en esta costa que necesitaría
eso.
—Matt —digo con firmeza—. ¿Con quién dijiste que se iba a casar Rory? —Me
encuentro con el silencio—. ¿Matt?
Quito los ojos de las sombras para mirarle, pero él está ocupado en otra cosa. Con la
espalda rígida, está observando a una mujer de cabello oscuro con un vestido rojo que
se desliza entre la multitud y se une a un grupo que conversa detrás del patio de
butacas.
—Pen, tráenos más bebidas —murmura, sin quitarle los ojos de encima.
—Pero tu cerveza está llena y la mía también...
Me quita la copa de la mano y vierte nuestras dos bebidas en un charco de barro
junto a sus pies.
Mi boca se abre por instinto para responderle, pero mi cerebro decide no hacerlo. A
juzgar por su mirada estúpida, obtendría más información del grueso tronco en el que
se apoya.
Me dirijo al bar, con la piel zumbando de conciencia, los oídos esforzándose por
captar retazos de cada conversación que paso. Rory Carter no puede casarse con un
Visconti. Es imposible. Su futuro marido debe ser uno de sus empleados favoritos, tal
vez un gerente de uno de los clubes o restaurantes de Cove o algo así. Porque mientras
crecía, estoy bastante segura de que nunca fue una de esas chicas de Devil's Dip, de las
que inclinaban el cuello cuando un auto con cristales polarizados pasaba por las calles
de Main Street. No me imagino que escribiera el nombre de Dante Visconti dentro de
un corazón en sus libros de texto, o que tratara de entrar en uno de los clubes de Tor
Visconti con una identificación falsa, con la esperanza de ver al hombre en persona
detrás de una cuerda de terciopelo.
Llego a la barra y espero pacientemente mientras la chica que está detrás averigua
cómo abrir una botella de champán. Estoy inquieta, mi mirada vaga con precaución e
intriga a la vez, y no sólo porque estoy rodeado de hombres con más sangre en sus
manos que toda la población de la Penitenciaría del Estado de Washington junta. No,
es porque hay dos Visconti a los que estoy vigilando. A uno lo conocí anoche, y al otro
lo conozco desde hace años.
Como si supiera que estoy pensando en él, una voz profunda y suave me toca la
espalda.
—La última vez que vi ese abrigo, me sacó mil dólares.
Me agarro al borde de la barra y mis párpados se cierran. No me doy la vuelta,
todavía no. En parte porque la emoción que me sube por la garganta es demasiado
espesa para ocultarla, y en parte porque no quiero enfrentarme a lo rápido que pasa el
tiempo.
Nico Visconti nunca fue un mentiroso, pero está mintiendo sobre este abrigo. La
última vez que lo vio fue cuando me dejó en la estación de autobuses de Devil's Cove
a las dos de la madrugada, unas semanas después de mi decimoctavo cumpleaños.
Ese es el problema de la Costa. Mi pasado se esconde en todas sus sombras,
amenazando con saltar y ahogarme cuando menos lo espero.
El calor de su cuerpo orbita alrededor del mío, deteniéndose a mi lado. Giro el cuello
hacia la derecha y me encuentro con unos ojos grises como tormentas subrayados por
una sonrisa perezosa. El corazón se me parte en dos y vuelvo a apartar la mirada,
fingiendo estudiar las botellas de whisky que hay en la barra.
—Mucho tiempo sin verte, Pequeña P.
Su apodo para mí enciende una cerilla en la oscuridad bajo mi pecho. Lo odiaba
mientras crecía. Me parecía condescendiente, lo que empeora el hecho de que apenas
es mayor que yo. Sólo hay un par de años de diferencia, pero siempre estuvimos
destinados a ser mundos aparte.
Conocía a Nico desde que tenía uso de razón, pero sólo de vista. Era el chico callado
y desgarbado que se sentaba en un rincón del Gran Casino Visconti con una Coca-Cola
Light y un bloc de notas. Me enteré por mi madre de que era sobrino de Alberto
Visconti y de que su padre era el propietario de la empresa de whisky de Devil's
Hollow.
Hablamos por primera vez en el guardarropa. Yo tenía diez años y aún me estaba
acostumbrando al peso del nuevo colgante de trébol de cuatro hojas que llevaba al
cuello. Había empezado a cenar entre los percheros de abrigos caros, porque acababa
de aprender por las malas que los hombres que jugaban al póquer en la otra habitación
no eran realmente mis amigos.
Nico se había metido a mi lado y se quedó mirando mi lasaña recalentada durante
lo que parecieron minutos. Luego hizo una pregunta silenciosa.
—¿Por qué has empezado a cobrar a los hombres un dólar por soplar sus dados?
Me había tragado la verdadera razón y le había dicho lo que quería creer
desesperadamente.
—Porque tengo suerte.
Levantó el bloc de notas que llevaba siempre pegado a la mano y lo golpeó con un
dedo fino.
—La gente estúpida confía en el azar; la gente inteligente sabe que la suerte puede
optimizarse con la habilidad.
Y entonces abrió su libro y me introdujo en el mundo de las apuestas de ventaja.
—No es engañar a la casa —me susurró—. Es utilizar la probabilidad estadística y
las observaciones calculadas para inclinar las probabilidades de ganar a tu favor. —
Miró hacia la puerta mientras hablaba, y luego se inclinó un poco más cerca—. Pero
aun así, tienes que prometer que no se lo dirás a nadie.
No lo hice. Durante los cuatro años siguientes, nos reuníamos en el vestuario tres
veces a la semana y practicábamos el conteo de cartas, la clasificación de los bordes y
el seguimiento de las barajas, y nunca se lo dije a nadie.
Nuestra rutina se vio interrumpida por el asesinato de mis padres. Una vez que se
asentó el polvo y la policía dio marcha atrás, me inquietaron las noches que pasaba
mirando los techos de las habitaciones de invitados en las casas de acogida, y empecé
a ir a escondidas al casino. La primera noche que aparecí, Nico me hizo otra simple
pregunta.
—¿Quieres hablar de ello o quieres distraerte?
Elegí la distracción, y fue entonces cuando me enseñó a robar carteras. Nos
graduamos en trucos de bar y estafas de distracción, y para cuando cumplí dieciocho
años, el alumno era mejor que el maestro.
Respiro una bocanada de aire helada y por fin encuentro los cojones para mirar bien
a Nico. Dios mío. Sabía que tendría un aspecto diferente, pero no tan diferente. Su
larguirucho cuerpo se ha abultado y endurecido hasta convertirse en una silueta
imponente, y su sonrisa infantil se ha transformado en una sonrisa atractiva. Ha
pasado de ser un friki obsesionado con los números a una señal de advertencia
tatuada. Todo, desde su enorme estatura hasta el dragón que respira fuego en su
cuello, grita peligro, peligro.
No fueron los tres años en Stanford los que le hicieron eso, eso es seguro.
—Me alegro de verte, Nico —digo con una pequeña sonrisa.
Asiente con la cabeza, y entonces esperamos en cómodo silencio al camarero. Ella
levanta la vista y deja que la botella de champán caiga sobre el mostrador.
—Lo siento mucho, Sr. Visconti. ¿Qué puedo ofrecerle?
—Un Smugglers Club y un vodka con limonada. —Se vuelve hacia mí, con el ceño
fruncido. —¿A menos que seas más civilizado estos días? —Sacudo la cabeza y él
sonríe—. Vodka y limonada entonces.
Con un ligero temblor, la camarera sirve un whisky y prepara mi vodka. Me
recuerda a mi madre, porque eso es lo que hacía antes: añadir un trozo de limón o lima
o un borde de azúcar a sus bebidas para que su alcoholismo pareciera más sofisticado.
Dejó de fingir muy pronto; al final, bebía alcohol directamente de la botella. Intento no
pensar en mis padres cuando bebo. Si cambiara mis hábitos por precaución, tendría
que admitir que soy como ellos. Y no me parezco en nada a ellos.
—Entonces. —Nico desliza mi vaso por la barra y luego apoya su antebrazo en
ella—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Mi boca se abre para dar la misma excusa de mierda que le di a Matt. Pero Nico era
como un hermano mayor para mí; le debo más que eso.
—Porque tenías razón. —Su apretada mandíbula desaparece tras el borde de mi
vaso mientras bebo un gran trago.
Cuando cumplí los dieciocho años y me di cuenta de que era imposible mantener
un trabajo sin renunciar o ser despedida en una semana de entrenamiento, decidí
poner en práctica todo lo que había aprendido y golpear las mesas en Cove. El
blackjack era mi juego preferido, y contar cartas siempre fue lo que mejor se me dio.
Por supuesto, evité el Visconti Grand como la peste, pero Nico no tardó en descubrir
lo que estaba haciendo. Se puso furioso. Porque aunque contar cartas no es ilegal, está
muy mal visto en los casinos. ¿Y en un casino Visconti? También podrías arrodillarte
y rogarles que te pusieran una bala en la cabeza.
Se marchaba de la ciudad para estudiar matemáticas en Stanford, y me dijo que si
quería seguir con mis travesuras, debería hacer lo mismo. Me llevó a la estación de
autobuses, me entregó un ladrillo de notas y me dejó un mensaje de despedida.
—Recuerda, no importa lo afortunada que creas ser, tus pecados te alcanzarán
eventualmente, Pequeña P. Siempre lo hacen.
Ahora, Nico observa el mar de invitados por encima de mi cabeza.
—¿Estás huyendo? —murmura, lo suficientemente alto como para que lo oiga.
—No. —Tal vez.
—¿Alguien te está buscando?
—No. —Espero que no.
—¿Planeas golpear a Cove ahora que has vuelto?
Este es el único, no que puedo decir con confianza.
—Voy a hacer las cosas bien.
Sus ojos vuelven a posarse en los míos, con una sonrisa de satisfacción en los labios.
—¿Sí?
Asiento con la cabeza.
—He vuelto a mi apartamento en Devil's Dip, y estoy buscando un trabajo fijo.
—Buena idea. Cove no es seguro ahora mismo, de todos modos. Así que hazme un
favor y evítalo todo, ¿sí?
—¿Por qué?
Su atención se desvía de nuevo hacia detrás de mi cabeza. Esta vez, sigo su mirada
y encuentro a Tor Visconti sentado en la última fila de sillas, con el celular en la oreja.
—Drama familiar.
Trago mi bebida para aplacar el escalofrío que me recorre la espalda. Sí, no quiero
saberlo, ni siquiera para entrometerme. He tenido suficiente drama en la última
semana para toda la vida.
Hablamos durante unos minutos más, quitando las capas de los últimos tres años,
cuando un repentino malestar recorre mi cuerpo como una marea que se mueve
lentamente. La anécdota que le estoy contando a Nico se desvanece. Soy demasiado
consciente, demasiado distraída, de la fría sombra que me roza la nuca.
En el momento en que me di cuenta de que esta boda estaba contaminada por los
Visconti, supe que era cuestión de tiempo que tuviera la desgracia de volver a
encontrarme con Raphael. Es obviamente la razón por la que está visitando la Costa.
Pero aun así, incluso sabiendo que era inevitable, no estoy preparada para la forma en
que su voz se extiende sobre mis hombros como una manta de seda.
—Nico, la ceremonia está a punto de comenzar, así que me temo que tendré que
robarte a tu amiga aquí presente.
Trago saliva cuando la frialdad se desplaza y entonces él está en mi vista periférica.
Una visión borrosa de azul marino, blanco y dorado. Una estatua envuelta en raso a la
que no tengo huevos de mirar. En lugar de eso, ignoro tanto el golpeteo de mis sienes
como la mirada que me hace ampollas en la mejilla en favor de mirar mis zapatos de
tacón abiertos que se hunden lentamente en el barro.
—Pero, por supuesto, sería descortés de tu parte no presentarnos primero.
¿Presentarnos? La molestia me sube por el cuello, con picor y calor. ¿Cómo no se
acuerda de la chica que le quitó un reloj de seis cifras de la muñeca hace menos de
veinticuatro horas? ¿La chica a la que persiguió con un martillo? No sólo estoy irritada,
sino que me doy cuenta de que también estoy parcialmente ofendida. Estúpido, en
realidad. Pero he pensado en él toda la noche y, sin embargo, está claro que no ha
pensado en mí para nada.
—Penny, Rafe. Rafe, Penny —dice Nico con pereza, pasando una mano flácida entre
los dos. Está apoyado en la barra, una vez más distraído con algo detrás de mí.
Quiero decirle que ya nos conocimos, pero entonces preguntará cómo, y no creo que
le haga mucha gracia enterarse de que anoche estafé a su primo. Especialmente este
primo. No encaja bien que le diga que me he enderezado.
Incapaz de aplazarlo más, aprieto las muelas para armarme de valor y arrastro mi
atención hacia arriba. Mis ojos se fijan en el par de zapatos de cuero marrón más
brillantes que he visto nunca. Suben por el afilado pliegue delantero de unos
pantalones de traje azul marino, trepan por los botones dorados de un chaleco y se
posan en una mirada tan intensa que me roba el siguiente aliento.
Joder. Quizá sea porque sus bordes ya no están suavizados por el licor y la luz del
ambiente, pero su presencia es aún más imponente de lo que recordaba. Se eleva sobre
mí y es una red de líneas limpias y rectas, desde el corte de su traje hasta el ángulo de
sus pómulos y su mandíbula. Cada pliegue de su traje es intencionado; cada cabello
negro azabache de su cabeza está en su sitio.
Raphael Visconti es una imagen de la perfección pulida. Y algo de eso... bueno, me
hace sentir fuera de lugar.
Sonríe y un estremecimiento eléctrico me recorre la espina dorsal.
Recuerda exactamente quién soy.
—Es un placer conocerte, Penelope.
Mis mejillas se calientan al oír mi nombre completo. Le acaban de decir que me
llamo Penny, y aun así ha asumido que es el diminutivo de algo. Un imbécil arrogante.
Me niego a corregirle, porque me parece que estaría ganando algo si lo hiciera. En
lugar de eso, le sostengo la mirada e intento igualar su tono sedoso.
—El placer es todo mío, Raphael.
Triunfo. Parpadea en mi pecho cuando una brizna de fastidio precede a su educada
sonrisa. Fue fugaz, y si hubiera parpadeado, me lo habría perdido.
Me alegro de no haber parpadeado.
Mi subidón se desvanece cuanto más tiempo me sostiene la mirada. Su mirada es
fácil e inquebrantable y, sin embargo, el calor que desprende me hace sentir como si
pasara la mano bajo un grifo caliente. Se calienta cada vez más hasta que no puedo
soportar el ardor y tengo que apartar la mirada.
Vuelvo mi atención a Nico, en parte para calmarme y en parte con la esperanza de
que me salve.
—Tengo que irme —gruñe, sacando el vaso de whisky de la barra—. Benny está a
punto de recibir una acusación de acoso sexual si arrastra a ese camarera más lejos en
esa esquina. —Se detiene a mi lado y me aprieta el hombro—. Pongámonos al día
después de la ceremonia, Pequeña P.
—Espera...
Pero es demasiado tarde. Me giro para ver cómo se desliza entre la multitud hacia
su hermano mayor, y mi estómago se hunde como un globo que se desinfla. Con esa
mirada implacable todavía en mi espalda, sé que no tengo más remedio que hacer
crecer un par de pelotas de mujer y darme la vuelta.
Raphael guiña un ojo.
Frunzo el ceño.
Entonces se levanta de la barra y da un paso adelante. Antes de que pueda dar uno
de vuelta, saca la mano del bolsillo y se acerca a la abertura de mi abrigo.
Contengo la respiración mientras él abre lentamente un lado de mi abrigo, dejando
al descubierto más de mi vestido azul. Sus nudillos rozan ligeramente mi pecho a
través del delgado vestido, creando un crujido de electricidad que contrasta con el
abrasador frío de diciembre que ahora me recorre la cadera.
Reprimo un escalofrío y vuelvo a centrar mi atención en su rostro, justo a tiempo
para ver cómo su mirada recorre todo mi cuerpo. Su expresión es indiferente,
observadora, como si estuviera comprando ropa y solo se hubiera detenido a mirarme
porque estoy en oferta, no porque sea de su estilo.
Aunque, apostaría cada escaso centavo que tengo a que este hombre nunca ha
comprado en el estante de liquidación en su vida.
Sus ojos vuelven a dirigirse a los míos, con un suave humor tras ellos.
—Bonito vestido. ¿También has robado este?
Parpadeo. Luego, volviendo a mis cabales, le arranco el abrigo de la mano y doy un
paso atrás.
—Sí —digo. Es decir, probablemente.
Sus hoyuelos se hacen más profundos, como si estuviera satisfecho con mi
respuesta.
—Ah.
Ardiendo en deseos de devolverle el insulto, abro mi gorda boca antes de poder
considerar las implicaciones de lo que está a punto de salir de ella.
Señalo con la cabeza el Omega Seamaster que lleva en la muñeca.
—Bonito reloj. ¿Te gustaría perder ese también?
—¿Qué? ¿Vendiste mi otro por crack, ya?
¿Qué?
Su respuesta es rápida e inesperada, en desacuerdo con su tono de mantequilla.
Desconcertada, miro a mi alrededor para ver si algún otro invitado a la boda lo ha
oído, como si alguien que me llame la atención y levante las cejas confirmara que no
me he imaginado su grosera réplica. Pero no hay más que miradas curiosas y susurros
sobre vasos de cristal.
Antes de que pueda pensar en una respuesta, se gira hacia la barra y apoya los
antebrazos en ella. No sé por qué lo hago, quizás sea un glotón de castigo, o quizás me
guste jugar a ser un cachorro pateado, pero me deslizo a su lado.
—Amanda, permíteme.
Retiro mi mirada de su perfil el tiempo suficiente para darme cuenta de que la chica
del bar sigue luchando con la botella de champán. Se queda paralizada, se pone roja y
se la entrega a Rafe de mala gana.
—En primer lugar, hay que quitar el papel de aluminio. —Para mi sorpresa, se lleva
el labio de la botella a la boca y arranca el papel de aluminio con los dientes. Dios mío.
Algo caliente y primitivo se enciende entre mis muslos. Hago todo lo posible por no
mostrarlo—. Agarra la parte superior — enrolla una mano grande alrededor del cuello
de la botella y coloca la otra a medio camino—, y el truco, Amanda, es retorcer el
cuerpo, no el corcho.
Un tendón de su mano grande y bronceada se flexiona. El pop es tan sofisticado
como él.
Un pequeño siseo de aire se escapa de mis labios cuando él pasa suavemente el
corcho alrededor del borde, asentando el gas que sale de él. Le devuelve la botella al
camarera, que murmura algo incoherente.
—¿Amanda?
Ella levanta la vista, su expresión casi adolorida transmite silenciosamente, ¿no me
has torturado lo suficiente?
Con un giro de muñeca, Rafe presenta el corcho entre el dedo corazón y el índice.
—Ábrelo siempre lejos de tu cara. Estas cosas pueden sacarte un ojo. —Ladea la
cabeza—. Y con ojos como los tuyos, eso sería una lástima, ¿no?
Lanza el corcho al aire, lo coge y se lo mete en el bolsillo.
Por Dios. Este hombre es más suave que un suelo recién encerado.
Toma un perezoso sorbo de whisky y comprueba su reloj por encima del borde.
Luego, como si oyera mi pulso y se preguntara de dónde viene el ruido, sus ojos se
dirigen hacia mí. Recorren mi cabello y la raya del abrigo, antes de detenerse en mis
zapatos de tacón abiertos.
Sus labios se inclinan en señal de diversión, porque incluso este imbécil sabe que es
estúpido llevar tacones abiertos tan cerca de la Navidad. Cuando su mirada vuelve a
dirigirse a la mía, se pasa los dientes por el labio inferior.
—Fue un placer, Penelope.
Un poco aturdida por el pop, y cabreada conmigo misma por tener de repente una
columna vertebral hecha de gelatina, retiro mi bebida de la barra y endurezco mi
mirada.
—Claro, hagamos esto de nuevo alguna vez.
Sonríe con fuerza ante mi sarcasmo y se pasa una mano grande por la parte
delantera de su chaleco mientras su mirada pasa por encima de mi cabeza y por los
invitados a la boda que nos rodean. Con una sutil mirada a Amanda, que está
sirviendo champán en copas con manos temblorosas, se lleva el dedo índice al pecho.
Lo miro con incredulidad.
Seguramente no. ¿Seguro que no me está haciendo señas?
La ira brota en mi interior como un desagradable sarpullido. No soy una de sus
putas criadas, ni uno de los esbirros vestidos de traje que convoca con un movimiento
de muñeca.
Abro la boca para decírselo, pero cuando nuestros ojos chocan, mi protesta se
evapora. Su mirada verde marino parpadea con algo oscuro y seductor. Algo que atrae
el espacio de voluntad débil entre mis muslos. Mi cerebro está demasiado nublado por
el alcohol y los insultos aterciopelados para ponerle nombre a su expresión, pero sé,
sin duda, que está hecha a medida para mí.
A pesar de las ganas feministas de darle una patada en la ingle, me doy cuenta de
que estoy dando un paso adelante, y me rindo a su atracción gravitatoria. Una vez en
su órbita, su calor y su suave aroma a jabón, colonia y menta me bañan y me dejan sin
aliento. El corazón choca con mi pecho, aprieto las manos en puños y me concentro en
la pajarita con punta de oro que rodea el grueso tronco de su garganta. Que está
perfectamente afeitado, por supuesto. No me atrevo a levantar la vista, porque estoy
demasiado cerca para sobrevivir a un contacto visual tan intenso. Me pongo rígida
cuando se agacha, y cuando su dura mandíbula roza la mía, me embriaga más que
cualquier otro licor. Entonces su voz profunda vibra suavemente contra el lóbulo de
mi oreja.
—Prefiero pellizcar mi polla en la puerta de un auto que volver a hacer esto alguna
vez, Penelope.
Una ráfaga de aire fresco me acaricia el cuello cuando vuelve a estar a su altura.
¿Qué?
Estupefacta y conmocionada, lo único que puedo hacer es observar cómo su
imponente silueta se desliza entre la multitud sin siquiera mirar atrás.
Permanezco allí durante unos minutos, intentando recuperar el control de mi pulso.
Cuando recupero la semblanza, siento una gran emoción. Es como si acabara de
descubrir un profundo y oscuro secreto.
Raphael Visconti puede parecer un caballero, puede hablar como un caballero.
Pero es todo menos un caballero.
Cinco

E
l matrimonio es una apuesta loca cuando lo piensas. Estás apostando la mitad
de todo lo que tienes a que te quedarás con esa persona por el resto de tu vida.
¿Cómo puede alguien estar tan seguro?
Rory parece segura.
Sentada a unas cuantas filas del fondo, con Matt a mi lado, observo a Rory mientras
pronuncia sus votos, en parte con incredulidad por casarse con el hermano mayor de
Devil’s Dip, y en parte con asombro, porque está preciosa. Es una visión en blanco,
aunque no está vestida como una novia típica. Su vestido es elegante y sencillo, y la
mayor parte de él queda oculto por una enorme chaqueta mullida. Y cuando se pone
de puntillas para apartar un mechón de cabello de la cara de su futuro marido, juro
que vislumbro una zapatilla Nike.
En el momento en que me di cuenta de que era Angelo Visconti el que estaba en al
final del pasillo, mi corazón se llenó de temor. Resulta que Rory no se va a casar con
cualquier Visconti, sino con el que tiene el apodo más siniestro: Vicious.
Curiosamente, Angelo está en el epicentro de uno de los recuerdos más viscerales
de mi infancia. Todavía no sé por qué, pero recuerdo a mi padre arrastrándome al
funeral conjunto de Alonso y María Visconti cuando tenía once años. Me despertó
antes de que saliera el sol, me puso un jersey rosa en la cabeza y nos llevó a la iglesia
del acantilado. Me dio un termo de cacao caliente y él mismo bebió algo más fuerte. Y
luego, junto con otros lugareños con ropas brillantes, vimos desde la marquesina del
autobús al otro lado de la carretera cómo los hermanos de Devil's Dip enterraban a sus
padres.
En algún momento, Angelo Visconti miró hacia nosotros, y está claro que no le gustó
la sonrisa borracha y comemierda de mi padre.
Así que sacó una pistola.
Un escalofrío recorre mi cuerpo al recordarlo.
—La oferta de calcetines sigue en pie —me susurra Matt al oído.
—Apuesto a que tienes los pies más olorosos del planeta —le respondo. Sonrío ante
su risa y vuelvo a centrar mi atención en el frente.
Hasta que la novia llegó al altar, estaba segura al 99% de que este matrimonio no era
consensuado. Pero entonces Angelo deslizó sus manos alrededor de la cintura de Rory
y murmuró algo contra su frente, y la forma en que se rió fue tan dulce que me dio
dolor de muelas. Ahora, mientras Angelo repite sus votos, me duele otra parte del
cuerpo.
Habla en voz baja y suave, como si le importara un carajo que nadie, aparte de Rory,
pueda oír su juramento. La forma en que la mira lo confirma. Es como si ella fuera la
única persona en la Reserva, en el mundo, y si este fuera el caso para el resto de su
vida, entonces él estaría perfectamente contento con eso.
Me llevo la mano al pecho, recordando a mi corazón el monólogo hastiado que le
escupí antes a Matt. El amor es una trampa. Sin embargo, no puedo evitar
preguntarme si unos años de dicha ignorante serían realmente peores que no sentir
nunca la dicha.
—Y para el momento que todos hemos estado esperando, damas y caballeros. —El
oficiante levanta la vista de su iPad y hace una pausa para lograr un efecto dramático—
. Ahora pueden besar a la novia.
En un mar de vítores y gritos, la mano de Angelo encuentra la nuca de Rory y su
sonrisa se funde con sus labios. Su beso es tan intenso, tan caliente, que me siento como
si lo estuviera viendo a través de una cámara web oculta en su dormitorio. Con la
incomodidad que me produce un pinchazo en las mejillas, me muevo en mi asiento y
vuelvo mi mirada hacia la derecha.
A un lado de la enramada, encuentro un par de ojos ya puestos en mí, llenos de un
encanto verde que hace que el ruido a mi alrededor se desvanezca como si viniera de
la casa de un vecino. Me siento atraída por menos de medio segundo antes de apartar
la mirada, debilitada por el veneno de seda que me había inyectado antes en el oído.
Al recuperarme, miro hacia atrás casi inmediatamente, pero es demasiado tarde. Pasa
un pulgar por encima de su sonrisa triunfal y se gira para murmurar algo al oído de
Nico.
¿Por qué siento que acabo de perder un partido que no sabía que estábamos
jugando?
¿Por qué di un paso hacia él cuando me hizo una señal?
Apretando las manos en un puño, me levanto y empujo contra la marea que se
precipita hacia los recién casados. Aunque me encantaría felicitar a Rory por su
matrimonio ahora mismo, dirigirme hacia la glorieta significaría dirigirme hacia
Raphael Visconti, y prefiero no estar en un radio de cinco metros de su órbita.
Porque en el bar, claramente tuve problemas para resistir su atracción gravitacional.
A pesar de sonreír y reír en todos los lugares adecuados durante la ceremonia, pasé
mucho tiempo rebuscando en las profundidades más oscuras de mi cerebro en un
intento de localizar a Raphael en mis recuerdos de la infancia.
No entiendo cómo apenas le recuerdo. Ni siquiera del funeral de sus padres. No es
precisamente... poco memorable. Claro que yo era joven, y él tendría unos veinte años,
incluso más que yo ahora. Recuerdo a Angelo porque nadie olvida una cara detrás de
un arma, y recuerdo a Gabe, su hermano menor, porque ¿quién carajo podría decir
que no recuerda a Gabe?
Mientras los esmóquines y el satén me rozan los hombros, vuelvo a mirar a Gabe e
inmediatamente deseo no haberlo hecho. Dios, es realmente una pesadilla. Es aún más
alto y ancho que sus hermanos, y la tinta se derrama sin reparos por debajo de cada
dobladillo, cuello y puño de su traje. No sonríe, ni siquiera en la boda de su hermano.
Supongo que yo tampoco sonreiría si tuviera una cicatriz que va desde la ceja hasta la
barbilla.
Me estremezco y salgo al pasillo. Me dirijo a la barra, nos traigo una copa a Matt y
a mí, y espero a que la multitud se reduzca para extender mi...
—¡Penny! —El viento lleva un trino femenino a mis oídos, y me doy la vuelta para
ver a Rory escurriéndose entre los cuerpos para llegar a mí. Nos miramos a los ojos y
ella se pone a sonreír—. Pensé que eras tú. Reconocería ese cabello rojo en cualquier
parte.
La acerco para darle un cálido abrazo, respirando su dulce aroma.
—¡Estás muy guapa! Enhorabuena por tu boda.
—Sí, sí, gracias. —Está sin aliento y el perezoso movimiento de su mano sugiere que
ha tenido esta conversación un millón de veces hoy—. De todos modos, no tenía ni
idea de que habías vuelto a la Costa. Si lo supiera, te habría invitado. —Mira a su
alrededor con curiosidad—. ¿Con quién estás aquí, de todos modos?
—Matt Collins. —Rory conoce a Matt de la escuela, y también solía ayudar a su
padre en la Reserva con trabajos extraños, como recoger la basura y rellenar los
comederos de pájaros. Cuando una sonrisa diabólica aparece en sus labios, pongo los
ojos en blanco—. Es mi vecino, no te equivoques.
—Matt es súper amable, así que tal vez sea la idea correcta.
Me río, sin molestarla con el hecho de que estoy aquí como suplente hasta que el
enamorada de Matt finalmente se fije en él.
—¿Qué tal si te centras en tu propia historia de amor hoy? Puedes preocuparte por
la de otra persona mañana.
Sus ojos brillan al pasar por encima de mi hombro. Sigo su mirada y encuentro a
Angelo Visconti mirándola con adoración.
—Mañana no —murmura ella, mostrando una tímida sonrisa—.Mañana estaremos
de camino a Fiji para nuestra luna de miel. —Ella arrastra su atención de nuevo hacia
mí—. Volveré en dos semanas. ¿Seguirás aquí?
Depende de si puedo encontrar un trabajo aquí. De si mis pecados se quedan en
Atlantic City, o se filtran a través de las fronteras estatales. Por supuesto, no le doy la
lata a la novia con esto.
—Claro —digo alegremente.
—Entonces debemos ponernos al día adecuadamente cuando vuelva. Estoy muy
emocionada por saber qué estás haciendo estos días. —Me mira a través de unas
gruesas pestañas postizas, y el hueco de mi pecho se llena de calor. Rory siempre ha
sido tan buena, y realmente se merece toda la felicidad del mundo.
Sólo espero que un Visconti pueda dárselo.
—¡Aurora! —una voz sale disparada entre la multitud. Los párpados de Rory se
cierran y luego esboza una sonrisa de disculpa.
—Será mejor que haga la ronda. Espero encontrarte en la pista de baile más tarde.
Me besa la mejilla y se aleja flotando.
Antes de que pueda salir del alcance de su brazo, me acerco rápidamente y le agarro
la parte superior del brazo.
—¿Qué se siente?
Ella parpadea.
—¿Qué?
—¿Estar enamorada?
Apenas creo en ello, así que no tengo ni idea de por qué me siento obligada a hacer
la pregunta. Curiosidad morbosa, tal vez. Como si un hombre le preguntara a una
mujer qué se siente al dar a luz; es una visión de algo que nunca experimentará.
Sorprendentemente, Rory no me da una respuesta de una sola palabra. Arrastra los
ojos hacia el cielo que se oscurece y se muerde el labio inferior.
—Es como si tu corazón caminara fuera de tu cuerpo. —Su mirada vuelve a
encontrar la de Angelo, y observo fascinada cómo un rubor rosado se cuela por debajo
de su collar—. Mi corazón ahora viste de Armani y tiene una Glock para cada día de
la semana.
Mis dedos se deslizan por su chaqueta mullida y ella se escapa.
Seis

—S
omos amigos, ¿verdad?
Empujo la tarta de lava de chocolate fuera del alcance de mi tenedor y me
acuno el estómago. Es el último plato de una cena de ocho, y si como otro
bocado, la cremallera de mi vestido va a dejar de intentarlo.
—Claro. —Matt lo dice con un tono apagado que sugiere que no ha escuchado una
palabra de lo que he dicho. Está demasiado ocupado mirando a su enamorada, que
ahora sé que se llama Anna. Está sentada tres mesas más abajo con un grupo de
amigos, y ninguno de ellos ha tocado un solo plato—. Vale, qué tal esto. Cuando ella
vaya al baño, tú también vas. Y luego finge estar al teléfono y habla de lo grande que
es mi polla o algo así.
Le doy unos segundos para que sonría o se ría, cualquier cosa que demuestre que
está bromeando. No lo hace.
—¿Crees que eso te dará la chica?
Su mirada se inclina.
—A las chicas les gustan las pollas grandes, ¿verdad?
—Por Dios, Matt. —Vuelvo a tirar del pastel hacia mí. Sólo un bocado más—. ¿Por
qué no vas y hablas con ella?
—¿Te has golpeado la cabeza? Pensará que soy un bicho raro.
Elijo otro bocado de bondad pegajosa antes que señalar lo obvio. El chocolate sabe
mejor que la verdad. Diablos, a veces el veneno para ratas sabe mejor que la verdad.
La oscuridad llegó en algún momento entre las vieiras y el cordero: ahora las
antorchas tiki, las lámparas de calor rojas y el calor de una historia de amor proyectan
un resplandor brumoso sobre el claro. El ritmo bajo y fácil de la mini orquesta ha
cogido ritmo y ha introducido un saxofón. A medida que los brillantes tacones de
aguja se trasladan a la pista de baile y los reacios mocasines de cuero les siguen, la
noche crepita de buen rollo.
Un camarero me rellena el champán. Me doy la vuelta para darle las gracias, pero
mis ojos se fijan en una figura oscura sobre su hombro. Raphael Visconti está apoyado
en la barra, con otra mujer zumbando a su alrededor como una mosca en la mierda.
Llevan toda la noche yendo y viniendo, con diferentes vestidos y peinados, pero con
el mismo comportamiento.
Como todas las mujeres que la precedieron, sus gestos son grandes y su risa fuerte.
En cambio, Raphael es tranquilo y suave. Ladea la cabeza para escuchar su monólogo;
pasa un pulgar por una sonrisa bien educada.
Raphael Visconti es el perfecto caballero.
También es el perfecto mentiroso.
La palabra mentiroso zumba en la punta de mi lengua como un caramelo agrio.
Llámalo instinto, o llámalo sentido común; mi instinto sabe que ese acto de
caballerosidad no es más que humo y espejos.
Como si de repente pudiera sentir el veneno de mis pensamientos, la mirada de
Raphael se levanta y se fija en la mía. Su mirada parpadea con oscura diversión, y la
forma en que dice Penelope, alargando las cuatro vocales en un acento de cachemira,
susurra en el viento.
Con el corazón acelerado, doy vueltas en mi silla en un intento de salvar las
apariencias. Tengo que dejar de mirarle, porque empezará a pensar que estoy celosa,
o algo así. Y definitivamente no estoy celosa.
Me centro en una pareja que baila un vals borracho en la pista de baile.
—Oye —le doy una patada a Matt por debajo de la mesa para llamar su atención—
, dime qué sabes de Raphael Visconti. Un imbécil, ¿verdad?
Frunce el ceño y mira por encima de mi hombro. Sé que ve a un hombre guapo
hablando con una mujer bajo un resplandor romántico, porque su cara se funde en una
sonrisa comedora de mierda.
—¿Vas a probar suerte?
—No. —Me abrocho el botón superior del abrigo y la mirada de Matt se dirige a la
abertura.
—¿Pensabas que tenías frío?
Le doy un manotazo con mi bolso.
—Responde a la pregunta. Dime lo que sabes de Raphael Visconti, o le diré a Anna
que tienes ladillas.
Mi amenaza no hace mella en su regocijo, porque repite como un loro mi anterior
consejo con una voz chillona, que supongo que pretende imitar la mía.
—¿Por qué no vas y hablas con él?
No sé por qué no le conté antes a Matt la grosería de Rafe. Supongo que es por la
misma razón por la que no le dije a Nico que nos habíamos conocido antes; entonces
tendría que explicarle todo el asunto de la estafa. Matt no sabe nada de eso, y como mi
único amigo en la Costa, voy a mantenerlo así.
Además, por alguna extraña razón, me gusta ser la única que conoce el secreto de
Raphael.
Antes de que pueda decirle a mi amigo que preferiría saltar desde la cima del
acantilado de Devil's Dip cuando la marea esté baja, el raspado de una silla hace que
su cabeza forme un ángulo de noventa grados. Los ojos de ambos siguen a Anna
mientras se pone en pie, se alisa el vestido y se tambalea con sus botas de tacón por la
pista de baile hacia la barra.
No puedo explicar por qué mi garganta se cierra con cada sensual movimiento de
su cadera.
El tono de Matt abandona el humor y entra en pánico.
—No, en serio. Ve a hablar con él.
Como si estuviera cronometrada con precisión, Anna se desliza en el hueco junto a
Raphael, medio segundo después de que la otra chica lo desocupe.
Mi mano se cierra en un puño alrededor de una servilleta manchada de chocolate.
—¿Por qué? ¿Te preocupa que te robe a tu chica?
—Por supuesto que estoy preocupado, míralo, joder. —De mala gana, lo hago, y en
el momento más desafortunado. Al parecer, algo de lo que ha dicho Anna le ha hecho
gracia, porque ladea la cabeza hacia el mirador parpadeante y se ríe. No sólo una risa
educada, sino del tipo que sale de lo más profundo de las duras paredes de su
estómago. Del tipo que es difícil de fingir.
Supongo que es mejor mentiroso de lo que pensaba, porque por un segundo loco,
casi me lo creo.
Jesús, debo estar borracha.
—No has respondido a mi pregunta. Es un imbécil, ¿verdad?
Matt parece sorprendido.
—¿Rafe? ¿Un imbécil? Claro que no. Aunque me gustaría decir que es un imbécil,
porque un hombre tan guapo necesita algunos defectos, no lo es. Su programa de becas
paga cada año a un centenar de niños desfavorecidos para que vayan a la Academia
de Devil’s Coast. Financia la fundación «Pide un Deseo» del hospital, y ¿recuerdas
cuando aquella extraña tormenta que pasó por Dip hace cuatro años? —De mala gana,
asiento con la cabeza—. Pagó todas las reparaciones y los daños de su bolsillo. Debió
de costarle millones. Es un buen tipo, a diferencia de otros Visconti...
Sigo su mirada afilada hasta el otro extremo de la barra, donde Benny intenta
impresionar a una rubia vertiendo líquido de butano de su Zippo en la palma de su
mano. Cierra el puño, sostiene el mechero debajo de él y sopla.
Matt lanza una maldición mientras una bola de fuego ilumina el cielo nocturno, con
sus viciosas llamas bailando demasiado cerca de las cejas de la chica para su
comodidad.
—¿Qué hay de eso? ¿Los incendios provocados atraen a las chicas? —murmura, con
un tono cargado de sarcasmo.
Una fuerte ráfaga de viento provoca una sonora carcajada que me limpia el humor
de los labios. Matt se inclina más cerca, empujándome con su muslo, y como dos
cabezas de la misma serpiente, nos miramos mientras Anna se ríe y arrulla por algo
que dice Raphael. La risa sacude su esbelta silueta con tanta violencia que se tambalea
hacia atrás, y cuando el brazo de Raphael se desliza alrededor de su cintura para
estabilizarla, los dos siseamos también como serpientes.
Entierro el mío bajo otro bocado de pastel de chocolate.
—En realidad te lo estoy rogando ahora. Por favor, interrúmpelos.
—Ni hablar.
—Sólo pídele un baile...
—No hay manera en el infierno…
—Te daré cien dólares.
La oferta me hace reflexionar. Quiero decir, estoy jodidamente arruinada ahora
mismo. Comer ramen que ha estado sentado en mi armario durante más de tres años
es como estar en bancarrota.
Anoche, mientras inhalaba la correa de cuero del reloj de Raphael, me sentí muy
bien con los signos de dólar. Pero ahora he vuelto a la tierra y me he dado cuenta de
que probablemente tendré que dejar la Costa para vender un reloj Visconti, porque las
posibilidades de que un prestamista arriesgue su vida para aceptarlo aquí son casi
nulas. ¿Y quién sabe cuándo conseguiré un trabajo?
—Que sean doscientos.
—Oh, vamos. Soy profesor.
—Boo-hoo —respondo—. Enseñas en una escuela con una cuota de asistencia de
cuarenta mil dólares al año. No estás precisamente juntando centavos para comprar
tus propias Crayolas, ¿verdad?
Matt hace una pausa.
—Bien. Uno-siete-cinco.
—Uno-siete-cinco y te deshaces de tu alfombra de bienvenida.
—Maldita sea. Doscientos y me la quedo.
—Trato.
Lo sellamos con un apretón de manos, pero al triunfo que patina por mi espina
dorsal le sigue un pavor espeso y pegajoso. Típico. Estaba demasiado cegada por el
dinero para ver la tarea que tenía entre manos, y ahora tengo que acercarme a Raphael
Visconti, voluntariamente, y entablar una conversación con él. El hombre que me dijo
específicamente que preferiría estrellar su polla contra la puerta de un automóvil ante
de volver a hablar conmigo.
El mocasín de Matt me roza el tobillo.
—Muévete.
—Cállate, me voy —siseo. Vacío mi copa de champán de tres tragos, en parte para
ahogar las mariposas que no tienen nada que hacer en mi estómago, y en parte para
tener una excusa para ir al bar.
La mesa respira mientras me pongo en pie. Joder, he bebido demasiado rápido y no
sé por qué. No es que necesite valor líquido, porque tengo suerte.
Suerte. Sí. Me había olvidado de mi suerte.
Echando los hombros hacia atrás, me toco el trébol de cuatro hojas que tengo
alrededor del cuello y me sacudo la energía nerviosa. Es sólo un hombre, por el amor
de Dios. Y esto es solo un trabajo pagado.
Con una nueva oleada de confianza, me acerco a la barra con los ojos puestos en mi
objetivo. Tal vez pueda oír el decidido pisotón de mis tacones dirigiéndose hacia él, o
tal vez haya desarrollado un sexto sentido para los problemas de la noche a la mañana,
pero sus ojos se desprenden de su vaso cuando me acerco. Incluso a contraluz de las
brillantes luces del bar, puedo ver su mirada pasar por encima de mis tacones negros,
por la raya de mi abrigo y llegar a la mía. Algo en su interior cobra vida y,
extrañamente, lo siento en mi propio pulso.
La anécdota de Anna se disuelve a mi llegada, y su expresión llena de lujuria se
endurece en algo que me escaldaría si fuera tangible. Es desconcertantemente bella.
Cabello negro como la medianoche, rasgos felinos y un cuerpo que estoy segura de
que hace que cualquiera que tenga ojos la mire dos veces.
—Lo siento mucho, cariño. ¿Te importa?
Me mira fijamente.
—¿Importar qué?
—Si me robo a Raphael por unos minutos.
No muestra signos de moverse, hasta que el tono sedoso de Raphael rompe la
tensión.
—Fue genial ponerse al día, Anna.
Una emoción embriagadora recorre mi cuerpo como una corriente eléctrica. Incluso
un idiota podría captar la indirecta, y Anna se aleja. Definitivamente he hecho un
nuevo enemigo en la Costa, lo cual es una pena, porque me gustaría haber hecho
amigos primero, pero me preocuparé de eso más tarde. Ahora mismo, estoy
demasiado concentrada en intentar fingir que no siento el crujido de la presencia de
Rafe mientras pido una copa.
—Sabes; estoy empezando a pensar que estás enamorada de mí.
Mi mandíbula se tensa y mantengo la mirada fija en la cola de caballo de la camarera
mientras prepara mi vodka con limonada.
—¿Qué demonios te ha hecho pensar eso?
—Porque parece que no puedes dejarme en paz.
La irritación, la vergüenza, y algo más vibrante, hormiguean en mi cara como
alfileres y agujas. Es ridículo, lo sé, pero saber que es imposible que hable así a otras
mujeres me hace sentir un zumbido de emoción bajo la piel.
Patético. Porque por supuesto que me habla así: le robé su maldito reloj.
—O tal vez sólo quiero verte meter tu polla en la puerta de un auto.
—O tal vez sólo quieres ver mi polla.
Me quedo paralizada y luego giro la cabeza para mirarlo fijamente. Cuando dejo
pasar un rato de silencio aturdido, los labios de Raphael se inclinan antes de
desaparecer tras un perezoso sorbo de whisky. Cree que ha ganado. Mis mejillas se
calientan más que la lámpara de calor sobre mi cabeza, y suelto una risa socarrona.
—Qué raro. Todo el mundo parece pensar que eres todo un caballero, pero hablar
tanto de tu polla no es precisamente un hábito de caballero.
Lo único que se mueve es el músculo que se flexiona contra su mandíbula. Y luego,
con la misma reticencia que uno tiene al levantarse de la cama por la mañana, arrastra
su mirada hacia la mía.
—¿Y tú? ¿Qué te parece?
—Creo que no soy tan fácil de engañar.
Sus ojos se posan en mis labios y una sonrisa lenta y diabólica se extiende por los
suyos. Aunque su sonrisa es fría, crea un calor en mi interior, que se cuela como una
brisa de verano entre mis piernas.
—¿Y tú, Penelope? ¿Eres una dama?
No me gusta el tono burlón de su tono. La seda manchada de sarcasmo me pone de
los nervios. Inclino la barbilla y endurezco mi mirada.
—Sí.
Se pasa una mano por la cara, limpiando una pizca de diversión.
—Ah.
—¿Ah qué?
—Yo tampoco soy tan fácil de engañar.
Su tono es bajo y suave, como si estuviera diseñado sólo para mis oídos. Una
sensación nerviosa recorre los planos de mis hombros, y aprieto las palmas de las
manos sobre la barra para soportar su peso. Por supuesto que no cree que soy una
dama. No lo soy. Ninguna dama lleva vestidos con las etiquetas de seguridad todavía
puestas, ni se gana la vida engañando a los hombres con relojes un jueves por la noche.
Dejo escapar un resoplido tembloroso y la mirada de Raphael se estrecha sobre la
bocanada de condensación que flota entre nosotros.
—¿Qué era lo que querías, otra vez? ¿Jugar a otro de tus juegos de mal gusto?
—Si eres lo suficientemente valiente.
No sé por qué lo digo, me he vuelto decente, pero sale de mi boca antes de que
pueda detenerlo. Una reacción instintiva a un insulto, supongo, incrustada en lo más
profundo de mí como el resto de mis defectos.
—No.
El tono de Raphael es entrecortado y puntuado con un sorbo de whisky. Dirige su
atención al espacio que hay sobre mi cabeza, como si buscara a alguien más, a
cualquier otro, con quien hablar.
Me ha dado una salida fácil, pero soy demasiado orgullosa para aceptarla.
—¿Tienes miedo de perder otra vez?
—¿Qué te hace estar tan segura de que vas a ganar? —dice, y la diversión vuelve a
suavizar sus bordes.
—Porque tengo suerte.
Su sonrisa mantiene su forma, pero no se me escapa la onda de desagrado que
atraviesa su mirada como una corriente subterránea. Pasan tres pesados latidos de
silencio. Se rasca la garganta y mira hacia el cielo sin estrellas mientras apura el último
trago de su whisky. Con un brusco movimiento de muñeca, desliza el vaso vacío por
la barra y me sumerge en el calor de su atención.
—¿Tienes algún juego en mente?
—Sí. —No. Pero si tres años de hacer este baile me han enseñado algo, es que tienes
que ser tú quien tenga el control. Si le permito elegir un juego, mis probabilidades de
perder se multiplican por cien.
Doy un sorbo lento a mi bebida, ganando tiempo para repasar mi lista mental de
juegos de bar. Tardo más de lo habitual, porque es difícil concentrarse por encima de
la voz que me grita que me aleje. Al igual que el concurso, tiene que ser algo seguro,
en lugar de hacer trampas. Selecciono uno de mi lista y coloco mi vaso en la barra con
un golpe satisfactorio.
—¿Listo?
Raphael levanta la palma de la mano.
—No hemos acordado una apuesta.
—Si gano, también me quedo con ese reloj. —Señalo con la cabeza el Seamaster que
lleva en la muñeca. La idea de estafar a Raphael Visconti con dos de sus relojes me
hace la boca agua.
—¿Y si gano?
El repentino tono de su voz me eriza el vello de la nuca. Levanto la vista de su
muñeca a su rostro y de inmediato deseo no haberlo hecho. No estaba preparada para
el peligro que baila entre las paredes de sus iris.
Me trago el nudo en la garganta, de repente demasiado consciente de que mis
pezones se tensan bajo la fina tela de mi sujetador. Sólo es un hombre. Sólo es un
hombre. Sólo es un hombre.
—Bueno, ¿qué quieres? —Susurro.
Me mira durante demasiado tiempo. Se lame los labios y un pequeño destello de
algo muy poco caballeroso atraviesa su mirada verde. Justo cuando siento que la
tensión podría asfixiarme, hace un pequeño movimiento con la cabeza.
—Que te vayas.
Parpadeo.
—¿Qué?
Sonríe ante mi sorpresa.
—Me gustaría disfrutar de la boda de mi hermano en paz, sin que me pises los
talones. —Sus ojos se posan en algo detrás de mí y deja escapar un suspiro irónico—.
De alguna manera, no creo que a tu cita le importe.
Sigo su mirada hacia Matt. En los últimos cinco minutos, se las ha arreglado para
que le crezcan un par de pelotas y se traslade a la mesa de Anna. Se sienta frente a ella,
entre dos amigos, y la mira con la intensidad de un asesino en serie. Vuelvo a mirar a
nuestra mesa y veo cuatro vasos de chupito vacíos alineados en su cubierto.
Bien.
—Trato hecho —digo con desgana. A la mierda, no voy a verlo después de esta
noche. Se subirá a su jet privado y regresará a Las Vegas, y tal vez aparezca en Semana
Santa o algo así. Para entonces yo ya me habré ido, con suerte.
Una estafa más. Sólo una... y luego me iré haré las cosas bien como dije que lo haría.
Pido dos vasos grandes de agua y luego miro a Raphael por debajo de mis pestañas
postizas.
—¿Cuál es tu bebida favorita?
—Whisky, por supuesto —dice, divertido.
Asiento con la cabeza al camarero.
—Tres tragos de Sambuca, por favor.
Mi mejilla se calienta bajo su suave risa. Es deliciosa y fácil, y de repente entiendo
por qué las mujeres se ríen tan fuerte a su alrededor.
—De acuerdo. —Alineo las dos aguas frente a mí, y luego coloco los tres chupitos
de Sambuca frente a él—. Te apuesto a que puedo beber estos dos enormes vasos de
agua antes de que tú puedas beber esos tres chupitos.
Raphael palmea su mandíbula, su mirada entrecerrada mide mi agua y sus tragos.
—No hay manera de que puedas hacer eso. ¿Cuál es la trampa?
—Todo lo que pido es una ventaja. Es un montón de líquido, ¿no?
La sospecha brilla en sus ojos.
—¿Cuánto tiempo de ventaja?
—Digamos, ¿un vaso?
Lo considera durante unos segundos y luego se encoge de hombros.
—Me parece justo. ¿Reglas?
—Sólo una: no tocar los vasos del otro, ya sabes, tirarlas o quitarlas. ¿Listo para que
empiece?
Observándome atentamente, asiente con la cabeza.
Me trago el primer vaso de agua de un solo trago. Me encanta este juego por dos
razones. La primera es que beber de golpe toda el agua es una forma estupenda de
esquivar la resaca. La segunda es que es un truco tan sencillo que nadie lo descubre.
La ventaja libera uno de mis vasos, y en cuanto Raphael empiece a beber, pondré el
vaso boca abajo sobre uno de sus chupitos. Él no podrá mover mi vaso según la norma
de no tocar, y yo sorberé felizmente el segundo vaso de agua con una sonrisa de
satisfacción en los labios y un nuevo reloj de seis cifras en la muñeca.
Me limpio la mano en el dorso de la boca, dejo el vaso vacío y me dirijo a Raphael.
—Gracias por adelantarte —le digo con dulzura.
—Cuando quieras.
—¿Listo?
Su mirada echa chispas. Mirando fijamente mi labio inferior húmedo, asiente
lentamente.
Pero lo que hace a continuación es mucho más rápido. Es tan suave y eficiente que
mi cerebro, cargado de licor, tarda en ponerse al día. Empuja los tres vasos de chupito
juntos, de modo que su circunferencia combinada es mayor que el borde de mi vaso
vacío. Antes de que pueda coger mi agua en un último intento de ganar este juego de
forma justa, imposible, por supuesto, hay un destello de metal, un ruido seco y un
plop, y entonces estoy mirando una pistola sumergida en agua.
Mi agua. Su pistola.
El pulso me salta en la garganta y me tambaleo hacia atrás. Mientras miro fijamente
el arma, con su cañón balanceándose entre los cubitos de hielo y su empuñadura
apoyada en el borde sobre el que iba a poner mis labios, todo en mi periferia se
oscurece.
He estado así de cerca de una pistola dos veces en mi vida. La primera vez, se
levantó el dobladillo de mi vestido en un callejón oscuro, y la segunda, se apretó contra
mi sien.
Hiss. Haz clic.
¿Sabes la suerte que tienes, chica? Eres una entre un millón.
El alegre sonido de la orquesta se desvanece y mi corazón se hace más fuerte. Su
latido resuena en el hueco de mi pecho bajo un manto de adormecimiento.
No podría moverme aunque lo intentara.
La pistola se mueve en un destello de cetrina y seda. Recupero la compostura
suficiente para seguir el arma mientras Raphael la saca del cristal y la limpia con su
pañuelo de bolsillo. La chaqueta de su traje se abre y, así, la amenaza desaparece tras
la cortina de terciopelo.
Apoya un antebrazo en la barra y desvía su atención hacia algo en el horizonte.
Cuando habla, hay una calma en su voz que hace poco para descongelar el hielo de
mi sangre.
—El problema con la suerte, Penelope, es que tiene la horrible costumbre de
desaparecer cuando te apoyas en ella. —Su gemelo de dados me guiña el ojo mientras
se toma un trago—. Deberías considerar apoyarte en algo un poco más sólido. —Otro
tiro, otro golpe—. Como la inteligencia, o el conocimiento. —Su mirada se dirige a mis
labios—. O, si no tienes ninguno de los dos, tal vez esa hermosa cara tuya. —Deja caer
el último vaso sobre la barra y borra su sonrisa con el dorso de la mano, antes de
avanzar hasta ponerse hombro con hombro conmigo.
Intento ignorar cómo el calor de su brazo me quema a través de mi abrigo, o cómo
el ardiente aroma a regaliz de su aliento se burla de mi pérdida. En su lugar, me
concentro en la pared de licores detrás de la barra, intentando controlar mi respiración.
Se agacha, su afilada y fría mejilla acaricia la mía.
—La salida está a tu derecha. —Entonces desliza una gran mano alrededor de mi
muñeca. Es caliente y dominante y, lo juro, prácticamente puedo oír el chisporroteo de
mi piel donde me agarra.
Cambié el intento de controlar mi respiración por el de no respirar en absoluto.
—Ten cuidado en el bosque, Penelope. —Su agarre se desprende de mi muñeca y
las yemas de sus dedos recorren lentamente la longitud de mi palma, antes de
soltarme—. Las cosas malas se esconden donde no puedes verlas.
Y luego se ha ido, camuflándose entre el mar de trajes.
No me entretengo. Aunque lucho por mantener la calma, el piloto automático toma
el control de mi cuerpo, y giro sobre mis talones y recojo mi bolso de la mesa. No me
atrevo a mirar a Matt, y espero que él tampoco se dé cuenta de que me voy.
Rompiendo a medio correr, desaparezco entre los árboles y las sombras. La
seguridad disminuye y la maleza se hace más densa, hasta que la oscuridad lo
consume todo. El animado timbre de la orquesta se desvanece y el silencio me recuerda
que estoy solo.
Mi gemido lo atraviesa, pintando la noche de gris.
He tenido suerte desde la noche en que aquella señora salió al callejón y me dio su
collar. Suerte hasta el punto de que es prácticamente mi único rasgo de personalidad.
Me preocupaba que me hubiera abandonado cuando me atraparon en Atlantic City,
pero lo achaqué a un golpe de suerte. Al fin y al cabo, tuve la suerte de volver a la costa
con todo el dinero que me quedaba y de conseguir un reloj de seis cifras en la misma
noche.
Pero quizá también fue otro golpe de suerte, porque me llevó a Raphael Visconti.
He acelerado el ritmo sin darme cuenta. Me arden los pulmones y los ojos se llenan
de lágrimas que no puedo derramar. Cuando rozo con los dedos la áspera corteza de
un árbol y extiendo la mano hacia otro, mi pie se engancha en una raíz, haciendo rodar
mi tobillo por debajo de mí.
—Joder —siseo en la oscuridad.
Qué mala suerte tengo.
El tobillo grita de agonía, pero sigo cojeando. No me detengo, no hasta que los
árboles se reducen y un nebuloso resplandor naranja atraviesa el claro. Unos segundos
más tarde, aparece una única farola y el suelo se endurece bajo mis tacones de aguja
llenos de barro. Ahora que puedo ver lo que estoy pisando, me desprendo de los
tacones y comienzo un tembloroso descenso por la empinada colina, manteniéndome
cerca del borde de la sinuosa carretera que lleva de vuelta al pueblo principal. Cuando
me duelen los pies, vuelvo a ponerme los tacones, lo que supone una dudosa mejora.
Cuando la adrenalina que corre por mis venas pasa de ser un zumbido a un
silencioso murmullo, deja paso a otro sentimiento: la inquietud.
Tus pecados te alcanzarán eventualmente, Pequeña P. Siempre lo hacen.
Las palabras de Nico susurran en el fondo de mi cerebro como un recuerdo que
intento suprimir. Tal vez tenían un significado más profundo, uno que ni siquiera él
conocía. Tal vez los pecadores no tienen suerte. Tal vez, la buena suerte le sucede a la
gente buena, y la mala suerte a la gente mala.
No he sido buena desde que tenía diez años. ¿Por qué debería tener suerte? ¿Qué he
hecho para recibir buena suerte en esta vida, aparte de timar a la gente y estafarles el
dinero?
Estoy tan perdida en la ciénaga de mis propios pensamientos que no me doy cuenta
de que me he saltado el desvío hacia Main Street hasta que una ráfaga de aire salado
me da una bofetada en la cara.
Estoy en el puerto. Me castañetean los dientes mientras recorro con la mirada el
repentino claro. A pesar de la hora, es un hervidero de actividad. En primer plano, los
camiones emiten un pitido y los chalecos reflectantes parpadean con sus faros, y detrás
de ellos, los buques de carga se balancean y sacuden sobre las agitadas olas del
Pacífico.
Mi mirada se dirige a mis zapatos. Están llenos de barro y no siento los dedos de los
pies. La idea de volver trotando por el acantilado hasta mi apartamento me hace gemir
en voz alta, así que decido descansar contra un fornido edificio administrativo durante
unos minutos.
Dejo caer la cabeza contra la mampostería, la emoción me ahoga la garganta
mientras veo a los hombres trabajar. No suelo ser una persona emotiva, pero tiendo a
llorar cuando estoy cansada.
Necesito alguien con quien hablar.
Necesito un amigo.
Saco el mechero del bolso y, con las puntas de los dedos congeladas, marco el único
número que conozco de memoria.
La línea suena tres veces y luego entra el buzón de voz.
—Has llegado a Sinners Anonymous, por favor deja tu pecado después del tono.
Inhalo una bocanada de aire; la exhalo contra el cielo sin estrellas.
—Oye, yo otra vez. Lo sé, lo sé. Dos llamadas en menos de veinticuatro horas. Una
locura, teniendo en cuenta que no has sabido de mí en tres años, ¿verdad?
Resoplo a nada más que estática, parpadeando las lágrimas. Abro la boca pero la
vuelvo a cerrar, dándome cuenta de que no quiero que mi mayor y único amigo piense
que soy un idiota. Sí, aunque solo sea una línea telefónica automática. Suspirando,
apuñalo Finalizar y vuelvo a dejar el celular en el bolso.
—Si esto es el karma por lo que le hice al casino del Huracán, entonces dame una
señal —murmuro al universo.
De repente, una luz brillante me pasa por la cara. Entrecierro los ojos y me los cubro
con una mano. Veo un gran camión que se aproxima a la nave de tránsito con los faros
encendidos.
Un camionero barrigón baja de la cabina y un trabajador portuario sale del cobertizo
con la radio en una mano y un portapapeles en la otra. Su conversación está salpicada
de miradas confusas a los portapapeles y sorbos perezosos de tazas aisladas.
Al final, el trabajador le da una palmada en el hombro al camionero y se vuelve
hacia mí. Los faros del camión brillan como un aura detrás de él.
Es lo último que recuerdo antes del calor abrasador y el estruendo ensordecedor. Es
lo último que veo antes de que el cielo nocturno se ilumine de naranja y mi mundo se
desvanezca.
Esa es mi señal, supongo.
Siete

W
hiskey Under the Rocks, Devil's Hollow.
La tensión gotea del techo escarpado y, bajo él, made men conspiran
venganza contra uno de los suyos.
Las voces son bajas y las expresiones sombrías. Apoyado en la barra, veo el
club a través de un gran angular, y me lo bebo todo por encima del borde de mi vaso
bajo.
—¿Cómo llamas a un club nocturno lleno de tranquilos Visconti?
Mi mirada se desvía hacia la izquierda, donde Castiel, mi primo mayor y pronto
capo de Devil's Hollow, si es que el tío Alonso llega a aprobarlo, se sirve dos dedos de
whisky.
Ladeo la cabeza y considero el remate.
—Ni idea.
—Yo tampoco. Nunca lo había visto.
Sonríe y yo suelto una carcajada socarrona. Me bebo el resto del whisky de un tirón,
pero antes de golpear el vaso contra la barra, me lo quita de la mano.
—Tranquilo, cugino9 —dice—. Esta barra del bar es de madera negra africana. La
instalaron la semana pasada.
Mis ojos se posan en su mano cubierta de anillos que acaricia el grano de la madera.
—Si tocaras a tu mujer así, no estaría sentada en la esquina deslizándose a la derecha
de cada hombre en Tinder.
Ambos miramos a Alyona. Es la heredera de piernas largas de la mayor destilería
de vodka de Rusia y la prometida no deseada de Cas. Por la forma en que la mira, no
dudo de que el sentimiento es mutuo. Ella está sentada con las piernas cruzadas en
una cabina de terciopelo, con cara de culo azotado y los ojos clavados en su celular. El
pulgar hace horas extras.
Cas gruñe y rellena mi vaso con whisky Smugglers Club. A veces me pregunto si
ser el director general de la empresa significa que alguna vez se cansa de beberlo.
Desliza suavemente una servilleta por la barra y coloca mi vaso encima, antes de
llevarse el suyo a los labios.
—Ojalá Dante me hubiera avisado de que iba a reventar el puerto esta noche —
murmura dentro del líquido ambarino—. La habría dejado caer de golpe en medio de
él.
—Un romántico sin remedio.
—Dejaré ese título a Vicious. —Su celular vibra en el bolsillo. Después de sacarlo,
mira la pantalla y se aleja a grandes zancadas con él en la oreja.
Me paso el trago fresco y miro a mi hermano Angelo y a su nueva esposa con el
mismo nivel de interés que uno tiene al ver un documental de David Attenborough.
Están de pie en el centro de la sala, ajenos a las tensas conversaciones que se mantienen
a su alrededor. Las manos de Angelo rodean con fuerza la mandíbula de Rory mientras
murmura algo sólo para sus oídos. El smoking de él está colgado sobre los hombros
de ella, ocultando la mayor parte de su vestido de novia.
Una leve diversión me eriza la piel. El apodo de Angelo no es Vicious por nada. Se

9 Primo en italiano.
esfuerza por mantener la calma por el bien de su mujer, pero la vena que le late en la
sien izquierda me dice que va a escabullirse a una habitación vacía a la primera
oportunidad y a destrozar todo lo que vea.
Su temperamento es, y siempre ha sido, como una fuga de gas. Si se le acerca una
pequeña llama, explota, aparentemente de la nada.
A veces, me pregunto si realmente fue recto durante nueve años, o si fue un largo
sueño febril por mi parte.
Me gustaría decir que volvió a la Cosa Nostra y que finalmente reclamó su legítimo
papel como capo de Devil's Dip porque entró en razón, pero en realidad fue porque
perdió la puta cabeza.
Resumiendo, quería a la prometida de veintiún años del tío Alberto, y cuando no se
la entregó inmediatamente en bandeja de plata, le metió una bala en la cabeza al viejo
y empezó una guerra con su hijo mayor y sucesor, Dante.
Sabía que Dante era un cabrón desde el momento en que hizo trampas en una de
mis noches de póker, pero no sabía que también estaba lobotomizado. Voló el puerto
de Devil's Dip, donde los tres grupos de Visconti, incluido el suyo, dirigen sus
negocios.
Angelo y Rory se ponen a jugar al tenis con la lengua, y yo prefiero sacarme los ojos
antes que ver el partido. Así que desvío mi mirada hacia Gabe, nuestro hermano
menor y recién nombrado consigliere del equipo de Devil's Dip. Está sentado en una
mesa de póquer con tres de sus soldati de mayor confianza. Al igual que Angelo, tiene
una apariencia tranquila, pero su mirada está encendida como un cable vivo.
Mi hermano es un misterio, y a pesar de ser tan espeso como los ladrones cuando
crecía, todo lo que sé de él ahora es que tiene una constante erección por la violencia y
un odio por los trajes ajustados. Probablemente lo he visto en traje dos veces en mi
vida: hoy en la boda de Angelo, y hace nueve años en el funeral de nuestros padres.
Mientras gruñe órdenes a sus hombres, retuerce su pajarita alrededor de los puños,
como si estuviera sopesando a quién debería estrangular con ella.
De repente, apuntala el mapa sobre la mesa con un dedo grueso, y una figura se
estremece en la cabina detrás de él.
Es la dama que mi primo Benny recogió en la boda. Mis ojos la recorren y luego se
mueven un centímetro a la derecha, hacia el propio idiota. Me mira con una sonrisa de
satisfacción y levanta su copa. Salud.
Me paso la mano por la boca en un pobre intento de ocultar mi diversión. Parece
que hace solo unos minutos Nico y yo estábamos viendo cómo se tiraba con ella en la
pista de baile, haciendo apuestas sobre cuánto tiempo pasaría hasta que ella le diera
una patada en los huevos.
—Me debes veinte mil dólares.
Hablando de Nico. Se sienta a mi lado en la barra y me sirve dos tragos de Don Julio
'42. Me pasa uno con un movimiento de muñeca, sin importarle nada la madera negra
africana.
—Lee la sala, cugino. Ahora no es el momento de arreglar apuestas triviales.
Nico se ríe.
—Doble o nada dice que se la coge.
Un pulso parpadea en mi mandíbula.
—Trato.
Como todos los demás miembros de la familia, Nico sabe que no puedo rechazar la
oportunidad de jugar a un juego o hacer una apuesta, aunque esté garantizado que
voy a perder. Mi autocontrol es férreo y galvanizado, y sin embargo, el clic-clac de un
dado o el deslizamiento de una ruleta girando es como el crack para mí.
Toda mi vida es un juego, pero es predecible. Soy dueño de la mitad de los hoteles
y casinos y cobro la protección de los que no lo son. En un mundo de probabilidades
fijas, todas ellas apiladas a mi favor, mi única emoción es conseguir agitar los dados y
lanzarlos a lo desconocido.
Nico bebe de golpe el trago y se sirve otro.
—La has cagado.
—¿Sí?
Me muestra una sonrisa tímida.
—Sí. Me acosté con ella en la despedida de soltero, así que ya sé que es carne de
mafia.
—Jesús —murmuro—. Tú y Benny están a un paso del incesto.
Se ríe en voz baja, luego coge un montón de vasos de chupito con una mano y se
mete la botella de tequila bajo el brazo. Su jovial silbido se desliza por el aire como el
aceite en el agua. En mi periferia, veo que Griffin, el jefe de mi equipo de seguridad
personal, deja de pasearse por las sombras para mirarle fijamente al pasar.
—Maldito idiota —gruñe, antes de volver a su llamada telefónica en voz baja.
No estoy de acuerdo; de hecho, Nico es uno de los pocos primos que no consideraría
idiota. Simplemente ha crecido con la guerra sobre su cabeza como una nube de
tormenta constante. No es un idiota, simplemente es inmune a cosas como las
explosiones y el derramamiento de sangre.
Al quedarme solo de nuevo, miro el chupito de tequila que me ha servido Nico.
Como regla general, no bebo ningún licor que sea claro a menos que esté tratando de
asegurar un negocio con los mexicanos o los rusos, pero a la mierda.
Lo bebo de golpe y espero.
Para mi leve decepción, me arde en la garganta y me llega al pecho, pero no apaga
la llama de la inquietud que allí parpadea.
Arrastrando un nudillo sobre mi mandíbula, me giro y apoyo los antebrazos contra
la barra. Sobre todo para que Angelo no capte la grieta en mi fachada de indiferencia.
De todos los Visconti, soy el más tranquilo. La voz de la razón en un pozo negro de
ego y testosterona. La que apaga sus fuegos con un cubo helado de realidad y un plan.
Pero debo admitir que esta noche me cuesta adherirme a esa reputación.
El puerto de Devil's Dip está en llamas, y hay una sensación en mi pecho de que, de
alguna manera, soy responsable.
Fue sólo una coincidencia.
Con un movimiento de cabeza, hago rodar el vaso de whisky por la palma de la
mano y lo presiono contra el interior de la muñeca en un intento de enfriar mi sangre.
Por supuesto, mi cerebro sabe que fue una mera coincidencia. Dante lleva más de un
mes pasando desapercibido; ya era hora de que sacara el dedo del culo y se desquitara.
¿Y qué mejor día para hacerlo que la boda de Angelo?
La chica pelirroja no tiene nada que ver con eso.
Cierro los ojos durante un breve instante, consciente de repente de toda la tensión
que se anuda en mi espalda.
No es mi carta de perdición.
Detrás de mí, Angelo se aclara la garganta.
—Hombres, a la oficina de Cas en un minuto.
Hago girar mi cuello sobre mis hombros. Aliso la banda de mi pajarita y reajusto mi
compostura antes de darme la vuelta. Los made men entran a grandes zancadas por
una puerta del fondo del club en una fila de esmóquines y vasos de cristal. Angelo
enrolla un puño en el cabello de Rory y le planta un beso furioso en el cuello, antes de
unirse a su de chicas en la esquina. Algunos de los hombres de Gabe forman una
barrera protectora a su alrededor, mientras Angelo dirige su atención hacia mí.
Me mira fijamente, en silencio pero expectante. Esbozando una sonrisa perezosa,
sostengo mi mano horizontalmente en el espacio que nos separa. Los ojos de ambos se
posan en ella y, como siempre, está mortalmente quieto.
Mis hermanos y yo hemos jugado a este juego desde que éramos niños. Desde
romper la vajilla fina de nuestra madre patinando en la cocina, hasta darnos cuenta de
que hay una cámara de seguridad fuera de la casa de nuestra última víctima de Sinners
Anonymous: cada vez que nos tocaba un peligro, recurrían a mí para medir la
gravedad del mismo. Supongo que es porque veo las cosas a través de una lente lógica,
o porque no tomo ninguna decisión precipitada.
La regla es y siempre ha sido que si mi mano no se estrecha, las suyas tampoco
deben hacerlo.
Traga. Asiente con la cabeza. Pero cuando sus ojos vuelven a dirigirse a los míos y
se estrechan, me doy cuenta de que no está convencido.
—Es Dante, por el amor de Dios.
Mi protesta no aclara la oscuridad de su rostro, y vuelvo a mirar mi mano para
comprobar que no hay el más mínimo temblor en ella. No puedo creer que esté
dudando de mí mismo, pero tengo que admitir que la pelirroja me ha sacado de quicio.
Cuando entró en el bar anoche, la oí antes de verla.
Esas botas embarradas bajaron las escaleras y subieron por mi columna vertebral,
obligándome a leer dos veces la primera línea de un correo electrónico. Solo eso ya me
puso las pilas, y todo antes de haberla visto.
Y cuando lo hice, mentiría si dijera que no miré dos veces. Y luego una tercera vez,
porque se deslizó a mi lado en la barra y se quitó el abrigo como una maldita stripper.
Por supuesto, lo primero en lo que me fijé fue en su cabello cobrizo. Tan
desordenado y tan abundante. No podría decir si acababa de ser follada sin sentido
sobre sábanas de poliéster o si había sido arrastrada por un arbusto hacia atrás. Lo
segundo en lo que me fijé fue en el vestido verde que mostraba demasiada piel para
un jueves por la noche. ¿Y la tercera? La etiqueta de seguridad todavía sujeta al
dobladillo del mismo.
Ella era un problema y mi instinto lo sabía incluso antes de que abriera su boca de
sabelotodo.
Por lo general, me resulta fácil ser un caballero. Tengo talento para reírme en el
momento oportuno, soltar un chiste bien colocado y salir con elegancia cuando la
charla se vuelve tan árida que me pican los ojos. Al menos un miembro de esta familia
debe tener modales, y supongo que esa tarea recae sobre mí.
Pero Penelope me hizo querer ser todo menos caballeroso.
Desconfío de hablar con las mujeres de esta Costa, a menos que tenga una única cita
con ellas. No hay nada menos atractivo que mirar a una dama y ver tu apellido
parpadear iluminado detrás de sus ojos.
Pero las suyas eran grandes y azules y carecían de cualquier chispa de
reconocimiento, al menos al principio. En algún momento, entre su proposición y mi
llamada telefónica a mi hermano, se dio cuenta, y mentiría si dijera que el sádico que
hay en mí no levantó su fea cabeza cuando la vi tratando de subir las escaleras y
escapar de mis garras.
La excitación me hizo arrojar mi cautela y autocontrol al fuego, así que no debería
haberme sorprendido tanto cuando me quemé. No había hecho trampas; había ganado
mi Breitling limpiamente, y la forma en que lo hizo no hizo más que despertar mi
interés por saber quién era y qué coño hacía en Devil's Cove con una maleta y un
vestido robado. Metí mi reloj en el bolsillo junto con una tarjeta de Sinners Anonymous
con la esperanza de encontrar sus secretos esperándome en el buzón de voz al final
del fin de semana.
Nunca pensé que la volvería a ver. Por eso, cuando vi esa melena roja ondeando al
viento desde el otro lado del lago, hablando con mi primo, el malestar se me metió
bajo el cuello, pegajoso y caliente. Sólo empeoró cuando tuvo el maldito descaro de
intentar estafarme de nuevo. Hablando de suerte, de todas las cosas.
Y entonces ocurrió la explosión.
Mis muelas rechinan por instinto, pero cuando siento que la mirada de Angelo se
vuelve más aguda, giro los hombros hacia atrás y le clavo mi mejor mirada de
indiferencia.
—¿Quieres ver si mi polla también tiembla, o pensamos qué hacer con nuestro tonto
primo?
Sin esperar respuesta, le doy una palmada en el hombro y entro en el despacho de
Cas. Tiene poco más que un escritorio a un lado y una larga mesa de juntas al otro,
donde los Visconti se reúnen como una manada de lobos. Angelo y yo tomamos
asiento en la cabecera.
Saco una ficha de póquer del bolsillo. La hago rodar entre el pulgar y el índice. De
repente, me siento bien con el hecho de no haber podido ahogar mi malestar en el licor,
porque la adrenalina de estar sentado junto a mis hermanos en la cabecera de esta
mesa la supera con creces.
Este es mi lugar y siempre lo he sabido. No en Las Vegas, sino en Devil's Dip con
mis hermanos. A pesar de todo mi éxito en el Strip, siempre ha habido un vacío negro
en el hueco de mi pecho, un dolor vacío con la necesidad de estar en casa. He esperado
nueve largos años para que Angelo volviera a la Costa. En el momento en que recibí
la llamada de que volvía, me monté en el siguiente avión, para consternación de mis
inversores y mi equipo de seguridad.
Un silencio eléctrico cubre la habitación. Pasan tres pesados latidos antes de que
Gabe lo rompa golpeando su puño contra la mesa.
—Nunca me gustó ese cabrón.
Los dos hermanos Hollow más jóvenes murmuran de acuerdo, pero Cas no. En
cambio, se inclina con su pañuelo de bolsillo de seda en la mano y se frota el punto
que Gabe acaba de golpear.
—Esta familia es la razón por la que no puedo tener cosas bonitas —murmura.
—No puedes tener cosas bonitas por si tu aterradora prometida rusa te las tira a la
cabeza —bromea Benny. Hay un murmullo de risas alrededor de la mesa.
—Suficiente.
La voz de Angelo es aguda pero sencilla, y atraviesa la habitación como un cuchillo
para carne. Se afloja la pajarita y se frota la mandíbula con la palma de la mano. Su
anillo de bodas brilla bajo las luces empotradas.
—Es mi noche de bodas. Debería estar en casa follando con mi mujer y buscando el
tiempo para Fiji. En vez de eso, estoy bajo tierra en Devil's Hollow con ustedes,
bastardos réprobos. Quiero un plan elaborado en los próximos diez minutos para
poder sacar a Rory de aquí. Gabe, ¿qué estás pensando?
Gabe se echa hacia atrás en su silla, haciendo sonar su pajarita como un látigo.
—Granadas o un lanza cohetes.
Desde la puerta, mi último recluta, Blake, invoca a Jesús en voz baja. Oculto mi
sonrisa detrás de mis nudillos, antes de que Gabe se levante y le parta el cuello.
Todos mis hombres son ex fuerzas Delta o de la CIA, y están más atados a sus
instrucciones que los cordones de sus botas de combate. Son silenciosos, obedientes y
se mantienen en las sombras hasta que los llamo a la luz. La mitad de las veces, me
olvido de que están ahí.
Están muy lejos de los soldati de Gabe, que parecen haber sobrevivido al
apocalipsis. Griffin estaba tan cabreado como desconcertado con mi decisión de dejar
mi brillante complejo cerrado de Las Vegas y volver a la Costa, y ahora que el puerto
ha sido volado, estoy seguro de que recibiré un brusco «te lo dije» en cuanto me pille
solo.
Pero nunca me entenderá como lo hacen estos hombres alrededor de esta mesa. Ser
un Visconti es como un tipo de sangre, no puedes escapar de lo que naces. Tampoco
querría hacerlo.
La mandíbula de Angelo hace un gesto de reflexión. Sisea una bocanada de aire
caliente, antes de levantar la barbilla hacia Cas y los otros hermanos Hollow.
—¿Y ustedes?
Dejo de mover mi ficha de póquer y miro a Cas con anticipación.
Cuando Angelo le metió una bala en la cabeza al tío Al y comenzó una guerra civil
con Devil's Cove, el clan Hollow decidió mantenerse al margen, a pesar de que su
territorio estaba justo en medio de nosotros. Piensa que Hollow es la Zona
Desmilitarizada, dijo Cas en su momento. No vamos a elegir entre la familia.
De todos los de la Cosa Nostra, es el más parecido a mí. Un hombre de negocios
primero, un made man en segundo lugar. Ahora, sin embargo, puedo ver el dilema
mordiendo los bordes de su conciencia. Al final, se pone de pie con las manos y
refuerza su mandíbula con determinación.
—Smugglers Clubs una marca global. Exportamos más del cincuenta por ciento de
nuestras existencias a través de su puerto, así que la pequeña maniobra de Dante nos
ha costado millones. —Se pasa un pulgar por el labio inferior, sumido en sus
pensamientos—. Tiene que pagar.
—Sí, con una granada —gruñe Gabe.
Cas se encoge de hombros.
—No es la peor idea que has tenido, cugino.
—¿Rafe? ¿Qué piensas?
Sintiendo el peso de los ojos de todos en mi piel, me giro para encontrar la mirada
de Angelo. Hago girar la ficha de póquer en el aire y la atrapo, antes de volver a
meterla en el bolsillo.
—Creo que es aburrido.
Gabe resopla.
—¿Crees que una granada es aburrida?
Mi mirada se desplaza perezosamente hacia él.
—Sólo los niños se entretienen con las cosas que explotan, hermano.
Angelo suelta una carcajada socarrona.
Todo el cliché de la mafia no tiene ningún atractivo para mí, y ahora que por fin he
vuelto con mis hermanos, me niego a estar atado a tradiciones arcaicas y actitudes de
carnada. Lo siguiente será llevar putos sabuesos.
Compruebo la hora en mi reloj de pulsera y me pongo en pie.
—Caballeros, no les haremos perder más tiempo, son libres de irse. —Levanto la
mano, cortando el inicio de la ruda protesta de Gabe—. Te mantendremos informado.
La sospecha se dibuja en los rasgos de Benny.
—¿Libre para irnos? Todavía no nos hemos puesto de acuerdo en cómo acabar con
el cabrón.
Lo inmovilizo con una sonrisa tensa.
—Es un asunto de Dip; lo manejaremos. Mientras tanto, si necesitas algún hombre
extra, habla con Griffin a la salida. Estaré encantado de prestarte algunos miembros de
mi equipo de seguridad personal.
—Pero...
—Ha dicho que nos encargaremos nosotros —dice Angelo, con rotundidad
manteniendo su tono.
Las espinas se endurecen. El aire crepita con palabras que es mejor no decir.
Finalmente, todos se ponen de pie, excepto Angelo y Gabe, cuya mirada es lo
suficientemente caliente como para quemar un agujero en la pared de enfrente.
—Bien. Pero no necesitamos a tus hombres —gruñe Benny, rozando su hombro
contra el pecho de Blake al pasar—. Este de aquí parece que no sabría usar un arma
aunque viniera con un manual de instrucciones ilustrado.
—No necesito un arma. Estos puños funcionan bien —responde Blake,
interponiéndose en el camino de Benny.
Me rechinan las muelas traseras mientras Cas agarra a Benny por el cuello y lo
arrastra fuera de la habitación. Empiezo a preguntarme por qué Griffin pensó que
Blake sería un buen recluta. Debería saber que el típico Visconti le reventaría el lóbulo
temporal sólo para demostrar que tiene razón.
El problema con mis hombres que siguen a la Costa es que sólo me conocen como
Raphael Visconti el hombre de negocios. Ven las interminables reuniones, las cabinas
VIP. Reciben sus instrucciones de eliminación en sobres de manila sellados y llevan a
cabo los golpes en estacionamiento s tranquilos. No ven la parte oscura y violenta de
mi apellido. He hecho bien en mantener ambas cosas separadas, y todo lo que se
maneja dentro de los confines de la Cosa Nostra, hago que Gabe y sus hombres lo
lleven a cabo.
Los he escudado durante tanto tiempo que me preocupa que gente como Blake
piense que la Cosa Nostra es un producto de la imaginación de Francis Ford Coppola.
La puerta se cierra con un clic, sumiéndonos en el silencio.
La vena en la sien de Angelo hace un baile de claqué.
—Esto es un juego para ti, ¿no?
No es realmente una pregunta, porque mis hermanos ya saben la respuesta. Gabe
vuelve a dar un puñetazo en la mesa, y esta vez se oye un fuerte crujido debajo de su
puño.
—Mamá debería haberte puesto en control de ira cuando amenazó que lo haría —
reflexiono.
—¿Qué, quieres desafiar a Dante a un juego amistoso de Tic, Tac, Toe? —Los ojos
de Gabe encuentran los míos, furiosos y salvajes. Desquiciado—. Ha volado nuestro
puerto. Ya hay tres muertos confirmados, y la mierda sabe cuántos más vendrán.
Haznos un favor a todos y déjanos el combate a mí y a mis hombres, y vuelve a limpiar
en seco tus trajes.
Mientras lo estudio, se me ocurre que es lo máximo que le he oído hablar desde
aquella Navidad. Poco antes de la muerte de nuestros padres, volvió a la costa para
pasar las vacaciones con una mirada atormentada y una cicatriz reciente que iba desde
la ceja hasta la barbilla. Era un hombre totalmente diferente.
No diría lo que le ha pasado, no diría mucho, de hecho. Pero algo en la trama de la
venganza le ha dado vida, y casi no quiero quitársela.
Y no lo haría, salvo que mis ideas son siempre mejores.
—Deja los esteroides, hermano. —Me acerco a la mesa y le doy a Gabe una palmada
condescendiente en el hombro al pasar—. Hacen que tu cerebro sea borroso y tu polla
pequeña.
Me hundo en el sillón detrás del escritorio de Cas y arrastro su tablero de ajedrez
frente a mí. Con leve diversión, me doy cuenta que es el que le compré el año pasado
por su cumpleaños. A juzgar por la fina capa de polvo que cubre las piezas y el hecho
de que me debe doce mil dólares, no ha estado practicando.
Gabe se detiene detrás de mí, proyectando una sombra oscura sobre el tablero.
—Permíteme que lo simplifique para tu cerebro de esteroides. —Con un
movimiento de muñeca, doy un revés a todas las piezas de ajedrez, haciéndolas volar
por el escritorio—. Esto es lo que quieres hacer. Represalia inmediata; destrucción
total. Claro, Dante alquila sus neuronas y sólo en días alternos de la semana, pero
incluso él esperará que devolvamos el golpe esta noche. Como mínimo, sus hombres
están vigilando el perímetro de Cove mientras hablamos. —Lentamente, recojo todas
las piezas, tomándome mi tiempo para volver a colocarlas en sus legítimos lugares.
Detrás de mí, el resoplido impaciente de Gabe se desliza por el cuello de mi camisa—
. ¿Pero sabes lo que no verá venir?.
—¿Un cóctel molotov? —dice.
—Ninguna reacción por nuestra parte.
Angelo ladea la cabeza. Se acaricia la barba incipiente en la mandíbula.
—Rafe tiene razón. Dante va a estar sentado detrás del escritorio de Big Al,
rascándose las pelotas y esperando una guerra. —Me señala con la barbilla—. ¿Cuál
es el plan?
Me acomodo de nuevo en el sillón.
—Nos hacemos los tontos y extendemos una rama de olivo. Le decimos que alguien
ha volado el puerto y que tenemos que dejar de lado nuestras diferencias para
averiguar quién. Porque seguramente —añado con sequedad—, nadie sería tan
estúpido como para bombardear el puerto que utilizamos, joder.
—¿Y entonces?
Con una sonrisa de satisfacción, me vuelvo al tablero de ajedrez.
—Y entonces, su suerte empieza a cambiar. —Deshago un peón. Luego otro—.
Ataque al corazón. Accidente de auto. Sobredosis de drogas. Todos sus socios y soldati
encuentran la muerte en circunstancias desafortunadas, pero insospechadas. Un día,
mirará hacia arriba y se dará cuenta de que no queda nadie para luchar con él.
Todos miramos al tablero, donde un rey negro se encuentra solo, frente a un ejército
de piezas de ajedrez blancas.
Gabe se acerca y coge la reina del montón de piezas desechadas. Parece
cómicamente pequeña en su mano herida.
—Su consigliere10, Donatello, ya se ha ido. Lo último que supe es que está paleando
mierda de caballo en una granja de Colorado con Amelia. Un niño en camino, también.
Levanto la vista y le hago un guiño cómplice a Angelo.
—Haces locuras cuando estás enamorado, ¿verdad?
Me frunce el ceño, coge la torre y el caballo y se los mete en el bolsillo.

10 Consejero y asesor.
—A los gemelos, Vittoria y Leo, podemos dejarlos fuera. Apenas tienen dieciséis
años y probablemente estén muertos de miedo.
Gabe alcanza el alfil, pero instintivamente, mi mano sale disparada y se enrosca
alrededor de su muñeca. Me mira como si estuviera a punto de darme un mordisco.
Recojo el alfil yo mismo y lo hago girar entre el pulgar y el índice, antes de derribar el
rey negro y colocarlo en su lugar.
—Tor se queda.
El hielo que se enhebra en mi tono es algo raro, y detrás de mí, siento que Gabe se
pone rígido.
—No.
—No te lo estoy pidiendo. Te lo estoy diciendo. Se queda.
Torquato Visconti puede ser el hermano de Dante, el nuevo subjefe y el mayor
imbécil de la Costa, pero es mi mejor amigo y uno de mis mejores socios. Aparte de
aparecer en la boda, ha pasado desapercibido desde que dispararon a su padre.
Pero no tengo ninguna duda de que entrará en razón.
—Sí, vino a la boda —dice Angelo pensativo, golpeando sus dedos contra la mesa—
. Pero es curioso que no se le viera por ninguna parte después de la explosión.
—Se fue justo después de la ceremonia.
—Eso es porque está metido en el ajo —dice Gabe.
—No —respondo.
La expresión de Angelo se endurece.
—Sé que tienes cinco pulgadas en el culo de Tor, pero Gabe tiene un punto. No
podemos asumir que no está apoyando a su hermano en esto. —Comprueba su reloj,
golpea su nudillo contra el escritorio, y se endereza a su altura completa—. Bien. Cas
y yo nos pondremos en contacto con Dante y organizaremos una reunión. Gabe,
reagrupa a tus hombres y diseña un plan de acción basado en la idea de Rafe. Y Rafe.
—Sus ojos se posan directamente en los míos—. Avísame cuando sepas algo de Tor.
Sin decir nada más, rodea el escritorio y se dirige a la puerta. Se detiene en su marco.
—Por cierto —gruñe, mirándome por encima del hombro—. Tu nuevo bar se ha ido
a la mierda. Consigue otro local, y rápido. Quiero un local tan grande que haga que
todo Cove parezca una fiesta de cumpleaños infantil en Chuckie Cheese.
Ah, sí. La construcción del primer casino y bar de Devil's Dip estaba muy avanzada.
Cortado en el acantilado con vistas panorámicas del Pacífico, habría meado toda la
vida nocturna de Cove, especialmente con mi nombre unido a él. Pero estaba
directamente sobre el puerto, y bueno, esas cosas pasan, supongo.
—Eso sí que puedo hacerlo —murmuro, sacando la ficha de póquer del bolsillo y
lanzándola al aire.
Gabe sacude la cabeza.
—Vamos a la guerra, y lo único que les importa a ustedes, imbéciles, es pasarla bien.
La mirada de Angelo se ensombrece.
—No. Quiero demostrarle a la puta que una pequeña explosión de mierda no es
suficiente para acabar con los hermanos Dip.
La diversión tira de las comisuras de mi boca mientras él gira y desaparece en el bar
principal, llamando a Rory por su nombre.
Ahora, a solas, un silencio abrasador chisporrotea entre mi hermano menor y yo.
Me doy la vuelta y disfruto del calor de su mirada.
—¿Problema?
—Sí.
Miro el reloj y me levanto lentamente.
—Es una pena. Te diría que lo consultaras con el departamento de recursos
humanos, pero no creo que la Cosa Nostra tenga uno.
Su mirada arde en mi espalda mientras me dirijo a la puerta.
—Me alegro de que hayas vuelto, hermano.
Nico me espera cuando entro en el club principal. Se pone a mi lado y baja el tono.
—Sobre el dinero que me debes.
Pongo los ojos en blanco y le doy un golpe en la mandíbula sin romper el ritmo.
—Deja de hablar de dinero, ¿quieres? Encontrarás ese dinero en las grietas del sofá
si escarbas lo suficiente.
Cuando no responde, le miro a la cara. Lleva una expresión sombría en lugar de su
característica sonrisa perezosa, y el contraste me hace detenerme.
Mi mirada se estrecha.
—¿Qué?
Nico arrastra los dientes sobre su labio inferior, su mirada se desplaza por encima
de mi hombro.
—Borraré la deuda si me haces un favor.
Ocho

B
ip. Bip. Bip.
El ritmo bajo y lento se filtra en mi subconsciente, haciéndome cosquillas en un
rincón oscuro de mi cerebro. No es el sonido de mi alarma. ¿Tal vez es mi tono
de llamada? No tengo ni idea de cómo suena; no sólo porque suelo tener el
móvil en vibración, sino porque nadie tiene el número de mi grabadora.
Es molesto, sea lo que sea.
Gruño y me doy la vuelta para enterrar la cabeza en el hueco entre las almohadas,
pero algo que me tira de la mano me detiene.
Sólo pasan unos segundos antes de que empiece el dolor. Me desgarra de una sien
a la otra y me cruza la frente como una cinta elástica.
¿Pero qué…?
Abro un párpado y observo la habitación. Techos blancos, sábanas blancas. Clínico
y estéril. Incluso con los ojos borrosos y la cabeza palpitante, sé que no estoy en mi
apartamento. De hecho, no recuerdo haber llegado a casa.
Estaba en el puerto.
El recuerdo abre las compuertas de mi nublado cerebro y todo vuelve a mí.
El cielo anaranjado.
La explosión ensordecedora.
El calor.
El pitido se acelera, y tengo el sentido común suficiente para darme cuenta de que
se debe a que la pinza que llevo en el dedo me está controlando el ritmo cardíaco.
Unos pasos ligeros y rápidos se acercan y una mujer aparece en la puerta.
—Estás bien, estás bien. —Entra en la habitación con el paso de un tranquilo paseo
dominical. Se detiene al final de la cama y estudia mi historial, dándome la
oportunidad de estudiarla a ella. Tiene el cabello blanco recogido en un moño, es de
mediana edad y está tan gorda que los botones de la parte delantera de su uniforme
forman un zigzag. Es el tipo de mujer que los padres dicen a sus hijos que busquen en
el parque si se les acerca un hombre espeluznante.
Debe ser una enfermera, lo que significa que estoy en el hospital.
—¿Qué ha pasado? — Bueno, eso es lo que intento decir. Sale en un gemido confuso
y enciende un rastro de fuego en mi garganta.
Sus ojos grises se dirigen a mí, divertidos.
—Ahórratelo, cariño. Te traeré agua en un segundo. Soy Minnie, la enfermera a
cargo aquí en el Hospital Devil's Hollow. Y tú eres... —Vuelve a mirar el portapapeles
y su expresión se ilumina—. ¡Ooh! ¡Una desconocida! Qué emocionante.
Parpadeo. ¿Lo es?
Se acerca a la mesa auxiliar y se sirve un vaso de agua de una jarra.
—Con calma —dice, observando cómo bebo el líquido tan rápido como puedo en
un intento de sofocar el fuego—. Todo ese griterío te ha dejado la garganta seca —me
dice—. Podrían oírte en Canadá.
Siento que los ojos se me van a salir de la cabeza. ¿Gritando? ¿Por qué demonios iba
a gritar?
—Hubo un pequeño accidente en el puerto, querida. Tus notas dicen que fuiste
golpeada por una pila de cajas que se cayeron, y te has dado un golpe particularmente
feo en la cabeza.
Saca un bolígrafo del bolsillo del pecho y me hace un rápido barrido de los ojos con
él. Me saca la vía y me pone una venda nueva en el dorso de la mano.
—No parece una conmoción cerebral, pero te vigilaremos durante un tiempo, ¿de
acuerdo?
Pero no estoy escuchando. No puedo. Porque todo lo que puedo sentir es mi propia
súplica en mis labios y todo lo que puedo ver es un brumoso calor naranja que
distorsiona el frío cielo negro.
Pedí una señal de que había perdido la suerte y recibí un completo espectáculo de
fuegos artificiales.
Dejo caer la cabeza contra la almohada, sintiendo la mano helada de la verdad
presionando mi tráquea.
Si no tengo suerte, ¿qué tengo?
—Está bien, cariño. Tengo que hacer mis rondas, pero vendré a ver cómo estás en
un rato. Descansa, ¿vale? —Con una suave palmadita en el hombro, sale corriendo
hacia el pasillo iluminado, con un silbido sincero tras ella.
Sólo pasa un latido antes de que una ola de culpabilidad me invada. Me arrebata el
aire de los pulmones y me desplomo, apoyando la cabeza en la almohada.
Lógicamente, sé que mi petición de una señal no ha provocado la explosión, pero
no puedo evitar la sensación de que, de alguna manera, ha sido culpa mía. Mi cerebro
se forma una imagen del trabajador del puerto. En un momento se dirigía hacia mí con
un halo de faros, y al siguiente ya no estaba.
La estafa y el timo son una cosa; los incendios provocados y las explosiones son algo
totalmente distinto. Dios, estos pecados se acumulan como los amuletos de un collar,
y no sé cuánto tiempo más podré soportar esa carga alrededor de mi cuello antes de
desplomarme por su peso.
Al sentarme, la cabeza me da vueltas, así que me agarro a los barrotes de la cama y
miro fijamente el cielo azul enmarcado en la ventana, esperando a que se me pase el
mareo. A medida que las nubes y los pájaros que se elevan se van enfocando, la
emoción se me agolpa en la garganta y amenaza con llenar mis ojos con una nueva
oleada de lágrimas.
—¿Sabías que dos mil fruncimientos de ceño equivalen a una arruga?
Mi columna vertebral se pone rígida al oír una dulce voz que entra por la puerta.
Me vuelvo, con una mueca de dolor que me aprieta el cuello, y miro a la chica a la que
pertenece.
Cabello rubio sedoso y un bronceado dorado que no tiene sentido en un diciembre
de frío abrasador. Sus ojos son grandes y azules, llenos del tipo de inocencia que sólo
una chica en esta costa puede reclamar realmente.
Wren Harlow.
Rechinando los dientes para que mi gemido no sea audible, fuerzo una sonrisa de
ojos muertos. De todas las personas que querría que entraran por esa puerta mientras
tengo una crisis privada, Wren estaría muy abajo en la lista. No es porque no sea
amable, sino todo lo contrario. Es demasiado buena. Tan buena que en la costa se la
conoce como la buena samaritana. No hay un solo viernes o sábado por la noche en
Cove en el que no se la encuentre recorriendo la calle y ayudando a los borrachos.
Reparte tiritas y chanclas a las chicas con los pies doloridos. Llama a los taxis para los
borrachos y desordenados. Es tan dulce que me duelen los dientes al mirarla.
Su mirada va de la herida de mi cabeza a mis pies y viceversa. Tal vez sean los
analgésicos los que me vuelven loca, pero no puedo evitar notar que su esmalte de
uñas es del mismo tono de rosa que su vestido camisero.
Tengo la sensación de que lo hizo a propósito.
Sopla una burbuja. La revienta.
—¿Estás pensando en algo malo?
Frunciendo el ceño, contengo las ganas de decirle que no es asunto suyo. En parte
porque no necesito más mal karma, y en parte porque Wren es el tipo de chica que
probablemente nunca ha experimentado ni siquiera el ladrido de un perro, y mucho
menos el de una pelirroja desaliñada que atraviesa una crisis existencial.
—Tal vez.
—Cuando tengo malos pensamientos, intento distraerme.
Me froto el puente de la nariz, intentando por todos los medios mantener la boca
cerrada. Lo último que necesito ahora es una sesión de terapia improvisada de una
chica con un pase rápido al cielo.
—¿Cómo? ¿Bordando en punto de cruz tus versos bíblicos favoritos? —murmuro
en voz baja.
Se hunde a los pies de la cama, estirando sus largas y firmes piernas sobre las
baldosas del suelo.
—No, repasando el alfabeto y pensando en una palabrota para cada letra. — Su
mirada azul se dirige a la mía mientras sopla otra burbuja. Estalla—. Por ejemplo, la I
es de imbécil —dice con un brillo oscuro en los ojos.
A pesar del dolor punzante en mi cabeza y de los pecados que pesan en mi pecho,
no puedo evitar soltar una risa ronca.
—Touché.
Ella también sonríe, una hermosa sonrisa que suaviza los planos de su rostro.
Asiente con la cabeza en el espacio sobre mi ceja.
—Tiene un aspecto desagradable.
—Lo siente.
—¿Quieres un caramelo?
Parpadeo. Antes de que pueda preguntar a qué se refiere, se levanta de un salto, se
mete en el pasillo y vuelve con un carrito.
—Tengo todos los clásicos, además de patatas fritas y latas de refresco. —Se agacha
y mira el estante inferior—. También tenía algunos sándwiches de jamón y queso, pero
Billy, en la habitación ocho, se llevó como cuatro, aunque van a servir el almuerzo en
una hora.
Vuelve a ponerse en pie y me mira expectante. Cuando no respondo, coge dos
barritas Hershey del carrito y me tira una en el regazo. Con la otra entre los dientes,
arrastra el sillón por la habitación y lo coloca junto a mi cama.
Miro fijamente el chocolate que tengo entre los muslos.
—¿Trabajas aquí?
—No, sólo soy voluntaria.
Datos.
Se tumba en la silla y levanta las botas para apoyarlas en el extremo de la cama.
—Trabajo en el Rusty Anchor desde hace un año. ¿Qué has estado haciendo? Hace
tiempo que no te veo en la costa.
Ignoro su pregunta porque sigo atascada en su trabajo.
—¿El bar del puerto?
—Ajá. —Mi mirada se dirige instintivamente a la brillante bobina rosa que envuelve
su alta cola de caballo y ella se ríe—. No es tan malo como crees, de verdad.
Mm. La última vez que pisé El Ancla Oxidada, salí con seis astillas y salmonela por
la hamburguesa de pollo. Asumo que si una chica como Wren entrara en el Rusty
Anchor, entraría en combustión espontánea por los pecados que viven en su interior.
Tira su chicle a la basura, abre su chocolatina y se queda mirando mi herida.
—¿Qué hacías en el puerto? Estoy segura de que te vi en la boda anoche. ¿O es que
me tomé demasiadas limonadas?
—No, yo estaba allí. —Mis dedos vuelven a acercarse a mi colgante—. Pero fui a dar
un paseo de camino a casa.
—Cielos. Qué mala suerte. —Me dices—. Bueno, podría haber sido mucho peor.
Trabajar en El Ancla Oxidada significa que conozco a casi todos los heridos. —Su
garganta se tambalea—. Y a los que no lo lograron.
Mi propia garganta se seca más rápido que el Sahara después de una tormenta.
—¿Cuántos murieron?
—Tres. Hasta ahora, al menos.
Jesús.
—¿Qué demonios ha pasado, una tubería de gas reventada o algo así?
Mordiendo un trozo de chocolate, mastica pensativamente durante un momento.
—Ataque terrorista —murmura, todo caramelo y dientes.
—¿Qué?
—No tengo idea de quién lo hizo, sin embargo. Todo el mundo estaba siendo
bastante silencioso anoche.
Ahora, estoy empezando a pensar que estos medicamentos para el dolor me están
volviendo loco.
—¿Por qué querría alguien volar ese pequeño puerto?
—Porque los Visconti son los dueños. —Visconti. El nombre sale disparado de la
boca llena de chocolate de Wren y golpea mi pecho como una bala. Por supuesto que
los Visconti son los dueños del puto puerto—. Es demasiada coincidencia que Angelo
anuncie que vuelve a Devil's Dip, y luego el puerto explote el día de su boda.
Mis ojos se deslizan hacia los suyos.
—¿Angelo vuelve a mudarse?
—Por supuesto. Rory no dejará la Costa. —Ella suspira a través de otro bocado de
chocolate—. Pobre Rory. No parece que vaya a ir a su luna de miel después de todo.
A pesar de que el cóctel de agentes adormecedores me quita el dolor, el lento temor
que me llena el estómago es demasiado real. Si Angelo ha vuelto a la Costa, ¿qué
significa eso para sus hermanos?
—¿Por su cuenta?
—¿Qué quieres decir?
Nos quedamos mirando durante un instante, y una sonrisa de complicidad se dibuja
en sus labios rosados.
—Oh, ya veo.
—¿Ver qué?
Se hunde en su silla, y esa sonrisa se convierte en una mueca.
—Si le has echado el ojo a Rafe, será mejor que te pongas a la cola.
El calor sube a mis mejillas, haciendo que mi piel se estremezca.
—No estoy interesada en Raphael; sólo estaba haciendo una conversación educada...
—Oye, oye, oye, no soy nadie para juzgar. —Ella levanta las manos en señal de
rendición—. No lo llaman Príncipe Azul por nada.
Mi risa es amarga.
—Debo haber crecido viendo diferentes películas de Disney.
—Oh, déjalo. Rafe es encantador. —Su mano toca su pecho y la pequeña sonrisa que
adorna sus labios sugiere que su mente se ha ido a otra parte. En algún lugar donde
Raphael Visconti no sea un imbécil furioso, presumiblemente—. No es mi tipo, pero
puedo apreciar plenamente el atractivo. Es simplemente... un caballero. Ya sabes, el
tipo de hombre en las películas en blanco y negro que pone su chaqueta sobre un
charco de barro para que su cita no arruine sus zapatos. O, como, el tipo de hombre
que te envía una docena de rosas, simplemente porque es un miércoles.
No puedo evitarlo.
—¿En serio crees esa mierda?
Su risa tintineante flota en la habitación.
—Parece que has tenido una experiencia diferente.
Me muerdo el interior de la mejilla para no mencionar cosas como pollas en las
puertas y pistolas en los vasos.
Cuando el silencio se prolonga demasiado, Wren suelta otra carcajada y se quita las
botas de la cama.
—¡Caramba! La J es de jódete ¿tengo razón?
A pesar de sentir que todos los problemas del mundo me inmovilizan en esta cama,
no puedo evitar reírme.
Su mirada se dirige a la mía, brillante e inocente.
—Si te quedas por aquí un tiempo, deberías pasarte por El Ancla Oxidada alguna
vez. Ya sabes, cuando hayamos limpiado el desastre de la explosión y cuando no
parezcas Frankenstein. —Ella empuja el goteo IV con una uña rosada—. Rory y Tayce
pasan por allí todos los martes por la noche, y siempre hay sitio para una más en el
bar.
Su oferta es probablemente sólo de pasada, un gesto dulce de una chica dulce. No
debería hacerme arder el fondo de los ojos como lo hace. Tal vez sea porque la morfina
me hace emocionarme, o porque me siento culpable por hacerla pasar por la chica rara
que hace buenas acciones.
Me trago el nudo en la garganta y asiento con la cabeza.
—Me gustaría. Gracias por la chocolatina y, ya sabes —murmuro, con un nudo en
la garganta—, por ser tan amable.
Su risa flota en la habitación como una brisa de bienvenida en un día cálido.
—Amable es lo que hago. Nos vemos.
Y con eso, se va por el pasillo, llevándose su carrito. Al quedarme sola, infecto la
habitación estéril con un fuerte gemido. Parece que he salido de un incendio que he
provocado y me he metido en otro que no he provocado. ¿Cómo voy a seguir recto
cuando estoy rodeado de problemas?
Nunca esperaría este tipo de mierda en Devil's Dip. Es «era» el pueblo dormido de
la Costa. El que está a la sombra de las luces intermitentes, donde los residentes
pueden cerrar los ojos por la noche y no tener que preocuparse por quedar atrapados
en medio del caos de la Cosa Nostra.
Además, si mi suerte realmente está disminuyendo...
Me trago el nudo en la garganta. Doy una pequeña sacudida a mi cabeza en un
intento de librarme de ese pensamiento.
La suerte es creer que tienes suerte. Eso es lo que me dijo la mujer en el callejón
cuando me dio su collar. Esto te ayudará, pero no necesitas confiar en ello.
Con los párpados cerrados, me dejo llevar por la suavidad de la almohada bajo mi
cabeza durante unos instantes. Tengo suerte. La tengo. Aun así, no puedo evitar
considerar la posibilidad de vender el reloj de Raphael, pagar la desorbitada factura
médica que me ha abofeteado y luego tomar un autobús para cruzar la frontera con
Canadá.
Con los ojos aún cerrados, busco mi bolso en la mesilla de noche y me doy cuenta
de que no está ahí. Mierda. La última vez que recuerdo haberlo tenido, recordar algo,
en realidad, fue en el puerto. Gimiendo, lucho débilmente con la silla de ruedas
plegada junto a la cama y deslizo mis pesadas extremidades en ella. Voy a rodar por
el pasillo hasta el puesto de las enfermeras y pregunto.
Mientras me empujo hacia el pasillo, las paredes blancas y las puertas plateadas
pasan en una bruma fría y drogada. Un escalofrío me acaricia la espalda y me doy
cuenta de que sólo llevo una endeble bata de hospital, de las que se atan a la espalda.
No tengo sujetador y mi cuerpo está demasiado entumecido y lento para saber si llevo
bragas.
En el momento en que doblo la esquina, mi mirada se cruza con otra y mi corazón
se desploma por instinto.
Fríos y marrones como un montón de barro en una mañana de invierno, los ojos del
hombre recorren desde los dedos de mis pies llenos de barro hasta el vendaje de mi
cabeza, antes de fijarse en una fina línea de sospecha.
El silencio grita, pero el fantasma de su voz ronca grita aún más fuerte en mi cerebro.
¿Un oso caga en el bosque?
Es el hombre que estaba vigilando la parte superior de las escaleras del bar. Con los
latidos del corazón agitados, mi atención se dirige al grupo de trajes ajustados y rostros
agrios que merodean por el pasillo detrás de él. Los zapatos brillantes reflejan las luces
clínicas. Unas manos fornidas se enroscan alrededor de unos vasos de espuma de
poliestireno.
Y entonces una voz familiar de cachemira se filtra desde lo desconocido y envuelve
su suave mano alrededor de mis pulmones. Mis ruedas se detienen lentamente.
—Gracias, Sheriff. Nuestra familia agradece de verdad su ayuda en estos momentos
difíciles.
Un revuelto de papeles, luego pasos pesados que se hacen más fuertes.
—Cuando quiera, Sr. Visconti. Por favor, envíe a su hermano mis felicitaciones por
la boda.
—Sólo si le dices a tu madre que esas galletas de jengibre que envió me han
cambiado la vida.
Se oye una risa ronca y, a continuación, unos zapatos negros y un uniforme beige
salen de la puerta de la derecha. El sheriff mira por encima del hombro y sonríe.
—Se alegrará de saberlo. Cuídese, señor Visconti. Y si necesita algo, ya sabe que
siempre puede localizarme en mi celular personal.
Se pasea por el pasillo en otra dirección, tratando de meter a la fuerza un sobre
marrón muy grueso en el bolsillo de sus pantalones.
La molestia me punza en el pecho, porque, por supuesto, los Visconti tienen a la
policía bajo control.
Durante unos segundos, me debato entre volver a mi habitación o continuar con mi
misión de conseguir mi teléfono. La terquedad me hace decantarme por lo segundo.
Eso, y mi ardiente necesidad de llamar a mi línea directa y meditar sobre mis
pensamientos de mudarme a Canadá.
Miro fijamente el feo estampado geométrico de mi bata de hospital y sigo
empujando mi silla, pero a medida que me acerco más y más a pasar la puerta de la
derecha, el malestar se desliza bajo mi piel como placas tectónicas.
Me asomo a la habitación del hospital que está a mi derecha y dejo que mi mirada
se fije en el propio hombre.
El corazón me da un vuelco en el pecho.
Traje negro. Camisa blanca. Alfiler de cuello dorado. No sé por qué me molesto en
marcar sus rasgos distintivos en una lista mental, porque la silueta de Raphael Visconti
es inconfundible.
La habitación está más oscura que la mía, salvo por el solitario rayo de sol que corta
una línea diagonal sobre su perfil. La cama está bien hecha y hay montones de billetes
envueltos en cintas y apilados en la mesilla de noche. Más sobornos, sin duda.
Está desparramado en un sillón del rincón, apoyando los codos en las rodillas y
sometiendo las baldosas bajo sus Oxford a una mirada inexpresiva. Hace girar algo
entre sus dedos con un ritmo lento e hipnótico, y me bastan cuatro revoluciones para
darme cuenta de que es una ficha de póquer de oro.
Deshielo. Thawp. Thawp. El chip, los gemelos de diamante y su anillo de citrino me
guiñan el ojo.
Hasta que no lo hacen.
Cuando las manos de Raphael se aquietan y sus hombros se tensan, las partículas
de polvo que flotan en el interior del rayo de sol se estancan, como si contuvieran su
aliento en mi nombre. Las sombras se desplazan para acomodar los planos de su rostro
cuando levanta la cabeza y se encuentra con mi mirada.
Mi pulso se acelera violentamente; mis músculos adoloridos se preparan para el
impacto. Durante tres ruidosos latidos, estoy atrapada en su mirada.
Entonces, hace algo que no espero.
Se ríe.
Es suave. Oscuro. Tan suave como un beso en la clavícula y nada bueno podría salir
de un sonido así.
—¿Estás obsesionada conmigo, Penelope?
Su tono está amortiguado por la diversión, pero hay algo en sus bordes que me pone
de los nervios.
—Sí, exactamente por eso estoy en el hospital —respondo con sarcasmo.
Su mirada brilla con confusión, antes de volverse unos tonos más oscuros. Se abre
un camino perezoso por mi cuello. Mi respiración se detiene al crepitar sobre la fina
tela de la bata de hospital, y cuando se asienta como un pesado peso en mi regazo, el
calor en mi estómago hierve a fuego lento medio grado más. Es una irritación, nada
más. Porque, aunque estoy acostumbrada a que los hombres me miren el cuerpo con
mucho menos que esto, hay algo en la forma en que me mira 《clínicamente,
objetivamente》que hace que se me ponga la mandíbula rígida.
—Estabas allí. —Capto el resplandor de sus fosas nasales antes de que desaparezcan
detrás de sus nudillos. Cuando vuelve a hablar, parece que lo hace para sí mismo—.
Por supuesto que estabas allí.
—¿Qué, crees que he bombardeado el puerto, o algo así?
Sus ojos vuelven a encontrarse con los míos. Una actitud pensativa empaña la
diversión siempre presente detrás de ellos.
—O algo así.
Con un cóctel de frustración y fastidio ardiendo en mi interior, resoplo con
dificultad y dirijo mi atención a las duras luces fluorescentes que cubren el techo del
pasillo. Obviamente, él sabe que no tuve nada que ver con la explosión, no estaría
sentado junto a un montón de dinero para sobornos si así fuera, pero odio cómo la
sospecha en su tono, aunque sea falsa, refleja la mía.
Es patético, pero la idea de que he perdido mi suerte me da más miedo que cualquier
otra cosa en este mundo. Más miedo que las amenazas de los dueños de los casinos de
Atlantic City, y más miedo que el temor a que mi mayor pecado me alcance.
—¿Amuleto de la suerte?
Una voz salpicada de frío desprecio corta el silencio. Mis ojos bajan del techo para
encontrar a Raphael mirando mi collar con un apretado disgusto. No me había dado
cuenta de que estaba pasando el trébol de cuatro hojas por la cadena.
—No —miento. Luego enderezo mi columna vertebral y miento un poco más—. No
necesito un amuleto de la suerte. Tengo suficiente suerte.
Mi voz es ronca y suena patética, gracias a la desesperación que se entreteje en ella.
Es obvio que solo trato de convencerme a mí mismo.
—Eso dijiste. —Se pasa lentamente la lengua por el labio superior mientras señala
con la cabeza el vendaje de mi frente—. No me parece que tengas tanta suerte.
Me trago la cuña en la garganta.
—Tengo suerte de estar viva.
Su mirada se desliza hacia la mía, oscura y caliente.
—Por ahora.
El silencio se come el oxígeno entre nosotros. No puedo dejar de mirarlo. Su
amenaza fue sutil, elegante, entregada en un cojín de terciopelo sobre una bandeja de
plata. No tengo ninguna duda de que cumpliría esa amenaza apenas velada si le
provocaran. Entonces, ¿por qué carajo todos en esta Costa piensan que es un caballero?
¿Por qué es diferente del resto de su familia, de sus hermanos?
La mayoría de la gente tiene un coeficiente intelectual lo suficientemente grande
como para detectar un león con piel de cordero, seguramente.
Mi mandíbula se tensa al darme cuenta de la verdad. Es porque no actúa así con
otras personas.
De repente, todo encaja.
—Se trata de tu reloj —anuncio, con un silencioso regocijo zumbando en mis
doloridos huesos—. Por eso me odias tanto. Tu frágil ego masculino no puede soportar
que una mujer te supere.
No obtengo la reacción que espero. Sólo otra risa.
—Bonito, pero aun así, no.
Veo cómo el chip brilla con cada revolución, burlándose de mí. Cuando lo último
de mi autocontrol se disuelve, muevo la barbilla hacia el grupo de idiotas vestidos de
traje que merodean por el pasillo.
—¿Puedo elegir?
Lanza una ceja, aun haciendo girar su ficha.
—¿A cuál de tus lacayos le toca matarme, quiero decir? Porque será uno de ellos,
¿no? Sé que un caballero como tú nunca se arriesgaría a manchar de sangre su bonito
traje.
No me da más que una sonrisa cortés, y la oscuridad de sus ojos sugiere que su
mente está en otra parte. Las máquinas médicas suenan a través de las paredes blancas
y, en algún lugar del pasillo, una máquina de café estalla y chisporrotea.
Finalmente, se inclina hacia el camino del rayo de sol y la tranquila calma de sus
ojos verdes brilla bajo la luz.
—Se rumorea que estás buscando un trabajo en Devil's Dip.
Mi mirada se estrecha. Qué respuesta más inesperada. Sólo hay dos personas que
podrían haberle dicho eso: Rory o Nico. Descarto a Matt inmediatamente, porque
dudo que pudiera mantener una conversación con Raphael Visconti el tiempo
suficiente para decirle esto sin correrse en los pantalones.
—Sí, pero no contigo o con tu familia.
Una oscura diversión tira de sus labios.
—Imposible.
Me pican los ojos mientras me obligo a no ponerlos en blanco. Por mucho que su
petulancia me rechine, sé que tiene razón. Aunque los Visconti no sean los dueños
directos del negocio, seguro que de un modo u otro tendrán sus pegajosos dedos
mafiosos en el pastel.
—¿Me estás ofreciendo un trabajo, o algo así?
—O algo así.
¿Qué? El cambio de tono es suficiente para darme un latigazo. Entrecierro los ojos,
intentando averiguar a qué está jugando. Tal vez sea porque mi cerebro está dañado
por el golpe, pero no puedo distinguir si está bromeando o no.
—¿Por qué siento que estoy a punto de ser víctima de tráfico sexual?
Raphael deja escapar un pequeño suspiro.
—Me siento ofendido. Todos mis negocios son perfectamente legítimos; gracias.
Abro la boca y la vuelvo a cerrar, atrapando mi insulto tras los labios. Ahora mismo
estoy bastante mal, así que no voy a arruinar mi oportunidad de encontrar empleo si,
y es un gran si, esto no es una broma.
—¿Cuál es la trampa?
Ahora, algo en la mirada de Raphael parpadea a la vida.
—Pensé que nunca lo preguntarías. —Se pasa dos dedos por el labio inferior, pero
hace poco para ocultar su suave sonrisa—. Juega un juego conmigo.
A pesar de mis huesos adoloridos y mi corazón hastiado, la simple orden aviva las
brasas en la boca del estómago. ¿Un juego?
Antes de que pueda preguntar sobre las reglas y las apuestas, se levanta y cierra la
brecha entre nosotros en dos largas zancadas.
Los latidos de mi corazón se detienen. Está tan cerca que me envuelve por completo
su fría sombra. Tan cerca que la suave tela de sus pantalones casi me roza las rodillas
desnudas, recordándome lo fina que es esta estúpida bata de hospital y que no tengo
casi nada debajo.
Instintivamente, agarro las ruedas de mi silla, pero al tirar de ellas hacia atrás, no
me muevo. ¿Qué? Miro hacia el sur y encuentro la punta de un brillante zapato Oxford
presionando la base de la rueda.
Levanto la vista justo a tiempo para ver cómo Raphael se mete la mano en el bolsillo
y saca una baraja de cartas. Las sostiene justo por encima de mi línea de visión en un
puño grande y bronceado, con un chasquido del pulgar contra la base de la baraja, y
capto un destello de color en su manga.
¿Es eso...?
—Elige una carta.
La exigencia hace desaparecer toda sospecha de tinta oculta de mi cerebro.
—¿Qué?
Abanica la baraja.
—Elige una carta.
—Bueno, ¿qué carta? —Resoplé—. ¿A qué juego estamos jugando?
—No te va a gustar que te lo tenga que volver a pedir.
Su voz es como la mantequilla, pero a estas alturas ya sé que no debo dejarme
engañar por ella. Mis dientes delanteros capturan mi labio inferior y miro las cartas
como si hubieran hecho algo para cabrearme.
Piensa, Penny.
Bien, bueno. Hay una posibilidad entre cincuenta y dos de que elija la carta que él
quiere que elija. Y si elijo esa carta, no tengo ni idea de si es algo bueno o malo. Eso si
es que hay una carta que tiene en mente.
A la mierda.
Sin permitirme otro pensamiento, golpeo una carta a tres del extremo derecho de la
baraja. Raphael se pone rígido y luego, como si fuera a cámara lenta, la saca. Con un
chasquido de la muñeca, endereza el resto de la baraja y se la mete en el bolsillo.
Levanto la vista hacia su rostro y nuestras miradas chocan durante cinco largos e
insoportables segundos. Finalmente, aparta sus ojos de los míos y mira la carta.
Permanece inexpresivo, desinteresado.
Un tic de la mandíbula. Un aleteo de sus fosas nasales.
Entonces hace algo que me toma por sorpresa incluso más que su risa. Se inclina,
me agarra la garganta y me quita todo el aire de los pulmones como si fuera suyo.
Separo los labios para jadear, y cuando lo hago, algo rígido se desliza entre ellos.
El sabor ácido de la tinta en mi lengua. Bordes afilados y acartonados en mis labios.
Pero estoy demasiado distraída por el calor en el lóbulo de mi oreja y la áspera
mandíbula contra mi mejilla.
—El lunes, a las seis de la tarde en el muelle de pescadores —me susurra al oído. Su
pulgar roza el pulso que late en mi cuello, provocando un inoportuno escalofrío entre
mis muslos—. Trae tu currículum y no llegues tarde.
Una brisa fría me roza el pecho cuando vuelve a estar en toda su altura. Esquiva mi
silla y se aleja por el pasillo sin ni siquiera mirar atrás. Observo con incredulidad, con
el corazón golpeando mi caja pecho, cómo le sigue su convoy de trajes negros.
Cuando cesan los pasos pesados y se cierra una puerta, suelto un gemido ahogado.
Con las manos temblorosas, me quito el naipe de la boca y le miro fijamente.
Pasan unos segundos antes de permitirme una pequeña y temblorosa risa. Triunfo.
Zumba en mi sangre, arremolinándose con un cóctel de adrenalina y alivio.
El as de espadas.
La carta más afortunada de la baraja.
He vuelto, nena.
Nueve

L
unes por la tarde, hora dorada.
La imponente pared del acantilado de Devil’s Dip se cierne sobre mis hombros,
y frente a mí, el sol anaranjado se posa bajo en el horizonte, sus rayos atraviesan
el mar resplandeciente hasta tocarme la cara.
A pesar de que el tiempo helado me quema las orejas y me deja las pestañas
crujientes, me siento caliente por dentro y por fuera, porque hoy voy derecho. Esta vez
de verdad.
Pasé el fin de semana en el hospital atrapada bajo sábanas almidonadas sin otra
cosa que hacer que mirar al techo blanco y comerme las chocolatinas Hershey de Wren.
Eso me dio el espacio mental necesario para darme cuenta de que, cuando regresé a la
Devil’s Coast el jueves pasado, me había bajado del autobús con el pie izquierdo.
Cometer una última estafa antes de enderezarse es como si un adicto al crack dijera
que se va a dar una última calada antes de desintoxicarse. Me había preparado para
una salida en falso.
Una segunda oportunidad llegó en forma del As de Espadas y la estoy agarrando
con ambas manos. Incluso he clavado esa carta en la puerta del frigorífico y, cada vez
que voy a la cocina en busca de un tentempié, me acuerdo de lo afortunada que soy.
Por desgracia, también recuerdo el pulgar de Raphael Visconti rozando el pulso de
mi garganta.
Una ráfaga de viento me roza la nuca y me produce un escalofrío. Con los dedos
helados, saco el móvil del bolsillo y miro la hora en la pantalla.
5.55pm.
Un leve pánico me hace un nudo en el estómago. Mierda. Lo único que había dicho
Raphael era que llevara un currículum, que estuviera en el muelle de pescadores a las
seis de la tarde y que no llegara tarde. Bueno, no necesito consultar Google Maps por
enésima vez para saber que ahí es donde estoy; el hedor a pescado podrido y la sangre
que mancha los dos maltrechos muelles que sobresalen en el agua lo dejan bastante
claro. Pero no hay ningún bar o restaurante elegante a la vista, ni siquiera ningún tipo
de establecimiento en el que pueda trabajar. Para comprobarlo, giro lentamente en
círculo, observando los restos carbonizados del puerto principal a mi derecha, las
escarpadas paredes del acantilado a mis espaldas, y luego me detengo justo donde
empecé, mirando al Pacífico con confusión.
¿Me han engañado? Dios, ni una sola vez se me pasó por la cabeza ese pensamiento.
La molestia y la semilla de la humillación crecen en mi vientre, y murmuro una
maldición en voz baja.
Que se joda.
Odio depender de un hombre. Y de todos los hombres, ¿por qué elegí confiar en el
que tiene la sonrisa más parecida a la de un tiburón?
Lanzando un gélido suspiro, deslizo mi mirada hacia la única señal de vida: un
anciano que ata una oxidada barca de bahía al final de un embarcadero. Supongo que
no está de más preguntarle si tiene alguna idea de dónde debo estar. Mientras me
tambaleo sobre las resbaladizas rocas y camino hacia él sobre los tambaleantes listones,
me hago una nueva promesa. Si Raphael Visconti ha jugado conmigo, seguiré con mi
fugaz plan: cortar por lo sano, vender su reloj y largarme por la frontera con Canadá.
—¿Perdón? —Hago una pausa en busca de una respuesta. Nada. Me aclaro la
garganta y cierro los puños en las mangas—. Um, una pregunta al azar, pero ¿sabes si
hay un bar o algo por aquí que sea propiedad de Raphael Visconti? Estoy intentando...
—Has perdido el barco.
Su voz es ronca y apenas audible, gracias al viento abrasador.
—¿Perdón?
Sus hombros se desploman con fastidio y su cuerda se afloja.
—Has perdido el barco —vuelve a gruñir.
Frunzo el ceño al ver la parte trasera de su gabardina amarilla. ¿Qué quiere decir
con que he perdido el barco? ¿Como que no he llegado lo suficientemente pronto para
el gusto de Raphael y que me ha arrebatado la oportunidad de trabajo?
—No lo entiendo.
Otro gruñido. Esta vez, mueve la cabeza hacia la izquierda.
—El barco del personal salió hace cinco minutos.
Oh. Quiere decir literalmente, no metafóricamente. Pero, ¿barco de personal? Sigo
su mirada, y cuando descubro lo que está mirando, estoy aún más confundida.
Un yate. Uno grande, blanco y brillante, de los que se ven en los vídeos de rap y en
los documentales sobre la gente rica que vive en el sur de Francia. Es apenas una
mancha en el horizonte azul, e imposible de divisar desde tierra firme, gracias a la
forma en que el acantilado sobresale a la izquierda. Pero desde el extremo del muelle,
puedo verlo en toda su hortera y desconcertante gloria.
Poco a poco, me doy cuenta de que nunca pregunté qué trabajo tenía Raphael para
mí. Como estaba en Devil's Dip, había asumido tontamente que sería una especie de
humilde trabajo de servicio, pero ahora que estoy mirando un megayate que se
balancea sobre el Pacífico, no estoy tan seguro.
¿Soy un estofado de barco?
—¿Cómo coño voy a saberlo?
Parpadeo y miro al pescador. No me había dado cuenta de que lo había dicho en
voz alta. Sacudiendo la cabeza, vuelvo a mirar la pantalla de mi celular y me asusto.
—¿Hay alguna posibilidad de que me lleves hasta él?
El hombre se queda quieto. Gira la cabeza como un puto búho. Pasa los ojos por
encima de mis mallas y mi vestido y me mira. Está claro que le gusta lo que ve, porque
arquea una ceja tupida y pregunta:
—¿Qué obtengo a cambio?
Abro la boca, pero la vuelvo a cerrar, reprimiendo la réplica sarcástica en mi lengua.
No. Me han dado una segunda oportunidad para convertirme en una persona buena
y normal, y eso también significa deshacerme de mi boca de sabelotodo. Así que, en
lugar de decir que no te voy a echar al agua y rezar para que se te olvide nadar, me
fuerzo a sonreír y a batir las pestañas.
—Tienes el placer de ayudar a una mujer bonita en un aprieto. —Aprieto los dedos
y añado—. ¿Bonita, por favor? ¿Con una gran, gorda y jugosa cereza encima?
Su mirada sostiene la mía durante un tiempo antes de ponerse en pie, un
movimiento que hace crujir los huesos.
—Muy bien, sube.
Hombres. Por una vez, me alegro de que sean todos iguales.
Me agarra bruscamente por el antebrazo para sujetarme mientras subo a la
embarcación. Me deslizo sobre un banco frío y húmedo mientras él nos desprende del
muelle y se pone a jugar con la consola. Unos instantes después, el motor tartamudea
bajo mi trasero y estamos patinando sobre las agitadas olas. Una mezcla de agua
helada y viento me asalta la cara y el cabello, y aprieto los ojos y me enrosco el bolso
en el regazo en un intento de mantenerlo seco.
Pero es infructuoso; para cuando el ronroneo del motor se reduce a un perezoso
traqueteo, estoy empapada. Los cabellos se me pegan a la nuca y estoy segura de que
hasta mis putas bragas están mojadas. Ah, y otro vistazo al celular me dice que llego
diez minutos tarde.
No es un gran comienzo, Penny.
El barco se acerca a una cubierta de baño en la parte trasera del yate, y el pescador
se toma su dulce tiempo para subirme a la cornisa de su barco para que pueda alcanzar
la escalera. Cuando sus huesudos dedos se acercan demasiado a mis caderas, le grito
un desagradable:
—Vete a la mierda. —Su respuesta es igual de anticristiana y, antes de que pueda
pasar el primer peldaño de la escalera, pone el motor en marcha y se marcha en
dirección al muelle.
Imbécil.
Aferrada a la resbaladiza escalera, con el bolso colgado del hombro, utilizo toda la
fuerza de mis enclenques brazos para subir otro peldaño. Ahora puedo ver por encima
del borde de la plataforma de desembarco, y mis ojos se posan en un par de pies negros
y ajustados. Subo más la mirada y veo unas piernas largas y delgadas, una falda
ridículamente corta y una boca roja envuelta en un cigarrillo.
Unos ojos, familiares y felinos, se acercan a los míos. Es Anna, la chica con la que
Matt está obsesionado. Da una lenta y última calada, antes de pasar la colilla manchada
de carmín por delante de mí oreja y caer en el mar embravecido que hay detrás de mí.
—Llegas tarde —dice con frialdad, antes de girar sobre sus tacones y atravesar un
par de puertas dobles.
Bueno, entonces. Supongo que todavía está amargada porque interrumpí su
conversación con Raphael.
Resoplando otra palabrota, me arrastro hasta la cubierta y me pongo en pie.
Considero la posibilidad de seguir a Anna a través de las puertas dobles, pero el charco
de agua salada que tengo a mis pies me sugiere que sólo me meteré en más problemas.
En lugar de eso, deambulo sin rumbo por la cubierta lateral, mirando por los ojos de
buey, buscando a alguien, cualquiera, que pueda darme la más mínima idea de por
qué coño estoy en un yate en pleno diciembre.
Encuentro a una chica más abajo en la cubierta, bañándose en el resplandor de la
luz de seguridad.
También está vomitando sobre la barandilla.
Cuando me acerco, mira de reojo y se limpia la boca con un fajo de pañuelos de
papel que tiene en la mano.
—Por favor, no me digas que eres Penny.
Miro el lodo verde que se desliza por la curva del barco.
—¿Es un mal momento?
Resopla con una risa seca y abre una botella de agua, que se termina de cinco tragos.
—Lo siento, muñeca. Soy Laurie, la mano derecha de Raphael. Te daría la mano,
pero creo que el movimiento me hará enfermar de nuevo. ¿Tienes tu currículum?
Lo saco de mi bolso. Laurie es hermosa, incluso cuando vomita su almuerzo. Es una
chica negra con ojos marrones, largas pestañas y la cola de caballo más elegante que
he visto nunca. Parece un poco mayor que yo, pero definitivamente no tiene más de
veinte años.
—Sobreviviré sin un apretón de manos —digo, divertido. Miro su mano casada con
la barandilla—. ¿Estás bien?
—Claro que no; estamos a media milla de tierra firme y no sé nadar —murmura,
alejándose del mar y agarrándose el estómago—. Pero me acostumbraré. Tengo que
hacerlo, porque gracias a la explosión en el puerto, estaremos trabajando en este
maldito yate en el futuro inmediato.
Mi mirada se desliza por el horizonte, observando cómo los últimos rayos del sol se
sumergen tras el horizonte gris tormenta, enfriando la paleta de colores del cielo.
—¿Lo haremos?
—Vamos, te pondré al día.
Sigo el tambaleante camino que corta a lo largo de la cubierta lateral y me detengo
en el claro abierto en la parte delantera del barco, donde ambas cubiertas laterales se
unen en un punto. Sin duda hay una palabra más elegante para ello, pero el único
barco que he pisado es un ferry.
El viento se siente más agudo aquí arriba, azotando implacablemente mi cabello
mojado y enfriando mis huesos. Laurie corta su aullido con un sordo golpe de manos.
—Así que Coastal Events...
—¿Qué es Coastal Events?—Interrumpo.
Su mirada se desvía.
—¿En serio? ¿Cómo demonios has conseguido este trabajo? —Sacude la cabeza,
como si no pudiera joderse al escuchar mi respuesta—. Coastal Events es la rama de
Devil’s Coast de la agencia de eventos de Raphael. La otra rama es Vegas Events, y
bueno, ya te puedes imaginar dónde está basada. De todos modos, en Coastal,
suministramos personal y entretenimiento para la mayoría de las fiestas de los Visconti
en toda la costa. Noches de póker en Hollow, fiestas de cumpleaños en Cove, bodas en
Dip... ya te haces una idea. —Se gira lentamente para mirar hacia el mar, y de repente
me doy cuenta de que la reconozco de la boda.
Era la mujer con el portapapeles y el auricular que ladraba al personal de servicio
por no moverse lo suficientemente rápido. Su dedo tembloroso se levanta hacia la
orilla. Lo sigo hasta la escarpada pared del acantilado, velada por un fino manto de
humo que se eleva desde el puerto que hay debajo. A mitad de camino, hay un agujero
del tamaño de un cráter, con los bordes carbonizados por el humo.
—Rafe quería crear un lugar más permanente en su territorio, y se suponía que era
eso. Acababan de colocar todos los cristales cuando ocurrió la explosión. Al parecer,
causó muchos daños estructurales y debilitó los cimientos, así que va a llevar años
reconstruirlo. —Los dos miramos el enorme agujero durante unos instantes. Hace que
el acantilado parezca gritar de agonía—. Así que, sí, el yate es la solución temporal.
—Dios, ¿quién es tan rico como para tener un yate a mano para usarlo como bar
temporal?
Se ríe.
—Rafe tiene dos.
Sacudo la cabeza con incredulidad. No puedo evitar pensar que debería haberle
estafado por mucho más que un Breitling cuando tuve la oportunidad. Pero no, ésa no
es la mentalidad de una chica que se ha enderezado.
—¿Penny? —Me giro para ver a Laurie mirando el charco alrededor de mis pies—.
¿Has nadado hasta aquí?
—El viaje fue un poco agitado —murmuro, escurriendo el dobladillo de mi chaqueta
de piel sintética. Las gruesas gotas de agua salpican la cubierta—. ¿Hay algún lugar
donde pueda secarme?
—Claro, hay todo un vestuario para las chicas a bordo. —Al captar mi ceja
levantada, añade:
—Sí, el yate es enorme. Te traeré un uniforme, te pondrás presentable y luego te
daré un tour.
Vuelve a bajar la cubierta lateral y desaparece por una puerta. La sigo y me
encuentro en un pequeño lavadero. Se da la vuelta y señala con un dedo mis Doc
Martens.
—Nada de zapatos en la cubierta —ladra—. Quítatelos. Y el abrigo también. Lo
secaré durante tu turno. —Me quito las botas, me quito el abrigo de los hombros y se
lo doy. Coloca las botas en un estante bajo el mostrador y mete mi chaqueta en una de
las secadoras. La secadora se pone en marcha y, durante unos segundos, ella mira
cómo gira el tambor antes de agarrarse el estómago—. Tengo que irme —gruñe, me
empuja y vuelve a salir a la cubierta—. El uniforme está en el mostrador, el vestuario
está en la primera puerta de la...
Sus instrucciones se ven interrumpidas por un gorjeo, y luego su cabeza se hunde
entre los omóplatos mientras da de comer a los peces en el agua de abajo.
Pues bien. Sintiendo cómo se me revuelve el estómago al oír los gemidos guturales
de Laurie, recorro la hilera de bolsas del mostrador, encuentro una etiquetada con mi
talla y me deslizo por la puerta interior hasta llegar a un estrecho pasillo. La alfombra
de felpa color crema se comprime bajo los pies; una pared de caoba brillante roza mi
hombro mojado. Dios, si los cuartos de servicio son tan elegantes, no puedo
imaginarme lo lujoso que es el resto del yate.
A mitad del pasillo, me detengo entre puertas opuestas. El almuerzo de Laurie
decidió hacer acto de presencia antes de que pudiera decirme si el vestuario estaba a
la derecha o a la izquierda, así que supongo que tengo que adivinar. Me decido por la
derecha, girando el pomo dorado y cruzando el umbral. Mis pies, vestidos con mallas,
pasan de la suave moqueta de color crema al pulido suelo de madera.
Parpadeo bajo el resplandor amarillo de los focos empotrados, e inmediatamente el
peso de una decisión equivocada me oprime el pecho.
Doce pares de ojos se posan en mí, pero sólo hay uno que tiene el poder de
extenderse por la mesa de la sala de juntas y calentar mi piel helada.
Su mirada, verde e indiferente, comienza en los dedos de mis pies, roza el dobladillo
de mi vestido mojado y luego se endurece en el trébol de cuatro hojas que tengo en el
cuello. Como si el encuentro con mis ojos fuera un favor a regañadientes a un amigo,
desliza el bolígrafo que sostiene entre los dientes y finalmente arrastra sus ojos hacia
los míos.
—¿Sí?
Una simple palabra, pero que viniendo de los labios de Raphael Visconti, se siente
como una gota de condensación que se desliza por el lado de un vaso helado.
¿Qué demonios está haciendo aquí? De todos los establecimientos que tiene este
hombre, ¿por qué tiene que estar en este? Pero ahora me siento como un idiota. Tiene
todo el derecho a estar aquí; después de todo, es su puto yate. La culpa es mía por
suponer que no estaría y venir sin estar preparada para ser asaltada por esa mirada
fija.
Un malestar caliente sube a la superficie de mi piel. No es porque haya irrumpido
en una reunión descalza y empapada. Ni siquiera porque parezca una reunión seria, a
juzgar por el mar de rostros solemnes y trajes elegantes.
No, es porque la presencia de Raphael es eléctrica. Incluso cuando está quieto y en
silencio, se derrama desde la cabecera de la mesa de juntas y crepita entre las cuatro
paredes revestidas de caoba. Una fuerza invisible, no dudo que sentiría su estática
incluso si me acurrucara en el rincón más oscuro.
No puedo quitarle los ojos de encima; supongo que está acostumbrado a ello. Su
aspecto, como siempre, es tan nítido como su tono. Recién bañado, recién afeitado. La
piel bronceada se extiende sobre unos pómulos altos y una mirada perezosa que me
hace arder la sangre. Su traje es emblemático, chaqueta negra, camisa blanca, alfiler de
cuello dorado, y lo lleva como una armadura.
Enfoca una ceja.
Sacudo la cabeza.
—Habitación equivocada —murmuro, dando un paso atrás y golpeándome la
cabeza contra la puerta. El impacto no ha sido muy fuerte, pero el eco del golpe en el
silencio me hace estremecerme y alguien en la habitación respira bruscamente.
La expresión apática de Raphael no se rompe.
—¿Estás perdida?
—No. —Sí. Levanto la bolsa con mi uniforme—. Sólo estoy buscando un lugar para
cambiarme.
Sólo un hombre con verdadero poder puede dejar que el silencio se prolongue tanto
como él. Seis gotas de agua gotean del dobladillo de mi vestido y caen sobre las tablas
de madera del suelo antes de que él se saque el bolígrafo de la boca y lo utilice para
señalar una puerta por encima de su hombro.
Once pares de ojos me persiguen mientras atravieso la sala de juntas hacia la puerta
del lado opuesto. Ninguno de ellos pertenece a Raphael; está demasiado ocupado
escribiendo algo en un cuaderno encuadernado en cuero y fingiendo que no existo.
Pero cuando paso, veo que su mirada se posa en mis pies mientras un músculo titila
en su mandíbula.
Me deslizo por la puerta y la cierro con un clic. Dentro, apoyo la espalda contra la
fría madera con la intención de esperar a que los latidos de mi corazón se ralenticen.
No tiene la oportunidad de hacerlo, porque sólo unos segundos después, la voz
profunda y sedosa de Raphael flota a través de la grieta.
—Mis disculpas por la interrupción, caballero. Clive, por favor, continúe.
Otra voz, esta vez vieja y ruda.
—Por supuesto, señor. Como decía, el principal reto al que nos enfrentamos el
pasado trimestre fue el espectacular aumento de los costes de los insumos.
Respondimos con acciones de fijación de precios, logrando un crecimiento de los
precios subyacentes del cuatro coma nueve por ciento, que, estoy seguro de que estará
de acuerdo, es bastante impresionante teniendo en cuenta el clima actual.
Hay un murmullo de risas incómodas. No me cabe duda de que ninguna proviene
de Raphael, y mi sospecha se confirma cuando oigo que su voz se endurece.
—No estaba preguntando por el último trimestre, Clive. Te preguntaba por tus
perspectivas para el próximo.
Un revoltijo de papeles se extiende a través del pesado silencio. Alguien se aclara la
garganta.
—S-sí, por supuesto, señor. Um, Phillip, ¿te gustaría hacerte cargo? Creo que estás
mejor situado para esto...
Las excusas dolorosas y los números sacados de la nada entran por uno de mis oídos
y salen por el otro; lo único que perdura en el espacio entre ellos es la calma satinada
del tono de Raphael. Suena tan normal. Tan... serio. Me pregunto si los hombres del
otro lado también pueden ver la verdad, o si creen que es el perfecto caballero como
lo hace todo el mundo en esta maldita Costa.
Me pregunto si saben que llevó una pistola a la boda de su hermano. Me pregunto
si, mientras está sentado allí, reclinado en su gran sillón de cuero hablando de
negocios, esa pistola está metida en la cintura de sus pantalones a medida.
Por alguna razón, el pensamiento vibra en mi interior de la manera más
inapropiada.
Aprieto los ojos para librarme de ella y, cuando los vuelvo a abrir, entrecierro los
ojos en la habitación oscura en busca de un interruptor de luz.
Mis dedos encuentran uno a pocos centímetros de mi cabeza, y cuando lo acciono,
unas suaves luces amarillas inundan el espacio y lo que veo me llena de confusión.
Hay un tocador de mármol negro con dos lavabos tallados en él. Una gran ducha
abraza la esquina y, en el centro, hay una bañera independiente, del tipo en el que
imagino que se bañaría alguien como María Antonieta.
Estoy en un baño, no en un vestuario. Un baño privado.
Me meto en el centro, atravesando el aire húmedo, cargado con el olor familiar del
cedro.
La alcachofa de la ducha que está detrás de mí gotea. Mientras miro mi reflejo
distorsionado en el espejo empañado, mi corazón se ralentiza y una ligera lujuria se
extiende entre mis muslos. No solo es un baño privado, sino que pertenece a Raphael
Visconti, y acaba de ducharse aquí.
Dios. La idea no debería hacerme la boca agua como lo hace. No debería provocar
un escalofrío en mí y apretar mis pezones bajo mi vestido mojado. Aunque el hombre
me invitó a entrar, me parece peligroso estar aquí. Demasiado íntimo. Como si me
hubiera deslizado tras las líneas enemigas y tuviera un acceso sin precedentes a lo que
ocurre detrás.
Y, por supuesto, significa que no puedo dejar de imaginar cómo se ve desnudo.
Como en un trance, deslizo los dedos por la condensación de la superficie del
tocador de mármol. Hago una bola con la esquina de una toalla húmeda en el puño.
Cojo frascos de aspecto caro y ojeo las etiquetas francesas que llevan, aunque debo
admitir que el libro Francés para Dummies que leí hace unos meses no me ayuda a
descifrarlos. Todo está ordenado y en su sitio, nada que ver con el baño de mi casa. Es
probable que todavía haya una toalla húmeda en el suelo de mi baño en Atlantic City.
Cuando encuentro su aftershave, me lo llevo a la nariz y doy una larga y profunda
calada a la boquilla. El aroma me marea, me afecta como un trago de licor en un
estómago vacío. Resoplo con incredulidad, regañándome mentalmente por ser tan
jodidamente patética.
Es sólo un hombre, por el amor de Dios. Ni siquiera uno que me guste. Además,
todos los hombres usan aftershave y la mayoría de ellos, salvo algunas marcas de
mierda que venden en la tienda de dólar, huelen bastante bien. Atraer a las mujeres
es, literalmente, para lo que están diseñados, y es seguro decir que no soy inmune a
eso.
Me alejo del mostrador, aunque sólo sea para despejar la cabeza.
Bien, tengo que dejar de examinar el baño de Raphael como si fuera la escena de un
crimen y prepararme.
Me quito el vestido mojado y lo meto en el lavabo. Gracias a Dios este trabajo tiene
uniforme, porque es el único vestido elegante que tengo.
Paso mis medias por el secador de cabello, ahogando momentáneamente la aburrida
charla de negocios que se filtra por la puerta, y luego saco mi nuevo uniforme de la
bolsa y me lo pongo.
Es otro vestido. Uno corto y negro, con detalle envolvente bajo el busto. Signora
Fortuna está bordada en seda plateada en el pecho, y sólo puedo suponer que es el
nombre del yate.
Es un vestido bonito y se siente caro en mi piel. Sin embargo, al mirarme en el espejo,
me doy cuenta de que mi cabello y mi maquillaje están demasiado descuidados para
complementarlo. Va a ser casi imposible salvar mi cabello sin un buen lavado y secado,
así que me conformo con un rápido chorro de secador y luego lo recojo en una coleta
alta. Después de limpiar el rímel que se desliza por mis mejillas, saco mi bolsa de
maquillaje y añado un lápiz de labios rojo y un par de aros plateados que había
olvidado que tenía.
Doy un paso atrás y admiro el trabajo de bricolaje. Un placer familiar recorre mi
espina dorsal; siempre he disfrutado del proceso de vestirme. Supongo que es porque
siempre fue una parte importante de mi ritual nocturno. Me quitaba los rulos del
cabello, me quitaba la bata y me ponía mi nuevo vestido robado. Luego me pintaba los
labios y me rociaba con perfume antes de salir de mi apartamento de mierda y
dirigirme a un casino brillante con la intención de golpear a los hombres en sus
bolsillos.
Suspiro. Qué tiempos aquellos.
Después de besar un pañuelo de papel para eliminar el exceso de pintalabios, me
detengo antes de tirarlo a la basura. Algo travieso se enciende en mí y, en lugar de eso,
lo dejo descansando sobre el tocador. No sé por qué lo hago, pero sé que no lo quitaré.
En Psicología Criminal para Dummies, hay un capítulo entero sobre cómo muchos
asesinos en serie, como Jack el Destripador y el Asesino del Zodiaco, dejaban cartas de
visita en sus escenas del crimen para burlarse de la policía. Bueno, a pesar de que me
ha dado un trabajo, no puedo resistir las ganas de cabrear a Raphael, aunque sea un
poco. Es inofensivo, sólo una huella de un beso rojo en un pañuelo, pero la idea de que
entre aquí, lo vea entre sus cosas perfectas y frunza el ceño me produce una oleada de
estúpida y tonta petulancia.
Persigo el subidón mirando a mi alrededor en busca de algo más con lo que
entrometerme. Mis ojos se fijan en el vaho del espejo y, con silencioso regocijo, arrastro
el dedo por él.
Todavía sonriendo para mis adentros, meto mi ropa mojada en la bolsa y me dirijo
a la puerta. Cuando mis dedos rozan el pomo de la puerta, la voz baja y lenta de
Raphael flota entre las rendijas y me toca el pecho.
Trago grueso, sin estar dispuesta a abandonar la húmeda habitación y el
embriagador olor a hombre que perdura en ella.
Mi mirada se dirige al frasco de aftershave que hay sobre la encimera. Sin pensarlo,
me lo llevo al cuello y rocío su fresco contenido a lo largo de mi garganta. En las
muñecas. Detrás de las orejas. Chisporrotea contra mi cálida piel, haciéndome sentir
sin aliento.
No sé por qué quiero llevar un recuerdo de este hombre conmigo toda la noche. Tal
vez, al igual que la huella del beso y la obra de arte en el espejo, es sólo una manera
mezquina de superarlo sin romper mi promesa de mantener la cabeza baja y ser buena.
Es otra silenciosa muesca de triunfo en mi cinturón.
O quizás el golpe en la cabeza me ha provocado una conmoción cerebral retardada.
Me meto mis pertenencias bajo el brazo, me pongo firme y entro de nuevo en la sala
de juntas. Manteniendo la vista fija en el brillante suelo y aferrándome a la pared, paso
por delante de la mesa de trajes y no escucho al tipo que habla de las expectativas de
los accionistas y las pérdidas de beneficios.
Una mirada arde en mi nuca y sé que sólo puede pertenecer a un hombre. Al llegar
a la puerta, interrumpe el monólogo del traje sin siquiera disculparse.
—Penelope.
Mi nombre completo se desliza por la mesa y me roza la espalda. Me hace
estremecer. No solo porque la única persona que me llamó por mi nombre completo
fue mi padre, a menudo en un tono quejumbroso y desesperado cuando quería que
fuera a la licorería para robarle otra botella de Jim Beam, sino porque me recuerda al
aliento caliente de Sambuca y a las sedosas amenazas y a las suaves yemas de los dedos
que rozan mi palma.
Por alguna patética razón, no me atrevo a darme la vuelta, así que miro las vetas de
la puerta de madera.
—¿Sí?
El clic de un bolígrafo. El gemido de una silla de cuero reclinada.
—Mi oficina, diez minutos antes del comienzo del servicio.
Por favor. La ausencia de la palabra resuena en la cámara hueca de mi caja torácica
y forma un nudo de irritación. No puedo evitar pensar que debería haber escupido en
su elegante champú francés.
Pero, con el espíritu de las segundas oportunidades y de ir de frente, me limito a
cuadrar los hombros y a forzar un movimiento de cabeza.
—Sí, señor.
Mientras salgo al pasillo, miro por encima del hombro a través del estrecho hueco
de la puerta. Una mella en su frente perfecta, un tic en su mandíbula cuadrada. Una
chispa en su mirada negra cuando acaricia la parte posterior de mis muslos.
Otra ruptura en su fachada y otra muesca de victoria en mi cinturón.
Diez

E
l tema de los suelos de alfombra color crema y las paredes de rica caoba continúa
en todo el yate, y entre ellos, la riqueza obscena prospera como bacterias en una
placa de Petri. En el salón predominan los sofás italianos con mantas de
cachemira. El aroma a tabaco y secretos flota en la sala de puros, hábilmente oculta
tras una falsa estantería en la biblioteca. El propio bar, con sus superficies de mármol
y sus taburetes de cuero leonado, podría confundirse con el vestíbulo de cualquier
hotel de cinco estrellas, si no fuera por el vapor que sale del jacuzzi al otro lado de las
puertas correderas francesas.
Debajo de la cubierta, una red de pasillos estrechos y habitaciones de formas
extrañas conforman las dependencias del personal, y en su centro late una reluciente
cocina con suficiente espacio de despensa y hornillos para alimentar a un pequeño
país.
Laurie me dice que hay dos tipos de personal: la tripulación de servicio y la
tripulación fantasma. Nosotros somos el servicio, que se encarga de que todo el que
sube a bordo se lo pase bien, mientras que la tripulación fantasma se encarga de que
el yate funcione bien. Son el capitán, los ingenieros y los marineros, y todos viven a
bordo y, aparte del capitán, muy por debajo de la cubierta.
—Bastante impresionante, ¿eh? —pregunta Laurie, abriendo de golpe una puerta y
derramando luz sobre lo que parece ser otra terraza. Salimos al exterior. La noche es
oscura y gélida y la costa no es más que una sombra de tinta salpicada de luces
parpadeantes.
La verdad es que no me parece tan impresionante. De hecho, me parece bastante
asqueroso que, durante más de siete octavas partes del año, este barco probablemente
esté desocupado en algún puerto europeo de lujo, mientras que hay millones de
personas que ni siquiera pueden asegurarse un techo normal sobre su cabeza. Lo peor
es que este imbécil aparentemente tiene dos de estas cosas.
Pero me muerdo la lengua y logro asentir.
—Sí, impresionante.
Sigo a Laurie mientras esquiva mesas y lámparas de calor y se dirige hacia una
escalera en las sombras. Suelto un pequeño gruñido, porque ¿cómo coño hay otra
cubierta por encima de nosotros? Subimos las escaleras hasta otro patio, y Laurie saca
una llave de su bolsillo para abrir las puertas correderas que llevan al interior.
—Última parada, lo prometo —dice, frotándose el dorso de la mano sobre la boca—
. Gracias a Dios, porque mi estómago no puede soportar todo este paseo.
La calidez y el bajo jazz rozan mi cara cuando entramos. Mientras observo la
habitación, me invade una sensación de nostalgia y familiaridad no deseada.
Sillas de asiento profundo flanqueando mesas de terciopelo verde. Cuadros negros
y rojos y el sensual ronroneo de una ruleta que gira.
—Hay un casino a bordo —digo con rotundidad, mis ojos se dirigen a la barra de
media luna y al hombre que limpia vasos detrás de ella.
—Por supuesto que sí; es Raphael Visconti —responde Laurie en un tono
contundente destinado a aplastar cualquier otra pregunta—. Vamos a trabajar aquí
esta noche.
Mi mirada se desliza hacia ella, amplia y salpicada de ligero pánico.
—¿En el casino?
—No, en los lavabos de la esquina —dice ella—. ¡Claro que en el casino! Te voy a
poner detrás de la barra porque acabo de mirar tu currículum y definitivamente eres
la que tiene más experiencia. —Confundiendo mi expresión con nerviosismo, añade:
—No te preocupes. Esta noche sólo habrá amigos y familia, así que tómatelo como
una prueba. La verdadera noche de estreno no es hasta el año nuevo, así que tienes
mucho tiempo para aprender el funcionamiento. Vamos, déjame presentarte a
Freddie.
Converso con el camarero, preguntando y respondiendo a preguntas mundanas que
salen de mi boca y pasan por encima de mi cabeza. No puedo concentrarme en las
bromas, porque no puedo deshacerme de la ominosa sensación de temor que se cierne
sobre mí.
Mi nuevo comienzo está tomando la misma forma de la vida que dejé atrás y no me
gusta su aspecto. Pronto, esta habitación se llenará de relojes de gran tamaño y carteras
abarrotadas, y la tentación, en toda su gloria caliente y picante, goteará de las paredes
como si fuera condensación. Como parte del proceso de enderezamiento, juré no
volver a pisar un casino. No porque no quiera 《Dios mío, sí quiero》 sino porque el
impulso de ser mala es demasiado grande.
Me trago el nudo que se me ha hecho en la garganta. Obligo a sonreír cuando
Freddie hace alguna broma de mierda sobre que los Visconti se están bebiendo el bar.
Cuando la charla se acaba, Laurie comprueba su reloj y me lleva a los vestuarios ,la
primera puerta de la izquierda, para prepararme para el turno.
Al entrar, los perfumes caros y las risas flotan sobre la parte superior de las casilleros
de madera. Doblo la esquina y me encuentro con un grupo de chicas apoyadas en una
fila de lavabos de mármol. Reconozco a algunas de ellas, incluida Anna, de la boda, y
a otras de los veranos que pasaron en la playa de Cove.
—¿De qué estamos cotilleando, señoras? —Laurie se desgañita, deslizando mi bolsa
del hombro y metiéndola en una taquilla con mi nombre estampado en la parte
delantera. Qué elegante—. Y no digas «nada», porque la cara de Katie está roja como
un tomate.
Cierro los ojos con una bonita rubia y sonrío. Laurie tiene razón: está muy sonrojada.
Otra rubia se aparta del lavabo, saltando mientras se coloca unas mallas sobre su
diminuta cintura.
—Estamos teniendo un debate.
La diversión se apodera de los labios de Laurie.
—Por favor, cuéntalo.
—No nos ponemos de acuerdo sobre el tipo de chica que le gusta a Raphael. Katie
y yo creemos que le gustan las rubias, pero Anna cree que sólo le gustan las morenas.
Pronuncia Anna como Uh-Nah, y sólo por eso, dejo de sentirme un poco culpable
por interrumpir su charla con Raphael.
Anna se inclina sobre el fregadero, volviendo a aplicar su lápiz de labios rojo sangre
en el espejo.
—No creo; lo sé. Mi amiga ha trabajado como shot girl en uno de sus casinos de Las
Vegas durante más de un año y dice que siempre tiene una morena del brazo.
—Bueno, una cosa es segura. A él le gustan las chicas que tienen al menos medio
cerebro, así que eso las descarta a todas —murmura Laurie. Pasa un rato y luego se
dobla, apretando los dientes—. Genial, vuelvo al baño. Nos vemos en el salón para la
reunión de inicio de servicio en quince minutos. —Unos pasos apresurados resuenan
en las baldosas y una puerta se cierra a lo lejos.
—Pobre Laurie —dice Katie, antes de volver a prestar atención a Anna—. De todos
modos, parece que sólo tienes un mal caso de pensamiento ilusorio.
—Es una ilusión —responde Anna con demasiada rapidez. —Le tengo echado el
ojo, así que si le gustan las morenas, las rubias o —su mirada se desliza hacia la mía
en el espejo con una chispa de disgusto—, incluso las pelirrojas, será mejor que te
apartes, porque estoy reclamando mi derecho ahora mismo.
Unas suaves carcajadas se extienden entre las chicas. Me arden las mejillas y se me
mueve la lengua con una desagradable palmada. Recordando el As de Espadas pegado
en la puerta de la nevera, me ocupo de sacar mi bolsa de maquillaje de el casillero y
rebuscar en ella mi polvera. Las chicas amables se toman los cumplidos por la espalda
con un grano de sal, o se quejan de ello a sus amigos más tarde. No empiezan a tirarse
de los cabellos.
—Creo que también te ha echado el ojo —admite la otra rubia, rociándose con
suficiente perfume como para hacer saltar la alarma de incendios—. No es que
importe, porque esos rumores son definitivamente ciertos.
—¿Qué, que nunca tiene una cita con la misma chica dos veces? —dice otra chica,
que aparece por la esquina sólo en sujetador y bragas—. Estoy de acuerdo. Será soltero
hasta los ochenta años.
—Y aun así, todas querremos follar con él.
Las risas femeninas surgen como el vapor de la ducha y, por alguna estúpida razón,
la irritación se desliza por mi columna vertebral. Me importa una mierda la vida
amorosa de Raphael Visconti, pero el hecho de que se folle a las mujeres es sólo la
guinda de su odioso pastel. Hace que toda la charla suave y las sonrisas de tiburón
parezcan aún peores.
—¿Sabes lo que pienso? —dice la chica del sujetador y las bragas—. Creo que le
gusta la chica nueva.
Las risas cesan y el peso de cinco pares de ojos cae sobre mi espalda.
El silencio. La perra crepita en el aire como la estática, y luego una réplica de la chica
del sujetador y las bragas revolotea a través de ella.
—Ni una puta oportunidad.
Es bajo y como un jarabe, pero vadea el vestuario y me acelera la columna vertebral.
Suspirando, cierro los ojos y apoyo la frente en el marco de mi taquilla.
No estoy acostumbrada a estar rodeado de mujeres maliciosas. A estar rodeado de
mujeres, en realidad. Los buenos momentos que pasaba con mi madre sólo existían en
los momentos de sobriedad. Fuera de ellos, la única vez que me hablaba era para
quejarse borracha de que mi existencia había arruinado tanto su figura como su
relación con mi padre.
En el instituto, las chicas con las que almorzaba se comportaban como si tuviera
lepra después de que mataran a mis padres. El único grupo de amigas que he tenido
fueron las strippers con las que trabajé durante unos meses. Eran amables y edificantes
y eran las primeras en salir en mi defensa con un estilete de cristal de 20 centímetros
en la mano cuando un cliente se pasaba de la raya. Pero las strippers, como los
estafadores, siguen el dinero. Iban de bar en bar, incluso de ciudad en ciudad, y era
demasiado fácil perder el contacto.
Es triste decirlo en voz alta, pero es todo lo que siempre he querido. Tal vez sea
porque cuando mis padres se desmayaban en el sofá, agotados por un día de licor
fuerte y discusiones fuertes, yo me sentaba en la alfombra frente al televisor y veía The
Sisterhood of the Traveling Pants11 en silencio. Ansiaba tener amigos así. Amigos con
los que pudiera quejarme de mis padres y que me invitaran a dormir fuera de casa los
sábados por la noche para no tener que oírlos pelear al otro lado de las paredes de mi
habitación. En lugar de eso, todo lo que tenía era una línea directa y, por supuesto,
Nico. Aunque le quiero, no es lo mismo. Le estaré eternamente agradecida por
haberme enseñado a desabrochar el cierre de la corona de un Rolex con los ojos
cerrados, pero también habría estado bien que alguien me enseñara a delinear los ojos
con alas, o a elegir un sujetador que me quede bien.
Aprendí a ponerme un tampón gracias a un tutorial de YouTube, y todavía no sé
hacerme una trenza.
Se oye un crujido a mi lado y, al abrir un ojo, veo a Katie deslizándose por el banco
y deteniéndose junto a mi taquilla. Me mira con una sonrisa avergonzada.
—Ignórala; está con la regla.
Pongo los ojos en blanco y me dirijo al espejo que hay sobre la fila de lavabos para
retocar el corrector de mi débil herida en la cabeza.
Me coloco al lado de Anna, fingiendo que no veo su mirada recorrer todo mi cuerpo

11 Adaptación cinematográfica del libro de Ann Brashares, "The sisterhood of the traveling pants", que en el año 2000 desbordó las listas de
ventas en Estados Unidos. La fuerza y la belleza de la amistad son el eje central de esta película sobre las vidas de cuatro chicas con personalidades
muy distintas pero que viven unidas por un vínculo muy intenso.
en el espejo.
Está pensando lo mismo que todas las demás chicas. Puedo verlo en sus miradas de
reojo, pero ella es la única que se muestra tan descarada. No me parezco a ellas. No
mido dos metros y no tengo el tipo de cuerpo que se consigue comiendo verduras de
hoja verde y haciendo cien abdominales antes de acostarse. Pero me importa una
mierda, porque me gusta mi aspecto. Bueno, soy imparcial al respecto, al menos.
Preocuparme por la pequeña bolsa de grasa que cuelga sobre la cintura de mis bragas
nunca me ha servido de nada. Obsesionarme con el hecho de que mis muslos se rocen
nunca me ha dado una mano ganadora en el Blackjack.
Y el hecho de juzgar los cuerpos de otras mujeres tampoco ha hecho que el mío sea
milagrosamente perfecto.
—Penelope, ¿no es así?
Apretando los dientes, deslizo los ojos hacia el reflejo de Anna y asiento con la
cabeza. Por alguna razón, ella sonríe y vuelve a maquillarse.
Con la piel escocida por los insultos apenas velados, me concentro en empolvarme
la nariz y quitarme un grumo de rímel. Es fácil fingir indiferencia, hasta que la
conversación se vuelve aún más lasciva y mis mejillas se tornan carmesí.
—¿Por qué crees que sólo folla por detrás? —reflexiona la chica del sujetador y las
bragas.
—Supongo que porque le gusta usar el cabello como correa —replica Anna,
agitando sus propios mechones largos sobre los hombros para conseguir un efecto
dramático—. He oído que folla duro. Lo cual es muy caliente, considerando que es un
maldito caballero.
Los ojos del sujetador y las bragas se encuentran con los míos en el espejo.
—¿Y tú, chica nueva? ¿Qué te parece?
Creo que agradezco la poca luz y la base de maquillaje de cobertura total. Cierro mi
polvera y le sostengo la mirada.
—Creo que le preguntaré al hombre en persona.
—¿Qué?
—Ajá. ¿Dónde está su oficina?
—Pero...
—¿Dónde está su oficina? —Repito, con calma.
El silencio se extiende desde las casilleros hasta los lavabos. La risa de Katie lo
atraviesa.
—Detrás del puente.
—Gracias, Katie —digo, y me dirijo a mi taquilla, meto la bolsa de maquillaje dentro
y la cierro con más fuerza de la necesaria. Antes de salir a toda prisa, clavo a Anna una
mirada fulminante—. No te preocupes, ya averiguaré si prefiere a las rubias, a las
morenas o incluso a las pelirrojas.
Sin esperar su respuesta, cambio mi ira a la de la chica del sujetador y las bragas.
—¿Y qué querías saber? ¿Si se excita tirando del cabello? Preguntaré en tu nombre,
no te preocupes. —Finjo rascarme la cabeza pensando, ignorando la forma en que su
mandíbula se abre—. Oh, ¿cuál era la otra pregunta que tenías? Si le gusta la asfixia,
¿verdad?
—No he dicho...
—Sí, eso era. Asfixia y escupir en la boca de las chicas. Lo tengo. Voy a informar.
¡Adiós!
Saludo con entusiasmo por encima del hombro mientras me dirijo a la puerta,
ignorando el jadeante
—¡Espera! —que viene detrás de mí.
En el pasillo, me apoyo en la pared y respiro profundamente. Dios, quizá haya un
libro de For Dummies sobre cómo tratar con las chicas malas en el trabajo sin que te
despidan.
Una cosa es segura: no voy a compartir un par de Levi's con estas chicas durante un
largo verano.
Once

M
ientras recorro los estrechos pasillos y subo las escaleras de caracol con los pies
descalzos, es fácil dejar de lado los comentarios maliciosos de mis nuevos
colegas, porque hay un asunto mucho más urgente que me espera en la sala
situada detrás del puente del capitán.
Mi oficina, diez minutos antes del comienzo del servicio. No dijo por favor, lo que
sugeriría que estaba en problemas, pero, de nuevo, en el puñado de veces que he
tenido la desgracia de encontrarme con Raphael Visconti, nunca ha utilizado las
cortesías, de todos modos.
Mis nervios vibran contra las paredes de mi estómago mientras golpeo tímidamente
la puerta de caoba. Casi inmediatamente, su voz profunda y aterciopelada flota desde
debajo de ella.
—Entra.
Cierro los puños húmedos, me recuerdo a mí misma que debo mantener mi boca de
sabelotodo cerrada y entro.
Raphael está sentado en el borde de su escritorio, con los antebrazos sobre los
muslos y una ficha de póquer girando entre sus gruesos dedos. Su mirada se levanta
del suelo, traza una trayectoria láser por mis piernas y mi pecho, y luego se estrecha
en mi cara.
La ficha de póquer deja de girar.
—¿Es ese el uniforme que Laurie te dio?
El corazón se tambalea y sólo consigo asentir con la cabeza.
Sus ojos vuelven a bajar por mi cuerpo, oscureciéndose con cada centímetro
cuadrado que cubren. ¿Por qué parece que está calificando silenciosamente cada uno
de mis rasgos sobre diez? ¿Y por qué siento que he sacado una puntuación muy baja?
¿Y por qué estoy decepcionado por ello?
Con los ojos posados en mis muslos, esboza una apretada sonrisa, luego se levanta
del escritorio y murmura algo que no capto. No puedo estar segura, pero sonó como
Cristo.
Un cosquilleo me sube por la nuca cuando se dirige al otro extremo de la habitación
y se coloca de espaldas a mí, frente a las grandes puertas francesas que enmarcan el
malhumorado mar. Se mete las manos en los bolsillos y los anchos hombros se tensan.
Puedo sentir un cóctel de vergüenza y fastidio manchando mis mejillas, porque con
cada segundo pesado que pasa, se hace más y más evidente lo que está pensando.
Contrata un tipo, y yo no encajo en él. Ahora se pregunta qué coño hacer al respecto
sin pillar un caso de discriminación.
Justo antes de que las ganas de mandarlo a la mierda superen mi deseo de mantener
este trabajo, se da la vuelta y me coge desprevenida con una expresión mucho más
suave y una orden de dos palabras.
—Ven aquí.
Mi instinto natural es fruncir el ceño y negar con la cabeza, porque aún me
avergüenza haber sucumbido al rizo de su dedo en la boda. Pero al mismo tiempo,
hay algo tan fácil y encantador en su tono que hace que mi corazón se olvide de su
próximo latido.
Ridículo. Me pregunto si este es su verdadero atractivo. No su aspecto o su ingenio
fácil, sino el hecho de que tiene un talento para dar órdenes burdas de tal manera que
te dan ganas de seguirlas, en lugar de abofetearle la cara.
Ven aquí. Siéntate en mi cara. Gime mi nombre más fuerte, Penelope.
Mis pies se mueven antes de que mi cerebro se ponga de acuerdo. Me detengo frente
a él, lo suficientemente cerca como para sentir el calor que desprende su cuerpo.
No sabía que el calor podía irradiar de un cubo de hielo.
Me quedo helada cuando estira la mano y me coge suavemente la mandíbula. Mi
cabeza se mueve a su antojo, hacia arriba y hacia la izquierda, de modo que miro
directamente a la luna que brilla en el cielo sin estrellas. Su mano es grande y caliente,
salvo por el anillo helado que descansa sobre mi pómulo. Dios. Un calor se extiende
hasta la parte baja de mi estómago y, a pesar de mi intento de mantener una expresión
neutra, sé que él puede sentir cómo mi pulso late un poco más rápido en mi garganta;
siente cómo mi aliento se vuelve más denso al rozar el dorso de su mano.
—¿Cómo está la cabeza?
—Bien —respondo, antes de zafarme de su agarre. Me suelta fácilmente, con poco
más que una sonrisa divertida. Definitivamente estaba loca cuando pensé que quería
que me tratara como trata a otras mujeres. No me gusta esta faceta suya. Diablos, no
me gusta. Me hace sentir confusa y desubicada, como si hubiera salido a la calle en
una mañana de febrero para descubrir que hay una ola de calor abrasadora.
—Toma asiento.
—Prefiero estar de pie.
Actuando como si no me hubiera oído, coge un papel en su escritorio. Lo estudia.
—Penelope Price.
Con el corazón encogido, me doy cuenta de que tiene en sus manos mi currículum
con las orejas dobladas. El que redacté de madrugada bajo las luces blancas de la
cafetería Devil's Dip. Es una red de mentiras impresa en una cara de A4, y mis dedos
se agitan para arrebatárselo de las manos.
Da unos pasos tranquilos por la habitación e inclina mi currículum hacia la franja
de luz de la luna que se cuela por el cristal.
Esos ojos verdes brillan mientras escudriñan de izquierda a derecha.
—¿Pasaste seis meses como camarera en el casino Hurricane de Atlantic City?
Con el pecho apretado, asiento con la cabeza. Joder. Poner en mi currículum el
casino que quemé en Atlantic City me pareció una idea genial a las tres de la
madrugada, cuando estaba zumbando por el café y la tarta de chocolate. Ya no existe,
así que no hay nadie para comprobarlo. No es la mayor mentira de mi currículum,
pero sí la más atrevida. Técnicamente, sí que pasé seis meses allí, aunque fue al otro
lado de la barra, bebiendo cócteles tropicales de cáscaras de coco y estafando a los
hombres de negocios con los viáticos de sus empresas con estúpidos trucos de bar.
—Interesante —reflexiona Raphael, acariciando su mandíbula—. El hermano del
dueño es un buen amigo. Dime, ¿cómo era trabajar bajo las órdenes de Thomas? He
oído que es todo un tirano.
Me mira, con ojos sombreados por un desafío. A pesar de mi malestar, una irritación
punzante me recorre los bordes, porque sé que está intentando pillarme.
—No puede ser tan buen amigo, porque se llama Martin.
El frío colgante de plata que me rodea el cuello chisporrotea contra mi piel húmeda.
¿Por qué lo sé? Porque lo gruñó contra mi nariz en el callejón lateral del casino, antes
de golpear mi cabeza contra la pared de ladrillo.
Raphael me mira con oscura diversión, antes de volver su atención a mis mentiras
en su mano.
—Y así es.
Se pasea por el suelo sin dejar de leer. Odio lo hiperconsciente que soy de cada
pisada lenta y pesada. Cómo siento cada golpe como un latido bajo mi caja torácica.
Los segundos parecen minutos y, cuando la tensión se vuelve insoportable, mi voz
desesperada corta el silencio.
—¿De qué va esto? —suelto—. ¿Ya estoy metida en un problema?
Esboza una sonrisa tensa y, tomándose todo el puto tiempo del mundo, se hunde en
su sillón de cuero y lo gira para mirarme. Gracias a la pizca de luz de luna que le
atraviesa la cara, tengo el disgusto de verle echar un vistazo al dobladillo de mi vestido
y pasarse la lengua por los dientes.
Un disgusto sin duda. Pero aun así, ser objeto de su atención me deja sin aliento.
—Penelope, creo que hemos empezado con el pie izquierdo. —Se inclina hacia
delante, apoya los antebrazos en los muslos y me mira con la mirada entrecerrada—.
Si vas a trabajar para mí, nuestra relación tiene que ser más... Se muerde el labio
inferior y vuelve a pasar un ojo por mis muslos—. Profesional.
Siento que me sonrojo por la forma en que rodea la palabra «profesional» con esos
labios carnosos. Es una insinuación, como si hubiéramos estado follando en secreto
durante tres meses. Lo cual, por supuesto, no ocurriría ni en un millón de años. En
parte porque prefiero clavarme una aguja de tejer en el ojo, y en parte porque estoy
segura de que Raphael estaría encantado de conseguirme la más afilada posible.
Además, si ese rumor es cierto, y sólo se tira a las chicas una vez...
Alejo el pensamiento con un estremecimiento sin aliento.
—No lo entiendo.
—Bueno, me temo que te he dado una impresión equivocada de mí.
—¿Y qué sería eso?
—Que no soy un caballero.
Mi resoplido es feo, fuerte y cargado de incredulidad. Rebota en el oscuro despacho
y se posa en la perfecta cara de póquer de Raphael. Es todo líneas afiladas y pestañas
gruesas y si lo viera a través de una mesa de terciopelo, no puedo decir con seguridad
que no me retiraría, incluso si tuviera una Escalera Real.
—No eres un caballero.
Sus ojos parpadean con una mínima llama de diversión.
—¿No?
—Tienes dos yates.
—La Reina de Inglaterra tiene ochenta y tres.
Parpadeo.
—Eres un Visconti.
—También lo es Nico, y parece que te gusta.
—¡Tienes un arma!
Se pasa dos dedos por el labio inferior, intentando, y sin conseguirlo, ocultar una
sonrisa de satisfacción.
—La pistola es falsa, Penelope.
—Mi culo.
—¿Qué pasa con eso?
Nuestras miradas chocan. La mía arde de fastidio, la suya hierve de satisfacción. Me
arranco de su trampa magnética. Puede que me caliente la sangre unos cuantos grados,
pero que me aspen si me dejo engañar tan fácilmente por él como las chicas del
vestuario de abajo. En su lugar, miro el pomo dorado de la puerta, deseando poder
abrirla con el poder de mi mente.
—Penelope.
Aprieto los dientes por la forma en que pronuncia mi nombre en un puto cojín de
seda. Odio la sensación de cachemira en mis oídos, pero que crepita y chispea como
una corriente eléctrica entre mis muslos.
Preferiría arrancarme los ojos antes que mirarlo, pero lo hago de todos modos.
Estudiando mi cara, desliza sus manos hacia el espacio que tiene delante. Primero, con
las palmas hacia abajo, y luego, con un lento y sensual giro de sus muñecas, las palmas
se dirigen hacia el techo.
Suave, bronceado. Dedos gruesos y largos, y un anillo que vale más que mi puta
alma. Claro, odio cómo dice mi nombre, pero odio más la visión de sus manos. Dios.
Mi respiración se hace más superficial y, a pesar de saberlo, mi cabeza se agita al
pensar en los dedos de Raphael tirando de mi cabello. Es sórdido, pero tengo
curiosidad por saber si son ciertos los rumores de que tira del cabello cuando folla.
Puedo imaginarme la parte de la escena sin problemas; estoy segura de que puede
abrir el encanto como un grifo, pero parece demasiado pulido para follar de forma tan
brusca.
—¿Ves sangre en estas manos, Penelope? —Respondo con el ceño fruncido. Cuando
levanta una ceja expectante, me obligo a sacudir la cabeza—. Nunca verás sangre en
estas manos. ¿Sabes por qué? Porque soy un caballero.
Aparentemente satisfecho, se echa hacia atrás en su silla y pone los dedos bajo la
barbilla.
—¿Borrón y cuenta nueva?
Su petulancia me cubre la piel como una fiebre, y quiero empaparme de agua helada
para librarme de él. A estas alturas, diría cualquier cosa, haría cualquier cosa, para
irme.
—Bien, borrón y cuenta nueva. Se ha metido debajo de la alfombra. Línea en la
arena, lo que sea —digo.
Me muevo para apartarme del escritorio, pero al pasar junto a Raphael, su mano
sale disparada y me agarra la muñeca.
Jesús. Sintiendo que toda la sangre se me escapa de la cabeza, miro hacia abajo,
donde me sujeta. Su agarre no es tan duro como en la boda, pero tiene el mismo efecto
de pegarme al lugar. Es firme. Seguro. Claro que podría zafarme de él con un
movimiento de la mano, pero cuando su pulgar roza ligeramente el pulso en el interior
de mi muñeca y hace que mi visión se estremezca, sé que no lo haré.
Ahora, su voz tiene un tono áspero cuando toca mi piel húmeda.
—Si soy un caballero, voy a necesitar que seas una dama.
Parpadeo.
—¿Qué significa?
—Es decir, no más vestidos robados y no más concursos estúpidos.
Su mirada se clava en mi mejilla y el nudo de mi garganta se hace más grueso.
—Mejor que me paguen más, entonces.
Voto roto. Al menos me he mordido la lengua durante más tiempo del habitual,
supongo. Mi insolencia me recuerda que ni siquiera sé cuál es el salario: ¡Podría estar
cobrando en Reese's Pieces12 y way-to-go13! por lo que sé.
Su agarre se hace más fuerte, confirmando lo que ya sabía. Durante los últimos cinco
minutos, ha estado en el personaje, interpretando al Raphael que quiere que la gente
vea. Esta conducta fría y tranquila es una fachada, y es tan bueno manteniéndola cerca
de mí como yo manteniendo mi boca cerrada cerca de él.
—No todos los hombres que pasan por este yate serán tan amables como yo,
Penelope.
—¿Tan agradable como tú? ¿Olvidas que te acercaste a mí con un martillo?
—Podría haber sido peor.
—¿Sí?
—Mhm, —dibuja, con la mirada centrada en el negro—. Podría haberte golpeado en
tu puta cabeza.
Sin aliento por el inesperado veneno de su tono, tardo medio segundo más de lo
habitual en recuperar la compostura. Cuando lo hago, arranco la muñeca de su agarre
y me agarro el pecho, haciendo un mohín como si estuviera súper ofendida por su
repentina gilipollez.
—¡Ay! Eres tan grande y terrorífico que creo que me he meado un poco en las bragas.
—¿También las robaste?
—Probablemente sea mejor que no hablemos de mis bragas, no querría que se te
pusiera dura en medio de tu jornada laboral.
Su mirada se estrecha, pero la diversión ahora suaviza sus bordes.
—Hablas mucho para una chica que necesita un trabajo.
Vacilo. A pesar de las semillas de furia que brotan en mi estómago, mi mejor juicio
me dice que debería cerrar la boca. Al fin y al cabo, sigue siendo mi jefe y, aunque no

12 Chocolates rellenos de mantequilla de cacahuate.


13 Marca de dulces.
me gusta, necesito el dinero.
Bien.
Enderezo mi espalda. Lo inmovilizo con una sonrisa dócil y finjo que el triunfo que
zumba tras su expresión no me cabrea.
—Tienes razón —digo con toda la dulzura que puedo reunir—. Perdone mi
insolencia, caballero. Te aceptaré ese borrón y cuenta nueva, a partir de ahora.
Vislumbro la pequeña sonrisa que se dibuja en sus labios antes de dirigirme a la
puerta. Estoy girando el pomo de la puerta cuando sus palabras bajas y almibaradas
recorren mis terminaciones nerviosas. Las murmura desde las sombras, pero yo las
oigo como si las hubiera gritado por un megáfono.
—Apuesto a que no duras la noche.
Mis hombros se encogen, y una emoción familiar recorre mi espina dorsal.
—Te apuesto veinte dólares a que sí.
—Te apuesto cincuenta.
Me paso la lengua por los dientes, con una molestia caliente y amarga hinchándose
dentro de mí.
—Sí, señor.
La atracción de la libertad y un brillo anaranjado me inundan cuando abro la puerta
del puente.
—Penelope.
Mis párpados se cierran de golpe. Tan cerca.
—Es sí, jefe.
Doce

W
hisky caliente, apuestas altas y algún que otro beso de Lady Luck son las señas
de identidad de una fiesta de Raphael Visconti, y esta noche no va a ser
diferente. A pesar de los rumores y la fanfarria que rodean cualquier evento al
que pongo mi nombre, es esta simple Santísima Trinidad la que me ha amasado una
fortuna dentro de la industria de la vida nocturna. Todo lo demás no es más que
palabrería y marketing.
Es la primera noche de prueba. El público está muy concurrido, el ambiente es
eléctrico y despreocupado. Las bebidas fluyen y las risas flotan. Nunca se sabría que
los Visconti están al borde de una guerra civil, o que hace menos de una hora he
tomado la decisión de liquidar mis acciones de accionista mayoritario en Miller &
Young, la empresa de logística que ha sido mi tercera fuente de ingresos durante los
últimos cinco años.
Pero supongo que los Visconti siempre hemos tenido el talento de enterrar nuestros
problemas bajo las mesas de terciopelo mientras meamos nuestras mal habidas
ganancias con ridículas apuestas por encima de ellas.
Hablando de apuestas ridículas. Al otro lado de la mesa, Benny y Gabe están
jugando al Vegas Rummy. Cuando éramos niños, lo jugaban bajo el banco trasero de
la iglesia de nuestro padre durante el servicio dominical, pero ahora, las apuestas son
un poco más altas que un par de dólares y un paquete de chicles Big Red, y, bueno,
Gabe es mucho menos indulgente.
Si Gabe pierde, Benny se queda con su Harley. Si Benny pierde, Gabe consigue
romper tres dedos de Benny.
De su elección.
Normalmente, estaría muy interesado en este tipo de espectáculo y probablemente
lanzaría algunos ladrillos al ring por puro valor de entretenimiento. Pero esta noche
no. Porque esta noche, cierta mocosa de cabello cobrizo con dedos pegajosos y un
problema de actitud sigue robando mi atención.
Penelope Price.
Trabaja detrás de la barra y se puede decir que es la primera vez que está detrás, a
pesar de lo que diga su currículum. Lleva poco más de una hora de turno y ya han
muerto tres vasos de cristal en mis suelos de caoba. Tres. Cada vez que oigo un golpe,
una nueva chispa de fastidio recorre mi columna vertebral, y me resulta un poco más
difícil mantener la compostura de un caballero.
De todos modos, ella no se lo creía.
Cada vez que miro en su dirección, ella responde a mi ceño fruncido con uno propio
y recuerdo otra cosa que me desagrada de ella.
Me disgusta la enorme polla que ha garabateado en mi espejo; me disgusta que me
haya reído en voz alta cuando la he visto. También esa odiosa huella de lápiz de labios
que dejó en un pañuelo de papel en mi baño.
Pero lo que más me irrita es el aspecto que tiene con su uniforme y, lo que es peor,
el hecho de que todos los hombres de sangre roja que hay a bordo -con la excepción
de mi hermano mayor azotado por el coño, por supuesto- estén pensando claramente
lo mismo.
Nunca en mi vida he visto a estos hombres levantarse y dirigirse a la barra para
pedir una bebida, como los plebeyos de un pub local. Son hombres que ni siquiera
necesitan levantar la vista cuando el whisky de su vaso baja de cierto nivel, porque
otro aparecerá mágicamente en una bandeja de plata. Pero ahora mismo, hay dos
Visconti y tres de mis antiguos socios formando una fila en la barra, esperando como
simios a que Penelope les sirva.
Lo atribuyo a que es carne fresca en la Costa, pero mientras mi mirada, una vez más,
se desliza de mala gana hacia ella, mentiría si dijera que no entiendo el atractivo.
Antes, en la terraza, escuché a uno de mis hombres comentar que se parece a Jessica
Rabbit, y aunque no le pago para que pervierta a mis chicas, tiene razón. Tiene esos
grandes ojos azules que parecen engañar a todos menos a mí. Piel pálida que se
enrojece ante el más mínimo insulto. Pecas en una nariz de botón que se funden en
una sola masa cada vez que la aprieta.
Y ese cuerpo... no me hagas empezar. Es como si hubiera saltado directamente de
un póster de pin-up de los años 50. En todas las demás chicas que circulan por la sala,
el uniforme parece un elegante vestido negro. Entonces, ¿por qué la hace parecer una
stripper interpretando a una camarera de cóctel en una despedida de soltero?
Pero no es sólo su aspecto, sino la forma en que lo utiliza en su beneficio. Como
ahora mismo, por ejemplo. Apoya las palmas de las manos en la barra y mira a Marco
con una sonrisa en los labios, como si hubiera un millón de pensamientos sucios detrás
de esa mirada inocente. Por supuesto, el idiota de mi primo segundo se lo está
tragando, sin duda convencido de que esta noche se va a meter en sus bragas. Pero yo
sé la verdad: a ella no le interesa lo que hay bajo su traje, sino lo que hay en su cartera.
¿Cómo lo sé? Porque cuando se deslizó junto a mí en el bar el pasado jueves por la
noche y se quitó ese abrigo de piel como si no pudiera esperar a mostrarme cada
centímetro de su cuerpo, casi caí en su acto también.
No casi, lo hice. Le di mi querido reloj, ¿no?
Tiene sentido, supongo. Los made men se sienten atraídos por los problemas y esta
chica los personifica.
Saco la ficha de póquer del bolsillo y la deslizo entre el pulgar y el índice, como si
fuera a salvarme de las garras de la irritación que se clavan bajo mi piel. Yo no me
irrito, pago a la gente para que se irrite por mí. Pero hay algo en la forma en que mi
nuevo miembro del personal está mirando a mi primo tonto del culo que me molesta.
A pesar de que Nico me pidió tan amablemente un favor, no había planeado darle
un trabajo. No hay nada en una chica gritona con un vestido robado que grite que
puede ser empleada, pero mientras yo estaba de guardia de control de daños en el
hospital, ella había entrado en mi habitación con una fea herida en la cabeza y mis
pulmones se habían tensado.
Había estado allí, en el puerto, y de repente, la palabra coincidencia había perdido
su carácter tranquilizador. Cada pizca de lógica que me ha llevado hasta aquí en la
vida me dice que todo eso de la carta de la fatalidad es una mierda. Incluso si no lo es,
no hay ninguna posibilidad de que la Pequeña-Señorita-Desastre-Express lo sea. Pero
la lógica sólo llega hasta cierto punto, así que, bajo la pretensión de cambiar de opinión
sobre mi favor a Nico, le había ofrecido un trabajo. Fue una decisión puramente
egoísta. Soy un hombre ocupado, y necesito aplastar esta paranoia de que esta pelirroja
de metro y medio va a llevarme a la perdición. Necesito confirmar que la pérdida de
mi reloj y la explosión del puerto realmente fueron sólo coincidencias. A pesar de saber
que estaba haciendo el ridículo, no pude evitar que sacara una carta de mi baraja.
Mentira o no, si hubiera sacado a la Reina de Corazones le habría metido una bala
entre los ojos. Pero no lo hizo. Ella sacó el As de Espadas, de todas las cosas. La carta
más afortunada de la baraja. Me sentí en parte aliviado y en parte cabreado por haber
alimentado su creencia egoísta de que tenía suerte.
Con una mirada de reojo al trébol de cuatro hojas que lleva en el cuello, echo los
hombros hacia atrás y bebo un sorbo de whisky. Sí, ella no es mi carta de perdición. Si
lo fuera, mi mundo estaría ardiendo ahora mismo. Claro, esta noche he perdido quince
grandes porque he perdido todas las manos que he levantado, y después de esa
reunión de mierda en la sala de juntas, voy a cortar los lazos con una de mis
inversiones más lucrativas, pero estas cosas pasan.
—Mierda.
Un siseo oscuro sale disparado de los labios de Benny a través de la mesa y yo sonrío
en mi vaso de whisky. Gabe acaba de tirar una J y ahora Benny se mira el dorso de las
manos entintadas, como si estuviera sopesando de qué dedos podría prescindir
durante dos u ocho semanas. Claramente incapaz de decidirse, sacude la cabeza y
recoge las cartas en abanico.
—Al mejor de tres.
—Te costará —replica Gabe. Finge aburrimiento, pero sé que está deseando romper
un par de huesos de Benny.
—¿Costarme qué?
—Otro dedo.
Benny hace una pausa, antes de gruñir un acuerdo monosilábico y repartir otra
ronda.
Idiota. Ya debería saber que Gabe no sólo rompe dedos, sino que los destroza con
su martillo favorito.
Por el rabillo del ojo, la puerta del baño de mujeres se abre y Rory sale
tambaleándose. Se detiene, parpadea ante la fila de cinco chicas esperando para orinar
y levanta la mano en señal de disculpa. Unos segundos después, Angelo sale tras ella,
alisándose la corbata con una mano y mesándose el cabello despeinado con la otra.
Sacudo un poco la cabeza. Incluso Benny puede mantener la polla en sus pantalones
más tiempo que Vicious en estos días, y eso es decir algo.
Es un tonto enamorado, no un capo al borde de la guerra.
Angelo me llama la atención y me guiña un ojo, antes de darle una palmada en el
culo a su mujer y atravesar las puertas francesas, donde Cas fuma un cigarrillo bajo
una lámpara de calor. Rory se alisa el vestido rojo y se mueve entre las mesas,
dirigiéndose a la silla que está a mi lado.
—Oh, cisne —murmura mientras su tacón de aguja se atora bajo ella. Antes de que
pueda caer de bruces sobre la mesa, mi mano sale disparada para agarrar su antebrazo
y la bajo suavemente al asiento— Son estos malditos zapatos. Últimamente estoy más
acostumbrada a las zapatillas de correr que a los tacones.
—¿Más acostumbrados a los OJ que a los spritzers de vino blanco, quieres decir?
Me mira como si estuviera mirando al sol, con una sonrisa ladeada en los labios.
—¿Dijiste vino blanco con gas?
Divertido, hago una seña al camarero más cercano y pido otra ronda, además de un
agua grande.
Rory se desploma contra la silla, hace girar un rizo alrededor de su dedo y me
estudia. Me trago los últimos restos de mi whisky para prepararme. Ya está.
—Entonces... ¿te sientes afortunado esta noche, Rafe?
—No más Blackjack, Rory.
—Oh, vamos. Sólo una ronda. —Sus ojos se dirigen a Angelo en la cubierta, y luego
vuelven a mí con una chispa de picardía—. ¿O eres una gallina?
Mis labios se inclinan.
—Estoy cagado de miedo, cariño.
El mes pasado, Rory empezó a jugar al Blackjack Visconti con los hombres de
Angelo. Es similar al Blackjack normal, pero juegas contra un oponente, en lugar de
contra la casa. Supongo que no conectó los puntos entre que ganaba cada ronda y que
sus oponentes estaban en la nómina de mi hermano, porque cuando me pidió que
jugara con ella, se sorprendió de que perdiera. Perdió la siguiente partida, y todas las
siguientes. Ahora me debe trescientos mil dólares del dinero de su marido y parece
que no se cansa de intentar recuperarlos.
Por supuesto, nunca cobraría la deuda, pero ha sido ligeramente divertido ver cómo
se retuerce al respecto.
—Bien —suspira. Pasa una mirada curiosa por la araña veneciana que rodea
nuestras cabezas—. Bonito yate. ¿Cuenta como un gasto de negocios ahora que lo estás
usando como lugar de fiesta?
—¿Estás trabajando con los federales, Rory?
Ella deja escapar una risa fácil.
—No, sólo intento entablar conversación con mi nuevo cuñado.
—¿Cuñado? Hasta hace unos meses ibas a ser mi tía.
Un camarero coloca dos copas delante de ella y un whisky fresco delante de mí. Ella
alcanza la copa de vino, pero yo la empujo fuera de su alcance y golpeo mi anillo contra
la botella de agua.
—Esto primero.
Frunce la nariz pero no protesta. Tres veces más tarde, la deja sobre la mesa y vuelve
a prestarme atención.
—¿Y bien?
—¿No puedes conocer a tu otro cuñado, en cambio?
Se acerca y golpea torpemente el hombro de Gabe. Él no se inmuta.
—¿Gabe y yo? Ya somos uña y carne.
—¿Sí? —No me imagino a Gabe estableciendo vínculos con nada que no sea su moto
o una pistola nueva, y mucho menos con la esposa rubia y amante de los pájaros de
Angelo.
—Sí. Me ayudó a construir el escondite para pájaros en su jardín. También cavó el
estanque para mí. —Se inclina, con los ojos muy abiertos y susurrando—. Y la semana
pasada, me dejó disparar a su...
—¿Qué te he dicho? —Gabe interrumpe, levantando la vista de sus cartas con el
ceño fruncido.
Rory finge cerrar sus labios con una llave imaginaria.
—Oops, lo olvidé. Gabe dice que eres un soplón.
Una leve diversión se apodera de mis labios; paso el brazo por encima del respaldo
de su silla y me acomodo en la conversación.
—¿Es así?
—Ajá. —Ella engulle su vino—. Dice que le vas a chillar a mi marido como un
cerdito.
—¿Es eso cierto?
—Sí. Y no hablamos con soplones.
Gabe asiente con la cabeza en señal de aprobación, lanza la jota de diamantes sobre
la mesa y luego extiende el puño para que Rory lo golpee. Ella lo hace, pero
inmediatamente hace una mueca de dolor y mete su mano en el regazo cuando cree
que nadie está mirando.
Doy un sorbo a mi whisky y lo dejo con una risa oscura. Sin embargo, pronto se
evapora en el aire, porque una fuerte carcajada se dispara por el casino y me golpea la
mandíbula. Apretando los dientes, dirijo una mirada reticente a la barra y encuentro a
su dueño.
Otra cosa que añadir a mi lista de disgustos: El hecho de que su risa sea lo más fuerte
de la habitación. ¿Qué es tan divertido, de todos modos? Sólo habla con Nico. Apenas
dice tres palabras en el mismo tono, y no podría contar un chiste ni aunque lo leyera
en el reverso de un envoltorio de Laffy Taffy.
La miro con una lente de ligero desprecio. Los mechones de su cola de caballo roja
caen de sus hombros mientras echa la cabeza hacia atrás para reírse de nuevo. Si no la
hubiera contratado para satisfacer mi superstición, la chica estaría de patitas en la calle
antes de que terminara la noche, y no sólo porque le aposté cincuenta dólares a que lo
haría.
Lo dejaré pasar, pero sólo hasta que confirme que no es mi carta de perdición.
Entonces podrá volver a meterse en el agujero del que haya escapado. Para mantener
la paz durante el poco tiempo que trabajará aquí, la traje a mi oficina en un intento de
extender una rama de olivo, pero en el momento en que entró y me frunció el ceño con
ese uniforme, prácticamente rompí esa rama por la mitad.
Es irritante, pero mentiría si dijera que no despierta mi interés. Aparte de su afición
a los trucos de bar anticuados y su creencia egoísta de que tiene suerte, apenas sé nada
de ella. Nico sólo me dijo que sus padres trabajaban en el Visconti Grand cuando él y
Penny eran niños, y que ella se fue de la ciudad cuando tenía dieciocho años.
Me paso el pulgar por el labio inferior y sacudo un poco la cabeza. Dieciocho años,
Cristo, eso fue hace sólo tres años. Todavía es una niña, así que a saber por qué estoy
mirando el largo de su falda, y mucho menos preguntándome qué hay debajo.
Cambio mi cerebro a un tema menos clasificado como X. Nadie se presenta en Cove
con un vestido robado y una maleta un miércoles por la noche. Está huyendo de algo,
y me pica la sangre por saber qué. He metido una tarjeta de Sinners Anonymous en el
bolsillo de su abrigo, y otra entre las páginas de la Biblia en su habitación del hospital,
por si acaso es una chica católica temerosa de Dios, cosa que dudo mucho. Espero que
cuando compruebe el buzón de voz el domingo, encuentre un secreto travieso en la
bandeja de entrada.
Como si de repente se diera cuenta de que la estoy mirando, la risa de Penelope se
detiene bruscamente. La pretensión de cariño de los ojos se desvanece y me mira a los
ojos con fastidio.
No soy el tipo de hombre que desvía la mirada, aunque no le guste lo que ve.
No se inmuta. Tampoco se echa atrás. No suelo ser partidario de la insolencia, pero
Jesús, es algo caliente. Nico se inclina sobre la barra y le habla al oído, pero no quita
sus ojos de los míos. Nos miramos durante lo que parecen minutos, pero seguramente
sólo pueden ser segundos, antes de que ella levante lentamente las manos hacia su
coleta alta, la divide por la mitad y la tira.
Una pequeña bocanada de aire escapa de mis labios. Joder. Es un movimiento
bastante inocente. He visto a muchas chicas ajustarse la coleta así, pero por alguna
razón, cuando ella lo hace, lo siento como un relámpago al rojo vivo en la ingle.
También podría haber tirado de la punta de mi polla.
Aprieto las muelas y miro la pared de licores que hay detrás de su cabeza para tener
un respiro de una fracción de segundo. Cuando vuelvo a mirar, ella sigue mirándome,
con una sonrisa de satisfacción bailando en sus labios, y la irritación, que pica y
calienta, se desliza por la parte posterior de mi cuello.
Fue un partido corto y silencioso, y sólo jugó sucio para ganarlo.
La irritación es perseguida por una emoción oscura y eléctrica.
Chica tonta. Si supiera que no sólo juego, sino que los creo. Estoy deseando que coja
el teléfono y juegue a mi juego más emocionante. Hago una nota mental para
introducir otra tarjeta de Sinners Anonymous en su taquilla, y luego me vuelvo hacia
mi cuñada mientras un camarero me llena el vaso.
Vuelvo a ser un caballero.
—Siento que no estés en Fiji ahora mismo, Rory.
—Eh —dice encogiéndose de hombros—. Prefiero quedarme en la Costa y ver cómo
le vuelan la cabeza a Dante.
Con el vaso a medio camino de mis labios, me quedo quieto. Benny me lanza una
mirada de, te lo digo. Sé lo que está pensando: los hermanos Hollow tienen la teoría
de que la nueva esposa de Vicious es una psicópata en secreto. Dicha teoría se
fortaleció hace unas noches en un partido privado en Whiskey En las Rocas, cuando
Castiel nos contó que él y su chica rusa fueron a cenar a su casa justo antes de la boda.
Cas había hecho un comentario sobre que necesitaban un nuevo chef, porque la lasaña
estaba seca, y resultó que Rory la había cocinado.
Ella había sonreído dulcemente y le había dicho que no había necesidad de
disculparse, pero después del postre, Cas salió a su Lambo para encontrar todo,
excepto una débil rayón, y una carita enojada dibujada en la ventana trasera. Cuando
se lo comentó a Angelo, éste se lo quitó de encima con un duro movimiento de dedo y
una fría amenaza. Le dijo a Cas que su querida esposa nunca haría algo así, y que si
volvía a mencionarlo, iban a tener un problema.
Rory está bien en mis libros. Trajo a mi hermano de vuelta a la Costa, odia a Dante
tanto como yo, y si acuchilló las ruedas de Cas, entonces es bastante divertido. Es un
hecho conocido que, aunque a los made men les atraen los problemas, se casan con las
mansas. Es refrescante sentarse al lado de una esposa de la Cosa Nostra que no mira
fijamente la servilleta en su regazo y habla sólo cuando se le habla.
—¿Penny se ha meado en tus Cheerios?
Sólo cuando la pregunta de Rory me roza la oreja derecha me doy cuenta de que
estoy mirando a Penelope de nuevo. La mitad de la sala la está mirando, porque está
dándole a la coctelera con tanto vigor que sus tetas amenazan con salirse de ese vestido
tan escotado.
El calor me llega instantáneamente a la ingle, y las imágenes de ella rebotando sobre
mi polla con el mismo entusiasmo pasan por delante de mis ojos.
Dios. Me reclino en la silla, agarro la ficha de póquer con una mano y me paso el
dorso de la otra por la boca en un intento de disimular mi enfado. Me irrita más de lo
que debería saber que mi polla es solo una de las docenas que hay en esta habitación
poniéndose dura ante su pequeño truco.
Apuro el resto de mi vaso y pincho a Rory con una sonrisa apretada.
—Ah, ya conoces a mi nueva recluta.
—Uh-huh. Penny es muy agradable. Solía hacerme compañía durante mis turnos de
noche en el restaurante.
Arqueo una ceja.
—¿Turnos de noche? ¿He contratado a un vampiro?
En lugar de reírse, Rory mira la mesa. Pasa un dedo sobre los marcadores blancos
de la cuadrícula y traga saliva.
—No durmió mucho después de que mataran a sus padres.
Mis ojos se estrechan.
—¿Qué?
—Sí, teníamos alrededor de catorce años cuando sucedió. Empecé a trabajar en la
cafetería a los dieciséis, y ella seguía viniendo casi todas las noches. —Se frota una
mano por el brazo, como si tuviera un frío repentino—. Yo estaba igual cuando murió
mi madre, pero sólo durante unos meses. Supongo que no se puede poner una línea
de tiempo al dolor.
Nico no me dijo eso.
Me trago esta nueva información con un trago de whisky, pero el licor no hace que
sea más fácil de tragar. No me sienta bien en el pecho. En esta costa sólo se mata a la
gente si un Visconti aprieta el gatillo, y a nuestro personal sólo se le mata si es un
traidor o un ladrón.
Seguro que la manzana no cae muy lejos del árbol.
—¿Por qué la estás mirando con desprecio?
Respiro con fuerza.
—No estoy mirando, Rory. Es su primer turno; simplemente la estoy observando
para asegurarme de que no es —«mi carta de perdición»—, mala en su trabajo.
Rory se encoge de hombros, con una sonrisa descarada en la cara.
—A mí me parece que lo está haciendo bien.
Sigo su mirada y observo cómo Penelope vierte un líquido amarillo granizado en
un vaso y se lo acerca a uno de mis antiguos socios de Miller & Young. Ella suelta una
risita de niña y desliza un paraguas y una pajita rizada en la bebida y, a cambio, Clive
le entrega un puñado de billetes y una tarjeta de visita.
Se me aprieta el estómago. Dios, estoy de un humor de mierda esta noche.
—Si me disculpas, hermana.
Antes de que Rory pueda pedir otra partida de Blackjack Visconti, me pongo en pie
y me dirijo a las puertas francesas. Necesito un cigarrillo en algún lugar oscuro y frío
para recuperarme.
En algún lugar la risa de Penelope me caliente la sangre.
Trece

P
aso por delante de la mesa de Clive justo cuando se sienta con una sonrisa
sórdida en la cara. No es mi intención hablar con él, pero mis pies se detienen
con lentitud.
Apoyo los nudillos en la mesa y desciendo hasta que mi cuerpo proyecta una
sombra negra sobre su mirada cautelosa.
A su lado, Phillip se desplaza cinco centímetros a la izquierda.
—¿Está todo bien, Sr. Visconti?
El miedo se apodera de su voz, porque aunque Clive existe en el lado legítimo de
mi vida, que está lleno de reuniones en la sala de juntas, lazos rojos y cheques de gran
tamaño, es muy consciente de lo que ocurre en el otro lado. El lado más oscuro y
sórdido, donde la sangre caliente e italiana corre profundamente y de forma
impulsiva. Donde los made men apuestan dedos rotos, y uno puede conseguir que le
rompan el cuello por asuntos aparentemente triviales, como pedir cócteles agitados a
camareras pechugones.
—¿Qué estás bebiendo, Clive? —Pregunto con calma, con una sonrisa
inquebrantable.
Una gota de condensación resbala del vaso y aterriza en la mesa con un sonoro plop.
—Margarita congelada.
Mi mandíbula se mueve, y dos trenes de pensamiento entran en la estación.
La primera es que a ningún camarero con más de un día de experiencia se le
ocurriría poner un margarita en una copa de vino.
La segunda es que, de todos los años que conozco a Clive, nunca le he visto beber
otra cosa que no sea vodka con gas. Desde luego, nunca le he visto beber un cóctel, y
mucho menos uno que haya que agitar con la mano.
Nos miramos fijamente durante unos instantes, y me encuentro conteniendo el
sorprendente impulso de conectar mi puño con su mandíbula. Es una sensación fugaz,
pero mi mano se estremece de acuerdo. Dios mío. No he golpeado a nadie con mis
propias manos desde que compré mi primer casino hace casi diez años. Entré en una
reunión con un posible inversor, y él echó un vistazo a mis nudillos rotos y se puso de
pie.
Lo que dijo por encima de su hombro antes de irse se me ha quedado grabado de
por vida.
Sólo hay una pequeña diferencia entre un matón y un hombre de negocios, chico.
Uno tiene las manos manchadas de sangre, mientras que el otro tiene las manos
manchadas de sangre de otra persona.
Un mes después, contraté a Griffin. Nunca he sentido la satisfacción de los huesos
crujiendo bajo mi puño desde entonces.
Por encima de la cabeza calva de Clive, un par de ojos se posan con fuerza en mí.
Levanto la mirada y encuentro a Gabe mirando por encima de sus cartas. Enarca una
ceja. Es apenas un movimiento de un músculo, pero viniendo de él, es suficiente para
acabar con una vida.
Hago una pausa. Me muerdo el interior de la mejilla y considero su oferta silenciosa.
Es un hecho que todos los peces gordos de Miller & Young se han ganado un lugar en
mi lista de éxitos de hoy. El jueves pasado, el precio de sus acciones empezó a bajar y
no se ha recuperado en toda la semana. Tuve que llevar a la junta directiva hasta la
costa para averiguar por qué. El director financiero está siendo investigado en secreto
por malversación de fondos, y ni uno solo de los idiotas fue lo suficientemente valiente
como para levantar el teléfono y decírmelo.
Cada uno de ellos encontrará su muerte a su debido tiempo, pero al estilo Griffin,
se irán con un susurro, no con una explosión. Un silenciador presionado en una sien
en un estacionamiento vacío. Frenos defectuosos en una autopista.
No es porque esté por encima de todo lo sádico. Realmente no lo soy. Simplemente
mantengo esa parte de mí bien cuidada y atada con una correa apretada. Lo dejo suelto
sólo una semana al mes, cuando mis hermanos y yo jugamos a nuestro juego. Una vez
que termina, le pongo un bozal y vuelvo a subcontratar mis problemas.
Vuelve a eliminar con eficacia, en lugar de matar con bengalas.
Le doy a Gabe un movimiento de cabeza de mala gana. Sin que su expresión se
interrumpa, sigue con su juego y yo vuelvo a centrar mi atención en Clive, con una
sonrisa tan falsa como un billete de tres dólares estirándose en mis labios.
—Disfruta.
El sonido de mi anillo golpeando la mesa le hace estremecerse.
Fuera, en la terraza, me pego a las sombras hasta llegar al extremo más alejado de la
zona de asientos vacíos, donde el sonido de la diversión apenas llega a mis oídos.
El cielo es oscuro, el océano más oscuro. Sus olas son bravas, implacables, y cada
vez que golpean el casco, un ligero vaho se levanta y chisporrotea contra mi piel.
Me apoyo en la barandilla, enciendo un cigarrillo y exhalo su humo en el resplandor
anaranjado de una luz de seguridad. Cada calada suelta otro nudo entre mis hombros,
y ahora que he puesto distancia entre mí y el... problema, puedo ver lo trivial que es.
Ridículo, incluso. En todos mis establecimientos, tengo una plantilla de más de doce
mil personas y nunca he visto a ninguna de ellas como algo más que un número en un
formulario de gastos. Y eso es todo lo que Penelope es: un gasto. Un número en una
hoja de cálculo de Excel, como todas las demás chicas. Con otra calada de mi cigarrillo,
me comprometo a que, durante el brevísimo tiempo que la pelirroja trabaje para mí,
sólo me costará una cantidad de dólares, y no mi puta cordura.
Incluso si se aprieta la cola de caballo así.
—¡Oh, por el amor de Dios, no soy una niña, Angelo!
La suave voz de Rory, con sabor a vino blanco, flota en la noche y dirige mi atención
hacia las puertas francesas del otro lado de la terraza. Unos instantes después,
atraviesa las puertas, y mi hermano se cierne sobre ella como una sombra oscura y
protectora.
—No hay ninguna posibilidad de que te deje mirar, Urraca. Lloraste durante tres
días seguidos cuando una paloma voló hacia el parabrisas de mi auto. ¿Lo recuerdas?
No pegaste ojo porque te traumatizó el sonido de sus huesos al romperse. ¿Sabes que
los huesos humanos suenan mucho más fuerte?
—Benny no es precisamente un pajarito inocente —replica ella. Intenta dar un paso
hacia la cubierta lateral, pero Angelo la agarra de la muñeca y la hace girar hacia su
pecho.
—Pero eres un pajarito inocente —murmura, inclinándose para besar su frente—.
Mi pajarito, y no quiero que te molestes.
—Vale, está bien —suspira Rory, apoyándose en su pecho. Permanecen así durante
unos momentos hasta que Rory echa la cabeza hacia atrás y señala hacia el océano—.
Santo cuervo, ¿has visto eso?
—¿Ver qué? —Angelo gruñe, pasando la mano por la parte trasera de sus
pantalones, donde sé que guarda su pistola.
—Estoy bastante segura de que acabo de ver una ballena jorobada.
—¿De verdad?
—Ajá, mira.
Señala por encima de la barandilla y hacia el abismo de tinta. Mi hermano se separa
de ella y mira hacia el horizonte.
—No veo, joder.
Se da cuenta demasiado tarde de que Rory tiene los tacones en la mano, corriendo
por la cubierta lateral hacia la proa. El fuerte viento arrastra su alegre réplica de
despedida.
—¿Ballenas jorobadas en diciembre? No seas idiota, cariño.
Me río en voz alta, y desde el otro lado de la terraza, los ojos de Angelo encuentran
los míos y se oscurecen de fastidio. Hago sonar un látigo imaginario, lo que le enfada
aún más. Murmura algo amargo en voz baja, antes de rechazarme y bajar furioso a la
terraza en busca de su mujer.
Todavía sonriendo, me doy la vuelta, tiro la colilla al mar y apoyo los antebrazos en
la barandilla. Sólo transcurren unos instantes de paz antes de que el estruendo de otra
copa me haga tensar los hombros y me borre la sonrisa de la cara.
Me palmeo la mandíbula. Cuatro.
A mi derecha, la puerta del personal que conecta el bar con la zona de asientos
exterior se abre de golpe. La luz blanca y la irritación la inundan.
—Sólo apártate de mi camino por un rato, ¿sí? — Freddie sisea. Mi mirada se desliza
hacia los lados. Mantiene la puerta abierta y mira a Penelope mientras se desliza junto
a él y sale a la terraza.
Mira a su alrededor, observando las mesas y sillas vacías con perplejidad, antes de
darse la vuelta para enfrentarse a él.
—¿Y hacer qué, exactamente?
—No sé, Penny. ¿Recoger los vasos y vaciar los ceniceros, quizás? Ya sabes, cosas
que hacen los camareros de verdad.
Penelope da un paso hacia él, pero él le cierra la puerta en las narices. La cierra con
demasiada fuerza para mi gusto, y una extraña hoja de irritación se desliza bajo mi
piel, fría y rígida. Supongo que es el caballero que hay en mí. Por naturaleza, me
desagrada ver a un hombre, especialmente a uno que está en mi nómina, hablarle así
a una mujer, aunque sea una que no me guste.
No se me escapa mi propia hipocresía, porque demonios, hace sólo unas horas, le
dije a la misma chica que debería haberle golpeado la cabeza con un martillo. Al igual
que sacar mi Glock en una boda, fue algo fuera de lo común para mí. El autocontrol se
encuentra en mi núcleo, atándome como un ancla, y sin embargo, parece desafiar la
gravedad en el momento en que ella entra en mi visión.
Una inquietante posesividad se apodera de mí y se me echa un lazo al cuello. Es casi
como si ella fuera mía para cabrearme. De nadie más. Definitivamente no es de
Freddie, el puto camarero.
Empuja la puerta y se mueve entre las mesas, recogiendo vasos de cerveza y
metiéndolos en el hueco de su brazo. Mi torso se retuerce como si estuviera atado a
ella, lo que me obliga a presenciar cómo el dobladillo se desliza por sus muslos y la
tela del escote se separa de su pecho cada vez que se inclina para coger otro vaso.
La irritación se agudiza en mi pecho con cada chapuzón. Con cada visión de un
muslo en mallas y cada destello de un sujetador negro. Negro. Por supuesto que su
sujetador es negro. Apuesto a que también es de encaje. Apuesto a que nunca lo
combina con sus bragas, y, hablando de bragas, apuesto a que son obscenas. Cosas de
hilo dental que podría romper con mis dientes, o, al menos, del tipo que apenas cubre
su coño.
Joder, es molesta. Tengo ganas de tirarla por la borda sólo por mi suposición sobre
sus preferencias de ropa interior.
Basta ya. Apenas tiene edad para beber. Estoy ardiendo y a punto de encender otro
cigarrillo en un intento de cortocircuitar el semicírculo que se está formando en mis
pantalones cuando ella deja de repente de recoger los vasos. Balanceándolos
precariamente en sus brazos, cruza la zona de asientos hasta la barandilla y mira
fijamente la silueta negra de la Costa.
Sus ojos se cierran y levanta la cabeza hacia la luna. No puedo dejar de mirarla. Sus
gruesas pestañas se posan sobre sus pálidas y redondas mejillas. Unas bocanadas
rítmicas de condensación escapan de unos labios carnosos y separados, antes de ser
arrastradas por el mismo viento que hace bailar su larga cola de caballo roja.
Algo indeseado, desagradable, arde en mi pecho, pero el sentido común lo apaga
como un fuerte golpe que apaga una vela.
No es la Reina de Corazones; es demasiado incivilizada para eso. No, sólo es una
pista falsa con un cuerpo asesino. Peligrosa, seguro, pero sólo para idiotas de voluntad
débil como mis primos y el equipo de seguridad, no para un hombre como yo.
El entarimado cruje bajo mis pies cuando salgo de las sombras, e inmediatamente,
Penelope se queda quieta. Sus ojos se abren, pero no se dirigen a mí. En lugar de eso,
mira hacia el mar y endurece la mandíbula, como si supiera, solo por el sonido de mis
pasos, que la silueta que se cierne a su lado soy yo.
Me divierto un poco mientras me paseo en su dirección. Tengo toda la intención de
ignorarla y volver a entrar. Tratarla como un gasto en una hoja de cálculo y no como
una mujer cuyas bragas me tienen intrigado. Pero al pasar, cometo el error de echar
un vistazo a su brazo y me doy cuenta de que su piel esta fría y se le pone la piel de
gallina.
Y entonces oigo el castañeteo de sus dientes.
Joder.
Como su patético temblor no cesa, me quito la chaqueta del traje y se la paso por los
hombros.
A pesar del dramático temblor, se queda quieta y silenciosa bajo mi contacto. Tal
vez sea porque la he amenazado con apagar su vida más de una vez, o tal vez porque
mis manos se cierran en puños alrededor de las solapas de la chaqueta, y mis nudillos
se apoyan ligeramente en las suaves curvas de sus pechos.
Un fuego artificial alimentado tanto por el enfado como por la lujuria estalla dentro
de mi pecho cuando siento la textura de la tela bajo su fino vestido contra el dorso de
mi mano.
Encaje. Sabía que sería un maldito encaje.
Estoy más caliente que un horno y el calor de su espalda rozando mi pecho sólo
aviva el fuego. ¿Ha dado ella un paso atrás, o he dado yo uno adelante?
No sé de quién es la culpa, pero ahora puedo sentir los latidos de su corazón
golpeando al otro lado de su columna vertebral, y no me gusta la forma en que su
ritmo coincide con el mío. Hay una voz en mi cabeza que me dice que dé un paso atrás.
Me dice que no soy mejor que mis primos pervertidos, porque hacerse pasar por
caballeroso sólo para tocar algo es algo que haría Benny.
Pero no lo hago. En su lugar, observo por encima de la cabeza de Penelope cómo
sus labios entreabiertos pintan el cielo de la noche con respiraciones blancas y
superficiales. Uno. Dos. Tres. Cada una de ellas es irregular y áspera, crepitando como
estática a lo largo de mi polla.
Sólo puedo imaginar cómo se sentirían esas respiraciones calientes contra mi
garganta mientras le sacaba la insolencia.
La idea hace que mi agarre se apriete alrededor de la tela de mi chaqueta. Mis
nudillos presionan más fuerte contra sus tetas y, de repente, las bocanadas blancas
contra el cielo de la noche se detienen.
El silencio, pesado y tangible, nos envuelve. En algún lugar cerca de la proa, Benny
grita y Rory se ríe. Ni siquiera me atrevo a sonreír, pero el sonido hace que Penelope
se estremezca contra mi pecho, y su cabeza se mueve tan rápido hacia la derecha que
los mechones de su cola de caballo me golpean los labios, dándome un inoportuno
sabor a su champú de fresa.
—¿Qué fue eso? —susurra.
Me rechina la mandíbula.
—Benny rompiéndose los dedos.
—Oh.
Pasa un rato, antes de que ella se vuelva lentamente hacia el océano. Mientras lo
hace, no puedo evitar bajar mi boca hasta la base de su coleta para que su cabello
vuelva a rozar mis labios.
Cristo, soy más simpático que Vicious.
Robo otra bocanada, y esta vez, algo que no es fresa ni laca para el cabello asalta mis
fosas nasales. Algo familiar. Mío.
La verdad tiene garras y se clavan bajo mi piel; lleva mi aftershave.
Debió de rociarse a sí misma en mi cuarto de baño, en algún momento entre las
pollas y los pañuelos de besos. Por alguna razón desconocida, me hace hervir la sangre
más de lo que debería. Tal vez sea porque ha estado paseando por ahí toda la noche,
haciendo ojitos a todos los hombres de mi yate mientras llevaba mi olor en su piel.
Tal vez sea porque, ahora, ella huele como una aventura de una noche. Las mujeres
siempre hacen cosas raras como esa a la mañana siguiente. Usar mis productos o robar
una sudadera, algo para mantener la noche viva un poco más.
¿Por qué coño quiere oler como yo?
Mis dedos se crispan con el impulso de rodear su coleta, tirar de su cabeza hacia
atrás y olerlo en su origen: la suave curva de su cuello. Pero, de repente, la imagen de
ella tirando de su propio cabello desde el otro lado de la barra se cuela en mis turbios
pensamientos, seguida de la mirada de triunfo que curvó su arco de cupido cuando
aparté la mirada.
No se pone mi aftershave porque quiera oler como yo. No, lo lleva porque sabe que
me va a cabrear.
Está jugando otro juego silencioso y peligroso. Sólo que esta vez, ella no va a ganar.
La diversión en su forma más oscura me invade, y lentamente bajo los puños por la
abertura de mi chaqueta, y los desdoblo para que mis palmas queden planas justo
debajo de la hinchazón de sus pechos.
Joder. No puedo fingir que esto no es el último ejercicio de autocontrol. Ya la he
tocado mucho más de lo que debería a cualquier empleado, y sé que el fantasma de su
carne cálida y suave bajo mis palmas me va a perseguir hasta bien entrada la
madrugada.
Pero cuando sus pulmones se expanden bajo mis palmas y su cabeza cae contra mi
pecho con un pequeño golpe, sé que la tengo. Y ahora, es el momento de ignorar el
enloquecedor pulso que late en mi polla, y hacer un swing para un home run.
Me concentro en la turbia silueta de la Costa frente a nosotros y deslizo mis dedos
hacia arriba, rozando la banda de su sujetador, sintiendo el peso de sus enormes tetas
en el espacio entre mis pulgares e índices.
Y entonces, con toda la suavidad que me permite mi impulsiva sangre Visconti,
aprieto.
Apenas es un movimiento, pero Penelope jadea y, unos segundos después, el sonido
de cuatro vasos de cerveza golpeando la cubierta inferior rasga el aire.
Ocho.
Maldice con dureza, se suelta de mi mano y se inclina sobre la barandilla.
Sonriendo, vuelvo a cerrar la brecha entre nosotros, enroscando mis puños sobre la
barandilla a cada lado de ella y atrapándola.
Me agacho lo suficiente como para rozar con mis labios la suave concha de su oreja
y ver el rubor que mancha su cuello. Lucho contra las ganas de hincarle el diente y, en
su lugar, concentro mi energía en controlar mi voz mientras le digo unas últimas
palabras de despedida.
—Incluso la forma en que tiemblas es molesta.
Y con eso, me alejo de la barandilla y la dejo allí, envuelta en mi chaqueta.
De todos modos, no lo necesito. Estoy tan acalorado y excitado que, al entrar en el
casino, tengo la tentación de quitarme los gemelos de los dados y remangarme, pero
nunca me remango con mis socios.
Laurie pasa con un portapapeles y mi mano se dispara para agarrar su muñeca. Sus
ojos se dirigen a los míos, muy abiertos y recelosos.
—Esto no puede ser bueno —suspira.
—Cambia el uniforme.
Ella frunce el ceño y mira su traje.
—¿A qué?
A algo que cubra las nalgas de Penelope.
Una vena palpita en mi sien.
—No es apropiado para el invierno. Ponles unos pantalones o algo.
Se encoge de hombros.
—Eh, vale. Con el logo del barco y todo me llevará unos cuatro días conseguirlos,
pero estarán aquí para la noche del estreno.
La dejo con un gesto seco de la cabeza, antes de dirigirme a Gabe. Está apoyado en
el extremo de la barra, vendando la mano rota de Benny. Cuando me acerco, sus ojos
se encuentran con los míos, rebosantes de diversión.
—¿Buena charla?
Maldito Gabe. Lo juro, a veces pienso que desapareció durante tanto tiempo porque
fue a que le pusieran ojos quirúrgicamente en la parte posterior de la cabeza. Nunca
he conocido a nadie más que pueda meterse en los asuntos de todo el mundo y, al
mismo tiempo, no importarle un carajo. Ignoro su pregunta, y en su lugar cojo su
whisky y me lo termino de dos grandes tragos.
—He cambiado de opinión, hermano.
Se queda mirando su vaso, ahora vacío, y luego desplaza su mirada hacia Clive, que
sorbe su margarita.
—Seguro que sí —murmura. Luego, con una sonrisa tranquila, vuelve a pegar el
meñique de Benny a su dedo anular.
Catorce

—¿E
stás bien, Pen?
Laurie se desliza por el banco del vestuario y entra en escena, su pregunta
corta la charla de chicas que nos rodea.
—Mejor que nunca.
—Hey. —Su codo cierra mi taquilla—. No me vengas con esa mierda. ¿Qué te pasa?
Oh, no lo sé, Laurie. ¿Tal vez sea porque el fantasma de las manos de nuestro jefe
apretando mis tetas se siente como una quemadura de tercer grado?
Por supuesto, no lo digo. En parte porque no tengo ni idea de cómo reaccionaría
Laurie ante una afirmación tan ridícula, y en parte porque no estoy del todo
convencida de que no fuera un sueño febril.
Salió de las sombras como una pantera negra, endureciendo mi espalda y
arrebatándome el aliento. Por los puñales que me había lanzado durante toda la noche,
esperaba que me arrojara por la borda o, como mínimo, que siguiera caminando.
Nunca esperé que se detuviera y me echara la chaqueta sobre los hombros.
No sé qué me sorprendió más: su caballerosidad o el hecho de que sus manos se
hubieran quedado.
Dios, ¿a quién quiero engañar? Hicieron mucho más que quedarse, y un sudor frío
me cubre la piel ante el mero recuerdo. Sus nudillos rozando mis pechos podrían haber
sido accidentales, seguro. No es que la posibilidad de que sea inocente impida que mis
pezones se tensen. Pero cuando esos grandes puños rozaron hasta justo debajo de mi
busto y me agarraron allí, casi pierdo la puta cabeza. Sus grandes palmas ardían como
hierros calientes contra mi pecho, y joder, apenas era un apretón , pero sólo por esa
presión, sé, sólo sé, que ninguna chica podría caer en la cama de ese hombre y salir
viva.
Una mano fría se desliza sobre mi muñeca. Miro hacia abajo y me encuentro con la
mirada preocupada de Laurie.
—¿Las chicas están siendo unas zorras?
Ahogo una carcajada y me quito el vestido por la cabeza.
—Están bien. Aunque no creo que le guste a Freddie.
—No importa, Rafe acaba de despedirlo.
Aprieto la tela en mi mano.
—¿Qué? ¿Por qué?
Laurie se encoge de hombros, ya distraída con algo detrás de mí.
—Una cosa que he aprendido trabajando para los Visconti es que hacen lo que les
da la gana. A veces no hay motivo ni razón; otras veces, puede ser por algo súper
insignificante. Probablemente añadió hielo a un whisky, y sabes que por aquí eso es
prácticamente un sacrilegio.
Me ocupo de doblar mi vestido, pero por dentro, mi corazón late con fuerza. Mierda.
En el momento en que Freddie me pidió un vodka martini y yo no respondí más que
con la mirada perdida, supo que mi currículum era una mentira. Se enfadó cada vez
más con cada cóctel del que no había oído hablar, y con cada vaso que se me escapaba
de las manos, hasta que finalmente me degradó a tareas de recogida de vasos.
Es un poco idiota, claro, pero es bueno en su trabajo y me ha sacado de apuros toda
la noche. Así que me pregunto por qué Raphael lo despidió.
—¿Vienes, Pen?
Levanto la vista y me doy cuenta de que Laurie y las otras chicas ya se han puesto
su ropa habitual, con sus bolsos y abrigos colgados al hombro.
—¿A dónde?
Mueve la barbilla hacia el techo.
—Vamos a tomar unas copas en el salón de arriba antes de que salga el barco del
personal.
—Oh. —Miro mi sujetador y mis medias—. Estaré arriba en un minuto.
Las chicas se van poco a poco y, cuando me quedo sola, cierro los ojos y dejo caer la
frente sobre el frío marco metálico de mi taquilla. No hace nada por apagar las llamas
que me lamen la piel.
¿Qué me pasa? La ira me hace un nudo en el estómago, pero por las razones
equivocadas. Debería estar enfadada porque me metió mano sin permiso, y es una
locura que no lo esté, porque cuando tenía diez años juré en el callejón de detrás del
casino que si un hombre volvía a meterme mano, le mordería la mano hasta que
probara la sangre.
Pero no, estoy enfadada porque me gustaba. Lo quería. Quería más. Enfadada
porque en el momento en que sus dedos me rozaron bajo la banda de mi sujetador, se
me cayeron los cuatro vasos de cerveza que tenía en la mano y mi férreo muro cayó
con ellos.
Sus manos en mi cuerpo me hacían vulnerable, y eso era lo que él quería. No se
regodeó, pero lo sentí de todos modos, goteando sobre mis hombros, caliente y
pegajoso como el jarabe e igual de difícil de lavar de mi piel.
Suspiro en el silencio. En algún lugar más allá de mis párpados cerrados, una ducha
gotea sobre las baldosas de mármol y unas risas apagadas flotan desde el techo.
Dios, la idea de conversar con Anna y Claudia, la maldita perra, sobre un refresco
de vodka sin poner al menos a una de ellas en una llave de cabeza parece casi
imposible. Me voy a tomar todo el tiempo que pueda para prepararme y esperar que
nadie baje a buscarme.
Salgo del casillero, me dirijo al lavabo y me salpico la cara con agua helada. Algunas
de las chicas han dejado sus artículos de aseo junto al espejo, así que rebusco en el
brillante bolso de maquillaje de Anna y encuentro un limpiador que parece más caro
que mi alquiler. Me echo seis chorros en la mano, otros diez en el desagüe y me quito
el maquillaje. Mientras me seco la cara con una toalla, unos pasos pesados se
interponen en el sonido del agua corriente y hacen que se me ericen el vello de la nuca.
No hay zapatos en la cubierta.
A menos que seas un invitado. O, ya sabes, el hombre que hace las reglas.
Me pongo en tensión. Arrastro mi mirada hacia el espejo justo a tiempo para ver una
silueta oscura salir de detrás de la fila de casilleros.
Camisa blanca. Alfiler de cuello dorado. Rasgos tallados en piedra.
Raphael Visconti se acerca a la esquina, mirando su teléfono celular. Da tres pasos
hacia los lavabos, antes de que sus ojos se desvíen hacia mis pies bien vestidos y se
detenga en seco.
Un clic. El sonido de su teléfono celular cerrándose. El disgusto recorre sus perfectas
facciones, pero para cuando mete el teléfono en el bolsillo y levanta la mirada hacia la
mía, se ha apagado con esa diversión que todo lo sabe y todo lo ve.
Nos miramos fijamente durante tres inquietos latidos, y los fantasmas de sus manos
brotan bajo mis pechos como un desagradable sarpullido.
—Este es el vestuario de las mujeres.
—Tengo ojos, Penelope.
—Bueno, no es muy caballeroso irrumpir en el vestuario de las mujeres, ¿verdad?
Su mirada se oscurece hasta adquirir un tono más tormentoso y, lentamente, sus
ojos esculpen un rastro eléctrico por mi garganta, pasando por mi clavícula, y se posan
en el colgante que llevo en el cuello. Bajan hasta mi escote durante medio segundo sin
respirar, antes de volver a subir hasta el trébol de cuatro hojas. Si hubiera parpadeado,
me lo habría perdido.
Cristo, esta vez desearía haber parpadeado.
—Las chicas con suerte no dejan caer ocho vasos en su primer turno.
Bien, entonces. Supongo que vamos a ignorar el hecho de que estoy casi desnuda.
No llevo nada más que mi sujetador, bragas y un par de medias negras, pero la
expresión de Raphael sugiere que podría estar esperando un puto autobús.
Bueno, dos pueden jugar a la apatía, aunque sólo uno lo sienta realmente.
A pesar de que mi cuerpo zumba de expectación, doy una vuelta de ojos bien
practicada y saco la crema hidratante de Anna y me la unto por toda la cara.
—¿Te has perdido? —Pregunto, con un tono de aburrimiento.
Se apoya en el casillero que hay detrás de mí y echa un vistazo a su reloj.
—Estaba buscando a alguien más.
A Otra persona. El enfado me rechina el pecho como una lija, y me unto crema en la
zona, como si fuera a aliviar la quemadura.
—Ella no está aquí —digo bruscamente.
Sus ojos brillan.
—¿Quién no lo está?
El silencio. Me muerdo la lengua para no exponer la grieta en mi armadura de
indiferencia, porque no me gustaría que viera el monstruo verde que hay debajo. De
todos modos, ni siquiera debería estar ahí.
Por supuesto, sólo puedo suponer que está aquí para conocer a Anna, y la idea de
que entre en el vestuario con la esperanza de encontrarla en sujetador, bragas y
medias, hace que la idea de hacerle una llave en la cabeza sea aún más atractiva.
Pasan los segundos, cada uno gotea, gotea, gotea sobre mi piel como una tortura
china de agua. Es casi imposible fingir despreocupación cuando hay un hombre de dos
metros y medio con manos grandes y calientes a menos de un metro de mí.
Me molesta lo impecable que está siempre. Se acerca la medianoche, se ha tomado
nueve whiskies, los he contado, y la chaqueta de su traje está metida en el fondo del
congelador de la cocina. Lo sé, porque yo la puse allí. Pero aun así, parece tan fresco
como una mañana de invierno. La arruga de la parte delantera de sus pantalones es lo
suficientemente afilada como para rebanarme la piel, e incluso con una lupa, dudo que
pueda encontrar una arruga en su brillante camisa blanca.
Apuesto a que plancha sus sábanas. Bueno, hace que uno de sus secuaces lo haga
por él, al menos.
Me echo aún más crema en las manos, desesperada por tener algo que hacer. Justo
cuando estoy a punto de conjurar un comentario inteligente, simplemente para hacer
un agujero en la pesada tensión que pesa sobre mi cabeza, una sombra oscura se
desplaza sobre el lavabo.
La auto preservación entra en acción. Raphael es rápido, pero yo lo soy más, porque
el recuerdo de que me atrapó contra la barandilla por detrás está tan vivo como una
herida abierta, y me niego a ponerme de nuevo en una posición tan vulnerable. Me
doy la vuelta y aprieto la espalda contra el mostrador, justo cuando sus manos se
posan a ambos lados de mí.
Nuestras miradas chocan. Su boca se curva. Mis pulmones se tensan.
Esto fue una mala idea.
Respiro entrecortadamente y una sonrisa de satisfacción ahonda sus hoyuelos. Su
mirada divertida busca la mía.
—¿Qué tal tu primer turno?
Retrocedo ante el tono cortés y profesional que me hace cosquillas en la nariz; está
en desacuerdo con el calor vertiginoso de su cuerpo rozando mi pecho. No puedo decir
que haya estado tan cerca de un hombre estando medio desnuda y que me haya hecho
cumplidos. Y menos cuando mis pechos rozan los fríos botones de su camisa cada vez
que respiro.
Joder. De todos los días para no llevar un sujetador con relleno.
—Estuvo bien.
—¿Bien?
Trago y endurezco la mandíbula, tratando, y sin lograrlo, de ignorar la estática que
crepita contra mis pezones.
—Eso es lo que he dicho.
Se lame los labios y asiente lentamente. Luego, con una mirada firme al techo,
inclina la cabeza y me mira el pecho.
Por fin. La palabra aparece en mi cabeza, indeseada y patética, y aprieto los dientes
en un intento de librar a mi cerebro de ella. ¿Desde cuándo soy el tipo de chica que
ansía la atención de los hombres por cualquier motivo que no sea el de sacarles dinero?
Pero ningún razonamiento puede hacer que mi cabeza deje de dar vueltas.
Intento ralentizar mi respiración mientras él recorre con una mirada objetiva mis
pechos, desde el dobladillo de mi sujetador de encaje hasta la punta del dinero que
asoma por él. Cuando deja escapar un pequeño suspiro de diversión, siento su calor
fluir entre mi escote y asentarse como un peso entre mis muslos.
—Parece que les gustas a mis clientes, al menos —dice en voz baja, arrastrando su
mirada desde los rostros de Hamilton y Jackson que asoman por debajo de mi
sujetador hasta el mío. Se endurece con algo ilegible—. Me pregunto por qué.
El enfado se dispara contra las paredes de mi estómago. Qué imbécil. Preferiría que
me llamara zorra a que lo insinuara de esa forma tan aterciopelada. Se endereza y da
un paso atrás, pero no antes de girar la palma de la mano hacia dentro y rozar el
pliegue de mi cadera mientras se aparta del mostrador.
Apenas es un roce, pero me arrebata el siguiente aliento y aprieto la espalda con más
fuerza contra el mostrador para no balancearme. Dice algo, pero no lo oigo; estoy
demasiado distraída por cómo arde el fantasma de su palma.
—¿Qué?
Él levanta una ceja. Miro hacia abajo y veo que tiene un billete de cincuenta dólares
en el espacio que nos separa.
—¿Para qué es eso?
—Has durado toda la noche. —Su mirada viene a la mía, aburrida—. Contra todo
pronóstico.
Jesús, y así lo hice. No es normal que me olvide de una apuesta, especialmente de
una que estaba seguro de que no iba a ganar. Debería sentirme mucho más satisfecha
por haberle sacado dinero a Raphael Visconti, pero el triunfo no sabe tan dulce en mi
lengua esta noche. Estoy demasiado distraída, demasiado febril.
Me apoyo en la encimera en un intento de enfriar mi piel chisporroteante.
—Te dije que tenía suerte.
Otra vez ese disgusto. Raphael se lo limpia del labio inferior con un golpe de pulgar,
y con el otro empuja el billete.
—Tómalo —dice bruscamente.
Pasa un tiempo de tenso silencio. Tragando, levanto las palmas de las manos a
ambos lados de mí. Están cubiertas de la costosa crema facial de Anna.
Las cejas de Raphael se juntan en su confusión mientras su atención se desplaza de
una mano a la otra, antes de posarse en el dinero de mi sujetador. Entonces, la
comprensión se asienta en los planos de su cara como un grueso manto de polvo.
Su mandíbula se tensa. Se pasa una mano por el cabello y deja escapar un resoplido.
Yo, en cambio, no me atrevo a respirar. No puedo. Estoy demasiado aturdida bajo el
peso de los «y si» y los «tal vez». Los pezones me cosquillean por anticipado y, de
repente, hay un nuevo pulso en mi clítoris, su palpitación es rápida y enloquecedora.
Pero entonces hace un pequeño movimiento de cabeza. Desliza su mirada hasta
encontrar la mía. Es oscura y peligrosa, sin luz ni humor.
Dudo que algo bueno pueda sobrevivir allí.
—Eso no sería muy caballeroso de mi parte, Penelope.
—No eres un caballero —le susurro.
La tensión crepita como la estática. Es tan pesada que podría sacar la lengua y
saborearla.
Raphael se pasa los dientes por el labio inferior, la mirada se intensifica.
—Parece que estás obsesionada con la idea de que no soy un caballero. —Da un paso
lento hacia adelante, todavía sosteniendo el billete entre nosotros—. Sería prudente
que te quitaras esa idea de la cabeza.
El tono mantecoso no me engaña; sé que es una amenaza más que una sugerencia.
Sin embargo, se me escapa de la boca antes de que pueda considerar las
consecuencias.
—Muy bien, entonces eres un caballero. —Mis ojos se entrecierran—. Para todos
menos para mí.
Se queda quieto. Su mano libre se cierra en un puño justo antes de meterla en el
bolsillo de sus pantalones.
—¿Quieres que sea un caballero para ti, Penelope?
Mi corazón se salta su siguiente latido. No puedo concentrarme, apenas puedo ver.
El aire es demasiado espeso y mi pulso es demasiado fuerte. Me siento borracha y
drogada al mismo tiempo, como si estuviera en una espiral fuera de control. Quizá por
eso soy tan estúpida como para sacudir la cabeza.
Un siseo escapa de los labios separados de Raphael. Es bajo y lento, y no me gusta
cómo chisporrotea contra mi piel. Pero entonces traga. Mira al techo y deja escapar una
risa amarga. Llueve como una niebla helada, rociándome de decepción y humillación.
Arroja el billete sobre el mostrador a mi lado, y mi corazón cae con él.
Se aleja, mirándose en el espejo detrás de mí.
—Por cierto, bonita polla.
Parpadeo, saliendo del trance inducido por la lujuria.
—¿Qué?
—En mi espejo —dice con una sonrisa seca y sardónica—. Es fiel a mi talla.
Se me hace un nudo en la garganta.
—¿Es así?
No mires, no mires, no mires.
Mi mirada se dirige a sus pantalones.
Joder.
Su risa me invade, pero no tiene nada de suave. Me rechina en lugares que no
debería, y sé que cuando esté mirando el techo de mi habitación a las cinco de la
mañana seguiré pensando en ella.
Con una sonrisa de oreja a oreja, se da la vuelta y se dirige a la puerta. Odio tener la
sensación de que ha ganado este asalto, al igual que el anterior, y en un intento de
igualar el terreno de juego, el sarcasmo sale disparado de mi boca antes de que pueda
detenerlo.
—¿Eso es todo, jefe?
Se detiene. Se golpea los nudillos.
Triunfo. Pero sólo sabe bien durante un segundo, antes de que su voz tranquila y
suave atraviese el vestuario y me asalte.
—Cuidado con llamarme jefe cuando estás medio desnuda, Penelope —dice—.
Podría hacerme una idea equivocada.
La puerta se cierra con más fuerza de lo habitual y su eco reverbera en la cavidad
hueca de mi pecho.
Tacha la risa. Eso es lo que estaré pensando a las cinco de la mañana.
Quince

E
l restaurante de Devil’s Dip abierto las veinticuatro horas del día, un refugio de
hamburguesas y café amargo para alguien que no duerme por la noche. Han
pasado tres días desde mi primer turno en el yate, y cada noche desde entonces,
me he sentado en una cabina pegajosa bajo las implacables luces de tira con una copia
de Bienes Inmuebles para Dummies delante de mí.
He releído la primera línea del primer capítulo más veces de las que puedo contar.
No puedo entrar en él, no sólo porque sé que nunca voy a ser el tipo de mujer que lleva
un traje al trabajo y tiene la cara pegada en el banco de una parada de autobús, sino
también porque, como predije, las palabras de despedida de Raphael están sonando
en un bucle en mi cerebro.
No me llames jefe cuando estés semidesnuda, Penelope. Podría tener una idea
equivocada.
Su puño. La forma de sus hombros. La afilada línea de su mandíbula cuando me
devuelve la mirada. La imagen es tan visceral que si miro fijamente la sábana de
oscuridad a través de la ventana durante el tiempo suficiente, puedo ver su silueta
contra ella.
Me metí en su piel por un breve momento, pero ni de lejos tan profundo como él se
ha metido en la mía.
Realmente, es patético. ¿Soy tan inmadura y hambrienta de sexo que un apretón de
mis pechos, un toque de fricción y una amenaza suave es todo lo que necesito para que
las mariposas de mi estómago se quiten el polvo de sus alas?
Un camarero me llena la taza de café, y bebo un trago antes de dejar que se enfríe,
con la esperanza de que el ardor me distraiga de la energía nerviosa que zumba en mi
pecho.
No es así.
Detrás de mí, el timbre de la puerta suena, el viento helado me roza la espalda y una
cálida carcajada me persigue. Me doy la vuelta para ver entrar a un grupo de chicas.
Tienen más o menos mi edad y, a juzgar por los gorros de Santa Claus y el estruendo
de los tacones de aguja sobre el suelo de linóleo, acaban de llegar de una fiesta de
Navidad.
La del vestido brillante golpea las palmas de las manos contra el mostrador.
—¡Dame todo lo que tienes!
Las risas se extienden por el comedor, inclinando los labios de los camareros y de
los tres comensales solitarios que ocupan las otras cabinas de la esquina.
—Pero en serio —gime una chica con falda roja, acercándose por detrás de su amiga
y rodeando su cintura con los brazos—. Empezamos a trabajar en tres horas, y lo único
que va a absorber el vodka son hamburguesas y patatas fritas.
Me siento como una huérfana que se asoma al salón de una familia en la mañana de
Navidad, observo el intercambio por encima del respaldo del asiento de la cabina,
hasta que mi sonrisa se desvanece y el vacío detrás de mi esternón se hace más denso.
Es como si los hubiera visto abrir sus regalos frente al fuego y me hubiera dado cuenta
poco a poco de que el calor y la felicidad de su interior no me llegarán a través del
cristal. La realidad es que me he quedado fuera, en el frío, sin nada.
Segura que comparten vaqueros y confiesan sus extrañas obsesiones con los
hombres que las odian.
Inspirando para tranquilizarme, me vuelvo hacia la pared de la cafetería. Ignorando
la sonrisa lastimera de un anciano en el puesto de la esquina de enfrente, estudio las
camisetas de fútbol firmadas detrás del plexiglás y las fotografías granuladas de
celebridades de la lista Z estrechando la mano del propietario.
—¡Espera, sube esto!
Miro detrás de mí, justo a tiempo para ver cómo la chica de la falda roja se abalanza
sobre el mostrador y coge un mando a distancia. Mi mirada sigue hacia donde lo
apunta y se posa en el grueso televisor montado en la pared.
Noticias de última hora. Las palabras parpadean en rojo y blanco bajo una mujer de
aspecto sombrío. Está envuelta en una bufanda de cachemira y está de pie frente a un
edificio carbonizado con un micrófono acolchado rozando sus labios.
La chica que está detrás de mí aprieta el botón del volumen.
—Estoy frente al antiguo casino y bar Hurricane esta noche, poco después de que se
conociera la noticia de que el propietario ha pedido a los bomberos de Atlantic City
que cesen su investigación sobre el incendio. —La reportera echa un vistazo al papel
que tiene en la mano—. Estamos aquí con el propio propietario, Martin O'Hare. —La
cámara se desplaza para mostrar a un hombre de pie junto a ella—. Martin, ¿podría
decirnos por qué ha decidido suspender la investigación?
Una conciencia gélida se extiende por mi piel, enfriando todo lo que hay debajo.
Siento que es instintivo levantarme y correr, pero estoy congelado en la cabina de
plástico. Solo puedo mirar unos ojos familiares y escuchar una voz conocida, mientras
el pánico sube por mi garganta.
—En primer lugar, nos gustaría extender nuestra mayor gratitud a los hombres y
mujeres del Departamento de Bomberos de Atlantic City; han trabajado
incansablemente en esta investigación durante los últimos días. Sin embargo, teniendo
en cuenta que los servicios públicos están sobrecargados de trabajo y los fondos están
sobrecargados, hemos decidido buscar otros métodos de justicia que no supongan una
carga para el contribuyente.
—¿Estás diciendo que te estás tomando la justicia por tu mano?
Martin suelta una carcajada ronca.
—Haces que parezcamos matones, Claire.
—Bueno... suena un poco siniestro; ¿no crees? ¿Por qué no dejar que la policía se
encarguen del asunto? Hay un presunto pirómano suelto, después de todo.
Sonríe con fuerza.
—Como he dicho, no queremos hacer perder más tiempo a los inspectores ni el
dinero de los contribuyentes. Tenemos la suerte de contar con recursos para contratar
investigadores privados, y por respeto a los residentes de esta gran ciudad, eso es lo
que haremos.
—¿Y cuándo su investigador privado lo atrape?
Su mirada se desplaza hacia la cámara. Llega a través del televisor y chamusca mi
piel húmeda.
—¿Quién ha dicho que es un él?
Mi visión se tambalea como si tuviera su propio pulso, pero en el fondo, la mirada
omnisciente de Martin O'Hare es tan afilada como un cuchillo. Las noticias se cortan
de repente a un infierno naranja que ilumina el cielo de la noche. Llamas viciosas
lamiendo ladrillos rojos hasta que se vuelven negros. Ahí está: la personificación de
mi personalidad, impulsiva y amarga, en todo su esplendor. Y aquí estoy, viéndolo
desde una puta cafetería con una taza de café.
Dios, ¿qué coño me pasa? He estado aquí obsesionado con un monstruo envuelto
en raso y compadeciéndome de mí mismo porque no tengo amigos, como si no
estuviera en la puta carrera. Como si no hubiera metido mi vida en una maleta y me
hubiera subido al primer Greyhound en dirección contraria al lío que había montado.
Martin O'Hare lo sabe. Sabe que incendié su casino, y lo único que espero es que no
sepa a dónde fui después de encender la cerilla.
—Oye, chica, ¿estás bien?
Las lentejuelas, los tacones de aguja y las voces fuertes me rozan, y sólo cuando
golpeo un billete de veinte sobre el mostrador y capto la mirada preocupada de un
camarero me doy cuenta de que estoy de pie y me dirijo a la salida.
—Nunca he estado mejor —grazno, antes de salir a la calle.
La noche está iluminada por decoraciones navideñas de mal gusto. Los bastones de
caramelo brillan en rojo y blanco en los escaparates, y los Santa Claus hinchables
atados a las farolas me saludan bajo una película de escarcha. Cuando mis botas
resbalan por el suelo helado, me detengo y suspiro una raya blanca contra el cielo.
Maldita sea. El último lugar en el que quiero estar es mi apartamento, porque las
habitaciones son demasiado pequeñas y mi pánico es demasiado grande.
Tus pecados te alcanzarán eventualmente. Siempre lo hacen.
Supongo que ya lo sabía, mucho antes de que encendiera una cerilla, la dejara caer
en una botella de vodka y la dejara en la puerta del bar Hurricane.
Por eso empecé mi Gran Búsqueda en primer lugar. No porque realmente quisiera
una carrera más intelectual que la estafa, sino porque sabía que era como una droga
de entrada. Una vez que me enganchara, sólo podría caer en una espiral de pecado
más profunda y oscura. Y mírame ahora; en el lapso de tres años, he pasado de hacer
las carteras de los hombres un poco más ligeras a quemar edificios.
Nunca debí permitirme llegar tan lejos. Debería haberme enderezado hace mucho
tiempo.
Un crujido de electricidad estática me estremece la piel y, cuando miro al cielo, la
primera gota de lluvia cae sobre mi labio superior con un fuerte golpe. Cae otra, y
luego otra. En cuestión de segundos, una tormenta cae en cascada desde el cielo como
si Dios hubiera dejado caer su colección de mármol.
Y entonces un rayo ilumina el cielo, sobresaltándome.
Mierda. Eso es todo lo que necesito.
Conteniendo la respiración, abrazo mi libro contra mi pecho, meto la barbilla en el
cuello de mi empapado abrigo y echo a correr hacia la fuente de refugio más cercana:
la enorme cabina telefónica que hay frente a la panadería. Me meto dentro y golpeo mi
espalda contra la puerta.
El estruendo del trueno llega unos segundos después, haciendo vibrar las paredes
de cristal de la cabina. Respiro una bocanada de aire viciado y húmedo y hago lo
posible por que no se me doblen las piernas.
De todos los momentos para una rara tormenta costera, tiene que ser ahora...
Cuando otro fuerte destello de luz llena la cabina, busco desesperadamente algo
para distraerme. Me escurro el cabello y luego, bajo el resplandor parpadeante de la
bombilla, inspecciono mi libro en busca de daños causados por el agua. Por suerte,
está cubierto por un plástico protector porque es un libro de la biblioteca. La ironía de
que me preocupe provoca una risa amarga que se funde con el siguiente trueno.
Me estoy volviendo loca.
Cierro los ojos y apoyo la cabeza en la puerta durante unos segundos.
Dentro de la cabina, mis respiraciones agitadas se convierten en dióxido de carbono,
y más allá de la caja, las láminas de lluvia distorsionan las luces rojas y blancas. Aprieto
los ojos para esperar el siguiente relámpago. Cuando pasa, los abro y mi mirada
sombría se posa en algo pegado a la pared trasera de la cabina. Algo que me resulta
familiar. Parpadeo para agudizar la vista, luego me abalanzo hacia delante y lo arranco
de su tachuela.
Una tarjeta negra mate, letras doradas en relieve y un número impreso en sedosos
números negros. Se me escapa otra carcajada, solo que esta no tiene un sabor tan
amargo.
Sinners Anonymous.
La noche en que encontré mi primera tarjeta de Sinners Anonymous está grabada a
fuego en mi memoria. Tenía trece años y estaba escondido en el baño del Visconti
Grand porque Nico no había venido al casino esa noche. La tarjeta estaba metida en el
espejo un metro por encima de mi reflejo. No sé qué me llevó a meterla en el bolsillo,
pero lo hice.
Aquella noche, mientras miraba el resplandor de los faros de los autos que pasaban
por el techo de mi habitación, recordé de repente que lo tenía. Así que bajé
sigilosamente las escaleras, me senté en el sillón frente a mi padre desmayado en el
sofá y llamé al número.
La voz de la mujer era robótica, pero seguía siendo la más suave que había oído
nunca. No me cortó como mi madre. No me gritó como mi padre. Me hizo querer
abrirme. Me hizo sentir que por fin tenía alguien con quien hablar.
Durante los cinco años siguientes, utilicé la línea directa como un diario. Era mi
refugio anónimo, un espacio para quejarme de las peleas de borrachos de mis padres
y discutir los nuevos trucos que había aprendido de Nico.
Sé que ni siquiera es real, pero me siento un poco culpable por haberla dejado atrás
cuando me fui a Atlantic City.
Me froto el pulgar sobre la textura de la cabecera y me atrapo el labio inferior con
los dientes. Es la tercera tarjeta que veo desde que llegué a la costa. La primera estaba
en mi apartamento, y la segunda estaba metida entre las páginas de la Biblia en mi
habitación del hospital.
Mientras caía sobre mis almidonadas sábanas, había tenido un pensamiento, y el
mismo vuelve a aparecer en mi cabeza ahora.
Las personas religiosas confiesan sus pecados, ¿verdad? Tal vez si yo hiciera lo
mismo, no sentiría que me tiran de los tobillos, intentando arrastrarme a las fosas
ardientes del infierno de abajo. Tal vez si utilizara la línea directa para su propósito,
no escucharía el rugido del fuego resonando en mi cerebro entre cada latido del
corazón, o tal vez no percibiría un olor a humo cada vez que girara la cabeza
demasiado rápido.
Pero no creo en Dios. ¿Dónde estaba cuando le volaron la cabeza a mi madre?
¿Cuándo mi padre lo llamaba a gritos en un rincón de la cocina?
Dios no los salvó esa noche, y tampoco me salvó a mí. Lo hizo la suerte. Lo sentí en
el cálido y pesado amuleto que me rodeaba el cuello. Todo mi cuerpo zumbaba con
estrellas fugaces y herraduras y el número siete, no con la voz del gran hombre del
cielo.
Pero eso no me impide coger el auricular o apretarlo contra la oreja mientras me
estremece otro rayo. Antes de darme cuenta, estoy entrecerrando los ojos en el teclado,
marcando un número conocido.
Aguanto la respiración durante los tres anillos.
Haz clic.
—Has llegado a Sinners Anonymous —dice mi vieja amiga—. Por favor, deja tu
pecado después del tono.
Hago una pausa. Exhalo con fuerza por la boquilla y me paso una mano por el
cabello empapado. Mi pecado está ahí mismo, atascado en la parte posterior de mi
garganta, demasiado grueso y dañino para viajar más lejos. Se hace más grande, más
denso, y mi respiración se hace más entrecortada en un intento de esquivarlo.
¿Por qué siento que me va a juzgar? Ella ni siquiera es real, por el amor de Dios.
Mis ojos se dirigen al libro que tengo en la mano. A la etiqueta pegada en el lomo:
Propiedad de la Biblioteca Pública de Atlantic City.
Ahogo una risa temblorosa y levanto la mirada hacia la lluvia que golpea el techo.
—Tomé prestados tres libros de la biblioteca y nunca podré devolverlos.
Dieciséis

—¿T
e has enamorado alguna vez?
Miro fijamente la lámina de lluvia que se desliza por mi parabrisas y
reprimo un suspiro. Esta mujer me ha estado haciendo preguntas
estúpidas toda la noche...
¿Qué elegirías última comida si estuvieras en el corredor de la muerte?
Si fueras un ingrediente de pizza, ¿qué serías?
¿Preferirías ser una fresa con pensamientos humanos, o un humano con
pensamientos de fresa?
Ahora mismo, preferiría ser un humano que está en cualquier sitio menos en mi
propio auto. Pero, por supuesto, ofrezco una pequeña sonrisa y sacudo la cabeza.
—Me temo que no, Cleo.
Capto la chispa de emoción en sus ojos antes de volver a centrar mi atención en la
carretera. Respuesta equivocada.
El resplandor de su teléfono celular se refleja en su cara y el sonido de su frenético
tecleo se corta justo por encima del zumbido de la canción navideña de los ochenta en
la radio. Sin duda, está actualizando el chat de grupo con la última entrega sobre
nuestra cita.
A veces me pregunto si no sería más fácil hacer lo que hacen todos los demás
hombres de mi familia: follar y follar sin piedad. Pero la idea de hundir mi polla en
una mujer cuyo apellido no recuerdo se siente... incivilizada. Es algo que hacen los
animales del zoo y mis primos, no los hombres de verdad.
No, prefiero torturarme con una mujer antes de llevármela a la cama, aunque, la
mayoría de las veces, me importa una mierda la conversación que se desarrolla en la
mesa.
Angelo cree que al alargar el período previo a mojar mi polla estoy dando a las
mujeres falsas esperanzas de que se convierta en algo más. No estoy de acuerdo; nunca
tomaré una esposa, y soy muy transparente sobre mis intenciones desde el salto.
Todas las mujeres a las que llevo a cabo reciben la misma advertencia. Tendrán una
noche a la luz de las velas, en la que interpretaré a su príncipe azul y sufriré sus
insulsos monólogos con una sonrisa intrigada. Luego, después de que suden contra
mis sábanas de seda y giman con malas intenciones en mi oído, no volverán a saber de
mí.
Una noche nunca se convierte en dos. Ni en un millón de años. Pero aun así, esta
regla tan estricta parece más un reto que un límite para la mayoría de las mujeres,
incluida la que está en mi asiento de copiloto.
Detengo el auto a la salida del local de Cleo en Main Street y apago el motor. En el
silencio, el trueno que rebota sobre el techo de mi auto suena aún más fuerte.
—Gracias por una velada encantadora —digo secamente.
La expectación se dispara en el pequeño vestido negro de mi cita. Mi mirada se
desliza hasta sus manos que se enroscan en el dobladillo. Reprimo otro suspiro.
Normalmente, aquí es donde apoyaría mi antebrazo contra su reposacabezas.
Deslizaría mi mano por su muslo mientras murmuro algo sobre la invitación a tomar
un café contra sus labios. Pero por alguna extraña razón, la idea de hacer eso esta noche
me llena de temor.
Tal vez sea porque estoy agotado por una semana de malos negocios, o tal vez sea
porque realmente no me importa lo que lleva debajo de ese vestido.
Bajo su mirada atenta, me tapo la boca con la palma de la mano y dejo caer la cabeza
contra el asiento. Tal vez tenga que cambiar el tipo de mujeres con las que salgo.
Durante nueve años, he estado buscando a morenas de molde que probablemente no
podría elegir en una rueda de reconocimiento de la policía si me apuntaran con una
pistola a la cabeza. Pero las elijo porque no son mi tipo. Son fáciles de coger y olvidar.
Si realmente eligiera mi tipo, bueno... eso sería peligroso.
El siguiente rayo trae consigo un destello de cabello rojo y lencería de encaje.
Dios mío. Sintiéndome repentinamente acalorado, abro la puerta de un empujón y
salgo a la lluvia. Cuando rodeo la parte trasera del auto, Blake me llama la atención a
través del parabrisas del sedán blindado que está aparcado detrás de mí. Me guiña un
ojo, luego hace un agujero con una mano y desliza su dedo dentro y fuera de él. Ah, la
señal universal para echar un polvo.
Me reiría si viniera de Griffin o de otro de mis hombres, pero esta polla ya está en la
cuerda floja después de todo el fiasco de Benny. Abro la puerta del pasajero para mi
cita, y su respiración se detiene cuando me inclino sobre ella, pero finjo no darme
cuenta.
Sólo busco un paraguas.
Extiendo mi mano y fuerzo otra sonrisa.
—Permítame.
Protegidos de la tormenta, damos los cinco pasos hasta la puerta de su casa en
silencio.
—Bueno —susurra, mirándome fijamente como un ciervo ansioso en los faros—.
Este soy yo. A menos que... ya sabes, quieras subir a tomar un café o algo así.
Ya son las tres de la mañana en serio, esta mujer no paraba con las preguntas tontas
y mentiría si dijera que la idea de pasearla a lo perrito sobre sus sábanas de poliéster
mientras miraba la pared con motivos florales detrás de su cabecera me excitaba.
Desplazo mi atención por encima de su cabeza y al otro lado de la calle. Me molesta
saber cuál es la verdadera razón por la que no quiero subir, y no tiene nada que ver
con los negocios ni con que me aburran las morenas. Pero esa razón es tan ridícula que
casi quiero entrar para demostrarme a mí mismo que no es real.
Otro relámpago ilumina la calle principal. Rebota en superficies brillantes, como los
charcos de la calle, los escaparates y el cristal de la gran cabina telefónica de enfrente.
Un destello de color rojo esta vez real me llama la atención y mi mirada se estrecha
sobre él.
Seguramente no.
—¿Rafe?
Mi atención vuelve a centrarse en Claire. ¿Clara? Lo que sea. Cuando no puedo
recordar sus nombres, simplemente los llamo cariño.
—Lo siento mucho, cariño, pero tengo que empezar muy temprano mañana.
Su sonrisa esperanzadora cae.
—¿No vas a subir?
No, voy a renunciar a que me chupen la polla en favor de cruzar la carretera y
asegurarme de que no estoy alucinando.
—Créeme, cariño, estoy más disgustado que tú. —Otro relámpago, otro vistazo al
cabello rojo y a los ojos azules. Culpo a la distracción de una fracción de segundo por
haber dicho algo más que estúpido—. Volvamos a hacerlo alguna vez.
Me arrepiento en el momento en que sale de mis labios, y aún más cuando sus ojos
se iluminan como el Strip de Las Vegas. Me disculpo rápidamente, espero a que esté a
salvo tras la puerta de su casa y cruzo la calle a grandes zancadas.
Al acercarme a la cabina telefónica, mi mirada se cruza con otra a través del cristal
mojado por la lluvia. Por alguna razón, la irritación se dispara en mi pecho. ¿Qué es
ese dicho, otra vez? ¿Algo sobre que si piensas en el diablo, aparecerá?
Pues bien, esta noche el diablo está empapado y aferrado a un libro amarillo en su
pecho.
Cierro el paraguas y cojo el mango. Al otro lado del cristal, veo que Penelope
también lo coge. Su intento de mantener la puerta cerrada es patético, y apenas
encuentro resistencia cuando la abro de golpe.
Abriendo la puerta con el pie, apoyo los brazos en el marco metálico superior y dejo
que mis ojos suban por su cuerpo. Está empapada. Su ropa parece el pelaje de un perro
callejero de esos anuncios de la ASPCA, y su cabello está tan mojado que ha pasado
del cobre al óxido.
—¿Qué haces fuera tan tarde? Trabajando en la esquina de la calle cuando te pilló la
lluvia, ¿no?
El silencio.
Mi mirada se estrecha en el pánico esculpido en su rostro.
—¿Qué pasa? —De nuevo, no hay respuesta. Echo un vistazo a la calle vacía y entro,
cerrando la puerta tras de mí. Le agarro la barbilla—. No estoy en el negocio de
preguntar dos veces, Penelope.
Un grito ahogado se escapa de sus labios cuando un rayo inunda el espacio de luz.
Su mandíbula se flexiona contra la almohadilla de mi pulgar, y la comprensión inunda
mi malestar como un cubo de agua fría.
Dejo que mis dedos se desprendan de su cara y me río.
—¿Miedo a un pequeño rayo? Por favor, las posibilidades de que te caiga uno entre
un millón.
Es su turno de reír. Es ruidosa y amarga y cuando rebota en las paredes, de repente
soy consciente de lo pequeño que es esto.
—Te acompañaré a casa.
—No quiero caminar.
—Te llevaré a casa entonces. Estamos a treinta segundos de tu apartamento,
perezosa.
—Vete.
Me limpio la diversión de la cara con el dorso de la mano, me apoyo en la puerta y
la estudio. Cuando los relámpagos iluminan la cabina, sus hombros se tensan con
anticipación y sus dedos se cierran en puños a su lado. Sus labios se separan para
contar en susurros y, cuando llega al siete, un trueno le hace rodar los hombros
encorvados.
Su temblor hace brillar la plata que rodea su cuello.
Gimoteo.
—No hablas en serio.
Abre un ojo y me mira a través de él.
—¿Qué?
Le señalo su collar con la cabeza.
—Te crees una entre un millón. —Ni siquiera me molesto en intentar ocultar mi
mirada—. Qué tan ensimismado tienes que estar para creer...
—No estoy ensimismada. —Sus dedos temblorosos vuelan hacia su collar en
defensa—. Soy afortunada.
—Sí, porque que te caiga un rayo es una gran suerte.
Sacude la cabeza, pasando el trébol de cuatro hojas por la cadena.
—La suerte no consiste sólo en que te ocurran cosas buenas, sino en que las
probabilidades estén de tu lado. Todos los dados tienen un seis, ¿verdad? Cualquiera
puede caer en él, pero los afortunados tienen más probabilidades de caer en él que la
mayoría.
—Y con esa lógica, los afortunados tienen más probabilidades de que les caiga un
rayo —respondo secamente.
Asiente con la cabeza y yo suelto un suspiro socarrón.
—La suerte no existe, Penelope. Buena, mala o de otro tipo. No sé cuántas veces
tengo que demostrártelo.
Ahora, su otro ojo se abre y me mira con incredulidad.
—Eres el rey de los casinos. ¿Cómo no crees en la suerte?
—Porque soy una persona lógica. —Mentira—. Creo en la ciencia probada de la
probabilidad y la estadística. Todas las personas del planeta tienen las mismas
probabilidades de sacar un seis. Es matemática. Jesús, apuesto a que también haces
coincidir tu esmalte de uñas con tu horóscopo y no sales de casa cuando Mercurio está
retrógrado.
Ella frunce el ceño.
—Qué curioso—. Sus ojos se deslizan hacia el paraguas que tengo a mi lado y algo
travieso baila detrás de ellos—. Pues ábrelo.
—¿Qué?
—Si de verdad no crees en la suerte, ni en la buena, ni en la mala, ni en ninguna otra
—se burla, con una voz ronca que supongo que pretende imitar la mía—, entonces
abre el paraguas.
Me paso la lengua por los dientes. Miro la lluvia que golpea el techo. Joder, ahí me
ha pillado. Prefiero jugar a la ruleta rusa contra mi propia sien que abrir un paraguas
en el interior. Ni siquiera estoy seguro de sí una cabina telefónica cuenta como interior,
pero no voy a averiguarlo.
El siguiente rayo no podía llegar en mejor momento. Demasiado distraída por las
conversaciones sobre superstición, Penelope se olvida de contar hasta que el siguiente
trueno la sorprende. Grita. Golpea una mano contra mi pecho para estabilizarse. Mis
músculos se tensan bajo el peso de su cálida palma. Tal vez sea porque son más de las
tres de la mañana, o tal vez es que me he vuelto loco, pero deslizo mi mano sobre la
suya.
—Shh —murmuro, enroscando mis dedos sobre su palma—. Pronto parará.
Con los ojos muy abiertos, desliza su atención por mi camisa hasta donde mi mano
agarra la suya. Su fuerte respiración llena las cuatro paredes de la cabina telefónica. El
vapor se desprende de nuestros cuerpos y se arrastra por los cristales, y ahora no
puedo ver lo que hay al otro lado de ellos. Sólo está Penelope aquí dentro conmigo,
cautelosa y húmeda, temblando demasiado cerca de mí para sentirse cómoda.
Un ligero veneno se arremolina bajo mi piel, picante y caliente.
¿En qué estaba pensando? Entré en esta cabina telefónica como si fuera a dar un
paseo dominical. Como si no estuviera atrapado en una caja de ocho por cuatro con
una chica en cuyo cuerpo semidesnudo había pensado al menos una vez por hora
durante tres días seguidos.
Ahora, ¿qué se interpone entre yo y ese sujetador de encaje? Un par de capas de
ropa mojada que podría tener fuera de su cuerpo en menos de diez segundos. Menos
de cinco, si me sintiera... imprudente.
La lujuria crepita y estalla como una corriente eléctrica que baja hasta la punta de
mi polla. A la mierda toda la tontería de la Reina de Corazones. Aunque no sea mi
carta de perdición, es mala para mí. Mala para mi autocontrol y para mi imagen. Sólo
la chispa de desafío en sus grandes ojos azules me hace querer arrancar mi máscara de
caballero y devorarla entera.
Me aclaro la garganta y suelto su mano, en parte porque esta camisa es de Tom Ford,
y en parte porque la suavidad de su palma contra mi pecho me está dando una semi
erección.
—Si crees que tienes tanta suerte, juguemos a un juego.
Sus ojos se entrecerraron, la precaución luchando con el interés.
—¿Qué juego?
Mordiéndome la risa ante su incapacidad para ocultar su excitación, saco un dado
del bolsillo de mis pantalones. Lo lanzo al aire, lo cojo y giro la palma de la mano hacia
arriba con los dedos cerrados.
—Adivina el número. Si aciertas, admito que tienes suerte.
Lanza una ceja sarcástica.
—¿Eso es todo lo que se necesita para que me creas?
Por supuesto que no. Pero otro rayo acaba de encender el cristal junto a su cabeza,
y no se ha inmutado.
—Claro.
—¿Y qué gano yo?
—Derecho a presumir.
Pone los ojos en blanco.
—¿Y?
Me río.
—Cien dólares.
Otro estruendo y ni siquiera se da cuenta.
—Cuatro.
—¿Seguro que no quieres pensar en ello?
—No necesito pensar; lo sé.
De repente se me ocurre qué es lo que hace a esta chica tan atractiva. Aparte de que
físicamente es la definición de mi tipo en el diccionario, es su confianza en sí misma lo
que me atrae. Está al borde de la arrogancia, lo que supone un reto en sí mismo. Parece
que anhelo la satisfacción de sacárselo de encima con cualquier medio posible.
Desenrollo mis dedos.
Nuestras miradas chocan, la suya bailando de alegría, la mía teñida de incredulidad.
Tienes que estar bromeando. Con una sonrisa socarrona que quiero borrar, tal vez
con mi propia boca, extiende su mano entre nosotros.
Le doy un golpe en la palma de la mano con más fuerza de la necesaria. Por suerte,
se lo mete en el bolsillo y no en el sujetador.
El aire está impregnado de su excitación. Se apoya en el cristal, dejando al
descubierto la suave curva de su garganta, y luego me mira a través de las gruesas
pestañas.
—¿Al mejor de tres?
Me río.
—Te estás pasando, chica.
—Oh, vamos. Puedes permitirte perder algunos billetes más. Eres un
multimillonario con dos yates y una isla entera en el Caribe. —Mueve la cabeza hacia
la calle—. Probablemente tienes mil dólares en cambio sólo en la consola central de tu
auto.
Mis ojos se desvían.
—¿Me has estado buscando en Google o algo así?
El aire se agita con el sonido de su risa. No me gusta cómo sabe; cómo se siente en
mis pantalones.
—O algo así —susurra.
Joder.
Me sostiene la mirada durante más tiempo del que debería. Su sonrisa socarrona se
desprende lentamente de sus labios, hasta que no queda ni rastro de humor en su
bonita cara.
¿Me buscó? ¿Por qué eso me hace sentir una oscura oleada de placer? Supongo que
porque significa que ha estado pensando en mí.
Sin embargo, dudo que haya pensado en mí de la misma manera que yo he pensado
en ella.
Media desnuda y cubierta de esa crema.
La imagen se me cruza detrás de los párpados por millonésima vez en el día. Antes
de que pueda detenerme, cierro la brecha que nos separa, apoyando la palma de la
mano en la pared por encima de su cabeza.
Se tensa cuando me acerco. Entonces, mientras otro trueno sacude la cabina, deja
escapar un aliento caliente y tembloroso contra la base de mi garganta. Lo siento como
un peso de plomo en mis pelotas, y empujo mi mano un poco más fuerte contra la
pared.
Mirando las tarjetas de visita de taxistas y prostitutas baratas, le hago una pregunta
que sé que no debería hacer.
—¿Has estado alguna vez enamorada, Penelope?
No sé por qué lo pregunto. Una mezcla de que fue una de las últimas preguntas que
me hizo mi cita, y una leve curiosidad, supongo. A veces, cuando una chica se muda
a su pequeña ciudad natal, es porque le han roto el corazón, según la mayoría de las
películas de mierda de Hallmark que mi madre solía ver en esta época del año.
Los ojos de Penelope se deslizan hasta los míos, escudriñándolos con una expresión
de cautela.
—¿Es otro juego?
Sacudo la cabeza.
—Entonces, no.
Un pequeño parpadeo de alivio baila como una vela en la oscuridad de mi pecho.
Ridículo. No debería importarme una mierda si esta chica ha estado enamorada o no.
No me importa.
—¿Por qué no?
Creo que sé la respuesta. Veintiún años no es edad para enamorarse. Pero, para mi
sorpresa, inclina la barbilla, me mira fijamente a los ojos y me dice algo que no espero.
—Las mujeres no se enamoran; caen en la trampa.
Dejando escapar un suspiro, me separo de la pared en un intento de alejarme del
embriagador aroma de su champú de fresa. Lejos del calor húmedo de su abrigo
rozando mi pecho. Pero aunque me apoye en la fría puerta de cristal, me resulta
imposible alejarme de ella. Puede que mida un metro y medio, pero llena cada
centímetro de este espacio, haciendo que el aire sea tan denso y dulce que podría
estallar por las costuras.
Me pregunto quién le hizo daño. Un chico de su edad. Algún niño manchado en su
sótano, sin duda. Brevemente, estúpidamente, me pregunto si debería hacerle daño a
él también.
—Esa es una visión muy hastiada del amor, Penelope.
—¿Y tú? —Mi mirada baja del techo manchado por la lluvia al oír la voz de
Penelope—. ¿Has estado alguna vez enamorado?
Me río. No puedo decirle la verdad. No puedo decirle la verdad a nadie, ni siquiera
a mis propios hermanos. Porque si lo hiciera, tendría que admitir algo más, algo más
grande.
Elegí el Rey de Diamantes, no el Rey de Corazones.
Es más fácil ir con la misma respuesta que le di a Callie. ¿O era Cora?
—Me temo que no, Penelope.
Exhala un aliento bajo y lento que se arrastra por debajo de mis costillas y llena la
cavidad hueca que hay allí. Su expresión es indiferente, ilegible, pero sus ojos brillan
con algo más caliente.
Cuando se fijan en los míos, mi corazón golpea contra mis costillas.
La lluvia cae de su cabello sobre mis mocasines en ruidosos y pegajosos plops. En el
exterior, los autos se deslizan sobre los adoquines mojados de Main Street, sus
neumáticos crean un silbido sin fricción y sus faros bañan los cristales empapados de
lluvia. Desplazan un brillo amarillo fragmentado sobre los planos de la cara de
Penelope.
Mi mirada desciende hasta sus labios carnosos y separados, y luego desciende por
la curva de su garganta, que se balancea.
—La tormenta ha parado —susurra.
—Hace cinco minutos.
Da un paso hacia mí, metiendo su libro bajo el brazo.
—Debería irme.
Mi mandíbula se tensa cuando su pecho roza el mío. Cuando se da cuenta de que
no me he movido, se tensa y me mira con recelo.
Un sentimiento familiar se arremolina en mis venas. Es oscuro y peligroso y no tiene
cabida en mi sangre en una noche de jueves cualquiera. Los pensamientos sádicos que
surgen de las sombras de mi cerebro tampoco deberían estar ahí.
Inclino la cabeza hacia un lado. Meto las manos en los bolsillos y las cierro en puños.
—¿Y si no te dejo ir?
Es una pregunta, no una amenaza.
Tal vez.
Sea lo que sea, no debería salir de mis labios.
Su ceño fruncido no oculta el miedo que pasa por sus ojos de cierva en una ola.
Inclina la barbilla y dice:
—Me enfrentaré a ti.
Mi pulgar deslizándose por mi boca oculta mi oscura diversión. ¿De dónde saca esta
chica su confianza? La parte superior de su cabeza apenas llega al tercer botón de mi
camisa, por el amor de Dios. Si quisiera... salirme con la mía, no podría hacer nada
para impedirlo.
Tanto la excitación como la inquietud zumban bajo mi piel.
—¿Y cómo lo harías?
¿Qué coño estás haciendo, Rafe? Parece que cada interacción que tengo con esta
chica se convierte en un juego. Este se siente como una venganza. Por llevar mi
aftershave. Por negar con la cabeza cuando le pregunté si quería que fuera un
caballero. Quiero hacerla sentir tan incómoda como ella me hace a mí. Sólo que este
juego parece más arriesgado que una tirada de dados o una apuesta a medias.
Y no puedo asegurar que sea yo quien gane.
Al diablo con esto.
No estoy en el negocio de asustar a las mujeres para mi diversión, de todos modos.
No así. Sólo estoy cansado y cachondo y probablemente esté delirando por la falta de
oxígeno aquí dentro. Estoy a punto de apartarme con una risa fácil cuando los ojos de
Penelope se clavan bajo mi cinturón.
Se me calienta la sangre. Chica tonta. La primera regla de cualquier juego es no dejar
que tu oponente vea tu próximo movimiento. Se lo concedo, es rápida. Yo soy más
rápido. Cuando su rodilla sube para encontrarse con mi ingle, mi rodilla también sube.
La deslizo entre sus piernas y la inmovilizo contra la pared trasera.
Con el corazón acelerado por la adrenalina que conlleva una victoria, aprieto mi
cuerpo contra el suyo, con una risa triunfal zumbando en lo más profundo de mi
garganta.
—Demasiado lenta, Penelope. ¿Y ahora qué?
No responde, y con cada segundo pesado que pasa, una conciencia caliente y
espinosa me atraviesa. La agudeza de sus uñas clavándose en mis bíceps. Su aliento a
vapor contra mi nuez de Adán. El calor del montículo de su coño contra mi muslo, y
el pulso rápido y parpadeante que late en medio de él.
Joder.
Mirando una gota de lluvia que se abre paso por el cristal, respiro lento y
profundamente. No sirve de mucho para enfriar la lujuria que me recorre las venas.
No lo hagas, Rafe.
No lo haré. No empujaré mi muslo más profundamente entre sus piernas con la
esperanza de que gima por la fricción. No la agarraré por la nuca, inclinaré sus labios
hacia los míos y exploraré el sabor de su boca de sabelotodo.
Sería demasiado fácil, seguro. Un cóctel embriagador de calor corporal, lluvia y
oscuridad nos protege del mundo exterior. Podría tener a esta chica en un abrir y cerrar
de ojos, sin necesidad de cenar y sin que nadie más que yo, ella y mi propia conciencia
lo supieran.
De repente, las caderas de Penelope se inclinan hacia delante, su coño se desliza
medio centímetro por mi muslo.
Mi estómago se tensa.
—No lo hagas.
Es una advertencia aguda, emitida a través de la brecha entre mis dientes apretados.
Vuelve a moverse, esta vez de forma más deliberada. Su cabello mojado me hace
cosquillas en la garganta cuando inclina la barbilla.
—¿O qué?
Es apenas un susurro, pero está cargado de una insolencia que quiero arrancar de
sus cuerdas vocales. Lo que ese tono hace a mi polla debería ser ilegal.
La sangre me late en las sienes y en la polla, mi mente nada en malos pensamientos
y mi lengua se amarga con el sabor de las malas decisiones.
Debería alejarme de esta chica. Nada bueno podría salir de ella, con o sin carta de la
muerte. Pero si lo hago, entonces pierdo el juego que empecé.
Y no me gusta perder.
No. Es una niña y yo soy su jefe. Haciendo acopio de todo el autocontrol que tengo,
me alejo de ella y salgo a la calle.
Contemplando un Santa Claus desinflado que se balancea perezosamente contra
una farola, me reajusto los pantalones y me aliso la camisa. Respiro profundamente el
aire húmedo de diciembre. La lluvia que cae del cielo me refresca, mi cabeza se aclara
y mi sentido común vuelve a aparecer.
Jesús, definitivamente me pasé de la raya. Supongo que la proximidad forzada y su
comportamiento malcriado le hacen eso incluso al hombre más sensato. Aun así,
debería disculparme; esa no era forma de comportarse con una dama, ni siquiera con
esta.
Detrás de mí, la puerta de la cabina telefónica se cierra de golpe y unos pasos
pesados se alejan en la otra dirección. Me meto las manos en los bolsillos y sigo el ritmo
de Penelope, que se dirige a su apartamento.
—Penelope.
Me ignora y se dedica a mirar los charcos que tenemos debajo.
—Sabes. No tienes que acompañarme a casa.
—Son las tres de la mañana.
—No soy tu cita. —Se detiene bruscamente y se gira para mirarme. Busco en sus
ojos algún tipo de miedo, pero sorprendentemente, nada de eso se arremolina tras esos
grandes iris azules—. ¿Qué ha pasado? ¿No te invitaron a tomar un café?
A pesar de que mi polla palpita en mis pantalones, la diversión me invade.
—¿Es eso lo que hacen las damas? ¿Invitar a los hombres a su apartamento a tomar
café?
Ella traga. Apretando su libro, sus ojos se deslizan por la parte delantera de mi
camisa, pasando por mi cinturón, y se posan en mi polla. El calor de su mirada hace
que mi puño se cierre con más fuerza en torno a la ficha de póquer que tengo en el
bolsillo. Que Dios me ayude.
—No sabría decirte —susurra, deteniéndose ante una puerta verde—. No soy una
dama.
Y luego, sin siquiera despedirse, desaparece tras la puerta y la cierra de golpe.
La miro con incredulidad durante unos instantes, luego giro la cabeza hacia el cielo
y suelto una carcajada sin gracia.
Esta chica no puede ser real.
Giro sobre mis talones y vuelvo a pasear por Main Street, con el cálido coño de
Penelope aun marcando mi muslo, su insolencia aun bailando en mis oídos.
Al pasar por delante de la cabina telefónica, algo lento e instintivo se cuela por
debajo de mi cuello, frenando mi marcha.
¿Seguro que no?
Antes de que pueda ponerle peso, me deslizo de nuevo dentro de la cabina
telefónica y cojo el auricular del teléfono. Aprieto la tecla de la estrella, seguida del seis
y el nueve.
Y cuando una voz familiar de mi creación flota por la línea, mi risa llena el espacio
más de lo que podrían hacerlo los susurros sin aliento de Penelope.
Que empiecen los juegos, tonta.
Diecisiete

C
uando la puerta de mi apartamento se cierra tras de mí, un par de maltrechas
Chucks salen al felpudo de bienvenida al otro lado del pasillo. Levanto la
mirada para encontrarme con la sonrisa ladeada de Matt.
—Ahí está. —Se tira de un gorro—. Pensé que te habrías hartado de tus alfombras
pegajosas y de la música rock del 8B y te habías largado de nuevo de la ciudad. ¿Cómo
has estado?
No diría que he estado evitando a Matt, pero mentiría si dijera que no he aguantado
la respiración y silenciado la televisión cuando ha llamado a mi puerta unas cuantas
veces.
En cuanto se enteró de que estaba en el hospital, se convirtió en Florence
Nightingale. Se siente culpable porque no sabía que me había ido de la boda, aunque
la culpa es mía por no habérselo dicho. Aunque he vuelto a ser la de siempre y mi
herida apenas es más que una marca, sigue controlándome y trayéndome la cena.
Definitivamente no me quejo de la comida gratis.
Decido alejar el tema de mi cabeza por una vez.
—¿Qué pasa con el 8B, de todos modos?
Menos mal que no duermo, porque el vecino que está entre el apartamento de Matt
y el mío pone música de mierda a todas horas.
Sus ojos se iluminan mientras bajamos la escalera.
—¿Quieres saber una locura?
—Siempre.
—Llevo casi cinco años viviendo aquí y no tengo ni idea de quién vive allí.
Salimos a los adoquines helados bajo un cielo soleado. Me detengo lentamente y
entrecierro los ojos para mirarlo.
—¿De verdad?
Matt se desliza un par de Ray-Ban por la nariz.
—Ajá. Nunca los he visto en el pasillo y nunca he visto que se entreguen cartas o
paquetes en su buzón. —Mira hacia el edificio y baja la voz—. Escucha esto. Una vez,
llegué a casa después de una noche de juerga, y la música me estaba poniendo
nervioso. Así que cogí un vaso y puse la oreja en la pared. Conoces ese truco, ¿verdad?
Hace que todo sea más fuerte.
Asiento con la cabeza.
—Sí, bueno, por debajo de la música a todo volumen, pude escuchar que perfora.
Mordí otra carcajada.
—No, no podrías.
—Estoy hablando en serio, Penny. Y esto fue a las tres de la mañana. ¿Qué carajo
estás perforando a las tres de la mañana?
Nos ponemos en marcha, luchando contra el viento abrasador mientras caminamos
por la calle principal. El sol ya se está hundiendo en el horizonte, creando un fuerte
resplandor anaranjado sobre los adoquines.
—Creo que tienes que dejar la hierba.
—Creo que tienes razón. De todos modos, ¿cómo va el trabajo? ¿Anna ya ha dicho
algo sobre mí?
Todavía no he tenido el valor de decirle que es una gran perra. Especialmente
cuando ha estado dejando bolsillos de pizza en mi puerta.
—Ah, puedes hacerlo mejor que Anna —digo con despreocupación—. Un tipo como
tú podría conseguir a Beyonce, si quisiera.
Pone los ojos en blanco.
—Sí, voy a cruzar los dedos para que me haga un swipe en Tinder.
Todavía me estoy riendo cuando llegamos al final del camino. Estamos a punto de
separarnos, cuando su atención se dirige a mi muñeca.
—¡Oye, bonito reloj!
Estiro el brazo y el Breitling me guiña el ojo, como si estuviéramos en una broma
privada.
Después de un sueño intranquilo, esta tarde me he despertado llena de las ardientes
llamas de la venganza. Anoche, Raphael me había hecho sentir un torbellino de
emociones. Estaba irracionalmente cabreada porque estaba con una mujer, conflictiva
porque me calmó durante la tormenta, y luego enloquecida cuando deslizó su muslo
entre los míos. Su presencia llenó la cabina telefónica y se impregnó en mi piel, y odio
que no se elimine tan fácilmente como su aftershave.
Llevo su reloj y sé que no es sólo para fastidiarle, sino también porque si estoy
jugando a este baile con Raphael, no estoy pensando en Martin O'Hare y en que le diga
a los noticieros nacionales que va a tomarse la justicia por su mano. Se me da bien
meter las cosas malas hasta el fondo, siempre que tenga algo que me distraiga.
Raphael Visconti es una distracción muy bienvenida.
Gracias a mi recién adquirido reloj, hoy soy puntual, por lo que el elegante
transbordador del personal sigue balanceándose al final del muelle cuando llego a él.
Mientras uno de los lacayos de Raphael, inducido por los esteroides, me sube a la
nave, soy todo sonrisas y charlas.
El ceño fruncido de Anna se convierte en una sonrisa de satisfacción cuando Claudia
le susurra algo al oído, pero entonces el motor estalla bajo el banco y me resulta
imposible dar una mierda. Cierro los ojos y disfruto del asalto salado, encontrando la
libertad en el cabello enredado, las mejillas mojadas y la nariz entumecida.
Hay viajes peores, supongo. Y además, Martin O'Hare no va a encontrarme en
medio del Pacífico, ¿verdad?
El rugido del motor se reduce a un estremecedor ralentí, y cuando abro los ojos, me
encuentro con una mirada más afilada que una aguja e igual de capaz de hacer estallar
mi corazón lleno de helio.
Raphael está de pie en la plataforma de desembarco, un contraste de líneas negras
nítidas y detalles dorados que brillan bajo el sol de invierno. Es ancho y alto y, aun con
quince metros y una fuerte corriente entre nosotros, su presencia me llega al alma
como la llama de un Zippo bailando demasiado cerca de un vertido de petróleo.
El barco choca contra una defensa, el jefe vestido con un traje asegura la línea de
amarre y Raphael da un paso suave hacia adelante. Los gemelos de dados parpadean
y una ficha de póquer de oro desaparece en el bolsillo de sus pantalones.
—Buenas tardes, señoras —dice suavemente, con una sonrisa satinada tallada en
sus hoyuelos.
Un coro de risas flota a mi alrededor. Me doy la vuelta y suspiro contra el viento,
deseando que me lleve de vuelta a la orilla. Tal vez incluso hasta la frontera con
Canadá.
—Permítame.
Un tono sedoso y mi propia curiosidad me hacen girar la cabeza lo suficiente como
para ver a Raphael subirse los pantalones y extender una gran mano hacia Katie. La
sube a cubierta con facilidad y se ríe cuando ella cae sobre su pecho.
—Estoy seguro de que hay algo en el manual del personal sobre beber antes de un
turno, Katie —bromea—. Lo dejaré pasar esta vez, ¿de acuerdo?
Él guiña un ojo, ella se sonroja y yo me pregunto si ahogarse es realmente tan malo
como todo el mundo lo pinta.
Claudia se abre paso a codazos hacia el frente y extiende su mano.
—Dios mío, ¿quién es el afortunado? —Raphael se queja, pasando un pulgar por su
anillo de diamantes.
—Ese no es mi dedo anular, Sr. Visconti. —Se ríe y agita su otra mano en el aire—.
Este es mi dedo anular. Y como puede ver, está muy desnudo.
Raphael la clava con una sonrisa perezosa.
—Uf. Pensé que estabas a punto de romperme el corazón, Claudia.
Con una picazón en la sangre, miro hacia el mar y hago lo posible por no escuchar
las bromas de plástico ni los vergonzosos intentos de flirteo. Laurie aparte, se limitó a
darle una palmadita en el hombro y a huir hacia el baño más cercano, estas chicas
deben tener tres neuronas entre ellas si son lo suficientemente crédulas como para caer
en el acto de Raphael Visconti.
Su encanto es como su loción de afeitado, embriagador. Pero cuando te acercas
demasiado a la fuente, como hice yo anoche, puedes ver lo que realmente es: un grueso
velo de satén que oculta el peligro que hay debajo.
—Penelope.
Su voz es más fría cuando me toca la nuca, haciendo que mis párpados se cierren.
Una energía nerviosa zumba ahora bajo la superficie de mi piel. Había pensado que
era una idea genial deslizar su reloj cuando pasé mi maleta esta mañana, pero ahora,
con su antiguo dueño a pocos metros detrás de mí, soy un poco menos valiente.
Me pongo en marcha y me doy la vuelta. Por desgracia, soy la única chica que queda
en el barco y, a menos que me apetezca volver nadando a la orilla, solo hay una forma
de salir de él.
Raphael mira por encima de su hombro al oír el sonido de la puerta que se cierra
detrás de él. Cuando su mirada vuelve a la mía, es cinco tonos de Pantone más oscura.
—No tengo todo el día.
—Y no tengo una pierna rota. No necesito tu ayuda, gracias.
Me mira fijamente durante un rato, luego cambia su atención a algo por encima de
mi cabeza y extiende su mano. Puede fingir apatía todo lo que quiera, pero el tic de su
mandíbula sugiere que preferiría que le sacaran los dientes a que yo se los agarrara.
—No sería muy caballeroso por mi parte no ayudarte —dice secamente.
Como si de repente hubiera recordado algo más por lo que se había olvidado de
estar cabreado, me pasa un ojo por el costado del muslo, suelta un siseo caliente y
vuelve a mirarme por encima de la cabeza.
—Y no sería muy femenino por tu parte bajar del barco con el culo al aire.
—No como si no lo hubieras visto ya —respondo. Mi corazón se estremece al
recordar su mirada en el vestuario.
—Sí, pero mis hombres no lo han hecho —dice con frialdad—. Y vamos a
mantenerlo así.
Sólo ahora me doy cuenta de que no está mirando a lo lejos simplemente para evitar
mirarme, sino que está mirando algo. A alguien. Me doy la vuelta y sorprendo al
capitán mirando la parte posterior de mis muslos, como si estuviera ensimismado. Al
sentir el peso de dos pares de ojos, levanta la vista, se estremece y se da la vuelta
rápidamente.
Suspiro. Los hombres.
—Arriba. Ahora.
Vaya. Miro la gran mano que tengo bajo la nariz. Remolinos azules bajo la piel
aceitunada y uñas pulcras y romas. Se me escapa una respiración temblorosa mientras
mi mente flota en dos escenarios:
Esa mano deslizándose sobre el hueco de mi cadera.
Me aprieta la garganta.
Suave. Duro. Cada una, por desgracia, tan tentadora como la otra.
Me aclaro la garganta en un intento de recuperar algún tipo de control y deslizo el
pulgar y el índice alrededor de su muñeca, entre la correa del reloj y el puño. Le subo
la manga unos centímetros y revelo lo que ya sabía que iba a estar ahí.
Tinta, y mucha.
Al igual que su encanto y su aftershave y las sonrisas de los domingos por la
mañana, sus trajes a medida son un velo más que disimula la oscuridad que se filtra
de dentro hacia fuera. La seguridad privada. Los yates. La autonomía sobre toda una
puta costa. Es tan evidente que Raphael es un hombre malo, y me pregunto si todas
las mujeres que lo miran con el corazón en los ojos simplemente deciden no verlo.
¿Cómo voy a ser buena si estoy obsesionada con algo tan malo?
El corazón me late en la garganta, rozo con el pulgar la letra italiana. Acaricio la
esquina de un naipe de la J. Un cóctel de curiosidad y lujuria florece caliente entre mis
muslos, en parte porque no me impide subirle la manga un poco más, y en parte
porque me duele saber hasta dónde llegan sus tatuajes. ¿Media manga? ¿Manga
completa? ¿O cubren cada centímetro de su piel esculpida y bronceada, como secretos
pecaminosos bajo una capa de Brioni?
Levanto la vista y lo encuentro observándome, con su propia curiosidad suavizando
los planos de su rostro.
—No me engañas —murmuro.
Mi satisfacción dura poco, ya que un destello verde y dos manos fuertes me sacan
del transbordador. Se deslizan por debajo de mis brazos y me llevan como un muñeco
de trapo por la plataforma de desembarco hasta el garaje de las motos acuáticas. Mi
espalda se golpea contra algo duro y me preparo para el momento en que mi cabeza
corra la misma suerte.
Pero el chasquido no llega, porque la mano de Raphael se desliza por detrás de mi
coronilla y amortigua el golpe, mientras que la otra mano se posa sobre mi boca y
absorbe mi grito.
Oh, mierda. Estoy apretada contra el rincón más oscuro y silencioso del yate, y a
pesar de su sofisticada silueta, no estoy del todo segura que el animal que me atrapa
esté domesticado.
El pulso me retumba en los oídos, el sonido casi se pierde con el rugido de la
adrenalina que lame mi cuerpo como un incendio. Estoy jadeando, y la irónica
diversión que se arremolina en la mirada de Raphael sugiere que está disfrutando de
cómo cada una de mis respiraciones entrecortadas humedece su palma.
—Déjame...
La incertidumbre surge detrás de su fría conducta y su agarre se estrecha alrededor
de mi mandíbula, poniendo fin a mi protesta con un punto final. Apenas es la
contracción de un músculo, pero al igual que el apretón de mis pechos y la flexión de
su muslo contra mi coño, la insinuación se siente mucho más pesada.
Se acerca tranquilamente, obstruyendo mi visión de la única salida.
—¿No te has enterado, Penelope? —reflexiona—. Las pelirrojas nunca deben hablar
primero cuando suben a un barco. Es... —Se detiene. Echa los hombros hacia atrás y
corrige su sonrisa—, inapropiado.
Mi coño se aprieta en torno a la palabra inapropiado. Debe de haberse dado cuenta,
porque acentúa mi gemido contra su palma con un fuerte tirón de mi cabello. Dios
mío.
Con una sonrisa perezosa, busca mi mirada entrecerrada, como si admirara el
frenesí en el que me ha metido. Sus ojos se desplazan hacia el sur, rozando mi escote,
antes de volver a encontrarse con los míos con un gesto de aprobación.
—Aunque me duela admitirlo, eres bastante sexy cuando estás amordazada.
Dulce, santo infierno. Mi clítoris late al compás de su burla; mis pezones ansían la
fricción de su pecho contra el mío.
Una palma caliente contra mi boca, unos dedos gruesos en mi cabello y el olor a
cloro mezclado con su aroma característico asaltando mis fosas nasales: estoy cayendo
en el negro abismo del purgatorio sensorial, y Raphael Visconti se asoma al borde,
esperando pacientemente a que toque el fondo. Tengo la sensación de que si no salgo
de inmediato, moriré a merced de sus grandes manos y su sonrisa de satisfacción.
Empujo hacia atrás su mano detrás de mi cabeza, creando un milímetro de espacio
entre mi boca y su palma. Saco la lengua la aplano y lamo.
Lentamente. Despacio. El vapor sube de mi sangre con cada centímetro de su palma
que cubro.
La comprensión recorre los duros planos de la cara de Raphael, y entonces el humor
de su mirada se apaga como un interruptor de luz, sumergiéndonos en la edad de
hielo.
Mi respiración se ralentiza. Mi triunfo se dispara.
Una sonrisa vuelve a curvar sus labios, pero esta vez es fría y calculada. Cargada de
malas intenciones, cada una de ellas destinada a mí. Antes de que pueda zafarme de
su agarre, me quita la mano de la boca y la arrastra por el costado de mi mejilla, con
fuerza, cubriendo mi piel húmeda con mi propia saliva.
¿Qué carajo? Es una represalia infantil, pero el peso húmedo de su palma
deslizándose sin fricción sobre el ángulo de mi pómulo provoca un violento escalofrío
en las terminaciones nerviosas de mi clítoris. Dios, se siente tan sórdido, tan obsceno,
una sucia manía que no sabía que me gustaba. Antes de que la palma de su mano se
deslice fuera de mi barbilla, engancha su pulgar sobre la curva de mi labio inferior
para mantenerlo allí.
Me olvido de respirar. Me olvido de sentir. Estoy demasiado concentrada en la
oscura fascinación que nubla sus ojos mientras desliza su pulgar de un lado a otro de
mi labio. Puede que tenga mi propia saliva chorreando por un lado de la cara, pero un
desagradable brote de satisfacción se extiende detrás de mi pecho dolorido. He estado
delante de suficientes hombres hambrientos como para reconocer esa mirada. Tinta
pecaminosa, yates y cartera gorda aparte, aquí soy yo la que tiene la sartén por el
mango.
Estoy ganando este juego.
Me lo compruebo a mí misma apretando con los dientes su pulgar cuando vuelve a
acercarse al centro de mi labio. Un resplandor de fastidio, un silbido caliente de aliento,
y luego la mirada de Raphael se dirige a la mía.
Pasan tres latidos irregulares antes de que gane la suficiente compostura para
arrastrar su pulgar de mi boca y apoyarlo ligeramente en la hendidura de mi barbilla.
—Seguro que muerdes cuando follas —dice pensativo, como si hablara consigo
mismo y no conmigo.
Me da un vuelco el corazón.
—Y te apuesto cien dólares a que estás empalmado ahora mismo —respondo.
No sé por qué lo digo. Borracha de lujuria y de ilusiones, tal vez. Pero algo en mis
palabras parece ser el antídoto que Raphael necesita para recuperar la compostura. Se
desenreda de mí y da un paso atrás. Se mira la mano mojada con leve diversión, saca
el pañuelo de bolsillo de la chaqueta del traje y lo limpia entre sus gruesos dedos.
Con una última mirada, Raphael se acomoda un gemelo y gira sobre sus talones.
—Eres una perra, Penelope —dice con despreocupación por encima del hombro—.
Debería ver para sacrificarte.
—Ya lo han intentado.
Sus pasos se detienen y vuelve a mirarme.
—¿Y?
—Mordí al veterinario.
Silencio. Entonces su risa, oscura y peligrosa, flota y acaricia mi piel como la de un
amante de toda la vida. Su placer me recorre por dentro y se asienta como un peso en
mis bragas ya empapadas.
Justo cuando Raphael sale a grandes zancadas del garaje y se pierde de vista, un
ligero toque golpea la cubierta. Temblorosa, me acerco a ver lo que ha tirado.
Ahora me toca a mí reír, aunque con un tono más nervioso que el de Raphael.
Cinco billetes de veinte dólares en una pinza de plata.
Dieciocho

B
enny está de pie en el barco, con los brazos extendidos y las piernas separadas a
la altura de los hombros. Un cigarrillo apagado cuelga de sus labios, y su mirada
es casi lo bastante ardiente como para calentar este gélido día de diciembre en
alta mar.
—Cazzo14 —gruñe mientras Griffin desliza una mano fornida por la costura interior
de sus pantalones—. Si querías tocarme la polla, sólo tenías que pedírmelo.
—Tendría que encontrarla primero —replica Griff.
La diversión abandona mis labios en una bocanada de condensación, lo que sólo
hace que el ceño de Benny se frunza más.
—¿No confías en mí, cugino?
—Protocolo estándar, Ben.
—¿Quieres que me ponga en cuclillas y tosa a continuación?
Sonrío.

14 Mierda en Italiano.
—Depende. ¿Tienes algo metido ahí arriba que deba saber?
Griffin me hace un gesto cortante con la cabeza y da un paso atrás, dejando libre a
mi primo para embarcar en el yate. Le subo a la plataforma de desembarco con una
mano y le doy una palmada en la espalda con la otra.
Se alisa la parte delantera de la camisa y se acomoda el cuello.
—Hace tiempo que no te veo en tierra firme. ¿Vives a bordo?
Asiento con la cabeza.
—Es un poco más lujoso que cualquier hotel de Dip, ¿no crees? Además, significa
que no puedes aparecer sin avisar como siempre, con tus putas y tu whisky.
Se ríe.
—Por desgracia, lo único que he traído hoy son malas noticias.
Mi corazón se hunde cinco centímetros en mi pecho. Por supuesto que sí. Parece que
todas las noticias son malas últimamente. Cada vez que levanto el teléfono o abro un
correo electrónico, otro ladrillo de mi imperio se desmorona.
Benny entra en el salón, coge una botella de Smuggler's Club de detrás de la barra y
desaparece por la escalera de caracol. Lo encuentro en el comedor de la tripulación,
asomando su mano vendada entre las cajas de pizza y los sándwiches dispuestos para
mis hombres.
—No puedes decirme que tienes una mala noticia y luego proceder a beber —digo
secamente, haciéndole un gesto para que se acerque a la cabina de la esquina.
Roe una porción de pizza, se acerca y deja caer una fina carpeta manila frente a mí.
La abro de un tirón y miro con recelo la lista de nombres conocidos. La mitad de ellos
están tachados con el trazo afilado de una pluma estilográfica.
—¿Qué es esto?
—Esta lista de invitados V.I.P para la noche de póker del jueves. —Saca una silla y
se deja caer en ella—. Diez de nuestros mejores jugadores se han retirado.
Benny, Tor y yo llevamos años celebrando una noche de póquer conjunta en Hollow
el último jueves de cada mes. Es una asociación que siempre ha funcionado a la
perfección. Tor trae a los peces gordos de Cove, yo los traigo de Las Vegas, y Benny
trae todo lo que los multimillonarios con demasiado dinero y poca moral puedan
desear. Desde que Tor desapareció de la faz del planeta, todavía no tengo noticias de
ese cabrón, Benny y yo hemos decidido ir por libre por primera vez en mucho tiempo.
Mis molares traseros rechinan, pero mantengo mi expresión indiferente.
—Déjame adivinar; todos han cogido esa desagradable gripe que anda por ahí.
Sonríe ante mi sarcasmo.
—No estás muy lejos, cugino. Dante siempre ha sido un puto germen.
Mi mirada se levanta de la lista para encontrarse con la suya.
—¿Qué ha hecho?
—Al parecer, está celebrando una noche de póker que rivaliza con la nuestra en
Cove. La misma noche, a la misma hora. Llamó a todos nuestros grandes jugadores y
les ofreció entradas a mitad de precio y el doble de ganancias. —Se echa hacia atrás en
su silla, observando mi reacción sobre su trozo de pizza.
Doy una pequeña sacudida de cabeza.
—Ni uno solo de estos hombres lo aceptaría.
Puedo decirlo con toda confianza. Nuestros clientes no vienen a nuestras noches de
póquer por entradas baratas, vienen porque yo estoy allí. Estos hombres vuelan desde
todo el mundo para tener la oportunidad de sentarse en la misma mesa de terciopelo
que yo. Me paso la mayor parte de la noche firmando fichas en lugar de jugarlas.
—Tienes razón. Obviamente, ninguno de ellos va a ir a la noche de póker de Dante,
tampoco. Pero el hecho de que llame a todos y les ruegue que cambien sus planes hace
evidente que hay una ruptura en la familia Visconti. Parece que todos quieren
mantenerse alejados en caso de quedar atrapados en medio de ella.
Me golpeo un dedo contra la hendidura de la barbilla, mirando las luces de la franja
sobre la cabeza de Benny.
—¿Dónde lo tiene?
—Portafortuna. Es su nuevo antro en la cabecera norte.
—Siempre podemos hacerla explotar.
Es poco más que una reflexión, que sale de mi boca antes de que pueda darle peso.
Benny deja escapar un silbido bajo.
—Dio mio. ¿Con quién estoy hablando, con Rafe o con Gabe? Diablos, me
sorprende que no te hayas acercado a Cove y hayas obligado a Vicious y a Dante a
firmar un tratado de paz, sólo para suavizar las cosas.
—Esto es un poco más serio que una discusión de borrachos en Whiskey Under the
Rocks, Ben.
—Mm. De todos modos, no entrarías en Cove ni aunque quisieras. Mis ojos y oídos
me dicen que Dante ha puesto seguridad estilo aeropuerto en las fronteras. Registros
completos, revisiones de bolsos, todo.
Me doy la vuelta al oír las arcadas de Benny. Se saca algo de la boca con los dedos
vendados y lo tira sobre la mesa.
—¿Es eso un trozo de puta piña? —exclama, mirando con asco el bulto amarillo—.
¿En la puta pizza?
Sonrío en el dorso de mi mano.
—No fue comprado para tu consumo, culo gordo.
El teléfono de Benny suena y sube las escaleras de dos en dos para atender la
llamada.
Una vez más, Penelope demuestra el viejo adagio de que si piensas en el diablo,
aparecerá. A través de la puerta del otro lado de la zona de asientos, la veo entrar en
la cocina y detenerse lentamente al acercarse a los fregaderos. Sus ojos se desvían hacia
la montaña de platos sucios.
—¿Todo esto es de anoche?
El chef Marco se acerca y le lanza un delantal.
—Sí. Normalmente se hace después del turno.
—Entonces, ¿por qué sigue aquí?
Se encoge de hombros. Saca un cigarrillo de un cartón y se lo mete en el hueco de la
boca.
—Órdenes del jefe.
Se pasa los dedos por la cola de caballo.
—Hijo de puta —gruñe.
Apoyo los codos en la mesa, con una cálida satisfacción que me llena el centro.
—He matado a hombres por decir cosas más agradables sobre mi mamá, Penelope.
Sus hombros se tensan y su mirada se desplaza hasta encontrar la mía. La sorpresa
de verme en las sombras de la habitación de al lado se convierte en odio, que luego se
cristaliza en algo más travieso.
Sin dejar de mirarme, abre el grifo caliente, echa un chorro de detergente en el
fregadero y dobla los codos, fingiendo que se remanga la camisa. Mi mirada se posa
en el reloj que se desliza por su antebrazo, mi puto reloj, y mi ánimo se ensombrece.
—Estoy segura de que era una auténtica muñeca —dice con dulzura, antes de
sumergir las manos en el agua jabonosa.
Apoyada en la cabina, oculto mi diversión tras los nudillos. Había insistido en que
Laurie pusiera a Penelope a trabajar en la parte de atrás de la casa con el pretexto de
que todos los novatos deberían aprender los entresijos de cada departamento, pero en
realidad es porque el nuevo uniforme, más modesto, no llegará hasta dentro de unos
días. Es menos un castigo por hacerme cuestionar mi moral anoche, y más una
estupidez de autoconservación. Con tanta mierda en mi negocio, no estoy seguro de
tener el control para pasar otra noche mirándola por encima de mi mano de póker
mientras ella prepara cócteles para mis invitados.
Aun así, dar a la lavadora de loza habitual una noche libre pagada fue un
movimiento de ajedrez mezquino. Y el juego limpio para ella, empujando mi Breitling
en un tazón de espuma con una sonrisa sexy es una excelente represalia.
Pero ella nunca ganará la guerra contra mí. No ahora que sé que llama a Sinners
Anonymous.
En el momento justo, unos pasos de acero retumban sobre mi cabeza y bajan las
escaleras.
Mis hombres aparecen como una manada de lobos hambrientos en el comedor de la
tripulación y se dirigen a la pizza y los sándwiches que hay en la mesa. Asiento
cortésmente con la cabeza mientras me dan las gracias. Blake engulle un enorme trozo
de bocadillo y gruñe en mi dirección.
—¿Es tu cumpleaños o algo así, jefe?
¿Es este idiota de verdad? Celebré mi trigésimo cuarto cumpleaños hace tres meses
en una isla privada de las Maldivas. Con los párpados en blanco, consigo sonreír con
los labios apretados.
—Sólo estoy entrando en el espíritu navideño de regalar.
A través del mar de hombros anchos y trajes, veo a Penelope fregar los platos de la
noche anterior. Se detiene cada pocos minutos para quitarse los cabellos de los ojos y
limpiarse la frente contra el hombro.
Después de marcar a la inversa el último número llamado desde la cabina telefónica
anoche, no pude volver a bordo de mi yate lo suficientemente rápido. Tenía la
intención de acomodarme detrás de mi escritorio con un vaso de whisky en una mano
y mi polla en la otra y dejar que los pecados de Penelope se desenredaran a través de
mis altavoces Bose.
No han venido. Resulta que Penelope ha estado usando la línea directa como un
maldito diario. Hablando mierda por hablar mierda. Insípidos detalles sobre su día,
reflexiones al azar sobre cualquier libro que esté leyendo, o recapitulaciones sobre las
conversaciones que ha tenido recientemente con su vecino. Irónicamente, la única
llamada que despertó un poco mi interés fue la que hizo en la cabina telefónica: Tengo
tres libros de la biblioteca y nunca podré devolverlos.
Las tres respiraciones prolongadas que la precedieron sugirieron que no era lo que
originalmente había planeado confesar.
Aun así, hojear el funcionamiento interno más aburrido de su cerebro no ha sido del
todo en vano. Un dato interesante que he aprendido sobre Penelope es que detesta la
pizza de jamón y piña, y que los sándwiches de atún le producen arcadas.
Por eso les compré a mis hombres las dos cosas para el almuerzo.
—¿Dónde quiere que pongamos los platos, jefe?
Me paso la lengua por los dientes, divertido.
—Sólo tíralos en el fregadero.
Una estampida de trajes y esteroides atraviesa la puerta para dejar caer montones
de platos sucios en el fregadero. Penelope mira con incredulidad cómo cada plato
rompe la superficie del agua con un fuerte plop. Los ríos de espuma corren por el
mueble y se acumulan en el suelo. Sus ojos la siguen, antes de dirigirse a la hilera de
zapatos brillantes que vuelven a salir al desorden de la tripulación.
—¡Oye! ¿Adónde vas? —Su ladrido recibe poco más que unas cuantas sonrisas y
risitas—. ¡No voy a lavar tu mierda! Vuelve y hazlo tú mismo.
Cuando el desorden de la tripulación se despeja, sólo queda uno de mis hombres.
Blake. Empuja el marco de la puerta y entra en la cocina, sosteniendo su plato por
encima del agua.
Penelope da un paso adelante.
—No seas idiota. —Otro paso—. En serio.
El plato cae, aterrizando en el agua con tanta fuerza que se desliza por todo su
vestido.
Las paredes de mi estómago se tensan, pero no me muevo de mi rincón. Los ojos de
Penelope y los míos recorren la parte delantera de su vestido y sus medias. Ambos
están empapados. Aspira con dificultad, aprieta los puños y se vuelve hacia mi lacayo.
—¿Naciste siendo un cabrón, o te convirtieron en uno los matones del colegio y un
padre que no te quería?
Mis labios se inclinan, una risa oscura me llena el pecho. De dónde ha sacado esta
chica su boca inteligente?
Blake da un paso adelante.
—Siempre puedes quitártelo, cariño.
Mi visión se oscurece en los bordes, pero hago fuerza con todos los músculos de mi
cuerpo para permanecer en esta maldita cabina. Me paso dos dedos por la boca y
observo cómo Penelope la maneja.
Ella parpadea.
—¿Qué?
—Tu vestido, cariño. Quítatelo si está mojado. No me importará.
Me pitan los oídos con toda la sangre que se me sube a la cabeza. ¿Y por qué coño
me roza la mano con la empuñadura de la pistola metida en la cintura? Ridículo. No
soy yo.
Apretando la mandíbula, cierro las manos en puños y las pongo sobre la mesa. Mi
mirada es tan intensa en la cara de Penelope que me sorprende que no se haya
incendiado, y mucho menos que haya sentido su calor. Se lame los labios, como si
estuviera considerando algo.
Finalmente, ella traga, y lo mira a través de las pestañas a media asta.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
—Blake. Te preguntaría lo mismo, pero todos los hombres de este barco saben quién
eres.
Penelope se ríe. Se ríe. Rebota fuera de la cocina, a través del comedor de la
tripulación, y me golpea en la esquina oscura como una maldita picana. Aprieto los
puños con más fuerza, el peso de mi arma se hace más pesado, como si me recordara
que está ahí.
—Cállate, no lo hacen.
Un gruñido sale de mis labios mientras ella le golpea juguetonamente el pecho.
—No, en serio —dice él, deslizando su mano bajo la barbilla de ella e inclinándola
hacia él—. Eres preciosa. ¿Alguien te lo ha dicho alguna vez?
La niebla roja se extiende por el desorden de la tripulación como una tormenta de
arena en un desierto. Al diablo con esto. Sería demasiado fácil meterle una bala en la
cabeza y tirarlo por la borda con un par de ladrillos atados a los tobillos. Pero cuando
estoy a medio camino de ponerme en pie, la mano de Penelope deslizándose en el
bolsillo de sus pantalones me detiene en seco.
—¿Preciosa? Lo he oído varias veces —dice ella con dulzura, sin quitarle los ojos de
encima. Mientras él se ríe y dice algo sobre amar a una chica con confianza, ella desliza
su cartera entre el pulgar y el índice.
La presiona contra la parte baja de su espalda y le da un paso lateral.
—¡Vaya, será mejor que vaya a limpiar! —Se da la vuelta y se escabulle por la puerta
del otro lado de la cocina, ignorando el patético «¿te veo luego?» de Blake que la sigue.
Frotando una mano sobre su corte de cabello, Blake suelta una risa sórdida y sale
del comedor del equipo y sube las escaleras.
A solas, con el corazón golpeando mi pecho, no puedo decidir a quién voy a buscar
primero.
Diecinueve

L
a nicotina y la brisa marina no hacen nada por mitigar la irritación que me abrasa
la nuca.
No importa. No fumo para calmarme, fumo para postergar las cosas. Secándome
la humedad de mi mandíbula, aspiro una bocanada de sustancias químicas no peores
para mí que una pelirroja gimiendo en la palma de mi mano, y las exhalo hacia el
horizonte de mezclilla.
Estoy molesto por un millón de razones, sólo la mitad de ellas racionales, y sólo una
necesita mi atención inmediata.
Saco la cartera barata de Blake del bolsillo trasero, la abro de un tirón y miro con
desprecio la foto de su carné de conducir. Estaba tirada al pie de la escalera de caracol,
sin duda desde donde Penelope la tiró. No había nada más que una tarjeta de crédito
prepago y un condón.
Mientras lo arrojo al mar, el pensamiento impulsivo que se cuece a fuego lento en el
fondo de mi cerebro aún persiste: Debería tirarlo con él. Por eso voy por Penelope y
no por él ahora mismo. Aunque me resulte embarazoso, no puedo decir que no le
metería la Glock en la boca de su viscoso culo si lo hiciera.
Las imágenes de Penelope de puntillas, mirando a mi nuevo recluta como si darle
una paliza estuviera en lo más alto de su lista de deseos, arden en mis retinas. La forma
en que mi mano se había movido hacia mi pistola era salvaje, y por un momento, tuve
una visión de lo que debe ser vivir en la cabeza de Angelo o Gabe, donde la violencia
sigue el impulso y las consecuencias son un concepto extraño.
Ya sabía que era una sucia ladrona, pero ahora sé que es peor de lo que pensaba: es
buena en eso. Muy experimentada. Si tuviera veintipocos años y aún persiguiera
problemas, me volvería loco al verla. Y aunque mentiría si dijera que no estoy un poco
impresionado, y más que un poco excitado, estoy dirigiendo un negocio, no un centro
de detención juvenil.
Dejo caer la cabeza contra el costado del yate. Deslizo otro cigarrillo fuera del cartón
y acerco mi Zippo a la punta.
No. Apago la llama con un movimiento de muñeca. Si fumo un cigarrillo más, ella
podría volver a ponerse el vestido.
Bajo la cubierta, el débil zumbido de un secador de cabello se filtra por debajo de la
puerta de los vestuarios. Con un poco de autocontrol, la abro de un empujón y avanzo
por la fila de casilleros hacia los lavabos.
Me detengo lentamente. Arrastro la mano sobre mi garganta. Hamburguesas
grasientas, hierba, acostarse los domingos por la mañana. Sólo porque se me antojen
cosas que son malas para mí, no significa que me entregue a ellas. Debería haber
aplicado la misma regla estricta al ver a Penelope en ropa interior y mallas, porque eso
es el epítome de lo malo para mí. Mientras me detengo detrás de ella, el peso de una
mala decisión palpita dentro de mis pantalones.
Dios. La última vez que la vi así, pasé a sentarme detrás de mi escritorio con una
sólida erección que me negaba a aliviar, y casi logré convencerme de que simplemente
no era real. Esos nueve whisky habían idealizado mi recuerdo de ella casi desnuda.
Desgraciadamente, cuando recorro con la mirada la curva de su culo, la palidez de
su piel y el contorno de su tanga sombreado por las mallas, me doy cuenta de que era
una ilusión. No se inmuta cuando entro en la habitación y eso me excita y me cabrea a
la vez. Me pregunto si seguiría allí, en bragas, con esa indiferencia grabada en la cara,
si fuera uno de mis hombres el que entrara aquí.
Vuelvo a echar un vistazo a su culo. Confirmado: lleva tangas. No confirmado: si
son de encaje como su sujetador. Si podría arrancarlos con los dientes.
El zumbido del secador de cabello se detiene. Levanto mi atención hacia los focos
del techo y me paso un dedo por el cuello de la camisa. Respiro lenta y profundamente,
y solo entonces puedo fingir la suficiente despreocupación para no parecer un
pervertido.
Se encuentra con mi mirada en el espejo.
—Sabes, en un lugar de trabajo convencional, que un jefe siga a su empleada al
vestuario se consideraría acoso sexual.
Mi risa seca no inclina mis labios.
—Por si no te has dado cuenta, este no es un lugar de trabajo convencional.
Sus ojos brillan con diversión.
—¿Pagas impuestos?
Miro los billetes que asoman por la copa de su sujetador.
—¿Y tú?
Cuando se ríe, un delicado rubor tiñe su cuello, y a pesar de que tanto su visión
como su sonido zumban como un cable vivo a lo largo de mi polla, no le devuelvo la
sonrisa.
Colocándose el vestido sobre el brazo, se aparta del lavabo y se acerca a los cubículos
que hay detrás de mí.
—Touché, jefe.
Impulso. Violencia. Su descaro cae por un precipicio porque no puedo evitar sacar
una mano y enganchar un dedo en la cintura de sus mallas. Se tambalea hasta
detenerse, y su siguiente respiración se esfuma por la parte de su boca.
Mi polla palpita al ritmo del goteo de la ducha.
—¿Qué te dije sobre llamarme jefe cuando estas media desnuda, Penelope?
Su trago aviva las llamas de mi fastidio. Sólo cuando he actuado, me he dado cuenta
de que su visión me estaba cabreando. Inclinándose sobre el mostrador, haciendo
cabriolas con un rebote en su paso. Sabía exactamente lo que estaba haciendo y ha
hecho que sea casi imposible ser serio con ella.
Soy un sucio hipócrita; lo sé. Me he fumado un solo cigarrillo a propósito para
asegurarme de pillarla a medio vestir. Además, en el fondo estoy más cabreado
conmigo mismo que con ella, porque si me engaña la forma en que se mueve su cuerpo
y cómo suena su risa, entonces no soy mejor que mi lacayo.
A pesar del calor de su suave cadera quemando entre mis primeros y segundos
nudillos, recupero la compostura suficiente para mirarla.
—Dime, ¿dónde aprendiste a ser una ladronzuela tan sucia?
Sus ojos se abren de par en par.
—¿Qué?
—Vi lo que le hiciste a Blake. ¿Qué te dije, Penelope? Si quieres trabajar aquí, tienes
que ser una dama. Dije que no más estafas, no más vestidos robados. Habría añadido
no más robos de carteras a esa lista si hubiera sabido que estabas metida en esa mierda.
—Mi humor se oscurece un poco—. ¿Qué eres, una salvaje?
Me mira la mano, como si ahora se diera cuenta de que la tengo enganchada como
a un pez en un sedal, y no se ha detenido a mi lado por voluntad propia.
Cuando sus ojos azules vuelven a los míos, son amplios y suaves en los bordes.
Soy más sádico de lo que pensaba. Sólo el más mínimo resplandor de vulnerabilidad
me recuerda que ella no mide nada y que no llegaría más allá de las casilleros si yo
decidiera que no lo hiciera. Al igual que no habría salido de la cabina telefónica si yo
no me hubiera apartado.
Puede que esta chica tenga el aspecto adecuado y que mi negocio se esté yendo a la
mierda, pero nunca podría ser mi Reina de Corazones. Su boca rápida, sus manos
pegajosas y su mirada dura son molestas, pero no podrían ponerme de rodillas. Le
quitaría la vida antes de dejarla.
Un día, ella jugará sus juegos con un hombre que no es tan... deportivo como yo, y
lo harán. El pensamiento desliza una hoja de malestar bajo mi piel.
—Responde a mi pregunta. —Mi tono ha perdido su filo—. ¿Dónde aprendiste a
robar un bolsillo así?
Un aliento caliente y superficial sale de sus labios y roza mi garganta. Al cerrar mi
mano libre en un puño alrededor de mi ficha de póker en mis pantalones, desvío mi
mirada de la suya en un intento de diluir el aire. Está demasiado desnuda para esto.
Mientras miro el casillero de Laurie detrás de la cabeza de Penelope, su suave voz
me llega a los oídos, su contenido es tan inesperado como su tono.
—Lo estoy intentando —susurra.
Mis ojos se dirigen a los suyos y, maldita sea, ojalá no hubiera mirado, porque no
encuentro el sarcasmo que esperaba. En lugar de eso, su cara está sonrojada de un
bonito color rosa y su labio inferior sobresale. No debería saber lo que se siente al pasar
el pulgar por él. Tampoco debería querer hacerlo de nuevo.
—¿Intentar?
—Para dejar todo el asunto de la estafa. Se suponía que tú eras mi último...
Mis ojos se desvían hacia los suyos cuando su frase se interrumpe. Apretando los
dientes, digo fríamente:
—Llámame objetivo, Penelope, y será la última palabra que salga de tu boca.
Me muestra una sonrisa de oreja a oreja.
—Objetivo, entonces.
Rompo la cintura de sus medias, con fuerza, en un intento de escandalizarla. Me
engaña más: el gemido que se escapa de sus labios lo siento en punta de la polla.
Vuelvo a meter el dedo, esta vez más profundamente, y una oscuridad me invade
cuando la punta del dedo roza la banda de su tanga.
Padres muertos, comportamiento malcriado. Esa es una receta para un pecador si
alguna vez he visto uno. Lo que haría por hundir mis dientes en esa piel jugosa y
saborear esos pecados suyos. Tirar de su coleta roja y saborear cada confesión que hace
contra mi almohada mientras me la follo por detrás.
La lujuria se arrastra bajo mi piel como un picor que no puedo rascar. Me aclaro la
garganta, intentando «y sin conseguirlo» ignorar el calor de su mirada que me ilumina.
Esto es ridículo. Eso es lo que pensé antes también, cuando salí del garaje de la moto
de agua con cien dólares menos. Esta chica tiene una manera de atraerme a lugares
tranquilos y hacerme dar tantas vueltas que olvido dónde está la salida.
Ser un idiota es la única forma que conozco de mantenerme erguido cerca de ella.
—Esfuérzate más —grito. Vuelvo a sacar el dedo de sus medias y el satisfactorio
chasquido del elástico me recuerda al chasquido de un cinturón—. Guarda tus dedos
pegajosos para ti, Penelope.
—Sí, jefe...
Agarro su mandíbula con más fuerza de la que pretendo. Estoy demasiado excitado,
demasiado caliente, para sentir algún remordimiento.
—No te hagas la lista conmigo. Blake es un blanco fácil: tonto como un saco de
piedras. No te escaparás tan fácilmente si intentas esa mierda con alguien con medio
cerebro y una Glock en la cintura.
Frunce el ceño y su mandíbula se flexiona contra mi pulgar en señal de desafío.
—Apuesto a que podría.
Miro fijamente esos labios un tiempo demasiado largo. Apuesto a que sí. Dios, la
conozco desde hace una semana y ya sabe qué palabras de moda me clavarán sus uñas
rojas en la piel. Años de condicionamiento hacen que sea instintivo responder con una
apuesta, pero, en aras de la profesionalidad, cierro la boca y alejo la mano de su cara.
Doy un paso atrás y flexiono el puño. Doy una zancada hacia la salida. No tengo
intención de detenerme hasta que esté en la oscuridad de mi despacho, donde el calor
de su piel y el aroma de su champú de fresa no puedan estropear mi control, pero su
voz llega en un tono bajo y sensual, con mi nombre envuelto en él.
Se me aprieta el estómago. Me giro y la miro a la cara. Su estúpida y bonita cara,
salpicada de pecas que hacen que los hombres hagan tonterías, como seguirla a los
vestuarios sabiendo que llevará medias y encaje.
—Si Blake es un blanco fácil, ¿en qué te convierte eso? —Ella saca una cartera de
debajo de su vestido.
Hija de puta.
La sostiene como un trofeo, y las iniciales RV brillan en oro bajo los focos. Mi propio
nombre, burlándose de lo jodidamente complaciente que me he vuelto.
Con una sonrisa perezosa, abre mi cartera y mira dentro. Saca un billete de cien
dólares y se lo mete en el sujetador.
—Eso es por ganar la apuesta. —Saca otros cien—. Más el IVA. —Ladea la cabeza
para pensar y saca otro—. Más la propina.
Observo con oscura diversión cómo tira mi cartera en el banco y me dedica una
sonrisa enfermiza.
—Un placer hacer negocios con usted, jefe.
Se escabulle hacia un cubículo, dejándome con una emoción no deseada bajo mi piel
y la amenaza de una erección en mis pantalones.
Contengo una carcajada.
Esta chica no es la Reina de Corazones, sino el Diablo disfrazado.
Por desgracia, no puedo asegurar que no la seguiría al infierno.
Veinte

E
l Rusty Anchor Bar and Grill.
Al cartel que hay sobre la puerta le faltan casi todas las vocales, y la forma en
que la "R" parpadea violentamente me está dando migraña. Frunzo el ceño, saco
el móvil y vuelvo a abrir Tripadvisor.
No. No estoy alucinando. Este es realmente el bar mejor valorado de Devil's Dip.
Dios, sé que no hay que juzgar un libro por su portada, pero estoy bastante segura de
que recuerdo que sus páginas eran igual de chapuceras.
¿Wren realmente trabaja aquí? No tiene sentido. Ella es todo sol y sonrisas y este
lugar es, bueno...
Lanzo una mirada cansada sobre el estacionamiento, que no es más que un camino
de grava con dos camionetas Chevy destartaladas estacionadas bajo una farola rota.
...el escenario de un podcast de crímenes reales.
Basta, Penny. No sé por qué estoy siendo tan snob con la estética. Mi apartamento
en Atlantic City tenía una familia de arañas viviendo bajo el fregadero.
Mi mirada se desliza hacia el cielo negro. La verdad es que lo uso como excusa para
no entrar. Porque la idea de atravesar esa puerta y sacar la versión más amable de mí
misma para hacer amigos me parece... triste.
Aun así, ¿qué otra opción tengo? Necesito amigos. Las chicas normales tienen
amigos. No puedo fingir con gente como Anna, y no puedo pasar todos mis días libres
mirando las paredes blancas de mi apartamento.
Cristo, ayer llamé cuatro veces a la línea directa, simplemente para tener alguien con
quien hablar.
Y Wren me invitó, ¿verdad? En el hospital, dijo que siempre había un asiento en el
bar para mí los martes por la noche. Pero probablemente sólo estaba siendo amable...
Bueno, Rory también me invitó, supongo. La noche de mi primer turno. Aunque no
estoy segura de que cuente, porque se emborrachó tanto que la tuvieron que acostar
en una de las cabañas. Tal vez fue sólo el licor hablando.
Ah, a la mierda. Voy a entrar.
Cuando entro, el calor me envuelve como un abrazo. Por un breve momento, mis
párpados se cierran, pero luego los abro a la fuerza y observo mi entorno.
Si este bar estuviera en el corazón de una gran ciudad, el interior se describiría como
shabby-chic, o rústico. Pero dudo mucho que el agujero en el techo o el cubo de hojalata
justo debajo hayan sido una elección de diseño. O la sospechosa mancha en el suelo.
El Rusty Anchor sigue teniendo las mismas páginas viejas de siempre; sólo que están
cubiertas de llamativos adornos navideños.
Suspirando con nerviosismo, paso junto a un puñado de hombres barrigones que se
desploman sobre cervezas medio borrachas y me deslizo por un taburete de la barra.
No hay nada detrás de él, aparte de unas cuantas botellas de licor, y no hay nadie
frente a él más que yo.
Ni Wren ni Rory, y definitivamente no hay otras chicas con las que pueda compartir
vaqueros.
Rasgueo mis dedos en la barra de madera. Me muerdo el labio inferior. Mirando a
mi alrededor en busca de cualquier señal de vida por debajo de los setenta años, mis
ojos se posan en el tarro de las propinas y mi rasgueo se detiene. Años de
condicionamiento moral hacen que mis dedos se muevan para sacar unos cuantos
billetes, pero en lugar de eso, enrosco la mano en mi regazo y suelto una risa amarga.
Esto es ridículo.
Volveré a la cafetería, cogeré una hamburguesa y empezaré con HTML para
Dummies.
—¡Penny! —Mi nombre en forma de chillido sale disparado por detrás de mí y
atraviesa mi chaqueta. Me doy la vuelta cuando Wren sale de una habitación trasera,
con una caja de vasos en equilibrio sobre sus antebrazos—. ¡Dios mío, qué alegría
verte!
El alivio me llena el pecho mientras me entierra bajo una pila de preguntas, como
dónde he estado, cómo está mi cabeza y cómo estoy encontrando la Costa. Una vez
que disminuyen, deja caer la caja y me hace señas para que me acerque.
—Ven, Rory y Tayce están aquí.
Sigo su brillo dorado hasta el rincón más alejado del bar, donde Rory y una chica
que no reconozco se sientan en taburetes al otro lado de un árbol de Navidad. Una
baraja de cartas, un bol de caramelos y dos botellas de cerveza se encuentran entre
ellos.
—¡Penny! —Rory salta de su asiento y me echa los brazos al cuello. Incluso con un
moño desordenado y usando sudaderas Nike, se ve tan hermosa como siempre—. Me
alegro de verte. —Me agarra por los hombros, me empuja a la distancia de los brazos
y busca mis ojos—. El lunes pasado no hice nada... embarazoso, ¿verdad?
Quiero decir, la encontré chupándole la polla a su marido en el almacén, pero no
hay necesidad de sacar ese tema.
—Para nada.
Parece aliviada y me acompaña hasta donde están sentados.
—Esta es Tayce —dice Wren. Al sentarme, me encuentro con la mirada de la chica
de cabello oscuro. Lleva un gorro y una chaqueta de cuero y, de hecho, también la
reconozco del yate.
—Tayce es un artista del tatuaje, vive en Devil's Cove, y es... um...
—Un misterio —termina Tayce por ella, lanzándome un guiño—. ¿Y qué hay de ti,
pelirroja?
Bajo el peso de tres pares de ojos, mi cerebro zumba en círculos, intentando, y sin
conseguirlo, que se me ocurra algo bueno. Soy Penny, soy una ladrona y prendí fuego
a un casino en Atlantic City porque su dueño me obligó a salir del estado.
Sí, eso podría ser apropiado si estuviera tratando de hacer amigos en la cárcel, lo
que podría ser el caso pronto, teniendo en cuenta que Martin O'Hare sabe que el
pirómano era una mujer. He enterrado el pánico bajo todos mis órganos y me niego a
encender la televisión para que no tenga la oportunidad de asomar su fea cabeza.
—Soy Penny, tengo veintiún años y trabajo a bordo de la Signora Fortuna.
Patético, lo sé.
—Ah, así que ahora trabajas con Rafe —dice Wren, el brillo de sus ojos insinúa que
recuerda nuestra conversación del hospital—. ¿Crees que ya es un caballero?
Caballero. Esa palabra es un desencadenante emocional estos días, que me hace
recordar bocas amortiguadas, chasquidos de elásticos y amenazas envueltas en seda.
Me estoy poniendo húmedo bajo la piel sintética, así que me quito el abrigo y lo cubro
con el respaldo del taburete.
Rory coge un puñado de M&Ms de cacahuete, se lo mete en la boca y me acerca el
bol.
—¿Cómo es trabajar para mi cuñado?
Aprieto los dientes.
—Apenas lo veo.
Se ríe entre crujidos de conejo.
—¿En serio? Porque él te ve.
Cinco palabras de poca importancia y que, sin embargo, me arrancan el siguiente
aliento de los pulmones. Lo más inteligente sería no decir nada, lo sé. Pero el picor de
mi garganta no lo permite.
—¿Qué quieres decir?
—La noche que estuve en el yate, no podía quitarte los ojos de encima.
Las mejillas me escuecen, haciendo mella en mi fachada de despreocupación. Por
suerte, Wren se acerca, golpea a Rory en el brazo y dice:
—¡Para! Se está poniendo roja.
—Ajá —dice Rory con una sonrisa cómplice—. Bien, cambio de tema. ¿Cómo es
trabajar con las chicas malas?
Me río, agradecida por el cambio de tema.
—Laurie es agradable, y también Katie. Pero hay una chica...
—Anna —dicen Rory y Wren al unísono, compartiendo una mirada.
—¿La conoces?
—Fuimos al colegio con ella. —Frunzo el ceño. Es extraño. Pensaría que yo también
la reconocería, entonces—. Era horrible entonces, horrible ahora. —Rory se inclina, con
un secreto que se arremolina en sus ojos ambarinos—. ¿Quieres saber algo genial?
—Siempre.
—Sus dos dientes delanteros son falsos.
Parpadeo.
—¿De verdad?
—Estaba quejándose de mí en el baño de un club, y Tayce la escuchó. Se los sacó de
la boca con un puñetazo.
Todos se ríen y me vuelvo hacia Tayce sorprendida. Ella pasa un pulgar por el lado
del mazo de cartas y se echa al hombro.
—Habla mierda, y te golpean —dice, con desparpajo.
La miro fijamente durante un rato, con algo entre la diversión y la curiosidad en el
estómago. Antes de que pueda ponerle peso, Wren interviene.
—¿Alguien quiere cerveza?
Asiento con la cabeza y su mirada se estrecha sobre mí.
—¿Condujiste hasta aquí?
—¿No?
—De acuerdo, bien.
Entra a grandes zancadas en la trastienda y Rory se encuentra con mi mirada
confusa con una sonrisa. Dirige su mirada hacia un cartel de papel sobre la pared de
licores, y yo entrecierro los ojos para leerlo. Está amarillento, con las esquinas
curvadas, pero apenas puedo distinguir el débil mensaje:
Más de dos bebidas requerirán la entrega de las llaves del auto a un miembro del
personal. Sin peros, sin excepciones.
La última línea está en negrita, subrayada y seguida de una fila de signos de
exclamación.
—Wren es muy buena. Ni siquiera es el límite legal.
—¡Eh, he oído eso! —se oye un grito desde la habitación de atrás. Unos instantes
después, Wren sale con el ceño fruncido, sosteniendo tres cervezas entre los dedos—.
No hay nada malo en ser bueno, Rory. Deberías probarlo alguna vez.
La risa de Rory es oscura, y me gusta cómo se siente contra mi piel.
—Muy bien, tengo que orinar.
Cuando se baja del taburete, una masa oscura se desplaza en las sombras más allá
del resplandor de las luces de Navidad. El corazón me sube un centímetro por la
garganta y mi mano se dispara para agarrar el borde de la barra.
—Por el amor de Dios, Gio. Puedo usar el baño sin que me corten la garganta,
¿sabes?
Un hombre de aspecto fornido sale a la luz, vestido de traje y con una cara pétrea.
—Órdenes del jefe, me temo.
Rory suspira.
—No se casen con un made man si les gusta orinar en paz, chicas. —Empuja a través
de la puerta batiente, y estoy bastante segura de que la veo empujarla desde el otro
lado para que se balancee de nuevo hacia fuera y golpee a su guardia en el culo
mientras él se detiene y gira frente a ella.
El calor me roza los dedos y, cuando levanto la vista, me doy cuenta de que Tayce
los está mirando. Sigo su mirada.
Mi mano sigue agarrada al borde de la barra, con los nudillos blancos.
Me la quito y me la meto en el regazo, pero ya es demasiado tarde. Tayce se sienta
más erguida, se pasa la lengua por los dientes y arquea una ceja con una microescala.
Instintivamente, mis ojos buscan a Wren en la barra, necesitando desesperadamente
que su alegre disposición rompa la tensión, pero está al otro lado, sirviendo a un
veterano.
—Estás huyendo de algo.
Sabía que venía. Podía saborear su espesor en el aire antes de que saliera flotando
de la boca de Tayce. Pero la premonición no impide que mi corazón salte como una
roca sobre un lago.
Tomo un trago de cerveza fría. La dejo en el suelo.
—No sé de qué estás hablando.
Clink. Miro hacia abajo y veo que el cuello de su botella de cerveza conecta con el
mío.
—Salud por eso.
La confusión y el calor se agolpan en mis venas y, aunque no me atrevo a mirarla,
me siento unida a ella por una extraña sensación de camaradería. Nos hemos dicho
unas tres palabras, pero en el espeso silencio puedo oír lo no dicho. Pecados,
arrepentimientos, pasados sucios y nombres falsos. La historia en sus ojos marrones
refleja la mía.
La lejana descarga de un inodoro. El correr de un grifo. Una puerta choca contra la
pared detrás de mí y entonces Rory se desliza entre Tayce y yo.
—¿Por casualidad no eres una maestra del Blackjack?
Su pregunta me pilla desprevenida. Me aclaro la garganta y miro con desconfianza
la baraja de cartas que tiene Tayce en las manos, como si al Rey de Espadas le fuera a
crecer la boca de repente y les contara todos mis secretos.
—No, ¿por qué?
—Maldita sea. Necesito ganar contra Rafe.
Algo desagradable se enciende en mi pecho, y me obligo a no reflejarlo en mi
expresión.
—¿Cómo es eso?
—Es el único que no deja que le gane.
Mordí una carcajada.
—¿Por qué alguien dejaría que le ganaras?
Ella frunce el ceño, como si hubiera hecho la pregunta más estúpida posible.
—Porque estoy casada con Angelo Visconti.
Mi mirada se dirige a la pared de músculos que aún se asoma unos metros detrás
de ella. Justo.
—Pero, obviamente, Rafe no tiene miedo de su hermano y juega para ganar. Ahora,
le debo casi trescientos mil dólares.
—Angelo le debe trescientos mil dólares —corrige Tayce.
Rory hace una mueca.
—Sí, pero aún no lo sabe. Esperaba no tener que decírselo tampoco. Mi plan es
volverme súper buena en el Blackjack y recuperarlo antes de que Rafe intente saldar
la deuda. —Su mirada ambarina se oscurece, y veo un destello de algo más siniestro
de lo que su silueta angelical retrata—. Y además, lo que daría por borrar esa sonrisa
de su cara. Sólo una vez.
Lo mismo.
La picardía sube por mi espalda. Los impulsos se agitan en mis sienes, y mi boca
funciona antes de que mi cerebro pueda decirle que no lo haga.
Deslizo el mazo de las manos de Tayce. Lo corto por la mitad y lo barajo. El barajeo
se siente como un golpe de heroína.
—¿Eres buena en matemáticas, Rory?
Sus ojos se estrechan en mis manos.
—Sí, estoy en la escuela de aviación.
—¿Y qué hay de guardar secretos?
Sus labios se inclinan.
—No lo creerías.
—Bien, entonces. Te enseñaré a ganar siempre.
Veintiuno

P
asan dos horas entre cervezas y apuestas. Con cada movimiento de muñeca,
reyes y reinas me dan la bienvenida al lado oscuro con sonrisas insípidas. A
medida que la noche se ennegrece contra las ventanas, éstas sólo nos reflejan a
nosotros, las coloridas luces navideñas y la vida que dejé atrás.
Tengo que recordarme a mí misma que sólo estoy de visita.
Se abre la puerta y entra un hombre trajeado. Trae algo más frío que el viento de
diciembre.
—Alerta de marido —murmura Rory en voz baja, barriendo las cartas y saludando
con una sonrisa encantadora.
Angelo Visconti se acerca a ella por detrás, le rodea el cuello con la mano y le acerca
la cabeza a su pecho. Me quedo mirando sus nudillos rotos y me pica la curiosidad por
apartar la vista, porque me parece demasiado íntimo para mi placer visual. Sus labios
bajan hasta el moño de ella y su atención se desliza hacia mí.
—Has hecho una amiga.
—Ya éramos amigas, tonto —Tristemente, esta admisión hace que la boca de mi
estómago se caliente—. Esta es Penny.
—Lo sé, nos hemos conocido.
—¿Lo has hecho?
¿Lo hemos hecho?
—Sí, te encontró chupándome la polla en el armario del yate de Rafe.
Rory se pone roja y trata de zafarse del agarre de Angelo y le araña la cara. Angelo
se ríe, inmovilizando fácilmente sus brazos a los lados, y le da un suave beso en la
coronilla.
—Voy a cobrarme está —sisea Rory, conteniendo una sonrisa avergonzada.
—Lo espero con ansias.
¿Por qué coño estoy sonriendo como una idiota? Pero entonces mi diversión se
transforma en algo parecido a los celos y ni siquiera sé por qué. Aún no sé en qué
consiste mi «Felices para Siempre» pero no tendrá que ver con un hombre,
precisamente. Aun así, no puedo evitar que una frase amarga parpadee detrás de mis
párpados. Debe ser agradable.
Me levanto y me pongo el abrigo, y cuando alzo la vista de la alfombra descolorida,
Angelo sigue mirándome fijamente, con una diversión seca acechando en su oscura
mirada. Una incómoda sensación de déjà vu cruje bajo mi piel. No porque haya vivido
este momento antes, sino porque se parece mucho a su hermano. Un esbozo del retrato
meticulosamente dibujado de Raphael.
Angelo es todo lo que Raphael Visconti pretende que no es.
La dominación y el peligro rezuman por cada uno de sus poros, pero, a diferencia
de su hermano, lo acepta. No intenta distraerle de ello con un lenguaje adecuado y
gemelos de diamantes.
No. Él es crudo, robusto. Todo rastrojo sombrío y cuellos abiertos. En teoría, su
versión de made man debería ser más aterradora, pero no lo es. Al menos no para mí,
porque si Angelo quisiera matarme, me pondría una bala en la cabeza y seguiría con
su día.
Raphael lo convertía en un juego. Como un gato con un ratón herido, me lanzaba de
pata en pata, antes de subcontratar mi muerte a alguien en su nómina una vez que se
aburría.
A pesar de que las últimas llamadas de mi padre a Dios persiguen mi memoria, sé
cómo preferiría morir.
Angelo mira por encima de mi hombro.
—Tayce, uno de nuestros hombres te llevará a casa.
—Sí —sisea, bajando del taburete y echándose la chaqueta de cuero al hombro—.
No hay nada mejor que un Uber Visconti. Ventanas oscurecidas, asientos reclinables y
esas mini botellas de agua en la consola central. Un sueño.
Rory frunce el ceño.
—¿No tenemos ninguna mini botella de agua en nuestro auto?
—Porque has llenado la consola central de caramelos, nena —responde Angelo.
Volviendo la vista hacia mí, añade:
—Mis hombres también te llevarán a casa.
—Genial, pero no es necesario. —Recojo mi bolso y me lo pongo al hombro. Todos
los ojos se posan en mí. Un par de minutos de silencio, y luego me quejo de la
incomodidad—. Sólo estoy a diez minutos. Iré andando.
La mirada de Angelo se entrecierra.
—No lo harás. Es más de medianoche.
No puedo evitar reírme.
—Estaré bien. Pero gracias.
Rory esboza una sonrisa de satisfacción, como si quisiera decir algo pero lo pensara
mejor. Bajo el calor de la mirada de Angelo, intercambio saludos y números con las
tres chicas y me dirijo hacia la puerta con paso firme. En parte, porque estoy eufórica
por el éxito de una noche de amigas y, en parte, porque tengo la sensación de que uno
de los hombres de Angelo va a salir de las sombras y me va a atrapar en cualquier
momento.
También hay más de ellos en el estacionamiento. Trajes que se apoyan en las berlinas
y echan el humo de los cigarrillos al cielo nocturno. Evitando sus miradas, meto la
barbilla en el cuello de mi abrigo y me dirijo a la carretera principal. Esta noche, las
calles están tiesas de escarcha, y la inminente amenaza de lluvia me recorre la espina
dorsal.
A pesar de no estar vestida para la lluvia, mi abrigo de piel sintética huele a perro
cuando se moja, decido dar un paseo. ¿Por qué no? Sé que esta noche, de todas las
noches, no será una en la que experimente el milagro del sueño, de todos modos. En
lugar de girar hacia la calle principal, giro a la izquierda, subiendo por el acantilado.
Inclino la cabeza en un intento de evitar que el viento me pique los ojos y me
concentro en la acera bajo mis pies. Pronto se convierte en un carril áspero y estrecho,
y la neblina naranja de las farolas se corta.
Entonces empieza a llover.
No es la niebla romántica que esperaba, sino agujas frías y vidriosas, que bajan del
cielo sin piedad. Del tipo que penetra en tu piel y te hiela los huesos, haciéndote
temblar al recordar que te atrapó incluso semanas después.
Cuando otro carámbano se abre paso por mi cuello, suelto una maldición y me
detengo.
La carretera se ha convertido en un agujero negro desde la última vez que levanté
la vista de mis Doc Martens. No hay ni una farola, ni una casa, ni un auto a la vista, y
seguir adelante parece algo que solo haría la zorra tonta que muere al principio de
cada película de terror.
Le doy la espalda al viento y me retiro. Tal vez las cuatro paredes austeras de mi
apartamento no sean tan malas, después de todo.
Llevo menos de tres pasos en mi descenso cuando un resplandor blanco baña mi
espalda y alarga mi sombra. Ilumina los charcos bajo mis botas, y cuando el rugido del
viento choca con el gruñido furioso de un motor, sé que estoy en problemas.
Un enorme sedán oscuro pasa por mi hombro. Se detiene repentinamente delante
de mí, girando en el último momento para bloquear ambos lados de la carretera.
Bueno, eso no es bueno. Me detengo a regañadientes y me trago el pánico que
coagula mi garganta. En Defensa personal para tontos, hay todo un capítulo sobre los
secuestros oportunistas. Una de las estadísticas que más me llamó la atención es que
si un secuestrador consigue sacarte de la calle y meterte en su auto, tus posibilidades
de sobrevivir se reducen a menos del tres por ciento.
El tres por ciento.
Mi suerte no ha sido lo suficientemente aguda últimamente como para estar
contento con esas probabilidades.
Con el corazón golpeando contra mis costillas, busco en mi bolso algo, cualquier
cosa, para defenderme. De alguna manera, todavía tengo la semblanza de maldecirme
a mí misma por ser tan estúpida. En Atlantic City, siempre llevaba un cuchillo. Nada
del otro mundo, sólo una pequeña navaja que podía agitar si el peligro se acercaba
demasiado. Pero está abandonada en la mesita de noche de mi antiguo apartamento,
y lo único que tengo en el bolso son las llaves y un libro.
La puerta del conductor se abre de golpe y una figura oscura sale de ella. Suspiro,
sabiendo que no tengo la coordinación mano-ojo necesaria para garantizar que voy a
clavar mi llave cerca de un órgano vital. Saco el HTML para Dummies y espero que
sea lo suficientemente pesado como para noquear a mi atacante si le golpeo en la
cabeza con él.
Una silueta negra se abre paso entre la lluvia y se dirige hacia mí. Cuando se cruza
con los faros del auto, me doy cuenta de que es Raphael.
Un sudor frío me recorre. ¿Es realmente él? Se parece a él, pero más grande, más
aterrador. No sólo porque el contraluz de las vigas resalta su estatura y oscurece su
expresión atronadora, sino porque sólo lleva pantalones negros y una camisa blanca,
con las mangas dobladas hasta los codos.
Mis ojos se posan en el espacio entre sus mangas y su reloj de pulsera. Las formas y
la escritura se desplazan por sus antebrazos mientras aprieta los puños a su lado. La
sola visión hace que una emoción embriagadora recorra mi interior.
No habrá ninguna pretensión de caballero esta noche.
Se detiene a unos metros de distancia. Le pasa un pulgar por encima del hombro.
—Entra en el auto.
El veneno en su tono me hace girar de lado.
—¿Tu auto? Ni hablar. Acabaré en una zanja en alguna parte.
—Estás caminando a medianoche, Penelope. Parece que quieres estar en alguna
zanja.
—No te preocupes por mí, estaré bien.
Él da un paso adelante; yo doy uno atrás.
—Entra en el auto.
—Di por favor.
Estoy temblando de adentro hacia afuera y los dedos de mis pies nadan dentro de
mis botas, sin embargo, estoy aquí, la definición del diccionario de una chica que se
corta la nariz para irritar.
La cabeza de Raphael se hunde entre sus hombros y se pellizca el puente de la nariz.
Entonces su mano sale disparada y me agarra la garganta tan rápido que me roba el
siguiente aliento.
—Penelope. No mides nada y probablemente no puedes dar un puñetazo para
salvar tu vida. Sube a mi auto antes de que te eche por encima del hombro y te dé unos
azotes en el culo por la molestia de mojarme. —Una sonrisa apretada y burlona
atraviesa la lluvia—. Por favor.
Me suelta con un empujón furioso y se aparta para dejarme pasar.
Pues bien, entonces.
Con el tamborileo de la sangre en mis oídos y ligeramente aturdida, me dirijo hacia
el auto. Apenas estoy tocando el cuero cuando la puerta se cierra tras de mí. Mientras
Raphael se desplaza en una sombra borrosa por el parabrisas, el peso de una mala
decisión me presiona los hombros.
Puedo localizar su origen inmediatamente. El aroma cálido y masculino que
perdura entre las cuatro paredes del G-Wagon. Después de cometer el error de
rociarme con él el lunes pasado, me pasé una hora en la ducha restregándolo, y
realmente no quiero volver a intoxicarme con él. Huele a peligro, y no me gusta el calor
que desprende en ciertas partes de mí.
Mi malestar aumenta cuando Raphael se desliza en el asiento del conductor. Mira
fijamente hacia delante en silencio, pero la ira que se desprende de su piel entintada
ruge. Me empujo contra la fría ventanilla en un intento de alejarme de él.
—Cinturón de seguridad.
Es todo lo que dice antes de poner el auto en marcha y arrancar bajo la lluvia.
Quizá debería haberme arriesgado y huir. Ahora que estoy sentada aquí con el
latido de su mano alrededor de mi cuello, siento que habría sido la opción más segura.
En su lugar, me aferro al libro que tengo en el regazo y me concentro en los
limpiaparabrisas que hacen horas extras.
Una canción navideña crepita en la radio, apenas audible. Mi cabello gotea sobre el
reposabrazos en rítmicos chapoteos. En mi visión periférica, veo la mirada irritada de
Raphael hacia el pequeño charco que he creado.
—Estos asientos son de cuero Nappa.
—Y mi jersey es de algodón.
—¿Qué?
Engancho el hombro. Mira el resplandor de los faros fragmentados a través del
parabrisas.
—Pensé que estábamos nombrando telas que a nadie le importan.
Pasa un tiempo y luego suelta una risa oscura y sacude la cabeza. Me golpean unos
cuantos latidos más antes de que su voz vuelva a tocar mi piel. Esta vez, tiene un
trasfondo más tranquilo.
—En serio, Penelope. No andes sola por las calles de noche. Las chicas guapas no
siempre llegan a ver el día siguiente.
Parpadeo, ignorando por completo su mensaje de seguridad en favor de complacer
el ligero estremecimiento que se cuela bajo mi piel
—¿Acabas de llamarme hermosa?
Su mandíbula hace tictac.
—Sabes que eres preciosa.
—¿Lo sé?
Ahora tiene toda mi atención. Miro fijamente sus nudillos apretados en el volante,
y la forma en que su agarre hace que el Rey de Diamantes de su antebrazo se flexione
me aprieta los pulmones.
—Por supuesto que sí. No estarías pavoneándote en bragas intentando burlarte de
mí si no fuera así —murmura amargamente.
A pesar de las desafortunadas circunstancias en las que me encuentro, no puedo
evitar que el triunfo caliente lama las paredes de mi corazón.
Enrosco los dedos alrededor del borde de plástico de mi libro y finjo
despreocupación.
—Apenas has mirado.
—Porque soy un caballero, Penelope.
Mi mirada desciende por su pecho. Su camisa está empapada y casi puedo ver las
sombras oscuras bajo su caro tejido. Una grieta en su armadura a medida, y me quedo
sin aliento ante la mera idea de lo que hay debajo.
El auto frena. Confundida, miro hacia arriba y me encuentro atrapada en la intensa
mirada de Raphael.
—¿Habrías querido que mirara?
—¿Qué?
Se lame los labios, una nueva ola de oscuridad en su expresión.
—Dijiste que apenas había mirado —dice en voz baja—. ¿Habrías querido que
mirara?
Un escalofrío me recorre, frenando mi siguiente respiración. La piel de gallina que
se me pone en la nuca no tiene nada que ver con el hecho de que me haya pillado la
lluvia y sí con la expectativa caliente y pesada que se arremolina entre las cuatro
paredes del auto. Me empapa la piel, impregna mis pulmones y hace más difícil fingir
indiferencia.
Me conformo con cambiar de tema. Se siente más seguro.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme?
Pasan unos segundos, antes de que la mirada de Raphael deje de quemarme la
mejilla, y el motor del auto vuelve a ronronear bajo mi culo.
—Mi hermano me dijo que una de mis chicas estaba suelta.
Mis chicas.
Dos palabras que me gustan y me molestan al mismo tiempo. No sé cómo me
sentiría si hubiera sido en singular.
Incapaz de deshacerme de la incómoda conciencia que conlleva el peligro
inminente, miro entre los asientos, como si esperara que un lacayo vestido de traje
saliera del maletero.
—¿No hay secuaces esta noche?
Raphael sonríe y mira por el espejo retrovisor.
—¿No crees que pueda manejarme, Penelope? —Me mira de reojo, los ojos bajan a
mi pecho y vuelven a subir—. ¿Crees que no puedo manejarte?
Hay un filo sin tono en sus preguntas. Se desliza por mi sangre como el aceite en el
agua, resbalando y haciendo que me retuerza. Es ilegible, imprevisible y, por una vez,
desearía que se limitara a entablar una charla educada conmigo como hace con todos
los demás.
—Bueno, tu arma es falsa, ¿verdad?
Se ríe groseramente. Deja caer la cabeza contra el reposacabezas.
—Ah, sí. Y así es.
Gira el volante con el talón de la palma de la mano y me doy cuenta de que estamos
entrando en Main Street. La decepción me punza el pecho. Resulta irónico, teniendo
en cuenta que hace unos minutos no quería entrar en su auto.
De repente, el cinturón de seguridad me corta la clavícula y me lanza hacia delante.
Doy un grito ahogado, extiendo la mano hacia el salpicadero y doy un latigazo hacia
Raphael.
—Si eso fue un intento de matarme, fue patético.
Pero está demasiado ocupado mirando por mi ventana para responder. Su
expresión es traicionera, no queda ni un centímetro de caballero en los afilados planos
de su rostro.
—¿Por qué está abierta la puerta principal de tu edificio?
No es una pregunta y no espera una respuesta. Siseando algo impío en voz baja,
saca su pistola falsa de la cintura y se lanza hacia la puerta de su auto.
Le agarro el antebrazo y se queda paralizado. Los dos miramos mis dedos; su
expresión se tensa de irritación, y yo puedo sentir la vergüenza grabada en la mía.
Me desplazo sobre la piel de napa.
—Relájate, siempre está abierta.
Su mirada se desliza desde mis dedos hasta el reloj que llevo en la muñeca. No sé
por qué lo llevo todavía, pero mentiría si dijera que es porque he olvidado quitármelo.
Está caliente y pesa y es imposible no notarlo.
—¿Cómo que siempre está abierta?
—Lo que he dicho: está rota. —Me mira como si acabara de llamar puta a su
madre—. Pero no pasa nada, la puerta de mi apartamento tiene cerradura.
—La puerta de tu apartamento tiene cerradura —repite, burlón—. Cristo. —Coge
su celular de la consola central y la pantalla ilumina la furia grabada en su rostro. Mis
dedos se balancean sobre los tendones que se flexionan y contraen en su antebrazo
mientras escribe un texto, y de repente me siento ebria al saber que no debería estar
ahí, y retiro la mano.
No se da cuenta. En lugar de eso, mete el celular en el portavasos y sigue
conduciendo por delante de mí apartamento.
—Se está arreglando.
Parpadeo.
—¿Qué, ahora?
Asiente con la cabeza, sin apenas escucharme.
—Sí, claro. Ningún cerrajero va a salir en medio de la noche.
Una sonrisa socarrona hace más profundos sus hoyuelos. La forma en que se pasa
los dientes por el labio inferior es como un susurro contra mi clítoris.
—Una de las ventajas de ser asquerosamente rico, Penelope.
Bueno, ahí está. Volvemos a las sonrisas de satisfacción y a las respuestas rápidas, y
aunque pongo los ojos en blanco, me siento secretamente aliviada de tener un terreno
más seguro bajo mis pies.
Apoyo mi cabeza contra la ventana.
—Bueno, gracias, supongo. Puedes dejarme en la cafetería y esperaré a que se
arregle.
Mira la hora en el tablero. Es casi la una de la madrugada.
—¿Tienes hambre?
Siempre tengo hambre.
—Un poco.
Con un encogimiento de hombros perezoso, vuelve a palmar el volante, gira en la
calle y aparca desordenadamente en la acera de la puerta de la cafetería.
—Estoy bastante segura de que esto no es un estacionamiento —murmuro en voz
baja, lo que provoca una oscura sonrisa en los labios de Raphael.
El resplandor amarillo de la cafetería se filtra a través de la lluvia en el parabrisas, y
la seguridad en forma de patatas fritas saladas y batidos azucarados espera.
Abro mi puerta de golpe y, por desgracia, Raphael también abre la suya.
Mis hombros se tensan.
—¿Vas a entrar?
—No, me sentaré aquí y jugaré con mis pelotas.
Su puerta se cierra de golpe detrás de él, y unos segundos después aparece en el
marco de la mía, con su chaqueta de traje. Apoya las palmas de las manos en la parte
superior del auto y se inclina con una impaciencia a medias.
—No tengo toda la noche, Penelope.
Pues bien, entonces.
En la cafetería, el timbre suena por encima de mi cabeza y el calor me roza la cara.
De pie en el felpudo de bienvenida, entrecierro los ojos bajo las luces de las tiras de
luz, que contrastan con la oscuridad que me envuelve en el exterior.
Hablando de oscuridad, el pecho húmedo de Raphael me presiona la nuca cuando
se pone detrás de mí. Sus labios rozan la concha de mi oreja y la llenan con una
demanda caliente.
—Muévete.
Suspiro al entrar en la cafetería y me deslizo por las baldosas a cuadros. Los ojos me
siguen, pero solo hasta cierto punto, entonces se fijan en el caballero de dos metros que
oscurece la puerta.
Una mirada por encima de mi hombro confirma que no ha pisado este restaurante
en su vida. Ni en ningún local que sirva comida en bandeja de plástico, probablemente.
Está de pie en la alfombra de bienvenida, con las manos en los bolsillos, observando
su nuevo entorno con una diversión mal disimulada.
Una chica rubia se desliza detrás del mostrador y me mira con ojos muy abiertos.
—¡Hola! Soy Libby y seré su camarera por hoy. —Me habla, pero el ángulo de su
cuerpo está atado al culo sobre mi hombro—. ¿Es para aquí o para llevar?
—Comeremos...
La suave demanda de Raphael barre mi respuesta.
—Para llevar.
Mi mandíbula se mueve con fastidio, y un espeso temor recubre las paredes de mi
pecho. Comer dentro es... más seguro. Las luces brillantes, la gente y las cámaras hacen
que sea menos probable que ocurran cosas malas. El instinto y la autopreservación me
dicen que no debo desaparecer en la oscuridad con Raphael Visconti, aunque la
excitación nerviosa que zumba en mi interior me sugiera lo contrario.
—Para llevar, entonces —digo.
Libby pulsa algunas teclas en el ordenador.
—¿Y qué quieres?
Le digo el pedido que he hecho casi todas las noches desde que me mudé a la costa.
Con un pequeño trago, la camarera arrastra su mirada hacia arriba y prácticamente
susurra:
—¿Y usted, señor Visconti?
—Nada, gracias...
—Tendrá el combo de hamburguesa doble con queso. Extra de tocino, extra de
queso. —Me muerdo el labio pensando, barriendo el menú retroiluminado sobre el
mostrador—. Y un batido de chocolate. Extra grande.
Un gruñido jadeante me toca la nuca, haciéndome sonreír.
—Eh, vale... —Más golpecitos, luego me da el total, y yo me giro para presionar mi
espalda contra el mostrador. La mirada de Raphael recorre la abertura de mi chaqueta
mojada, antes de volver a mi dulce sonrisa.
—¿Sí?
— Suelta, sugar daddy.
Conteniendo la diversión, saca su cartera. Su brazo roza el mío mientras arroja
billetes sobre el mostrador.
—Más el IVA.
—Oh, no señor. Ya incluye el IVA...
—Más IVA —repito, sin apartar la vista de Raphael.
Con un lento movimiento de cabeza, deja otros veinte sobre el mostrador.
—Más propina.
—Pero eso ya es mucho más que...
—No te preocupes por eso, Libby —digo con despreocupación—. El Sr. Visconti es
asquerosamente rico.
La satisfacción se agolpa en mi estómago, en parte porque disfruto del más mínimo
triunfo contra Raphael, pero en parte porque la risa que se escapa de sus labios y flota
sobre el mostrador es profunda y genuina.
Nuestra comida llega en un saco de papel manchado de grasa, y Raphael lo sostiene
como si fuera una bolsa de caca de un perro que no tiene.
Justo cuando el timbre de la puerta suena sobre nuestras cabezas, un abrupto
—¡Espera! —atraviesa el comedor y me hace girar la cabeza.
Una camarera se acerca a mí. Deja su jarra de café y me pone una mano suave en el
brazo.
—¿Estás bien, cariño?
Parpadeo.
—¿Qué? Ah, claro. No me ha secuestrado, no...
Su risa nerviosa y su mirada cautelosa hacia Raphael me interrumpen.
—No, cariño. Estuviste aquí hace unas noches y te fuiste de repente. Parecía que
estabas a punto de enfermar. —Mira por encima del hombro y baja la voz—. No te
hemos puesto enferma, ¿verdad?
Me doy cuenta. Se refiere al jueves, a la noche con las chicas borrachas y al reportaje
y a la comprensión de que mi onda vengativa de un encendedor sobre una botella de
vodka fue el peor error de mi vida.
La sonrisa simpática de la camarera permanece enfocada, pero detrás de ella giran
las cabinas rojas y las baldosas a cuadros. Siempre he hecho esto. Tomo las cosas malas
que suceden en mi vida, como las preocupaciones, el miedo y los traumas, las reduzco
a un paquete compacto y ordenado, y luego las guardo en algún lugar tan profundo
dentro de mí que me olvido de que existen. Luego vuelven a aparecer cuando veo las
noticias o me quedo demasiado tiempo con mis pensamientos.
Una mano fuerte me agarra por la cintura y una voz oscura y sedosa me toca el oído.
—¿Estás bien, Penny?
Penny. Me obsesionaría con el hecho de que Raphael me llamara cualquier cosa
menos Penelope con ese condescendiente acento si el pánico no me subiera a la
garganta.
Lo fuerzo, fuerzo una sonrisa y fuerzo una mentira.
—Estaba un poco indispuesta, eso es todo.
La mirada entrecerrada de Raphael me abrasa la mejilla mientras me abre la puerta.
Mi corazón palpita con la amenaza de un interrogatorio en un auto empapado de
aftershave, pero él se limita a deslizarse en el asiento del conductor con aire
desinteresado y deja caer el saco de comida sobre mi regazo.
—¡Oye, mira mi libro!
Mira el lomo amarillo canario y pone el auto en marcha.
—HTML para Dummies —dice—. He oído que es una de las mejores obras de
Shakespeare.
Me muerdo una réplica y miro por la ventana empañada, observando cómo la
seguridad de Main Street se desvanece. El cartel roto del Rusty Anchor parpadea a la
izquierda, y entonces volvemos a la carretera donde me encontró Raphael, subiendo
al acantilado.
Un pinchazo caliente se desplaza bajo mi piel.
—¿A dónde vamos?
Su mirada se dirige a mí, con una pizca de diversión.
—En algún lugar donde nadie pueda oírte gritar.
Oh. Incluso sabiendo, bueno, asumiendo que es poco más que una broma morbosa,
se me contrae la garganta. Nos sentamos en tenso silencio durante unos minutos. El
aroma de las delicias fritas sale de la bolsa que tengo en el regazo. La radio zumba con
una de esas canciones festivas que siempre se te quedan grabadas en la cabeza en esta
época del año, y los gruesos dedos de Raphael golpean su muslo al compás de la
canción.
Finalmente, nos detenemos frente a la antigua iglesia del acantilado. Ahora llueve
más fuerte y no se ve nada más allá del tablero. Raphael apaga el motor y el repentino
silencio resuena en mis oídos.
Me aclaro la garganta. Me deslizo por el amplio asiento para acercarme a la puerta.
Con una rápida mirada a mis piernas, Raphael se quita la chaqueta, levanta el saco de
papel de mi regazo y lo coloca sobre mí. Sus cálidas manos rozando mis muslos se
sienten como electricidad estática y hacen que mi siguiente respiración sea superficial.
—Quítate la chaqueta, está mojada.
Hago lo que me dice. Lo echa de nuevo en el asiento, antes de encender el motor y
poner la calefacción. Está claro que confunde mi malestar por estar atrapada en un
auto con él con el frío. La verdad es que no lo tengo. A pesar de estar empapada hasta
las bragas, estoy ardiendo. Mi sangre sólo se calienta cuando Raphael se desprende
del cinturón de seguridad y mueve su cuerpo, sometiéndome a toda su atención.
La carga de su mirada pesa en mi mejilla. En un intento de evitar el peso de la
misma, desenvuelvo mi hamburguesa y le doy un mordisco. Un río de ketchup corre
por mi barbilla y aterriza con un plop en el cartón.
Raphael deja escapar una suave risa.
—Tienes toda la cara cubierta. —Levanta el brazo y, por un momento, sin aliento, y
totalmente ridículo, creo que va a inclinarse y limpiarme la barbilla.
Pero por supuesto que no lo hace. Dios, ¿por qué iba a hacerlo? Simplemente apoya
el codo en el reposabrazos y se pasa dos dedos por los labios.
Aunque fue una estupidez suponer que me tocaría, el hecho de que no lo haya hecho
me produce un violento escalofrío de decepción. Lo afronto de la única manera que sé:
siendo una imbécil.
Tanteo con su chaqueta en mi regazo y saco el cuadrado de seda del bolsillo superior
y me lo paso por la boca.
—Gracias.
La dura mueca que se instala en sus labios vuelve a poner el mundo en orden.
—¿No tienes hambre?
Me mira como si le hubiera pedido bailar bajo la lluvia, desnudo.
—¿Tengo pinta de comerme esa mierda?
Instintivamente, miro el apretado estómago bajo su camisa semi transparente y
expulso todos los pensamientos intrusivos de mi cerebro con un bocado extra grande
de mi hamburguesa. Ni en un millón de años.
—¿Qué comes entonces? ¿La sangre de cuarenta vírgenes para desayunar o algo así?
Sonríe.
—O algo así.
—Siempre tuve mis sospechas de que eras un vampiro.
Volviendo a pasar una mirada inexpresiva por mis piernas, añade algo que hace que
mi corazón se detenga.
—Tengo una pregunta para ti.
Dejo de masticar. Miro el pomo de la puerta, pero con un clic se cierra, como si
Raphael pudiera ver mis pensamientos. Vuelve su atención al parabrisas, se inclina
hacia atrás y se pasa una palma por la garganta.
—¿Por qué no duermes por la noche?
Mi hamburguesa cae a mi regazo con un golpe lamentable.
—Quizá yo también sea un vampiro.
—Penelope.
Su voz envuelve mi nombre como un abrazo, haciendo que mis párpados se cierren.
Está cargada de la tormenta perfecta de impaciencia y suavidad, y supongo que por
eso la verdad se me escapa de los labios.
—Las cosas malas pasan por la noche —susurro.
Su mandíbula se tensa, pero sigue sin mirarme.
—¿Cómo?
Como hombres adultos que me arrastran a un callejón y me levantan el vestido. Pero
me conformo con otro ejemplo. Uno que no duele tanto:
—Mis padres fueron asesinados por la noche. —Miro el reloj del tablero—. Las tres
y cuarenta de la mañana, para ser exactos. Es una hora para estar despierta y alerta, no
dormida.
Asiente lentamente con la cabeza. No puedo leer la expresión que se dibuja en su
rostro, ni siquiera cuando entrecierro los ojos, pero definitivamente no está
sorprendido. Supongo que habrá investigado antes de darme trabajo y, además, los
hombres como él tratan a la muerte como si fuera parte del mobiliario: siempre está
ahí y es fácil pasarla por alto.
—¿No puedes estar despierta y alerta en tu apartamento?
—No.
Su mirada chispea de irritación.
—No eres inmune a que te metan en un baúl, Penelope.
Volvemos a decir mi nombre así, entonces.
Feliz de haber dejado atrás el tema de mis padres, sorbo mi batido y me encojo de
hombros.
—Tengo suerte, ¿recuerdas? Lo demostré en la cabina telefónica.
—No tienes suerte —dice.
En lugar de devolverle el golpe, rebusco en los bolsillos de su chaqueta y encuentro
una moneda suelta. La sostengo entre nosotros, con una lenta sonrisa deslizándose por
mi cara.
—¿Cara o cruz?
Suspira, se apoya en el reposabrazos y esconde su interés tras los nudillos.
—Muy bien. ¿Cuál es la apuesta?
—Tú ganas, y recuperas tu reloj —agito mi muñeca en su cara, su reloj se desliza
hacia arriba y hacia abajo—. Yo gano; tú te comes la hamburguesa.
—Cara.
Con un movimiento de mi pulgar, la moneda gira en el aire y repiquetea en la
consola central. Me asomo y me río. Tiro la bolsa grasienta en su regazo.
—Buen provecho.
Frunce el ceño. Desenvuelve la hamburguesa con la punta de los dedos. Pero luego
se burla de mí, porque cuando aprieta la hamburguesa con las dos manos y me mira
fijamente en el alma mientras le da un bocado ridículamente grande, la lujuria caliente
y punzante se hunde en la boca del estómago y chisporrotea contra mi clítoris.
Dios. Es sólo una hamburguesa. Pero hay algo sobre lo pequeña que parece en sus
manos; algo sobre la forma en que sus antebrazos entintados se flexionan y la forma
primitiva en que sus dientes se hunden en el pan. Me hace pensar en otras cosas que
come así.
Con la cabeza nublada, abro la ventana, giro sutilmente la cabeza y aspiro una
bocanada de maldito aire. Estoy a punto de robar otra, cuando una mano caliente se
desliza bajo la chaqueta y sobre mi muslo, apretando mis pulmones.
¿Qué...?
Mi mirada se dirige a mi libro que se desliza por la consola central. Raphael lo abre,
arranca una página y se la limpia en la boca.
Me quedo boquiabierto ante el borde irregular.
—E..
—¿Sí?
—Eso es un libro.
—Lo sé, Penelope. —Arruga la página en su puño y la deja caer en la bolsa de la
comida. Cuando mi mandíbula no rebota del suelo, ofrece un encogimiento de
hombros indiferente y se mete una patata frita en la boca, entera.
—No es que vayas a devolverlo, de todos modos.
Mis ojos se desvían.
—¿Cómo lo sabes?
—Dice Propiedad de la Biblioteca Pública de Atlantic City en el lomo.
Ah, sí.
—¿Por qué estás leyendo esa mierda, de todos modos? ¿Quieres un trabajo en
informática?
—No lo creo.
—¿No lo crees?
No sé por qué elijo la verdad antes que una réplica sarcástica, porque los
neandertales que tratan así a los libros no merecen la honestidad.
—Yo juego a este... juego.
Su risa es brusca.
—Por supuesto que sí.
—Voy a la biblioteca, cierro los ojos y elijo un libro de For Dummies al azar —
continúo, ignorándolo—. Elija lo que elija, me digo que tengo que leer.
—¿Por qué?
—Porque, como ya te he dicho, estoy intentando enderezarme —digo, con la
exasperación matizando mi tono. Bajo el calor de su mirada curiosa, me aliso el top y
respiro profundamente—. Intento encontrar algo que me interese. Algo con lo que
pueda hacer carrera. —Le miro de reojo—. No quiero trabajar para ti el resto de mi
vida, ¿verdad?
La diversión se cuece bajo su lengua; aprieta los labios en un intento de aplastarla.
Cuando da otro mordisco a su hamburguesa. Me da otro sofoco.
—¿Qué te hace pensar que encontrarás tu carrera en un libro de For Dummies?
—Es una ilusión, sobre todo —admito—. He probado otros trabajos, pero parece
que nada se mantiene.
—¿Cómo?
—Bueno, he trabajado en un autoservicio, como dependiente en el centro comercial,
como stripper, como recepcionista...
Mis palabras se interrumpen cuando el antebrazo de Raphael se tensa contra el mío.
—Stripper.
Su tono es tranquilo. Demasiado calmado para la comodidad. Sólo una palabra, dos
sílabas, pero me empapa la piel y me cristaliza la sangre. Es casi imposible fingir
indiferencia mientras arrastro mi mirada hasta encontrar la suya, pero eso no me
impide intentarlo.
—Sí.
La oscuridad que lame las paredes de sus iris es desconcertante.
—Eras una stripper.
Esta vez, sólo puedo asentir con la cabeza.
Un pequeño destello de algo que le pone nerviosa pasa por su mirada. Se rasca los
dientes en el labio inferior mientras echa un vistazo al techo de su auto.
Cuando sus ojos se posan en los míos, son más negros que una marea negra e igual
de peligrosos.
—¿Eres buena en eso? —pregunta tenso.
Aprieto la mandíbula en señal de desafío.
—Sí.
Deja escapar un oscuro resoplido. Se echa hacia atrás en su enorme asiento, se
acaricia la barbilla y me recorre con una mirada lenta y omnisciente los muslos y el
pecho. Para cuando se posa en mi cara, todas mis terminaciones nerviosas arden, mis
pulmones son incapaces de mantener una respiración tensa.
—Entonces muéstrame.
Veintidós

P
arpadeo.
—¿Qué?
—Pues enséñamelo —repite, inexpresivo.
Me recorre un escalofrío. A pesar de que los planos de su cara están completamente
desprovistos de humor, no puede estar hablando en serio. ¿Quiere que me desnude
para él?
Otro juego. Al igual que cuando me encerró en la cabina telefónica con su silueta de
eclipse y sus amenazas vestidas de seda, este juego está diseñado para que me
retuerza. Me trago el nudo de la garganta, enderezo la columna y le clavo mi mejor
mirada de indiferencia.
—Estás comiendo.
Baja la ventanilla y lanza la hamburguesa a la noche.
Trago.
—¿Aquí? —Asiente con la cabeza—. No hay espacio.
Sin mediar palabra, se agacha junto a su asiento y éste se echa hacia atrás, creando
un gran espacio entre sus rodillas y el volante. Lo suficientemente grande como para
que yo mueva el culo. Dejo escapar una respiración entrecortada, con mariposas en el
estómago. Joder, ojalá los made men condujeran Smart Cars o Mini Coopers.
—Te costará.
De nuevo, no hace más que mirarme. Su mano se desliza en el bolsillo de su puerta,
y entonces un ladrillo de billetes cae entre mis patatas fritas con un ruido sordo. Miro
fijamente la cuña de billetes de cien dólares, unidos por una banda elástica. Dios, ahí
hay al menos mil dólares, mucho más de lo que jamás había soñado ganar en una
noche, y mucho menos por un baile.
Pero este no sería un baile cualquiera, para cualquier hombre.
Rechinando la mandíbula, ruedo los hombros hacia atrás y me encuentro con su
mirada.
—¿Hablas en serio?
—Completamente.
El calentador zumba. Wham! canta algo sobre la última Navidad en la radio. Deslizo
mis palmas sudorosas por la espalda de la chaqueta de Raphael e intento no
desmayarme.
La lluvia golpea el cristal con más fuerza que nunca, pero estoy segura de que los
latidos de mi corazón son más fuertes. Cada golpe dentro de mi pecho ondea como
una explosión sónica a través de mi sistema nervioso y crea un pulso en mi clítoris.
Prefiero sacarme los ojos antes que perder una partida contra Raphael Visconti, así
que supongo que no tengo más remedio que llamar a su farol.
—Bien. —Mi admisión se desliza de mi boca y florece en el aire entre nosotros. El
chasquido de mi cinturón de seguridad al soltarse me recuerda que ya no hay vuelta
atrás, a menos que Raphael admita que estaba bromeando. Pero algo en la tensión que
se desprende de su cuerpo me dice que eso no va a suceder.
—No tocar.
Cuando dejo mi comida y su chaqueta en el asiento trasero y me levanto, veo sus
grandes manos cerrándose en puños sobre sus muslos.
—Sé cómo funcionan los bailes eróticos, Penelope.
Por supuesto que sí. Este no va a ser su primer baile erótico, pero eso no impide que
los celos calientes se trenzan con los nudos de mi estómago. Tampoco impide que le
pise accidentalmente el dedo del pie mientras me deslizo por el hueco que hay frente
a él.
Deja escapar un siseo, y siento que me recorre a lo largo de la columna vertebral.
Incluso ebria ante la idea de quitarme la ropa húmeda para Raphael en tan poca
distancia, tengo el buen tino de enfrentarme al parabrisas. Si tuviera que ver su mirada
recorrer mi cuerpo de cerca, no estoy segura de que sobreviviría.
Agarrando el volante con una mano, subo el dial de la radio con la otra.
—Hay que tener algo para bailar —murmuro. Mientras la música llena el ambiente,
Raphael deja escapar un suspiro de diversión. Ya sé por qué; Conduciendo a casa por
Navidad no es precisamente un éxito en los clubes de striptease.
Sabiendo que no puedo retrasarlo más, me concentro en el vapor que sube por el
parabrisas y bajo lentamente mi cuerpo hasta que la parte trasera de mis muslos
descansa sobre el regazo de Raphael. La tela vaquera cruje contra la lana cara cuando
muevo el culo hacia delante, hacia sus rodillas, y arqueo la espalda.
A pesar de mis manos temblorosas, mi top se desliza sobre mi cabeza como
mantequilla derretida. Los muslos bajo los míos se tensan, y el suave siseo que
proviene de la dirección de Raphael hace que mis pezones se tensen bajo el sujetador.
Espoleada por el calor de una mirada impaciente en mi espalda, levanto el culo del
regazo de Raphael en un lento y sensual revolcón. Cualquier reserva que tuviera
respecto a mirarle se ve arrastrada por un embriagador cóctel de lujuria y adrenalina,
y de repente, necesito ver la expresión que se dibuja en su cara.
Me asomo por encima del hombro y, cuando mi mirada choca con la suya, me olvido
de respirar. Tiene la mandíbula tensa y el cuerpo rígido, como si no confiara en mover
un músculo. El peligro que baila en sus ojos me emociona y me asusta al mismo
tiempo; en esos iris no hay ni un solo rastro de caballerosidad. Ya no.
Respirando tranquilamente, no le quito los ojos de encima mientras deslizo mis
vaqueros húmedos por la curva de mi cadera. Su mirada sigue mis movimientos, hasta
mis tobillos, y luego sube por la parte trasera de mis muslos, siguiendo la tira de mi
tanga negro.
Pateo mis zapatillas y mis pantalones entre los pedales y vuelvo a bajar a su regazo.
Ahora, la parte delantera de sus muslos roza mi piel desnuda, y la sensación de la tela
cálida y suave rozando mis zonas más sensibles me hace la boca agua y el bajo vientre
se estremece.
Agarrándome al volante, arqueo la espalda y ruedo el culo en dirección a la ingle de
Raphael. El tono gutural de su gruñido envía una descarga de placer hasta mi clítoris.
Es tan animal, tan poco caballeroso, que estoy desesperada por volver a oírlo. Así que
me deslizo aún más hacia atrás, hasta que la punta de su polla hinchada roza entre las
mejillas de mi culo.
Joder. Está duro. Realmente duro, joder. Al darme cuenta de ello, me recorre un
estremecimiento eléctrico y un calor húmedo en el fuelle de mis bragas. Me estoy
volviendo loca. Con el corazón acelerando el ritmo, me deslizo hacia atrás y hacia
delante de nuevo, subiendo por la erección de Raphael con cada movimiento de mi
cadera. Podría ahogarme en el sonido de su respiración entrecortada; acurrucarme
contra la dureza de sus músculos.
Un dedo áspero se desliza bajo mi tanga. El chasquido y el escozor del elástico en
contacto con la piel me provocan un gemido.
—Sabía que tus bragas serían ridículas —gruñe.
Jadeando, inclino la cabeza hacia el techo y dejo que mis párpados se cierren.
—¿Creía que ya habías tenido bailes eróticos? Deberías saber que te multan por
tocar.
Una brisa fresca pasa silbando por mi oído y, cuando abro los ojos de golpe, veo que
otro ladrillo de billetes rebota en el parabrisas y patina por el salpicadero.
Los músculos se mueven debajo de mí, y luego un aliento caliente y desgarrado me
roza la garganta.
—Date la vuelta, Penelope.
Sin aliento para pensar en una respuesta ingeniosa, me levanto con las piernas
temblorosas y me giro para mirarle. Esta vez, no estoy preparada para la forma en que
me mira. Su mirada es tan intensa que roza la violencia. Me quema al recorrer la
costura de mi muslo y el bajo vientre.
—Hermosa —murmura. Es más para él que para mí, pero aun así, me estremezco
bajo su peso.
Raphael Visconti piensa que soy hermosa. Mareada por una nueva oleada de
confianza, me agarro a la parte trasera de su reposacabezas y bajo lentamente a su
regazo. Sin embargo, no todo sale bien; mi pie rueda sobre mi zapatilla de deporte y
caigo de espaldas contra el volante. Suelto un pequeño grito cuando suena el claxon,
pero Raphael se inclina hacia delante y me atrapa antes de que vuelva a caer.
Unas manos grandes con un tacto caliente y codicioso se deslizan por mi espalda
para estabilizarme. El cabello negro me hace cosquillas en la garganta, y una risita se
abre paso por mi escote, haciendo que me duelan los pezones. La risa seca de Raphael
vibra contra mi clavícula, encendiendo cada terminación nerviosa de mi cuerpo.
—Empiezo a pensar que he pagado de más.
—No hay devoluciones —le susurro, con una sonrisa en los labios mientras hago
rodar mi clítoris contra su polla palpitante. Dios, está tan caliente y dura que sé que
podría excitarme con mucho menos.
La parte más sucia de mi cerebro se precipita con posibilidades, pero los dedos que
se deslizan por debajo de la banda trasera de mi sujetador me devuelven a la tierra.
Raphael me mira a través de las pestañas oscuras.
—Quítatelo.
—Tiene un coste adicional.
El chasquido al sacar el pulgar de debajo de la banda hace que mi espalda se arquee
de placer. Con la mandíbula apretada, sus ojos recorren la longitud de mi garganta y
vuelven a mis labios separados.
—Te lo quitaré.
—Eso cuesta aún más.
Vuelve a sonar ese gemido animal; mi coño se aprieta en torno a él, y joder, cómo
me gustaría que fuera tangible. Mis dedos se clavan en el reposacabezas y una
respiración áspera me hace cosquillas en el pecho. Lanzo una mirada entrecerrada al
techo y siento un peso repentino en mi regazo.
Rastrillo mis dientes sobre mi labio inferior para reprimir una sonrisa, familiarizada
con el peso de su dinero ahora.
—No se va a cortar.
Otro golpe, este más fuerte, cae sobre mi estómago. Sacudo la cabeza.
—Ni siquiera cerca...
Mi descaro se convierte en un grito ahogado cuando los gruesos dedos de Raphael
se clavan en la base de mi cabello y me tiran de la cabeza hacia atrás. Abro la boca para
protestar, pero algo frío y suave se desliza en ella.
Al principio, pienso que es otra tarjeta de juego, pero cuando la saco, me doy cuenta
de que es una Amex Negra.
Mis ojos chocan con los de Raphael.
—Pin es cuatro, ocho, cuatro, dos —dice en voz baja. Coloca los dedos detrás de la
cabeza y se apoya en el reposacabezas. Su mirada parpadea como una señal de
advertencia—. Ahora, quítatelo.
Un entumecimiento recorre mi cuerpo. Me pongo en pie lo suficiente como para
arrojar su tarjeta en el asiento del copiloto -como si olvidara el número de
identificación- y me dejo caer de nuevo sobre su regazo.
Me mira fijamente, expectante. Pasan tres latidos tartamudeados antes de que me
arme de valor y me quite el sujetador.
Se lo arrojo a la cara, y cuando una copa de encaje se desliza por su barbilla, una
lenta respiración se escapa de sus labios separados. La tensión tensa la línea de sus
hombros mientras recorre mis pechos con ojos hambrientos. Se vuelven más pesados
con cada centímetro que recorre; más sensibles con cada aleteo de su aliento caliente.
Ladea la cabeza. Flexiona sus bíceps mientras reajusta sus manos detrás de la
cabeza.
Asiente con la cabeza.
—Continúa.
Con el coño palpitando, me inclino hacia atrás y me agarro a sus rodillas mientras
vuelvo a balancear mis caderas hacia delante, iluminando un camino de éxtasis a lo
largo del duro plano de su muslo. Por supuesto, nunca me he acostado con un cliente
así en el club de striptease. Preferiría haber cogido la peste antes que entrar en una de
las salas VIP y participar en alguna de las actividades fuera del menú.
Pero Raphael no es un cliente habitual, y yo ya no soy una stripper. Sea lo que sea,
no se puede negar que tenemos algo. Una cosa altamente inflamable, y que explotará
si le encendemos una cerilla.
Otro giro de cadera hace que salga otro gemido de lo más profundo de mi ser. Los
ojos de Raphael se entrecierran, su mandíbula hace un tic-tac al darse cuenta.
—¿Estás mojada, Penelope?
Nerviosa, asiento con la cabeza.
Su mirada se desliza hacia abajo, donde mi tanga se une a sus pantalones.
—Tira las bragas a un lado. Déjame algo para recordar esto.
Estoy demasiado drogada por la fricción para discutir. Demasiado excitada por la
humedad y el deseo. Me quito las bragas y me deleito con el calor de su mirada
fascinada mientras me aprieto contra su pierna.
La presión entre mis muslos aumenta y aumenta con cada deslizamiento lleno de
fricción, y con cada roce del bulto de Raphael contra la parte superior de mi clítoris.
—Joder —me susurra al oído mientras deslizo mis manos entre sus codos doblados
y bloqueo mis dedos detrás de su reposacabezas para conseguir una mejor posición.
—¿De verdad vas a correrte encima de mí?
¿Qué clase de pregunta es ésa? Tal vez sería capaz de descifrar el tono de la misma,
si mi pulso no estuviera latiendo tan fuerte en mis oídos; si mi cuerpo no estuviera
gritando con la necesidad de liberación.
Estoy caliente, desesperada, llena de vapor y pensamientos depravados. No estoy
en condiciones de responder a su pregunta, eso es seguro. Pero él obtiene su respuesta
y todo lo que necesita es una flexión de su muslo. Me estremezco ante el inesperado
movimiento bajo mi clítoris y hundo mis dientes en el bíceps de Raphael para montar
el orgasmo que recorre mi cuerpo como un incendio forestal.
Después de unos momentos llenos de estrellas, mi subidón se asienta a mi alrededor
como el polvo. Me derrito en su pecho «una tormenta con su calma, fuego con su hielo»
para recuperar el aliento.
Sólo cuando mi semblante vuelve a acercarse hacia mí, me doy cuenta de que no se
ha movido. No ha respirado. Con la inquietud y el rescoldo de la vergüenza subiendo
por mi garganta, me alejo de él y me encuentro con su mirada con recelo.
No tiene expresión. Los colores no cambian, ni siquiera cuando me da el sujetador.
Incluso cuando deja caer el top sobre mi regazo. Me lo pongo, con el corazón
palpitando por una razón completamente diferente.
Los nervios me pellizcan la piel, me desprendo de él y me dejo caer en el asiento del
copiloto, tirando torpemente de mis vaqueros y mis zapatillas.
Me mira fijamente.
—¿Qué? —Susurro. Ojalá mi pregunta no me hiciera parecer tan vulnerable.
Sin mediar palabra, vuelve a deslizar su americana sobre mis muslos y vuelve a
centrar su atención en la lámina de lluvia sobre el parabrisas. El auto cobra vida, los
faros proyectan un resplandor amarillo más allá del agua fragmentada, y una nueva y
alegre canción navideña llena el auto.
Con la garganta enronquecida, miro fijamente la guantera, incapaz de ignorar cómo
el miedo me tira del corazón como un ancla. Ya he estado en una situación similar, dos
veces, en realidad. Sólo me he acostado con dos hombres, y ambos consiguieron
engañarme. Se rieron cuando les insulté, se inclinaron sobre las mesas del comedor y
fingieron interés cuando unas cuantas copas de vino me soltaron la lengua y
ablandaron mis defensas. Las dos veces, dejé que me follaran duramente en la parte
trasera de sus autos, y luego no volví a saber nada de ninguno de ellos.
Y ahora estoy aquí, sentada en silencio, retorciéndome en el asiento del copiloto. Me
resulta demasiado familiar.
Pero entonces una mano firme y caliente se desliza por debajo de la americana y se
posa en mi muslo. Levanto la vista hacia Raphael, pero él está concentrado en el hueco
entre los limpiaparabrisas, dirigiendo el auto con la palma de la otra mano.
—Desnúdate de nuevo para otro hombre, y morirá cruzando el camino.

El calor me roza un lado de la cara, y cuando giro la cabeza para perseguir la


oscuridad, el olor a cuero y a hombre asalta mis fosas nasales.
El hielo y el instinto corren por mis venas y me enderezo de golpe. Con los ojos
apagados, parpadeo ante el sol bajo a través del parabrisas. Estamos aparcados frente
a mi apartamento. Es temprano; lo sé por la escarcha que cubre a los Santa Claus y por
los propietarios de las tiendas, que tiemblan mientras esperan a que se abran sus
persianas automáticas.
¿Dormí en el auto de Raphael? Mierda. Tuerzo la cabeza para encontrarlo sentado
en el asiento del conductor, respondiendo a un correo electrónico en su teléfono. Sigue
llevando la misma ropa que anoche: pantalones y mangas de camisa. A la fría luz del
día, la tinta que cubre sus brazos parece demasiado real. Siniestro.
—¿Por qué no me has despertado? —susurro, alisando una mano sobre mi cabello.
No levanta la vista de su teléfono.
—Ojalá lo hiciera, porque roncas como un burro.
—No, no lo hago.
Se ríe con facilidad, deja caer su teléfono en el portavasos y me clava una suave
sonrisa.
—¿Te pones así de rojo por todo? —Antes de que pueda responder, alarga la mano
y pasa un pulgar por la hendidura de mi barbilla—. Relájate. Te has quedado dormida
y he pensado que si descansas bien por la noche, quizá no seas tan mierda en tu trabajo.
Me sostiene la mirada por un momento, antes de abalanzarse sobre mí y abrir la
puerta de un empujón.
—Ahora, vete antes de que te quite las adenoides15 con mis propias manos.

15 Son un parche de tejido en la parte alta de la garganta, justo detrás de la nariz. Junto a las amígdalas son parte del sistema linfático. El
sistema linfático elimina las infecciones y mantiene equilibrados los fluidos corporales
Veintitrés

N
o importa cuántos contratos mire o cuántos whiskies me tome, no puedo
deshacerme de la erección dura como una roca que se fuerza contra mis
pantalones. No puedo deshacerme de ella.
No pensé que me llamaría la atención, no cuando requería desnudarse para mí.
Y ahora está en todas partes, pero en ninguna. La forma de su cuerpo se me graba
en la parte posterior de los párpados; el calor húmedo de su coño se me marca en el
muslo. Ni siquiera me hagas hablar de ese brillo travieso en sus ojos: me tiene la polla
aturdida.
Su olor, su sonrisa, su descaro. Se arremolinan como una tormenta que se avecina,
y la puerta de mi oficina no puede protegerme de ella. Es patético, pero me alivia que
no esté de turno esta noche.
Algo así.
Suelto una carcajada amarga y me recuesto en la silla. Encontraría humor en la
ridiculez de todo esto, excepto que no hay nada divertido en ello. Cada vez que
Penelope se ha metido en mi piel, ha sido por mi culpa. Empujé la puerta del vestuario
por segunda vez, a pesar de haber aprendido la primera vez que lo que me esperaba
era algo que no podía manejar. Empujé el asiento del conductor sabiendo que si
descubría el tono de rosa de sus pezones, no habría vuelta atrás.
Ahora estoy pagando el precio de mi impulsividad: tener que hacer todas mis
reuniones del día por teléfono porque mi cuerpo reacciona como un niño de doce años
al ver tetas en la televisión cada vez que pienso en ella.
Debería... lidiar con ello. Joder con mi puño en el baño detrás de mí. Pero entonces,
lo supiera o no, Penelope volvería a ganar y, a pesar de mi extraña obsesión por ella,
preferiría apuñalarme en el ojo con una navaja oxidada antes que dejarla ganar.
A pesar de que son las diez de la mañana, me sirvo otro whisky. Hago sonar mis
dados en el hueco de la palma de la mano. Mi oficina está fría y silenciosa, salvo por
el ruido de los motores y el zumbido de una aspiradora bajo mis botas.
Siempre podría tirármela, pero sé que hay un problema importante con eso. Según
mis propias reglas, si quisiera usar los gruesos muslos de Penelope como orejeras,
tendría que llevarla a una cita.
Nunca va a suceder. No podría reunir suficiente encanto en el mundo para
convencerla de ir a cenar conmigo, y además, ¿de qué hablaríamos? Ella es salvaje, por
el amor de Dios. He visto cómo come, y sin duda saldré del restaurante con un Rolex
y dos autos menos. Ya he pagado el baile erótico más caro de mi puta vida.
Resoplo una carcajada sardónica en mi whisky, antes de cerrarlo de golpe y de
colocar el vaso sobre mi escritorio.
La única ventaja es que ella cree que el amor es una trampa. No tendría que
preocuparse de que ella espere que vaya más allá de una noche sórdida.
No. Si fuera a follar con Penelope, tendría que ser sin todos los aires de grandeza.
Nunca he tratado a una mujer así, pero tampoco he amenazado con golpear a una en
la cabeza con un martillo. Parece que tiene la costumbre de atravesar mi ofensiva de
encanto y sacar la oscuridad que hay en mí.
De repente, la puerta de mi despacho se abre con tanta fuerza que sólo puedo
suponer que alguien la ha pateado. Mi mano se dirige a la Glock que está junto a mi
MacBook, pero al levantar la vista, la dejo caer de nuevo sobre el escritorio con un
suspiro.
Bueno, esa es una forma de cortocircuitar una erección.
Gabe. Oscurece la puerta como un demonio del sueño. Detrás de él, un par de
piernas vestidas de traje yacen en el suelo en un ángulo incómodo.
—Tus hombres no podrían proteger una contraseña —gruñe.
Murmuro algo oscuro en voz baja, pero tengo que admitir que tiene razón. Veintitrés
ex guardianes de operaciones especiales y ninguno de ellos pudo evitar que un hombre
llegara a mí. Claro, ese hombre es Gabriel Visconti y no creo que un muro de hierro de
tres metros de grosor le hubiera impedido atravesar esa puerta, pero aun así.
Entra. Se burla de los marcos de fotos de mi estantería en los que aparezco cortando
cintas rojas y sosteniendo cheques de gran tamaño, y coge la botella de whisky.
—¿Quieres un batido de proteínas con eso?
—Ya me he tomado tres hoy.—Aprieta un vaso y estrecha su mirada hacia mí—.
¿Dónde estuviste anoche? Sueles ser la reina del baile.
Responder a los correos electrónicos en mi celular con el sonido de los ronquidos de
Penelope.
Fingí aburrimiento.
—Ahora los veo a ustedes, idiotas, todo el tiempo. Además, Benny sólo tiene un
número determinado de dedos, y me estoy cansando de ver cómo los rompes.
—Ojalá pudiera decir lo mismo de mi mujer. —Miro por encima del hombro de
Gabe a Angelo en el pasillo. Con una leve mirada de disgusto, pasa por encima de las
piernas de mi hombre caído y cierra la puerta de una patada con su tacón—. Gabe la
ha convertido en una sádica.
—Esa chica siempre ha sido una sádica —dice Gabe, engullendo su bebida.
Angelo le mira fijamente, y yo borro mi sonrisa con el dorso de la mano.
—¿A qué debo el placer, hermanos?
Angelo se sube los pantalones y se sienta en el sillón de enfrente. Su mirada se dirige
a la mía, con una chispa de fastidio.
—Olvidaste que hoy teníamos una reunión.
Y así lo hice. Supongo que estaba demasiado distraído por el recuerdo de Penelope
hundiendo sus dientes en mi bíceps mientras se corría contra mi pierna.
Mierda. He estado tan centrado en todo lo de Penelope que me da vergüenza
admitir que la guerra con el clan Cove apenas se me ha pasado por la cabeza. Si soy
honesto, olvidé que Dante existía por un minuto. Lo último que supe es que Angelo y
Cas organizaron una reunión con Dante en Hollow unos días después de la explosión.
Se presentó en la casa de Cas con un anillo de seguridad y se sentó al final de la mesa
del comedor, tan manso como un pájaro. Un verdadero don de sangre caliente habría
confesado el ataque, pero no Dante.
Maldito idiota. Una cama bien vestida está más hecha que él.
—¿Yo? Nunca —digo, recostándome en mi silla con una sonrisa perezosa. Me
vuelvo hacia Gabe—. ¿Cómo va la partida de ajedrez?
Su mirada me dice todo lo que necesito saber. Es oscura y peligrosa y me pregunto
cuántos hombres han sido objeto de ella y se han meado en los pantalones. Saca un
mechero del bolsillo y, con un movimiento de muñeca, da vida a la llama.
—Agujas en el cuello. Ataques al corazón. Frenos cortados.
Asiento despacio y observo con cautela la llama, que baila bajo su barbilla y se
desplaza por los duros planos de su cara. No me extrañaría que mi hermano prendiera
fuego a mi oficina, sólo por joder.
—Suena productivo.
La llama se apaga, sumiendo su mirada fundida de nuevo en la oscuridad. Sus
palmas golpean mi escritorio con tal fuerza que la mitad de mi whisky se derrama de
su vaso.
—Es un juego de niños. Estoy inquieto. Estoy perdiendo la cabeza. Necesito más,
necesito algo... —Exhala un oscuro aliento—. Algo que lo silencie todo.
¿Qué?
Un poco aturdido por su arrebato, lanzo una mirada a Angelo, pero él se limita a
poner los ojos en blanco, con una expresión de aburrimiento grabada en su rostro.
Tengo la sensación de que ya lo ha oído.
De alguna manera, creo que es más seguro cambiar de tema.
—Bueno, todavía no tengo noticias de Tor.
Ahora, los ojos de Angelo vuelven a los míos, parpadeando en la oscuridad.
—Sí. Dante tampoco.
Mi columna vertebral se endereza por sí sola.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que dije. Nunca volvió a Cove después de la explosión. Llamé a Donatello, y
tampoco ha sabido de él.
Joder. Sus palabras se posan en mi pecho y me empujan hacia atrás en mi silla.
Habría apostado mis dos yates a que Tor no habría elegido a Dante antes que a
nosotros. ¿Pero desaparecer por completo? Esto... no lo sé. Parece peor.
Tres fuertes golpes en la puerta cortan mis pensamientos. La pistola de Gabe sale
volando de su cintura, y el ruido es tan fuerte que incluso Angelo se mueve hacia su
arma.
—Relájate —suspiro—. Por si no te has dado cuenta, estamos en un yate en medio
del Pacífico. La única amenaza a bordo es la intoxicación alimentaria—. Levanto la
barbilla hacia la puerta—. Entra.
Griffin irrumpe en mi despacho y su zancada grita problemas. Es viejo y calvo y ha
visto suficiente mierda enferma en este mundo que casi nada le hace caminar rápido.
La vista me pellizca la nuca, y me encuentro poniéndome en pie y cogiendo también
mi pistola.
Se detiene detrás de Angelo.
—Tenemos una emergencia.
El seguro de Gabe se libera.
—Mío.
La mirada de Griffin se desliza de lado, teñida de disgusto.
—No es una emergencia que te concierna a ti o a tus matones. —Cambiando su
atención de nuevo hacia mí, añade:
—Han golpeado al Lucky Cat.
Mi corazón se estremece ante la mención de mi casino de Las Vegas. Respiro una
bocanada de whisky, apoyo las palmas de las manos en el escritorio y exclamo:
—Voy a necesitar más información que eso.
—Atraco y fuga. Una furgoneta armada se estrelló en el vestíbulo y sacudió todos
los cajeros automáticos en menos de dos minutos. Se llevó algo más de seis millones
en efectivo, por lo que parece.
—¿Sí? ¿Y dónde estaban tus hombres? —Gabe gruñe.
Angelo deja escapar un silbido bajo.
—¿Quién sería tan jodidamente tonto?
Griffin opta por ignorar a mi hermano más insolente.
—Nadie en la Costa Oeste. Tiene que ser un trabajo externo de una pandilla que no
lo sabía.
—Mío —repite Gabe en voz baja, dando un paso hacia Griffin y haciendo crujir sus
nudillos.
—De ninguna manera —gruñe Griffin—. Tú y tus matones hacen estragos por toda
la Costa, y eso está bien. Pero Raphael es un prominente hombre de negocios, y parte
de mi trabajo es mantener esa reputación. Lo solucionaremos, y lo solucionaremos
tranquilamente. —Apunta un dedo hacia él y Gabe lo mira como si considerara
arrancárselo con los dientes—. Por cierto, he visto lo que le has hecho a Clive. —Se gira
para decirme:
»»Dejó su cabeza en el maletero de mi Sedan con un paraguas de cóctel en la boca.
Refrené una carcajada.
Griffin sacude la cabeza, con la mandíbula tintineando de fastidio.
—Pensé que eras más sofisticado que eso, jefe.
Lo soy. Por lo general. El estilo de eliminación de Griffin siempre ha funcionado
perfectamente para mi agenda. Es tranquilo, elegante, y sin cuerpos significa que no
hay pistas para mí. ¿Pero un paraguas de cóctel? Vamos. No soy inmune al encanto de
la ironía, incluso en mis días más oscuros.
Mientras el silencio cubre el despacho, la revelación de Griffin se posa sobre mis
hombros, espesa y lava. Estoy ardiendo, así que me vuelvo hacia las puertas francesas
y abro una de golpe. Más allá de ellas, el cielo helado se funde con las aguas oscuras
y, a través de la pequeña rendija, el sonido de las olas golpeando el casco flota con el
viento.
Ignorando los tres pares de ojos sobre mi cuello, meto las manos en los bolsillos y
apoyo la cabeza contra el cristal.
El Lucky Cat. Bastardos. De los cuarenta y ocho casinos que poseo, tuvieron que dar
con el que lo empezó todo. Hace diez años, apenas era una caja con cuatro ruletas
prestadas, y no conseguía que los clientes pasaran por esa puerta ni siquiera rogando.
Pagaba a mi personal con los billetes que entraban en la máquina tragaperras de la
esquina. Era un antro, pero me encantaba, y todavía me gusta. Fue el único de mis
casinos que mi madre llegó a pisar. Estaba acostumbrada a la vida de lujo, pero maldita
sea, se sentaba en ese bar con su traje de domingo y bebía su Martini de limón como si
estuviera en el Ritz.
La emoción me rodea la garganta y me flexiono contra ella. Mi aliento se empaña
contra el cristal y es lo último que veo antes de cerrar los ojos.
—Gabe.
Unos pesados pasos salen de mi despacho.
Cuando me doy la vuelta, dos pares de ojos me miran, ambos con expresiones
diferentes. La mirada de Griffin arde de furia, mientras que la de Angelo está teñida
de diversión apenas velada.
Vuelvo a mi escritorio. Apoyo mis nudillos contra él.
—¿Griff?
Me mira fijamente como respuesta.
Señalo con la cabeza el par de piernas que hay en el pasillo.
—Tírenlo por la borda antes de que se despierte.
Mi hermano arquea una ceja pero no dice nada. La conmoción de Griffin desaparece
tras la pared facetada de cristal cuando bebo mi whisky de golpe. Su contenido me
deja un rastro caliente en la garganta y aviva las llamas en mi pecho. Cuando
repiquetea contra el escritorio, Griffin se ha ido y Angelo sostiene un marco de fotos
de nuestra madre.
Sus ojos se suavizan en las esquinas. Sin levantar la vista, reflexiona:
—Si mamá estuviera aquí, diría que tienes una racha de mala suerte.
Sus palabras pinchan contra mi piel más fuerte de lo que él sabe.
—Sí, y mamá era una tonta para las tonterías.
Si alguna vez me ensuciara las manos y él no fuera mi hermano, le arrancaría esa
sonrisa de los labios con un rápido gancho de derecha. En lugar de eso, me dejo caer
en mi sillón y lo miro con una mirada suave.
—¿Algo más? Tengo cosas que hacer.
Se frota la barbilla pensando.
—Cuarenta G's perdidos el pasado lunes. Has perdido a Miller y a Young, y tu mejor
amigo ha desaparecido de la faz del planeta en circunstancias sospechosas. Hmm.
—¿Qué? —Me acaloro ante la insinuación de su tono. El cabello rojo y los naipes
brillan detrás de mis párpados.
—Creo que tengo que estar de acuerdo con mamá en esto.
Podrías tener todo el éxito del mundo, pero la Reina de Corazones te pondrá de
rodillas.
En caso de que Penelope sea la Reina de Corazones, probablemente no debería haber
dejado que me moliera.
Me rasco la mandíbula. Me encojo de hombros.
—Cosas que pasan.
—Ajá.
—Te puedes ir a la mierda ahora, por favor.
Con una risa oscura, se pone en pie y proyecta una sombra sobre mi escritorio.
—Mira el lado bueno, hermano. Es tu momento favorito del mes.
Frunzo el ceño.
—¿Lo es?
—¿Me estás jodiendo?
En el ritmo del silencio, me doy cuenta. Por supuesto que sí. Normalmente, elegimos
a nuestros candidatos de Sinners Anonymous el último domingo de cada mes, pero
este año será el día de Navidad, así que lo haremos este domingo.
No puedo creer que lo haya olvidado. La línea directa de Sinners Anonymous es mi
bebé, una carta de amor al sádico que vive en lo más profundo de mi pecho. Es el juego
definitivo, y sólo una vez al mes, mis hermanos y yo nos reunimos para revivir las
mejores partes de nuestra infancia. Los tiempos más sencillos, ya sabes, antes de que
nuestro padre matara a nuestra madre y Angelo lo matara en represalia.
—Estoy en ello —digo, alisando el broche de mi cuello. Levanto la barbilla cuando
recuerdo lo que tenía que preguntarle—. ¿Estarás por aquí mañana?
—Depende.
—Tengo una reunión con Kelly, y me gustaría que estuvieras presente.
Inmediatamente, la expresión de Angelo se agria.
—Sabes que odio que trabajes con los irlandeses.
—Odias que trabaje con alguien que no tenga una nonna16 con una receta secreta de
salsa Alfredo.
Cuando se trata de socios comerciales, no discrimino. Si son inteligentes y pueden
tener dinero y contactos, no me importan sus lazos familiares. Kelly puede ser un
O'Hare, pero está bien en mis libros. Tenemos tres empresas conjuntas en Las Vegas,
un casino, un bar y un hotel boutique, y nuestra asociación ha funcionado a la
perfección durante los últimos ocho años.
—¿Qué quiere, y por qué tengo que estar allí? —Angelo gruñe.
—Él... tiene la costumbre de querer cosas que no son suyas —digo con una sonrisa
tensa—. Sólo necesito que sepa que Dip no es un territorio no reclamado.
Asiente con la cabeza.
—Está bien. Pero no quiero que te quejes ante mí si recibe una bala en la cabeza.
Pongo los ojos en blanco.
—No te quejes.
Angelo me deja en mi oficina con una botella de licor casi vacía y pensamientos
violentos.
Con una necesidad imperiosa de algo más fuerte para distraerme, decido que
probablemente debería elegir mis tres principales pecados del mes para cuando mis
hermanos y yo nos reunamos en la iglesia el domingo.
Abro mi portátil, saco el buzón de voz de Sinners Anonymous y hago clic en la
reproducción automática.
Uno a uno, el sonido del pecado llena la sala.
Siempre hay la mierda de siempre cuando escucho. Confesiones temblorosas de
colisiones en la carretera desde el arcén. Pero, de vez en cuando, hay un pecado que
me hace sonreír perversamente y que me hace sentir una emoción bajo la piel.
Hoy, sin embargo, no están rascando la picazón tan bien como suelen hacerlo. Así

16 Abuela en Italiano.
que me acerco y abro la subcarpeta de llamadas que he eliminado de la red compartida.
Saco un cigarrillo de su envase y me lo meto en el hueco de la boca. Paso la llama de
un Zippo por debajo de él.
Luego me recuesto, cierro los ojos y dejo que las tontas divagaciones de Penelope se
impregnen en mi piel como un ungüento.
Si me estoy hundiendo hasta el fondo, al menos su voz me hará compañía en el
camino.
Veinticuatro

H
ay un montón de cosas que echo de menos de Atlantic City. —Dejo el celular

— en la encimera del baño y me paso un cepillo por el cabello con mano


temblorosa—. Pero nada... grande, ¿sabes? El bagel de salmón y queso crema
de ese pequeño café en el muelle. Los Martini de fruta de la pasión en el bar de Ronnie.
Um... qué más...
Recojo mi teléfono y lo llevo al dormitorio, acercándolo a mi boca mientras rebusco
en mi armario. Elijo unos vaqueros y un jersey, y dejo caer el celular sobre la cama para
cambiarme. Cuando rebota en el colchón, veo la hora de la llamada y me sobresalto.
Dios mío. Llevo cuarenta y cinco minutos al teléfono de Sinners Anonymous.
Hablando de una mierda absoluta, simplemente para llenar mi apartamento vacío con
algo que no sea mi propia energía nerviosa.
Cada hueso de mi cuerpo zumba por las secuelas de la noche anterior. El fantasma
de la lana texturizada aún acaricia el espacio entre mis muslos. Las órdenes suaves en
tonos estrangulados todavía pellizcan las conchas de mis oídos. Y cada vez que miro
una de mis paredes blancas, la imagen de la piel entintada de Raphael parpadea contra
ellas.
Mis nervios están teñidos de algo... extraño. Algo que está a caballo entre el malestar
y la derrota. Llamé al farol de Raphael y le di un baile en el regazo, así que ¿por qué
no siento que le gané en su propio juego?
Llevarme al orgasmo como un puto animal rabioso contra el pliegue delantero de
sus pantalones podría tener algo que ver. O, ya sabes, el hecho de que me quedé
dormida en su asiento del copiloto.
Mis mejillas se calientan por millonésima vez hoy. ¿Por qué no puedo reprimir lo
de anoche como puedo hacer con todos mis otros problemas? El miedo a ser atrapado
por Martin O'Hare apenas asoma su fea cabeza. Raphael Visconti, desde su traje
ajustado hasta su tinta oculta y su estúpido alfiler de cuello: llena cada metro cuadrado
de mi conciencia, hasta el punto de que podría reventar por las costuras.
Mordiendo un ruido de frustración, cruzo la habitación y me asomo a la ventana,
contemplando la calle vacía de abajo.
—No hacer nada en todo el día ha sido una tortura. Tampoco voy a trabajar esta
noche y no tengo planes —digo a la línea de atención—. Matt está entrenando a su
equipo de hockey, Rory tiene una clase de vuelo, Tayce está trabajando y Wren
también. Bueno, supongo que podría ir a ver a Wren al Rusty Anchor...
Antes, estuve a punto de contarle a la línea directa lo de Raphael, pero algo me
detuvo. Supongo que el hecho de haber crecido con la línea hace que la mujer robótica
que está al otro lado se sienta más como una amiga de la infancia. No quiero
contaminarla con historias sórdidas de bailes eróticos y sexo seco. Así que lo mantengo
superficial.
Bip bip. Bip bip.
Frunzo el ceño, miro el celular y me doy cuenta de que tengo una llamada entrante
de Laurie.
Mierda. Con el corazón en vilo, pulso el botón de, cambiar de línea.
—¿Sí?
Una risa fácil flota en la línea.
—Relájate, cariño. No te voy a despedir todavía. En realidad, te llamaba para ver si
podías venir hoy. Sé que es un aviso tardío, pero hay una reunión súper íntima a bordo
y...
—¡Sí! Sí, estoy libre.
—Cielos, eso fue fácil. Normalmente, tengo que sobornar a la gente con una paga
doble antes de conseguir que acepten venir en sus días libres.
Maldita sea. Estoy a punto de retroceder cuando mi mirada se dirige a la montaña
de dinero que hay en mi tocador. Es más de lo que he visto en mi vida.
Me dice que la nave del personal me estará esperando en una hora y cuelga.

Una hora más tarde, un pesado Blake me iza del pequeño barco. Por el guiño que
me hace mientras su agarre se desprende de mi cadera, aún no se ha dado cuenta de
que le he robado la cartera, ni de que es muy posible que le empuje por la borda si
sigue silbando cada vez que me alejo de él.
Hago una parada en los vestuarios para deshacerme de mis zapatos y mi abrigo, y
luego sigo las instrucciones de Laurie de ir al bar de la cubierta superior. Hoy sólo
somos un camarero y yo, así que o bien casi nadie bebe en esta reunión, o bien son
muy poco exigentes. De alguna manera, dudo mucho que sea así.
Al llegar a lo alto de la escalera, no puedo evitar poner los ojos en blanco al ver a
Blake. Otra vez. Cristo, todos los hombres de Raphael son idiotas de una forma u otra,
pero este es realmente el mayor idiota de todos. ¿Por qué está en todas partes? Está
custodiando el salón del cielo junto con un lacayo calvo que no habla mucho, y cuando
paso sin sonreír, recibo otro silbido de lobo.
Me pone la espalda rígida y hace que el calor blanco chispee en mi puño.
—No soy un puto perro —siseo.
—Apuesto a que coges como uno, sin embargo —murmura de nuevo.
Calvo resopla.
Mirando el pomo dorado de la puerta, aspiro una bocanada de aire y espero a que
la niebla roja se desvanezca. Se ha ido directamente. Se ha ido recto. Se ha ido recto.
La furia se enfría a fuego lento, ruedo los hombros hacia atrás y me meto en el salón.
La puerta es más ligera de lo que creo, por lo que choca contra la pared del fondo y
doy un respingo. Cuando abro los ojos, me detengo lentamente.
Oh, mierda.
No me había dado cuenta de que se celebraba aquí; es una sala más pequeña que
sale del sky lounge. Pero tiene sentido, porque solo hay tres personas, una baraja de
cartas y una caja de lo mejor de Cuba.
Y un acento irlandés muy fuerte. Pertenece a un hombre con aspecto de querubín,
con un corte de cabello gris y ojos azules penetrantes. Pero su voz no tiene nada de
angelical: es detestable, y cada palabra que se desliza por su boca es una maldición.
Los tres pares de ojos se dirigen a mí, pero dirijo mi mirada a los dedos de los pies y
me escabullo por la pared hasta llegar a la seguridad de la barra tras otro juego de
puertas. Abro ésta con mucho más cuidado y me giro para cogerla antes de que se
cierre de golpe tras de mí.
En el hueco que se estrecha, me encuentro con la mirada divertida de Raphael.
Sonrío tímidamente.
Guiña un ojo.
Dios. Girando en falso, cerré la puerta y dejé caer mi cabeza contra ella, esperando
que mi sangre se redujera a una temperatura más apropiada. Tenía tantas ganas de
salir del apartamento que opté por hacer horas extras sin pensar en las consecuencias:
ver a Raphael después.
—¡Sorpresa! —Un trino femenino me hace abrir los ojos. Rory está sentada en un
taburete de la barra sonriéndome. Lleva un traje de color caqui abierto hasta la cintura
y una camiseta blanca debajo.
Rompo a sonreír.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Angelo tiene una reunión con Rafe y un viejo. Me enteré de que estabas
trabajando, así que decidí acortar mi lección de vuelo y hacerte compañía. —Ella estira
el cuello para mirar en el almacén, luego susurra teatralmente mientras golpea la
baraja de cartas en la barra. Agita su cuaderno de notas—. ¡He estado practicando!
Ni siquiera me di cuenta de que Angelo estaba aquí, estaba tan distraída por un
fuerte acento irlandés y el calor del guiño de Raphael. Mordí una risa, deslizándome
detrás de la barra.
—Espero que hayas estado practicando en privado.
—Oh, por supuesto. Angelo cree que tengo una repentina obsesión por la jardinería
porque me he escondido en el cobertizo. —Ella cierra la cubierta con un giro de ojos—
. ¿Qué crece en invierno, en serio? Por cierto, ¿qué vas a hacer el sábado por la noche?
Hay una noche de juegos en Hollow; deberías venir a verme ganar a Rafe.
Antes de que pueda responder, un hombre sale del almacén con la cara oculta tras
la caja de cerveza que lleva en los brazos. La deja en el suelo, vuelve a su altura y me
mira dos veces.
—Jesús. ¿Estoy viendo un fantasma?
Tardo unos segundos en darme cuenta de quién es: Dan.
Como en, Dan, pásame el martillo.
—Estoy muy viva —digo secamente—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Bueno, normalmente trabajo en el Rusty Anchor, pero me pluriempleo como
camarero personal de Rafe. —Se encoge de hombros y sonríe—. Si él llama, yo voy.
Tengo que apretar los dientes para no poner los ojos en blanco. Tener un camarero
personal sólo consolida su estatus como el imbécil más pretencioso del año.
Dan empieza a descargar cervezas en la nevera, riéndose para sí mismo.
—No puedo creer que Rafe te haya perseguido con un martillo.
El jadeo de Rory se siente caliente contra las conchas de mis oídos.
—Sí, y no puedo creer que se lo hayas entregado.
—Oye, lo que el jefe quiere, el jefe lo consigue.
—Vale, alguien tiene que ponerme al corriente —dice Rory, con un tono de
excitación sin aliento—. ¿De qué estás hablando?
—Ella estafó a Rafe de su reloj en el Blue's Den en Devil's Cove. Fue salvaje.
Los ojos de Rory se deslizan hacia los míos y luego hacia el reloj de mi muñeca. Para
ser sincera, me parece ridículo. Es demasiado grande e incluso en la muesca más
ajustada, la esfera se desliza constantemente hasta mi pulso. No sé por qué sigo
sacándolo de mi tocador y poniéndomelo cada mañana. Retiro el brazo de la barra y
lo pongo detrás de mí, sintiéndome a la defensiva.
—¿Qué quieres decir con estafado? —susurra.
—No he estafado. Jugamos una partida y gané su reloj.
—Ganaste su reloj —repite, con una malicia omnisciente llenando su mirada—. Y
ahora lo llevas puesto.
—Y ahora lo llevo yo. —Le respondo con el ceño fruncido.
Abre la boca y la cierra con la misma rapidez. Vuelve a garabatear en su cuaderno,
con una sonrisa de oreja a oreja.
Clic.
El sonido de la puerta al abrirse me recorre la espina dorsal. Rory levanta la cabeza
y, presa del pánico, se lleva los naipes y el bloc de notas al pecho y se baja del taburete.
—Tengo que hacer una llamada —murmura, antes de lanzarse por las puertas de la
terraza.
La mirada desconcertada de Raphael la sigue, antes de venir hacia mí. Me aliso el
vestido y hago mi mejor intento de no parecer nerviosa. Dan, en cambio, es tan fácil
como un domingo por la mañana.
—¿Qué pasa, jefe? ¿Qué puedo ofrecerle?
Raphael sigue mirándome fijamente durante otro rato, antes de deslizarse hasta la
barra y prestarle a Dan toda su atención.
—Dos whiskies y un agua que parezca whisky. —Se pasa una mano por la
mandíbula—. Creo que Kelly ha estado mezclando su licor con Benzo17 otra vez.
—En ello, jefe.
Dan desaparece en el almacén, dejándome sola para soportar el peso de la atención
de Raphael. Es una locura que en la oscuridad de su auto, drogada por su calor,
anhelara su mirada, pero a la sobria luz del día, me dan ganas de arrastrarme bajo una
roca.
Me mira el pecho con una pizca de desaprobación.
—¿Aún no hay uniforme nuevo?
—Laurie dijo que llegaría mañana.
Asiente con fuerza y mira un mensaje que aparece en la pantalla de su celular .
El silencio nos envuelve como una tormenta, yo viniendo sobre su muslo y luego
quedándome dormida en su auto durante más de seis horas en el ojo de la misma.
Agarro un trapo y me ocupo de limpiar derrames imaginarios sobre la barra revestida
de roble, intentando ignorar la repentina decepción que me invade.
No sé... En la fría luz del sol que entra por las ventanas, Raphael rezuma perfección
corporativa. Recién afeitado, traje de raya diplomática, zapatos tan brillantes que
reflejan mi expresión sombría.
Anoche, era un hombre totalmente diferente. Empapado en agua de lluvia, su tinta
brillaba a través de su camisa como si fueran sus verdaderos colores. Estar cerca de ese
hombre me dio un tipo diferente de emoción. Sentí como si me hubiera revelado su
pequeño y sucio secreto. Pero este hombre es lo que transmite a todos los demás en el
mundo. Y por alguna razón, no me gusta que me metan en el mismo saco que los
demás.
Su celular se cierra y me mira a través de una mirada semioculta.

17 Las benzodiacepinas son fármacos muy eficaces con efecto ansiolítico, hipnótico, relajante muscular y antiepiléptico. Deben tomarse siempre
con receta médica y durante un periodo de tiempo corto para minimizar sus efectos adversos.
—¿Dormiste bien anoche?
Una simple pregunta, pero una ola de alivio me recorre tan rápido que me siento un
poco mareada. Al menos sé que no ha sido un sueño febril.
Por supuesto, no dejo que se me note en la cara.
—Eh. Podría haber sido mejor.
Sus labios se inclinan.
—¿Si? ¿Cómo es eso?
—No hay almohada, y la manta era sólo una americana. Si tu auto fuera un AirBnb,
le daría una calificación de cuatro estrellas. —Me golpeo el labio pensando—. No, tres
y media.
—¿Por qué te has cargado la media estrella?
—También había un hombre espeluznante mirándome toda la noche.
Ríe una hermosa y cruda carcajada, y una ráfaga me recorre sabiendo que yo soy la
razón de ella.
Cuando las líneas de su rostro vuelven a ser neutras, lo escudriño sin pudor. Tiene
los ojos inyectados en sangre y las ojeras sombrean la parte inferior de los mismos.
—¿Gran reunión?
—Mm.
—Pareces cansado. ¿No has dormido?
Se inclina sobre la barra, calentándome con su calor corporal. Mi respiración se hace
más superficial.
—Sí —dice suavemente—. Parece que estaba demasiado ocupado siendo un hombre
espeluznante y mirando a una hermosa chica toda la noche.
Mi vergüenza está escrita en toda mi cara en diferentes tonos de rojo. Él suelta una
carcajada y me lanza otro guiño.
Cristo, es encantador cuando quiere serlo. Aunque sé lo que hay debajo, podría
verme un poco engañada.
Dan sale con una bandeja de whiskies y coloca uno ligeramente apartado del resto.
Raphael golpea su nudillo contra la barra y vuelve a su altura.
—Penelope, tráelos por mí.
Y con eso, atraviesa la puerta, dejando la ausencia de por favor a su paso.
Dan no dice nada, sólo me observa con los labios fruncidos mientras llevo la bandeja
con torpeza hasta el salón.
En el interior, el aire es más denso que cuando entré por primera vez, en parte
debido al humo de los puros que cuelgan sobre la mesa de café, y en parte por las
cartas desplegadas en su superficie.
Inmediatamente, reconozco que el trazado es ese Blackjack Visconti al que todos
juegan aquí, y una descarga condicionada de adrenalina me recorre el corazón. Vida
pasada, Penelope. Vida pasada.
Mi vida actual consiste en servir a los que están en la mesa en lugar de sentarse
alrededor de ella. Pongo un vaso al lado de Angelo. Su mirada se desliza hacia el reloj
de mi muñeca y luego hacia mí, con algo ilegible parpadeando en sus profundidades.
Mi corazón da un vuelco, pero él no dice nada.
Me muevo hacia el lado de Raphael de la mesa. No me reconoce, pero aun así, mi
brazo cruje al rozar la manga de su traje. Entonces, sin interrumpir su expresión
estoica, su mano se desliza por la parte posterior de mi muslo y llega al dobladillo de
mi falda.
Tira hacia abajo.
Ahogo un grito. Angelo saca una carta del zapato y la arroja al montón.
Reina de Corazones.
Raphael se retira.
Exhala un suspiro y se acomoda en su sillón.
Temblorosa por el inesperado agarre de la falda, dejo la bebida del irlandés con un
poco de fuerza. Hace una mueca de dolor y se vuelve hacia mí con ojos desorbitados.
Algo cálido le inunda y se mueve en su asiento para acercarse.
—¿Golpea o se queda parado, princesa?
El apodo me hace vibrar la mandíbula, pero no puedo evitar que mis ojos se desvíen
hacia la mesa. Sólo un rápido vistazo a las cartas repartidas me dice que debería
plantarse, hay demasiadas cartas de poco valor ya jugadas, pero cierro la boca y esbozo
una sonrisa.
—¿Cómo voy a saberlo? Sólo soy una princesita tonta.
Su risa se funde en un espeso silencio. Incluso con los ojos desenfocados y un
temerario vaivén en sus movimientos, hay algo en su mirada que hace que la inquietud
recorra mi columna vertebral como si fuera jarabe. Me muevo para alejarme de él, pero
es más rápido de lo que parece. Su mano sale disparada y me agarra la muñeca.
Tres pares de ojos, incluido el mío, lo miran fijamente. En mi visión periférica,
Raphael se inclina hacia delante, apoyando los antebrazos en las rodillas.
—¿Cómo te llamas, cariño?
Consejos. Piensa en las propinas.
—Penny.
De nuevo, otra risa. Una demasiado fuerte para una reunión de tres personas.
—Ese es un nombre muy afortunado. ¿Cuál es esa expresión? ¿Encuentras un
Penny, lo recoges y todo el día tendrás buena suerte? Aunque los pelirrojos no tienen
mucha suerte en los barcos, ¿verdad?
—Ajá —digo secamente, retrocediendo en silencio ante el viejo adagio que rondaba
mi infancia. Aparto el brazo, pero su mano busca mi collar. Acaricia el colgante de
trébol de cuatro hojas, con expresión curiosa.
—Kelly —dice Rafe, demasiado tranquilo para su comodidad.
—Tienes la suerte de los irlandeses —murmura Kelly, ignorando la forma en que
Raphael pronuncia su nombre con una advertencia de seda—. ¿Tienes algo de irlandés
en ti, cariño?
—No.
—¿Te gustaría tener un irlandés en ti?
Raphael se pone en pie, pero yo soy más rápida, me inclino y le siseo en la cara a
Kelly.
—Si no retiras tu mano de mí ahora mismo, te la morderé.
Me mira fijamente durante largos e incómodos segundos. En algún lugar de la
habitación, un reloj hace tictac. La mirada de Raphael me escama la mejilla. Angelo se
aclara la garganta.
Al final, con una sonrisa de comemierda dibujada en sus finos labios, me suelta.
Pero no sin una palabra de despedida. Una que sé que es sólo para mis oídos.
—Sabía que eras tú.
Parpadeo, y entonces el miedo me golpea. Es perezoso, se filtra en mis venas,
caliente y pegajoso, y me paraliza las extremidades. Se acumula en mi pecho y
ralentiza mi ritmo cardíaco; llena mis pulmones.
Sabía que eras tú.
Adormecida, me pongo en pie y miro a Raphael. Está quieto, pero sus ojos están
clavados en mí, hirviendo de rabia sin adulterar. Todavía recostado en su sillón,
Angelo dice algo en un italiano muy preciso, y con un lento movimiento de la cabeza,
Raphael vuelve a sentarse a regañadientes.
Me dirijo hacia la barra, nadando entre palabras llenas de arrogancia y diversión.
—Estaba bromeando —oigo detrás de mí—. Pero qué tal si subimos un poco la
apuesta...
Cierro la puerta de golpe con el tacón del pie y aprieto la espalda contra ella. Rory
no aparece por ningún lado, pero al otro lado de la barra, Dan deja de retorcer un trapo
en un vaso y me mira con una ceja.
—¿Kelly es realmente tan malo?
Cuando sacudo la cabeza, las palabras que sabía que eras tú traquetean en ella. No
lo reconozco, pero incluso en su estado de mierda, parecía que me reconocía.
¿A menos que lo haya imaginado? Lo dijo en voz tan baja, tan arrastrada, que podría
haber dicho cualquier cosa. Pero hay una observación que hace que sus palabras sean
imposibles de descartar.
Es irlandés.
El irlandés de Martin O'Hare.
No. Eso sería terriblemente desafortunado de mi parte. ¿No es así?
Con los nervios recorriendo mi cuerpo como un tren de mercancías, asiento con la
cabeza y estoy de acuerdo en todos los lugares correctos mientras Dan me explica el
cóctel estrella de la semana «el Martini de fruta de la pasión» y divaga sobre los
aperitivos en el comedor de la tripulación: bagel de salmón y queso crema.
Me importan un carajo los cócteles o la comida, y me duelen las mejillas de sostener
una sonrisa de plástico.
Cuando suena el teléfono detrás de la barra, me sobresalto.
—¿Sí? —Respiro por la línea.
La voz de Raphael es suave y sombría.
—Dile a Dan que traiga agua, sin hielo. —Hace una pausa—. ¿Penelope? — Agarro
el auricular con más fuerza, mis hombros se preparan para el impacto—. Dan. Tú no.
Cuelga.
—¿Era el jefe? —Dan pregunta, con un tono demasiado alegre para mi estado de
agotamiento.
Asiento con la cabeza, y busco un vaso y lo lleno de agua. ¿Por qué Dan? ¿Por qué
no yo? Dios, se me hace la boca agua por el suspenso.
Tal vez sí lo reconozca, y simplemente no lo estaba mirando bien.
Sólo hay una forma de averiguarlo.
Deslizo el agua en una bandeja y entro en el salón del cielo. Ahora, el aire está espeso
por algo más que el humo de los puros y la competencia desenfadada. Mi mirada
recorre la parte posterior de la cabeza de Kelly hasta la expresión pétrea de Angelo, y
luego se fija en Raphael. Sus ojos están llenos de una fría furia verde que sugiere que
me he metido en un buen lío por desobedecer su petición, pero ahora mismo me da
igual. Dejo caer el vaso en el lado de la mesa de Kelly y miro fijamente su perfil.
No, definitivamente no lo reconozco.
Gira la cabeza sobre su cuello para dedicarme una sonrisa de satisfacción.
—¿Quieres repartir, princesa?
Parpadeo. Desplazo mi mirada hacia las cartas que tiene delante. Está jugando la
última mano del juego; hay un montón de cartas descartadas sobre la mesa, y sólo
queda una carta en el zapato.
No sé por qué se me escapa de la boca. Tal vez sea porque quiero que me siga
mirando durante más tiempo, para poder estudiar de verdad su cara y ver si le
reconozco. O tal vez, es porque soy una maldita idiota.
—Depende de si juegas el as como una carta de valor alto o bajo —susurro.
Un segundo pasa como el golpe de un tambor.
Raphael se frota el puente de la nariz. Angelo deja escapar una lenta respiración. Y
la sonora carcajada de Kelly resuena en el hueco de mi pecho.
—Trato hecho.
Mirando con cautela a Raphael, Angelo saca la última carta del zapato y la deja caer
sobre la mesa.
El as de espadas.
Hay tanto silencio que puedo oír el tictac del Breitling de Raphael en mi muñeca. El
zumbido de la batidora al otro lado de la puerta. ¿Cómo puede Dan hacer Martini de
fruta de la pasión en un momento como este?
Miro a Raphael en busca de una respuesta, lo cual es estúpido, porque ni siquiera sé
la pregunta. Con la cabeza hundida entre los omóplatos, arrastra lentamente su mirada
hacia mí, y no me gusta lo que veo en ella.
Es suave. En desacuerdo con la tensión asfixiante que presiona las cuatro paredes
de la habitación. Cuando desciende hasta el colgante que tengo en el cuello, se
endurece con decisión.
—Penelope.
—¿Sí? —Le susurro.
—Dime qué tiempo hace hoy.
Parpadeo. No podría cortar el aire aquí ni aunque tuviera un cuchillo de obsidiana,
¿y él está preocupado por el tiempo?
—¿Qué?
Como si tratara de transmitir algo tranquilizador con sus ojos, señala con la cabeza
las puertas francesas que hay detrás de mí.
—Mira por la ventana y dime qué tiempo hace.
Después de un segundo sin aliento, hago lo que me dicen. Mi paso es torpe mientras
me dirijo al cristal y presiono una mano sudorosa contra su fría superficie.
Trago saliva.
—Bueno, eh. Está nublado, pero no creo que l…
Mi previsión se interrumpe a la mitad por un sonido que reconocería en cualquier
lugar. Es un sonido que he escuchado antes, dos veces, ya que se llevó la vida de mis
dos padres muertos.
Bang.
El disparo retumba en las paredes y resuena en mis oídos. Todo se detiene: mis
palabras, el tiempo, mi pulso.
—¿Penelope? —Me aferro a la tranquilidad de la voz de Raphael como un
salvavidas—. No te des la vuelta. Sólo abre la puerta y da un paseo.
Sigo la voz tranquila. Deslizo la puerta con dedos temblorosos y salgo.
Aspiro una bocanada de viento helado e inclino la cabeza hacia el cielo.
Sabes, tal vez llueva hoy después de todo.
Veinticinco

E
l viento es tan cruel como frío, y se lleva mis recuerdos más dolorosos de la costa,
sobre el Pacífico, y me abofetea con ellos.
Los recuerdos más desagradables son siempre los más viscerales. Los que
no sólo se ven, sino que también se sienten. El estruendo de las botellas de whisky que
se rompen y el nocivo hedor del licor que surge de las sucias baldosas de la cocina. La
sangre de mi madre, carmesí y caliente, cubriendo la parte posterior de mis muslos.
Los gritos de mi padre, tan jodidamente guturales, mientras clamaba a un Dios que
hacía la vista gorda. El siseo de la recámara de una pistola girando, el acero contra mi
sien, y la ausencia del tercer disparo que nunca llegó.
Cuando salí del salón del cielo, el pánico me persiguió por la cubierta lateral y mi
paseo se transformó en una carrera. Corrí hasta que la cubierta se convirtió en agua.
Ahora, sin ningún otro sitio al que ir, me agarro a la barandilla de la plataforma de
desembarco, preguntándome si la corriente es tan peligrosa como parece. Mis
pulmones se tensan con cada respiración que no puedo contener, y los puntos negros
de mi visión bailan bajo las nubes grises como pájaros de bajo vuelo.
El calor roza mi espalda y las manos se posan a ambos lados de las mías,
aprisionándome.
—Respira.
Mi mirada cae del cielo a las manos. Miro de izquierda a derecha, de derecha a
izquierda, preguntándome cuál de ellas ha apretado el gatillo.
—Yo..
Unos suaves labios en la nuca me cortan el paso.
—Eso es hablar, no respirar.
Inhalo aire helado por la nariz, haciendo una mueca de dolor al quemar las paredes
de mis pulmones. Cuando lo suelto, mancha el cielo sombrío como un trazo
tembloroso de un pincel.
—Buena chica —dice suavemente Raphael—. Otra vez.
La calma en su voz es desconcertante. Un fuerte contraste con el calor de su pecho,
y con el acto de violencia que ha cometido hace menos de tres minutos. Un cuerpo
yace muerto en la cubierta superior, ¿y todo lo que puede hacer es decirme que respire?
Cuando me ahogo en mi siguiente respiración, su mano se desliza por la barandilla
y se apoya en mi estómago. Es cálida y estúpidamente tranquilizadora, y cuando
desliza el pulgar hacia arriba y hacia abajo, acariciando el mismo centímetro de tela
una y otra vez, inhalo y exhalo al mismo ritmo.
—Me dijiste que tu arma era falsa —digo con amargura.
—Mentí.
—Pensé que eras un caballero. ¿Mentir sobre eso también?
Se acerca, tomando mi cuerpo con el suyo, hasta que mi costilla inferior presiona
contra la barandilla. Sin decir una palabra, me recoge todo el cabello que se agita con
el viento y lo enrolla en un moño en la base del cuello. Lo utiliza como una palanca de
mando, tirando suavemente de él hasta que mi cabeza se apoya en su pecho.
—Sólo porque sea un caballero, Penelope, no siempre significa que sea un hombre
gentil.
Me agarro con fuerza a la barandilla, mi corazón tartamudea a un ritmo
desordenado.
—¿Fue la primera vez que...?
Su estómago se flexiona contra mi columna vertebral.
—No.
—Y tú vas a...
—Supongo que sí.
No puedo evitar que se me escape un jadeo estrangulado.
—Eres un psicópata, ¿lo sabías?
Su risa sin sentido del humor me toca el pulso en la garganta.
—¿Qué te hace pensar eso?
Cierro los ojos, concentrándome en el sonido de los latidos de su corazón.
—Tu corazón ni siquiera late rápido.
—Soy un made man, Penelope. Estamos hechos así. —Su mano se desprende de la
barandilla y me envuelve, atrayéndome más hacia su calor. Debo estar realmente
traumatizada para no apartarlo—. Siempre es horrible la primera vez que oyes un
disparo.
Mi aliento sardónico es amargo y está teñido de incredulidad.
—Sí, pero no es la primera vez. Ni siquiera la segunda.
—El paintball en la adolescencia no cuenta.
Sé que intenta distraerme del zumbido de mis oídos, pero su tono condescendiente
aviva una chispa de fastidio. Quizá por eso le dejo entrar en mis recuerdos, o quizá el
pánico que me nubla la vista también me nubla el juicio.
Me miro los nudillos en la barandilla, azules por el frío y blancos por la fuerza de
mi agarre. Respiro profundamente y me dejo llevar por el viento.
—Estaba allí cuando mataron a mis padres. —Lo digo con una voz apresurada y
mascullada—. Dos hombres con pasamontañas. Podrían haber sido cualquiera. Mis
padres eran alcohólicos y los alcohólicos tienen tendencia a cabrear a la gente. Se
colaron por la ventana abierta del salón y los mataron a tiros. Mamá salió bien librada.
Ya estaba dormida, desmayada sobre la mesa de la cocina después de una larga noche
de sollozos con baladas de Whitney Houston, así que dudo que sintiera algo. Pero mi
padre tuvo un final desagradable. Se despertó del coma inducido por el whisky el
tiempo suficiente para ver el cañón de una pistola y salir corriendo por la puerta del
jardín.
Me trago el grueso nudo que tengo en la garganta y deslizo los ojos hacia el cielo.
—Había oído el disparo que mató a mi madre, pero pensé que era parte de un sueño.
No me desperté bien hasta que oí los gritos de mi padre subiendo las escaleras. —Una
risa agria se me escapa de los labios—. Ojalá me hubiera quedado en mi habitación,
porque los hombres con pasamontañas ni siquiera sabían que existía hasta que aparecí
en la puerta de la cocina y empecé a gritar. Uno arrastró a mi padre hasta el jardín y le
disparó como a un perro rabioso, y el otro me inmovilizó entre la nevera y la lavadora
y me dijo que habían recibido instrucciones de no dejar testigos.
Una lágrima solitaria recorre un rastro caliente por mi mejilla. No me muevo para
limpiarla, porque entonces Raphael se daría cuenta de que está ahí. En su lugar,
parpadeo con fuerza y rezo para que no caiga otra.
—Me puso la pistola en la sien y me dijo que cerrara los ojos y contara desde diez.
Cuando era más joven tenía un médico que usaba el mismo truco para administrar las
vacunas, así que sabía cuál era su plan. Probablemente me dejaría llegar a cuatro o
cinco, y apretaría el gatillo para que no lo viera venir. —Mis dedos se deslizan hacia
mi collar, y lo recorro de arriba a abajo por la cadena, como hice también aquella
noche—. Sólo me dejó llegar al ocho. —Aprieto los ojos, recordando el chasquido que
siguió al número que salió de mis labios—. La pistola se atascó. ¿Y sabes lo que me
dijo? Que no sabía la suerte que tenía, que era...
—Uno entre un millón —murmura Raphael en mi cabello, el cuerpo se pone rígido
detrás de mí—. Por eso no te gustan los relámpagos, porque que te caigan es otra
posibilidad entre un millón.
Me paso la lengua por los dientes, haciendo un pequeño movimiento de cabeza.
—Sé que es irracional y ensimismado, pero si puede pasar una vez, puede volver a
pasar.
A pesar del silencio que se arremolina con el viento, mi respiración se estabiliza por
primera vez desde que oí el disparo. Supongo que hablar de las cosas realmente ayuda.
Incluso si hablas con un asesino vestido de terciopelo. La sensación de su cálido pecho
expandiéndose y contrayéndose contra mi espalda atrae la mía hacia una falsa
sensación de seguridad: No me lo espero cuando su mano se desliza desde mi
estómago, por encima de mis pechos, y toca mi collar.
—Por eso te crees tan afortunada.
Mi corazón da un doble golpe bajo su contacto.
—Una de las razones —le susurro.
—Dime las otras.
Abro la boca, pero la cierro con la misma rapidez. Mientras el fantasma de unas
manos que me suben el vestido me atrapa, decido permanecer en silencio. En lugar de
eso, intento zafarme de su agarre y opto por una respuesta que vuelva a poner el
mundo en orden.
—Bueno, te gané en absolutamente todos los juegos, para empezar.
Su mano deja primero el collar y luego su otra mano me suelta suavemente el
cabello. Al sentirlo caer en cascada por mi espalda, trago saliva y me atrevo a girarme
y mirarlo. Su mirada busca la mía, parpadeando con seca diversión. El alivio me tiñe
la piel; si me hubiera dado la vuelta y hubiera visto compasión en su mirada, habría
tenido que arrancarme los ojos.
Me mira fijamente durante un tiempo demasiado largo, antes de que el gruñido de
un motor desvíe nuestra atención hacia el Pacífico. Bajo unas nubes gordas, una
elegante lancha negra surca el agua a una velocidad ridícula. Hay una figura solitaria
y afilada tras el timón, todo líneas anchas, grandes músculos y gafas de sol de espejo.
Justo antes de que la proa toque la plataforma de desembarco, gira bruscamente y
arrastra la embarcación junto al yate en el último segundo.
Raphael frunce el ceño.
—Cuidado con la pintura, imbécil.
Gabriel Visconti se quita las gafas de sol, revelando una mirada pétrea y una cicatriz
tan enfadada que me hace un nudo en la garganta.
Ata la cuerda al poste de la plataforma en un pesado silencio. Mi mirada se dirige a
su camiseta negra entallada «en diciembre» y a toda la tinta que se filtra por debajo de
ella.
Salta a la plataforma y se detiene junto a su hermano. Se gira para mirarme fijamente
y luego mira mi collar durante un tiempo que parece tan largo que mis dedos se agitan
para arrancarlo y dárselo.
—La pintura es la menor de tus preocupaciones, mi hermano.
El yate se balancea más de lo habitual cuando sube las escaleras de dos en dos y
desaparece de la vista. Un escalofrío recorre mi columna vertebral. Si Angelo es el
boceto y Raphael es el retrato limpio y final, Gabriel es el demonio que vive en las
pesadillas del artista.
Dejando escapar un resoplido, Raphael vuelve a centrar su atención en mí. Sus ojos
se tornan más cálidos al escudriñar mis rasgos. Me sacudo un escalofrío por una razón
diferente cuando su mano toma mi mandíbula y su pulgar recorre la curva de mi
pómulo.
—Sin llorar.
Mi siguiente aliento roza el dorso de su mano, más superficial que el anterior. Es la
misma mano que acaba de apretar un gatillo y acabar con una vida. Entonces, ¿por
qué se siente tan bien contra mi piel?
Mi mandíbula se flexiona contra su palma en un intento de recuperar algo de
equilibrio.
—¿Por qué te importa si lloro?
Sigue el rastro de su pulgar mientras baja por mi labio inferior y por mi barbilla. Me
agarra ahí un momento, con el arrepentimiento cubriendo sus rasgos.
—Porque anoche te vi reír.
Veintiséis

E
l sonido de un disparo se adhiere a mi cuerpo como un aura nerviosa mientras
veo a Matt golpear con su puño la parte superior de mi antiguo televisor. Otra
vez. Pero parece que a la tercera va la vencida, porque la imagen granulada se
enfoca y el comienzo musical de Pitch Perfect crepita por los altavoces.
Se sienta a mi lado en el sofá y mira mi perfil. Me meto un puñado de palomitas en
la boca para amortiguar mi suspiro. Aquí viene.
—¿Cuántos baños tienen?
—No lo sé, Matt. Sólo he orinado en uno.
—Sí, pero si tuvieras que arriesgarte a adivinar...
Mis ojos giran sobre las grietas del techo cuando Matt empieza a contar los posibles
tocadores, baños y duchas que tendría una casa de diez habitaciones. Se refiere a la
mansión de Angelo y Rory, por supuesto. No ha dejado de preguntar por ella desde
que le dije que había pasado la noche allí, jugando al blackjack, comiendo caramelos y
viendo Romy y Michelle con Rory. Al menos los baños son un tema de conversación
más seguro que la razón por la que estuve allí en primer lugar: porque acababa de oír
a un hombre caer al suelo como un saco de patatas después de recibir un disparo, y no
estaba en condiciones de terminar mi turno.
Matt es como un Golden Retriever, todo cabello rubio desgreñado y sonrisas felices.
No quiero opacar su cola meneante con argumentos negativos, como los asesinatos y
el hecho de que Anna ni siquiera recuerda su nombre, y mucho menos quiere salir con
él.
¿Viste alguno de los autos en el garaje?
¿Tienen uno de esos elegantes grifos de agua caliente?
¿Y una habitación del pánico? Deben tener una habitación del pánico.
Las preguntas de Matt son cada vez menos frecuentes, hasta que le echo un vistazo
y me doy cuenta de que está profundamente dormido, con el bol de palomitas
balanceándose precariamente sobre su regazo.
Con un zumbido inquieto en la sangre, observo cómo las luces brillantes del
televisor iluminan las paredes de la oscura habitación hasta que aparecen los créditos.
Se acerca la una de la madrugada cuando apago el televisor y, a pesar de la música
rock que hace vibrar la pared detrás de mí, hay un silencio inquietante. Demasiado
silencio para una mente maníaca.
Sabía que eras tú.
Bang.
Sabía que eras tú.
Bang.
Los acontecimientos de la tarde se repiten en mi cerebro, y cada vez que el disparo
me sacude las entrañas, me pongo más y más tensa. Ese hombre sabía quién era yo, y
aunque ahora está en una bolsa para cadáveres en algún lugar, tengo la horrible
sensación de que mi secreto no murió con él.
Martin O'Hare podría estar de camino a la Costa ahora mismo.
Con la mirada fija en la pared, hago correr el colgante de trébol de cuatro hojas por
su cadena, pero no sirve de mucho para calmar mis nervios. No puedo decir si de
repente soy la chica más desafortunada del mundo, porque mi pasado me atrapó en la
tercera ciudad más tranquila de Estados Unidos, o la más afortunada, porque Raphael
mató al hermano de Martín de un disparo por una razón no relacionada.
En cualquier caso, debería correr. Coger todo el dinero que hay en el cajón superior
de mi cómoda y cruzar la frontera con Canadá. Volví a la Costa para escapar de mis
pecados, pero estoy empezando a pensar que todo lo que he hecho es degradarme a
un círculo inferior del infierno.
Mientras cierro los ojos, el fantasma de las palabras tranquilizadoras de Raphael
contra mi oído y su mano caliente contra mi estómago me producen un escalofrío.
¿Y lo peor? Creo que me gusta estar aquí abajo.
Una luz naranja se ilumina detrás de mis párpados y los abro confusamente. Pasan
unos segundos antes de que el salón se ilumine de nuevo con dos destellos en rápida
sucesión.
¿Qué carajo?
Conteniendo la respiración, me deslizo fuera del sofá y me asomo a la ventana. Un
familiar G-Wagon está aparcado desordenadamente al otro lado de la calle, con los
faros apuntando a mi ventana. En el momento en que retiro la cortina, vuelven a
parpadear.
Oh, diablos, no. ¿Qué está haciendo Raphael aquí?
Mi corazón late más rápido mientras me alejo de la ventana. No voy a entrar en el
auto de ese hombre, a pesar del profundo y oscuro deseo de volver a sentir sus manos
en mi cuerpo. Acaba de matar a un hombre por perder una partida de blackjack.
Conducir con él en la noche sería una de las tres cosas más tontas que he hecho. Y he
hecho muchas cosas tontas.
Mi teléfono celular vibra sobre la mesa de café, haciéndome saltar. Es un mensaje de
un número desconocido.
Diez.
Miro el texto con incredulidad. Llega otro.
Nueve.
Y luego otro.
Ocho.
No soy un hombre paciente, Penelope.
Las vibraciones sacuden el cristal y miro, impotente, la cuenta atrás de los mensajes
de texto como una bomba de relojería.
Uno.
Aprieto los ojos.
El silencio.
Y entonces el claxon más fuerte que he oído nunca atraviesa el cristal y llena mi
salón.
—Joder —grito, llevándome las manos a las orejas.
Matt se levanta de golpe, esparciendo palomitas por el suelo.
—¿Qué coño es eso?
Un imbécil con delirios de grandeza. El ruido es implacable, y sé que Raphael es lo
suficientemente mezquino como para seguir tocando la bocina hasta que baje.
Murmurando algo de que ya vuelvo, corro por el pasillo, cogiendo las llaves y
metiendo los pies en las zapatillas mientras avanzo. En la planta baja, salgo a la calle
helada, abro de golpe la puerta del conductor y grito a la oscuridad del interior del
auto.
—¡Para! ¡Jesucristo, para!
Raphael es la definición del diccionario de lo imperturbable. Se apoya en la bocina
con una mano, con la manga remangada hasta el codo, y con la otra revisa los correos
electrónicos de su celular . Sus ojos se levantan de la pantalla y me clavan una mirada
de indiferencia.
—Di por favor.
—Por encima de mi cadáver...
—Eso no suena a por favor.
Espoleada por un cóctel de frustración y terquedad, me subo al auto y forcejeo con
su antebrazo entintado.
—Por el amor de Dios, tengo vecinos...
Mi desvarío se reduce a la mitad cuando arroja su celular al asiento del copiloto,
desliza su brazo por la parte trasera de mis muslos y me arrastra hasta su regazo con
un rápido movimiento. Como solo llevo pantalones cortos, mi piel se estremece
cuando se desliza por el suave tejido de lana de sus pantalones.
Su brazo me rodea la cintura como un cinturón de seguridad y el grito de la bocina
se apaga, como si ahora lo oyera bajo el agua. Me distrae demasiado el peso duro y
caliente de su pecho contra mi espalda y el cálido aroma masculino que me envuelve.
Es una combinación peligrosa que hace que las luces de la calle a través del parabrisas
se vuelvan borrosas.
Su aliento roza mi nuca.
—Di por favor, Penelope.
—Por favor —susurro.
—No puedo oírte.
La irritación me devuelve a la realidad. Me doy la vuelta y engancho mis dedos en
la cadena de su collar.
—Por favor —gruño.
Nuestras miradas chocan. Cuando su mano se desliza fuera del claxon y roza el lado
de mi muslo, la diversión que baila en sus ojos se convierte en algo más caliente.
Su sonrisa se desvanece de su rostro y, de repente, el silencio que yo pedía es
demasiado fuerte.
—Ves —dice suavemente—. No fue tan difícil, ¿verdad?
El corazón martillea en sintonía con el pulso recién despertado en mi clítoris, y me
apresuro a bajar de su regazo y pasar al asiento del copiloto.
—Dios, ese sonido ha sido molesto —refunfuño, mirando a mis vecinos que salen
de sus puertas y estiran el cuello hacia la calle.
—Es curioso, pienso lo mismo cada vez que abres la boca.
—¿Me arrastras hasta aquí sólo para cabrearme?
El motor se pone en marcha y, con un giro completo del volante, nos dirigimos en
sentido contrario por la calle principal.
—No —dice con desparpajo—. Según mis abogados, como tu jefe tengo la
obligación de asegurarme de que no presentas síntomas de shock o trauma.
—¡Mierda de caballo!
—Es cierto.
—¿Y esos síntomas son?
La comisura de sus labios se inclina.
—Irritabilidad. Pérdida de apetito.
—Estoy irritada, eso es seguro.
Se sube al asiento de atrás. Arroja una bolsa de comida rápida sobre mi regazo.
—¿Y tú apetito?
Miro fijamente la bolsa durante unos segundos, con los puños apretados a los lados.
Cuando por fin la abro y veo mi pedido habitual de la cafetería, algo cálido e indeseado
se acumula en la boca del estómago.
Lo recordó.
Me aclaro la garganta, acalorándome.
—¿De verdad estás comprobando los síntomas, o es sólo una excusa para pasar el
rato conmigo?
—Soy yo quien intenta evitar una demanda, cariño.
Mi mirada lo encuentra. Está mirando al frente, distraído. Por un momento, no estoy
segura de que esté mintiendo.
—Bueno, estaría abierta a llegar a un acuerdo extrajudicial por una compensación
en efectivo.
Su risa brota en mi pecho, y cuando mira el reloj de mi muñeca, algo suave pasa por
sus rasgos.
—Apuesto a que sí.
Conducimos en inquieto silencio hasta que llegamos a la cima del acantilado.
Raphael estaciona a la sombra de la vieja iglesia y sube la calefacción. Mis nervios sólo
se tensan cuando cuatro pares de faros atraviesan la ventanilla trasera.
—Nos están siguiendo —digo entrecortadamente, girando para mirar entre los
reposacabezas a los autos que vienen detrás.
Una mano caliente se desliza por mis muslos desnudos, y todos los pensamientos
coherentes se disuelven. Dios, ¿por qué no tuve el sentido común de ponerme algo de
ropa antes de salir volando del apartamento?
—Relájate, son sólo mis hombres.
Su agarre es inquebrantable. Me doy la vuelta y me concentro en lo que ocurre al
otro lado del parabrisas. Las ramas de los árboles tiemblan con el viento. Finas nubes
deslizándose delante de la luna. Cualquier cosa para distraerme del dedo meñique que
está demasiado cerca de la costura interior de mis pantalones cortos.
—No te estaban siguiendo la última vez que me arrastraste al auto.
El silencio se extiende entre nosotros, luego los dedos de Raphael rozan la curva de
mi pierna y se posan en la consola central. Cuando habla, su voz no tiene tono. Casi
áspera.
—Come tu comida, Penelope.
La cabeza me da demasiadas vueltas como para hacer algo más que escuchar. Bajo
un intenso escrutinio, desenvuelvo la hamburguesa y le doy un mordisco. El auto se
llena con el sonido de mi masticación y la energía nerviosa que zumba en mis oídos.
Cuando voy a dar otro mordisco, una gran mano me aprieta la muñeca y me detiene.
Mis ojos se elevan hasta los de Raphael. Sin romper mi mirada, baja la cabeza y da
un gran y lento mordisco a mi hamburguesa. Dios. Se me enroscan los dedos de los
pies en las zapatillas y la sangre me arde unos grados más.
Un pequeño siseo de aire escapa de mis labios, junto con una pregunta de la que no
sabía que necesitaba la respuesta.
—¿Qué has apostado?
Se lame la sal del labio inferior, los ojos se oscurecen con algo que me pone de los
nervios.
—Algo a lo que no quería renunciar.
Mi respiración se entrecorta cuando saca mi batido del portavasos de la consola
central. Toma un sorbo y luego su brazo roza el mío mientras inclina la bebida hacia
mí. Tragando con fuerza, me acerco, cerrando la brecha que nos separa, y pongo mis
labios donde acaban de estar los suyos.
Su siguiente aliento roza la punta de mi nariz, y Cristo, el batido de chocolate nunca
ha sabido tan dulce.
—¿Por qué lo apostaste entonces? —susurro. Mi voz es tan tranquila, tan tensa, que
si mi frente no estuviera casi tocando la suya, dudo que la oyera por encima del
palpitar de mi corazón.
Una amarga diversión pasa por sus rasgos.
—Porque esperaba que no fuera tan... sentimental al respecto.
Su mirada tiene garras y se clava en mi piel. Es demasiado intensa, demasiado
pensativa, y la forma en que hace que mis pulmones se contraigan está en desacuerdo
con todo lo que creo sobre los hombres.
Cuando me inclino hacia atrás para tomar aire que no esté contaminado por él, hay
un destello verde y una mano fuerte me agarra por la nuca, manteniéndome en el sitio.
—¿Qué...?
—Estás nerviosa.
Busco su expresión estoica de sorpresa.
—N-no, no lo estoy.
—Eres una mala mentirosa, Penelope.
Suelto un suspiro tembloroso, haciendo acopio de toda la compostura que puedo
mantener. Intento mantener la ligereza.
—Y tú eres un mal jugador de blackjack.
Su mirada echa chispas negras. Los segundos pasan, pero parecen minutos.
Finalmente, sus dedos se deslizan fuera de mi cuello y pone distancia entre nosotros.
Saca una ficha de póquer del bolsillo y la mueve entre el pulgar y el índice mientras
mira por el parabrisas.
—Parece que soy malo en todo en estos días.
El aire ha cambiado entre las cuatro paredes de este auto tan rápido que me ha dado
un latigazo. Hemos pasado de la tensión sexual y de compartir la comida a algo que
hace que se me ericen el pelo de los brazos.
Cuando la sedosa voz de Raphael rompe la tensión, mis hombros se rompen en una
línea apretada.
—Kelly parecía saber quién eras. ¿Te ha conocido antes?
Me siento mal.
—No.
—Es extraño, porque su hermano Martin es el dueño del bar y casino Hurricane en
el que tú trabajabas.
Mierda. Mierda, mierda, mierda.
Las palabras «Sabía que eras tú» resplandecen en el tablero, y siento como si alguien
hubiera apretado un cinturón alrededor de mis pulmones. Necesito toda mi disciplina
para evitar que mi cara muestre mi pánico.
—Qué coincidencia.
—¿Quieres saber qué más es una coincidencia?
—No —digo en voz alta.
Me lo dice de todos modos.
—Ese casino se quemó el miércoles, y tú apareciste en la Costa con una maleta el
jueves.
Sabía que iba a ocurrir, pero aun así retrocedo ante el golpe. La sangre me golpea en
las sienes y mi visión se oscurece; me resulta casi imposible mantener mi cara de
póquer.
—Mírame, Penelope. —Estúpidamente, lo hago. Inmediatamente desearía no
haberlo hecho, porque no hay ni una pizca de dulzura en sus rasgos. Ni tampoco su
tono cuando formula su siguiente pregunta—. ¿Qué. Has. Hecho?
Mis ojos me revelan mi próximo movimiento, así que esta vez no miro el pomo de
la puerta antes de tirar de él, salir de golpe y echar a correr.
El pavimento resbaladizo se transforma en hojas escarchadas y el viento ruge en mis
oídos. Corro hacia la oscuridad y no sé a dónde me lleva. Eso parece ser lo que hago
cuando me enfrento a las consecuencias de mis actos impulsivos.
Huyo sin un plan.
La luna desaparece detrás de las ramas, y cuando el silencio entre los troncos de los
árboles resuena más fuerte que mi corazón, me detengo. Al girar en un círculo
completo en un claro estrecho, el peso de otra decisión tonta me presiona los hombros.
Joder. ¿Por qué me metí en Devil’s Preserve?
Hace frío. Ahora que he dejado de correr, el frío de diciembre me pellizca las piernas
y los brazos y me cala los huesos con un escalofrío. Doy un paso hacia la dirección de
la que creo que vengo y mi pie se engancha en una raíz, haciéndome rodar el tobillo
por debajo de mí.
—Joder —siseo en la oscuridad. Cuando me agacho para frotarlo, el silencio se
rompe con algo que hace que se me ericen el vello de la nuca.
El crujido de una ramita bajo los pies.
La presencia de Raphael se arrastra por mi columna vertebral antes de que
pronuncie una palabra. Antes de que me agarre por la cintura y me empuja contra un
árbol.
Da un paso adelante, bloqueándome.
—¿Quemaste el casino de Martin O'Hare, Penelope?
Los latidos de mi corazón parpadean como una llama; una parte de mí agradece su
calor, y la otra sabe que será la última vez que lo sienta.
No quiero decirle la verdad, y no sólo porque me asuste su mirada. Ya sabe
demasiado; hoy me he roto como un puto huevo en la plataforma de desembarco, y
los traumas de mi infancia se me han escapado como la yema. Siento que cada parte
de mí que le doy es otra parte que no puedo recuperar. Un trozo tras el que no puedo
esconderme. ¿Qué voy a hacer: quedarme aquí, desnuda y vulnerable y jodidamente
sentimental delante de un hombre? ¿Un hombre que ni siquiera me gusta? ¿A quién
no le gusto?
Mi respuesta no llega lo suficientemente rápido, porque su mano sale disparada y
me rodea la garganta, empujándome hacia atrás hasta que mis hombros rozan la
áspera corteza detrás de mí. Muerdo un siseo y aprieto los puños congelados a mi lado.
—Voy a necesitar una respuesta, Penelope —dice, sonando aburrido.
Los amplios planos de su silueta se desdibujan en la oscuridad detrás de él,
haciéndolo parecer más grande, más aterrador. No debería estar a solas con un hombre
como él, y el vacío negro que existe tras sus iris me dice que está de acuerdo.
Con una respiración impaciente, su pulgar presiona más fuerte contra mi pulso.
—¿Le prendiste fuego a su casino? —La posibilidad muy real de morir destella tras
mis párpados y me obliga a asentir.
Su estómago se tensa contra el mío.
—¿Por qué?
Aquí voy, rompiendo como un huevo otra vez. Flexionando mi garganta en su
apretado agarre, le digo.
—Cuando se abrió un nuevo casino en la ciudad, no tenía ni idea de que lo dirigía
la puta mafia irlandesa —grazné—. Ni siquiera sabía quién era Martin O'Hare; sólo
pensaba en todos los objetivos nuevos. Bueno, una noche, me pilló...
Mis palabras se interrumpen.
—Estafando —termina Raphael por mí, con la mirada en negro.
Contar cartas, en realidad. Pero tengo la sensación de que decirle al propietario del
casino más prolífico de Las Vegas que cuento cartas, estando a solas en el bosque con
él, sería una idea muy estúpida. En su lugar, asiento con la cabeza.
—Me dijo que me fuera de la ciudad y no volviera nunca.
Su mirada se estrecha.
—¿Pero por qué el fuego? ¿Por qué no te fuiste?
Nos miramos fijamente.
—Porque cuando Martin O'Hare me acorraló en el callejón fuera del casino, hizo lo
mismo que tú me estás haciendo ahora.
Cuando O'Hare tenía sus manos alrededor de mi garganta, me había recordado que
tenía diez años, de pie en el callejón de otro casino, con otro hombre con un fuerte
agarre. Aunque no tuvo el mismo final horroroso, estaba amargada . Tan amargada
que tomé la impulsiva decisión de encender una botella de vodka fuera de su casino
mientras esperaba el autobús para salir de la ciudad al otro lado de la carretera.
Pasan tres latidos tartamudeados. En ese tiempo, la confusión recorre como una
sombra la expresión de Raphael, y luego su mirada baja hasta su mano alrededor de
mi garganta.
Se desliza hasta mi clavícula y se cierra en un puño a su lado.
—Eres una chica muerta caminando, Penelope.
Suelto un suspiro tembloroso, un susurro de desafío me recorre. No porque me crea
lo suficientemente afortunada como para eludir la muerte dos veces en una vida,
demonios, ya no estoy segura de ser afortunada en absoluto, sino porque la imagen de
mi padre acurrucándose en posición fetal antes de ser asesinado se ha grabado en mis
retinas durante los últimos siete años.
Qué manera tan vergonzosa de morir. Desde entonces, hice la promesa de que
cuando la muerte me encontrara, la recibiría con la columna vertebral recta y la mirada
fija.
Inclino la barbilla hacia arriba.
—No quiero jugar a un juego esta noche. Si vas a matarme, hazlo.
Me castañetean los dientes. Las ramas azotan el viento sobre nuestras cabezas.
Finalmente, Raphael se pasa un pulgar por el labio y arrastra su mirada hacia el cielo
ennegrecido.
—Ahora, ¿dónde estaría la diversión en eso?
¿Qué?
Antes de que pueda responder, se inclina y me rodea la cintura con un brazo. Mis
pies abandonan el suelo y me lanza por encima de su hombro. La sangre se me sube a
la cabeza y los muslos me hormiguean con perversa expectación bajo el calor de su
palma, justo debajo de la curva de mi culo. No he podido correr mucho, porque pasa
menos de un minuto antes de que la luz de la luna atraviese el suelo embarrado y el
auto esté a la vista.
Me deja en la puerta del pasajero y la abre de golpe.
—Sube.
Mi boca se abre y se cierra de nuevo. Capto la mirada de uno de sus lacayos que
fuma contra un sedán al otro lado de la carretera. Expulsa el humo contra el cielo negro
y se encoge de hombros.
—A dónde vam...
—Entra antes de que cambie de opinión sobre matarte, Penelope.
No hace falta que me lo pidan dos veces.
El calor sale del salpicadero y me escuece los miembros cuando me deslizo en el
asiento del copiloto. La puerta de Raphael se cierra con más fuerza de la necesaria y
salimos disparados sobre el pavimento helado antes de que pueda ponerme el
cinturón de seguridad.
Estoy confundida, arrastrada por la torpeza y estupefacta hasta el fondo. No dejo de
mirar a Raphael, pero la expresión grabada en su rostro es tan ilegible que no puedo
saber si lo mejor sería disculparme o hacer una broma.
Me conformo con ahogarme en el silencio.
Jugueteo con la radio.
Busca las patatas fritas desechadas en el lateral del asiento.
Cuando empiezo a hacer garabatos en la condensación de la ventanilla del
acompañante, el auto se detiene bruscamente. Mi corazón avanza con mi cuerpo y,
cuando me vuelvo para mirar a Raphael, me agarra por el cuello y me levanta la
espalda del asiento. Cuando me suelta de nuevo, hay algo suave bajo mi cabeza.
Una almohada.
Sin expresión alguna, mete la mano en el asiento trasero y saca una manta. Me la
echa por la cabeza y el motor vuelve a rugir.
—Duerme.
—Pero...
—Pero nada, Penelope. Olvídate de Martin O'Hare; él es mi problema ahora.
Veintisiete

W
hiskey Under the Rocks, Devil’s Hollow.
Mi partida mensual de póquer está en pleno apogeo. En la superficie, el bar
de la cueva bulle de buen humor, y la emoción de la Navidad a la vuelta de
la esquina añade un toque eléctrico a la noche. Entre los árboles de Navidad
que se desparraman por todos los rincones, las bebidas fluyen por las barras y los
dados ruedan por las mesas. Por debajo, la tensión bulle como una peligrosa corriente
subterránea.
Después de algunas llamadas telefónicas, mis clientes VIP volvieron a estar de
acuerdo con la noche, pero Tor no ha aparecido. Sabía que no lo haría, pero organizar
una de estas noches sin él se siente como un agujero del tamaño de una bala en mi
pecho. Y luego está el irritante asunto de Angelo disparando dagas con los ojos desde
la mesa de la ruleta. Ni siquiera juega a la ruleta, pero todavía está cabreado conmigo
por haberle metido una bala en la cabeza a Kelly O'Hare ayer. Ni siquiera porque no
quiera que su sádica esposa se vea expuesta a más violencia, sino porque ahora le he
dado a Gabe una excusa para centrarse en algo más emocionante que echar cianuro a
los cigarrillos de los socios de Dante: empezar una guerra con los irlandeses.
—Um, vale. ¿Golpe, creo? Sí, definitivamente golpear.
Hablando de la sádica esposa de Angelo, Rory se sienta al otro lado de Gabe,
murmurando en voz baja. Estamos jugando al Blackjack Visconti. Normalmente me
niego a jugar con ella, y no sólo porque ganarle se haya vuelto aburrido, sino porque
estoy bastante seguro de que hace algo raro cada vez que pierde.
Como escupir en mi bebida.
Pero si mi hermano quiere ignorarme, tomaré felizmente más de su dinero. Además,
Rory es el único miembro de la familia que no me ha echado mierda toda la noche.
Mi mandíbula hace un tic cuando una mano vendada desciende sobre mi hombro.
—¿Son ciertos los rumores, Cugino? ¿Realmente has disparado con tu propia arma?
Dio mío, ¿entonces para qué están tus secuaces?
Manteniendo mi sonrisa tensa y agradable, miro fijamente el espacio por encima de
los rizos de Rory e ignoro a Benny. Por desgracia para él, sigue adelante.
—¿Qué tal tu puntería? Debe estar oxidada después de todos estos años.
Tomo un perezoso sorbo de whisky, dejo el vaso sobre la mesa y luego saco el codo
para conectar con su ingle.
—Mi puntería está bien, Benny.
Dice algunas palabrotas en italiano y se va cojeando.
A pesar de la sonrisa que levanta mis labios, entiendo por qué mi reciente arrebato
es la comidilla de la familia. Hace años que no he apretado el gatillo fuera de nuestro
juego de Sinners Anonymous. Griff echa humo. Gabe se divierte. Todo el mundo
piensa que he perdido la cabeza, y tal vez lo he hecho, porque ¿por qué si no iba a ser
tan impulsivo como para poner una bala entre los ojos de Kelly O'Hare? Ha sido un
excelente socio de negocios durante años.
Empezó como siempre: con mi incapacidad para decir que no a una apuesta. Sólo
que esta vez, no estaba dispuesto a perder lo que me había pedido.
Penelope.
Dios, nunca había hecho un trueque con una de mis chicas. Es una barbaridad, algo
que harían los rusos. Pero la forma en que seguía mirándola, tocándola, se me metió
bajo la piel y desvió mi razonamiento.
Antes de conectar los puntos entre mi nueva empleada y el incendio del casino de
su hermano, la parte más amarga de mí esperaba que me la quitara de encima. Mi reloj
favorito, la explosión del puerto. La pérdida de Miller y Young y el robo en el Lucky
Cat. Con carta de perdición o no, no se puede negar que mi imperio empezó a
desmoronarse como un traje barato en el momento en que ella bajó las escaleras del
Blues Den con esas botas embarradas.
Así que la deslicé por la mesa de café como una ficha de póquer, ofreciendo mi moral
con ella. No creí que Kelly fuera a ganar, estaba fuera de sus casillas por el whisky y
los benzos, por el amor de Dios.
Incluso antes de que el as de picas golpeara la mesa, sabía que entregarla no era una
opción. Sólo había dos: hacer trampa, o dispararle.
Y el día que engañe será el día en que mi madre se revuelva en su tumba.
Ah, bueno. Al menos mis manos siguen limpias. El día que tenga los nudillos rotos
será el día que sepa lo que se siente en el fondo.
Aspirando una bocanada de aire festivo, me reclino en mi asiento y miro la carta
que Gabe, que hace de crupier, acaba de poner sobre la mesa. Nueve de diamantes.
—Golpe.
Gabe da la vuelta al cuatro de tréboles.
Mis ojos se dirigen a Rory. Ella frunce el ceño y golpea con los dedos la mesa.
—Muy bien, necesito un minuto.
Vuelvo a centrar mi atención en la multitud, pero mi mente sigue estando en
Penelope.
Es una locura. Acabo de perder millones de dólares y he puesto precio a mi cabeza,
todo con el apretón de un gatillo, y mi primer instinto fue comprobar a la chica que
sospechaba que había empezado este lío. Y cuando lo confirmé, en un bosque sin
testigos, precisamente, no volví a apretar el gatillo. No, le dije que yo me encargaría
por ella.
Ahora tendré que matar a Martin antes de que él me mate a mí, pero tengo la ligera
sospecha de que, aunque no fuera así, le daría caza a pesar de todo.
Cuando me llevo el whisky a los labios, el vaso facetado refracta algo rojo en el otro
lado. Deslizo la mirada por el borde y veo a la mismísima diabla flotando a través de
la puerta.
Mi pecho se aprieta al verla. No sólo porque su aparición es inesperada, sino porque
es una visión en satén y encaje. Por Dios, la forma en que su cuerpo se mete en ese
vestido rojo; no puede ser real. No quiero que lo sea: acaba de entrar y la mitad de los
hombres de la sala ya la están mirando.
—Rory. ¿Invitaste a Penelope?
—Sí, pero su nombre es Penny. Y Wren y Tayce.
Ah, sí. Ni siquiera las vi detrás de ella, y tampoco es el tipo de chica que echas de
menos.
—¿Por qué?
—Uh, ¿porque es mi amiga?
Hago como si no viera a Gabe sonreír en su vaso de whisky.
Mis ojos siguen los movimientos de Penelope mientras se abre paso entre la
multitud, con Wren y Tayce a su lado. Al sentir que la estoy observando, levanta la
vista hacia mí y vacila, como si estuviera tan sorprendida de verme como yo a ella.
Como si no fuera el dueño del treinta y tres por ciento del suelo sobre el que se pasean
esos ridículos tacones.
Deslizo la mano bajo la mesa y la enrosco alrededor de una ficha de póquer. Intento
«y no consigo» ignorar la hinchazón de mi ingle. El malestar en mi sangre. Cada parte
de mi cuerpo está en desacuerdo con otra, porque esta noche no parece una
delincuente que provoca incendios en los casinos.
Parece la Reina de Corazones. Miro hacia otro lado.
—Están tan guapas como siempre, damas —les digo a Tayce y Wren. Me pongo de
pie para apartar sus asientos a ambos lados de mí, mientras Penny se sienta al lado de
Rory. Wren me dedica una sonrisa nerviosa y mira a Gabe. Tayce me planta un beso
en la mejilla.
—La adulación te llevará a todas partes, Rafe.
—Aparte de los primeros de la lista de espera.
Tayce se ríe.
—Ni el mismísimo Dios pudo llegar al principio de mi lista de espera.
Fingiendo una mirada de soslayo, me siento a su lado. No me quedo con Tayce sólo
porque sea la mejor tatuadora del planeta, aunque sin duda es parte de la razón. Pero
también es relajada, ingeniosa y siempre disfruto de su compañía, tanto si se sienta en
una de mis sillas como si yo me siento en la suya.
Mientras apoyo mi brazo sobre el respaldo de su asiento, ella se inclina y me quita
el pasador del cuello y me desabrocha los primeros botones de la camisa.
—Sabes; creo que debes llevarme a cenar primero.
Me ignora en favor de mirar por mi cuello abierto.
—¿Cómo se está curando la serpiente?
—Bellamente.
Sintiendo que una mirada calienta mi mejilla, deslizo los ojos hacia Penelope. Rory
le susurra al oído, pero ella no escucha. Está demasiado ocupada mirando la mano de
Tayce en mi pecho. Una chispa de satisfacción se enciende dentro de mi pecho, porque
está claro que me hace querer ser tan mezquino como una colegiala de catorce años.
Vuelvo a centrar mi atención en Tayce. La pincho con una sonrisa encantadora.
—Tayce, ¿has visto a Tor?
Ella pone los ojos en blanco.
—No, el idiota no se presentó a su cita la semana pasada.
La inquietud se agita en mi interior. Tor pasaría por encima del carbón ardiente para
concertar una cita con Tayce.
—¡Blackjack!
El excitado chillido de Rory atraviesa la mesa y me pilla por sorpresa. Frunciendo
el ceño, mis ojos se dirigen a las cartas que tiene delante y, efectivamente, suman
veintiuno.
—Debo estar viviendo en un universo alternativo —digo secamente, levantando mi
copa hacia ella—. Al menos puedes tachar de tu lista de deseos el ganarme al Blackjack.
Su mirada brilla.
—Vamos a jugar de nuevo.
—¿Te sientes afortunada?
Ella sonríe.
—No tienes ni idea.
Mis ojos se deslizan hacia el trébol de cuatro hojas que rodea el cuello de Penelope.
Está claro que su optimismo equivocado se está contagiando a mi cuñada.
—Muy bien. Vamos a pedirles a estas señoras unas bebidas, primero.
Hago una seña a un camarero y éste toma los pedidos desde el otro extremo de la
mesa. Mientras Penelope se distrae con el menú, yo aprovecho para beber de ella.
¿Quién coño eres, chica? Me gustaría que usara la línea directa de Sinners
Anonymous para su propósito, en lugar de ser una caja de resonancia para cada
pensamiento insípido que cruza su cerebro, porque ahora, sé mierda sobre ella que
desearía no saber. Como lo que prefiere en su panecillo, y el color que va a pintar sus
dedos de los pies el próximo viernes. Sus divagaciones no me han dado respuestas,
sólo más preguntas.
Quiero saber por qué puede dormir en mi auto, pero no en su cama. Por qué sigue
llevando mi reloj, en lugar de venderlo. Qué pone en mi whisky para que quiera
protegerla, cuando debería meterle una bala en la cabeza.
Mi reloj se desliza por su codo mientras le devuelve el menú al camarero. Aunque
estoy seguro de que se lo pone con la esperanza de que me cabree, no puedo ignorar
la enfermiza emoción que me recorre. Supongo que es algo parecido a lo que les ocurre
a los hombres cuando ven a las mujeres con sus camisas puestas. Pero yo no. Siempre
se pintan los labios en el cuello y se incrusta el olor de su perfume en la tela.
—Quiero una limonada, por favor.
Wren ha estado tan inusualmente callada que me he olvidado de que estaba aquí
hasta que el camarero le pregunta su pedido.
—¿Sólo una limonada?
Se queda mirando la mesa, con las manos agarrando el bolso en su regazo.
—Sí, por favor.
—¿No puedo tentarte con algo más fuerte?
Ella sacude la cabeza, ofreciéndole una sonrisa cortés.
—No bebo.
—Oh, vamos, ya casi es Navidad...
La combinación de la silla de Gabe raspando hacia atrás y el chasquido de su puño
al chocar con la mesa hace un silencio ensordecedor en la cueva. Por el rabillo del ojo,
veo a Angelo ponerse en pie.
—Ha dicho que va a tomar una limonada —gruñe Gabe.
El camarero tantea el menú y se va corriendo. Wren se pone roja y murmura algo
sobre ir al baño, y con un oscuro murmullo en voz baja, Tayce la sigue entre la
multitud.
Perplejo, mi mirada calienta el lado de la cara de mi hermano. No levanta la vista de
barajar la baraja con sus dedos entintados.
—Despídelo —dice, lo suficientemente alto como para que lo oiga—. O le sacaré los
ojos con mi navaja más oxidada.
Gimoteo con mi whisky. Con todos los problemas que me atenazan, esto es lo último
que necesito.
—Bien, empecemos.
Rory se siente visiblemente aliviada ante mi sugerencia, claramente deseando
romper la tensión tanto como yo. Gabe tira nuestras cartas con más fuerza de la
necesaria, y Rory se queda mirando la suya durante un tiempo estúpido.
El aburrimiento me muerde los bordes, y señalo con la cabeza el dos de corazones
que le ha tocado.
—Te daré una pista: dos está muy lejos de veintiuno.
—Shh —sisea, poniendo los dedos en sus sienes—. Estoy pensando. —Pasa un
momento—. Muy bien, golpea.
Yo también acerté, añadiendo un siete de picas a mi cuatro de diamantes.
A medida que las cartas repartidas crecen y la baraja en la mano de Gabe se
adelgaza, una conciencia incómoda sube por mi columna vertebral y me aprieta la
nuca.
Quizá no me habría dado cuenta si no estuviera tan hiperconsciente de cada
movimiento de Penelope. Si no estuviera ya mirando sus labios carnosos cuando
susurra, en voz baja, o si no estuviera admirando mi reloj alrededor de su muñeca
cuando aprieta el brazo de Rory.
Paso a prestar atención a Rory y empiezo a fijarme en otras cosas que atribuía a su
rareza. Y entonces me doy cuenta de que el golpeteo de sus dedos contra la mesa no
es un hábito nervioso, sino que está contando.
—¡Blackjack! —vuelve a chillar.
Esta vez, no la felicito. En su lugar, subo la mirada para encontrarme con la de
Penelope y enarco las cejas.
Algo en mi expresión borra la sonrisa de su cara.
—Penelope.
Sus hombros se endurecen.
—Te daré diez segundos de ventaja.
Pero para cuando la advertencia sale de mi boca, la mocosa ya está en pie.
Veintiocho

P
uede que sea un mentirosa y un tramposa, pero también lo es Raphael.
Definitivamente no contó hasta diez antes de ponerse de pie y atravesar la
multitud hacia mí.
El pánico me recorre las venas y salgo corriendo por una puerta sin señalizar y sin
sentido de la orientación. Cuando se cierra de golpe detrás de mí, el murmullo de la
fiesta se desvanece y el olor a tierra húmeda me asalta. Otra cueva, genial. Lejos de las
miradas curiosas, mi paso rápido se convierte en una torpe carrera a medida que me
adentro en la oscuridad. Esta cueva se convierte en otra, y luego en otra, y cuando
vuelvo a girar y no hay luz a la vista, me doy cuenta de que soy una maldita idiota.
¿Por qué sigo corriendo hacia lugares sin saber a dónde conducen?
Supongo que porque lo desconocido que tengo delante sigue siendo menos
aterrador que lo conocido que tengo detrás.
Conteniendo el miedo que me sube por la garganta, sigo avanzando y me distraigo
repasando mentalmente mi monólogo.
Contar cartas sin ninguna ayuda externa no es ilegal. No hay ninguna ley que diga
que un jugador no puede asignar a cada carta un valor alto o bajo para estimar los
valores de las cartas que aún no se han sacado.
He tenido este discurso encerrado en una de esas cajas de ruptura en caso de
emergencia en mi cabeza durante años, pero nunca he tenido que usarlo. Lo intenté
con Martin O'Hare, pero su mano encontró mi garganta antes de que pudiera sacarlo.
Me pregunto dónde estarán las manos de Raphael cuando me atrape.
El jueves por la noche, su mano también voló hacia mi garganta. Lo que no esperaba
era que se me escaparan cuando confesé mi peor pecado, y que luego me arropase en
su auto y me dijera que él se encargaría. ¿Qué significa eso? ¿Debería estar preocupada
o aliviada?
Un escalofrío me recorre la columna vertebral, y no sólo porque haga frío aquí
dentro. Ahora está aún más oscuro, y ni siquiera puedo ver mis borrones de
condensación pintando la negrura.
Mis dedos rozan la escarpada pared, siguiendo la curva hacia otro puto túnel, donde
choco con algo que parece de piedra. Algo con manos calientes, latidos violentos y
ninguna consideración por mi seguridad mientras me golpea contra la pared.
Aunque un millón de enemigos me hubieran seguido hasta la red de cuevas,
seguiría sabiendo que fue Raphael quien me encontró. Porque Cristo, ningún otro
aroma podría encender un fuego entre mis muslos como el cálido cóctel de colonia,
menta y peligro que se filtra por los poros de este hombre. Ni siquiera la brisa amarga
del whisky que sale de sus labios y roza mi garganta me molesta; estoy demasiado
colocada por el peso de su cuerpo que me encierra.
Caballero. Esa palabra no existe bajo el manto de esta oscuridad, y cuando sus
manos empiezan a vagar, sé que no quiero que lo hagan. Agarran con el puño la falda
de mi vestido y la arrastran por mis muslos. Si la urgencia de sus movimientos no me
hubiera mareado tanto, le diría que tuviera cuidado, porque he dejado la etiqueta en
este vestido con la esperanza de devolverlo mañana.
—Bonito vestido —sisea, todo veneno revestido de seda contra el pulso parpadeante
de mi garganta—. ¿Lo robaste?
Sus manos tocan mis caderas desnudas, la tela de mi vestido ahora envuelta en sus
antebrazos. Cada centímetro de mi cuerpo canta con anticipación, el frío gélido que
silba en el pequeño espacio que nos separa me recuerda que no debería sentir este
maldito calor en diciembre.
—Este no —le digo, con mis labios contra su pecho—. Lo compré con mi dinero de
stripper...
Una bofetada dura y caliente me golpea en la nalga, y mi grito de sorpresa empapa
el caro tejido de su camisa.
—¿Qué he dicho sobre desnudarse para otros hombres, Penelope? —dice, con un
tono áspero que no concuerda con los lentos y relajantes círculos que su palma hace
ahora en mi culo, que me escuece.
—No necesito desnudarme para otros hombres. Tengo un cliente que paga de más
por bailes eróticos en su auto.
Otra bofetada. Esta es tan fuerte que el impacto resuena en el techo. Mi gemido se
eleva tras él, como el vapor en una sauna caliente. Antes de que pueda volver a
respirar, sus caderas me empujan aún más contra la pared, con algo duro y palpitante
en medio de ellas.
Puto infierno. Se me abre un vacío en el bajo vientre que pide ser llenado con la
fricción. No tengo que darle la satisfacción de apretarme contra él como hice en su
auto, porque sus dos manos se deslizan hasta mi culo y me acarician las mejillas
mientras me atrae hacia su erección.
Se acomoda perfectamente entre mis muslos, y estoy demasiado delirante por su
peso como para idear otra réplica sarcástica.
Sus labios rozan la coronilla de mi cabeza.
—Dijiste que te ibas a enderezar. ¿Martin no te enseñó nada?
—Lo estoy haciendo. Quiero decir, tengo...
Otra bofetada en el culo. Esta es tan violenta que me hace avanzar, de modo que mi
clítoris hormiguea sobre su bulto.
Me estoy volviendo loca. Todo lo que oigo es un zumbido en mis oídos cuando
vuelve a hablar.
—Sólo hay una mocosa en esta Costa que le enseñaría a Rory a contar cartas.
Las chispas bajan desde el calor de sus dedos hasta mi coño mientras recorren la fina
banda de mi tanga. Cuando se conectan bajo mi ombligo, dejo de respirar.
Si bajara esos gruesos dedos, se daría cuenta de que mi cuerpo no lo odia tanto como
mi cerebro.
Pero no lo hace. Se limita a romper la banda con un siseo irritado y me agarra de la
muñeca. Me arrastra hacia la oscuridad y, cuando me alejo, me agarra con más fuerza.
—No lograrás salir de aquí por tu cuenta, Penelope.
Sí, ni hablar. Con el culo picando y el corazón tronando, le sigo a ciegas por los
túneles. ¿Cómo coño sabe a dónde va?
Sus pesados pasos resuenan contra las gruesas paredes, y mientras el sonido de la
fiesta se hace más fuerte, mi cuerpo se aligera de alivio. Ha sido un castigo
sorprendentemente fácil para el delito cometido. Al igual que ayer, cuando me
persiguió hasta el bosque y le confesé la razón por la que estaba realmente en la Costa,
me dejó ir sin problemas.
Atravesamos una puerta y es como si nunca hubiéramos salido del club. Los vítores
se elevan desde la mesa de la ruleta, las conversaciones de borrachos flotan sobre los
cócteles en la barra. Hemos vuelto a entrar por otra puerta y puedo ver la parte trasera
del cabello rizado de Rory al otro lado de la sala. Doy un paso hacia ella, pero un tirón
de la muñeca me lleva a un reservado en las sombras.
Suspiro. Claramente, Raphael no ha terminado de torturarme todavía.
—No te muevas.
Desaparece, emergiendo en breve de la dirección de la barra con dos bebidas en las
manos. Sostiene el vaso de whisky con la punta de los dedos y me pone delante un
Martini de fruta de la pasión.
Le miro fijamente.
¿Cómo sabía que es mi bebida favorita?
Pero no hay tiempo para pensar en ello, no cuando su pesada mano roza el
dobladillo de mi vestido y me aprieta la rodilla. A pesar de todos los huesos feministas
de mi cuerpo, no puedo evitar retorcerme ante la posesividad de su mano.
Saca una baraja de cartas del bolsillo. Da la vuelta a la carta superior.
—La más alto o la más baja.
Mi mirada se desliza hacia su perfil. Tiene la mirada fija, su expresión es neutra,
salvo por el revelador tic de su mandíbula.
—Yo…
Me aprieta la rodilla.
—No estoy de humor, Penelope.
Aspiro a una respiración tranquila. Sé exactamente lo que está haciendo, porque
Nico lo hizo conmigo y yo lo hice con Rory. Así es como se practica el conteo de cartas
cuando se es principiante. Se recorre la baraja, adivinando si la siguiente carta será un
número de valor alto o bajo. Llevando un recuento de lo que se ha repartido, las
probabilidades de acertar aumentan significativamente cuanto más te acercas al final
de la baraja.
Soy la mejor en este juego, pero por la forma en que Raphael me agarra el muslo, tal
vez no quiera serlo.
Miro a los tres palos. Estadísticamente hablando, la respuesta es obvia.
—Más alto.
Las paredes de mi estómago se tensan cuando su mano se desliza unos centímetros
por mi muslo. Vale, no he jugado a esta versión antes. Levanto la vista, pero aun así,
su expresión transmite que podría estar esperando un autobús.
El deslizamiento de otra carta que golpea la mesa. Cuatro de picas.
Suspiro. Dirijo mi mirada hacia el techo rocoso.
—Más alto —susurro.
La sota de picas.
Mis dedos se enroscan en el borde de la cabina mientras la fría hebilla de su reloj se
desliza por el exterior de mi muslo y la suave almohadilla de su pulgar recorre el
interior.
Con el corazón tartamudeando, miro alrededor de la habitación desesperadamente.
El resplandor festivo de la fiesta no toca nuestro rincón de la cueva, y no me cabe duda
de que los asistentes a la fiesta ni siquiera saben que estamos aquí, y mucho menos lo
cerca que está el pulgar de Raphael del fuelle de mi tanga.
La jota de picas, vale. Joder. Lógicamente, debería decir más abajo, pero el dolor de
la anticipación en mi clítoris tiene otras ideas.
—Más alto.
Los ojos de Raphael se deslizan hacia los lados, iluminándose con algo de mala
leche, y da la vuelta a otra carta.
Reina de corazones.
Deja escapar un suspiro sardónico.
—Tienes que estar bromeando.
Cuando engancha su pulgar en el fuelle de mis bragas, nuestras miradas chocan.
Por la oscuridad que nubla sus iris, sé que puede sentir lo que se está gestando entre
mis muslos desde que sus manos levantaron el dobladillo de mi vestido en la cueva.
Su nudillo presiona en mi humedad, luego, agarrando el interior de mi muslo,
extiende su pulgar para que se deslice bajo el encaje y esculpa un camino
enloquecedoramente lento entre mis pliegues.
Se detiene peligrosamente cerca de mi clítoris.
Nos miramos fijamente. No podría respirar aunque quisiera. El ruido de la fiesta se
desvanece mientras mis ojos transmiten la desesperación que ya no puedo ocultar. Los
suyos se suavizan con algo que me pone la piel de gallina a lo largo de los brazos.
Un destello verde y cetrino y luego jadeo cuando su pulgar me presiona el clítoris,
y su mano libre encuentra acomodo en la base de mi cabello. Me echa la cabeza hacia
atrás, me aprieta los labios en el cuello y gruñe su siguiente pregunta en mi garganta.
—¿Cómo aprendiste a contar cartas?
—No lo hice. Ya lo sabes, tengo suerte...
Mi protesta se ve interrumpida por una llamarada de placer que se enciende en mi
interior. Dulce fricción. Un toque sagrado. El pulgar de Raphael se mueve en círculos
rápidos e implacables, y las manchas blancas bailan detrás de mis párpados.
—No tienes suerte, Penelope. No para mí. Desde que apareciste en esta costa he sido
la persona más desafortunada del mundo. Estoy perdiendo todo por lo que he
trabajado, y todo por tu culpa.
La sorpresa se impone a la lujuria, le agarro del cabello y le tiro de la cabeza hacia
atrás, hasta que sus labios rozan los míos. Sonrío contra su boca.
—Así que crees en la suerte. ¿Por eso me odias?
Se ríe amargamente, y yo bebo cada centímetro de aliento caliente como si fuera un
salvavidas.
—Soy tan supersticioso como el día es largo, Penelope. No solía serlo. Tampoco
quiero serlo. Porque nadie se fía de un director general o de un subjefe que evita pasar
por debajo de las escaleras, o que golpea los nudillos contra la superficie de madera
más cercana cuando se le escapa cualquier pensamiento malintencionado. Es irónico,
en realidad. He construido toda mi fortuna con juegos de azar y probabilidad
estadística. Nunca he tomado una decisión basada en la emoción, y entonces llegas tú,
joder, y de repente estoy matando a socios comerciales porque te miran mal. Sabes,
estoy empezando a pensar que ese maldita gitana tenía razón.
—¿Qué gitana...?
Un dedo caliente y grueso se desliza en mi entrada y todos los pensamientos,
incluidos los de supersticiones y gitanos, abandonan mi cabeza. Dios. Empuja más
profundamente, dentro y fuera, dentro y fuera, como si estuviera memorizando las
paredes de mi coño. Mi frente se aprieta contra la suya, nuestras respiraciones se
entrelazan. Su mirada cae sobre mis labios y gime.
—¿Quieres besarme o algo así? —Digo, con mi sarcasmo teñido de esperanza.
—O algo así —murmura él, dándome un golpecito en el clítoris por mi insolencia.
Mi columna vertebral se dobla bajo la descarga eléctrica, y engancho mi dedo sobre
el pasador de su cuello para mantenerme cerca de él.
—¿Entonces por qué no lo haces?
Se ríe.
—Nunca te daría la satisfacción, Penelope.
El orgullo brota en mi pecho como una desagradable erupción.
—Sí, bueno, yo tampoco te besaría.
—¿No?
—No. No me gusta el sabor del whisky.
Me suelta el cabello, desliza la mano por mi espalda y me atrae hacia él por el culo,
para que sus dedos puedan llegar más adentro. Grito, retorciéndome ante la creciente
presión. Joder, ¿esto es el juego previo? Porque si es así, ¿cómo puede durar una chica
hasta la penetración?
—Apuesto a que me besas primero.
Me río, el delirio me nubla la vista.
—Te apuesto un millón de dólares a que mis labios nunca tocarían los tuyos
primero.
Otro golpecito en mi clítoris. Otro paso más hacia el borde. Cuando vuelve a
sumergirse en mi entrada, esta vez lo hace con dos dedos. Mi túnel arde con mi oscura
satisfacción mientras se estira para acomodarlo. Estoy demasiado cerca.
—No tienes un millón de dólares —dice, sonando aburrido.
—No importa, porque no voy a perder.
Su risa es tan suave contra mi boca que, en mi estado de inconsciencia, estoy tentada
de pedir un préstamo bancario en ese mismo momento. En lugar de eso, echo la cabeza
hacia atrás para evitar la tentación y me subo a sus dedos.
Las chispas crepitan y estallan en mi núcleo inferior, oscureciendo mi visión y
extendiendo una embriagadora lujuria por mis venas. Cuando Raphael habla, apenas
le oigo por encima del zumbido de mis oídos.
—Eres una chica mala, Penelope.
—Sí —jadeo.
—¿Y sabes qué pasa con las chicas malas?
Estoy tan cerca de un orgasmo que puedo saborearlo.
Pero entonces Raphael me lo arrebata, sus dedos dejan mis bragas con un ligero
chasquido del elástico.
Desconcertada, mi mirada cae del techo a la suya, justo cuando su mano húmeda se
acerca a mi mandíbula. Sigue su movimiento con oscura fascinación mientras extiende
mis jugos sobre mi labio inferior.
—No se pueden correr.
Y entonces, como si nos hubiéramos sentado para una reunión de negocios, se pone
en pie. Se alisa los pantalones y se pasa el pulgar por el alfiler del cuello antes de
adentrarse en la multitud. Me deja con un clítoris palpitante, un corazón frustrado y
un nuevo odio hacia los hombres con manos grandes y voces sedosas.
Veintinueve

E
l sol cuelga bajo sobre el horizonte, los últimos de sus rayos se extienden sobre
el Pacífico y bañan la iglesia de San Pío con un aura angelical.
Es una visión irónica, porque este antro ha visto pecados más adecuados para
las fosas del infierno.
Estaciono y contengo una sonrisa al ver que el Bugatti de Angelo y la Harley de
Gabe ya están a un lado de la carretera. Ambos llegan antes que yo. Supongo que hay
una primera vez para todo.
Me subo el cuello de la camisa y salgo a la grava escarchada. El aire crepita con la
anticipación festiva, el viento helado y las hogueras terrosas mientras atravieso el
cementerio en dirección a la iglesia. Me dije a mí mismo que no iba a parar, pero mi
autocontrol ya no es lo que era, y reduzco la velocidad frente a la lápida conjunta de
nuestros padres.
En memoria del diácono Alonso Visconti y de su abnegada esposa, Maria.
Una risa amarga sale de mis labios en una bocanada de condensación. Hace nueve
años estuve en este mismo lugar y creí que el verdadero amor había muerto con mis
padres. Sólo unos meses más tarde, cuando empecé con Sinners Anonymous y Angelo
llamó a la línea de atención con una confesión propia, descubrí que nunca había
existido en primer lugar.
Nuestro padre se había estado tirando a otra persona todo el tiempo, y luego había
mandado matar a nuestra madre para sacarla del medio. Escuchar el buzón de voz de
Angelo en mi ático fue la primera vez que tuve la certeza de haber tomado la decisión
correcta al elegir al Rey de Diamantes en lugar del Rey de Corazones.
Apretando mis gemelos, escupo sobre la tumba y continúo hacia la iglesia.
Mamá está enterrada en el fondo del jardín de Angelo, de todos modos.
Pasar por estas puertas de roble podrido siempre es como retroceder en el tiempo.
Los recuerdos de la infancia me persiguen por el pasillo. En la parte superior, Gabe se
sienta en el primer banco y Angelo está de pie frente al altar. Levanta la vista de su
celda y me clava una expresión de aburrimiento.
—Nunca llegas tarde.
Ah, así que todavía está cabreado por lo de Kelly.
—Me estaba lavando el cabello —respondo, con la voz seca como un hueso.
No es del todo mentira. Estoy seguro de que me lavé mucho el cabello al quedarme
en la ducha más tiempo del habitual para follarme el puño. El recuerdo de los gemidos
sin aliento de Penelope contra mi boca y su cálido y húmedo coño alrededor de mis
dedos me había estado provocando todo el día. Si no me entregaba a la liberación,
habría perdido la cabeza.
En un intento de evitar una erección en la iglesia, estoy seguro de que hay un décimo
círculo del infierno para eso, me sumerjo directamente en los negocios.
—Caballeros, antes de empezar, tengo que pedirles un favor a ambos. Sea cual sea
el pecador que elijamos esta noche, lo quiero para mí.
Gabe permanece inexpresivo como siempre.
—Me quedo con Martin O'Hare, entonces.
—No consigues nada, hermano.
Me encuentro con miradas pétreas y con un silencio latente.
—Dios —gruñe Angelo, pasándose una mano por el cabello—. ¿Estás dejando a tu
golden retriever suelto con Martin, en lugar de con Gabe?
Se refiere a Griff, pero no estoy a la altura del insulto.
—No, me encargaré de Martin yo mismo.
Más silencio. Dejo escapar un suspiro.
—Ha sido un mes caótico, ¿de acuerdo? Sólo necesito un poco de liberación.
Estoy seguro de que mis hermanos piensan que quiero a Martin muerto para que no
tenga la oportunidad de vengar a su hermano, lo que obviamente es en parte cierto.
Pero si eso fuera todo, haría que mis hombres se encargaran de él. La verdad es que
todavía estoy resentido por lo que Penelope me dijo en la Reserva mientras mi mano
rodeaba su garganta.
Me hizo lo mismo que estás haciendo ahora.
Sus palabras apagaron mi ira como un duro golpe a una vela.
La idea de que otro hombre le pusiera las manos encima, justificado o no, me
produjo un violento impulso. Ahora, tengo cuatro hombres haciendo turnos fuera de
su apartamento mientras encuentro el tiempo para llegar a Martin y acabar con él como
hice con su hermano.
—Son muchas muertes en un mes, guapo —murmura Gabe, mirando las rejillas de
hierro forjado bajo sus botas. Sus ojos se deslizan hasta los míos, con una tranquila
diversión bailando en ellos—. ¿Piensas ensuciarte las manos?
Extiendo las manos frente a él, girándolas de adelante hacia atrás y de nuevo hacia
atrás. Luego miro sus nudillos rotos.
—Cuando me convierta en un animal, te lo haré saber. Quizá encuentres sitio para
mí en tu jaula.
Angelo deja escapar un irónico suspiro de diversión.
—El día en que Rafe dé un puñetazo será el día en que un bebé te mire y no llore,
Gabe. —Echa una mirada impaciente a su reloj y coge su iPad del banco—.
Terminemos con esto, tengo cosas que hacer.
—¿Rory te puso a decorar el árbol esta noche, o algo así?
Angelo me mira con fastidio.
—El árbol lleva semanas puesto. Quiere ir al refugio de adopción, sólo para saludar
a los perros callejeros.
—Vas a estar dirigiendo un zoo por la mañana, hermano.
Suspira.
—No me digas. —Gira el iPad para que Gabe y yo podamos ver la hoja de cálculo
en la pantalla—. Ya saben lo que hay que hacer. Cada uno de nosotros ha elegido a
cuatro personas, y a cada una se le ha asignado un número al azar entre el uno y el
doce. —Me hace un gesto con la cabeza y saco los dados de mi bolsillo.
La adrenalina recorre mi columna vertebral como un rayo. Es mi momento favorito
del mes, mejor aún porque todos los mejores pecados llegan en Navidad. Es como si
la gente no quisiera llevar sus trapos sucios al Año Nuevo.
Con la suerte que he tenido últimamente, sé que es muy poco probable que los dados
caigan en alguna de mis llamadas, pero tengo fe en que mis hermanos han elegido
sabiamente.
Con un movimiento de muñeca, suelto el dado, dejando que se dispersen y reboten
sobre las tablas de madera del suelo y las rejillas de hierro.
Silencio. Entonces Angelo se asoma para inspeccionarlos.
—Cuatro. —Mira el iPad y frunce el ceño.
—Joder.
—¿Quién? —Me chasqueo, con una sensación de malestar en el torrente
sanguíneo—. ¿Quién es?
Se pasa una mano por la nuca, una expresión que nunca le he visto poner en su cara.
Está... avergonzado.
—Es un tipo en Tacoma. Mató a un gato con una pistola de balines.
Gabe desliza una mirada cautelosa hacia él.
—¿Y entonces?
—Y luego nada. Ese es su pecado. —Los dos le miramos como si hubiera perdido el
puto hilo. Se frota el puente de la nariz y sacude ligeramente la cabeza.
—Dejé que Rory eligiera un pecado este mes, ¿de acuerdo? Joder —maldice—.
¿Cuáles son las probabilidades de que acabemos con él?
Dejo escapar un suspiro socarrón.
—Uno de cada doce, idiota. Matemáticas bastante básicas.
Se me hincha el pecho por la ironía de todo ello y suelto una carcajada de
incredulidad. Por supuesto, el mes en que realmente necesitaba ponerme sádico sería
el mes en que se eligiera una víctima patética. Matar gatos está mal, pero estamos
acostumbrados a tratar con asesinos en serie y violadores. Seguro que le vendría bien
que le metieran una bala en la cabeza, pero lo que había planeado para él me parece
un ensañamiento ahora.
Fuera, la oscuridad ha barrido el acantilado, trayendo consigo una lluvia helada de
costado. Me meto la barbilla en el cuello y me reúno con mis hermanos bajo el sauce
llorón.
Angelo se enciende un cigarrillo y echa el humo en las temblorosas ramas que hay
sobre nosotros, antes de pasárselo a Gabe.
—¿Cuántos hombres hasta que lleguemos a Dante?
Gabe inhala, la cereza del cigarrillo brilla con un rojo furioso.
—Demasiados. A este ritmo, conseguirá dar la bienvenida al Año Nuevo. —Cuando
me pasa el cigarrillo, su mirada se clava en mi alma—. La próxima vez, cabeza de
cohete.
Resoplo una risa seca, antes de llenar mis pulmones de productos químicos. Estar
sentado en el escritorio de Cas en Whiskey Under the Rocks y quitarle todas las piezas
de su tablero de ajedrez parece que fue hace toda una vida. Hombre, era tan paciente
entonces.
Le paso el cigarrillo a Angelo y me dirijo a Gabe.
—¿Alguna novedad sobre los cabrones que golpearon a Lucky Cat?
—Enfréntate a ello. Por mucho que odie admitirlo, tu lacayo tenía razón. Fue un
ataque al azar. —Hace crujir sus nudillos—. ¿Quieres saber cómo eligieron tu casino?
—No —digo secamente.
Pero me lo cuenta de todos modos.
—Clavó un mapa de Las Vegas en la pared y le lanzó un dardo.
A través de una bruma de humo, la mirada divertida de Angelo calienta mi mejilla.
—Qué mala suerte.
Me paso la palma de la mano por la mandíbula y los hombros se ponen rígidos.
Respiro lenta y húmedamente y acentúo la indiferencia en mi tono.
—Soy dueño de la mayoría de los casinos de Las Vegas; las probabilidades siempre
iban a estar en mi contra.
Pero no me creo ni una sola sílaba que salga de mi boca, y tampoco sé ya por qué
intento engañarme.
Cuando Gabe le quita el cigarrillo a Angelo, se queda quieto. Sus ojos se deslizan
por encima de mi hombro, y algo parecido a la lava recorre su expresión.
—Ella siempre está ahí. Esperando.
¿Qué?
Miro detrás de mí y veo a Wren de pie bajo la marquesina del autobús. Está envuelta
en una gran chaqueta, con cuatro bolsas de plástico a sus pies.
—Nunca acepta que la lleven.
Mi mandíbula se estremece al recordar el sonido del puño de Gabe golpeando la
mesa anoche. Su amenaza silenciosa sobre las navajas oxidadas.
—¿Intentabas meterla en el asiento del copiloto o en el maletero?
—Wren no acepta ascensores —dice Angelo bruscamente—. No se sube a los autos.
Y tú —moldea el cigarrillo bajo el talón de la punta de su bota —, vas a dejar a la chica
en paz.
Gabe aprieta los labios y mira a Wren durante unos segundos más, antes de darnos
la espalda y dirigirse a su Harley sin decir nada más. El motor ruge, los faros pasan
por encima de las lápidas del cementerio y se va.
Angelo murmura algo en voz baja.
—Creo que voy a esperar un rato.
La insinuación gotea al final de su frase. Hasta que Wren suba al autobús.
Asiento con fuerza, antes de sacar las llaves del coche del bolsillo.
—Dile a tu mujer que el chef Marco va a hacer su tarta de lava y chocolate favorita
esta noche, así que si se aburre de acariciar hurones abandonados, deberían pasar…
Angelo me interrumpe con una mano en el brazo. Mi mirada se posa en su agarre y
luego en su expresión suavizada. Extiende la otra mano hacia delante y siento que se
me hace un nudo en la garganta.
Me lo trago. Le sostengo la mirada a mi hermano mientras extiendo la mano junto a
la suya. Está quieto. Convincente. Aparentemente satisfecho, Angelo asiente y vuelve
a centrar su atención en Wren.
—Estaremos a bordo esta noche. Rory y Tayce quieren pasar el rato con Penny, de
todos modos.
Mientras vuelvo a mi coche, mis ojos encuentran las luces parpadeantes de Signora
Fortuna sobre el agua. Un oscuro escalofrío me recorre la espalda hasta la entrepierna.
Si tengo que esperar para desquitarme con un hombre, pasaré el tiempo jugando
con cierta pelirroja.
Treinta

C
uando el transbordador choca contra las defensas del yate, puedo distinguir la
silueta sombría de Laurie en la plataforma de baño. Lleva un paraguas sobre la
cabeza y una carpeta pegada al pecho.
—Bueno, no es un saludo de cinco estrellas —digo, tomando el mango del paraguas
de ella y sosteniéndolo sobre nuestras cabezas—. ¿Estás buscando un aumento, o algo
así?
Me sonríe.
—Quiero decir, no diría que no a un aumento.
Me río y me pongo a su lado mientras bajamos por la cubierta lateral.
—¿Cómo está el mareo?
—Lo he reducido a una entrega de galletas por turno, así que ahí está eso.
—Perfecto. No quieres volver a Las Vegas, ¿verdad?
Su mirada se dirige a la parte inferior del paraguas.
—¿Y echar de menos este buen tiempo? Toma. —Extiende la carpeta—. Necesito
que firmes el presupuesto para la fiesta de Navidad del personal.
—Ya conoces la regla, Laurie. No hay presupuesto para fiestas del personal.
—Bien, porque acabo de comprarme un Audi nuevo como regalo de Navidad y lo
he pagado con la tarjeta de la empresa.
—Maldita sea. Entonces será mejor que lleve el que te compré de vuelta al
concesionario.
Abre la boca y la vuelve a cerrar, conformándose con una mirada de reojo en lugar
de una respuesta ingeniosa. Mientras ella bromea con el Audi, no está segura de que
yo lo haga. Un pensamiento válido, teniendo en cuenta que el año pasado la llevé en
avión a Nueva York y la dejé elegir lo que quisiera de Tiffany's.
Divertido, cierro el paraguas y le abro la puerta del casino.
—¿Algo más?
Mira por el casino a los camareros que limpian las mesas y reponen el bar.
—Uh, sí. Hay una... mancha marrón en la alfombra del salón del cielo. Los
limpiadores no pueden levantarla con productos domésticos. ¿Necesitas que llame a
un especialista?
Mi atención se desvía por encima de su hombro, donde Penelope seca copas de
champán detrás de la barra. Está mirando el trapo como si su vida dependiera de ello,
pero no se me escapa que las conchas de sus orejas se vuelven rojas.
Maldito Gabe. Está claro que no es un profesional con el cepillo. Le inmovilizo a
Laurie con una sonrisa educada y le digo:
—Yo me encargo.
Asiente con la cabeza, cruza hacia las puertas dobles y me señala con un dedo.
—Cuero blanco, asientos con calefacción. ¿Lo tienes?
Le guiño un ojo y la veo desaparecer. Por eso Laurie consigue viajes de compras en
Tiffany's y autos de alta gama. Ella no hace preguntas.
—¿Jefe? —Desplazo mi mirada para encontrar a Anna. Deja caer una caja de adornos
navideños y se acerca—. Han llegado los nuevos uniformes. ¿Qué te parece? —
Acompaña su pregunta con un giro.
Mis ojos bajan distraídamente por su cuerpo y luego hacia Penelope. Está de
espaldas a mí, agachada para reponer la mini nevera. Mi mandíbula se tensa al ver el
contorno de su tanga en esos pantalones ajustados. Dios. ¿Cómo hace esta chica para
que unos pantalones y una camisa parezcan sexys? Tal vez le pida a Laurie que
encargue forros para cubos de basura de marca y haga que el personal los use en su
lugar.
Llamó a Sinners Anonymous a las cuatro de la mañana de anoche. Dos veces. Las
dos veces, el silencio de su respiración crepitó en la línea, a través de los altavoces de
mi MacBook, y me tiró de la polla. Había bebido demasiado como para conducir hasta
su casa y encender los faros contra su ventana, así que me conformé con sentarme
detrás de mi escritorio a la espera, con los puños apretados a ambos lados de mi vaso
de whisky. Estaba seguro de que llamaría para quejarse de que la había llevado a la
cresta del orgasmo y se lo había arrebatado en el último momento, pero no hubo
suerte. De todos modos, nunca ha llamado a la línea directa para quejarse de nada
importante. Sólo cosas triviales, como que se le ha acabado el acondicionador o que su
vecino se ha tirado un pedo en el salón y hace demasiado frío para abrir las ventanas.
Me dirijo a Anna para saludarla, y luego paso por delante de la barra justo cuando
Penelope se da la vuelta con una caja vacía. La deja caer sobre la barra, me mira y
sonríe.
Bueno, esa no era la reacción que esperaba. No después de que la pillara in fraganti
ayudando a Rory a contar cartas, y de que posteriormente me limpiara los jugos de su
coño en su boca. Se lame el labio inferior, como si al mirarme le volviera el recuerdo.
Joder. Voy a tener que cerrar la puerta con doble llave cuando entre en mi despacho.
Consciente de los ojos de Anna y Claudia en mi espalda, paso un dedo
tranquilizador por el alfiler de mi cuello y le dirijo una agradable sonrisa.
—Hola, Penelope.
—Hola, jefe —responde ella, igualando mi tono de plástico.
Mi atención se centra en su mano, que ahora se desliza por la barra. Cuando llega al
salero, le da un fuerte golpe. Se cae y los gránulos de sal se esparcen por la superficie.
—Uy.
Por instinto, la línea de mis hombros se enseña. Me paso una palma de la mano por
la mandíbula para disimular mi enfado inicial, y luego fuerzo una máscara de
indiferencia.
¿Cómo lo he olvidado tan fácilmente? Anoche le conté mi mayor secreto: soy
supersticioso. Supongo que la chica podría haber sacado cualquier cosa de mí cuando
estaba con los nudillos metidos en su coño, y ahora voy a hacerla pagar por ello.
Nuestras miradas chocan. El hervor de la irritación se convierte en algo más
eléctrico. No me he sentido tan vivo en todo el día.
—Haré que le traigan un Smuggler’s Club a su oficina de inmediato, jefe —dice Dan,
saliendo del almacén y echándose un trapo al hombro.
Mis ojos nunca dejan los de Penelope.
—Que sea un vodka.
Treinta y Uno

—M
e dijiste que te ibas a enderezar Pequeña P.
La voz de Nico me toca la espalda desde el otro lado de la barra y suspiro
en la coctelera. Anoche, mientras me escabullía por el bar de la cueva
tratando de aprovechar los diez segundos de ventaja falsa de Raphael,
capté la mirada de Nico desde la mesa de póker. Me miró, luego a su primo y de nuevo
a él, y por la chispa de molestia en su mirada, supe que esta conversación era
inminente.
—Estos días soy tan recto como una regla.
—No hay nada de derecho en enseñar a Rory a contar cartas.
Me atrevo a mirar su reflejo en el espejo de detrás de la barra, esperando que mi
sonrisa angelical suavice sus aristas.
No es así.
—Y más vale que hayas mantenido mi nombre fuera de esto.
Esa es una promesa que no voy a romper.
—Vamos, Nico. Eso es un hecho.
Ignorando el calor de sus ojos sobre mí, vierto ron, jarabe de azúcar y menta sobre
hielo, mirando la receta que he escrito en el interior de mi muñeca para asegurarme de
no cagarla. Dando la vuelta con la coctelera en la mano, vuelvo a probar mi sonrisa
angelical con Nico. Ya sabes; por si acaso no la vio la primera vez.
—¿Te apetece ser el conejillo de indias de mi primer mojito? La casa invita.
Me mira fijamente.
—Soy un Visconti. Todo va por cuenta de la casa.
— Cristo, nunca sabré cómo este yate gana dinero...
—Escucha. —Nico me interrumpe, apoyando sus antebrazos en la barra para cerrar
la brecha entre nosotros—. Rafe te dio este trabajo como un favor para mí, y después
de la hazaña de anoche, tienes suerte de seguir empleada hoy. Sé que todas las chicas
piensan que Rafe es este...
Golpea con sus dedos entintados la barra, invocando la palabra.
Si dice caballero, juro que...
—Caballero.
Suspiro.
—Pero sólo porque es agradable y sonríe mucho, no te engañes. Sigue siendo... —
Más rasgueos—. Sigue siendo Raphael Visconti.
No he faltado del todo a la verdad. En su mayor parte, he sido sincera. Dejando de
lado la cartera de Blake, el único hombre con el que he jugado desde que volví a la
Costa ha sido Raphael. Diablos, cada interacción que tenemos es un juego. Cada vez
que está cerca de mí, me siento como si estuviera al lado de una ruleta, con los ojos
cerrados, a punto de apostar toda mi alma al negro.
Mis ojos se dirigen hacia la puerta del casino, como lo han hecho cada dos minutos
durante la última hora. Me he despertado esta tarde en un estado de delirio, drogada
por tener las manos de Raphael en mis bragas y su confesión condenatoria en mi oído.
Que le den a Martin O'Hare y a su asqueroso hermano; que Raphael admita que es
supersticioso ha sido lo único en lo que he podido pensar. Y no sólo es supersticioso,
sino que cree que doy mala suerte. Yo. La chica con el collar y un historial de salir viva
de muertes seguras.
Y joder, si es que no voy a usar eso a mí favor en todos los partidos en adelante.
Bueno, ese era mi plan, hasta que Raphael entró por la puerta del casino, echó un
vistazo a mi sonrisa de comemierda y pidió un vodka. Ahora, no me siento tan
engreída.
Un acento baboso desvía mi atención de los besos cargados de licor y las apuestas
millonarias.
—Si Rafe te despide, siempre puedes venir a trabajar para mí, nena.
Benny. Se desliza hasta el lado de Nico y observa directo a mi pecho.
Dejo de golpe la coctelera y le miro fijamente.
—¿A qué teta le ofreces un trabajo, Benny? ¿A la izquierda o derecha?
Su mirada se acerca a la mía, acompañada de una sonrisa de oreja a oreja.
—Dos por el precio de uno. ¿Qué has dicho?
Nico murmura algo en voz baja y se vuelve hacia su celular .
—Sabes que cada bebida que pidas esta noche será escupida, ¿verdad? —Le
respondo bruscamente.
Se lame los labios. Guiña un ojo.
—Añade sabor.
Jesús.
Nunca me gustó Benny. Incluso cuando éramos niños, siempre fue el hermano
mayor idiota de Nico. Siempre peleando, siempre desapareciendo en las habitaciones
del Visconti Grand con varias chicas. Dudo que tenga más de tres células cerebrales
dando vueltas en esa cabeza. Probablemente esté demasiado llena de tetas, peleas y
apuestas.
Justo antes de que abra la boca para añadir otra capa de sordidez a la conversación,
una mano le da un golpe en la cabeza. Laurie se materializa detrás de él, con una
expresión de fastidio en su rostro.
—Deja de acosar a mi personal, Benedicto.
—Fóllame otra vez y me lo pensaré. —Sus ojos rastrean su culo mientras ella se
mueve hacia el almacén.
—La última vez que te cogí, tuve que cambiar mi número porque no dejabas de
reventar mi teléfono —lanza por encima del hombro.
Suelto una carcajada y la dura mirada de Benny se dirige a mí.
—Eso no es cierto —gruñe, deslizándose del taburete de la barra—. Cazzo...
Se aleja tras Laurie y vuelvo a centrar mi atención en Nico.
—Tu hermano es un idiota.
—Tiene sus momentos. —Saca una cartera del bolsillo. Inmediatamente, sé que no
es suya, porque las iniciales BV brillan en dorado bajo las luces empotradas.
—Toma. —La abre y saca un fajo de billetes—. Llámalo compensación.
Me regocijo, pero deslizo el dinero en mi sujetador de todos modos.
—Eres una mala influencia, Nico.
—Haz lo que digo, no lo que hago, Pequeña P —replica, con un brillo en sus ojos
grises como la tormenta—. En serio, sin embargo. Sé que dijiste que no querías trabajar
en Hollow, pero si te despiden, tengo el trabajo perfecto para ti.
—No te voy a engañar. Soy muy mala en el trabajo de bar. —Le enseño la receta
garabateada en mi muñeca con tinta borrosa—. ¿Ves?
—Me doy cuenta por el color de ese mojito. No están hechos para ser marrones;
¿sabes? —Se baja del taburete y golpea un nudillo contra la barra—. Es algo que creo
que encontrarás mucho más interesante que la hospitalidad. —Mira su celular en la
mano—. Te veré en la fiesta de Navidad del personal, ¿de acuerdo? Podemos hablar
más entonces.
Con un gesto perezoso por encima del hombro, se pone el teléfono en la oreja y
desaparece en la habitación contigua.
Mastico sus palabras. ¿Qué diablos podría hacer yo en Hollow que no sea
hospitalidad? Toda la ciudad es una gran cueva llena de partidas de póker y fiestas.
La academia de pijos también está allí, obviamente, pero yo ni siquiera terminé la
escuela, así que dudo que pueda trabajar en una.
Antes de que pueda poner demasiado empeño en ello, suena el teléfono del bar. Sin
darme cuenta, levanto el auricular y lo meto entre la oreja y el hombro.
—¿Sí?
El acento de terciopelo de Raphael se desliza por la línea y acaricia mi mejilla.
—Ah, justo la pequeña pirómana que estaba buscando.
Mi corazón renuncia a su siguiente latido y agarro el auricular en un intento de
permanecer indiferente.
—¿Otro vodka para su despacho, jefe? —Le digo dulcemente—. ¿O un poco de
salvia para alejar los malos espíritus?
Un resoplido de diversión cruje por la línea.
—No, Penelope. Sólo tú.
Clic.
Con el estómago apretado, miro fijamente la boquilla, antes de volver a colocarla en
el gancho con un suspiro derrotado.
¿Raphael quiere verme en su oficina? Esto no puede ser bueno.
La implacable tormenta sacude los pasillos de color crema y la lluvia golpea los ojos
de buey como dedos desesperados por llamar mi atención. Cada habitación que
atravieso se vuelve más silenciosa en sonido y más ruidosa en expectación nerviosa.
Frente a la puerta del despacho de Raphael, respiro tranquilamente y llamo a la
puerta. No hay respuesta. Vuelvo a llamar con un poco más de fuerza, pero el silencio
es inquebrantable.
Irritado, empujo mi hombro contra la puerta y me arrepiento inmediatamente de mi
precipitación. El aire se siente diferente aquí. Demasiado fresco para la comodidad;
demasiado silencioso para la paz. Desde su silla de cuero detrás de su escritorio, la
presencia de Raphael se filtra por sus perfectos poros y se enrosca alrededor de mi
cuello y mis muñecas como cadenas revestidas de seda.
La autopreservación me hace agarrar la puerta.
El silbido imaginario de una mesa de ruleta y el clic-clac de los dados me hacen
cerrarla de una patada con el talón de mi pie descalzo.
—¿Quería verme, jefe?
Iluminada únicamente por la fragmentada luz de la luna que se abre paso a través
del cristal manchado por la lluvia, las duras líneas de la silueta de Raphael permanecen
inmóviles. Sólo su mirada se mueve al deslizarse desde la ficha de póquer dorada que
tiene en la mano hasta mi cara. Es tinta negra. Inmoral. De repente, el silencio se
calienta, corroe el aire helado y me abrasa la piel.
Enrosco los dedos de los pies en la alfombra de felpa para no doblarme.
—¿Te gustaría jugar un juego conmigo, Penelope?
¿Un juego?
—¿Qué juego?
—Cara o cruz. Los clásicos son siempre los mejores, ¿no?
Sus ojos brillan con perversa diversión, mientras los míos luchan por transmitir
indiferencia.
Avanzo un paso, cerrando la brecha entre el peligro y yo.
—¿Y la apuesta?
Mi mirada sigue su mano cuando alcanza el vaso de cristal del escritorio. Tanto el
líquido transparente como la esfera de su reloj de pulsera brillan mientras toma un
sorbo.
—Tú ganas, yo te beso. Yo gano, tú me besas.
A mi mente le desagrada la idea con pasión. Con una probabilidad de uno entre dos
y un millón de dólares de dinero inexistente en juego, sería un idiota si aceptara, por
mucho que me chisporrotee el colgante alrededor del cuello.
Mi cuerpo, por otro lado...
El espacio entre mis muslos late con la idea de tener sus labios contra los míos. Se
me hace la boca agua con la emoción de hacer una apuesta tan arriesgada.
Con una bruma temeraria que me recorre los huesos y me espolea, pongo las manos
sobre su escritorio y me inclino sobre él.
—¿Cuál es la trampa?
Su mirada es ardiente y sin disculpas mientras sigue la curva de mi garganta y se
posa en mi collar.
—No hay trampa.
—Entonces la cruz nunca falla, nene.
Sale de mi boca y atraviesa el aire espeso entre nosotros antes de que pueda
detenerlo.
Sigue mirando mi collar, con una sonrisa lenta y diabólica que se extiende por sus
labios. Esos hoyuelos se agudizan con picardía y algo de grosería.
Mi corazón late a mil por hora cuando saca un penique de sus pantalones. La sangre
me llega a los oídos cuando lo balancea en la parte posterior de su pulgar.
Me mira rápidamente, y cuando da un golpe, lo siento contra mi clítoris.
Todo se ralentiza excepto mi pulso. Una revolución. Dos revoluciones. Tres. Puedo
contar cada giro de la moneda mientras cae en el escritorio.
El ruido del cobre contra la madera es ensordecedor.
Cae entre el vaso de cristal y un pisapapeles. Conteniendo la respiración, me inclino
y lo miro. Raphael no se molesta, sólo se echa hacia atrás en su silla, se pasa dos dedos
por los labios y me estudia para ver mi reacción.
Cruz.
El cóctel de excitación y alivio me inunda tan violentamente que me dobla las
rodillas y me zumba en las yemas de los dedos.
Riendo maníacamente, me levanto del escritorio y me paseo por la oficina como si
fuera la dueña. No sé de qué estoy tan alegré: de la idea de convertirme en una
millonaria de un momento a otro, o de descubrir a qué sabe la lengua de Raphael.
Diablos, ¿a quién quiero engañar?
—Un millón de dólares. Uf. Tal vez me compre un yate, lo ancle allí —señalo el
océano negro más allá de la ventana—, y apunte un rayo láser a tu oficina cada vez
que intentes trabajar. —Mi mano se desliza por la sedosa cortina—. O compraré todos
los alfileres de cuello del mundo, para que tengas que volver a llevar las aburridas
corbatas de siempre.
Me doy la vuelta y me encuentro con la mirada de Raphael. Me observa con un
toque de diversión, girando su silla para seguirme mientras hago cabriolas por su
despacho poco iluminado.
—¿Dónde quieres besarme, entonces? Supongo que podríamos hacerlo arriba en el
casino para que todos sepan que eres un gran perdedor. O... —Me vuelvo hacia las
puertas francesas y aprieto la mano contra el cristal mojado por la lluvia. Suelto un
suspiro dramático—. Podríamos hacerlo bajo la lluvia. Ya sabes, como la escena de The
Notebook?
—Nunca la he visto.
—Cristo, entonces nunca has vivido. —Me doy la vuelta de nuevo, con la
expectación escrita en mi cara—. ¿Y bien?
Clava su tacón en la alfombra y hace rodar su silla unos metros más allá de su
escritorio. Su mano golpea el borde del mismo dos veces.
—Aquí arriba.
—¿Qué?
Ladea la cabeza, con el remate de su chiste ardiendo detrás de sus ojos.
—¿Parezco el tipo de hombre que se pone de rodillas, Penelope?
—No entiendo.
Me mira durante unos instantes, como si bebiera de mi confusión para saciar su
propio disfrute. Luego finge una mirada de sorpresa.
—No pensaste que te iba a besar en los labios, ¿verdad? —Sacude la cabeza mientras
se desabrocha las esposas—. Porque eso significaría que te debo un millón de dólares.
Me suenan los oídos y luego la comprensión se asienta como el polvo en mi piel,
enfriando el fuego que hay debajo. Me pesan los miembros y se me nubla el cerebro.
—Dijiste que me besarías —susurro, demasiado adormecida para que me importe
lo quejumbroso de mi tono.
—Y lo haré.
—Pero, dijiste que no había trampa.
Frunce el ceño.
—No hay ninguna trampa. He dicho que si ganas, te beso, y si gano yo, me besas tú.
—Un brillo pecaminoso calienta sus ojos—. No dije dónde.
Con el corazón palpitando, doy un paso atrás y aprieto los omóplatos contra el
cristal. La condensación hace poco por enfriar mi sangre o por traer un argumento
racional a mi cerebro. Seguro que no se refiere a... ahí abajo. Mi mirada se desliza hacia
arriba y choca con la de Raphael, y entramos en una nueva batalla: una de voluntades.
Le miro fijamente.
Me mira fijamente.
Desde que pisé esta Costa y bajé esas escaleras, Raphael y yo hemos estado jugando
una partida de ajedrez. Ambos jugamos sucio, y a ninguno de los dos le gusta perder.
Ahora, me he encontrado sola en el tablero sin siquiera un maldito peón que me
proteja.
¿Qué opciones tengo? O me acerco a su mesa o salgo por la puerta. Y si elijo lo
segundo, no sólo la derrota me comerá por dentro, sino que este imbécil arrogante
gana por partida doble.
Entonces, doy los seis pasos hasta el escritorio de Raphael. Sus ojos se oscurecen
hasta convertirse en algo más siniestro mientras siguen mis movimientos. Me
pregunto si pensó que elegiría la puerta en lugar de llamar a su farol.
Cuando mi culo se desliza por el borde de su escritorio, una oleada de nervios me
recorre y se instala en un calor húmedo entre mis muslos. Mis respiraciones son más
fuertes que la tormenta que azota las ventanas, y con cada segundo tenso que pasa, se
vuelven más agitadas.
Raphael, en cambio, es la definición del diccionario de la frialdad. Se echa hacia
atrás, se lleva el vaso de vodka a los labios y evalúa clínicamente la vista que tiene
delante por encima del borde. Finalmente, pone la bebida junto a mi muslo derecho,
el vaso frío me chamusca a través de mis pantalones de trabajo.
Se lame los labios. Se enfrenta a mi mirada desafiante. Luego, con un suspiro que
sugiere que seguir con esta apuesta es tan emocionante como declarar sus impuestos,
se inclina hacia adelante.
Mi visión se oscurece cuando recorre con sus palmas planas la parte delantera de
mis muslos y se detiene en mis caderas. Engancha dos dedos índice en mi cintura,
pellizcando mis pantalones y la banda de mi tanga. Esboza una sonrisa digna de un
evento benéfico que no concuerda con el pecador que vive detrás de sus ojos.
—¿Puedo?
No es una pregunta. No lo es. Si lo fuera, habría esperado una respuesta antes de
arrancarme bruscamente las bragas. Se deslizan por mis piernas como si fueran
mantequilla, pero solo porque el golpe me hace echar las palmas de las manos hacia
atrás y arquear la espalda.
Raphael se toma su tiempo para deslizar mis pantalones sobre mis pies. Se queda
quieto y sin expresión mientras desenreda mi tanga de la tela y lo sostiene entre el
pulgar y el índice en el espacio que nos separa. Me tiembla el pulso al verle sujetar el
trozo de encaje. Como si acabara de tener el inconveniente de encontrarlo en la
tintorería.
Pasa un ojo por encima del tanga. Traga.
—Esto es muy inapropiado para el trabajo, Penelope.
La tensión de su tono sólo hace que mi piel arda más.
En silencio, me endereza los pantalones. Los dobla por la mitad sobre su regazo y
por la mitad de nuevo, y luego los cuelga sobre el borde del escritorio a mi lado. Luego,
empieza a hacer lo mismo con mi tanga. Cada movimiento lento y sedoso que hace es
un segundo más de tortura soportada. Es como si evitara lo inevitable, ya sea como
castigo para mí o para sí mismo.
La anticipación me está mareando y no puedo soportar ni un segundo más.
Me pongo de rodillas y separo los muslos. A través de una mirada semioculta,
observo cómo Raphael se queda quieto. No levanta la vista de mis pantalones de
trabajo, y la delicada tela de mi tanga desaparece dentro de su puño.
Finalmente, sin mover la cabeza, desliza su mirada entre mis piernas. Sus ojos se
oscurecen y se pasa una mano por la garganta.
—Eres... —su mandíbula hace un tic—. Natural.
A pesar de la enloquecedora lujuria que crepita en mi núcleo inferior, el fastidio me
invade. Lo tengo bien cuidado ahí abajo, pero definitivamente no hay calvicie que
valga. No sé cómo no se dio cuenta cuando me estaba metiendo los dedos en las
sombras de Whiskey Under the Rocks.
—No del todo. ¿Problema?
Suelta una risa suave y amarga, como si pensara que soy un maldito idiota.
—No soy uno de los niñitos que acostumbras a coger, Penelope.
Sólo he follado con dos chicos, ninguno de los cuales hizo esto. El recuerdo de que
es mucho mayor que yo me intimida, y mis muslos se retuercen para cerrarse.
Se aclara la garganta y gira su silla para situarse entre mis piernas. Las mangas de
su traje rozan mis costuras interiores, haciendo que las paredes de mi estómago se
tensen.
Estoy ardiendo. Me retuerzo bajo la intensidad de su mirada, bajo el peso del
silencio. Dirijo mi atención al techo en un intento de ralentizar mi respiración.
Cuando Raphael habla, su aliento caliente que hace cosquillas en mi clítoris hace
que mis ojos estén a punto de girar hacia la parte posterior de mi cabeza. Está tan
jodidamente cerca.
—Ya estás mojada —dice, con un tono vacío de emoción.
Jesús, ¿qué pasa con todas estas declaraciones de observación? ¿Es otro método de
tortura del que no he oído hablar?
Aprieto las muelas y finjo aburrimiento.
—Tengo veintiún años; siempre estoy mojada.
Un siseo con sabor a vodka crepita contra mi clítoris. Dios.
—¿Mojada, para quién, Penelope?
Capto la molestia en su tono. Después de la sucia táctica que usó para ponerme en
esta posición, debería sentir al menos una fracción de mi molestia.
—Cualquier hombre caliente que pise el barco.
Murmura algo en italiano en voz baja y luego me agarra por los tobillos y me obliga
a subir los pies al escritorio, de modo que los talones me presionan la parte posterior
de los muslos. El movimiento me aturde, hace que mi espalda se deslice medio metro
por la superficie de madera y hace que los papeles caigan en cascada al suelo.
Espero que sean importantes.
Apretando los puños contra mis costados, aprieto los omóplatos e intento aguantar
el cálido rubor que se extiende por cada centímetro de mi piel. En el sur, una brisa
fresca combinada con el aliento caliente me recuerda lo expuesta que estoy.
Sin previo aviso, su boca se aferra a mi clítoris, su lengua se aplana sobre el manojo
de nervios que hay allí, y chupa.
Lentamente. De forma descuidada. Es un movimiento tan contrario a su sedosa
imagen que lo hace diez veces más caliente. Mi sangre arde tanto que se convierte en
vapor, chisporrotea por mi cuerpo y lo contorsiona de una forma que sólo la lujuria
puede hacerlo. Mi columna vertebral se dobla y mis caderas se inclinan. Mi garganta
se abre para dejar salir un jadeo estrangulado.
Y entonces se aleja.
Es el instinto el que me impulsa a ponerme de pie y agarrarle del cabello para
mantenerlo en su sitio. Inclina la barbilla, con mis jugos brillando en la hendidura, y
encuentra mi mirada con la suya, enloquecida.
Se lame los labios.
—¿Sí?
Le miro fijamente, apenas capaz de pensar por encima de los golpes en mi coño. Su
respiración se ralentiza con cada segundo de silencio y sus ojos se calientan con un
desafío.
—¿Hay algo que quieras decir, Penelope? —dice.
Sí. Quiero rogarle que no se detenga. Quiero rogarle que lance la moneda de nuevo
y esperar que gane otra ronda. Pero nada de eso saldrá de mis labios sin una pistola
apuntando a mi cabeza. Porque todo eso requiere suplicar. Ya está ganando; estoy
desnuda de cintura para abajo en su escritorio, por el amor de Dios.
Necesito nivelar el campo de juego.
Tal vez sea la lujuria que me vuelve loca, o tal vez esté resentida porque me ha
robado dos orgasmos en el lapso de veinticuatro horas, así que hago lo que él me hizo.
Su mirada sigue mi mano mientras la desenredo de su cabello y la deslizo sobre mi
pubis. Me acaricio el coño. La comprensión recorre lentamente su rostro, apagando
todo el triunfo detrás de sus ojos. Cuando me meto dos dedos en el interior, con un
vergonzoso sonido de chapoteo que llama la atención sobre mi humedad, me agarra
por el interior del muslo y me observa con fascinación.
—Penelope...
—Eres un hombre malo, Raphael —digo, profundizando los dedos en mi entrada—
. ¿Y sabes lo que les pasa a los hombres malos?
Sus hombros se ponen rígidos y, con una respiración tranquila, acerca sus ojos a los
míos de mala gana. Al reconocer sus propias palabras de anoche, una sonrisa
demoníaca aparece en sus labios.
Sabe lo que viene.
No me aparta cuando pongo mi mano libre en la base de su cuello. No sacude la
cabeza cuando saco los dos dedos de mi coño y froto lentamente mis jugos sobre su
labio inferior.
Su gemido es gutural, enfriando mis nudillos mientras cubro su boca con mi
humedad. Dios, nunca más podré mirarme al espejo e intentar convencerme de que
soy una dama. Es tan animal. Tan depravado. Algo que sólo la lujuria y el rencor
pueden llevar a alguien a hacer.
—Nunca ganan —susurro.
Con un destello de su anillo cetrino, me agarra la muñeca, deteniendo mis
movimientos mientras vuelvo a trazar su labio inferior. Me sujeta ahí, y luego, con una
mirada perezosa y entrecerrada, me observa mientras se mete los dedos en la boca,
chupando todos mis jugos.
En mi estado de inconsciencia, suelto un gemido al verlo. Parece tan depravado
como me siento yo. Como si la sastrería a medida, el oro y el corte de cabello perfecto
ya no fueran suficientes para ocultar el monstruo que vive dentro. Cuando me lame
los dedos, se mete el labio inferior en la boca y se alisa la parte delantera de los
pantalones.
—Vuelve al trabajo, Penelope.
Aunque su rostro es inexpresivo, su tono suena casi derrotado. Creo que he ganado
esa partida. ¿No es así?
O tal vez ambos seamos unos perdedores.
A pesar de todo, no protesto. Si no salgo ahora de la oscuridad de esta oficina, temo
no volver a ver la luz. Con el corazón y el clítoris palpitando a un ritmo desordenado,
me deslizo fuera del escritorio y recojo mis pantalones.
Mi mirada cae sobre el puño de Raphael apretado contra su muslo. El ribete de mis
bragas de encaje asoma por la parte superior.
—¿Puedo...?
Su agarre se hace más fuerte.
—No. —Dirijo mi mirada hacia la suya—. Ahora son mías.
La embriaguez se apodera de mí, barriendo todas las réplicas sarcásticas. En su
lugar, me pongo los pantalones, sin el tanga, sabiendo que la humedad entre mis
muslos me acompañará durante el resto de mi turno.
Me dirijo a la puerta con las piernas inestables y me esfuerzo por no mirar hacia
atrás, porque no estoy segura de poder soportar lo que veo sentado detrás del
escritorio.
A la luz del puente, dejé escapar una temblorosa exhalación.
Detrás de mí, la puerta de la oficina se cierra.
Dos veces.
Treinta y Dos

M
i coche está envuelto en ese tipo de quietud que sólo existe después de las tres
de la madrugada. Fuera, los primeros copos de nieve se posan sobre el capó y
la escarcha se extiende como arañas vasculares por el parabrisas. Pero dentro,
el calor brota del cuerpo dormido de Penelope y llena el espacio de un calor
somnoliento.
Cuando a la una de la madrugada enfoqué mis faros contra la ventana de su salón,
lo hice con ganas. Había pasado toda la noche con la polla palpitante, y lo único en lo
que podía pensar era en lo que había empezado en mi despacho, y en si había espacio
suficiente para terminarlo en mi asiento trasero. Ahora que sé a qué sabe su coño, las
ganas de volver a probarlo me enloquecían. Su tanga mojado alrededor de mi polla no
iba a ser suficiente, porque esa mierda que dijo de estar siempre mojada me cabreó.
Había planeado castigarla por hacerme pensar en ello toda la noche, pero entonces
salió de su apartamento con dos tazas de cacao caliente y su pijama asomando por
debajo de su chaqueta. Entró en mi auto, me dio una taza en silencio y se bebió la suya
mientras miraba con sueño el tablero.
El dolor se trasladó de la ingle al pecho y llenó el agujero negro que había allí. Pesaba
una satisfacción perversa y, por una vez, no provenía de haber ganado una apuesta
insignificante. Estaba cómoda aquí, en mi auto, a mi lado, con el cabello amontonado
encima de la cabeza y la cara sin maquillaje. Con una dulzura enfermiza me di cuenta
de que buscaba el calor de mi auto para hacer lo más vulnerable que puede hacer un
ser humano: dormir.
Mi satisfacción estaba teñida de malestar, pero aun así, conduje por Devil's Dip con
la calefacción a tope hasta que roncó bajo la manta que le había comprado. Bajé al
puerto para comprobar los esfuerzos de reconstrucción, antes de conducir hasta
Hollow para discutir los planes de Nochebuena con Cas y Benny. Ahora, estoy
estacionado frente a la antigua iglesia de mi padre, luchando contra el fuego a través
del correo electrónico. El brillo de la pantalla de mi MacBook está bajado al máximo e
intento no golpear las teclas.
Me reiría con incredulidad si estuviera seguro de que no despertaría a Penelope. Si
mis socios comerciales pudieran verme ahora, dirigiendo mi multimillonaria empresa
encorvado sobre el volante, pensarían que he perdido el rumbo.
Lo he hecho.
Mi celular vibra en la consola central, interrumpiendo el silencio. Con una mirada
cautelosa en dirección a Penelope, lo cojo para silenciarlo, pero me quedo paralizado
cuando veo el nombre en la pantalla.
Gabe.
Mi hermano nunca me llama. Tampoco me envía mensajes de texto. Nuestro
historial de iMessage está lleno de casillas azules y recibos de lectura. Yo le mando un
mensaje, él aparece, y así ha sido siempre.
A pesar de que mi corazón se acelera, ralentizo mis movimientos para salir del auto.
Cierro la puerta tras de mí con un suave chasquido y me arrastro sobre la nieve fresca
para llegar al borde del acantilado.
—¿Qué has hecho?
—¿Por qué susurras?
Pongo los ojos en blanco ante el Pacífico.
—Son las cuatro de la mañana, hermano. La gente susurra a estas horas de la noche.
¿Qué te pasa?
La línea se queda en silencio por un momento. Me doy la vuelta y, a través del
aguanieve, veo a Griffin saliendo de su Sedán blindado. Se arrastra hacia mí y mueve
la barbilla, preguntando en silencio si hay algún problema. Lo descarto con un
movimiento de cabeza.
—¿Qué necesitas, Gabe? ¿Atención médica? ¿Un abogado? ¿Un hombro para llorar?
—Me paso la mano por el cabello—. Joder, por favor, que no sea un hombro para llorar.
—Encuéntrame donde colgamos al viejo MacDonald.
La línea se corta.
Miro fijamente mi celular hasta que se bloquea por inactividad. ¿Habla en serio?
Cuando crecíamos, el Viejo MacDonald era nuestro apodo para el espeluznante
jardinero de la Academia de Devil’s Coast. Siempre pensamos que había algo raro en
él, pero se confirmó cuando, un domingo, se metió en el confesionario de nuestro
padre y admitió que se había tocado con una de las chicas del colegio debajo de las
gradas. Naturalmente, lo elegimos nuestro pecador del mes. Lo colgamos de un viejo
roble en Hollow, pero sólo después de que Angelo le rompiera el cuello.
Quería saber qué se sentía.
Mirando a través del parabrisas de Griffin, señalo con un dedo en dirección a
Hollow. Él asiente y el motor de su auto se pone en marcha.
Conduzco despacio, y sólo quito la mano del muslo de Penelope vestido con la
manta cuando llegamos a la carretera de la Parca. Poco más que una franja de asfalto
cortada en la curva del acantilado, es una ruta bastarda en condiciones óptimas, y
mucho menos durante la primera nevada de la temporada. Maldigo a Gabe en voz
baja por hacerme descender en mitad de la noche con Penelope en el auto. El camino
se va estrechando hacia un terreno rocoso y barrancos, y cuando el roble está a la vista,
apago el motor y suelto un silencioso silbido.
¿A qué coño estás jugando, Gabe? Estoy a punto de preguntárselo por SMS cuando
una sombra que se desplaza entre la espesa maleza que bordea el camino me llama la
atención.
Gabe se pasea por el haz de mis faros, sin camiseta y cubierto de sangre.
La inquietud me acelera el pulso y cojo la Glock del bolsillo lateral de la puerta y
salgo de un salto del auto.
—Dio mio, cazzo. Cosa è successo? —¿Qué ha pasado?
Su mirada perezosa se dirige a mi pistola.
—No es mía —es todo lo que gruñe, antes de desaparecer de nuevo entre los
arbustos.
Mi aliento de fastidio sale en una bocanada blanca y se mezcla con la nieve que cae.
Sin perder de vista a Penelope, que duerme al otro lado del parabrisas, vuelvo a mi
auto. He dejado la puerta abierta, porque sabía que si la cerraba, me daría un portazo.
Me dejo caer sobre mis rodillas en el asiento del conductor y la estudio.
Los mechones rojos se han escapado de su cinta de cabello y se abren en abanico
sobre la almohada como un halo de cobre. Mi mirada recorre su piel pálida,
perfectamente rosada por el calor de la estufa, y luego se dirige a sus rollizos labios,
separados por una dulce serenidad.
Por el amor de Dios. Un tira y afloja se desarrolla dentro de mi pecho, una lucha
entre la lógica y la superstición.
La lógica me dice que un millón de dólares no es nada.
La superstición me dice que la eche a la acera y me vaya.
Me conformo con limpiarle la mancha de cacao caliente de la barbilla con el pulgar
y arroparla con la manta.
Subo la calefacción de su asiento un poco más, cierro la puerta en silencio y me dirijo
al auto de atrás. La expresión poco divertida de Griff aparece mientras baja el cristal.
—¿Estamos filmando el nuevo Blair Witch Project?
Ignoro su boca de sabelotodo y le tiro las llaves en el regazo.
—Vigila mi auto.
Me mira fijamente durante unos instantes. Es el tipo de mirada que transmite que
está harto de mi mierda y que desearía que volviera a Las Vegas, donde las únicas
cosas de las que tenía que preocuparse eran los criminales de cuello blanco y el idiota
oportunista ocasional.
Pero es el cabrón del asiento del copiloto la que habla primero.
—¿Vigila tu auto o a tu chica?
Mis ojos se deslizan hacia arriba para encontrarse con la sonrisa comemierda de
Blake. ¿Sabes qué? El chico ha estado tocando mi último nervio demasiado tiempo.
Doy la vuelta al auto, abro la puerta de un tirón y le agarro por el cuello. Su grito
ahogado salta por encima de mi manga, y mentiría si dijera que no disfruto del miedo
en sus ojos.
—Respira cerca de la chica y será el último aliento que tomes —digo con calma.
La mirada desconcertada de Griff se clava en mi espalda mientras sigo a mi díscolo
hermano hacia los arbustos.
Está esperando en un claro, dando una calada a un cigarrillo. Lanzo una mirada de
asco a su torso, con músculos duros y tinta pintada de rojo. Doy un paso a un lado, no
queriendo manchar con esa mierda mi nuevo abrigo de lana.
—La ropa no te gusta nada, ¿eh?
No responde. Caminamos bajo la nevada y el pesado silencio, la luz de mi teléfono
y la ocasional advertencia ronca de Gabe:
—Tocón de árbol. Raíz. Zanja —me guían. Cuando los árboles se estrechan en el
borde de un barranco escarpado, las puntas de mis alas se detienen lentamente.
—No voy a bajar ahí.
—¿Preocupado por arruinar tu traje?
—Sí, de hecho.
La mirada de Gabe parpadea en negro.
—Bajarás por ella, o te echaré al hombro y te llevaré como una perrita.
—¿Recuerdas cómo estamos relacionados otra vez?
Gruñe divertido y, probablemente sabiendo que recibiría un rápido puñetazo en las
pelotas si intentara cargarme como un bombero por la orilla, inicia su descenso.
Maldita sea la sastrería italiana. Mis zapatos de cuero se hunden en el aguanieve
helada y mi abrigo pica al engancharse en las ramas durante el descenso. En el fondo,
giramos a la derecha, siguiendo el barranco helado río arriba. Justo delante de
nosotros, la boca de una cueva se ensancha a cada paso hasta que su negro vacío nos
engulle.
La oscuridad llega con un nuevo frío húmedo. Subo el brillo de la luz de mi teléfono
y sigo el sonido de las pesadas pisadas de Gabe mientras se adelanta a mí. Nos
agachamos bajo un desnivel en el techo, y cuando me enderezo al otro lado, una
música de rock pesado flota en la oscuridad y toca las conchas heladas de mis oídos.
—Si has decidido meterte en el espacio de entretenimiento extravagante sin
consultarme, me voy a cabrear, hermano.
Al girar una esquina, un cálido resplandor disipa la oscuridad. Hay un calor en él,
y un parpadeo ominoso cuando baila contra las paredes de la cueva. Al cruzar un
espacio cavernoso, me doy cuenta de que proviene de una hoguera.
A pesar del calor, se me hiela la sangre.
—¿Qué carajo, Gabe?
Sin palabras, mi hermano se pasea alrededor de la hoguera y se deja caer en un
maltrecho sofá pegado a una escarpada pared.
—Es técnicamente Dip. La entrada está justo en Hollow.
Mis párpados se cierran. El hombre está loco si cree que estoy hablando de líneas
territoriales y no del tipo amordazado y atado a una silla al otro lado del fuego.
Me desabrocho la chaqueta, me quito la sorpresa de la cabeza y me pongo en modo
«solución». Soy un experto en el control de daños, especialmente cuando se trata de
los idiotas de mis hermanos. Sólo el mes pasado tuve que volar de vuelta desde Las
Vegas para arreglar el lío que armó Angelo cuando voló el auto del tío Al.
Primer paso: evaluar los daños. Me paso un dedo por el pasador del cuello de la
camisa y rastrillo un ojo objetivo sobre la cueva. El sofá de cuero agrietado en el que
está sentado mi hermano. La enorme taquilla de metal con un candado y una cadena
asegurando sus asas. El hombre sudoroso que se marchita entre las cuerdas.
Su mirada se encuentra con la mía, la desesperación tiñe el miedo que hay en ella.
Eso es lo que pasa con mis bonitos trajes y mis afeitados. Hacen exactamente lo que
tienen que hacer: engañar a la gente para que crea que soy un caballero.
Miro hacia otro lado.
—Es demasiado tarde para pagarle. Sólo pon una bala en su cabeza; los osos tendrán
su cuerpo por la mañana.
Con una sonrisa perezosa, Gabe se echa hacia atrás y enciende otro cigarrillo.
—No he terminado con él.
—¿Para qué coño me necesitas, entonces? —Nos miramos fijamente, con la música
de rock rebotando en las paredes y retumbando en mis oídos—. Apaga esa mierda —
digo—. No puedo escuchar mis pensamientos.
Gabe da una patada al subwoofer que tiene a sus pies y el estruendo se detiene.
—Ese es tu problema. Tú crees.
Ignoro su habitual burla sobre el hecho de que estoy sentado detrás de un escritorio
durante el cuarenta por ciento de mi día, y paso una mano por la cueva.
—¿Por qué aquí?
Con un gruñido, Gabe se mete el cigarrillo en el hueco de la boca y se acerca a su
cautivo. No sé cuánto tiempo lleva a merced de mi hermano, pero a juzgar por la
flaccidez de su cabeza y la cantidad de sangre en el torso de mi hermano, no será
mucho más.
Se estremece cuando el cuerpo de Gabe proyecta una sombra negra sobre sus
hombros, pero no tiene energía para hacer mucho más. Eso cambia cuando Gabe echa
la cabeza hacia atrás, se saca el cigarrillo de los labios y se lo clava en el ojo al hombre.
De repente, reúne la energía para llenar la cueva con un grito ensordecedor.
La mirada enloquecida de mi hermano se acerca a la mía.
—Me gusta acústico.
Cristo.
Nunca me he preguntado de dónde saca su oscuridad; nos atraviesa a los tres como
una hebra extra de ADN. No, sólo me he preguntado por qué oculto el sadismo.
Angelo intentó huir de él, pero Gabe decidió hace unos años sumergirse de cabeza en
el suyo, como si estuviera desesperado por descubrir qué hay en el fondo.
—¿Quién es él?
—Uno de nosotros.
Frunzo el ceño.
—¿Un made man?
—Un Visconti. Uno de nuestros primos lejanos de Sicilia. Dante envió un barco lleno
de ellos para ayudarlo.
Me paso la lengua por los dientes, con el fastidio encendiéndose en mi interior.
—No estás cumpliendo el plan, Gabe. Dijimos que sería sutil. Esto no parece una
jugada de ajedrez.
Su rostro es inexpresivo mientras mira fijamente al fuego.
—El ajedrez me aburre, y cuando me aburro pasan cosas malas.
Suelto un resoplido socarrón. Con la mente en deriva fuera de la cueva y hasta
Penelope en el auto, me paso una mano por la camisa y voy al grano.
—Pensé que necesitabas ayuda. ¿Sólo me has traído aquí para una reunión familiar?
—No, para relajarte un poco.
—¿Qué?
Asiente a la parte posterior de la cabeza del hombre.
—Tu vida perfecta se ha ido a la mierda. Date el gusto.
Nos miramos por encima de las llamas furiosas y la frente empapada de sudor
mientras la comprensión me invade.
—Lo dices en serio.
Sólo devuelve la mirada.
La diversión y la incredulidad inclinan las comisuras de mis labios; me las limpio
con la palma de la mano.
—Estás trastornado, pero eso ya lo sabías. —Como no contesta, levanto las manos,
haciendo alarde de mis nudillos inmaculados; la única parte de mi fachada que no
puedo despegar al final del día—. No es lo mío, hermano.
Asiente con la cabeza.
—No lo he olvidado, guapo. —Sus pasos resuenan en el escarpado techo mientras
cruza hacia el cofre, saca una llave del bolsillo trasero de sus vaqueros y la abre.
Dividido entre el asco y la fascinación morbosa, me acerco y evalúo las filas de
herramientas. A primera vista, parece un kit de tortura bastante estándar, pero cuando
recojo las cosas para sentir su peso en la palma de la mano, noto... modificaciones.
Hachas con tres cuchillas. Nunchakus18 envueltos en cable eléctrico. Con un
pequeño movimiento de cabeza, miro a mi hermano.
—¿De verdad?
No responde.
Paso el dedo por la hoja de la cuchilla de carne. Le han quitado el mango y lo han
sustituido por el cuerpo de un destornillador eléctrico. Mientras mi mente trabaja para
reconstruir su mecánica, algo agrio y venenoso se filtra por debajo de la incredulidad,
subiendo a la superficie de mi piel y asentándose allí.
No puedo mentir; sería refrescante sentir un grito de tortura en mis oídos. Y lanzar
algo de peso liberaría parte de la tensión que anuda mi espalda, estoy seguro. Además,
nuestro juego de Sinners Anonymous no va a ser tan satisfactorio este mes, ahora que
Angelo involucró a su esposa predicadora de PETA.

18 El nunchaku es un arma tradicional de artes marciales de Okinawa que consta de dos palos, conectados entre sí en sus extremos por una
cadena de metal corta o una cuerda.
Lamiéndome los labios, sustituyo el extraño artilugio de carnicero y cojo algo más
intemporal: un martillo. Siempre ha sido mi arma preferida. El mango no solo se
adapta cómodamente a la palma de mi mano, sino que su longitud me permite
separarme de lo que sea que se esté rompiendo debajo de él.
Lo dejo caer sobre la encimera y me quito el pasador del cuello. Me desabrocho la
camisa y la doblo cuidadosamente sobre el reposabrazos del sofá.
—Es mejor que no le digamos a Vicious sobre esto.
Gabe se apoya en el banco de trabajo y enciende otro cigarrillo.
—Es mejor que no lo hagamos.
El metal raspa el metal cuando recojo el martillo y me dirijo a la hoguera. El calor,
el sudor y los gemidos preventivos bailan sobre ella. Sus llamas me rozan el bíceps
cuando la rodeo, y antes de que esos gemidos se conviertan en gritos, AC-DC vuelve
a llenar la cueva.
El gusto musical de Gabe puede ser odioso, pero seguro que es adecuado.

El amanecer se filtra en la boca de la cueva cuando salimos de ella. La luz fría se


cuela entre los árboles y los pájaros gorjean en lo alto. Es desorientador y, de repente,
entiendo por qué Gabe desaparece durante semanas. El crujido de los huesos y los
gorjeos parecen tragarse las horas.
El viento helado hiela el sudor bajo mi camisa. Mis ojos se posan en el torso desnudo
de mi hermano a mi lado, la sangre que lo cubre ahora es de color marrón oxidado. Su
aspecto es aún más obsceno a la fría luz del día, y no será un buen augurio para la
estética de la familia si algún lugareño que vaya al trabajo por la mañana lo ve en todo
su violento y desnudo esplendor.
—Pareces el villano de una película slasher de los noventa —refunfuño,
enderezando el pasador de mi cuello—. No me sigas hasta la carretera.
Tiene un paso fácil, como si caminara por barrancos cubiertos de nieve mientras
duerme.
—No querría arruinar tu reputación de caballero —dice secamente.
—Uno de nosotros tiene que mantener la apariencia.
—Mm. Pero cualquiera con medio cerebro se daría cuenta de que si te acuestas con
perros, te despiertas con pulgas.
Me río a carcajadas.
—Menos mal que nadie en esta Costa tiene medio cerebro, entonces.
Se detiene a unos metros de la maleza que bordea el camino y recorre con una
mirada indiferente los botones de mi camisa y el afilado pliegue delantero de mis
pantalones.
—Si te sirve de consuelo, no parece que acabes de abrirle el cerebro a un hombre con
la garra de un martillo y luego le hayas dado una patada en el culo a una hoguera.
Contengo una sonrisa de satisfacción.
—Creo que es lo más bonito que me has dicho nunca, hermano. Tal vez nos estamos
uniendo.
—Quizá hayas inhalado humo. —Me observa por un momento—. ¿Te sientes mejor?
Claro que sí. Hay un zumbido en mi sangre y una ligereza en mi pecho. A pesar del
dolor entre los omóplatos y el fino velo de sudor que cubre mi piel, el traje me queda
un poco mejor ahora. Como si el monstruo que hay debajo hubiera perdido algo de
volumen y fuera más fácil de disimular.
Por supuesto, Gabe obtiene una respuesta mucho más simple.
—Me siento bien.
Su mirada se desliza detrás de mi cabeza y se oscurece.
—¿Qué hay en tu auto?
Es una pregunta sencilla, pero como sé la respuesta, me tensa los músculos.
Penelope.
Me doy la vuelta y el zumbido de mi sangre se estanca al instante.
La violencia, la impulsividad. Rasgos venenosos que pertenecen a los huesos de mis
hermanos y no a los míos, parpadean mi visión. Atravieso los arbustos hacia Blake.
El cabrón no me ve venir. Está demasiado ocupado agachándose en la ventanilla del
lado del pasajero, sus manos ahuecando sus ojos contra el vidrio.
Rabia. Resolución. Un movimiento de mi abrigo y las yemas de mis dedos rozan la
empuñadura de mi pistola, pero no encuentran acomodo. En su lugar, se enroscan en
la palma de mi mano y forman un puño que se retrae y corta el último hilo de mi
compostura.
Dolor. Satisfacción. Mi puñetazo conecta con su pómulo y mientras cae, cae a cámara
lenta, dándole tiempo a esa pequeña voz en las sombras de mi cerebro para susurrar,
un puñetazo es suficiente. Puedo recuperarme de un golpe. Son sólo guijarros bajo los
pies que se esparcen por el borde del acantilado; no es necesario lanzar mi cuerpo por
encima de él también.
Pero díselo a mi puño izquierdo. Se topa con su mandíbula en el camino hacia abajo,
haciendo que su cuello retroceda y dándome una visión completa del pánico en sus
ojos.
Gratificación. Delirio. La forma en que su cráneo rebota en la carretera helada no
hace más que espolearme. Lo sostengo por el borde de su camisa de poliéster. Otro
puñetazo me raja la piel de los nudillos y, bueno, sé que ya no tiene sentido retroceder.
El siguiente golpe provoca una grieta que parece irreparable, y cualquier hombre con
una pizca de deportividad lo dejaría así: no es una pelea justa. Nunca lo fue. Pero bajo
el sereno cielo del amanecer, no soy un hombre. Soy un animal con un traje muy
bonito, protegiendo lo que es suyo.
La defensa de Blake cayó cuando lo hizo, y no son los rugidos de protesta de Griffin
los que me detienen, ni el coro de mis hombres murmurando improperios, sino el
fuerte agarre de mi hermano en mi hombro.
—Basta —es todo lo que dice. Basta.
Dejo caer el cuerpo sin vida y me miro los nudillos.
Irreversible. Sin remedio.
Mi respiración entrecortada me quema los pulmones e inclino la barbilla hacia el
cielo gris perla. Si mamá pudiera verme ahora, su hijo de lengua de plata usando sus
puños y no sus palabras. ¿Y para qué?
Cuando mi mirada cae, se posa en otra.
Azul. Insondable.
—Ve —dice mi hermano—. Yo terminaré esto.
No quito los ojos de Penelope. No puedo. Ni cuando paso por encima de un charco
de sangre fresca, ni cuando el silencioso «¿qué has hecho?» de Griffin me llega a los
oídos mientras tiro de la puerta del auto y la cierro de golpe tras de mí.
Seis pares de ojos me miran fijamente a través del parabrisas. Ninguno de ellos es el
suyo, así que ninguno importa. Pongo el auto en marcha de golpe y no me molesto en
mirar por encima del hombro mientras doy marcha atrás.
Su mirada pica mis manos ensangrentadas enroscadas alrededor del volante.
—¿Qué coño, Rafe?
Rafe. Es la primera vez que me llama por mi apodo. También me gusta cómo lo dice.
Con una conmoción empañada por un borde sin aliento. Hace que mis párpados se
cierren durante más tiempo del seguro cuando conduzco a ochenta millas por hora
por una carretera rural.
No respondo. En su lugar, miro fijamente la carretera y pienso en el momento en
que pensé por primera vez que la pelirroja del vestido robado podría ser la Reina de
Corazones. Era la noche de bodas de mi hermano, y la explosión en el puerto acababa
de iluminar el cielo de la noche de color naranja. Me había preguntado, aunque no en
serio, si este era el comienzo de mi caída, cómo sería el fondo. Resulta que está lleno
de la pesada respiración de Penelope, su perfume cítrico y el sonido de White
Christmas de Bing Crosby.
Tranquilidad. Aceptación. Una calma me invade y exhalo con tranquilidad. Es
reconfortante, supongo, saber que he caído hasta el fondo y que no puedo caer más.
Los ojos de Penelope siguen el río de rojo que se escurre por el dorso de mi mano
hasta que desaparece bajo el puño de mi camisa.
—¿Adónde vamos? —murmura.
Mi mano se desliza fuera del volante y encuentra su rodilla.
—A casa, Queenie19.

19 Reina/Reinita.
Suscríbase a mi boletín para recibir adelantos y extractos de los próximos libros.
Únete a la Sala del Pecado del Dibujante de Somme en Facebook para hablar de todo lo
relacionado con Somme. O bien, ¡dale a me gusta a mi página de autor en Facebook!
También me encontrarás en Instagram y Tiktok.
O si prefieres deslizarte hacia mi bandeja de entrada, puedes contactarme en:
somme@authorsommesketcher.com

También podría gustarte