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La constitución subjetiva del niño1

Mariana Karol2
“La sociabilidad no es ni un accidente ni una contingencia; es la definición
misma de la condición humana” (Tzvetan Todorov).
La idea que recorre el desarrollo de este capítulo es que la escuela es una
institución fundamental en la vida de los niños que da cuenta del pasaje del mundo
de lo privado al de lo público. En ese pasaje se ponen en juego aspectos de la
constitución psíquica del niño y de la continuidad de lo social. Para que este pasaje
constituyente se vea facilitado, la escuela no debe ubicarse como reproducción de
lo que los niños traen – familia de origen –, ni como algo totalmente ajeno a lo que
hasta ese entonces es su bagaje. Es en este difícil margen donde la escuela debe
cumplir una de sus funciones específicas, asegurando el tránsito de un mundo
endogámico a un mundo exogámico.
Trabajaremos sobre las condiciones mínimas y necesarias que permiten la
constitución subjetiva de un niño: función materna, función paterna y función del
campo social. Una vez presentados estos conceptos, propondremos algunas
reflexiones en relación con la institución escolar y la tarea de educar.
El “salvaje de Aveyron”: ¿Qué nos hace sujetos?
“El hombre es un animal loco y radicalmente inepto para la vida”
(Cornelius Castoriadis).
La pregunta por las condiciones de constitución subjetiva de un sujeto, por las
condiciones mínimas y necesarias que permiten que un niño piense, fantasee,
represente o simbolice lleva implícita la siguiente afirmación: no existe un sujeto
dado desde los orígenes. El bebé deberá pasar por un complejo proceso para
constituir su psiquismo, es decir, para transformarse en un sujeto cognoscente. La
pregunta sobre lo que caracteriza a lo estrictamente humano, sobre lo que nos
hace ser algo más que un cuerpo biológico, es muy antigua y ha dado lugar a
debates filosóficos tan controvertidos como interesantes. Muchas veces la literatura
nos enfrente con este tipo de interrogantes; es así como la producción literaria
sobre los “niños ferales” u “hombres lobos” nos recuerda las preguntas clásicas de
la Ilustración: la naturaleza del hombre, su diferencia respecto del reino animal, los
criterios que permiten identificar a la especie humana.
Como se sabe, los “niños ferales” son aquellos encontrados en los bosques, sin
lenguaje, sin palabra y alejados de los seres humanos. Es el caso de Víctor, “el
1 Extraído de S. Carli, A. Lezcano, M. Karol y M. Amuchástegui: “De la familia a la
escuela. Infancia, socialización y subjetividad”, Santillana, 1999.
2 Mariana Karol es licenciada en Psicología (UBA). Docente de la Facultad de
Psicología de la UBA. Diplomada en Ciencias Sociales con orientación en educación
de FLACSO.
salvaje de Aveyron” encontrado en 1797 en los bosques de la Bassine francesa que,
a principios del 1800, produjo uno de los debates más interesantes sobre el tema.
las posiciones antagónicas fueron representadas, por un lado, por Philippe Pinel,
médico y filósofo reconocido como uno de los grandes renovadores de la
psiquiatría, y por el otro, por Jean Itard, también médico y especializado en la
reeducación de sordomudos, quien se dedicó durante casi 10 años a trabajar con
Víctor, nombre con el que él mismo lo bautizó. La polémica sobre el diagnóstico de
Víctor y las reflexiones que desencadenó ponen de relieve la pregunta por las
condiciones de constitución de un sujeto, el papel del lenguaje, el lugar de lo social
y las creencias en dicho proceso.
En el momento en que Víctor fue capturado – uso esta palabra, que es la que está
en la bibliografía sobre el tema, ya que el adolescente fue expuesto en la plaza
pública antes de que volviera a escaparse al bosque, lugar donde después fue
nuevamente capturado –, tenía entre 12 y 13 años. Algunos informes de la época
llegan a afirmar que podría alcanzar los 15 años. Desde un ser en estado de
naturaleza pura hasta un desgraciado sin cuidados de ¡a humanidad, desde un
salvaje hasta un sordomudo, el diagnóstico y las esperanzas puestas en Víctor
sobrepasaron la temática del diagnóstico para producir una discusión más filosófica.
Pinel e Itard diferían en cuanto al diagnóstico, que para el primero era de “idiotez”.
En un informe realizado para la Société des Observateurs de l’Homme, Pinel
advirtió acerca de las dificultades que podrían encontrar aquellos que creían que el
caso era propicio para estudiar el carácter primitivo del hombre y para conocer las
ideas y los sentimientos morales que son independientes del estado social. La
privación absoluta de palabra que sufrió el niño era uno de los obstáculos señalados
por Pinel.
En este contexto, el término “palabra” no remitiría simplemente a determinada
estructura de fonemas o sonidos y significados, sino a la función constitutiva que
tiene el lenguaje como lugar de significación, de nominación del mundo que nos
rodea. Podríamos adelantarnos a pensar que el problema de Víctor no era que él no
podía emitir palabras, sino que creció en un mundo sin palabras.
El informe de Pinel concluye así: “Conocemos todos los demás detalles sobre su
vida desde que comenzó a formar parte de la sociedad. Pero su discernimiento,
siempre limitado a los objetos de sus primeras necesidades, su atención, que sólo
fija su vista en las sustancias alimenticias o en los medios para conseguir un estado
de independencia al que se encuentra muy acostumbrado, la ausencia total de
desarrollo adicional de los facultades morales en relación con cualquier otro objeto,
¿no muestran que debe ser considerado como los niños que muestran idiotez y
demencia, y que no existe ninguna esperanza fundada de obtener éxito mediante
una enseñanza metódica y duradera?” Con este diagnóstico, Pinel de su veredicto
sobre el caso.
Para Itard las cosas eran distintas. Él rechazaba el diagnóstico de idiotez. Creía
plenamente en las posibilidades de “reeducar” a Víctor, pese a sus fracasos en esa
empresa. Su tratamiento “médico pedagógico” no le dio grandes satisfacciones,
aunque invirtió muchos años en él. A pesar del empeño puesto en su reeducación –
registrado en sus Memorias –, Víctor no llegó a adquirir el lenguaje hablado.
Lo que Itard llamara su “terapia moral”, o educación de “el salvaje de Aveyron”,
constaba de cinco objetivos principales: vincularlo o la vida social, despertar su
sensibilidad nerviosa mediante estimulantes más enérgicos, ampliar su campo de
ideas creándole nuevas necesidades y multiplicando sus relaciones, inducirlo al uso
de la palabra a partir de la imitación y bajo la ley de la necesidad, y ejercitar las
operaciones más simples del espíritu. Como señala Augusto Montanari, el nudo de
la cuestión estaba en la función simbólica, que parece inaccesible a las
posibilidades de Víctor. Como veremos más adelante, la escuela ocupa un lugar
privilegiado en la vida de los niños para el despliegue de esta función, en la medida
en que oferta símbolos socialmente consensuados que permiten relacionarlos con
acciones, pensamientos o afectos que los niños tienen, de tal modo que puedan
representarlos para sí mismos y para los demás.
Los escritos de ltard son interesantes y conmovedores. El vínculo que estableció
con Víctor mereció un artículo del psicoanalista francés Octave Mannoni en el que
se trabaja la idea de que ltard no podía advertir que cada peso de los hechos
cuestionaba su saber, porque había tomado a Víctor como una misión. Esto le daba
la certeza de que con él se podían hacer aún muchas cosas. Resulta interesante
pensar la diferencia entre posicionarse, en el caso del docente, como representante
de un acervo cultural cuya tarea es la transmisión de contenidos y valores de un
mundo público, y creer en una “misión”, con lo que se pierde el objetivo mismo de
la relación docente-alumno.
Retomando el tema del lenguaje y su lugar en la constitución de Víctor, Mannoni
plantea lo siguiente: “En todo caso, ltard comprende perfectamente que el
problema no es de ninguna manera el mismo que el que plantean los sordos. Existe
una diferencia radical entre un sujeto sordo de nacimiento, que ha vivido en un
universo organizado por las estructuras del lenguaje, aun cuando nunca haya oído,
y un sujeto no hablante por haber vivido siempre en el seno de la naturaleza muda.
También se puede decir: porque ha vivido en la soledad y no tan sólo en el
silencio”. Es la “naturaleza muda” la que no posibilita las condiciones de
constitución subjetiva, la falta de una oferta de sentidos, de historia, de
representaciones. No hace falta encontrarse en el medio de la naturaleza para que
esta oferta no se produzca o se produzca con serias restricciones. Mientras que un
niño sordo puede recibir de padres mudos una oferta de sentidos fecunda y rica, es
posible que padres “hablantes” se encuentren inhabilitados para realizar esta
oferta. Un docente también debe hacer un ofrecimiento de sentidos, que no
está dado por la cantidad de palabras sino por su capacidad de otorgarles
significación a éstas y permitir que los niños construyan su propias
significaciones. No es lo mismo, como veremos más adelante, ofertar sentidos
que imponerlos; un docente no debe desertar de este lugar específico de transmisor
de significaciones. Mannoni nos sitúa en el nudo de la cuestión. Un niño nace en un
universo poblado de palabras y de sentidos. En Víctor, la diferencia entre “soledad”
y “silencio” apunta a la imposibilidad de constitución subjetiva, de ser sujeto sin la
asistencia de otro. Todos nacemos y nos constituimos dentro de un universo
habitado por otros, semejantes y prójimos, sin cuya asistencia no sobreviviríamos.
El caso de Víctor nos permite pensar las complejidades que plantea la
constitución subjetiva. Nadie más indefenso que un recién nacido, ni más
desamparado e imposibilitado de autoabastecerse en sus necesidades básicas. Sin
embargo, como hemos visto, la supervivencia del cuerpo biológico no es condición
suficiente para las posibilidades de constitución subjetiva. Algo de “otro orden”
debe introducirse en ese psiquismo incipiente para que pueda devenir un sujeto.
Son muy interesantes los casos presentados por Spitz, de “hospitalismos” y
“marasmos”, en los que pone de manifiesto que aun garantizada la asistencia
alimentaria por suero, por ejemplo, hay niños que no sobreviven o lo hacen con
trastornos muy graves.
Por supuesto que la conservación del cuerpo biológico es condición necesaria para
la complejización psíquica, pero no es condición suficiente.
El propio Spitz hace referencia al estado de prematuraci6n e indefensión del recién
nacido del siguiente modo: “Una y otra vez nos recuerda Freud que el lactante,
durante este período de su vida, está desamparado, siendo incapaz de conservarse
vivo por sus propios medios. Todo aquello de que carece el infante, lo compensa y
lo proporciona la madre”. Esta observación vuelve a hacer hincapié sobre la
imposibilidad estructural del recién nacido de sobrevivir sin la asistencia de Otro. Lo
escribimos con mayúsculas porque se trata de Otro peculiar, significativo, y no de
cualquier otro; Otro que no garantiza el éxito de su función por el lazo biológico con
el bebé, sino por su posicionamiento con respecto a él. De allí que lo diferenciemos
de “otros” utilizando la mayúscula, para remarcar su carácter estructurante, único y
singular.
Respecto de la prematuración del recién nacido, Silvia Bleichmar sostiene: “Los
prerrequisitos estructurales del cerebro son entonces, en mi opinión, insuficientes
para hacer sobrevivir al ser humano. Estos prerrequisitos estructurales del cerebro
sólo son soportes para la fabricación del sujeto humano tal como los conocemos en
el interior de los vínculos libidinales con el otro”. Veremos, entonces, qué otras
vicisitudes deberán producirse para que se constituya un sujeto humano.
Es la posibilidad de que sobre ese cuerpo biológico se introduzca otro tipo de
“energía” la que obliga a ese psiquismo incipiente a hacer algo con ella, a intentar
aliviar la tensión y el displacer que ese exceso de cantidades produce en su interior.
Un “interior” que aún no tiene los recursos para decidir qué hace con ello. Esta
energía tiene que ver con la sexualidad, con la libido y la pulsión. Cuando hablamos
de sexualidad, lo hacemos en el sentido psicoanalítico, diferenciándola de la
genitalidad y haciendo referencia a un peculiar tipo de energía libidinal que el Otro
inscribe en el cachorro y que será condición de posibilidad de constitución. Cuando
hablamos de cachorro humano o de infans, como lo define Piera Aulagnier, es para
dar cuenta de su posibilidad de devenir sujeto, pero también de su incapacidad de
estar dotado desde el origen, “por la naturaleza”, para serlo.
Sobre el proceso de constitución
“La cultura comienza con el lenguaje y el lenguaje es esencialmente traducción.
Comienza en el interior mismo de cada lengua: la madre traduce al niño, el sabio a
las palabras de los antiguos, el brujo a los animales y a los plantas, el astrólogo a
las constelaciones [...]. Traducir no es sólo trasladar sino transmutar. Esta
transmutación cambia el traductor y a lo que se traduce [...]” (O. Paz).
Los teóricos han utilizado diferentes conceptos para dar cuenta de que no hay un
sujeto desde los orígenes, sino que éste será producto de complejos procesos de
transformaciones subjetivos que le permitan devenir sujeto. Trabajaremos,
fundamentalmente, los desarrollos de dos psicoanalistas que han producido teoría
sobre el tema de los orígenes de la constitución subjetiva.
Por un lado, Silvia Bleichmar, quien se refiere al recién nacido como “cachorro
humano” o “cría humana”, en tanto posibilidad de lo humano y, por otro, Piera
Aulagnier, que utiliza el concepto de infans para dar cuenta de este estado de
indefensión originaria y de sus posibilidades de estructuración.
De acuerdo con el planteamiento de estas autoras, en la constitución de un niño se
producen los siguientes pasajes, que expondremos de una manera esquemática:
La complejidad de estos pasajes está en relación directa con la complejidad misma
De cachorro humano a sujeto
De infans a sujeto
De un mundo privado a un mundo público
De un universo endogámico a un mundo exogámico
de la constitución del sujeto. Los pasajes implican un complejo trabajo psíquico,
una serie de condiciones mínimas y necesarias sin las cuales el sujeto no es tal. Sin
embargo, cabe aclarar que no se trata del abandono de un territorio por la
conquista de otro. El primer territorio nunca desaparece, es condición de posibilidad
del territorio a fundar; como decía Freud, lo anímico primitivo es imperecedero.
Freud señala en este sentido: “Los desarrollos del alma poseen una peculiaridad
que no se encuentra en ningún otro proceso de desarrollo. Cuando una aldea crece
hasta convertirse en ciudad o un niño se vuelve hombre, aldea y niño desaparecen
en la ciudad o en el hombre. Sólo el recuerdo puede refigurar los antiguos rasgos
en la imagen nueva; en realidad, los materiales o las formas antiguas se dejaron de
lado y se sustituyeron por otras nuevas. En un desarrollo anímico las cosas ocurren
diversamente. Aquí la situación no es comparable con aquéllas, y no puede
describirse sino aseverando que todo estadio evolutivo anterior se conserva junto a
los más tardíos, devenidos a partir de él; la sucesión envuelve a la vez una
coexistencia, y ello a pesar de que los materiales en que transcurre toda la serie de
transformaciones son los mismos”.
Es interesante esta idea de que sólo el “recuerdo” puede refigurar lo que hay de
antiguo en lo nuevo. La posibilidad de “recordar”, la “memoria” y hasta el olvido
implican profundas transformaciones psíquicas. Sólo puede “recordar” un sujeto, y
hay cosas sobre las que ni siquiera el sujeto puede recordar. A lo sumo, tendrá
marcas, huellas de aquellas épocas arcaicas de las cuales nada sabe sino por el
“relato” y la construcción que los otros significativos puedan hacer sobre sus
primeros tiempos. Esta consideración nos introduce en un tema fascinante y
constitutivo en el sujeto, que es la posibilidad de historizarse. Lo que Freud
sostiene es que en la vida anímica no hay cortes radicales ni sepultamientos
absolutos de lo anterior, pero sí la condición de que la represión opere sobre
aquello que tiene que quedar reprimido en el inconsciente, aquello que no es
accesible a lo consciente y que pertenece a lo que Laplanche llama los fondos del
inconsciente”. Cuando hablamos de inconsciente aquí, hacemos referencia a uno de
los sistemas que Freud define como aquella parte del aparato psíquico cuyos
contenidos permanecen reprimidos y tienen vedado el acceso al otro sistema del
preconsciente-consciente.
Función materna
Decíamos que en los orígenes de la constitución subjetiva se encuentra el Otro,
como condición y como posibilidad. Este Otro que nutre, asiste, arrulla, mima, toca,
abriga, habla, imagina a su bebé, acompaña el cuidado de sus necesidades básicas
como sólo otro ser humano con una subjetividad constituida puede hacerlo. En esta
asistencia de lo autoconservativo, el “Otro” introduce algo radicalmente distinto de
lo biológico, que será el motor de la complejización psíquica.
En su novela Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar hace hablar al rotagonista
acerca de su aspiración de construir una teoría del conocimiento humano basada en
el contacto, en lo erótico. Se trataría de ofrecer al Yo un punto de apoyo en ese
otro mundo. Es que el Yo sólo puede constituirse en la medida en que el contacto
haya acontecido y haya encontrado maneras de tramitación y ligazón de lo que allí
se produce. Más adelante trabajaremos sobre la constitución del Yo y sobre la
significación, como parte constitutiva de éste.
Retornemos la idea de contacto, de aquello que el semejante instaura en el
psiquismo incipiente del cachorro. Los primeros tiempos en la vida de un niño
dependen de estos contactos con su madre o con quien ejerza esa función, y
transcurren a partir de ellos. El mundo se presenta por contacto; hemos visto
anteriormente las consecuencias de la falta de ese contacto para el futuro
desarrollo del niño (casos de marasmos, hospitalismos y lo que la literatura nos
propone como casos de “niños salvajes” u “hombres lobos”).
Pero tampoco se trata de un contacto cualquiera sino de la instauración de la
sexualidad, que no se define como genitalidad sino como cantidades, como
tensiones que se instauran y que no son de orden biológico. Se trata del placer, de
la pulsión, de la exigencia de trabajo que ésta produce. Freud señala la necesidad
de distinguir entre “sexual” y “genital”, entendiendo por sexual un término más
amplio, que incluye la ganancia de placer a partir de zonas del cuerpo y que no está
sometida al servicio de la reproducción.
En el momento de asistir al alivio de tensiones de orden biológico, por ejemplo, el
amamantamiento, se introducen nuevas tensiones que son de otro orden. Un bebé
sigue prendido al seno materno una vez saciada su necesidad de alimento. Es el
placer que le produce el acto de mamar lo que lo hace permanecer allí
independientemente de su hambre. Dice Freud: “El primer órgano que aparece
como zona erógena y propone al alma una exigencia libidinosa es, a partir del
nacimiento, la boca. Al comienzo, toda actividad anímica se acomoda de manera de
procurar satisfacción a la necesidad de esta zona. Desde luego, ella sirve en primer
término a la autoconservación por vía del alimento, pero no es lícito confundir
fisiología con psicología. Muy temprano, en el chupeteo en el que el niño persevera
obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que – si bien tiene
como punto de partida la recepción del alimento y es incitada por ésta – aspira a
una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso puede y debe
ser llamada sexual”.
Es interesante resaltar algunas cuestiones nodales a las que Freud remite en esta
cita. Por un lado, este encuentro boca-pecho fundante, primario, destinado a
quedar reprimido, y por otro, la exigencia que produce lo que este encuentro
provoca, esta “exigencia libidinosa”. Sin embargo, no es la situación de encuentro
la que garantiza la circulación de lo sexual, sino la fuerza de intromisión
sexualizante ofrecida por la madre. Un pecho se puede ofrecer al modo de un
objeto y una mamadera puede ser acompañada por un conjunto de condiciones que
instalen en el cachorro una “vivencia de satisfacción” que ponga a circular lo sexual
en el otro. Cuando Freud remite a esta exigencia libidinosa que se le presenta al
alma – alguna vez habló de “aparato del alma” para dar cuenta del aparato psíquico
– nos permite volver al tema de las cantidades que el Otro instaura en el cachorro y
a la libido como la energía de la pulsión sexual.
La sexualidad será el motor de complejización psíquica y una exigencia de
trabajo para ese psiquismo incipiente. Al respecto, Silvia Bleichmar dice: “En
los comienzos de la vida psíquica el Otro, el semejante, hace circular algo que no se
reduce a lo puramente autoconservativo, algo que tiene que ver con la sexualidad,
en tanto representaciones ligadas al placer que no logran una evacuación, en la
medida en que no son inevacuables porque no se satisfacen con los objetos de la
necesidad que el semejante ofrece. El hecho de que se le dé la leche a un bebé
significa que el hambre puede ser saciada, pero en el momento de darle la leche, el
Otro humano propiciará mediante una serie de actos un exceso, un plus de
excitación que no encontrará derivaciones y que obligará al aparato a un trabajo de
religazón, de organización, de metabolización”.
El aparato psíquico funciona con un mecanismo regulatorio que Freud llamo “serie
de placer-displacer”. Intentando evitar el displacer – incremento de tensión, de
cantidades – y tendiendo al placer que implica una disminución de la tensión, el
aparato logra sostenerse en un equilibrio energético estable. Es un aparato que
tiende al “principio de constancia”.
Cuando hacemos referencia a estas cantidades en términos de “excitación” cabe
distinguir ésta del concepto de estímulo. Entramos entonces de lleno en el concepto
de pulsión. Esta pulsión es efecto de la intromisión sexualizante del otro, que
se define en su origen como una excitación interna, constante, de la cual es
imposible huir. Es justamente esta imposibilidad de fuga lo que marcará su lugar en
el origen de las verdaderas elaboraciones.
A diferencia de la pulsión, de la excitación a la cual el sujeto está atado, el estímulo
es de origen externo, momentáneo, y permiten al sujeto la fuga. Si me molesta la
luz, cierro los ojos y así cancelo ese estímulo. Estímulo y excitación remiten a dos
universos distintos y a destinos diferentes. La noción de estímulo hace referencia a
lo exterior y hace posible la escapatoria, la cuestión es qué hace el sujeto con
aquello de lo que no puede huir, lo endógeno, lo constante. Es producto de la
pulsión que el psiquismo se complejice para dar respuesta a estos excesos a los
que está sometido, para poder librarse de estas cantidades que le causan displacer.
El trabajo de ligazón, de metabolización, de representación, de organización del
aparato psíquico, es el modo en que el sujeto intenta ligar este plus instalado en él.
La función materna no sólo libidiniza a su cachorro, sino que también le ofrece
recursos que le permitan ligar estas cantidades; de otro modo, el sujeto quedaría
librado solamente al embate pulsional. También es exigencia de apertura de ese
psiquismo, ya que ofrece una imagen identificatoria le aporta – Piera Aulagnier diría
“le violenta” – sentidos, significados, una imagen de ese niño que será, un
proyecto, un anhelo, una filiación... Violencia legítima y fundante para el sujeto en
el cual la función materna codifica y violenta significaciones sobre el infans. Es la
madre la que decide si el niño tiene frío, hambre, sueño, si está triste, contento,
sensible, si hoy prefiere plaza o vereda, y así sucesivamente. Ella no “decodifica” un
mensaje, ella codifica. Piera Aulagnier dirá: “La palabra materna derrama un flujo
portador y creador de sentido que se anticipa en mucho a la capacidad del infans
de reconocer su significación y de retomarla por cuenta propia”.
Esta violencia primaria presupone la asimetría radical que mencionamos antes.
Se trata de una violencia que sólo es legítima en un momento de la vida y que
después pasa a ser obturante en la posibilidad de un sujeto de crear sus propias
significaciones. Al exceso de violencia interpretativa se lo llamará “violencia
secundaria”; es aquella que no cesa de imponer su propia significación, de violentar
sentidos, y que atenta contra el funcionamiento del Yo y de sus posibilidades de
autonomía.
Función paterna
La función paterna es imprescindible en la constitución subjetiva del niño. Al igual
que la materna, es una función simbólica y no biológica. Con esto queremos decir
que no necesariamente la existencia de una “madre” o de un “padre” garantiza el
ejercicio de la función, así como su ausencia en lo real no significa que no haya un
efectivo ejercicio de ésta.
La función paterna es la encargada de efectivizar la separación entre la madre y el
bebé. El padre es el representante de la ley y cumplirá una función de corte en
aquella relación originaria y poblada de certezas. Será el primer agente de “los
otros”, del discurso del conjunto, y, como tal, brindará emblemas y atributos
extrafamiliares que introducirán la oferta de objetos sustitutivos para que la
separación de ese primer vínculo no signifique la pérdida de todo referente.
Propiciará la salida al campo social introduciendo objetos (ideas, emblemas,
instituciones) que anticipan el mundo exogámico e inscriben a ese niño en un
campo filiante. Cuando la función paterna reclama a la madre su mirada, no deja al
niño en el vacío; le propone una serie de lugares e ideas que le permitan irse
alejando de esa relación primaria.
Debemos pensar la ley en su carácter estructurante, ordenador y constitutivo del
psiquismo. Posibilitadora de la terceridad, la función paterna garantiza que el
discurso materno no emane de un poder abusivo, sino que se sostenga en un
discurso social que lo avale. Dice Piera Aulagnier: “En la estructura familiar de
nuestra cultura, el padre representa el que permite a la madre designar, en relación
con el niño y en la escena de lo real, un referente que garantice que su discurso,
sus exigencias, sus prohibiciones, no son arbitrarias y se justifican por su
adecuación a un discurso cultural que le delega el derecho y el deber de
transmitirlas”. Podemos pensar que la escuela, por ser portadora de una legalidad
distinta de la del cerco familiar, por ser una institución que posee sus propias reglas
y normativas, muchas veces opera en los niños con una función ordenadora y de
Ley.
El yo y la significación
“El proceso secundario, es decir, la actividad de pensar como obra del yo (je), es
un prodigioso trabajo de interpretación operado sobre el conjunto de lo percibido”.
(Piera Aulagnier)
La temática de la significación, de la creación y la construcción de sentidos nos
permite introducirnos en lo que es el yo. Para Piera Aulagnier, el yo realiza un
trabajo de interpretación de lo percibido, de una puesta de sentido sobre el mundo
que lo rodea que implica el acceso al lenguaje como el medio privilegiado para
operar el pasaje de la significación. En los orígenes de la constitución, la que
violenta significaciones sobre el infans es la función materna, que interpreta que
allí hay un llamado, un mensaje, y crea un significado y lo violenta de acuerdo con
su propio deseo, con su propio marco de referencia sociocultural y con la propia
elaboración de su historia infantil.
La posibilidad de crear los propios enunciados presupone, por parte de la pareja
parental y su discurso, un acto de nominación que le permita al niño “nombrar” el
afecto sentido que, hasta ese momento, carece para él de nominación. Ese acto de
nominación por parte del sujeto es, al mismo tiempo, un acto de enunciación, de
interpretación y de autodenominación de su yo.
La característica propia del yo es lo decible, porque para él todo se traduce en un
“flujo pensante”. La pregunta a plantearse es cómo opera el pasaje de “afecto” a
“sentimiento” por medio de lo que la autora va a conceptualizar como lenguaje
fundamental. ¿Quién define el nombre de las vivencias? ¿Quién le dice a un niño
que esto es la alegría, la tristeza, el amor, la furia...? Aquellos significativos para él
que van nominándole el conjunto de sus manifestaciones; a su vez, no es arbitraria
ni antojadiza la manera en la que estos otros significativos nominan los afectos,
sino que lo hacen de acuerdo con una ley preexistente que liga un significante
compartido a otros significados.
Cuando un niño se encuentra en vísperas de algún acontecimiento importante para
él (cumpleaños, inicio de la escolaridad, una intervención médica), sus adultos
significativos, padres, hermanos o maestros, realizan sobre su afecto un acto de
interpretación. Ante su fiesta de cumpleaños, podrán decirle: “Estás muy contento
porque van a venir tus amigos, por los regalos, etc.”. A partir de allí, el niño podrá
ligar esa vivencia, ese afecto que hasta ese momento no tenía nominación, con el
sentimiento de “estar contento”. Podrá enunciar, de ahora en más, su propio
afecto. Sabrá a qué remite estar contento, triste, alegre...
Así, cuando hablamos de tristeza, todos sabemos de qué estamos hablando. Sin
embargo, un sentimiento es único y singular en cada sujeto. Aquello que es
transmisible de la tristeza lo es por la significación compartida que todos tenemos
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del concepto, por las características que le otorgamos, porque el acto del lenguaje
le confiere un estatuto de sentido.
Dijimos que cuando un niño llora, ríe o protesta, la primera significación vendrá del
otro. Es necesario que así sea. El niño podrá comenzar a ser su propio intérprete,
su propio enunciante, a partir de la adquisición del lenguaje. Que lo incognoscible
adquiera sentido será una conquista inconmensurable. Este pasaje de nominación
del afecto es lo que Piera Aulagnier llama sentimiento. El sentimiento, empero, es
más que un acto de enunciación, es su interpretación. Dice la autora: “Lejos de
reducirse a la designación de un afecto, el sentimiento es su interpretación en el
sentido más vigoroso del término, que liga una vivencia incognoscible en sí a
una causa que se supone acorde a lo que se vivencia”.
A partir de poder nombrar lo que era innombrable, incognoscible, el sujeto se
transforma en enunciante, en teórico. En el mismo acto de enunciación de un
sentimiento, se autodenomina el yo.
En un capítulo de su novela Demián, Herman Hesse da cuenta de estos pasajes y
relaciones entre las vivencias, las ideas y los sentimientos. El yo permite que el
adulto convierta sus sentimientos en ideas. Para el yo sólo existe lo que tiene una
representación ideica, lo que tiene la característica de lo “decible”. Dice Demián:
“Muchos, ya sé, no querrán creer que un niño de once años pueda sentir esto. No
escribo para ellos mi historia, sino para aquellos que conocen mejor al ser humano.
El adulto, que ha aprendido a convertir una parte de sus sentimientos en ideas,
echa de menos estas ideas en el niño y piensa que las vivencias tampoco han
existido. Pero yo no he sentido nunca en mi vida nada tan profundamente, ni he
sufrido nunca tan profundamente como entonces”. Un docente también oferta
significaciones que les permitan a los niños nominar sus afectos; oferta
sentidos socialmente consensuados para las manifestaciones de los niños;
busca “palabras” que les permitan a éstos expresar lo que les pasa, y que
lo que les pasa sea transmisible para otros y comunicable.
Proyecto identificatorio e historización
El concepto de yo, tal como lo hemos trabajado, es indisociable de la temática de la
significación, de una puesta de sentido, de un acto de interpretación. Pero el yo
sólo puede pensarse a partir de las categorías de tiempo y de historia, de un
tiempo historizado, de un saber sobre un pasado, sobre su pasado, que le permita
al sujeto la proyección sobre un futuro, que le haga posible la enunciación de un
“proyecto identificatorio”.
El sujeto nada sabe sobre su origen. No es capaz de reconstruir sus primeros
tiempos de vida. Ese “relato” que estará a cargo de los otros significativos, será
fundante para el yo. Para que sea capaz de proyectarse en un tiempo futuro, el
sujeto necesita una verdad acerca de su pasado. Es esa historia que los niños piden
a sus padres que les relaten una y otra vez, de cuando eran más chicos, de cuando
estaban en la panza de la mamá, son esas fotos de los primeros cumpleaños que
piden que les muestren y que les revelarán cómo eran antes.
Dice Piera Aulagnier: “La historia por la cual un sujeto se cuenta y se asume como
tal exige, el igual que toda historia, que el primer capítulo no sea una serie de hojas
en blanco; a falta de ello, el conjunto de las demás correría el riesgo de que un día
una palabra, al inscribirse, las declarase pura falsedad. Su particularidad establece
que ese capítulo sólo pueda escribirse après coup y gracias a los testimonios de
aquellos que pretenden saber y ser los únicos que recuerdan lo que el autor ha
visto, percibido, escuchado, en ese tiempo lejano en que se lo escribió. 'Yo nací...';
de ese primer momento, necesario para que exista la historia, el sujeto no puede
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saber nada más, como tampoco puede prescindir de ese saber: de ahí que tome
necesariamente prestado del discurso de los otros”.
El relato sobre el origen en la vida de un sujeto siempre está escrito “por una mano
extranjera”, relato constitutivo para que pueda existir un yo. Piera Aulagnier dirá
que ese relato sólo puede ser revelado a ese sujeto en constitución por esos otros
significativos, porque ese sujeto deberá estar inscripto en una memoria que no es
la suya.
La trágica historia reciente de nuestro país – 1976 a 1983 – da cuenta de la
necesidad imperiosa de la escritura de las primeras páginas en la vida de cada
sujeto. Ese relato no sólo es singular y único, sino que necesita del compromiso del
conjunto en la escritura de tan dolorosas páginas. Tal es el caso de los hijos de
desaparecidos, en su constante búsqueda de la reconstrucción de una historia
singular, la de sus padres, y de una historia social que el presente no niegue o
esconda.
La ausencia de este relato fundante deja al sujeto en formación expuesto a graves
peligros en lo que respecta a las posibilidades de la constitución de su yo.
Es la posibilidad de nominar, de interpretar los objetos del mundo, de dar
significación al “afecto sentido” lo que permite al yo su existencia. Apelamos otra
vez al campo de la literatura para pensar la relación que existe entre relato e
identidad. Dice Rosa Montero: “Hay quien cree que la música es el arte más básico,
y que desde el principio de los tiempos y la primera cueva que habitó el ser
humano hubo una criatura que batió las palmas o golpeó dos piedras para crear
ritmo. Pero yo estoy convencida de que el arte primordial es el narrativo, porque,
para poder ser, los seres humanos nos tenemos previamente que contar. La
identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos”.
Cuando decimos que el yo se constituye en un “tiempo historizado”, estamos
haciendo referencia a un saber acerca de un pasado que posibilite la proyección del
sujeto en un futuro, que permita la enunciación de un “proyecto identificatorio”
para ese sujeto. Proyecto que es autoconstrucción permanente del yo por el yo,
que permite un continuo movimiento, del cual depende la propia existencia del yo.
Cuando se resquebraja el proyecto, el yo no contempla pasivamente ese
movimiento, sino que él mismo se siente amenazado. El proyecto tiene que ver con
la construcción de una imagen ideal que el yo se propone. Pero entre el yo y su
proyecto siempre persiste una diferencia, una distancia, una X. Presuponer la
ausencia de esta diferencia, la coincidencia entre el yo y su proyecto, es condenar
al yo a la inmovilidad, a poner en riesgo su propia existencia. No sólo los niños
necesitan enunciar un “proyecto identificatorio”; también los adultos
necesitamos de él, lo reescribimos, lo modificamos, sentimos sus efectos
cuando lo tenemos un poco perdido. Nos cabe la tarea de reinventarlo
permanentemente; la propia función docente va redefiniendo su propio
proyecto y así construyendo su sentido.
Piera Aulagnier dice del proyecto: “El efecto del proyecto es tanto ofrecer al yo la
imagen futura hacia la que se proyecta como preservar el recuerdo de los
enunciados pasados, que no son nada más que la historia a través de la cual se
construye como relato”.
Sobre la función del campo social
“La sociedad arranca al ser humano singular el universo cerrado de la mónada
psíquica y lo fuerza a entrar en el duro mundo de la realidad; en contrapartida, le
ofrece sentido, sentido diurno” (Cornelius Castoriadis).
La posibilidad de enunciar un proyecto identificatorio está fuertemente imbricada
con la posibilidad de una salida al mundo exogámico, con el lugar que la “cultura” y
el “campo social” tienen como estructurantes en la subjetividad del niño. Piera
Aulagnier otorga al conjunto social un estatuto constitutivo para el sujeto; ésta
resulta una afirmación fuerte, fecunda y potente.
El Diccionario de la Lengua Española define así la palabra constitutivo: “Dícese de
lo que forma parte esencial o fundamental de una cosa y la distingue de las
demás”. Es decir, el objeto en cuestión no sería tal si una parte “constitutiva” no
operara. No se trata de postular la “influencia” o el modo en que lo social se
manifiesta en este sujeto particular, sino que esta inscripción de lo social forma
parte indisoluble y estructurante en la subjetividad de cada sujeto.
Muchas veces, quizás intuitivamente o desde diferentes marcos teóricos, hacemos
referencia a la socialización, al lugar del grupo de pertenencia, al sistema de
valores y creencias con que el niño crece como si fueran momentos “segundos”,
como si se pudieran observar “objetivamente” sobre un sujeto que “ya es”. En
cambio, desde esta otra perspectiva, el sujeto puede constituirse sólo a partir de
que lo social se inscribe en él, y a riesgo de adelantarnos un poco, él se inscribe
en lo social. ¿0 podríamos pensar lo social sin el conjunto de sujetos que lo
habitan, lo transforman, lo definen? ¿0 podríamos pensar a los sujetos sin estar
“habitados” por el conjunto de instituciones que componen lo social?
Dice Castoriadis: “Los individuos devienen lo que son absorbiendo e interiorizando
las instituciones; en cierto sentido, ellos son la encarnación principal de esas
instituciones. Sabemos que esta interiorización no es en modo alguno superficial:
los modos de pensamiento y acción, las normas y los valores, y, finalmente, la
identidad misma del individuo dependen de ella...”. El individuo social se constituye
para Castoriadis en la medida en que las cosas y los individuos sean para él
significativos, pasibles de ser cargados libidinalmente. Esto tiene que ver con el
proceso de la sublimación, que él considera como el proceso de socialización de la
psique, con la sustitución de objetos privados cargados libidinalmente por objetos
públicos que sean soportes de placer para el sujeto. El autor define la sublimación
de lo siguiente manera: “Desde el punto de vista que aquí nos interesa, la
sublimación es el proceso a través del cual la psique es forzada a reemplazar sus
objetos 'privados o propios' de carga libidinal (comprendida su propia imagen) por
objetos que son y valen en y por su institución social, y convertirlos en 'causas',
'medios' o 'soportes' de placer para sí mismo”.
La sublimación, en tanto destino de la pulsión, implica un modo de sustitución, de
pasaje de una forma de satisfacción a otra. Es imposible aproximarse a la
temática del conocimiento sin dar cuenta del proceso de la sublimación; la
energía de la pulsión siempre es sexual, lo que se modifica es su objeto. No se
desexualiza la pulsión, sino su objeto.
Cuando Freud se refiere al proceso de la sublimación, para dar cuenta de la
creación artística o la producción científica, está dando cuenta también de un
proceso constitutivo del sujeto. El hecho de que la pulsión apunte hacia un nuevo
fin no sexual y hacia “objetos socialmente valorados” vuelve a colocarnos ante el
apasionante desafío de pensar en las características de lo social en este fin de siglo,
en la fragmentación de sus objetos y en el modo en que ello opera en cada
psiquismo singular.
No es casual que hablemos de sublimación cuando estamos trabajando el estatuto
constitutivo de lo social. La sublimación se halla comprometida en los actos de
pasaje, en las posibilidades de libidinizar lo “público”.
La institución escolar se ve comprometida en la oferta de estos “objetos
públicos”, en propiciarlos y facilitarlos, como dice Castoriadis, para que ya no
existan sólo signos y palabras privadas para el niño, sino un lenguaje público. Cabe
problematizar aquí el concepto de lo público: no es el carácter de “escuela pública”
lo que garantiza la marca de sus objetos, sino su carácter exogámico.
Silvia Bleichmar, como vimos, señala el lugar de la cultura como fundante en la
estructuración psíquica. No es sólo la intromisión sexualizante del Otro, sino que
esa intromisión se produce en el marco de la cultura. La cultura no “contextualiza”
al Otro, sino que lo define. Del mismo modo, esta autora plantea que “el
inconsciente no es un existente desde los orígenes, sino que su fundación es efecto
de la represión producto de las improntas de cultura que el semejante instaura
en el sujeto psíquico”.
En la asistencia que la madre brinda a su bebé se hacen presentes las marcos de su
propia subjetividad y de su medio sociocultural de referencia. De su sistema de
valores y creencias, de las ofertas de objetos del mundo exterior que realiza como
valoradas o subvaluadas para abrir la salida a un mundo exogámico de ofertas
sustitutivas.
Como vimos antes, la función paterna está muy comprometida en la oferta de
objetos del mundo social y de trozos de filiación social para el niño. No se trata del
valor “ideológico” de lo que se oferte, sino de que “lo social” – entendiendo por ello
el grupo social de pertenencia – tengo la capacidad de garantizar este pasaje de
objetos primarios y privados por objetos públicos y compartidos.
Contrato narcisista: constitución singular y constitución de ciudadanía
Hay un concepto nodal para pensar en la relación entre “cultura” y “psique”, que es
el de “contrato narcisista”, de Piera Aulagnier. Con él, la autora remite al
fundamento de la relación sujeto-sociedad, discurso social-referente cultural. Es un
contrato fundante para el sujeto singular y para el conjunto social que permite
asegurar que las renuncias primarias tienen espacios de investimiento, y que para
la sociedad su continuidad está garantizada en el traspaso de un discurso que
fundamente su existencia.
Es el establecimiento de ese contrato lo que posibilita la conformación de
“ciudadanía”, en la medida en que cada individuo reproduce la razón de ser del
grupo social, prioriza sus instituciones y recrea sus enunciados. Por otro lado, hace
posible la constitución de la singularidad en tanto cada sujeto encuentra en el
campo social referentes identificatorios, objetos sustitutivos que le permitan
alejarse de las figuras parentales y del mundo privado. Es en lo exterior a la familia
donde el sujeto busca un signo que le dé derecho de ciudadanía entre sus
semejantes.
No se trata de un “contrato” cualquiera. El concepto mismo de “contrato” siempre
implica una contraprestación, un pacto de intercambio; remite, desde su definición,
a un hecho que hace nacer obligaciones recíprocas entre las partes. Contrato
implícito, complejo, que nos obliga a pensar desde las instituciones de lo social – en
especial, desde la institución educativa – el modo en que ese contrato se establece
en este fin de siglo y en qué medida nuestras escuelas obstaculizan o facilitan su
establecimiento.
Piera Aulagnier dice: “El discurso social proyecta sobre el infans la misma
anticipación que caracteriza al discurso parental: mucho antes de que el sujeto
haya nacido, el grupo habrá precatectizado el lugar que se supondrá que ocupará,
con la esperanza de que él transmita idénticamente el modelo sociocultural. El
sujeto, a su vez, busca y debe encontrar, en ese discurso, referencias que le
permitan proyectarse hacia un futuro, para que su alejamiento del primer soporte
constituido por la pareja paterna no se traduzca en la pérdida de todo soporte
identificatorio”.
Esta cita nos conduce a pensar varias cuestiones. Por un lado, lo que corresponde a
la continuidad de lo social y que creemos que no se reduce a una condena para el
sujeto a “repetir” idénticamente el modelo sociocultural, pero sí a una necesidad de
transmisión sobre lo social que torna estructurante y fundante para él. De lo que
se trata es de la existencia de un discurso que sostenga la necesidad de la
continuidad de lo social, de sus fundamentos.
Por otro lado, aparece la idea de “sustitución” para el sujeto, la exigencia del
alejamiento de las figuras parentales como únicos y exclusivos referentes
identificatorios. El conocimiento será posible en la medida en que el sujeto
pueda alejarse de las figuras de base y encontrar en el discurso social
objetos (cuando hablamos de objetos nos referimos a ideas, emblemas o
creencias) que le hagan posible enunciar un proyecto futuro, y que éstos
sean objetos de placer.
El concepto de transmisión, como lo trabaja Hassoun, remite a un acto de pasaje, a
la inscripción del sujeto en una genealogía, una filiación que no se reduce a una
pertenencia. Para el autor, transmitir es un imperativo constante de toda sociedad
que no condena al sujeto a la repetición de sus antepasados sino que, una vez
inscripto allí, le permite construir la diferencia. La transmisión deja un margen de
libertad que no condena al sujeto a la reproducción o clonación de quienes lo
antecedieron.
Hemos trabajado con anterioridad el concepto del yo en su carácter de historizante,
de autoteorizante; el concepto de transmisión es muy fecundo para pensarlo en
relación con el yo y su tiempo historizado. Es muy interesante lo que este autor
plantea, diferenciando lo que es transmisión de lo que es tradición. El hecho de
que los niños aprendan cuestiones relacionadas con nuestra tradición
cultural no significa necesariamente un acto de transmisión, pues pueden
resultarles ajenas en tanto no se inscriban en una genealogía que les
permita hacerlas propias.
El concepto de “contrato narcisista” merece ser complejizado. Lo que se
transmite es la necesidad misma de lo social, del discurso del conjunto. No
necesariamente se repite; fundamentalmente, se crea y se construye.
También Aulagnier, en otro lugar de su obra, señala que el grupo reconoce que sólo
puede existir a cambio de que la voz que se incorpora a cambio de encontrar en el
conjunto soporte para su libido narcisista repita su razón de ser. Sin embargo, esa
'“repetición” es creación continua por parte del sujeto.
“Lo social” no se presenta como algo homogéneo en este fin de siglo.
Como señala Elliott, los significados no aparecen fijados de una vez para
siempre, sino que son negociados en forma permanente. Éstas no son
épocas de certezas, sino de incertidumbres. Lo cual no necesariamente nos
lleva a una posición de pesimismo irremediable – tan de moda en estos tiempos –,
sino a volver a pensar la complejidad y el modo en que se constituyen emblemas y
referentes identificatorios, tanto para los niños como para los adultos. No es que no
los haya, sino que los códigos en los que se manifiestan representan un desafío
para su comprensión.
Tampoco se trata de pensar en términos categóricos si se establece o no tal
contrato – en este caso estamos intentando pensarlo en relación con la escuela –
sino la modalidad en que está operando.
Escuela, pasaje y contratos
“Es necesario entender la transmisión como un ofrecimiento por parte de los
padres, de los maestros, de algunos elementos que cada uno de los miembros
de una descendencia recibe en su infancia, que él recompondrá a su manera
y que serán sin ninguna duda sometidos a su vez a nuevas modificaciones”
(Jacques Hassoun).
La institución educativa sigue operando como lugar de pasaje fundamental en la
vida de un niño. Su ingreso o la escuela – marcado por el Estado como obligatorio –
lo confronta de entrada con una legalidad diferente de la del grupo primario; el
maestro es una figura de investimiento y el depositario de un acervo
cultural e institucional para el niño y su familia. La escuela sigue siendo el
lugar de oferta de objetos sustitutivos por excelencia.
La palabra del maestro posee para el niño el lugar de un referente y representante
de un discurso social, de lo público, en tanto porta un discurso distinto del discurso
del entorno familiar. La escuela debe ofrecerse como lugar de diferencia para los
niños. Durante muchos años se ha establecido en ciertos sectores de la sociedad un
imaginario que coloca a los maestros como “segundas madres” o “segundos
padres” y a las escuelas como “un segundo hogar”. Sin duda, sería interesante
trabajar sobre el modo en que dicho imaginario operó – y en algunos casos, aún
opera – en la sociedad y en la institución educativa.
Es necesario reflexionar sobre este mandato imposible asociado con la figura del
maestro y peligroso desde la constitución subjetiva de los niños. No se trata de
que la escuela reproduzca lo primario, ni de que se redoblen las figuras
parentales, sino de que ofrezca otra cosa, distinta de la que oferta el grupo
familiar, centrándose en su tarea específica.
En esta línea, me parece fecundo recuperar el concepto de Graciela Frigerio de la
necesidad de volver a crear triangulaciones en el interior de la institución educativa
que permitan la salida a un universo exogámico. No es el puro encuentro entre un
alumno y un docente lo que hace posible que allí se produzca conocimiento – así
como no es el solo hecho del encuentro entre el cachorro humano y quien esté a
cargo de sus cuidados lo que garantiza la constitución psíquica –, sino que ese
encuentro sólo se torna significativo en la medida en que el objeto de
conocimiento se coloque en uno de los vértices de la relación. El conocimiento
es un lugar de terceridad, que evita el pegoteo propio de lo primario y que
recupera el sentido de la relación entre un sujeto que enseña y un sujeto
que aprende. Un tema complejo para pensar, en relación con la modalidad en que
se instaura el contrato, es la distancia de la escuela respecto de lo inscripto
primariamente en el sujeto que llega a formar parte de la institución. Así como no
se trata de que la escuela sea una reproducción ampliada del ámbito familiar, “una
familia, pero más grande”, tampoco se trata de que la distancia respecto de lo que
cada niño trae produzca tanta ajenidad que impida al niño advertir alguna
resonancia entre lo que trae inscripto y los objetos que se le van a ofrecer.
Bleichmar define para el psicoanálisis la problemática del conocimiento en el marco
de las relaciones que se puedan establecer entre lo inscripto primariamente en el
sujeto y el objeto a reconocer. Esta autora sostiene que lo que se ofrece como
objeto no puede ser ni totalmente idéntico a lo inscripto – nadie sale a la búsqueda
de lo que ya tiene –, ni absolutamente ajeno a lo que trae, ya que el sujeto
carecería de recursos para aprehenderlo. En este difícil equilibrio se inscribe la
institución escolar, entre la recuperación de la singularidad y la transmisión
de lo universal, entre lo viejo y lo nuevo, entre lo conocido y lo desconocido.
En la misma línea del “contrato”, Aulagnier hace referencia a la necesidad de que el
“discurso del conjunto” mantenga un punto incuestionable, de certeza, referido al
origen del modelo, que llama “enunciado del fundamento”. Enunciado que garantice
un núcleo no cuestionable, un discurso de protección frente a una interrogación sin
fin. Discurso que todo colectivo social genera sobre su origen, sea un discurso
mítico, sagrado o científico. Al igual que los sujetos singulares, las sociedades se
constituyen sobre el enunciado de su origen, desde la teoría de la evolución hasta
la de los truenos o la de la divinidad.
Dice Piera Aulagnier: “Hemos visto que ocurre lo mismo con ese conjunto de
pensamientos mediante los cuales el sujeto piensa y habla la realidad humana que
lo rodea. Para que estas dos realidades sean pensables, decibles y comunicables a
los demás, es necesario que el sujeto haya podido preservar esos puntos de certeza
compartidos por todos, ese fundamento de los enunciados que no son ni su
creación, ni el resultado de una demostración que podría repetir todas las veces
que lo deseare, sino algo dado – impuesto por el discurso de los demás –, certezas
que le permiten asegurarse de que se ha impuesto un límite a un cuestionamiento y
a una duda que deben hallar este punto de detención. En estos términos yo había
formulado una de las cláusulas de lo que había llamado el contrato narcisista,
firmado por el conjunto de los sujetos y el recién nacido, ese recién llegado que
viene a unirse a ellos”.
La autora hace referencia a las posibilidades de ruptura del contrato y a las
consecuencias que esta ruptura tendría en la estructuración psíquica del niño.
Señala dos vías posibles para ella: por un lado, cuando la pareja parental no es
capaz de caracterizar el mundo externo – cargarlo de libido –, por lo cual su oferta
de objetos y emblemas para la salida exogámica es casi nula; en casos así se
manifiesta una grave falla en la estructuración psíquica de las figuras primarias. Por
otro lado, cuando “lo social” no tiene la capacidad de garantizar su compromiso en
el contrato, cuando la “barbarie” se instala sobre la ley.
Sin embargo, si bien la autora expone posibilidades extremas para la ruptura del
“contrato narcisista”, nuestro desafío es volver a pensar en la modalidad en que se
instaura y se desarrolla. Entre la ausencia de ley en lo social y la descatectización
por parte de la pareja parental del mundo social, la complejidad está en pensar y
reflexionar en el interior de estos márgenes extremos.
La pregunta que hay que plantearse respecto de ese contrato invisible pero
fundante inscripto en cada sujeto, es de qué manera la institución escolar facilita u
obstaculiza su establecimiento. No se trata de declarar su inexistencia, sino de
recuperarlo asumiendo su diversidad.
Cuando un niño tiene “problemas de aprendizaje”, su “problema” toma estado
público. Es más, se devela en el ámbito de lo público, ocurre allí, se detecta allí. Es
importante distinguir entre “problemas de aprendizaje” y “fracaso escolar”. No
todos los niños que fracasan en la escuela tienen problemas de aprendizaje, y hay
niños con problemas de aprendizaje que no fracasan en la escuela. A diferencia de
aquello que se circunscribe al ámbito privado, los problemas de aprendizaje
adquieren la característica de lo público y, a la vez, su significación sólo puede
construirse a partir de la historia singular de ese sujeto que queda “marcado” social
y subjetivamente por esa significación. Por eso es tan importante, desde nuestra
perspectiva, profundizar sobre el modo en que la escuela, como institución
específica, trabaja para impedir la construcción del estigma del fracaso. El lugar
simbólico del educador y su práctica son elementos concretos que operan en estos
complejos procesos.
Para terminar, quisiera retomar una frase de Piera Aulagnier que nos permite
interpelar las características de lo social en su función de constituir sujetos y a los
sujetos nos coloca en el desafío de crear y reinventar nuevos emblemas en lo
social. Dice la autora: “La pregunta que le plantearemos al discurso cultural puede,
entonces, formularse de la siguiente manera: ¿cuáles son las referencias
identificatorias que ese discurso, inevitablemente, debe asegurar para que el yo
(je) pueda preservar su función? ¿Qué sucede cuando esas referencias son
desinvestidas por el yo (je)?” No se trata sólo de declamar la crisis de la
significación, sino de reinventarla, de recuperar viejos sentidos, de dejar otros.
Quizá no se trata de significaciones únicas, sino de múltiples significaciones; el yo
sólo puede constituirse a partir de una puesta de sentido sobre sí mismo y el
mundo que lo rodea. Las instituciones pierden su razón de ser si no están
sostenidas por la significación que el conjunto les aporta, y así las crea.

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