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Cátedra de Filosofía

Dr. Carlos Diego Martínez Cinca

Año 2022
Cátedra de FILOSOFÍA – FCE
Selección de textos 2022 – John Rawls y la Teoría de la Justicia

JOHN RAWLS: EN DEFENSA DE LA IGUALDAD1

La mayoría de nosotros jamás hemos firmado nunca un contrato social ni hemos tenido que jurar
la Constitución; ni siquiera nos han pedido que diésemos nuestro consentimiento para su
promulgación. Entonces, ¿por qué estamos obligados a obedecer la ley? ¿Y cómo podemos decir
que nuestro gobierno se cimienta en el consentimiento de los gobernados?
Como ya vimos, John Locke sostiene que hemos dado el consentimiento tácitamente. Cualquiera
que disfrute de los beneficios que reporta un gobierno, aunque sea viajar por un camino público,
consiente implícitamente en la ley y está obligado a cumplirla. Pero el consentimiento tácito es
una versión muy desdibujada del auténtico. Cuesta ver cuál pueda ser la razón de que el mero
hecho de pasar por un lugar habitado sea equivalente moralmente a ratificar la Constitución.
Jean-Jacques Rousseau, el gran teórico del contrato social, apela a la idea de una asamblea
general de todos los ciudadanos reunidos bajo la forma de la voluntad general, pero reconoce sin
ambages las dificultades prácticas de identificar algún régimen político que alguna vez haya
tenido un comienzo semejante en la historia humana.
Por esa razón, Immanuel Kant recurre al consentimiento hipotético. Una ley es justa si la
sociedad en su conjunto, de haber podido, la hubiese refrendado. Pero también esta es una
alternativa problemática a un contrato social auténtico. ¿Cómo podría un acuerdo hipotético
ejecutar la tarea moral de uno real?
John Rawls (1921-2002), filósofo político estadounidense, ofrece una respuesta esclarecedora a
esta pregunta.

En Teoría de la justicia (1971) sostiene que para


pensar en la justicia hay que preguntarse
cuáles serían los principios con los que
estaríamos de acuerdo en una
situación inicial de igualdad
(que denomina
“posición originaria”)

Rawls razona como sigue: supongamos que nos hemos reunido, tal y como somos, para escoger
los principios que gobernarán nuestra vida colectiva; es decir, para escribir un contrato social.
¿Qué principios escogeríamos? Probablemente, nos será difícil llegar a un acuerdo. Diferentes
personas estarán a favor de principios diferentes, que reflejarán sus variados intereses, sus
diversas creencias morales y religiosas y su distinta situación social. Algunos son ricos; otros,
pobres. Algunos son poderosos y están muy bien relacionados; otros, no tanto. Algunos
pertenecen a minorías raciales, étnicas o religiosas; otros, no. Podríamos llegar a un compromiso.
Pero incluso ese compromiso reflejaría el superior poder negociador de unos y otros. No hay
razón para suponer que un contrato social al que se llegase por esa vía fuese un arreglo justo.

1
El siguiente documento de cátedra es un texto que he adaptado y enriquecido a partir del capítulo 6 de Michael
SANDEL. “JUSTICIA. ¿Hacemos lo que debemos?” (Buenos Aires, De Bolsillo, 2012)

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Pensemos ahora en un juego o experimento mental: supongamos que cuando nos reunimos para
decidir esos principios no sabemos cuál será nuestro paradero en la sociedad. Imaginémonos que
escogemos tras un «velo de la ignorancia», que nos impide temporalmente saber nada de
quiénes somos en concreto. Tras él no sabemos nuestra clase o género, nuestra raza o etnia,
nuestras opiniones políticas o convicciones religiosas. Tampoco sabemos con qué ventajas
contamos o qué desventajas padecemos: no sabemos si estamos sanos o si tenemos mala salud, si
poseemos un título universitario o si no acabamos la primaria, si nacimos en una familia que
cuidaba de nosotros o en una familia donde reinaba la violencia. Si nadie sabe nada de todo esto,
decidiremos, en efecto, en una “posición originaria” de igualdad. Puesto que nadie tendría un
poder negociador superior, los principios que acordaríamos serían justos.
Esta es la idea de contrato social que propone Rawls: un acuerdo hipotético en una situación
originaria de igualdad. Rawls nos invita a preguntarnos qué principios escogeríamos, como
personas racionales que cuidan de su propios intereses, si nos encontrásemos en tal situación. No
presupone que en la vida real nos motive a todos el interés propio; sólo pide que dejemos a un
lado nuestras convicciones morales y religiosas para los propósitos del experimento mental. ¿Qué
principios escogeríamos? Pero además, y para completar el panorama de este experimento
mental, debemos entender que se trata de un juego en el que pueden participar un número
indeterminado de jugadores (potencialmente todos los interesados en definir las reglas de una
sociedad justa) con la particularidad de que lo que unos ganen lo perderán otros (juego de “suma
cero”) y en el que las preferencias de los potenciales jugadores en algún punto deben ser
colaborativas y no competitivas (por ejemplo, en el hecho de preferir vivir bajo ciertas reglas y
no en un estado de naturaleza salvaje como el que Hobbes planteó) lo que supone cooperar para
que el acuerdo final prospere (o simplemente se llegue a un acuerdo).
De entrada, argumenta, no escogeríamos el utilitarismo. Tras el velo de la ignorancia, cada uno
podría pensar: «Mediante un estricto cálculo de probabilidades, yo podría llegar a pertenecer a
una minoría social oprimida, o tener que padecer las injusticias que históricamente ha sufrido el
género femenino en el ámbito laboral
(injusticias de “piso resbaladizo” o
de “techo de cristal”2, por ejemplo),
injusticias a las que el utilitarismo no
les da soluciones» 3 . Y nadie se
arriesgaría a sufrir las consecuencias
de la discriminación si pudiese
evitarlas proyectando principios más
justos que se hagan cargo de las
desigualdades estructurales con las que nos puede tocar enfrentarnos. Cuando el velo de la
ignorancia se alce y empiece la vida real, no querremos ver que somos víctimas de una

2
Las injusticias de “piso resbaladizo” (también llamadas de “piso pegajoso”) se refieren, genéricamente, a las que
afrontan las mujeres en el ámbito laboral (podríamos decir a nivel mundial) cuando son asignadas por abrumadora
mayoría a la realización de los trabajos de aseo y limpieza en las empresas –o de cuidado, en el hogar–; las
injusticias de “techo de cristal”, por el contrario, se refieren genéricamente a las que sufren también las mujeres que
no pueden acceder a cargos jerárquicos o mejor remunerados por su condición de mujer (la imagen de techo de
cristal se refiere simbólicamente a un techo que las mujeres no pueden superar, por su condición de mujer, pero que
se disimula y se hace invisible por razones políticas).
3
¿Te das cuenta por qué no? ¿Qué dice John Stuart Mill sobre los fines u objetivos que debe fijarse un gobierno?
¿Está entre sus fines erradicar la pobreza o las desigualdades?

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discriminación basada en el género, en la religión, la etnia, o cualquier otro rasgo identitario. Para
protegernos de esos peligros, rechazaríamos el utilitarismo y acordaríamos un principio que
estableciese que todos los ciudadanos tuviesen las mismas libertades básicas, entre ellas el
derecho a las libertades de conciencia y de consentimiento. Y recalcaríamos que ese principio
tendría prioridad sobre el objetivo utilitarista de maximizar la utilidad social. En pocas palabras:
no sacrificaríamos nuestros derechos y libertades fundamentales por beneficios sociales y
económicos.

Tampoco escogeríamos el puro laissez-faire, sostiene Rawls, es decir, el principio liberal-


libertario de reconocerles a los individuos el derecho a quedarse con todo el dinero que ganen en
una economía de mercado (Adam Smith – Robert Nozick). «Podría llegar a ser millonario
―razonaría cada uno― pero podría también acabar siendo un pordiosero. Así que será mejor que
evite un sistema que me
podría dejar con una mano
delante y otra detrás, sin
nadie que me ayudase».
Para protegernos del peligro
de vernos en una pobreza
insoportable podríamos, de
entrada, ser partidarios de
cierto igualitarismo, es
decir, partidarios de una
distribución por igual de la
renta y del patrimonio. Pero entonces se nos ocurriría que podríamos optar por algo mejor, mejor
incluso para los que estuviesen más abajo.
Supongamos que permitiendo ciertas desigualdades –por ejemplo que se pagara más a los
médicos que a los conductores de autobús– y siguiendo una adecuada política de incentivos
sociales, se mejorase la situación de los que están abajo porque de esa forma los menos
aventajados podrían acceder más fácilmente a una atención sanitaria de mejor calidad. Para no
cerrarnos a esta posibilidad, adoptaríamos el principio que Rawls llama «de la diferencia»: sólo
se permitirán las desigualdades sociales y económicas que reporten algún beneficio a quienes
estén en la sociedad en posición más desfavorable. Sin embargo, la teoría de Rawls no está
concebida para evaluar la equidad del salario de una u otra categoría laboral; se interesa, más
bien, por la estructura básica de la sociedad y el modo en que se reparten los derechos y los
deberes, las rentas y los patrimonios, los poderes y las oportunidades. Para Rawls, de lo que se
trata es de saber si la riqueza del percentil más rico de una nación surge como parte de un sistema
que, tomado en su conjunto, funciona en beneficio de los menos pudientes. Por ejemplo, ¿la
riqueza está sujeta a un sistema fiscal progresivo que grava a los más pudientes para subvenir la
salud, la educación y el bienestar de los menos aventajados? Si es así, y si ese sistema hace que
los pobres estén mejor que en una situación más estrictamente igual, tales desigualdades serían
compatibles con el principio de la diferencia4.

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Por esa razón muchos han querido ver en John Rawls un teórico del “Estado de Bienestar”, pero como ocurre
siempre con las teorías filosóficas (y Rawls es un filósofo, no un estadista, un politólogo o un economista) sus
proyecciones podrían extenderse también a otros modelos de planificación económica centralizada que no
necesariamente coincidan con los postulados de un Estado de Bienestar auténtico (suponiendo que esa expresión
tenga todavía algún sentido y que tales postulados puedan identificarse, más aún, con claridad) e incluso también a

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Ciertamente estos razonamientos suponen individuos que poseen una moderada aversión al
riesgo, y eso podría objetársele a su teoría (¿por qué no partir del supuesto de que tomamos
riesgos y aceptamos las eventuales consecuencias negativas del utilitarismo y del liberarismo que,
si bien pueden perjudicarnos, también pueden favorecernos, y mucho?). A esto responde Rawls
argumentando que hay una regla implícita en los sujetos que tomen parte de su juego y del
experimento mental que propone: la regla maximin, es decir, una regla que nos manda obtener lo
máximo del mínimo, o sea, el mayor provecho posible de la peor situación imaginable5. ¿Es una
regla obtenida de la generalización empírica, que procede de la observación? ¿Es una inferencia
inductiva? Ni lo uno ni lo otro. Es simplemente un supuesto o axioma de su teoría (un axioma
que la psicología cognitiva cuestiona bastante, por cierto) pero que, en el fondo, descansa en un
argumento moral, como veremos enseguida.
Ahora bien, aceptando todos estos supuestos, Rawls cree que del contrato hipotético saldrían dos
principios de la justicia. El primero (que podríamos llamar “principio de libertad”) ofrece
iguales libertades básicas a todos los ciudadanos, como la libertad de expresión y de culto. Este
principio tendría prioridad sobre otras consideraciones de utilidad social y de bienestar general.
Podríamos formularlo en los siguientes términos:

PRIMER PRINCIPIO:
“Cada persona tendrá un derecho igual al más amplio
sistema de libertades básicas,
compatible con un sistema de libertades para todos”

El segundo principio (que podríamos llamar “principio de diferencia”) se refiere a la igualdad


social y económica. Aunque no exige una distribución igual de las rentas y del patrimonio, sólo
permite las desigualdades sociales y económicas que sirvan para mejorar la situación de los
miembros menos prósperos de la sociedad, y podríamos formularlo más o menos así:

SEGUNDO PRINCIPIO:
“Las desigualdades sociales y económicas deberán estructurarse de tal manera
que:
a) procuren mayor beneficio a los menos aventajados
b) aseguren que los cargos y funciones públicas sean asequibles a todos, bajo un
principio general de igualdad de oportunidades”

Se ha discutido mucho acerca de si los participantes del experimento mental de Rawls eligirían,

ciertos modelos de economía de mercado en que los servicios públicos esenciales estuviesen a cargo del Estado o,
por qué no, concesionados.
5
Como el nombre lo sugiere, el término maximin resulta de una combinación entre “maximizar” y “minimizar”.

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realmente, los principios que Rawls dice que escogerían. Enseguida veremos más detalladamente
por qué Rawls sostiene que, en efecto, elegirían esos dos principios y no otros. Pero antes
analicemos una cuestión previa: el experimento mental de Rawls, ¿es la forma más indicada de
concebir la justicia? ¿Cómo es posible que los principios de la justicia se deriven de un acuerdo
que nunca se produjo en la realidad?

La posibilidad de imaginar un contrato perfecto

En principio, los contratos derivan su fuerza moral de dos ideales diferentes: la autonomía y la
reciprocidad o beneficio mutuo (algo de esto habrás visto en la asignatura “Derecho Privado”).
Sin embargo, la mayor parte de los contratos en la vida real queda lejos de esos dos ideales. Si yo
tengo que contratar con alguien que tiene una posición negociadora mejor que la mía, mi acuerdo
quizá no sea del todo voluntario, ya que estará sometido a presiones o, en el caso extremo, a
ciertas formas de coacción. Si negocio con alguien que conoce mejor que yo lo que vamos a
intercambiarnos, el trato quizá no sea mutuamente beneficioso. En la vida real, en efecto, las
personas se encuentran en posiciones diferentes.
Significa que siempre es posible que haya
diferencias en poder negociador y en
conocimiento. Y en la medida en que esas
diferencias sean “estructurales” a las relaciones
humanas de producción (es decir, no dependan de
que las partes las quieran o no, ya que como
sostiene Marx, son “relaciones necesarias e
independientes de lavoluntad”), que se alcance un
acuerdo final no garantiza en absoluto que el trato
sea equitativo. Por eso, los contratos reales no
son instrumentos morales autosuficientes.
Siempre tiene sentido preguntarse si es equitativo
o no el acuerdo al que han llegadolas partes (en
principio, todo contrato está sujeto a revisión por parte de un juez si se argumenta que posee
“vicios” de consentimiento).

Pero imaginemos un contrato entre partes iguales en poder y en conocimiento, en vez de


desiguales, e igualmente situadas en su “posición de mercado”. E imaginemos que el objeto de
ese contrato no es otro que los principios que gobiernan nuestras vidas en común, los que nos
asignan nuestros derechos y deberes como ciudadanos. Un contrato de esa especie (que se acerca
bastante a la idea que tenemos de la Constitución Nacional como contrato social) no dejaría
espacio para la coacción, el engaño y las ventajas contrarias a la equidad. Sus términos serían
justos, fuesen cuales fuesen, en virtud solamente de que las partes intervinientes hubiesen llegado
a un acuerdo. Si podemos imaginar un acuerdo como ése, entonces la idea de Rawls de un
acuerdo hipotético en una situación inicial de igualdad no es descabellada. El velo de la
ignorancia garantiza la igualdad de poder y conocimiento que la posición original requiere. Al
garantizar que nadie conozca su lugar en la sociedad, sus propias fortalezas o debilidades, sus
valores o fines, el velo de la ignorancia garantiza que nadie pueda sacar provecho, ni siquiera
incoscientemente, de una posición negociadora favorable. En definitiva, la imparcialidad que se
requiere para alcanzar un acuerdo de esa naturaleza estará dada por el respeto a las reglas propias

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del juego que Rawls define, es decir, no por una idea abstracta o concepción filosófica
determinada acerca de la justicia (en torno a lo cual siempre habrá desacuerdos inevitables en
sociedades pluralistas como las nuestras), sino por el respeto al procedimiento mismo. Por esa
razón, John Rawls es el precursor de un enfoque o modo de entender la justicia que se identifica
como procedimental, y que Jürgen Habermas continuará y profundizará más adelante con
herramientas y categorías más elaboradas aún.
Pero permitámosnos poner en entredicho que las partes realmente quieran escoger en una
situación originaria el segundo principio, el de la
diferencia. Este segundo principio parece menos
intuitivo que el primero, porque en definitiva
sigue estando abierta la pregunta acerca de qué
tan arriesgados podemos ser o no tras el velo de
la ignorancia en la situación originaria. O sea,
¿por qué sostiene Rawls que, tras el velo de la
ignorancia, no habrá jugadores dispuestos a
apostar fuerte y a arriesgarse a tolerar una
sociedad desigual con la esperanza de llegar a la
cima, y en caso contrario a aceptar el infortunio
de la pobreza como parte de las reglas del juego?
¿Por qué no imaginar que quizá algunos
prefieran vivir en una sociedad feudal,
estamental, fuertemente desigual, y se arriesguen
a ser siervos sin tierras con la esperanza de llegar a ser reyes algún día? Sin duda éste es uno de
los aspectos más cuestionados de su teoría; pero en el fondo, más allá de lo contrafáctico que
pueda resultar imaginar a todos los participantes con perfiles de “inversionistas conservadores”
(por decirlo de algún modo) los argumentos de Rawls a favor del principio de la diferencia no
descansan por completo en la presunción de que en la situación originaria todos seríamos reacios
a correr riesgos. Bajo el artificio del velo de la ignorancia se esconde un argumento moral que se
puede enunciar con independencia del experimento mental. La idea principal es que la
distribución de la renta y de las oportunidades no debe basarse en factores que, desde un punto de
vista moral, resulten arbitrarios. Veamos por qué.

El argumento de la arbitrariedad moral y la meritocracia


John Rawls despliega su argumento mediante la comparación de varias teorías de la justicia
alternativas o rivales. Empieza por la aristocracia feudal. Hoy en día resulta difícil encontrar a
alquien que defienda la justicia de las aristocracias feudales o de los sistemas estamentales de
castas. Estos sistemas no son equitativos, sostiene Rawls, porque distribuyen la renta, el
patrimonio, las oportunidades y el poder conforme al accidente de nacimiento. Si se nace en la
nobleza se tendrán derechos y poderes negados a los nacidos en la servidumbre. Pero las
circunstancias en que se nace no son obra de uno mismo. Por lo tanto, es injusto que las
perspectivas que se tengan en la vida dependan de ese hecho arbitrario o casual.
Precisamente las sociedades que se basan en un sistema de mercado tienden a remediar esa
arbitrariedad, al menos en cierta medida. Abren puertas a quienes tengan las aptitudes requeridas
y ofrecen la igualdad ante la ley. A los ciudadanos se les garantizan libertades básicas y la
distribución de la renta y del patrimonio está determinada por el libre mercado. Este sistema ―un

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mercado libre con una igualdad formal de oportunidades ― se corresponde con la teoría
libertaria de la justicia.
Representa una mejora con
respecto a las sociedades feudales
y de castas, puesto que rechaza las
jerarquías fijadas por el
nacimiento. Legalmente, permite
que todos luchen y compitan. Pero
en la vida real, sin embargo, las
oportunidades pueden distar mucho
de ser iguales. En efecto, quienes
tienen familias que los respaldan y
una buena educación cuentan con
una claraventaja sobre quienes
carecen de ellas. Perosi los
corredores salen de diferentes
puntos de partida, la carrera
difícilmente será equitativa. Por
eso, sostiene Rawls, la distribuciónde la renta y del patrimonio resultante de un libre mercado
libre con igualdad formal de oportunidades no puede considerarse justa. La injusticia más
clamorosa del sistema libertario es el que se permita que los resultados de la distribución estén
impropiamente influidas por factores como éstos, tan arbitrarios desde un punto de vista moral.
Una forma de remediar esta falta de equidad es corregir las desventajas sociales y económicas.
La meritocracia intenta hacerlo yendo más allá de la igualdad formal de oportunidades6. Para
retirar obstáculos que impidan el logro personal ofrece las mismas oportunidades de desarrollo,
de modo que quienes vienen de familias carenciadas puedan competir sin desventaja con quienes
tienen un trasfondo privilegiado a través de diversos programas –generalmente costeados por
fundaciones privadas con o sin apoyo del gobierno– que procuran estimular el desarrollo de niños
preescolares desfavorecidos y solucionar el problema de la desnutrición infantil para que todos
partan desde un punto de salida más o menos parecido (¿conoces alguna fundación parecida aquí
en Mendoza?). Según esta concepción meritocrática, la distribución de la renta y del patrimonio
resultante del libre mercado es justa, pero sólo si todos tienen las mismas oportunidades de
desarrollar sus aptitudes. Solamente cuando todos empiecen en la misma línea de salida se podrá
decir que los ganadores de la carrera se merecerán el premio que reciban. La equidad viene dada,
en este caso, por la posición de salida, pero como puedes ver en la viñeta que ilustra esta
concepción, seguirán existiendo desigualdades “estructurales” durante la carrera que nos llevarán
a seguir cuestionándonos si realmente el resultado final será justo o no.
Rawls cree que la concepción meritocrática corrige ciertas desventajas iniciales moralmente
arbitrarias, pero sigue sin llegar a ser justa. Pues, aunque se logre que todos partan del mismo
punto de salida, será más o menos predecible quiénes ganarán la carrera: los que corran más
rápido en función, incluso, de capacidades naturales que se tienen o no y que no dependen ni del
esfuerzo ni de la elección de cada uno. Venir a este mundo con capacidades naturales diferentes
es moralmente tan contingente como nacer en una familia acomodada. “Aunque trabajase a la

6
La meritocracia representa cierta concepción vaga de justicia en la que podría incluirse a todos aquellos pensadores
que sostienen que es justo retribuir a cada uno según su mérito o esfuerzo, desde Aristóteles hasta Robert Nozick, por
más diferencias que tengan en tantos otros aspectos.

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perfección en eliminar la influencia de las contingencias sociales”, afirma Rawls, el sistema


meritocrático “seguiría permitiendo que la distribución de la renta y del patrimonio esté
determinada por la distribución natural de capacidades y aptitudes7”. Si John Rawls está en lo
cierto, entonces ni siquiera un mercado libre que actúe en una sociedad con igualdad formal de
oportunidades (meritocracia) producirá una distribución justa de la renta y del patrimonio:
“Las partes que correspondan en la distribución se deciden conforme al resultado
de la lotería natural; y ese resultado es arbitrario desde una perspectiva moral. No
hay más razón para permitir que la distribución de la renta y del patrimonio la
establezca la distribución de dotes naturales que dejar que lo haga la fortuna
histórica y social [...] Desde un punto de vista moral, las contingencias sociales y
el azar natural son igualmente arbitrarios”.8

Ahora bien, si no es moralmente justo que algunos corredores sean más veloces que otros, o
dicho de otro modo, si no resulta moralmente justo desentenderse de las desigualdades históricas
y naturales, ¿no tendríamos que hacer que los corredores más rápidos tuviesen que llevar algún
tipo de lastre o contrapeso? Algunos críticos de la meritocracia creen que la única alternativa a la
sociedad de mercado está dada por una igualdad niveladora que imponga lastres a los talentosos,
a los más aventajados, pero Rawls tampoco está de acuerdo con la ramplona idea de nivelar hacia
abajo. Aunque el principio de la diferencia no requiere de una distribución igual de la renta y del
patrimonio, la idea de fondo expresa una poderosa visión, enardecedora incluso, de la igualdad:

“El principio de la diferencia representa, a todos los efectos, un acuerdo por


el que se considera que la distribución natural de la aptitud es un bien común
y por el que los beneficios de esa distribución se reparten sean cuales fueren.
Quienes han resultado favorecidos por la naturaleza, sean quienes fueren,
pueden sacar provecho de su buena fortuna solo con la condición de que
se mejore la situación de quienes han salido perdiendo. Los aventajados
por su naturaleza no han de ganar por el mero hecho de que estén mejor
dotados, sino para cubrir el coste de la formación y la educación y para que
usen sus dotes de modo que ayuden también a los menos afortunados. Nadie
merece su mayor capacidad natural, ni se merece un punto de partida más
favorable en la sociedad. Pero de ahí no se sigue que deban eliminarse
esas distinciones. Hay otra forma de tratarlas. Se puede disponer la
estructura básica de la sociedad de forma que esas contingencias obren por el
bien de los menos afortunados” (Rawls, “Teoría de la justicia”, sección 17)

Para poner claro sobre oscuro: Rawls reconoce que existen diferencias naturales, históricas y
sociales (talentos, capacidades, la familia y la comunidad en que se nace, etc.) que incidirán,
durante el desarrollo de nuestras vidas, en el reparto de los poderes y oportunidades que son
objeto de la puja distributiva. Pero existen cuatro formas alternativas y rivales de tratar esas

7
Véase John RAWLS, Teoría de la justicia, sección 12.
8
Véase John RAWLS, Teoría de la justicia, sección 12.

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desigualdades:
Ø asumirlas como parte de un orden natural querido por Dios o por el autor de la naturaleza
(sea quien fuere), y en todo caso plantear cierta forma de igualdad para un futuro “reino
de los cielos” o cualquier otro paraíso similar de índole religiosa. Esta forma
correspondería, en líneas generales, a una sociedad feudal o de castas.
Ø desentenderse de ellas como si fuesen “externalidades” o “fallas” que el sistema de libre
mercado no puede corregir, ya que la corrección de las mismas impone costos de
transacción muy altos que atentan contra la eficiencia general y los beneficios que el
sistema procura. Esta forma correspondería, en líneas generales, a las distintas versiones
del liberalismo económico (Adam Smith), del libertarianismo o libertarismo moral
(Nozick, Friedman, Hayek) y del utilitarismo (Benham, Stuart Mill). Los beneficios de
asegurar la libertad y la igualdad formal de oportunidades superan a los costos de la
intervención estatal para corregir aquellas desigualdades estructurales.
Ø subsanarlas al menos en parte garantizando una justa igualdad de oportunidades en la
“línea de partida”, es decir, adoptando una política de “libertad equitativa” que garantiza
que todos compitan en la carrera largando desde un mismo lugar (alimentación y
escolarización básica) pero sin intentar modificar el desempeño que tendrán durante la
misma ya que los premios no pueden otorgarse sino como resultado del esfuerzo personal
(meritocracia).
Ø corregirlas mediante el “principio de diferencia”, que no anula el esfuerzo ni suprime los
premios, pero los orienta hacia “quienes trabajan en pro del bien común, mitigando las
[estructuras] mediante las cuales las contingencias naturales y sociales favorecen o ponen
en desventaja”9 a unos sobre otros. En otras palabras, el premio no se lo lleva quien llega
primero a la meta, sino quien contribuye mejor al fair play entre los participantes.
Rawls sostiene que los tres primeros enfoques basan la parte que corresponda a cada uno en la
distribución de la riqueza social en factores que, desde un punto de vista moral, son arbitrarios:
en el accidente de dónde se nació, o en ventajas sociales y económicas, o en aptitudes y
capacidades naturales. Sólo el principio de la diferencia evita basar la distribución de la riqueza
social en esas contingencias. Sin embargo, la defensa que Rawls hace del principio de la
diferencia es suceptible, finalmente, de dos objeciones. Veamos cuáles y por qué.

1) Primera objeción al igualitarismo de Rawls: la cuestión de los incentivos


La primera se pregunta por los incentivos.
Si el que posee un talento puede
beneficiarse de él solamente para ayudar a
los menos pudientes, ¿qué ocurriría si
decidiese trabajar menos o si, ya de
entrada, prefiriese no desarrollar su
capacidad? Si los impuestos son altos o las
diferencias de salario son pequeñas, ¿no es
posible que las personas con aptitudes para
ser cirujanos decidan dedicarse a trabajos

9
Véase John RAWLS, Teoría de la justicia, sección 21.

10
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menos exigentes, si al fin y al cabo el premio no reconoce adecuamente su valor y esfuerzo?


Porque resulta evidente, en efecto, que el “principio de diferencia” habrá de traducirse en algún
tipo de carga fiscal o presión impositiva adicional sobre los talentosos, los pudientes, los más
aventajados, a diferencia de lo que ocurre en los enfoques utilitaristas y liberales en que se
alienta, por el contrario, el principio de la “ventaja comparativa” (hemos visto en Smith cómo
juega ese principio guiado por la “mano invisible” del mercado). Y si bien es cierto que los
impuestos constituyen una carga pública que todos debemos afrontar, es sabido que una alta
presión fiscal o carga impositiva termina generando un descenso en la recaudación, favoreciendo
la evasión, y en términos generales desicentivando la inversión (con lo cual se logra el tan temido
efecto de “nivelar hacia abajo”, que Rawls quiere evitar).
La réplica de Rawls dice que el principio de la diferencia sí permite la desigualdad de los
ingresos por respeto a los incentivos pero con tal de que se necesiten de tales incentivos para
mejorar la suerte de los menos aventajados. Por ejemplo: si los incentivos generasen un
crecimiento económico que mejorase las cosas para los de más abajo, el principio de la diferencia
los permitiría (piensa, por ejemplo, en los beneficios de un régimen de promoción industrial que
genere más empleo, favorezca el proceso de sustitución de importaciones y estimule el consumo).
Si bien las diversas políticas económicas que podrían implementarse no son objeto de su teoría de
la justicia, Rawls se permite afirmar que los impuestos “progresivos” (sobre todo a la renta) no
son incompatibles con determinadas políticas de incentivos y parecen favorecer mejor el
“principio de diferencia”10. Por último, permitir diferencias salariales por respeto a los incentivos
económicos no es lo mismo que sostener que quienes han logrado el éxito tengan el privilegio
moral de poder reclamar los frutos de su trabajo exclusivametne para sí fundados en el esfuerzo
personal y singular. El problema no es tanto acerca de qué directrices o políticas económicas
implementar, cuanto de qué argumentos morales permitan la apropiación de la riqueza11.

2) Segunda objeción: el esfuerzo


La segunda objeción a la teoría de la justicia de Rawls se relaciona con el esfuerzo. Rawls
rechaza la teoría meritocrática de la justicia porque las aptitudes naturales de los individuos no
son obra de estos, es decir, no son resultado de su esfuerzo. Sin embargo se podría objetar: el
duro trabajo dedicado a perfeccionar los propios talentos, ¿no cuenta? Pensemos en dos ejemplos
diferentes. Bill Gates trabajó mucho y durante largo tiempo para desarrollar Microsoft. Lionel
Messi ha dedicado incontables horas de
entrenamientos a afinar sus habilidades
como jugador de fútbol, particularmente en
la ejecución de los tiros libres. Y tanto Bill
Gates como Messi, dejando aparte sus
aptitudes y sus dotes naturales, ¿no merecen,
acaso, la recompensa que sus esfuerzos les
reportaron?
Rawls replica que incluso el esfuerzo puede
ser el producto de haberse criado en

10
Véase John RAWLS, Teoría de la justicia, sección 43.
11
Compáralo con el argumento que John LOCKE daba, el el siglo XVII, a la apropiación de la riqueza fundada
exclusivamente en el trabajo y en el esfuerzo personal, y apreciarás mejor las diferencias entre el liberalismo y la
teoría de la justicia rawlsiana.

11
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circunstancias favorables. “Hasta la disposición a hacer un esfuerzo, a intentar algo, y por lo tanto
el tener mérito en el sentido ordinario, depende a su vez de las circunstancias sociales y de haber
tenido una familia feliz”12. Como en otros factores de los que depende que tengamos éxito, en el
esfuerzo influyen contingencias que no se nos pueden atribuir. “Parece claro que en el esfuerzo
que una persona esté dispuesta a hacer influyen sus capacidades y destrezas naturales y las
alternativas que se le presenten. Cuanto mejor dotado se esté, más probable será, si todo lo demás
es igual, el esforzarse a conciencia”13.
La afirmación de que cada uno se merece la recompensa a sus esfuerzos y a su duro trabajo es
cuestionable por otra razón: aunque los proponentes de la meritocracia invocan a menudo las
virtudes del esfuerzo, no creen realmente que solamente el esfuerzo sea el fundamento de la
riqueza. Pensemos en dos trabajadores de la construcción. Uno es fuerte, duro, puede construir
cuatro paredes en un día sin despeinarse. El otro es débil, enclenque, no puede llevar más de dos
ladrillos a la vez. Aunque trabaje muy duro, le llevará una semana hacer lo que su compañero
hace, sin demasiado esfuerzo, en un día.
Ningún defensor de la meritocracia diría que
el trabajador débil pero laborioso merece
que se le pague más que al fuerte, porque
realiza un esfuerzo superior. Pensemos, de
nuevo, en Lionel Messi. Es verdad, se ha
esforzado mucho. Pero hay muchos
jugadores de fútbol menos destacados que se
han entrenado y esforzado mucho más.
Nadie diría que se merecen ganar más que
Messi para recompensar todas las horas que
le han consagrado a su superación. Así que,
a pesar de todo lo que se diga del esfuerzo,
lo que de verdad creen los meritocráticos y
nuestra sociedad toda –seamos honestos– es
que lo que merece ser recomepnsado es el
ÉXITO (aunque lo llamemos “esfuerzo”).
En el fútbol ocurre algo parecido: las reglas
están establecidas de tal modo que el premio
(los tres puntos en disputa) se lo lleva no
necesariamente el que “juega mejor”, sino el
equipo más efectivo, el que logra meter más
veces la pelota en el arco contrario. En el fútbol como en muchos deportes, el éxito depende de
una importante dosis de suerte, aunque ciertamente “a la suerte hay que ayudarla”, como dice un
sabio refrán. Pero entonces volvemos al argumento de base: ¿es justo que la riqueza social se
distribuya en función de la suerte? Rawls cree, definitivamente, que no. En efecto, hay
diferencias importantes entre el fútbol o cualquier deporte y las reglas que deben regular una
sociedad verdaderamente justa. Los argumentos de Rawls acerca de la arbitrariedad moral de los
talentos y aptitudes naturales conduce a una conclusión sorprendente: la justicia distributiva no
tiene nada que ver con recompensar el merecimiento moral. Esta manera de pensar choca con
nuestra forma ordinaria de concebir la justicia: “El sentido común tiene una tendencia a suponer
12
Véase John RAWLS, Teoría de la justicia, sección 12.
13
Véase John RAWLS, Teoría de la justicia, sección 48.

12
Cátedra de FILOSOFÍA – FCE
Selección de textos 2022 – John Rawls y la Teoría de la Justicia

que las rentas y el patrimonio, y las cosas buenas de la vida en general, deberían distribuirse
conforme a lo que moralmente se merezca. La justicia es la felicidad conforme con la virtud. […]
Ahora bien, la justicia entendida como equidad rechaza esa concepción”14
Si la justicia distributiva no consiste en premiar el merecimiento moral, ¿significa que a quienes
trabajan duro y se atienen a las reglas no les corresponden en absoluto las recompensas que
obtienen por su esfuerzo? No, no exactamente. Aquí Rawls hace una distinción, importante pero
sutil: entre el merecimiento moral y lo que él llama “derecho a las expectativas legítimas”. La
diferencia es ésta: al contrario que en la reivindicación de un mérito, un derecho adquirido sólo
se genera cuando se han establecido ya ciertas reglas del juego, y, para empezar, los
“merecimientos” no nos pueden decir cómo se establecen esas reglas. Rawls sostiene que la
justicia distributiva no consiste en premiar la virtud o el merecimiento moral. Por el contrario,
consiste en que se satisfagan las expectativas legítimas que se producen una vez que se han
instaurado las reglas del juego. Una vez que los principios de la justicia han establecido los
términos de la cooperación social, se tendrá el derecho a percibir los beneficios que se obtengan
conforme a las reglas.
A modo de ejemplo, piensa en el siguiente
caso que nos toca muy de cerca a todos/as
nosotros/as como comunidad universitaria:
tendemos a pensar que si nos graduamos con
el mejor promedio de nuestra promoción, o
si obtenemos cualquier distinción
académica, nos “merecemos” tal premio o
distinción como reconocimiento a nuestro
esfuerzo. Rawls no niega el valor del
esfuerzo ni sostiene que haya que suprimir
los premios, distinciones o cualquier otro
tipo de estímulo o incentivo al progreso en la vida académica. Pero sí negaría que tal premio o
distinción sea el fundamento legítimo de un “derecho adquirido” o de una expectativa legítima,
en el sentido de poder reclamar una porción mayor en la futura distribución de la riqueza social
(por ejemplo: tener derecho a ocupar un cargo mejor remunerado en el estado). ¿Por qué no?, nos
preguntamos. Sencillamente, diría Rawls, porque no sólo el hecho de haber podido estudiar sin
tener que trabajar (por haber nacido en una familia acomodada), sino también el hecho de haber
venido a este mundo con mejores condiciones naturales o capacidades para el estudio (talento,
inteligencia, destrezas o habilidades cognitivas) constituyen factores aleatorios que no nos son
atribuibles a mérito alguno de nuestra parte. En la situación originaria, tras el velo de la
ignorancia, ignoramos si tendremos la suerte o la desgracia de tener o carecer de determinados
talentos o capacidades, y por consiguiente no aceptaríamos que los derechos fundamentales de la
futura sociedad se funden en algo tan aleatorio como la suerte del nacimiento.

La vida, ¿es injusta? La visión libertaria


En 1980, cuando Ronald Reagan aspiraba a la presidencia, el economista Milton Friedman
publicó, con la coautoría de su mujer, Rose, un libro que tuvo mucho éxito, Libertad de elegir. Se
trataba de una briosa defensa, sin tapujos, de la economía de libre mercado. Se convirtió en el
libro de texto ―en el himno incluso― de los años de Reagan. Al defender los principios del
14
Véase John RAWLS, Teoría de la justicia, sección 48.

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Cátedra de FILOSOFÍA – FCE
Selección de textos 2022 – John Rawls y la Teoría de la Justicia

laissez-faire de las críticas igualitarias, Friedman hacía una concesión sorprendente. Reconocía
que quienes se habían criado en familias acomodadas y estudiado en colegios de élite tenían una
ventaja sobre quienes habían vivido en ambientes menos privilegiados. También concedía que
quienes heredaban aptitudes y dotes disfrutaban, pese a que esas cualidades no eran obra suya, de
ventajas injustas sobre otros. Al contrario que Rawls, sin embargo, Friedman dejaba claro que no
se debería hacer nada por remediar esa falta de equidad. Debíamos, muy al contrario, aprender a
vivir con ella y disfrutar de los beneficios que reporta:
“La vida no es justa. Se siente la tentación
de creer que el Estado puede rectificar lo
que la naturaleza ha engendrado. Pero
también es importante reconocer cuánto nos
beneficiamos de esa injusticia que tanto
deploramos. No hay nada de justo […] en
que Muhammad Alí haya nacido con la
habilidad que hizo de él un gran púgil. […]
No es justo, ciertamente, que Muhammad
Alí pudiese ganar millones de dólares en una
noche. Pero ¿no habría sido más injusto aún
para la gente que disfrutaba viéndole si, en
pos de alguna idea abstracta de igualdad, no
se le hubiese permitido ganar en una velada
de boxeo más […] de lo que el último de los
hombres en la escala social pueda ganar en
un día de trabajo no cualificado en los
muelles?”15 En Teoría de la justicia, Rawls
rechaza la autocomplacencia que se refleja
en las opiniones de Friedman. En un pasaje
emocionante, enuncia una verdad bien
conocida pero que a menudo olvidamos: la
manera en que son las cosas no determina la
manera en que deberían ser. Deberíamos rechazar el argumento de que la ordenación de las
instituciones siempre será defectuosa porque la distribución de las aptitudes naturales y el
capricho de las circunstancias sociales son injustos, y esta injusticia debe trasladarse
inevitablemente a las disposiciones humanas. En ocasiones, esta reflexión se ofrece como excusa
para ignorar la injusticia, como si rehusarse a aceptar la injusticia fuese parejo a ser incapaz de
aceptar la muerte. La distribución natural ni es justa ni injusta; ni es injusto tampoco que las
personas nazcan en la sociedad en alguna posición particular. Son, simplemente, hechos
naturales. Lo que es justo e injusto es la manera en que las instituciones tratan esos hechos. Rawls
propone que los tratemos aceptando compartir los unos el destino de los otros y “sacar provecho
de los accidentes de la naturaleza y de las circunstancias sociales sólo cuando redunda en el
beneficio común”16. Sea válida o no en última instancia esta teoría de la justicia, lo cierto es que
representa la defensa más enérgica de una sociedad más igualitaria que la filosofía política haya
producido jamás en Estados Unidos.

15
FRIEDMAN, Milton & Rose. Free to Choose. Houghton Miflin Harcourt, New York, 1980, pp. 136-137
16
Véase John RAWLS, Teoría de la justicia, sección 17.

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