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LIBRO PRIMERO
[…] Quiero averiguar si, en el orden civil, puede haber alguna regla de administración
legítima y segura, que tome a los hombres tal como son y las leyes tal como pueden ser. En
esta búsqueda trataré de unir siempre lo que permite el derecho con lo que prescribe el interés,
a fin de que la justicia y la igualdad no se encuentren separadas […]
[…] El hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado. Alguno que
se cree el dueño de los demás no es menos esclavo que ellos. ¿Cómo se ha producido este
cambio? Lo ignoro.
Si considerara tan solo la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un pueblo
está obligado a obedecer y obedece, hace bien; pero si, no bien puede sacudir el yugo lo sacude,
hace todavía mejor: pues al recuperar este pueblo su libertad por el mismo derecho que se la ha
quitado, o bien tiene fundamentos para recuperarla, o no los había para quitársela. Pero el orden
social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Este derecho, sin embargo,
no proviene de la naturaleza; está fundado por lo tanto, en convenciones […]
[…] Supongo a los hombres llevados a un punto en que los obstáculos que perjudican su
conservación en el estado de naturaleza triunfan, mediante su resistencia sobre las fuerzas que
cada individuo puede emplear para mantenerse en este estado. El estado primitivo no puede,
entonces, subsistir más; y el género humano perecería si no se cambiara de manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente
unir y dirigir las que existen, no tiene otro medio de conservarse que formar por agregación
una suma de fuerzas que pueda superar cualquier resistencia, ponerlas en juego por un solo
móvil, y hacerlas actuar concertadamente.
Esta suma de fuerzas solo puede nacer de la colaboración de muchos; pero, siendo la
fuerza y libertad de cada hombre los primeros elementos de su conservación ¿cómo va a
comprometerles sin perjudicarse y sin dejar de lado los cuidados que se debe a sí mismo? Esta
dificultad, referida a mi tema, puede enunciarse en los siguientes términos:
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Selección de textos de: ROUSSEAU, Jean Jacques. El Contrato Social. Buenos Aires, Losada, 1998.
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“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común, la
persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, obedezca tan
solo a sí mismo, y quede tan libre como antes.” Tal es el problema fundamental al cual el
contrato social da solución.
Las cláusulas de ese contrato están de tal modo determinadas por la naturaleza del acto,
que la menor modificación las tornaría vanas y de efecto nulo […]
Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen todas a una sola: a saber, la enajenación total
de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad; pues, en primer lugar, al
darse cada uno por entero, la condición es igual para todos y, siendo la condición la misma
para todos, nadie tiene interés en volverla onerosa para los demás.
Es más: al hacer la enajenación sin reservas la unión es lo más perfecta posible y ningún
asociado tiene nada que reclamar; pues si les quedaran algunos derechos a los particulares,
como no habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y el público, siendo cada
uno en algún punto su propio juez pretendería pronto serlo en todos; el estado de naturaleza
subsistiría y la asociación se volvería necesariamente tiránica o inútil.
En suma, al entregarse cada uno a todos, no se entrega a nadie; y como no hay un asociado
sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente
de todo lo que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se tiene.
Por lo tanto, si se descarta del pacto social lo que no es esencial para él se encontrará que
se reduce a los términos siguientes: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo
su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos además a cada
miembro como parte indivisible del todo”.
[…] Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco
del público con los particulares y que cada individuo contratando por así decirlo consigo
mismo, se encuentra comprometido por una doble relación, a saber: como miembro del
soberano hacia los particulares, y como miembro del Estado hacia el soberano […]
Pero el cuerpo político o el soberano, al derivar su existencia tan solo de la santidad del
contrato, no puede nunca obligarse, ni siquiera con respecto a otro, a nada que viole este acto
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primitivo […]
Una vez que esta multitud está así reunida en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los
miembros sin atacar al cuerpo y, todavía menos, ofender al cuerpo sin que los miembros se
resientan. Así, el deber y el interés obligan por igual a las dos partes contratantes a ayudarse
mutuamente, y los mismos hombres deben tratar de reunir bajo esa doble relación todas las
ventajas que de ella surjan.
Ahora bien, el soberano, al no estar formado sino por los particulares que lo componen,
no tiene ni puede tener interés alguno contrario al de ellos; por consecuencia, el poder soberano
no tiene necesidad de ofrecer garantías a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera
perjudicar a todos sus miembros, y veremos luego que no puede perjudicar a nadie en particular.
El soberano, por el solo hecho de serlo, es siempre todo lo que debe ser.
Pero no sucede así con los súbditos con respecto al soberano, ante quien, pese al interés
común, nada respondería de compromisos, si no encontrara medios de asegurarse su fidelidad.
En efecto: cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular contraria o
no conforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular le puede
hablar de modo muy diferente que el interés común; […] y considerando la persona moral que
constituye el Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los derechos
del ciudadano sin querer cumplir los deberes de súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la
ruina del cuerpo político.
Por lo tanto, para que el pacto social no sea una fórmula inútil, encierra tácitamente este
compromiso que por sí solo puede dar fuerza a los demás: que quienquiera que se niegue a
obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto significa tan solo
que se lo obligará a ser libre; pues esa es la condición que, entregando cada ciudadano a la
patria, lo protege de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego
de la máquina política y que es la única que vuelve legítimos los compromisos civiles […]
[…] Este pasaje del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio
muy notable, al sustituir en su conducta el instinto por la justicia, y al dar a sus acciones la
moralidad de la que antes carecían. Tan solo entonces, cuando la voz del deber sucede al
impulso físico y el derecho, el apetito, el hombre que hasta entonces no había mirado más que
a sí mismo, se ve obligado a actuar según otros principios y a consultar su razón antes de
escuchar sus inclinaciones. Aunque en este estado se prive de diversas ventajas provenientes
de la naturaleza, gana en cambio muy grandes: sus facultades se ejercitan y se desarrollan, sus
ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma entera se eleva […]
Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar: lo que el hombre pierde
por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que desea y puede
alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no
equivocarse en estas compensaciones, hay que distinguir la libertad natural, cuyos únicos
límites son las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad
general; y la posesión –que es tan solo efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante- de
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la propiedad, que no puede fundarse sino en un título positivo.
Según lo precedente, se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad moral,
la única que vuelve al hombre realmente dueño de sí mismo; pues el impulso del exclusivo
apetito es esclavitud y la obediencia a la ley que uno se ha prescripto es libertad […]
LIBRO SEGUNDO
Por lo tanto, digo que, siendo la soberanía tan solo el ejercicio de la voluntad general, no
puede nunca enajenarse, y que el soberano, que no es sino un ser colectivo tan solo puede ser
representado por sí mismo: el poder puede transmitirse, pero no la voluntad.
En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular coincida en algún punto
con la voluntad general, al menos lo es que este acuerdo sea duradero y constante, pues la
voluntad particular tiende, por su naturaleza, al privilegio, y la voluntad general a la igualdad
[…] si el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto y pierde su calidad
de pueblo, en el momento mismo en que hay un señor no hay más soberano y, desde entonces,
se destruye el cuerpo político.
Esto no significa decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntad general,
en cuanto el soberano, con voluntad de oponerse, no lo hace. En tal caso, del silencio universal
se debe presuponer el consentimiento del pueblo […]
[…] Por la misma razón que la soberanía es inalienable, es indivisible; porque la voluntad
es general, o no lo es; es la del cuerpo del pueblo o solamente de una parte de él. En el primer
caso, esta voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley; en el segundo, es tan solo una
voluntad particular o un acto de administración; es, a lo sumo, un decreto.
[…] De lo anterior se sigue que la voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la
utilidad pública, pero no resulta que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma
dirección justa. Siempre se quiere el propio bien, pero no siempre se lo ve, nunca se corrompe
al pueblo, pero a menudo se lo engaña y tan solo entonces parece querer lo malo.
[…] Así como la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus
miembros, el pacto social le da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos; y es
ese mismo poder el que, dirigido por una voluntad general, lleva, como ya he dicho, el nombre
de soberanía.
Pero, además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas que la
componen, y cuyas vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de
distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano, y los deberes que
tienen que cumplir los primeros en calidad de súbditos con respecto al derecho natural del que
deben gozar en calidad de hombres […] pero el soberano, por su lado, no puede imponer a los
súbditos cadena alguna que sea inútil a la comunidad, ni siquiera puede desearlo, pues, bajo la
ley de la razón, tal como ocurre bajo la ley de la Naturaleza, nada se hace sin causa.
Los compromisos que nos ligan al cuerpo social son obligatorios tan solo porque son
mutuos, y su naturaleza es tal que, al cumplirlos, no se puede trabajar para otro sin trabajar
también para sí […]
Así, lo mismo que una voluntad particular no puede representar la voluntad general, ésta
a su vez cambia de naturaleza, al tener un objeto particular, y no puede como general juzgar ni
sobre un hombre, ni sobre un hecho […]
De aquí se ve que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no
traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales y que todo hombre puede
disponer plenamente de lo que le ha sido dado de sus bienes y de su libertad por esas
convenciones; de modo que el soberano no tiene nunca el derecho de pesar sobre un súbdito
más que sobre otro porque entonces, al volverse particular el asunto, su poder ya no es
competente.
Una vez admitidas estas distinciones, es falso que en el contrato social haya por parte de
los particulares alguna renuncia verdadera puesto que su situación, por efecto de ese contrato,
es preferible a la de antes: en lugar de una enajenación, no han hecho sino un cambio ventajoso,
de una manera de ser insegura y precaria a otra mejor y más segura, de la independencia natural
a la libertad, del poder de perjudicar a los demás a su propia seguridad y de su fuerza, que
otros podían superar, a un derecho que la unión social vuelve invencible […]
[…] Se pregunta cómo no teniendo los particulares derecho a disponer de su propia vida,
pueden transmitir al soberano ese mismo derecho que no poseen. Esta pregunta parece difícil
de responder tan solo porque está mal planteada […]
El contrato social tiene como fin la conservación de los contratantes. Quien quiere el
fin también quiere los medios, y esos medios son inseparables de algunos riesgos, incluso de
algunas pérdidas. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás debe darla también
por ellos, cuando sea necesario […] La pena de muerte inflingida a los criminales puede ser
considerada más o menos desde el mismo punto de vista […] todo malhechor, al atacar el
derecho social, se vuelve por sus delitos, rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de
ella al violar sus leyes; e incluso le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es
incompatible con la suya; es necesario que uno de los dos perezca; y cuando se hace morir al
culpable, es más como enemigo que como ciudadano […]
[…] Por el pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político: se trata ahora de
darle movimiento y voluntad mediante la legislación.
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[…] Toda justicia proviene de Dios, solo Él es su origen; pero si supiéramos recibirla de
tan alto no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Sin duda, existe una justicia
universal que emana solo de la razón; pero esta justicia, para ser admitida entre nosotros, debe
ser recíproca […]
Pero ¿qué es, en esencia, una ley? […] cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el
pueblo, solo se considera a sí mismo; y si se establece entonces una relación, es del objeto
entero considerado desde un punto de vista, al objeto entero desde otro punto de vista, sin
ninguna división en absoluto. Entonces, la materia sobre la cual se estatuye es general, al igual
que lo es la voluntad que estatuye. Y este acto es lo que yo llamo una ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, quiero decir que la ley
considera a los súbditos colectivamente y a las acciones en abstracto, nunca toma a un hombre
como individuo, ni una acción particular […]
Llamo, por lo tanto, república, a todo Estado regido por leyes, bajo cualquier forma de
administración que fuere: pues, entonces, solo el interés público gobierna y la cosa pública es
una realidad […]
Las leyes no son estrictamente sino las condiciones de la asociación civil. El pueblo,
sometido a las leyes, debe ser su autor; tan solo corresponde a quienes se asocian regular las
condiciones de la sociedad. Pero, ¿cómo las regularán? ¿Serán de común acuerdo, por una
súbita inspiración? […] Una multitud ciega que, a menudo, no sabe lo que quiere porque ella
sabe raramente lo que le conviene ¿cómo ejecutaría por sí misma una empresa tan grande, tan
difícil como un sistema de legislación? El pueblo por sí mismo quiere siempre el bien, pero
por sí solo no siempre lo ve.
La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no es siempre esclarecido.
Es necesario hacerle ver los objetos tal como son, a veces tal como deben parecerlo, mostrarle
el buen camino que busca, protegerlo de la seducción de las voluntades particulares […] Los
particulares ven el bien que rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos por igual,
necesitan guías. Es necesario obligar a uno, a conformar sus voluntades a su razón; es necesario
enseñar al otro a conocer lo que quiere. Entonces, de las luces públicas resulta la unión del
entendimiento y de la voluntad con el cuerpo social, de aquí, la concurrencia exacta de las
partes y, por último, la mayor fuerza del todo. He aquí de donde nace la necesidad de un
legislador […]
[…] Para descubrir las reglas de la sociedad que mejor convienen a las naciones, se
necesitaría una inteligencia superior que viera todas las pasiones de los hombres y que no
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experimentara ninguna; que no tuviera relación alguna con nuestra naturaleza y que la
conociera a fondo; cuya felicidad fuera independiente de nosotros y que, sin embargo, quisiera
ocuparse de la nuestra; finalmente que, preparándose una gloria lejana en el curso de los
tiempos, pudiera trabajar en un siglo y gozar en otro. Se necesitarían dioses para dar leyes a los
hombres.
[…] Quien osa emprender la tarea de instituir un pueblo debe sentirse en estado de
cambiar, por así decirlo, la naturaleza humana, de transformar cada individuo, que por sí mismo
es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe, en cierto modo, su
vida y su ser, de alterar la constitución del hombre para reforzarla, de sustituir por una
existencia parcial y moral, la existencia física e independiente que hemos recibido todos de
la Naturaleza. Es necesario, en una palabra, que él quite al hombre sus fuerzas propias para
darle otras que le sean extrañas, y que no puede utilizar sin la ayuda de otro. Cuanto más
muertas y aniquiladas estén estas fuerzas naturales, más grandes y duraderas son las adquiridas
y más sólida y perfecta es la institución; de modo que, si cada individuo no es nada, no puede
nada sin todos los demás y, si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de
las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación ha logrado el
mayor grado de perfección que es capaz de alcanzar.
[…] Quien redacta las leyes no tiene, entonces, o no debe tener, ningún derecho
legislativo y el pueblo mismo no puede, aunque quisiera, despojarse de ese intransferible,
porque según el pacto fundamental, tan solo la voluntad general obliga a los particulares y no
se puede nunca asegurar que una voluntad particular esté conforme con la voluntad general,
sino después de haberla sometido a los sufragios libres del pueblo.
[…] Para que un pueblo que nace pueda apreciar las sanas máximas de la política y seguir
las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería necesario que el objeto pudiera devenir la
causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiera a la institución
misma; y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que deben llegar a ser gracias a ellas.
Así, por lo tanto, al no poder el legislador emplear ni la fuerza ni el razonamiento, es de
necesidad que recurra a una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y
persuadir sin convencer.
He aquí lo que obligó en todos los tiempos a los padres de las naciones a recurrir a la
intervención del cielo y atribuir a los dioses su propia sabiduría, a fin de que los pueblos,
sometidos a las leyes del Estado como a las de la Naturaleza y reconociendo el mismo poder
en la formación del hombre y en la de la ciudad, obedezcan con libertad y lleven dócilmente el
yugo de la felicidad pública.
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Esta razón sublime, que se eleva por encima del alcance de los hombres vulgares, es la
que induce al legislador a poner las decisiones en boca de los inmortales, para arrastrar por la
autoridad divina, lo que no podría conmover la presencia humana […] De todo esto no hay que
concluir con Warburton, que la política y la religión tengan entre nosotros un objeto común,
sino que, en el origen de las naciones, una sirve de instrumento a la otra […]
LIBRO TERCERO
[…] Toda acción libre tiene dos causas que contribuyen a producirla; una moral: a saber,
la voluntad que determina el acto; la otra física: a saber, que la ejecuta […] El cuerpo político
tiene los mismos móviles: se distinguen en él la fuerza y la voluntad; ésta bajo el nombre de
poder legislativo, la otra bajo el nombre de poder ejecutivo. Nada se hace, o no se debe hacer,
sin el aporte de ambos.
Llamo, por lo tanto, gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo del poder
ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o al cuerpo encargado de esta administración.
Entre estos dos cuerpos hay esta diferencia esencial: que el Estado existe por sí mismo y
el gobierno no existe sino por el soberano. Así, la voluntad dominante del príncipe no es, o no
debe ser, sino la voluntad general o la ley […]
Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real, que lo
distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan actuar de consuno y
responder a la finalidad para la cual se lo instituye, necesita un yo particular, una sensibilidad
común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propia que tienda a su conservación. Esta
existencia particular presupone asambleas, consejos, un poder de deliberar, de resolver;
derechos títulos, privilegios que pertenecen al príncipe exclusivamente y que vuelven la
condición de magistrado más honorable a medida que es más penosa. Las dificultades están en
la manera de ordenar en el todo, este todo subalterno, de modo que no altere la constitución
general al afirmar la suya; que distinga siempre su fuerza particular destinada a su propia
conservación, de la fuerza pública destinada a la conservación del Estado; y que, en una palabra,
esté siempre dispuesto a sacrificar el gobierno al pueblo y no el pueblo al gobierno […]
CAPÍTULO II: DEL PRINCIPIO QUE CONSTITUYE LAS DIVERSAS FORMAS DE GOBIERNO
[…] Para exponer la causa principal de estas diferencias hay que distinguir acá el príncipe
y el gobierno, así como he distinguido antes el Estado y el soberano.
Ahora bien, la fuerza total del gobierno, al ser siempre la del Estado, no varía, de ahí se
sigue que, cuanto más usa esta fuerza sobre sus propios miembros, menos le queda para obrar
sobre todo el pueblo.
Entonces, cuanto más numerosos son los magistrados, más débil es el gobierno […]
En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad
del cuerpo propia del gobierno, muy subordinada; y, en consecuencia, la voluntad general o
soberana ha de ser siempre dominante y la única regulación de todas las demás.
Según el orden natural, por el contrario, estas diferentes voluntades se vuelven más
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activas a medida que se concentran. Así, la voluntad general es siempre la más débil, la voluntad
del cuerpo ocupa el segundo lugar y la voluntad particular el primero de todos; de manera que,
en el gobierno, cada miembro ante todo es él mismo, y luego, magistrado, y luego, ciudadano:
gradación directamente opuesta a la que elige el orden social […]
[…] El soberano puede, en primer lugar, confiar las funciones del gobierno a todo el
pueblo o a la mayor parte de él, de modo que haya más ciudadanos magistrados que simples
ciudadanos particulares. A esta forma de gobierno se le da el nombre de democracia.
Por último, puede concentrar todo el gobierno en las manos de un magistrado único, del
cual todos los demás reciben su poder. Esta tercera forma es la más común y se llama monarquía
o gobierno real.
Se debe señalar que todas esas formas o, por lo menos las dos primeras, pueden presentar
variaciones, incluso bastante amplias. La democracia puede abarcar a todo el pueblo o limitarse
a la mitad. La aristocracia, a su vez, puede extenderse a la mitad del pueblo o reducirse hasta
un pequeño número indeterminado. La realeza misma es susceptible de cierta división […]
Siempre se ha discutido mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada
una de estas formas es la mejor en ciertos casos y la peor en otros […]
Por otra parte, cuántas cosas difíciles de reunir supone este gobierno. En primer lugar, un
Estado muy pequeño en que la gente sea fácil de congregar y en que cada ciudadano pueda
conocer fácilmente a todos los demás; en segundo lugar una gran simplicidad de costumbres
que impida multitud de cuestiones y discusiones espinosas. Luego, mucha igualdad en las
categorías y en las fortunas, sin lo cual la igualdad no podría subsistir por mucho tiempo ni en
los derechos ni en la autoridad. Por último, poco o ningún lujo; pues o bien el lujo es el efecto
de las riquezas, o las vuelve necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre, a uno por la
posesión, al otro por la envidia; vende la patria a la molicie y a la vanidad, quita al Estado todos
sus ciudadanos para esclavizarlos unos a otros, y todos a la opinión.
He aquí por qué un autor célebre ha establecido la virtud como principio de la república,
pues todas esas condiciones no podrían subsistir sin la virtud […]
Agreguemos que no hay gobierno más sometido a las guerras civiles y a las agitaciones
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intestinas que el democrático y el popular; porque ninguno tiene una tendencia tan fuerte y
constante a cambiar de forma, ni exige más vigilancia y coraje para ser mantenido en ella […]
CAPÍTULO V: DE LA ARISTOCRACIA
[…] Las primeras sociedades se formaron aristocráticamente. Los jefes de las familias
deliberaban entre sí acerca de los asuntos públicos. Los jóvenes cedían sin dificultad a la
autoridad de la experiencia […]
Además de la ventaja de la distinción de los dos poderes, tiene también la de elegir a sus
miembros […] las asambleas se realizan más cómodamente, los asuntos se discuten mejor y se
despachan con más orden y diligencia; el crédito del Estado ante el extranjero lo sostienen
mejor venerables senadores que una multitud desconocida y despreciada.
En una palabra, el orden mejor y más natural es que los más sabios gobiernen a la
multitud, cuando se está seguro de que lo hacen en provecho de ella y no en el propio […]
[…] Hasta acá hemos considerado el príncipe como una persona moral y colectiva unida
por las fuerzas de las leyes y depositaria en el Estado del poder ejecutivo.
Ahora debemos considerar este poder reunido en las manos de una persona natural, de un
hombre real, que solo tiene derecho a disponer de él según las leyes. Es lo que se llama un
monarca o un rey.
Así, la voluntad del pueblo, y la voluntad del príncipe, y la fuerza pública del Estado y la
fuerza particular del gobierno, todo responde al mismo móvil, todos los resortes de la máquina
están en la misma mano, todo se encamina al mismo fin; no hay movimientos opuestos que se
destruyan mutuamente y no se puede imaginar ningún tipo de constitución en la cual un mínimo
esfuerzo produzca una acción más considerable […]
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Pero si no hay gobierno que tenga más vigor, tampoco lo hay en que la voluntad particular
tenga más imperio y domine más fácilmente a los demás, todo se encamina al mismo fin, es
verdad, pero ese fin no es el de la felicidad pública, y la fuerza misma de la administración se
vuelve sin cesar en detrimento del Estado […]
Para que un Estado monárquico pudiera estar bien gobernado, sería necesario que su
tamaño o su extensión fuera proporcionado a las facultades de quien gobierna […]
El mayor inconveniente del gobierno de uno solo es la falta de esta sucesión continua que
forma en los otros dos una trabazón no interrumpida. Muerto un rey se necesita otro; las
elecciones dejan intervalos peligrosos; son tormentosas, y a menos que los ciudadanos sean de
un desinterés, de una integridad que este gobierno no suele llevar consigo, la intriga y la
corrupción se introducen […]
¿Qué se ha hecho para prevenir estos males? Las coronas se han hecho hereditarias en
algunas familias, y se ha establecido un orden de sucesión que evita toda disputa a la muerte
de los reyes; es decir que, al sustituir el inconveniente de las regencias por el de las elecciones,
se ha preferido una aparente tranquilidad a una prudente administración, y se ha preferido
correr el riesgo de tener como jefes a niños, monstruos o imbéciles, a tener que discutir por la
elección de buenos reyes […]
Todo contribuye a privar de justicia y de razón a un hombre educado para mandar a los
demás. Se pone mucha diligencia, según se dice, en enseñar a los jóvenes príncipes el arte de
reinar, pero no parece que esta educación les aproveche.
Sería mejor comenzar por enseñarles el arte de obedecer. Los más grandes reyes que haya
celebrado la historia no han sido educados para reinar; es una ciencia que nunca se domina
menos como después de haberla aprendido demasiado, y que se adquiere mejor obedeciendo
que mandando […]
[…] Estrictamente hablando, no hay gobierno simple. Es necesario que un jefe único,
tenga magistrados subalternos y que un gobierno popular tenga un jefe. Así, en el reparto del
poder ejecutivo, hay siempre gradación desde el mayor número al menor, con la diferencia de
que a veces el gran número depende del pequeño y, otras veces, el pequeño del grande […]
¿Es mejor un gobierno simple o un gobierno mixto? Es cuestión muy debatida entre los
políticos y a la cual es preciso dar la misma respuesta que he dado antes con respecto a todas
las formas de gobierno.
El gobierno simple es el mejor en sí mismo, por el solo hecho de ser simple. Pero, cuando
el poder ejecutivo no depende lo suficiente del legislativo es decir, cuando la razón del príncipe
al soberano es mayor que la del pueblo al príncipe, es necesario remediar esa falta de proporción
dividiendo el gobierno, pues entonces cada una de sus partes no tiene menos autoridad sobre
los súbditos, y su división los vuelve en conjunto más débiles con respecto al soberano […]
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Se puede remediar por medios similares el inconveniente opuesto y, cuando el gobierno
es demasiado laxo, erigir tribunales para concentrarlo: esto se practica en todas las democracias.
En el primer caso se divide el gobierno para debilitarlo y en el segundo, para reforzarlo; pues
tanto el máximo de fuerza como el de debilidad se encuentran por igual en los gobiernos
simples y, en cambio, las formas mixtas ofrecen una buena medida […]
[…] Cuando se pregunta de un modo absoluto cuál es el mejor gobierno, se formula una
pregunta tan insoluble como indeterminada; o que, si se quiere, tiene tantas soluciones buenas
cuantas combinaciones posibles hay en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.
[…] Los súbditos alaban la tranquilidad pública, los ciudadanos la libertad de los
particulares; uno prefiere la seguridad de las posesiones, y otro, la de las personas; uno quiere
que el mejor gobierno sea el más severo, otro sostiene que es el más suave; éste quiere que se
castiguen los crímenes, y aquél que se los prevenga; uno encuentra bien ser temido por los
pueblos vecinos, otro prefiere ser ignorado por ellos; uno está contento cuando el dinero circula,
otro exige que el pueblo tenga pan. Incluso si se estuviera de acuerdo sobre esos puntos y
otros similares ¿se habría adelantado algo? Al carecer las cualidades morales de medida
exacta, aunque se estuviera de acuerdo acerca del signo ¿cómo estarlo en su estimación?
[…] Al ser todos los ciudadanos iguales por el contrato social, todos pueden prescribir lo
que todos deben hacer, y, en cambio, nadie tiene derecho a exigir que otro haga lo que él mismo
no hace. Ahora bien, es precisamente este derecho, indispensable para dar vida y movimiento
al cuerpo político, al que el soberano le otorga al príncipe al instituir el gobierno.
Algunos han pretendido que el acto de esta institución era un contrato entre el pueblo y
los jefes que éste se da, contrato por el cual se estipulaba entre las dos partes las condiciones
según las cuales una se obligaba a mandar y la otra a obedecer. Se convendrá, estoy seguro,
en que esta es una extraña manera de contratar. Pero veamos si esta opinión es sostenible.
Además, es evidente que ese contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto
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particular; de donde se sigue que ese contrato no podría ser una ley ni un acto de soberanía y
que, en consecuencia, sería ilegítimo.
Se ve también que las partes contratantes estarían, entre sí, sometidas a la ley de la
naturaleza y no tendrían garantía alguna de sus compromisos recíprocos lo que repugna
totalmente al estado civil […]
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