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En el umbral de la puerta mis piernas, por un breve momento, dejan de responder.

Hasta ese
momento no había experimentado el dolor ni la furia, eran cosas lejanas para mi mente
superior.
Dentro de la oscuridad de aquella morada, en el fondo, bajo pequeñas luces de fuego
mortecino, sobre una mesa de piedra, Yum sostiene con las manos lo que parece una masa de
sangre. Sus movimientos suben y bajan, cortan y desmembran. Algo dentro de mí cambia. Un
modo irracional se activa, quizá es la sangre o los cuerpos de Cam y su madre. Es el cuerpo de
Cam. Estoy seguro. Su corazón, que de alguna forma aún palpita, reposa sobre aquel altar de
piedra y Yum, con sus ojos perdidos, declama en un lenguaje que antes me fue esquivo, pero
ahora comprendo:
—Vita enim Cthulhu —repite Yum una y otra vez.
Estas palabras significan: Una vida para Cthulhu.

Recordé un cuento de infancia acerca de tigre Tirudoth: Existía un tigre de tres metros de altura,
rojo, podía reproducirse solo, sin la ayuda de un compañero, podía correr a velocidades jamás
vistas por ningún gris. Saltar montañas. Tirudoth o "tigre de sangre", era magnífico en todos los
sentidos, pero su raza desapareció transcurridos tres mil seiscientos millones de años. Y es que
en las noches de lunas llenas luchaban padres contra sus hijos. El vencedor devoraba al
perdedor en una suerte de ritual malévolo. Se dice que prolongaban su existencia comiéndose
la carne de su simiente, adquiriendo sus años potenciales de vida. El precio a pagar por la
búsqueda de la inmortalidad fue la condena del creador. Cuando sólo quedó uno vivo, este se
devoró a sí mismo.

El día había llegado, si el mensaje que dejé había sido escuchado, era momento de saberlo. El
sitio que escogí estaba en una selva, muy lejos de asentamiento. Cuando llegué, no había
humanos, sólo unos pájaros sobrevolando cerca de un árbol. Pasaron algunos minutos. Uno de
ellos se hizo presente, tenía la forma de un niño de diez años, su piel no era blanca ni negra,
mantenía un equilibrio entre ambos, sus ojos eran como la oscuridad plena, su pelo era castaño
y su cuerpo muy delgado, tan delgado que parecía que se rompería al caminar. El segundo tenía
forma de mujer, muy hermosa, de cabellos dorados, mediana estatura y ropas finas. El tercero
era de alguna tribu chamánica, por su aspecto posiblemente el líder, joyas de oro y metales en
sus manos y cuello, el cuerpo fornido y la mirada fría. El último en aparecer siempre estuvo allí.
Bajó de los árboles en forma de muchos pájaros que se fueron uniendo hasta formar un cuerpo,
un cuerpo tan oscuro, que sólo se veía una sombra.

La excavación arqueológica era rudimentaria, pero estaba dando sus frutos. En el volcán, donde
alguna vez se alojó agua, estaba prácticamente seco. En el medio estaban las ruinas de la
ciudad. Torres gigantes, de veinte metros, hechas de una roca negra que yo reconocía bien, las
mismas con las que estaban construidas las estructuras de los aposentos del rey Anu. Alrededor
de estas, dos grandes imágenes que representaban a los reyes de Ninzu, más pequeños,
alcanzaban la altura las rodillas de los colosos reales, imágenes muy similares a los moais, con
algunas diferencias. La primera era que estas estatuas estaban todas mirando al cielo, con las
manos levantadas, la segunda era que sobre sus cuellos, colgaban collares de oro con
inscripciones en el mismo lenguaje que el Rongo Rongo.

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