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Las viejas historias, pasadas boca a boca entre los cantores del espíritu,
mantenían que cualquiera que tocara la piedra, ardería.
Vuestra mano se retorcerá y ennegrecerá.
Vuestras muelas brillarán ardientes.
Vuestros huesos se quebrarán como teas.
Porque he bebido de los viejos soles.
La canción decía que la gema era un meteorito. Vagando, semisintiente.
Absorbía la energía de cada estrella junto a la que pasaba. Se decía que,
durante la Guerra en el Cielo, los guerreros la habían empleado para
comunicarse con los mismísimos dioses.
Sin embargo, Trazyn hacía tiempo que había aprendido a no creer en las
absurdidades del folclore eldar. Por muy antigua que fuera la raza, aún se
dejaban llevar por las tonterías de un cerebro orgánico.
Trazyn había viajado durante tanto tiempo por la galaxia que había
olvidado en qué año había comenzado. Recopilar. Estudiar. Ordenar las
culturas del cosmos.
Y algo que había aprendido era que cada sociedad pensaba que su montaña
era especial. Que era más sagrada que la montaña a la que adoraba la tribu
vecina. Que era el único centro auténtico del universo.
Incluso cuando se les informaba que su cumbre sagrada era simplemente la
conexión aleatoria de placas tectónicas o que su espada bendita era una
reliquia alienígena muy antigua aunque relativamente corriente – lo que
descubrió que era una revelación poco apreciada universalmente – seguían
aferrándose a sus historias.
Lo cual no quería decir que no hubiera dioses en el firmamento, claro.
Trazyn sabía que los había, porque él había ayudado a matarlos. Pero
también había descubierto que la mayoría de lo que las sociedades tomaban
por dioses eran puras invenciones propias, encantadoras imaginaciones
fantasiosas.
Pero aunque él no creía que la gema conectara con los antiguos dioses, eso
no significaba que no valiera la pena poseerla, o que no fuera merecedora
de la protección de los eldars.
Por eso, el sonido de un asedio resonaba por los salones de hueso.
Trazyn permitió que parte de su consciencia vagara suelta, si bien solo
para monitorizar la situación. Parte de su mente trabajaba sobre el problema
inmediato, la otra miraba a través de los oculares de su capitán de la
necroguardia.
A través de esos ojos, Trazyn vio que su falange de necroguardias aún
mantenía las puertas del templo. Los de primera fila habían unido sus
escudos de dispersión formando un muro, y cada uno alzaba su espada
hiperfásica como el percutor de una pistola cargada. Tras estos, los de la
segunda fila sujetaban sus dáculus como si fueran picas y las apoyaban
sobre el hombro de sus camaradas; así toda la formación quedaba erizada
con hojas que zumbaban de energía.
Perfectamente uniforme, se fijó Trazyn. Y perfectamente inmóvil.
Cadáveres exoditas cubrían los escalones ante ellos – armaduras de malla,
adornadas con plumas, estaban cortadas en líneas quirúrgicamente rectas;
los miembros y la cabeza cercenados. Sus sensores olfativos identificaron
en el aire partículas de músculo cocido.
Se estaban congregando para otro ataque. En la plaza ajardinada frente al
templo, donde convergían cinco calles de tierra, eldars exoditas correteaban
entre las plantas decorativas y los ídolos tallados en enormes huesos.
En la distancia, podía ver la pesada forma de un gran lagarto, fuerte y de
largo cuello, con dos cañones prismáticos gemelos colgados de su lomo
arqueado. Trazyn lo marcó como el objetivo de las dos Guadañas de la
Muerte que volaban en formación de apoyo en lo alto.
Llovieron proyectiles shuriken, y repicaron contra los escudos necrones
como el granizo contra el vidrio de una ventana. Un disco penetró en la
cavidad ocular de un necroguardia y se clavó ahí, bisecando el torvo fuego
de su ojo. El guerrero no reaccionó. No rompió la formación. Con un
chirrido de metal protestando, la aleación viva de su cráneo expulsó el disco
monomolecular, y este descendió lentamente hasta los escalones como una
hoja caída.
Trazyn contempló su forma a través de la visión del capitán. Circular, con
canales en doble espiral. Un diseño eldar común, que no valía la pena
conservar.
Notó un cambio en el aire y alzó la mirada vio a la primera Guadaña de la
Muerte, que descendía rápidamente para hacer una pasada de ataque. En el
último momento, el gran lagarto la oyó y rotó su cabeza de serpiente para
mirar el cometa que se acercaba.
Un rayo de energía de color blanco salió disparado desde el fuselaje de la
Guadaña de la Muerte, y trazó una línea de fuego a través del frondoso
sotobosque. Atravesó el largo cuello de la criatura y su tercio superior cayó
como la rama talada de un árbol. El gran cuerpo se tambaleó, se escoró, se
mantuvo derecho. Entonces, la siguiente Guadaña de la Muerte le atravesó
el abdomen e hizo estallar la carga explosiva de sus cañones prismáticos.
Detonaciones en cascada hicieron pedazos la criatura; el estallido de energía
púrpura lanzó a cientos de los hombres de armas a cúbitos de distancia.
«Es una pena —pensó Trazyn, mientras veía arder la carcasa del lagarto—.
Quería uno de esos».
La Canción del Mundo nos impulsa. Nos habla. Toca las rocas, joven
guerrero, y la notarás vibrar en la propia piedra. Cuando el metal
glotón llegue, sabrás que es la hora de luchar por este mundo.
– Profecías de Awlunica de Cepharil,
Mandrágora
Despertar
Naranja. Después de seis siglos, Orikan estaba harto del naranja. Coloreaba
todo en su observatorio astromántico, desde el suelo de piedranegra hasta
los astrolabios ferroconductores, pasando por los oculares muertos de los
criptecnólogos, ya veinte en total, que estaban arrodillados alrededor del
Astrarium Mysterios en líneas concéntricas octogonales.
Su cántico repetitivo de los Ochenta y ocho Teoremas zumbaba en los
transductores auditivos de Orikan, pasado por un filtro para que no le
volviera loco.
Pero la luz naranja y los cánticos repetitivos, por mucho que le fastidiaran,
eran necesarios. La Esfera Armónica de Zatoth era una conducción difícil
de mantener, sobre todo como una subrutina. Crearla había ocupado la
mayor parte de la función neural de Orikan, dejándolo incapacitado para el
análisis. Y la luz naranja que proyectaba, visible en cualquier espectro, era
una pequeña molestia considerando que le permitía realizar sus rituales
fuera del flujo del tiempo.
Por cada siglo que pasaba en el exterior del campo cronoestático, tres
reptaban en el interior..
Orikan poseía una paciencia ilimitada para el estudio. Se perdía en él.
Dejaba que la búsqueda lo definiera. Se transforma en tan solo
programación y pensamiento que trabajaba sobre el problema. Flotaba en
un campo suspensor, con los dedos en la posición del Ojo Abierto de Sut, el
sistema perceptivo al mínimo. Pronto, los enjambres de espectros y
escarabajos canópticos, que tenían órdenes de remplazar los fluidos y los
refrigerantes de los reactores cada seis coma cuatro años estándar, se
moverían por el fondo como sombras irreales.
Entregaba su ser físico. Permitía que sus protocolos de consciencia se
redujeran para que sus algoritmos astrales pudieran ir más allá de su
estructura de metal.
Muchos necrones podían transferir su consciencia. Incluso el líder
supremo menos importante podría proyectar parte de su mente a través de
los sistemas oculares de sus guerreros y sus escarabajos, y ver lo que ellos
veían. Trazyn, que los Dioses Muertos lo quemen, incluso podía trasferir su
consciencia a cuerpos sustitutos. Orikan daría diez mundos por saber cómo
lo hacía el arqueovista, aunque sospechaba que tenía algo que ver con un
sencillo aparato alienígena más que con el estudio personal. Trazyn era un
patán. Un torpe entrometido. Un simple…
Orikan volvió a centrarse.
La proyección requería serenidad, una mente limpia de las subrutinas en
bucle de la obsesión y la ira. La ira era su punto flaco. Siempre ahí, la ira,
una sombra vengativa que lo seguía al plano astral. Incluso cuando se
proyectaba, la ira lo ataba a su cuerpo. Podía disminuirla, notar que se
debilitaba, pero la furia siempre se estiraba tras él. Un cordón umbilical que
lo ataba a su ser físico. Lo tocó con sus dedos astrales, levemente, para
tener una lectura de su fuerza.
«¡Deberían haberme escuchado! ¡Cabrones! Nunca podrán…».
Más o menos normal. Se sentía bien después de su victoria sobre Trazyn.
El modo en que había engañado a ese encorvado saco de mnemónicos que
se hacía llamar líder supremo. ¿Qué era un líder supremo para Orikan? Un
ser atrapado en los intereses del presente, sin prestar atención al futuro.
De nuevo la ira. La soltó, y notó que se hundía más en el trance autónomo
Esa ira no siempre era mala cosa. En algunos de sus experimentos más
clandestinos, ocultos a los ojos de los otros maestros criptecnólogos, hasta
le había salvado. Le había devuelto a su cuerpo construido cuando las
mareas del cosmos amenazaban con arrastrar su algoritmo astral hacia la
vasta negrura. Una chispa ascendiendo desde el fuego de la existencia. Otra
molécula atrapada entre los chirriantes engranajes de los planetas, resignada
al tirón de los campos gravitatorios, arrastrada con el polvo de los
cinturones de meteoros y rodando a lo largo de la curva del espacio.
El campo cronoestático le ayudaba con eso. Le evitaba dispersarse. Le
mantenía centrado.
Céntrate. Déjate llevar. Relájate. Húndete más.
Escucha el zumbido del metrónomo de tu planta de energía.
Escucha el zumbido del metrónomo de tu planta.
Escucha el zumbido del metrónomo.
Escucha el zumbido.
Escucha.
Orikan nota que ocurre. No, no lo nota. Lo sabe. Se mueve más allá de las
sensaciones cuando su esencia sale de su frío cuerpo y entra en el suave
vientre del campo cronoestático. Flotando libre, mira hacia atrás a su forma
sólida, aún levitando en el campo suspensor. La cabeza echada hacia atrás,
el ocular cerrado y dirigido hacia arriba, hacia las estrellas que centellean a
través del campo defensivo invisible. Las estrellas, los mundos y los
campos de polvo espacial, formando manchas tecnicolor por el oscuro
cielo.
Le ha costado sesenta años alcanzar este estado. Y ahora comienza el
trabajo.
Primer siglo
Los primeros cien años pasan en un profundo estudio. Orikan se mueve por
su biblioteca etérica, sin preocuparse del tiempo o de las limitaciones
físicas. Desaparece en el interior de los textos, vive entre las líneas de glifos
como si fueran ríos corriendo junto a él, canturreando su sabiduría al pasar.
Su consciencia se altera, como hace cualquier consciencia después de
consumir nuevos conocimientos, aprendiendo de maestros muertos mucho
tiempo atrás; ya no es el Orikan que flota en Mandrágora. El Orikan Astral
sabe, con cierta melancolía, que esto no puede durar. Que una vez vuelva a
cargarse en el cuerpo, sus sistemas se reafirmarán y su antigua personalidad
retronará. Retendrá el conocimiento clave, pero mucho de él se perderá.
Prescinde de eso y se mete en las obras de Numinios, para estudiar su
escritura cifrada de formas que un ser de metal no podría. Son palabras
esotéricas, indescifrables para los que están encerrados en lo físico. Orikan
reorganiza los glifos, los lee hacia delante, hacia atrás, se mueve entre ellos
para ver su parte trasera codificada.
Numinios era un maestro de la transfiguración, capaz de reordenar las
moléculas con la misma facilidad con la que codificaba los secretos de sus
obras no recogidas.
Línea a línea, con un tedio que frustraría una consciencia mortal, Orikan
descifra el complicado código.
Numinios era un maestro de la transfiguración, capaz de reordenar las
moléculas con la misma facilidad con la que codificaba los secretos de sus
obras no recogidas.
Línea a línea, con un tedio que frustraría una consciencia mortal, Orikan
descifra el complicado código.
Noventa años de estudio. Solo una pequeña victoria. Orikan discierne una
teoría sobre la función teórica del artefacto. Un mejor entendimiento de las
cadenas de moléculas del metal.
Según Numinios, las moléculas formadas en una cierta resonancia pueden
ligarse a los cuerpos celestiales. En sincronía con una cierta signatura
gravitatoria, al sentir la superposición y la alineación del tirón direccional,
pueden cambiar dependiendo de su localización en el cosmos.
Orikan recuerda que Trazyn había dicho que ciertos astrariums se abren
debido a su localización. Y este cambio de estado había ocurrido mientras
pasaba por la Telaraña.
«¿Podría ser —piensa— que esta localización estuviera en la dimensión
del laberinto? ¿Ocasioné un cambio de estado por pura casualidad?».
Finalmente, algo que poder comprobar.
Envía un hechizo gravitatorio a través de las mentes en red de los
criptecnólogos, con el que dirige una proyección gravitatoria al astrarium, y
rodea la caja puzle con rayos gravitatorios.
Recupera los registros del gravitómetro fijo en su cuerpo, y repasa los
campos por los que ha pasado a través de su tránsito por la telaraña.
Seiscientas cuarenta y nueve configuraciones de campo.
Orikan coloca las posiciones de los rayos gravitatorios sobre la
configuración del primer campo y dispara.
El cántico de los criptecnólogos flaquea. Fuego naranja arde detrás de sus
oculares.
Rayos gravitatorios, de un brillante color violeta bajo su visión astral, caen
y ondean sobre la superficie del octaedro.
Nada.
Cambia a la configuración número dos. Y dispara.
En la configuración cuatrocientos diecisiete, ve que un vértice se quiebra.
Se abre como una boca, y deja ver un brillo de líquido esmeralda dentro del
cuello del astrarium; luego se vuelve a cerrar.
Cerca. Ya casi está.
La configuración cuatrocientos dieciocho es la buena.
Sin sonido, pero irradiando un calor extremo, el astrarium comienza a
cambiar. Las afiladas aristas se pliegan hacia fuera, dándose la vuelta. Los
vértices desaparecen, las caras se pliegan sobre sí mismas. Se mueve de un
modo en que la materia no debería hacerlo, chirriando, como si estuviera
oponiéndose a la intención de regresión.
El octaedro se convierte de nuevo en una pirámide. Y vibra dentro del
campo.
Y un criptecnólogo grita; le sale humo por la boca. Para el sistema
perceptivo atenuado de Orikan, no es más que un aliento intenso. Otro se
une al coro. Con el chasquido de una cerilla al encenderse, un sistema de
red neural falla, luego otro. Chillan con un dolor que no deberían sentir.
Orikan apaga el gravitómetro.
A los criptecnólogos se les cae la cabeza hacia delante, inertes, sobre cajas
torácicas de acero.
El astrarium vuelve a ser un octaedro, e hilillos de humo de neón se
arremolinan subiendo de los glifos en su superficie.
Por un momento, proyecta un nombre en el aire cargado de humo que
cubre el artefacto: Vishani.
Y un reloj: doscientos sesenta y cuatro años, dieciséis horas y cuatro
segundos.
Tres segundos.
Dos.
Uno.
Al parecer, el tiempo ya no está de su lado.
Segundo Siglo
Claro que es posible, incluso probable, que su tránsito por la Telaraña haya
llevado al Mysterios, sin saberlo, tan cerca de su localización designada que
el artefacto se había trasmutado, incluso en el bolsillo dimensional donde lo
porta.
Lo que es imposible. Pero, claro, también es imposible que la gravedad
externa afecte de algún modo a la telaraña.
Sabiendo eso, Orikan envía su consciencia hacia atrás en el tiempo, al
principio de su investigación. Después de todo, ahora es un esclavo del
reloj, obligado a realizar su trabajo bajo la propia cuenta atrás del artefacto.
Si consigue retroceder un siglo…
Pero descubre que sigue la cuenta atrás, y no con más tiempo, sino con
menos. Rápidamente invierte su camino y dispara su consciencia de vuelta
al presente.
Al parecer, el Mysterios es a prueba de cronomancia.
Una alerta interrumpe sus estudios. Las defensas automáticas detectan el
acercamiento de un meteorito, pero el análisis espectromántico indica que el
objeto contiene metal viviente. Le informa de una solución de disparo.
«Saludos, Trazyn —piensa Orikan—. Y adiós».
No hace nada. Simplemente observa el parpadeo de la red de defensa al
activarse, y luego al transmitir que el objeto extraño ha sido destruido.
Orikan vuelve a sus estudios, alza la mirada y ve otra alerta; se fija en que
han pasado trece meses desde la destrucción del meteorito. Esta vez, es una
lluvia de meteoritos. Al menos treinta objetos lanzados hacia la atmósfera.
Es evidente que el viejo arqueovista está arriesgándolo todo, pasando de
un sustituto a otro. Pues buena suerte.
Las defensas automáticas reducen el número de meteoritos de treinta a
quince, y luego a dos. La superficie de la esfera cronoestática forma ondas
como un estanque cuando la red de las defensas aéreas de Mandrágora se
dispara. Cañones del exterminio y rayos de muerte cortan la realidad
exterior. Si hubiera habido mortales, los pulmones se les habrían cocido al
respirar el aire ultracalentado.
Todos los objetivos destruidos.
Orikan prescinde de la noticia y ejecuta una última ecuación de descifrado
en una obra menor de Talclus. Un tratado bastante simple sobre ecuaciones
cripmánticas, pero una lectura básica y necesaria de todos modos.
Satisfecho con sus preparaciones, se vuelve hacia el objeto principal de esa
fase de su investigación.
Los Manuscritos Vishanicos.
Son un galimatías. Líneas de burdos glifos sin forma o razón. Ilegible y
oscuro; una leyenda entre los iniciados en los misterios criptecnológicos.
El rumor dice que contienen un gran secreto, pero, de ser cierto, Vishani lo
guardó muy bien.
Había sido la Señora de los Secretos y la Criptomante Suprema de
Ammunos. El mejor cifrador de lo oculto de su época.
Los Manuscritos Vishanicos no son difíciles solo por su cifrado. La
dificultad aumenta por sus capas de cifrado.
Solo seis criptecnólogos, incluido Orikan, han conseguido descifrar el
texto.
Sus textos descifrados eran todos diferentes, y todos ellos eran erróneos.
Dos produjeron una lista de los mundos necrópolis de Ammunos. Tres
formaron la historia de la dinastía Ammunos, en tres narraciones diferentes.
La solución de Orikan, irritantemente, había producido los esquemas para la
construcción de un zigurat imposible, uno cuya estructura obedecía solo a
su propia retorcida concepción de la física. Pilares de carga finos como
hilos. Materiales pesados colocados sobre los frágiles. Casi la parodia de un
edificio.
Siglos antes, Orikan hasta había construido un modelo a escala en una
crisofase holográfica, esperando que un análisis geomántico de sus ángulos
pudiera conducir a alguna clave algebraica.
No había sido así.
Vishani no era brillante porque hubiera escondido la solución de su
manuscrito; era brillante porque había codificado muchas soluciones al
texto. Hasta había maestros de los misterios criptecnológicos que creían que
todo eso no era más que un chiste; una broma pesada para fastidiar y tener
ocupadas a las dinastías rivales que esperaban aprender los secretos del
faerón de Vishani.
De ser así, Vishani habría calculado mal. Corría el rumor de que durante la
Guerra en el Cielo, un criptecnólogo rival la había encerrado y torturado
hasta la muerte en busca de la respuesta. La historia contaba que ella le
había prometido decírselo; luego, cuando él se había acercado para oír la
respuesta, ella había sobrecalentado sus reactores, incinerando a ambos.
Orikan admiraba la pura malicia de ese gesto.
«Pero ¿Por qué —piensa— pasar por todo eso solo por una broma?».
Especialmente cuando solo una de las seis traducciones, la segunda de las
historias dinásticas, mencionaba a Nephreth el Intacto.
Si las historias eran ciertas, si Nephreth se hallaba escondido, habría sido
Vishani quien se lo habría llevado. Y Orikan no tiene dudas de que el
Astrarium Mysterios es su obra. Es demasiado inteligente, demasiado
irritante como para haber sido hecho por otra persona.
Orikan trabaja sin descanso. Ya lleva mucho tiempo obsesionado con los
Manuscritos Vishanicos, y Orikan es, sobre todo, un ser de obsesiones, por
lo que devora el texto en busca de significados ocultos.
Es como si no hubiera leído ese texto antes, y, tras nueve años de
esfuerzos, se da cuenta de que así es. Anteriormente, cuando había
estudiado los Manuscritos Vishanicos, había sido en la copia dura guardada
en la biblioteca de su orden, que se suponía que era una copia directa de la
que había en el mundo trono de Hashtor, sede de los Ammunos, aunque
siempre había habido dudas sobre ello, dado el carácter reservado de los
Ammunos. Sería muy propio de ellos diseminar textos erróneos.
Y cuando Orikan viajó a Ammunos para salvar lo que pudiera, se había
esperado recuperar una copia original de los manuscritos. Para su eterno
horror, Trazyn había llegado antes. Orikan se había visto obligado a adquirir
solo una copia de los datos, sacada de la biblioteca etérica de Hashtor.
Sin embargo, a medida que va leyendo, Orikan nota cada vez más las
diferencias. El orden de las palabras está cambiado aquí y allí, ortografías
variantes, diferencias de formato.
Revisa la copia de Ammunos comparándola con su propia copia.
No son iguales.
Vishani era una hechicera de datos; una cifradora como los místicos
criptecnólogos no volverían a ver. Flotando en el éter, rodeada de código.
Con la impresión del descubrimiento, Orikan se da cuenta de que ha
comprendido la revelación, la razón por la que nadie había sido capaz de
encontrar otra capa de cifrado en esas seis descodificaciones.
La copia en datos es el documento maestro. Las copias sólidas con las que
habían trabajado durante milenios son para despistar. Las seis
decodificaciones son solo la primera capa del enigma.
Y esa última decodificación de la historia de los Ammunos es mucho más
de lo que había supuesto.
Nephreth no era conocido como el Intacto solo porque su forma física era
resistente a los tumores. Tampoco estaba marcado por la batalla o los
duelos.
Porque era un proyeccionista. Capaz, por medio de la tecnología y la
concentración personal, de enviar su mente al campo de batalla como un
pensamiento hecho forma. Un ser de energía mucho más poderoso que el
pobre algoritmo astral que Orikan había proyectado. Uno que no requería
de un campo cronoestático o de años de trance de preparación.
«Piénsalo —reflexiona Orikan—. Los niños sentados en el Consejo se
animan ante la posibilidad de volver a la carne. Pero podríamos ser
muchísimo más. Seres de luz y energía, la vida eterna de los necrones
casada con el alma de los necrontyr. ¿Por qué volver a los estragos de la
mortalidad cuando podríamos convertirnos en seres del etéreo?
Orikan se sumerge en los tratados esotéricos de Vishani. Trabaja
febrilmente, pero permanece enraizado, superponiendo la cuenta atrás a su
visión para recordar el objeto de su búsqueda.
Año tras año, el pasmo de Orikan aumenta. Vishani había sido un genio
único. Si aún siguiera operativa, la naturaleza competitiva de Orikan le
obligaría a despreciarla. La rivalidad está muy arraigada entre los maestros
criptecnólogos, y él se conoce lo suficiente para comprender que cae
fácilmente en los celos por el conocimiento. Sin embargo, los muerto no
son rivales, y es libre de admirar a la Señora de los Secretos por lo que ha
sido.
Al menos, antes de morir tan mal.
Se pasa ochenta años meditando sobre la poesía algebraica de Vishani.
Flota libremente por sus mapas astrománticos, admirando el fino detalle en
el trabajo de sus proyecciones crisofásicas. Devora sus tratados sobre la
importancia de seguir un orden de operación mientras se alzan escudos
cuánticos de múltiples capas. Finalmente, Orikan se encuentra sin palabras
ante la impresión de que esas innovaciones tan obvias, el uso de una espiral
logarítmica en los campos superpuestos, no se le hayan ocurrido a él.
La Señora de los Secretos había sido una polimatemática con un talento
poco corriente y una visión singular, si bien con unas cuantas
excentricidades. La espiral logarítmica, por ejemplo. Su forma aparece en la
reconstrucción crisofásica del cosmos de Vishani, galaxias que giran y
absorben agujeros negros formando el modelo, cuando en realidad serían
mucho más salvajes. También aparece como tema en su colección de poesía
algebraica. Y se menciona seis veces en los propios Manuscritos
Vishanicos.
Espera.
Orikan invoca los manuscritos, y entra los códigos para acceder a la
decodificación de Nephreth. Coloca un texto de glifos en una matriz
bidimensional. Lo recoloca según el metro que Vishani prefería en su
poesía algebraica.
Y, entonces, con la mano astral temblando, mueve la palma de la mano
formando un círculo que remueve los glifos flotantes. Salmodia la ecuación
de una espiral logarítmica perfecta.
Los glifos se deslizan y giran. Se pliegan y modifican. Asumen nuevos
lugares en un laberinto espiral de ecuaciones puras que gira lentamente ante
su incrédulo ocular. Motas de datos inútiles van cayendo del pensamiento
aritmístico hecho forma rodante, como las ascuas cayendo de una antorcha.
—Aquí yace un faerón sin igual —murmura uno de los criptecnólogos
arrodillados.
—¡Contemplad! La tumba que contiene a aquel que acabará con la edad
del metal —zumba otro.
—Yace en su interior —responde otro—. Su forma incorpórea yace con
los ojos abiertos.
—Nephreth, Nephreth, Nephreth… —comienzan a salmodiar.
No es una monótona repetición continua, como con los Ochenta y ocho
Teoremas, sino una ululación estática cargada de pasión y trance de
felicidad. Orikan mira alrededor, ve que arde una luz azul en los ojos de sus
criptecnólogos dormidos. Un fluido resplandeciente les sale de los oculares
y las bocas, forma dibujos sobre el suelo de piedranegra.
—Nephreth, Nephreth, Nephreth…
Con un escalofrío, Orikan se da cuenta de que su cuerpo vacío se ha unido
al coro.
La rueda de radiantes glifos aritmísticos flota hacia el Mysterios, se une
con él como si el octaedro fuera el centro natural de su eje. Al encontrarse,
la espiral comienza a rodar cada vez más deprisa; comienza rápida como la
rueda de un carro, luego rota con la cortante velocidad de una sierra
circular.
Los glifos del Mysterios palpitan cargados de poder interno. Rayos de
energía salen de cada símbolo, de cada arista, y llenan el puente de
observación con una proyección que arde con una intensidad astral a la que
Orikan no puede mirar directamente.
Pero sí sabe lo que es.
Un mapa de las estrellas.
Trazyn era conocido entre las dinastías por muchas cosas; rendirse no era
una de ellas.
Antes de la transición al metal, sus compañeros lo consideraban
notoriamente tenaz, incluso obstinado, al ir en busca de sus objetivos. Pero
la inmortalidad lo había hecho implacable, al darle una paciencia que su
frágil cuerpo de carne no hubiera podido tolerar.
Trazyn, dicho de otro modo, no era un cobarde. Su fuente de energía solo
contenía desprecio para aquellos que abandonaban una empresa.
Pero estaba dispuesto a admitir que necesitaba cambiar su enfoque.
Mandrágora, por ejemplo. Por ese lado, había agotado sus opciones.
Después de su intento con la lluvia de meteoritos, un plan que produjo un
número bastante desagradable de desintegraciones, había abandonado el
intento de una entrada por órbita.
Era cierto que los Sautekh eran un atajo de belicistas ensalzados, sin
ningún sentido de la cultura. Una dinastía mediocre, como mucho, sostenida
por la fuerza de unos cuantos generales competentes. Y sin duda, eran
demasiado arrogantes para el gusto de Trazyn.
Pero también sabían cómo construir una buena red de defensa aérea.
Colarse por la puerta dolmen resultó ser igualmente inútil. A cinco pasos
del arco se encontró con un grupo de arañas canópticas muy poco
amigables. Para asegurarse de que no había sido solo mala suerte, lo intentó
dos veces más hasta convencerse de que el enjambre que rondaba la puerta
era una patrulla constante.
Después de más o menos un siglo, hizo balance. Paró y consideró sus
opciones.
Se había enfrascado demasiado en el puzle que era traspasar las defensas
de Mandrágora y había olvidado que el Astrarium Mysterios era un medio
para un fin, no el fin en sí mismo. Se había convertido, en esencia, en el
bufón corto de vista que Orikan le acusaba de ser.
Porque incluso más que a los que se rendían, Trazyn despreciaba a los que
carecían de imaginación.
Y por eso había reunido a sus criptecnólogos en la sala de lectura del
archivo, lo más parecido que tenía a una sala de actos. Estaba alrededor de
una mesa alta hasta el pecho, con los lados tallados en un bajorrelieve que
representaba la Partida del Rey Silente.
Sus piernas incansables hacían que las sillas fueran innecesarias.
—Comenzad por esto —dijo Trazyn, dando unos golpecitos con el dedo a
la tesela que le había quitado a Orikan—. ¿Cuál es su composición?
Sannet se detuvo con el estilo alzado sobre su tableta de glifos
fosforescentes.
—Hay límites a lo que puedo decir, mi señor. Ciertos misterios de la orden
de los criptecnólogos son inviolables. El castigo por revelarlos es muy…
—Sannet —le interrumpió Trazyn—. Has estado en mi galería, ¿Verdad?
—He… estado.
—Entonces sabes que poseo cualquier aparato de violencia concebible,
¿No? Creo que me pediste que te excusara de catalogar la galería drukhari,
¿Correcto?
Sannet guardó silencio.
—Es decir, si de verdad crees que los maestros criptecnólogos pueden
idear un castigo más horrible que incluso la selección más casual sacada de
esa galería, estoy dispuesto a demostrarte que estás equivocado.
—Es una tesela temporal —explicó Sannet a toda prisa—. Cuando
llegamos a cierto grado de maestría en una escuela, portamos símbolos de
nuestros logros. Cuanto mayor es el grado de maestría, más larga es la
cadena de teselas.
—Evidentemente —Trazyn inclinó la cabeza hacia el lado—. No
desconozco la estructura de tu pequeño culto, Sannet.
—Pero no son meramente símbolos —añadió el criptecnólogo, mientras
apartaba el estilo, como si le preocupara que pudiera transcribir
espontáneamente su propia traición—. Son tótems de esencia, forjado por la
que sea la sustancia que nuestra escuela estudia. Khybur, allí, es un
vaciomante, y sus teselas son la sustancia destilada del espacio entre las
estrellas. Yo soy, o mejor dicho, era un dimensionalista. —Alzó con
reverencia la tira de brillantes teselas de color púrpura que le colgaba del
hombro.
—Estas son la sangre del universo, recolectada en las heridas creadas
cuando rasgamos la realidad para abrir portales dimensionales, y un
emblema de…
—Y esta, supongo —dijo Trazyn, mirando la tesela—, ¿Es tiempo?
—Correcto, mi señor. Espacio-tiempo puro. Cuando realizamos nuestros
hechizos, el poder resuena en esos tótems.
—¿Aún reaccionaría con sus compañeras si estuvieran en la misma sala?
Por ejemplo, si le robara a Khybur uno de sus tótems y él canalizara un
agujero negro, ¿Se calentaría esa tesela?
—Oh, claro —contestó Khybur—. La energía del ambiente del hechizo
reaccionaría con la tesela incluso aunque no fuera una de las mías. Por eso
los criptecnólogos se reúnen en cónclaves durante una batalla: la resonancia
puede producir hechizos mucho más poderosos. Pero si estuviera unida a
sus compañeras, sin duda demostraría una fuerte hermandad.
—Por tanto, si Orikan emplea la cronomancia mientras yo sujeto este
tótem, ¿Se calentará?
—Se entibiará —le corrigió el vaciomante Khybur—. Para llegar a estar
caliente, sería necesario que él hubiera estado alterando la línea temporal
muchas veces. Y lo más seguro es que quien la sostuviera experimentara
efectos adversos. Recuerdos desplazados. Incomodidad extrema.
—Entonces, ¿Me estás planteando que fue al pasado más de una vez? —
preguntó Trazyn.
—Me has malentendido, mi señor —repuso Khybur con cuidado—. La
manipulación cronológica a esa escala no sería posible, está incluso más
allá de los practicantes de mayor rango de nuestra escuela. Un viaje al
pasado necesita muchísima concentración y energía. Dos, como mucho.
Tres…
—¿Serían necesarios para que el tótem se calentara así? —Trazyn
proyectó la lectura de la temperatura guardada en sus bancos engrámicos—.
Él es capaz, mis leales. Más capaz de lo que nadie se esperaba. Con el
suficiente talento como para desbaratar el veredicto del Consejo no una vez,
sino al menos tres veces, que yo recuerde. —Invocó una proyección de la
caja puzle—. Y ahora tiene el Mysterios en el mundo corona de
Mandrágora.
—He diseñado nuevas fórmulas para un asalto a Mandrágora —dijo el
criptecnólogo táctico de Trazyn, Tekk-Nev—. Está bien fortificado, como
tu… reconocimiento descubrió.
—Un elegante eufemismo para la atomización repetida, Tekk-Nev. —
Trazyn sonrió—. Llegarás lejos.
Tekk-Nev no dijo nada del cumplido.
—No hay más opciones menores que un despliegue de las legiones.
—Prepara paquetes de ataque —indicó Trazyn—. Ten esas opciones a
mano. Pero quiero otras posibilidades aparte del asalto directo. El Mysterios
solo es un mapa, el medio para un fin. Cuando Orikan concluya su
investigación, necesitará salir de su agujero para reclamar el premio.
Entonces, ¿Cómo descubrimos adónde se dirige, y cómo puedo
contrarrestar su cronomancia una vez lo atrape?
Nadie habló durante un tiempo, mientras toda la mesa trabajaba sobre el
problema en silenciosa cogitación.
—Hay —comenzó Sannet, y paró para aclararse los activadores vocales,
que se le habían congelado en el silencio de tres años—. Hay dos artefactos
que podrían serte de ayuda.
—¿Artefactos? —repitió Trazyn, y el escepticismo resonó en su voz—. He
rebuscado por el catálogo seis veces. No hay nada…
—No aquí en Solemnace, mi señor —sonrió Sannet—. Perdona, pero la
tuya no es la única colección de la galaxia.
Trazyn consideró la posibilidad de desmontar al criptecnólogo por su
impertinencia, pero si Sannet se había sentido capaz de interrumpirle, lo que
tenía seguro que era bueno. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza al
datosmante para que continuara.
Y cuando oyó lo que ese ser tenía que decir, Trazyn sonrió
Después de todo, ya había pasado demasiado tiempo desde su última
visita.
El rayo de identificación de la araña canóptica recorrió la máscara
mortuoria de Trazyn, y leyó la firma de su aura sistémica. Satisfecha, le
hizo una reverencia y levitó hacia arriba y atrás, dejando la puerta abierta.
—Señor Trazyn —zumbó, con sus bastos sistemas vocales cargados de
estática por una falta de uso de eones—. Llama a mi red si necesitas
asistencia.
—Agradecido —repuso Trazyn, y atravesó la puerta grabada.
—Antes de acceder a las criptas —continuó la araña—. Se me ha ordenado
que te reproduzca el siguiente mensaje.
Se abrió una trampilla en el suelo en la que se veía un orbuculum. Un
criptecnólogo de amplias espaldas se formó con un parpadeo, los datos
crisofásicos parcialmente borrados, de modo que a su forma fantasmal y
azulada le faltaban piezas como si fuera un puzle incompleto.
—Saludos, líder supremo Trazyn —comenzó a decir la imagen, y la
enorme barba metálica se balanceaba al hablar—. Sospechaba que podrías
hacernos una visita durante nuestro sueño.
—¡Metamorfoseador Hurakh! —exclamó Trazyn, aunque sabía que el
mensaje no podía responder—. Me has dejado una tarjeta de bienvenida,
¡qué sentimental!
—Está más allá de toda duda que tienes derecho a estar aquí. A fin de
cuentas, el arqueovista de Nihilakh mantiene una supervisión oficial de la
cámara de la dinastía.
—Muy amable.
—Pero estas son las criptas del bendito Gheden, no las de Solemnace.
Examina y estudia todo lo que desees, pero he hecho un inventario de todas
las colecciones y notaré cualquier ausencia.
—¡Vaya descaro! —repuso Trazyn, en absoluto ofendido. Atravesó la
proyección y siguió entrando en la cámara.
—Nos acordamos bien del incidente en Thelemis —continuó Hurakh,
hablando hacia nadie—. Y te conmino por tu honor….
—Sí, sí —respondió Trazyn, mientras dejaba atrás el mensaje—.
Entendido.
Lo que le había llevado allí, principalmente, no podía transportarse.
Las casas de los tesoros de los Nihilakh cubrían toda una mitad de las
estructuras subterráneas de Gheden. Enormes y brillantes, hablaban de un
imperio dinástico de un alcance asombroso. Mientras Trazyn recorría la
Calzada Dorada, con pies de metal reverberando en la brillante superficie
de la pasarela elevada, pasó ante entradas a cámaras tan saturadas de
elegantes objetos y metales preciosos que resultaban intransitables.
Artefactos de civilizaciones desaparecidas largo tiempo atrás estaban
apilados, con su superficie danzando con la luz de destellantes gemas
tiradas descuidadamente junto a ellos. A su izquierda, una barcaza
necrontyr de tamaño real fabricada en platino se hallaba escorada sobre una
pila de rubíes, con las velas de seda de vacío colgando flojas en el aire sin
viento.
Trazyn odió ese panorama. Los dedos le picaban con la necesidad de
ordenar, catalogar y mostrar cada objeto en su contexto adecuado. Pero
sabía que, a pesar de las apariencias, Hurakh ya lo había hecho. Ese tesoro
desorganizado era un acto de descuido fingido, un poco de teatro para
apabullar a los visitantes con la extravagancia y la abundancia de los
Nihilakh. Lo cierto era que Hurakh había registrado y detallado hasta cada
moneda; seguramente hasta hubiera sido capaz de decir si se veía de cara o
de cruz. A fin de cuentas, las dinastías no se volvían ricas descuidando sus
tesoros.
Trazyn bajó la intensidad de sus oculares y se dirigió a la cripta más
exclusiva de Gheden, la Cámara del Vidente.
La gran cabeza flotaba en el centro de la cripta esférica. Le salían
mangueras del cuello como raíces colgantes, bombeando un luminoso
fluido magenta hacia dentro y hacia fura del cuello cortado de la bestia
decapitada. Era rechoncha y reptiliana, grande como un templo, y
presuntamente era el último de su raza, aunque Trazyn no tenía ni idea de
cuál sería esa raza.
El mayor tesoro de los Nihilakh.
El Vidente Yyth.
Entró en él por la lengua de la bestia, y se acercó a la cámara de resonancia
que formaba su boca abierta. Mientras entraba, Trazyn vio los grandes ojos
saltones parpadear una vez. Fue lento, como una nube pasando ante el sol.
Trazyn se dijo que la bestia no estaba viva. No realmente. La idea de que no
fuera así era demasiado perturbadora: el horror de ser mantenido en una no-
muerte infinita tan solo para cumplir una función necesaria.
Trazyn borró esa idea de su mente; era demasiado cercana para resultar
cómoda.
En el interior de la boca del vidente había un círculo de sillas de
piedranegra, por si el flujo de las visiones hacía que hasta los resistentes
cuerpos necrones se desvanecieran. Una cúpula de metal viviente se
extendía sobre las sillas, encajada contra el paladar del Vidente y
manteniéndole abierta la mandíbula.
Trazyn se sentó e invocó un panel de glifos fosforescentes, mientras
activaba los resonadores neurográficos que traducían las visiones del
Vidente en imágenes holográficas.
—Orikan encontrará el punto de apertura del Astrarium Mysterios.
Necesito saber dónde y cuándo sucederá esto.
El sistema de sensores de Trazyn registraron una caída de la temperatura.
Finos cristales de escarcha se le formaron sobre el frío metal de los brazos y
las manos. Alrededor, la enorme boca se movió, y el techo de metal viviente
crujió en protesta. En el centro del círculo de sillas, amontonadas como en
una hoguera, las proyecciones neurográficas se iluminaron activándose. La
electricidad estática le picoteaba los brazos a Trazyn, y crepitó y chasqueó
cuando él movió los dedos para descargarla.
Sobre las cámaras termográficas, imágenes desenfocadas fueron
cambiando y tomando consistencia, se formaban y se disipaban. Un dosel
de árboles tropicales. Atolones de coral. Un mundo azul y verde.
Trazyn supo cuál era. Lo reconoció.
—Imposible —susurró impactado. Trazyn paró en la galería de artefactos
mientras se dirigía a la salida.
El objeto estaba justo donde Sannet había dicho que estaría.
La Capa de Disrupción Temporal, creada con añicos cristalizados del
propio tiempo. Un artefacto cronomántico de gran antigüedad que permitía
al portador ver la matriz del futuro. Justo lo que alguien necesitaba para dar
forma a su propio futuro, o para negárselo a un hechicero del tiempo
particularmente molesto.
—Estoy seguro de que al Metamorfoseador Hurakh no le importará que se
la coja prestada durante un rato —dijo Trazyn en voz alta—. Después de
todo, no está programado para despertarse hasta dentro de otros diez mil
años.
Pero, por si acaso, Trazyn activó el talismán que le había dado Sannet para
pasar desapercibido a los sistemas de seguridad.
«Cuando acabe —se prometió a sí mismo—, la devolveré aquí. Hurakh ni
siquiera notará que la he cogido».
Trazyn se marchó corriendo. Las alarmas de seguridad sonaban muy
fuertes..
***
Mandrágora
Nemesor Iontekh
Solemnace
Serenata
La clave era el alineamiento planetario. Las estrellas tenían que estar bien.
La posición de las estrellas y el alineamiento cósmicos, las líneas del
universo recogiendo y dirigiendo la potencia de un modo que él podía
canalizar a través de sí mismo, aunque solo por un corto espacio de tiempo.
La primera vez le había pasado en Serenata…, no, se acordó, Serenata era
el nombre humano, en aquel entonces se llamaba Cepharil; la experiencia lo
había cogido por sorpresa. Solo unos pocos segundos escapando de lo
físico, de desatar lo que ahora Orikan consideraba su auténtica forma.
Claro que le había asustado. Y que su primera reacción a esa liberación
hubiera sido el miedo le decía mucho más sobre la prisión que era su cuerpo
de lo que había aprendido estudiando bibliotecas enteras. ¿Hasta qué punto
los C’tan los habían condicionado que sentía miedo de dejarse ir de la
constricción de su rígida forma? ¡Qué terrible y maravilloso era volver a
tener alma!
Después de salir de aquellas cavidades corporales saurias, renacido y
cubierto de sangre, lo único que había deseado era que le volviera a suceder.
Lo había intentado durante tres siglos sin ningún éxito. Pero tenía tiempo.
Augurios internos le dijeron que la trascendencia era la clave para
recapturar el Mysterios. Si dominaba la transmutación de la forma energía,
dominaría la barrera física de Trazyn.
Estudio. Meditación. Experimentación. Trance.
Realizó cartas astrales y cronoscopios. Siguió el avance de los cuerpos
celestiales. Ejecutó permutaciones y simulaciones donde movía las
constelaciones como ruedas dentadas, con Cepharil o Mandrágora en el
centro. Vega alzándose en la casa de Thuselah el Criptecnólogo, Kasteph el
Faerón opuesto a los Dientes de Hydra. La Estrella Mayor, Rega, en tránsito
retrógrado por la decimoprimera casa.
Y marcó las fechas y las localizaciones donde las estrellas estarían
adecuadamente colocadas.
Durante el primer alineamiento, había fallado. Su aura de absorción se
descompuso bajo el asalto radioactivo de los rayos cósmicos. Dos siglos y
medio de más estudio. Más espera.
En el segundo intento, había mantenido su forma de energía durante más
de un minuto. Como las moléculas de aire ante el Arca Fantasma, sus
átomos sobrecalentados hasta deshacerse en energía pura y calor, y
permaneció incandescente hasta que perdió el control y se resolidificó.
La transmutación no era como ser un programa astral. Durante esa
operación trance, proyectaba su algoritmo astral al espacio, y su consciencia
flotaba libre fuera del cuerpo.
Cuando se transmutaba, su cuerpo pasaba a ser energía. Y cuanto mayor
fuera el aumento de energía, mayor era su poder.
Y con el alineamiento celestial adecuado, podía ser muy poderoso. Pero
encontrar el momento y el lugar adecuados requería cálculos precisos,
planificación y paciencia.
La infiltración en Solemnace había sido durante solo un alineamiento
moderado; uno que lo había convertido en un fantasma, no en un dios; pero
había sido un momento perfecto para un saqueo. Los augurios eran buenos.
Las cartas de adivinación predecían un éxito.
Y ahora, él tenía el Mysterios, y estaba desentrañando sus secretos.
La esfera de un frío azul de Serenata flotaba al otro lado del ventanal del
observatorio de su nave personal, la Furia del Zodiaco. Se fijó en que una
sección del continente más grande se veía de un marrón negruzco, como un
tumor. Era del tamaño de su pulgar si extendía la mano, y un humo sucio
salía de allí, envolviendo el planeta como una faja mugrienta.
Una pena. Pero no dañaría nada de importancia. La vida orgánica era una
cosa tan pasajera…
En el interior de la cámara de meditación, el Mysterios flotaba alineado
con el planeta.
Orikan notaba que el artefacto funcionaba mejor ahí. Más aún, parecía
querer estar ahí.
¿Sería excéntrico, se preguntó, adjudicar deseos y necesidades a un objeto
inanimado? Orikan no lo creía. En cierta medida, un escarabajo era
inanimado. Igual que un espectro de las tumbas. Un cogitador humano. Un
instrumento de cuerda. Sin embargo, todos tenían necesidades, entornos
donde operaban de manera óptima.
O quizá, solo quizá, fuera más que eso.
Orikan se acercó al artefacto, ajustando la signatura gravitacional para
igualarla a la de Serenata. Aumentó la temperatura y la humedad para
hacerla coincidir con la de la superficie, para engañarlo haciéndolo creer
que no se hallaba en el seco frío de una nave necrona.
La superficie era… un riesgo. Los humanos habían infestado el planeta,
como solían hacer. Demasiados ojos. No había estado abajo en siglos,
aparte de cortas expediciones de estudio. Sin embargo, orbitarlo era otra
cuestión.
Ahí podía estudiar el Mysterios con seguridad.
Metal frío y ángulos. Vértices y glifos. ¿Una perfección así podía carecer
de motivo? Orikan sospechaba que no. Durante sus siglos, había
diseccionado y desmontado muchas máquinas, y sabía que no podía
estudiar una tecnología sin, de algún modo, conectar con la mente de su
creador. Los artefactos eran una expresión de la mente de sus constructores
tanto como cualquier canción o poema…, y así había llegado a conocer a
Vishani.
Pero nunca la había visto hasta ese momento.
La primera vez que acudió a él, había sido durante su meditación. Eso no
era raro. La mente de un criptecnólogo era algo profundo, y era fácil crear
inadvertidamente pensamientos hechos forma que se parecieran a viejos
maestros o colegas. Ciertamente, Orikan se había enfrascado en profundas
discusiones con algunos conocidos que habían muerto hacía mucho, o
mejor, había mantenido grandes conversaciones con sus impresiones
engrámicas de ellos. Un buen criptecnólogo sabía tener cuidado con esas
cosas. Si las dejabas correr a su aire, la fantasía podía tomar el lugar de la
simulación. Un amo duro, prodigándote elogios. Oponentes en un debate
que cedían a tus argumentos con demasiada facilidad, admitiendo su
estupidez y diciéndote que eras el mejor.
Y, claro, eso podría significar las primeras etapas de la locura.
Así que cuando Vishani apareció, Orikan se sintió a la vez encantado y
escéptico. La mantuvo a distancia. Al principio, ella era un simple eco:
pareados de su poesía algorítmica repitiéndose en la mente de Orikan; datos
de sus tratados pasando, sin llamarlos, por sus procesadores lógicos.
Entonces, un día, ella habló. Una palabra.
«No».
Él se detuvo a medio cálculo. Revisó su cadena lógica y descubrió un
error, un único ángulo del Mysterios, codificado en sus algoritmos como
obtuso en vez de como agudo. Un error importante que hubiera estropeado
su carta astral y contaminado décadas de cálculos.
Y él la había sentido, flotando en el borde mismo de su sistema de
percepción. No era una forma física, no había nada que ver, sino una
presencia. Mientras él continuaba con sus siglos de trabajo, el pensamiento
hecho forma se hacía notar de vez en cuando, sugiriendo, animando.
Orikan no era tan absurdo como para pensar que era la Vishani real. Tan
solo una rutina lógica subconsciente que se proyectaba externamente,
proporcionándole una guía y una crítica imparcial, tomando una voz que él
respetaba, y Orikan respetaba muy pocas voces.
Esas visitas le agradaban. Cualquiera que fuera esa rutina lógica, y debía
de estar en lo más profundo, porque no podía ni encontrarla ni aislarla, tenía
un sorprendente conocimiento sobre el funcionamiento del artefacto. Quizá
la porción de sus engramas que configuraban el conjunto de datos sobre
Vishani hubiera adquirido una sintiencia de bajo nivel, más o menos como
la de un espectro canóptico.
O, y sus sensores le cosquilleaban al pensarlo, quizá Vishani había
insertado una porción de su propio algoritmo de personalidad en el
artefacto, y él lo había ido adquiriendo durante los siglos. Sin duda, él había
abierto sus propias redes neurales a esa posibilidad al emplear la Cuadrícula
de Investigación de Ralak.
Lo que podría explicar por qué, en nombre de los Dioses Muertos, ella
estaba justo detrás de su hombro izquierdo en ese momento.
Movió la cabeza lentamente, con el ocular al máximo, por si acaso se
disolvía cuando la mirara directamente. Si era una manifestación de su
propia consciencia, era una bien extraña, ya que Orikan no tenía ninguna
base para reconstruir el aspecto que habría tenido Vishani.
Si Orikan hubiera tenido aliento, se habría quedado sin él.
Qué buen trabajo.
El cuerpo de Vishani estaba modificado. Eficiente. Una obra de arte de
astro-ingeniería. Reformado, de un modo radical, casi tanto como el de un
Destructor. Pero mientras que esas abominaciones reconstruían su cuerpo
con el único objetivo de exterminar, Vishani se había reconfigurado para
adquirir y analizar.
Era un palacio construido de sabiduría.
La datosmante tenía un largo cráneo cubierto con un tocado de muchos
cables, sus cilindros colgaban en una caja perfecta alrededor de un
monóculo en la parte delantera. Por detrás, los cables eran largos para
conectarse a un banco de datos. Y ese banco de datos era lo que resultaba
tan impresionante: no tenía piernas, y su torso estaba instalado sobre una
cola semejante a la de una langosta que contenía estantes de hojas de
engramas y tabletas lógicas. Diez patas semejantes a las de un crustáceo
cargaban con el peso de la capacidad extra.
Entonces, justo cuando él la pudo ver bien, ella habló.
—Está aquí.
El ocular de Orikan se abrió de golpe. Cayó de su trance flotante sobre la
cubierta, una de sus manos formando un trípode encorvado.
Nada se movió. El Mysterios rodaba silenciosamente en el aire. Decenas
de criptecnólogos estaban arrodillados formando un pentagrama, la
formación de cinco lados conforme a cada cara plana del Mysterios de doce
lados. Las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza gacha, murmurando
código esotérico.
De repente, Orikan se dio cuenta de que eran muchas mentes en las que
podía infiltrarse Trazyn.
Se acercó a ellos, escrutando el grupo con su ocular y su sistema de
sensores. En silencio torció la mano izquierda para lanzar un algoritmo
hechizo que iría de un criptecnólogo a otro, recorriendo sus redes neurales
en busca de intrusiones.
Un criptecnólogo iba desacompasado. Vacilante. Pronunciando la cadena
de datos como si, en vez de pasar por su nodo de procesado, la estuviera
leyendo de la superficie de los pensamientos de otro.
Orikan pasó ante él, miró a los oculares del criptecnólogo junto a él.
Inclinó la cabeza y envió un rayo escrutador visible, como si inspeccionara
su flujo de datos.
Rápido como una víbora, agarró al criptecnólogo desacompasado por el
cuello. Lo alzó en el aire. Sin molestarse en golpearle con su báculo,
manifestó el arma con la vara entrando en fase de realidad a mitad de los
sistemas vitales del necrón colgado.
—Inepto como siempre, Trazyn —croó, mientras retorcía el báculo para
provocar un daño sistémico más profundo—. Tus juegos pueriles de
disfraces son poco convincentes en el mejor de los casos, pero pensar que
podrías imitar a un iniciado en los misterios tecnománticos ha sido
arrogante incluso para tu nivel habitual. Un ser no puede imitar lo que no
puede entender.
—No —repuso Trazyn—. Por eso he empleado un señuelo.
Se hallaba junto al ventanal del observatorio con el Mysterios en la mano.
Lo lanzó y lo cogió una vez, luego guiñó el ojo y alzó la otra mano hacia
Orikan como si fuera una pistola. Por un momento, eso fue lo que parecía
ser: simplemente un gesto insultante, con un dedo hacia fuera y el pulgar
torcido como un percutor. Entonces Orikan vio el detonador.
Detrás de Trazyn, un escarabajo implosivo correteó por el campo de cristal
y se pegó a la superficie, con los indicadores rúnicos en verde. El altivo
cabrón se iba a volar al espacio, la salida más rápida.
Orikan echó hacia atrás su cronosentido, ralentizó el tiempo hasta casi
pararlo. Vio el largo pulgar descendiendo.
No lanzó el Báculo del Mañana. Nada lanzado podría alcanzar las
velocidades que alcanzó el báculo mientras cruzaba, con la cabeza por
delante, la sala de meditación. De haber pasado en el planeta que tenían
debajo, habría roto la barrera del sonido y habría enviado un resonante
chasquido por toda la cámara. Pero en una nave sepulcro necrona no había
atmósfera que se pudiera comprimir: diez mil almas a bordo, y ni una tenía
pulmones. En vez de eso, simplemente cruzó la cámara, directo y rápido
como un rayo láser.
Pasó a diecisiete micras sobre el botón del disparador y le cortó el pulgar a
Trazyn; el dedo suelto rodó hacia arriba mientras el báculo continuó,
penetrando en la cavidad pectoral del arqueovista, destrozando el ankh de la
dinastía Nihilakh en su esternón. Costillas de metal, tintadas de color
aguamarina regio, se rompieron y se separaron ante la reluciente esmeralda
de la cabeza del báculo. Los sistemas vitales se destrozaron y el fluido del
reactor crepitó sobre el campo de energía ultrafría del arma. Trazyn se
dobló sobre sí mismo, cuando la cuchilla le golpeó en la espina dorsal y le
inclinó más en su eterna joroba.
El arqueovista cayó de rodillas, y las manos se le abrieron dejando caer el
detonador y el Mysterios.
Orikan recogió el Mysterios con una mano y agarró el báculo con la otra,
hundiéndolo aún más en su rival. En cualquier momento comenzará a salir
de fase, para volver a forjarse en Solemnace o saltar a uno de esos malditos
sustitutos suyos.
Antes de que eso ocurriera, Orikan quería hacerle sentir cada momento de
su humillación. Envió un pulso de puro espacio-tiempo a través del báculo,
ralentizando las heridas, haciendo que Trazyn lo sintiera.
—Eres un mal invitado, Trazyn —se burló—. No ha cambiado gran cosa,
ya veo. Siempre que cenabas en el palacio, yo le decía al faerón que contara
los platos después.
—Pero como… —Trazyn se esforzó por hablar. El fluido del reactor,
hirviendo de color amarillo, le goteaba entre los dientes de acero— … un
buen invitado… —Su voz se deshizo en una rutina de toses purgantes.
—¿Un buen invitado? —Orikan retorció el báculo aún más profundamente
para detener cualquier protocolo de reparación—. No. Un buen invitado da
buena conversación. Y tú estás tan callado ahora, Trazyn. ¿Por qué será?
—Buen… invitado… —dijo Trazyn, sonriendo— trae… regalos.
Y salió de fase, puntos de luz color jade incandescente se le fueron
abriendo como llagas. Llagas que lo deshacían y se extendían para no
revelar nada más en el interior de sus bordes que el ventanal de cristal y la
cubierta detrás.
En un instante, había desaparecido. De vuelta a un nuevo cuerpo.
—¿Regalos? —repitió Orikan.
Se agachó sobre el Mysterios, examinando sus lados, midiéndolo.
Estaba mal. Trazyn lo había desestabilizado. Los glifos coincidían todos,
los ángulos y las caras eran las correctas, pero le faltaba una vibración, una
sensación de confluencia.
Una de las aristas se abrió. Una intrincada abertura que Orikan nunca
había visto derramaba luz prismática.
Se inclinó para mirarla.
Estuvieron sobre él inmediatamente, removiéndose y mordiéndole,
abriendo zanjas en el cuerpo blindado con las patas, las mandíbulas
penetrando profundamente en el metal viviente de su cabeza y brazos. Trató
de sacudírselos de encima, pero ellos le mordieron y se le tragaron los
dedos.
Orikan dijo la Palabra de Pharos; llamas azules surgieron de su cuerpo, y
finalmente las criaturas se retiraron a las sombras, correteando para meterse
en tubos y conductos de escarabajos.
Chispeando, herido, Orikan miró dentro de lo que había pensado que era el
Mysterios.
Una cripta teserática disfrazada. Del tipo que Trazyn usaba para sus
modelos.
Y junto a ella, una carta en una hoja de necrodermis que había saltado del
artefacto, junto con las criaturas. Llevaba las marcas de mandíbulas
alienígenas, pero seguía siendo legible.
¡Saludos, Orikan! —comenzaba—. Me disculpo por tener que tomar
prestado otra vez mi astrarium. Sé el gran cariño que le tienes, pero
trabajas demasiado, mi querido astromante. Considera eso un tiempo de
relax. ¿Y qué es más relajante que la caza?
Orikan oyó patas rascando en los conductos de los escarabajos. Mensajes
intersticiales le alertaron de que un enjambre de escarabajos y dos espectros
informaban estar inoperativos.
Estas criaturas serán una presa adecuada. Proceden de un planeta jungla
Imperial, y son tan famosos que los nativos han llamado a su regimiento
local como a ellos. Muy venenosos, aunque eso no te va a molestar, querido
colega, y pueden crecer hasta más de quince khut de largo cuando llegan a
la madurez. Pero el auténtico desafío es lo rápido que se reproducen. De
hecho, si quieres un consejo, yo comenzaría a perseguirlos enseguida. En
este regalo en concreto había catorce jóvenes. ¿O eran dieciséis? Lo que
sea, pero en doce horas la población habrá establecido grupos itinerantes
de familias para poner sus huevos. ¿He olvidado mencionar los huevos? La
mitad de las parejas maduras ya tiene sacos. La población se habrá
duplicado en menos de veinticuatro horas, suponiendo que no se coman a
muchas de sus crías. ¡Buena caza!
Serenata
Mandrágora
Zolo hacen falta unas pokas kozas pa’ que un cuerpo siga jalando,
chikoz. Una ez algo que jalar. Zegundo ez cerveza de hongos. Tercera
ez agua. Ezo zolo ez biologii.
– Matazanoz Jefe Zierragorda
Tumba
—No hay mucha esperanza de que eso ocurra, arqueovista. Pero nuestro
acuerdo está sellado. Transmitiendo los vectores de ataque a la Antigüedad
ahora.
Un paquete de datos intersticiales apareció en el trono de mando de
Trazyn, y él movió un dedo para proyectarlos sobre la pantalla holográfica
principal. Los datos del paquete cubrieron la pantalla, superponiéndose a la
imagen de la popa emplumada de la Zodiaco, para mostrar la primera
trayectoria curvada hacia los orkos. En una esquina de la pantalla
holográfica, una carta táctica mostraba el curso planificado en un sencillo
mapa.
—Una cosa, Orikan. ¿Qué son esas… —comenzó a decir Trazyn, y paró
un instante y estiró un dedo hacia las protuberancias que unían la nave con
la superficie— … esas cosas?
—Supongo que ya lo descubriremos, ¿no crees? —contestó Orikan—.
Preparado para el primer giro a mi orden, Trazyn.
Trazyn vio pivotar a la Furia del Zodiaco como una nave pegándose al
muelle; la constelación de luces del casco parpadeó cuando el reactor
principal exprimió energía extra en esa red de conductos y circuitos de
superficie.
—Dos —la voz del Orikan crujió saliendo del holograma.
La Zodiaco pasó por la pantalla del holograma, y el puente de la
Antigüedad tembló cuando la descarga difusa del impulsor sin inercia de la
nave mayor le pasó por encima.
—Uno —dijo Orikan—. Vi…
—Vira —ordenó Trazyn, y sonrió ante la inclinación depredadora de la
cabeza holográfica de Orikan—. Lo siento, pero esta nave solo responde al
rango de líder supremo. No eres un líder supremo, por lo que yo sé, ¿o sí,
Orikan?
—Mantente en el curso trazado —replicó Orikan, con la voz tensa de rabia
—. Y con tus baterías de arco apuntando lejos de mí.
El holograma desapareció.
Trazyn rio por lo bajo, pero su risa fue aumentando, cada vez más gutural,
resonando en las paredes del cavernoso puente. Decidió que no le gustaba
ese sonido en solitario, y agitó una mano; la tripulación del puente,
enchufados a cartuchos de instrumentos y cunas de mando, rio con él.
Sí, como había dicho Orikan, ambos tenían una espada en el cuello del
otro.
Pero el idiota de las estrellas no sabía que Trazyn también tenía un puñal
en la otra mano, listo para hundírselo en el vientre al astromante.
El silencio reinaba en el puente de mando de la Furia del Zodiaco. Orikan
lo prefería así, era mejor para conservar sus trances de navegación y su
adivinación táctica. En vez de un trono de mando, le gustaba sentarse
flotando sobre un campo repulsor, rodeado de los resplandecientes
hologramas de cartas celestes, modelos espirales de predestinación e
informes de daños. Una araña esperando en una tela luminiscente.
Nadie debía hablarle. Ni la tripulación del puente. Ni el capitán. Todas las
órdenes se daban por vía intersticial, una red de pensamiento con respuesta
instantánea que vinculaba a toda la tripulación de la nave. El vínculo
irradiaba de Orikan hacia la tripulación del puente, luego, hacia las
secciones operativas y hasta los pilotos de ataque, ya colocados junto a las
puertas del hangar.
Orikan imitaba la respiración para contar el tiempo y mantenerse centrado.
Avanzaban muy deprisa: quinientas leguas por hora. Se acercaban al primer
glifo con dientes de sierra de su mapa táctico.
En el profundo pozo que era su mente, escrutó a través de los oculares del
oficial de control de ataque y vio aproximarse la primera nave orka: un
punto en la oscuridad de su lado de estribor, que aumentaba de tamaño.
—«Cargad las baterías de arco de relámpagos» —ordenó.
Crecientes auroras ondearon y se reunieron en el espacio en forma de
medialuna que se formaba ante la proa. Una nube de energía solar fue
saliendo del vacío y se condensó hasta formar un punto brillante como una
estrella. Cualquier otra especie, incluso los eldar, lo consideraría un milagro
de la técnica. Pero para Orikan no era más increíble que derretir plomo para
hacer balas.
—«Objetivo en rango, señor».
Orikan dejó que la Zodiaco se acercara a la nave orka. Contuvo el fuego.
Pequeños objetos comenzaron a rebotar en el metal viviente de la proa de la
Zodiaco. No eran disparos. Por lo que sabía Orikan, el pequeño kruzero
orko aún no había detectado la nave necrona que se le acercaba.
La Zodiaco había entrado en el campo de escombros que rodeaba todas
las naves de los pielesverdes: una suelta nube de tornillos, chatarra y basura
que flotaba alrededor de las desvencijadas naves incluso cuando estaban
ancladas en órbita.
Orikan revisó las lecturas termales en busca de las plumas de calor del
sistema de propulsión de la nave orka, y confirmó que no los estaban
bombardeando con ningún sensor. La Zodiaco chocó con una placa suelta
de casco del tamaño de un bombardero. Esta se resbaló por la necrodermis
y se alejó hacia el espacio rodando como una moneda.
—«Fuego».
El pequeño sol que se había formado en el arco de medialuna de la
Zodiaco saltó hasta el kruzero. Rayos de luz bailotearon y se arrastraron,
tocaron la superficie de metal y buscaron los puntos débiles. Tanques de
prometio atornillados en el exterior del casco roto de la embarcación se
agrietaron y dejaron salir ráfagas presurizadas, y los componentes químicos
fueron esparciéndose, sin inflamarse, en el vacío carente de oxígeno.
Absorto en su carta, Orikan movió el dedo hacia el penacho de ventilación
más grande en la dorsal del kruzero. Con un gruñido, hizo fluir el veinte por
ciento de su consciencia en los circuitos del puente y recorrió toda la nave.
A gran velocidad fue siguiendo las revueltas de los cables eléctricos. Pasó
rápidamente a los grupos de abordaje, que se preparaban en la cámara de
translación, a los encargados de los motores, que cuidaban del enorme
reactor, y vertió una porción de su consciencia en el artillero criptecnólogo
que se encargaba de la batería del arco. El ser era lento, con mal
funcionamiento, aún tieso por el sueño de sesenta millones de años.
—Idiota —gruñó a través de los labios del criptecnólogo, pasó los dedos
sobre el orbe de control de la batería del arco. Observó cómo un hilillo de
electricidad esmeralda toqueteaba como un dedo explorador en busca de la
salida principal de humos. Se coló adentro.
Con la otra mano del criptecnólogo, Orikan cerró los arcos y subió la
potencia.
Los arcos de relámpago se reunieron con el primero, ansiosos, como si
estuvieran hambrientos.
Brillantes destellos iluminaron las escotillas triangulares del puente del
kruzero. Se cubrieron de humo, y luego estallaron hacia afuera; el oxígeno
interior no tardó en consumirse, y las columnas de llamas que se veían por
los ojos de la nave desaparecieron rápidamente.
—Ya está, así se hace —dijo Orikan, mientras alzaba la mano del oficial
artillero como si fuera un títere y la usaban para cruzarle de un tortazo la
mandíbula al criptecnólogo—. No hagas que tenga que volver aquí.
En el puente, el resto de la consciencia de Orikan observaba al kruzero
escorar y quebrarse a la altura del puente. Uno menos. No habían luchado.
Escaneó la nave en busca de señales de vida y encontró solo unos pocos
cientos.
Abrió un canal de llamada.
—Trazyn —dijo, y vio cómo la Antigüedad aparecía lentamente por la
parte inferior de babor, igualando su velocidad—. Confírmame una lectura
de formas de vida en ese kruzero.
—Unos pocos cientos.
—Eso es anormal —repuso Orikan, esperando que no sonara como una
pregunta.
—No sé mucho de orkos, ¿tú sí, astromante?
—No es asunto mío conocer las especificidades de cada cultura bárbara o
rareza alienígena —replicó molesto—. ¿Es anormal o no?
Trazyn soltó una risita, disfrutando de saber algo que Orikan no sabía.
—Los orkos apiñan sus naves de proa a popa. Haz estallar a una y
seguramente verás más piel verde en el campo de escombros que metal. No,
probablemente hayamos hecho detonar un kruzero lleno de gretchins.
—¿Qué?
—Es una invasión; los auténticos orkos están abajo en la superficie.
Revisa tus escaneos; la mitad de esas naves están vacías.
Orikan miró el montón de naves que se iban agrandando en su pantalla
holográfica frontal.
Finalmente, un plan que estaba funcionando.
Y entonces fue cuando la deslumbrante alerta intersticial destelló en su
visión.
—«Alerta. Alerta. Alerta».
La Zodiaco se sacudió, y la tripulación del puente tintineó en sus cunas de
mando y anclajes de suelo cuando un proyectil impulsado por un cohete del
tamaño de un monolito se estrelló contra la proa.
Orikan alzó un visor de escrutinio y vio un enorme cráter en el brazo de
estribor de la medialuna. Hilillos de energía fantasmal se alzaban de la
herida ennegrecida y cauterizada, recordándole a Orikan un quemador de
incienso en un templo. La crepitante energía ya estaba recorriendo los
bordes. Los átomos se realineaban, se reformaban y creaban un entramado.
En las cubiertas expuestas, podía ver a los espectros de reparación
disparando lanzarrayos de partículas, y rellenado el entramado con
necrodermis sanadora. Metal viviente, el que seguía siendo funcional, fluía
resplandeciente para llenar los espacios abiertos. Los escombros expulsados
de la herida regresaron rodando para colocarse en su lugar, como si fueran
un archivo mnemotécnico ejecutándose al revés.
Por delante, Orikan vio destellos bailando a lo largo de la línea de las
naves orkas.
Ya no era una emboscada.
Era una batalla.
El fuego orko llegaba en cortinas como las lluvias del monzón. Golpeando.
Estroboscópico. Aullante.
Proyectiles del tamaño de tanques de batalla. Rayos de un deslumbrante
color azul. Pequeños impactos tintineantes contra los escudos delanteros de
la Antigüedad que Trazyn juraba que eran guzanos akribilladorez. Así
hacían las cosas los orkos. Ningún tipo de objetivo prioritario o control del
fuego, solo soltándolo todo en una pared de artillería.
No se trataba de evitar el fuego, se trataba de evitar las armas pesadas y de
rayos.
—Orikan —llamó—. Ve directo hacia ellos, preséntales la silueta más
estrecha posible. Asciende y desciende para crear un objetivo móvil.
El holograma de Orikan tembló y destelló cuando la Zodiaco recibió otro
impacto.
—De repente somos el gran némesor del vacío, ¿eh?
—Tengo dos kruzeroz y una sección del puente de un cohete orko en la
galería. Y te digo que sus sistemas de fijado de objetivos no son lo que
deberían ser. Sobre todo a corto rango. Perderán la paciencia y se nos
echarán encima para envestirnos y abordarnos.
—¿Y tú quieres que vaya directo hacia ellos? Brillante estrategia…
—Necesitamos que se aparten para que yo pueda aterrizar. Si huimos, no
nos perseguirán. Pero, si cargamos, podemos conseguir que se vuelvan y se
muevan. Que quemen los grandes motores de sus kohetes por nosotros para
que no puedan reducir la velocidad o maniobrar. Entonces nos metemos por
debajo y les achicharramos la panza.
Silencio. El holograma de Orikan flotaba inmóvil.
—¿Orikan?
—Los algoritmos de adivinación predicen un porcentaje de éxito del
sesenta y dos por ciento.
—No está mal.
—Es la mejor opción que he encontrado después de la emboscada fallida.
Muy bien, Trazyn. La Furia del Zodiaco enfila la proa y acelera. Vectores de
aproximación aleatorios. Que las estrellas nos amparen.
El holograma parpadeó y desapareció, y Trazyn se volvió hacia la oficial
de adivinación, ralentizando su cronosentido y acelerando sus paquetes de
información, de modo que la conversación se transmitió en medio segundo.
***
La Furia del Zodiaco se sacudió con otro impacto más. Uno de los paneles
de glifos fosforescentes parpadeó hasta que Orikan trazó la Señal de Hept
para estabilizarlo.
Esta vez había sido un maldito torpedo. Uno prodigioso. Orikan había
ascendido, y el proyectil los había pasado por abajo, pero un fallo del
temporizador lo había hecho estallar justo debajo y detrás de su grupo de
popa, con lo que la Zodiaco se escoró hacia delante con el morro bajado
como un halcón cazando. La explosión metió su escudo superior
directamente bajo una lluvia de proyectiles de medio tamaño que lo
cortocircuitaron, por lo que uno de ellos pudo detonar contra la línea media
de la barra dorsal, la vara de esa nave que parecía un báculo. Esta barra
conectaba el módulo de proa a las aletas de navegación de la popa.
A Orikan, la visión se le llenó de informes rojos de daños. Escrutó el
interior de la cabeza de un espectro de reparación y vio que la necrodermis
del casco de la barra estaba rasgada como una ramita rota, pero aún sujeta
por la corteza. El grupo de cola se bamboleaba precariamente, y salía por
fuera del escudo con forma de lágrima que rodeaba toda la nave.
Orikan volvió a sí mismo, y despejó las alarmas de su saturada esfera de
información. En cuanto apartó el informe de daños, un holograma lo
emplazó.
—¿Todo bien, Orikan? Están…
Orikan agarró la proyección holográfica de Trazyn, del tamaño de un
muñeco, y la tiró a un lado. Estaba siendo demasiado detallado, calculando
demasiadas posibilidades, volando la nave con la cabeza en vez de por
instinto. Tratando de calcular cada movimiento. Demasiado perfecto.
Intentaba evitar todos los obstáculos, en vez de aguantar algunos impactos.
—«Envía espectros extra a la barra dorsal —ordenó—. Timón,
enderézanos. Nuevo plan evasivo. Algoritmo de vuelo enviado a…».
El puente se sacudió con otro impacto.
—Orikan —dijo Trazyn, reapareciendo en holograma—. Están
volviéndose para enfrentársenos.
Orikan alzó la mirada. Un cohete suelto dibujó su estela por encima, pero
la lluvia de proyectiles estaba disminuyendo. Y sí, cinco de los grandes
kruzeroz habían virado. Orikan vio sus furiosos ojos triangulares mirándolo
desde detrás del enjambre en disminución de torpedos brillantes y
relucientes proyectiles a reacción.
—Se aproximan torpedos —dijo Trazyn—. Capto formas de vida a bordo.
Abordadores.
—«Pasa entre medio —ordenó Orikan al timonel—. ¡Y, por los Dioses
Muerte, que agarren de una vez esa dorsal!».
Reunió su fragmentada consciencia, que había dividido para enviar a
demasiados lugares por toda la red de la nave mientras trataba de ocuparse
él solo de la batalla.
—Trazyn. Nuestras naves no tienen atmósfera, no están presurizadas —
dijo Orikan—. Los orkos… ¿respiran?
Una pausa.
—Tienen pulmones.
—«Preparados para repeler el abordaje —transmitió Orikan—. Por si
acaso».
La cultura de los orkos siempre había fascinado a Trazyn. A fin de cuentas,
hay que pensar en la locura de una estructura social que hace que los seres
no solo estén dispuestos a subir a un torpedo y ser disparados entre dos
naves espaciales en movimiento, sino que estén deseosos de hacerlo.
Teóricamente, esas cosas podrían ir hacia un objetivo, pero, cuando había
adquirido muestras, había descubierto que, por lo general, los controles eran
puramente decorativos. Les daba a los chikoz orkos la oportunidad de sentir
que estaban haciendo algo, pero la mayoría de las veces los controles del
timón del torpedo no estaban conectados a nada. Además, la cosa tenía una
carga de fuel limitada, con lo que si fallaba, el tubo atestado de pieles
verdes tenía pocas opciones. Tan cerca de la órbita, unos cuantos podrían
acabar capturados por el pozo gravitatorio y, después de unas cuantas
semanas, sucumbir al decaimiento orbital e inmolarse al entrar en la
atmósfera.
Los que se quedaban por el vacío formarían, supuso, una breve
microsociedad centrada principalmente en peleas y canibalismo.
Esos abordadores no tendrían ese problema, claro; Trazyn se aseguraría de
ello.
—Red de fuego.
Cortinas de energía salieron disparadas hacia la tormenta de torpedos que
se aproximaba. Fueron estallando uno tras otro, como petardos; se
reventaban por el centro y derramaban cuerpos verdes que se asaban
chisporroteando en el escudo delantero de la Antigüedad. Uno se alejó
rápidamente, pero un roce de electricidad le cortocircuitó el sistema de
impulsión y lo convirtió en otro pedazo de basura espacial.
Los orkos comenzaron a salir por la escotilla lateral; las mochilas
propulsoras se fueron encendiendo a medida que se separaban de la
superficie del torpedo y comenzaron a lanzarle tiros de piztola a la
Antigüedad.
Una Guadaña de la Noche descendió y atomizó el vehículo dañado,
llevándose a la tripulación con él. Recomendado por su oficial de vuelo,
Trazyn había desplegado las Guadañas para crear una pantalla una vez
quedó claro que los kruzeroz estaban enviando naves más pequeñas. La
mitad del escuadrón de la Antigüedad estaba protegiendo el debilitado
escudo superior de la Zodiaco, ya que el impacto en su dorsal había dejado
en tierra a sus propios cazas.
Trazyn contemplaba a la flota orka acercándose, con los dientes de sierra
ya claramente visibles sin ningún aumento. Enjambres de kazabombaz a
prueba de vacío salieron de los costados de la destartalada nave. Trazyn
juraría que uno de los kruzeroz había abierto la bahía de los cazas
detonando los pernos explosivos de varios paneles enormes, y tiraba las
placas de fuselaje hacia atrás como pétalos de flores.
Serenata
Serenata
Apertura de la Tumba
***
Trazyn cerró el enorme tomo, desintegrando páginas que enviaron una
tormenta de polvo asqueroso con un fuerte crujido. Bichos corrieron, presas
del pánico, por el lomo.
—No, no. No me sirve. Debo ir antes, creo. Koloma, por favor, búscame
volúmenes anteriores de Se Bebieron los Mares. Una copia de antes de que
la Inquisición censurara el capítulo dos. Y cualquier cosa que puedas
encontrar sobre proyectos de edificios subterráneos en el…
—¿Señor? —repuso el viejo bibliotecario de noche. Cargado de hombros,
con la espalda torcida por décadas de empujar carretillas y colocar grandes
volúmenes en las estanterías.
—¿Sí, bibliotecario?
—Lamento decirte que esta será mi última noche contigo.
Trazyn alzó la mirada.
—¿De verdad? ¿Tan pronto?
—Te lo mencioné hace dos años, mi señor, que estaba programado para
que me retiraran a la fuerza.
—Pero yo pagué por esos augméticos. La cadera y la pierna. Por el
rejuvenecimiento para mantener tu cuerpo en una sola pieza cuando
comenzó a deteriorarse.
—Eso fue hace treinta años, mi señor. He envejecido a tu servicio. Y no es
una cuestión de quererlo o no. Hombres más jóvenes del librarium desean
ascender, y no pueden mientras yo mantenga mi puesto.
—Ya veo —repuso Trazyn, mirando al anciano bibliotecario de arriba
abajo. No lo había notado en su foco profundo, pero vio que era cierto. La
piel de Koloma era tan fina como un pergamino; su paso desequilibrado,
como si su pierna de carne se hubiera marchitado debido a la fuerza de su
compañera de metal. Llevaba un corsé ortopédico atado sobre su túnica
amarilla. Los ojos castaños estaban empañados de cataratas; en el derecho
la tenía tan espesa que era como si la pupila mirara a través de una hoja de
papel; le contemplaba con pesar.
¿Qué edad había tenido cuando Trazyn lo tomó a su servicio?
¿Veinticinco? ¿Treinta? Joven y vital, eso seguro. Rápido de mente y fuerte
de cuerpo, capaz de cargar con volúmenes tan anchos como sus musculosos
hombros y gruesos como sus antebrazos.
—Bueno —dijo Trazyn—, entonces será mejor que te sientes.
Koloma se sentó, lentamente. Las articulaciones augméticas chirriaron y se
encallaron. Mantuvo su pierna natural tiesa hacia un lado, e hizo un gesto
de dolor cuando la rodilla se le dobló ligeramente.
—Has sido un sirviente bueno y leal, Koloma.
—Y tú un buen amo, señor. Mis tratamientos. El hab cerca de la biblioteca.
Mis hijos educados en las buenas scholams. Una caja de cenizas en el
Jardín del Recuerdo para mi querida Morea. Te debo mucho.
Trazyn agitó una mano, como si no fuera nada.
—Las recompensas son el mecanismo fundamental de un buen liderazgo.
Cualquier amo habría hecho lo mismo.
—Mis amos de día en la Biblioteca Central de Serenata no.
—No —admitió él—. La vuestra es una cultura aterrorizada, amigo mío, y
el terror produce obediencia, pero no lealtad.
—Lo he arreglado para mi remplazo, señor. Lo he estado entrenando. Es
un buen hombre llamado Tova. Xander Tova. Estará aquí para servirte
mañana por la noche.
Trazyn asintió.
—¿Le has dado el amuleto?
—Así es —confirmó Koloma—. Los escarabajos cepomentales ya se
habrán implantado. Lo vi en sus ojos durante el cambio de turno esta
mañana.
—¿Y lo has preparado tú personalmente?
—Es mi sobrino, señor. Lo he preparado para que cumpla sus
obligaciones.
Entonces, la cosa se habría hecho bien, como Koloma lo hacía siempre.
Trazyn esperaba que Tova demostrara ser tan capaz y entusiasta, aunque si
Koloma lo había preparado, esa era referencia suficiente. Los escarabajos
harían el resto, aunque Koloma podría haber trabajado igual de bien sin la
aplicación de su control a fuerza bruta.
—Te echaré de menos, Koloma.
—Y yo a ti, señor.
—Ya sabes, claro, que no puedo dejarte ir simplemente.
Un leve movimiento tras las cataratas. Una de las pocas veces que los
escarabajos tenían que imponerse.
—Claro que no, señor. Soy una carga para tu gran obra.
—No puedo prometerte que sea indoloro, pero será rápido.
—Gracias, señor. Mi vida ha sido larga y feliz. Solo deseo unirme a Morea
en la urna de las cenizas.
—Bien —repuso Trazyn. Quizá no hubiera estado expresando la verdad
consciente, pero era evidente que, en alguna parte de él, Koloma quería
morir. Los escarabajos no habían tenido que apretar mucho. De haberlo
hecho, podrían haber matado al frágil bibliotecario, que no era lo que quería
Trazyn. A pesar de su buen servicio, Trazyn no tenía ningunas ganas de
tener que subir su cuerpo desde el sótano.
—¿Quieres hablar primero?
—¿Sobre qué, mi señor?
—Este lugar. —Trazyn señaló las estanterías del sótano, los largos estantes
donde tenía su escritorio privado—. No solo la biblioteca, sino Serenata.
¿Qué estoy pasando por alto?
—¿Pasando por alto, señor?
—¿Sabes lo que busco?
—Mi señor, tú no me lo has confiado, y yo no he preguntado.
Trazyn soltó una seca carcajada.
—Eres un sirviente más fiel de lo que había considerado, Koloma. Todos
estos años y no has curioseado. Buen tipo. Buen, buen tipo. La verdad es,
Koloma, que estoy buscando una tumba. Una cámara secreta construida por
mi raza.
—¿Y deseas saquearla, mi señor? ¿O venerarla?
—Ambas cosas, curiosamente. Y durante las décadas pasadas he estado
peinando los registros de propiedad, los planes de infraestructuras. Planos
del alcantarillado, informes geológicos…, buscando alguna pista de una
estructura. O piedra que no se podía extraer, o algún espacio ausente que la
humanidad ha evitado. Una sombra formada a su alrededor porque tu raza
lo encuentra demasiado desagradable. No he encontrado nada.
—Lo siento, señor.
—Entonces, ¿qué estoy pasando por alto, Koloma? ¿Qué tiene Serenata
que yo no sé? ¿Cuál es el alma de este lugar? ¿Por qué se nota tan
diferente?
—Ah —respondió Koloma—. Estás hablando de la Canción de Serenata.
—¿Esa tonada que los músicos callejeros tocan en la plaza? «Los vientos
del océano la pasean, la Canción de Serenata»? ¿Esa?
—Esa misma. —Koloma se dio unos golpecitos en la nariz con el dedo. A
Trazyn le pareció tan raro ese gesto que lo repitió, no fuera a ser algo de
importancia ritual o cultural—. Una canción muy rara, ¿no crees? La letra
es un desbarre patriótico, claro. Pero es muy diferente de lo que se oye en el
resto del Imperium.
Trazyn se dio cuenta de que sí lo había notado. Sus subrutinas neurales lo
habían almacenado como diferente de cualquier otra música urbana. En el
último milenio había desarrollado un pequeño interés, después de toparse
con un barco que llevaba la Sinfónica Vostroyana en un tour por una zona
de guerra para mantener la moral. En vez de tenerlos expuestos, los sacaba
de estasis de vez en cuando para algún concierto, junto con un errimu
solista de cuerda de Tallarn y una banda de gaita y percusión de Tanith.
—¿Por qué es diferente?
—Porque usa la escala pentatónica. Tiene cinco notas por octava, y la
escala estándar tiene siete.
—Interesante, aunque me cuesta ver la relevancia.
—Porque no has estudiado las creencias populares locales. Y no resulta
sorprendente. La Inquisición la armó gorda cuando mi abuelo era un niño.
No se habían preocupado de investigar la cultura local hasta entonces,
porque al ser un asentamiento pequeño, supongo que no éramos
importantes.
—¿Cuándo quitaron la estatua?
—Quitaron mucho más que eso. Porque durante mucho tiempo existía la
creencia popular de que el mundo de Serenata tenía un cierto ritmo. Un
latido que lo recorre, que se nota en nuestra música, en la forma en que
hablamos. Una voz vibrante. Algunos lo llamaron el Himno del Dios-
Emperador, pero otros hablaban de seres creadores primordiales viviendo
bajo la roca. La Inquisición, por su parte, remplazó esas fantasías con la
superstición ortodoxa de que era Santa Madrigal, llamando a los primeros
colonos a este mundo, y llamando a todas las almas pías a venerar al Dios-
Emperador por medio de la creatividad que ha hecho tan famoso este
mundo.
—¿Y qué dice la heterodoxia?
—Hubo una hermana de Santa Madrigal, la hermana Solarian. Una
compositora y organista de un talento inusual. Antes de desaparecer, insistió
en que la Canción de Serenata estaba tan metida en la cultura, en el corazón
de la gente, porque estaba metida en todo. La voz del Emperador hecha
puras matemáticas numéricas. La misma razón que gobierna la espiral de
las conchas, las telarañas, los vórtices circulares en el mar.
—Una ocurrencia muy común en la naturaleza. La simetría es…
—Perdona, señor, pero es justo eso. Solarian descubrió que la Canción de
Serenata no crea formas perfectas. Es un patrón asimétrico, pero regular. Se
repite. En todo.
Trazyn calló durante un momento.
—Cinco notas. Uno a cinco. Como una señal numérica.
—Precisamente.
Trazyn asintió.
—Tráeme todo lo que puedas sobre la Canción de Serenata y la hermana
Solaris. Luego ve y siéntate en tu escritorio.
—Sí, señor —contestó Koloma, mientras se ponía trabajosamente en pie
sobre su pierna tiesa y colocaba la mano sobre su carro.
Luego se detuvo, indeciso.
—¿Mi señor?
Trazyn alzó la mirada hacia él, sorprendido de que siguiera ahí.
—¿Sí?
—Después de mi largo servicio, ¿puedo hacerte una pregunta?
Trazyn se lo pensó.
—Puedes.
—¿Tienes la intención de destruir este mundo?
Trazyn dejó el panel de glifos fosforescentes con sus notas, dobló las
manos y miró al disminuido bibliotecario.
—¿Es eso lo que quieres saber?
—Sí. Me tranquilizaría saberlo.
—Déjame que te lo diga así. Estuve aquí cuando toda la isla era un
bosque. Cuando las olas rompían en lo que ahora es la Avenida de la
Embajada. Tiempo antes de que los contaminantes enturbiaran el aire y
cuando las lluvias del monzón se producían naturalmente, no sembrando las
nubes. —Calló un momento—. Así que cuando me preguntas si tengo la
intención de destruir este planeta, te pregunto yo a ti: ¿de verdad necesitáis
que os ayuden?
Koloma fue alzando sus viejas articulaciones, escalera tras escalera,
apoyándose pesadamente en su carro de libros mientras chirriaba por las
altas estanterías de madera del archivo, por las secciones largo tiempo
olvidadas que ni siquiera los Inquisidores habían encontrado. Allí, los
tomos eran del tiempo en que las aguas estaban altas, y sus gruesas
cubiertas y lomos eran de la piel de ballenas extintas. Llenó el carro y lo
empujó hasta el montacargas en desuso, pasó los libros en el cubo vacío y
cerró la puerta.
Apretó el botón para el subsótano y observó descender la última carga de
libros hacia el extraño ser en el sótano, al que había conocido sesenta y dos
años atrás. Una cosa más allá del tiempo y el espacio a la que, al principio,
había temido, hasta que tuvo el alivio de los escarabajos controladores.
Luego se fue a su escritorio, se sentó y juntó las manos, mirando el retrato
de su esposa, muerta hacía ya una década.
Cuando le sobrevino la apoplejía, fue lo más doloroso que había sentido
nunca.
Pero tal y como había prometido su señor de metal, acabó enseguida.
CAPÍTULO CINCO
Durante un largo rato, Orikan había estado debatiendo consigo mismo. Pero
cualquier situación lógica que planteaba le llevaba a la misma conclusión.
Todas las cartas astrales que realizaba le daban el mismo resultado.
Vishani tenía razón. Para abrir la tumba, debía abrirse él.
—Muy bien —dijo en voz alta—. Estoy listo.
Y así, lentamente, abre un canal en su matriz neural. No un simple canal
para un mensaje intersticial, sino algo mucho más vulnerable.
Desactiva protocolos de seguridad que impiden que otros lean sus
pensamientos, amplía el estrecho haz de información para permitirle a ella
colarse en su mente, para que coexistan en un solo cuerpo, incapaces de
ocultarse nada el uno al otro.
Nunca había hecho esto. Nunca se había imaginado haciendo esto. Uno
podía infectarse con cualquier tipo de plaga en los datos: el virus desollador
o cual fuera la contagiosa psicosis que transformaba a los necrones en
Destructores.
Pero esto era Vishani. Ella llevaba sellada desde mucho antes que esas
maldiciones cayeran sobre los necrones. Y es brillante. La idea de que una
consciencia elevada habite su propia matriz neural le produce escalofríos.
Una comprensión así. Un poder así. Haber sido elegido por esa… Era uno
de los mayores honores de su larga existencia.
—Estoy listo —dice.
Nota un suave cosquilleo de datos, como un ser poniendo el pie levemente
sobre el hielo, sin saber si la fina capa lo aguantará.
—No tengas miedo —dice él, sin saber si ha hablado para sí o para ella.
Abre más el ancho de banda de sus datos.
—«¡Orikan!» —grita ella.
El grito martillea por el canal, con mucho más volumen que si le hubiera
enviado un mensaje intersticial. Como una explosión dentro de su cráneo.
Le sobresalta, y cierra de golpe el canal de datos.
—«Peligro —dice—. Peligro. Peligro. Peligro».
Orikan abrió de golpe su ocular, su ocular de metal, y se tiró para un lado, al
notar unas afiladas garras arañarle las costillas.
Agarró el asta del Báculo del Mañana, que estaba en pie, y empleó su
solidez para girar en redondo antes de saltar al suelo en una posición
defensiva.
Lo que fuera que le había atacado ya no estaba, había vuelto a las sombras.
—¿Qué era eso? —le preguntó a Vishani.
No hubo respuesta. Como si lo que fuera que había visto la hubiera hecho
volver asustada a la prisión de la cripta.
¿Qué podría asustar a un ser etéreo?
Orikan captó movimiento en sus sensores periféricos y se volvió, dispuesto
a enfrentarse a su asaltante, y se dio cuenta de que solo era el vaivén del
sudario de telarañas en que estaba envuelto su cuerpo. Las espirales
irregulares de la tela le cubrían la visión, pero no era tan estúpido para
soltar su arma y limpiárselas.
Hilos flotantes se alzaba con el viento; la seda ultraligera agitada por
incluso el más leve movimiento del aire.
«¿Qué viento?», pensó.
La cosa le hubiera matado si la respuesta se le hubiera ocurrido solo un
segundo después. Se agachó y se volvió hacia el origen de la brisa, la
perturbación en el aire provocada por la criatura que iba directa hacia él.
No tuvo tiempo de reunir su fuerza para golpearle, solo para poner su
báculo entre él y la cosa horrible que se lanzó contra él con todo su peso.
Garras tan gruesas como puntas de sable le grabaron surcos en su máscara
mortuoria y le rompieron el tocado. Unas antenas bucales, correosas y
apestosas, encontraron el espacio entre sus costillas y babearon subiendo
hacia sus sistemas vitales en busca de alimento.
Dos ojos, de un rojo apagado como gemas, le miraban desde dos cuencas
hundidas. Tenía toda la fealdad de un humano, junto con las cualidades de
pesadilla de varios animales. Una pata acabada en un casco se alzó y le tiró
el báculo.
Garras triples se le metieron por debajo del brazo y se retorcieron en lo
profundo de sus sistemas vitales. El fluido del reactor, que brillaba en la
casi oscuridad de la cámara, goteó sobre el suelo de piedranegra.
Orikan tiró su consciencia hacia atrás: vio a la criatura retroceder y girar su
cuerpo; observó su camino exacto mientras la cosa volvía a las sombras.
Reinició su línea temporal justo antes de darse cuenta de que estaba
cubierto de telarañas.
Y, en vez de volverse hacia el hilo que volaba, se volvió hacia la criatura:
con el báculo echado hacia atrás y preparado para golpear.
No fue suficiente. La criatura era muy rápida. Tan rápida… Cual fuera el
sistema biológico de percepción que empleara, era casi tan avanzado como
el de Orikan.
El vil extraterrestre, porque esa cosa no podía ser de ese mundo, pasó de
una carrera hacia él a quedarse absolutamente quieto en un segundo. El
golpe de Orikan pasó inofensivo ante la criatura.
Luego, esta saltó, con músculos como muelles, que enviaron su cuerpo
púrpura volando por el aire.
No había tiempo de preparar el báculo para un segundo golpe. Orikan lo
dejó caer.
La cosa lo golpeó; lo tumbó y lo tiró de espaldas. Una garra triple se lanzó
a por su cuello, y él la esquivó.
Orikan no recordaba casi nada sobre el ser que había sido su padre. Un
hombre severo, rápido con la vara, al que los tumores del sol se habían
llevado incluso antes que a la mayoría. Mucho antes de la inmortalidad de
la biotransferencia.
Orikan siempre había tomado la senda del místico, pero su familia era una
casta de guerreros. Su padre, por lo tanto, había insistido en enviar a Orikan
al templo de los Inmortales. Allí, los tutores de la guerra le obligaron a
lidiar con los iniciados uno tras otro, gritándole correcciones mientras su
energía menguaba.
Se suponía que eso le haría más fuerte, pero no fue así. Orikan nunca sería
un Inmortal. Era pequeño y se hería con facilidad, por lo que en cosa de un
año ya había sido reasignado al templo de los criptecnólogos.
Pero había aprendido a pelear.
Y la biotransferencia le había dado la fuerza que a su viejo cuerpo tanto le
faltaba.
Rodó, y dejó que la garra triple hiciera saltar chispas de la piedranegra.
Luego se movió tan rápido como una serpiente constrictora: extendió el
brazo y apretó el miembro con garras entre la parte superior del brazo y las
costillas.
Empleó su cuerpo como palanca y quebró el miembro, notando el crujido
de la quitina y el desgarro del músculo.
La cosa chilló como loca y siseó de dolor, mientras las otras garras
trataban de arañarle. Estrechos tentáculos peludos le cubrieron el rostro. Ya
podía notar cómo la pata atrapada y rota se estaba reparando; su estructura
se afinaba y se volvía flexible hasta para tratar de soltarse. Trozos de quitina
cayeron al suelo.
Por muy duro que sus tutores de guerra lo hubieran entrenado, nunca le
habían ensañado a pelear con una criatura de cuatro patas. Notó que los
hidráulicos de superficie se le rasgaban y manaban a chorro. Notó los
hambrientos tentáculos cambiar de dirección, sorbiendo y lamiendo los
sistemas derramados. Vio el momento en que la criatura se echó hacia atrás,
confundida por el incomible veneno que goteaba de la estructura maltratada
de Orikan.
Luego, este realizó un movimiento que sus tutores de guerra nunca se
habían imaginado.
Mientras mantenía agarrada la criatura por el brazo roto, Orikan formó la
Parábola Balística de Vzanosh con la mano derecha.
Una onda de pura energía cinética golpeó a la criatura y la lanzó por los
aires: el cuerpo de la criatura comenzó a rodar mientras la pata atrapada se
separaba del resto, y dejaba hilos de un tejido suave colgando de la capa
quitinosa.
El bicho se arqueó hacia atrás, y repicó al caer al suelo entre los restos
retorcidos y envueltos en telarañas de los ejércitos necrones. Consiguió
ponerse de nuevo sobre las patas, y comenzó a correr hacia un lado, para
atacarle por el costado.
—Creo que no —dijo Orikan, poniéndose en pie.
Alzó la mano, con los dedos separados como si fuera uno de los hombres
en los teatros de marionetas baratos de la Plaza del Asentamiento. Su cresta
de orbuculums brilló con un fuego etéreo, con haces de rayos
chisporroteando y saltando entre los orbes conductores.
La criatura se cayó y estiró las garras para apoyarse en el polvoriento
suelo.
Una mano cubierta de telaraña le agarró la pata trasera. Otra se alzó y le
cogió la gruesa cola.
La cosa se removió por el suelo para escabullirse, confusa e intentando
soltarse. Miembros esqueléticos oxidados le agarraron las patas y la caja
torácica; manos que quebraban su caparazón de quitina y se le hundían en la
carne bajo él. Las antenas tentaculares se extendieron mientras la cosa
chillaba, luego rodeó un brazo oxidado con esas correosas partes de boca,
arrancando el podrido miembro de su glena.
Los necrones se alzaron del suelo, con cráneos rotos y miembros
quebrados, arrastrándose con un fuego reanimador que les ardía en los ojos
y la boca.
—¿Qué te pasa? —soltó Orikan, con su orgullo herido recuperándose bajo
el pegajoso bálsamo de la venganza—. ¿Acaso no te resultamos
apetecibles?
La criatura solo tenía un miembro libre; no el de la garra triple, sino uno
con cinco dedos destinada a agarrar. Los guerreros esqueleto lo arrastraron
hasta el suelo y lo inmovilizaron. Y le mordieron con sus bocas. Un
movimiento poco usual, admitió Orikan, pero al que no le faltaba cierta
justicia poética.
Luego lo observó, mientras los dedos de la mano libre de la criatura se
retorcían los unos alrededor de los otros como una hélice genética,
formando un pincho quitinoso. Una nueva garra retorcida.
Se la hundió en uno de los cráneos que le mordían, luego a otro.
Las manos envueltas en telarañas se fueron soltando. Los mutilados
necrones cayeron al suelo, exhalando el resto de energía que los había
hecho alzar.
La criatura pateó, saltó, esquivó y arañó por el bosque de brazos que la
querían agarrar.
Y desapareció entre las sombras.
—He hecho un descubrimiento —comenzó Trazyn, dejando sonoramente la
pila de libros sobre el sarcófago—. Ya sabes cómo estaba pontificando
sobre la música de Serenata, pues bien…
—¿Es que esto? —Orikan dejó la pata púrpura y azul sobre el mármol, y el
icor que aún goteaba chisporroteó ligeramente en contacto con la fría
piedra.
Trazyn miró el miembro con una expresión vacía, aunque por un instante,
a Orikan le pareció ver un destello de reconocimiento y diversión en los
impasibles oculares.
—¿De dónde has sacado esto? ¿De la cámara de la puerta?
—Me atacó mientras estaba en trance meditativo. Interrumpió mi
concentración mientras estaba al borde de una gran revelación.
—Qué desgracia.
No se dijo nada, y la pausa se extendió una buena hora.
—Bueno, ¿no creerás que tengo algo que ver con eso?
Otra pausa. Esta de dos horas.
—Mi querido astromante, esto es la Franja Este. El espacio salvaje. La
frontera. Esas pequeñas atrocidades han estado saliendo por todas partes;
hace poco me encontré con un nido en Ymgarl, un mundo inestable. Son
ladrones genéticos. Parásitos. No molestan mucho a nuestra raza, pero se
están volviendo bastante habituales en esa zona del espacio. Pueden estar
escondidos en cualquier lado.
—Entonces, ¿tú recogiste uno, y luego lo soltaste por la red de túneles con
la intención de asesinarme?
—La verdad, Orikan, esto ya es demasiado. Y si lo hubiera hecho, habría
soltado a más de uno. Creo que eres más que el igual de una de esas bajas
criaturas.
Orikan lo escrutó, con su monocular clavándose en Trazyn como un rayo
taladrador.
—Muy bien —repuso—. Como dijimos al Consejo Despierto, este mundo
es muy peligroso. Coge tu emisor de ilusiones; llevo demasiado tiempo bajo
tierra y querría coger aire.
Mientras salían de la cripta, Trazyn le habló sobre la Canción de Serenata.
—Si eso es cierto —dijo Orikan, alzando la voz—. Significa que
podríamos ser capaces de capturar la señal y seguirla a donde sea más
fuerte; la puerta de reserva que he presupuesto. Lo que significaría que aún
podríamos abrir la tumba antes del Exterminatus. Buen trabajo, Trazyn.
Llegaron al interior de la catedral, salpicado de sombras, y Trazyn se
detuvo, quieto como una estatua.
—¿Qué es esto?
—¿Qué es qué? —preguntó Orikan—. De verdad que tendrías que
molestarte en explicarte, colega. No puedes ir largando y esperar que yo
llene los números que faltan.
—Alguien —contestó Trazyn, con gestos indicando las bóvedas de la
nave, donde un grupo de hombres en mallas ajustadas estaban sacando
trozos quebrados de cristal coloreado— ha roto mi ventana.
—¿Ah, sí? —preguntó Orikan, mientras lanzaba una rápida ojeada hacia el
vandalismo—. Quizá pensaron que era fea.
CAPÍTULO SEIS
Antigüedad
Serenata
Apertura de la Tumba
***
—«Por favor, Vishani. ¿Dónde está la puerta de emergencia?»
—«No todo se retiene, Orikan. Muchos años en la cripta han dañado
mis bases de engramas. No puedo decirte la localización exacta, aparte
de que se halla debajo».
—«Esa emanación, la Canción de Serenata. ¿La envías tú?».
Una pausa.
—«Orikan, no escuches esa señal. Es peligroso. Ahí yace la ruina».
—«Mañana vamos a seguir la emanación. Trazyn cree que puede
llevarnos a la puerta de emergencia».
—«Y podría ser. Pero no hay que prestar atención a todas las señales.
Seguidla, si es necesario, pero no tratéis de descifrarla. No os quedéis
en eso. Como bien sabes, los datos pueden cambiar el sistema que los
contiene. Los datos pueden ser una maldición».
—«Eso es imposible».
—«El sermón convierte al creyente en fanático. El tratado político
transforma al indiferente en revolucionario. Una mentira expuesta
acaba con una amistad. La información nueva siempre afecta al
sistema que la consume, a veces de un modo catastrófico. Esa es la
maldición de los datos. Todos los datos. Pero los datos también pueden
estar corruptos».
—«¿Cómo están corruptos estos datos?».
No hubo respuesta.
—«¿Vishani?»
—«Con tan solo hablar de ello ya puede caer sobre ti. Ese es el peligro
de la información. Sigue la señal, Orikan, pero cierra tu mente a su
análisis. Prométemelo. No quieres lo que contiene».
Orikan pensó durante largo rato.
—«Lo prometo».
—«Gracias, mi igual. Ahora, dediquémonos al estudio del
empoderamiento astromántico. Has descubierto cómo abrir tus
sistemas al cosmos, cómo la energía del espacio-tiempo viaja por líneas
como las de un circuito impreso y cómo la posición de las estrellas
reorienta esa energía, pero ¿has descubierto cómo modificar tu
necrodermis para maximizar la energía recogida?»
—«¿Eso es posible?».
—«Entonces, hagamos otra sesión de escritura automática. Te puedo
dar los diagramas».
***
>>> Sujeto: ALERTA – Acuchillador de la Capital
>>> Transmisión: Vía Enlace Ascendente Seguro
>>> Receptores: Tenientes Detectives y Superiores [NO DIFUNDIR]
++ Establecer patrullas en el Distrito Abisal.
++ Hacer una llamada al público en busca de información.
++ Negar/desestimar informes de actividades de cultos.
++ Reprimir a cualquier colectivo de trabajadores que exija un paro en el
trabajo a consecuencia de los asesinatos.
>>> A las 04.30 horas, los ejecutores respondieron a un informe sobre un
olor extremadamente desagradable que emanaba de una alcantarilla pluvial
en el Distrito Abisal [VÉASE: callejero adjunto]. Al penetrar, hallaron el
cuerpo de Glavius Wyman, un empleado de mantenimiento del
Administratum que trabajaba en el sistema, en un estado avanzado de
descomposición. Las heridas son consistentes con las otras cuatro presuntas
víctimas del llamado «Acuchillador de la Capital».
La muerte de Wyman presenta paralelismos con la de víctimas previas, que
también vivían o trabajaban en el subsuelo. Según los registros de embargo
de sueldo del Administratum, Wyman dejó de presentarse al trabajo hacía
ocho días estándar. Los técnicos del medicae mortis sugirieron que las
lluvias del monzón artificial de la semana anterior arrastraron el cuerpo
desde el lugar del asesinato hasta que se enganchó en la rejilla de la
alcantarilla.
Hasta el momento, no parece haber ningún componente ritual en el
asesinato que pudiera indicar alguna actividad de culto. Las hipótesis
apuntan a que es la obra de un asesino compulsivo. Sin embargo, persiste el
falso rumor de que esos homicidios son obra de un culto. Cortar esta
tendencia cargando a los que fabrican esos rumores con un cargo de
sedición en segundo grado bajo los estatutos de subversión. Emplead cargos
en primer grado si el sujeto forma parte del llamado «Colectivo de
Trabajador del Subsuelo», y usan esos asesinatos como una justificación de
su huelga [VÉASE: Lista de Grupos subversivos].
FIN DEL MEMORÁNDUM
+ Pensamiento del día: «La ley es la encarnación de la voluntad del
Emperador».
CAPÍTULO SIETE
A través de las afiladas uñas, pudo ver una calavera con la sonrisa clavada.
Puerta de la Eternidad
Serenata
Serenata
Solo los seres menos cultivados creen que las estrellas parpadean. Es
una ilusión provocada por la atmósfera, la observación de alguien que
nunca ha viajado por el espacio. Las estrellas no parpadean, arden.
Son ojos sin párpados que nos penetran con su mirada.
– Orikan el Adivino
Serenata
Desde la primera nota, fue evidente que no sería una representación normal.
A la señora Torsairian, Gobernadora Planetaria de Serenata, le preocupaba
que fuera demasiado exótica para su invitado de honor. Todo se había
organizado en el último minuto, y esencialmente había tenido que injertar la
visita de la flota a las festividades culturales que ya estaban previstas. Pero
nunca se sabía cómo reaccionarían los de fuera a la Ópera de Serenata, los
nuevos tendían o a quedarse embelesados o a desconectar totalmente.
Su propia familia, que no era originalmente nativa de Serenata, no se había
sentido muy interesada por ese arte cuando llegaron, cinco generaciones
atrás. Torsairian era la primera que realmente la disfrutaba y se interesaba,
aunque sabía que no era para el gusto de todos.
Por eso, ya había hecho saber al vicealmirante Zmelker que no se sentiría
ofendida si, por ejemplo, surgía algún asunto militar urgente que le hacía
retirarse durante el primer descanso.
Él pareció agradecerlo. Esos oficiales de la Armada de la Franja del Este
eran, a fin de cuentas, tipos rudos y salvajes; algunos se diferenciaban muy
poco de los contrabandistas. Y, por el poco rato que habían pasado juntos, el
vicealmirante no parecía ser un hombre que disfrutara estando quieto
durante cinco horas.
Pero una mirada de reojo le dijo que su invitado de honor parecía
interesado en la representación. Treinta segundos de aria, y él estaba
inclinado hacia delante en su asiento, con la mano agarrada a la barandilla
de mármol.
Entonces, la mirada de la señora Torsairian se posó en el escenario y se
olvidó hasta de la presencia del vicealmirante.
Clavó la mirada en la diva vestida como el Rey Truhan. Los cautivadores
movimientos de los brazos, agitándose, rodando, ondeando y rompiendo
como las olas del océano desaparecido. La señora Torsairian alzó unos
gemelos de teatro, intentando discernir qué miembro era el augmético,
porque todos parecían moverse de aquí allá como si los brazos de la
cantante tuvieran doble articulación.
Comenzó a sentir un hormigueo en sus propios brazos, como si la
sensación de lánguida flexibilidad se apoderara de sus músculos. Las notas
caían sobre ella. Los gemelos de ópera comenzaron a parecerle
impresionantemente pesados.
Y la canción, atonal y sobrecogedora. En vez de fluir unas en otras, cada
nota estaba sola, una exhalación que crecía o moría independientemente,
como si estuviera desconectada del resto. La letra, si eso era la letra, no
estaba en ninguna lengua que Torsairian pudiera entender. Pero, a pesar de
ser desconocidas, las palabras le llenaban la cabeza con imágenes de negros
campos de estrellas, de túneles con agua corriendo y del retorcerse de dos
grandes gusanos que se unían cabeza con cola, persiguiéndose eternamente
en un equilibrio simbiótico.
Quería entenderlo. Creía que, si mantenía la mirada clavada en la
intérprete el tiempo suficiente, el Rey Truhan le explicaría esas
revelaciones. Y mientras observaba la obra con una atención embelesada,
vio que los ojos de la cantante del aria la miraban directamente a través del
túnel de sus gemelos de ópera y movía una mano hacia ella.
Un viento frío sopló un instante, como en los cuentos de fantasmas y de
dioses fantasmas que los antiguos colonos escribieron en textos prohibidos
para el público en general desde hacía mucho tiempo. Un entumecimiento,
como el agua en lo profundo del mar, la envolvió.
Torsairian dejó caer los gemelos de ópera y se dio cuenta de que le caía la
baba de la boca.
Y sintió la lenta presión de una pistola infierno en la nuca.
***
Orikan fue el único que vio el disparo.
Trazyn, predeciblemente, estaba cautivado por la obra. Seguramente
grabando cada sutil movimiento de una muñeca y cada puntada del traje.
Después de todo, era una representación muy poco corriente.
Tan inhumana…
Mientras tanto, Orikan escrutaba al público. Detectó músculos relajados y
ojos que parpadeaban lentamente. Segundos antes, el aire había danzado
con ondas mentales mientras los nobles charlaban, flirteaban, mentían y
perseguían sus mezquinos objetivos. En ese momento, solo había un vaivén
lento y sincrónico, como olas de un océano negándose a romper.
Ejecutó un programa adivinatorio y detectó actividad disforme.
Hipnosis masiva.
Y vio al guardaespaldas detrás de la gobernadora sacar lentamente su
pistola infierno. El hombre parpadeaba mientras lo hacía, como
desconcertado por sus propias acciones. Después estiró el brazo con el
arma, quitó el seguro y se quedó un momento ahí, con el cañón del arma
dibujando pequeños ochos.
Crack.
La gobernadora cayó hacia delante. Con la cabeza, golpeó la baranda junto
al punto en que su cuidada mano aún se agarraba al latón. Se desplomó de
lado hasta desaparecer bajo el balcón del palco.
Nadie se movió. Todos miraban fijamente a la cantante y sus notas agudas
y claras, como un dedo húmedo haciendo sonar una copa de cristal. El hijo
y presunto heredero de la gobernadora, sentado junto a ella, ni siquiera
parpadeó cuando la mano de su madre se resbaló de la suya.
Con una lentitud vacilante que recordó a Orikan una antigua batalla bajo el
agua, el guardaespaldas movió la pistola infierno hacia el heredero.
Crack.
—¿Qué endiablado ruido ha sido ese? —preguntó Trazyn, con los oculares
aún fijos en la representación.
Orikan fue pasando la visión de un palco a otro, y vio el tul gris de los
campos de privacidad acústica destellar como horizontes iluminados por el
rayo. Flash. Flash-flash-flash. Uno parpadeó y siseó cuando el brazo de un
hombre lo atravesó y quedó colgando hacia fuera, con la manga manchada
de sangre brillante.
Orikan agarró a Trazyn por el brazo.
—Es una emboscada.
—¿Qué? —dijo Trazyn, despertando de su ensueño cultural—. ¿Estás
desbarrando…?
A su espalda, la puerta se abrió de golpe. Se volvieron.
En la puerta había un hombre encorvado cubierto con el mallot oscuro del
equipo del backstage y una gorra negra encasquetada hasta las cejas. Una
bandana lila, el único toque de color, le envolvía el rostro.
Llevaba una pistola automática; el cargador ampliado se curvaba por
debajo de la culata como el cuerno de un carnero.
Los necrones, aún cubiertos por sus emisores de ilusiones, le resultaban
invisibles. El hombre apuntó con la pistola a la pareja con la mente
dominada.
—Orikan, apar…
Llovieron proyectiles de la pistola automática, abriendo agujeros en los
paneles blindados del palco. Segando a los dos amantes. Haciendo saltar
chispas en los cuerpos de los dos necrones. Destrozando los emisores de
ilusiones.
El percutor de la pistola automática iba de atrás adelante como una
herramienta eléctrica, y de repente se quedó frenado atrás, gastada toda la
munición.
El humo del arma llenaba el pequeño palco, oscureciendo la visibilidad del
asaltante.
Entonces, Orikan salió del humo, con la cabeza rodeada por su capucha
dorada, como una serpiente venenosa. Agarró al atacante con dedos como
herramientas quirúrgicas y lo lanzó contra la pared, abollando el yeso.
—El análisis espectromántico dice que no es humano —informó Orikan.
Trazyn salió del humo y examinó al asaltante falto de aire, sin prestar
atención a sus gemidos. Le pasó el pulgar por la cresta rugosa de la frente;
le obligó a abrir la boca, le rompió un diente afilado y extendió un ocular
para inspeccionar el modelo de crecimiento.
—Es un híbrido humano-alienígena. Los he encontrado por los mundos
exteriores. Este parece ser de cuarta generación. Seguramente parte de un
levantamiento más amplio.
Orikan miró hacia atrás a los asientos de platea, donde los acomodadores y
las estrellas de la industria pictográfica iban pasando por los pasillos con
hachas y cuchillos, asesinando tranquilamente al pasivo público, cuello a
cuello. Cada muerte apenas causaba una ligera modificación en las ondas
mentales de sus vecinos.
—Estúpido cabrón —se burló Orikan—. Nos has conseguido asientos de
palco para un golpe de estado.
—Bueno, las críticas eran muy buenas.
Orikan empujó al híbrido a través del campo de privacidad,
cortocircuitándolo con un estallido. El cultista se estrelló contra el foso de
la orquesta, rompiéndole el cuello a un violinista y haciendo caer a tres más
de la sección de cuerda.
La cantante vaciló ante la interrupción.
Y la gente comenzó a gritar.
Al otro lado del pasillo, en el palco fortificado de la gobernadora, el
hipnotizado guardaespaldas apuntó con su temblorosa pistola al
Vicealmirante Zmelker. El almirante notó que algo no iba bien; se volvió y
puso una mano sobre el respaldo de la silla.
Miró directamente al asesino.
Crack.
El proyectil caliente se le incrustó en el pecho al almirante con un ruido
seco, y lo envió hacia atrás hasta la pared del palco. Un soldado de
seguridad de la Armada, atontado pero capaz de moverse, placó al asesino y
comenzó a pelear torpemente, tratando de arrebatarle el arma en los
confines del palco.
Otro crack. Una lengua de fuego le salió al soldado por la espalda, y sus
piernas tambaleantes le enviaron de lado sobre el borde del palco, haciendo
estallar el campo invisible de privacidad.
Pero el soldado era obstinado: arrastró al asesino con él. Siete metros más
abajo, en medio de la multitud presa del pánico.
El teatro ya era un caos absoluto. Riadas de aristócratas iban hacia las
salidas, pero las encontraban vigiladas por acomodadores que blandían
armas pequeñas y martillos del backstage. Fuego a discreción desde los
palcos secuestrados del teatro segaba a la masa presa del pánico desde
arriba. La multitud trataba de ir en una decena de direcciones diferentes, y
encontraba la muerte en cada salida.
Orikan vio a otro soldado de la Armada poner en pie al vicealmirante, que
estaba aturdido pero vivo. Sobre el pecho, el enorme tablero de medallas de
campañas y premios estaba quebrado y humeante; las gruesas
condecoraciones de metal le habían parado lo peor del disparo de la pistola
infierno. Los soldados de seguridad que quedaban se agruparon a su
alrededor, escudándolo con sus cuerpos, intercambiando disparos entre su
palco y los otros.
—Tenemos que irnos —dijo Orikan.
En medio del tumulto, Trazyn observó a la cantante. Había dejado su aria,
y disfrutando con el terror, se quitaba la máscara con una lentitud reverente.
Una piel malva y una frente bulbosa se escondían detrás de la porcelana.
Una sonrisa de dientes afilados. Y, volviéndose, con las manos extendidas,
gritó en un lenguaje indistinguible hacia el fondo del escenario.
Un telón de fondo pintado con un templo de mármol cayó al suelo, y dejó
ver a un monstruo agazapado.
Por un momento, Trazyn pensó que era algo de la utilería o un altísimo
ídolo religioso, pero entonces la abominación alzó la cabeza y saboreó el
aire con una boca llena de tentáculos. Avanzó sobre unas enormes manos y
pies con garras hasta que se quedó tras la diva, a la que sobrepasaba tres
veces en altura.
Y mientras se erguía, estirando los miembros y atravesando el aire con una
voz, aguda, clara y atonal, Trazyn se dio cuenda de que la criatura solo tenía
tres brazos; el cuarto acababa en un muñón amputado.
—Creo que, como cualquier buen actor —dijo Trazyn—, debemos hacer
mutis por el foro.
—¿Es esa la criatura que lanzaste contra mí? —gritó Orikan. Tenía que
chillar para hacerse oír por encima del chirrido de la sierra.
—En ese momento, no sabía que eran vectores de infección —contestó
Trazyn, mientras detenía la sierra del cultista con un antebrazo, haciendo
que esta perdiera los dientes, antes de aplastarle el cráneo al híbrido con un
contragolpe. Luchaban mientras corrían por el corredor detrás de los palcos
—. En ese momento, pensé que solo eran raros y peligrosos. Resulta que
uno solo puede comenzar una infestación en la población nativa, creciendo
hasta convertirse en el patriarca cabeza del culto.
Orikan formó la Rejilla de Yinnith, invocando un escudo de luz sólida para
guardarse la espalda de los híbridos que surgían de los palcos disparando.
Los proyectiles se aplanaron contra la superficie cristalina.
—Así que admites que intentaste matarme.
Trazyn vio más híbridos apiñándose al final del pasillo y se detuvo de
golpe, invocando su obliterador. Con un golpe digno de un profesional,
abrió un agujero en la pared de la derecha, por el que entró el fresco aire de
la noche.
—Mi querido Orikan, eso solo era una broma. —Un disparo le rebotó en el
hombro—. Si hubiera querido matarte, sin duda habría empleado más de
uno, ¿no? Tengo más. Muchos más.
Y saltaron a la noche, con los suspensores de las piernas absorbiendo el
impacto sobre los adoquines cuando aterrizaron tres pisos más abajo. Por
encima de ellos, los insurgentes híbridos se reunieron en el quebrado
agujero, disparándoles, aunque fallaron todos los tiros.
—¿Por qué se están rebelando ahora? —se preguntó Trazyn, mientras se
refugiaban en uno de los oscuros callejones de la ciudad antigua.
—Las naves —contestó Orikan, con amargura; sus dedos rotaron en el
aire, dibujando una serie de zodiacos crisofase que ardieron ante él—. La
flotilla ha llegado antes de tiempo. La primera flota cruzada en visitarles
desde la infección inicial. Han visto una oportunidad de decapitar la
estructura de poder de Serenata y subirse a bordo.
—Para extender la infección, sí, eso resulta plausible.
—Lo que presenta un problema mayor. Ahora sabemos por qué los
humanos sancionan un Exterminatus en Serenata, pero, originalmente,
hubiera ocurrido en un poco más de un siglo. Por lo que esos oficiales de la
Armada están fuera de lugar en la línea temporal. Trazyn, creo que deben de
haber salido del empíreo ciento setenta y tres años antes de lo que marcaba
el destino. Por lo tanto, el levantamiento y el bombardeo comienza esta
noche.
—¿Es eso lo que te dicen tus cálculos?
—Por lo que puedo discernir de la confusión de esta situación. —Hizo
girar un zodiaco crisofase—. Llevará tiempo preparar las naves. Cargar las
municiones. Tenemos cuatro días y diecisiete horas.
—Justo. ¿Puedes abrir la tumba si llegamos a ella?
—Sí puedo —confirmó Orikan.
—Entonces, salgamos de esta emboscada y vayamos bajo tierra antes de
que comiencen los rayos de las lanzas.
Mientras bordeaban las sombras y giraban por los callejones adoquinados,
se fue haciendo evidente que eso era más que un simple golpe de
decapitación. Había fuegos ardiendo por toda la Ciudad Serenata, desde las
mansiones rodeadas de porches del pico de la isla hasta abajo, en los
monótonos suburbios de habs de Abisal.
Sus dos emisores de ilusiones habían quedado hechos pedazos por las
ráfagas de la pistola automática, y a veces su necrodermis, al sanar,
expulsaba balas planas de la superficie, el metal viviente hacía saltar los
proyectiles mientras se autorreparaba.
Nadie prestó atención a los gigantes de metal, quizá tomándolos por
variantes de las creaciones del Adeptus Mechanicus que rondaban las
calles, intentando asegurar las plantas de energía y los talleres. La lucha
sobre las instalaciones de los servicios, calculó Trazyn, sería feroz. Al cabo
de treinta segundos de camino, todas las luces del distrito se apagaron y el
centro colonial quedó sumido en la oscuridad.
Llegaron a la Plaza del Asentamiento y encontraron una auténtica batalla
en marcha; tres compañías de la Infantería Marítima de Serenata,
convocadas para un desfile en una plaza cercana, habían sitiado el teatro de
la ópera. Rayos láser rojos cortaban el aire, chamuscando el color blanco
hueso de las columnas de mármol hasta ennegrecerlas.
Los respondían andanadas de balas. Un mísil disparado desde el hombro
salió de entre los pilares, seguido de una estela de pólvora. Detonó contra el
costado de la antigua fuente de la plaza y levantó una nube de polvo blanco,
mientras enviaba trozos de mármol del tamaño de un puño volando para
fracturar cráneos. Un guardia gritó a través de una máscara de sangre, con
el rostro destrozado por los trocitos de piedra.
La Infantería Marítima portaba su uniforme de verano. Túnicas color oliva
con las mangas arremangadas. Gorras de color arena en vez de cascos.
Muchos, preparados para el desfile, ni siquiera llevaban chalecos blindados.
Y aunque estaban preparados para detenciones en la cabeza de playa y
operaciones fluviales, no para el combate urbano, se estaban comportando
admirablemente.
—Lamento no añadir unas cuantas unidades de Serenata a mi colección —
comentó Trazyn—. Supongo que he perdido la oportunidad.
—¿Cómo entramos en la catedral? —preguntó Orikan—. ¿Por los túneles?
—No sirve —respondió Trazyn, y señaló al otro lado de la plaza, donde un
grupo de gomosos cuerpos violeta estaba saliendo de una alcantarilla
abierta—. El culto domina el subterráneo. Nos irá mejor por la superficie.
Motores acelerados. Conos de luz esparcidos.
Un convoy de transportes blindados Taurox Prime salió desde el fondo del
teatro de la ópera y se fue alejando del edificio. Sus orugas lanzaban
escombros hacia atrás, y regaron a la multitud de cultistas deformes que
surgieron del callejón, siseando y disparando.
—Eso debe de ser el vicealmirante —dijo Trazyn—. O lo que queda de su
gente.
El último Taurox, con el escudo de la Flota de la Quinta Franja, volvió la
torreta para fijar los objetivos, con el cañón gatling ya rotando en
preparación. Un destello desde la boca tan largo como el brazo de Trazyn se
clavó en la oscuridad, balas trazadoras machacaron a los desafortunados
cultistas.
Sobre uno de los Taurox, un oficial superior de la Armada, en blanco,
manejaba un stubber pesado, y lanzaba fuego supresor a la entrada del
teatro de la ópera. Había perdido el sombrero, y apretaba los gatillos
gemelos con manos aún cubiertas de guantes de gala. Otro misil salió de
entre las columnas y pilló de refilón el costado del transporte, pero este
continuó adelante, con las placas de blindaje en llamas y el oficial yendo
hacia atrás en la escotilla, mientras su blanco uniforme iba volviéndose
rosa.
—De haber sido listos —se lamentó Orikan—, podríamos haber matado a
Zmelker antes de que ordenara la evacuación. Es el único con la autoridad
suficiente para lanzar el Exterminatus.
—O me lo podría haber quedado —reflexionó Trazyn, con un laberinto
teserático en la mano—. Tengo la sensación de que esta noche valdrá la
pena conservarla.
***
Así fue.
Los monstruos rondaban por las calles de Ciudad Serenata. Híbridos casi
humanos con el uniforme de la Infantería Marítima. Trabajadores
subterráneos con sierras y taladros para piedra, su uniforme decorado con el
símbolo de los dos gusanos, uno negro y otro amarillo, comiéndose la cola
del otro, complementándose para formar un círculo sin espacio interior, los
ojos alineados en equilibrio.
Y estaban cumpliendo su promesa de igualar la sociedad, de bajar al de
arriba y subir al de abajo. Ahora que el Rey de Tres Brazos se había alzado,
todos eran iguales. Desde los placenteros palacios en lo alto hasta los
barrios de chabolas de la cuenca.
Todos eran iguales, porque todos eran presas.
Pero, en el Abisal, la resistencia fue mínima. Las unidades más
contundentes del culto se habían desplegado por la ciudad vieja, para acabar
mejor con el liderazgo planetario. Ahí abajo, el peligro eran solo algunas
milicias y escuadrones de la muerte, nada especialmente complicado para
dos líderes necrones que podían manipular la corriente del tiempo.
Sin tener que esconderse mucho, llegaron a la instalación de bombeo en
poco más de una hora, aunque lo hicieron cubiertos de la pegajosa sangre
púrpura de, al menos, dos decenas de insurgentes con mala suerte. En cierto
momento se encontraron con una compañía de artillería pesada de Serenata
que bloqueaba una amplia avenida, tratando de evitar que las milicias
cultistas se reunieran en masa para dirigirse a la ciudad vieja, pero los
necrones habían llegado desde detrás de la línea de cañones, y cruzarla no
había sido ningún problema.
Trazyn aún seguía frotando el laberinto teserático, complacido con esa
colección inesperada, cuando llegaron a la estación de bombeo.
Orikan arrancó la puerta de sus goznes, abandonando cualquier tipo de
sigilo. Agacharon la cabeza para entrar en el interior desierto y se dirigieron
hacia el punto de acceso a los túneles.
—¿Llevas el Mysterios? —preguntó Trazyn.
—Sí. —Orikan lanzó una mirada a la colección de curiosidades de Trazyn
—. Esa es la gema eldar, ¿no? ¿La gema solar?
—Lo es, ¿por qué?
—El ritual de apertura del Mysterios requiere energía. Necesitaré
canalizarla. —Tendió la mano—. ¿Puedo verla?
—Primero bajemos más, mi amigo Orikan. Aún estamos demasiado cerca
de la superficie para mi gusto.
Descendieron hacia la oscuridad, hablando poco. De las tuberías a la roca
desnuda y a los túneles necrones. A más y más profundidad en la corteza
del planeta.
En cada vuelta del túnel, Trazyn sacaba una baliza del tamaño de su
pulgar, la activaba y la incrustaba profundamente en la pared.
—¿Y qué es eso?
—Nunca se sabe lo que puede pasar aquí abajo —dijo Trazyn, y rio—.
Incluso si abrimos la puerta, el Exterminatus podría quebrar el manto del
planeta. Los túneles podrían colapsarse y obligarnos a excavar una salida.
No olvidemos que tenemos una auténtica montaña sobre nosotros. No me
gustaría salir de la puerta sin un camino de vuelta.
Dos días más abajo, el planeta se sacudió por primera vez. Fue un pequeño
temblor. Como un estremecimiento.
—Está empezando —dijo Trazyn—. Supongo que será el Martillo del
Vacío, con una potencia de uno-ocho. Un disparo de precisión. Un intento
de darles a las fuerzas de tierra más tiempo para evacuar.
Orikan asintió y amortiguó sus transductores auditorios. El incesante
parloteo de Trazyn le había distraído durante los dos últimos días. El
arqueovista hablaba de todo, pensando en voz alta. El tipo de estrato
geológico por el que pasaban. Marcas de cadenas formadas en el polvo del
suelo. Los taladros mineros que los cultistas usaban como arma, tan
adecuados para penetrar la roca volcánica de Serenata. Eso llevó a tipos de
excavaciones geológicas, fisuras y simas, las condiciones ideales para la
formación de fósiles, fósiles notables que había recogido en Serenata.
La locuacidad era aún más interminable porque Orikan podía oír a Vishani
susurrando, animando, haciéndolo adentrarse más. Su voz se iba
fortaleciendo hora a hora, hasta que los pensamientos de los dos parecieron
convertirse en el mismo. Orikan trató de pasar el rato recordando cómo
había sido estar rebosante de luz de estrellas, una experiencia que sus
engramas no podían capturar del todo, e imaginando cómo sería que todos
los necrones pudieran alcanzar esa transcendencia.
Si él decidía que así debía ser, claro. No le apetecía demasiado ser uno más
entre muchos.
El cuarto día, el creciente tedio de Orikan tuvo un alivio temporal al
encontrarse con una banda de criaturas simiescas deformes, con su carga
genética alienígena corrompida mucho más de lo que jamás había visto. Los
atacaron con enormes brazos, blandiendo trozos de vigas de construcción
como armas, y los azuzaba a gritos un experimentador que les golpeaba en
la espalda con un rodillo erizado de jeringas.
Entonces, Trazyn dibujó un laberinto, y la novedad acabó. El resto del día
consistió en descender entre la roca, oyendo a Trazyn disertar sobre el alto
grado de aberración mutante entre los híbridos criados a partir de la carga
genética inestable de Ymgarl.
El suelo estaba inclinándose ahora; el bombardeo en la superficie era casi
constante. Corrieron.
Al final del cuarto día, probablemente el ochenta por ciento de la vida
orgánica de la superficie ya hubiera muerto. O eso mantenía Trazyn, cuando
Orikan se dignaba a escucharle. Este iba murmurando mientras corría,
centrando su atención en la tarea que tenía por delante. Y escuchaba a
Vishani, que le explicaba, en detalladas cadenas lógicas, lo que debía hacer.
Orikan no se dio cuenta de que habían llegado al depósito hasta que oyó el
chapoteo del agua bajo sus pies.
—… pósito agrietado.
—¿Qué? —preguntó Orikan.
—¡He dicho que el bombardeo ha agrietado la base del agua! —gritó
Trazyn.
Caían rocas del techo de la caverna, y se deshacían al golpearse contra el
estanque con solo un par de centímetros de agua—. Ha comenzado el
bombardeo final. Mira, han traspasado el depósito con un rayo.
Señaló el suelo de la cámara, y Orikan vio un enorme sumidero en el
centro, que se hundía como un pozo en la oscuridad.
—¡No falta mucho! —Trazyn sonrió.
—«Ahora, mi igual».
—No —repuso Orikan—. No falta mucho. Es el momento de darme la
gema.
—«No la pidas. Cógela».
Un peñasco cayó junto a Trazyn, y este alzó una mano protectora.
—¿Es realmente el momento? Esta cámara es inestable.
—«No puede ir más lejos. No puedes dejarle».
Orikan actuó deprisa. Con una mano agarró la gema, y con la otra formó la
Parábola Balística de Vzanosh.
Trazyn vio el movimiento, empleó la capa y seleccionó un futuro
diferente.
Le agarró la mano a Orikan y le retorció los dedos para cambiárselos de
posición; saltaron chispas y el hechizo murió.
—¿A qué estás jugando, Orikan?
—No podemos llegar allí los dos, me lo ha dicho ella. Solo uno de
nosotros. —Le arrancó la gema, saltó hacia atrás e invocó el Báculo del
Mañana, dispuesto a luchar.
Trazyn no le siguió. Una roca del tamaño de su cráneo salpicó el agua a su
espalda.
—Es una réplica, Orikan. ¿Crees que voy a llevar la auténtica colgando ahí
cuando pareces tan interesado en ella? —Invocó el obliterador—. Ahora,
detén esta estupidez; juntos hemos trabajado bien.
—Enviaste alienígenas a matarme, condenando este mundo para que ni
tuviéramos la oportunidad de abrir la puerta. ¿Es a eso a lo que te refieres,
Trazyn? Has destruido este mundo por una broma.
Orikan saltó disparado, fue a golpear pero detuvo el golpe, le agarró el
obliterador a Trazyn y trató de arrancárselo de las manos.
Lo único que consiguió fue acercársele mucho, cara a cara.
La caverna se sacudió cuando una losa del tamaño de un monolito cayó y
se hizo añicos sobre el suelo.
—Yo no quería hacer esto, Orikan. Estoy preparado, pero no quería
hacerlo.
Orikan forcejeó para arrancarle el obliterador, pero este se le disolvió en
las manos. Notó el resplandor prismático de un bolsillo dimensional al
abrirse; su bolsillo dimensional.
Trazyn se apartó, con el Mysterios en la mano, y se lo metió en su propio
bolsillo dimensional.
—Adiós, colega —dijo Trazyn.
Orikan se tiró sobre el arqueovista, y Trazyn lo abrazó, cerrando los brazos
alrededor de la delgaducha figura de Orikan, llevándolo consigo al suelo.
Orikan se debatió, gritando, y golpeó a Trazyn con la cabeza.
Entonces se dio cuenta de que no había nada ahí. El cuerpo de Trazyn
estaba vacío, como el exoesqueleto que queda después de que el insecto se
deslice y se libere de él.
Oyó un sonido que ningún mortal ha vivido para describir.
El sonido de un planeta al ser ejecutado.
Con un rugido tan potente que le colapsó los sistemas, la cámara se
desplomó.
Golpeándolo. Aplastándolo. Enterrándolo.
Orikan el Adivino, vidente de los necrontyr, yacía destrozado bajo una
montaña.
El espíritu algorítmico de Trazyn corrió a través de los repetidores que
había ido enterrando por los túneles, gritando de un punto a otro mientras
los túneles se desplomaban tras él. Cada uno ardía después de pasar él,
sellando el camino. A través de los túneles necrones. A través del lecho de
roca. Hacia arriba por las tuberías y hacia la tormenta de fuego que era la
atmósfera de Serenata.
Un planeta que, en todo derecho, ya no merecía un nombre.
Se metió en su sustituto en el puente del Señor de la Antigüedad, listo para
dar la orden.
—Subid a la superficie y buscad un vector de ataque. Quiero la nave
capital inutilizada en la primera pasada. No la destruyáis, queremos que
pueda retirarse. Calculad el fuego para infligir un daño extremo. Obligadles
a que redirijan la energía de las lanzas a los escudos.
Si el Exterminatus continuaba, la Puerta de la Eternidad sería destruida.
Pero aún tenían tiempo para retrasar lo inevitable.
El Señor de la Antigüedad, oculto bajo la superficie de la segunda luna de
Serenata durante milenios, se alzó, sacudiéndose el polvo lunar de encima
del fuselaje. Se fue desgajando en pedazos sólidos, que se resbalaban y
formaban un cráter con forma de luna creciente.
Y se lanzó sobre la flotilla como un depredador que ha descubierto a una
bandada de pájaros picoteando insectos. Se cargaron las baterías. Se
buscaron soluciones de disparo para tres naves diferentes.
Estaba a punto de darle al vicealmirante Zmelker otra medalla para su
colección.
—Fuego.
Cuatro horas después, las únicas naves Imperiales que quedaban eran
cascos destrozados de los cruceros de escolta y dos fragatas de clase
Espada, flotando con el espinazo roto bajo la mustia luz de Serenata.
Trazyn abrió un canal, buscando una señal.
—¿Orikan? —transmitió.
Ninguna respuesta.
—Orikan, identifica tu posición y podré sacarte de ahí.
Nada.
La única respuesta era un pulso. Un código numérico que corría una y otra
vez por la superficie.
3211 Paro 1534 Paro 4132 Paro 5324.
Trazyn contemplaba la superficie gris de un mundo muerto. La Canción de
Serenata, el aria de la Puerta de la Eternidad, era lo único que quedaba vivo
ahí.
ACTO CUATRO: MUNDO
MUERTO
CAPÍTULO UNO
Agua, la primera que el planeta había visto en siglos, manaba de entre las
hojas de la puerta, que se abría. Salada y clara, ajena al entorno estéril de la
Puerta de la Muerte, salía como un torrente, cayendo por la escalera, y casi
tiró a Orikan con su frágil cuerpo. Tuvo que poner una rodilla en el suelo,
agarrando el borde de una escalera con sus dedos rechonchos y gastados.
Entre la marea había medusas iridiscentes, y su brillo se fue apagando a
medida que las aguas corrían. Trazyn cogió una, maravillado por el dibujo
bioluminiscente, como las estrellas, impreso en su membrana.
—Han evolucionado —dijo Trazyn, maravillado—. Empujadas dentro de
la tumba hace un milenio y medio, cuando la abrimos. La última activación
de la puerta les permitió entrar. Los únicos seres que sobrevivieron fueron
los que eran capaces de alimentarse solamente de las energías
dimensionales arcanas. Creo que es una lección para todos nosotros.
Dejó caer la medusa, con su diseño guardado en sus bancos de engramas, y
fue hacia el portal.
—Trazyn. —Orikan se arrastró hacia arriba, casi incapaz de moverse hacia
delante. Tenía un actuador de la rodilla atorado. Se le nublaba la visión—.
Trazyn, no…
—El primero de muchos nuevos descubrimientos.
Y Orikan se dio cuenta de que el arqueovista no le estaba hablando a él.
De hecho, estaba hablando solo para sí.
Orikan trató de levantarse. No pudo. Había quemado muchísima de su
energía desenterrándose. Tratando de llegar ahí a tiempo. Se había agotado
para llegar a ese momento. Su reactor estaba en estado crítico, no
sobrecargado sino reduciendo sus ciclos. Había corrido demasiado cerca de
las líneas rojas de lo que era seguro, y lo había hecho durante dos milenios.
Un siglo atrás había apagado las alertas de sus sistemas porque le
dificultaban la visión.
Solo abriéndose al cosmos, a las energías del espacio y del zodiaco, que
fluían siempre, podía soportar estar en movimiento, para autorrepararse lo
suficiente como para llegar hasta allí. Pero la caída de las rocas había
dañado sus colectores de energía, y, aunque el poder del universo estuviera
fluyendo rápido y libre, solo podía sorber un poco de él cuando pasaban en
torrente por su estructura.
A uno de sus viejos maestros le gustaba la Parábola del Hombre y la Caña.
Era sobre un hombre que trataba de impedir el desastre bebiendo las
furiosas riadas que corren por el canal. Por cada trago, lo que serían diez
mil barriles pasaban y desbastaban su pueblo.
Orikan se sentía como ese hombre, sin embargo, por su agotamiento, no
podía recordar la moraleja de la parábola. Algo sobre lo de evitar las
acciones fútiles que hacen que uno sienta que hace algo pero que no marcan
ninguna diferencia.
E imparable como diez mil furiosos lath de agua de riada, Trazyn cruzó el
portal.
Orikan vio la entrada crepitar por las puntas y supo que sus esfuerzos
habían sido en valde. No le quedaba ningún poder. Nada de enviar su
consciencia hacia atrás, nada de lanzarla hacia delante. Sacó fuerzas de
flaqueza y se obligó a ponerse en pie. Comenzó a cojear con su báculo
subiendo hacia la puerta.
Ser viejo debía de ser así, pensó. Algo que nunca había alcanzado en su
vida, y que se le robó en la biotransferencia.
Una biotransferencia contra la que les había advertido. Y no le habían
escuchado.
«Se negaron a escuchar entonces, y Trazyn se negaba a prestarle atención
ahora».
Y allí, burbujeando desde sus bancos engrámicos, estaba la vieja amiga.
Su antigua compañera.
La furia.
Tan peligrosa para la concentración. Tan poderosa cuando se podía
controlar.
Esa batalla no necesitaba concentración.
El portal estaba disminuyendo. Disipándose. Consumiéndose a sí mismo
por los bordes de modo que lo único que quedaba era un círculo del tamaño
de una entrada humana.
Tenía los dedos demasiado gastados y rotos para hacer un símbolo de
hechizo adecuado. El Estabilizador de Vaaul requería tocarse la palma con
el dedo medio, y el dedo medio de la mano derecha había desaparecido
desde la primera articulación. La Reversión de Quellan era un algoritmo de
cuatro líneas; imposible decirlo a tiempo.
En vez de eso, simplemente gritó, lanzando toda su considerable voluntad
a la Puerta de la Eternidad, ordenándole como la máquina tonta que era.
ÁBRETE.
Aire raro. Luz rara. Metal frío bajo los pies. Las antenas de las mandíbulas
notan el sabor plano de los cuerpos de metal y las motas de partículas fritas:
armas de energía.
No hay conexión con la Mente. Olor a las feromonas de la prole, ausente.
La alfa pura cepa salió desde la luz corriendo. Correr era vivir. Correr
hacía que al enemigo le fuera más difícil acercarse. Se cubría el terreno
deprisa. Presionada por las violentas sacudidas que arrasaba planetas y los
reducía al bioma, para ser transformados en energía para las grandes flotas.
La alfa no pensaba esto. Lo sabía. Codificada en su genética estaba la
información de que correr era vivir, y de que parar era morir.
Y sabía que, cuando un grupo se encontraba rodeado, con todos los lados
cubiertos de organismos hostiles que aún no era de la Mente, solo había una
opción.
Atacar.
Así que salió de la luz corriendo, sin preocuparse de que un momento
antes su grupo y ella habían estado cargando contra una lluvia de fuego de
armas bajo el brillante sol. Para un organismo como ella no había pasado.
Solo un presente eterno, y un conocimiento profundo de que, por las leyes
del dominio, siempre se atacaba primero al organismo mayor y más feroz.
Saltó hacia el organismo humanoide que flotaba ante ella; garras triples
extendidas para agarrarse a su piel y derribarlo con su peso. Los tentáculos
con púas de la boca se extendieron para envolverle el cuello y consumir las
arterias que se encontraban bajo la frágil piel.
El rostro del organismo mostraba una configuración muscular que su
memoria genética no asociaba con el miedo.
Ningún problema. Ella pronto le enseñaría lo que era el miedo.
Los genestealers salieron como un enjambre de la dimensión laberíntica, un
delta de río de quitina, garras y siseada violencia. Se lanzaron sobre los
fragmentos del Embaucador, derribándolos con el peso de sus cuerpos
aferrados. Uñas desgarradoras y bocas chupadoras abrieron grietas en su
necrodermis, que sangró con la vieja luz de estrellas digeridas largo tiempo
atrás.
Un fragmento, el herido, cayó bajo la creciente pila de cuerpos
alienígenas. Una detonación, y la luz de las estrellas se alzó en chorro desde
la masa, lanzando ennegrecidos cuerpos alienígenas en todas direcciones,
mientras la energía estallaba hacia arriba como un volcán. La estela de la
explosión cubrió los oculares de Trazyn de quitina atomizada.
Al principio, pensó que el C’tan había desatado algún nuevo poder, y
después se dio cuenta de que se estaba difuminando. Su esencia se había
perdido temporalmente en el éter. Uno de los parásitos había atravesado su
necrodermis y desatado al ser etéreo contenido en su interior, disipando la
energía que había tardado billones de años en reunir, absorbiéndola de las
estrellas y devorando su luz. El resultado fue como una descarga de plasma,
y Trazyn solo había sobrevivido porque los genestealers habían recibido la
explosión.
Trazyn se arrastró hacia atrás con sus miembros destrozados, observando
cómo el surgimiento de parásitos alienígenas ocupaba el espacio vacío en el
centro del ejército enemigo, y cómo, dado que en ese momento no podían
llegar a los fragmentos, comenzaron a moverse hacia los lados para
enfrentarse a los necrones corruptos.
Uno correteó hacia Trazyn, con su concha de tortuga resplandeciendo de
brillante color verde esmeralda bajo la luz ondulante de los rayos de un rifle
gauss. Trazyn siguió retrocediendo mientras enviaba una señal desde su
dañado sistema, buscando una conexión con uno de sus sustitutos al fondo
de la antecámara.
Una huesuda mano de cinco dedos lo arrastró hacia delante agarrándolo de
una pierna estropeada. Otra se le hundió en el nudoso sistema interior de su
pecho. Tres largas hoces se cerraron sobre su cara, una reventándole un
ocular…
Conexión.
Trazyn voló a su cuerpo sustituto, contento de abandonar esa batalla entre
dioses y monstruos.
Orikan gritó por encima del combate, observando a la gran masa de
necrones corrompidos avanzar hacia los parásitos alienígenas como un gran
agujero negro; los C’tan habían engañado a Trazyn para que se acercara a
ellos, y él los había engañado a su vez.
Y había creado una distracción maestra.
El fragmento principal levitaba tras las líneas, flotando, controlando, con
la mente sumida en la concentración de mantener tantas mentes esclavas.
Orikan realizó un sortilegio, con los mapas de las constelaciones rodando
frente a él mientras volaba por senderos M-dimensionales, tratando de
evitar ser notado. Ahí era muy difícil ver más de unos pocos segundos del
futuro; de hecho, era casi imposible. Las pequeñas colecciones de Trazyn,
sacadas de su propio período temporal y colocadas en otro, hacían que las
arenas del tiempo fluyeran raras. Y como no tenía ni idea de su
localización, no podía crear una carta astral correcta.
Iba volando por suerte e instinto. Sin calcular. Actuando, curiosamente, de
un modo muy parecido al del temerario Trazyn.
Y había aguantado hasta el momento haciéndolo así. Hizo una adivinación
de rango y preparó su ángulo de ataque. Cargó el cañón de partículas a la
máxima potencia.
Rango en tres.
Dos.
Uno.
El Embaucador abrió los ojos de golpe, mirándolo directamente. Orikan
notó que le clavaba la mirada desde media legua de distancia. Casi lo notó
mirándolo directamente a través del piloto que controlaba y hasta dentro de
sus propios circuitos más internos.
Disparó.
El cañón lanzó su rayo; su paso no era nada más que una ondulante
neblina de calor dentro del campo contenedor del flujo de partículas. Orikan
mantuvo el vector de ataque, quería aguantar el rayo directamente sobre el
objetivo todo lo que pudiera. Puso al mínimo su cronosentido para
asegurarse.
Dispararía hasta vaciar las baterías, y luego lanzaría la Cuchilla de la
Necrópolis directamente contra el Embaucador.
El torrente de antimateria golpeó en el amplio pecho del Embaucador, y el
punto de impacto se prendió con una llama de vela como un láser soldador
sobre el acero.
Con su cronosentido ralentizado, Orikan vio al Embaucador bloquear el
torrente con la palma de la mano, como si fuera un rayo de sol incómodo.
Luego, dobló su brillante mano, y dejó correr el ardiente torrente sobre los
nudillos mientras extendía un único dedo y lo alineaba con el rayo.
Artificialmente ralentizado, Orikan vio el rayo revertido; acumulando la
cadena de antimateria hacia la Cuchilla de la Necrópolis. Una chispa
púrpura corrió hacia la nave como una mecha encendida.
Expulsó su consciencia justo antes de que la cuchilla se destrozara en una
implosión de irrealidad; el rayo antimateria destrozó el morro de armas y
coció el cañón de partículas.
Orikan sacó su espíritu algoritmo del piloto justo antes de la sobrecarga;
quería recoger todos los datos que pudiera sobre el torrente de partículas.
—Una proyección de energía —dijo, mientras hacía desaparecer sus
paneles de glifos fosforescentes y caía sobre la piedranegra—. Tiene
necrodermis, y no envidio al criptecnólogo al que convenciera para forjarle
esa cubierta; pero la mayor parte del cuerpo es energía. Se filtra, como la
radiación de un reactor. Pero es débil.
—Quizá desde la retaguardia, astromante —gruñó Trazyn,
sobrecalentando y enderezando el asta de su obliterador—. Cara a cara no
parecía nada débil.
—La debilidad es relativa —repuso Orikan, realizando cartas astrales en el
aire; sus círculos superpuestos, parábolas y rejillas formaban un mosaico
ante él—. El más débil de los escarabajos de las necrópolis le parece muy
poderoso a un roedor. Pero la cuestión permanece. Las armas gauss y
antimateria le afectan muy poco. Sea cual sea, el aura transdimensional que
lo rodea neutraliza la energía. Tu obliterador es nuestra mejor arma, como
lo es cualquier cosa que pueda dañar la cubierta de necrodermis
directamente. Por lo tanto… —Orikan señaló la melé rodante que tenían
ante ellos, e invocó un panel escrutador que mostraba, con una lentitud
dolorosa, al segundo fragmento surgiendo de un creciente enjambre de
genestealers, con cada corte en el cuerpo vomitando un fuego enfermizo
que atomizaba a los atacantes en estallidos de plasma.
—Has proyectado un campo de cronoestasis —dijo Trazyn, asintiendo con
la cabeza—. Para que podamos planear una estrategia.
—¿Tenemos una estrategia? —preguntó Orikan—. ¿Fue eso lo que estaba
pasando cuando te lanzaste a la batalla dejándome para que dirigiera un
ejército?
—Le hice daño.
—Cierto, y yo también. Sacamos a ese cabrón arrogante de su ensoñación.
Le hicimos darse cuenta de que no puede ocultarse a salvo detrás de las
líneas mientras nos enterraba bajo cuerpos desechables. Pero eso significa
que ahora está más desesperado. Hará…
Una onda de choque sacudió la cámara, deformando las losas del suelo,
que se elevaron y cayeron hacia atrás, con el fragmento principal como
epicentro. En las arcadas, enormes contrafuertes se quebraron y cayeron. La
onda de energía golpeó el campo de Orikan antes de la sacudida sísmica,
rompiéndolo. De una lentitud distorsionada, pasaron a movimiento y ruido
por todas partes.
—Ya viene —dijo Orikan.
El fragmento principal avanzó tan deprisa que su cuerpo se inclinó
diagonalmente, con el pecho de metal esculpido y las garras hacia delante
mientras se tiraba sobre los genestealers. Fue creciendo al avanzar,
triplicando su tamaño, mientras su aura de energía se extendía alrededor de
su cuerpo de necrodermis hasta que la forma física del ser solo existió en el
núcleo del espectro de energía, un corazón de metal que imitaba la
proyección de energía en todos los movimientos.
Un dios, un dios transcendente, entre los mortales. El Embaucador
extendió la mano, y los genestealers se desecaron, sus cuerpos sufrieron una
muerte celular masiva que hizo que se les cayera la cabeza como una fruta
vieja. El icor salía a chorro de sus articulaciones.
Intentaron correr, incluso la gran unión mental de su dios enjambre no era
suficiente para superar su instinto de conservación.
Una mano, ahora enorme, se extendió y agarró el cuerpo del restante
fragmento, que goteaba luz de estrellas. Este gritó, se retorció y se debatió
en la mano de lo que, después de todo, no era más que un trozo más grande
de sí mismo.
El fragmento principal mordió al fragmento roto, le clavó los dientes en
los esculpidos músculos del tórax y chupó toda la energía que se filtraba, y
su color pasó de un pálido amarillo a un intenso anaranjado.
—Trazyn —dijo Orikan—. Saca todo lo que tengas.
El Embaucador dejó su festín caníbal y los miró directamente; se alzó con
los brazos bajos y las palmas hacia ellos, mientras símbolos esotéricos y
estrellas devoradas mucho tiempo atrás bailoteaban entre sus manos y le
formaban un halo alrededor de la cabeza.
Fue a por ellos, con la marea de su ejército esclavo a la espalda. Necrones
rotos se alzaron de nuevo, se ensamblaron otra vez, arrastrando sus cuerpos
para unirse a la horda atacante.
Proyectiles trazadores de los dos bólteres pesados, que era todo lo que
quedaba de la patrulla después de que los omniscidas se hubieran ocupado
de ellos, escupió un fuego anémico contra la riada de cuerpos de metal.
Trazyn se dio cuenta de que era cosa de ellos dos. Dos necrones, que ya no
se sentían tan inmortales como antes, contra todo un ejército.
Al menos hasta que Trazyn cogió un laberinto teserático.
Y comenzó a soltar las reservas.
Puris el Lamenita salió de entre las hebras de gasa de la irrealidad, y sus
ojos cubiertos con unas gafas protectoras vieron el veloz avance de unas
criaturas de metal.
Curvó los labios ante su fealdad, y se llevó los dedos al amuleto que le
colgaba del cuello, donde notó a los dos gusanos persiguiéndose uno al otro
en un estado de constante equilibrio. Toscos, eso eran. Esculpidos no en los
elegantes materiales de la materia orgánica, sino en el muerto e inmutable
metal.
No pertenecían a ese planeta. Ese mundo santificado que pronto sería
visitado por los redentores de lo alto, que llegarían en sus exquisitas islas
celestes de biomateria. Pero el enjambre sagrado no podía ser llamado
cuando su premio contenía tal polución.
Golpeó la culata de su aguijada inyectora sobre el suelo quebrado,
silbando para llamar a sus creaciones.
Entes colosales surgieron a la luz, músculos como losas apretadas,
arrastrando martillos y bastas hachas formadas con vigas en «I». Le miraron
por debajo de frentes con crestas, lenguas demasiado largas y nervudas para
sus cortos paladares humanoides.
Los ojos, dorados, esperaban órdenes.
Puris el Lamenita apuntó su aguijada hacia el enemigo, y los aberrantes
salieron corriendo con una especie de trotecillo, apoyándose en los nudillos
sobre el suelo fracturado. Cabezas malformadas se inclinaron para embestir,
ululando al avanzar.
—¡Adelante! —gritó Puris, pinchándoles en la cabeza gacha con su
aguijada a medida que iban pasando, cada golpe acompañado del susurro
hidráulico de una inyección—. ¡Por el Rey de Tres Brazos!
Boot-Klikka Zugkruk no podía creerse su buena fortuna. Un momento antes
habían estado corriendo por la parte interna del casco de un robot,
animándose y matando en el entorno sin inercia de la gravedad cero.
Lo que era un buen truco, ¿verdad? Pero se estaba demasiado flotante para
su gusto. Al cabo de un buen rato de arrancar aletas, sus chicoz empezaban
a aburrirse. Cosa nueva, sí, pero no lo que realmente molaba.
Además, ¿qué gracia tenía zer un soldado de azalto si todo el mundo podía
volar? Le hería en el orgullo un poco, zí. Y en su bulboso corazón
bombeahongos, como en el de cualquier buen orko, Boot-Klikka siempre
ansiaba más enemigos.
Pero eso, esa gran ola de enlatados; eso era un bocado en el que un orko
podía clavar el diente, por no hablar de su rebanadora y su bota.
Respiró hondo, y bramó lanzándolos a la carga.
—¡Vamoz, chicoz! Vamoz a enseñar a esas latas que…
Pero entonces vio las estelas helicoidales alejándose, oyó los rugidos de
sus camaradas y se dio cuenta de que ya se habían lanzado.
—Bueno, no lez voy a culpar por tener ganaz —gruñó. Después encendió
su cohete, se palmeó el casco para darse suerte y se lanzó al oscuro aire de
la cripta, disparando su piztola en plan salvaje. Rayos de energía cortaban el
aire a su alrededor.
Al llegar a lo alto de su arco y descender hacia el torbellino masivo de
muerte, con las botas cubiertas de acero dispuestas a chafar al enemigo, se
perdió en la sensación de una felicidad cargada de rabia.
A su derecha, vio una burbuja de luz en arcoíris crecer al fondo de la gran
sala, y unos sinuosos tentáculos se fueron desenrollando para dejar ver el
torvo rostro de Mork, o quizá de Gork. El gargante había llegado.
Un rayo de energía le cortó el brazo de la piztola, y Boot-Klikka sonrió.
No había ningún otro sitio en la galaxia donde hubiera preferido estar.
Orikan contempló el enloquecido panorama.
A su derecha, un grupo de bioformas híbridas deformes se estrellaban
contra la marea de necrones mezclados, segando la oleada con porras y
herramientas mineras. Había uno que era el doble de alto que un humano
medio y que blandía toda una señal indicadora como si fuera un archa, y lo
vio tumbar a un necroguardia de un golpe, apartar a un guerrero de un
tortazo y clavarle el palo, ya sin cartel, a un desollador en el pecho, como si
fuera una lanza.
Detrás de estos, un trío de maltrechos Destructores se deslizaba sobre el
suelo, con su aplomo y su calculada ansia de muerte inmune al caos. Fueron
barriendo a los corrompidos con una fría precisión, segándolos por filas
como un cortador industrial.
A su izquierda, un comisario hacía avanzar una compañía de la Marítima
de Serenata, los riles láser escupiendo rojo hacia la masa de metal. Sus
gritos se fueron superponiendo hasta que toda la fuerza parecía hablar con
una única voz letal; su fuego encendía la vanguardia de los corrompidos,
rociando sus cuerpos de metal hasta que irradiaban como metal calentado
en la forja.
La compañía, vestida solo con cascos recubiertos de tela y chalecos
antibalas, estaba formando un muro con sus propios cuerpos.
—Han desfilado en Serenata. —Trazyn se encogió de hombros—. Los
recogí después.
Los orkos aullaban y gritaban en lo alto, sus caminos de sucio humo se
entrecruzaban, perdida toda la cohesión de la unidad. Tres de ellos habían
aterrizado en un Arca del Exterminio, y estaban despedazando al piloto,
extrayéndolo de su trono trozo a trozo.
Otro, con un grito gutural de triunfo, se lanzó directamente contra la
enorme masa del fragmento principal.
—Idiota suicida —comentó Orikan.
—Sin duda—repuso Trazyn, mientras activaba otro laberinto—. Pero fíjate
en el largo misil blanco en su mochila.
El Embaucador batió la mano hacia el zoldado de azalto y lo envió dando
vueltas con una ola de energía, de modo que se estrelló contra la masa de
cuerpos corrompidos que tenía a sus pies.
Junto con el misil cazador-asesino activado que lo impulsaba por el aire.
El misil antitanque detonó, sacudiendo la cámara y lanzando cuerpos en
una lluvia de piedranegra pulverizada que erupcionó hacia lo alto, haciendo
llover sobre los atacantes trozos de antigua mampostería.
Entonces, el gargante se abrió, y el cañón colgado en el bajo vientre
comenzó a resonar mientras lanzaba en arco proyectiles hacia la masa,
incapaz de resistir el denso agrupamiento del enemigo. Dio unos cuantos
pesados pasos, rompiendo las losas del suelo allí donde pisaba, y dio una
patada con sus enormes sierras para destrozar un Arca Fantasma que
parecía estar del lado de Trazyn y Orikan. Cuchillas de la Necrópolis lo
rodearon como molestos mosquitos, y el gargante agitó sus torpes brazos,
lanzando llamas que enviaron a dos dando tumbos por el aire.
Los flancos comenzaron a ceder, pero el centro seguía avanzando, con la
idea hecha forma cósmica del fragmento principal sobresaliendo de la riada
de cuerpos.
Trazyn lanzó el último laberinto.
Rodó hacia el Embaucador, alzando molinetes de resplandor etéreo
mientras se expandía formando una tormenta de luz rodante.
Y en el interior de esas tormentas, unas sombras corrían hacia el enemigo.
***
Llegaron con el ruido de garras sobre losas. El repicar de la batalla. Eso
formaba la base rítmica sobre la que coordinaban sus cánticos de guerra.
—Sí. —El Embaucador rio, un sonido profundo que Trazyn filtró para que
no le alterara los sistemas vitales—. No querríamos que me escapara de
esta prisión, ¿correcto?
Trazyn apretó la mano alrededor de la pequeña astilla de fragmento que
tenía en la mano. El Embaucador atrofiado se removió en su mano y le
mordió en el metal insensible.
Tenía poca inteligencia, sus partes componentes habían quedado muy
destrozadas. Aun así, tendría que aumentar los protocolos de seguridad.
Con cada astilla de un fragmento que le daba al Embaucador de Serenata,
más poderoso se hacía. Y si alguna vez se soltaba, no estaba seguro de si los
bancos de látigos de partículas, los cañones del exterminio y los pilones que
apuntaban al dios roto podrían realmente destruirlo sin que Solemnace
implosionara.
Metió el fragmento en una cámara teserática montada en la espalda de un
escarabajo, lo soltó y observó cómo el escarabajo transportista levitaba
hasta la radiante boca del dios estelar.
Este la abrió y se tragó la cámara entera; la necrodermis crujió bajo sus
dientes de daga; la energía solar fluyó líquida sobre sus labios y su barbilla
mientras la astilla del Embaucador estalló gritando y fue absorbida por el
todo.
A veces, Trazyn sentía cierta culpabilidad por haberle dicho a Orikan que
había solo cinco fragmentos. Por haberse quedado uno, embelesado por la
cantidad de poder que esos fragmentos ancestrales contenían. El
conocimiento que tenían de la galaxia y su sabiduría sobre cosas
imposibles.
Si él fuera Orikan, viajaría hacia atrás en el tiempo y no lo cogería. El
Embaucador se iba haciendo más poderoso siglo tras siglo, y era inevitable
que llegara un momento en que quisiera ajustar las cuentas.
Pero no era así como funcionaba la historia, pensó. Estamos formados por
nuestros yoes pasados, fantasmas en los que no nos reconoceríamos si nos
los encontráramos. El Trazyn que se había llevado el fragmento de la
Tumba de Nephreth ya no existía, igual que el Trazyn que había existido
antes de la biotransferencia tampoco existía. Sin embargo, todas sus
decisiones, tomadas a ciegas, le habían llevado adonde se hallaba en ese
momento.
Era como Serenata, o Cepharil, o Cephris, cada iteración del mundo
cambiando la cultura y la geografía para los que venían después. Cada
sociedad que surgía sabía poco o nada sobre cómo se había formado o sobre
los predecesores que lo habían forjado. Cada dibujo de calles o mar drenado
era una decisión hecha en el momento, pero conservada durante eras.
Igual que una versión anterior de sí mismo, recordada solo de un modo
abstracto, le había colocado delante de ese dios caído, que lo que más
deseaba era destruirle. Un dios al que no podía hacer desaparecer ni liberar.
Pero era un dios que, mientras lo mantuviera atrapado, tenía sus usos.
—Un sacrificio inadecuado —dijo el Embaucador, mientras se pasaba la
lengua por el plasma que le goteaba por la barbilla—. ¿Qué deseas a
cambio?
—La Gran Fisura —contestó Trazyn—. Quiero conocer sus propiedades.
—Ahhh. —El Embaucador sonrió—. Así que quieres cerrarla.
—No —respondió Trazyn—. Quiero entrar en ella.
La rueda del universo giraba. Los zodiacos se alzaban y caían, y cada raza,
cada ser individual tenía su día en lo alto. Y todos, uno después de otro,
eran arrastrados hacia abajo por el giro implacable.
Porque eso es lo que hace una rueda, y Orikan lo sabía. No importaba que
estuviera montada en un gran tanque de batalla o en una piedra de moler
grano en una granja primitiva. Una rueda chafa.
Y en ese momento, era su turno de estar arriba. Había leído las
constelaciones y oído los susurros del cosmos. Después de siglos
esperando, las estrellas estaban, de nuevo, en posición.
Era el turno de Trazyn de morder el polvo.
Abrió su bolsillo dimensional y sacó a su guía, tocó las notas suavemente
sobre el cráneo con sus dedos en red.
—«¿Dónde está?» —preguntó.
—«Mas profundo, mi igual —respondió la cabeza de la Datamante Vishani
—. En el núcleo. La energía fluye, como siempre, desde el núcleo».
No estaba viva. No realmente. Sus bancos de engramas estaban activos, y
algunos de los centros del lenguaje permanecían. Pero, incluso mutilada,
había muchísimo conocimiento al que acceder en esas profundas bobinas
neurales.
Trazyn había dicho que los restos de Vishani se habían sellado dentro de la
tumba, con las Puertas de la Eternidad desmontadas y atomizadas.
Encerrada con sus responsabilidades para siempre en una dimensión
mazmorra inaccesible.
Pero había mentido y se había metido el cráneo en su bolsillo dimensional
mientras Orikan seguía casi inconsciente, recuperándose de su ascensión
temporal. Trazyn se había aprovechado del daño que Orikan había sufrido
en su propia psique para salvarlos a ambos. Se quedó la cabeza en
Solemnace para avanzar en sus propias investigaciones.
Hacía siglos que Orikan había roto su tregua para robarla y traérsela
consigo. Casi había destruido Solemnace en el intento. Se pasó un siglo
eliminando cualquier mácula del programa del Embaucador de sus sistemas
neurales. Estaba asombrado, incluso impresionado por lo profundamente
que el dios estelar se había apropiado de su personalidad para tentar y guiar
a Orikan a abrir la tumba.
Y fue entonces cuando Orikan se enteró del fragmento del Embaucador
escondido en el núcleo de Solemnace, energizando el mundo a través de
una esfera Dyson.
Rotando. Siempre rotando. Como una galaxia. Como una rueda.
—«El Embaucador nos espera —envió Vishani—. Mi función principal es
la contención».
—«Así es —concordó Orikan—. Pero algo tan poderoso estará más seguro
en nuestras manos, ¿no crees?».
—«Sacarlo de allí representa destruir el mundo de Solemnace»
—«Pues mejor aún. —Orikan sonrió—. Podré quitar esa catarata del ojo
del universo, y adivinar mejor el futuro».
—«Mi función principal —insistió ella— es la contención».
—«Puedes tener muchas funciones. Al igual que el fragmento de
Serenata».
Funciones como la de investigar cómo capturar y mantener una forma de
energía a largo plazo. Porque, aunque la insensibilidad de la omnisciencia le
había asustado al principio, había llegado a ver lo que era difícil
comprender en ese momento.
El tiempo es una rueda. Y la rueda siempre gira. Al universo no le
importan los necrones, los eldar, los humanos o los orkos. Ni siquiera le
importan los C’tan o los Ancestrales. Y el único modo de escapar de la
rueda era convertirse en parte de la rueda.
Y Orikan podía hacerlo, si contaba con suficiente energía cósmica.
Los planetas y las constelaciones estaban colocándose en posición, y sintió
sus canales de energía conectada, su materia oscura y la gravedad de los
superclústeres, la conexión del universo que lo mantenía rodando.
Abrió sus puertos de recogida y bebió de la luz lechosa de las estrellas de
la creación.
El tiempo es una rueda. Y la rueda siempre gira, haciendo que haya un
tiempo para todas las cosas.
Y, para Orikan, era un tiempo para la venganza.
SOBRE EL AUTOR