Está en la página 1de 402

Durante más de cien siglos, el Emperador ha permanecido sentado

e inmóvil en el Trono Dorado de la Tierra. Es el Señor de la


Humanidad. Por el poder de sus inagotables ejércitos, un millón de
mundos resisten contra la oscuridad.
Sin embargo, el Señor Carroñero del Imperio es un cuerpo
podrido, mantenido en vida por las maravillas de la Edad Oscura
de la Tecnología y las mil almas al día que se sacrifican para que la
Suya continúe ardiendo.
Ser un hombre en una época semejante es ser simplemente uno
más entre billones de personas. Es vivir bajo el régimen más cruel
y sangriento imaginable. Es sufrir una eternidad de matanzas y
carnicerías. Es oír cómo los gritos de angustia y desesperación
quedan apagados por las carcajadas de los dioses oscuros sedientos
de sangre.
Es una era oscura y terrible en la que encontrarás poco consuelo o
esperanza. Olvida el poder de la tecnología y de la ciencia. Olvida
las promesas de progreso y desarrollo. Olvida cualquier idea de
humanidad o compasión.
No hay paz entre las estrellas, porque en la siniestra oscuridad del
lejano futuro solo hay guerra.
ACTO UNO:
EL MUNDO
VIRGEN

NEPHRETH: Los dioses estelares te dicen que cuando entremos en el


fuego, no conoceremos la muerte. Pero ¿no ves la tragedia? Conocer
la muerte es conocer la vida.
HALIOS: Si los dioses no conocen la vida, mi faerón, ¿qué es lo que
conocen?
NEPHRETH: El odio, Halios. Eterno e inacabable.
– Guerra en el Cielo, Acto I, Escena V, Líneas 3-5
CAPÍTULO UNO

Antes de que el ser llamado el Emperador se revelara, antes del ascenso de


los eldar, antes de que los necrontyr cambiaran su carne por metal inmortal,
el mundo nació de la violencia.
Y a pesar de todo lo que vendría, esa violencia fue más terrible que nada
de lo que el mundo contempló posteriormente. Porque los incontables
frentes de batalla no son nada comparados con la tortura del cambio
geológico, y ninguna ojiva explosiva, por grande que sea, puede igualar a
un billón de años de turbulencias volcánicas.
Era un mundo sin nombre, porque aún no vivía allí nadie para dárselo.
Cortinas de hielo, altas como un crucero de guerra, se expandían y
contraían. Las placas tectónicas unían continentes, y de su colisión surgían
crestas montañosas como dientes en las encías de un niño. En el gran
océano del mundo, un volcán sumergido escupía magma ardiente hacia la
oscuridad del suelo oceánico, formando gradualmente una isla; luego, otra.
La placa oceánica se movía alrededor del foco de actividad y arrastraba las
islas recién creadas hacia el noroeste, mientras el hervor volcánico seguía
lanzándose hacia el agua negra y fría. Se formó un largo archipiélago, como
el punto y raya de un código arcaico, extendiéndose sobre la joya azul del
mar.
Las primeras civilizaciones, por decirlo de alguna manera, surgieron en
esas islas.
Los microorganismos dominaban las cálidas aguas, y su batalla por la
supervivencia era tan digna como cualquiera de las que llegarían después.
Pero sus esfuerzos, sus triunfos y su canibalismo pasaron sin ser notados,
incluso por los propios organismos. La sintiencia era una complicación
innecesaria.
Entonces llegaron los grandes constructores de ciudades. Colonias de
pólipos de coral que erigieron grandes torres de chimeneas y se fueron
dividiendo en celosías arquitectónicas de colores verde y magenta: unas
ciudades llenas de vida y actividad.
Y, como toda gran civilización, construyeron sobre los esqueletos de los
que vinieron antes. Capa sobre capa, cada generación emblanqueciéndose y
osificándose, para que lo vivo permaneciera, sin pensarlo, sobre una vasta
necrópolis de sus predecesores.
Quizá los peces que nadaban entre esas grandes barreras de coral fueran
los primeros seres sintientes del mundo. Tenían pocas emociones, aparte del
miedo, el dolor y el hambre; sin embargo, su llegada presagió una nueva
era: la vida allí ya no era solo una marcha de organismos carentes de
sensaciones que únicamente existían para existir. Ahora ya podían percibir.
Cuando los grandes lagartos salieron del agua, la lucha se convirtió en una
de patas, músculos y corazones que bombeaban sangre rápidamente por
fuertes cavidades. Y aunque esos grandes lagartos no tenían mucha más
inteligencia que los peces, sentían. Sentían el placer de la sangre caliente en
la lengua, el terrible dolor de una herida enconada y la seguridad de la
protección maternal. Morían en grandes cantidades, y sus cadáveres en
descomposición eran molidos y aplastados por los procesos geológicos, que
los convertían en los diamantes y el petróleo crudo por los que otros seres,
con el tiempo, se matarían entre ellos por poseer.
Y unos pocos, solo unos pocos, entrarían en un estado de conservación
imperecedera. Atrapados en limo e incapaces de descomponerse totalmente,
el calcio de sus huesos fue siendo remplazado átomo a átomo por roca,
hasta que no fueron más que esqueletos de piedra. Inmortales en forma, y,
sin embargo, nada de sus cuerpos se conservaba. Una burla de las criaturas
vivas y vitales que una vez fueron.
La vida en el mundo sin nombre continuó así durante billones de años, sin
que el resto de la galaxia le prestara ninguna atención.
Entonces, una noche, un saurio carroñero olisqueó el viento, y sintió que
algo había cambiado. Alzó el largo morro para apuntar hacia el cielo y vio
lo que nunca antes había estado allí.
Nuevas estrellas ardían en la mancha multicolor que era el cielo. Puntos de
luz que se agrupaban juntos con una regularidad no natural. Luces,
refulgentes como faros y verdes como las copas de los árboles que cubrían
la isla, se movían por el cielo como lo hacían las nubes.
Para el cerebro rudimentario del carroñero, una información visual tan
extraña como esa que percibía solo podía ser una alucinación provocada por
alguna de las plantas venenosas de la isla. Su cuerpo provocó el acto reflejo
de purgarse, y vomitó yemas de huevo y raíces de plantas, antes de lanzarse
a toda velocidad por el retorcido laberinto de los árboles terrestres.
Mientras el carroñero observaba para valorar la amenaza, las luces
descendieron. Las criaturas eran enormes, con unas grandes alas en forma
de hoz colocadas por delante y con unos cuerpos tan negros que destacaban
contra la noche.
Como cualquiera que sobreviviera en la isla, el carroñero reconocía a un
depredador cuando lo veía.
Una fría luz esmeralda manaba del vientre de las criaturas, y el carroñero
detectó el olor foráneo de la arena cocida hasta ser vidrio.
Criaturas de dos patas surgieron de la emanación, y quebraron con los pies
la placa de playa fundida. La luz de las estrellas relucía sobre sus cuerpos
como el sol sobre el mar, y sus ojos ardían, del mismo color verde que las
luces de los depredadores volantes.
El mundo ya no carecería de nombre.
CAPÍTULO DOS

Mundo eldar de Cepharil, Franja Este

Diez mil años antes del Gran Despertar

Las viejas historias, pasadas boca a boca entre los cantores del espíritu,
mantenían que cualquiera que tocara la piedra, ardería.
Vuestra mano se retorcerá y ennegrecerá.
Vuestras muelas brillarán ardientes.
Vuestros huesos se quebrarán como teas.
Porque he bebido de los viejos soles.
La canción decía que la gema era un meteorito. Vagando, semisintiente.
Absorbía la energía de cada estrella junto a la que pasaba. Se decía que,
durante la Guerra en el Cielo, los guerreros la habían empleado para
comunicarse con los mismísimos dioses.
Sin embargo, Trazyn hacía tiempo que había aprendido a no creer en las
absurdidades del folclore eldar. Por muy antigua que fuera la raza, aún se
dejaban llevar por las tonterías de un cerebro orgánico.
Trazyn había viajado durante tanto tiempo por la galaxia que había
olvidado en qué año había comenzado. Recopilar. Estudiar. Ordenar las
culturas del cosmos.
Y algo que había aprendido era que cada sociedad pensaba que su montaña
era especial. Que era más sagrada que la montaña a la que adoraba la tribu
vecina. Que era el único centro auténtico del universo.
Incluso cuando se les informaba que su cumbre sagrada era simplemente la
conexión aleatoria de placas tectónicas o que su espada bendita era una
reliquia alienígena muy antigua aunque relativamente corriente  – lo que
descubrió que era una revelación poco apreciada universalmente – seguían
aferrándose a sus historias.
Lo cual no quería decir que no hubiera dioses en el firmamento, claro.
Trazyn sabía que los había, porque él había ayudado a matarlos. Pero
también había descubierto que la mayoría de lo que las sociedades tomaban
por dioses eran puras invenciones propias, encantadoras imaginaciones
fantasiosas.
Pero aunque él no creía que la gema conectara con los antiguos dioses, eso
no significaba que no valiera la pena poseerla, o que no fuera merecedora
de la protección de los eldars.
Por eso, el sonido de un asedio resonaba por los salones de hueso.
Trazyn permitió que parte de su consciencia vagara suelta, si bien solo
para monitorizar la situación. Parte de su mente trabajaba sobre el problema
inmediato, la otra miraba a través de los oculares de su capitán de la
necroguardia.
A través de esos ojos, Trazyn vio que su falange de necroguardias aún
mantenía las puertas del templo. Los de primera fila habían unido sus
escudos de dispersión formando un muro, y cada uno alzaba su espada
hiperfásica como el percutor de una pistola cargada. Tras estos, los de la
segunda fila sujetaban sus dáculus como si fueran picas y las apoyaban
sobre el hombro de sus camaradas; así toda la formación quedaba erizada
con hojas que zumbaban de energía.
Perfectamente uniforme, se fijó Trazyn. Y perfectamente inmóvil.
Cadáveres exoditas cubrían los escalones ante ellos – armaduras de malla,
adornadas con plumas, estaban cortadas en líneas quirúrgicamente rectas;
los miembros y la cabeza cercenados. Sus sensores olfativos identificaron
en el aire partículas de músculo cocido.
Se estaban congregando para otro ataque. En la plaza ajardinada frente al
templo, donde convergían cinco calles de tierra, eldars exoditas correteaban
entre las plantas decorativas y los ídolos tallados en enormes huesos.
En la distancia, podía ver la pesada forma de un gran lagarto, fuerte y de
largo cuello, con dos cañones prismáticos gemelos colgados de su lomo
arqueado. Trazyn lo marcó como el objetivo de las dos Guadañas de la
Muerte que volaban en formación de apoyo en lo alto.
Llovieron proyectiles shuriken, y repicaron contra los escudos necrones
como el granizo contra el vidrio de una ventana. Un disco penetró en la
cavidad ocular de un necroguardia y se clavó ahí, bisecando el torvo fuego
de su ojo. El guerrero no reaccionó. No rompió la formación. Con un
chirrido de metal protestando, la aleación viva de su cráneo expulsó el disco
monomolecular, y este descendió lentamente hasta los escalones como una
hoja caída.
Trazyn contempló su forma a través de la visión del capitán. Circular, con
canales en doble espiral. Un diseño eldar común, que no valía la pena
conservar.
Notó un cambio en el aire y alzó la mirada vio a la primera Guadaña de la
Muerte, que descendía rápidamente para hacer una pasada de ataque. En el
último momento, el gran lagarto la oyó y rotó su cabeza de serpiente para
mirar el cometa que se acercaba.
Un rayo de energía de color blanco salió disparado desde el fuselaje de la
Guadaña de la Muerte, y trazó una línea de fuego a través del frondoso
sotobosque. Atravesó el largo cuello de la criatura y su tercio superior cayó
como la rama talada de un árbol. El gran cuerpo se tambaleó, se escoró, se
mantuvo derecho. Entonces, la siguiente Guadaña de la Muerte le atravesó
el abdomen e hizo estallar la carga explosiva de sus cañones prismáticos.
Detonaciones en cascada hicieron pedazos la criatura; el estallido de energía
púrpura lanzó a cientos de los hombres de armas a cúbitos de distancia.
«Es una pena —pensó Trazyn, mientras veía arder la carcasa del lagarto—.
Quería uno de esos».

Pero no tenía tiempo para esos proyectos secundarios. Cuernos de concha


resonaron por todas las torres rodeadas de selva de la ciudad, y ya podía ver
más grandes lagartos avanzando pesadamente hacia el templo. Uno alzó un
cañón shuriken de doble boca hacia el cielo y comenzó a escupir fuego a las
Guadañas, que ya se retiraban. Aunque eran primitivos, una vez que los
exoditas reunieran sus fuerzas, su pequeña tropa de adquisición sería
superada.
Cepharil estaba despertando para defender su Espíritu del Mundo.
Trazyn abandonó el cuerpo del capitán de los necroguardias, se reunió con
su consciencia y se centró en la tarea que le ocupaba.
Ante él se extendía un largo corredor de hueso espectral, seguramente
recogido del mundo que esos fundamentalistas hubieran usado para
comenzar su exilio autoimpuesto. Las paredes estaban decoradas con tallas
en bajorrelieve, realizadas sobre los huesos de los grandes lagartos, en las
que se representaba el éxodo de su sociedad.
Trazyn había estado buscando trampas con sus sensores, y había detectado
placas de presión y un enorme fulcro mecánico oculto en la mampostería.
Más allá esperaban las puertas ciclópeas de la cámara interior.
Finalizó sus cálculos y vio el camino que debía tomar.
Trazyn cogió su obliterador empático y entró en el pasillo.
Agujeros abiertos en los bajorrelieves tosieron para lanzar nubes de dardos
de hueso, que rebotaron repicando contra su necrodermis. Trazyn agarró
uno en pleno vuelo y analizó la punta: un veneno exótico extraído de un
invertebrado marino exclusivo de ese mundo.
Lo dejó caer en un bolsillo dimensional y continuó avanzando; notó una
piedra moverse y hundirse debajo de él.
Un trozo de mampostería, con la forma de un martillo y de seis toneladas
de peso, fue hacia él como un péndulo. Trazyn agitó una mano por delante
sin detenerse; la proyección de ralentización que surgió del emisor de su
palma detuvo el martillo a medio arco. Pasó junto a él sin siquiera mirarlo,
mientras la superficie del martillo vibraba de energía potencial.
Finalmente, la puerta. Alta como un monolito, y decorada con exquisitos
grabados de los dioses eldar. Una tira vertical de runas planteaba un poema
acertijo tan enrevesado que detendría incluso al más sabio, si desconocía el
oscuro saber de los–
—Tailliac sawein numm —entonó Trazyn, y se puso de costado para poder
colarse entre las hojas en cuanto se abrieron chirriando.

Normalmente, se hubiera esforzado un poco. Lo habría resuelto pensando,


y luego habría realizado un análisis textual. A Trazyn le encantaban los
acertijos. Revelaban muchísimo sobre la cultura que los había planteado.
Pero un aviso noémico de sus necroguardias sugería que los exoditas
estaban presionando más de lo previsto. No había tiempo para entretenerse
divirtiéndose.
No se había detenido a procesar el significado de las runas, solo las había
introducido en su base de datos lexicográfica en busca de dobles sentidos,
inferencias y connotaciones mitológicas. Incluso después, no podría haber
explicado cuál era la respuesta al acertijo o qué significaba. Era una mera
ecuación lingüística, un problema con una solución.
Una solución que lo había llevado ante la presencia del Espíritu del
Mundo.
La cámara se alzaba a su alrededor como una oscura gruta artificial, y se
perdía en un resonante techo abovedado. Sus pies de metal chirriaron sobre
una calzada de mármol espectral con vetas doradas. A ambos lados,
balaustradas de filigrana imitaban los corales de las profundidades
oceánicas, porque Cepharil era un mundo de mares cálidos y frondosos
archipiélagos. Y, más allá de las balaustradas, estanques de platino líquido
proyectaban luces acuosas sobre los muros.
—Bien —dijo para sí mismo—. ¿Dónde estás, encanto?
Ante él se alzaba el Espíritu del Mundo.
Se curvaba hacia delante, incrustado en la superficie abovedada del muro
del fondo. También estaba hecho de hueso, pero a diferencia del viejo hueso
espectral inerte de los muros y el techo, este crecía vivo del suelo y se
dividía como un abanico de raíces de árbol que hubieran crecido hacia
arriba en vez de hacia abajo.
No, se corrigió Trazyn, eso no era exacto. Sus oculares desecharon las
capas externas del Espíritu del Mundo y se centraron en las venas de
energía que recorrían el material psicoactivo. Un poder arcano palpitaba de
un lado al otro en un sistema circulatorio: corría por las arterias y los
nervios, viajando hasta los ramales superiores de la red y regresando al
suelo. Entonces, no raíces…, antenas. Sí, eso era, un gran conjunto de
antenas, enorme como una montaña, con los puntos finales de los ramales
curvándose hacia fuera del muro. Aquí y allí había pequeños brotes,
cargados de nuevo crecimiento.
Exquisito.
Trazyn se acercó más para evaluar el objeto. Notó que la sustancia no era
hueso espectral, al menos no en su totalidad. Era un híbrido, un sustituto,
nacido de los esqueletos de los grandes lagartos y entretejido con el hueso
espectral de pisco-plástico recuperado de la nave estrellada de los exoditas.
Una revisión de la secuencia genética no pudo determinar dónde
comenzaba una sustancia y acababa la otra, ningún punto donde el antiguo
artesano hubiera fundido los dos materiales o injertado uno en otro. Era una
mezcla sin fisuras, formada y cuidada durante millones de años: hueso
espectral tejido entre las moléculas de restos de dinosaurios, reactivas pero
de baja calidad. Una obra maestra de uno de los mejores cantadores de
huesos de la galaxia, un acto de arte y devoción que era templo, mausoleo y
metrópolis a la vez. Un lugar donde las almas de sus ancestros eldars caídos
pudieran descansar, unidos y protegidos de los hambrientos dioses del éter.
Trazyn fue hacia él sobre piernas incansables, mientras echaba hacia atrás
el cuello encorvado para ver el punto en que las más altas horquillas
desaparecían en la oscuridad de la bóveda. Hubo un tiempo en que su
propia gente había sido capaz de realizar obras como esa. Pero el proceso
de la biotransferencia, el regalo emponzoñado que había traspasado su
consciencia a cuerpos de metal inmortales, también había consumido casi
todo tipo de expresión artística. Su gente ya no eran artesanos o poetas. Los
pocos que conservaban el gusto por ello habían descubierto que sus
habilidades estaban muy disminuidas. Ahora forjaban en lugar de crear.
Una obra que necesitaba de todo ese cuidado, de todo ese amor, estaba fuera
de su alcance.
Era una pena que no pudiera llevárselo entero.
Con tiempo podría haberlo extraído, quizá incluso encerrar todo el templo
en un campo de estasis y transportarlo entero a su galería de historia en
Solemnace. Tener la gema en su contexto original sería un acierto muy
especial. Pero, de algún modo, esos primitivos habían sentido la llegada de
su falange adquisitiva, y no había tiempo. Lo cierto era que había roto el
protocolo al despertar hasta treinta de los necroguardias antes de su
momento. Hacerlo les había dañado las matrices neurales, y los había
convertido en poco más que autómatas que obedecían programas tácticos y
órdenes explícitas.

Aunque, si no podían recordar esa expedición, mucho mejor; se suponía


que Trazyn tampoco debía estar ahí.
Se acercó a la base del Espíritu del Mundo, que estaba como a una legua
de distancia, y contempló la verdadera genialidad de su creación.
La estructura surgía del cráneo de un lagarto depredador de una altura dos
veces la de Trazyn; la mandíbula inferior había sido extraída y los dientes
superiores, con forma de hoz, quedaban enterrados en el suelo de hueso
fantasmal. Un resplandor, como la luz anaranjada que desprenden las ascuas
avivadas por el viento, emanaba de las cavidades que habían contenido los
ojos.
Trazyn atravesó capas de hueso con su visión y contempló la gema
encastada en la cavidad cerebral del tamaño de un puño del depredador.
—Un carnosaurio. Asombroso.
Pasó la mano de metal sobre la coronilla del cráneo y el emisor de la
palma lanzó radiación electromagnética hasta el centro.
La gema era vieja. Más vieja de lo que él habría creído posible. Al parecer,
Trazyn debería haber relajado su desdén por los cuentos de los eldars,
porque sí era un meteorito, y uno de extraordinaria antigüedad y formación
desconocida. Revisó los resultados del sortilegio espectromántico, para
confirmar sus averiguaciones. Dada la edad de los componentes, su
degradación y el estilo de los cortes de las facetas de la gema, era
totalmente posible que datara de la Guerra en el Cielo.
Un delicioso estremecimiento recorrió los circuitos de Trazyn.
—Saludos, querida —dijo, y su susurro arrullador quedó perdido en el eco
hueco de su emisor vocal—. No me encuentro muchas veces algo que sea
tan viejo como yo.
Estaba tan fascinado que no vio llegar a los jinetes de dragones.
Una profunda concentración tendía a disminuir sus protocolos de cautela,
y las pisadas de las bestias habían sido enmascaradas por el entrenamiento y
la brujería.
A pesar de todos sus receptores, sus escrutadores, sus protocolos y sus
sortilegios, los movimientos en el empíreo quedaban apagados en sus
sentidos. Cuando se trataba de la brujería de la disformidad, se sentía como
un sordo en una mesa, capaz de distinguir palabras a través de sonidos
apagados y labios leídos, pero incapaz de captar las voces a su espalda.
Una alerta intersticial destelló en su visión y se giró, mientras empleaba su
cronosentido para ralentizar el mundo y darse tiempo de calcular una
decisión de milisegundo.
Escamas, garras y fauces cargadas de afilados dientes estaban a punto de
caer sobre él como una gran ola: veinte jinetes cabalgando en una apretada
formación, las lanzas de hueso espectral en ristre, tatuajes de espirales en
los rostros afilados como puntas de flecha. Amuletos de marfil colgaban de
los cabestros de sus monturas saurias, y cada arnés de cuero se cruzaba
sobre un morro de escamas que acababa en fosas nasales dilatadas y dientes
curvos. Los saurios, que se movían como bajo el agua en la visión
aumentada de Trazyn, agacharon sus cuerpos aviares, y apoyaron su peso
hacia los abultados cuartos traseros en preparación de un asalto final.
Una lanza fue tan directa hacia él que su punta era como un círculo en su
visión.
Opciones mínimas; ninguna atractiva. Pero su cercanía al Espíritu del
Mundo le había dado, al menos, un momento para actuar, ya que los jinetes
contuvieron la carga, por miedo a estrellarse contra su venerada tumba
ancestral.
Trazyn se movió hacia la izquierda, fuera del alcance de la primera punta
de lanza.
Antes de que el guerrero pudiera girar la larga arma, Trazyn agarró el asta
y arrancó al tatuado Guerrero Especialista de la silla. Observó retorcerse el
rostro del jinete cuando cayó de la montura, con el largo cabello volando al
aire y las manos protegiendo el rostro mientras se estrellaba contra el suelo
de hueso.
—«Trazyn, al que llaman Infinito»—, dijo una voz. No eran palabras
audibles. Tampoco telepatía, a la que él era inmune. Era como una onda de
pulsos psíquicos que presionaba su transductor auditorio para imitar el
lenguaje. Uno de los jinetes debía ser vidente.
No le prestó atención.
El saurio sin jinete le atacó y cerró las fauces sobre el lugar donde su caja
torácica se unía con el cuello encapuchado. Trazyn se había acercado
demasiado y no podía esquivarlo.
—«No te harás con lo que buscas».
Los dientes curvados tocaron la fría superficie de su necrodermis… y se
destrozaron.
Trazyn canalizó fuerza cinética hacia su puño y golpeó al dinosaurio en el
cuello.
Las vértebras saltaron, el cartílago se rasgó. El saurio cayó con el ruido de
un corneta que experimentara una agonía súbita e insoportable.
—«Escucha la canción. Este mundo canta por la sangre de Trazyn».
Y era cierto; aunque a través de la espesa neblina que ralentizaba el tiempo
podía oír los penetrantes cánticos de los caballeros. Que él no tuviera sangre
no importaba; esos eldars la querían igualmente.
Pero su formación no estaba pensada para ocuparse de un oponente solo.
Se estaba desorganizando, se plegaba porque todos los caballeros querían
llegar hasta él. Y él acababa de abrir un hueco.
Mientras la unidad trataba de girar sobre sí misma, Trazyn se coló por el
agujero en la formación, asegurándose de pisar al guerrero caído al pasar.
Tras él, los jinetes chocaron y se mezclaron.
—Eldars —soltó despectivo—. Tan viejos y tan sabios. Para nosotros sois
como niños.
—«Este Espíritu del Mundo es nuestra ascendencia, Trazyn. Nuestra
cultura. Nuestros muertos. Y se marchitará sin la Gema Solar».
Y entonces Trazyn vio el carnosaurio. Lo había pasado por alto hasta ese
momento, ya que su foco había estado superado por la carga de los jinetes
de dragones, y sus sentidos, oscurecidos por la brujería. Se alzó sobre él,
con su musculado pecho protegido por una coraza creada de hueso de
dinosaurio, y dos cañones shuriken gemelos surgiéndole como colmillos de
la barbilla. Hojas serradas, formadas con los dientes de depredadores
acuáticos, cubrían las placas de armadura sujetas a sus pies y su columna.
Una hoz de calcio culminaba su cola azotadora.
Sobre su lomo, la vidente; con su delgado rostro medio cubierto por la
máscara de un dios desconocido, su grácil cuerpo encastado en una
armadura de nácar y el pelo rosa recogido en un rodete.
—«Hace mucho que sabemos que lo deseas, pero si te lo llevas, el Espíritu
del Mundo morirá».
—Si sabías que iba a venir —repuso Trazyn—, deberías haber establecido
un plan de contingencia.
—«Sé que regresarás —dijo la vidente— pero aun así voy a disfrutar de
esto».
El carnosaurio le mordió por la cintura, y toda su parte superior quedó
atrapada dentro de la oscuridad húmeda de su boca. Dientes de treinta y
cinco centímetros (incluso en ese momento, no podía dejar de analizar, de
catalogar) se hundieron en los duros tubos y las estructuras de ambulación
pélvica de su torso. Los sistemas vitales se rompieron y fallaron. Chispas de
color esmeralda saltaron de la herida, e iluminaron el interior de la boca del
carnosaurio con destellos malignos. Trazyn notó que se le separaban las
piernas.
Trazyn canalizó sus disminuidas reservas a un puño y lo reformó en un
pincho brutal. Se lo clavó al carnosaurio en la lengua y sus oculares se
cubrieron de la sangre reptiliana caliente que brotó. Para su fastidio, sus
sistemas, por su cuenta, hicieron un análisis de la estructura genética.
Lo marcó para leerlo más tarde.
La musculosa lengua lo empujó rodando hacia un lado. Se quedó tirado
como un trapo, y vio una línea serrada de luz al abrirse las mandíbulas.
Lamentó haber ralentizado su cronosentido al ver la hilera de dientes
cerrarse sobre él, pinchándole los oculares, atravesándole las bobinas de
fibra neural y aplastándole el cráneo.
CAPÍTULO TRES

La Canción del Mundo nos impulsa. Nos habla. Toca las rocas, joven
guerrero, y la notarás vibrar en la propia piedra. Cuando el metal
glotón llegue, sabrás que es la hora de luchar por este mundo.
– Profecías de Awlunica de Cepharil,

Tabla Siete, Inscripción XII

En conjunto, Trazyn no disfrutaba de estar muerto.


Por lo que, a diferencia de la hechicera eldar se había preparado para las
contingencias.
Su consciencia corrió a introducirse en la mente del capitán de los
necroguardias, superponiéndose a la personalidad nativa y enviándola a las
profundidades de los bancos de datos engrámicos del capitán. Dependiendo
del huésped, esto podía convertirse en una lucha. Pero el capitán había
despertado de la estasis dañado y simple, una absorción fácil. Era un estado
que Trazyn prefería en sus compañeros, para ser sinceros, ya que hacía que
fueran menos proclives a hablar de lo que habían presenciado. El Consejo
Despierto conocía el proyecto de Trazyn y sus galerías, pero no todo lo que
coleccionaba recibiría su aprobación.
Y desaprobaría especialmente que despertara a su gente antes de su
momento, y que quedaran destruidos, por un interés personal como ese.
En segundos, cambió la forma de la maleable necrodermis del capitán: el
metal viviente fue fluyendo y cambiando para tomar el aspecto habitual de
Trazyn. La capucha se fue alzando segmento a segmento sobre la cabeza
mientras la máscara mortuoria del necroguardia se reajustaba para formar
los rasgos propios de Trazyn. Una capa le creció de los hombros, cada
escama apareciendo con un pequeño ping.
Cuando adquirió el control vocal, lo primero que dijo fue: «Maldición».
Los nuevos oculares que se había apropiado le dijeron que las cosas ya no
iban de acuerdo con el plan.
Cuatro necroguardias yacían sobre los escalones, soltando chispas verdes;
mientras su carne metálica trataba de volver a unirse a pesar de las
horrendas heridas. El fuego shuriken ya era un torrente y llegaba desde
todos los ángulos. Los escaramuzadores disparaban y se movían con tanta
rapidez que Trazyn apenas pudo ver qué tipo de tropa eran. Una Guadaña
de la Muerte pasó bamboleándose, con el exterior cargado de pterosaurios,
que se habían agarrado a su estructura. Mientras observaba, uno cogió la
cabeza del piloto en el pico y, con un tirón de su largo cuello, se la arrancó.
La Guadaña de la Muerte perdió el control y cayó sobre la selva tropical
como una moneda tirada al aire. Golpeó la plaza y se encastró contra una
columna dios de hueso antes de estallar en una bola sobrecalentada de
humo y luces esmeralda.
Había llevado un equipo de solo treinta necroguardias, una Guadaña de la
Noche para transporte y dos Guadañas de la Muerte como cobertura aérea;
el tipo de fuerza que no dispararía ninguna alarma entre el Consejo cuando
despertaran. Incluso para los eldar, cuya velocidad los hacía peligrosos, eso
solía ser suficiente. Una fuerza de choque para asegurar el objetivo o para
crear una distracción mientras Trazyn se hacía con el espécimen. En una
adquisición normal, no estaban en tierra más de una hora, y a menudo, la
mitad de eso. Por lo general, ya se retiraban cuando los locales aún
preparaban la respuesta.
Pero el contrataque había sido casi instantáneo, como si los eldar hubieran
detectado los recursos aéreos necrones o hubieran notado la distorsión del
agujero de gusano de transporte que creaba la Guadaña de la Noche.
«O predijeron mi llegada —pensó Trazyn—. Malditas brujas».
Un pterosaurio, con la piel pintada de ocre con marcas de manos,
descendió en picado sobre la formación y se llevó a un necroguardia como
un ave de presa se lleva un roedor. Alzó al guerrero, que se debatía en el
aire, y su jinete se inclinó fuera de la silla, casi boca abajo, para ametrallar
al necrón con pistolas duales shuriken. Luego, la bestia lo dejó caer
trescientos cúbitos hasta las losas de la plaza.
Trazyn vio que se acercaban más jinetes de pterosaurios, una «V» en el
cielo preparándose para caer sobre ellos.
—¡Retroceded! —gritó—. Retroceded hasta el interior del templo, y
defended el santuario. Cuidado con los ataques aéreos.
La fuerza retrocedió al unísono, sin echar ni una mirada atrás para colocar
los pies.
Trazyn invocó su obliterador empático, y la larga asta del arma comenzó
en su palma y se fue formando átomo a átomo hasta alcanzar los dos metros
y medio desde la puntiaguda base hasta las alas de jade reluciente de su
cabeza. Trazyn lo pasó por encima de su formación, haciendo que doblara
la velocidad de la marcha, y luego apuntó el orbe de resurrección que el
obliterador tenía engarzado a los necroguardias caídos; observó cómo sus
cuerpos destrozados brillaban con energías arcanas, los espinazos crujiendo
y las articulaciones petando mientras los miembros retorcidos se
enderezaban y las piezas desmembradas volaban para juntarse como si
estuvieran magnetizadas.
Mientras la marea de eldars cubría los escalones, un necroguardia se puso
en pie entre ellos. Con un brazo aún perdido, su espada de hiperfase fue
tallando arcos sangrientos en los exoditas. Los escaramuzadores eldar
cayeron sobre ellos y los otros muertos que se alzaban, atravesando su
cuerpo de metal con cuchillos.
—Eso debería entretenerlos —dijo Trazyn, y volvió al templo.
Pasó el santuario exterior de estatuas coralinas, pisó con fuerza a través de
la lluvia de dardos envenenados del pasillo y, con desprecio, empujó a un
lado el péndulo de martillo, aún en estasis.
Esa vez no contestó a ninguna adivinanza. Simplemente cogió su
obliterador con ambas manos y lo bajó hasta la junta. La leyenda decía que
esa arma contenía una reliquia de una especie desaparecida hacía largo
tiempo, un talismán de poder diseñado para quebrar la mente y el alma de
las razas inferiores.
En opinión de Trazyn, eso era correcto.
La cabeza del gran báculo alado entró en contacto despidiendo el destello
de un rayo y el olor acre de la piedra desintegrada. Una descarga de energía
sacudió la enorme puerta desde sus bisagras y ambas hojas giraron
violentamente hacia atrás mientras se formaban grietas de cinco cúbitos en
el suelo de hueso espectral.
Trazyn entró en la calzada y vio lo que se esperaba: los caballeros en
formación, ya haciendo que sus bestias babeantes fueran hacia él, y a la
vidente detrás, con los pasos de su carnosaurio haciendo temblar la cámara,
rugiendo su desafío a través de dientes manchados con su propia sangre de
Trazyn y ennegrecidos por el fuego de su última muerte.
Por mucho que los odiara, no podía negar que eran exquisitos. Yelmos de
hueso espectral pulido. Penachos en las lanzas, tejidos con seda de vacío,
insustancial como el humo, ondeando. La terrible majestad del carnosaurio
mutante y la suntuosidad de su jinete, con los hombros cargados de una
capa hecha con el plumaje de aves nativas.
Llegaron a la calzada, se le echaban encima.
Él, por su parte, alzó un cubo más oscuro que el vacío del espacio. Una luz
prismática salió formando un rayo, bailoteó sobre el jinete al mando y luego
se extendió en un arco. Cuestionando, analizando, midiendo las
dimensiones de cada músculo tensado y cada mechón de cabello
perfumado.
Un penetrante gemido surgió de la caja. Se sacudió en el agarre mecánico
de Trazyn. Este abrió el cierre.
La carga se detuvo. No titubeó o se echó atrás, simplemente cesó su
movimiento. Los dragones se quedaron inmóviles a medio salto. El bramido
del carnosaurio se cortó de golpe. Todo estaba inmóvil, excepto por los
estandartes de las lanzas, que debido a sus propiedades físicas
extraordinarias, continuaban agitándose lentamente bajo un viento
inexistente.
Y luego ya no estaban, ninguno. Ni siquiera quedaba el olor.
Trazyn caminó por el espacio vacío y se acercó al Espíritu del Mundo. No
le gustaba nada correr, pero la brevedad del tiempo restante aceleraba sus
pasos.
—No te preocupes —le dijo al cubo, que ardía tan frío que nadie que no
fuera un necrón sería capaz de sujetarlo—. No te separarás de tu querida
gema.
Trazyn atravesó con el puño el cráneo del antiquísimo carnosaurio. Su
frágil estructura se quebró y se hundió bajo el golpe. Almas eldar se alzaron
veloces desde el fracturado calcio como ascuas, flotando desde cualquier
hueso espectral que hubiesen tejido a su alrededor o en su interior.
Cerró la mano alrededor de la gema y la arrancó.
La mano no se le retorció ni se le ennegreció. Las muelas no se le pusieron
a arder. Los huesos no se le quebraron.
Y no tuvo ningún remordimiento.
Al menos no hasta que recibió una alerta de seguridad: algo se había
escapado en Solemnace.
Era más fácil si se centraba en cosas pequeñas.
El torbellino del cosmos era demasiado vasto, demasiado caótico. No
había orden de operación. Como un neurocircuito lleno de cables
enredados, era imposible saber a dónde llevaba cada uno hasta que lo cogías
entre los dedos y lo reseguías.
Saber dónde empezar; eso era lo más complicado.
Así que comenzó por el principio, cuando toda la materia se hallaba en el
mismo lugar. De un modo ordenado y satisfactorio. Nada más que unicidad
y energía potencial. El último momento en que el universo estuvo realmente
en paz.
Lo saboreó, consciente de que no era real. Más aún, no había ninguna
garantía de que el universo hubiera comenzado así. Era simplemente la
simulación-engrama de un teorema, una ayuda meditativa tan auténtica que
engañaba a su propia mente para que se vaciara y así poder sentir los flujos
del tiempo y la materia. Durante poderosos rituales, ciclos solares enteros
podía pasar mientras él se mantenía en ese estado.
Él permitió que sucediera.
Una explosión. Se centró en lo que quería encontrar, y borró el ruido y el
alboroto. Lo vio y lo siguió.
Una única partícula vagando en la oscuridad, y entonces nació la luz, y él
vio la pequeña mota arrastrada lejos sobre los remolinos del vacío,
recogiendo a otras partículas de su tipo. Contempló pasar las edades
mientras crecía de una mota a una roca, a un meteorito. Lo contempló,
rodeado de llamas, entrar en la atmósfera y hundirse en un continente sin
nombre. Lo contempló mientras un espíritu-extractor necrón desenterraba el
meteorito.
La necrodermis puede reutilizarse un número infinito de veces. La
partícula primero estuvo incrustada en la articulación de la cadera de un
guerrero. Luego, en el casco de un monolito. Una joya perdida y reciclada.
Luego…, sí, ahí estaba. Dentro de un cable de los neurocircuitos del panel
de una puerta. Antiquísima y defectuosa. Con su aleación impura desde el
momento de su creación incontables eras atrás, sometida al estrés del
sobreuso. Media vida agotada. Esperando el momento en que estaba
destinada a cortocircuitar.
Él alargó una mano espectral y ayudó a que llegara ese momento.
Glifos, cada uno tan alto como el intruso, se iluminaron formando dos
filas. Sigilos de protección, amenazando con la muerte a cualquiera que
osara entrar sin el consentimiento de Trazyn, Líder Supremo de Solemnace.
La amenaza hubiera sido más intensa si los propios glifos no estuvieran
parpadeando como la mecha de una lámpara en una galerna, resultado del
fallo eléctrico que ya afectaba el pasillo de la salida. Finalmente, la gran
losa fue hacia atrás y se separó entre las columnas de glifos, cada enorme
pieza deslizándose detrás de la pared interior de la cámara.
Trazyn llevaba eones coleccionando artefactos para su galería. Ni siquiera
los propios Dioses Muertos sabían desde cuándo. Y mientras él conocía su
colección mejor que cualquier ser viviente, el extenso complejo de salas y
espacios de exhibición le resultaba tan laberíntico a él como al intruso.
Espectros arquitectos cumplían la orden permanente de construir hacia
fuera, lo que significaba que la instalación se extendía en todas direcciones
con cámaras que el propio Trazyn nunca había encargado o visitado.
Algunas resultaron ser el lugar perfecto para nuevas adquisiciones, mientras
que otras languidecían, olvidadas durante milenios.
Se trataba de una de esas galerías olvidadas, vacía y estéril, sellada
directamente después de su creación. Ningún cascote de construcción
estropeaba su brillante suelo de piedranegra. Ni siquiera el polvo se colaba
sobre los exhibidores vacíos.
Pero ante el intruso se encontraba un grupo de escarabajos de trabajo.
Estaban bocarriba como piedras reunidas en un río, con las delgadas patas
apuntando al cielo para recoger las ondas de energía del ambiente con las
que recargar sus bancos de energía durmientes.
El intruso estiró sus dedos de metal sobre los drones sin mente, y proyectó
una orden intersticial que los despertó de su sueño. Después entrelazó los
dedos formando el Hexagrama de Thuul, para separarlos de la red de
seguridad.
Se arrodilló a su nivel, apoyándose pesadamente en su báculo. Por un
momento, se quedó admirando las placas aguamarina de sus caparazones.
Filigranas doradas, organizadas en circuitos de dibujos geométricos,
formaban incrustaciones en su revestimiento enjoyado.
«Dinastía Nihilakh —pensó el intruso, suspirando—. Tan ricos pero tan
vulgares. Ni siquiera el escarabajo más rastrero se escapa de tu mal
gusto».
Luego, se inclinó sobre los escarabajos recién despiertos y susurró adónde
quería ir.
Las patas repiquetearon sobre la dura superficie del suelo, casi excitadas, y
luego el enjambre partió como un solo hombre, correteando alrededor del
intruso y pasando sobre sus pies con garras en su prisa por dirigirlo hacia el
corredor correcto.
Orikan el Adivino, Maestro Astromante de la Dinastía Sautekh, arquitecto
del tiempo y último vidente de los necrontyr, los siguió.
Trazyn salió del agujero de gusano y lo cerró tras él.
Nadie más regresaría.
Casi había tenido que salir corriendo. Y le había ido de menos de lo que le
hubiera gustado. Con el Espíritu del Mundo sangrando energía, los salvajes
eldar habían entrado en pánico, habían superado a los necroguardias que
defendían las puertas del templo y habían entrado en su interior.
Trazyn había corrido hacia arriba, subiendo escaleras de costillas de
lagarto hasta una galería superior y había empleado su obliterador para
abrirse un paso a través de la cúpula de hueso espectral.
La Guadaña de la Noche había estado esperándole fuera, flotando
bocabajo para proteger el agujero de gusano en su vientre. Las alas se
habían quedado de metal negro, chamuscadas por las andanadas de los
shuriken que le habían llegado desde abajo, y la dermis decorativa dorada y
verde saltaba en escamas como trozos oxidados.
Antes de saltar sobre el reverso de la Guadaña, Trazyn pudo ver todo el
complejo del templo eldar: una cúpula de selva tropical, muy por debajo de
él, rota aquí y allí por monolitos y arcos de hueso. Trazyn caminó sobre la
picoteada superficie y se dejó caer dentro del agujero de gusano.
Dejó las Guadañas con una orden de regresar, o en caso de estar
seriamente dañadas, debían gastar toda la munición y luego estrellarse
contra algún objetivo de alta prioridad. Preferentemente uno de los malditos
carnosaurios.
—Jefe arqueovista, líder supremo, amo. —Sannet, el Escultor de Luz, el
conservador jefe de Trazyn, se arrodilló. Sus manos de ocho dedos se
extendieron sobre el pulido suelo en un gesto de reverencia—. Solemnace
se regocija de tu retorno.
—¿De verdad? —respondió Trazyn, mirando su comité de recepción. Solo
era Sannet, acompañado de un espectro archivero preparado para recibir los
artefactos. Tras ellos, un corredor lo suficientemente ancho para albergar
una barcaza de batalla se extendía varios miles de cúbitos, totalmente vacío
—. Ya veo.
Solemnace no se regocijaba. En realidad, no celebraría nada durante unos
diez milenios o más, según los cálculos de Trazyn. Solemnace era un
mundo dormido, sus oficiales, guerreros y sirvientes en la estasis muerte del
Gran Letargo. Solo Trazyn había despertado temprano, y necesitaba una
dotación mínima para mantener el mundo funcionando como él quería.
—¿Un empeño satisfactorio, mi señor?
Trazyn pasó una mano por encima de los cofres de estasis en la espalda del
espectro. Las enjoyadas cajas se abrieron y pálidos hilillos de vapor azul
ondearon desde el interior. Trazyn colocó la gema en el cofre más grande y
bajó la tapa manualmente, asegurándose de que quedara bien cerrada. En la
pequeña acomodó el laberinto teserático que contenía la hueste eldar, y le
dio un alegre golpecito a la tapa al cerrarla.
—Mi señor, ¿es para el archivo o para exhibir? —Sannet formó un estilo
con su necrodermis y lo mantuvo expectante sobre la tableta de proyección
de glifos fosforescentes que flotaba sobre su mano.
—Los primitivos se exhibirán en la galería de la diáspora eldar, con el
resto de su gente.
—Entre los expositores de los creamundos y los drukhari, supongo.
El estilo bailó sobre la luz de la tableta holográfica mientras hablaba
Sannet. Normalmente, un necrón no necesitaría una cosa así, pero como
muchos de los que se habían levantado del Gran Letargo, la matriz neural
de Sannet se había degradado después de casi sesenta millones de años. Ese
deterioro había afectado a su mnemotecnia de corto plazo. Podía recordar
cadenas de códigos hexadecimales y, sin embargo, ser incapaz de repetir lo
que acababa de decirse. Tomar notas constantemente, por desagradable que
fuera, le ayudaba. La información auditiva no permanecía en sus engramas,
pero la experiencia táctil de escribir las palabras era una solución
alternativa. Aunque ya no podía servir como el criptecnólogo que había
sido, Trazyn lo valoraba por su habilidad con las proyecciones holográficas
de luz sólida, el método que había elegido para exhibir su colección.
Todos tenían su deterioro. Entre los pocos que se habían despertado ya,
varios de los necrontyr de la vieja nobleza no sabían su nombre. Otros eran
completamente autómatas, o incluso estaban enajenados. En los malos
momentos, Trazyn se temía que en diez mil años, cuando las dinastías
comenzaran a despertar en bloque, encontraría que todos sus pares habían
disminuido.
Pero no él, pensó. Él había despertado con las facultades totalmente
intactas.
—¿Mi señor? —Sannet inclinó la cabeza, y la apertura de su único ojo
ciclópeo se entrecerró—. ¿Permiso para repetir la pregunta?
—¿Ummm? Adelante.
—¿Y qué debo hacer con la gema?
—La gema. —Trazyn se quedó pensando. Entrecruzó las manos y
entrechocó los índices con un suave tintineo—. Después de considerarlo,
me ocuparé yo mismo de ese espécimen. —Abrió la caja y cogió la piedra
preciosa, notando su calor. La guardó entre la colección de chucherías que
le colgaban de la cadera—. La decisión tendrá que esperar hasta la
valoración, claro, pero este objeto puede ser uno de los más antiguos
recogidos nunca. Reúnete conmigo en la galería de la Guerra en el Cielo.
Trazyn se volvió para irse, mientras con un pensamiento llamaba a su
plataforma de mando Catacumba, pero se detuvo.
Un mensaje intersticial se encendió en la esquina de su visión; los glifos
fosforescentes holográficos proyectaban un tono jade sobre la máscara
mortuoria de Trazyn. Glifos de seguridad parpadeaban sobre el sello del
mensaje.
Lo abrió, desenrollándolo como un pergamino, y absorbió los datos
técnicos como la máquina de calcular que era.
—¿Qué es esto, Sannet?
Sannet abrió una alerta idéntica.
—Extracción de una pieza, en el Sector del Alba. Galería MXXIII,
subcontinente Thoth, coordenadas 52.941472, -1.174056.
—El ecosistema de madrigueras hrud —gruñó Trazyn. Hizo aparecer una
imagen holográfica
La imagen tenía un color tenue, tintado con el verde santelmo de la
proyección crisoprasa, pero la imagen era nítida y comprensible. Un
contenedor de tierra con forma de barril, de cuatro mil cúbitos de ancho y
tres mil de alto, flotaba en campos de suspensión en el centro de una vasta
cámara. Criaturas de largos miembros correteaban por la superficie,
saliendo de agujeros en la tierra.
Trazyn cortó el holograma con los dedos y este se dividió en dos, el
esquema de los cortes en sección. En el interior del plantón de tierra, había
túneles sinuosos entre cámaras abovedadas de oración y madrigueras
familiares.
Los hrud corrían hacia arriba, notando que había llegado el momento de
escapar. Después de todo, habían estado prisioneros en el interior de los
hologramas de luz sólida, atrapados como insectos en ámbar, durante unos
dos milenios como mínimo. Con el pensamiento congelado desde el
momento de su adquisición, solo el más astuto y dotado neurológicamente
sería capaz de notar que había pasado el tiempo. Aquellas razas
impregnadas del empíreo, para las que las mareas de la disformidad
formaban parte de su misma esencia, tendían a no llevarlo tan bien.
Tendían a volverse locas.
Como esos hrud, por ejemplo. Destrozándose unos a otros con sus garras
como palas de excavar, salpicando las paredes de los túneles de carne vieja
y viscosa. Tenían los brazos raros, articulados como una espina dorsal, que
se doblaban sobre sí mismos mientras se golpeaban unos a otros como
arrieros fustigando el ganado.
—¿Actividad sísmica? —preguntó Trazyn. Esa solía ser la causa.
—Ningún informe de fallo en el campo de estasis de las placas tectónicas,
señor arqueovista —contestó Sannet—. El protocolo de reinicio teserático y
la contención de estasis no responden.
—Envía a la falange de contención —ordenó Trazyn—. Con rapidez.
—¿Y dañar la pieza, señor?
—Han entrado en pánico, tratando de salir —contestó Trazyn, y señaló a
las criaturas que se asfixiaban en los túneles. Unas cuantas se habían
separado y estaban rompiendo los muros, intentando encontrar la luz del sol
que tanto detestaban. Cualquier cosa menos los siglos de oscuridad
claustrofóbica—. Tengo, al menos, diez mil hrud más almacenados, pero los
Dioses Muertos saben cuándo podré adquirir otras madrigueras intactas.
Actúa ahora, y podemos minimizar el número de galerías y túneles
hundidos y luego repoblaremos la tierra.
Los dedos multiarticulados de Sannet danzaron sobre un panel de glifos
flotantes, y a Trazyn le recordó el ondeante mar de anémonas de la cámara
del Espíritu del Mundo.
—¿Inmortales, señor?
—Claro.
La realidad crepitó y chisporroteó entre los hrud presas del pánico, y
capullos de energía gris fueron apareciendo cuando los Inmortales se
trasladaron a la superficie del terrario. Los hrud se tiraron al suelo, con los
brazos retorcidos y golpeando el suelo en un espontáneo ataque de nervios.
«Criaturas menores —pensó Trazyn—, muy vulnerables a la traslación de
proximidad».
Hizo una nota mnemónica de esa idea, y la añadió como factor para su
siguiente proyecto de adquisición. Era un desperdicio dañar un espécimen
innecesariamente.
Los Inmortales alzaron en sincronía sus blásteres gauss de doble cañón y
eligieron su primer objetivo.
Cada uno eligió uno diferente. Sin redundancia, sin malgastar esfuerzo, sin
necesidad de estrategias. Algoritmos de combate en red significaban que
cada Inmortal sabía cuál sería la siguiente acción de los otros. Establecieron
la trayectoria de disparo mientras esperaban órdenes.
—Ejecutar —dijo Trazyn, y envió el impulso de la orden incluso antes de
que la palabra saliera de su boca sin labios.
Rayos de energía como cuerdas surgieron de los blásteres gauss, y
deshicieron a los hrud de dentro afuera; la electricidad enrollada derretía su
carne como un aliento caliente disuelve la escarcha. Rayos de color verde
esmeralda corrían desde las cámaras emisoras de las carabinas tesla y
bailaban entre los apiñados cuerpos alienígenas, prendiendo pequeños
fuegos en su sucia ropa ahí donde los atravesaba.
Antes de que los gritos alienígenas crecieran, antes de que el enredado
torrente de hruds pudiera invertir su huida y refugiarse en los túneles, antes
incluso de que el chasquido de las carabinas tesla se perdiera, los Inmortales
escogieron un nuevo objetivo y dispararon de nuevo.
—Los cañones tesla se quedan sobre suelo —ordenó Trazyn—. Los
blásteres gauss con regulador. Colocad los limitadores de rayos para que
afecten solo a la carne y la sangre. Cualquier ser que llegue ni a rayar un
bajorrelieve de las capillas subterráneas será rehecho como un escarabajo
minero.
—¿Supervisarás personalmente? —preguntó Sannet.
Trazyn había pensado hacerlo, claro. Trasladar su consciencia a uno de los
Inmortales. Asegurarse de que el trabajo se hiciera bien.
Y sin embargo…
Trazyn no tenía oreja en que se pudiera poner detrás la mosca. No tenía
espinazo que le pudiera picar. No tenía estómago que se le pudiera retorcer
cuando notaba que algo no iba bien. Sin embargo, seguía poseyendo un
subconsciente.
Era una ironía de la raza necrona que, a pesar de toda su maestría
tecnológica, el funcionamiento de su propia mente siguiera siendo
misterioso. Los sistemas neurales de Trazyn habían sido creados por los
dioses transcendentes de las estrellas, cuyos caminos eran misteriosos y
crueles. Trazyn no entendía cómo era posible, pero aún había cosas
encerradas en su mente, enterradas, notadas más que sabidas.
Como la sensación de peligro.
Hizo aparecer un panel de glifos fosforescentes dividido en cinco
secciones, y buscó por los códigos de inscripción, ralentizando sus
cronosentidos para poder procesar bibliotecas enteras de datos en pocos
segundos.
—¿Señor?
—Los protocolos deberían haber detectado el fallo teserático —dijo.
—Y lo han hecho, señor arqueovista. Pero han fallado ellos.
—Evidentemente —rebufó, señalando—. El protocolo debería haber sido
inmediato. Pero tardó dos microsegundos en funcionar. ¿Por qué?
—¿Sistemas envejecidos? Solemnace es… —Captó la mirada de Trazyn y
fue callando; enfocó su monocular hacia abajo en busca de un eufemismo
que no mancillara la amada galería de su señor—. ¿Histórico?
—Y los sistemas de alerta no se han visto afectados por este fallo, ¿no? —
Miró a su criptecnólogo—. Esto es sabotaje. Y no un sabotaje torpe.
Muéstrame todas las listas de activaciones de la puerta y los recursos de
conservación.
—Señor, yo…, extraño.
—Deja el comentario para los análisis de manuscritos —replicó Trazyn—.
Informa.
—Tengo una activación de la puerta en el espacio de las galerías de
reserva. Varias. Hace dos órbitas solares estándar. Las claves de
encriptación coinciden con un enjambre de escarabajos de mantenimiento
que no están listados como activos.
—¿Dirigiéndose a dónde?
Las lámparas ardían eternamente en la galería de la Guerra en el Cielo. Era
la única manera en que Trazyn soportaba ir ahí.
No era un ser supersticioso. A fin de cuentas, perder el alma tendía a
apagar el miedo a lo místico. Y la gran capital necrópolis de los antiguos
necrontyr, llena de gente apestada y obsesionada con la muerte, ya era
fúnebre mucho antes de que su especie aprisionara su mente en cuerpos de
necrodermis inmortal. Así, las criptas de estasis cubrían Solemnace, cada
uno de sus billones de sujetos acomodados en sarcófagos que mantenían sus
fríos cuerpos de metal. Pasaba lo mismo en los mundos necrópolis por toda
la galaxia.
Pero que uno estuviera muerto no significaba que no pudiera ser
perseguido por sus fantasmas, y Trazyn entró en esa cámara del recuerdo
con la cabeza gacha y pisando con cuidado, aunque no se esperaba ningún
tipo de emboscada.
Se mantuvo entre las profundas sombras, y reformó la necrodermis de la
suela de los pies para que fuera un entramado de alambre esponjoso que
amortiguara sus pasos blindados. Se mantuvo centrado, y se obligó a no
mirar a las filas de expositores que le flanqueaban por ambos lados como la
guardia de honor de un faerón.
Eran enemigos. Ahí, un eldar estaba a medio salto, con la punta de su
zapatilla de danza de hueso espectral apenas besando la base negra del
exhibidor. Después, un gigantesco krok, con los montañosos hombros
encorvados y cubierto del sudor de la batalla. Un guerrero khaineite con
armadura verde, acuclillado, con las piernas separadas blandiendo su espada
sierra hacia arriba como si la fuera a pasar por debajo del escudo de un
necroguardia. Un esclavo de mantenimiento jokaero.
Y frente a estos, maniquís negros ataviados con la armadura
resplandeciente de los antiguos necrontyr. El recuerdo de un tiempo en el
que necesitaban armadura, antes de que sus cuerpos fueran metal viviente.
Los viejos tiempos, sesenta y cinco millones de años atrás. Los Tiempos de
la Carne.
Sus largas sombras se encontraban en el centro y se mezclaban como si
aún estuvieran batallando.
Trazyn recordaba la guerra. Como jefe arqueovista, había asistido a todos
los conflictos que le permitía la logística. Registrando impresiones,
recogiendo muestras. Había asistido al embalsamamiento de cada gran
faerón que cayó ante los Ancestrales y sus retorcidas creaciones. Eran
viejos mnemónicos, borrosos como las placas de imágenes negativas
sometidas al calor. Consumidos por el proceso de la biotransferencia que le
había colocado en ese cuerpo eterno.
No podía ni recordar qué aspecto había tenido su antiguo cuerpo. A veces,
durante un microsegundo, su mente reconstruía una imagen, o lo que él
creía que era una imagen. La curva de unos dedos largos sujetando un
estilo. Pupilas oscuras devolviéndole la mirada desde un espejo. Pero
desaparecía, siempre desaparecía, en cuanto su mente trataba de centrarse
en ella. Un protocolo de autoprotección.
Lo que llegó después de las llamas estaba mucho más claro.
Enfrentamientos titánicos. Ejércitos de metal marchando con
inquebrantable determinación contra las líneas vacilantes de los reptilianos
Ancestrales. Imotekh, el Señor de la Tormenta, trinchando a los lamentables
antiguos como el dios de la muerte necrontyr que habían descubierto que
era real. Los Dioses Muertos, los que él había ayudado a asesinar, bocas en
llamas mientras devoraban innumerables soles. Y luego esos eldars y kroks,
seres tan adeptos a su particular aspecto de la violencia. Estos todo rabia y
clamor, los otros gracia y silencio.
Esas rutinas mnemónicas intrusivas se ejecutaron en segundo plano, y
pasaron en el tiempo de un chasquear los dedos mientras él avanzaba
sigilosamente, con las subrutinas primarias buscando pruebas del intruso.
Filtros de búsqueda le cubrieron los oculares, tratando de detectar
anomalías en la seguridad. Podía ver el campo de estasis que rodeaba cada
exhibidor, ondeando como el aire sobre la llama de una vela. La protección
contra la violencia sísmica en esa galería, la más preciada de todas. El
bulboso ir y venir de los campos magnéticos que se presionaban unos a
otros, asegurando que nada, excepto Trazyn, pudiera pasar sin activar una
alarma.
Entonces vio el hechizo, y el alivio inundó su fría hidráulica.
Porque pensar en ese problema significaba borrar los pensamientos sobre
el pasado.
Dos campos magnéticos habían sido separados en el punto de contacto, y
se mantenían sujetos con hechizos tecnománticos que ardían con el
resplandor blanco azulado de los arcos eléctricos. Glifos ocultos, grabados
en la propia piel de la realidad.
Trazyn no era ningún hechicero. Tenía poco talento para las artes ocultas,
y aún menos paciencia;  además, era un líder supremo, y tenía
criptecnólogos que se ocupaban de ese tipo de cosas. Delegar era una de las
principales alegrías del poder
Aun así, Trazyn conocía cómo funcionaban los hechizos. Podía apreciar la
elegancia de la caligrafía y la fuerza radiante inherente al tecnoplasma.
Tomó registros mnemónicos de esas imágenes para sus criptecnólogos
mientras se agachaba para pasar por debajo de la ruptura en el campo.
Trazyn casi pasó por alto la maldición trampa que había justo al otro
lado;  lo hubiera hecho si hubiera estado en cualquier otro lugar. Pero
conocía cada átomo de ese espacio, y notó los glifos de vacío negro sobre el
suelo de ébano justo antes de que su pie traspasara el límite hexagonal.
«Cronomancia», pensó. Hizo aparecer su obliterador empático y tocó el
borde del hechizo con la punta resplandeciente.
«Desaparece», deseó, y notó su poder entrar en el báculo.
El hechizo trampa chisporroteó y desapareció, borrado de la existencia
como si nunca hubiera sido. Aunque quizá, ahora, nunca hubiera sido. La
reliquia encerrada en el obliterador, capaz de deformar la realidad en
ocasiones, era un producto de una hechicería ancestral y olvidada.
Hechicería que Trazyn estaba deseando emplear sobre la forma de Orikan.
Porque solo el Adivino podía ser tan osado.
Trazyn encontró al astromante donde menos se lo esperaba. Había
muchísimas cosas preciosas en la galería de la Guerra en el Cielo. Plantas
energéticas de manufactura desconocida. Diademas de mando usadas por
los faerones de la antigüedad. Un aerodeslizador eldar con los colores de un
clan desaparecido. Y sobre todos esos exhibidores flotaba una gran sierpe
conquistadora de metal, que la flota necrona sembraba en los planetas que
pasaba de largo para que cazara a su población hasta la extinción.
Esa galería, la Galería de los Antiguos Necrontyr, no contenía nada más
que tristes curiosidades. Pergaminos de cuando su gente aún tenía ojos para
leer. Largas pipas de brea, tan agradables para los que habían tenido bocas
con las que fumar en ellas. Un bastón tallado de un leño, con incrustaciones
de marfil y el pomo con forma del viejo dios de la sabiduría, con su pico
curvo.
Trazyn conocía bien la sensación de ese viejo dios:  había pasado gran
parte de su vida biológica apoyado en ese bastón.
Y en el centro de esa melancólica cámara se hallaba Orikan, dibujando
hechizos en el aire.
«Trazyn no es estúpido», pensó Orikan.
O al menos, no era un completo estúpido.
Había sido lo suficientemente estúpido para llevar una fuerza tan pequeña
al mundo exodita, por ejemplo. Una fuerza que había sido fácilmente
arrinconada una vez Orikan advirtió a los primitivos de su llegada.
Una ironía deliciosa: robar los tesoros culturales de Trazyn mientras este
se hallaba lejos, saqueando el mundo olvidado de unos eldars asilvestrados.
Pero esa estupidez era reciente, comparada con lo que Orikan veía
alrededor. Porque la gran estupidez de Trazyn había sido construir ese
lugar; dedicar sus energías ilimitadas e imperecederas a un museo que
pocos entre su gente podrían apreciar. Además, una vez los necrones
despertaran por completo, ¿cuántos de ellos estarían cuerdos?
Claro que ese estúpido había demostrado ser mucho más resiliente de lo
que los modelos de adivinación de Orikan habían predicho. Su huida de los
exoditas, por ejemplo, había ocurrido con una velocidad que los cálculos de
Orikan no habían considerado probable.
Pero así era Trazyn, ¿no? Nacido con buena estrella. Siempre la excepción
estadística, sin tener nunca que trabajárselo, el cabrón.
Podría ser ese lugar. La cronofluidez anormal siempre interfería con sus
poderes de adivinación. Las intrusiones del inmaterium enredaban los
cálculos, y ese planeta…, bueno, Solemnace era una pesadilla. Tantos
objetos y seres fuera de lugar, mantenidos sin tiempo en campos de estasis y
cámaras teseráticas… El cronoruido de diez mil líneas temporales
separadas. Lo podía notar incluso en el límite del sector: una gran catarata
en el ojo del universo. Un coágulo de sangre en el fluir del tiempo.
Solemnace tendría que caer algún día, pero, en ese momento, su principal
preocupación no era esa.
Pero los datos basura habían enredado sus predicciones más de una vez
durante esa infiltración. Orikan hasta se había visto obligado a rehacer sus
pasos y sabotear el exhibidor de las madrigueras hrud para procurarse una
distracción.
Por suerte, tenía todo el tiempo del mundo.
Hechizos y zodiacos ardían a su alrededor, flotando en el éter, apartando
las capas de los campos magnéticos y desviando los rayos de los sensores
de vuelta a los receptores. Ocultando su presencia a todos los rastreadores
del entorno.
Todas esas capas de seguridad por un objeto inerte.
O bien Trazyn tenía alguna idea de lo que hacía ese objeto, o bien era el
ser más paranoico de la galaxia. O quizá el líder supremo de Solemnace
creía que, si había que hacer algo, había que hacerlo en exceso.
Una actitud típica de los Nihilakh.
Orikan había tardado tres años solares necrontyr solo para llegar a ese
punto, apartando cuidadosamente capa tras capa de seguridad.
Ya casi estaba ahí.
El último campo de estasis resplandeció del azul de la gasa cuando Orikan
tejió su encantamiento. Apretó el dedo corazón y el pulgar de la mano
izquierda, para marcar los bordes triangulares del mecanismo. La mano
derecha danzaba dentro de esos límites, como si tocara un harpa, dibujando
glifos ya olvidados por la mayoría en los viejos tiempos. Hechizos tan
prohibidos que, en los Tiempos de la Carne, cualquiera que los hubiera
dicho en alto había acabado con los dientes arrancados y la lengua
quemada.
Perfecto.
Juntó los dedos, pronunció la invocación final y los chasqueó.
El hechizo cobró vida, chorreando chispas púrpuras donde los bordes se
apartaban del campo.
Con cuidado, Orikan puso un dedo de metal en el centro del mecanismo y
lo apretó.
Sonaron cuernos, gongs atronaron. Las luces de la cámara pasaron a
alumbrar como el mediodía.
«Cabrón»..
Los transductores olfativos de Orikan captaron el rastro de los rifles gauss
cargándose.
«¡Cabrón!»
El rayo le alcanzó en la cabeza, y su turbante reforzado fue
desapareciendo, mientras el rayo le penetraba hacia sus preciosas bobinas
neurales.
Orikan ralentizó su cronosentido, sin prestar atención al alarmante calor de
su cámara craneal ni al modo en que sentía que sus bancos mnemónicos
comenzaban a humear. El rayo fue penetrando, se ralentizó, paró. Dolor, o
el dolor que Orikan sentía por su utilidad, paró entre los pálpitos. La lluvia
de chispas de su hechizo para cortar el campo se detuvo. Una cascada
helada de electricidad.
Orikan completó el ritual mental, pensó las palabras y realizó los cánticos
a través del emisor verbal de la cola para asegurarse que el encantamiento
no resultaba alterado por el calor extremo que le rodeaba el cráneo.
El rayo se apartó y el cráneo fue rehaciéndosele. Las chispas cayeron hacia
arriba en los bordes de su encantamiento. Alarmas y gongs sonaron a la
inversa, sus largas reverberaciones aumentaron hasta el estruendo del
primer golpe o sonido. Las fuertes luces se apagaron.
Sus manos, independientes de él, se movieron hacia atrás, deshaciendo el
hechizo.
Y lo vio. Un glifo hekkat dibujado de forma insuficiente. Una de las varas
que se ramificaban desde el orbe superior no estaba conectada, un espacio
de dos micrones separaba la línea de la curva del círculo.
Era eso lo que hacía que la disciplina del astromante fuera tan difícil. La
maestría requería una precisión total, una concentración total. Cuando se
usaba la aritmancia para modelar el tiempo y el espacio, incluso el más
pequeño error era importante. Y, con hechizos superpuestos de ese nivel de
complicación, era fácil cometer errores.
Incluso pensar en Trazyn, aunque hubiera sido solo un pensamiento suelto
en una subrutina terciaria, había sido suficiente para forzar el error.
Por esto era por lo que había estado viviendo los últimos veinte minutos
una y otra vez. Tres años, en minutos acumulados, para llegar desde el
primer exhibidor hasta el objeto que estaba contenido en él.
Orikan respiró hondo. Biológicamente innecesario, pero crítico para
concentrarse. Retiró el hechizo. Luego, activó el mecanismo y metió la
mano. La notó, fría y cuidadosa, cerrarse alrededor del artefacto y sacarlo
fuera del campo.
Una pirámide tetraédrica perfecta, formada con metal viviente. Los glifos
brillaban en su superficie, iridiscente bajo la tenue luz; venas de sustancia
cristalina que jaspeaba su estructura.
Una caja puzle. Una brújula celestial. Una llave. Dependiendo de cuales
fueran tus creencias, podía ser cualquiera de esas cosas.
Y él creía que era mucho, mucho más.
—El Astrarium Mysterios —susurró Orikan.
—Interesante —repuso Trazyn—. Me había estado preguntando qué sería
eso.
—Arqueovista. —Orikan juntó el saludo con una educada reverencia. Tuvo
la profundidad y el ángulo justos para un saludo entre colegas iguales, pero
fue lo suficientemente superficial para comunicar desprecio.
—Astromante —repuso Trazyn, y le respondió a la reverencia con una
inclinación de cabeza. El gesto adecuado para un líder supremo saludando a
invitados en su propio mundo, que servía tanto de saludo como de
advertencia. En consecuencia, era idéntico a la reverencia de un duelo—.
De haber anunciado tu llegada, hubiera preparado una guardia de honor.
Una persona de tu… reputación no debe ir por ahí sola.
—Cortés y adecuado, colega. Cortés y adecuado. —Orikan se movió hacia
el lado, como un insecto—. Pero no quería molestarte, sobre todo, ya que,
para ser un líder supremo planetario, estás muy a menudo lejos de
Solemnace.
Estaban moviéndose en círculo uno frente al otro, acabado el fingimiento.
Hacía mucho que eran rivales, desde los Tiempos de la Carne, y Trazyn
había imaginado muchas veces cómo sería dar un buen golpe al Adivino.
Pero los movimientos de Orikan lo enervaban. La maldición de la
biotransferencia los había convertido a todos en ­parodias de sí mismo, pero
ninguna tan extrema como las de Orikan y él mismo. Mientras Trazyn había
sido rehecho como una cosa encorvada y encapuchada,  como un erudito
eternamente dedicado a su trabajo,  la constitución ligera de Orikan se había
retorcido para reflejar el alma que llevaba dentro.
Era, sobre todo, rápido y venenoso. Su rostro y su tocado hacían pensar en
una serpiente encapuchada. Su cola retorcida, la armadura dorsal
segmentada y los finos miembros recordaban a los escorpiones de la basura
de la antigua capital. Tenía orbes de adivinación a lo largo de la columna,
que giraban en medio de una turbia energía. Un único y torvo ocular, que se
burlaba de la visión premonitoria que los criptecnólogos decían poseer,
brillaba con una altiva malicia.
‘—Robar está por debajo de ti, Orikan. Devuélveme esa chuchería y quizá
podamos continuar tu investigación bajo supervisión. Después de todo, yo,
entre todos los seres, puedo entender el deseo de adquirir
encubiertamente…
—¿Entender? —replicó Orikan—. Entender no forma parte de ti, Trazyn.
Eres un pájaro que construye su nido con cositas brillantes. Un niño con
una colección de piedras. Quieres las cosas solo para tenerlas. Su verdadero
significado, su empleo, está más allá de ti.
—Eso duele —protestó Trazyn. Inclinó el obliterador para que apuntara al
artefacto que Orikan tenía en la mano—. Incluso si fuera cierto, no por eso
voy a permitir que me robes mis cosas.
—Tú la robaste primero. De la Dinastía Ammunos.
—La Dinastía Ammunos ahora es solo un montón de metal inerte; no
puedes robar a los muertos, a eso se le llama «arqueología». Miramos al
pasado para orientarnos en el futuro.
—Yo prefiero mirar al futuro para orientarme en el futuro —repuso Orikan
—. Por ejemplo, ha habido veintisiete veces que podría haberte atacado,
pero ninguna hubiera superado tu guardia.
—¿De verdad?
—Pero la veintiocho, es un ataque mortal.
Ocurrió más rápido de lo que Trazyn creía posible. Ralentizó su
cronosentido, pero no sirvió de nada. Orikan saltó hacia la izquierda e hizo
aparecer su báculo con cabeza de estrella. En los oculares aumentados de
Trazyn, la serrada supernova que era la cabeza de arma se vio borrosa, con
un cronocampo bullendo alrededor. Él estaba acelerándose, con el arma
alzada, creando una bolsa de realidad donde el tiempo se movía más rápido
que…
El rasgado sol atravesó la línea de su obliterador y le fue quemando la
parte superior del brazo izquierdo con un chirrido de metal quebrado y una
lluvia de chispas. Se le enterró en la parte superior de la caja torácica y
siguió cortando. Trazyn lo notó alcanzar su reactor central. Un destello.
Ácidos de batería y fluidos de reactor saltaron al aire; algunas gotas
alcanzaron a Orikan en la máscara mortuoria, que sonreía con maldad, y
crepitaron como aceite en un motor.
Trazyn cayó sobre una rodilla.
—Y así acabó Trazyn, llamado el Infinito —se burló Orikan, mientras
retorcía su báculo para introducírselo más—. Señor de Solemnace,
acumulador de chucherías, inigualable en arrogancia, señor de olvidados…
Y entonces calló, porque el rostro ante sí ya no era el de Trazyn, sino el de
un simple necroguardia.
El obliterador le golpeó desde atrás, y alcanzó al Adivino en las placas
segmentadas de la espalda mientras este se retorcía para esquivarlo.
Le alcanzó con un destello de luz cegadora, un brillo tan puro, que saturó
los oculares de Trazyn, refractando y esparciéndose en las lentes, de modo
que el mundo desapareció por un momento y luego regresó pintado en
tonos del arcoíris prismático.
El golpe alzó a Orikan y lo envió contra uno de los exhibidores, creando
un cortocircuito en el campo de estasis; con el hombro izquierdo abolló la
base del exhibidor. Las urnas rituales de cerámica en el interior, con sus
grietas meticulosamente endurecidas con la resina adecuada al período, se
sacudieron y se estabilizaron.
Trazyn cogió la caja puzle caída.
—Me gusta mantener un cuerpo de repuesto en esta galería —comentó
riendo por lo bajo—. Es mucho más rápido pasar mi consciencia a él que
tener que irrumpir desde fuera. La translación puede desestabilizar los
campos de estasis, ¿sabes?
Orikan intentó levantarse, con piernas temblorosas. Las chispas saltaban
de su columna rota.
—Y bien, apreciado colega —continuó Trazyn—. Tengamos una pequeña
conferencia, ¿de acuerdo? Te has referido a esto como el Astrarium
Mysterios. Pero ¿seguro que no crees que sea el auténtico? Lo más probable
es que sea una copia, una curiosidad que pretende representar el objeto
legendario, ¿no?
—Tú  no …abes  …o que tie…s. —Los emisores vocales de Orikan
zumbaban y fallaban por la sobrecarga energética, y le interrumpían su voz
de cuervo. Se arrastró por el suelo y se alzó para apoyarse en la base del
expositor, mientras las piernas se le iban hacia un lado de un modo
antinatural—. …empre un esclavo d… pasado. In.…so si su…ieras lo qu…
es, no ten…ías la visión pa… ver…o.
Trazyn abrió la palma de la mano y creó un campo de estasis,
inmovilizando al Adivino desde la segunda vértebra para abajo.
—¿Esclavo del pasado? ¿Falto de visión? Quizá, mi querido astromante.
Quizá. —Trazyn lanzó la caja puzle al aire y la volvió a coger, disfrutando
al ver que el monocular de Orikan se abría de inquietud. Su indiferencia era
fingida. Había dibujado en su mente la trayectoria del objeto doscientas
veces antes de lanzarlo, y luego se lo metió cuidadosamente en su bolsillo
dimensional—. Pero tú eres esclavo de tus visiones, sin ningún sentido por
el pasado. Supongo que va con tu naturaleza, ¿no? Mi misión es perseverar,
la tuya predecir. Oh, sí, veo que no te gusta la palabra «predecir». Sin duda
lo consideras torpe. Bueno, pues tengo una predicción para ti, mi querido
Orikan. —Soltó el obliterador  , que permaneció inmóvil sobre su
puntiagudo pomo,  y se llevó una mano a la frente metálica, como si
estuviera contemplando el etéreo—. Una visión de tu propio futuro.
Los pulidos suelos retumbaron cuando las puertas de antiguas tumbas se
abrieron chirriando. Se alzaron monolitos alrededor de la galería, rascando
losas gastadas por el tiempo al afianzarse desde sus cámaras de estasis.
Dentro de cada uno había el nicho de un sarcófago envuelto en una neblina
de un color verde lechoso. El vapor se fue acumulando en el suelo,
iluminado desde el interior como nubes de tormenta, cuando los sistemas de
animación crepitaron al encenderse. Y al irse posando, la niebla dejo ver
yelmos con penachos. Escudos de dispersión y armas de filo se hallaba
preparadas en manos inertes. Una falange de necroguardias, con los ojos sin
vida.
—En mi visión —continuó Trazyn—. Te veo como una adición
permanente a esta galería. A fin de cuentas, eres una antigüedad muy
valiosa, ¿o no? Orikan, el Adivino, vidente de los necrontyr, el que hace las
predicciones, el que advirtió a nuestra gente que no aceptáramos el horrible
trato con el Embaucador. —Soltó una risita y alzó el Astrarium Mysterios
—. Creo que te pondré en algún lugar donde puedas ver esto. Justo fuera de
tu alcance. Por toda la eternidad.
—Lo pe…r de la biotransferencia —repuso Orikan, que iba recobrando la
voz— es que en los Tiempos de la Carne al menos te parabas para respirar
de vez en cuando.
Trazyn rio.
—Siempre te he envidiado esa lengua ácida. —Dio dos golpes en el suelo
con el asta de su obliterador—. Quizá la exhibiré por separado.
Los ojos de los necroguardias se encendieron al unísono. Bajaron los
largos dáculus, colocaron los escudos en posición y avanzaron. Un círculo
de metal se fue concentrando en el Adivino.
—Me llamas predictor, Trazyn —soltó Orikan con desprecio—. Pero las
simples predicciones ya no me sirven. ¿De qué sirven las visiones cuando
los poderosos se niegan a hacerles caso? Marchasteis hacia vuestra
destrucción, creyendo más en las promesas del Embaucador que en mis
augurios. ¿Para qué decir la verdad a aquellos que eligen desoírla?
Espadas de hiperfase, vibrando dentro y fuera de la realidad, se acercaron
al Adivino. Los campos de energía chisporroteaban en el aire seco de la
cámara herméticamente cerrada. Estaban a treinta pasos, luego a veinte.
—Desde que todos me disteis la espalda, mis poderes han aumentado —
dijo Orikan—. Y he cambiado mi foco de atención.
Trazyn podía ver los refrigerantes craneales del astro­mante trabajando a
triple capacidad; perlas de gas condensado se le formaban en la capucha
dorada y le caían crepitando por el largo cráneo.
—¿Para qué predecir el futuro —continuó Orikan—, cuando puedo darle
forma?
—¿Y cómo, exactamente? —preguntó Trazyn. Y luego, hacia los
necroguardias, añadió—: Cuidado con los artefactos.
—¿De qué otro modo puedes darle forma al futuro? —repuso Orikan, con
una sonrisa en su voz de cuervo. Miró fijamente a Trazyn—. Destruyendo
el pasado.
Trazyn vio el golpe justo cuando Orikan sacudió la cabeza. Se tiró hacia
delante, gritando, en una trayectoria de intercepción que sabía que no
lograría nada.
Era imposible ser más rápido que un cronomante.
Orikan tiró hacia atrás la cabeza y golpeó la base que tenía detrás. El metal
se abolló y se quebró. Las matrices de levitación cortocircuitaron. Las
piezas de cerámica, fina como una cáscara de huevo, que rotaban como una
constelación invaluable, cayeron hacia el suelo.
El Adivino pronunció una palabra arcana que desactivó el campo de
estasis, y luego salió de allí como pudo, arañando el suelo con las manos
buscando apoyos. Con los pies medio estropeados golpeó el suelo,
haciéndolos servir como pistones que le impulsaron hacia delante,
apartándolo de la base. Se removió y luego reptó.
Mientras se movía, su cuerpo se recalentó para soldar las piezas dañadas.
Un vapor fantasmal se elevó en espiral desde las vértebras partidas de la
espina dorsal, los cables fueron buscándose unos a otros como sierpes de
sangre en busca de pareja.
A Trazyn no le importó. Se lanzó a por las reliquias que caían mientras
ralentizaba su cronosentido para tratar de tomar una decisión.
Era matemáticamente imposible salvarlas todas. Pero una…  podía salvar
un invaluable ejemplo de la cerámica necrontyr. Estudió los ángulos y las
posibilidades, y eligió una jarra de brillante color púrpura. Sautekh, Cuarta
Dinastía. Una escena de un sol de verano sobre el mundo nativo de los
necrontyr, y un cielo estrellado brillando entre el resplandor del ocaso..
Cayó directamente a sus manos. Trazyn estaba tan centrado en la jarra que
pudo ver la marca de las huellas del alfarero bajo la brillante pintura.
Pero las manos necronas no estaban hechas para porcelana tan fina. La
jarra se golpeó contra sus manos y se quebró hacia dentro; las grietas se
fueron abriendo como si una tormenta de rayos veraniega hubiera rasgado
el cielo del mundo nativo medio olvidado de Trazyn. Su cronosentido se
ralentizó al máximo, con lo que cada momento de la destrucción de la jarra
fue como una tragedia individual.
Alrededor, las piezas de cerámica fueron cayendo como granizo,
esparciendo añicos pintados al destrozarse contra el suelo.
—¡Bárbaro! —gritó Trazyn, mientras sus protocolos de restauración ya
estaban realizando un análisis de los daños, juntando trozos de piezas por la
forma en que se habían roto y distinguiendo estilos artísticos mientras
gritaba órdenes a los necroguardias—. Nihilakh, Duodécima Dinastía.
Matadle. Thokt, Decimonovena Dinastía. ¡Matadle!. Ogdobekh,
Decimotercera Dinastía. ¡MATADLE!
Orikan llamó al caído Báculo del Mañana a su mano como si fuera un ser
viviente.
El primer necroguardia cayó sobre él antes de que pudiera mantenerse en
pie. Un error. Orikan correteó hacia atrás como un cangrejo y movió el
báculo hacia los oculares del necroguardia. Cuando el guardia de la tumba
alzó su escudo de dispersión, el Adivino movió en arco el báculo por abajo,
y el ardiente halo de su parte superior segó ambas piernas del guardia por
los tobillos.
El guardia cayó. Orikan se puso en pie de un salto, y golpeó con la
puntiaguda vara de su báculo el cuello segmentado del guerrero. Le envió
una descarga electrostática a través del báculo y sobrecargó la matriz
neuronal de su enemigo. Los oculares del guerrero, despiertos después de
sesenta millones de años, se apagaron con un parpadeo.
Orikan se agachó y un dáculus le pasó a un dedo por encima de la cabeza.
Lanzó una patada hacia atrás, desestabilizando a su oponente, y salió
corriendo hasta detrás de un exhibidor de pipas con incrustaciones de oro
para ganar unos momentos.
El necroguardia se recuperó y fue hacia él.
—¡Idiota! ¡Las cerámicas! —gritó Trazyn, y rápidamente levantó un
campo de estasis alrededor de los añicos—. Mirad dónde pisáis.’
Los necroguardias se pararon, se volvieron y fueron por el otro lado.
Rodearon el exterior del campo de valiosos escombros siguiendo un amplio
perímetro, y en su formación circular fueron apareciendo agujeros porque
unos grupos iban más rápidos que otros.
Orikan salió de detrás del exhibidor de pipas, y lo mantuvo entre él y los
guardias más cercanos, con la espalda protegida momentáneamente por el
campo de las cerámicas rotas.
—Entrégame el Mysterios, Trazyn, y esto podrá acabar.
—Has roto todos los acuerdos, astromante. Todas las reglas del protocolo.
Has destruido los últimos ejemplos de la porcelana de nuestro mundo…
Orikan puso un pie contra el exhibidor y lo empujó. Por un angusti­oso
instante crujió como un árbol bajo el hacha, y las bandejas de pipas se
mantuvieron en una simetría imposible hasta que el campo de estasis cedió
y cayeron al suelo ante los pies de los necroguardias.
—¡Para! —rogó Trazyn.
Las antiguas pipas se destrozaron. Cuencos que una vez contuvieron brea
de sueños cultivada en los jardines de templos olvidados, se rompieron
entre los pies de los necroguardias, que se detuvieron a medio paso, sin
saber si obedecer la orden de avanzar o la que les impedía dañar los
artefactos.
Orikan puso el hombro contra un exhibidor de instrumentos quirúrgicos y
empujó. Agarró un pergamino que se desintegraba y lo tiró hacia el otro
lado de la cámara como si fuera un cometa, completando así su barrera de
antigüedades. Su propio círculo protector de vandalismo.
Los necroguardias se detuvieron, esperando órdenes.
—Si deseas tratar conmigo, escriba —soltó Orikan con desprecio—. Entra.
Trazyn aceptó, saltando por encima de los escombros. Canalizó la energía
a través de su salto, mientras hacía descender su obliterador como un gran
martillo.
Este alcanzó el báculo de Orikan, y el impacto metálico resonó contra las
paredes. Por un instante, las gemas de sus armas se tocaron, crepitando y
chasqueando como cables eléctricos en el agua. Trazyn empujó al Adivino
con el asta de su obliterador. Luego, los báculos giraron y volvieron a
encontrarse, rotando a tal velocidad que dejaron abanicos espectrales de
energía a su paso.
—Vándalo —gritó Trazyn; atacó con su obliterador como si fuera una
lanza—. Has destruido objetos hechos por artesanos muertos mucho antes
de que nosotros respiráramos. Trozos de nuestro pasado que nunca podrán
rehacerse.
Orikan detuvo el golpe, alzando su báculo, y saltó hacia un lado para evitar
el tajo que le siguió.
—Cosas inútiles. Fetiches de un pasado desaparecido.
Trazyn invirtió su obliterador y golpeó a Orikan en el costado, haciéndolo
trastabillar. El cronomante se echó hacia atrás, mientras finas espirales de
una aurora radio­activa surgían de la quemadura en su bajo tórax.
Trazyn fue a por él de nuevo, ardiendo de furia. Circuitos al rojo.
Electrofluidos viscosos recorrían su cuerpo como magma.
No eran guerreros. Para Trazyn, el polvo del archivo le resultaba más
familiar que los patios de desfile, y Orikan había pasado eones entrenando
su mente y olvidando su cuerpo. Si ese duelo hubiera tenido lugar durante
los Tiempos de la Carne, habría resultado cómico. Dos débiles ancianos,
delgaduchos, encorvados, manchados de tinta y oliendo a incienso,
pegándose con una fuerza que casi ni producía hematomas. Pero la
biotransferencia, a pesar de todos sus horrores, había convertido a cada uno
de los necrones en un gigante acorazado. Se atacaban, llenando la galería
con los ruidos de una forja. Cruzaban armas, se empujaban y se golpeaban
en los cráneos blindados como bestias cornudas.
Los necroguardias contemplaban la pelea, impávidos. Reconocían un
duelo de aristócratas cuando lo veían, aunque ninguno había visto nada
parecido a ese.
Orikan se apartó, girando.
—Dame el Mysterios, Trazyn.
—Te destrozaré…
Orikan envió el Báculo del Mañana rodando hacia la otra punta de la
cámara; su extremo quemando el aire de modo que dejó la imagen de un
disco antes de destrozar una vitrina de antigüedades.
—¡No!
Trazyn bajó con fuerza el obliterador, y el Adivino lo recibió con el
Logaritmo de Sullet, conjurando un remolino de vacío ocre que sujetó como
un broquel. Realidades incompatibles chocaron, y el destello solar de la
antigua arma se encontró con el éter sin aire en una explosión que extinguió
el pequeño portal y lanzó el obliterador fuera de las manos de Trazyn.
En su furia, ni le importó. Trazyn saltó sobre el astromante y le golpeó con
los puños desnudos. Cada golpe dejaba su marca en el metal viviente de la
necrodermis de Orikan. Este trató de escurrirse por debajo del arqueovista,
pero Trazyn le agarró por la cuerda de teselas rituales y tiró de él con tal
brusquedad que una de las teselas se desprendió en su mano.
Gongs de alarma y cláxones de trompeta llenaron el aire. Enjambres de
escarabajos reparadores descendían por las paredes como cortinas, sus
protocolos instintivos los empujaban a preservar el escenario.
Trazyn ni lo vio. Sus oculares estaban centrados en Orikan, al que
golpeaba una y otra vez. Y con cada golpe saltaban chispas.
El Adivino reía. Cuerpos tan resistentes como los suyos no podían infligir
mucho daño sin la ayuda de armas de fase o rifles gauss.
Sin embargo, Trazyn seguía dándole, golpeando al Adivino contra el suelo
hasta que se sintió débil.
No, estaba débil.
Solo entonces notó la cola del Adivino alrededor del cuello, bloqueándole
su cable arterial, deteniendo el refrigerante que evitaba que sus sistemas
neurales se sobrecalentaran.
—Bárbaro —le espetó Trazyn, mientras rodaba hacia un lado, agotado de
rabia.
Orikan se puso en pie, preparado y llamó a su báculo.
—Esto se puede acabar, arqueovista —graznó—. Entrégame el Mysterios,
y parará.
Trazyn se puso en pie trabajosamente, y el polvo metálico del suelo
pulverizado fue cayendo de su capa escamada.
—¿Realmente tiene tanto valor, Orikan? —Extendió la mano hacia la
destrucción.
—Lo que vale para mí es irrelevante —respondió Orikan—. La pregunta
es: ¿qué valor tiene para ti? ¿Vale todos los objetos de esta galería? Porque
estoy dispuesto a hacer que esta cámara se desplome si eso es lo que hace
falta.
—Nuestra herencia. Nuestro legado.
—Si es tan importante, sacrifica uno para salvarlo todo.
Trazyn se frotó las manos, un tic nervioso que tenía desde hacía mucho
tiempo, tanto tiempo, de cuando siempre las tenía manchadas de tinta. Los
cálculos rotaban en sus matrices. Problemas lógicos de causa y efecto
planteados y descartados.
Si ordena a los necroguardias que avancen, los artefactos serán
irrecuperables y Orikan destruirá la galería.
No.
Si ataca a Orikan, este continuará destruyendo.
No.
Si le entrega el Astrarium Mysterios…
Trazyn metió sus largos dedos en su bolsillo dimensional y sacó el
Mysterios. Una cosa tan pequeña. Insignificante, en realidad. Una
curiosidad. Una réplica de un objeto mítico que nunca existió.
Al menos, eso suponía él. Era evidente que Orikan tenía otra idea…
—Un trato —dijo Trazyn. Su voz tenía un tonillo de desesperación tan
ajeno a él que vio a dos de los necroguardias más sintientes intercambiar
una mirada—. Tú eres un cronomante. Quizá el más grande de ellos. Puedes
deshacer esta destrucción. Para ti no será nada.
Orikan pensó un momento.
—Puedo.
—Entonces, hazlo.
—Primero, entrégame el artefacto.
—No soy tonto, Adivino.
—Me tienes rodeado. Una vez restaurado todo, podrías recuperar tu interés
en mi… ah… conservación. ¿Debo ceder mi ventaja tan fácilmente?
Trazyn vaciló. Dio un paso adelante.
Orikan dio un paso atrás.
Trazyn colocó la caja puzle en el suelo, con el mismo cuidado que si se
tratara de un recién nacido, y retrocedió.
—Ahora, tu parte —dijo.
El ojo de Orikan se estrechó, y, por un microsegundo, Trazyn pensó que
detectaba arrepentimiento en esa mirada. Orikan no avanzó para coger el
artefacto.
—La dificultad, Trazyn, es que deshacer estos daños significa viajar hacia
atrás en la línea temporal, a antes de que todo esto ocurriera. —Miró
directamente a Trazyn—. Y si lo hago, no tendrás ningún recuerdo de
nuestro acuerdo.
Trazyn vio el lanzarrayos transdimensional. Supo lo que significaba.
Los espectros canópticos lo usaban para hacer desaparecer los escombros
de la construcción enviándolos en un espacio extradimensional  , una
versión en grande del bolsillo dimensional que él tenía en la cintura.
El disparo de Orikan alcanzó el Mysterios, y lo hizo desaparecer. Lo envió
a algún lugar en el gran sin-lugar.
Trazyn se lanzó a por Orikan, mientras el Adivino volvía el arma hacia sí
mismo.
Cuando las manos de Trazyn llegaron allí, nada ocupaba ese espacio.
Trazyn el Infinito, arqueovista de las galerías de Solemnace, se quedó en
pie en medio de su destrozado pasado.
Y aulló pidiendo venganza.
CAPÍTULO CUATRO

NEPHRETH: No me lloréis si me matan; en su lugar, sepultadme


como a los faerones de antaño. No en un alto zigurat, sino en una
cripta bajo el plano terreno cubierto de arena, donde ningún ojo
inquisidor encontrará mis huesos.
No erijáis ninguna estela ni grabéis inscripciones, excepto una: «En
esta tumba reposa un auténtico hijo de los necrontyr, libre de su
corrupción. Ábreme y serás maldito».
– Guerra en el Cielo, Acto III, Escena II, Línea 1

Solemnace era famoso por sus galerías: extensas reconstrucciones de


batallas, héroes titánicos conservados en luz sólida, recreaciones de los
grandes momentos de la historia. Incluso antes del Gran Letargo, Trazyn
había entretenido a visitantes de casi todas las dinastías con su colección de
maravillas.
Lo que no se conocía tanto era que también contenía una de las mayores
colecciones de documentos de toda la galaxia, un rival incluso de la mítica
Biblioteca Negra de los eldars.
A fin de cuentas, Trazyn había sido cronista y archivero. Aunque los
artefactos eran su pasión, no dejaba de lado la palabra escrita.
No era un proyecto que requiriera una gran atención. Se ocupaba de las
adquisiciones, claro, porque esa parte era la más interesante, pero para el
resto delegaba en los escribas criptecnólogos, que catalogaban,
referenciaban y digitalizaban cada una de las obras. Trazyn espera que en
otros diez milenios, para cuando las legiones necronas estaban destinadas a
despertar, toda su literatura, su historia y sus discursos estuvieran
accesibles, y poder así enviar una copia mnemónica de la biblioteca a cada
mundo necrópolis. Una gran empresa, para beneficio de todos..
A Trazyn le gustaban las grandes empresas. Sin duda llevaba despierto
mucho más tiempo que incluso el puñado de su gente que había hecho
levantar antes de hora;  y había aprendido rápidamente que los afanes
idealistas eran un componente esencial de la inmortalidad. El peor enemigo
de un líder supremo necrón no eran los salvajes orkos, ni los codiciosos
humanos, ni los astutos eldar… El aburrimiento era su mayor enemigo, uno
contra el que debía batallarse a no ser que se deseara caer en la locura o el
abatimiento.
Así que él tenía su galería y su archivo holográfico preparados para regalar
en cuanto su gente se despertara.
Además, si todos los mundos necrópolis tuvieran su propio archivo,
ningún investigador necesitaría ir a trastear con el suyo. Nadie tocaría sus
preciosos manuscritos o le haría preguntas absurdas.
Trazyn no se sentía muy caritativo mientras se adentraba en las
profundidades de Solemnace, más allá de las salas de restauración y la
amplia bodega de vinos. Se acercó a la puerta tallada de doble hoja de la
biblioteca, cálida y atractiva, y la abrió con un empujón del que se
resintieron las bisagras.
Su furia, aunque terrible, siempre era breve. Trazyn no ardía durante
mucho rato; su rabia era fría y seca como la noche del desierto. Una rabia
duradera y centrada, práctica y útil.
Los estantes llegaban hasta el techo. Cestas rotatorias, como las ruedas
laterales de las grandes barcazas de río, contenían tomos y pergaminos
arcanos. Los criptecnólogos pararon de copiar, sorprendidos.
—Requiero asistencia —dijo Trazyn—. Luego, soledad.
—Naturalmente, mi señor —dijo el bibliotecario jefe—. ¿Es sobre la
propuesta de expansión?
—¿El qué?
El criptecnólogo hizo una reverencia, obsequioso.
—Los estantes están llenos, mi señor. Estamos por encima de nuestra
capacidad. Humildemente, he sugerido que extendamos la colección al
espacio que actualmente ocupan las bodegas de vino.
—Pero, entonces, ¿dónde pondré mi vino?
—No… no bebes vino, mi señor.
—Claro que no —replicó Trazyn—. Es demasiado valioso. Petición
denegada. Reúne espectros de excavación para que haga una nueva cámara.
—Mi señor…
—Y tráeme todo lo que tengas sobre la Guerra en el Cielo, el faerón
Nephreth y el Astrarium Mysterios. Quiero los manuscritos físicos.
—Un tema muy ecléctico, señor arqueovista. —Activó un panel de glifos
fosforescentes y lanzó una búsqueda en el texto—. Además de las grandes
obras, hay muchas referencias menores en varios medios que necesitan un
tratamiento y un transporte especial. Hay pergaminos de tela de oro, estelas
fundacionales, losas talladas de platino…
—Todo —repitió Trazyn, en un tono que no permitía discusión—.
Tráemelo todo, y luego vete. Tardaré un buen rato.
—Sí, señor.
—Pero, primero, tráeme el código legal. Los volúmenes sobre los robos y
los juicios entre dinastías.
—¿Va a haber un juicio, señor?
—Oh, sí —respondió Trazyn, toqueteando la tesela que había arrancado a
Orikan—. Sin duda lo habrá.

Mandrágora, Franja Este

Nueve años estándar más tarde

Mandrágora el Dorado. Mandrágora de los Cielos Esmeralda. Mandrá­gora,


el sitio dinástico de los poderosos Sautekh.
Orikan lo aborrecía, incluso ahora. Y mientras salía por la puerta del
dolmen, con las cicatrices de su peligroso viaje frescas en su necrodermis,
no pudo evitar soltar todo su veneno.
—Tierra de murmuradores y sicofantes. Debería haberme quedado con los
drukhari.’
En un tiempo había sido la tercera dinastía más poderosa del Imperio
Necrón, pero en ese momento el mundo corona de los Sautekh era un lugar
muerto. Grandes dunas de arena envolvían sus zigurats y palacios,
enterrándolos bajo cascadas doradas que eran una burla a su gran título. Las
tormentas de viento rascaban los monumentos con los abrasivos granos de
sílice, y reducían las esculturas doradas y los obeliscos al metal viviente de
su interior, lo que daba a toda la ciudad, o lo que se podía ver de ella,  la
apariencia de acero bruñido. Unos cuantos distritos conservaban su
esplendor, protegidos al socaire de las grandes tumbas de estasis, lo que les
evitaban las cáusticas atenciones de la arena arrastrada por el viento. En
ellos, las estatuas de antiguos faerones aún miraban impasibles hacia el
desierto, con los rostros claros y sin la erosión de otros monumentos menos
afortunados.
Allí, unos pocos cientos de miembros despiertos de la Dinastía Sautekh
vivían la pantomima de una existencia. Custodios accidentales de la
silenciosa necrópolis, despertados diez mil años antes de hora, se ocupaban
en cuidar de un mundo que era mayoritariamente autosuficiente, y
esperaban el día distante cuando los incontables millones de durmientes
resurgirían.
Orikan se mantenía bien alejado de esos distritos. Antes del Gran Letargo,
Mandrágora le había resultado opresivo. Tantos seres rondando, clamando,
interrumpiendo sin parar. Política constante,  criaturas mezquinas luchando
por victorias mezquinas.
Había sido un lugar difícil para concentrarse. Incluso lograr un cronotrance
básico requería dejar el mundo fuera con las gruesas paredes de su
observatorio astromántico, colgado de la jorobada montaña que miraba a la
ciudad, por encima del resplandor constante que borraba el cielo.
Sin embargo, mantener cierta presencia resultaba necesario. Dejando a un
lado las preferencias personales, Mandrágora era el centro del poder
Sautekh, y Orikan no podía ser el astromante de la corte desde su retiro en
Rithcairn , lo que era una pena.
Pero Mandrágora también tenía mucho a su favor, en esos días extraños.
Una puerta dolmen estable para acceder a la Telaraña. La oscura quietud de
una metrópolis muerta y estéril. Y naturalmente, una red de defensa
automatizada que era la mejor del imperio:  justo lo que necesitabas si le
habías robado a uno de los seres más peligrosos de la galaxia.
Emplear el lanzarrayos transdimensional había sido correr un riesgo
desesperado, poco mejor que echárselo a suertes. Había ajustado los
caminos de la translocación a sus propias especificaciones, claro;  era
temerario, no tonto.  – Pero había habido la posibilidad de que alguna
variable infinitesimal pudiera marrar su tránsito. Una posibilidad de que, en
vez de en los brillantes túneles de la telaraña, hubiera vuelto a la realidad en
el corazón de una estrella, o bien flotando en el espacio profundo entre
dimensiones. Incluso sin pensar en esos casos extremos, había habido
muchas posibilidades de que reapareciera en un lugar cualquiera del
espacio-tiempo, con lo que se habría visto obligado a ajustar el lanzarrayos
y usarlo una y otra vez, ­esperando que las transiciones, cada vez más
alocadas, acabaran por devolverle a casa, y no a realidades cada vez más
aberrantes.
Eso no habría sido lo ideal. Pero tampoco una tragedia.
Después de todo, Orikan tenía tiempo.
Pero sus adivinaciones astrománticas habían demostrado ser ciertas, y su
transición lo había llevado a una parte en desuso de la telaraña. No al punto
exacto que había pretendido, por desgracia, pero lo suficientemente cerca.
Claro que, era posible que fuera el punto exacto que había pretendido
alcanzar, pero que la red hubiera cambiado y pasado a ser algo
irreconocible. Con la telaraña desestabilizada, era cada vez más difícil de
decir.
El gran cataclismo de los eldar había sacudido la red hasta sus
fundamentos, quebrando arcadas que solían ver pasar a las flotas y
lanzándolos al inmaterium. No-cosas de esa dimensión de locura rondaban
cada vez más por los corredores, y, en cada ciclo, los hechiceros videntes
eldar hundían más caminos para mantener lejos a esas maldades.
Orikan había ido serpenteando entre las espirales de dimensiones
laberínticas, abriendo pasajes y rondando entre las sombras. Lo que
quedaba de la civilización del viejo enemigo estaba huyendo. Los
neoprimitivos, como a los que Trazyn había saqueado, emigraban a nuevos
mundos. Crueles asaltantes cazaban a su propia gente, porque todos los
vínculos sociales se habían roto. Refugiados, con los ojos cargados de
temor, corrían de cualquier manera por los pasillos sin importarles a dónde
se dirigían.
Orikan no los culpaba. Después de todo, lo que la joven raza había dado a
luz le había sacudido de tal modo que había necesitado un siglo de
meditación para recuperarse, y eso que solo lo había visto a través de la
precognición astral.
El tiempo de los eldar en el escenario estaba acabado en una era de
lamentos y horror.
—Un castigo merecido —había dicho, al contemplar al primer grupo de
refugiados— por lo que vuestra decadencia ha desatado sobre la galaxia.
Entre tener que deslizarse en medio del caos, volver por donde había ido y
esconderse, el trayecto de un mes entre Solemnace y Mandrágora se había
convertido en una odisea de nueve años. De ellos, tres ciclos ya los había
pasado solo abriéndose camino con fuego a través de un corredor infestado
de flores fungoides carnívoras. Su capa­razón portaba nuevas cicatrices, 
talismanes de un desafortunado encuentro con íncubos drukhari, y su centro
de energía necesitaba una renovación.
Pero, sobre todo, requería tiempo para meditar y estudiar.
En ese momento, en lo alto de su torre de astromante, observaba las
estrellas y notaba el tirón gravitacional del tránsito de los planetas, sus
infinitas posibilidades algebraicas que influenciaban incluso el más
pequeño de los acontecimientos de la galaxia.
Los astrónomos de antaño, estúpidos y supersticiosos como habían sido,
habían supuesto esa conexión. Pero su patética espiritualidad tenía poco que
ver con la precisión científica que Orikan empleaba en la actualidad para
trazar el tirón de la gravedad y el flujo de partículas, la curvatura del
espacio-tiempo alrededor de los agujeros negros, la cadena de extrañas
casualidades que podía hacer que un suspiro en un continente se convirtiera
en un tifón en otro.
Y esas líneas de potencia, luz, energía y tiempo tendían a engancharse
alrededor de ciertos objetos.
Como el que flotaba, girando lentamente, en el centro de la plataforma de
observación. Sombras de color jade lo iluminaban por debajo desde el
campo suspensor, y ecuaciones en glifos y matrices fosforescentes,  escritos
en el propio aire,  lo rodeaban en una nube.
Había líneas desde cada teorema hasta la superficie multifacética del
Astrarium Mysterios. Calculadores automáticos medían y remedían cada
cara, cada arista y cada vértice.
Había ocho, doce y seis respectivamente. Un octaedro perfecto.
—Esto resulta desconcertante —dijo en voz alta al Mysterios—. Porque,
según mis bancos engrámicos, eras una pirámide cuando me marché de
Solemnace.
Había tratado de revisar sus datos mnemónicos y marcar el momento
exacto de esa transmutación, pero había resultado inútil. La geometría
reflejada de la telaraña, sobre todo desde el cataclismo,  reducía sus
sistemas de recuerdo a una neblina como de ensueño.
—Has sufrido una transmutación. No me sorprende, porque esa es tu
función. Pero ¿cuándo cambiaste exactamente? —preguntó, retóricamente.
A veces era más fácil pensar en voz alta. Dividir su consciencia en una
parte que estimulaba las preguntas, y una parte que buscaba posibles
respuestas—. ¿Cuál ha sido el catalizador de esta transmutación? ¿Cuál ha
sido el método?
Un análisis espectromántico indicó que el artefacto estaba compuesto de
metal viviente sólido. La misma sustancia que formaba la torre, su báculo y
la propia necrodermis de Orikan.
También había trazas de mercurio y de un cristal desconocido enterrado en
su núcleo;  extraño. No eran componentes estándar de la tecnología
necrona.
No era sorprendente que Trazyn,  ciego para lo metafísico y carente de
imaginación,  lo etiquetara de falsificación. Incluso los iniciados en los
misterios criptecnológicos, si carecían del estudio y la visión suficientes,
habrían pensado lo mismo.
Hacía una década que Orikan poseía el Mysterios, y aún no podía
comprender ni lo más básico de su funcionamiento. Quizá dependiera del
tiempo, y se fuera abriendo gradualmente a lo largo de los eones,
asegurándose así de que las razas de corta vida nunca tuvieran acceso a sus
secretos.
—O por el contrario —barruntó, cuando la parte de su consciencia que
respondía se puso al frente—, es posible que el contacto con la telaraña lo
activase. O que permaneciera inerte hasta pasar a través de la puerta
dolmen. Una medida de seguridad así evitaría que se activara fuera del
control de sus creadores.
La Dinastía Ammunos, de la que los Dioses Muertos maldijeran sus
átomos sin vida, había sido famosa por su secretismo y su paranoia. En
momentos de frustración, Orikan disfrutaba imaginando el fulgor solar
ionizando las matrices neurales de la dinastía durmiente; las ondas de
choque desorganizando el campo magnético de su mundo necrópolis y
dejando todos los sistemas inertes. Muerte neural en masa, en el intervalo
de unos pocos minutos.
Una pena que no hubieran estado despiertos para sentirlo.
Durante el último ciclo, Orikan había bombardeado el Mysterios con todo
tipo de onda energética que considerara segura; le había hablado en
hexadecimal desencriptado, e incluso había intentado contactar con
cualquier consciencia escondida a través de la trasferencia neural.
Había despertado,  solo de cuerpo, a doce criptecnólogos, que seguían con
la mente aún dormida, y los había instalado arrodillados alrededor de la
plataforma de observación. Conectó sus mentes en blanco con la suya para
incrementar su capacidad analítica y su almacenamiento engrámico, y
probó con teoremas y suposiciones hasta que dos de ellos se
sobrecalentaron y les salieron llamas azules por las cuencas oculares antes
de trasladarlos a la forja de la resurrección para que los reconstruyeran.
Nada.
Había llamado a los escarabajos para que limpiaran las pilas de cenizas
cuando se fijó en que uno no seguía al enjambre. Uno con una placa dorsal
enjoyada en rojo.
—¿Qué? —preguntó, resistiendo el impulso de aplastarlo con el pie.
El pequeño dron se arrodilló en una reverencia servil, temblando
ligeramente en su presencia. Su caparazón se abrió en tijera para mostrar un
orbuculum con un mensaje.
La proyección de crisofase se sacudió y parpadeó durante un momento, y
acabó formando el único ser al que Orikan no quería ver.
—Maestro Orikan, Vidente de Sautekh, al que llaman el Adivino —dijo el
alto ser, mirándole al ojo como si estuviera en la misma sala—. Soy la
ejecutora Phillias de los Pretorianos de la Triarca, heraldo del Consejo
Despierto. Por orden del Consejo, tienes que presentarte en Bekyra lo antes
posible para enfrentarte a las acusaciones presentadas contra ti por Trazyn,
Líder Supremo de Solemnace y Señor Arqueovista del…
—Cabrón —murmuró Orikan—. Así que te has chivado al Consejo, ¿eh?
—… con relación a supuestos actos en Solemnace. Este escarabajo está
sometido a tu firma neural y alertará al Consejo si detecta desplazamientos
en desobediencia. De no presentarte en el cuerpo original,  no en uno
sustituto,  la pena será la cancelación de tus protocolos de resurrección.
Gloria al Imperio Infinito.
La imagen desapareció, y Orikan maldijo.
Porque iba a juicio.
—¿Va a venir?
El que había hablado, Señor Némesor Zuberkar, apoyó la punta de su
espada hiperfásica en el suelo del estrado. Con un fuerte impulso, la hizo
rodar como un trompo, y la energía desequilibrada de la hoja hizo un ruido
como el de un turboventilador. Cada vez, cogía el mango justo antes de que
la espada perdiera momento y cayera.
Fium. Fium. Fium. Cogida.
Fium. Fium. Fium. Fium. Cogida.
—Una convocatoria del Consejo Despierto tiene toda la fuerza de la ley —
contestó Trazyn—. Orikan vendrá.
«Y, si no lo hace —pensó Trazyn—, cancelarás sus protocolos de
reanimación, y la ejecutora Phillias lo cazará con ese gran dáculus suyo».
Ese parecía ser el resultado que ella estaba esperando, porque había estado
afilando la hoja de medialuna desde que se habían reunido, pasando una
lima molecular sobre la órbita del campo de energía, para alinear las
partículas a lo largo del borde.
Nada más peligroso que un asesino aburrido.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó Zuberkar a la faerakh, que estaba a su
izquierda.
—Lo estoy —respondió la Faerakh Ossuaria, con una voz gélida. Furiosa,
como de costumbre, de que un simple líder supremo se dirigiera a ella como
si fuera su igual.
—Yo también —dijo el Supremo Metalurgista Quellkah, inclinándose
hacia delante desde el tercer trono de la plataforma—. Este cuerpo tiene
autoridad sobre esas disputas. Eso dice la ley.
Zuberkar se encogió de hombros e hizo girar la espada.
Fium. Fium. Fium. Cogida.
—Detén eso —soltó Ossuaria, dignándose a volver la cabeza hacia el líder
supremo, y su velo diadema de teselas repicó—. Es interminable.
—Puede que seas una faerakh —replicó Zuberkar—, pero eres la faerakh
de los Rytak. No te debo obediencia.
Los dos se miraron fijamente a los oculares. Trazyn no dudó de que debían
de estar intercambiando insultos a través de trasferencias intersticiales.
—Por favor, camaradas —intervino Quellkah—. Sobre el estrado todos
somos iguales. Es la clave de nuestra gran paz. Nuestra institución mantiene
unido al imperio. No nos debemos lealtad los unos a los otros, sino a los
juramentos que hicimos.
Los rivales apartaron la mirada uno del otro, y al unísono, miraron al
criptecnólogo.
—Aunque no hace falta que os lo recuerde —dijo este, hundiéndose de
nuevo en su sillón.
Trazyn contuvo una sonrisa. Quellkah tenía razón, claro. Aunque eso no
iba a ayudar su causa. Incluso antes de la biotransferencia, la sociedad
necrontyr había sido conservadora y jerárquica, y esos instintos seguían
imperando incluso en esos extraños tiempos.
Después de la Guerra en el Cielo, en la que los dioses estelares C’tan
lucharon contra los Ancestrales con los necrones como su ejército atrapado
en metal, estos habían visto su oportunidad de vengarse del engaño de la
biotransferencia. Se alzaron y acabaron con los supuestos dioses,
haciéndolos pedazos y sellando cada fragmento,  aún con poder suficiente
para arrasar una ciudad,  en enormes laberintos teseráticos. Sin embargo, al
destruir a los Ancestrales y a los divinos C’tan, incluso los implacables
necrones habían excedido sus fuerzas. Había sido evidente que los eldar era
la raza en alza, e iban a ser los protagonistas de la siguiente gran época de la
galaxia.
Pero las dinastías de metal sabían que ninguna era dura eternamente, y
tenían la ventaja de poder dormir sin muerte. Orikan ya había predicho la
caída de los eldars y el alza de la humanidad. Mientras tanto toda la raza
necrona dormía; sesenta millones de años en estasis.
Pero la galaxia era un lugar salvaje, y hasta el genio de los criptecnólogos
tenía sus límites. De vez en cuando ocurrían despertares fallidos, que quizá
solo afectaban a un sarcófago o quizá a la tumba de toda una falange. Era
totalmente aleatorio y no formaba parte de ningún plan; afectaba a
cualquiera, desde los más humildes guerreros de a pie hasta los que tenían
el rango de faerón como Ossuaria, que, al despertar, había visto que era el
único ser consciente de su silencioso mundo necrópolis.
Sin una rígida estructura de clases que los organizara, los despertados por
error crearon el caos. Algunos despertaron a toda una decuria sin la ayuda
de un criptecnólogo, lo que provocó daños en los recorridos neurales de sus
compañeros, convirtiéndolos en autómatas. Otros aprovecharon la
oportunidad para arreglar viejas cuentas, y asesinaron a sus rivales mientras
dormían en sus sarcófagos.
Fueron los Pretorianos de la Triarca, una orden de guerreros encubiertos
que no había querido dormir para poder vigilar las tumbas de estasis, los
que finalmente insistieron en crear el Consejo. Y habían cedido a Phillias
como su ejecutora y,  Trazyn sospechaba,  también espía.
El Consejo Despierto dotaba a los necrones de un gobierno ad hoc y
minima­lista. Protegían a los durmientes bajo pena de muerte y marcaban
unos límites estrictos sobre el número y tipo de despertares artificiales.
Como la resurrección prematura frecuentemente provocaba daños, ningún
necrón debía ser despertado, excepto bajo circunstancias de extrema
necesidad.
Pero en una sociedad donde las enemistades eran lo habitual, su mayor
labor era solucionar disputas con tribunales como al que Orikan, en unos
momentos, ya estaría llegando tarde.
Phillias probó la hoja de su guadaña sobre el borde de un pulgar metálico
Zuberkar hizo girar su espada.
Fium. Fium. Fium. Cogida.
—Una vez más y…
La realidad gritó y se rompió, iluminando las máscaras mortuorias del
Consejo como con un faro. Una transición brusca, de las que se hacían con
prisa.
—Preferiría que esto fuera rápido —dijo Orikan, con fuego verde aún
lamiéndole el cuerpo.
—Permitidme resumir —dijo el Adivino—. Se me acusa de robarle un
objeto al líder supremo Trazyn y de destrozar trastos viejos y sin valor.’
—Antigüedades invaluables —corrigió Trazyn, mostrando su bastón de
madera con incrustaciones como prueba. La madera se había partido en dos,
y sus bordes astillados ya se estaban descomponiendo por el tiempo pasado
fuera del campo de estasis.
—Invaluables y sin valor es lo mismo —replicó Orikan—. Y recuerdo un
tiempo en el que estabas ansioso por deshacerte de ese palo. Pero si crees
que debes hacerlo, prepara una lista y discutiremos la restitución.
—El valor relativo de esos objetos —dijo Quellkah, tapando la respuesta
de Trazyn— no te corresponde a ti decidirlo, Orikan. Si admites el robo y el
vandalismo en un mundo necrópolis, la ofensa es grave. La ley prescribe el
destierro o la muerte.
—Una ley creada por este Consejo —replicó Orikan—. Un Consejo cuya
autoridad en estas cuestiones no reconozco.
Trazyn sonrió. El mismo Orikan de siempre, hostil a la autoridad, por muy
poderosa que esta fuera. Se pelearía a puñetazos con el sol si pensara que le
estaba diciendo lo que debía hacer. Por eso Trazyn había optado por este
curso de acción:  el Adivino se construiría su propio mausoleo, piedra a
piedra.
—¿Y eso por qué? —preguntó Ossuaria—. Durante siglos hemos
mantenido estos tribunales sin ninguna oposición.
—Quizá —respondió Orikan—. Pero no conmigo. No es un proceso justo.
Supremo Metalurgista Quellkah, ¿recuerdas nuestra disputa cuando éramos
jóvenes adeptos?
—Ha… pasado mucho tiempo, colega —repuso Quellkah, inseguro—.
Desde entonces, las estrellas han girado bastante.
—Ossuaria —interpeló Orikan, ya prescindiendo del supremo metalurgista
—. Mi encantadora faerakh. Creo que aún tienes una deuda conmigo por
servicios de adivinación. Una deuda sustancial sin saldar. A fin de cuentas,
¿quién más podría haber predicho dónde estarían tu hermano el faerón y sus
siete herederos en aquel día desafortunado?
Ossuaria resopló altiva.
Zuberkar se echó hacia atrás, riendo y meneando su cabeza de mamparo
con mandíbulas.
—Zorra astuta. Dijiste que se habían perdido en una tormenta del vacío.
—Y Señor… Némesor… Zuberkar —continuó Orikan, haciendo una
pausa después de cada título—. Nunca nos hemos tratado, pero los Mephrit
son viejos enemigos de la Dinastía Sautekh. No me extrañaría que
continuaras con esas viejas rencillas de familia.
—A mí tampoco —confesó Zuberkar, mientras se daba unos golpecitos en
el pecho sobre su coraza color sangre. Los Mephrit nunca se habían
avergonzado de su ferocidad.
—Llega adónde quieras llegar —gruñó Trazyn, molesto, y se calló cuando
la ejecutora Phillias se volvió hacia él y se llevó un dedo a la boca sin
labios.
—En resumen —prosiguió Orikan—. Ningún juicio que formuléis estará
libre de parcialidad. Y dado el tamaño y la estatura de mi dinastía, ¿estáis
dispuestos a arriesgaros a provocar el descontento del faerón cuando
despierte y se encuentre con que un Consejo sin aprobación ha ejecutado a
su vidente principal?
Silencio. Los tres personajes estaban quietos como estatuas sobre sus
tronos de ónice, símbolos de un poder que sentían mucho más inestable de
lo que les había parecido unos momentos antes.
—Sin duda, actuaría como el Señor de la Tormenta. —Orikan dejó que
asimilaran eso, y luego se volvió hacia Quellkah—. Supremo metalurgista,
tú estuviste en campaña con el Señor Imotekh en Calliope, ¿no es cierto?
Quizá podrías ilustrar a tus compañeros… ¿cómo os hacéis llamar? Ah,
sí…, Miembros del Consejo, sobre lo que ocurre cuando el Señor de la
Tormenta avanza con su panoplia de guerra.
De nuevo, silencio. Todos sabían lo que le había pasado a la Dinastía
Khuvu en Calliope. Incluso en esos momentos, sesenta millones de años y
varias guerras celestiales después, «irse como los Khuvu» seguía siendo un
dicho frecuente en el idioma necrontyr. Antes, cuando su raza aún comía,
era lo que se decía después de acabarse todo un plato.
—Sería… —comenzó Quellkah—. Ah, sería prudente eliminar cualquier
aparición de la parcialidad.
—Quizá deberíamos suspender el juicio —propuso Ossuaria—. Solo hasta
que un representante adecuado de los Sautekh haya despertado para
supervisar el proceso en nombre de su dinastía.
—Es lo que harían por nosotros —añadió Zuberkar, consciente de que los
escarabajos transcriptores registrarían sus palabras, pero no su tono de
incredulidad—. ¿Te serviría esto, Trazyn de Nihilakh?
—¡Pues claro que no! —gritó Trazyn, y se tragó su veneno cuando Phillias
alzó una mano—. Claro que no —repitió—. ¿Hasta que se despierte un
representante Sautekh? Eso no está programado hasta dentro de otros diez
mil años. Y este hijo de chacal… El acusado. Puede controlar las criptas de
estasis de Mandrágora. El faerón se despertará cuando él lo desee. Como la
acusación, no puedo aceptar eso.
—Entonces, ¿tienes alguna solución? —preguntó Orikan—. Si este
organismo no está dispuesto a continuar, entonces, ¿qué más se puede hacer
excepto suspender el juicio y establecer un aplazamiento?
Trazyn calló un momento, mientras revisaba los volúmenes de ley
necrontyr que había codificado es su última década de estudio. Observó la
sonrisa de Orikan, sin duda el Adivino había malinterpretado su vacilación
tomándola por una falta de palabras. «Tú sigue sonriendo, fuga de reactor»,
pensó Trazyn.
—Si este tribunal no puede ocuparse del caso —dijo finalmente—. Como
acusación, exijo mi derecho a un mediador.
—¿Un qué? —preguntó Orikan.
—Un mediador —repitió Quellkah—. Sí, ese procedimiento sería el
adecuado.
—¿Lo es? —Zuberkar entrecerró sus oculares.
—Cuando se formó el Consejo —explicó Trazyn—, todos vosotros
votasteis que el antiguo código legal siguiera aplicándose. Y exijo mis
derechos ancestrales a un mediador con el rango de líder supremo o
superior, o que no tenga ningún ligamen con las dinastías Sautekh o
Nihilakh.
Los miembros del Consejo miraron a Quellkah.
—Es correcto —dijo el criptecnólogo—. Puede hacerse.
—Pero ¿dónde encontraremos a un mediador? —quiso saber Ossuaria.
—Perdóname por interrumpir, faerakh —dijo Trazyn—. Ese es un mundo
judicial, uno que tiene representantes dinásticos en sus tumbas debajo. Y
estoy seguro de que el supremo metalurgista podría emplear su habilidad
para despertar a uno de un modo seguro…, suponiendo que lleguemos a un
acuerdo sobre a quién elegir.
Trazyn echó una mirada a Orikan, analizando su actitud.
Aunque la máscara mortuoria del vidente permanecía impasible, Trazyn
recibió un mensaje glifo a través de una conexión intersticial.
—«Cabrón»..
El proceso de selección duró dos años estándar de disputas, politiqueo y
alguna que otra amenaza de violencia. En otras palabras, un caso judicial
necrón de lo más normal.
No era por casualidad de que todas las soluciones a las disputas fueran,
gracias a una tradición muy práctica, supervisadas por un ejecutor armado.
Había bastantes casos en los antiguos registros que acababan con la frase:
«Caso desestimado después del desmembramiento de la acusación»..
Pero, finalmente, el Consejo hizo su elección.
—¿Han… pasado sesenta millones de años? —preguntó el líder supremo
Vokksh, con sus oculares color naranja parpadeando con el espesor del
sueño en la tumba. Pronto recordaría que ya no tenía necesidad de
parpadear.
v—Ciertamente, líder supremo —contestó Quellkah, inclinado sobre el
sarcófago de estasis—. Será mejor que no muevas demasiado el cuerpo, mi
señor. Primero te hemos despertado las matrices neurales y los actuadores
vocales. Esto ayudará en tu proceso posterior de vuelta a la tumba.
—¿Por qué?
—Necesitamos que arbitres un caso, mi señor —explicó el supremo
metalurgista—. Fuiste elegido para ser el representante de los Charnovokh
aquí, ¿no es cierto? He codificado los detalles del escrito de acusación.
¿Los ves?
—Ssssí —siseó el líder supremo; con una lenta mano se cogió la fina
barba de acero que le salía de la barbilla y la frotó con dos dedos—.
Proceded.
Trazyn se hallaba ante el estrado de ónice, preparando su caso. No era así
exactamente cómo había esperado que fuera la cosa, pero también era cierto
que juzgar un caso solo doce años después de la ofensa era casi
escandalosamente rápido para los estándares necrones. La especie de
justicia sumarísima que se representaba en los dramas teatrales no era lo
que sucedía en la realidad.
Trazyn activó un orbuculum, y realizó una proyección del Astrarium
Mysterios en el centro de la sala. La proyección rotaba en el espacio,
semitraslúcida, rodeada de capturas oculares del robo de Orikan.
—Hace doce años estándar, Orikan,  llamado el Adivino, vidente de
los  necrontyr,  penetró con felonía en el mundo necrópolis de Solemnace
con la intención de robar este artefacto, el Astrarium Mysterios. En su
estado trastocado, creía que era un premio por el que valía la pena
desestabilizar la paz. Lo capturé, y en su huida destruyó una gran cantidad
de objetos culturales muy valiosos recuperados del suelo patrio.
Trazyn pasó la mano de izquierda a derecha, moviendo los hologramas de
crisofase de los bastones rotos, las vasijas destrozadas, una pipa con la caña
rota.
—Estos objetos…
—¿Cómo obtuviste eso? —preguntó Zuberkar, señalando—. ¿La pipa?
—Procedimientos estándar de adquisición —contestó Trazyn,
evasivamente—. Todo legal.
—Vuelve atrás —pidió Zuberkar—. Esa pipa es de factura Mephrit.
Debería estar en nuestra galería.
‘—Mi querido Némesor —comenzó Trazyn—. Solemnace contiene todos
esos objetos en fideicomiso para el bien de toda nuestra raza.
—¡Maldita sea! Tiene el sello de mi familia.
—Si realizas una petición formal a través de los canales adecuados, sin
duda podremos arreglarlo para que te sea retornada —dijo Trazyn.
Naturalmente, sería él quien tomaría todas las decisiones sobre la galería,
pero siempre había visto que usar el plural era una forma mágica para
esquivar las culpas—. Pero creemos firmemente que esas invaluables
reliquias deben hallarse en un lugar donde los expertos pueden asegurar su
adecuada conser­vación y exhibición.
—Este proceso no tiene nada que ver con los procedimientos de
adquisición del líder supremo Trazyn —cortó el líder supremo Vokksh, ya
con sus actuadores vocales calibrados para eliminar el sueño de su voz.
Trazyn vio por qué el líder supremo era conocido por su poder como
magistrado: tenía una agradable voz de orador con una innegable sensación
de autoridad—. Estás en tu derecho a protestar por la intrusión del Adivino,
así como por su vandalismo. Y no es algo que carezca de importancia. Sin
embargo, no veo ninguna razón para castigarlo con la muerte o el destierro.
Se puede compensar con la reengramación de varios miles de guerreros
Sautekh y su traspaso a tu mando, o cediéndote diezmos planetarios.
Aunque eso podría ser demasiado radical, considerando que tu derecho de
propiedad es dudoso. Visto esto, ¿por qué has llevado esta pequeña disputa
hasta tan arriba?
Trazyn volvió a mostrar las proyecciones, centrándolas en la caja puzle.
—Esto es el Astrarium Mysterios, el objeto que deseaba Orikan.
—¿Una caja puzle? —preguntó Vokksh.
—Una simple caja puzle —repuso Orikan, antes de que una mirada de
Vokksh le hiciera callar.
—Un mapa —corrigió Trazyn—. Una carta celeste encriptada. En ciertos
sectores esotéricos de nuestra sociedad se usaba un astrarium para descubrir
la localización de las reuniones ocultas o de los lugares de peregrinaje
arcanos. Se activan pronunciando una frase clave, o con coordenadas, y se
abren cuando se hallan en un punto específico del plano galáctico. Cada uno
es individual, y cada uno queda inerte después de su empleo exitoso. Creía
que este ya había sido usado o incluso que podía ser solo una réplica.
—Pero ¿ya no lo crees?
—Orikan no hubiera sido tan violento si lo creyera inerte. —Trazyn miró a
su rival, pero, en vez de con odio, el ojo de Orikan lo miraba fijamente con
interés—. Él sospecha que puede llevar hasta algún fabuloso tesoro.
—¿Y tú tienes alguna idea de adónde lleva? —Vokksh se inclinó
ligeramente hacia delante en su ataúd, apoyándose en un codo. Quellkah se
le acercó, preocupado, pero él le hizo alejarse con un gesto—. No nos hagas
esperar.
—Según los glifos codificados en su superficie —contestó Trazyn, e hizo
una pausa dramática—, el Astrarium Mysterios lleva a la tumba de
Nephreth el Intacto, el último faerón natural de la Dinastía Ammunos.
Hubo un silencio y, luego, una carcajada de Zuberkar.
—¿Nephreth el Intacto? —se burló—. ¿De esa tragedia interminable?
—Sí —contestó Trazyn—. A Nephreth se le conoce sobre todo por la obra
teatral Guerra en el Cielo, pero sí existió.
—Claro que existió —siseó la faerakh Ossuaria—. Es una obra histórica.
O inspirada en la historia, al menos. Pero sugerir que algo en ella se parezca
a lo que realmente ocurrió…
—Os acordáis, ¿no? —preguntó Trazyn—. Me refiero a recordar de
verdad. Un paso al frente quien pueda recordar los días anteriores a la
biotransferencia. ¿Puede alguien decirme, con seguridad, que sus
mnemónicos contienen un registro perfecto y sin ningún deterioro, después
de eones de sueño?
Nadie avanzó. El supremo metalurgista se removió incómodo. Todos
sabían lo que les había hecho la biotransferencia. Los mnemónicos de los
Tiempos de la Carne eran como los recuerdos que un adulto tiene de la
infancia. Uno sabe que una vez fue niño, que nació y vivió durante años,
solo por historias que le han contado. Sabe que tuvo amigos, que fueron
grandes compañeros en la juventud, pero que ya solo son fantasmas que
pasan en el recuerdo. Sensaciones desconectadas del contexto. Cosas
retenidas, pero sin el recuerdo de haberlas aprendido:  uno conoce el color
azul, pero no recuerda la primera vez que supo su nombre.
Y esa era la intención de todas esas obras de teatro sensibleras: reforzar la
historia necrona, para no olvidarla. Era la razón por la que incluso los
burros como Zuberkar conocían a los personajes y las tramas a pesar de no
aguantar su longitud.
(Para ser sinceros, habían acabado siendo largas como un castigo. Ahora
que los actores podían memorizar miles de páginas empleando el recuerdo
engrámico, y el público no tenía necesidades biológicas que interrumpieran
la actuación, los olvidados dramaturgos criptecnólogos que habían
contribuido a crear la obra se habían pasado de rosca. Una obra completa
bien podía durar más de una década).
—La conclusión de mis investigaciones es que puede que las obras
dramáticas sean más exactas de lo que se creía —explicó Trazyn. Hizo un
gesto hacia el orbuculum, para mostrar bajorrelieves de la Guerra en el
Cielo. Guerreros necrontyr y carros de estrella, con los detalles desgastados
por la antigüedad del grabado, avanzaban hacia las máquinas de destrucción
de los Ancestrales.
—Al parecer, Nephreth fue llamado el Intacto debido a su resistencia
genética a los cánceres, producidos por la radiación, que afligían a nuestros
antiguos cuerpos. Nuevas investigaciones sugieren que su rebelión contra
los dioses estelares,  y su fracasada resistencia al proceso de
biotransferencia, sí que ocurrieron.
Trazyn miró a Orikan. El Adivino miraba fijamente el bajorrelieve
holográfico, acariciando la tira de teselas que le colgaba de los hombros.
Faltaba una tesela, la que Trazyn le había arrancado durante su lucha en
Solemnace. Ahora colgaba de la cadera de Trazyn, junto a la gema eldar y
otras curiosidades, un recuerdo de su venganza.
Pero a Trazyn le costaba captar el estado de ánimo del Adivino. ¿Recelo,
quizá, o simple interés? ¿Cuánto de todo esto sabía ya?
—Aquí el teatro y la historia divergen —continuó explicando Trazyn—.
En la obra, Nephreth muere atacando a los dioses estelares, abrasado hasta
consumirse por el Ardiente. Pero mi archivo contiene un relato de cómo la
propia dinastía de Nephreth lo traicionó; asesinaron a su faerón y a sus
seguidores para pactar una paz con los dioses estelares y obtener el…, ah,
regalo de la biotransferencia.
—Todo un anticlímax —mascullo Vokksh.
—Sin duda —repuso Trazyn—. Pero sus parientes de la Dinastía
Ammunos, a pesar de su traición, al parecer querían cubrir todos los frentes.
Después de todo, poseían el único ejemplo incorrupto de la especie
necrontyr, libre de enfermedad y mácula.
Trazyn cambió la proyección y apareció una ilustración manuscrita de una
procesión mortuoria llevando un ataúd de estasis hacia una alta puerta.
—Ocultaron al faerón muerto en un complejo de tumbas de estasis
llamado Cephris, con la esperanza de regresar y recrear la especie, si
encontraban que la biotransferencia no les gustaba.
—Entonces, ¿por qué no lo hicieron? —preguntó Vokksh—. Regresar, me
refiero.
Trazyn se encogió de hombros. —No está claro. Pero igual que nosotros
no podemos recordar a Nephreth, sus seguidores pueden haber olvidado
cómo activar el artefacto. Con el tiempo, hasta olvidaron adónde llevaba; de
ahí su nombre. El Mysterios. Un misterio.
—Fascinante —repuso Vokksh—. ¿Con qué intención mantienes ese
objeto, Trazyn?
—Yo… —Trazyn calló.
—Lo quiere para su galería —contestó Orikan por él—. Para mirarlo, o
mejor dicho, no mirarlo. Ni siquiera sabía que lo tenía. Estará ahí
simplemente cogiendo polvo, una curiosidad que no sirve para nada.
—¿Y a ti para qué te serviría, Orikan? —inquirió Vokksh.
—Para nada —rugió Trazyn—. No cree en el retorno a la carne. Orikan
quiere que seamos… —Agitó los dedos en el aire—. Seres de energía.
Cosas de luz. Si encontrara a Nephreth, seguramente incineraría al faerón
para evitar que los criptecnólogos rivales encontraran una solución que no
fuera la suya. Motivos ulteriores.
—¿Motivos ulteriores, dices? —croó Orikan—. Pregúntale cómo lo
adquirió.
‘—Ahora no te toca hablar a ti, garrapata de arena —replicó Trazyn,
furioso.
—Sí, así es —dijo Vokksh—. Pero la pregunta es válida. ¿Cómo lo
adquiriste?
—Legítimamente. —Trazyn apartó el orbuculum, y se lo guardó en su
bolsillo dimensional—. Si esto es todo…
—Legítimamente…, ¿cómo? —insistió Vokksh.
—Era parte de una adquisición en lote en Hashtor, el mundo corona de los
Ammunos. Una historia trágica, la de Hashtor. Una llamarada solar de la
estrella local provocó un fallo en cascada de su sistema de estasis. Es un
mundo muerto. Legal para el salvamento.
Nadie se movió. Los Ammunos habían sido poderosos. Muy reservados y
poco de fiar, pero su ausencia sería un golpe.
—La Dinastía Ammunos —Trazyn hizo una pausa para mirar a todos en la
sala y dejar que asimilaran el mensaje— no vendrá a reclamarlo.’
El Consejo y la ejecutora se pusieron en pie, anonadados ante esa tajante
afirmación.
—Eso parece ser legal, si es salvamento… —murmuró Vokksh con voz
muy gutural.
—¡Ah! —Orikan insistió—: Pero ¿Cuándo lo adquiriste? —Avanzó un
paso, y su collar de teselas repiqueteó contra su cuerpo esquelético.
—Aún no he acabado mi turno —dijo Trazyn.
—¿Robaste el Mysterios antes de que los Ammunos murieran, o después?
Porque según mis augurios, saqueaste su cámara del tesoro en busca de
artefactos mucho antes de la llamarada solar. De hecho, en cuanto se supo
claramente que la llamarada solar acabaría con ellos.
—Tu información —replicó Trazyn, con frialdad— es incorrecta y
contraria al procedimiento.
—Espera —intervino Vokksh—. ¿Estás alegando que el líder supremo
Trazyn, conocedor de la llamarada solar, no alertó al Espíritu Profundo del
mundo necrópolis y en su lugar fue a saquearlo de sus artefactos?
—Exactamente —contestó Orikan—. Como le has oído decir, «la Dinastía
Ammunos no vendrá a reclamarlo». Se marcha con el botín, y el cosmos
borra a su víctima del mapa. Nadie puede quejarse.
—Eso es ridículo —protestó Trazyn.
—¡Villano! —croó Orikan—. Conspirador. Traidor a tu raza.
—¿Es eso cierto? —exigió saber Vokksh—. Piensa que mis analizadores
vocales están en alerta máxima, y detectarán cualquier mentira.
—Bueno… —Trazyn hizo un sonido de irritación, frustrado—.
Comprenderás que había muy poco tiempo para tomar una decisión.
Un gruñido salió del Consejo.
—No, no. Escuchad —dijo acelerado—. Se tarda mucho tiempo en
despertar un mundo necrópolis. Al menos, medio siglo, incluso en
condiciones óptimas. Solo salvar a los órdenes superiores hubiera llevado
más tiempo del que había. Así que me centré en salvar lo que pude de su
cultura material…
—Asesino —le espetó la faerakh Ossuaria.
—¡Es a ti a quien deberían juzgar, Trazyn, no a mí! —canturreó el Adivino
—. Preví tu traición y…
—Espera. —Trazyn hizo un gesto pidiendo silencio—. ¿Tú la previste?
—¡Claro! También preví el horror de la biotransferencia. La caída de los- ­
eldar. He visto la llegada de criaturas hambrientas que no podrías ni
imaginar y…
—Si previste la llamarada solar —preguntó Trazyn—, ¿Por qué tu no la
detuviste? ¿Esperabas colarte después y coger el astrarium sin encontrar
ninguna resistencia?
Orikan se quedó quieto, paralizado. La boca se le movió, con un clanc,
clanc, clanc. —Ah…, creo que me has malentendido.
—Ejecutora —ordenó Vokksh—. Llévate a los dos.
—Cabrones —masculló Orikan, toqueteando sus teselas rituales—. Ya
sabía que lo de Vokksh era mala idea.
—La Dinastía Ammunos —Trazyn hizo una pausa para mirar a todos en la
sala y dejar que asimilaran el mensaje— no vendrá a reclamarlo.
El Consejo y la ejecutora se pusieron en pie, anonadados ante esa tajante
afirmación.
—Tristes noticias —dijo la adjudicadora desde su ataúd de estasis. Alzó la
cabeza, los orbes de resurrección que le colgaban del tocado tintinearon
como una lámpara—. Supongo que estás reclamando los derechos de
salvamento, ¿no?
Trazyn suspiró aliviado. O al menos hizo lo más parecido que podía hacer
alguien sin pulmones. Le había preocupado que la Suprema Excelencia
Señora Yullinn no fuera la persona correcta para dirigir ese juicio. Temía
que un toque más suave permitiera que Orikan se desmadrara, pero este
había estado relativamente apagado.
Y, sin embargo…, Trazyn se sentía fuera de lugar. Una sensación a la que
no podía acceder le perturbaba. El refrigerante de reactor se derramaba por
sus entrañas como si estuviera experimentando una traslación difícil.
Sintió un extraño calor en la cadera, y notó que la tesela ritual que le
colgaba ahí, la que le había quitado a Orikan, estaba caliente.
Raro.
—¿Líder supremo Trazyn? —llamó la Suprema Excelencia Señora Yullinn
—. ¿Deseas invocar los derechos de salvamento?
—Sí. Sí, claro, señor…, ah, señora suprema. Adjudicadora.
—¿Te encuentras bien, Trazyn? —Los oculares de la suprema excelencia
se entrecerraron de preocupación.
—Si el venerable Trazyn ha acabado —interrumpió Orikan—, tengo
pruebas que presentar.
—Por favor, procede —asintió Yullinn—. Líder supremo, por favor,
siéntate. Es evidente que lo que viste en Hashtor te ha afectado
profundamente. Si tienes más pruebas que presentar, puedes hacerlo cuando
te hayas recuperado.
Eso no parecía una mala idea, pensó Trazyn. Notaba la cabeza taponada.
Su reactor central rotaba a una velocidad peligrosa. Y esa sensación de
irrealidad se negaba a desaparecer. Se bloqueó las piernas y alivió el peso
de su estructura. Un asiento sin silla.
—Señora —comenzó Orikan—. Como ves, el señor Trazyn, un querido
amigo desde hace muchos siglos,  tiene dificultades. Me temo que la
biotransferencia y el Gran Letargo nos ha afectado a todos. Pero esto es un
malentendido.
Trazyn volvió la cabeza. —¿Malentendido?
—Pobre Trazyn. Me invitó a Solemnace para realizar una investigación.
Verás… —Orikan abrió un bolsillo dimensional y sacó el Astrarium
Mysterios—. Yo también tengo un artefacto. Estábamos comparándolos.
Los ojos de Trazyn localizaron el artefacto y se clavaron en él. Su
sensación de estar en dos lugares a la vez, su malestar de vacío, desapareció
como si el Astrarium Mysterios lo anclara.
—A mitad de nuestra reunión, Trazyn pareció… estar confuso. Pobrecillo.
Me acusó de robarle su artefacto, incluso me lanzó a sus guardias.
Trazyn extendió una mano. Bombardeó el astrarium con su espectrómetro.
Recibió los resultados.
—Naturalmente, tuve que defenderme…
—¡Lo ha transmutado! —gritó Trazyn—. Ya has resuelto el primer puzle.
—Saltó desde su posición y botó hacia el artefacto.
Orikan retrocedió, y la ejecutora trató de coger a Trazyn, pero este se le
escapó de un salto mientras abría su proyección y añadía sus datos
espectrométricos.
—La composición es exactamente la misma, ¿lo vesExactamente igual..
—Trazyn gruñó mientras los dos informes de componentes se unían en uno,
e indicaban una coincidencia del ciento por ciento—. Os está mintiendo.
Todas las cabezas se volvieron hacia Orikan.
Este dio unos golpecitos al astrarium con el dedo, calculando su próximo
movimiento.
—Oh, mierda —exclamó.
—La Dinastía Ammunos —Trazyn hizo una pausa para mirar a todos en la
sala y dejar que asimilaran el mensaje— no vendrá a reclamarlo.
El Consejo y la ejecutora se pusieron en pie, anonadados ante esa tajante
afirmación.
—Pero, por sí solo, eso no confirma tus derechos de salvamento, ¿cierto?
—dijo el líder supremo Baalbehk, y su voz resonó dentro de su ataúd de
estasis. Alzó la cabeza, y los dibujos dorados de flores de agua grabados en
su máscara funeraria reflejaron la tenue luz—. No podemos simplemente ir
reclamando todo lo que encontramos. Sería ilegal. Y puede que haya otras
partes interesadas.
—¿Qué? —exclamó Trazyn, luchando contra el malestar de vacío que
sentía en sus estructuras internas. El suelo de piedranegra se mecía como
una barcaza de mando necesitada de una cali­bración de altitud. Notó el
gusto del refrigerante de radiación en la boca.
Una alerta intersticial: sobrecalentamiento en la cadera izquierda. Trazyn
bajó la mirada y vio la tesela de Orikan reluciendo al rojo vivo, siseando
donde tocaba el frío metal de su cadera.
—Con tu permiso, líder supremo —dijo Orikan, avanzando hacia el centro
—. Según tengo entendido, el Astrarium Mysterios está exento de las leyes
sobre el salvamento. Es parte de una herencia común, y pertenece a toda la
raza necrona.
El líder supremo Baalbehk asintió.
—Como he dicho, otras partes interesadas.
—Sin duda —continuó Orikan—. El señor Trazyn ha planteado de una
forma muy convincente que esa tumba, si se encuentra, no solo será un
tesoro de historia, sino también un camino hacia delante para nuestra gente.
Trazyn miró fijamente la tesela ardiente. Le removía algo. La había visto
antes. Le destellaron imágenes en sus bancos mnemónicos, que iluminaban
su cavidad neural con luces que iban y venían como chispas en un relé
recalentado. Un tocado de cabeza, con orbes de energía colgando como en
una lámpara. La profunda voz de un orador de la corte.
Se llevó la mano a su dolorido cráneo.
La tesela quemó el cordel que la sujetaba y cayó al suelo.
—Después de todo —estaba diciendo Orikan—, ¿por qué los Nihilakh
deberían controlar ese increíble descubrimiento? Quien sea que coja el
Astrarium Mysterios debería tener una posibilidad de aprovechar esta
oportunidad de poder, única en la eternidad.
Trazyn sintió que su malestar remitía. Era como si el adorno le hubiera
estado destrozando, y, mientras se recalentaba en el suelo, oyó los gritos de
asentimiento y excitación de los miembros del Consejo.
«Partidistas, todos ellos», pensó Trazyn.
Podían decir que luchaban por los necrontyr, por el Imperio Infinito o por
su propia gente, pero era mentira. Querían el poder. Para sus faerones y para
ellos mismos. Ossuaria había asesinado a su hermano y sus sobrinos.
Zuberkar no se sentía poderoso si no conquistaba. Incluso el sumiso
Supremo Metalurgista Quellkah había traicionado a sus amigos en el
camino hacia su posición. Unos avariciosos, todos ellos.
Y todos ellos, estúpidos, creían que podrían llegar antes que Orikan a la
tumba. Lo veían como a un excéntrico, un astrólogo medio loco. Pero era
muchísimo más peligroso que eso.
Y Baalbehk, tan rabiosamente leal a su propia dinastía, era el más
mercenario. Baalbehk, a quien Trazyn había respaldado como adjudicador
simplemente porque Orikan había protestado cuando el Consejo lo propuso.
De repente, Trazyn se dio cuenta de que había sido engañado. Orikan había
querido esa parcialidad. Contaba con que jugara a su favor.
—Muy bien —dijo Baalbehk—. El Astrarium Mysterios pertenecerá a
todos y a nadie, uno objeto libre que será del que lo tenga. Robarlo no será
ningún crimen, matar por el no será pecado. Y quien abra la cripta se puede
quedar con los contenidos para mayor gloria de su dinastía.
Orikan le miró, sonriendo, y en su fuero interno, Trazyn supo que el
cronomante le había ganado. Las teselas rituales que se agitaban en sus
hombros irradiaban un calor tan brillante que se reflejaba en sus largos
huesos de metal.
Y con la mente por fin clara, Trazyn se dio cuenta de lo que había hecho el
cronomante.
—«Así que es la guerra, Adivino», le envió en un mensaje intersticial.
—«Si puedes atraparme, arqueovista».
CAPÍTULO CINCO

Prueba de Keph-Re: Un adepto no intentará ese hechizo hasta que


haya dominado el Noveno Libro de la Conducción, y haya canalizado
con éxito sus poderes hasta 77:777 Keph. En tal caso, dislocar los
dedos corazón y anular de la mano derecha por el nudillo, y doblarlos
para formar un diamante en el que concentrar la energía. Los dedos
índice y meñique deben dislocarse hacia atrás por el nudillo como las
alas de un águila para recoger las corrientes del ambiente. Una vez
capturadas, el pulgar debe ir hacia delante, como la antena de una
parabólica, para dirigir la descarga de energía.
– Corrientes de la Ruina, Folio VI, Canto III

Mandrágora

9984 Años antes del Gran

Despertar

Naranja. Después de seis siglos, Orikan estaba harto del naranja. Coloreaba
todo en su observatorio astromántico, desde el suelo de piedranegra hasta
los astrolabios ferroconductores, pasando por los oculares muertos de los
criptecnólogos,  ya veinte en total,  que estaban arrodillados alrededor del
Astrarium Mysterios en líneas concéntricas octogonales.
Su cántico repetitivo de los Ochenta y ocho Teoremas zumbaba en los
transductores auditivos de Orikan, pasado por un filtro para que no le
volviera loco.
Pero la luz naranja y los cánticos repetitivos, por mucho que le fastidiaran,
eran necesarios. La Esfera Armónica de Zatoth era una conducción difícil
de mantener, sobre todo como una subrutina. Crearla había ocupado la
mayor parte de la función neural de Orikan, dejándolo incapacitado para el
análisis. Y la luz naranja que proyectaba, visible en cualquier espectro, era
una pequeña molestia considerando que le permitía realizar sus rituales
fuera del flujo del tiempo.
Por cada siglo que pasaba en el exterior del campo cronoestático, tres
reptaban en el interior..
Orikan poseía una paciencia ilimitada para el estudio. Se perdía en él.
Dejaba que la búsqueda lo definiera. Se transforma en tan solo
programación y pensamiento que trabajaba sobre el problema. Flotaba en
un campo suspensor, con los dedos en la posición del Ojo Abierto de Sut, el
sistema perceptivo al mínimo. Pronto, los enjambres de espectros y
escarabajos canópticos,  que tenían órdenes de remplazar los fluidos y los
refrigerantes de los reactores cada seis coma cuatro años estándar,  se
moverían por el fondo como sombras irreales.
Entregaba su ser físico. Permitía que sus protocolos de consciencia se
redujeran para que sus algoritmos astrales pudieran ir más allá de su
estructura de metal.
Muchos necrones podían transferir su consciencia. Incluso el líder
supremo menos importante podría proyectar parte de su mente a través de
los sistemas oculares de sus guerreros y sus escarabajos, y ver lo que ellos
veían. Trazyn, que los Dioses Muertos lo quemen, incluso podía trasferir su
consciencia a cuerpos sustitutos. Orikan daría diez mundos por saber cómo
lo hacía el arqueovista, aunque sospechaba que tenía algo que ver con un
sencillo aparato alienígena más que con el estudio personal. Trazyn era un
patán. Un torpe entrometido. Un simple…
Orikan volvió a centrarse.
La proyección requería serenidad, una mente limpia de las subrutinas en
bucle de la obsesión y la ira. La ira era su punto flaco. Siempre ahí, la ira,
una sombra vengativa que lo seguía al plano astral. Incluso cuando se
proyectaba, la ira lo ataba a su cuerpo. Podía disminuirla, notar que se
debilitaba, pero la furia siempre se estiraba tras él. Un cordón umbilical que
lo ataba a su ser físico. Lo tocó con sus dedos astrales, levemente, para
tener una lectura de su fuerza.
«¡Deberían haberme escuchado! ¡Cabrones! Nunca podrán…».
Más o menos normal. Se sentía bien después de su victoria sobre Trazyn.
El modo en que había engañado a ese encorvado saco de mnemónicos que
se hacía llamar líder supremo. ¿Qué era un líder supremo para Orikan? Un
ser atrapado en los intereses del presente, sin prestar atención al futuro.
De nuevo la ira. La soltó, y notó que se hundía más en el trance autónomo
Esa ira no siempre era mala cosa. En algunos de sus experimentos más
clandest­inos, ocultos a los ojos de los otros maestros criptecnólogos, hasta
le había salvado. Le había devuelto a su cuerpo construido cuando las
mareas del cosmos amenazaban con arrastrar su algoritmo astral hacia la
vasta negrura. Una chispa ascendiendo desde el fuego de la existencia. Otra
molécula atrapada entre los chirriantes engranajes de los planetas, resignada
al tirón de los campos gravitatorios, arrastrada con el polvo de los
cinturones de meteoros y rodando a lo largo de la curva del espacio.
El campo cronoestático le ayudaba con eso. Le evitaba dispersarse. Le
mantenía centrado.
Céntrate. Déjate llevar. Relájate. Húndete más.
Escucha el zumbido del metrónomo de tu planta de energía.
Escucha el zumbido del metrónomo de tu planta.
Escucha el zumbido del metrónomo.
Escucha el zumbido.
Escucha.
Orikan nota que ocurre. No, no lo nota. Lo sabe. Se mueve más allá de las
sensaciones cuando su esencia sale de su frío cuerpo y entra en el suave
vientre del campo cronoestático. Flotando libre, mira hacia atrás a su forma
sólida, aún levitando en el campo suspensor. La cabeza echada hacia atrás,
el ocular cerrado y dirigido hacia arriba, hacia las estrellas que centellean a
través del campo defensivo invisible. Las estrellas, los mundos y los
campos de polvo espacial, formando manchas tecnicolor por el oscuro
cielo.
Le ha costado sesenta años alcanzar este estado. Y ahora comienza el
trabajo.
Primer siglo

Los primeros cien años pasan en un profundo estudio. Orikan se mueve por
su biblioteca etérica, sin preocuparse del tiempo o de las limitaciones
físicas. Desaparece en el interior de los textos, vive entre las líneas de glifos
como si fueran ríos corriendo junto a él, canturreando su sabiduría al pasar.
Su consciencia se altera,  como hace cualquier consciencia después de
consumir nuevos conocimientos, aprendiendo de maestros muertos mucho
tiempo atrás; ya no es el Orikan que flota en Mandrágora. El Orikan Astral
sabe, con cierta melancolía, que esto no puede durar. Que una vez vuelva a
cargarse en el cuerpo, sus sistemas se reafirmarán y su antigua personalidad
retronará. Retendrá el conocimiento clave, pero mucho de él se perderá.
Prescinde de eso y se mete en las obras de Numinios, para estudiar su
escritura cifrada de formas que un ser de metal no podría. Son palabras
esotéricas, indescifrables para los que están encerrados en lo físico. Orikan
reorganiza los glifos, los lee hacia delante, hacia atrás, se mueve entre ellos
para ver su parte trasera codificada.
Numinios era un maestro de la transfiguración, capaz de reordenar las
moléculas con la misma facilidad con la que codificaba los secretos de sus
obras no recogidas.
Línea a línea, con un tedio que frustraría una consciencia mortal, Orikan
descifra el complicado código.
Numinios era un maestro de la transfiguración, capaz de reordenar las
moléculas con la misma facilidad con la que codificaba los secretos de sus
obras no recogidas.
Línea a línea, con un tedio que frustraría una consciencia mortal, Orikan
descifra el complicado código.
Noventa años de estudio. Solo una pequeña victoria. Orikan discierne una
teoría sobre la función teórica del artefacto. Un mejor entendimiento de las
cadenas de moléculas del metal.
Según Numinios, las moléculas formadas en una cierta resonancia pueden
ligarse a los cuerpos celestiales. En sincronía con una cierta signatura
gravitatoria, al sentir la superposición y la alineación del tirón direccional,
pueden cambiar dependiendo de su localización en el cosmos.
Orikan recuerda que Trazyn había dicho que ciertos astrariums se abren
debido a su localización. Y este cambio de estado había ocurrido mientras
pasaba por la Telaraña.
«¿Podría ser —piensa— que esta localización estuviera en la dimensión
del laberinto? ¿Ocasioné un cambio de estado por pura casualidad?».
Finalmente, algo que poder comprobar.
Envía un hechizo gravitatorio a través de las mentes en red de los
criptecnólogos, con el que dirige una proyección gravitatoria al astrarium, y
rodea la caja puzle con rayos gravitatorios.
Recupera los registros del gravitómetro fijo en su cuerpo, y repasa los
campos por los que ha pasado a través de su tránsito por la telaraña.
Seiscientas cuarenta y nueve configuraciones de campo.
Orikan coloca las posiciones de los rayos gravitatorios sobre la
configuración del primer campo y dispara.
El cántico de los criptecnólogos flaquea. Fuego naranja arde detrás de sus
oculares.
Rayos gravitatorios, de un brillante color violeta bajo su visión astral, caen
y ondean sobre la superficie del octaedro.
Nada.
Cambia a la configuración número dos. Y dispara.
En la configuración cuatrocientos diecisiete, ve que un vértice se quiebra.
Se abre como una boca, y deja ver un brillo de líquido esmeralda dentro del
cuello del astrarium; luego se vuelve a cerrar.
Cerca. Ya casi está.
La configuración cuatrocientos dieciocho es la buena.
Sin sonido, pero irradiando un calor extremo, el astrarium comienza a
cambiar. Las afiladas aristas se pliegan hacia fuera, dándose la vuelta. Los
vértices desaparecen, las caras se pliegan sobre sí mismas. Se mueve de un
modo en que la materia no debería hacerlo, chirriando, como si estuviera
oponiéndose a la intención de regresión.
El octaedro se convierte de nuevo en una pirámide. Y vibra dentro del
campo.
Y un criptecnólogo grita; le sale humo por la boca. Para el sistema
perceptivo atenuado de Orikan, no es más que un aliento intenso. Otro se
une al coro. Con el chasquido de una cerilla al encenderse, un sistema de
red neural falla, luego otro. Chillan con un dolor que no deberían sentir.
Orikan apaga el gravitómetro.
A los criptecnólogos se les cae la cabeza hacia delante, inertes, sobre cajas
torácicas de acero.
El astrarium vuelve a ser un octaedro, e hilillos de humo de neón se
arremolinan subiendo de los glifos en su superficie.
Por un momento, proyecta un nombre en el aire cargado de humo que
cubre el artefacto: Vishani.
Y un reloj: doscientos sesenta y cuatro años, dieciséis horas y cuatro
segundos.
Tres segundos.
Dos.
Uno.
Al parecer, el tiempo ya no está de su lado.

Segundo Siglo

El rastro de átomos de mercurio. El cristal enterrado muy dentro del


astrarium. Orikan se maldice por su estrechez de miras, se enfurece contra
su propia pereza hasta que el rencor amenaza con llevarlo de nuevo al
interior de su rígido cuerpo.
Iones de mercurio. Cristal. Esos elementos solo pueden significar una
cosa: una celda para iones de mercurio, un artefacto para contar el tiempo.
Enterrado en el interior del Astrarium Mysterios, contando en silencio los
segundos, hay un reloj atómico.
Se volverá a abrir en unos meros dos siglos y medio. Fuera lo que fuese
que le hizo en la telaraña, ya fuera intencionado o no, había iniciado una
cuenta atrás. Pero la trasmutación gravitatoria sugiere que no se abrirá
simplemente en el momento designado. Tiene que ser en el lugar
designado.

Claro que es posible, incluso probable, que su tránsito por la Telaraña haya
llevado al Mysterios, sin saberlo, tan cerca de su localización designada que
el artefacto se había trasmutado, incluso en el bolsillo dimensional donde lo
porta.
Lo que es imposible. Pero, claro, también es imposible que la gravedad
externa afecte de algún modo a la telaraña.
Sabiendo eso, Orikan envía su consciencia hacia atrás en el tiempo, al
principio de su investigación. Después de todo, ahora es un esclavo del
reloj, obligado a realizar su trabajo bajo la propia cuenta atrás del artefacto.
Si consigue retroceder un siglo…
Pero descubre que sigue la cuenta atrás, y no con más tiempo, sino con
menos. Rápidamente invierte su camino y dispara su consciencia de vuelta
al presente.
Al parecer, el Mysterios es a prueba de cronomancia.
Una alerta interrumpe sus estudios. Las defensas automáticas detectan el
acercamiento de un meteorito, pero el análisis espectromántico indica que el
objeto contiene metal viviente. Le informa de una solución de disparo.
«Saludos, Trazyn —piensa Orikan—. Y adiós».
No hace nada. Simplemente observa el parpadeo de la red de defensa al
activarse, y luego al transmitir que el objeto extraño ha sido destruido.
Orikan vuelve a sus estudios, alza la mirada y ve otra alerta; se fija en que
han pasado trece meses desde la destrucción del meteorito. Esta vez, es una
lluvia de meteoritos. Al menos treinta objetos lanzados hacia la atmósfera.
Es evidente que el viejo arqueovista está arriesgándolo todo, pasando de
un sustituto a otro. Pues buena suerte.
Las defensas automáticas reducen el número de meteoritos de treinta a
quince, y luego a dos. La superficie de la esfera cronoestática forma ondas
como un estanque cuando la red de las defensas aéreas de Mandrágora se
dispara. Cañones del exterminio y rayos de muerte cortan la realidad
exterior. Si hubiera habido mortales, los pulmones se les habrían cocido al
respirar el aire ultracalentado.
Todos los objetivos destruidos.
Orikan prescinde de la noticia y ejecuta una última ecuación de descifrado
en una obra menor de Talclus. Un tratado bastante simple sobre ecuaciones
cripmánticas, pero una lectura básica y necesaria de todos modos.
Satisfecho con sus preparaciones, se vuelve hacia el objeto principal de esa
fase de su investigación.
Los Manuscritos Vishanicos.
Son un galimatías. Líneas de burdos glifos sin forma o razón. Ilegible y
oscuro; una leyenda entre los iniciados en los misterios criptecnológicos.
El rumor dice que contienen un gran secreto, pero, de ser cierto, Vishani lo
guardó muy bien.
Había sido la Señora de los Secretos y la Criptomante Suprema de
Ammunos. El mejor cifrador de lo oculto de su época.
Los Manuscritos Vishanicos no son difíciles solo por su cifrado. La
dificultad aumenta por sus capas de cifrado.
Solo seis criptecnólogos, incluido Orikan, han conseguido descifrar el
texto.
Sus textos descifrados eran todos diferentes, y todos ellos eran erróneos.
Dos produjeron una lista de los mundos necrópolis de Ammunos. Tres
formaron la historia de la dinastía Ammunos, en tres narraciones diferentes.
La solución de Orikan, irritantemente, había producido los esquemas para la
construcción de un zigurat imposible, uno cuya estructura obedecía solo a
su propia retorcida concepción de la física. Pilares de carga finos como
hilos. Materiales pesados colocados sobre los frágiles. Casi la parodia de un
edificio.
Siglos antes, Orikan hasta había construido un modelo a escala en una
crisofase holográfica, esperando que un análisis geomántico de sus ángulos
pudiera conducir a alguna clave algebraica.
No había sido así.
Vishani no era brillante porque hubiera escondido la solución de su
manuscrito; era brillante porque había codificado muchas soluciones al
texto. Hasta había maestros de los misterios criptecnológicos que creían que
todo eso no era más que un chiste; una broma pesada para fastidiar y tener
ocupadas a las dinastías rivales que esperaban aprender los secretos del
faerón de Vishani.
De ser así, Vishani habría calculado mal. Corría el rumor de que durante la
Guerra en el Cielo, un criptecnólogo rival la había encerrado y torturado
hasta la muerte en busca de la respuesta. La historia contaba que ella le
había prometido decírselo; luego, cuando él se había acercado para oír la
respuesta, ella había sobrecalentado sus reactores, incinerando a ambos.
Orikan admiraba la pura malicia de ese gesto.
«Pero ¿Por qué —piensa— pasar por todo eso solo por una broma?».
Especialmente cuando solo una de las seis traducciones, la segunda de las
historias dinásticas, mencionaba a Nephreth el Intacto.
Si las historias eran ciertas, si Nephreth se hallaba escondido, habría sido
Vishani quien se lo habría llevado. Y Orikan no tiene dudas de que el
Astrarium Mysterios es su obra. Es demasiado inteligente, demasiado
irritante como para haber sido hecho por otra persona.
Orikan trabaja sin descanso. Ya lleva mucho tiempo obsesionado con los
Manuscritos Vishanicos, y Orikan es, sobre todo, un ser de obsesiones, por
lo que devora el texto en busca de significados ocultos.
Es como si no hubiera leído ese texto antes, y, tras nueve años de
esfuerzos, se da cuenta de que así es. Anteriormente, cuando había
estudiado los Manuscritos Vishanicos, había sido en la copia dura guardada
en la biblioteca de su orden, que se suponía que era una copia directa de la
que había en el mundo trono de Hashtor, sede de los Ammunos, aunque
siempre había habido dudas sobre ello, dado el carácter reservado de los
Ammunos. Sería muy propio de ellos diseminar textos erróneos.
Y cuando Orikan viajó a Ammunos para salvar lo que pudiera, se había
esperado recuperar una copia original de los manuscritos. Para su eterno
horror, Trazyn había llegado antes. Orikan se había visto obligado a adquirir
solo una copia de los datos, sacada de la biblioteca etérica de Hashtor.
Sin embargo, a medida que va leyendo, Orikan nota cada vez más las
diferencias. El orden de las palabras está cambiado aquí y allí, ortografías
variantes, diferencias de formato.
Revisa la copia de Ammunos comparándola con su propia copia.
No son iguales.
Vishani era una hechicera de datos; una cifradora como los místicos
criptecnólogos no volverían a ver. Flotando en el éter, rodeada de código.
Con la impresión del descubrimiento, Orikan se da cuenta de que ha
comprendido la revelación, la razón por la que nadie había sido capaz de
encontrar otra capa de cifrado en esas seis descodificaciones.
La copia en datos es el documento maestro. Las copias sólidas con las que
habían trabajado durante milenios son para despistar. Las seis
decodificaciones son solo la primera capa del enigma.
Y esa última decodificación de la historia de los Ammunos es mucho más
de lo que había supuesto.
Nephreth no era conocido como el Intacto solo porque su forma física era
resistente a los tumores. Tampoco estaba marcado por la batalla o los
duelos.
Porque era un proyeccionista. Capaz, por medio de la tecnología y la
concentración personal, de enviar su mente al campo de batalla como un
pensamiento hecho forma. Un ser de energía mucho más poderoso que el
pobre algoritmo astral que Orikan había proyectado. Uno que no requería
de un campo cronoestático o de años de trance de preparación.
«Piénsalo —reflexiona Orikan—. Los niños sentados en el Consejo se
animan ante la posibilidad de volver a la carne. Pero podríamos ser
muchísimo más. Seres de luz y energía, la vida eterna de los necrones
casada con el alma de los necrontyr. ¿Por qué volver a los estragos de la
mortalidad cuando podríamos convertirnos en seres del etéreo?
Orikan se sumerge en los tratados esotéricos de Vishani. Trabaja
febrilmente, pero permanece enraizado, superponiendo la cuenta atrás a su
visión para recordar el objeto de su búsqueda.
Año tras año, el pasmo de Orikan aumenta. Vishani había sido un genio
único. Si aún siguiera operativa, la naturaleza competitiva de Orikan le
obligaría a despreciarla. La rivalidad está muy arraigada entre los maestros
criptecnólogos, y él se conoce lo suficiente para comprender que cae
fácilmente en los celos por el conocimiento. Sin embargo, los muerto no
son rivales, y es libre de admirar a la Señora de los Secretos por lo que ha
sido.
Al menos, antes de morir tan mal.
Se pasa ochenta años meditando sobre la poesía algebraica de Vishani.
Flota libremente por sus mapas astrománticos, admirando el fino detalle en
el trabajo de sus proyecciones crisofásicas. Devora sus tratados sobre la
importancia de seguir un orden de operación mientras se alzan escudos
cuánticos de múltiples capas. Finalmente, Orikan se encuentra sin palabras
ante la impresión de que esas innovaciones tan obvias, el uso de una espiral
logarítmica en los campos superpuestos, no se le hayan ocurrido a él.
La Señora de los Secretos había sido una polimatemática con un talento
poco corriente y una visión singular, si bien con unas cuantas
excentricidades. La espiral logarítmica, por ejemplo. Su forma aparece en la
reconstrucción crisofásica del cosmos de Vishani, galaxias que giran y
absorben agujeros negros formando el modelo, cuando en realidad serían
mucho más salvajes. También aparece como tema en su colección de poesía
algebraica. Y se menciona seis veces en los propios Manuscritos
Vishanicos.
Espera.
Orikan invoca los manuscritos, y entra los códigos para acceder a la
decodificación de Nephreth. Coloca un texto de glifos en una matriz
bidimensional. Lo recoloca según el metro que Vishani prefería en su
poesía algebraica.
Y, entonces, con la mano astral temblando, mueve la palma de la mano
formando un círculo que remueve los glifos flotantes. Salmodia la ecuación
de una espiral logarítmica perfecta.
Los glifos se deslizan y giran. Se pliegan y modifican. Asumen nuevos
lugares en un laberinto espiral de ecuaciones puras que gira lentamente ante
su incrédulo ocular. Motas de datos inútiles van cayendo del pensamiento
aritmístico hecho forma rodante, como las ascuas cayendo de una antorcha.
—Aquí yace un faerón sin igual —murmura uno de los criptecnólogos
arrodillados.
—¡Contemplad! La tumba que contiene a aquel que acabará con la edad
del metal —zumba otro.
—Yace en su interior —responde otro—. Su forma incorpórea yace con
los ojos abiertos.
—Nephreth, Nephreth, Nephreth… —comienzan a salmodiar.
No es una monótona repetición continua, como con los Ochenta y ocho
Teoremas, sino una ululación estática cargada de pasión y trance de
felicidad. Orikan mira alrededor, ve que arde una luz azul en los ojos de sus
criptecnólogos dormidos. Un fluido resplandeciente les sale de los oculares
y las bocas, forma dibujos sobre el suelo de piedranegra.
—Nephreth, Nephreth, Nephreth…
Con un escalofrío, Orikan se da cuenta de que su cuerpo vacío se ha unido
al coro.
La rueda de radiantes glifos aritmísticos flota hacia el Mysterios, se une
con él como si el octaedro fuera el centro natural de su eje. Al encontrarse,
la espiral comienza a rodar cada vez más deprisa; comienza rápida como la
rueda de un carro, luego rota con la cortante velocidad de una sierra
circular.
Los glifos del Mysterios palpitan cargados de poder interno. Rayos de
energía salen de cada símbolo, de cada arista, y llenan el puente de
observación con una proyección que arde con una intensidad astral a la que
Orikan no puede mirar directamente.
Pero sí sabe lo que es.
Un mapa de las estrellas.
Trazyn era conocido entre las dinastías por muchas cosas; rendirse no era
una de ellas.
Antes de la transición al metal, sus compañeros lo consideraban
notoriamente tenaz, incluso obstinado, al ir en busca de sus objetivos. Pero
la inmortalidad lo había hecho implacable, al darle una paciencia que su
frágil cuerpo de carne no hubiera podido tolerar.
Trazyn, dicho de otro modo, no era un cobarde. Su fuente de energía solo
contenía desprecio para aquellos que abandonaban una empresa.
Pero estaba dispuesto a admitir que necesitaba cambiar su enfoque.
Mandrágora, por ejemplo. Por ese lado, había agotado sus opciones.
Después de su intento con la lluvia de meteoritos, un plan que produjo un
número bastante desagradable de desintegraciones, había abandonado el
intento de una entrada por órbita.
Era cierto que los Sautekh eran un atajo de belicistas ensalzados, sin
ningún sentido de la cultura. Una dinastía mediocre, como mucho, sostenida
por la fuerza de unos cuantos generales competentes. Y sin duda, eran
demasiado arrogantes para el gusto de Trazyn.
Pero también sabían cómo construir una buena red de defensa aérea.
Colarse por la puerta dolmen resultó ser igualmente inútil. A cinco pasos
del arco se encontró con un grupo de arañas canópticas muy poco
amigables. Para asegurarse de que no había sido solo mala suerte, lo intentó
dos veces más hasta convencerse de que el enjambre que rondaba la puerta
era una patrulla constante.
Después de más o menos un siglo, hizo balance. Paró y consideró sus
opciones.
Se había enfrascado demasiado en el puzle que era traspasar las defensas
de Mandrágora y había olvidado que el Astrarium Mysterios era un medio
para un fin, no el fin en sí mismo. Se había convertido, en esencia, en el
bufón corto de vista que Orikan le acusaba de ser.
Porque incluso más que a los que se rendían, Trazyn despreciaba a los que
carecían de imaginación.
Y por eso había reunido a sus criptecnólogos en la sala de lectura del
archivo, lo más parecido que tenía a una sala de actos. Estaba alrededor de
una mesa alta hasta el pecho, con los lados tallados en un bajorrelieve que
representaba la Partida del Rey Silente.
Sus piernas incansables hacían que las sillas fueran innecesarias.
—Comenzad por esto —dijo Trazyn, dando unos golpecitos con el dedo a
la tesela que le había quitado a Orikan—. ¿Cuál es su composición?
Sannet se detuvo con el estilo alzado sobre su tableta de glifos
fosforescentes.
—Hay límites a lo que puedo decir, mi señor. Ciertos misterios de la orden
de los criptecnólogos son inviolables. El castigo por revelarlos es muy…
—Sannet —le interrumpió Trazyn—. Has estado en mi galería, ¿Verdad?
—He… estado.
—Entonces sabes que poseo cualquier aparato de violencia concebible,
¿No? Creo que me pediste que te excusara de catalogar la galería drukhari,
¿Correcto?
Sannet guardó silencio.
—Es decir, si de verdad crees que los maestros criptecnólogos pueden
idear un castigo más horrible que incluso la selección más casual sacada de
esa galería, estoy dispuesto a demostrarte que estás equivocado.
—Es una tesela temporal —explicó Sannet a toda prisa—. Cuando
llegamos a cierto grado de maestría en una escuela, portamos símbolos de
nuestros logros. Cuanto mayor es el grado de maestría, más larga es la
cadena de teselas.
—Evidentemente —Trazyn inclinó la cabeza hacia el lado—. No
desconozco la estructura de tu pequeño culto, Sannet.
—Pero no son meramente símbolos —añadió el criptecnólogo, mientras
apartaba el estilo, como si le preocupara que pudiera transcribir
espontáneamente su propia traición—. Son tótems de esencia, forjado por la
que sea la sustancia que nuestra escuela estudia. Khybur, allí, es un
vaciomante, y sus teselas son la sustancia destilada del espacio entre las
estrellas. Yo soy, o mejor dicho, era un dimensionalista. —Alzó con
reverencia la tira de brillantes teselas de color púrpura que le colgaba del
hombro.
—Estas son la sangre del universo, recolectada en las heridas creadas
cuando rasgamos la realidad para abrir portales dimensionales, y un
emblema de…
—Y esta, supongo —dijo Trazyn, mirando la tesela—, ¿Es tiempo?
—Correcto, mi señor. Espacio-tiempo puro. Cuando realizamos nuestros
hechizos, el poder resuena en esos tótems.
—¿Aún reaccionaría con sus compañeras si estuvieran en la misma sala?
Por ejemplo, si le robara a Khybur uno de sus tótems y él canalizara un
agujero negro, ¿Se calentaría esa tesela?
—Oh, claro —contestó Khybur—. La energía del ambiente del hechizo
reaccionaría con la tesela incluso aunque no fuera una de las mías. Por eso
los criptecnólogos se reúnen en cónclaves durante una batalla: la resonancia
puede producir hechizos mucho más poderosos. Pero si estuviera unida a
sus compañeras, sin duda demostraría una fuerte hermandad.
—Por tanto, si Orikan emplea la cronomancia mientras yo sujeto este
tótem, ¿Se calentará?
—Se entibiará —le corrigió el vaciomante Khybur—. Para llegar a estar
caliente, sería necesario que él hubiera estado alterando la línea temporal
muchas veces. Y lo más seguro es que quien la sostuviera experimentara
efectos adversos. Recuerdos desplazados. Incomodidad extrema.
—Entonces, ¿Me estás planteando que fue al pasado más de una vez? —
preguntó Trazyn.
—Me has malentendido, mi señor —repuso Khybur con cuidado—. La
manipulación cronológica a esa escala no sería posible, está incluso más
allá de los practicantes de mayor rango de nuestra escuela. Un viaje al
pasado necesita muchísima concentración y energía. Dos, como mucho.
Tres…
—¿Serían necesarios para que el tótem se calentara así? —Trazyn
proyectó la lectura de la temperatura guardada en sus bancos engrámicos—.
Él es capaz, mis leales. Más capaz de lo que nadie se esperaba. Con el
suficiente talento como para desbaratar el veredicto del Consejo no una vez,
sino al menos tres veces, que yo recuerde. —Invocó una proyección de la
caja puzle—. Y ahora tiene el Mysterios en el mundo corona de
Mandrágora.
—He diseñado nuevas fórmulas para un asalto a Mandrágora —dijo el
criptecnólogo táctico de Trazyn, Tekk-Nev—. Está bien fortificado, como
tu… reconocimiento descubrió.
—Un elegante eufemismo para la atomización repetida, Tekk-Nev. —
Trazyn sonrió—. Llegarás lejos.
Tekk-Nev no dijo nada del cumplido.
—No hay más opciones menores que un despliegue de las legiones.
—Prepara paquetes de ataque —indicó Trazyn—. Ten esas opciones a
mano. Pero quiero otras posibilidades aparte del asalto directo. El Mysterios
solo es un mapa, el medio para un fin. Cuando Orikan concluya su
investigación, necesitará salir de su agujero para reclamar el premio.
Entonces, ¿Cómo descubrimos adónde se dirige, y cómo puedo
contrarrestar su cronomancia una vez lo atrape?
Nadie habló durante un tiempo, mientras toda la mesa trabajaba sobre el
problema en silenciosa cogitación.
—Hay —comenzó Sannet, y paró para aclararse los activadores vocales,
que se le habían congelado en el silencio de tres años—. Hay dos artefactos
que podrían serte de ayuda.
—¿Artefactos? —repitió Trazyn, y el escepticismo resonó en su voz—. He
rebuscado por el catálogo seis veces. No hay nada…
—No aquí en Solemnace, mi señor —sonrió Sannet—. Perdona, pero la
tuya no es la única colección de la galaxia.
Trazyn consideró la posibilidad de desmontar al criptecnólogo por su
impertinencia, pero si Sannet se había sentido capaz de interrumpirle, lo que
tenía seguro que era bueno. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza al
datosmante para que continuara.
Y cuando oyó lo que ese ser tenía que decir, Trazyn sonrió
Después de todo, ya había pasado demasiado tiempo desde su última
visita.
El rayo de identificación de la araña canóptica recorrió la máscara
mortuoria de Trazyn, y leyó la firma de su aura sistémica. Satisfecha, le
hizo una reverencia y levitó hacia arriba y atrás, dejando la puerta abierta.
—Señor Trazyn —zumbó, con sus bastos sistemas vocales cargados de
estática por una falta de uso de eones—. Llama a mi red si necesitas
asistencia.
—Agradecido —repuso Trazyn, y atravesó la puerta grabada.
—Antes de acceder a las criptas —continuó la araña—. Se me ha ordenado
que te reproduzca el siguiente mensaje.
Se abrió una trampilla en el suelo en la que se veía un orbuculum. Un
criptecnólogo de amplias espaldas se formó con un parpadeo, los datos
crisofásicos parcialmente borrados, de modo que a su forma fantasmal y
azulada le faltaban piezas como si fuera un puzle incompleto.
—Saludos, líder supremo Trazyn —comenzó a decir la imagen, y la
enorme barba metálica se balanceaba al hablar—. Sospechaba que podrías
hacernos una visita durante nuestro sueño.
—¡Metamorfoseador Hurakh! —exclamó Trazyn, aunque sabía que el
mensaje no podía responder—. Me has dejado una tarjeta de bienvenida,
¡qué sentimental!
—Está más allá de toda duda que tienes derecho a estar aquí. A fin de
cuentas, el arqueovista de Nihilakh mantiene una supervisión oficial de la
cámara de la dinastía.
—Muy amable.
—Pero estas son las criptas del bendito Gheden, no las de Solemnace.
Examina y estudia todo lo que desees, pero he hecho un inventario de todas
las colecciones y notaré cualquier ausencia.
—¡Vaya descaro! —repuso Trazyn, en absoluto ofendido. Atravesó la
proyección y siguió entrando en la cámara.
—Nos acordamos bien del incidente en Thelemis —continuó Hurakh,
hablando hacia nadie—. Y te conmino por tu honor….
—Sí, sí —respondió Trazyn, mientras dejaba atrás el mensaje—.
Entendido.
Lo que le había llevado allí, principalmente, no podía transportarse.
Las casas de los tesoros de los Nihilakh cubrían toda una mitad de las
estructuras subterráneas de Gheden. Enormes y brillantes, hablaban de un
imperio dinástico de un alcance asombroso. Mientras Trazyn recorría la
Calzada Dorada, con pies de metal reverberando en la brillante superficie
de la pasarela elevada, pasó ante entradas a cámaras tan saturadas de
elegantes objetos y metales preciosos que resultaban intransitables.
Artefactos de civilizaciones desaparecidas largo tiempo atrás estaban
apilados, con su superficie danzando con la luz de destellantes gemas
tiradas descuidadamente junto a ellos. A su izquierda, una barcaza
necrontyr de tamaño real fabricada en platino se hallaba escorada sobre una
pila de rubíes, con las velas de seda de vacío colgando flojas en el aire sin
viento.
Trazyn odió ese panorama. Los dedos le picaban con la necesidad de
ordenar, catalogar y mostrar cada objeto en su contexto adecuado. Pero
sabía que, a pesar de las apariencias, Hurakh ya lo había hecho. Ese tesoro
desorganizado era un acto de descuido fingido, un poco de teatro para
apabullar a los visitantes con la extravagancia y la abundancia de los
Nihilakh. Lo cierto era que Hurakh había registrado y detallado hasta cada
moneda; seguramente hasta hubiera sido capaz de decir si se veía de cara o
de cruz. A fin de cuentas, las dinastías no se volvían ricas descuidando sus
tesoros.
Trazyn bajó la intensidad de sus oculares y se dirigió a la cripta más
exclusiva de Gheden, la Cámara del Vidente.
La gran cabeza flotaba en el centro de la cripta esférica. Le salían
mangueras del cuello como raíces colgantes, bombeando un luminoso
fluido magenta hacia dentro y hacia fura del cuello cortado de la bestia
decapitada. Era rechoncha y reptiliana, grande como un templo, y
presuntamente era el último de su raza, aunque Trazyn no tenía ni idea de
cuál sería esa raza.
El mayor tesoro de los Nihilakh.
El Vidente Yyth.
Entró en él por la lengua de la bestia, y se acercó a la cámara de resonancia
que formaba su boca abierta. Mientras entraba, Trazyn vio los grandes ojos
saltones parpadear una vez. Fue lento, como una nube pasando ante el sol.
Trazyn se dijo que la bestia no estaba viva. No realmente. La idea de que no
fuera así era demasiado perturbadora: el horror de ser mantenido en una no-
muerte infinita tan solo para cumplir una función necesaria.
Trazyn borró esa idea de su mente; era demasiado cercana para resultar
cómoda.
En el interior de la boca del vidente había un círculo de sillas de
piedranegra, por si el flujo de las visiones hacía que hasta los resistentes
cuerpos necrones se desvanecieran. Una cúpula de metal viviente se
extendía sobre las sillas, encajada contra el paladar del Vidente y
manteniéndole abierta la mandíbula.
Trazyn se sentó e invocó un panel de glifos fosforescentes, mientras
activaba los resonadores neurográficos que traducían las visiones del
Vidente en imágenes holográficas.
—Orikan encontrará el punto de apertura del Astrarium Mysterios.
Necesito saber dónde y cuándo sucederá esto.
El sistema de sensores de Trazyn registraron una caída de la temperatura.
Finos cristales de escarcha se le formaron sobre el frío metal de los brazos y
las manos. Alrededor, la enorme boca se movió, y el techo de metal viviente
crujió en protesta. En el centro del círculo de sillas, amontonadas como en
una hoguera, las proyecciones neurográficas se iluminaron activándose. La
electricidad estática le picoteaba los brazos a Trazyn, y crepitó y chasqueó
cuando él movió los dedos para descargarla.
Sobre las cámaras termográficas, imágenes desenfocadas fueron
cambiando y tomando consistencia, se formaban y se disipaban. Un dosel
de árboles tropicales. Atolones de coral. Un mundo azul y verde.
Trazyn supo cuál era. Lo reconoció.
—Imposible —susurró impactado. Trazyn paró en la galería de artefactos
mientras se dirigía a la salida.
El objeto estaba justo donde Sannet había dicho que estaría.
La Capa de Disrupción Temporal, creada con añicos cristalizados del
propio tiempo. Un artefacto cronomántico de gran antigüedad que permitía
al portador ver la matriz del futuro. Justo lo que alguien necesitaba para dar
forma a su propio futuro, o para negárselo a un hechicero del tiempo
particularmente molesto.
—Estoy seguro de que al Metamorfoseador Hurakh no le importará que se
la coja prestada durante un rato —dijo Trazyn en voz alta—. Después de
todo, no está programado para despertarse hasta dentro de otros diez mil
años.
Pero, por si acaso, Trazyn activó el talismán que le había dado Sannet para
pasar desapercibido a los sistemas de seguridad.
«Cuando acabe —se prometió a sí mismo—, la devolveré aquí. Hurakh ni
siquiera notará que la he cogido».
Trazyn se marchó corriendo. Las alarmas de seguridad sonaban muy
fuertes..

***

Mandrágora

Cripta Subterránea. 3000 Cúbitos

por Debajo de la Superficie

Orikan comprobó su campo hermético por decimosegunda vez. Ejecutó un


diagnóstico operativo. Todos los resultados fueron positivos: repelía tanto
los átomos externos como las transmisiones de datos, lo cual reducía la
posibilidad de fracaso a menos de una entre cincuenta millones.
Miró al ser abominable que tenía delante y supo que eso no sería
suficiente. Canalizó más energía hacia el campo.
—Pero después de la batalla —dijo la cosa, con una voz más escalofriante
que la de ningún necrón. Rugiendo, escupiendo. Oxidada—. Nuestra raza
podrá hacer lo que desee.
—Podréis —repuso Orikan—. No voy a obligarte a regresar.
Silencio. Algo se movió entre las sombras, rodeando a Orikan por la
derecha; el sistema de percepción del Adivino captó el destello de luz
ocular sobre unos miembros de afilado acero.
Orikan trató de no mirarlo, de mantener su ocular sobre el ser retorcido
que flotaba ante él. Sin embargo, sus subrutinas aún intentaron calcular si la
aberración en su flanco tenía intención de atacarle.
—Sería un gran servicio a la dinastía —añadió Orikan.
—No me importa nada esta dinastía —repuso la cosa—. Pero, si nos
proporcionas cosas, cosas vivas, biológicas, que podamos matar…,
acudiremos.
Con su objetivo logrado, Orikan se retiró hacia la esclusa de cuarentena de
la tumba y contempló cómo la puerta interior se cerraba y rodaba.
Ni en un momento apartó la mirada de las monstruosidades que rondaban
por el interior.
CAPÍTULO SEIS

VISHANI Mañana, mi faerón, nos uniremos a nuestros enemigos en la


danza de la guerra.

NEPHRETH Un auténtico soldado no solo da pasos con su enemigo,


brillante Vishani. Él inicia la danza y marca el ritmo. Y mañana,
marcaremos tal ritmo que el enemigo no lo podrá resistir.
(NEPHRETH alza su báculo de mando.) El planeta nos espera.
Capitanes, alzad los estandartes y llenad de acero vuestro corazón.
– Guerra en el Cielo, Acto XIV, Escena II, Líneas 14-15

Veloces luces verdes chocaron contra la atmósfera, y se las tragó el


brumoso fuego amarillo de la entrada planetaria.
Orikan notó una sacudida en su interior, el aumento de las moléculas de
aire sobrecalentadas frente al Arca Fantasma para reducir la velocidad del
vehículo desde su velocidad en el vacío de treinta mil cúbitos por hora.
Orikan ralentizó su cronosentido para observar la belleza del proceso.
El compartimiento de la tripulación del Arca Fantasma era como un
costillar abierto al frío espacio. Los cristales de hielo que colonizaban el
cuerpo de los Inmortales alineados en filas frente a él se fueron evaporando
a medida que la velocidad se reducía. Las moléculas de aire aumentaban
ante los Inmortales del frente, y le robaban la velocidad al vehículo para
convertir la energía en calor. La propia atmósfera se incendió como un
brillante sudario alrededor de la proa del arca, agitándose hasta que las
moléculas se disociaron y se transformaron en plasma. La pintura del rostro
y del cuerpo de los que se hallaban delante se les saltó, requemada por el
calor.
Todos miraban hacia delante, sin importarles el infierno que había ante
ellos y alrededor; ni siquiera volvieron la cabeza cuando el aire
incandescente pasó entre ellos formando estelas ondeantes.
Orikan observó con nostalgia el paso de esas tiras finas de aire. Extendió
una mano para pasar los dedos por el resplandor.
«De materia a energía y de vuelta otra vez —pensó—. Algún día, todos
seremos tan afortunados…».
Sin embargo, para que eso llegara a suceder, necesitaría aterrizar en ese
mundo y arrasar cualquier cosa que estuviera entre él y esas coordenadas.
Establecer una zona de aterrizaje. Asegurar el objetivo. Ejecutar la
exclusión. Borrar todo ser viviente.
Lo que vivía en ese planeta en ese momento carecía de importancia.
Porque, aunque los salvajes eldar exoditas podían llamarlo Cepharil, era un
mundo necrón, un planeta fronterizo del antiguo imperio. Oculto y remoto.
Un escondite ideal para la necrópolis conocida como Cephris, el mausoleo-
estasis de Nephreth el Intacto.
Cepharil no tenía una puerta dolmen. Ni ningún portal de la telaraña. Era
aislado y remoto, casi como si los eldar no quisieran que los extraños lo
descubrieran. Después del nacimiento de la cosa transcendental hambrienta
en el inmaterium, Orikan no podía culparlos
Las llamas de la entrada en la atmósfera se fueron apagando, y el frío azul
del océano del planeta contrastó con el crepitante naranja de los Inmortales,
cuyos cuerpos de metal estaban tan calientes como si salieran de un horno.
Nubes blancas giraban veloces formando tormentas y colgaban como bruma
sobre continentes. Mientras descendían, Orikan vio desaparecer la curvatura
del planeta por su visión periférica, remplazada por las estructuras al rojo
vivo de más Arcas Fantasma, colocándose en formación.
—Un bonito mundo —comentó Orikan, a nadie en particular—. Una pena
lo que estamos a punto de hacer con él.
—¿Reconfirmar la orden? —respondió el líder al timón del arca, y su
confusión ante la frase de Orikan fue evidente en su voz—. ¿Es una nueva
directiva?
—Desestimar. Llévanos abajo.
«Esto —pensó mientras el arca inclinaba el morro hacia abajo— es por lo
que no trabajo con otros».
Orikan había considerado a la mayoría de su gente torpe de entendederas y
desagradable ya en los Tiempos de la Carne, y eso era antes de que la
biotransferencia les dejara sin alma y el Gran Letargo les deshiciera la
mente. El tiempo apagaba incluso la mente más aguda, y un mero timonel
de arca, a pesar de ser un subtipo de líder, resultaba casi intolerable.
Comprobó su cronómetro. Dos horas hasta el momento en que el
Mysterios debía abrirse. Orikan lo había planeado así. Un repentino ataque
total. De haber aterrizado en el planeta un mes, una semana o incluso un día
antes, los exoditas podrían haber organizado una resistencia suficiente como
para complicarle las cosas.
Si no, ahí estaba lo que le había pasado a Trazyn. Cierto que los exoditas
habían recibido un aviso anónimo de Orikan, pero habían respondido con
celeridad.
Y, de hecho, eso le inquietaba. De entre los millones de mundos en el
Imperio Infinito, el Mysterios había marcado el mundo de Cepharil, justo
donde Trazyn había robado el Espíritu del Mundo unos pocos siglos antes.
La coincidencia era tan rara que había ejecutado un programa de
astrolocación novecientas veces para asegurarse de que no había errado en
ninguna variable. Porque el mapa que proyectaba el Mysterios no era
moderno. Habían pasado casi sesenta y cinco millones de años desde la
época de Nephreth. La Guerra en el Cielo y el reino de los eldar habían
remodelado el cosmos tanto en aspectos grandes como en pequeños. Incluso
la reciente guerra civil de los humanos había destruido y remodelado
planetas. Pero Orikan había comparado la antigua carta astronómica con
una modernizada. Había ampliado el planeta objetivo y había ejecutado
simulaciones de derivas continentales y deslizamientos de masas terrestres
hasta que acabó en su forma actual.
Casi una coincidencia del ciento por ciento. La posibilidad de un error de
identificación se situaba en <0,00003 por ciento.
Cephris era Cepharil.
Las Arcas Fantasma dejaron de descender, y las fuerzas gravitatorias
tiraron de ellas con tanto ímpetu que sus costillas de metal gruñeron. Se
nivelaron y corrieron a quince cúbitos sobre la superficie del océano, con
los sistemas de efecto superficie tallando zanjas sobre el agua color zafiro.
A su derecha, una de las arcas cortó la cresta de una ola, salpicando a los
ocupantes con gotas que chisporrotearon sobre la piel de metal aún caliente.
Una masa de nubes apareció en el horizonte y se fue haciendo
consistentemente mayor a medida que la flota de arcas avanzaba
rápidamente hacia ella. Al acercarse, Orikan pudo ver el vago reflejo de
tierra bajo la capa de nubes. Más abajo, una línea verde resultó ser el
horizonte.
Una isla.
Orikan invocó una carta de glifos fosforescentes y comprobó su dirección.
Eso era. El archipiélago. Siete mil islas pequeñas y medianas salpicando el
océano hemisférico. Trazyn solo había estado en la más grande: la masa del
tamaño de un continente que servía a los exoditas como capital planetaria.
Orikan intentó racionalizar eso. Quizá fuera el regreso de Trazyn de
Cepharil lo que había causado la activación del Mysterios, si este había
notado, enganchada en él, algo de materia orgánica de su mundo. O, quizá,
la gema que se llevó de vuelta, tan unida al mundo, habría interferido
brevemente con la signatura gravitacional de la sala.
Aunque nada de eso tenía ningún sentido, y Orikan lo sabía. Como
vidente, era muy consciente de que no existían las coincidencias, solo las
confluencias. El tiempo era un río, uno que arrastraba incluso a los más
poderosos. Eones de estudio le permitían remar contra corriente
brevemente, pero finalmente incluso él debía rendirse al empuje del destino.
Había pocas cosas que Orikan odiase más que malgastar energía, y
cuestionarse el destino era el uso de energía más ineficaz que podía
imaginarse.
Árboles y playas blancas, y una fila de estructuras que sobresalían de la
cubierta tropical. Bandadas de pájaros blancos se alzaban desde la orilla
como estandartes al viento.
—Cuenta de treinta para contacto —zumbó el timonel desde su cabina-
útero, deslizando los dedos sobre el orbe de control—. Entramos.
Una lluvia de objetos pasó a toda velocidad junto al arca, silbando en el
aire mientras descendían. Por un nanosegundo, Orikan pensó que se habían
metido entre una bandada de pájaros, pero luego vio el parpadeo desde la
orilla y el destello de un rayo prismático. El arca a su izquierda se sacudió y
bajó el morro por un momento, con shuriken del tamaño de bandejas
clavados en las barras de proa. Algo pasó rodando hacia él y rebotó en el
casco del vehículo de Orikan; este ralentizó su cronosentido, y vio que se
trataba de una cabeza necrona, segada limpiamente por uno de los crueles
discos. En el arca dañada, el cuerpo sin cabeza aún estaba encorvado, con
los brazos espada obedientemente cruzados sobre el pecho en la posición de
transporte.
Un pulso láser salió del mar, un agujero hirviente se abrió entre las olas.
—Llévanos debajo —ordenó Orikan.
Su arca inclinó el morro, e impactó contra el agua cristalina como un
saltador de trampolín. Las burbujas le cortaron la visión antes de virar hacia
la popa. Cardúmenes de peces iridiscentes entraron en pánico y corrieron
hacia todos lados.
Orikan miró a derecha e izquierda, y vio las arcas penetrar en las aguas,
haciendo correr a un banco de marsopas amarillas ante ellas. Las quillas
rascaron el arrecife, quebrando abanicos de piedras y destrozando ramas de
coral rojo. En la superficie, los shuriken saltaban como las piedras,
formando círculos concéntricos de ondas en el agua sobre las arcas. Láseres
penetraron en el agua y se refractaron; su poder se disipó en pequeños
estallidos de color verde que ni siquiera dañaron a los peces. Un disparo
prismático dibujó un canal en el agua, pero no pudo hundirse lo suficiente
como para alcanzar las arcas sumergidas.
Superaron el arrecife y entraron en la bahía. Vio que el fondo arenoso se
alzaba bajo ellos como una rampa.
—Sube disparando —indicó Orikan—. Primero artillería.
A su espalda, dos formas oscuras se alzaron hacia la superficie como
cetáceos subiendo a respirar. Un momento después, un par de gruesos
cilindros rojos destellaron por encima, formando dos zanjas paralelas en la
superficie del agua y pintando por un momento de rosa el mundo acuático.
Las detonaciones resonaban por el agua alzando grandes salpicaduras, y
sobre él pasó una ola en la dirección contraria.
Las Arcas del Exterminio habían entrado en combate.
—¡Superficie! —croó.
Su arca ascendió a toda velocidad; la tensión del agua le tiraba de los
enganches de los pies.
Cortaron la cristalina superficie y surgieron a un mundo de luz, ruido y
fuego. En la playa, un refugio de hueso se había quemado completamente, y
la explosión había lanzado su cañón de prisma a la arena, donde se hallaba
medio enterrado. En la costa había árboles ardiendo, con sus copas
retorciéndose y cayendo.
Entre las ramas, Orikan pudo ver los cuerpos achicharrados de los
francotiradores eldar, con los rifles de hueso espectral fundidos en las
manos retorcidas.
—Despejando el puente —dijo el timonel, irónico—. Como solían decir.
El arca se estremeció con creciente potencia, y los sistemas de disparo
laterales desataron una furia ancestral.
Las tropas eldar que avanzaban hacia la costa desde la línea de árboles
gritaron mientras los rayos verdes los deshacían hasta la médula. A lo largo
de la playa, una brillante lanza alcanzó un Arca Fantasma, friendo su
sistema de energía. Los necrones, aún en la rígida posición de transporte,
saltaron de ella como enormes trozos de metralla. Cayeron en la arena o se
hundieron en el agua, y enseguida se pusieron de nuevo en pie, dispuestos a
atacar.
Necrones… ¿Acaso esas cosas corruptas siquiera se merecían ese nombre?
Corretearon hacia delante, con los trípodes de afiladas patas clavándose en
la arena para impulsarse. Los brazos, que en un tiempo sujetaron varas de
mando y rifles gauss, ahora habían pasado a ser cuchillas implantadas. En
uno, Orikan hubiera jurado que había visto el vandalizado cartucho ritual de
un mayordomo real.
Hubo un tiempo en que habían sido nobleza, soldados, guardianes del
imperio.
Ahora eran Destructores, perdidos en la locura que los llevaba a odiar todo
lo vivo. Los cuerpos modificados con cuchillas de despedazar y espadones
de doble mano, todos los ángulos de su cuerpo afilados. El subtipo
skorpekh, obsesionado con estar en el centro de la melé.
Atacaron a los eldar en la orilla, girando y golpeando, mientras los cuerpos
caían ante ellos. Un grupo de caballeros dragoneros surgió de entre los
árboles y entró en combate, y uno ensartó a un skorpekh, atravesándole el
tórax con su lanza de hueso espectral.
El skorpekh gritó de furia y fue subiendo por la lanza, hundiéndosela más
en el cuerpo hasta que los largos cuchillos de carnicero que tenía por brazos
pudieron destrozar tanto al jinete como a la montura.
Luego cortó de un tajo la lanza y continuó hacia los árboles.
Orikan desmontó, y saltó a la arena con un chirrido de servos
compensatorios, que absorbieron el impacto sin doblar ninguna
articulación. Hizo un gesto como de mago con la mano, y el Báculo del
Mañana se trasladó desde el éter.
Una guerrera tribal con una capa de plumas fue a por él, dando un salto
con pirueta: disparó repetidamente su pistola shuriken con una pierna
estirada en un salto gimnástico. Orikan calculó las trayectorias y se colocó
entre los misiles que se le acercaban. Con un pensamiento, cogió el control
de uno de los rifles gauss del arca y lo redirigió para deshacer a la guerrera
hasta los huesos. Dejó el suelo como una bailarina, tan grácil como uno de
los pájaros multicolores cuyo plumaje adornaban su capa, pero regresó a la
arena siendo tan solo una carcasa desnuda.
Su matriz adivinatoria le advirtió de una amenaza desde su punto ciego, y
Orikan giró su báculo hacia atrás, partiendo una espada de hueso en dos y
lanzando a su portador hasta el agua con una descarga de un rayo en arco.
El cuerpo se convulsionó, ahogándose, hasta que las olas lo arrastraron, sin
vida, de vuelta a la orilla.
Para entonces, Orikan ya estaba a medio camino de los árboles.
Resultaba agradable matar a los eldar. Natural. Enemigos inmortales
enfrentándose de nuevo. Ambos eran eternos y perfectos, a su propio modo.
Pero mientras que los necrones eran seres forjados, los rasgos perfectos de
los eldar, aunque tan semejantes a máscaras como la del propio Orikan,
seguían siendo de carne y hueso.
Pero aun así eran cosas creadas. Construidas y diseñadas por los
Ancestrales, del mismo modo que los necrones eran la obra de los C’tan.
Confluencia, reflexionó Orikan, no coincidencia.
Pero no podría perderse en sus pensamientos. Solo faltaban dieciséis
minutos.
«Esta resistencia es preocupante —pensó Orikan, mientras el Arca del
Exterminio creaba otra zanja de entrañas y fuego entre las filas enemigas—.
¿Acaso sus propios astromantes, como sea que los llamen, lo han visto
venir?
Dieciséis minutos para penetrar un par de kilómetros tierra adentro. Orikan
notaba el Mysterios pesando en su bolsillo dimensional, por imposible que
eso fuera.
Un nuevo grupo de guerreros eldar cargaron contra él, girando y danzando.
Lanzas reversibles con filos punzantes pasaron como un destello,
arañándole la coraza de metal. Una encontró los huecos de la armadura del
bajo tórax y se hundió profundamente en su cableado.
Con la mano, formó el Sigilo de Wembi, invocando un aura de radiación
cronoacelerada desde su reactor central. A los guerreros se les cayeron las
lanzas de los debilitados dedos y se precipitaron gimiendo a la arena
plagada de raíces enmarañadas, mientras les salían úlceras en su piel
tatuada y se les caían los dientes de las encías envejecidas.
—No tengo tiempo para esto —protestó Orikan. Se arrancó la lanza de las
entrañas de su sistema y la tiró a un lado, sin dejar de caminar.
Catorce minutos.
Hizo una señal a las dos arcas de Inmortales, cuyos guerreros ya estaban
desmontando para combatir.
—Nueva orden. Llévame tierra adentro —ordenó—. Que me acompañen
cuatro Inmortales como guardia de honor.
Las señales se cruzaron en la confusión de la batalla y las dos arcas
respondieron. Una apartó a la otra con el morro y se acercó a él.
Orikan saltó al arca mientras esta pasaba, imantando su mano para
agarrarse a la piel del deslizador.
—Bienvenido a bordo, Maestro Orikan —dijo el confundido timonel—.
¿Son esas las nuevas órdenes?
Orikan maldijo por lo bajo.
El interior de la isla era un caos.
Orikan había necesitado un ejército, pero uno que no se fuera a echar de
menos. Una tarea nada fácil. Si sacaba demasiados guerreros de las criptas
de Mandrágora, se arriesga a tener que responder a muchas preguntas una
vez la dinastía despertara. También habría mostrado sus cartas al Consejo
Despierto, que sin duda estaría vigilando sus movimientos.
Podía salirse con la suya si despertaba a dos falanges de Inmortales y unas
cuantas arcas, pero eso ni se acercaba a ser suficiente para esta operación.
Y por eso había llevado a los Destructores. A los locos. Una fuerza de
choque que no se echaría en falta. Un grupo que se mantenía en cuarentena
y se reducía a intervalos regulares para que su mácula no se extendiera.
Por eso tendría que destruir todas las arcas empleadas en el transporte de
los asesinos, para asegurarse de que sus datos corruptos no hubieran
infectado el vehículo.
Los skorpekh Destructores habían llegado a la playa junto a los
Inmortales, pero los Destructores pesados, los que se habían modificado a sí
mismos para ser plataformas flotantes de armas, habían descendido directos
a través del toldo de la jungla. Su intención era desbaratar la respuesta de
los eldar, sembrar el caos y evitar que las fuerzas se concentraran en
unidades coordinadas.
Y los Destructores estaban haciendo muy bien su trabajo, atrayendo a los
refuerzos enemigos para que se enfrentaran a ellos en lugar de ir a reforzar
la línea de batalla. Su orgía de devastación, enloquecida y aparentemente al
azar, creaba espacios vacíos en las filas de los eldar, al arrastrar fuerzas
hacia ellos como virutas de hierro hacia un imán.
Orikan no veía al grupo de Destructores, pero sí su efecto. Una ardiente
línea de energía gauss cortó la selva frente a él y taló un árbol tan
limpiamente como cualquier sierra. A través del follaje, vio los pesados
lagartos dirigirse hacia el caos.
Ese mundo tenía una gran biodiversidad. Los analizadores de su ocular
clasificaban nuevas especies y subtipos allí donde mirara.
En lo más profundo de su reactor central, Orikan esperaba que los
Destructores llegaran a ser aniquilados antes de que pudieran causar un
daño irreparable. Una vez sin enemigos contra los que luchar, arrasarían
toda la vida de la isla; erradicarían sistemáticamente primero a los animales,
luego a los árboles más grandes e incluso a los microbios. No pararían hasta
que todos los organismos vivos, desde las parras colgantes hasta los
insectos que habitaban en las charcas y las algas agarradas a las rocas,
hubieran muerto.
Entonces se trasladarían a la siguiente isla.
Orikan se estremeció. Pero solo le quedaban diez minutos, y por ahora, los
Destructores estaban sirviendo para lo que él quería.
Un pie, mayor que ninguno que Orikan hubiera visto nunca, pisó con
fuerza frente al arca mientras rodeaban la cresta de una montaña. Los
árboles cayeron alrededor. Orikan alzó la vista y se encontró con un enorme
braquiosaurio, tan alto como una tumba de estasis piramidal, cerniéndose
sobre ellos. Sobre la espalda cargaba con una fortaleza de batalla móvil,
tallada en hueso y erizada de artillería.
Con el siguiente paso titánico, la bestia avanzó la pata como un péndulo
hacia el arca, con la intención de aplastar el esquelético vehículo y hacer
pedazos a sus ocupantes. Orikan vio acercarse la moteada piel, y llegó a
distinguir los parásitos de la jungla que se habían instalado en el grueso
cuero y habían creado una colonia entre las escamas.
Orikan se concentró.
Retrocedió su consciencia diez segundos, ordenó al timonel que virara
hacia la izquierda, y el arca se coló entre las colosales patas de la bestia,
metiéndose bajo su sombra.
Comenzaron a ascender, cabalgando las corrientes de aire que causaban los
vientos alisios al soplar contra la montaña, y se alzaron hacia el cielo. Metal
oscuro aullando ante la roca oscura. Una sombra proyectando una sombra.
Orikan la contempló pasar sobre la roca y motear los arbustos que se
aferraban a la superficie; ese lugar parecía un paraíso, pero era como
cualquier otro, cargado de persistente desesperación.
Esas montañas, con sus verdes crestas y profundos valles que se extendían
por catorce leguas a lo largo de la retorcida espina dorsal de la isla, eran el
resultado de la erosión. Parecía como si un gigante hubiera modelado la
sierra con arcilla y luego hubiera pasado los pedos por ella, marcando unos
surcos enormes.
Pero no había sido así. Esas grandes montañas eran obra del tiempo y de la
cruel geología: grandes cantidades de lava amontonada por la erupción
volcánica que había creado el archipiélago, y que luego lo había
abandonado, cuando la placa tectónica se había llevado las erupciones de
magma más hacia el noroeste para crear nuevas islas. Esa montaña se había
ido curtiendo durante millones de años de vientos y lluvias, moldeando sus
altas fortalezas, erosionando sus orgullosas laderas poco a poco. Los alegres
torrentes blancos que partían de las cascadas enclavadas en el fondo de cada
valle, por muy pintorescos que fueran, estaban enzarzados en un acto de
violencia que ya duraba eones.
Y Orikan detectó una insistente inquietud en el fondo de su matriz neural.
¿Adónde le estaba llevando el Mysterios? Si era hacia algún hito, a algún
templo o poste, era muy posible que la estructura hubiera desaparecido. La
montaña podría haberse retirado debajo de ella, dejando sus cimientos
inestables como los dientes de un eldar envenenado de radiación. Quizá se
hallara, desprendida y caída, en el fondo de alguno de los valles, enterrada
por erupciones volcánicas. Sesenta y cinco millones de años era mucho
tiempo, incluso para los cálculos de un necrón.
No, se basaba en una localización, no estaba ligado a ningún edificio.
Orikan estaba seguro.
Ocho minutos hasta la apertura.
El sistema de percepción de Orikan le dibujó advertencias en su campo de
visión. Se volvió, y vio manchas en el sol. Recalibró su ocular para filtrar el
resplandor tropical, y vio a los jinetes de los pterosaurios descendiendo
sobre él desde el cielo. Las bestias echaban hacia atrás sus alas coriáceas y
extendían los largos cuellos. Los jinetes estaban tumbados sobre los
dinosaurios, las manos retorcidas en las riendas de cáñamo y las pistolas
shuriken saliéndoles de los avambrazos tallados en marfil.
—Jinetes pterosaurios —alertó uno de los Inmortales.
De nuevo, Orikan sintió la penetrante irritación de estar tres pasos por
delante de su gente. Tanta repetición.
—¡Llegan pterosaurios! —añadió el estúpido timonel, mientras cargaba el
sistema de rifles gauss del arca.
Un paso por detrás, como de costumbre.
Rayos desmanteladores cortaron el aire, sus chorros de luz casi más clara
que la luz solar de la isla. Los Inmortales cerraron la formación, y con
ráfagas cortas y disciplinadas crearon un muro de fuego coordinado que
atrapaba a los jinetes allá donde giraran o descendieran. Los blásteres gauss
de doble cañón chillaban y de sus tubos goteaba condensación, porque el
frío de los gases interiores extraía agua del aire húmedo.
—Tended fuego contra evasión —ordenó el líder Inmortal—. Elegid el
cuadrante.
Un guerrero eldar cayó del cielo, gritando, cuando su pterosaurio quedó
convertido en cenizas debajo de él. Mientras caía, arañaba el espacio vacío
con el brazo que le quedaba. Dos rompieron la formación, retrocediendo en
el aire y se metieron detrás de una de las crestas para protegerse en el
profundo valle. Otro jinete rodó y giró, para ponerse por debajo de las
descargas.
El sistema de rifles del arca aulló. Pero mientras los Inmortales dibujaban
una cuidadosa matriz de fuego antiaéreo, el timonel disparaba con casi un
alegre deleite, moviendo los rifles de un lado al otro como los chorros de
agua de una fuente decorativa.
Los rayos desmanteladores se arquearon y giraron en espiral, buscando al
jinete que descendía por el cielo, siguiendo sus vueltas y bucles. El jinete
pasó a la carga. Su sombra cubrió a Orikan. Este pudo ver cómo se abrían
las garras de la bestia, dispuesta a llevárselo hacia el aire como a un roedor.
Notó el aire de sus alas coriáceas.
De cerca eran mucho más grandes.
El sistema de rifles descargó de nuevo, y el pterosaurio se disolvió en el
aire. Sus cenizas regaron al Adivino.
—Disculpas —dijo el timonel, con una risita—. Eso ha estado cerca,
¿verdad?
Orikan se volvió para reprender al absurdo líder cuando su significante de
triangulación sonó.
—Hemos llegado al objetivo —dijo el timonel; el programa de la misión
volvió a ser lo principal y su voz se volvió inexpresiva.
Y Orikan tomó la decisión deliberada de olvidar al estúpido piloto y
centrarse en la tarea que tenía por delante.
—Timonel, presiona autosuspensión y adormece tu matriz neural.
—Confirmado —repuso el timonel, y la cabeza le cayó sobre el pecho.
Tiempo atrás, ese lugar había sido una suave ladera. Un risco que
soportaba una fortaleza de montaña, o bien un observatorio celeste.
Ahora era aire y un acantilado de piedra, una subida que debía ser escalada
más que caminada.
No importaba.
—Asegurad el perímetro —ordenó, mientras cogía el Mysterios.
Los Inmortales se engancharon magnéticamente los blásteres gauss a la
espalda y saltaron a la pared de piedra; las garras de manos y pies se
clavaban profundamente en la piedra volcánica. Se separaron, como arañas,
cortando el follaje con sus bayonetas hachas para limpiar campos de fuego,
y desenrollaron cables desde su interior para anclarse al precipicio. Orikan
torció los dedos, se tocó la palma e hizo la Invocación Dual de Salvar. Con
una concentración feroz, dibujó un círculo en el aire, absorbió la energía de
las estrellas brillantes y lanzó un hechizo de protección a su alrededor, una
media burbuja que incluía el arca en la que flotaba y se sellaba contra la
pared de la montaña, dejando fuera a los Inmortales que lo protegían.
El mundo exterior se desvaneció. Lo que quedaba fuera del círculo eran
simples dibujos, como en las antiguas obras de sombras de títeres que el
Rey Silente solía comisionar para los niños de palacio. Silencio perfecto.
Ninguna brisa movía las plantas colgadas de la roca. El timonel, inerte, no
se movía. Nada los molestaría.
Un minuto hasta que se abriera el Mysterios. Lo había logrado.
Orikan sacó el Mysterios de su bolsillo dimensional. Notaba su zumbido,
acorde con la canción que cantaba el propio planeta. Lo había sentido desde
que había aterrizado. El ritmo de ese lugar. Una vibrante sensación de
pertenencia. Ese mundo era un mundo necrón, lo sentía en lo más profundo
de sus sistemas. Confluencia. Elementos que estaban donde se suponía que
debía estar.
—¿Qué secretos guardas, pequeño?
El Mysterios se le agitó en la mano como un pájaro deseoso de echar a
volar. Orikan lo dejó ir. El artefacto se alzó en el aire con los glifos ardiendo
de color rosa. Las aristas cambiaron. Las caras se doblaron sobre sí mismas
y se dieron la vuelta. Luces rosas pasaron a color ámbar, surgiendo tan
brillantes que pintaron las costillas interiores del Arca Fantasma con su
resplandor. Lo que pasó después, Orikan no pudo verlo, porque la caja
puzle cambiante se puso tan caliente e iridiscente que, por un momento,
saturó su ocular y lo pintó todo de blanco.
Se dio cuenta de que esa luz podría haber matado a un ser de una de las
razas inferiores. Solo un necrón sería capaz de soportar la letalidad de esos
brillantes rayos. El mismo penoso bombardeo solar, se dio cuenta, que en su
mundo madre. El hermoso ardor del sol necrontyr, que había castigado a su
gente con una eternidad de tumores cancerosos y vidas cortas, un legado
que los había seguido incluso después de huir de su luz venenosa.
Orikan sintió un nudo en sus sistemas. Si hubiera tenido la capacidad de
llorar, quizá lo habría hecho en ese momento de ceguera. Ese objeto era
ancestral y letal, un trozo del tiempo de antes. Se sintió indigno incluso de
tocarlo. La sacralidad manaba de cada uno de sus ángulos fracturados.
Gradualmente, su ocular volvió a estar en línea.
El Astrarium Mysterios había cambiado. Sus análisis geománticos
contaron doce caras, veinte vértices y treinta aristas.
Un dodecaedro. Perfectamente equilibrado, matemáticamente exacto hasta
el nivel molecular. Glifos azules, de una aguamarina idéntica al color de los
océanos del planeta, parpadearon como si estuvieran realizando algún tipo
de cálculo.
Luego el Mysterios proyectó un holograma de crisofase.
Una imagen espectral de Cepharil se infló sobre el Mysterios, todo el
globo rotando junto con el astrarium, como si el artefacto fuera su núcleo
fundido. Orikan pudo ver los océanos del planeta, los continentes derivando
y recolocándose, mientras el Mysterios recalibraba sus mapas para
compensar por los sesenta y cinco millones de años de deriva continental.
Los continentes se habían fracturado y habían chocado. Habían surgido
islas que luego se erosionaron para pasar a ser atolones.
Y sobre una de esas islas, la mayor, la isla continente, ardía un glifo.
Orikan soltó un grito ahogado.—Sí. Sí.
Un glifo que se leía como «Tumba» y «Nephreth».
—Te he ganado, Vishani —croó—. Orikan. Cronomante Supremo. El
mayor de los criptecnólogos. Decodificador de los Manuscritos Vishanicos.
He resuelto tus acertijos y desentrañado tu código. Solo yo he sido capaz de
hacer esto.
El grifo cambió. Mostró una fecha.
Una fecha a casi ocho mil años de la de ese momento.
—¿Qué? —El tono beatífico de Orikan desapareció—. ¿Otra capa? ¿Otra
búsqueda? ¿Otros ocho mil años de espera?
—Qué decepcionante —repuso Trazyn.
Trazyn se inclinó hacia delante en la consola de mando del Arca Fantasma,
mientras los últimos rasgos del timonel se deshacían sobre su propia forma.
—¿Vas a darme las nuevas órdenes, Maestro Orikan?
Se había divertido mucho engañando al Adivino. Haciendo de piloto tonto.
Disparar los sistemas de rifles del arca había sido especialmente
entretenido; sin duda tenía que salir más, decidió. Llevaba demasiado
tiempo en las galerías.
—¿Cómo…?
—Mandrágora tiene unas defensas soberbias —explicó Trazyn—. Pero, ya
sabes, querer es poder. Y yo tengo querer de sobra.
Además de esa voluntad, Trazyn tenía un algoritmo infeccioso que podía,
si se insertaba adecuadamente, asentar las bases para hacer de cualquier
necrón un sustituto temporal. Bueno, no cualquier necrón. Pero un líder
supremo desprevenido, sin duda. Uno que había sido laxo con los
protocolos de seguridad. Los criptecnólogos solían estar fuera de su alcance
debido a sus defensas tecnománticas.
Pero ¿un simple timonel? Casi demasiado fácil. Sobre todo después de que
el Vidente Yyth le revelara dónde y cuándo interceptar la fuerza de ataque
de Orikan.
Y naturalmente, la capa. La notaba calentarse, detectando un cronosalto en
marcha. Una matriz de posibilidades destelló por su red neural justo cuando
los tótems temporales de Orikan comenzaban a calentarse, y Trazyn escogió
el futuro que interrumpía el hechizo.
Pasó la mano sobre el orbe de control e hizo que el arca se escorase
noventa grados, con lo que su quilla miraba a la montaña.
Los pies de Orikan resbalaron sobre la cubierta, cayendo, y su cronotrance
se rompió. El Adivino intentó agarrar el Mysterios mientras caía, falló y se
golpeó con fuerza contra una de las costillas del arca. Comenzó a resbalarse
hacia el vacío, e intentó agarrarse a algo, con los pies colgando a miles de
cúbitos sobre el suelo del valle.
—No, creo que no, mi querido colega —dijo Trazyn, seguro en la cabina-
útero—. Me temo que tus pequeños contratiempos con la línea temporal ya
no seguirán formando parte de nuestra rivalidad.
Orikan logró agarrarse y se enganchó magnéticamente. Comenzó a alzarse
hasta colocar los pies cerca de las manos.
Trazyn hizo girar el arca de un lado al otro, sacudiéndolo como un felino
sacude a un roedor. Orikan gateó por la cubierta, sujetándose con esfuerzo.
—Puedes tener grandes habilidades —continuó Trazyn, mientras inclinaba
el arca hacia delante y agarraba el Mysterios—. Pero yo tengo artefactos.
Sin duda, los poderes de esta capa son un pobre reflejo de lo que tú has
logrado con años de estudio, pero, al menos, puede contrarrestar tu
cronohechicería. Por cierto, muy feo eso de hacer trampa en el juicio.
Extraordinariamente imaginativo, pero feo.
—Si crees que necesito alterar la línea temporal para destruirte, Trazyn —
Orikan, consiguió apoyar bien los pies y quedar acuclillado—, entonces
deliras más de lo que pensaba. He entrevisto un futuro que no te trata muy
bien.
Orikan pasó una mano por el aire, y la cúpula del campo protector
desapareció.
Cuatro Inmortales miraron a Trazyn, con la cabeza rotada casi hasta la
espalda.
—Incinerar —ordenó Orikan.
Trazyn golpeó el glifo de aceleración.
La quilla del arca se estrelló contra la montaña, y redujo a trozos de metal
a uno de los Inmortales, aplastándolo entre el casco de metal viviente y la
rugosa roca de lava. Los otros tres subieron a bordo, con los blásteres gauss
enganchados a la espalda, y empleando toda su fuerza, fueron arrastrándose
por el Arca Fantasma hacia Trazyn.
La Capa de Disrupción Temporal pitó para advertir a Trazyn, y este se
agachó rápidamente hacia un lado, mientras pasaba los dedos sobre el orbe
de control rotándolo. El mundo rodó. Montaña y cielo. Tierra y mar.
Un rayo de energía etérea le pasó junto al hombro, e hizo saltar un trozo
del tamaño de una cabeza del metal viviente de la curvada popa. Miró por
encima de la consola y vio a Orikan esforzándose por mantenerse agarrado,
una mano aún crepitando electricidad.
Trazyn paró la rotación del arca, controlando el orbe para evitar estrellarse
contra el suelo. La quilla golpeó la copa de un árbol, y lo hizo estallar en
una nube de restos orgánicos.
Las alarmas de la matriz se dispararon. Trazyn las apagó para poder ver.
Un Inmortal se había puesto en pie, firme y enganchado magnéticamente.
Paralizó sus impulsores para mantener la posición de disparo y alzó su
bláster gauss.
La matriz de la capa calculó posibilidades de interrupción.
Cero. Trazyn no podía hacer nada.
Los emisores gauss del bláster parecían muy grandes cuando se los miraba
directamente, pensó Trazyn.
El pterosaurio golpeó al Inmortal como un meteoro; su pico le cortó los
cables abdominales y las garras rasgaron el metal viviente del soldado. Los
impulsores estallaron en tormentas eléctricas en miniatura cuando la bestia
le desmembró.
Debía de ser uno de los dos que se habían apartado de la formación,
dedujo Trazyn. Se habrían quedado rondando por las crestas de los valles
hasta que su presa estuvo en su momento más vulnerable.
El jinete, con el pelo alborotado y una red de tatuajes faciales geométricos,
círculos y líneas interconectados, descargó todo un cargador shuriken sobre
un segundo Inmortal. Discos de monofilamento hicieron una carnicería con
el soldado, sus trozos desconectados y los sistemas amputados crepitaban
con luces esmeralda. Junto a él, Orikan alzó un escudo cinético para detener
la lluvia de proyectiles. El fluido del reactor del Inmortal destrozado le
salpicó la máscara mortuoria.
El jinete del pterosaurio soltó al Inmortal mutilado, se lanzó hacia el cielo
y desapareció en un instante.
Trazyn deslizó el arca alrededor de las montañas, apartándose de la playa
capturada por los hombres de Orikan. Con solo un Inmortal a bordo y el
Adivino, lo último que quería era meterse en otro mar de tropas. A su
derecha pudo ver una deslumbrante matriz de rayos desmanteladores
machacando la selva. Bailando en el cielo. Parecía que estaban talando la
selva, una herida quemada cada vez mayor que se extendía por el follaje de
la isla.
Había mirado durante demasiado rato.
Orikan saltó sobre la consola de mando, y luchó por el control del orbe. El
arca patinó en el aire y retrocedió formando un gran arco.
—¡Has traído aquí a los contaminados! —gritó Trazyn. Iban tan rápido
que era difícil oír nada; el viento le robaba las palabras en cuanto le salían
de la boca. Agarró a Orikan por el protector del hombro y le dio un
cabezazo que sonó como un martillo sobre el yunque—. Los Destructores
arrasarán este lugar. Toda esta vida silvestre. Las especies de plantas…
Orikan invocó el Báculo del Mañana y lo bajó con fuerza, pero luchando
tan cerca como estaban, con la consola entre ellos y el viento azotando la
nave, el golpe no tuvo ni fuerza ni velocidad. Trazyn agarró la vara, y la
cabeza envuelta en un campo protector solo se hundió un dedo en su
capucha blindada.
—Era su precio —respondió Orikan, buscando el activador que abría el
bolsillo dimensional de Trazyn—. Además, este mundo no es de los eldar.
Pertenece al Imperio Infinito.
Trazyn vio al Inmortal apuntando con su arma y giró, tirando a Orikan
entre el disparo y él.
Los tubos gauss aullaron. Rayos verdes danzaron por encima de su cabeza.
Orikan gritó, y algo estalló en él
En el último minuto, los protocolos de mando del Inmortal le habían
avisado de que no disparase, pero fue demasiado tarde. Solo había rozado a
Orikan en vez de atravesarlo. El caparazón de la espalda del Adivino
humeaba, y un surco grisáceo le recorría la armadura azul. Uno de los orbes
de su pecho estaba destrozado, y soltaba un vapor que desenfocó los
oculares de Trazyn cuando este intentó mirarlo.
—¡Incompetente! —Orikan movió la mano hacia atrás y un arco de
energía partió en dos al soldado diagonalmente. El viento se llevó la parte
superior y cayó de espaldas hacia el toldo de la jungla.
Trazyn estaba celebrándolo cuando vio al segundo Inmortal, al que la
pistola shuriken había hecho pedazos, reensamblándose. A fin de cuentas,
esa era la función del Arca Fantasma: reconstruir las tropas que habían
quedado inoperativas en el campo de batalla. Mientras miraba, pudo ver los
azules rayos de ensamblaje molecular proyectándose desde las costillas del
arca, fusionando el metal y reconstruyendo capa tras capa. Un rifle gauss
operando al revés.
El Inmortal alzó su arma.
Orikan agarró a Trazyn por la cabeza, y este vio algo en el brillo del ojo
del Adivino. Un fuego químico blanco. Una luz.
Su imagen parecía temblar y parpadear. Trazyn hubiera jurado que había
dos Adivinos en ese momento, como si el astromante estuviera proyectando
un holograma. Sus oculares fueron probando filtros, tratando de identificar
lo que estaba pasando. Acabaron en el que servía para comprobar los
sistemas de energía.

Orikan ardía de energía. No. Orikan era energía. Su cuerpo brillaba,


incandescente, transmutado en una forma astral de puro poder ardiente que
batallaba por hacerse con su necrodermis, por convertir sus mismos átomos
en pura energía. Llamaradas de calor salían retorciéndose de él como un
aura.
—¡Nephreth! —gritó Orikan. Su boca escupía bocanadas de viento solar al
hablar—. El secreto está aquí. En este mundo. Canta con él.
Trazyn no podía luchar contra su fuerza. Las manos astrales de Orikan le
volvieron la cabeza hacia el lado, doblándolo por las caderas, clavándole la
cabeza en la consola de mando. Notó que Orikan podía aplastarlo. El calor
comenzó a hervirle los sistemas neurales.
—La cabeza —ordenó Orikan al Inmortal—. Tómate tu tiempo.
El bláster gauss se alzó.
Trazyn se estiró, reconstruyendo su cuerpo para alargar los brazos y los
dedos solo unos centímetros más. Le estaba fallando la visión, sus lentes
oculares comenzaban a burbujear.
—No había visto este futuro, Trazyn —dijo el Adivino—, pero me
complace.
Trazyn rozó con los dedos el orbe de mando y sonrió.
Orikan vio la expresión, siguió la mano de Trazyn hasta el orbe de mando
y miró tras él.
El gran saurio se cernía como un edificio, la fortaleza houdah alzándose
sobre él, las patas gruesas como las columnas de un templo. Su largo cuello
se volvió, confuso ante el objeto que se le acercaba.
Trazyn desconectó el cable del timonel, desmagnetizó su enganche y dejó
que el viento se lo llevara hacia atrás.
El Arca Fantasma se estrelló contra el saurio a cuatrocientos cúbitos por
hora; le embistió directamente; le atravesó la gruesa caja de hueso blindado
y se le metió por entre las costillas. La carne se le ondeó por el impacto, y
los eldar cayeron de su espalda.
Una gran criatura, la mayor de su clase, venerada y temida.
Murió instantáneamente, por una ruptura del corazón. Las grandes patas
como columnas perdieron fuerza, y la bestia cayó de lado por la energía
cinética del impacto, astillando los árboles y formando un claro en el
bosque con su caída. Una enorme pata se sacudió con un espasmo de
muerte y demolió un templo de piedra, un incidente que los eldar tomarían
como un presagio aún peor que la muerte de la gran criatura.
Por toda la isla, los carroñeros olerían la enorme cantidad de sangre en el
viento, y se embarcarían en migraciones para aprovecharse de la bestia
caída. Colonias enteras de mohos carnívoros ocuparían el cuerpo del gran
saurio, y los lagartos que se comían esos mohos, y los pájaros de pico curvo
que se comían los lagartos, formarían ahí sus propias colonias, hasta que el
cuerpo no fuera más que hueso desechable.
A fin de cuentas, las civilizaciones siempre se alzaban sobre los muertos.
Orikan previó eso, mientras reptaba desde la quebrada caja torácica de la
bestia, y no le importó en absoluto.
Cubierto de entrañas, con las heridas chispeando, volvió su dañada cabeza
hacia el cielo.
Trazyn estaba por ahí, sin duda. Había conseguido escapar.
Pero eso no importaba.
Porque Orikan había descubierto un gran secreto en su interior.
Orikan ya antes se había trasmutado en una forma de energía. En realidad
era una práctica bien conocida para la orden de los plasmantes. Uno capaz
de adoptar la forma de energía podía atravesar las puertas cerradas y saturar
la maquinaria. Canalizando las fuentes de energía del ambiente hacia su
forma metálica, podía convertirse casi en invulnerables por varios minutos
cada vez.
Algunos sacaban la energía de la radiación solar o de los núcleos de
reactores externos. Orikan, con la mirada siempre en las estrellas, la sacaba
de la energía dirigida de los alineamientos planetarios.
Pero esto, esto había sido más que eso. Había sentido tanto poder
recorriéndole, bombardeándolo, que su mente y su cuerpo, no preparados,
solo habían podido canalizar una pequeña parte. De haber intentado
canalizar más, le habría destrozado molecularmente.
Sin embargo, había capturado más de lo que se esperaba.
Todas sus lecturas y sus estudios, los textos esotéricos y las obras teóricas,
las propias palabras de Vishani, le habían hecho un regalo sin que él lo
supiera.
Ya fuera por las estrellas o los planetas, por la geografía o el saber arcano,
Orikan, durante unos momentos, se había transmutado en el Mysterios.
Etéreo y poderoso, como el mítico Nephreth. Se había vuelto transcendente.
Uno de los dioses. Como los C’tan.
Orikan buscó en su interior y encontró el húmedo calor de la fuga en su
reactor. El brillante fluido de color jade le cubrió la mano, y él la usó para
pintar un sigilo en la cresta de su frente.
Y realizó un antiguo juramento, uno de un mundo nativo de hacía mucho
tiempo, donde su gente había sido carne, no metal. En aquellos siglos, el
juramento se hubiera hecho con sangre, pero en ese momento lo hizo con
una sustancia más letal y duradera.
—Juro —dijo, y sus activadores vocales chirriaron— por el sol asesino.
Por las estrellas y el polvo. Por mis ancestros y su progenie. Juro dominar
esos poderes y abrir la tumba de Nephreth.
El cielo se estaba oscureciendo. Ya veía las estrellas.
—Pero primero —añadió Orikan—, juro destruir a Trazyn el Infinito.
ACTO DOS:
ASENTAMIENTO

Escuchad, nobles niños, porque así es cómo comenzó nuestro mundo.


Veintitrés meses navegaron por la disformidad, empujados por
tormentas de irrealidad, temiendo a los demonios, rogando al Trono y
a los Santos por su salvación. Durante siete meses vivieron con medias
raciones.
Salieron de la disformidad el Día de Santa Madrigal, rezando a la
Bendita Madrigal y al Dios-Emperador para pedir un puerto seguro.
Y sí, ante ellos estaba el planeta, con sus profundos océanos y su
suelo fértil.
Un mundo vacío, sin tocar por los odiados xenos. Un
planeta limpio, nuevo y vacío. Seguro y abundante para la vida
humana gracias a la voluntad del más magnánimo Dios-Emperador.
Como agradecimiento a la santa, lo bautizaron como Salvación de
Madrigal.
Sin embargo, sesenta y siete años después del asentamiento, los
primeros colonos recibieron un despacho astropático diciendo que su
Solicitud de Bautizo Planetario había sido denegada, porque
diecinueve mundos colonizados ya se habían registrado con
variaciones de ese nombre. Pero los primeros colonos no se
preocuparon, porque el planeta ya se conocía popularmente por otro
nombre.
Llamaron a el mundo Serenata, porque cantaba para ellos.

– Crónicas del Asentamiento [Serenata], 


Autor Desconocido, circa M33
CAPÍTULO UNO

«Son insectos; pero los insectos pueden picar».


– Humanidad: Un tratado táctico,

Nemesor Iontekh

Solemnace

7036 años hasta la siguiente

apertura del Astrarium

Trazyn dio un paso atrás para contemplar su obra.


Después de dos siglos, estaba casi completa, al menos, tanto como
cualquier cosa en Solemnace estaba acabada. Siempre había nuevas
reliquias que adquirir. Objetos anacrónicos y reproducciones, remplazos de
artefactos o personas, que había que cambiar una vez se encontraba al
auténtico espécimen.
Pero aparte de los remplazos y las renovaciones futuras, la galería de la
Herejía de Horus estaba lista para los visitantes. Al menos, si Trazyn
decidía tener visitantes, una vez que suficientes de los de su gente se
despertasen para contemplar su trabajo.
O se despertasen con la mente lo suficientemente intacta para entenderlo.
Había dejado el expositor más grande para el final, y era una obra maestra.
Era más grande que cualquier otro en la galería.
Isstvan V había proporcionado una rara oportunidad de recoger
especímenes. Lamentablemente incapaz de asistir a la batalla
personalmente, incluso décadas después había habido artefactos por todas
partes, sin recuperar. No era corriente en los campos de batalla de los
Astartes, pero Isstvan V había sido poco habitual en muchos sentidos,
incluido el número de Space Marines perdidos en combate.
Bueno, perdidos para el Imperium. No para Trazyn. Él sabía exactamente
dónde se hallaban. Conocía la postura y la actitud de cada soldado y la
dirección de su mirada. Incluso en ese momento, entró en el expositor para
ajustar un dedo cubierto con una placa de ceramita. Los Salamanders, a fin
de cuentas, mantenían una buena disciplina de armas. Un Astartes como
ese, con la espalda contra la pared, gritando a sus hermanos que le pasaran
otro cargador, no tendría el dedo en el gatillo.
Una pequeña parte en un retablo que medía más de trescientos cincuenta
kilómetros cuadrados. Pero los detalles eran tan importantes para comunicar
la autenticidad…, especialmente si se tenía que hacer un apaño por aquí y
por allí. Trazyn era, a fin de cuentas, un ser práctico. Si tenía que
complicarse la vida con que cada pieza fuera auténtica, nunca acabaría
nada.
En general, Trazyn no había tenido mucho interés por los humanos. Los
coleccionaba, claro, porque coleccionaba de todo. Pero los consideraba al
mismo nivel que los orkos, o que a diferentes clases de algas carnívoras. Su
expansión por el cosmos había destruido muchas civilizaciones más
interesantes, y desde el encumbramiento del Emperador, su cultura tenía
una absoluta igualdad que lo aburría. Si a Trazyn le interesara la mera
habilidad de propagarse y expandirse, se hubiera pasado su eternidad
coleccionando bacterias. Que algo fuera exitoso y ubicuo no lo hacía
fascinante, solo común.
La Herejía lo cambió todo. Antes de ella solo había colonización y
asentamiento. Pero esto, esto era historia, esto era drama. Traición.
Conflicto. Hermano luchando contra hermano por el golfo de las estrellas.
Imperios que se alzaban y caían, héroes y rebeldes.
Coleccionaba tanto que comenzaba a preocuparle el haberse pasado. Sobre
todo porque no había parado. A siglos desde el Sitio de Terra, y aún
continuaba cogiendo artefactos humanos siempre que podía. Y ahora ya no
solo tenía especímenes, sino especímenes de repuesto, e incluso repuestos
de los repuestos.
Y esa existencia nómada, estos siglos viajando, también habían ayudado a
mantener seguro el Astrarium Mysterios.
No confiaba en la seguridad de Solemnace, incluso después de reforzar los
protocolos. Orikan la había superado antes. Pero si Trazyn no paraba de
moverse, eso parecía suficiente para fastidiar las adivinaciones de Orikan.
O al menos, no había intentado nada en el último milenio.
Un respiro que Trazyn agradecía. Después de todo, la Herejía exigía toda
su atención. Incluso tenía planes para añadir un gran retablo sobre la Batalla
de Calth (Macragge no estaba lejos de Solemnace, lo que le proporcionaba
un acceso fácil al material de los Ultramarines), y quizá incluso del
enfrentamiento a bordo del Espíritu Vengativo. El cuerpo de Horus
seguramente se veneraba en algún lugar en el Ojo del Terror, y el
Emperador estaba solo, sentado allí en Terra. Parecía un desperdicio que a
una figura histórica como él la dejaran pudrirse así. Trazyn podía hacer un
trabajo mucho mejor en conservación y restauración.
Seguramente, los humanos no estarían de acuerdo.
Oyó moverse algo y se apartó de su diorama.
—¿Sannet? —Ejecutó un escrutinio sistémico de la cámara. No detectó
ninguna signatura.
Una sombra corrió entre los pedestales de los exhibidores. La Sala de
Armamentos.
Trazyn invocó su obliterador y atravesó la amplia puerta de la sala.
Los exhibidores se alzaban como un bosque bajo, y los campos de estasis
resplandecían de un blanco roto ante sus oculares mejorados.
—¿Sannet? —preguntó—. Identifícate.
Nada. Caminó de lado con la espalda contra un exhibidor que contenía una
larga espada de hielo, de diseño Fenris, con su gastado filo hendido y
arañado. Esa espada era difícil de clasificar. La empuñadura pertenecía a la
era de la Cruzada, decorada con dientes de kraken, pero la hoja en sí databa
de mucho antes.
Otra imagen destelló entre los expositores. Esta vez, Trazyn vio el borrón
desenfocado de su rastro de energía.
—Sal de ahí, cobarde —rugió Trazyn.
Las manos aparecieron a través del expositor que tenía detrás; la cascada
de energía que salía de cada dedo le cosquillearon con rayos finos como
hilos antes de agarrarlo e inmovilizarlo en el suelo.
Los brazos se le entumecieron bajo ese contacto. Se le cayó su obliterador
empático. Una explosión de energía lo envió con fuerza a la otra punta de la
galería.
Trazyn lo oyó caer al suelo con un ruido metálico a lo lejos, en la
oscuridad.
Una cabeza se materializó a través del expositor, retorciéndose de modo
que su boca rasgada le habló directamente al oído.
Saludos, Trazyn de Sssolemnace —dijo Orikan el Adivino, y sus palabas
crepitaban y siseaban como un cable eléctrico cortado—. Yyya veo que has
essstado ocupado con tusss jjjuguetesss. Bonito exhibidor. ¿Lo dejo in…
tacto? Dame lo que quiero, y assssí ssserá.
Trazyn notó que la mano ardiente le bajaba hasta la cintura y le abría el
bolsillo dimensional. Sacó el Mysterios, y saltaron chispas amarillas en el
punto de contacto con el metal negro.
—Lo volveré a recuperar, ya sabes —respondió Trazyn—. Será como dar
vueltas en círculo.
I think n-not. You see, I have cast the zodiac on every permutation of—
Cre…o que no. Verásss, he hecho una carta asstral de cada permutación
de…
Trazyn metió la mano en el campo de estasis y agarró la espada Fenrisiana
un poco por encima de la punta. Se cortó en los dedos, pero el dolor no era
nada para él.
La arrancó del campo y arañó con la punta la cara pulsante del Adivino.
Orikan aulló y se fue hacia atrás a través de la columna.
El Mysterios, incapaz de atravesar el metal sólido, cayó al suelo de
piedranegra.
Trazyn giró, sujetando la antigua espada con ambas manos, notando su
poder vibrando en él. Una espada ordinaria no hubiera hecho daño a un ser
de energía, pero Trazyn no coleccionaba cosas ordinarias.
Un destello. Orikan le atacó. Un rayo con forma, y vientos arcanos
aullando alrededor. Su báculo de estrella describió un arco que amenazó
con cortar a Trazyn por el medio.
Trazyn detuvo el golpe con la antigua espada, y la vio absorber la
crepitante electricidad del rayo, luego la blandió hacia arriba para atravesar
al fantasma de energía. Encontró resistencia, como si la cosa a la que
hubiera golpeado estuviera hecha de carne y hueso en vez de ser una
tormenta animada.
Orikan aulló y retrocedió; desapareció dentro de la columna.
Trazyn giró en redondo, tratando de cubrir todos los ángulos. Consultó la
matriz de posibilidades de la Capa de la Disrupción Temporal.
—Te quemaré los oculares —resonó la voz—. He jurado una enemistad
mortal.
—Entonces, ven y hazlo —replicó Trazyn.
Un crujido en el expositor de Isstvan. Trazyn asentó los pies para recibir la
carga y alzó la guardia para propinar un golpe mortal.
Las brillantes chispas saltaron hacia él, de expositor en expositor,
corriendo por los sistemas eléctricos como una mecha ardiendo hacia un
explosivo. Cada expositor que pasaba chisporroteaba y siseaba, mientras los
campos de estasis estallaban. Reliquias invaluables cayeron sobre la
piedranegra cuando sus campos repulsores se cortocircuitaron. Todo un
estante de yelmos Astartes, casi uno por cada Legión, cayó en un montón y
rodaron por el suelo.
Trazyn se tensó. Calculó el momento de su golpe. Esa espada tendría una
última víctima más.
Y, en sus sensores periféricos, vio las brillantes manos alzarse a través del
suelo. Las vio coger el Mysterios y desaparecer en un bolsillo dimensional.
Y todo lo que quedó de Orikan fue su risa burlona.

Serenata

5821 Años Hasta la Siguiente

Apertura del Astrarium

Orikan no había pasado hambre en mucho tiempo, pero estaba hambriento.

La clave era el alineamiento planetario. Las estrellas tenían que estar bien.
La posición de las estrellas y el alineamiento cósmicos, las líneas del
universo recogiendo y dirigiendo la potencia de un modo que él podía
canalizar a través de sí mismo, aunque solo por un corto espacio de tiempo.
La primera vez le había pasado en Serenata…, no, se acordó, Serenata era
el nombre humano, en aquel entonces se llamaba Cepharil; la experiencia lo
había cogido por sorpresa. Solo unos pocos segundos escapando de lo
físico, de desatar lo que ahora Orikan consideraba su auténtica forma.
Claro que le había asustado. Y que su primera reacción a esa liberación
hubiera sido el miedo le decía mucho más sobre la prisión que era su cuerpo
de lo que había aprendido estudiando bibliotecas enteras. ¿Hasta qué punto
los C’tan los habían condicionado que sentía miedo de dejarse ir de la
constricción de su rígida forma? ¡Qué terrible y maravilloso era volver a
tener alma!
Después de salir de aquellas cavidades corporales saurias, renacido y
cubierto de sangre, lo único que había deseado era que le volviera a suceder.
Lo había intentado durante tres siglos sin ningún éxito. Pero tenía tiempo.
Augurios internos le dijeron que la trascendencia era la clave para
recapturar el Mysterios. Si dominaba la transmutación de la forma energía,
dominaría la barrera física de Trazyn.
Estudio. Meditación. Experimentación. Trance.
Realizó cartas astrales y cronoscopios. Siguió el avance de los cuerpos
celestiales. Ejecutó permutaciones y simulaciones donde movía las
constelaciones como ruedas dentadas, con Cepharil o Mandrágora en el
centro. Vega alzándose en la casa de Thuselah el Criptecnólogo, Kasteph el
Faerón opuesto a los Dientes de Hydra. La Estrella Mayor, Rega, en tránsito
retrógrado por la decimoprimera casa.
Y marcó las fechas y las localizaciones donde las estrellas estarían
adecuadamente colocadas.
Durante el primer alineamiento, había fallado. Su aura de absorción se
descompuso bajo el asalto radioactivo de los rayos cósmicos. Dos siglos y
medio de más estudio. Más espera.
En el segundo intento, había mantenido su forma de energía durante más
de un minuto. Como las moléculas de aire ante el Arca Fantasma, sus
átomos sobrecalentados hasta deshacerse en energía pura y calor, y
permaneció incandescente hasta que perdió el control y se resolidificó.
La transmutación no era como ser un programa astral. Durante esa
operación trance, proyectaba su algoritmo astral al espacio, y su consciencia
flotaba libre fuera del cuerpo.
Cuando se transmutaba, su cuerpo pasaba a ser energía. Y cuanto mayor
fuera el aumento de energía, mayor era su poder.
Y con el alineamiento celestial adecuado, podía ser muy poderoso. Pero
encontrar el momento y el lugar adecuados requería cálculos precisos,
planificación y paciencia.
La infiltración en Solemnace había sido durante solo un alineamiento
moderado; uno que lo había convertido en un fantasma, no en un dios; pero
había sido un momento perfecto para un saqueo. Los augurios eran buenos.
Las cartas de adivinación predecían un éxito.
Y ahora, él tenía el Mysterios, y estaba desentrañando sus secretos.
La esfera de un frío azul de Serenata flotaba al otro lado del ventanal del
observatorio de su nave personal, la Furia del Zodiaco. Se fijó en que una
sección del continente más grande se veía de un marrón negruzco, como un
tumor. Era del tamaño de su pulgar si extendía la mano, y un humo sucio
salía de allí, envolviendo el planeta como una faja mugrienta.
Una pena. Pero no dañaría nada de importancia. La vida orgánica era una
cosa tan pasajera…
En el interior de la cámara de meditación, el Mysterios flotaba alineado
con el planeta.
Orikan notaba que el artefacto funcionaba mejor ahí. Más aún, parecía
querer estar ahí.
¿Sería excéntrico, se preguntó, adjudicar deseos y necesidades a un objeto
inanimado? Orikan no lo creía. En cierta medida, un escarabajo era
inanimado. Igual que un espectro de las tumbas. Un cogitador humano. Un
instrumento de cuerda. Sin embargo, todos tenían necesidades, entornos
donde operaban de manera óptima.
O quizá, solo quizá, fuera más que eso.
Orikan se acercó al artefacto, ajustando la signatura gravitacional para
igualarla a la de Serenata. Aumentó la temperatura y la humedad para
hacerla coincidir con la de la superficie, para engañarlo haciéndolo creer
que no se hallaba en el seco frío de una nave necrona.
La superficie era… un riesgo. Los humanos habían infestado el planeta,
como solían hacer. Demasiados ojos. No había estado abajo en siglos,
aparte de cortas expediciones de estudio. Sin embargo, orbitarlo era otra
cuestión.
Ahí podía estudiar el Mysterios con seguridad.
Metal frío y ángulos. Vértices y glifos. ¿Una perfección así podía carecer
de motivo? Orikan sospechaba que no. Durante sus siglos, había
diseccionado y desmontado muchas máquinas, y sabía que no podía
estudiar una tecnología sin, de algún modo, conectar con la mente de su
creador. Los artefactos eran una expresión de la mente de sus constructores
tanto como cualquier canción o poema…, y así había llegado a conocer a
Vishani.
Pero nunca la había visto hasta ese momento.
La primera vez que acudió a él, había sido durante su meditación. Eso no
era raro. La mente de un criptecnólogo era algo profundo, y era fácil crear
inadvertidamente pensamientos hechos forma que se parecieran a viejos
maestros o colegas. Ciertamente, Orikan se había enfrascado en profundas
discusiones con algunos conocidos que habían muerto hacía mucho, o
mejor, había mantenido grandes conversaciones con sus impresiones
engrámicas de ellos. Un buen criptecnólogo sabía tener cuidado con esas
cosas. Si las dejabas correr a su aire, la fantasía podía tomar el lugar de la
simulación. Un amo duro, prodigándote elogios. Oponentes en un debate
que cedían a tus argumentos con demasiada facilidad, admitiendo su
estupidez y diciéndote que eras el mejor.
Y, claro, eso podría significar las primeras etapas de la locura.
Así que cuando Vishani apareció, Orikan se sintió a la vez encantado y
escéptico. La mantuvo a distancia. Al principio, ella era un simple eco:
pareados de su poesía algorítmica repitiéndose en la mente de Orikan; datos
de sus tratados pasando, sin llamarlos, por sus procesadores lógicos.
Entonces, un día, ella habló. Una palabra.
«No».
Él se detuvo a medio cálculo. Revisó su cadena lógica y descubrió un
error, un único ángulo del Mysterios, codificado en sus algoritmos como
obtuso en vez de como agudo. Un error importante que hubiera estropeado
su carta astral y contaminado décadas de cálculos.
Y él la había sentido, flotando en el borde mismo de su sistema de
percepción. No era una forma física, no había nada que ver, sino una
presencia. Mientras él continuaba con sus siglos de trabajo, el pensamiento
hecho forma se hacía notar de vez en cuando, sugiriendo, animando.
Orikan no era tan absurdo como para pensar que era la Vishani real. Tan
solo una rutina lógica subconsciente que se proyectaba externamente,
proporcionándole una guía y una crítica imparcial, tomando una voz que él
respetaba, y Orikan respetaba muy pocas voces.
Esas visitas le agradaban. Cualquiera que fuera esa rutina lógica, y debía
de estar en lo más profundo, porque no podía ni encontrarla ni aislarla, tenía
un sorprendente conocimiento sobre el funcionamiento del artefacto. Quizá
la porción de sus engramas que configuraban el conjunto de datos sobre
Vishani hubiera adquirido una sintiencia de bajo nivel, más o menos como
la de un espectro canóptico.
O, y sus sensores le cosquilleaban al pensarlo, quizá Vishani había
insertado una porción de su propio algoritmo de personalidad en el
artefacto, y él lo había ido adquiriendo durante los siglos. Sin duda, él había
abierto sus propias redes neurales a esa posibilidad al emplear la Cuadrícula
de Investigación de Ralak.
Lo que podría explicar por qué, en nombre de los Dioses Muertos, ella
estaba justo detrás de su hombro izquierdo en ese momento.
Movió la cabeza lentamente, con el ocular al máximo, por si acaso se
disolvía cuando la mirara directamente. Si era una manifestación de su
propia consciencia, era una bien extraña, ya que Orikan no tenía ninguna
base para reconstruir el aspecto que habría tenido Vishani.
Si Orikan hubiera tenido aliento, se habría quedado sin él.
Qué buen trabajo.
El cuerpo de Vishani estaba modificado. Eficiente. Una obra de arte de
astro-ingeniería. Reformado, de un modo radical, casi tanto como el de un
Destructor. Pero mientras que esas abominaciones reconstruían su cuerpo
con el único objetivo de exterminar, Vishani se había reconfigurado para
adquirir y analizar.
Era un palacio construido de sabiduría.
La datosmante tenía un largo cráneo cubierto con un tocado de muchos
cables, sus cilindros colgaban en una caja perfecta alrededor de un
monóculo en la parte delantera. Por detrás, los cables eran largos para
conectarse a un banco de datos. Y ese banco de datos era lo que resultaba
tan impresionante: no tenía piernas, y su torso estaba instalado sobre una
cola semejante a la de una langosta que contenía estantes de hojas de
engramas y tabletas lógicas. Diez patas semejantes a las de un crustáceo
cargaban con el peso de la capacidad extra.
Entonces, justo cuando él la pudo ver bien, ella habló.
—Está aquí.
El ocular de Orikan se abrió de golpe. Cayó de su trance flotante sobre la
cubierta, una de sus manos formando un trípode encorvado.
Nada se movió. El Mysterios rodaba silenciosamente en el aire. Decenas
de criptecnólogos estaban arrodillados formando un pentagrama, la
formación de cinco lados conforme a cada cara plana del Mysterios de doce
lados. Las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza gacha, murmurando
código esotérico.
De repente, Orikan se dio cuenta de que eran muchas mentes en las que
podía infiltrarse Trazyn.
Se acercó a ellos, escrutando el grupo con su ocular y su sistema de
sensores. En silencio torció la mano izquierda para lanzar un algoritmo
hechizo que iría de un criptecnólogo a otro, recorriendo sus redes neurales
en busca de intrusiones.
Un criptecnólogo iba desacompasado. Vacilante. Pronunciando la cadena
de datos como si, en vez de pasar por su nodo de procesado, la estuviera
leyendo de la superficie de los pensamientos de otro.
Orikan pasó ante él, miró a los oculares del criptecnólogo junto a él.
Inclinó la cabeza y envió un rayo escrutador visible, como si inspeccionara
su flujo de datos.
Rápido como una víbora, agarró al criptecnólogo desacompasado por el
cuello. Lo alzó en el aire. Sin molestarse en golpearle con su báculo,
manifestó el arma con la vara entrando en fase de realidad a mitad de los
sistemas vitales del necrón colgado.
—Inepto como siempre, Trazyn —croó, mientras retorcía el báculo para
provocar un daño sistémico más profundo—. Tus juegos pueriles de
disfraces son poco convincentes en el mejor de los casos, pero pensar que
podrías imitar a un iniciado en los misterios tecnománticos ha sido
arrogante incluso para tu nivel habitual. Un ser no puede imitar lo que no
puede entender.
—No —repuso Trazyn—. Por eso he empleado un señuelo.
Se hallaba junto al ventanal del observatorio con el Mysterios en la mano.
Lo lanzó y lo cogió una vez, luego guiñó el ojo y alzó la otra mano hacia
Orikan como si fuera una pistola. Por un momento, eso fue lo que parecía
ser: simplemente un gesto insultante, con un dedo hacia fuera y el pulgar
torcido como un percutor. Entonces Orikan vio el detonador.
Detrás de Trazyn, un escarabajo implosivo correteó por el campo de cristal
y se pegó a la superficie, con los indicadores rúnicos en verde. El altivo
cabrón se iba a volar al espacio, la salida más rápida.
Orikan echó hacia atrás su cronosentido, ralentizó el tiempo hasta casi
pararlo. Vio el largo pulgar descendiendo.
No lanzó el Báculo del Mañana. Nada lanzado podría alcanzar las
velocidades que alcanzó el báculo mientras cruzaba, con la cabeza por
delante, la sala de meditación. De haber pasado en el planeta que tenían
debajo, habría roto la barrera del sonido y habría enviado un resonante
chasquido por toda la cámara. Pero en una nave sepulcro necrona no había
atmósfera que se pudiera comprimir: diez mil almas a bordo, y ni una tenía
pulmones. En vez de eso, simplemente cruzó la cámara, directo y rápido
como un rayo láser.
Pasó a diecisiete micras sobre el botón del disparador y le cortó el pulgar a
Trazyn; el dedo suelto rodó hacia arriba mientras el báculo continuó,
penetrando en la cavidad pectoral del arqueovista, destrozando el ankh de la
dinastía Nihilakh en su esternón. Costillas de metal, tintadas de color
aguamarina regio, se rompieron y se separaron ante la reluciente esmeralda
de la cabeza del báculo. Los sistemas vitales se destrozaron y el fluido del
reactor crepitó sobre el campo de energía ultrafría del arma. Trazyn se
dobló sobre sí mismo, cuando la cuchilla le golpeó en la espina dorsal y le
inclinó más en su eterna joroba.
El arqueovista cayó de rodillas, y las manos se le abrieron dejando caer el
detonador y el Mysterios.
Orikan recogió el Mysterios con una mano y agarró el báculo con la otra,
hundiéndolo aún más en su rival. En cualquier momento comenzará a salir
de fase, para volver a forjarse en Solemnace o saltar a uno de esos malditos
sustitutos suyos.
Antes de que eso ocurriera, Orikan quería hacerle sentir cada momento de
su humillación. Envió un pulso de puro espacio-tiempo a través del báculo,
ralentizando las heridas, haciendo que Trazyn lo sintiera.
—Eres un mal invitado, Trazyn —se burló—. No ha cambiado gran cosa,
ya veo. Siempre que cenabas en el palacio, yo le decía al faerón que contara
los platos después.
—Pero como… —Trazyn se esforzó por hablar. El fluido del reactor,
hirviendo de color amarillo, le goteaba entre los dientes de acero— … un
buen invitado… —Su voz se deshizo en una rutina de toses purgantes.
—¿Un buen invitado? —Orikan retorció el báculo aún más profundamente
para detener cualquier protocolo de reparación—. No. Un buen invitado da
buena conversación. Y tú estás tan callado ahora, Trazyn. ¿Por qué será?
—Buen… invitado… —dijo Trazyn, sonriendo— trae… regalos.
Y salió de fase, puntos de luz color jade incandescente se le fueron
abriendo como llagas. Llagas que lo deshacían y se extendían para no
revelar nada más en el interior de sus bordes que el ventanal de cristal y la
cubierta detrás.
En un instante, había desaparecido. De vuelta a un nuevo cuerpo.
—¿Regalos? —repitió Orikan.
Se agachó sobre el Mysterios, examinando sus lados, midiéndolo.
Estaba mal. Trazyn lo había desestabilizado. Los glifos coincidían todos,
los ángulos y las caras eran las correctas, pero le faltaba una vibración, una
sensación de confluencia.
Una de las aristas se abrió. Una intrincada abertura que Orikan nunca
había visto derramaba luz prismática.
Se inclinó para mirarla.
Estuvieron sobre él inmediatamente, removiéndose y mordiéndole,
abriendo zanjas en el cuerpo blindado con las patas, las mandíbulas
penetrando profundamente en el metal viviente de su cabeza y brazos. Trató
de sacudírselos de encima, pero ellos le mordieron y se le tragaron los
dedos.
Orikan dijo la Palabra de Pharos; llamas azules surgieron de su cuerpo, y
finalmente las criaturas se retiraron a las sombras, correteando para meterse
en tubos y conductos de escarabajos.
Chispeando, herido, Orikan miró dentro de lo que había pensado que era el
Mysterios.
Una cripta teserática disfrazada. Del tipo que Trazyn usaba para sus
modelos.
Y junto a ella, una carta en una hoja de necrodermis que había saltado del
artefacto, junto con las criaturas. Llevaba las marcas de mandíbulas
alienígenas, pero seguía siendo legible.
¡Saludos, Orikan! —comenzaba—. Me disculpo por tener que tomar
prestado otra vez mi astrarium. Sé el gran cariño que le tienes, pero
trabajas demasiado, mi querido astromante. Considera eso un tiempo de
relax. ¿Y qué es más relajante que la caza?
Orikan oyó patas rascando en los conductos de los escarabajos. Mensajes
intersticiales le alertaron de que un enjambre de escarabajos y dos espectros
informaban estar inoperativos.
Estas criaturas serán una presa adecuada. Proceden de un planeta jungla
Imperial, y son tan famosos que los nativos han llamado a su regimiento
local como a ellos. Muy venenosos, aunque eso no te va a molestar, querido
colega, y pueden crecer hasta más de quince khut de largo cuando llegan a
la madurez. Pero el auténtico desafío es lo rápido que se reproducen. De
hecho, si quieres un consejo, yo comenzaría a perseguirlos enseguida. En
este regalo en concreto había catorce jóvenes. ¿O eran dieciséis? Lo que
sea, pero en doce horas la población habrá establecido grupos itinerantes
de familias para poner sus huevos. ¿He olvidado mencionar los huevos? La
mitad de las parejas maduras ya tiene sacos. La población se habrá
duplicado en menos de veinticuatro horas, suponiendo que no se coman a
muchas de sus crías. ¡Buena caza!

Serenata

2007 Años Hasta la Siguiente

Apertura del Astrarium

A Trazyn no le gustaba cazar necrones.


Las guerras dinásticas no le resultaban desconocidas. Antes de la
biotransferencia, las dinastías habían luchado las unas contra las otras en
crueles guerras de sucesión y por enemistades a muerte. Su cultura había
construido rituales enteros, religiosos y civiles, prescribiendo el método
adecuado de hacer la guerra contra tu propia gente. Y Trazyn había estado
en los sangrientos campos de esas batallas, aunque solo como observador,
no combatiente, pero aun así…
Y había algunos de su gente que Trazyn mataría alegremente. Un cierto
astrólogo loco, con la cabeza en las estrellas y su cara blindada, por
ejemplo.
Sin embargo, esto era diferente. Esto era exterminio.
Los eldar habían desaparecido. Si muertos o huidos, Trazyn no lo sabía,
pero sospechaba que ambas cosas. Con su Espíritu del Mundo destruido,
habrían tenido razón para huir, y al llegar, sus escrutadores orbitales habían
detectado la estructura en ruinas de un portal de la telaraña, construido con
inmensos huesos de saurios. En cierto modo, Orikan había tenido razón.
Los exoditas habían vivido aquí, pero no era su mundo nativo. Eran
refugiados que huían de un dios sediento de sangre, y, cuando ese planeta
ya no fue seguro, alzaron el campo y se marcharon.
Los humanos que había capturado, y solo para interrogarlos, no para
adquirirlos, casi ni sabían que los eldar habían estado ahí. Vestidos en capas
de plumas y mallas imperiales, le contaron a Trazyn fantásticas historias de
un pasado primordial, cuando el Emperador y Sus ángeles habían llamado
hogar a ese mundo. El Propio Emperador había creado las grandes
estructuras de la tierra, haciéndolas crecer del propio planeta. Parecían
raras, sí, pero muchas cosas de aquella era sobrenatural nos resultarían
extrañas ahora. Y así, colocaron estatuas de santos Imperiales en los nichos
de las casas y las veletas eldar, pensando que eran templos alzados por el
agotado diosrey de Terra. Sus manuscritos, aunque escasos, mostraban un
estilo caligráfico alterado que era muy semejante a las runas, sin duda
copiado de lo que quedara de las inscripciones en los edificios.
Una vez, Trazyn había visto una capilla de San Eustice-del-Vacío colocada
en un cobertizo hecho con la concha de una vieira. Los símbolos Imperiales
se pegaban con resinas epoxi porque los clavos de los colonos no
penetraban en el hueso.
Trazyn se dio cuenta de que el edificio había sido una planta de procesado
de residuos.
Pero esas historias, como las extrañas capas de plumas o la caligrafía
especial, no era asunto suyo.
Él quería saber sobre los hombres de metal.
Orikan había soltado a ciento doce Destructores. Trazyn no sabía por qué
ese número, pero supuso que sería cualquier tontería numerológica que, sin
duda, resultaba extremadamente significativa para el Adivino
Trazyn había visto pruebas de ellos en sus previos recorridos por el lugar.
Le gustaba pasar brevemente por Cepharil, o Serenata, como fuera que lo
llamaran, para tomar lecturas en preparación de la apertura. Tener todos los
ángulos cubiertos. Su nueva visita al lugar donde ocurrió la anterior
apertura fue descorazonadora en extremo.
Era roca pelada. Con la vida arrancada hasta llegar a la tierra volcánica.
Los Destructores comenzaban con los depredadores principales e iban
hacia abajo. Los eldar primero, luego los saurios, después los grandes
carnívoros. Cualquier cosa por debajo de eso no representaba ninguna
amenaza para ellos, así que pasaban al final de la cadena alimenticia.
Cortaban todas las plantas, vaporizaban los árboles y la vegetación que
cubría el suelo con grandes arcos en abanico de sus blásteres gauss. Hervían
los lagos y los torrentes para que no quedara agua fresca. Eran
matemáticamente concienzudos, y se aseguraban de que no quedara ni
hábitat ni comida para los insectos. Una vez desaparecían los insectos, los
pequeños anfibios y reptiles desaparecían en unos años, cada vez más
esqueléticos y desesperados, hasta que solo sus correosas pieles quedaban
sobre la tierra muerta. Una triste bolsa de huesos quebrados.
Los Destructores también las atomizaban, porque sabían que la muerte
podía generar nueva vida. Lo habían aprendido después de tardar varias
décadas en esterilizar la primera isla, ya que los veintiún Destructores que
quedaban, porque muchos habían caído en combate contra los eldar o los
grandes saurios, frecuentemente tenían que regresar para erradicar nuevos
brotes.
Trazyn pensó que era su minuciosidad lo que les había impedido arrasar
todo el planeta. Mataban los organismos hasta llegar a los microbios antes
de seguir adelante, y la vida era tenaz en ese verde archipiélago. La
geografía también iba en su contra. En un gran continente, sus tácticas
fácilmente hubieran llevado a un colapso medioambiental a gran escala; al
migrar especies y extenderse los fuegos, los efectos hubieran alcanzado
mucho más. En una isla, el daño estaba contenido.
Pero cuatro mil quinientos años era mucho tiempo, incluso para un necrón.
Y en ese tiempo los Destructores habían ido recorriendo el archipiélago y se
habían dirigido hacia el megacontinente que cubría el otro hemisferio.
Durante tres milenios habían arrasado dos mil de las diez mil islas del
archipiélago. La mayoría carecían de vida sintiente, y las que tenían
habitantes, primero eldars y luego humanos, de vez en cuando acababan con
alguno de ellos.
Solo quedaban doce cuando llegaron al continente.
Y comenzó la verdadera carnicería.
El megacontinente padecía un colapso ambiental. La mayoría de los
humanos había preferido ocupar las islas, en parte debido a los rumores de
las criaturas malignas que vivían en el continente. Era un continente
fronterizo en un mundo fronterizo. Salvaje e indomable.
O lo que quedaba de él. Los saurios habían desaparecido. Quedaban los
especímenes más pequeños, pero el ecosistema ya no podía mantener a
criaturas tan grandes. Trazyn alzó la mirada y vio que el sol se filtraba a
través de un velo de humo que marchitaba el mundo. Procedía de las selvas,
que estaban ardiendo.
Los buscó durante seis años. Resultaba difícil, porque el suelo volcánico le
ensuciaba los sensores. Los objetos bajo la superficie no podían ser
detectados en absoluto, y sospechaba que no eran solo los grandes golfos de
espacio lo que hacía que la translación resultara difícil en Serenata. El
transporte se tenía que hacer con una Guadaña de la Noche, un Arca
Fantasma o a pie. Sus escasas exploraciones en el sistema de cuevas
sugerían que si un necrón moría bajo la superficie, no podía salir de fase y
volver a los mundos necrópolis para repararse.
Había estado persiguiendo la historia de un nómada sobre espíritus
malignos cuando los encontró.
Eran tres. Al menos, los totalmente operativos. A unas cien leguas atrás,
Trazyn había encontrado a un cuarto, con su sistema repulsor arrancado del
cuerpo en una batalla librada tiempo atrás. Aun así, arrastraba su cuerpo sin
piernas por el suelo requemado, convirtiendo en cenizas a los insectos con
su cañón gauss estropeado. Pulverizando gusanos con sus manos
inmortales.
Trazyn había decapitado al Destructor con un único golpe de su
obliterador, dado con todo su enfado, y luego continuó golpeándolo. Pensó
en la capa de plumas que se había llevado de su última visita a ese planeta.
Como centelleaba con colores cerúleos, turquesa, dorado y bermellón
cuando ajustaba la luz. Pensó en cómo se hubieran visto en un exhibidor los
pájaros que producían esas plumas, pájaros que había querido coleccionar
en un aviario congelado. A medida que viajaba por el continente, las capas
se habían ido haciendo cada vez más cortas. Los hermanos dividían las
capas de sus padres para hacer las suyas, porque esos pájaros solo vivían en
las altas montañas.
Trazyn tiró la cabeza del Destructor decapitado al trío que quedaba.
Rebotó en la coraza del tórax del líder y quedó delante de ellos, con un
humo verde esmeralda aún saliéndole de la boca.
Sus cañones gauss, goteando neón condensado por el exceso de uso,
dejaron de disparar.
Se giraron.
—Saludos —dijo Trazyn—. ¿Con quién hablo?
Los Destructores zumbaron y crepitaron, mientras sus activadores vocales
intentaban recordar cómo formar palabras.
—Soy el líder Ket-vah de los Lokhust —dijo el del centro—. Has matado
a uno de mis sirvientes.
—Sí.
—Bien. Era ineficaz. Subóptimo. Ya no personificaba el ideal de la
aniquilación. Toda vida debe acabar, incluso la nuestra. Cesar de existir es
el destino feliz de todos los que sirven a la gran limpieza.
—Entonces, tengo buenas noticias —repuso Trazyn, incapaz de disimular
su desagrado—. Vuestro destino feliz ha llegado. De acuerdo con mis
derechos protocolarios como líder supremo, en este momento os libero de la
misión programada. Venid conmigo y os daré un nuevo objetivo. Hay tareas
para vosotros en Solemnace.
—Negativo —respondió Ket-vah—. Nuestra misión no está completa.
Estamos haciendo nuestro camino hacia el sur, hacía el polo. Una vez lo
derritamos, el influjo de agua resultante desalinizará los océanos, matando
el fitoplancton que produce la mayoría del oxígeno de este mundo. La
extinción en masa que eso provocará nos permitirá limpiar este mundo en
dos milenios en vez de seis. Dejaremos cualquier estructura necrón sin
tocar, como acordamos con el astromante. Con esas puedes hacer lo que
quieras.
—No —repuso Trazyn—. Creo que no.
—¿Por qué?
—Porque aún hay cosas aquí que quiero —respondió Trazyn, y lanzó el
laberinto teserático.
Los Destructores avanzaron hacia él, con los repulsores zumbando,
girando hasta llegar al aullido. Los blásteres escupían rayos de color jade.
Avanzaron por el aire, balanceándose dentro del campo tubular de sus rayos
desmanteladores.
Trazyn activó la capa, eligió su camino, se agachó y se tiró hacia un lado
mientras la tierra donde había estado desaparecía, convertida en una nube
de virutas de ceniza. Se coló entre los rayos, invocó el obliterador y
encendió su gran cámara emisora, parecida a un fanal, que brilló con un
resplandor siniestro.
Los Destructores se detuvieron. Por mucho que fueran asesinos nihilistas y
despiadados, el resplandor de esa arma ancestral aún sobrecogía sus redes
de conexiones neurales con algo que se parecía mucho al pavor.
Trazyn activó el laberinto teserático. Un cono de luz salió hacia arriba y
rodeó a los Destructores, bañando sus rostros abollados con una
iluminación tan brillante que les borró los colores, y parecieron esqueletos
sonrientes dibujados en blanco y negro.
Y como los rayos desmanteladores de sus armas gauss, los desmontó y los
metió en la caja.
Trazyn se quedó solo en el campo arrasado. Permaneció allí hasta el ocaso,
observando los fuegos en las copas de los árboles hasta que se pasaron a ser
solo hilachos de humo.
«Un buen añadido a la colección —pensó—. El líder Destructor que casi
acabó con un planeta».
Cuando regresó, el caos reinaba en Solemnace.
Después de cuatro mil quinientos años de rivalidad, era evidente que
Trazyn había necesitado de nuevas soluciones de seguridad.
El Mysterios no estaba a salvo en posesión de Trazyn. Tampoco estaba
seguro cuando lo colocaba en la galería que le correspondía.
Pero las galerías prismáticas eran un lugar muy grande y confuso.
Corredores sepulcrales y retorcidos. Objetos de todas las especies
alienígenas principales apiñadas de cualquier manera. Períodos temporales
entremezclados. Reliquias de miles de millones de años de antigüedad junto
a adquisiciones recientes. Galerías que contenían dioramas de tamaño real
de campos de batalla enteros, con miles de soldados paralizados en una
lucha mortal.
Incluso a Trazyn le resultaba difícil recordar exactamente qué contenía.
Sus estantes con yelmos de los Adeptus Astartes ya eran tantos y tan
complicados que necesitaba cartas mnemotécnicas para distinguir los Fire
Hawks de los Flame Eagels.
Trazyn sabía que esa mezcla de períodos fastidiaba las capacidades de
Orikan. Un hecho al que había sacado partido durante los últimos pocos
milenios colocando el Astrarium Mysterios en lugares aleatorios de su
colección. Orikan había entrado, claro, pero normalmente no causaba
demasiados daños; quería ser sigiloso, supuso Trazyn.
De vez en cuando, lo cambiaba de sitio para que las cosas siguieran siendo
interesantes.
Aunque, en retrospectiva, probablemente había sido un error colocarlo en
el exhibidor de Angelis.
Ruedas con dibujos muy marcados chafaban la tierra caliza, y alzaban una
pluma doble de polvo que se extendía desde el kamión orko como una ola.
Se escoró hacia un lado, resbalando, y dos ruedas se alzaron del suelo como
si fuera a volcar. Luego cayó sobre la suspensión, botando, y siguió
avanzando hacia Trazyn.
Fallo del campo de estasis. Eso significaba una cosa: que el idiota
finalmente había encontrado el Mysterios.
También significaba que los orkos estaban sueltos, y haciendo lo que los
orkos hacían en su estado natural: luchar los unos contra los otros.
Camiones y buguis hacían trompos por el exhibidor, a toda velocidad por
la villa de chabolas desierta construida alrededor del enorme ídolo de Gork,
o Mork.
La investigación de Trazyn había hallado respuestas mezcladas respecto a
quién representaba exactamente.
El kamión fue hacia él, y Trazyn echó del obliterador hacia atrás,
calculando el golpe. El noble que iba detrás plantó el pie en el asiento del
conductor para equilibrarse y extendió una basta slugga, mientras hacía lo
que los orkos consideraban como apuntar. El conductor, con el asiento
tirado para adelante por la bota del noble, conducía con sus enormes gafas
protectoras solo un pelo por encima del volante.
—¡Oi, brillante cabrón! —aulló el noble, y vació el cargador.
Balas del tamaño de una lengua humana, y casi igual de peligrosas,
silbaron al pasar junto a Trazyn. Una le rebotó en la frente. Sin duda, ese
noble era un tirador.
Trazyn golpeó el suelo por delante del kamión e hundió la tierra creando
un bache ancho como un tanque de batalla. Grietas zigzaguearon hacia las
ruedas que se acercaban.
El kamión se fue de morros y cayó hacia delante. El noble aulló encantado
cuando, de repente, se vio por los aires. Los de dentro, que se habían
quedado imprudentemente, gritaron de temor cuando el kamión se volcó
hacia delante, aplastándolos en una pasta micótica de color verde.
Un grot, atontado y milagrosamente indemne, salió dando tumbos de entre
el kamión destrozado. De una patada, Trazyn lo lanzó contra las púas de
una de las ruedas, que aún rotaba.
—Traedla —gritó.
La plataforma de mando Catacumba se colocó sobre la bronca motorizada;
los dos pilotos conectados a ella, con la cabeza gacha sobre sus consolas,
prescindían de la anarquía que había bajo ellos. Trazyn fue directo hacia
ella, dispersando una horda de gretchins que se acercaron a él agitando una
bandera roja. Las viles manitas le agarraban la capa. Dientes amarillentos
en viejas encías le mordisquearon las pantorrillas y los muslos.
—¡Molestias, molestias, molestias! —gritó él, chafándolos con los pies; se
sacudió el último grot de la pierna y saltó a su puente de mando.
La forma de medialuna de la plataforma se alzó, ráfagas de piztolaz y
akribilladoraz rebotaron en su blindaje inferior. En la distancia, a través de
las dunas doradas, Trazyn pudo ver una nave espacial estrellada y volcada.
Jinetes recorrían las crestas de las dunas de arena, con finos y alargados
jezails, atacando salvajemente a los orkos motorizados con fuego molesto.
Uno de sus expositores más grandes. Uno de sus mejores expositores. Le
había costado casi cincuenta años capturar el caos eterno de ese lugar.
Coreografiar las melés que daban machetazos, los giros en redondo, con
jóvenes fibrosos saltando entre los veloces vehículos.
Esperaba poder salvar algo de todo eso.
La plataforma de mando se alzó a lo largo del hinchado vientre del gran
ídolo. Salían disparos de su interior, agujereándole la piel, y Trazyn se dio
cuenta de que la lucha había llegado allí adentro.
«Será mejor parar esto», pensó.
—«¿Sannet?»
—«Trabajando para restituir los campos de estasis, gran arqueovista» —
le llegó la respuesta intersticial.
—«Pues date prisa. No queremos que enciendan ese artilugio».
—«¿Crees que el motor funciona?» —preguntó Sannet.
—«Motores —corrigió Trazyn—. Hay unos setenta, dependiendo de la
definición de motor que elijamos. Levanta esos campos, Sannet. No quiero
estar en órbita».
Volaron unos pernos en el costado del ídolo. Uno de los soportes de
pórtico cayó y la plataforma de mando bajó bruscamente para evitar un
golpe desde el cielo.
«Maldita sea la autenticidad —pensó Trazyn—. La próxima vez que
adquiera un cohete, lo colocaré sin combustible».
Entonces lo vio. Una silueta en el ojo izquierdo del ídolo. El lugar donde
él, quizá pasándose un poco de listo, había ocultado el Astrarium Mysterios.
Sus oculares ampliaron la imagen y limpiaron las interferencias. Ya sabía
qué se iba a encontrar.
Orikan, con su necrodermis arañada y sucia por su pelea para ascender por
el interior del ídolo. Era evidente que las cosas tampoco le habían ido
exactamente como las había planeado. En una mano sujetaba el Astrarium
Mysterios, cuya piel de metal relucía, como si estuviera complacido con el
cambio.
Orikan clavó su báculo hacia abajo, y volaron los pernos de otro pórtico,
que cayó, torciendo de una forma nada natural hacia la plataforma. Trazyn
lanzó un campo de estasis, y lo detuvo en el aire hasta que hubieron pasado,
luego lo dejó ir y lo vio aplastar un distrito de chabolas que él había
diseñado, casa por casa.
Sobre él, y a través del rugido de los impulsores del cohete, oyó reír a
Orikan. Trazyn lo miró de nuevo. Notaba su reactor central girando muy
deprisa por la furia, como si fuera a estallarle. Los cálculos de restauración
devolvieron un resultado estimado que iba desde casi un millón de horas de
hombre, un siglo de esfuerzos desperdiciados. Y si el ídolo cohete
despegaba, triplicaría eso.
Trazyn notó las mejillas mojadas y se dio cuenta de que estaba llorando
aceite.
—«¿Señor? —era Sannet—. Veinte segundos para el despegue».
Trazyn supo por qué reía Orikan.
Trazyn podía salvar una sola cosa, o bien el Mysterios, o bien la galería.
Y ambos sabían qué elegiría.
Agarró el orbe de control, que dominaba sobre los otros, y redirigió la
plataforma, haciéndola pasar por el lado donde los pórticos de apoyo se
habían desenganchado. La acercó a una compuerta cerrada.
Quince segundos.
Trazyn arrancó la compuerta con sus propias manos, y el marco de metal
se dobló como latón bajo su furioso agarre. La dejó a un lado para
recolocarla luego.
Once segundos.
Invocó el obliterador. La cámara interior no se parecía en nada a ninguna
nave espacial que Trazyn conociera. Una cubierta como un tambor, llena de
cables y cadenas, con maquinaria sin sentido colgando de los techos.
Barriles de cerveza de hongos chapoteaban con la reverberación de los
motores que fallaban.
Y un trono de mando con dos botones: marcha y paro.
Un enorme orco le lanzó un tajo con una rebanadora grande, y él le aplastó
el grueso pecho con un golpe del obliterador. Luego lo invirtió, y se lo
clavó en el cráneo a un delgado pielverde que se le acercaba por su punto
ciego.
Ocho segundos.
Se abrió paso entre la multitud. Manos le agarraban para tirarlo al suelo y
él envió una descarga eléctrica por sus sistemas para sacárselos de encima.
Seis segundos.
El espacio se sacudió. Un mekániko se alzó entre las sombras, con
electrodos crepitando por la aberrante maquinaria que le salía de la espalda
y los hombros. Una tormenta localizada destellaba entre las bolas de gas
ionizado que giraban sobre su cabeza como una turbina. Bolas de luz
saltaron del cañón de su rifle eléctrico aflautado, y Trazyn se tambaleó, con
el sistema de circuitos chispeando por una sobrecarga. Se dobló por la
mitad, el mundo se le volvió ceniciento y desenfocado como una mala
proyección; entonces redirigió la energía del rayo a través de su báculo y se
lo devolvió al mekániko, que quedó con los músculos en espasmo y el
aparato a la espalda girando fuera de control.
Cuatro segundos.
Llegó al trono de control, y el meganoble sentado en él se levantó para ir a
su encuentro. La cosa era enorme. Trazyn lo había instalado personalmente,
eligiendo el espécimen más grande y malvado que pudo encontrar. La
megarmadura, igual que una lápida y gruesa como un tanque, parecía
impenetrable. Grandes cuernos curvados le salían de la tapa del cráneo.
Rugió, un sonido lento y gutural que le salió de la garganta púrpura con lo
que casi era pura fuerza física. Garrapatos termita le agujereaban los dientes
forrados de oro.
Tres segundos.
La garra de combate atrapó el brazo de Trazyn, mientras este bajaba el
obliterador, y le dobló el húmero para el otro lado. El metal se rasgó. Los
sistemas hidráulicos saltaron. El fluido del reactor salió a chorro por el
brazo cortado de Trazyn mientras ululantes alertas le cubrían la visión.
Dos segundos.
Trazyn dirigió su brazo chorreante hacia el rostro de la bestia, y esta aulló
cuando el fluido de neón le quemó los ojos.
Uno.
Trazyn agarró a la bestia por un cuerno y le estrelló el rostro contra el
botón de paro.
Luego, exhausto y rodeado de los aullidos de los barbaros orkos, ralentizó
su cronosentido y se dejó caer en la silla de mando.
Se dijo que solo sería un momento. Pero tenía que recuperarse si tenía que
salir luchando de ahí.
Con el tiempo más lento, y el mundo moviéndose como si estuvieran bajo
agua, Trazyn tardó un momento en darse cuenta de lo que estaba pasando.
Los orkos no lanzaban gritos de guerra ni se preparaban para correr hacia
el trono.
Estaban ululando, vitoreándole. Encantados con el espectáculo de
violencia que les había ofrecido.
Seguían vitoreándole cuando el campo de estasis los inmovilizó allí donde
estuvieran.
Trazyn se quedó tumbado en la silla, tratando de decidir qué podía salvar
de ese expositor.
No su orgullo, decidió.

Mandrágora

897 Años Hasta la Siguiente

Apertura del Astrarium

Orikan acababa de torcer la esquina cuando vio al omniscida salir del


santuario en el hiperespacio. Su forma larga y letal se deslizó desde el
bolsillo dimensional donde había estado esperándole desde los Dioses
Muertos sabrían cuándo.
Alzó un largo desintegrador sináptico; el resplandor de las luces verde
esmeralda iluminaban el rostro del asesino de un solo ojo mientras la
máscara mortuoria se deshacía como cera y se solidificaba formando las
facciones de Trazyn.
—De verdad, Trazyn —bufó el Adivinador—. Te has rebajado a ser un
asesi…
El desintegrador atravesó el gran ocular central de Orikan, y la bola de
fuego silbó por su estructura craneal como una tormenta de arena en un
templo en ruinas. Llamas color esmeralda le salieron por la boca y por el
ocular destrozado, rodeándole la cabeza como una corona. Su necrodermis
se ennegreció.
Orikan cayó, con las manos arañando, los dedos comenzando a salir de
fase, comidos por gusanos brillantes de un portal de luz. Su cráneo
achicharrado crujió cuando habló.
—No… llevo… el… Mysterios.
—Te lo puedes quedar —replicó Trazyn, volviendo a entrar en el santuario
del hiperespacio.
CAPÍTULO DOS

Os lo digo yo, chicoz, no hay nada mejor que dezpachurrar a esaz


lataz brillantez con su cara de calavera. Zon tan peleones. Y puedez
matar ar mizmo una y otra vez. ¿Habeiz intentado eso con humis? No
mola tanto.
– Matazanoz Jefe Zierragorda, ¡Waaagh! Zierragorda

50 Años Hasta la Siguiente

Apertura del Astrarium

Girando sin fin en una noche eterna. Helado y desolado. Se trataba de


Klebnos, un asteroide a la deriva sin interés para nadie. Un ser podía
caminar su meridiano principal en dos horas. Solo tenía nombre porque
desde el mundo corona de Gheden podía verse pasar a simple vista, lo que
lo hacía, al menos para los antiguos necrontyr, digno de ser ungido con el
lenguaje.
Su absoluta falta de importancia, aunque técnicamente estaba bajo la
protección de la Dinastía Nihilakh, era por lo que Trazyn lo había elegido
para el encuentro. Terreno neutral en un sentido técnico, aunque cualquier
agresión podría precipitar una guerra dinástica.
Claro que la última vez que Trazyn se había visto con Orikan, ochocientos
años antes, le había volado el cráneo al cronomante.
Orikan y su séquito de espectros canópticos ya estaban en el pequeño
asteroide cuando llegó Trazyn en su Guadaña de la Noche personal, que
descendió para descargarlos a él y a su escolta de necroguardias por una
escotilla de la parte inferior.
Y se quedó flotando ahí, activa, lista para partir en segundos.
Las dos partes llegaron a una distancia en la que ya se podían hablar, y se
detuvieron, escrutándose la una a la otra. En la oscuridad, se fueron
formando estelas de condensación mientras las Guadañas de la Muerte
rondaban en círculos, listas para marcar los objetivos y aniquilar la
delegación rival a la menor señal de violencia.
—Sugiero —comenzó Trazyn— que comiences entregándome lo que
prometiste.
Orikan asintió, sacó algo de un bolsillo dimensional y abrió la mano. El
Astrarium Mysterios flotó sin peso, y trazó una suave parábola entre los
rivales.
—Cógelo —ordenó Trazyn a uno de sus necroguardias—. Por si es una
bomba vórtice.
Obedientemente, el soldado salió de la línea y dejó que el objeto de metal
negro descendiera sobre su palma extendida. No estalló, y un meticuloso
bombardeo espectromántico aseguró a Trazyn que era el auténtico.
—Tu parte del trato está hecha —dijo Trazyn—. Por tanto cumpliré la mía
por igual. Tienes cinco minutos para explicarme qué es eso de tan suma
importancia.
Orikan dio un paso al frente. Trazyn pensó que parecía no estar muy bien.
Su necrodermis estaba sin pulir y llena de rasguños. Su ocular y la cresta
del orbe del tocado se veían tenues y fatigados, como si hubiera trabajado
muchas horas sin mantenimiento ni restauración.
—Una invasión orka ha llegado a Cepharil. O mejor, a Serenata. El
complejo necrópolis de Cephris.
—Y te preocupa que unos cuantos pielesverdes destrocen ese lugar,
¿verdad? —Trazyn hizo una mueca de superioridad—. Tú eres, no nos
olvidemos, el ser que causó una extinción en masa al utilizar tropas con la
locura de los Destructores.
—Eso fue diferente —repuso Orikan, quitándole importancia con un gesto
de la mano—. Las especies vienen y van. Las civilizaciones se alzan y
luego caen. Siempre he sabido que estabas anclado en el pasado, Trazyn,
pero en los últimos milenios has desarrollado un apego fetichista por el
presente.
—Serenata nos brindaba la oportunidad no solo de descubrir la tumba de
Nephreth, sino también de entender cómo culturas que desconocen las
civilizaciones previas resultan afectadas por ellas. Tu interferencia
antinatural…
—La guerra es natural. La conquista es natural. El cambio revolucionario
es una parte del universo, desde la evolución a los períodos históricos. Te
has quedado enredado en el statu quo. Un statu quo que nos deja atrapados
en cuerpos de…
—¿Has venido aquí para debatir, Orikan? ¿Debemos despertar a un líder
supremo para que haga de moderador, o eso simplemente te permitirá
volver a hacer trampa?
Orikan se calló y se serenó.
—Los Destructores fueron un error —admitió, tendiendo una mano con la
palma hacia arriba como si hacer esa admisión fuera un regalo—. Ahí está,
ya lo he dicho. Pero también mantengo que los Destructores no habrían
penetrado en la tumba de Nephreth ni la hubieran saqueado. Los orkos lo
harán.
—Supongo que lo has visto —repuso Trazyn con una gota de acidez—. En
tus… —añadió, y meneó la cabeza mientras hacía símbolos sin sentido con
las manos—meditaciones.
Orikan recorrió los arañazos sobre su estructura con los dedos.
—Búrlate, pero lo he visto. Repetidamente durante las últimas décadas. No
todo lo que calculo llega a suceder, Trazyn, pero cada vez que esa visión
aparece, es más intensa. El ¡Waaagh! está llegando, y destruirá y mancillará
la mayor reliquia cultural de nuestra gente, y nos matará a los dos.
Trazyn soltó un resoplido.
—Absurdo. No conseguirás que me acerque a ese planeta. Buscar la
maldita tumba me costó dos de mis mejores galerías. Un precio demasiado
alto. Ve olisqueando leyendas antiguas, si quieres, pero déjame…
—Estás planeando estar allí cuando se abra —le interrumpió Orikan—.
Dentro de cincuenta años. Hasta has visitado el lugar. Varias veces. Incluida
la del año pasado. Te vi y te dejé pasar sin molestarte. Después de todo,
tenemos una tregua informal.
Trazyn abrió la boca, y la cerró.
—No creo que Trazyn el Infinito, coleccionista de objetos exclusivos y
antigüedades raras, deje sin explorar un hallazgo de tal magnitud —añadió
Orikan, sonriendo.
Trazyn bajó la mirada al Astrarium Mysterios, como si estuviera
decidiendo hasta dónde quería llegar por él.
—Posad la Guadaña de la Noche y apagad el motor —dijo al necroguardia
que tenía más cerca—. No tiene sentido desperdiciar el trabajo del reactor.
—Así pues, tengo tu atención —repuso Orikan.
—El Vidente Yyth también predijo la marea verde —respondió Trazyn—.
Aunque no con tanto detalle como tú dices. Ya había planeado ayudar a
defender y salvar la tumba. En favor de la posteridad, claro.
—Claro —repuso Orikan—. Pero morirás allí. Debido a la geología única
de este planeta, los túneles subterráneos donde se halla la tumba anulan la
transmisión de cualquier señal. Los necrones muertos bajo la superficie no
pueden salir de fase o, en tu caso, saltar a nuevos cuerpos a no ser que estén
a la vista. La muerte es molestamente permanente en el interior de Serenata.
—¿Así que tienes un plan?
—Naturalmente. —Orikan hizo un gesto con la mano, invocando una carta
de crisofase que mostraba una nube de naves con afilados dientes y aspecto
salvaje acercándose a Serenata como un cardumen de peces carnívoros—.
El ¡Waaagh! orko llegará en cincuenta años, unos cuatro meses antes de la
apertura del Astrarium. En conjunto, van a atacar Serenata porque está ahí,
pero también necesitan agua para enfriar los reactores de las naves si
esperan sobrevivir el salto a la disformidad.
Orikan se encogió de hombros, como si fuera una sorpresa el que los
pielesverdes pudieran resolver la más básica de las soluciones logísticas.
—Si luchamos contra esos brutos con cerebro de hongo por tierra,
fracasaremos —continuó Orikan—. Las naves intervendrían. Todas las
cartas astrales que he realizado dicen eso. Si luchamos contra ellos por el
aire, también fracasaremos. Las fuerzas de tierra ya desplegadas
descubrirán y destruirán la tumba. Pero ¿y si luchamos a la vez por aire y
tierra? —Orikan deslizó dos dedos hacia arriba por la carta, imitando los
dos cuernos de las naves sepulcro necronas, elegantes medialunas
comparadas con las naves orkas, que eran como quinqués con dientes. Los
clavó en el flanco orko. Luego separó uno y lo dirigió a la superficie—.
Una combinación de un ataque a sus naves capitales, seguido por un
elemento protegiendo la tumba contra las fuerzas de tierra, tendrá éxito. Los
orkos se esparcirán. Acaba con su estructura de liderazgo, y sospecho que
esos salvajes de ojos rojos se retirarán y sus capitanes lucharán entre ellos
para decidir quién está al mando.
—Y por lo tanto perderán fuerza —concluyó Trazyn—. ¿Y quién es el
afortunado objetivo?
Orikan sonrió.
—Oh, esta parte te gustará. El llamado Matazanoz Jefe Zierragorda, un
antiguo practicante de medicina de la variedad orkoide.
—¿Un chicoduele? Raro.
Bueno, sí, supongo que tú sabrás de esas cosas —contestó Orikan—. Al
parecer se convirtió en kaudillo después de una desagradable autocirugía y
augmentación. He oído que también es conocido por El Gran Zierrador del
Zielo.
—Pronuncias el orko como si tuviera mal sabor.
—Lo tiene —respondió Orikan—. Me desagrada incluso oírme usando
contracciones, así que esa jeringonza no me atrae. Pero, dejando aparte las
manías lingüísticas… —Sonrió—. Sería un espécimen fascinante, ¿no
crees?
—Sin duda —contestó Trazyn, asintiendo—. Tardaremos unos cincuenta
años en reunir una fuerza de ataque. Nos va a ir de poco.
—Eso tardaremos —reconoció Orikan—. Y sí que vamos justos. Una vez
nuestras naves salgan de la atmósfera, tendremos tres meses, con suerte.
Probablemente, dos.
—No hay tiempo de alertar al Consejo Despierto. Nos ahogarían en
debates, y lo considerarían un desperdicio de recursos.
—O intentarían llegar allí antes que nosotros —repuso Orikan—. Yo digo
que mejor nos encargamos nosotros solos.
Y, con eso, los enemigos mortales se prepararon para la guerra.
CAPÍTULO TRES

Zolo hacen falta unas pokas kozas pa’ que un cuerpo siga jalando,
chikoz. Una ez algo que jalar. Zegundo ez cerveza de hongos. Tercera
ez agua. Ezo zolo ez biologii.
– Matazanoz Jefe Zierragorda

Órbita, Segunda Luna de Serenata

Tres Días Antes de la Apertura de la

Tumba

Las dos naves entraron en el pozo gravitacional con un golpe de


deceleración, y se engancharon a la órbita de la luna; fueron rodeándola en
rápidos giros mientras perdían momento lineal. Para cualquiera que
estuviera observando, parecía que la segunda luna de Serenata había ganado
de repente dos anillos blancos.
Y para cualquier mundo tan desafortunado como para experimentar una
invasión necrona, parecería que la flota sepulcro había aparecido de
ninguna parte. Grandes naves en forma de medialuna colgando sobre la
curvatura del globo. Los sistemas de armamento ya descargando la primera
andanada. Enjambres de Arcas Fantasma descendiendo como luciérnagas
hacia el continente objetivo.
Los testigos en la superficie quizá vieran ráfagas de luz, demasiado
brillantes para mirarlas directamente, y sin embargo sin producir ninguna
sombra; eso antes de que una Cabeza de la Muerte de metal apareciera en la
pálida puerta.
Raramente veían algo más después de eso.
Pero lo que parecía instantáneo, una llegada sin previo aviso, como la de
un terremoto o una llamarada solar, era en realidad el resultado de largas
planificaciones y cuidadosa gestión.
Reunir a las legiones inmortales y diseñar un curso para la guerra era un
proceso que duraba varias décadas, cargado de inconvenientes. Esto
resultaba especialmente cierto cuando había que despertar a una legión del
Gran Letargo. Un despliegue rápido desde un estado de crioestasis casi
siempre dañaba los circuitos neurales, y esa era la razón por la que
cualquier programa maestro solo despertaba a sus legiones para la defensa.
Incluso en ese caso, normalmente se despertaba primero a los simples
guerreros, aquellos que tenían poca mente que destrozar, en vez de a los
más valiosos Inmortales, necroguardias y omnicidas.
Trazyn y Orikan no tenían ningún deseo de dañar permanentemente a los
que se despertaban, sobre todo porque una acción de esa envergadura no
podría pasar desapercibida para el Consejo Despierto. En caso de que se
desperdiciaran recursos vitales del Imperio Infinito en una empresa
personal, incluso en una semisancionada por esa institución, no habría duda
de que la ejecutora iría a por ellos. Después de todo, solo quedaba un
milenio para el Gran Despertar, siglo más o menos, y ese esfuerzo
requeriría de toda la fuerza que su disminuido imperio pudiera reunir.
Sin embargo, aceleraron el proceso todo lo posible. Ni Trazyn ni Orikan
habían sido soldados, aunque ambos habían acompañado alguna vez a las
legiones. Por tanto, no tenían ningún reparo, ni por honor ni por
superstición, en prescindir de los rituales militares que más tiempo
requerían. Solo había tiempo para reunir a la decuria y ponerse en marcha.
Serenata carecía de una puerta dolmen o de ningún tipo de portal de la
telaraña. Cualquier trampilla de escape que los exoditas hubieran creado
para huir a la dimensión del laberinto la habían cerrado tras ellos.
Transportar a unas cuantas fuerzas pequeñas no era complicado: podían
enviar una Guadaña de la Noche, como Trazyn había hecho la primera vez,
saltando por el portal; pero ¿desplegar una fuerza que pudiera superar a los
orkos tanto en órbita como en la superficie? Eso significaría décadas de
viajar por el espacio profundo.
O lo habría significado, de no ser por Orikan y su dominio del motor sin
inercia. El astromante había desplegado las cartas de estrellas y las redes
celestiales, había preparado ángulos y parábolas, y había dibujado un
camino a través de las estrellas que los lanzó entre sistemas orbitales,
alrededor de cinturones de asteroides y a través de campos de desechos
navales, empleando la gravedad de grandes soles para girar y redirigirlos
sin perder demasiada velocidad.
Un astromante menor los habría detenido o ralentizado mucho para girar.
Orikan mantenía la infinita aceleración del viaje en el vacío. Al final del
primer ciclo solar del viaje, el vehículo se movía solo a miles de leguas por
hora. Pero al final del primer año, atravesaban el espacio diez veces más
deprisa que una Guadaña de la Noche. Después de diez años, viajaban tan
deprisa que un piloto mortal hubiera sido incapaz de controlar la nave; con
su tiempo de reacción limitado y los lentos cálculos de navegación,
estrellaría la nave contra un planeta o se excedería al realizar los delicados
ajustes del curso.
La mayoría de los criptecnólogos tampoco podrían haberlo hecho, admitió
Trazyn para sí. Cuando habían alcanzado Serenata, iban a un billón de
leguas por hora, tan rápido que incluso una nave necrona no podía detenerse
de golpe sin hacerse pedazos.
La segunda luna de Serenata se veía como una mancha en el lado derecho
de la pantalla holográfica del puente, y Trazyn contempló las elegantes
líneas de la nave de Orikan, que iba delante de ellos. Era una Cosechadora
tipo Guadaña, en la configuración de segadora. Trazyn siempre las había
considerado una clase curiosa, con un frontal pesado y luego muy delgada.
Como el Báculo de Luz de un criptecnólogo lanzado por el aire, con la popa
emplumada como una flecha.
Los Sautekh, unos consumados constructores de imperios, siempre habían
amado sus naves. Mientras que los Nihilakh guardaban sus tesoros, los
Sautekh amasaban posesiones militares.
«La diferencia entre ser una dinastía encerrada en sí misma y una que
mira hacia fuera», pensó Trazyn.
Sus compañeros Nihilakh eran conservadores, a la defensiva. Se centraban
en conservar los mundos que tenían en vez de expandirse hacia el exterior.
Exigían tributos y se llevaban botines, claro, pero estaban menos interesado
en gobernar los nuevos sistemas que arrebatarles su riqueza. Mientras los
Sautekh ansiaban la dominación, los Nihilakh se creaban esferas de
influencias, preferían extender su poder mediante estados vasallo y tributos
en vez de con fuerzas militares. Se hacían con flotas, pero las flotillas
Nihilakh solían consistir en un gran número de naves pequeñas en vez de
unas cuantas grandes, y así extendían mejor su autoridad.
Una simple diferencia en doctrina naval, ni mejor ni peor.
O quizá Trazyn solo estaba buscando excusas, envidioso de lo pequeño
que resultaba su crucero ligero clase Mortaja en comparación con la nave
de Orikan. Era como todo un kilómetro más larga, aunque Trazyn se
contentaba diciéndose que la mayoría de eso era debido a la larga dorsal
que se alargaba como el asta de una flecha hasta la popa.
Trazyn había tenido sus razones para elegir una Mortaja, claro. Primero
era su vehículo personal, por lo que su interior le resultaba confortable. Y le
gustaba que fuera rápida y silenciosa, capaz de esquivar sigilosamente la
mayoría de las amenazas.
  Y al no ser del tipo militar, Trazyn se temía que todo un crucero de
batalla pudiera ser demasiada nave para él. Pero, malditos los dioses rotos,
seguía siendo un líder supremo. Y que un presumido mago de corte le
hiciera quedar mal le hería en lo único que aún podían herirle: el orgullo.
.—Llegando a velocidad de crucero, líder supremo —indicó el timonel del
Señor de la Antigüedad. Trazyn agitó una mano hacia la cabeza del
tripulante para abrirle los pensamientos. Se desplazó por la alimentación de
datos mental, y observó los cálculos de la deceleración de ir descendiendo.
Comprobó que se estaba haciendo bien.

—¿Alguna señal de los orkoides? —preguntó.


—Imagen de escrutinio enviada al proyector del trono de mando, líder
supremo. Aumento en escala uno a mil.
El proyector de crisofase en el brazo del trono comenzó a brillar, y formó
un modelo holográfico en el aire. Trazyn se inclinó hacia delante, y empleó
la mano para rotar la proyección.
—Ummm… —rumió Trazyn—. Llama a la Furia del Zodiaco.
Desde esa distancia, las imágenes eran poco claras, pero lo suficiente para
ver que la flota orka era descomunal. Una decena de grandes naves,
bulbosas y como faroles con dientes, se apiñaban alrededor del planeta
como los carroñeros que eran. La mayoría eran de tamaño escolta o más
pequeñas, y las siluetas de sus cascos resultaban chocantes debido a las
continuas reparaciones y modificaciones. Unos extraños tallos como patas,
que quizá fueran elevadores de vacío, se extendían desde varias naves hasta
la superficie del planeta.
Un kruzero matamuchos, más grande que las otras naves, estaba tan cerca
de la atmósfera del planeta que parecía que fuera a caer dentro.
«No hay premio —pensó Trazyn—, por adivinar cuál es la nave del zeñor
de la guerra».
—Llamada aceptada, mi líder —dijo el encargado de las comunicaciones
—. Proyectando.
Orikan apareció en luz sólida, con trozos que parpadeaban y se borraban
cuando la señal flaqueaba. Flotaba en el aire, solo un poco más pequeño que
lo normal, con las piernas cruzadas y las manos unidas en un símbolo de
poder.
—Doce naves —protestó Trazyn—. ¿No habías predicho siete?
Orikan se erizó, lo que hizo que la capucha de su tocado saliera hacia
fuera.
—Los orkos son difíciles de predecir. Viajan por el empíreo. Cambian el
propio tejido de la realidad a su alrededor. Son…
—Eso no es importante —le cortó Trazyn—. Nuestra estrategia sigue
siendo la misma, supongo.
—Sí —contestó Orikan—. Les damos fuerte y rápido, los tullimos con el
asalto inicial. Luego, mientras me enfrento a la nave más grande y mato al
Jefe Zierragorda, tú localiza y aseguras la tumba con una acción defensiva.
—Solo recuerda, astromante —repuso Trazyn—. Yo tendré el astrarium
conmigo ahí abajo.
—Sí, sí.
—Así que, si me dejas abandonado, se perderá. Si tal cosa pasara, mi
capitana volverá los cañones hacia la Furia del Zodiaco.
—Y no puedes abrir la tumba sin mi ecuación —replicó Orikan—. Y si lo
intentaras, tengo las baterías y las fuerzas de tierra necesaria para hacer
que lo lamentes. No necesito recordarte que ambos tenemos una espada
hiperfásica al cuello del otro.
—Muy bien —asintió Trazyn—. Si nos entendemos el uno al otro.
Orikan soltó una risita seca como el polvo.

—No hay mucha esperanza de que eso ocurra, arqueovista. Pero nuestro
acuerdo está sellado. Transmitiendo los vectores de ataque a la Antigüedad
ahora.
Un paquete de datos intersticiales apareció en el trono de mando de
Trazyn, y él movió un dedo para proyectarlos sobre la pantalla holográfica
principal. Los datos del paquete cubrieron la pantalla, superponiéndose a la
imagen de la popa emplumada de la Zodiaco, para mostrar la primera
trayectoria curvada hacia los orkos. En una esquina de la pantalla
holográfica, una carta táctica mostraba el curso planificado en un sencillo
mapa.
—Una cosa, Orikan. ¿Qué son esas… —comenzó a decir Trazyn, y paró
un instante y estiró un dedo hacia las protuberancias que unían la nave con
la superficie— … esas cosas?
—Supongo que ya lo descubriremos, ¿no crees? —contestó Orikan—.
Preparado para el primer giro a mi orden, Trazyn.
Trazyn vio pivotar a la Furia del Zodiaco como una nave pegándose al
muelle; la constelación de luces del casco parpadeó cuando el reactor
principal exprimió energía extra en esa red de conductos y circuitos de
superficie.
—Dos —la voz del Orikan crujió saliendo del holograma.
La Zodiaco pasó por la pantalla del holograma, y el puente de la
Antigüedad tembló cuando la descarga difusa del impulsor sin inercia de la
nave mayor le pasó por encima.
—Uno —dijo Orikan—. Vi…
—Vira —ordenó Trazyn, y sonrió ante la inclinación depredadora de la
cabeza holográfica de Orikan—. Lo siento, pero esta nave solo responde al
rango de líder supremo. No eres un líder supremo, por lo que yo sé, ¿o sí,
Orikan?
—Mantente en el curso trazado —replicó Orikan, con la voz tensa de rabia
—. Y con tus baterías de arco apuntando lejos de mí.
El holograma desapareció.
Trazyn rio por lo bajo, pero su risa fue aumentando, cada vez más gutural,
resonando en las paredes del cavernoso puente. Decidió que no le gustaba
ese sonido en solitario, y agitó una mano; la tripulación del puente,
enchufados a cartuchos de instrumentos y cunas de mando, rio con él.
Sí, como había dicho Orikan, ambos tenían una espada en el cuello del
otro.
Pero el idiota de las estrellas no sabía que Trazyn también tenía un puñal
en la otra mano, listo para hundírselo en el vientre al astromante.
El silencio reinaba en el puente de mando de la Furia del Zodiaco. Orikan
lo prefería así, era mejor para conservar sus trances de navegación y su
adivinación táctica. En vez de un trono de mando, le gustaba sentarse
flotando sobre un campo repulsor, rodeado de los resplandecientes
hologramas de cartas celestes, modelos espirales de predestinación e
informes de daños. Una araña esperando en una tela luminiscente.
Nadie debía hablarle. Ni la tripulación del puente. Ni el capitán. Todas las
órdenes se daban por vía intersticial, una red de pensamiento con respuesta
instantánea que vinculaba a toda la tripulación de la nave. El vínculo
irradiaba de Orikan hacia la tripulación del puente, luego, hacia las
secciones operativas y hasta los pilotos de ataque, ya colocados junto a las
puertas del hangar.
Orikan imitaba la respiración para contar el tiempo y mantenerse centrado.
Avanzaban muy deprisa: quinientas leguas por hora. Se acercaban al primer
glifo con dientes de sierra de su mapa táctico.
En el profundo pozo que era su mente, escrutó a través de los oculares del
oficial de control de ataque y vio aproximarse la primera nave orka: un
punto en la oscuridad de su lado de estribor, que aumentaba de tamaño.
—«Cargad las baterías de arco de relámpagos» —ordenó.
Crecientes auroras ondearon y se reunieron en el espacio en forma de
medialuna que se formaba ante la proa. Una nube de energía solar fue
saliendo del vacío y se condensó hasta formar un punto brillante como una
estrella. Cualquier otra especie, incluso los eldar, lo consideraría un milagro
de la técnica. Pero para Orikan no era más increíble que derretir plomo para
hacer balas.
—«Objetivo en rango, señor».
Orikan dejó que la Zodiaco se acercara a la nave orka. Contuvo el fuego.
Pequeños objetos comenzaron a rebotar en el metal viviente de la proa de la
Zodiaco. No eran disparos. Por lo que sabía Orikan, el pequeño kruzero
orko aún no había detectado la nave necrona que se le acercaba.
  La Zodiaco había entrado en el campo de escombros que rodeaba todas
las naves de los pielesverdes: una suelta nube de tornillos, chatarra y basura
que flotaba alrededor de las desvencijadas naves incluso cuando estaban
ancladas en órbita.

Orikan revisó las lecturas termales en busca de las plumas de calor del
sistema de propulsión de la nave orka, y confirmó que no los estaban
bombardeando con ningún sensor. La Zodiaco chocó con una placa suelta
de casco del tamaño de un bombardero. Esta se resbaló por la necrodermis
y se alejó hacia el espacio rodando como una moneda.
—«Fuego».
El pequeño sol que se había formado en el arco de medialuna de la
Zodiaco saltó hasta el kruzero. Rayos de luz bailotearon y se arrastraron,
tocaron la superficie de metal y buscaron los puntos débiles. Tanques de
prometio atornillados en el exterior del casco roto de la embarcación se
agrietaron y dejaron salir ráfagas presurizadas, y los componentes químicos
fueron esparciéndose, sin inflamarse, en el vacío carente de oxígeno.
Absorto en su carta, Orikan movió el dedo hacia el penacho de ventilación
más grande en la dorsal del kruzero. Con un gruñido, hizo fluir el veinte por
ciento de su consciencia en los circuitos del puente y recorrió toda la nave.
A gran velocidad fue siguiendo las revueltas de los cables eléctricos. Pasó
rápidamente a los grupos de abordaje, que se preparaban en la cámara de
translación, a los encargados de los motores, que cuidaban del enorme
reactor, y vertió una porción de su consciencia en el artillero criptecnólogo
que se encargaba de la batería del arco. El ser era lento, con mal
funcionamiento, aún tieso por el sueño de sesenta millones de años.

—Idiota —gruñó a través de los labios del criptecnólogo, pasó los dedos
sobre el orbe de control de la batería del arco. Observó cómo un hilillo de
electricidad esmeralda toqueteaba como un dedo explorador en busca de la
salida principal de humos. Se coló adentro.
Con la otra mano del criptecnólogo, Orikan cerró los arcos y subió la
potencia.
Los arcos de relámpago se reunieron con el primero, ansiosos, como si
estuvieran hambrientos.
Brillantes destellos iluminaron las escotillas triangulares del puente del
kruzero. Se cubrieron de humo, y luego estallaron hacia afuera; el oxígeno
interior no tardó en consumirse, y las columnas de llamas que se veían por
los ojos de la nave desaparecieron rápidamente.
—Ya está, así se hace —dijo Orikan, mientras alzaba la mano del oficial
artillero como si fuera un títere y la usaban para cruzarle de un tortazo la
mandíbula al criptecnólogo—. No hagas que tenga que volver aquí.
En el puente, el resto de la consciencia de Orikan observaba al kruzero
escorar y quebrarse a la altura del puente. Uno menos. No habían luchado.
Escaneó la nave en busca de señales de vida y encontró solo unos pocos
cientos.
Abrió un canal de llamada.
—Trazyn —dijo, y vio cómo la Antigüedad aparecía lentamente por la
parte inferior de babor, igualando su velocidad—. Confírmame una lectura
de formas de vida en ese kruzero.
—Unos pocos cientos.
—Eso es anormal —repuso Orikan, esperando que no sonara como una
pregunta.
—No sé mucho de orkos, ¿tú sí, astromante?
—No es asunto mío conocer las especificidades de cada cultura bárbara o
rareza alienígena —replicó molesto—. ¿Es anormal o no?
Trazyn soltó una risita, disfrutando de saber algo que Orikan no sabía.
—Los orkos apiñan sus naves de proa a popa. Haz estallar a una y
seguramente verás más piel verde en el campo de escombros que metal. No,
probablemente hayamos hecho detonar un kruzero lleno de gretchins.
—¿Qué?
—Es una invasión; los auténticos orkos están abajo en la superficie.
Revisa tus escaneos; la mitad de esas naves están vacías.
Orikan miró el montón de naves que se iban agrandando en su pantalla
holográfica frontal.
Finalmente, un plan que estaba funcionando.
Y entonces fue cuando la deslumbrante alerta intersticial destelló en su
visión.
—«Alerta. Alerta. Alerta».
La Zodiaco se sacudió, y la tripulación del puente tintineó en sus cunas de
mando y anclajes de suelo cuando un proyectil impulsado por un cohete del
tamaño de un monolito se estrelló contra la proa.
Orikan alzó un visor de escrutinio y vio un enorme cráter en el brazo de
estribor de la medialuna. Hilillos de energía fantasmal se alzaban de la
herida ennegrecida y cauterizada, recordándole a Orikan un quemador de
incienso en un templo. La crepitante energía ya estaba recorriendo los
bordes. Los átomos se realineaban, se reformaban y creaban un entramado.
En las cubiertas expuestas, podía ver a los espectros de reparación
disparando lanzarrayos de partículas, y rellenado el entramado con
necrodermis sanadora. Metal viviente, el que seguía siendo funcional, fluía
resplandeciente para llenar los espacios abiertos. Los escombros expulsados
de la herida regresaron rodando para colocarse en su lugar, como si fueran
un archivo mnemotécnico ejecutándose al revés.
Por delante, Orikan vio destellos bailando a lo largo de la línea de las
naves orkas.
Ya no era una emboscada.
Era una batalla.
El fuego orko llegaba en cortinas como las lluvias del monzón. Golpeando.
Estroboscópico. Aullante.
Proyectiles del tamaño de tanques de batalla. Rayos de un deslumbrante
color azul. Pequeños impactos tintineantes contra los escudos delanteros de
la Antigüedad que Trazyn juraba que eran guzanos akribilladorez. Así
hacían las cosas los orkos. Ningún tipo de objetivo prioritario o control del
fuego, solo soltándolo todo en una pared de artillería.
No se trataba de evitar el fuego, se trataba de evitar las armas pesadas y de
rayos.
—Orikan —llamó—. Ve directo hacia ellos, preséntales la silueta más
estrecha posible. Asciende y desciende para crear un objetivo móvil.
El holograma de Orikan tembló y destelló cuando la Zodiaco recibió otro
impacto.
—De repente somos el gran némesor del vacío, ¿eh?
—Tengo dos kruzeroz y una sección del puente de un cohete orko en la
galería. Y te digo que sus sistemas de fijado de objetivos no son lo que
deberían ser. Sobre todo a corto rango. Perderán la paciencia y se nos
echarán encima para envestirnos y abordarnos.
—¿Y tú quieres que vaya directo hacia ellos? Brillante estrategia…
—Necesitamos que se aparten para que yo pueda aterrizar. Si huimos, no
nos perseguirán. Pero, si cargamos, podemos conseguir que se vuelvan y se
muevan. Que quemen los grandes motores de sus kohetes por nosotros para
que no puedan reducir la velocidad o maniobrar. Entonces nos metemos por
debajo y les achicharramos la panza.
Silencio. El holograma de Orikan flotaba inmóvil.
—¿Orikan?
—Los algoritmos de adivinación predicen un porcentaje de éxito del
sesenta y dos por ciento.
—No está mal.
—Es la mejor opción que he encontrado después de la emboscada fallida.
Muy bien, Trazyn. La Furia del Zodiaco enfila la proa y acelera. Vectores de
aproximación aleatorios. Que las estrellas nos amparen.
El holograma parpadeó y desapareció, y Trazyn se volvió hacia la oficial
de adivinación, ralentizando su cronosentido y acelerando sus paquetes de
información, de modo que la conversación se transmitió en medio segundo.

—¿Estás controlando los avances?


—Sí, líder supremo. —Era una criptecnóloga, implantada en una esfera
armilar que la hacía rotar en el interior del globo de panales de glifos
fosforescentes que la rodeaban. Cuatro manos se movían por su reluciente
consola de sensores. Teselas de vacío le colgaban de los costados del cráneo
de metal como pendientes—. Detecto más de diecinueve mil objetos. Doce
mil de ellos en el curso de la Zodiaco.
La Antigüedad se estremeció cuando un kohete que parecía que iba a pasar
por encima de ellos de repente se abrió como una navaja en su trayectoria.
Estalló contra el escudo delantero, y cubrió el cuerno de babor de la nave en
un fuego que hirvió y se apagó sobre el escudo protector de color
esmeralda.
—Los orkos siempre disparan el más gordo —comentó Trazyn.
—Sin duda, líder. Hacia nosotros vienen dos-seis-dos objetos con fuerza
para causar daños o más. Torpedos. Proyectiles de alto rendimiento.
Cohetes. Rayos de energía de composición desconocida. El sesenta y cuatro
por ciento de estos tienen potencia para incapacitarnos, el veintiuno por
ciento destruirá la Antigüedad en uno o más impactos.

—Transmítelo al timón. Timonel, guíanos bien. Prioriza esquivar los más


grandes. Pasa directo entre la artillería de medio calibre si es necesario.
Tecnólogos.
—¿Sí, líder?
—Prioridad a los escudos delantero y superior. Igualad su ángulo de
desviación. ¿Armas?
—Preparados para recibir órdenes.
—Encontradme una maldita solución de disparo. —Apuntó un dedo largo
y agujereado hacia uno de los vehículos parecido a peces brutales, que
estaba tan cerca que podían ver su pintura azul—. Contra ese, esa caja
bulbosa que gira tan torpemente.
—¿El transporte? —preguntó el oficial de armamento, en busca de
confirmación.
—No es un transporte —contestó Trazyn, con un tono malvado en la voz
—. Es una nave torpedo.

***
La Furia del Zodiaco se sacudió con otro impacto más. Uno de los paneles
de glifos fosforescentes parpadeó hasta que Orikan trazó la Señal de Hept
para estabilizarlo.
Esta vez había sido un maldito torpedo. Uno prodigioso. Orikan había
ascendido, y el proyectil los había pasado por abajo, pero un fallo del
temporizador lo había hecho estallar justo debajo y detrás de su grupo de
popa, con lo que la Zodiaco se escoró hacia delante con el morro bajado
como un halcón cazando. La explosión metió su escudo superior
directamente bajo una lluvia de proyectiles de medio tamaño que lo
cortocircuitaron, por lo que uno de ellos pudo detonar contra la línea media
de la barra dorsal, la vara de esa nave que parecía un báculo. Esta barra
conectaba el módulo de proa a las aletas de navegación de la popa.
A Orikan, la visión se le llenó de informes rojos de daños. Escrutó el
interior de la cabeza de un espectro de reparación y vio que la necrodermis
del casco de la barra estaba rasgada como una ramita rota, pero aún sujeta
por la corteza. El grupo de cola se bamboleaba precariamente, y salía por
fuera del escudo con forma de lágrima que rodeaba toda la nave.
Orikan volvió a sí mismo, y despejó las alarmas de su saturada esfera de
información. En cuanto apartó el informe de daños, un holograma lo
emplazó.
—¿Todo bien, Orikan? Están…
Orikan agarró la proyección holográfica de Trazyn, del tamaño de un
muñeco, y la tiró a un lado. Estaba siendo demasiado detallado, calculando
demasiadas posibilidades, volando la nave con la cabeza en vez de por
instinto. Tratando de calcular cada movimiento. Demasiado perfecto.
Intentaba evitar todos los obstáculos, en vez de aguantar algunos impactos.
—«Envía espectros extra a la barra dorsal —ordenó—. Timón,
enderézanos. Nuevo plan evasivo. Algoritmo de vuelo enviado a…».
El puente se sacudió con otro impacto.
—Orikan —dijo Trazyn, reapareciendo en holograma—. Están
volviéndose para enfrentársenos.
Orikan alzó la mirada. Un cohete suelto dibujó su estela por encima, pero
la lluvia de proyectiles estaba disminuyendo. Y sí, cinco de los grandes
kruzeroz habían virado. Orikan vio sus furiosos ojos triangulares mirándolo
desde detrás del enjambre en disminución de torpedos brillantes y
relucientes proyectiles a reacción.
—Se aproximan torpedos —dijo Trazyn—. Capto formas de vida a bordo.
Abordadores.
—«Pasa entre medio —ordenó Orikan al timonel—. ¡Y, por los Dioses
Muerte, que agarren de una vez esa dorsal!».
Reunió su fragmentada consciencia, que había dividido para enviar a
demasiados lugares por toda la red de la nave mientras trataba de ocuparse
él solo de la batalla.
—Trazyn. Nuestras naves no tienen atmósfera, no están presurizadas —
dijo Orikan—. Los orkos… ¿respiran?
Una pausa.
—Tienen pulmones.
—«Preparados para repeler el abordaje —transmitió Orikan—. Por si
acaso».
La cultura de los orkos siempre había fascinado a Trazyn. A fin de cuentas,
hay que pensar en la locura de una estructura social que hace que los seres
no solo estén dispuestos a subir a un torpedo y ser disparados entre dos
naves espaciales en movimiento, sino que estén deseosos de hacerlo.
Teóricamente, esas cosas podrían ir hacia un objetivo, pero, cuando había
adquirido muestras, había descubierto que, por lo general, los controles eran
puramente decorativos. Les daba a los chikoz orkos la oportunidad de sentir
que estaban haciendo algo, pero la mayoría de las veces los controles del
timón del torpedo no estaban conectados a nada. Además, la cosa tenía una
carga de fuel limitada, con lo que si fallaba, el tubo atestado de pieles
verdes tenía pocas opciones. Tan cerca de la órbita, unos cuantos podrían
acabar capturados por el pozo gravitatorio y, después de unas cuantas
semanas, sucumbir al decaimiento orbital e inmolarse al entrar en la
atmósfera.
Los que se quedaban por el vacío formarían, supuso, una breve
microsociedad centrada principalmente en peleas y canibalismo.
Esos abordadores no tendrían ese problema, claro; Trazyn se aseguraría de
ello.
—Red de fuego.
Cortinas de energía salieron disparadas hacia la tormenta de torpedos que
se aproximaba. Fueron estallando uno tras otro, como petardos; se
reventaban por el centro y derramaban cuerpos verdes que se asaban
chisporroteando en el escudo delantero de la Antigüedad. Uno se alejó
rápidamente, pero un roce de electricidad le cortocircuitó el sistema de
impulsión y lo convirtió en otro pedazo de basura espacial.
Los orkos comenzaron a salir por la escotilla lateral; las mochilas
propulsoras se fueron encendiendo a medida que se separaban de la
superficie del torpedo y comenzaron a lanzarle tiros de piztola a la
Antigüedad.
Una Guadaña de la Noche descendió y atomizó el vehículo dañado,
llevándose a la tripulación con él. Recomendado por su oficial de vuelo,
Trazyn había desplegado las Guadañas para crear una pantalla una vez
quedó claro que los kruzeroz estaban enviando naves más pequeñas. La
mitad del escuadrón de la Antigüedad estaba protegiendo el debilitado
escudo superior de la Zodiaco, ya que el impacto en su dorsal había dejado
en tierra a sus propios cazas.
Trazyn contemplaba a la flota orka acercándose, con los dientes de sierra
ya claramente visibles sin ningún aumento. Enjambres de kazabombaz a
prueba de vacío salieron de los costados de la destartalada nave. Trazyn
juraría que uno de los kruzeroz había abierto la bahía de los cazas
detonando los pernos explosivos de varios paneles enormes, y tiraba las
placas de fuselaje hacia atrás como pétalos de flores.

Una alerta pasó por su visión acompañada de un horrible trino.


—Brecha en el casco en Templo del Motor de Popa, por el lado de
estribor. Detectadas formas orgánicas.
—Que el Dragón del Vacío les roa las entrañas —exclamó Trazyn—. Así
que una ha conseguido pasar. Guerreros, dadles la bienvenida. No hace falta
exagerar. No dañar la nave. Eso está solo a una cámara de nuestro reactor.
Con suerte, los guerreros serían suficientes. Hubiera enviado a los
Inmortales, más letales, pero esos estaban reservados para cuando tocaran
tierra.
Abordar una nave necrona era una temeridad. Para empezar, como Orikan
había indicado, la atmósfera no era diferente del vacío del exterior, no
necesitaban sistemas de soporte vital. El interior no tenía aire, ni presión, ni
calor.
¿Le importaría eso a un orko? Trazyn no lo sabía.
—Se nos echan encima —dijo Orikan, a través de su tembloroso
holograma.
—Espera —repuso Trazyn—. Si no disparan sus kohetes ariete, aún serán
capaces de maniobrar y…
Como si los hubieran invocado, los impulsores ariete del kruzero
matamuchoz orko se encendieron, y la sacudida que provocaron envió lejos
a las naves escolta y les quemó la pintura azul del casco, dejándolas negras
por la ola de calor. Rugió hacia ellos, con el motor rodeando la nave con
una corona de llamas. Junto a él, cuatro kruzeroz más pequeños dispararon
sus propios impulsores y fueron detrás de su nave insignia.
—¿Estás preparado para el vector de descenso, Orikan?
—«Cargad las armas. Vector a la cuenta de tres —transmitió el
astromante. Parecía preocupado y estresado—. Uno».
—Dos —respondió Trazyn.
La armada de los orkos aparecía enorme en la pantalla holográfica, con sus
cursos ya desorganizándose por el impulso incontrolado de sus cohetes. Dos
kruzeroz se acercaron peligrosamente el uno al otro. En la parte baja de la
pantalla, el arco de rayos de la Antigüedad preparaba otra tormenta
eléctrica.
—«Tres» —contaron al unísono.
Motores sin inercia se encendieron hacia arriba, haciendo bajar de golpe
las dos naves con forma de hoz por debajo de las burdas naves enemigas.
Fue de pelos. Tanto que la imagen de un enorme kruzero lanzándose contra
ellos llegó hasta el instinto subconsciente de la época de la carne, y Trazyn
se encontró queriendo agacharse. Una antena larga como un látigo, que
surgía de la base de uno de los kruzeroz, golpeó el cuerno de babor y fue
rascándolo antes de quebrarse.
Para los orkos, debía de parecer como si su presa se hubiera esfumado.
—Fuego —ordenó Trazyn.
Espirales de energía destellaron hacia arriba pasando por el vientre de las
naves orkas, rastreándolos. Metal licuado salpicó la Antigüedad; gotas
correosas que giraban sin forma en el vacío del espacio. Al entrar en
contacto con el frío casco, el metal se fue helando en charquitos.
—Seguid disparando. Centraos en la nave torpedo.
Cambió el ángulo de visión de la pantalla holográfica hacia estribor para
ver cómo se las estaba arreglando Orikan. La pantalla se quedó en blanco,
incapaz de soportar la descarga de energía que contemplaba; luego, añadió
filtros para formar de nuevo la imagen.
La Furia del Zodiaco había disparado su látigo de partículas directamente
al vientre del kruzero matamuchoz. En un rango mayor, hubiera hecho
honor a su nombre, golpeando en grandes arcos retorcidos como el látigo de
un cabrero, cortando el aire con un chasquido que podía romper el tímpano
a un mortal.
Pero a esa distancia, y en el silencio del espacio, era como un cuchillo
curvado. Se hundió profundamente en el vientre de la nave insignia y se
extendió por el casco. Chispas de color naranja, lluvia de metal fundido y
materia supercaliente surgió del largo corte mientras la nave de Orikan
avanzaba una cuarta parte de la longitud total. Unos cuantos segundos más,
y cortaría la nave de punta a punta como un pez.
Quizá hubiera partido en dos el kruzero, pero, justo en ese momento, la
nave torpedo que Trazyn estaba persiguiendo voló en pedazos.
Tal vez hubiera habido un pitido de advertencia, pero, en tal caso, se lo
había tragado el vacío sin aire ni sonido. Trazyn supuso que era la
detonación de las municiones, que, después de todo, había sido su intención
al tomarlo como objetivo. Los orkos pocas veces tenían manías en cuanto al
almacenamiento adecuado de la artillería, y a menudo dejaban municiones
junto a las fuentes de carburante, y viceversa. Quizá una burda versión
orkoide de un reactor nuclear, el sueño de algún mekániko especialmente
loco o brillante, se había sobrecargado y había alcanzado el estado crítico.
Lo único que Trazyn supo con seguridad fue que la nave torpedo
simplemente estalló, y que la onda de energía que expandió fue tan potente
que superó en velocidad e incineró cualquier detrito, y empujó la
Antigüedad hacia abajo, con sus escudos sobrecargados reluciendo con un
pálido tono amarillento que teñía la escena de destrucción.
La onda de energía rompió la formación, y esparció las naves orkas,
tirándolas para aquí y para allí como barquitas de vela en medio de la
tormenta. La Zodiaco recibió el impacto en el escudo de babor, y ya le fue
bien, porque con su escudo superior debilitado, el estallido podría haber
dañado seriamente la gran nave recolectora.
Pero el kruzero matamuchoz, herido y a segundos de la muerte en el vacío,
recibió el impacto con toda su fuerza en el lado de estribor. La onda
expansiva lo empujó de lado por el espacio, y lo arrancó del rayo del látigo
de partículas que lo empalaba. Lo salvó.
—Trazyn —aulló Orikan—. Jorobado metomentodo. Lo tenía…
Podríamos haber acabado con él.
Trazyn no le escuchaba. Estaba recibiendo sus propias alertas.
—«Líder —advertían los criptecnólogos que se encargaban del panel de
tecnologos—. Los abordadores están forzando la entrada del templo del
motor de popa. Los guardianes del motor informan de descargas de armas
en el…».
Trazyn ya se había ido, su consciencia había salido del cuerpo de la
capitana que había usado como sustituto. Por los caminos de los circuitos de
la nave. Sintiendo aumentar el zumbido y el latido del pentarreactor al
acercarse al templo del motor de popa, notando la radiación al acercarse a
toda prisa.
Cuando se metió en el cuerpo de un necroguardia, se encontró cara a
hocico con un orko. Se defendió con el dáculus, tirando y forcejeando
cuando las callosas manos verdes trataron de arrancárselo. Unos ojillos
redondos lo miraban a través de unas gafas de aviador. La gruesa lengua le
colgaba contra la máscara de la muerte de Trazyn.
Este tenía una colección de intrincados manuales de combate: libros de
ejercicios para guadañas necrontyr y espadas fásicas, donde cada ilustración
demostraba la hermosa eficiencia de los antiguos maestros de armas. El
método adecuado del arte: el ques-sekkin, el golpe que decapitaba y
destripaba. Cómo emplear una espada fásica y un escudo para desarmar al
oponente con la Trampa de la Espada de Nycanthal. Posiciones para duelos
de honor, para cazar, para la guerra...
Ninguno de ellos contenía el movimiento que hizo entonces. No era un
duelista, ni un cazador, ni un guerrero. Lo que era, era un monstruo.
Trazyn le dio un golpe con la cabeza al orko y le destrozó la nariz.
Colmillos gruesos como dedos le arañaron la cara cuando el orko trató de
morderle, pero resbalaron con el desagradable chirrido del hueso contra el
metal. El orko estaba muerto. El cráneo machacado y la parte anterior del
cerebro convertida en pulpa; morder había sido un reflejo post mortem.
Trazyn apartó al orko de un empujón, atravesó su cuerpo flotante con el
dáculus y, luego, sacó la hoja por el otro lado para hundírsela en el cuello a
otro pielverde.
Sangre verde, oscura y globular, salió a chorro hacia el aire sin gravedad.
Solo entonces tuvo Trazyn espacio suficiente para que sus sistemas de
percepción captaran la situación. Sobre él, en las criptas ciclópeas y los
ángulos imposibles, podía ver las ardientes estelas de orko que volaban y se
retorcían en la cámara del reactor. Enormes cohetes atados a la espalda
escupían llamas y humo aceitoso. Algunos eran reactores de pulsión
reciclados de Land Speeders. Uno era el acelerador de un torpedo Imperial.
Otro, más alarmante, parecía ser un misil cazador asesino con su ojiva aún
colocada.
Zoldadoz de Azalto.
Se movían de un lado al otro en espirales salvajes y amagos de caídas en
picado, más interesados en la delirante felicidad de luchar en gravedad cero
que en causar un daño irreversible al reactor. Pero, incluso así, había pocas
cosas más peligrosas en la galaxia que un orko pasándoselo en grande.
Trazyn vio a dos caer sobre un necrón que estaba enganchado
magnéticamente al mamparo, y estaba prestando atención a un tercer
soldado de azalto. El par lo cortaron y serraron con sus espadas sierra,
agarraron los miembros y se fueron tirando el cuerpo de uno a otro mientras
este despedía una intensa luz al irse desmembrando. El guerrero salió de
fase y desapareció, listo para ser reanimado en las criptas de reconstrucción,
y los orkos, molestos por haberse quedado sin juguete, se atacaron unas
cuantas veces antes de irse propulsados en busca de una nueva presa, con
los cuellos de piel de garrapato de sus chaquetas flotando de un modo
extraño en la gravedad cero.
Naturalmente, matarlos hubiera sido lo más inteligente. Pero le resultaban
fascinantes. El vestuario humano adoptado. La básica organización y
cadena de mando.
Oh, bueno. Si encontraba algo mejor, siempre podía volver a empezar.
Trazyn invocó un rayo de estasis y cogió un laberinto teserático vacío.
Orikan quemó los motores de la Zodiaco, tratando de soltarse y conseguir
un mejor ángulo. Llamó de nuevo a la Antigüedad.
—Trazyn. Trazyn. Contéstame, idiota cortocircuitado.
Vio la alerta, hizo rodar la Zodiaco hacia un lado y hacia abajo,
desplegando una cola de cometa de materia dimensional parpadeante para
alejar a los cohetes dirigidos por el calor, que estallaron inofensivos detrás
de su popa.
Las naves orkas eran torpes y estaban dañadas, pero eran muchas, y las
naves necronas, pocas. Y todas estaban comenzando a reorientarse después
de la detonación de la nave torpedo.
Como era de predecir, fueron hacia él como un sudario, fijándose en la
Zodiaco por ser el objetivo más grande y peligroso.
De un modo bastante retorcido, tenía sentido. Cuando los faerones salían
en sus grandes cacerías, elegían los animales más grandes y fieros como
presa. No se trataba de llevar a casa la mayor cantidad de carne o ni siquiera
las mejores pieles, sino del honor. Para alardear de haber matado a la bestia
con las fauces más afiladas, la de mayor tamaño. Una declaración implícita
de que eran los más poderosos.
Esto no era diferente. Necrones. Orkos. El poder era poder.
¡Por los Dioses Muertos!, se había estado relacionando demasiado con
Trazyn. Los orkos eran salvajes, y él se ocuparía de ellos como tales.
—«Cargad el sepulcro —ordenó—. Es hora de mostrar a esos bárbaros el
terror de la civilización».
La consciencia de Trazyn volvió a la capitana, doblando su forma de metal
y retorciéndola para adaptarla a sus especificaciones.
—Informad.
—Volamos hacia Serenata, líder supremo —respondió la oficial de
adivinación desde su burbuja de datos iluminada—. Dos naves orkas nos
persiguen. Un kruzero y una nave de escolta. En tu ausencia, la capitana ha
ordenado girar en redondo y parábolas evasivas. Con recomendación de
centrarnos en la escolta.
—¿La escolta?
—Ha dicho que podríamos superar a un kruzero, pero que dos podrían
maniobrar para atraparnos. Nuestra prioridad es trazar el curso para entrar
rozando la atmósfera y desplegar las fuerzas de ataque, después jugaremos
al gato y al ratón con las fuerzas orkas. Alejarlos de la Zodiaco.
—Bueno, parece que la capitana Zakkarah lo tiene todo controlado.
Intentemos hacerlo lo mejor posible.
—Nihilakh asciende —entonó el oficial de adivinación, y rodó para ir a
concentrarse en el diagrama de dispersión que mostraba los pulsos de los
motores orko contra su ratio de impulso.
—Orikan —llamó Trazyn, abriendo el canal—. Estoy descendiendo a la
cripta de translación. Mi tripulación pondrá la Antigüedad en un curso
orbital y bajaremos la fuerza de ataque, luego volveremos para ayudar.
—Patán inútil, lo tenía... La batalla podría haber acabado hace horas, y
ahora…
—La Antigüedad pronto estará aquí, astromante. Pero de verdad que tengo
que llegar a la cripta de translación. El primer rayo es en dos minutos.
—Será mejor que tu nave vuelva, Trazyn, o te enviaré a las mismísimas
estrellas para quemarte. Invocaré a las fuerzas primordiales del espacio
profundo para que te arranquen miembro por…
Trazyn cortó la comunicación.
—Ya habéis oído a nuestro querido aliado, mando del puente. Después de
la translación y de la salida de las Guadañas de la Noche, predecir un curso
que os lleve directos a asistir al señor Orikan.
—Sí, líder supremo —entonaron al unísono.
—Pero solo una pasada de fuego, ¿eh? Después de eso os situáis en la cara
de la tercera luna. —Sonrió—. El señor Orikan puede encargarse de sus
propias batallas.
CAPÍTULO CUATRO

Los pielesverdes mataron a mis hermanos y hermanas. A mis primos.


A todos con los que yo había jugado en la scholam del pueblo.
También me habrían matado a mí, pero esa primavera había cogido
tetania gris y mi madre me había llevado a la instalación medicae de
Vultus Atoll para pasar la cuarentena. Allí estábamos muy aislados.
Oía poco y veía menos. Al final, los monstruos hubieran llegado hasta
nosotros, pero ya sabéis lo que pasó. Todo el mundo lo sabe.
– Testimonio de Malthys Rann,

sacado de Se Bebieron los Mares:

 Una Historia Oral de la Guerra contra los Pieles verdes

Plaza del Asentamiento, Ciudad

Serenata

Había tubos. Leguas y leguas de tubos.


Justo antes de que Trazyn entrara en el portal de translación, había
escrutado a través de los oculares del piloto de reconocimiento de una
Guadaña de la Noche. Mejor tener una visual del terreno cuando uno se
estaba metiendo en una zona de combate.
Lo que vio le intrigó. Cada probóscide que llegaba al planeta desde una
nave era un tubo. Eran enormes, cada uno de la anchura de una casa
pequeña, hechos de plastek flexible y fibra tejida. Durable pero capaz de
doblarse. Algunas secciones eran de latón, arrancado del sistema de
alcantarillado de alguna desafortunada ciudad. La desbarajustada colección
de mangueras y tubos llegaba al vientre de grandes barcazas de carga que
estaban colgadas justo bajo la línea de la atmósfera.
Por todas partes, elevadores como cajas, zumbando y chasqueando con
energías apenas contenidas, lanzaban lo que parecía ser enormes redes al
mar. Unos nodos encendidos volvían el agua verde de un color azul
vibrante, y luego se colapsaba sobre sí misma, reducida a vapor.
No, no reducida a vapor, se dio cuenta Trazyn. Robada. Los nodos
resplandecientes en las redes eran teletransportadores. En órbita, en el
vientre de uno de los enormes cargueros, estaba lloviendo agua de mar.
Se estaban bebiendo los océanos. En Serenata, el nivel del mar ya estaba
cayendo. Irónicamente, ya que él había calculado previamente que quemar
sus junglas húmedas había ayudado a derretir los polos helados del planeta,
haciendo que se alzara el nivel del mar como unos seis khet.
No importaba mucho. Una vez los necrones aterrizaran en cantidad, ese
planeta sería un mundo muerto.
Atravesó la ondeante piel esmeralda del portal de la nave y tocó suelo, con
el aire alrededor humeando por la descarga de la translación.
A su alrededor había caos.
El punto más cercano a la tumba, por lo que podía decir, era la plaza
principal de Ciudad Serenata. Miró alrededor para orientarse.
Trazyn había visto mundos coloniales muchas veces. Se hallaban en esa
fase de transición brusca entre el asentamiento y el dominio, donde la
mayor parte del territorio seguía siendo una frontera y los humanos se
situaban en fuertes y puestos fronterizos. Uno o dos de estos podían crecer
hasta tener el tamaño de un pueblo, pero incluso esos tendían a ser
modestos. Ciudad Serenata se hallaba cerca del puerto de la isla, un grupo
de edificios rosados de dos y tres pisos, construidos con bloques de coral
arrancado de los arrecifes de la parte interior de la costa. Las casas se
levantaban en una pendiente, en grupos como aldeas, cada uno con un
jardín para suplementar la nutrición. Altos árboles surgían entre los
edificios y proporcionaban sombra mientras se agitaban bajo la brisa.
Amplios porches y puertas de listones de madera hablaban de un mundo
donde la generación de energía seguía siendo esporádica, y en lugar de
confiar en los acondicionadores de habs, los habitantes necesitaban dominar
los vientos alisios para luchar contra la cálida humedad. El sol relucía en los
tejados, formados de cornisas de madera talladas sobre las que se apoyaban
tejas rojas fabricadas con la tierra de la isla, rica en hierro.
En la Plaza del Asentamiento, como todas las plazas coloniales, se
levantaba un grupo de edificios prefabricados, seguramente llegados en las
primeras naves: una Basílica de la Ascensión del Dios-Emperador, el
palacio del gobernador, una oficina del Administratum y un barracón
militar. No tenían nada de especial, aparte de las fachadas talladas con coral
y el hecho de que eran cinco calles las que daban a la plaza, en lugar de las
cuatro habituales.
Eso y que, claro, la oficina del Administratum estaba ardiendo, con
espirales de llamas saliendo por las ventanas y amenazando al edificio
contiguo.
Y entonces se oyeron los gritos.
Trazyn permaneció detrás de una estatua de un mártir Imperial y revisó la
situación. Los orkos ya estaban en la plaza, enormes cuerpos corriendo tras
los civiles, que gritaban y se aferraban a sus posesiones mientras huían
colina arriba. Un orko agarró a una mujer con su carnosa manaza y abrió
sus fauces del todo para meterse la cabeza entera de la civil, que no dejaba
de debatirse.
Y quizá lo hubiera conseguido, si un rayo láser no le hubiera abierto el
cráneo.
El orko dejó caer a la mujer, se tocó el cráneo destrozado con dedos
inquisidores y comprobó que seguía teniendo el cerebro dentro. Aullando,
corrió hacia el barracón militar, desde donde había partido el tiro, furioso y
convencido de que ahí habría una pelea mejor.
Trazyn amplió la imagen. Un pelotón de los Rifles Fronterizos de
Serenata, una milicia con uniformes descoloridos y cascos abollados, se
había encerrado en el barracón, y cubrían las aproximaciones colina abajo
desde las troneras y las posiciones reforzadas.
Los orkos surgieron en tropel desde la avenida que llevaba al puerto,
agitando sus rebanadoraz y espadas sierra rechonchas. Acribillaron el
búnker de plastiacero con una variedad de armas que deslumbró incluso a la
base de datos de conocimientos de Trazyn. Un multiláser les respondió,
disparando desde el búnker hacia la aglomeración orkoide, segándolos y
dejando un montón de cabezas caídas y miembros cauterizados.
Los pielesverdes no pararon. Mientras los cuerpos caían, ellos
simplemente pasaban por encima, aullando encantados de que el búnker
estuviera presentándoles una buena pelea. Sus cuerpos apilados frente al
lugar de disparo del búnker fueron formando una conveniente rampa que
los de atrás podían usar para alcanzar las troneras.
Trazyn se apartó y sacó el Mysterios.
Estaban cerca.
El objeto vibró en su mano y él lo acarició como a un animalito. Orikan
parecía creer que el Mysterios tenía algún tipo de resonancia con Serenata,
o, al menos, eso era lo que Trazyn había hallado durante años de infiltrarse
en el círculo de criptecnólogos del vidente. Mientras Orikan trabajaba,
Trazyn miraba.
El astromante se había sentido seguro cediéndole el Mysterios a Trazyn
porque había sabido que era inútil sin su encantamiento algebraico. Pero
Trazyn le había observado mientras practicaba la frase una y otra vez.
Después de todo, Orikan era tan tan meticuloso…
Trazyn le habló a la caja puzle, y leyó atentamente el mapa que
proyectaba.
Ese era el punto indicado, pero al mismo tiempo no era suficiente. Orikan
había dicho que el punto de abertura estaría directamente bajo la plaza, y se
accedería a través de una cueva volcánica. Pero la singular geología de ese
mundo era impenetrable a sus sensores, y hacía que resultara imposible
bombardear la superficie con espectromancia y descubrir la entrada. Habían
supuesto que un escaneo del terreno sería mejor.
—Sannet —llamó. El criptecnólogo apareció a su lado en medio de un
chillido de espacio-tiempo rasgado.
—¿Líder? ¿Debo avisar a la falange?
—Realiza un escrutinio adivinatorio —indicó. Notó que Sannet estaba
mirando alrededor, curioso—. Céntrate, leal sirviente.
—Sí, maestro. Me disculpo. Ha pasado tanto tiempo desde que dejé
Solemnace.
—Encuentra la entrada. —Se volvió hacia la escena que se desarrollaba
frente a él; vio como un chico orko llegaba hasta la tronera por donde
disparaban el multiláser y descargaba una enorme pistola por ella a
quemarropa. En el cielo, una línea dibujada como con un lápiz formaba una
parábola que terminaba en una calle cuesta arriba del búnker. Casas rosas
estallaron en llamas, astillas de sus aleros de madera tallada saltaron
rodando y se clavaron en la tierra, en los árboles y en los edificios cercanos.
Trazyn miró hacia el mar y vio un gran objeto avanzando por la cresta de
las olas.
—Líder arqueovista —dijo Sannet—, he localizado el punto de ingreso
más probable de la cripta. Se halla en el arrecife que forma la franja, más
allá de la caída hacia el fondo abisal.
—Llama a la Falange de Adquisición —ordenó Trazyn—. En cualquier
formación que el Guardián Real Ashkut considere adecuada. Omnicidas
cuando tenga sentido. Que se ocupe él de los detalles. Que no abran fuego
sobre los humanos mientras estos estén disparando a los orkos y no a
nosotros.
Entró en la plaza, mientras invocaba a su obliterador empático y
ralentizaba su cronosentido para poder escrutar toda la plaza y grabarlo en
su matriz engrámica por si decidía recrear esa escena. Y mientras avanzaba
a grandes pasos hacia los orkos, se echó a reír, porque su subprograma de
archivo grababa el escaneo del escrutinio bajo un engrama previo.
Era la misma plaza de cinco avenidas que había defendido con sus
necroguardias, ocho milenios antes. Pero, en aquel entonces, la Basílica de
la Ascensión del Dios-Emperador había sido el templo eldar del Espíritu
Mundo. El complejo del administratum, un monasterio. El búnker, un
bonito bosque artificial creado a partir de huesos de lagarto, con sus ramas
más altas como el ramificado de los corales abanico.
Los pájaros se agrupaban alrededor de la fuente central, demasiado
estúpidos o asustados para huir de la batalla. Cuando lo miraron, volviendo
la cabeza de lado para observarlo con sus enormes ojos sin pestañas, Trazyn
se dio cuenta de que no eran pájaros en absoluto, sino lagartos emplumados.
En el vientre se les veían escamas de color amarillo pálido y su ahuecado
plumaje rojo insertado en una correosa piel reptiliana.
«Oh, cómo se humilla a los poderosos», pensó.
Trazyn alzó su obliterador y lo encendió por dentro de modo que destelló
con un canturreo maligno, radiando una luz que no era luz. Un orko en el
límite del ataque se apartó del láser que llovía desde el búnker y lo vio a él.
Aulló un desafío que hizo que los labios se le sacudieran.

Trazyn lo destrozó con un golpe de arriba abajo, y aplastó a la criatura


fúngica en la plaza. El cabezal del obliterador se activó, y una onda
expansiva sacudió el tumulto de piel verde. Rayos como gusanos saltaron
de cuerpo a cuerpo en un cono de fuego aullador. Nimbos de santelmos
rodearon las armas de metal y las hebillas. Las pistolas estallaron, y su
munición se detonó dentro de los cargadores, llevándose por delante
muchos bastos dedos. Las espadas sierra chirriaron girando descontroladas
hasta que los motores se quemaron con una nube de ozono. Los cascos, que
se calentaron como parrillas por la energía del destello, abrasaron a sus
dueños hasta el cráneo.
Los orkos más cercanos simplemente desaparecieron; con un destello
dejaron de existir hasta el punto de que lo único que quedó de ellos fueron
siluetas sobre los adoquines, con el área que las rodeaba chamuscada y
negra.
Los disparos desde el búnker disminuyeron. Las cabezas verdes se habían
vuelto, contemplando esa amenaza nueva y más interesante.
Los necroguardias respondieron golpeando sus escudos de dispersión con
el pomo de sus espadas de hiperfase. Una vez. Dos. En la visión de Trazyn
apareció el glifo de conquista, sobreponiéndose a su propia visión de la
batalla.
Avanzaron, rompiendo un instante la formación para tragarse a Trazyn y
dejarlo detrás de ellos. Otra fila ya estaba llegando por el desgarro en la
realidad para unírseles.
—¡Kalath hutt!

The lychguard responded by hammering their dispersion shields with the


pommels of their phase swords. Once. Twice. In Trazyn’s vision, the glyph
for conquest appeared, overlaying his view of the battle.
They advanced, formation splitting to engulf Trazyn and get him behind
them. Another rank was already coming through the tear in reality to join
them.
—¡Kalath hutt!

Bang. Bang. Pomo contra escudo. El glifo palpitando de nuevo.


—¡¡¡Kalath sep!!!

La línea se detuvo a un paso de los orkos, con las espadas en ristre.


Silenciosa e inmóvil.
Trazyn no era un guerrero. Nunca lo había sido. Y, en conjunto, no le
gustaba luchar. Por lo general consideraba que el combate cuerpo a cuerpo
era un fracaso. Prefería que su enemigo estuviera desarmado y mirando en
la otra dirección. O, mejor aún, a unas mil leguas y desconocedor de su
presencia.
Pero ver la exhibición de Ashkut lo llenó de orgullo. El cántico resonante.
La inquietante inmovilidad. El destello del sol sobre el turquesa y el oro
bruñidos. Nunca había sido un fanático de su dinastía, y se consideraba por
encima de esas mezquindades, pero en ese momento, en esa plaza con el
atuendo de la guerra, su reactor central aceleró sus ciclos con el recuerdo de
antiguas glorias.
Los orkos, por su parte, aullaron su aprobación. Unos cuantos
entrechocaron sus armas en una torpe imitación de las proezas marciales de
los necroguardias.
Luego se lanzaron hacia delante como la marea.
—¡Nihilakh asciende! —gritó Trazyn, dejándose llevar por el momento.
Los necroguardias respondieron cargando.
Los escudos de dispersión se estrellaron contra músculo con una fuerza
capaz de romper huesos. La primera oleada de orkos se tambaleó hacia atrás
sobre sus camaradas, aullando de rabia y confusión cuando los rangos de
detrás los devolvieron a la pared de escudos y las hojas vibrantes.
Las espadas de fase fueron segando mientras entraban y salían de
dimensiones para sobrepasar los yelmos y los cráneos; los bordes
monomoleculares trinchando cerebros y cuellos cordados, penetrando hasta
gruesas costillas y órganos duros y fibrosos.
Una hilera completa de orkos cayó mutilada a sus pies.
Ashkut gritó, y los necroguardias avanzaron un paso, con sus pies de metal
aplastando cráneos y reventando vísceras al caminar, indiferentes, sobre los
muertos apilados.
Un necroguardia retrocedió de la fila que avanzaba y se desplomó, su
máscara mortuoria hecha trizas por una espada sierra. Los actuadores
simples, cortados y manando pegajoso fluido de reactor, brillaron bajo esa
luz muerta.
Sannet se arrodilló y comenzó los protocolos de resurrección. La fila se
cerró, sin siquiera mirar a su camarada caído.
«Reverenciado líder —un mensaje intersticial—, este indigno que te habla
es Vuelo de Guadaña, Explorador Dos. Te pido disculpas por hablarte
directamente sin tu permiso expreso. Pero tengo protocolos para notificarte
directamente a ti cualquier peligro inminente».
Colina arriba, otro grupo de habs estalló, y llovieron trozos de tejas rojas
por toda la plaza. Ashkut y su fuerza avanzaron, y hundieron sus vibrantes
espadas en la carne orka.
—«Habla, Vuelo de Guadaña» —transmitió Trazyn.
—«Petición de que escrutes a través de mis indignos oculares, líder».
Trazyn lo hizo, y su sistema hidráulico se aceleró, como respuesta a la
amenaza.
Al principio pensó que estaba viendo algún gran crucero de batalla, luego
un grupo de cruceros, encadenados uno detrás de otro.
Pero entonces vio el rostro, los ojos furiosos.
Era un gargante, más alto que cualquier edificio de Ciudad Serenata,
excepto la basílica Imperial. Tanto vehículo superpesado como icono
religioso, lanzaba una furiosa mirada por encima de unas fauces erizadas de
lanzallamas, de modo que una línea de fugo vivo bailaba en lugar de los
dientes de sierra de una mandíbula inferior que lucían la mayoría de los
vehículos orkos. Unos brazos simiescos le colgaban de unos anchos
hombros, cada uno terminado en enormes sierras circulares. Un cañón
bulboso, gordo y de amplia boca, le salía del vientre.
Lo estaban transportando en una barcaza, de la que tiraban dos
remolcadores orkos que era casi todo motor y dejaban una estela de agua
blanca y aceite de carburante derramado. Se dirigían a la meseta poco
profunda del arrecife que formaba la franja.
Y si lo activaban ahí, aplastaría todo el coral. Los túneles se hundirían, con
lo que perdería su oportunidad de abrir la tumba, o quizá, como había
predicho Orikan, la destruiría completamente.
En lo alto, Trazyn vio las columnas de sucio humo de los zoldadoz de
azalto que marchaban sobre Ciudad Serenata.
—Ashkut —llamó Trazyn—. Sácalos de aquí más rápido, tenemos que
llegar al arrecife.
—¡Thall qutt! —gritó el capitán.
Al unísono, la línea entera de necroguardias se puso de rodillas, con los
escudos frente a ellos formando una pared baja.
La segunda fila, compuesta de Inmortales, abrió fuego con sus blásteres
gauss.
Los orkos se deshacían. Bocas aullantes se convertían en ceniza, dejando
tan solo un lamento sin cuerpo. Brazos armados descendían impulsados por
fuerte músculo y alcanzaban al necroguardia arrodillado como hueso
desnudo. Un chico orko, furioso ante este cambio tan poco deportivo, vació
un cargador entero sobre los Inmortales solo para ver sus proyectiles
apagarse en el aire, como la llama de una vela, antes de que él también
acabara convertido en polvo.
Los rayos gauss barrieron la plaza, limpiándola, deshaciendo incluso los
cadáveres, para que nada bloqueara el avance necrón.
Orikan comprobó la posición de Trazyn. La volvió a comprobar.
El cabrón iba demasiado lento. Demasiado lento por mucho.
Bajó la Zodiaco hasta la órbita del planeta y encendió su impulsor sin
inercia para lanzarse rápidamente hasta el otro lado. Le seguían cinco naves
orkas. Cinco. Había sufrido múltiples impactos. La batería de arco de
relámpagos estaba dañada más allá de las capacidades de los espectros para
repararla. El látigo de partículas solo tenía energía suficiente para un último
ataque.
Y solo quedaban tres días para la apertura del Mysterios.
Había esperado que Trazyn lo traicionara. Y quizá, en cierto modo, lo
había hecho. La Antigüedad solo los estaba ayudando de un modo muy
superficial. Había despachado dos de las naves escolta y había desaparecido
en el lado oculto de una de las lunas de Serenata. Sus adivinaciones le
decían que la nave aún estaba haciendo pasadas de combate por ahí fuera,
pero él lo dudaba. Trazyn había decidido dejarlo atado en órbita.
Lo que Orikan no se había esperado era perderse la abertura del Mysterios
debido a la incompetencia de Trazyn.
La Zodiaco  rodeó Serenata hasta el otro lado y se colocó detrás de una
nave orka. Desató su látigo de partículas directamente en los motores de un
kruzero, y tanto le dañó una enorme cápsula de inyección que esta estalló y
envió la nave dando vueltas de campana fuera de su curso con solo los
motores de un lado funcionándole.
Final del látigo de partículas. Había estado llevando las cosas muy cerca
de la línea roja de los reactores. La Zodiaco necesitaba tiempo para
recargarse y hacer circular el refrigerante. Solo le quedaba un arma.
La verdad era que no había querido darle el Mysterios a Trazyn, pero ella
había dicho que era la única manera; una decisión que sus propias visiones
confirmaban. Para que la tumba se abriera, Trazyn debía estar sujetando el
Mysterios. A Orikan no le gustaba nada, pero al parecer el arqueovista tenía
un papel importante en este espectáculo.
Pero Orikan había dejado de decirle el canto algoritmo necesario para
activar el artefacto. Y cuando la tumba se abriera…, bueno, entonces todos
los augurios declaraban vencedor a Orikan.
—«Señor —le avisó su criptecnólogo artillero—. El sepulcro está
cargado».
—«Por fin —respondió—. Activadlo a mi orden».
Apretó el orbe de control y lanzó la Zodiaco entre las naves orkas. Un lobo
entre las ovejas.
Durante diez mil años, la repisa de coral se había ido construyendo
alrededor de la isla. Pólipos vivos construían sobre sus ancestros muertos,
en un eterno ciclo de civilización y extinción. Muerte y vida. Una forma de
un complejo ciclo vital urbano que, en cierto modo, no era menos
intrincado que la ciudad que ocupaba la tierra. Dejado a su curso natural, la
isla se erosionaría y se contraería, alejándose de la cornisa de coral hasta
que esta rodeara la tierra verde como el halo de un santo Imperial. La isla
moriría, desgastada hasta hundirse bajo las olas, y solo quedaría el arrecife.
Un atolón, una estructura esquelética que habría crecido alrededor de lo que
había allí mucho tiempo atrás, pero que ya no era más que un hueco.
Pies de metal aplastaban los corales cerebro y los finos abanicos rosas
cuando la falange comenzó a caminar por la repisa de coral. Cada paso
causaba un daño irrecuperable, y deja su huella en ella. Metal vivo sobre
piedra viva.
No era la primera vez, pensó Trazyn, que esas pesadas suelas habían
aplastado una civilización. Él mismo lo había ordenado, cuando le había
parecido apropiado. Pero sentía piedad por el coral y por sus colonias de
pólipos infinitamente artísticos. Quizá podría preservar una parte en su
galería.
Los esfuerzos de los orkos por llevarse el agua habían dejado el nivel tan
bajo que solo un palmo de agua cubría el coral. Los guerreros de Trazyn
realizaban su avance implacable sin tener que preocuparse de las olas. El
rompimiento de las olas, que a veces podía golpear con fuerza, había
quedado reducido a ondas que les mojaban los tobillos.
El arrecife coralino entraba hasta media legua en el mar, donde se alzaba el
gargante.
—Omnicidas —dijo Ashkut—. Objetivo la fortaleza andante. Cualquier
cabeza de pielverde que veáis.
—No —replicó Trazyn—. Los remolcadores. Disparad a los remolcadores.
—Sí, mi señor —corrigió Ashkut—. Líder cazador, marca como objetivo a
los bárbaros en las naves pequeñas.
Por delante, detrás de una retorcida roca que sobresalía del arrecife,
Trazyn vio salir a los tiradores desde ninguna parte, solo un hilillo de vapor
lila marcaba la puerta al santuario del hiperespacio. Apuntaron con sus
desintegradores sinápticos y dispararon hacia los remolcadores, y los rayos
de energía cruzaron por encima del plano arrecife. Trazyn incrementó su
imagen ocular y vio morir a los orkos del remolcador principal, sus cuerpos
cayendo inertes cuando sus canales neuronales se segaban. Al timón, el
orko estornudó sangre sobre el vidrio de la timonera y cayó sobre sus
controles.
El remolcador se fue hacia estribor, y la cadena tiró de la barcaza hacia el
lado, deteniendo su marcha.
Entonces, el gargante disparó.
Fue como si una nave espacial se hubiera estrellado sobre ellos. La repisa
de coral se sacudió. Se abrieron fisuras, extendiéndose con el ruido de la
piedra al molerse.
Los omniscidas desaparecieron, junto con el saliente de roca donde se
escondían. El agua corrió a llenar el profundo hueco que había quedado en
el arrecife.
Un trozo de un brazo cayó cerca de Trazyn, con sus fluidos hidráulicos
tiñendo el agua de un amarillo lechoso.
—¡Dispersión! —gritó Ashkut—. ¡Avanzad, formación abierta!
Los Inmortales y los necroguardias se esparcieron formando una amplia
rejilla, maximizando el espacio entre cada uno.
Una Guadaña de la Noche se lanzó en picado contra el gargante, y su arco
de relámpago le dañó el basto blindaje del hombro. El titán agitó uno de sus
descomunales brazos y abatió al pequeño transporte cuando una de sus
enormes sierras mecánicas le cortó un cuerno.
«No importa —pensó Trazyn—. No tenemos ningún arma lo
suficientemente pesada para esto. No para impedir que llegue a tierra».
El cañón bajo resonó de nuevo y se retrajo a su bastidor.

El retroceso sacudió al propio gargante con tanta fuerza que la barcaza se


fue hacia atrás con la proa saliendo del agua. La enorme máquina se fue
unos cuantos khut hacia popa.
Trazyn oyó el ruido del proyectil en vuelo. Supo que no había nada que
pudiera hacer. Sintió como algo distante el impacto que sacudía el coral
bajo sus pies. Le tiraba por los aires mientras veía el turquesa del océano y
el cielo pintado de un naranja rosado.
La explosión se le había llevado las piernas y un brazo. Le había
achicharrado el cráneo y el torso hasta que solo fue un reactor y un
procesador lógico metidos en un trozo de metal fundido.
Trazyn no se preocupó por esos detalles, porque tenía un plan.
En lo profundo de las catacumbas de la Zodiaco, una reverberación sacudió
el metal viviente. La estructura de la nave resonaba con un sonido como de
campanas al viento. Una vibración funeraria que agitaba el metal viviente
con tanta fuerza que los escarabajos de mantenimiento repicaban sobre el
suelo y los criptecnólogos que cuidaban los reactores se engancharon
magnéticamente al suelo.
Surgía de la cripta sepulcro, un reducto donde ni siquiera los oficiales
superiores tenían permitido aventurarse. Los criptecnólogos elegidos para
cuidar de la tumba eran un grupo hermético, se unían en cánticos de
meditación para controlar la violencia del arma hasta que esta pudiera, si
solo brevemente, ser desatada.
Si se la dejara suelta, despedazaría la nave.
El repique agitaba el mismo aire, y las ondas sonoras penetraban incluso
las placas del casco de la nave más sónicamente aisladas y pasaban hasta el
vacío de más allá, aunque cómo lo hacía sin atmosfera por la que viajar era
algo que estaba más allá de los conocimientos de Orikan.
Y mientras el astromante revisaba sus informes de adivinación, vio que las
naves orkas también habían comenzado a vibrar.
—«Abre un canal perforador hasta la nave orka —transmitió al oficial de
comunicación—. Quiero oír lo que está pasando dentro».
El audio entró a gran volumen, tan alto que Orikan tuvo que reducir la
capacidad de sus transductores auditorios para oír el estruendo que reinaba
en la nave insignia de los orkos.
En el interior de sus mamparos blindados, detrás de sus enormes armas y
cubiertos de un músculo más resistente que cualquier cosa excepto la
bendita necrodermis, los orkos gritaban. No eran gritos de ansias de sangre
y alegre masacre, sino aullidos de criaturas sintientes reducidas al más
básico animalismo. Dolor sin entendimiento. Miedo de las cosas que
acechaban en la oscuridad. Los locos… descubriendo una nueva dimensión
de locura.
Descargas de armas. Anchas cuchillas chocando con los tonos de una
forja.
Orikan sonrió.
No había sabido si el arma funcionaría con los orkos. Cuando la emplearon
con los eldar, la onda psíquica del sepulcro desató visiones del empíreo,
pesadillas en vigilia tan horribles que inquebrantables guerreros quedaron
reducidos a lunáticos espasmódicos, incapaces de controlar sus funciones
corporales. Otros, los más fuertes y menos afortunados, atacaron con furia a
los terrores que los rodeaban en el éter, matando a sus camaradas y abriendo
túneles en los sistemas de las naves con sus propias manos, aunque se les
destrozaban los dedos.
Dada la naturaleza orkoide, Orikan no estaba seguro de si simplemente
incrementaría la violencia de los monstruos. Con un poco de suerte, el Jefe
Zierragorda resultaría muerto en la melé.
Orikan abrió sus cartas astrales, hizo ajustes, añadió un zodiaco que había
concebido él y calculó las arenas movedizas del futuro.
No. NO.
Rehízo los cálculos. Cambió variables.
«Trazyn, cabrón».
Los planes eran que Trazyn defendiera la entrada de la cueva. No que
entrara, porque, al hacerlo, la extraña geología de Serenata le cortaría la
comunicación con la flota y con tierra. Ninguna señal de las artes crípticas
de Orikan podía penetrar la corteza del planeta. No podía desplegar sus
fuerzas bajo la superficie por medio de la translación ni extraerlas para
reconstruirlas y resucitarlas en la forja de la Zodiaco. Cualquier necrón que
muriera en los túneles encontraría el final de su viaje de eones.
Trazyn tenía que aguardar hasta que Orikan aterrizara y se reuniera con él.
Ese era el trato. Orikan no había esperado que lo cumpliera, claro, pero
tampoco se esperaba que su engaño le diera tal ventaja que se pudiera
quedar con la tumba. Ella le había prometido que eso no pasaría. Que
mientras que Trazyn jugaba un papel en la apertura, Orikan también.
Después de que la tumba se abriera, le había dicho ella, podría despachar a
Trazyn.
Sin embargo, los cálculos astronómicos de Orikan le contaban otra
historia. Desde su base en Mandrágora, los alineamientos celestiales le
hablaban de victoria, pero allí, en el confín del espacio de Serenata, las
estrellas eran malas. Pequeños retrasos, aquí y allí, habían dado al traste con
sus cálculos. Y, además, algún evento que no entendía había reordenado las
líneas de energía del cielo.
Hacer una carta astral dependía mucho del momento exacto en que se
hacía. Las estrellas no cambiaban necesariamente, pero el algoritmo sí.
Ahora vio el Erudito en ascenso, opuesto y dominando al Místico. Los
Mundos de Metal en la Casa de la Discordia indicaban una guerra dinástica.
La constelación Monolito, gobernaba a todas: un gran poder desatado.
Trazyn abriría la tumba sin él a no ser que actuara. A no ser que cambiara
sus estrellas.
Porque Orikan también veía que el tiempo de la apertura estaba llegando.
Las constelaciones y los poderes cósmicos se alineaban para dirigir todas
las energías etéricas a ese cruce en el espacio. Este imán de Serenata.
Y eso significaba que las estrellas brillaban sobre él, más fuerte de lo que
nunca las había sentido. De repente, la discordancia en su interior, la
sensación de estar partido e incompleto, se le clarificó. Como un gran
bloque de piedra chirriando para acoplarse en su lugar en los cimientos de
un templo, protestando e inestable hasta colocarse en su nicho del gran
muro. Un momento de peligrosa debilidad y desestabilización antes de que
la fuerza se asentara.
Orikan sabía… Sabía cómo se enfrentaría al Erudito. Cambió sus
algoritmos, hizo su carta astral…, y maldijo.
Pero no de frustración. En esta ocasión, blasfemaba de pasmo.
—«Traslada la decuria aquí —ordenó, indicando un punto en el mapa—.
Llévate toda la dotación de espectros. Luego marcha. Ve hacia lo más
hondo. Llega a la tumba y detén lo que sea que Trazyn está intentando
lograr».
—«¿Y tú, mi señor?» —preguntó su plasmante, Qetakkh de la Mano
Ardiente.
Orikan no se fiaba de los seres militares. No los entendía. Claro que
tampoco se fiaba de Qetakkh. Pero Orikan sabía que el plasmante deseaba
un patrocinador para su investigación solar, una empresa que Orikan se
alegraba de financiar y a la que prestaba su experiencia, al menos durante
un tiempo. Esto le había comprado la lealtad y el poder destructor de un
tecnohechicero de gran talento.
—«Te veré allí» —respondió Orikan.
Y no dijo nada más, porque las estrellas habían alineado su poder y lo
bañaban en una luz de trillones de años de antigüedad, y él ya estaba
cambiando.
Trazyn azuzó a los necroguardias para que corrieran en cuanto su mente
fluyó dentro del sustituto.
—¡Seguidme! —gritó—. ¡Nihilakh asciende!
Al mismo tiempo, lo envió como una orden intersticial, extendiendo el
mensaje por la red de combate que ayudaba a los necroguardias a atacar al
unísono, permitió que los omniscidas dispararan a intervalos precisos y
controlar la matriz de objetivos de los Inmortales para que ninguno de ellos
disparara al mismo enemigo.
Ya estaba corriendo, directo hacia el gargante.
Los necrones eran seres implacables. E imparables, pero no famosos por
su velocidad.
Sin embargo, cuando era necesario, las legiones de frío acero podían
correr. Los dedos de metal se clavaban en el coral expuesto. Las formas
esqueléticas se encorvaron ante el enjambre de proyectiles que zumbaban
alrededor, los salpicaban al caer en el agua y le pellizcaban los brazos de
metal.
—¡De prisa! —gritó—. ¡No dejéis que el cañón pueda ajustar el alcance!
El coral se sacudió cuando otra bomba cayó muy por detrás de ellos, y el
enorme cañón se movió a sacudidas intentando nivelarse y reajustarse para
alcanzar el objetivo móvil. Su boca se movió primero a la izquierda, luego a
la derecha, sin saber bien adónde apuntar, intentando compensar el balanceo
de la barcaza.
Doscientos cúbitos de distancia.
Trazyn nunca había liderado una carga. Le resultó euforizante. Sus
sistemas cantaban con la ilusión de la adrenalina que le llegaba desde el
reactor central que le palpitaba en el pecho. Los hidráulicos bombeaban con
fuerza. Rejillas de amenaza y objetivos en brillantes colores le salpicaban la
visión. Vio orkos llenando las plataformas de disparo en la cabeza y los
amplios hombros del gargante, regándoles de proyectiles.
Un Inmortal a su lado fue lanzado hacia atrás; alguna arma de energía le
había cortado el espinazo. El soldado se recuperó y se arrastró por la poca
agua, agarrándose a los corales y los agujeros llenos de erizos punzantes en
su compulsión de seguir la carga. Sus compañeros, impulsados a ganar
gloria para la dinastía, le pisotearon hasta que su forma rota comenzó a
sacudirse y soltar nubes de fluido verde que destellaba con descargas
eléctricas: una tormenta en miniatura. A la derecha de Trazyn, un
necroguardia metió el pie en un agujero del coral y calló hacia delante. Los
orkos debieron de notar el objetivo inmóvil, porque una tira de balas se le
incrustó en la espalda.
—Falange de un guerrero —ordenó Trazyn—. Parad y disparad. Agachad
la cabeza.
Cien cúbitos.
Fríos rayos verdes le pasaron a Trazyn por encima de la cabeza, y
barrieron las cubiertas superiores del gargante, abriéndole canales en la
armadura como si fueran dedos de barro, dejando pulidos surcos plateados.
Los orkos se agacharon, gruñendo de rabia. Uno o dos que no bajaron
recibieron los rayos con toda su fuerza, y cayeron hacia atrás sin los dos
tercios delanteros del cráneo.
Trazyn vio los enormes brazos acabados en sierras del gargante ir hacia
atrás para lanzar un golpe a los necrones que corrían hacia él. En su base,
un orko mekániko desesperado trataba de reenganchar un cable suelto. La
máquina de guerra gesticulante le sacó el cable de la mano, enviando al aire
varios dedos cortados. El mekániko hizo un gesto hacia el módulo de
mando de la monstruosidad, intentando captar la atención del piloto para
informarle de la desestabilización en la base de la máquina, pero, cuando la
enorme máquina se movió, otro cable tensor se soltó y salió disparado con
tal fuerza que cortó por la mitad al mekániko y a dos marineros.
—¡Subid a bordo! ¡Abordaje!
El gran cañón rugió una última vez, y Trazyn supo que lo habían logrado.
La bala cayó corta, pero la metralla alcanzó a la primera fila de necrones.
Guerreros y élite por igual cayeron mutilados. Y Trazyn, con lentitud
artificial, vio los trozos de metralla que lo matarían. Eran del tamaño de una
mano, y rodaban hacia su cara como un cuchillo lanzado.
Activó la capa, encontró un futuro en el que sobrevivía y lo cogió.
El trozo de metal ardiente se le clavó en el hombro, y se hundió
profundamente en el metal viviente, lo que le envió un chirriante informe de
daños. El brazo izquierdo se le paralizó.
Trazyn se lo arrancó. Lo podía fijar. Ya podía notar su necrodermis
empujando hacia fuera el objeto ajeno.
Y entonces ya estuvo en el límite del coral, y saltó, con el obliterador
alzado.
Cayó sobre el borde de la barcaza y aplastó el tórax de un orco con un
mazazo de su obliterador. Siguió corriendo, esquivando y girando para
llegar al costado del enorme gargante.
—Seguidme. ¡Vaya donde vaya!
Una alerta de proximidad se disparó, y Trazyn saltó hacia delante mientras
una sierra circular del tamaño de un Leman Russ pasó chirriando, haciendo
saltar chispas mientras cortaba la base de la barcaza. Toda una falange de
Inmortales y guerreros voló por los aires en trozos desparramados.
—No dejéis de luchar —ordenó—. Id hacia el lado, luego el b….
Un hacha rebotó ruidosamente sobre su capucha blindada, y él se giró, con
la intención de agarrar al orko ofensor por el colmillo con la otra mano y
darle un golpe de energía etérica con su obliterador.
Pero el brazo apenas se movió, porque seguía teniendo el trozo de metralla
clavado en el hombro. Y antes de que pudiera pasar el obliterador al otro
lado notó unos bruscos dedos cerrándosele en la muñeca y un aullido de
éxito a la espalda.
Al ver el obliterador inmovilizado, el orko que le había golpeado le agarró
por el pecho y lo tiró al suelo. Dos orkos se apilaron sobre él, y luego tres,
golpeándolo, disparando pistolas que se acertaban entre ellos tanto como a
él. Botas de suela de hierro le arañaron la abollada armadura del pecho.
Vio a los orkos de cerca; fue analizando con distancia su fétido aliento:
cerveza de hongos, garrapato asado y carne humana; notó su increíble
fuerza mientras le aporreaban contra la cubierta. Había tantos.
—¡Me kedo la kabeza! —gritó uno.
—¡Oi! Ez mi pequeño kabrón. ¡Kita d’akí!
Seguían apilándose. Trazyn estimó que debía de haber entre veinte y
treinta sobre él, y su peso lo clavaba a los apedazados paneles de la cubierta
de la barcaza.
Una cubierta que comenzaba a inclinarse.
Oyó pies que resonaban sobre el suelo: la decuria. Rodeando a los orkos.
La borda se inclinó aún más. La espalda rasgó la protección irregular
cuando la gravedad los arrastró. El agua saltaba alrededor de su cabeza
inmovilizada. El peso sobre Trazyn disminuyó cuando un orko se cayó
hacia atrás, salpicando.
Trazyn escrutó a través de la melé, vio al gargante encendiendo sus
grandes sierras, preparándose para otro golpe.
Las enormes vías se deslizaron hacia delante con un insoportable grito de
metal contra metal. Lentamente al principio, y luego más deprisa, cuando la
inclinación de la cubierta aceleró su caída.
Y entonces Trazyn también se estaba deslizando, con montones de orkos
que caían rodando cuando la barcaza comenzó a hundirse. Dejó que pasara,
contento de que se lo llevaran de la barca hasta la cálida agua mientras el
gargante tallaba un sangriento camino entre los orkos y los necrones que
aún se aferraban a la cubierta de la barca.
Trazyn se agarró a un asa en el extremo de la barcaza, muy por debajo de
la línea de agua. El lado de estribor de la cubierta ya estaba casi a cuatro
cúbitos por debajo del agua cuando el gargante le pasó por encima,
eclipsándolo con su sombra, mientras perdía el equilibrio y caía de cabeza
en el agua.
Trazyn lo contempló hundirse, con los ojos encendidos y los faros
parpadeantes iluminando la tripulación que se hundía con él, hasta que uno
a uno, sus sistemas eléctricos fueron apagándose, sucumbiendo al
abismo.Sangre, espesa y oscura, cubría los corredores de la nave insignia
orka. Los cuerpos se apiñaban en sus pasarelas y cabinas. Los que quedaban
de su tripulación se habían vuelto los unos contra los otros, masacrándose
sin sentido. La carnicería no conocía rango o privilegio. Hordas de snotlings
se tiraban sobre orkos más grandes, pinchando ojos y apretando cuellos.
Los klanes erradicaban a cualquier otro en la galería, y luego disparaban
unos contra otros.
Había un arma, recordó Orikan. Un artefacto que Trazyn había
mencionado durante sus comunicados sobre las tácticas de los orkos. No le
importaba el nombre, pero los pielesverdes lo usaban para lanzar a sus
congéneres más pequeños a través de los horrores del inmaterium,
asegurándose de que salieran del túnel tan locos que destrozaban cualquier
cosa sobre la que cayeran.
Era como si toda la nave hubiera sido lanzada con uno de esos artefactos.
Orikan, poderoso en su forma de luz, caminó entre ellos como un dios.
Al primer orko que cargó contra él, lo inmoló solo tocándolo. A la
escuadra que lo siguió, los atravesó con rayos eléctricos que surgieron de su
báculo sin que él ni siquiera los conjurara.
Veinte pielesverdes gritaron y huyeron, creyéndole una de las criaturas de
pesadilla que se habían instaurado en su consciencia colectiva.
En cierto modo, tenían razón. Disparó como una flecha, directamente al
grupo que huía, dejando un túnel de carne cauterizada por donde pasó.
La nave orka no era un solo vehículo: eran múltiples naves recuperadas
pegadas, fundidas y retorcidas como los criptoesclavos que algunos de su
orden formaban a partir de algún enemigo especialmente odiado. Le llevó
rato encontrar el puente.
Y, cuando lo hizo, Jefe Zierragorda no estaba allí.
La tripulación de puente eran élites. Grandes, agresivos. Bien armados.
Orikan no luchó contra ellos. Se estaba quedando sin tiempo. Lo que hizo
fue arrancar un mamparo y verlos cómo se los tragaba el vacío, manoteando
y maldiciendo, mientras se les formaban cristales de hielo en sus ojos
gomosos.
Salvó a uno. Le produjo un dolor tan intenso que ni siquiera el orko lo
pudo aguantar.
—¿Dónde está el señor de la guerra?
La respuesta le hizo sentir imbécil, a pesar de todo su aspecto
resplandeciente.
El médico estaba en la enfermería.
Orikan lo encontró siguiendo los gritos. Supo que había encontrado el
lugar cuando vio la sala de exposición de los cuerpos viviseccionados.
Orkoides de todos los tamaños. Humanos. Varias formas de flora y fauna
cosidas en una variedad de combinaciones. Hombres con alas de pájaros
que les salían de la cara. Cabezas de orkos injertadas en el tronco de un
gran árbol, los brazos colgando como ramas. Criaturas que se movían con
torsos de robot y miembros de carne. Un gretchin lloroso permanentemente
conectado a un giroscopio de función desconocida.
El Jefe Zierragorda no seguía los dictados del género, de la especie o del
reino.
A Orikan le pareció muy ineficiente.
El propio jefe se hallaba en el centro de un quirófano, cubierto de sangre y
vísceras. Era enorme y desigual, con anillos de cicatrices rosadas delatando
dónde había injertado su pequeña cabeza en el enorme pecho de un orko
mucho mayor. Unas manos cibernéticas (una, una sierra circular para hueso,
y la otra, una abrazadera quirúrgica) estaban hundidas profundamente en el
pecho de lo que, solo momentos antes, había sido un soldado de los Rifles
Fronterizos de Serenata. La sangre salía a chorro por los cortes que había
hecho y las bilis le salpicaba la cara de cerdo. El matazanoz resopló para
aclarase las vías respiratorias.
Y vio a Orikan.
Los ojos se le pusieron como platos.
—¡Ké espécimen! Me pregunto ké tienes dentro. —Chasqueó su pinza por
enfatizar.
Orikan se le acercó.
Y entonces le tocó gritar a Zierragorda.
Trazyn saltó de la barcaza y se hundió, descendiendo a las profundidades
insondables. Tras él, saltó la decuria, por filas, hundiéndose en sólidas
líneas. Cuando llegaron al ocaso del fondo, notó que los pies tocaban algo
blando: un prado de hierba de mar, amarillo brillante, o al menos así lo
parecía bajo el resplandor verde de sus reactores y armas de tubo. En ese
reino de tinieblas, cada necrón ardía como una vela, con la luz enfermiza
que les emanaban desde las costillas y los brillantes oculares.
A cien cúbitos de distancia, pudo ver la oscura línea del gargante sobre el
fondo arenoso. Grandes peces lo patrullaban en un círculo depredador, y se
llevaban los cuerpos que aún salían flotando del interior del casco.
—¿Sannet? —llamó, y la voz se transmitió con facilidad por el agua—.
Despliega un campo teserático. El grande.
—¿Deseas que entre contigo en las cuevas, señor?
—No. —Negó con la cabeza—. Recupera todos los guerreros que puedas.
Pero después de eso, quiero el gargante. Con suerte, hasta podremos dejarlo
operativo para exhibirlo.
—Una pena que no tengamos ninguna Guadaña de la Muerte —repuso su
sirviente, mientras alejaba de una palmada a uno de los depredadores que
intentaba mordisquearle tentativamente la mano—. No habríamos perdido
tantos hombres.
—Claro que tenemos una Guadaña de la Muerte —replicó Trazyn—. Pero
¿cómo la iba a sacar? ¿Quieres arreglar un daño así?
Luego se volvió hacia la cueva, alzó su obliterador y lo volvió a bajar,
apuntando a la entrada.
Y los guerreros Nihilakh marcharon, luminosos, hacia la oscuridad
sumergida.
Caminaron durante tres días, adentrándose en la red de cuevas abisales.
Dieron vueltas y revueltas. A veces hacia arriba, otras hacia abajo. Siempre
en la oscuridad. En ocasiones, pasaban cámaras cuyo techo se abría hacia el
mundo exterior en lo alto y dejaba caer rayos de luz angelical en la gruta.
Ahí florecían los sistemas coralinos, lejos de ojos mortales. Peces de un
naranja brillante se metían y anidaban en los corales, sacando el morro por
las anémonas de color púrpura imperial. Tortugas del tamaño de los coches
terrestres del Imperium, sin ningún temor a los intrusos, se acercaban a los
guerreros al pasar. Trazyn se prendó especialmente de un octópodo del
mismo color turquesa intenso que sus colores Nihilakh. La criatura, sin
duda atraída por esa misma heráldica, se le colocó sobre la placa del
hombro. Él recogió el espécimen como suvenir.
No todo era tan tranquilo. Anguilas ciegas, tan gruesas como ancho era
Trazyn y con dientes que les salían por fuera como los dedos de una mano
doblada, serpenteaban por las oscuras cavernas. Una atacó a una falange de
Inmortales y tuvieron que matarla; su sangre, como tinta, aún redujo más la
visibilidad. A cada pocos metros, las anguilas se iban haciendo más largas,
hasta que descubrieron una que, de no haber estado tan descompuesta,
habría sido como medio kilómetro de larga. Peces brujas repugnantes
habitaban en su carne, y su baba, como hilo de telaraña, obstruía la caverna
tan totalmente que tuvieron que limpiarla con fuego gauss.
El Mysterios vibraba durante todo el camino, cantando con una resonancia
etérea que Trazyn no podía oír. Los días en la oscuridad alteraban la
imaginación, eso era cierto, pero hubiera jurado que estaba comenzando a
cambiar mientras descendían, sus ángulos y sus vértices moviéndose y
recolocándose, inestables.
Reconoció la cámara cuando la encontró.
Era monumental. Lo suficientemente grande para meter a una de las naves
escoltas de los orkos en su espacio cavernoso. Trazyn no había visto nada
parecido excepto en los más grandes centros de fe Imperial y en los mundos
astronaves eldar, y en los mundos necrópolis de los necrones, claro, y que
era lo que eso era.
Pero el suelo estaba tan cubierto de limo que ya estaba bien dentro de ella
antes de darse cuenta de lo que era. Túbulos, de los que se forman en los
conductos de salida de los volcanes subterráneos, ocultaban los puntales
acanalados que sujetaban el techo. Normalmente, esas esponjas, tubos y
camarones estarían pegados junto a una fisura, para vivir de los nutrientes
que goteaban de la sangre magmática de Serenata.
Pero ahí habían encontrado una fuente de alimento mucho más potente.
Al fondo de la cámara se hallaba una puerta ciclópea de doble batiente,
con los paneles cubiertos de un crecimiento orgánico tan espeso que Trazyn
casi ni pudo ver la luz verde radioactiva que salía de entre sus grietas y de
los glifos tallados.
La misma luz de muerte emanaba de todas las criaturas vivas de la
caverna, desde el brillo apagado de los racimos de algas marinas hasta los
cardúmenes de peces luminiscentes. Todos reflejaban la misma rutilancia
enfermiza.
Una rutilancia que los mataría, se fijó Trazyn. Cuando un largo pez pasó
junto a él, le pudo ver los tumores que ya se le apiñaban bajo la piel: un
regalo de lo que escondía la puerta. El beso de los necrontyr.
—Increíble —exclamó Trazyn—. Una Puerta de la Eternidad.
—¿Es peligrosa, mi señor? —preguntó Ashkut, mientras la mano se le iba
hacia su espada hiperfásica.
—Oh, mucho. —Trazyn soltó una risita—. Es una puerta hacia una cámara
interdimensional. Un lugar entre lugares, como los santuarios del
hiperespacio donde los omniscidas aguardan entre posiciones de tiro. El
perfecto escondite para cualquier cosa que no quieras que se encuentre,
pero muy tóxica para todos, menos para nuestra raza.
—¿Para nosotros es inofensiva?
—Mi querido guardián, para nosotros toda la galaxia es inofensiva.
—Y… —Se calló, y Trazyn observó cómo la curiosidad de su oficial
luchaba contra su sentido del decoro—. ¿Y qué hay dentro?
—Una era pasada hace mucho. —Trazyn le palmeó en el hombro, un gesto
que el agua hacía más lento—. Y quizá la llave hacia una era aún por llegar.
No preocupes tu matriz con las pesadas cuestiones de la historia, Ashkut.
Encárgate de los detalles estratégicos.
—Aseguraré la cámara —repuso Ashkut, asintiendo, y Trazyn notó un
toque de alivio en su voz.
—Eres un buen soldado... Una línea defensiva donde te parezca mejor.
Inmortales y omniscidas en lo alto, quizá, y necroguardias deteniendo
cualquier avance.
—Sin duda, líder.
Trazyn sacó el Astrarium Mysterios de su bolsillo dimensional, y su mano
pasó sobre los laberintos teseráticos acurrucados junto a él.
Mientras cruzaba la cámara hacia la Puerta de la Eternidad, ya notaba el
Mysterios plegándose y moviéndose, los ángulos adquiriendo formas
imposibles que se retorcían entrando y saliendo de la realidad. Se le
resbalaba tanto de la mano que tuvo que sujetarlo con las dos.
Cardúmenes de peces se reunieron como una multitud de adoradores
alrededor de un profeta, amorrándose a la luz que emitían las runas del
Mysterios. Porque ya no eran glifos necrones, sino un lenguaje tan antiguo
que Trazyn no lo reconocía, y que tampoco hubiera sido capaz de leer si lo
hiciera. Cada carácter parecía cambiar dependiendo del ángulo en que lo
mirara. Era como el agua, remolinos en espiral en su visión periférica y
formas geométricas cuando los miraba directamente.
A pesar de su curiosidad, intentó no hacerlo; porque cuando lo hacía, sus
oculares se desenfocaban, y la imagen se le enloquecía como la de un vidrio
roto.
¿Sería esa la escritura cargada de disformidad de los Ancestrales, unos
textos que él había traducido con gran facilidad anteriormente, pero que
había olvidado al perder el alma?
Pronto ya no pudo ni verlos. El Mysterios estaba haciendo hervir el agua
alrededor, cubriéndola con una llama de burbujas que ascendían al alto
techo de la caverna. Nubes de camarones, confundiendo el aumento del
calor con una nueva abertura volcánica, fueron hacia el Mysterios y
murieron; sus cuerpos formaron una alfombra que crujió bajo los pies de
Trazyn.
La puerta estaba respondiendo; sus glifos quemaban las capas de esponjas
oceánicas y coral calcificado, y fueron dejando al descubierto el mensaje
que radiaban desde la limpia piedranegra.
SALUDOS, BUSCADOR.
YO, VISHANI, LANZO ESTA MALDICIÓN:
AQUÍ YACE NEPHRETH,
FAERÓN DE AMMUNOS,
EL LLAMADO EL INTACTO,
CONQUISTADOR DE LAS ESTRELLAS,
ANIQUILADOR DE DIOSES E INMORTALES.
ABRID Y SERÉIS MALDITOS.

Trazyn se bamboleó, débil. Fuera cual fuera el aura que el Mysterios


emanaba, le robaba las fuerzas, alimentándose de la energía de su reactor
igual que marchitaba los peces y los crustáceos que flotaban quietos y
muertos tras él como la cola de los antiguos dragones de fuego de los mitos.
No, no solo era eso. Era también el peso de la historia. Vishani, Suprema
Criptecnóloga de los Ammunos, había inscrito ese mensaje sesenta y cinco
millones de años atrás. Antes de arder en los hornos de la biotransferencia.
Ahí se hallaba una reliquia de los necrontyr. Un objeto creado por esas
manos de carne que tanto despreciaban y que darían cualquier cosa por
recuperar.
Incluso los dragones de fuego. Se había olvidado de ellos. Un viejo cuento
popular en un planeta abandonado. Un recuerdo que le había robado la
avaricia y el engaño de los C’tan, y ahora recuperado.
Notó una sustancia que le goteaba de los oculares, y por un breve instante
pensó que estaba llorando. Luego se dio cuenta de que también le salía por
los transductores olfativos y la boca.
Bilis de reactor. Fluido refrigerante.
No había recibido ninguna indicación ni alerta, pero el Mysterios lo estaba
matando.
Trazyn lo soltó, cayó de rodillas y lo observó alzarse ante la puerta como
una linterna flotante.
Otro destello de la memoria. Linternas de oración de color naranja
flotando sobre las dunas, cada una pintada con un mensaje rogando a los
dioses solares de los necrontyr que mantuvieran lejos la enfermedad durante
el año que comenzaba. Manos en sus hombros. ¿Su madre? ¿Su padre?
El Mysterios, después de rotar enloquecido, cambiando dimensiones y
ángulos, se quedó fijo.
Un icosaedro. Veinte caras. Doce vértices. Suave como la piedranegra,
brillando de calor, proyectando mandalas geométricos que, cuando Trazyn
los miraba, parecían contener grandes trozos de espacio. Cosas del pasado,
cosas que tenían que ser, lugares distantes y destruidos.
La puerta de la tumba se abrió ruidosa y tortuosamente, removiendo eones
de sedimentos y abriendo grietas a lo largo de los muros de la cámara a
medida que ambas hojas se retiraban hacia cavidades ocultas.
A través de la abertura que se iba ampliando, se agitaba el estanque sin
color de un portal desactivado. Un espejo en el cosmos. Si se traspasaba,
simplemente se saldría a la misma superficie.
Necesitaba indicaciones. Saber adónde ir.
Trazyn abrió la boca, recuperando un engrama de los hechizos aritméticos
que activarían el Mysterios. En sus matrices neurales vio a Orikan
salmodiando las palabras, retorciendo las manos sinuosamente para formar
los gestos ocultos cuyo significado se le escapaba a Trazyn.
Sin embargo, sí que podía imitar exactamente los gestos para reproducir,
en su propia garganta de metal, el encantamiento que había grabado de
Orikan.
Dijo la primera palabra y se detuvo.
Porque la antecámara de la tumba había comenzado a temblar. Razonó que
cualquier que fuera el poder que irradiaba el Mysterios, debía de haber
provocado un movimiento sísmico. O si no, la gran puerta, que durante
tanto tiempo había sido la base sobre la que trillones de toneladas del suelo
marino se apoyaba, había provocado una avalancha submarina con su
movimiento.
Pero se dio cuenta de que no, de que venía de detrás de él.
Trazyn se volvió y vio luz iluminando la entrada del túnel. Era una luz casi
tan brillante como la que se colaba a través de la Puerta de la Eternidad.
Y, entonces, un meteoro entró por ahí, destrozando la vanguardia defensiva
con sus escudos alzados contra el resplandor. Los desperdigó con tanta
facilidad como una mano frustrada tira las piezas de un tablero de zsenet.
Cayeron hacia todos lados; el orgulloso color turquesa de los distintivos en
sus placas pectorales que volvió negro al quemarse y les manó fuego
eléctrico de los oculares y la boca.
El incandescente meteoro se estrelló contra el suelo de la cámara; el limo
saltó hacia los lados desde ese punto, y las esponjas se vieron arrojadas
lejos, de modo que el suelo de piedranegra quedó limpio a su alrededor. La
figura estaba acuclillada, agarrándose los pies; las manos plantaron un
báculo sobre el suelo abisal, un ojo cargado de maldad se clavó
directamente en Trazyn.
Este lanzó una maldición, una de los antiguos necrontyr, tan sucia que a
cualquiera que la escribiera le cortarían las manos.
—Astromante —dijo, inclinando la cabeza como saludo. Sabía que Orikan
podía verle y oírle incluso a una legua de distancia. Invocó su obliterador
empático—. Ashkut, por favor, extermina a ese insecto. El escorpión puede
picar, pero al menos está solo.
Pero, entonces, Trazyn vio el origen del temblor.
No era la puerta, o el Mysterios, o la forma cargada de poder de Orikan.
Eran miles y miles de pies de metal.
Detrás de Orikan, el túnel comenzó a derrumbarse y soltar limo. Había
oculares brillando en sus turbias profundidades. Y los cuerpos de metal
surgieron por la entrada como si todas las hormigas del nido hubieran salido
a defender a su reina.
Aparecieron guerreros, dirigidos por criptecnólogos con varas de poder
arcano. Los Destructores skorpekh volaron cerca del techo del túnel y se
colocaron por los muros de la cámara. Los espectros nadaban bajo la luz
fantasmal del ecosistema luminiscente, con sus formas ondulantes, rápidas
y ágiles, mientras que las tropas bípedas de Trazyn trataban de apuntar a sus
objetivos, obstaculizadas por el agua fría y esperando una orden.
Cuando el Rey Silente abandonó a los necrones, destruyó los protocolos de
mando que había empleado para dictar sus órdenes. Sin embargo, parte de
ellos permaneció como un reflejo instintivo, grabados en el hardware de
sistemas que habían sido construidos para obedecer.
Suponiendo que funcionaran adecuadamente, ningún necrón con rango de
vasallo podría disparar a uno de su misma raza. No sin una orden directa de
su líder.
Antes de la marcha del Rey Silente, el protocolo había puesto fin a eones
de sangrientas enemistades entre dinastías y guerras internas. Había
favorecido la expansión del Imperio, al formar un cimiento estable que les
había permitido matar a los dioses de las estrellas y acabar con los
Ancestrales.
Si un necrón mataba a otro, debía ser por una orden directa. Y la parte
responsable tendría que responder por ello y explicar por qué se había
vuelto contra su propia raza.
—Por la orden del líder supremo Trazyn de Solemnace —comenzó—.
¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!
CAPÍTULO CINCO

Si el enemigo te rodea, solo hay dos opciones tácticas. La primera es


romper el cerco y retirarse, con lo que, de tener éxito, te aseguras de
conservar tu ejército, pero también de que los cronistas te recuerden
como un estúpido vencido. La segunda es luchar hasta la muerte, en
cuyo caso, destruirás tu ejército, pero las historias te laudarán como a
un héroe muerto. Dadas esas dos opciones, considero que el
cercamiento es generalmente desaconsejable.
– Némesor Zandrekh, La Lógica de la Batalla.

Rayos desmanteladores cortaron la oscuridad abisal, deshaciendo peces y


medusas luminiscentes, devorando a los guerreros Sautekh, que,
implacablemente y sin rechistar, seguían avanzando contra el agua mientras
dejaban de existir.
La fría agua ralentizaba miembros de metal y armas, lo que daba al
combate un sentido de deliberación, como si fueran compañeros de
sparring, moviéndose a tres cuartos de la velocidad normal para aprender
nuevas posiciones de lucha. Orikan pensó que era como si estuviera
contemplando la batalla con su cronosentido marcando un poco hacia atrás.
Si no fuera por los rayos. Estos atravesaban el agua tan rápidos como
siempre.
Desde arriba, Orikan vio un cuarteto de rayos desintegradores sinápticos
alcanzar un grupo de Destructores skorpekh que avanzaban cerca del techo.
Uno tembló y cayó, hundiéndose hacia el feroz combate de abajo.
Orikan sintió peligro y localizó la amenaza: un Inmortal escondido entre
las algas, con la brillante luz ya salpicando la boca de su bláster gauss.
Orikan hizo retroceder el tiempo un segundo, luego entrelazó los dedos
para invocar el Prisma de Zycanthus, que dispersó el rayo en bandas de luz
inofensivas. Luego saltó, con su forma insustancial inmune a la fricción del
agua.
La disonancia entre el lento avanzar de las tropas y la rapidez de
movimiento de los rayos convirtió la caverna en un matadero. Guerreros e
Inmortales caían, filas enteras destruidas por el implacable fuego gauss. Ese
campo de batalla acuoso también multiplicaba la eficacia de las carabinas
tesla. Sus disparos eléctricos dirigidos se propagaban como una tormenta
entre las filas Sautekh, y las convertía en un arma de apoyo en un cañón
pesado con un radio de disparo fijo.
Orikan golpeó al Inmortal incluso antes de que el gatillo de su bláster
gauss se recolocaba para un segundo disparo. Hundió una mano rutilante en
sus gruesos cables interiores, encontró la espina dorsal y se la sacó por
delante. Le dio la vuelta al Báculo del Mañana, segando las algas y
decapitando limpiamente a un segundo Inmortal.
El que le apuntaba con la carabina tesla, con la electrocámara ya rodando
para disparar.
Orikan susurró una ecuación y sobrecalentó el arma, antes de acabar con el
molesto soldado con una tormenta eléctrica que le fundió las articulaciones
y lo dejó como una estatua carbonizada, que cayó tiesa sobre el limo.
Él era muy poderoso. Toda la energía de la galaxia se canalizaba
directamente en su sistema. La luz que se doblaba alrededor de los agujeros
negros, las partículas que corrían entre el espacio y el tiempo desde el horno
de la creación, todo el flujo de energía cósmica se centraba aquí. Se
centraba en él. Había tanto, que se sintió frustrado por no poder abarcarlo
todo. Como un ladrón de tumbas que ha encontrado la cámara de los tesoros
y solo puede llevarse lo que le cabe en su mochila. La cantidad de energía
que poseía era inmensa, pero había más, mucho más, a lo que podía acceder.
Orikan alargó una mano acabada en garra y la torció. A mitad de la
cámara, un necroguardia Nihilakh rompió filas y atacó a sus compañeros,
causándoles profundas heridas en las desprotegidas espaldas. Con una sola
palabra, aplastó el cráneo de un omniscida en la parte alta de la cámara. Los
Destructores skorpekh del techo finalmente habían alcanzado al grupo de
tiradores, y Orikan vio sus patas arácnidas retroceder antes de atravesar a
dos de los omniscidas. Incapaz, debido a la geología única de la cámara,
para huir a su santuario en el hiperespacio, los tiradores morían agitando sus
largos desintegradores en una patética parodia de defensa propia.
Orikan podría haber escrutado en el interior de los skorpekhs para disfrutar
del momento, pero tenía cosas más importantes de las que ocuparse, e,
incluso en su forma de energía, temía que el programa corrupto de los
Destructores le pudiera infectar.
Además, podía ver la puerta. La entrada a la tumba. No había sido
activada.
Y atravesó el agua para asegurarse de ser él quien la abriera.
No hacía falta ser un genio militar para saber que la batalla no iba bien.
La expedición había contado con unos quinientos efectivos. Su grupo
habitual de necroguardias e Inmortales, que era la falange de adquisición
que llevaba a muchos de los mundos difíciles de roer, aumentado con
guerreros y omniscidas.
—«Ashkut —llamó Trazyn, intentando encontrar al guardia real en la melé.
Trazyn había subido a lo alto de una mole de coral para tener una mejor
visión de la enorme caverna—. ¿Están las cosas tan mal como parece?».
—«Muy precarias, señor —respondió Ashkut—. Nos enfrentamos a un
número al menos cuatro veces superior. El enemigo continúa apareciendo.
Hemos hecho una gran escabechina, pero…».
Una pausa. Finalmente, Trazyn localizó a su guardia real, centró en él sus
oculares y le vio agarrar a un criptecnólogo por lo alto de su caja torácica y
meterle la espada hiperfásica por el punto vulnerable entre las costillas y la
columna. El reactor del criptecnólogo se detonó, abriéndole las costillas
hacia fuera.
—«Perdón por la interrupción, señor. Hemos hecho una gran carnicería
cuerpo a cuerpo, pero han desorganizado nuestras líneas de disparo. Nos
superan en número. Están haciéndose con el techo y las galerías
superiores, y pronto estarán detrás de nosotros».
Trazyn alzó la mirada y vio a los Destructores ocupando el techo, subiendo
y bajando en la oscuridad como cangrejos pálidos. Sí, Ashkut estaba en lo
cierto. Estaban a punto de ser rodeados y aislados. Sus oculares detectaron
un destello de energía solar en el suelo de la caverna, y, al volverse, Trazyn
vio el agua centelleando con olas de calor y burbujas de vapor.
Un plasmante Sautekh, con tentáculos por piernas que lo impulsaban por
el agua como un calamar, se había alzado con los brazos en cruz e invocado
una corona de calor solar. Reunió una energía que iluminó los arcos más
oscuros de la caverna, y bombardeó a los necroguardias de abajo con bolas
de radiación pura.
A la izquierda de Trazyn caía el último de sus guerreros, pisoteado en el
limo por el avance enemigo. Unas manos débiles aún se aferraban a las
piernas de su asesino, tratando de, al menos, ralentizar la velocidad del
enemigo. Fiel hasta el final, sin saber o sin entender que, a diferencia de
otras muertes, de esta no habría resurrección. No se podía salir de fase para
regresar al vientre de un barco sepulcro donde ser reconstruido.
Ahí, bajo Serenata, muerto era muerto.
Ya era hora, decidió Trazyn. Metió la mano en su bolsillo dimensional,
seleccionó un laberinto teserático y apretó la llave.
Volmak Khazar, forjador de datos de segunda clase en la Legión
Cibernética, que el bendito mantenimiento del Dios-Máquina esté con él,
estaba teniendo dificultades para calibrar sus alrededores.
Lo último que supieron fue que Khazar y su dotación de robots Kastelan
habían estado lidiando con saqueadores drukhari en las montañas de Rubrik
VII, con sus aparatos de respiración modificados como un sistema de
oxígeno reciclable para poder lidiar con la enorme altitud.
Sin embargo, en ese momento, si los escáneres ambientales no mentían,
estaban bajo el agua.
Y sumergidos a gran profundidad, si los medidores de presión decían lo
correcto.
Y los ágiles eldar se habían ido. En su lugar había hombres de metal,
constructos malditos por el Dios-Máquina. Cosas blasfemas, forjadas y no
creadas, que se burlaban de la pureza de la forma humana que aún, a pesar
de sus mecadendritas y bancos de datos, seguían estando en Volmak
Khazar. Con un estremecimiento de miedo, su cerebro cibernético produjo
leyendas sombrías de los Hombre de Hierro, la Inteligencia Abominable
que se decía que casi había llevado a la ruina a la humanidad.
Había tropas junto a ellos, luchando contra los invasores. Rayos verdes
disparados como látigos que deshacían al enemigo ahí donde le tocaban.
Estuvieron a punto de girar la cabeza, pero un fuerte impulso lo impidió, y
el aviso momentáneo de un sistema defectuoso se desvaneció. Su cerebro
cibernético les informó de que no necesitaban ver a esos aliados, pero
tenían que agradecerle al Dios-Máquina el que esos aliados estuvieran
luchando a su lado.
Eso decían.
—«Dotación Kastelan» —llamó el tecnosacerdote en el canto binario del
Mechanicus.
Nueve robots grandes se pusieron firmes, con las cabezas ahuevadas
vueltas hacia Khazar por órdenes. Los puños de energía crepitaban, y las
armas se preparaban a la espera, solo por el tono del habla lógica de Khazar.
—«Destruid la abominación».
Nueve grandes espaldas se volvieron y avanzaron, mientras las armas iban
fijando objetivos. Había tantos que no tardaron nada, a pesar de la lentitud
de estar en el agua.
Blásteres de fósforo escupieron, con los cañones formando burbujas de
vapor mientras lanzaban esferas ardientes de fuego químico hacia la horda
que avanzaba lentamente. Regueros de brotes estelares blancos salpicaban a
la infantería en su avance, se les pegaba a los cuerpos de metal; el fuego
químico infernal quemando bajo el agua y deshaciendo la piel de metal
hasta que el abominable no-metal comenzó a burbujear y a volver a
endurecerse en el agua fría cubriendo el suelo abisal de trozos de acero.
Khazar vio en su tablilla de datos que los Kastelar estaban manteniendo un
índice de fuego excepcional. Con el agua tan fría, los blásteres de fósforo
no corrían el riesgo de sobrecalentarse. El Número Siete, sin embargo,
estaba disparando tontamente su combustible incendiario al agua, a pesar de
que en vez de llamas, un reguero de prometio salía de la boca del arma.
Khazar desactivó el arma y ordenó al robot que entrara en combate cuerpo
a cuerpo.
Número Siete avanzó y lanzó sus poderosos puños, aplastando a dos
monstruosidades blasfemas.
A su izquierda, Khazar vio un Trepadunas Onagro corretear hacia delante,
con una salva de cohetes partiendo de su sistema Icarus y detonando en
medio del enemigo, lanzando por los aires partes de cuerpos metálicos que
siseaban al hundirse.
Khazar sacó su pistola gamma y disparó hacia la horda que avanzaba
rápidamente, mientras el comunicador del hombro reproducía la Letanía de
la Corroboración de Datos.
Era un honor, pensó Khazar, servir al Dios-Máquina.
Kadderah Tole estaba disfrutando.
Había comenzado a cansarse del combate a gran altitud contra las
maquinitas drones del Emperador. Era cierto que su dolor al ver sus torpes
experimentos rasgados y destruidos le había proporcionado cierta diversión,
pero ese zumo era demasiado fácil de exprimir. Y estudiar sus tristes
intentos de fundir carne y máquina no servía de mucho para avanzar en sus
propios intereses quirúrgicos.
A fin de cuentas, uno no ascendía en la orden de los hemónculos imitando
los bastos trabajos en la carne de los hombrecillos máquina de Emperador
muerto.
Pero esto. Esto sí lo disfrutaba.
Sus experimentos, dotados de motores antigravedad que les abultaba bajo
la piel purpurea, siempre se habían usado para nadar en el aire. Y la gran
altitud de la Dorsal Rubrik le había hecho pensar en colocarles máscaras
presurizadas, aunque el sellado no fuera perfecto, claro. Porque ¿dónde
estaría la diversión si uno no se ahogaba un poco con el escaso aire?
O en el agua, como en ese momento.
Estaba encantada de poder usar finalmente las agallas que había hecho
crecer in vitro hacía unos dos siglos. Su falta de uso había resultado ser el
sujeto de un par de broma pesada en una fiesta que había organizado. Todo
el mundo se había reído a sus expensas.
Hablando de lo cual…
Su Cronos alcanzó las cosas con cuchillas que había en el techo,
azotándolas con los erizados zarcillos que le había creado a partir de los
brazos, envolviendo al necrón armado en un asqueroso abrazo. Quería que
las púas finas como agujas de los zarcillos se inflamaran, que pincharan a la
monstruosidad de metal con sus campos de energía en trescientos lugares
diferentes, inyectándole ácido directamente en su sistema.
Tanto el constructo de carne Cronos como el enloquecido de las cuchillas
se estremecieron juntos, como amantes consumando una noche de pasión, y
ella supo que Cronos sufría tanto dolor, si no más, que su víctima.
«Esto te enseñará a burlarte de mis agallas, Xanther», pensó con una
sonrisa de medio lado, cuando el ser que había sido su antiguo compañero
de copas soltó a la víctima y fue a por otra. Uno de sus zarcillos había sido
víctima de la espada de un necrón, y pasó flotando, aún agitándose
alrededor del Destructor herido.
Tole se abrió camino a patadas hasta la forma inerte y lo miró a los ojos,
alimentándose de la furia que ardía ahí. Repasó su caja de herramientas para
implantes y sacó una aguja de necrodermis, alegrándose de tener una,
porque eran muy poco corrientes. Clavó el agua en el secretor del fluido
primario del necrón.
La bilis del reactor que iba llenando el vial de cristal era de un encantador
tono amarillo.
Esa sustancia era extremadamente rara. Terriblemente tóxica. Sin sutileza,
cierto, pero efectiva en extremo. Y ya se sabía con los necrones: era tan
complicado recolectarla antes de que salieran de fase… Una muestra pura
era muy difícil de encontrar. Pero esos rufianes de metal no parecían estar
saliendo de fase.
De hecho, nunca antes había podido mirar a un Destructor con tanto
detalle, y sintió cierta afinidad. Era evidente que ese ser había sido uno
estándar de su gente, sin embargo, el genio de la creación le había visitado,
y, al igual que ella, había decidido convertirse en una obra de arte violento.
Cada miembro cortante, cada puya neumática que le sobresalía en el pecho
y cada punzante arma había sido fundida a su estructura. Tole le palmeó la
mejilla con su tercer brazo implantado, y se alejó de él con la extensión en
cola de la espina dorsal que la hacía moverse tan grácilmente en el agua.
Otro Destructor flotó junto a ella, y le hizo alzar la mirada. Más
constructos estaban sobre el monstruo con cuchillas, y sus tentáculos como
flagelos le azotaban y se le enrollaban. Los miembros arácnidos acabados
en cuchillas de los artesanos corporales de los necrones reuniéndose con los
látigos y garfios de carne creados por ella misma.
«Queridos amigos —pensó, saludando mentalmente al resto de los
invitados a su fiesta—. Os presento a vuestros antiguos y temidos enemigos,
los necrones».
«E intentad no reíros».
Orikan atravesó con su báculo un constructo, no mucho más que un cadáver
con el cerebro plano conectado a un pequeño tanque, con la piel amarillenta
y llena de fluido de embalsamar. Incluso en su forma de luz, una en la que
solo existía parcialmente en el plano físico, no quería tocarlo.
Trazyn. Solo Trazyn podía ser lo suficientemente perverso como para
coleccionar criaturas así.
Orikan avanzó y se lanzó bajo el brazo que movía un enorme constructo,
uno de los nueve que había hecho tanto destrozo entre sus guerreros, y le
dio un tajo de punta a punta a una de las patas al pasar.
La cosa se fue hacia delante, y el miembro amputado comenzó a lanzar
blancas chispas eléctricas mientras la máquina idiota seguía moviendo las
piernas como si estuviera derecho y disparaba su arma hacia las esponjas.
Un ardiente rayo le rozó el brazo izquierdo, y él se volvió en redondo; vio
a uno de los cultistas de las máquinas yendo hacia él con una pistola.
Los sentidos aumentados de Orikan detectaron la presencia de escarabajos
cepomentales en el sistema del tecnosacerdote, y dibujó la Señal de Thot en
el aire.
Al cultista le tembló la mano cuando trató de apretar el dedo en el gatillo y
no pudo.
—¿Deseas adorar máquinas? —rugió Orikan—. De rodillas.
El tecnosacerdote se dejó caer de rodillas, y luego se postró sobre el limo
que brillaba opaco, rodeado de esponjas hechas jirones. La mano derecha
del sacerdote, retorcida en un ángulo no natural, llevó la pistola de rayos a
su propia nuca.
Orikan no esperó a ver el disparo.
Pasó junto a más abominaciones. Hombres máquina de finas patas con
máscaras de gas cosidas al rostro. Un caminante bípedo en zancos que
escupía fuego láser pesado. Envió un mensaje intersticial a su plasmante
para que se ocupara de él.
Orikan ya podía notar que el alineamiento planetario comenzaba a
deshacerse, y su poder se debilitaba. El rayo de la pistola le había quemado
una parte de su energía cósmica, y cuando abrió sus puertos para canalizar
energía desde las grandes líneas de las conjunciones astrales, encontró que
las partículas se movían perezosamente a través de las líneas del espacio-
tiempo.
Eso significaba que quedaba poco tiempo para activar la Puerta de la
Eternidad.
Un tanque araña se acercó, disparando lentas andanadas por sus cañones
gemelos, y Orikan se metió entre las patas. A su derecha, un guerrero con
una armadura de hojas lisas y una máscara respiratoria disparó algún tipo de
pistola eldar, y Orikan entonó la Reversión de Hakki, que envió una
tormenta de astillas de vuelta hacia el sorprendido asaltante; su sangre
oscureció el agua.
Luego, un enorme guardaespaldas, un guardián real, si no se equivocaba,
se cruzó en su camino. Orikan no tenía tiempo de ocuparse de él
adecuadamente, así que hizo un rápido algoritmo de combate para predecir
los movimientos del vasallo.
Se deslizó, resbalando con los pies por delante sobre el limo, bajo el
primer golpe del guardián. Al pasar, le segó la espina dorsal.
Eso no le mataría. Orikan no tenía tiempo para rematar, pero el guardián
no le molestaría.
Un último esfuerzo. Se deslizó por un resbaladizo bosquecillo de algas. Se
detuvo solo para lanzar un hechizo cronomántico para ralentizar a
cualquiera que lo persiguiera.
El Mysterios colgaba suspendido. Aún más brillante. Transmutado.
Cantando.
Y la podía oír a ella en esa canción. Impulsándolo hacia delante.
«Estás tan cerca, Orikan. ¿Ves mi nombre en esa puerta? Tú has resuelto
el enigma, no él. No dejes que ese ladrón te robe la gloria. Solo tú
entenderás lo que vas a encontrar aquí. Ningún otro ser me iguala.
Ninguno excepto tú».
Orikan se detuvo bajo el imán aritmántico que era el Mysterios. La pieza
que le daba la variable desconocida de la ecuación.
Sin esa variable, dada por el Mysterios y diferente a cada segundo, el
algoritmo no estaría completo. Trazyn podía haberle oído recitar el
algoritmo mil veces, y seguramente lo habría hecho, pero no habría
importado.
Y aunque el lenguaje le resultaba desconocido, de algún modo grababa el
número imposible directamente en sus engramas. La última pieza del puzle.
Pronunció el algoritmo criptográfico.
El Mysterios implosionó, se dobló y cambió, con cada una de sus veinte
caras estirándose hacia dentro hasta el núcleo hasta que cada ángulo quedó
como un punto saliente. Una puntiaguda estrella con triángulos equiláteros
por cara.
La superficie reflectante del portal se agitó y cambió, un verde creciente en
el centro que se extendió para cubrir toda la entrada.
Orikan pudo ver la cámara en el interior. Vio filas y filas de figuras,
recortadas en la neblina del portal. Por un momento, Orikan se temió algún
truco, se temió que Trazyn se hubiera colado en la tumba antes que él y
hubiera instalado un ejército ahí.
Pero, al avanzar, vio que las figuras eran de piedra, gastadas por los largos
eones. Tenían la espalda vuelta hacia él, como si estuvieran firmes ante el
faerón que supuestamente yacía en el centro de la tumba.
El agua parecía arrastrarlo hacia el portal, como si corriera a llenar la
tumba. Ocurrió lentamente, como un ligero tirón en vez de un torrente.
Orikan avanzó, susurrando su agradecimiento a las constelaciones… y a
cualquier dios sin nombre o poder que las hubiera puesto en marcha.
Y entonces, el obliterador lo golpeó desde atrás.
Orikan retrocedió al pasado, pero encontró su camino bloqueado por la
maldita capa de Trazyn. Al parecer, no podía existir ningún pasado en el
que no fuera golpeado. En vez de eso, Orikan retrocedió todo lo que pudo,
un medio segundo, y giró la cabeza para que el báculo le diera un golpe de
refilón en vez de desperdigar el remolino de protones que formaban su
cráneo.
Se tambaleó, se recuperó, se volvió hacia Trazyn con su báculo sujeto en
una guardia alta.
—Mis más sinceras gracias, Orikan —dijo Trazyn—. Eres muy
caballeroso, aguantándome la puerta abierta así.
Entonces, Trazyn se volvió y corrió hacia la ondeante puerta dimensional.
Orikan lanzó su báculo como si fuera un tridente, y clavó la capa de
Trazyn al sedimento.
Y ya estuvo sobre él, arrancando el cableado abdominal de Trazyn con sus
manos cargadas de energía, marcándole surcos en su máscara de la muerte.
Abollándole las costillas.
—¡Idiota encorvado! Arrogante conspirador. Te arrancaré la cabeza de esa
capucha, degenerado…
Mientras estrellaba los puños en Trazyn, pudo verlo parpadear.
Incandescentes en un golpe, frío metal en el siguiente. La marea de energía
estaba retrocediendo, las constelaciones avanzando en su despreocupado
camino, donde un alineamiento era tan bueno como cualquier otro.
—¡Maldición! —gritó Orikan, mientras se lanzaba hacia el portal, que
perdía intensidad. Algo se lo impidió, y supo que Trazyn le había agarrado
por la pierna.
Solo quedaban unos momentos. Pateó la máscara mortuoria de Trazyn, la
vio quebrarse. Volvió a patearla y arrancó un trozo de la placa de
necrodermis del cráneo, dejando a la vista los circuitos.
A su espalda, Orikan oyó ruidos de batalla, oyó el aullido del fuego gauss,
ya resonando por las turbias aguas de la caverna, ir en aumento. Su sistema
de percepción, que se reafirmaba a trompicones mientras la energía extrema
se iba agotando, le advirtió de la llegada de más amenazas.
Entonces los vio.
Los pretorianos de la Triarca.
Surgieron por la entrada del túnel en formación de punta de flecha,
aplastando tanto Sautekh como Nihilakh, insertando una cuña en la
retaguardia de los Sautekh, segando las fuerzas entremezcladas con sus
varas del pacto. Mientras observaba, la formación se dividió, separándose
hacia cada lado para formar un cordón entre los Sautekh y los Nihilakh.
Uno tiró de lado a un criptecnólogo con la parte plana de su cuchilla de
vacío y alzó el lanzapartículas con la otra mano, clavándole un tiro
directamente a la mirilla de visión del tanque tipo cangrejo del Mechanicus
y, haciendo que él vehículo se escorara hasta caer.
Y al frente se hallaba la Ejecutora Phillias, con una mano en lo alto y
proyectando el glifo de los tres ojos del Consejo Despierto.
Si a Orikan le quedaba alguna duda, el mensaje acabó con ella.
«ESTO ES UNA ORDEN TAJANTE QUE ANULA LAS ANTERIORES.
TODAS LAS TROPAS DEL IMPERIO DEBEN CESAR DE COMBATIR
POR ORDEN DEL CONSEJO. ESTA ORDEN ANULA LAS ANTERIORES.
DEJAD LAS ARMAS. EL CASTIGO POR LA DESOBEDIENCIA ES LA
MUERTE».
Orikan se escapó de entre las manos de Trazyn y corrió. Corrió hacia las
siluetas de piedra en la cripta. Hacia la voz que le pedía que fuera. Hacia el
brillo decreciente del portal. Estiró las manos hacia la imagen que se fundía.
Y se dio con la piedra.
Las estrellas ya no estaban bien. Y el portal estaba muerto.
ACTO TRES:
EXTERMINATUS
CAPÍTULO UNO

Un buen enemigo vale más que cien tutores.


– Antiguo refrán necrontyr

—Dejadme decir para que conste —comenzó la Faerakh Ossuaria—, que


oficialmente esto no es un juicio.
—¿Podemos ser ejecutados? —preguntó Orikan.
—Sí —contestó Zuberkar, con una desagradable nota de interés.
—Entonces, es un juicio —repuso Trazyn.
—En un sentido técnico —matizó el líder supremo Baalbehk—. Es una
investigación.
Orikan lanzó una mirada a Trazyn, que decía: «Mira dónde nos has
llevado, loco jorobado».
—«¿Loco? Eso dice el fanático delirante que habla con alucinaciones».
—«Yo no…».
—No, no —reprendió Ossuaria—. Phillias, activa los amortiguadores de
señal. Cualquier cosa que digáis debemos oírla todos. Nada de conspirar
para el testimonio…
—Antes conspiro con el Dragón del Vacío —soltó Orikan.
—Pues claro —replicó Trazyn—. Las serpientes tienen que estar juntas.
—¡Parad! —gritó Phillias, golpeando la media luna de su archa de
verdugo contra la piedranegra—. Este sitio no es el lugar para ventilar
vuestros agravios. Vuestra mezquina enemistad ha costado muy caro al
Imperio Infinito en un momento de gran vulnerabilidad, y habría costado
aún más si los pretorianos no hubiera estado vigilando vuestros
movimientos. Aquí tengo poderes oficiales para impartir la ley, otorgados
no por este cuerpo, sino por el Consejo de la Triarca y el Rey Silente. La
desobediencia en esta investigación se considerará una admisión de
culpabilidad, y en tales casos mi orden tiene la autoridad para ejecutar la
sentencia. —Bajó su archa, y apuntó por turnos al cuello de Trazyn y
Orikan, como valorando la distancia de su tajo—. Tengo ese poder, líderes
supremos o no, y juro sobre los cuerpos destrozados de los Dioses Muertos
que lo usaré. Asentid si me entendéis.
Trazyn asintió, anonadado por una proclamación de poder tan flagrante.
Sin duda, los pretorianos habían ido adquiriendo más relevancia en los
asuntos del Consejo durante los últimos milenios.
Incluso era posible que el anillo de pretorianos de la Triarca que rodeaban
el Consejo no fuera solo para contener a los dos prisioneros, sino para
asegurarse de que esta investigación fuera como debía ir.
Por lo general, los pretorianos no socavaban a las autoridades civiles de un
modo tan abierto; preferían jugar sus cartas a escondidas y ejercer
influencia desde las sombras. Las cosas debían ser muy serias para que
Phillias se saliera del guion. ¿Era eso el resultado de su rivalidad con
Orikan?, se preguntó Trazyn, ¿o tenía que ver con la ausencia del Supremo
Metalurgista Quellkah?
Phillias aceptó la leve inclinación de asentimiento de Trazyn, y se volvió a
Orikan.
Por un momento cargado de insolencia, Orikan no hizo nada. Luego
asintió con una excesiva lentitud.
—Lo que nuestra ejecutora… la ejecutora… nuestra, eh, colega de los
pretorianos de la Triarca ha dicho es correcto —intervino Ossuaria—.
Hemos recibido los informes de las infracciones más chocantes. Cosas que
ponen en cuestión no solo tu honor, sino si te mereces el rango de líder
supremo. Zuberkar, ¿serías tan amable de leer el primer cargo?
Zuberkar, con su espada fásica sobre las rodillas, encendió un panel de
glifos fosforescentes y lo fue pasando.
—Ha sido alegado por sujetos honorables y presenciado por representantes
de la más alta Triaca, que el líder supremo Trazyn de Solemnace y el
Maestro Orikan de los Sautekh han mantenido una enemistad mortal
privada durante ocho milenios, desobedeciendo su programación además de
los últimos edictos del Rey Silente. Han roto la paz del Imperio Infinito en
numerosas ocasiones, incluyendo la anulación de los protocoles de vasallaje
para permitir el combate entre la misma raza, desperdiciando los recursos
de Su Eminencia el Rey Silente. Aún más inquietante, esto ocurrió a
sabiendas en un entorno donde la fase de rellamada no podía funcionar, lo
que ha llevado a la pérdida permanente de más de tres mil de nuestros
súbditos, incluyendo a diecisiete criptecnólogos, ciento veinticuatro
necroguardias, trescientos Inmortales, dos mil trescientos sesenta y siete
guerreros y unos treinta devotos al culto Destructor. Además de dos naves
con serios daños…
—Esto es absurdo —interrumpió Orikan—. Como decís, ha habido una
enemistad. Nadie niega eso, porque no era ningún secreto. Es más, esta
enemistad fue sancionada  de facto  por este mismo Consejo, cuando le
presentamos en asunto. Declarasteis que el Astrarium Mysterios y la tumba
de Nephreth eran una herencia común de los necrones. ¿No lo recordáis?
Orikan abrió la mano y emitió una proyección de crisofase directamente de
sus bancos de engramas. Se veía al líder supremo Baalbehk, ahora sentado
en el Consejo, tumbado y parcialmente reanimado, actuando de
adjudicador.
«El Astrarium Mysterios será de todos y de ninguno —dijo la proyección
—. Un objeto libre que pertenecerá a aquel que lo posea. Robarlo no será
un crimen, matar por él no será pecado. Y quien abra la cripta puede
quedarse con su contenido para mayor gloria de su dinastía».
—«Robarlo no será un crimen, matar por él no será pecado» —repitió
Orikan—. Así que por qué estamos sujetos a un juicio, que no es un juicio,
y tenemos que explicar acciones permitidas explícitamente por las
directivas del Consejo.
Hubo un silencio.
—Somos conocedores de la decisión previa —dijo Baalbehk—. Lo creas o
no, maestro Orikan, nuestros engramas están igual de incorruptos que los
vuestros. Pero, con ese veredicto, también hemos descubierto ciertas
irregularidades de procedimiento que cuestionan esa decisión.
—En concreto —siguió Ossuaria, su velo de teselas tintineando cuando se
inclinó hacia delante—, hemos recibido una acusación anónima de que el
veredicto fue debido a una manipulación de la línea temporal.
—Absurdo —exclamó Orikan.
—Además, una rescritura tan descarada de la línea temporal explicaría por
qué la membrana de la realidad se volvió tan fina que este mundo resultó
objeto de una violenta incursión de la disformidad unas meras seis décadas
después del juicio. Seres del empíreo, aquí. En un mundo consejo. Un lugar
de reunión del Imperio Infinito. Un eje de nuestra frágil sociedad, aún
dormida. Tú no sabrás nada sobre eso, ¿verdad, maestro Orikan?
—Me adulas, faerakh. Pero lo que alegas está más allá incluso de mis
poderes.
Trazyn sonrió. Aunque fuera una mentira, debía de haberle dolido decirlo.
—Quizá sea así —repuso Ossuaria—. Pero para evitar cualquier duda,
hemos encargado a setenta y siete de nuestros mejores cronomantes para
que cierren la línea temporal. Quizá te hayas fijado en nuestro nuevo
mosaico.
Trazyn miró hacia abajo. Sí que ya habían notado las esferas y la
geometría intersecada que cubría el suelo. Como conocedor, no podía
haberla pasado por alto. Lo que no había apreciado, sin embargo, era que
todo el diseño geomántico consistía totalmente de teselas de tiempo. Miró a
Orikan, dispuesto a disfrutar de su reacción.
—Una precaución innecesaria —protestó Orikan—. Me duele que el
Consejo dé crédito a esos agraviantes rumores. Pero como humilde sirviente
del imperio, dejo de lado mi orgullo para borrar para siempre hasta el más
pequeño indicio de impropiedad.
—Y todo eso —continuó Ossuaria, sin dignarse siguiera a prestar atención
a las negaciones de Orikan— es un mero preludio de las acusaciones más
monstruosas. Habéis causado destrozos en el sector, forzado a una flota
orka a retroceder y aterrizar en un mundo necrópolis donde nos hemos visto
obligados a desplegar nuestra limitada fuerza militar y despertar
artificialmente de su sueño en estasis a la mitad de la población. Vuestra
intromisión, en resumen, nos ha costado la permanente destrucción de
sesenta y nueve mil necrones y un incalculable daño neural al mundo
necrópolis. Es una pena que no previeras esto con tus zodiacos, maestro
Orikan.
—El líder supremo Trazyn cambió las ecuaciones cuando abandonó la
lucha en órbita, faerakh. La culpa es…
—Y eso es sin ni siquiera contar los cargos de asesinato —añadió Phillias,
cuyo dedo tableteaba impaciente sobre el asta de su archa.
—Noble Consejo —repuso Trazyn, riendo—. Sin duda no nos podéis
acusar de asesinato. Los vasallos no tienen la condición legal de seres.
Quizá sea destrucción de la propiedad. Y aunque admitiré que el maestro
Orikan y yo hemos hecho algún que otro intento muy hábil contra la vida
del otro, aquí seguimos más o menos enteros.
—No del asesinato de uno o el otro —replicó Ossuaria—. Sino con el
asesinato del Supremo Metalurgista Quellkah.
Por primera vez en sesenta millones de años, los programas de respuesta
verbal, tanto el de Trazyn como el de Orikan, fallaron. Mientras se miraban
con sus ojos impasibles, Orikan meneó la cabeza ligeramente, y Trazyn
respondió encogiéndose de hombros.
—Yo… —dijo Trazyn, con cautela—. He notado la ausencia del supremo
metalurgista, pero creía que simplemente había cedido su asiento al líder
Baalbehk, debido a su rango y prestigio superiores.
—No trates de adularme, arqueovista —replicó Baalbehk—. Un siglo
después del fallo del Consejo sobre la herencia común, un fallo que hemos
anulado, que quede claro, el Supremo Metalurgista Quellkah dimitió de su
puesto para continuar sus propios estudios sobre Nephreth y el complejo
funerario de Cephris. Partió inmediatamente en una expedición,
seguramente hacia el mundo que actualmente se conoce como Serenata. —
Baalbehk se detuvo, esperando que alguno de los acusados ofreciera
información voluntariamente—. Desde entonces no se ha sabido nada de él.
Trazyn se tocó la barbilla, un tic nervioso desde los Tiempos de la Carne.
El asesinato de una figura con rango en la corte, de no existir una
declaración de enemistad o una guerra, era una ofensa muy grave. Elimina a
diez legiones de vasallos y los pretorianos no alzarán ni un dedo en busca
de venganza, pero la muerte de un aristócrata, de un supremo metalurgista
que poseía rango y privilegio similar a la de un regente planetario, era
completamente diferente.
—¿Y has dicho que se fue a Serenata, faerakh? ¿Hace ocho mil años?
—Seguro que no creéis que después de la declaración de herencia común
vosotros dos seríais los únicos en enviar expediciones, ¿no?
—Yo solo puedo hablar por mí, claro —respondió Orikan—. Pero en ocho
mil años de visitas a Serenata, no me he encontrado con el supremo
metalurgista o con ningún rastro de su presencia. Tampoco he detectado, en
los trances celestiales realizados en la órbita, ningún indicio de
tecnomancia. Pero admito que he estado ausente del mundo más de lo que
he estado presente. ¿Líder supremo Trazyn?
—He encontrado lo mismo —asintió Trazyn—. Milenios de bombardeos
espectrománticos y salidas de reconocimiento, y no he visto ni señal de
nadie de nuestra raza, aparte del Maestro Orikan. Y debido a la, ejem…,
poco común «agudeza» de nuestra rivalidad, mantengo un alto grado de
interés respecto a cualquier señal de presencia necrona.
—Típico —resopló Zuberkar—. Como el par de bandidos que son,
ninguno ha visto u oído nada. El código de silencio de los rufianes.
—Uno de vosotros lo mató —afirmó Ossuaria—. Declarar otra cosa es
tirar de la credulidad.
—Si creéis que cualquiera de nosotros consideraría a Quellkah como una
amenaza —cortó Orikan—, es que subestimáis seriamente nuestras
habilidades.
—Vaya, Orikan —exclamó Trazyn—. Creo que es lo más amable que
jamás has dicho de mí.
Ossuaria abrió la boca, entonces vio que la ejecutora iba a hablar, y la
cerró.
—Consejo —comentó Phillias—, ¿puedo sugerir que si alguno de ellos
hubiera matado al supremo metalurgista, o supiera algo de su desaparición,
ya se habrían acusado el uno al otro? Sin duda, el asesino se habría
esforzado mucho para implicar a su rival mucho antes de esta investigación.
—Cierto —afirmó Trazyn—. Sobre todo dada la historia de Orikan con el
supremo metalurgista, los cargos le caerían perfectos. Eso sí que sería un
jaque mate. Has escapado por los pelos, astromante.
—Phillias tiene razón, Ossuaria —repuso Baalbehk—. Esos dos se
desprecian. Y dadas sus historias, una estratagema tan despreciable sin duda
ya estaría en marcha.
—Serenata es un lugar peligroso —dijo Orikan—. Siempre lo ha sido.
Eldars exoditas, orkos, incluso unos cuantos humanos, aunque estos no sean
de ninguna importancia, y Quellkah siempre se embarcaba en empresas que
estaban por encima de él.
—¿Estás diciendo…? —comenzó a preguntar Zuberkar.
—Estoy diciendo que Quellkah era un tonto. Un tonto bien conocido. Y
me niego a ser castigado por un metomentodo dedo flojo que se ha liado en
algo demasiado grande para él y ha acabado mal. Lo cierto es que ni
siquiera permitiré que el líder supremo Trazyn sea castigado por eso,
porque no se me negarán mis derechos de enemistad. —Los miró fijamente
—. Quiero ver su rostro cuando le gane en la tumba. Quiero que sepa que le
he derrotado.
—Eso podría ser complicado —repuso Ossuaria—. Dado que Serenata va
a ser destruido.
CAPÍTULO DOS

La historia requiere de dos participantes: el historiador y su público.


Sin eso, uno solo está hablando consigo mismo. Así que, por favor,
deja de gritar y puede que aprendas algo.
– Trazyn el Infinito,

guiando a invitados humanos por la Galería Prismática

—¿Destruido? —preguntó Orikan—. ¿En vez de destruirnos a nosotros,


vais a destruir Serenata? ¿Por qué?
—Para ser sinceros, lo hemos discutido ya —contestó Baalbehk—. Era mi
plan. Si la tumba permanece cerrada hasta el Gran Despertar, las dinastías
sin duda se enzarzarán en una guerra civil por su contenido. Pero ahora ya
no está en nuestras manos.
—Hemos consultado el Planetario Celestial y al Vidente Yyth —explicó
Phillias—. Vuestra intervención en Serenata ha cambiado el destino del
planeta. Originalmente, un grupo de cruceros Imperiales habría llegado y
había luchado contra los pielesverdes, y el combate habría dejado el planeta
tan inhabitable que habría sido abandonado y olvidado. Ahora, la flota
llegará y encontrará al resto de los pielesverdes considerablemente
debilitados, y, por lo tanto, en vez de emplear sus recursos en una campaña
prolongada, los empleará en la extracción de recursos y en el mayor
desarrollo del planeta. Serenata pasará de ser el culo de la galaxia a ser un
centro próspero.
—Dejando aparte la inevitable destrucción medioambiental de los
humanos —repuso Trazyn—, parece más un mundo salvado que destruido.
—En unos dos mil años, por razones desconocidas, el Imperium ordenará
a efectivos de la flota que arrasen el planeta desde la órbita, quebrando su
manto —continuó Phillias—. Dado que los humanos han hecho eso mismo
en, como mínimo, dos otros mundos necrópolis, todos sabemos que incluso
nuestras más sólidas estructuras construidas no sobrevivirán.
—Un Exterminatus —dijo Trazyn.
—Exactamente —repuso Phillias—. Podéis haber salvado la tumba, pero
no por mucho tiempo.
Orikan no dijo nada, mientras sus dedos bailaban calculando sobre paneles
con glifos fosforescentes.
—El siguiente alineamiento celestial que abre la tumba es… —Calló un
instante—. Durante su destrucción.
—Así que será destruido —dijo Ossuaria.
—No necesariamente —replicó Trazyn, tamborileándose en la barbilla—.
Un Exterminatus no es un proceso instantáneo. Los planetas con cosas
resistentes, que no se deshacen fácilmente. Matar todo lo que vive en ellos
no es un problema, pero quemar la atmósfera y quebrar el manto lleva un
buen rato, incluso días. Y la Puerta de la Eternidad se hallaba,
significativamente, bajo tierra.
—Liberadme de esta farsa de juicio —exigió Orikan—. Podría colarme
durante el bombardeo y emerger por el otro lado. Después de todo, Trazyn
es el que originalmente robó el Mysterios. Él solo quiere los contenidos de
la tumba para poder esconderlos y mirarlos. Quiere poseer el pasado, no
remodelar el futuro. Castigadlo a él y usadme a mí.
—Perdonad —replicó Trazyn, ofendido—. El Maestro Orikan comenzó
esta rivalidad. Y mientras yo pondría los contenidos en una galería
accesible a todos, él los emplearía para sus propios fines. Incluso podría
destruir el cuerpo de Nephreth durante sus investigaciones sobre la
proyección de energía. Castigadle a él…
—Hemos decidido castigaros a ambos —afirmó Ossuaria—. ¿Zuberkar?
—Para expiar vuestros crímenes —dijo el líder supremo, mientras daba
vueltas por la punta a su espada de fase—, entraréis al servicio del Consejo
Despierto. Ambos trabajaréis en Serenata, ayudándoos el uno al otro a abrir
la tumba, durante el tiempo que sea necesario. Ya la habéis abierto una vez
y hubierais logrado recuperar a Nephreth de no haber sido por vuestras
rencillas. Considerad todo lo que se puede conseguir si os comportáis como
señores en vez de como jóvenes chillones.
—Pero, líder supremo —intervino Trazyn—. Tenemos obligaciones…
—Durante los próximos mil quinientos años, os mantendréis alejados el
uno del otro y os centraréis en cuestiones dinásticas —dijo Baalbehk—. Un
período de refresco. Después de eso, os reuniréis en Serenata y pasaréis al
menos un cuarto de vuestro tiempo allí, trabajando para abrir la tumba. Y
dejad que seamos meridianamente claros. Vuestro uso de fuerzas será
estrechamente controlado. No os atacaréis el uno al otro. Ningún necrón
será destruido por otro durante esa empresa, ninguno. Si nos enteramos de
eso… —Hizo una pausa—. Os cancelaremos a los dos los protocolos de
reanimación. No habrá resurrección en las forjas. No habrá más fases. A
todos los supuestos, seréis mortales.
—Os castigaremos —resumió Phillias— con la compañía del otro.
—¿Y cómo esperáis hacer cumplir esas exigencias tan irrazonables? —
preguntó Orikan.
—Muy sencillo —contestó Phillias, haciendo girar su archa—. Yo os
supervisaré.
CAPÍTULO TRES

Aunque es cierto que incluso los mejores planes pueden fallar, la


improvisación tiene una tasa de éxito negligible.
– Líder Solar Macharius, Colección de máximas

Serenata

500 Años Antes de la Siguiente

Apertura de la Tumba

Los pájaros lagarto se concentraban alrededor de la cafetería, inclinándose


y pegando saltitos, buscando entre los viejos adoquines restos de pasta
dejada caer por los del exterior, que paraban para comer o para una taza de
cafeína después de visitar la Plaza del Asentamiento.
Una camarera ofrecía una carta a la creciente multitud, y ellos retrocedían,
acostumbrados a ese tipo de retiradas tácticas. Pasaban como la marea que
solía lamer la playa no lejos de ese lugar donde se encontraban las cinco
calles.
Luego, el baile de ida y vuelta rompió su rutina, y los pájaros lagarto se
asustaron, piaron de pánico y alzaron el vuelo como si alguna presencia
invisible hubiera pasado entre ellos. Volaron hacia lo que antes había sido el
gran océano, y ahora era una cuenca vacía de agua, drenada hacía mucho, y
llena de largas hileras de habs de bajo precio.
Nadie prestó atención. Los músicos que tocaban junto a la cafetería, un
trío de caña que hacía sonar una lenta y larga tonada que hablaba de las
brisas isleñas que ya no soplaban sobre esas costas, mantenían sus largas
notas. Frente a ellos, un intérprete sin piernas punteaba sobre algún tipo de
cítara.
Trazyn llevaba allí de pie observándolos una media hora cuando Orikan se
puso a su lado.
—Me sorprende que hayas decidido venir —dijo Trazyn.
A su derecha, los clientes de la cafetería reían y charlaban. Un servidor
zigzagueaba por el laberinto de mesitas. Ninguno de ellos lanzó una mirada
a los gigantes de metal que estaban a una tirada de piedra de distancia.
—No ha sido un mal test de prueba, ¿no crees? —Trazyn tocó el emisor de
espejismos que le colgaba del cuello—. No solo nos oculta, sino que
distorsiona la realidad a nuestro alrededor. Es nuestro pequeño santuario,
como los omniscidas.
—No —bufó Orikan, molesto por la explicación simplificada—. Los
omniscidas están en una dimensión de bolsillo. Supongo que este artefacto
simplemente dobla la luz y atenúa el sonido, interfiriendo con la burda
percepción de estímulos de entrada de sus cerebros simiescos.
—No hay mucha diferencia.
—Hay toda la diferencia del mundo. Sí que evita que nuestras imágenes se
proyecten sobre su mente consciente. Pero ponnos delante de alguien
sensible a la disformidad, o espera a que uno de esos torpes biológicos
choque contra nosotros, y nos verán lo suficiente. Esta demostración tan
teatral es un riesgo.
—Orikan —le regaño Trazyn—. Probar esta tecnología era una necesidad
táctica. Además, esto es una experiencia cultural. Intenta disfrutarla.
Estudia a esa gente, y podrás lograr un poco de perspectiva sobre la galaxia.
—No confío en la tecnología que no haya construido yo. —Orikan miró
hacia la cafetería con desinterés—. ¿Qué es eso?
—¿El emisor? Un artefacto que tenía. Sospecho que era de los
Ancestrales, o quizá…
—No, ¿qué están bebiendo todos?
—Ah —repuso Trazyn—. Eso es cafeína. Granos molidos empapados con
agua. O al menos una aproximación química a eso.
—Es ridículo. Estar aquí parado en medio de esos biológicos,
pretendiendo ser sus iguales. Viéndolos gargarizar agua de grano y tragarla
por el esófago, recorriéndoles las vísceras grasas. Es para enfermar.
—Es un mundo cultural, uno de los más bonitos del Imperium, de hecho.
—Es una cloaca.
Se quedaron ahí, observando a los músicos.
—Echo de menos la música —confesó Trazyn—. En mi estimación, es
una de las grandes cosas que los Dioses Muertos nos arrebataron.
—Tenemos cantos algorítmicos.
—Cierto, mi querido astromante. Pero ¿podemos hacer lo que ese cuarteto
de pobres músicos puede hacer? Mira cómo el de la cítara marca el tiempo,
cómo lo siguen los otros. Una canción que nadie ha oído antes, un acto de
creación pura, y sin embargo, una que habla de lo que una vez fue este
lugar. Música que evoca las frescas brisas de la isla que acariciaron esas
orillas hace siglos, cuando los mares estaban altos; música que contiene el
recuerdo. ¿Pueden tus benditos cantos algorítmicos hacer eso?
—No —admitió Orikan—. Simplemente reforman la fibra del espacio-
tiempo, transmutan la materia y portan objetos a través de la piel
dimensional del universo. Los cantos algorítmicos son útiles, es por eso por
lo que los que conocen las palabras arcanas son parte de una selecta orden
inmortal, mientras que esos insectos de corta vida tocan por las monedas
que les tiran los viajeros boquiabiertos, sin que su propia gente les
reconozca su valor.
Trazyn suspiró su asentimiento.
—Lo que quiero decir, Orikan, es que este lugar tiene memoria. Un
sentido de su historia única que transciende los milenios. Mira a esas
columnas talladas en el palacio de justicia. Mármol, pero amarillento por el
tiempo, tallado como grandes trozos de hueso de reptil. La escritura en los
carteles de la calle, con su forma que tanto recuerda a las runas eldar. Esa
música, rememorando mares y olas que se retiraron hace mucho tiempo (la
orilla está a diez leguas de aquí, lo sabes); todo esto es el producto del
pasado. Historia viviente. Han cogido lo que consideraban que valía la pena
conserva y lo han tirado adelante.
—Nosotros tenemos historia. Una historia mejor.
Trazyn se volvió, e hizo un gesto a Orikan para que lo siguiera.
—Sí que tenemos. Batallas titánicas. Guerras por todo el mapa de las
estrellas. Cosas que esos campesinos no podrían ni imaginar. Pero tampoco
cambiamos. Nuestra cultura está estancada, paralizada, y en muchos
sentidos es menos vital que la de esos humanos. Puedes sentir este planeta,
¿verdad? Ellos sí pueden. Serenata les canta.
—¿Se supone que esto debe de ser divertido?
—Quizá un poco —respondió Trazyn. Fue abrir la puerta de la gran
catedral—. Después de ti, colega.
—Esta es la parte en la que te doy la espalda y tú me apuñalas, ¿verdad?
—Lo que tú quieras. —Trazyn se encogió de hombros, y atravesó la puerta
—. Pero es nuestra entrada más rápida de la Puerta de la Eternidad.
Las sombras chorreaban por los muros del interior de la catedral,
formando charcos en el suelo. Velas, colocadas como hombres enzarzados
en una confusa melé, ardían ante las imágenes de los santos, y el residuo del
humo y la cera derretida les ennegrecía los pies dorados.
Un peregrino, con la cabeza rapada con la tonsura de un monje y cubierto
con el hábito azul claro de su orden, recorría un laberinto en el suelo. Se
detenía para hacer sonar una campana y mascullar una oración cada vez que
torcía en el retorcido camino. Cada susurrada invocación resonaba como
papel seco en el espacio vacío.
—¿Ves las ventanas? —Trazyn apuntó a las vidrieras, atravesadas por el
brillante sol de la mañana—. Cada panel cuenta un trozo de la historia de
Serenata.
—Fascinante —soltó Orikan, al que claramente no impresionaba con su
interés pueblerino—. ¿Por qué estamos aquí? Se me dio a entender que era
el momento de comenzar nuestra gran tarea.
—Lo es. Esto es parte de ella. ¿Ves la primera? El Dios-Emperador está
formando las montañas y las islas de Serenata con sus Propias manos. La
primera nave colonizadora saliendo del empíreo, la angélica santa Madrigal
mostrándoles el camino hacia Serenata con su bendita lira; normalmente la
representan con una espada, así que esa era una variación regional…
—Trazyn —dijo Orikan en tono de advertencia—, dejando de lado la
inmortalidad, mi tiempo es valioso.
—Oh, muy bien. Vamos a lo interesante. Aquí tenemos la Guerra de los
Pielesverdes, como la llaman ellos. ¿Y quién, mi querido rival, es ese en la
siguiente vidriera?
Orikan alzó la mirada, y cerró el rollo de datos sobrepuesto que
secretamente había estado leyendo.
—No.
—Oh, sí.
Entrando a tropel en la plaza, enfrentándose al asalto de los pielesverdes,
se veía a un grupo de Space Marines, con los cascos decorados como
calaveras malvadas. El que estaba saltando parecía ser algún tipo de
Bibliotecario encapuchado, que sujetaba en alto un báculo con cabeza de
linterna ante el que los orkos retrocedían con horror.
—El capítulo de los Silver Skull derrota a los orkos invasores —dijo
Trazyn con evidente deleite—. Solía haber una estatua en la plaza, de
treinta khet de alto. Solían encenderle velas y cantarle himnos. Hace unos
siglos, la Inquisición se enteró e hizo un poco de limpieza. Se la llevó para
«renovarla» y nunca se volvió a ver.
—La robaste tú, ¿no?
—Bueno, pues claro. Y creo que no cuenta como robar si es mi imagen.
Es mi estatua, después de todo.
Orikan soltó un bufido.
—Adorando a un necrón. Pobres idiotas. Supongo que habrán empezado
antes que el resto de la galaxia. El Despertar es inminente.
Durante un momento, guardaron un silencio contemplativo.
—¿Tienes una estatua de ti mismo, Orikan?
Orikan se metió más en la catedral.
—Eres un egoísta obsceno.
—Solo me pregunto si alguna cultura te adora como un santo viviente o un
protector espiritual. Es una simple pregunta binaria.
—Enséñame lo que querías enseñarme.
Escalera abajo, cubierta por las losas de la catedral, se encontraba la cripta
Eclesiástica. Se hallaba a nivel de la calle de hacía un milenio, y su entrada
seguía siendo igual en línea y arco a ese período: era la catedral original del
asentamiento, con su encalado ennegrecido por el moho y sus rostros
angélicos gastados por los siglos de filtraciones de agua hasta ser unas
abstracciones rechonchas.
Trazyn se reconfiguró la necrodermis de un dedo, lo metió en el pesado
candado de la verja cubierta de óxido y la abrió. Motas de bisagra
deterioradas cayeron al suelo, y solo el hechizo de amortiguación de sonido
que lanzó Orikan contuvo el feroz chirrido.
En el interior se hallaban los sarcófagos tallados con las imágenes
yacientes de los sumos sacerdotes, las manos juntas en devoción piadosa o
sujetando un cayado de pastor ceremonial.
—Ahora robas tumbas, ¿no? —preguntó Orikan.
—Nadie nos molestará aquí abajo mientras trabajamos —contestó Trazyn
—. Hace varios siglos, una variedad local de moho acídico desarrolló una
colonia. —Pasó una mano sobre una tumba de mármol y mostró la tenue
luminiscencia de la punta de los dedos—. Se enraíza en los pulmones
humanos, y los carcome. La muerte les llega en unos cinco meses. Provocó
unos índices de mortalidad entre los trabajadores subterráneos que excedía
las normas aceptables. El Administratum se preocupó mucho y prohibió el
acceso.
—Y tú me presentas este mundo cultural como un lugar tan alegre.
—Cualquier lugar que consigue su dinero de los visitantes es, hasta cierto
punto, una fantasía. Esos músicos tocando música relajante, el servidor de
la cafetería, los cantantes en la ópera…, seguramente todos se levantan al
amanecer y corren a trabajar por calles atestadas y traqueteantes trenes
subterráneos. Una gran cantidad de trabajo y sufrimiento se emplea para
que Serenata sea tan agradable para los que lo visitan por placer; para
producir las canciones, las obras y el arte devocional que lo hace famoso
por todo el sistema. Las vidrieras emplomadas no son tan hermosas cuando
se ven los dedos negros y envenenados del artesano que las ha hecho.
—No me molestes con tu compasión por los seres menores.

—Solo es interés profesional —repuso Trazyn, mientras abría su bolsillo


dimensional y colocaba un artefacto sobre un altar vacío—. Este fijador de
translación debía ayudarnos a teletransportarnos directamente a esta cripta
sin complicaciones. Con la geología de este mundo, que bloquea las
señales, este lugar es el más seguro para bajar desde la órbita. El Señor de
la Antigüedad puede servir de puesto avanzado, como acordamos. Lo he
enterrado en un cráter en el lado oculto de la segunda luna, donde casi sin
duda no será descubierto. Los satélites de Serenata no sirven de bases
lunares, porque no hay ningún mineral que explotar. Podemos emplear los
portales de a bordo para entrar y salir de Solemnace o Mandrágora, según
necesitemos, y trasladarnos aquí abajo para realizar nuestros sondeos.

—Y nada de tropas —puntualizó Orikan—. Solo pequeños equipos.


—En cualquier caso, no podemos pasar largas unidades a través de los
portales —aceptó Trazyn—. Entonces, ¿buscamos la puerta?
Caminaron en silencio durante una semana; Trazyn iba dejando balizas de
señales tras ellos para marcar el camino.
Secar los océanos había reestructurado la red de túneles de un modo
curioso. Pasajes hundidos. Cámaras estancas, cerradas mucho tiempo atrás,
que aún contenían el limo parcialmente podrido de los entornos oceánicos
muertos hacía siglos. La actividad volcánica bajo la superficie había
estrechado las cavernas y llenado antiguas chimeneas de lava con roca
negra cristalizada.
Orikan guiaba; Trazyn deshacía los pasos bloqueados con un rifle gauss
que llevaba colgado a la cadera.
A veces destapaban las huellas fosilizadas de anguilas gigantes, o de algún
distante antepasado de ellas, que Trazyn insistía en extraer con un cortador
gauss del tamaño de un dedo y metía en un laberinto teserático.
Un brazo necrón, amputado, con el tercer dedo aún sacudiéndose con no-
vida. Tap, tap, tap. Paro. Tap, Tap. Paro. Tap. Paro.
—Uno de tus guerreros, me parece —dijo Trazyn, pasándole el miembro
arrancado a Orikan, que no le hizo caso.
—Entonces, estamos cerca. Lo puedo sentir.
Y así era.
Habían pasado mil quinientos años desde la última vez que habían estado
en esa caverna. Entonces se había hallado bajo el agua, con el suelo
cubierto de celosías de coral y flotantes bosquecillos de algas, todo ello bajo
la inquietante luz de la puerta dimensional envenenada.
En ese momento, todo era oscuridad vacía. Seco y carente de luz, ausente
del calor y los nutrientes de la Puerta de la Eternidad, lo único que quedaba
allí eran los cuerpos retorcidos de los necrones muertos, oxidándose sobre
el suelo de la caverna.
Eso, y las arañas. Estaban por todas partes, pálidas y blandas, tan grandes
como la mano extendida de Trazyn. Las telarañas colgaban, gruesas y
pesadas, por toda la cámara, formando sudarios de gasa sobre los necrones
muertos. Brazos de metal inmóvil se alzaban a través de la cubierta de gasa
como un mar de condenados, como polillas atrapadas tirando de las finas
mantas de seda en un movimiento fantasmal.
—Un reino de los ciegos —comentó Orikan. Avanzó, y el báculo se
encendió para iluminar el camino—. Gusanos sin visión, polillas y
arácnidos han creado un ecosistema en este lugar.
—Mi querido astromante —repuso Trazyn, en una especie de tono
amablemente condescendiente—. No pensaba que fueras un estudioso de la
biología.
—Estudioso de las formas de carne no lo soy, pero soy un maestro de la
tecnomancia. Esta desgraciada sociedad se comunica y siente a través de
modelos de vibración, y los modelos solo son código algorítmico de un tipo
diferente.
Trazyn agitó su obliterador ante sí, y los arácnidos, presas del pánico,
corrieron alejándose de la luz.
—¿Estás diciendo que hablas con esos monstruos de ocho patas, Orikan?
—No —respondió Orikan—. Pero sé que hablan.
Caminaron en silencio hacia la Puerta de la Eternidad; sus puertas, aún
abiertas, estaban oscurecidas por las telarañas, y la pared de detrás no
mostraba nada.
—¿El Mysterios? —preguntó Orikan, mientras clavan su reluciente báculo
en el suelo como una antorcha.
Trazyn lo extrajo de su bolsillo dimensional, junto con la base de un
repulsor. Se agachó, con los actuadores de las articulaciones crujiendo, y lo
colocó dentro de la base, mientras invocaba un panel de glifos
fosforescentes para dirigirlo online.
El Mysterios se alzó en el aire lenta e inexorablemente, como una luna
creciente.
Orikan cerró su ocular y probó moviendo la mano de un lado al otro,
haciendo rotar el Mysterios, girándolo y ajustándolo para poder sentir
directamente cada una de sus veinte caras. Lo fijó en su generador de
imágenes neural.
—¿Estás seguro de que no son necesarios más objetos rituales? —
preguntó Trazyn.
—Esto es suficiente. —Orikan se sentó sobre el suelo, con las piernas
dobladas bajo el cuerpo—. Solo silencio.
Trazyn esperó.
—Es posible que esto lleve mucho tiempo —continuó Orikan—. ¿No
tienes ningún sondeo o investigación que realizar? ¿O planeas quedarte
mirándome las próximas tres décadas?
—Si a ti no te importa que te deje solo…
—¿Qué haría yo sin tu valioso consejo? —se burló Orikan—. Tendré que
requerir los servicios de una cucaracha de poco talento para que me sirva de
remplazo.
—Usa los relés de señales cuando hayas acabado —dijo Trazyn—. Y no
dudes en enviar una señal si necesitas ayuda.
Orikan no dijo nada; fue colocando los hombros y dejó caer la cabeza
hacia un lado.
Trazyn sintió un cosquilleo por la columna, y se apartó. La tecnohechicería
no le era desconocida, pero la maestría de Orikan estaba más allá de nada
de lo que hubiera visto antes. Ni siquiera con millones de años de estudio
podría comenzar a entender el poder de Orikan.
Y aunque nunca lo admitiría, en su interior más profundo, le asustaba.
Se apartó del astromante, observándolo mientras a este se le iba la cabeza
hacia atrás y quedaba con la boca abierta hacia el techo de la caverna. El
orbuculum en el tocado de Orikan comenzó a brillar, y él se alzó del suelo,
fijo e inmóvil como si estuviera encastado en hielo.
Quizá fuera el infernal entorno lo que afectó a Trazyn. Oscuridad,
arácnidos, el bosque bajo de brazos extendidos enterrados en telarañas. Casi
le hizo abandonar su plan.
Pero, claro, el cuerpo de metal que contenía lo que quedaba de su esencia
apagó el miedo, y recuperó su propia naturaleza.
Colocó el laberinto teserático al frente de la cámara, encajado entre los
cuerpos oxidados, y activó el temporizador.
El Consejo Despierto no lo aprobaría, claro, pero faltaba más de un siglo
antes de que la ejecutora Phillias realizara su primera inspección oficial.
Y, a fin de cuentas, le había advertido a Orikan que llamara pidiendo ayuda
si la necesitaba.
CAPÍTULO CUATRO

NEPHRETH: ¡Que dejes de hablar, estúpido charlatán! Solo una cosa


separa a los mortales de los dioses: el terrible don de la muerte. Y
esos dioses de las estrellas pretenden arrebatarnos ese don. Propongo
que hagamos lo contrario. En vez de quitarnos a nosotros la muerte,
se la daremos a ellos.
– Guerra en el Cielo, Acto IV, Escena I, Línea 3

Orikan flota en el tesoro de datos como en un útero. Ha existido allí de un


modo tan completo, durante tanto tiempo, que debe comprobar su posición
temporal.
Sesenta y seis años. Una buena cantidad de estudio. Tiempo suficiente
para indagar en serio los secretos del Mysterios.
Pero también el trece por ciento del tiempo que tienen asignado.
—«No te preocupes —dice Vishani—. Es tiempo suficiente teniendo un
guía».
La proyección astral de Orikan se estremece. Ella no le habla a menudo,
pero cuando lo hace, fluye por él como una inyección de refrigerante fresco.
Le calma, tranquiliza su mente acelerada. Rompe los pensamientos
circulares que le atormentan día y noche.
Odia trabajar con Trazyn, está molesto con el Consejo por obligarlo a
hacerlo. En su último encuentro tuvo que controlarse para no golpear a ese
cabrón presuntuoso en su engañosa máscara de la muerte.
Los necrones no necesitan sonreír. No estaban pensados para sonreír.
Sin embargo, Trazyn sonreía constantemente.
—«Céntrate» —le riñe Vishani.
Ahora la ve completamente, en su visión periférica. Flotando junto a él en
su propia posición de trance.
Orikan trabajará con Trazyn, mientras pueda seguir conversando con una
de las mentes más grandes de todas las épocas galácticas. Orikan podrá
tolerar a un imbécil si eso significa que puede acceder a un genio tan
trascendental. Los años separado del Mysterios han sido duros. Aquel
primer milenio, en el que Trazyn y Orikan se habían separado para
dedicarse a sus obligaciones dinásticas y el Consejo se había quedado con
el Mysterios, había sido una tortura por la separación.
Había soñado con ella en trances, tanto como podía soñar un necrón, pero
no recordaba nada al salir. Ni siquiera podía recordar su aspecto. La esencia
de ella estaba profundamente ligada a esa creación.
Y podía sentir la mente de ella funcionando junto a la Puerta de la
Eternidad, aunque había tardado largas décadas en conseguir que el
fantasma-datos de ella surgiera del Mysterios.
—¿Construiste esto para mantener la tumba en secreto? —pregunta él. Su
cuerpo, flotando detrás de él, cubierto de telarañas, no habla. Solo su
algoritmo astral. La cámara permanece en silencio.
—«Correcto» —responde ella.
—Construiste este Astrarium, este artefacto que solo se abre una vez cada
eón, para que solo una raza que viva tanto tiempo como la nuestra pudiera
descubrir la tumba.
—«Correcto».
—Sin embargo, lo codificaste con datos en glifos que los eldar y los
Ancestrales no podrían descifrar.
—«Correcto».
—Y esta puerta —continúa él—, ahora está muerta.
—«Correcto».
—Pero se puede reinicializar si se revierte el Mysterios a su previa forma
poliédrica.
—«Incorrecto. Reinicializa la lógica».
Orikan gruñe. Respira profunda y lentamente, y luego expira. Innecesario,
incluso envuelto en su forma mental. Pero sigue siendo un buen método
para concentrarse.
El fantasma-datos de Vishani algunas veces hablaba con cordura. Incluso
parece reaccionar directamente a Orikan, guiándolo, ayudándolo. Sin
embargo, al hacerle preguntas directas, revertía al protocolo de la lógica
binaria. Útil, pero profundamente frustrante.
Orikan reinicia, y comienza a formular la cadena de preguntas desde el
principio.
—La puerta ahora está muerta.
—«Correcto».
—Esta puerta volverá a poder usarse.
—«Correcto».
Se detiene. Piensa un momento.
—Bloquea la cadena lógica.
—«Cadena lógica bloqueada en la respuesta sobre la usabilidad de la
puerta. Procede».
Bien, piensa. Nada de volver para atrás. A no ser que se haya enredado en
una cadena lógica que no lleva a ninguna parte.
—Esta puerta se podrá usar en menos de quinientos años.
—«Incorrecto. Volviendo a la cadena bloqueada».
—Esta puerta se podrá usar en más de mil años.
—«Correcto».
Y entonces, un aliento en su mente. Un número. Ese impulso de cualquier
parte de Vishani que permanece, o de cualquier imagen de ella que sus
engramas neurales han creado.
—Esta puerta será operativa en dos mil trescientos sesenta y siete años.
—«Correcto».
Mucho después del Exterminatus. Cuando Serenata será destruido hasta tal
punto que la Puerta de la Eternidad quedará dañada y sin poder funcionar.
—La Puerta de la Eternidad puede trasladarse y mantenerse operativa.
—«Incorrecto. Volviendo a la cadena bloqueada».
—Pero hay otra puerta.
—«Correcto».
—Hay tres puertas mas
—«Incorrecto».
—Dos puertas más.
—«Incorrecto».
—Solo hay otra puerta más. Una salida de emergencia.
—«Correcto».
Se queda rumiando eso un momento. Si la puerta tardó tanto en resetearse
después de que se disparara, la salida de emergencia seguramente se abrió
antes.
Pero ¿se abriría antes de la destrucción del planeta?
—Has dejado un modo de ayudarme a encontrarla.
Silencio.
—¿Vishani? ¿Hay alguna signatura? ¿Una señal?
Silencio.
—«Yo te ayudaré, Orikan. Pero debes abrirte al universo».
—No… no te sigo.
—«Estás cerrado, Orikan. Solo. Has pasado largas épocas
desarrollándote solo a ti y desconectado de todo lo que considerabas
una distracción».
—Es el camino del criptecnólogo estar recluido. Apartado y dedicado al
estudio y la cultivación personal. Un jardín sin muros…
—«…se verá estrangulado por las plantas trepadoras. Lo sé. Pero un
jardín cerrado a todo, metido en una caja con candado, muere. Sin la
lluvia y el sol que lo alimente, sin el viento y los insectos para
transportar el polen, no puede prosperar. ¿Has olvidado esas cosas?
Encerrado en tu cuerpo de metal, ¿has olvidado el significado de
nuestras filosofías y te has quedado solo con la letra?».
—Si me abro —repuso Orikan, lentamente—. Me arriesgo a dispersar mi
poder. A volverme débil. Cuando compartí abiertamente mis visiones, me
persiguieron por ello. Se alejaron de mis advertencias, confiaron en los
Dioses Muertos y perdieron el alma. Luego, me persiguieron a mí y me
llevaron a la forja encadenado. Ahora, ni siquiera lo recuerdan.
—«Los C’tan tiene mucho de lo que responder, al igual que nuestra
propia especie. Hicimos pedazos a los dioses de las estrellas, los
encadenamos, les hicimos ser no mejores que bestias de carga. Y
nuestra especie ha pasado la eternidad como vagabundos sin alma. Solo
tú y yo, Orikan, hemos probado lo que es estar libre de esta cautividad.
Pero no puedes liberarlos mientras seas tu propio prisionero».
—No estoy cerrado. Me he abierto a la vitalidad del cosmos, bebiendo de
las energías de…
—«Y nunca has sido más poderoso».
Orikan queda en silencio.
—«Orikan, ábrete y te mostraré una visión. Abre tu consciencia».
—¿Por qué hablas a veces como un ser viviente y otras como un simple
programa?
—«Porque el programa de preguntas no soy yo. Es mi consciencia en
el Mysterios. La emanación de mi personalidad, que incluí para ayudar
a buscadores como tú. Esta voz que oyes solo puede ser captada en este
planeta».
—¿Por qué?
—«Porque estoy aquí. Cuando acabé de construir la tumba, mi
dinastía me encerró en el interior».

***
Trazyn  cerró el enorme tomo, desintegrando páginas que enviaron una
tormenta de polvo asqueroso con un fuerte crujido. Bichos corrieron, presas
del pánico, por el lomo.
—No, no. No me sirve. Debo ir antes, creo. Koloma, por favor, búscame
volúmenes anteriores de Se Bebieron los Mares. Una copia de antes de que
la Inquisición censurara el capítulo dos. Y cualquier cosa que puedas
encontrar sobre proyectos de edificios subterráneos en el…
—¿Señor? —repuso el viejo bibliotecario de noche. Cargado de hombros,
con la espalda torcida por décadas de empujar carretillas y colocar grandes
volúmenes en las estanterías.
—¿Sí, bibliotecario?
—Lamento decirte que esta será mi última noche contigo.
Trazyn alzó la mirada.
—¿De verdad? ¿Tan pronto?
—Te lo mencioné hace dos años, mi señor, que estaba programado para
que me retiraran a la fuerza.
—Pero yo pagué por esos augméticos. La cadera y la pierna. Por el
rejuvenecimiento para mantener tu cuerpo en una sola pieza cuando
comenzó a deteriorarse.
—Eso fue hace treinta años, mi señor. He envejecido a tu servicio. Y no es
una cuestión de quererlo o no. Hombres más jóvenes del librarium desean
ascender, y no pueden mientras yo mantenga mi puesto.
—Ya veo —repuso Trazyn, mirando al anciano bibliotecario de arriba
abajo. No lo había notado en su foco profundo, pero vio que era cierto. La
piel de Koloma era tan fina como un pergamino; su paso desequilibrado,
como si su pierna de carne se hubiera marchitado debido a la fuerza de su
compañera de metal. Llevaba un corsé ortopédico atado sobre su túnica
amarilla. Los ojos castaños estaban empañados de cataratas; en el derecho
la tenía tan espesa que era como si la pupila mirara a través de una hoja de
papel; le contemplaba con pesar.
¿Qué edad había tenido cuando Trazyn lo tomó a su servicio?
¿Veinticinco? ¿Treinta? Joven y vital, eso seguro. Rápido de mente y fuerte
de cuerpo, capaz de cargar con volúmenes tan anchos como sus musculosos
hombros y gruesos como sus antebrazos.
—Bueno —dijo Trazyn—, entonces será mejor que te sientes.
Koloma se sentó, lentamente. Las articulaciones augméticas chirriaron y se
encallaron. Mantuvo su pierna natural tiesa hacia un lado, e hizo un gesto
de dolor cuando la rodilla se le dobló ligeramente.
—Has sido un sirviente bueno y leal, Koloma.
—Y tú un buen amo, señor. Mis tratamientos. El hab cerca de la biblioteca.
Mis hijos educados en las buenas scholams. Una caja de cenizas en el
Jardín del Recuerdo para mi querida Morea. Te debo mucho.
Trazyn agitó una mano, como si no fuera nada.
—Las recompensas son el mecanismo fundamental de un buen liderazgo.
Cualquier amo habría hecho lo mismo.
—Mis amos de día en la Biblioteca Central de Serenata no.
—No —admitió él—. La vuestra es una cultura aterrorizada, amigo mío, y
el terror produce obediencia, pero no lealtad.
—Lo he arreglado para mi remplazo, señor. Lo he estado entrenando. Es
un buen hombre llamado Tova. Xander Tova. Estará aquí para servirte
mañana por la noche.
Trazyn asintió.
—¿Le has dado el amuleto?
—Así es —confirmó Koloma—. Los escarabajos cepomentales ya se
habrán implantado. Lo vi en sus ojos durante el cambio de turno esta
mañana.
—¿Y lo has preparado tú personalmente?
—Es mi sobrino, señor. Lo he preparado para que cumpla sus
obligaciones.
Entonces, la cosa se habría hecho bien, como Koloma lo hacía siempre.
Trazyn esperaba que Tova demostrara ser tan capaz y entusiasta, aunque si
Koloma lo había preparado, esa era referencia suficiente. Los escarabajos
harían el resto, aunque Koloma podría haber trabajado igual de bien sin la
aplicación de su control a fuerza bruta.
—Te echaré de menos, Koloma.
—Y yo a ti, señor.
—Ya sabes, claro, que no puedo dejarte ir simplemente.
Un leve movimiento tras las cataratas. Una de las pocas veces que los
escarabajos tenían que imponerse.
—Claro que no, señor. Soy una carga para tu gran obra.
—No puedo prometerte que sea indoloro, pero será rápido.
—Gracias, señor. Mi vida ha sido larga y feliz. Solo deseo unirme a Morea
en la urna de las cenizas.
—Bien —repuso Trazyn. Quizá no hubiera estado expresando la verdad
consciente, pero era evidente que, en alguna parte de él, Koloma quería
morir. Los escarabajos no habían tenido que apretar mucho. De haberlo
hecho, podrían haber matado al frágil bibliotecario, que no era lo que quería
Trazyn. A pesar de su buen servicio, Trazyn no tenía ningunas ganas de
tener que subir su cuerpo desde el sótano.
—¿Quieres hablar primero?
—¿Sobre qué, mi señor?
—Este lugar. —Trazyn señaló las estanterías del sótano, los largos estantes
donde tenía su escritorio privado—. No solo la biblioteca, sino Serenata.
¿Qué estoy pasando por alto?
—¿Pasando por alto, señor?
—¿Sabes lo que busco?
—Mi señor, tú no me lo has confiado, y yo no he preguntado.
Trazyn soltó una seca carcajada.
—Eres un sirviente más fiel de lo que había considerado, Koloma. Todos
estos años y no has curioseado. Buen tipo. Buen, buen tipo. La verdad es,
Koloma, que estoy buscando una tumba. Una cámara secreta construida por
mi raza.
—¿Y deseas saquearla, mi señor? ¿O venerarla?
—Ambas cosas, curiosamente. Y durante las décadas pasadas he estado
peinando los registros de propiedad, los planes de infraestructuras. Planos
del alcantarillado, informes geológicos…, buscando alguna pista de una
estructura. O piedra que no se podía extraer, o algún espacio ausente que la
humanidad ha evitado. Una sombra formada a su alrededor porque tu raza
lo encuentra demasiado desagradable. No he encontrado nada.
—Lo siento, señor.
—Entonces, ¿qué estoy pasando por alto, Koloma? ¿Qué tiene Serenata
que yo no sé? ¿Cuál es el alma de este lugar? ¿Por qué se nota tan
diferente?
—Ah —respondió Koloma—. Estás hablando de la Canción de Serenata.
—¿Esa tonada que los músicos callejeros tocan en la plaza? «Los vientos
del océano la pasean, la Canción de Serenata»? ¿Esa?
—Esa misma. —Koloma se dio unos golpecitos en la nariz con el dedo. A
Trazyn le pareció tan raro ese gesto que lo repitió, no fuera a ser algo de
importancia ritual o cultural—. Una canción muy rara, ¿no crees? La letra
es un desbarre patriótico, claro. Pero es muy diferente de lo que se oye en el
resto del Imperium.
Trazyn se dio cuenta de que sí lo había notado. Sus subrutinas neurales lo
habían almacenado como diferente de cualquier otra música urbana. En el
último milenio había desarrollado un pequeño interés, después de toparse
con un barco que llevaba la Sinfónica Vostroyana en un tour por una zona
de guerra para mantener la moral. En vez de tenerlos expuestos, los sacaba
de estasis de vez en cuando para algún concierto, junto con un errimu
solista de cuerda de Tallarn y una banda de gaita y percusión de Tanith.
—¿Por qué es diferente?
—Porque usa la escala pentatónica. Tiene cinco notas por octava, y la
escala estándar tiene siete.
—Interesante, aunque me cuesta ver la relevancia.
—Porque no has estudiado las creencias populares locales. Y no resulta
sorprendente. La Inquisición la armó gorda cuando mi abuelo era un niño.
No se habían preocupado de investigar la cultura local hasta entonces,
porque al ser un asentamiento pequeño, supongo que no éramos
importantes.
—¿Cuándo quitaron la estatua?
—Quitaron mucho más que eso. Porque durante mucho tiempo existía la
creencia popular de que el mundo de Serenata tenía un cierto ritmo. Un
latido que lo recorre, que se nota en nuestra música, en la forma en que
hablamos. Una voz vibrante. Algunos lo llamaron el Himno del Dios-
Emperador, pero otros hablaban de seres creadores primordiales viviendo
bajo la roca. La Inquisición, por su parte, remplazó esas fantasías con la
superstición ortodoxa de que era Santa Madrigal, llamando a los primeros
colonos a este mundo, y llamando a todas las almas pías a venerar al Dios-
Emperador por medio de la creatividad que ha hecho tan famoso este
mundo.
—¿Y qué dice la heterodoxia?
—Hubo una hermana de Santa Madrigal, la hermana Solarian. Una
compositora y organista de un talento inusual. Antes de desaparecer, insistió
en que la Canción de Serenata estaba tan metida en la cultura, en el corazón
de la gente, porque estaba metida en todo. La voz del Emperador hecha
puras matemáticas numéricas. La misma razón que gobierna la espiral de
las conchas, las telarañas, los vórtices circulares en el mar.
—Una ocurrencia muy común en la naturaleza. La simetría es…
—Perdona, señor, pero es justo eso. Solarian descubrió que la Canción de
Serenata no crea formas perfectas. Es un patrón asimétrico, pero regular. Se
repite. En todo.
Trazyn calló durante un momento.
—Cinco notas. Uno a cinco. Como una señal numérica.
—Precisamente.
Trazyn asintió.
—Tráeme todo lo que puedas sobre la Canción de Serenata y la hermana
Solaris. Luego ve y siéntate en tu escritorio.
—Sí, señor —contestó Koloma, mientras se ponía trabajosamente en pie
sobre su pierna tiesa y colocaba la mano sobre su carro.
Luego se detuvo, indeciso.
—¿Mi señor?
Trazyn alzó la mirada hacia él, sorprendido de que siguiera ahí.
—¿Sí?
—Después de mi largo servicio, ¿puedo hacerte una pregunta?
Trazyn se lo pensó.
—Puedes.
—¿Tienes la intención de destruir este mundo?
Trazyn dejó el panel de glifos fosforescentes con sus notas, dobló las
manos y miró al disminuido bibliotecario.
—¿Es eso lo que quieres saber?
—Sí. Me tranquilizaría saberlo.
—Déjame que te lo diga así. Estuve aquí cuando toda la isla era un
bosque. Cuando las olas rompían en lo que ahora es la Avenida de la
Embajada. Tiempo antes de que los contaminantes enturbiaran el aire y
cuando las lluvias del monzón se producían naturalmente, no sembrando las
nubes. —Calló un momento—. Así que cuando me preguntas si tengo la
intención de destruir este planeta, te pregunto yo a ti: ¿de verdad necesitáis
que os ayuden?
Koloma fue alzando sus viejas articulaciones, escalera tras escalera,
apoyándose pesadamente en su carro de libros mientras chirriaba por las
altas estanterías de madera del archivo, por las secciones largo tiempo
olvidadas que ni siquiera los Inquisidores habían encontrado. Allí, los
tomos eran del tiempo en que las aguas estaban altas, y sus gruesas
cubiertas y lomos eran de la piel de ballenas extintas. Llenó el carro y lo
empujó hasta el montacargas en desuso, pasó los libros en el cubo vacío y
cerró la puerta.
Apretó el botón para el subsótano y observó descender la última carga de
libros hacia el extraño ser en el sótano, al que había conocido sesenta y dos
años atrás. Una cosa más allá del tiempo y el espacio a la que, al principio,
había temido, hasta que tuvo el alivio de los escarabajos controladores.
Luego se fue a su escritorio, se sentó y juntó las manos, mirando el retrato
de su esposa, muerta hacía ya una década.
Cuando le sobrevino la apoplejía, fue lo más doloroso que había sentido
nunca.
Pero tal y como había prometido su señor de metal, acabó enseguida.
CAPÍTULO CINCO

La música, la poesía, las matemáticas, la danza; todas son modos de


expresión. Cada una de ellas posee un significado. Son diferentes
lenguajes que expresan la misma frase. Pero, si esto es cierto, ¿acaso
las órbitas de los planetas y las estrellas no se unen a esta música?
¿No podría Serenata estar hablándonos?
– Hermana Solarian, La Música de las Esferas

Durante un largo rato, Orikan había estado debatiendo consigo mismo. Pero
cualquier situación lógica que planteaba le llevaba a la misma conclusión.
Todas las cartas astrales que realizaba le daban el mismo resultado.
Vishani tenía razón. Para abrir la tumba, debía abrirse él.
—Muy bien —dijo en voz alta—. Estoy listo.
Y así, lentamente, abre un canal en su matriz neural. No un simple canal
para un mensaje intersticial, sino algo mucho más vulnerable.
Desactiva protocolos de seguridad que impiden que otros lean sus
pensamientos, amplía el estrecho haz de información para permitirle a ella
colarse en su mente, para que coexistan en un solo cuerpo, incapaces de
ocultarse nada el uno al otro.
Nunca había hecho esto. Nunca se había imaginado haciendo esto. Uno
podía infectarse con cualquier tipo de plaga en los datos: el virus desollador
o cual fuera la contagiosa psicosis que transformaba a los necrones en
Destructores.
Pero esto era Vishani. Ella llevaba sellada desde mucho antes que esas
maldiciones cayeran sobre los necrones. Y es brillante. La idea de que una
consciencia elevada habite su propia matriz neural le produce escalofríos.
Una comprensión así. Un poder así. Haber sido elegido por esa… Era uno
de los mayores honores de su larga existencia.
—Estoy listo —dice.
Nota un suave cosquilleo de datos, como un ser poniendo el pie levemente
sobre el hielo, sin saber si la fina capa lo aguantará.
—No tengas miedo —dice él, sin saber si ha hablado para sí o para ella.
Abre más el ancho de banda de sus datos.
—«¡Orikan!» —grita ella.
El grito martillea por el canal, con mucho más volumen que si le hubiera
enviado un mensaje intersticial. Como una explosión dentro de su cráneo.
Le sobresalta, y cierra de golpe el canal de datos.
—«Peligro —dice—. Peligro. Peligro. Peligro».
Orikan abrió de golpe su ocular, su ocular de metal, y se tiró para un lado, al
notar unas afiladas garras arañarle las costillas.
Agarró el asta del Báculo del Mañana, que estaba en pie, y empleó su
solidez para girar en redondo antes de saltar al suelo en una posición
defensiva.
Lo que fuera que le había atacado ya no estaba, había vuelto a las sombras.
—¿Qué era eso? —le preguntó a Vishani.
No hubo respuesta. Como si lo que fuera que había visto la hubiera hecho
volver asustada a la prisión de la cripta.
¿Qué podría asustar a un ser etéreo?
Orikan captó movimiento en sus sensores periféricos y se volvió, dispuesto
a enfrentarse a su asaltante, y se dio cuenta de que solo era el vaivén del
sudario de telarañas en que estaba envuelto su cuerpo. Las espirales
irregulares de la tela le cubrían la visión, pero no era tan estúpido para
soltar su arma y limpiárselas.
Hilos flotantes se alzaba con el viento; la seda ultraligera agitada por
incluso el más leve movimiento del aire.
«¿Qué viento?», pensó.
La cosa le hubiera matado si la respuesta se le hubiera ocurrido solo un
segundo después. Se agachó y se volvió hacia el origen de la brisa, la
perturbación en el aire provocada por la criatura que iba directa hacia él.
No tuvo tiempo de reunir su fuerza para golpearle, solo para poner su
báculo entre él y la cosa horrible que se lanzó contra él con todo su peso.
Garras tan gruesas como puntas de sable le grabaron surcos en su máscara
mortuoria y le rompieron el tocado. Unas antenas bucales, correosas y
apestosas, encontraron el espacio entre sus costillas y babearon subiendo
hacia sus sistemas vitales en busca de alimento.
Dos ojos, de un rojo apagado como gemas, le miraban desde dos cuencas
hundidas. Tenía toda la fealdad de un humano, junto con las cualidades de
pesadilla de varios animales. Una pata acabada en un casco se alzó y le tiró
el báculo.
Garras triples se le metieron por debajo del brazo y se retorcieron en lo
profundo de sus sistemas vitales. El fluido del reactor, que brillaba en la
casi oscuridad de la cámara, goteó sobre el suelo de piedranegra.
Orikan tiró su consciencia hacia atrás: vio a la criatura retroceder y girar su
cuerpo; observó su camino exacto mientras la cosa volvía a las sombras.
Reinició su línea temporal justo antes de darse cuenta de que estaba
cubierto de telarañas.
Y, en vez de volverse hacia el hilo que volaba, se volvió hacia la criatura:
con el báculo echado hacia atrás y preparado para golpear.
No fue suficiente. La criatura era muy rápida. Tan rápida… Cual fuera el
sistema biológico de percepción que empleara, era casi tan avanzado como
el de Orikan.
El vil extraterrestre, porque esa cosa no podía ser de ese mundo, pasó de
una carrera hacia él a quedarse absolutamente quieto en un segundo. El
golpe de Orikan pasó inofensivo ante la criatura.
Luego, esta saltó, con músculos como muelles, que enviaron su cuerpo
púrpura volando por el aire.
No había tiempo de preparar el báculo para un segundo golpe. Orikan lo
dejó caer.
La cosa lo golpeó; lo tumbó y lo tiró de espaldas. Una garra triple se lanzó
a por su cuello, y él la esquivó.
Orikan no recordaba casi nada sobre el ser que había sido su padre. Un
hombre severo, rápido con la vara, al que los tumores del sol se habían
llevado incluso antes que a la mayoría. Mucho antes de la inmortalidad de
la biotransferencia.
Orikan siempre había tomado la senda del místico, pero su familia era una
casta de guerreros. Su padre, por lo tanto, había insistido en enviar a Orikan
al templo de los Inmortales. Allí, los tutores de la guerra le obligaron a
lidiar con los iniciados uno tras otro, gritándole correcciones mientras su
energía menguaba.
Se suponía que eso le haría más fuerte, pero no fue así. Orikan nunca sería
un Inmortal. Era pequeño y se hería con facilidad, por lo que en cosa de un
año ya había sido reasignado al templo de los criptecnólogos.
Pero había aprendido a pelear.
Y la biotransferencia le había dado la fuerza que a su viejo cuerpo tanto le
faltaba.
Rodó, y dejó que la garra triple hiciera saltar chispas de la piedranegra.
Luego se movió tan rápido como una serpiente constrictora: extendió el
brazo y apretó el miembro con garras entre la parte superior del brazo y las
costillas.
Empleó su cuerpo como palanca y quebró el miembro, notando el crujido
de la quitina y el desgarro del músculo.
La cosa chilló como loca y siseó de dolor, mientras las otras garras
trataban de arañarle. Estrechos tentáculos peludos le cubrieron el rostro. Ya
podía notar cómo la pata atrapada y rota se estaba reparando; su estructura
se afinaba y se volvía flexible hasta para tratar de soltarse. Trozos de quitina
cayeron al suelo.
Por muy duro que sus tutores de guerra lo hubieran entrenado, nunca le
habían ensañado a pelear con una criatura de cuatro patas. Notó que los
hidráulicos de superficie se le rasgaban y manaban a chorro. Notó los
hambrientos tentáculos cambiar de dirección, sorbiendo y lamiendo los
sistemas derramados. Vio el momento en que la criatura se echó hacia atrás,
confundida por el incomible veneno que goteaba de la estructura maltratada
de Orikan.
Luego, este realizó un movimiento que sus tutores de guerra nunca se
habían imaginado.
Mientras mantenía agarrada la criatura por el brazo roto, Orikan formó la
Parábola Balística de Vzanosh con la mano derecha.
Una onda de pura energía cinética golpeó a la criatura y la lanzó por los
aires: el cuerpo de la criatura comenzó a rodar mientras la pata atrapada se
separaba del resto, y dejaba hilos de un tejido suave colgando de la capa
quitinosa.
El bicho se arqueó hacia atrás, y repicó al caer al suelo entre los restos
retorcidos y envueltos en telarañas de los ejércitos necrones. Consiguió
ponerse de nuevo sobre las patas, y comenzó a correr hacia un lado, para
atacarle por el costado.
—Creo que no —dijo Orikan, poniéndose en pie.
Alzó la mano, con los dedos separados como si fuera uno de los hombres
en los teatros de marionetas baratos de la Plaza del Asentamiento. Su cresta
de orbuculums brilló con un fuego etéreo, con haces de rayos
chisporroteando y saltando entre los orbes conductores.
La criatura se cayó y estiró las garras para apoyarse en el polvoriento
suelo.
Una mano cubierta de telaraña le agarró la pata trasera. Otra se alzó y le
cogió la gruesa cola.
La cosa se removió por el suelo para escabullirse, confusa e intentando
soltarse. Miembros esqueléticos oxidados le agarraron las patas y la caja
torácica; manos que quebraban su caparazón de quitina y se le hundían en la
carne bajo él. Las antenas tentaculares se extendieron mientras la cosa
chillaba, luego rodeó un brazo oxidado con esas correosas partes de boca,
arrancando el podrido miembro de su glena.
Los necrones se alzaron del suelo, con cráneos rotos y miembros
quebrados, arrastrándose con un fuego reanimador que les ardía en los ojos
y la boca.
—¿Qué te pasa? —soltó Orikan, con su orgullo herido recuperándose bajo
el pegajoso bálsamo de la venganza—. ¿Acaso no te resultamos
apetecibles?
La criatura solo tenía un miembro libre; no el de la garra triple, sino uno
con cinco dedos destinada a agarrar. Los guerreros esqueleto lo arrastraron
hasta el suelo y lo inmovilizaron. Y le mordieron con sus bocas. Un
movimiento poco usual, admitió Orikan, pero al que no le faltaba cierta
justicia poética.
Luego lo observó, mientras los dedos de la mano libre de la criatura se
retorcían los unos alrededor de los otros como una hélice genética,
formando un pincho quitinoso. Una nueva garra retorcida.
Se la hundió en uno de los cráneos que le mordían, luego a otro.
Las manos envueltas en telarañas se fueron soltando. Los mutilados
necrones cayeron al suelo, exhalando el resto de energía que los había
hecho alzar.
La criatura pateó, saltó, esquivó y arañó por el bosque de brazos que la
querían agarrar.
Y desapareció entre las sombras.
—He hecho un descubrimiento —comenzó Trazyn, dejando sonoramente la
pila de libros sobre el sarcófago—. Ya sabes cómo estaba pontificando
sobre la música de Serenata, pues bien…
—¿Es que esto? —Orikan dejó la pata púrpura y azul sobre el mármol, y el
icor que aún goteaba chisporroteó ligeramente en contacto con la fría
piedra.
Trazyn miró el miembro con una expresión vacía, aunque por un instante,
a Orikan le pareció ver un destello de reconocimiento y diversión en los
impasibles oculares.
—¿De dónde has sacado esto? ¿De la cámara de la puerta?
—Me atacó mientras estaba en trance meditativo. Interrumpió mi
concentración mientras estaba al borde de una gran revelación.
—Qué desgracia.
No se dijo nada, y la pausa se extendió una buena hora.
—Bueno, ¿no creerás que tengo algo que ver con eso?
Otra pausa. Esta de dos horas.
—Mi querido astromante, esto es la Franja Este. El espacio salvaje. La
frontera. Esas pequeñas atrocidades han estado saliendo por todas partes;
hace poco me encontré con un nido en Ymgarl, un mundo inestable. Son
ladrones genéticos. Parásitos. No molestan mucho a nuestra raza, pero se
están volviendo bastante habituales en esa zona del espacio. Pueden estar
escondidos en cualquier lado.
—Entonces, ¿tú recogiste uno, y luego lo soltaste por la red de túneles con
la intención de asesinarme?
—La verdad, Orikan, esto ya es demasiado. Y si lo hubiera hecho, habría
soltado a más de uno. Creo que eres más que el igual de una de esas bajas
criaturas.
Orikan lo escrutó, con su monocular clavándose en Trazyn como un rayo
taladrador.
—Muy bien —repuso—. Como dijimos al Consejo Despierto, este mundo
es muy peligroso. Coge tu emisor de ilusiones; llevo demasiado tiempo bajo
tierra y querría coger aire.
Mientras salían de la cripta, Trazyn le habló sobre la Canción de Serenata.
—Si eso es cierto —dijo Orikan, alzando la voz—. Significa que
podríamos ser capaces de capturar la señal y seguirla a donde sea más
fuerte; la puerta de reserva que he presupuesto. Lo que significaría que aún
podríamos abrir la tumba antes del Exterminatus. Buen trabajo, Trazyn.
Llegaron al interior de la catedral, salpicado de sombras, y Trazyn se
detuvo, quieto como una estatua.
—¿Qué es esto?
—¿Qué es qué? —preguntó Orikan—. De verdad que tendrías que
molestarte en explicarte, colega. No puedes ir largando y esperar que yo
llene los números que faltan.
—Alguien —contestó Trazyn, con gestos indicando las bóvedas de la
nave, donde un grupo de hombres en mallas ajustadas estaban sacando
trozos quebrados de cristal coloreado— ha roto mi ventana.
—¿Ah, sí? —preguntó Orikan, mientras lanzaba una rápida ojeada hacia el
vandalismo—. Quizá pensaron que era fea.
CAPÍTULO SEIS

Somos los pretorianos.


Somos el escudo de los Triarcas.
Nuestros son los ojos que ven.
Nuestra es la vara que castiga.
– La Oda Pretoriana

Crucero Nihilakh Señor de la

Antigüedad

Atracado en la Segunda Luna de

Serenata

350 Años Antes de la Siguiente

Apertura de la Tumba

—No omitáis ningún detalle en este informe —dijo la ejecutora Phillias—.


No quiero que os guardéis nada.
—Claro, ejecutora —respondió Trazyn—. Nuestros esfuerzos…
—No había acabado —le cortó ella—. Contad con que he leído vuestros
informes con interés, porque así ha sido. Vosotros hablaréis, yo haré
preguntas. Y cuando esté acabado, o bien extenderé el patronazgo del
Consejo Despierto a esta expedición o lo revocaré. ¿Queda todo entendido?
—¿Sí? —dijo Trazyn.
Orikan asintió con la cabeza después de una pausa suficientemente
insolente.
—No me deis una versión simplificada, pero sed efectivos. Tengo muchas
responsabilidades que no tienen nada que ver con este extremo olvidado de
la galaxia, y me gustaría estar de camino lo antes posible.
—Nosotros también lo preferimos así —dijo Orikan—. ¿No es cierto,
Trazyn?
—«No me líes con tus rebeldías de juventud, Adivino», le envió
contestando.
—No puedo hablar por el Maestro Orikan, pero mi parte de la
investigación es muy simple, al menos en términos relativos.
Invocó a un panel de glifos fosforescentes que mostraba formas de ondas y
una secuencia de glifos compuesta en su totalidad por los números del uno
al cinco.
—He identificado una emanación que procede de lo profundo del planeta.
Una cadena de números: 3211 Paro 1534 Paro 4132 Paro 5324. No estamos
seguros de cuál es la fuente de la transmisión, o de qué equipo procede, o
siquiera lo que significa, pero…
—Entonces, quizá mejor que digas lo que sí sabemos, ¿no? —replicó
Orikan.
Trazyn inclinó la cabeza, los oculares le rotaban con una mirada asesina.
—Sabemos que viaja a través de la extraña geología del planeta. Que tiene
la misma fuerza cuando se detecta en cualquier parte de la superficie, pero
parece reverberar con mucha más fuerza por el sistema de cuevas.
Especialmente en el archipiélago que forma el hemisferio más poblado.
—Raro —repuso Phillias—. Que las islas sean los centros de población.
—Para la primera oleada de colonos humanos, las islas resultaban mucho
más fáciles de defender —contestó Trazyn—. Pero, sí, no es corriente. Lo
que es aún menos corriente, sin embargo, es cómo esa emanación, a la que
llaman la Canción de Serenata en folclore local, ha afectado a la vida en
este planeta. En general es subaudible, pero se puede detectar con la
adecuada tecnología avanzada. Aun así, ha afectado a la cultura local hasta
un punto importante.
Trazyn generó un pentagrama de música humana, con las notas caminando
de arriba abajo por las líneas.
—Extraña ecuación —dijo Orikan, acercándose.
—Es una melodía tradicional local muy conocida. Es pentatónica. Cinco
notas por octava. ¿Lo veis?
La ejecutora y el adivino lo miraron, inexpresivos.
—Quizá una demostración —dijo Trazyn, claramente decepcionado.
Ajustó la música y puso el glifo de la secuencia numérica a su lado—. Y
ahora, en vez de glifos numéricos, miremos la carta, ¿de acuerdo?
Trazyn movió las manos en el aire, convirtiendo la secuencia de glifos
numéricos en cinco líneas horizontales, numeradas de abajo arriba. Cada
glifo se hallaba en la línea que su número representaba.
Orikan, con un dedo en la barba, dejó caer la mano sobre la mesa con un
fuerte golpe.
—Coinciden —dijo, mirando del uno al otro—. Trazyn, has hecho un buen
trabajo.
—Te envié los datos —gruñó Trazyn.
Phillias miró a Orikan.
—¿Debo entender que tú no sabías nada de esto, maestro Orikan? Se
supone que debéis trabajar en equipo.
—He estado enclaustrado en una profunda meditación —replicó el
astromante—. Si hubiera salido de un trance cada vez que el líder Trazyn se
encariñaba de una teoría, aún estaría en mis adivinaciones iniciales y las
esferas de enfoque.
Phillias fijó sus oculares en Orikan.
—Y esos arañazos profundos en tu necrodermis. Parecen muy recientes.
¿Has sufrido un… accidente?
Orikan se pasó el pulgar sobre el profundo surco de su tocado dorado.
—Un encontronazo con una criatura alienígena subterránea —contestó—.
No nativa, aunque el líder Trazyn me asegura que se están volviendo
habituales en este sector, ¿no es así, líder Trazyn?
—Totalmente. Una ocurrencia inusual, sin duda, pero nada fuera de lo
normal.
—Nada fuera de lo normal —repitió la ejecutora. Sus oculares iban del
uno al otro—. Y esa señal, líder Trazyn, ¿qué significa?
—Quizá todo. Es una señal desde el subsuelo profundo. Los habitantes del
mundo la han captado sin saberlo; la tienen metida en los huesos,
literalmente. He encontrado los patrones de crecimiento de esa onda en
esqueletos que muestran esta secuencia. Además está en la canción de los
pájaros, en las telas de los arácnidos, incluso en el crecimiento de las
caracolas, que se van más de lado aquí que en la espiral tradicional.
—¿Lo que quiere decir…?
—Sabemos que este mundo era un mundo necrópolis, si bien era para
enterrar a un único faerón. Podía ser el zumbido del reactor del generador
de estasis. O un cántico funerario repetido.
—O una señal —concluyó Orikan.
—Sí —confirmó Trazyn—. Eso es posible. Aunque, de serlo, está
codificada, y nos falta alguna clave para poder descifrarla adecuadamente.
Quizá si el maestro Orikan pasara algún tiempo fuera de su trance…
—He estado haciendo un trabajo importante.
—Entonces, cuéntanoslo —indicó la ejecutora Phillias.
—Después de establecer contacto con la Puerta de la Eternidad y el
Mysterios, y de penetrar en la consciencia de su constructora, he recibido la
información de que hay una segunda puerta.
Phillias, con la espalda ya tiesa como un palo, se inclinó hacia delante,
expectante.
—Es una salida de emergencia, que se activa a intervalos diferentes de la
última puerta que activamos, ya que, debido a la interferencia del líder
Trazyn, la puerta primaria permanecerá cerrada durante dos milenios.
—¿Y la salida de emergencia? —preguntó Phillias, interviniendo antes de
que los otros comenzaran a pelearse.
—Podríamos ser capaces de abrirla antes, mucho antes del Exterminatus
programado.
—¿La has encontrado?
—Las investigaciones están… en marcha. Sin embargo, he aprendido
mucho sobre la arquitecta de la puerta, la Hechicera de Datos Vishani. Sus
métodos y forma de pensar.
—Maestro Orikan —respondió Phillias—, después de haber hecho un
montón de informes yo misma, sé cuándo alguien está haciendo que la
inmovilidad suene a progreso. Me parece que estáis trabajando en esta
cuestión desde direcciones diferentes. ¿Podría ser que la Emanación de
Serenata procediera de la salida de emergencia?
—Podría ser —admitió Trazyn.
—¿No has pensado en investigar esa posibilidad?
—Lo hice —respondió Trazyn—. Pero requeriría estar bajo tierra durante
un período de tiempo importante, y, dados los problemas de comunicación
inherentes a la geología, no querría bajar demasiado y arriesgarme a
perderme nuestro control.
—Entonces, ya tenéis un camino que seguir —repuso Phillias—. Apruebo
la extensión temporal con la condición de que en un año vayáis a los
túneles. Juntos. Y más vale que no haya más encuentros «fuera de lo
normal» con extraterrestres exóticos, ¿de acuerdo?
Orikan se quedó mirando fijamente, con las manos en una posición de
meditación indicada para aumentar la calma y disipar la rabia.
—Muy bien. —Trazyn hizo desaparecer los paneles de glifos y se volvió
para marcharse—. Te dejamos. ¿Vienes, astromante?
Orikan le siguió, con el ocular tapado por su cubierta.
—Una cosa más, señores. —Phillias dio un golpe sobre la mesa—.
¿Alguno de vosotros ha encontrado algún rastro del Supremo Metalurgista
Quellkah?
No lo habían encontrado.

***
—«Por favor, Vishani. ¿Dónde está la puerta de emergencia?»
—«No todo se retiene, Orikan. Muchos años en la cripta han dañado
mis bases de engramas. No puedo decirte la localización exacta, aparte
de que se halla debajo».
—«Esa emanación, la Canción de Serenata. ¿La envías tú?».
Una pausa.
—«Orikan, no escuches esa señal. Es peligroso. Ahí yace la ruina».
—«Mañana vamos a seguir la emanación. Trazyn cree que puede
llevarnos a la puerta de emergencia».
—«Y podría ser. Pero no hay que prestar atención a todas las señales.
Seguidla, si es necesario, pero no tratéis de descifrarla. No os quedéis
en eso. Como bien sabes, los datos pueden cambiar el sistema que los
contiene. Los datos pueden ser una maldición».
—«Eso es imposible».
—«El sermón convierte al creyente en fanático. El tratado político
transforma al indiferente en revolucionario. Una mentira expuesta
acaba con una amistad. La información nueva siempre afecta al
sistema que la consume, a veces de un modo catastrófico. Esa es la
maldición de los datos. Todos los datos. Pero los datos también pueden
estar corruptos».
—«¿Cómo están corruptos estos datos?».
No hubo respuesta.
—«¿Vishani?»
—«Con tan solo hablar de ello ya puede caer sobre ti. Ese es el peligro
de la información. Sigue la señal, Orikan, pero cierra tu mente a su
análisis. Prométemelo. No quieres lo que contiene».
Orikan pensó durante largo rato.
—«Lo prometo».
—«Gracias, mi igual. Ahora, dediquémonos al estudio del
empoderamiento astromántico. Has descubierto cómo abrir tus
sistemas al cosmos, cómo la energía del espacio-tiempo viaja por líneas
como las de un circuito impreso y cómo la posición de las estrellas
reorienta esa energía, pero ¿has descubierto cómo modificar tu
necrodermis para maximizar la energía recogida?»
—«¿Eso es posible?».
—«Entonces, hagamos otra sesión de escritura automática. Te puedo
dar los diagramas».

***
>>> Sujeto: ALERTA – Acuchillador de la Capital
>>> Transmisión: Vía Enlace Ascendente Seguro
>>> Receptores: Tenientes Detectives y Superiores [NO DIFUNDIR]
++ Establecer patrullas en el Distrito Abisal.
++ Hacer una llamada al público en busca de información.
++ Negar/desestimar informes de actividades de cultos.
++ Reprimir a cualquier colectivo de trabajadores que exija un paro en el
trabajo a consecuencia de los asesinatos.
>>> A las 04.30 horas, los ejecutores respondieron a un informe sobre un
olor extremadamente desagradable que emanaba de una alcantarilla pluvial
en el Distrito Abisal [VÉASE: callejero adjunto]. Al penetrar, hallaron el
cuerpo de Glavius Wyman, un empleado de mantenimiento del
Administratum que trabajaba en el sistema, en un estado avanzado de
descomposición. Las heridas son consistentes con las otras cuatro presuntas
víctimas del llamado «Acuchillador de la Capital».
La muerte de Wyman presenta paralelismos con la de víctimas previas, que
también vivían o trabajaban en el subsuelo. Según los registros de embargo
de sueldo del Administratum, Wyman dejó de presentarse al trabajo hacía
ocho días estándar. Los técnicos del medicae mortis sugirieron que las
lluvias del monzón artificial de la semana anterior arrastraron el cuerpo
desde el lugar del asesinato hasta que se enganchó en la rejilla de la
alcantarilla.
Hasta el momento, no parece haber ningún componente ritual en el
asesinato que pudiera indicar alguna actividad de culto. Las hipótesis
apuntan a que es la obra de un asesino compulsivo. Sin embargo, persiste el
falso rumor de que esos homicidios son obra de un culto. Cortar esta
tendencia cargando a los que fabrican esos rumores con un cargo de
sedición en segundo grado bajo los estatutos de subversión. Emplead cargos
en primer grado si el sujeto forma parte del llamado «Colectivo de
Trabajador del Subsuelo», y usan esos asesinatos como una justificación de
su huelga [VÉASE: Lista de Grupos subversivos].
FIN DEL MEMORÁNDUM
+ Pensamiento del día: «La ley es la encarnación de la voluntad del
Emperador».
CAPÍTULO SIETE

Una bizarra leyenda urbana corre entre las bandas de carteristas de


la Ciudad de Serenata. En las noches de doble luna, se dice, un
desconocido cubierto con un largo abrigo camina por las peores
partes de la ciudad con collares de joyas y cadenas de relojes
colgándole de los bolsillos. Pero cualquier desafortunado granuja que
intente hacerse con ese botín se encontrará enganchado por los
anzuelos cosidos a los bolsillos del abrigo. Es entonces que su mano,
donde cada dedo ha sido remplazado por una larga cuchilla, aparece.
Y el Cazador de Dedos se cobra su presa.
–Leyendas y Cuentos de espectros de la Vieja Serenata

Trazyn el Infinito, Líder Supremo de Solemnace, Arqueovista de las


Galerías Prismáticas y testigo de mil épocas, observaba con fascinación el
espectáculo de marionetas.
Lo hacía desde una cierta distancia, en lo alto del campanario de la
Basílica de la Ascensión del Dios-Emperador. Los arcos y gárgolas
proporcionaban un amplio camuflaje, y la altura ofrecía una amplia vista de
las idas y venidas de la Plaza del Asentamiento. Trazyn se cubría
simplemente con un hábito con capucha marrón, como el de un monje, que
fundía su forma en la distancia y, junto al emisor de ilusiones, servía para
asegurarse de que ni siquiera los campaneros se fijaran en él si lo captaban
en su visión periférica.
Pero, esencialmente, era innecesario. Nadie se aventuraba tan arriba.
Por abajo, el ocaso de color melocotón salpicaba la plaza y proyectaba un
agradable resplandor sobre los edificios de mármol, que parecían hechos de
hueso pulido. Un farolero iba de poste a poste, con una escalera en el
hombro y un encendedor de prometio en la otra mano, preparando la plaza
para la noche.
El espectáculo no podía comenzar hasta el ocaso. Era un teatro de
sombras, con su público de niños sentado a ambos lados de la pequeña
estructura. En un lado, iluminado con lámparas de gas, se veían a las
marionetas planas, de cuero pintado, bailando con sus sinuosos miembros
articulados mientras desfilaban ante un trozo extendido de fina lona. En el
otro lado, el público observa las sombras proyectadas sobre una sábana
blanca. La misma historia, las mismas acciones, pero en siluetas. Los niños
de más edad y algunos adultos, iban de un lado al otro del teatro para ver el
espectáculo desde todos los ángulos.
—Es una leyenda sobre el asentamiento —dijo Trazyn—. Santa Madrigal
llamando a los fieles a Serenata.
—Arrebatador —replicó Orikan—. Si uno de los muñecos golpea a otro, o
tal vez suelta una emisión de gas flatulento, avísame, por favor.
—No creo. El tema de esos teatros de sombras suele ser litúrgico histórico.
La Caída de Vandine, las Conquistas Macharian. La vida de los santos y esa
clase de cosas. Si prefieres la farsa…
Hizo un gesto indicando el otro lado de la plaza, donde una troupe de
actores daba saltos y vítores mientras un obispo lascivo, con la mitra de
lado y los brazos extendidos, perseguía a una risueña cortesana por el
pequeño escenario. Justo antes de que la agarrara, la astuta dama se
escabullía del abrazo y dejaba al clérigo abrazando amorosamente una
máscara de burro.
La multitud aullaba, y un actor enmascarado como el Rey Truhan se
avanzaba y ofrecía un discurso cargado de sarcasmo sobre aquellos que
permitían que sus mezquinos vicios los dominaran.
—Por todos mis eones, no puedo entender cómo puedes sacar algo
importante de esas estupideces. Sabes que el imperio finalmente tendrá que
destruir a esos humanos, ¿correcto?
—Estudiar una cultura ofrece una indicación de su procedencia, y a veces
de hacia dónde va. Podemos extrapolar lo que aprendemos a otras especies.
Además, necesitaremos unos cuantos como esclavos. —Trazyn aumentó sus
oculares, y los centró sobre el que tocaba el xilófono junto al escenario de
las marionetas—. Por ejemplo, ¿notas que la melodía de batalla se entreteje
con la Canción de Serenata?
—No lo he notado, y no me importa. —Orikan calló un momento—. De
hecho, ¿por qué no quedamos que esta parte de la investigación es tuya?
—Está oscureciendo —dijo Trazyn—. Es hora de irnos.
La pareja bajó hasta la cripta y, envueltos en hábitos y con los emisores de
ilusiones encendidos, salieron a las calles de la ciudad.
Ahí debían moverse con más cuidado. Algún asesino en serie había estado
activo en Ciudad Serenata, y los ejecutores estaban mucho más vigilantes.
Posiblemente emplearan escáneres. Rodearon la plaza por el borde,
evitando a la gente, y dejaron que los emisores trabajaran con las sombras.
Cuando Orikan pasó cerca del escenario donde los actores daban saltos y
hacían malabares, se fijó en un detalle curioso.
—Ese actor. El que lleva esa corona vieja.
—El Rey Truhan, sí.
—Tiene un tercer brazo.
Trazyn sonrió.
—Claro. Me he fijado en que uno de los brazos del actor es falso. Con ese
brazo libre realiza sus actos de truhan, vaciando bolsillos o colocando
pruebas incriminadoras.
—Un ladronzuelo —repuso Orikan—. Por eso te interesa tanto.
—El Rey Truhan, por los volúmenes que he leído, es un saboteador que
solivianta el orden social y expone las hipocresías. Los guiones, por lo que
sé, estarán muy censurados por el Administratum.
Cruzaron por profundas sombras, bajaron las largas escaleras y rampas de
lo que antes había sido el arrecife de coral, y descendieron a los Abisales,
un extenso suburbio construido en la gran planicie. Una planicie que, en el
pasado, había sido el fondo marino, antes de que los orkos se llevaran miles
de millones de tambores de agua para refrescar sus reactores. Antes de que
el gobierno planetario, mientras seguía denunciando la tiranía orkoide, se
diera cuenta de que también ellos podían vender el agua a las naves de la
Armada Imperial y las comerciales que pasaban cerca, y así conseguir más
tierra nueva para urbanizar.
En ese momento, gran parte del océano había desaparecido, reducido a la
cuenca más pequeña del mar profundo.
—Fíjate —indicó Trazyn— cómo incluso todos esos bloques de habs
desnudos tienen balcones cerrados. Pequeños jardines, verduras, flores.
Cada uno de ellos grabado con los dibujos como runas que, sabiéndolo o
no, heredaron de los eldar. Fascinante, ¿no crees?
—Gusanos de corta vida tomando prestado de degenerados de larga vida.
No comprendo tu fascinación por los humanos, Trazyn.
—Admito que tienen sus defectos, sin duda. ¿Sin refinamiento? No hay
duda. ¿Supersticiosos? A todas luces. Y primitivos, rebeldes y cortos de
entendederas también. Además, su biología es desagradable. Todo lo que
consumen para conseguir energía finalmente los mata. Su tracto digestivo
es una colonia de bacterias. Y su sistema de reproducción es el mismo que
el de eliminación de residuos. ¿Sabías eso?
Orikan hizo una mueca de asco, como si no lo hubiera sabido y hubiera
preferido vivir en un estado de ignorancia.
—Es cierto —insistió Trazyn—. He hecho disecciones. Sin embargo, a
pesar de todas esas dificultades, han hecho muchísimo en la galaxia. Con el
tiempo, su imperio podría eclipsar la extensión del nuestro en su momento
cumbre. Quizá ya lo está haciendo; no tienen la coordinación para poder
saberlo. Nacen débiles, maduran lentamente, tienen una vida corta, y, en
una galaxia llena de criaturas que llegan al mundo totalmente crecidas,
armadas con fauces y blindadas con hueso, aún han conseguido ser la fuerza
dominante tanto en tecnología como en voluntad.
Trazyn se detuvo, como si estuviera sopesando confiar a Orikan su
siguiente frase.
—Me recuerdan un poco a nosotros. O mejor dicho, a como éramos antes.
Ambiciosos pero con una vida corta.
Orikan gruñó, un zumbido descontento de sus emisores vocales.
—Teníamos mejor tecnología. Y sus vidas son mucho más largas de lo que
lo eran las nuestras.
—No por mucho —corrigió Trazyn—. No tanto. Especialmente dado que
ellos no pueden emplear criptas de estasis durante los viajes intergalácticos,
como hacíamos nosotros. Oh, sí que se las extienden artificialmente por
medio de tratamientos con drogas y augméticos, o por las desagradables
cirugías de los Astartes. Pero eso es solo una pequeña minoría. En conjunto,
la mayoría se adaptan a sus cortas vidas. Las consideran suficientes.
—No conocen otra cosa —replicó Orikan, con una nota de amargura—.
Nuestras vidas, truncadas y maldecidas por los tumores, tenían que vivirse a
la sombra de los Ancestrales. Antes de eso, nosotros también aceptábamos
nuestro destino.
—¿Crees que, si pudieran elegir, cambiarían su alma por la inmortalidad,
como hicimos nosotros?
—Como hicisteis vosotros —protestó Orikan—. Yo me resistí. Vi el
engaño. Pero vosotros estabais más que dispuestos a vender esos cuerpos
rotos vuestros.
Trazyn se detuvo.
—Yo fui a las llamas de la biotransferencia cargado de cadenas. Está claro
en mis engramas. Lo puedo ver con claridad: el grillete al cuello. Manos de
metal, incansables, agarrándome por los hombros. Me cogieron en mi
biblioteca. El que lo hizo, Nilkath, era un guarda Sautekh. Uno de los
vasallos del señor de la tormenta.
Orikan lo miró con su ocular rodando, como si buscara en su máscara
mortuoria la señal delatora de la energía reencauzada que podía indicar una
mentira.
—Entonces, lo recordamos de formas diferentes —dijo. Y aunque las
palabras de Orikan a menudo contenían el beso permanente del ácido, esas
en concreto ya ardían—. Después de todo, tú eres el experto en historia,
¿verdad?
El Adivino se volvió, y caminaron el resto de los nueve kilómetros en
silencio, llegando justo antes del amanecer.
Por la noche, la instalación de bombeo del agua residual estaba desierta.
Colarse no les resultó difícil. El vigilante, al que Trazyn implantó un
escarabajo cepomental, les abrió el candado y les dejó entrar en la vieja red
subterránea.
El alcantarillado de Abisal solo tenía unos pocos siglos, pero estaba mal
conservado. El constante golpeteo de las lluvias monzónicas, que se
provocaban artificialmente sembrando las nubes, porque los océanos ya no
eran lo suficientemente grandes para soportar el índice óptimo de lluvias,
significaba que los de mantenimiento tenían que trabajar en el sistema
durante todo el año.
—Por favor, no me digas que tenemos que escalar los excrementos
humanos —protestó Orikan.
—Esta no es una red de residuos —le aseguró Trazyn—. Es para evacuar
el agua. El archipiélago de Serenata tiene clima monzónico, con grandes
lluvias la mitad del año. Ahora se producen artificialmente, claro. Dado que
el Abisal era antes el lecho marino, te puedes imaginar el riesgo de
inundación que hay aquí abajo.
Orikan gruñó.
—Estos túneles también contienen las cisternas subterráneas que
mantienen el planeta, y es ahí adonde nos dirigimos.
—¿Donde encontraste la señal?
—Donde mis escarabajos sensores encontraron la señal —corrigió Trazyn
—. El agua es un excelente conductor de la vibración, y lo que sea que está
aquí abajo, está vibrando con fuerza.
***
El cadáver flotaba bocabajo, con las hinchadas muñecas embutidas en las
mangas abotonadas del mono azul de mantenimiento.
O, al menos, había sido azul alguna vez. La larga inmersión había
mezclado el tinte barato con el agua.
Y no era el único cadáver. Orikan pudo ver al menos otros cinco flotando
en las aguas oscilantes de la cisterna, cuya superficie ondeaban a medida
que las lluvias de medianoche enviaban más fluido a la caverna sin luz que
contenía la reserva de agua del planeta.
Habían tardado tres días locales en bajar hasta allí.
—Dale la vuelta —dijo Orikan.
—Dásela tú —replicó Trazyn.
—Pensaba que los misterios del cuerpo humano solo eran viejas profecías
para ti, ¿no? Seguro que no puedes pedirme que te arrebate la…
—Sí, sí. Muy bien. —Trazyn avanzó con el agua hasta la cintura,
enganchó el mono con un dedo y le dio la vuelta al cadáver—. Ummm… El
daño es… muy extenso.
—¿Me estás diciendo que los humanos normalmente no tienen ese
aspecto? —le soltó Orikan, como puya.
Trazyn alzó una mano y bombardeó el cuerpo con láseres reflejantes para
realizar un análisis espectromántico.
—Normalmente, diría que esto es daño post mortem producido por algún
carroñero. Los lagartos ave en el alcantarillado pueden llegar a ser bastante
grandes y agresivos. La hinchazón dificulta las cosas, claro. Pero dudo que
incluso el más grande pudiera causar una fractura tan espectacular en la
órbita del ocular derecho; mira, va directa hasta el paladar. Lo que queda de
carne parece haber sido arañada por algún arma o herramienta de metal.
—Una garra.
—Una conclusión un poco apresurada, mi querido astromante —replicó
Trazyn, sin detener su examen—. El trauma en la cavidad torácica es muy
extenso. Si las costillas fracturadas no resultaran ser una herida perimortem,
diría, como he indicado antes, que es el trabajo de algún carroñero grande.
Pero, así, también podría ser algún tipo de herramienta. Y en el lado
izquierdo solo quedan las costillas flotantes. Casi parece como si el atacante
le agarrara por el esternón y le arrancara las costillas de la uno a la ocho,
separando el lado derecho del cartílago costal con un tajo y arrancando las
costillas del ligamento que las conecta a las vértebras.
—Se lo comieron.
—Sé que eso es lo que parece, pero… —Trazyn se volvió—. Ah, ya veo.
Orikan flotaba a un palmo sobre la superficie del agua, con las piernas
cruzadas y sus repulsores incorporados haciendo pequeñas ondas en toda la
extensión de la cisterna. Su ocular estaba cerrado con fuerza y la cabeza
echada hacia atrás. Ante él, sus diestras manos bailaban con movimientos
precisos, como si estuviera desenrollando un pergamino ante sí.
—No ocurrió aquí. La muerte le sobrevino en los túneles superiores. No
vio lo que lo mató. Llegó por un lado, desde la oscuridad, evitando el haz
de luz de antorcha.
—¿Lo ves?
—De un modo imperfecto —contestó Orikan—. Solo puedo reconstruir
basándome en las pruebas. No es una auténtica visión, sino una proyección
forense extrapolada de sus heridas y los dibujos de traumas duraderos
grabados en sus caminos neurales.
—¿Y qué ves?
—Garras. —Orikan abrió su ocular—. Garras largas. Un arma de
depredador. Le golpeó desde el lado con su duro cráneo, con la cabeza hacia
abajo como un carnero, y le causó un trauma craneal incapacitante. —
Señaló—. Pequeñas heridas defensivas en los brazos. Cayó desmayado de
espaldas. El hueso pélvico…, esto se te ha escapado, querido colega, sufrió
una fisura cuando la cosa se arrodilló sobre él. Y entonces, fue a por el
pecho con las garras y los dientes.
—¿Y los dientes?
Orikan agitó una mano y activó un modelo crisofásico de una de las
costillas que quedaban; lo fue girando para poder verlo bien.
—Marcas de unos dientes afilados. Y más importante, erosión por dientes.
Lo que significa…
—Significa que aún estaba vivo cuando se lo comió —concluyó Trazyn, y
calló un momento—. Esta reconstrucción. Imágenes de los engramas. ¿Es
lo que ves cuando hablas con Vishani?
Orikan desactivó sus repulsores y se metió en el agua.
—¿Nos hundimos más?
Cuatro días después, abrieron un agujero en una caverna natural y
descubrieron el pozo de la tumba.
Era recto y regular, se hundía en largos tramos de escalera y se alzaba
torciendo en ángulos rectos. Apartado del sistema de agua, el aire era seco
hasta el punto de la desecación.
Y ahí fue donde hallaron la cámara de los huesos.
La notaron antes de verla, y no debido al olor a podrido, porque ya no se
hallaban en los túneles del sistema de agua, sino debido a una señal de
retorno que sugería material humano.
Habían estado tomando precauciones desde que hallaron los cadáveres.
Primero, encontraron los cráneos. Colocados en filas contra las paredes de
la cámara, de modo que las cuencas vacías miraban hacia fuera.
Para un humano, hubiera sido más que impresionante. Sagrado o blasfemo,
dependiendo de las creencias divinas de cada uno. Para un necrón inmortal,
alejado desde tiempo inmemorial de los terrores de la muerte, simplemente
representaba la señal de un peligro extremo. Incluso cuando pasaron a la
cámara más amplia, con las armas en la mano y los pies reconfigurados
para que unas almohadillas de necrodermis silenciaran sus pasos, no
pensaron en los largos huesos que formaban arcos triunfales a lo largo del
paso, ni en las cajas torácicas que colgaban del techo como lámparas.
Había esqueletos articulados arrodillados a ambos lados del camino, con la
cabeza inclinada y las manos postradas en el suelo, como si los que
avanzaban por el centro de la cámara fueran dioses vivientes.
Y en cierto modo, así era.
—«El análisis dice que algunos de esos huesos son antiguos —transmitió
Trazyn—. Tienen siglos».
—«No todos» —contestó Orikan.
Un señalizador de lugar le apareció a Trazyn en el visor, y vio que uno de
los esqueletos arrodillados estaba en el proceso de ser montado; aún le
colgaba carne desgarrada de algunas de las partes juntadas
apresuradamente.
La parte izquierda de su tórax, incluyendo las costillas de la uno a la ocho,
estaban llenas de sangre coagulada. Los oculares de Trazyn fueron camino
arriba.
—«Y naturalmente, está eso» —indicó, acabando el mensaje con un glifo
que indicaba ironía.
Al fondo de la cámara había unas enormes fauces de carcarodon,
enmarcando la enorme entrada a la siguiente cámara.
Cánticos resonaban a través de la abertura negra.
Trazyn fue a la izquierda, y Orikan, a la derecha.
La cámara era enorme, mayor incluso que en la que habían luchado
durante los primeros días de la colonización de Serenata, cuando sobre ellos
se alzaba un pueblo colonial isleño en vez de una enorme ciudad en la
cuenca de un mar seco.
Enormes braseros punteaban un paseo central, con el suelo barrido. A
diferencia de la antecámara, ahí no había huesos. Resultaba evidente que,
fuera cual fuera, la cruel inteligencia que había construido esa catedral de la
masacre consideraba ese lugar sagrado como un lugar que debía
permanecer impoluto.
No así el altar que se hallaba ante la enorme Puerta de la Eternidad, que se
alzaba al final de una amplia escalinata, con su estructura de piedranegra
conservada perfectamente, como si las piedras acabaran de ser talladas.
La cosa, encorvada, se hallaba ante el monumento necrón mascullando
algún tipo de plegaria.
Orikan pasó una mano y ejecutó un análisis.
—«Es… humano —transmitió Orikan, y luego se corrigió—. No, no del
todo. Pero al menos en parte…».
La criatura volvió la cabeza de golpe, como si los hubiera detectado.
Orikan lo vio girarse hacia Trazyn, con ojos malévolos brillantes en la
oscuridad.
—«¡Trazyn, en guardia!»
Demasiado tarde. El tonto había apartado la vista de la criatura para
examinar una estela en la base de uno de los braseros (coleccionando,
siempre coleccionando), y la cosa ya había cubierto la mitad de la distancia.
Para cuando volvió a prestar atención al atacante, este ya se había metido
entre varios braseros, y Trazyn ya no tenía una visión directa de él que le
permitiera predecir el ángulo del ataque. Una sombra en la oscuridad.
Orikan contempló a Trazyn lanzar un golpe defensivo a ciegas por la parte
izquierda del brasero, esperando pillar a la horrible cosa con su obliterador
cuando esta pasara por esa esquina.
Pero la cosa saltó por encima del brasero apagado, apoyándose con
agilidad en lo alto con sus miembros como ganchos, antes de lanzarse sobre
el arqueovista, con las garras destellando bajo el resplandor del reactor
central de Trazyn.
Orikan corrió hacia ellos, pero la enorme escala de la cámara significaba
que la cosa tendría unos valiosos momentos para cebarse en el arqueovista.
A juzgar por la cámara que habían cruzado antes, y los cadáveres que
habían visto, la cosa era un maestro de la matanza. Frenético pero, al mismo
tiempo, con una precisión quirúrgica.
¿Bajo qué mala estrella debe nacer un ser para tener esas habilidades?
Trazyn cayó contra la piedranegra con fuerza y resbaló. El obliterador se le
cayó con el golpe de la criatura, y necesitó ambas manos para contener el
feroz asalto de sus garras.

A través de las afiladas uñas, pudo ver una calavera con la sonrisa clavada.

La cosa siseó y gorjeó. Notas aguadas que confundían los sistemas de


Trazyn, y se trasladaron a su visión ocular como una línea de glifos
numéricos. Repitiéndose constantemente. Le llegaban al campo de visión
como la riada de un monzón.
3211-1534-4132-5324
3211-1534-4132-5324
3211-1534-4132-5324
Trazyn trató de sacárselo de encima golpeándolo con las piernas. La cosa
siguió aferrada y le hundió una de las garras más profundamente en la placa
de la escápula.
Pero la patada le dio espacio. Echó el brazo hacia atrás y le lanzó un
puñetazo a la cara, con el puño formado de manera que los dos nudillos
centrales sobresalieran para centrar toda la energía en ese punto.
El cráneo de la cosa se hizo pedazos, y se le cayó de la cara a trozos.
Trazyn intentó agarrarla para tirarla hacia un lado, pero cada vez que cogía
algo, el exoesqueleto se quebraba en puñados de calcio osificado.
Huesos. Toda esa cosa estaba cubierta de huesos humanos.
Notó la larga garra hundírsele entre la placa escapular del hombro y la caja
torácica; bajaba como un gusano por sus sistemas, buscando el reactor
central. Le perforó el revestimiento y el fluido comenzó a derramársele y le
corrió por las vértebras. Notó una larga garra quirúrgica cortar las varillas
de fuel en su interior.
Esta vez no había sustituto.
Simplemente podía dejar que ocurriera, pensó Orikan.
Sería tan sencillo, quedarse parado y contemplar cómo ese monstruo
destrozaba a Trazyn. Prepararse para el ataque, tomarse tiempo para
calcular el golpe de su báculo con el que le destruiría la estructura a la cosa.
Lo había hecho la última vez que una criatura le había atacado en los
túneles, una criatura que estaba seguro de que Trazyn había soltado.
Sería justicia matemática. Equilibrar la ecuación.
Sin embargo, por alguna razón que no acababa de comprender, se sintió
retrocediendo en la línea temporal, se vio yendo hacia atrás mientras la
criatura volaba por los aires y caía sobre el brasero para saltar luego al
suelo.
Quizá fuera el modo en que Trazyn había caracterizado su
biotransferencia. O el hecho de que, a pesar de su desagradable fase de ser
amable con Orikan (algo que solo Trazyn hacía, y el astromante lo sabía,
porque a él le resultaba muy irritante), sí que había encontrado la Puerta de
la Eternidad.
O quizá porque, después de tantísimos eones, resultaba agradable
conversar con alguien que se acercara a su propio nivel.
Ya fuera por utilidad o por sentimentalismo, Orikan retrocedió
rápidamente en el tiempo, formando ya el Axioma de Haqqavi con la mano
derecha, y con la izquierda abierta en el Gesto de Localización de
Objetivos, preparando un rayo de antimateria.
Orikan empujó con fuerza la mano derecha hacia la izquierda, y envió un
rápido chorro de partículas en movimiento, sin color ni luz, al otro lado de
la antecámara.
La parte superior del brasero se desintegró al ser alcanzada por el chorro
de partículas.
La criatura se tambaleó en el aire, y se estrelló contra la piedranegra,
esparciendo huesos por todos lados.
En un instante, ya volvía a estar de pie, rugiendo algo ininteligible.
Aullando y gorjeando con furia.
Pero esta vez, fue directa a por Orikan.
Este conjuró otro rayo, pero falló. La vio acercarse con zancadas ladeadas
y se agazapó, preparándose para enfrentársele con el báculo.
La cosa llegó por abajo, esquivando el báculo, con las uñas como cuchillas
extendidas para agarrar y destripar.
Y Orikan oyó hablar a la cosa. Un galimatías de números en cadena. Un
bucle de locura.
Y Orikan supo que iba a superar su guardia. Supo que le iba a clavar esas
largas garras porque ¿quién podía hacer frente a tal horror? Quizá pudiera
golpearle una vez o dos, pero, sin las estrellas que le daban poder, no podría
aguantar mucho.
Se preparó para el ataque.
Y, entonces, la cosa se detuvo, paralizada, con las manos extendidas.
Por un momento, Orikan pensó que él había detenido la línea temporal.
Que habría lanzado un hechizo cronoestático en un reflejo inconsciente.
Hasta que vio a Trazyn rodear el horror paralizado, con la mano extendida
y un rayo de estasis enturbiando el aire.
—¿Has oído lo que dice?
Orikan se acercó para inspeccionar la cosa, con el báculo alzado por si se
movía.
—Es la señal —dijo Trazyn—. La anomalía que hemos estado siguiendo.
La señal más fuerte que repite la Canción de Serenata. Esta es la fuente que
la transmite. La repite, una y otra vez. La grita hacia la oscuridad.
—Deja eso ahora —replicó Orikan—. Tenemos peores problemas. ¿Le
reconoces?
Trazyn pasó hacia delante y miró fijamente la cosa.
—¡Dioses muertos! —exclamó—. Es el Supremo Metalurgista Quellkah.
CAPÍTULO OCHO

LLANDU’GOR: Hemos conseguido engañarlos. Hemos traído la


noche. Y pronto, los despellejaremos. Serán nuestros en cuerpo y
mente.
– Guerra en el Cielo, Acto V, Escena III, Línea 2

Puerta de la Eternidad

Serenata

252 Años Antes de Exterminatus

—«Has estado lejos mucho tiempo, mi igual».


—«Mis disculpas. Tengo obligaciones. Ha comenzado el Gran Despertar,
y mi dinastía necesita mi guía. O mejor dicho, los que han despertado
necesitan guía. Los Sautekh han despertado de sus criptas en medio de una
guerra civil. Hay muchos de mi dinastía que me han pedido que les lea el
futuro».
—«¿Y construir sus futuros?».
—«Dejemos eso entre nosotros, ¿de acuerdo? El futuro no siempre se
puede dejar a las veleidades del destino. A veces, se debe construir. Si me
mantengo al margen, la dinastía se destruiría a sí misma. Ciertos asuntos
necesitan atención. Incluso después de la apertura del complejo de
Cephris, no puedo emplear lo que hay dentro si el Imperio Infinito se ha
destruido a sí mismo mientras tanto».
—«La última vez que hablamos, te pregunté si estabas preparado. ¿Lo
estás ahora?
»¿Orikan?».
—«No me resulta fácil, Vishani. Cuando les hablé de la biotransferencia,
sobre el infierno que vi, me llamaron loco. Un fanático. Nadie podía verlo,
o no quisieron verlo. Fui el único que discernió la auténtica naturaleza de
los C’tan. Intenté salvarlos y me persiguieron. Luego me agarraron con sus
manos de metal y me lanzaron al fuego con ellos. Es difícil ser sincero,
abrir mi mente a otro después de eso».
—«Yo te escuché. Nephreth te escuchó. Dices que fuiste el único en
verlo, pero eso es tu ego, mi igual. Y a pesar de tus habilidades, el ego
es una bestia a la que es fácil someterse. Pero no fuiste el único.
Nosotros luchamos contra los C’tan. Nephreth dio su vida impoluta
contra ellos. Te has grabado su persecución en la mente, y ahora la usa
para perseguirte a ti mismo. ¿No he confiado en ti?».
—«Lo has hecho».
—«¿No te he ayudado a desbloquear las ardientes estrellas y a acabar
con tus enemigos?».
—«Y te lo agradezco mucho. He trabajado para liberarte».
—«Pero, por lo que parece, no lo suficiente para quitarte la armadura
de la mente. Se está tan solo aquí, Orikan. Y si me dejas entrar, si
confías en mí, entonces podría mostrarte cómo abrir la Puerta de la
Eternidad mucho antes de cuando este mundo debe quebrarse y
romperse».
—«Tenemos tiempo. Aún no he agotado todas las posibilidades…».
—«¿Me tienes miedo, Orikan? ¿Es por lo del criptecnólogo?».
—«Contagiarse con el virus desollador… más allá de lo imaginable. Y da
qué pensar. Trazyn ha estado en cuarentena. Él vio las emanaciones
neurales de la cosa con sus propios oculares. Por ahora, no parece haberse
infectado, pero…».
—«No estoy infectada, Orikan».
—«Pero si lo estuvieras, podrías no darte cuenta».
—«No estoy infectada porque nunca presté atención a la señal. Ha
estado ahí desde la construcción, una parte de la misma geología. Y lo
cierto es que es una defensa pasiva muy buena. Mientras construíamos
la tumba, nos hizo perder siete arquitectos, pero enseguida aprendimos
a contenerlo. A no escuchar. Igual que te dije que no escucharas. ¿No es
cierto?».
—«Sí, es cierto».
—«Síguela si debes, pero no intentes resolverla. Mientras no le prestes
atención, estarás a salvo. Y estás a salvo. Quizá tu colega Trazyn no,
pero tú lo estás».
—«¿Hay algún modo de curarle?».
—«Si está infectado, no. Podría no regresar nunca a este mundo. Y si
lo hace, tendrás que completar el trabajo. Déjame que te enseñe cómo.
Solo brevemente».
—«Necesito más tiempo».
—«Bueno, pues tienes suerte. Tenemos tiempo. Pero, mi igual,
tenemos menos del que crees».

Galerías Prismáticas, Solemnace

244 Años Antes de Exterminatus

—¿Y me dices que encontrasteis al supremo metalurgista así? —La


ejecutora Phillias se acercó a la caja hermética, con la cabeza de lado al
inclinarse hacia el campo.
Orikan y Trazyn intercambiaron una mirada.
—Esa insinuación hiere —dijo Trazyn.
—Y es ignorante —añadió Orikan—. Señora ejecutora, incluso un
criptecnólogo con mi poder no entiende lo suficiente el virus desollador
para infectar a un sujeto. No sin exponerlo a otro infectado y, por tanto,
exponerme a mí mismo. Una perspectiva peligrosa, y Quellkah, para decirlo
sin ambages, no valía la pena ese riesgo.
En el otro lado del campo, la cosa que había sido el Supremo Metalurgista
Quellkah inclinó la cabeza, imitando el lenguaje corporal de Phillias.
Su exoesqueleto estaba cubierto por un dedo de sangre vieja, embadurnada
hacía tantos siglos que había manchado su necrodermis permanentemente.
Un cráneo humano hueco le cubría la estrecha cabeza como una máscara, y
el resplandor de un desagradable amarillo de su monocular salía desde
detrás de las órbitas juntadas. Huesos y un sudario a tiras de piel seca
colgaban de su cuerpo.
Phillias alzó una mano, meneó los dedos y observó cómo los dedos como
escalpelos se movía a su vez. Ella dio un paso hacia el lado, y el
criptecnólogo, vacilante y torpe, hizo lo mismo.
Entonces, el horror se lanzó hacia ella, y el campo hermético lanzó una
descarga con una sacudida de recolocación dimensional que lanzó hacia
atrás al criptecnólogo maldito. Correteó hasta una esquina y se acurrucó
allí, con las finísimas hojas de piel humeando.
La propia Phillias saltó hacia atrás, con las manos en posición defensiva.
—Sí, a veces hace eso —comentó Orikan, que flotaban en su campo
repulsor con su monocular cerrado—. Quellkah siempre era el imitador.
Hacías algún progreso en una investigación en tu trabajo y te seguía los
pasos, luego, en el último minuto, intentaba apuñalarte en el cuello y
hacerlo suyo.
Trazyn meneó la cabeza.
—Inapropiado.
Phillias fue hacia él.
—De verdad, maestro Orikan. Hablas como si él no estuviera aquí.
—No lo está. —El monocular de Orikan se abrió de golpe para mirar a
Phillias—. Quellkah lleva muerto cuatro mil años. ¿Acaso crees que queda
algo de él en eso?
La cosa que había sido Quellkah no le escuchaba. Estaba de pie,
empujando un cráneo humano con la garra y coreando tras él. Durante la
primera década, descubrieron que se volvía agresivo a no ser que se le
estimulara lo suficiente. El museo de Trazyn contenía un amplio surtido de
tales diversiones.
Trazyn agitó una mano, lo que dejó el campo opaco y aislado
acústicamente. Prefería no mirar demasiado a esa criatura.
—¿Qué te parece? —pinchó Orikan—. ¿Ves al gran metalurgista en esa
cosa?
—Quizá no. —Phillias se alejó del campo y dio un paso para poder
contemplar a los dos sin darle la espalda a la criatura, incluso retenida—.
Pero al menos podrías poner los pies en tierra y mostrarme algún respeto
como representante de los pretorianos.
—Una pena —replicó Orikan—. Nosotros nos esperábamos más bien una
disculpa.
—¿Una disculpa?
—Sí, una disculpa —respondió Trazyn—. Durante más de mil años, el
Consejo Despierto nos ha considerado sospechosos de asesinato. Ha
manchado nuestras reputaciones. Ha tenido un profundo impacto en
nuestras relaciones con otras dinastías; como mínimo, las pocas veces que
hemos tenido tiempo para ocuparnos de nuestros propios asuntos. Este
proyecto, por el que magnánimamente hemos creado tiempo para beneficio
del imperio, nos ha robado una gran cantidad de atención. Exigimos una
disculpa y una retracción formal del Consejo.
—Imposible —dijo Phillias.
—¿Imposible? —Trazyn golpeó el suelo con la punta de su obliterador—.
¿Ves cómo me veo obligado a vivir?
Phillias observó el campo hermético que contenía a Trazyn, la mesa llena
de pergaminos y extraños artefactos alienígenas, las pilas de tomos
encuadernados en piel. El modo en que le brillaba la barbilla, desgastada de
frotársela con los dedos. Las décadas de cuarentena no le habían hecho
ningún favor.
—Tienes que admitir, líder Trazyn —dijo Orikan, con una sonrisa irónica
—, que resultas un bonito añadido a la galería. Y te gustan tanto mis
visitas… Diría que soy mejor compañía que el supremo metalurgista de
aquí.
Trazyn hizo brevemente la Señal de Vokk, un gesto metafísicamente
obsceno que, en resumen, indicaba que Trazyn esperaba que el Adivino, en
todas las líneas temporales y dimensiones, tuviera un final brutal y
humillante.
Orikan le respondió con otro igual, y Trazyn rio por lo bajo.
—El líder Trazyn tiene toda la razón, ejecutora —comenzó Orikan—.
Hemos traído de vuelta al supuestamente asesinado Quellkah. ¿Por qué no
se nos permite…?
—Porque el Consejo Despierto ha sido disuelto. Ossuaria aún vive, y
Baalbehk, pero están en guerra.
—¿Y Zuberkar? —Trazyn se acercó, tocándose el cartucho del pecho
como gesto contra la mala suerte.
—Destruido. Baalbehk y él llegaron a las manos en la cámara del Consejo.
Con el Gran Despertar inminente, Baalbehk organizó un golpe para tratar de
consolidar su poder y dominar el mundo del Consejo.
—Imagina. Despertarse después de dormir durante sesenta millones de
años para encontrar que el orden está alterado. El Rey Silente y la Triarca
ausente. La mano guía de Szarekh y su dinastía, eliminadas. Las dinastías
despiertas dándose cuenta de que podrían quemar los mundos rivales
cuando sus enemigos aún reposan en sus sarcófagos. Una oportunidad sin
precedentes para medrar. Pero se acaba. Ahora que Sautekh se levanta, las
otras dinastías correrán a desperdigarse entre las sombras —dijo Orikan,
con evidente placer.
—Los Sautekh están atrapados en una guerra civil —replicó Phillias,
restándole importancia—. Tu faerón fue asesinado en su cripta. El resto
están comiéndose los unos a los otros por su trono, ninguno de ellos más
civilizado que el monstruo en que se ha convertido Quellkah.
—Cierto. Muy cierto. —Orikan cerró su monocular y siguió flotando—. Y
admito haber tenido algo que ver en esta desagradable situación. Muchos
faerones y posibles faerones han buscado mi mirada infalible durante estos
tiempos convulsos. Pero os daré esta información a cambio de nada: la
fuerza de los Sautekh nunca ha dependido de nuestros faerones.
—¿Y qué se supone que significa eso? —Phillias repicó la Vara del Pacto
sobre la piedranegra—. ¿Estás hablando del Señor de la Tormenta? Está
muerto; su sarcófago fue atomizado por sus rivales antes de que pudiera
despertar.
—Si lo que dices es cierto… —dijo Orikan, e hizo una pausa—, entonces
debe de ser cierto. ¿Podemos volver al asunto que nos concierne? Si no es
el Consejo Despierto, ¿quién tiene jurisdicción sobre nosotros?
—Yo. Los pretorianos. La mayoría de las decisiones del Consejo han sido
revertidas, pero he luchado para que os dejen continuar con vuestro trabajo
sin que otras dinastías os molesten. —Lanzó a cada uno una mirada muy
seria—. Vosotros dos podéis ser como niñitos absurdos y sobornables, pero
el trabajo que hacéis es crucial para nuestro futuro, y estoy absolutamente
convencida de que nadie más lo puede realizar.
—Gracias —dijo Trazyn—. Nosotros también creemos que eres una niñita
absurda y sobornable.
Phillias abrió la boca para replicar.
—¿Te gustaría oír lo que hemos descubierto? —preguntó Trazyn. Agitó
una mano, y el campo que rodeaba a Quellkah volvió a ser transparente.
El metalurgista podrido estaba justo detrás del campo, como si hubiera
estado escuchando lo que hablaban.
—Hemos descubierto la Puerta de la Eternidad siguiendo una señal que
emitía la Canción de Serenata, una que era más fuerte y ligeramente
desacompasada del murmullo general del planeta. Pensábamos que tendría
que ver con la Puerta de la Eternidad, y, en cierto sentido, era cierto. En su
locura, quizá incluso atrapado bajo tierra durante un tiempo, Quellkah se
había obsesionado con esa emanación.
Trazyn desconectó los amortiguadores de sonido para que todos pudieran
oír el gorjeo, zumbido, grito con que los emisores vocales de Quellkah
repetían la línea de glifos absurdos.
—De hecho, lo transmitió con tanta fuerza, que se coló en mi propio
sistema neural cuando me atacó. De ahí la cuarentena. —Con una mano,
indicó el resplandor azulado del campo—. Me encuentro bien, gracias por
preguntar. Mis criptecnólogos me han realizado tantos escáneres como
escarabajos hay en Solemnace, y parece que estoy limpio. Aun así sería una
irresponsabilidad poner en riesgo la dinastía.
—Solo dos años más —dijo Orikan, animándolo sin mucha sinceridad—.
Ya sabes, dicen que esos últimos años son los más duros.
—El Maestro Orikan también ha… dado su opinión profesional.
Repetidamente. Incluso cuando nadie se la pide.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Phillias, sin interés por las
rencillas entre ambos.
—Esas vocalizaciones no son simples balbuceos —contestó Trazyn—.
Son la Canción de Serenata. —Agitó la mano, y un panel de glifos
fosforescentes mostró una onda sobre un gráfico numerado—. Una
coincidencia exacta. 3211 Paro 1534 Paro 4132 Paro 5324. Una y otra vez.
Ha infectado su sistema.
—¿Le pasó el virus desollador? —preguntó Phillias, con un deje de alarma
en la voz.
—No, no. Al menos, yo no creo que sea posible. ¿Orikan?
Orikan miró directamente a Trazyn a los oculares.
—No lo parece.
—Pero es evidente —continuó Trazyn— que él oyó la emanación y se
obsesionó. Comenzó a adorarla. Cada pocas décadas, mataba humanos, e
incluso algún orko, y los arrastraba a su madriguera. Pero lo interesante son
sus bucles neurales.
Trazyn abrió un nuevo panel de glifos, donde se veía una red neural
palpitando con datos, torrentes de información recorriendo todos los
zarcillos con forma de raíz y girando en cada espiral.
—Muy activa, para ser un salvaje tocado por el virus desollador, ¿no? Eso
pensé. Después de pasar las dos primeras décadas de la cuarentena tratando
de descifrar la emanación, sin éxito, me di cuenta de que Quellkah ya había
estado trabajando en ese problema durante varios milenios. Quizá, en lugar
de descifrar la señal, tenía que intentar descifrarlo a él.
—Preparé un sistema intermediario —explicó Orikan señalando un
montón de equipamiento que colgaba sobre el podrido Quellkah—. Una red
neuronal separada que permitía al líder Trazyn hurgar en los pensamientos
algoritmos de esa cosa sin tener que conectarse directamente a su sistema
neural.
—Y te lo agradezco. Pero, después de pasar más que demasiado tiempo
con ese sujeto, debo decir que lo que he hallado es bastante interesante.
Solo piensa en libros.
—¿Libros? —repuso Phillias, escéptica—. ¿Eso piensa en libros?
—Exclusivamente —respondió Trazyn—. En concreto, revisa todos los
textos contenidos en los engramas del criptecnólogo, tratando de descifrar
un mensaje contenido en la emanación. Quellkah creía que era un código de
libro; un antiguo tipo de criptograma que empleaba un texto como la clave
para descifrar un mensaje. Digamos que yo quiero enviarte un mensaje.
Primero, quedamos de acuerdo en un libro, de la misma edición, para que
correspondan todas las líneas. Luego te envío un mensaje que dice seis dos
siete, y para descifrarlo, coges el libro y vas a la sexta página, la segunda
línea y la séptima palabra, ¿lo ves? O quizá al sexto capítulo, segunda
página, séptima palabra. O al sexto volumen de una serie, segundo capítulo,
séptima palabra. O…
—Hay muchas combinaciones —cortó Orikan—. El líder Trazyn ha estado
trabajando en esto durante… un largo período. Yo he oído hablar sobre ello
ampliamente.
—Así que solo necesitas encontrar el libro, y podrás abrir la Puerta de la
Eternidad antes de tiempo —concluyó Phillias.
—Esa es la idea —confirmó Trazyn—. Si Quellkah estaba en lo cierto. Si
no, habremos desperdiciado una gran cantidad de tiempo.
—¿Y tu investigación, maestro Orikan? —Se volvió hacia él—. ¿Cómo
avanza?
—Me temo que el líder Trazyn me ha superado —contestó Orikan—. No
espero resultados hasta dentro de un tiempo.
Orikan tenía tanta práctica en la ofuscación que ni siquiera sonó a mentira.

Serenata

199 Años Antes de Exterminatus

—«El día se acerca».


—«No puedo esperar. Todo mi sistema vibra ante esa expectativa».
—«Pronto, igual. Pronto. Cada momento de espera es un momento de
preparación y estudio. No es tarea fácil esta que has emprendido. Está
plagada de peligros. ¿Le has hablado a Trazyn de nuestros avances?».
—«No. A… a Trazyn no le hablo de ti. Su cuarentena ha acabado, pero él
aún no ha regresado. Asuntos dinásticos. A ambos cada vez nos requieren
más».
—«Eso está bien. Nos ha dejado solos con nuestro trabajo. Por lo que
me cuentas, Trazyn tiene un gran talento, pero es codicioso. Mejor que
desconozca nuestros avances, aunque le necesitaremos».
—«¿Necesitarle? Nuestras ecuaciones son perfectas. Tus mapas estelares,
mi igual, son de una gran hermosura. No había pensado en que, como
artefacto extradimensional, el Mysterios podía calibrarse con el dibujo
estelar de diferentes líneas temporales. Al recalibrarlo, podemos abrir la
Puerta de la Eternidad tan pronto como…».
—«No seas celoso, mi igual. Lo necesitaremos por otras razones. Tú
eres más de lo que él nunca será, eso es cierto, pero no eres todas las
cosas. Él tiene algo que necesitamos».
—«¿Qué puede tener él que necesitemos?».
—«Dos cosas. Dos cosas que guarda consigo. Ábrete a mí y te lo
mostraré».
—«Yo…».
—«¿Deseas continuar con tus pesados juegos con Trazyn y luchando
en mezquinas guerras dinásticas? ¿O preferirías unirte a mí y ascender
a cuerpos de estrellas lucientes?».
Orikan permaneció sentado con esa pregunta durante largo tiempo.
—«Por favor, Orikan. Confía en mí».
Gradualmente, casi con ternura, Orikan abrió un canal de información.
Notó un mínimo tirón, la inquietante sensación de un ser esperando en la
puerta. Tomando las medidas de la habitación antes de entrar.
Y la visión inundó su matriz neural como una hoguera; como un meteoro
ardiendo al entrar en la atmósfera. Como una ciudad en llamas.
Vio constelaciones girar y estrellas marchitarse en los cielos. Planetoides
chocar y formar nuevos cuerpos celestes.
Un báculo llameante, rompiendo sellos.
Una gema, reluciendo en la oscuridad.
Notó manos de metal cerrándose alrededor de sus delgados brazos de
carne, sus pies pateando y sus hombros dislocándose mientras los
implacables androides lo arrastraban hacia los fuegos esmeralda de la forja.
Hacia la rendición espiritual de la biotransferencia.
Y reconoció la máscara funeraria de uno de sus captores.
Y supo lo que debía hacer.
CAPÍTULO NUEVE

Solo los seres menos cultivados creen que las estrellas parpadean. Es
una ilusión provocada por la atmósfera, la observación de alguien que
nunca ha viajado por el espacio. Las estrellas no parpadean, arden.
Son ojos sin párpados que nos penetran con su mirada.
– Orikan el Adivino

Serenata

173 Años Antes de Exterminatus

Nadie esperaba que la flota llegara ese año.


Pero así eran las cosas cuando se viajaba por la disformidad. Incluso si las
naves se esperaban, no se podía confiar en que pudieran anclar en órbita.
Esa parada no programada fue para recoger tropas. La Infantería Marítima
de Serenata iba a tomar parte en la invasión del Cinturón Reliquia, un
conjunto de mundos remotos que, según se había descubierto
recientemente, habían declarado su independencia dos siglos atrás. Y el
segundo mundo del cinturón estaba cubierto de agua, igual que lo había
estado Serenata antes.
La flota había llegado para cargar agua y recoger lo que pudiera de la
Infantería Marítima, un regimiento fundado por sorpresa, como le gustaba
decir al Vicealmirante Zmelker, antes de reanudar la marcha en un mes.
La flota había llegado, por casualidad, durante el Festival del
Asentamiento, una celebración en la que, cada década, se conmemoraban
los aterrizajes pioneros en Serenata. Y con ese festival marcando el año seis
mil de la ocupación humana, las ceremonias eran especialmente numerosas.
Trazyn puntualizó que el festival estaba conmemorando tanto el año como
el día equivocado, pero de todas formas lo estaba disfrutando.
Grandes pabellones se alzaban en los parques y plazas, celebrando la
cultura local y sus logros. Galerías históricas y artísticas. Estandartes,
recreados de las Guerras Orkas. Proyecciones clásicas de la industria
pictográfica de propaganda, famosa en todo el sector, se mostraban todas las
noches en teatros. Composiciones musicales para ocasiones sagradas,
civiles y patrióticas. Y naturalmente, la famosa Opera de Serenata, cuyas
representaciones se grababan y se repartían por toda la Franja Este.
Corría el rumor de que incluso Calgar, el Señor de Macragge, había visto
una y le había gustado, aunque cualquiera con educación afirmaba que esa
creencia era solo un encuentro del sano orgullo local con la exageración
extrema.
Dados esos dos eventos concurrentes, solo era cuestión de tiempo antes de
que la ópera fuera designada para proporcionar una representación espacial,
solo por invitación, a la gobernadora planetaria y sus huéspedes.
Un grupo del mando de la flota, todos resplandecientes en sus uniformes
blancos de desfile y tan cargados de medallas que necesitaban llevar unos
tableros de carga especiales, se mezclaban con los intérpretes de la industria
pictográfica y las autoridades religiosas.
—Ahí está la señora Torsairian, la gobernadora Imperial —dijo Trazyn,
señalando a través del campo protector unidireccional a un palco casi
opuesto. Estaba dejando pasar la tarde, tan contento de haber salido de la
cuarentena que Orikan podía ver el pulso refrigerante en la capucha de
arqueovista que impedía que el cráneo se le sobrecalentara. Orikan se
preguntó hasta dónde habría echado atrás su cronosentido, tratando de
saborear cada segundo.
»Y junto a ella está el vicealmirante Zmelker. ¿Ves su uniforme? ¿Solapas
doradas y ribetes de latón? Exclusivo de la Flota de la Frontera de la Franja
Este. El brazo izquierdo, con la manga doblada, lo perdió en una batalla
contra saqueadores orkos cuando era capitán. Es su convoy de transportes
blindados Taurox lo que vimos llegar, sin duda.
Orikan se apoyó en la pared del palco del teatro. Habían tenido la suerte de
que todos los palcos, excepto el de la gobernadora, estuvieran envueltos en
campos de privacidad, de modo que eran tanto opacos como insonorizados.
Un lugar perfecto para la intriga política, acuerdos entre los gremios
privados y amoríos escandalosos. El parque de juegos favorito de la élite
planetaria.
De hecho, los ocupantes oficiales del palco, a los que Trazyn había
inoculado escarabajos cepomentales, eran un par de jóvenes amantes
aristócratas. Se hallaban sentados, catatónicos, con sus tronos de teatro, que
Trazyn y Orikan habían empujado hacia atrás en el palco para tener más
espacio. Ojos inexpresivos que miraban sin sentido a los alienígenas que
tenían ante ellos.
Niños de gente importante, a juzgar por su ropa, aunque Orikan no tenía
ningún interés en ese mundo y sus ideas bizantinas de la jerarquía, al igual
que tampoco le importaba qué paramecio gobernaba cada gota de agua.
Y especialmente no le importaba dada la gravedad de los últimos
acontecimientos.
Las llegadas inesperadas desde la disformidad siempre lo dejaban inquieto
e irritable. Las mareas del empíreo arremetían contra el orden natural del
universo, enviaba a las estrellas rodando fuera de sus alineaciones y
fastidiaban sus cálculos. Convertían sólidas profecías en suposiciones sin
fundamento, y eso no le gustaba nada.
Las llegadas inesperadas desde la disformidad siempre lo dejaban inquieto
e irritable. Las mareas del empíreo arremetían contra el orden natural del
universo, enviaba a las estrellas rodando fuera de sus alineaciones y
fastidiaban sus cálculos. Convertían sólidas profecías en suposiciones sin
fundamento, y eso no le gustaba nada.
Especialmente si los rumores eran ciertos, y a través de las extrañas
mareas de la disformidad, esa flota había llegado décadas antes del
momento en que había levado anclas. Las cosas fuera del tiempo
molestaban a Orikan; constituían unas variables desconocidas que prefería
mantener al mínimo. Eso era lo que hacía que Trazyn y sus galerías
solemnaceas le resultaran tan frustrantes. Cada objeto fuera de su
cronología era un coágulo en el torrente sanguíneo del tiempo, un bloqueo
que le impedía ver más allá.
Había pedido a Trazyn que llevara la gema eldar, arrebatada al Espíritu del
Mundo, por si tenían que acelerar su línea temporal. Dijo que era crucial
para su investigación, que podía ser útil para estudiar el efecto de la señal
sobre su forma cristalina. Insinuó que podría servir para activar la Puerta de
la Eternidad.
La gema colgaba de la cadera de Trazyn, junto con otras curiosidades que
el arqueovista guardaba ahí.
—¿Vicealmirante? —preguntó Orikan, esperando que Trazyn no le
hubiera visto mirando la colección—. ¿No un señor?
—Oh, no, mi querido Orikan. Las naves que orbitan sobre nosotros son un
simple cuerpo especial de una flota semicruzada mucho más grande. El
orden de batalla, si no me equivoco, es el Gran Crucero clase Exorcista
Martillo de Vacío, un crucero de escolta clase Defensor y tres fragatas clase
Sable. Además de varios transportes y naves de suministros, claro. Una
fuerza muy por debajo de cualquier señor almirante, pero un buen grupo de
largo alcance para un hombre que está tratando de conseguir su cuarto
cráneo en la solapa.
—No parece muy contento con su asiento en el palco.
—Sospecho que no le gusta la ópera. Tiene todo el aspecto de ser un
auténtico hombre del vacío, incómodo sobre la tierra, como dicen. Y no
creo que disfrute con una obra de tan intenso carácter local.
—¿Oh?
—¿No te lo he dicho? Esta ópera es La Revelación del Rey Truhan.
Primera representación. Hace dos siglos era teatro callejero de clase baja,
ahora es el sumun de la cultura sofisticada. Y en el camino, supongo que los
personajes se fueron suavizando para ser menos sediciosos. —Volvió de
nuevo sus oculares hacia el vicealmirante—. Esa sí que es toda una pistola
láser en su cartuchera de pecho. Culata de hueso de orko tallado, cortado de
un trofeo de guerra, diría yo. Quizá del que se le llevó el brazo.
—Imagínate perder un brazo y no poder remplazarlo.
—Sí —repuso Trazyn, mirando a un grupo de actores de pictógrafos que
se pedían unas bebidas en la parte trasera—. No es una eventualidad a la
que tengamos que volver a enfrentarnos.
—Si pudieras volver atrás, ¿lo harías?
—¿Volver atrás… a qué?
—La carne. Si uno de esos ridículos fanáticos realmente encontrara una
especie a la que pudiéramos transferir nuestra consciencia. O, digamos, si el
cuerpo de Nephreth nos permitiera fabricar una nueva raza pura de
necrontyr, ¿lo harías?
Trazyn detuvo su escaneo visual y miró directamente a Orikan.
—Yo…, claro que sí. Mi mayor alegría sería sentir de nuevo un alma en
mi interior, saborear, tocar y sentir.
—¿De verdad? Porque entonces de nuevo serías susceptible a la
enfermedad y la muerte. A la edad. Y recuerdo que no te resististe tanto a
renunciar a esas cosas. El viejo arqueovista Trazyn, con su espalda
encorvada de décadas de estar inclinado sobre pergaminos y examinando
objetos. Trazyn con sus ojos bizcos y su bastón.
—Ad… admito que habría sacrificios. No he pensado mucho en ello, para
serte sincero.
—Por eso nos aterrorizan tanto los Destructores o el virus desollador, ¿no
es cierto? Nuestra sociedad estaba obsesionada con la muerte, cierto. Pero
lo que más temíamos era la decadencia corporal. Esas dos clases de seres
desafortunados nos recuerdan que no somos inmunes. Hablas de esta
cultura humana mientras prescindes de la tuya propia. Como me dijiste una
vez, cada sociedad convierte en insultos y palabrotas lo que temen o les
repele. Nuestra raza no tiene procesos biológicos, así que no empleamos
groserías sobre funciones corporales. Somos unos desalmados asesinos de
dioses sin ningún miedo al infierno, así que no blasfemamos. Pero sí que
nos insultamos llamándonos ruin y torpe, porque somos muy civilizados.
Yo te llamaré viejo jorobado, y tú me llamarás astrólogo loco, porque eso
está en la raíz de nuestros miedos y vergüenzas.
—Te has vuelto todo un analista cultural, Orikan. Quizá mi presencia te
haya mejorado un poco.
—Y recuerdo el miedo que tenías a que los tumores te dejaran tonto. Todo
el trabajo que habías hecho, y una gran parte de él solo estaba en ese cráneo
tuyo. Pero si entrabas en las forjas, si conseguías un nuevo cuerpo de
metal…, piensa en todo lo que podrías hacer. Catalogar el cosmos entero, si
eso era tu deseo. Y todo ello para evitarte pensar en que las cosas que hacía
a Trazyn, bueno, el auténtico Trazyn, se habían quemado en esos fuegos.
Comidas por el Embaucador. ¿O es ese tu secreto?, ¿que no echas de menos
tu alma en absoluto?

—¿A qué viene esto? Porque estar en un teatro rodeados de nuestros


enemigos es un momento profundamente inapropiado para comenzar una
pelea a gritos.
—Has dicho que te resististe a la biotransferencia. Que huiste y te
encontraron en tu biblioteca.
—Sí, lo recuerdo claramente.
—Lo recuerdas porque estuviste allí, pero fue al revés. Yo me resistí y hui.
Yo me metí en la biblioteca y viví entre los estantes. Pero era mi biblioteca,
no la tuya. Y tú, Trazyn, tú fuiste uno de los que vinieron para arrastrarme a
las forjas.
Trazyn se quedó en silencio, anonadado.
—Pero…
—Lo recuerdo claramente —afirmó Orikan.
—Si… si eso es cierto, lo lamento.
El monocular de Orikan parpadeó.
—Eres un talento característico, Orikan. Rival o no, la galaxia es un lugar
más interesante contigo suelto por ahí. Y me alego de haber llegado a este
punto, voluntariamente o no, donde estamos del mismo lado. Nadie se
merece lo que pasó durante la biotransferencia. Nadie. Nuestra raza saltó
desde un precipicio, confiando en la promesa de que tendríamos alas, y nos
engañaron.
Orikan apartó la mirada.
—Mi único reparo, amigo mío —continuó Trazyn—, es que no te aferras
con tanta fuerza a esos recuerdos. Cuando el Embaucador creó los cuerpos
que habitamos, los retorció. Y retorció nuestros engramas. No puedo
recordar cómo era mi antiguo rostro. O el lugar donde nací. No sería tan
disparatado que el Embaucador nos hubiera plantado falsos recuerdos para
sembrar la discordia entre los nuestros, pero, si eso es cierto, lo lamento.
Más allá del campo, las luces bajaron de intensidad, y el telón comenzó a
alzarse. Un educado aplauso recorrió el público como un chaparrón del
monzón.
—Contemplemos la obra —dijo Orikan—. Hablaremos después.
—Sí —repuso Trazyn, descolocado por el enfrentamiento—. Después. Es
muy corta para nuestros estándares. Solo cinco horas. No es Guerra en el
Cielo.
—¡Gracias a las estrellas! Odio esa obra —respondió Orikan.
—Pues yo creía que te gustarían los primeros cinco actos, al menos.
—¿Porque tratan de Nephreth?
—No. —Trazyn se volvió hacia él, con los oculares entrecerrados—.
¿Acaso no lo sabes? Se rumorea que los primeros cinco actos los escribió
en secreto la Datosmante Vishani. ¿Por qué si no Nephreth y la dinastía
Ammunos tendrían un papel tan predominante?
Orikan meditó sobre eso, lo pasó por sus circuitos lógicos. Estaba a punto
de hablar cuando Trazyn lo interrumpió.
—Ya empieza.
El Rey Truhan entró en el escenario por la derecha, y fue recibido por los
gritos ahogados de la multitud.
De hecho, la intérprete era una mujer. Su alta corona y su túnica imperial
púrpura relucían bajo los focos. Una máscara de porcelana, blanca y pintada
con la imagen de un monarca, le cubría el rostro. Cada paso adelante, sobre
unos zapatos con plataforma que acababan en puntas como zancos, era un
pequeño milagro de postura y entrenamiento. Le caían diamantes desde el
borde de la corona al espacio entre los ojos.
Pero lo que había captado la atención del público era el tercer brazo. Nada
de una manga llena de trapos. Era un augmético de alta gama que se movía
y giraba con su cuerpo.
Entonces comenzó a cantar su aria, y el mundo de Serenata inició su caída.
CAPÍTULO DIEZ

Una mano rebaja al sumo sacerdote.


Una mano corona al esclavo.
La tercera mano viene desde abajo,
y los arrastra a la tumba a los dos.
– La Revelación del Rey Truhan, Acto II, Escena IV (Sin Representar)

Desde la primera nota, fue evidente que no sería una representación normal.
A la señora Torsairian, Gobernadora Planetaria de Serenata, le preocupaba
que fuera demasiado exótica para su invitado de honor. Todo se había
organizado en el último minuto, y esencialmente había tenido que injertar la
visita de la flota a las festividades culturales que ya estaban previstas. Pero
nunca se sabía cómo reaccionarían los de fuera a la Ópera de Serenata, los
nuevos tendían o a quedarse embelesados o a desconectar totalmente.
Su propia familia, que no era originalmente nativa de Serenata, no se había
sentido muy interesada por ese arte cuando llegaron, cinco generaciones
atrás. Torsairian era la primera que realmente la disfrutaba y se interesaba,
aunque sabía que no era para el gusto de todos.
Por eso, ya había hecho saber al vicealmirante Zmelker que no se sentiría
ofendida si, por ejemplo, surgía algún asunto militar urgente que le hacía
retirarse durante el primer descanso.
Él pareció agradecerlo. Esos oficiales de la Armada de la Franja del Este
eran, a fin de cuentas, tipos rudos y salvajes; algunos se diferenciaban muy
poco de los contrabandistas. Y, por el poco rato que habían pasado juntos, el
vicealmirante no parecía ser un hombre que disfrutara estando quieto
durante cinco horas.
Pero una mirada de reojo le dijo que su invitado de honor parecía
interesado en la representación. Treinta segundos de aria, y él estaba
inclinado hacia delante en su asiento, con la mano agarrada a la barandilla
de mármol.
Entonces, la mirada de la señora Torsairian se posó en el escenario y se
olvidó hasta de la presencia del vicealmirante.
Clavó la mirada en la diva vestida como el Rey Truhan. Los cautivadores
movimientos de los brazos, agitándose, rodando, ondeando y rompiendo
como las olas del océano desaparecido. La señora Torsairian alzó unos
gemelos de teatro, intentando discernir qué miembro era el augmético,
porque todos parecían moverse de aquí allá como si los brazos de la
cantante tuvieran doble articulación.
Comenzó a sentir un hormigueo en sus propios brazos, como si la
sensación de lánguida flexibilidad se apoderara de sus músculos. Las notas
caían sobre ella. Los gemelos de ópera comenzaron a parecerle
impresionantemente pesados.
Y la canción, atonal y sobrecogedora. En vez de fluir unas en otras, cada
nota estaba sola, una exhalación que crecía o moría independientemente,
como si estuviera desconectada del resto. La letra, si eso era la letra, no
estaba en ninguna lengua que Torsairian pudiera entender. Pero, a pesar de
ser desconocidas, las palabras le llenaban la cabeza con imágenes de negros
campos de estrellas, de túneles con agua corriendo y del retorcerse de dos
grandes gusanos que se unían cabeza con cola, persiguiéndose eternamente
en un equilibrio simbiótico.
Quería entenderlo. Creía que, si mantenía la mirada clavada en la
intérprete el tiempo suficiente, el Rey Truhan le explicaría esas
revelaciones. Y mientras observaba la obra con una atención embelesada,
vio que los ojos de la cantante del aria la miraban directamente a través del
túnel de sus gemelos de ópera y movía una mano hacia ella.
Un viento frío sopló un instante, como en los cuentos de fantasmas y de
dioses fantasmas que los antiguos colonos escribieron en textos prohibidos
para el público en general desde hacía mucho tiempo. Un entumecimiento,
como el agua en lo profundo del mar, la envolvió.
Torsairian dejó caer los gemelos de ópera y se dio cuenta de que le caía la
baba de la boca.
Y sintió la lenta presión de una pistola infierno en la nuca.
***
Orikan fue el único que vio el disparo.
Trazyn, predeciblemente, estaba cautivado por la obra. Seguramente
grabando cada sutil movimiento de una muñeca y cada puntada del traje.
Después de todo, era una representación muy poco corriente.
Tan inhumana…
Mientras tanto, Orikan escrutaba al público. Detectó músculos relajados y
ojos que parpadeaban lentamente. Segundos antes, el aire había danzado
con ondas mentales mientras los nobles charlaban, flirteaban, mentían y
perseguían sus mezquinos objetivos. En ese momento, solo había un vaivén
lento y sincrónico, como olas de un océano negándose a romper.
Ejecutó un programa adivinatorio y detectó actividad disforme.
Hipnosis masiva.
Y vio al guardaespaldas detrás de la gobernadora sacar lentamente su
pistola infierno. El hombre parpadeaba mientras lo hacía, como
desconcertado por sus propias acciones. Después estiró el brazo con el
arma, quitó el seguro y se quedó un momento ahí, con el cañón del arma
dibujando pequeños ochos.
Crack.
La gobernadora cayó hacia delante. Con la cabeza, golpeó la baranda junto
al punto en que su cuidada mano aún se agarraba al latón. Se desplomó de
lado hasta desaparecer bajo el balcón del palco.
Nadie se movió. Todos miraban fijamente a la cantante y sus notas agudas
y claras, como un dedo húmedo haciendo sonar una copa de cristal. El hijo
y presunto heredero de la gobernadora, sentado junto a ella, ni siquiera
parpadeó cuando la mano de su madre se resbaló de la suya.
Con una lentitud vacilante que recordó a Orikan una antigua batalla bajo el
agua, el guardaespaldas movió la pistola infierno hacia el heredero.
Crack.
—¿Qué endiablado ruido ha sido ese? —preguntó Trazyn, con los oculares
aún fijos en la representación.
Orikan fue pasando la visión de un palco a otro, y vio el tul gris de los
campos de privacidad acústica destellar como horizontes iluminados por el
rayo. Flash. Flash-flash-flash. Uno parpadeó y siseó cuando el brazo de un
hombre lo atravesó y quedó colgando hacia fuera, con la manga manchada
de sangre brillante.
Orikan agarró a Trazyn por el brazo.
—Es una emboscada.
—¿Qué? —dijo Trazyn, despertando de su ensueño cultural—. ¿Estás
desbarrando…?
A su espalda, la puerta se abrió de golpe. Se volvieron.
En la puerta había un hombre encorvado cubierto con el mallot oscuro del
equipo del backstage y una gorra negra encasquetada hasta las cejas. Una
bandana lila, el único toque de color, le envolvía el rostro.
Llevaba una pistola automática; el cargador ampliado se curvaba por
debajo de la culata como el cuerno de un carnero.
Los necrones, aún cubiertos por sus emisores de ilusiones, le resultaban
invisibles. El hombre apuntó con la pistola a la pareja con la mente
dominada.
—Orikan, apar…
Llovieron proyectiles de la pistola automática, abriendo agujeros en los
paneles blindados del palco. Segando a los dos amantes. Haciendo saltar
chispas en los cuerpos de los dos necrones. Destrozando los emisores de
ilusiones.
El percutor de la pistola automática iba de atrás adelante como una
herramienta eléctrica, y de repente se quedó frenado atrás, gastada toda la
munición.
El humo del arma llenaba el pequeño palco, oscureciendo la visibilidad del
asaltante.
Entonces, Orikan salió del humo, con la cabeza rodeada por su capucha
dorada, como una serpiente venenosa. Agarró al atacante con dedos como
herramientas quirúrgicas y lo lanzó contra la pared, abollando el yeso.
—El análisis espectromántico dice que no es humano —informó Orikan.
Trazyn salió del humo y examinó al asaltante falto de aire, sin prestar
atención a sus gemidos. Le pasó el pulgar por la cresta rugosa de la frente;
le obligó a abrir la boca, le rompió un diente afilado y extendió un ocular
para inspeccionar el modelo de crecimiento.
—Es un híbrido humano-alienígena. Los he encontrado por los mundos
exteriores. Este parece ser de cuarta generación. Seguramente parte de un
levantamiento más amplio.
Orikan miró hacia atrás a los asientos de platea, donde los acomodadores y
las estrellas de la industria pictográfica iban pasando por los pasillos con
hachas y cuchillos, asesinando tranquilamente al pasivo público, cuello a
cuello. Cada muerte apenas causaba una ligera modificación en las ondas
mentales de sus vecinos.
—Estúpido cabrón —se burló Orikan—. Nos has conseguido asientos de
palco para un golpe de estado.
—Bueno, las críticas eran muy buenas.
Orikan empujó al híbrido a través del campo de privacidad,
cortocircuitándolo con un estallido. El cultista se estrelló contra el foso de
la orquesta, rompiéndole el cuello a un violinista y haciendo caer a tres más
de la sección de cuerda.
La cantante vaciló ante la interrupción.
Y la gente comenzó a gritar.
Al otro lado del pasillo, en el palco fortificado de la gobernadora, el
hipnotizado guardaespaldas apuntó con su temblorosa pistola al
Vicealmirante Zmelker. El almirante notó que algo no iba bien; se volvió y
puso una mano sobre el respaldo de la silla.
Miró directamente al asesino.
Crack.
El proyectil caliente se le incrustó en el pecho al almirante con un ruido
seco, y lo envió hacia atrás hasta la pared del palco. Un soldado de
seguridad de la Armada, atontado pero capaz de moverse, placó al asesino y
comenzó a pelear torpemente, tratando de arrebatarle el arma en los
confines del palco.
Otro crack. Una lengua de fuego le salió al soldado por la espalda, y sus
piernas tambaleantes le enviaron de lado sobre el borde del palco, haciendo
estallar el campo invisible de privacidad.
Pero el soldado era obstinado: arrastró al asesino con él. Siete metros más
abajo, en medio de la multitud presa del pánico.
El teatro ya era un caos absoluto. Riadas de aristócratas iban hacia las
salidas, pero las encontraban vigiladas por acomodadores que blandían
armas pequeñas y martillos del backstage. Fuego a discreción desde los
palcos secuestrados del teatro segaba a la masa presa del pánico desde
arriba. La multitud trataba de ir en una decena de direcciones diferentes, y
encontraba la muerte en cada salida.
Orikan vio a otro soldado de la Armada poner en pie al vicealmirante, que
estaba aturdido pero vivo. Sobre el pecho, el enorme tablero de medallas de
campañas y premios estaba quebrado y humeante; las gruesas
condecoraciones de metal le habían parado lo peor del disparo de la pistola
infierno. Los soldados de seguridad que quedaban se agruparon a su
alrededor, escudándolo con sus cuerpos, intercambiando disparos entre su
palco y los otros.
—Tenemos que irnos —dijo Orikan.
En medio del tumulto, Trazyn observó a la cantante. Había dejado su aria,
y disfrutando con el terror, se quitaba la máscara con una lentitud reverente.
Una piel malva y una frente bulbosa se escondían detrás de la porcelana.
Una sonrisa de dientes afilados. Y, volviéndose, con las manos extendidas,
gritó en un lenguaje indistinguible hacia el fondo del escenario.
Un telón de fondo pintado con un templo de mármol cayó al suelo, y dejó
ver a un monstruo agazapado.
Por un momento, Trazyn pensó que era algo de la utilería o un altísimo
ídolo religioso, pero entonces la abominación alzó la cabeza y saboreó el
aire con una boca llena de tentáculos. Avanzó sobre unas enormes manos y
pies con garras hasta que se quedó tras la diva, a la que sobrepasaba tres
veces en altura.
Y mientras se erguía, estirando los miembros y atravesando el aire con una
voz, aguda, clara y atonal, Trazyn se dio cuenda de que la criatura solo tenía
tres brazos; el cuarto acababa en un muñón amputado.
—Creo que, como cualquier buen actor —dijo Trazyn—, debemos hacer
mutis por el foro.
—¿Es esa la criatura que lanzaste contra mí? —gritó Orikan. Tenía que
chillar para hacerse oír por encima del chirrido de la sierra.
—En ese momento, no sabía que eran vectores de infección —contestó
Trazyn, mientras detenía la sierra del cultista con un antebrazo, haciendo
que esta perdiera los dientes, antes de aplastarle el cráneo al híbrido con un
contragolpe. Luchaban mientras corrían por el corredor detrás de los palcos
—. En ese momento, pensé que solo eran raros y peligrosos. Resulta que
uno solo puede comenzar una infestación en la población nativa, creciendo
hasta convertirse en el patriarca cabeza del culto.
Orikan formó la Rejilla de Yinnith, invocando un escudo de luz sólida para
guardarse la espalda de los híbridos que surgían de los palcos disparando.
Los proyectiles se aplanaron contra la superficie cristalina.
—Así que admites que intentaste matarme.
Trazyn vio más híbridos apiñándose al final del pasillo y se detuvo de
golpe, invocando su obliterador. Con un golpe digno de un profesional,
abrió un agujero en la pared de la derecha, por el que entró el fresco aire de
la noche.
—Mi querido Orikan, eso solo era una broma. —Un disparo le rebotó en el
hombro—. Si hubiera querido matarte, sin duda habría empleado más de
uno, ¿no? Tengo más. Muchos más.
Y saltaron a la noche, con los suspensores de las piernas absorbiendo el
impacto sobre los adoquines cuando aterrizaron tres pisos más abajo. Por
encima de ellos, los insurgentes híbridos se reunieron en el quebrado
agujero, disparándoles, aunque fallaron todos los tiros.
—¿Por qué se están rebelando ahora? —se preguntó Trazyn, mientras se
refugiaban en uno de los oscuros callejones de la ciudad antigua.
—Las naves —contestó Orikan, con amargura; sus dedos rotaron en el
aire, dibujando una serie de zodiacos crisofase que ardieron ante él—. La
flotilla ha llegado antes de tiempo. La primera flota cruzada en visitarles
desde la infección inicial. Han visto una oportunidad de decapitar la
estructura de poder de Serenata y subirse a bordo.
—Para extender la infección, sí, eso resulta plausible.
—Lo que presenta un problema mayor. Ahora sabemos por qué los
humanos sancionan un Exterminatus en Serenata, pero, originalmente,
hubiera ocurrido en un poco más de un siglo. Por lo que esos oficiales de la
Armada están fuera de lugar en la línea temporal. Trazyn, creo que deben de
haber salido del empíreo ciento setenta y tres años antes de lo que marcaba
el destino. Por lo tanto, el levantamiento y el bombardeo comienza esta
noche.
—¿Es eso lo que te dicen tus cálculos?
—Por lo que puedo discernir de la confusión de esta situación. —Hizo
girar un zodiaco crisofase—. Llevará tiempo preparar las naves. Cargar las
municiones. Tenemos cuatro días y diecisiete horas.
—Justo. ¿Puedes abrir la tumba si llegamos a ella?
—Sí puedo —confirmó Orikan.
—Entonces, salgamos de esta emboscada y vayamos bajo tierra antes de
que comiencen los rayos de las lanzas.
Mientras bordeaban las sombras y giraban por los callejones adoquinados,
se fue haciendo evidente que eso era más que un simple golpe de
decapitación. Había fuegos ardiendo por toda la Ciudad Serenata, desde las
mansiones rodeadas de porches del pico de la isla hasta abajo, en los
monótonos suburbios de habs de Abisal.
Sus dos emisores de ilusiones habían quedado hechos pedazos por las
ráfagas de la pistola automática, y a veces su necrodermis, al sanar,
expulsaba balas planas de la superficie, el metal viviente hacía saltar los
proyectiles mientras se autorreparaba.
Nadie prestó atención a los gigantes de metal, quizá tomándolos por
variantes de las creaciones del Adeptus Mechanicus que rondaban las
calles, intentando asegurar las plantas de energía y los talleres. La lucha
sobre las instalaciones de los servicios, calculó Trazyn, sería feroz. Al cabo
de treinta segundos de camino, todas las luces del distrito se apagaron y el
centro colonial quedó sumido en la oscuridad.
Llegaron a la Plaza del Asentamiento y encontraron una auténtica batalla
en marcha; tres compañías de la Infantería Marítima de Serenata,
convocadas para un desfile en una plaza cercana, habían sitiado el teatro de
la ópera. Rayos láser rojos cortaban el aire, chamuscando el color blanco
hueso de las columnas de mármol hasta ennegrecerlas.
Los respondían andanadas de balas. Un mísil disparado desde el hombro
salió de entre los pilares, seguido de una estela de pólvora. Detonó contra el
costado de la antigua fuente de la plaza y levantó una nube de polvo blanco,
mientras enviaba trozos de mármol del tamaño de un puño volando para
fracturar cráneos. Un guardia gritó a través de una máscara de sangre, con
el rostro destrozado por los trocitos de piedra.
La Infantería Marítima portaba su uniforme de verano. Túnicas color oliva
con las mangas arremangadas. Gorras de color arena en vez de cascos.
Muchos, preparados para el desfile, ni siquiera llevaban chalecos blindados.
Y aunque estaban preparados para detenciones en la cabeza de playa y
operaciones fluviales, no para el combate urbano, se estaban comportando
admirablemente.
—Lamento no añadir unas cuantas unidades de Serenata a mi colección —
comentó Trazyn—. Supongo que he perdido la oportunidad.
—¿Cómo entramos en la catedral? —preguntó Orikan—. ¿Por los túneles?
—No sirve —respondió Trazyn, y señaló al otro lado de la plaza, donde un
grupo de gomosos cuerpos violeta estaba saliendo de una alcantarilla
abierta—. El culto domina el subterráneo. Nos irá mejor por la superficie.
Motores acelerados. Conos de luz esparcidos.
Un convoy de transportes blindados Taurox Prime salió desde el fondo del
teatro de la ópera y se fue alejando del edificio. Sus orugas lanzaban
escombros hacia atrás, y regaron a la multitud de cultistas deformes que
surgieron del callejón, siseando y disparando.
—Eso debe de ser el vicealmirante —dijo Trazyn—. O lo que queda de su
gente.
El último Taurox, con el escudo de la Flota de la Quinta Franja, volvió la
torreta para fijar los objetivos, con el cañón gatling ya rotando en
preparación. Un destello desde la boca tan largo como el brazo de Trazyn se
clavó en la oscuridad, balas trazadoras machacaron a los desafortunados
cultistas.
Sobre uno de los Taurox, un oficial superior de la Armada, en blanco,
manejaba un stubber pesado, y lanzaba fuego supresor a la entrada del
teatro de la ópera. Había perdido el sombrero, y apretaba los gatillos
gemelos con manos aún cubiertas de guantes de gala. Otro misil salió de
entre las columnas y pilló de refilón el costado del transporte, pero este
continuó adelante, con las placas de blindaje en llamas y el oficial yendo
hacia atrás en la escotilla, mientras su blanco uniforme iba volviéndose
rosa.
—De haber sido listos —se lamentó Orikan—, podríamos haber matado a
Zmelker antes de que ordenara la evacuación. Es el único con la autoridad
suficiente para lanzar el Exterminatus.
—O me lo podría haber quedado —reflexionó Trazyn, con un laberinto
teserático en la mano—. Tengo la sensación de que esta noche valdrá la
pena conservarla.
***
Así fue.

Los monstruos rondaban por las calles de Ciudad Serenata. Híbridos casi
humanos con el uniforme de la Infantería Marítima. Trabajadores
subterráneos con sierras y taladros para piedra, su uniforme decorado con el
símbolo de los dos gusanos, uno negro y otro amarillo, comiéndose la cola
del otro, complementándose para formar un círculo sin espacio interior, los
ojos alineados en equilibrio.
Y estaban cumpliendo su promesa de igualar la sociedad, de bajar al de
arriba y subir al de abajo. Ahora que el Rey de Tres Brazos se había alzado,
todos eran iguales. Desde los placenteros palacios en lo alto hasta los
barrios de chabolas de la cuenca.
Todos eran iguales, porque todos eran presas.
Pero, en el Abisal, la resistencia fue mínima. Las unidades más
contundentes del culto se habían desplegado por la ciudad vieja, para acabar
mejor con el liderazgo planetario. Ahí abajo, el peligro eran solo algunas
milicias y escuadrones de la muerte, nada especialmente complicado para
dos líderes necrones que podían manipular la corriente del tiempo.
Sin tener que esconderse mucho, llegaron a la instalación de bombeo en
poco más de una hora, aunque lo hicieron cubiertos de la pegajosa sangre
púrpura de, al menos, dos decenas de insurgentes con mala suerte. En cierto
momento se encontraron con una compañía de artillería pesada de Serenata
que bloqueaba una amplia avenida, tratando de evitar que las milicias
cultistas se reunieran en masa para dirigirse a la ciudad vieja, pero los
necrones habían llegado desde detrás de la línea de cañones, y cruzarla no
había sido ningún problema.
Trazyn aún seguía frotando el laberinto teserático, complacido con esa
colección inesperada, cuando llegaron a la estación de bombeo.
Orikan arrancó la puerta de sus goznes, abandonando cualquier tipo de
sigilo. Agacharon la cabeza para entrar en el interior desierto y se dirigieron
hacia el punto de acceso a los túneles.
—¿Llevas el Mysterios? —preguntó Trazyn.
—Sí. —Orikan lanzó una mirada a la colección de curiosidades de Trazyn
—. Esa es la gema eldar, ¿no? ¿La gema solar?
—Lo es, ¿por qué?
—El ritual de apertura del Mysterios requiere energía. Necesitaré
canalizarla. —Tendió la mano—. ¿Puedo verla?
—Primero bajemos más, mi amigo Orikan. Aún estamos demasiado cerca
de la superficie para mi gusto.
Descendieron hacia la oscuridad, hablando poco. De las tuberías a la roca
desnuda y a los túneles necrones. A más y más profundidad en la corteza
del planeta.
En cada vuelta del túnel, Trazyn sacaba una baliza del tamaño de su
pulgar, la activaba y la incrustaba profundamente en la pared.
—¿Y qué es eso?
—Nunca se sabe lo que puede pasar aquí abajo —dijo Trazyn, y rio—.
Incluso si abrimos la puerta, el Exterminatus podría quebrar el manto del
planeta. Los túneles podrían colapsarse y obligarnos a excavar una salida.
No olvidemos que tenemos una auténtica montaña sobre nosotros. No me
gustaría salir de la puerta sin un camino de vuelta.
Dos días más abajo, el planeta se sacudió por primera vez. Fue un pequeño
temblor. Como un estremecimiento.
—Está empezando —dijo Trazyn—. Supongo que será el Martillo del
Vacío, con una potencia de uno-ocho. Un disparo de precisión. Un intento
de darles a las fuerzas de tierra más tiempo para evacuar.
Orikan asintió y amortiguó sus transductores auditorios. El incesante
parloteo de Trazyn le había distraído durante los dos últimos días. El
arqueovista hablaba de todo, pensando en voz alta. El tipo de estrato
geológico por el que pasaban. Marcas de cadenas formadas en el polvo del
suelo. Los taladros mineros que los cultistas usaban como arma, tan
adecuados para penetrar la roca volcánica de Serenata. Eso llevó a tipos de
excavaciones geológicas, fisuras y simas, las condiciones ideales para la
formación de fósiles, fósiles notables que había recogido en Serenata.
La locuacidad era aún más interminable porque Orikan podía oír a Vishani
susurrando, animando, haciéndolo adentrarse más. Su voz se iba
fortaleciendo hora a hora, hasta que los pensamientos de los dos parecieron
convertirse en el mismo. Orikan trató de pasar el rato recordando cómo
había sido estar rebosante de luz de estrellas, una experiencia que sus
engramas no podían capturar del todo, e imaginando cómo sería que todos
los necrones pudieran alcanzar esa transcendencia.
Si él decidía que así debía ser, claro. No le apetecía demasiado ser uno más
entre muchos.
El cuarto día, el creciente tedio de Orikan tuvo un alivio temporal al
encontrarse con una banda de criaturas simiescas deformes, con su carga
genética alienígena corrompida mucho más de lo que jamás había visto. Los
atacaron con enormes brazos, blandiendo trozos de vigas de construcción
como armas, y los azuzaba a gritos un experimentador que les golpeaba en
la espalda con un rodillo erizado de jeringas.
Entonces, Trazyn dibujó un laberinto, y la novedad acabó. El resto del día
consistió en descender entre la roca, oyendo a Trazyn disertar sobre el alto
grado de aberración mutante entre los híbridos criados a partir de la carga
genética inestable de Ymgarl.
El suelo estaba inclinándose ahora; el bombardeo en la superficie era casi
constante. Corrieron.
Al final del cuarto día, probablemente el ochenta por ciento de la vida
orgánica de la superficie ya hubiera muerto. O eso mantenía Trazyn, cuando
Orikan se dignaba a escucharle. Este iba murmurando mientras corría,
centrando su atención en la tarea que tenía por delante. Y escuchaba a
Vishani, que le explicaba, en detalladas cadenas lógicas, lo que debía hacer.
Orikan no se dio cuenta de que habían llegado al depósito hasta que oyó el
chapoteo del agua bajo sus pies.
—… pósito agrietado.
—¿Qué? —preguntó Orikan.
—¡He dicho que el bombardeo ha agrietado la base del agua! —gritó
Trazyn.
Caían rocas del techo de la caverna, y se deshacían al golpearse contra el
estanque con solo un par de centímetros de agua—. Ha comenzado el
bombardeo final. Mira, han traspasado el depósito con un rayo.
Señaló el suelo de la cámara, y Orikan vio un enorme sumidero en el
centro, que se hundía como un pozo en la oscuridad.
—¡No falta mucho! —Trazyn sonrió.
—«Ahora, mi igual».
—No —repuso Orikan—. No falta mucho. Es el momento de darme la
gema.
—«No la pidas. Cógela».
Un peñasco cayó junto a Trazyn, y este alzó una mano protectora.
—¿Es realmente el momento? Esta cámara es inestable.
—«No puede ir más lejos. No puedes dejarle».
Orikan actuó deprisa. Con una mano agarró la gema, y con la otra formó la
Parábola Balística de Vzanosh.
Trazyn vio el movimiento, empleó la capa y seleccionó un futuro
diferente.
Le agarró la mano a Orikan y le retorció los dedos para cambiárselos de
posición; saltaron chispas y el hechizo murió.
—¿A qué estás jugando, Orikan?
—No podemos llegar allí los dos, me lo ha dicho ella. Solo uno de
nosotros. —Le arrancó la gema, saltó hacia atrás e invocó el Báculo del
Mañana, dispuesto a luchar.
Trazyn no le siguió. Una roca del tamaño de su cráneo salpicó el agua a su
espalda.
—Es una réplica, Orikan. ¿Crees que voy a llevar la auténtica colgando ahí
cuando pareces tan interesado en ella? —Invocó el obliterador—. Ahora,
detén esta estupidez; juntos hemos trabajado bien.
—Enviaste alienígenas a matarme, condenando este mundo para que ni
tuviéramos la oportunidad de abrir la puerta. ¿Es a eso a lo que te refieres,
Trazyn? Has destruido este mundo por una broma.
Orikan saltó disparado, fue a golpear pero detuvo el golpe, le agarró el
obliterador a Trazyn y trató de arrancárselo de las manos.
Lo único que consiguió fue acercársele mucho, cara a cara.
La caverna se sacudió cuando una losa del tamaño de un monolito cayó y
se hizo añicos sobre el suelo.
—Yo no quería hacer esto, Orikan. Estoy preparado, pero no quería
hacerlo.
Orikan forcejeó para arrancarle el obliterador, pero este se le disolvió en
las manos. Notó el resplandor prismático de un bolsillo dimensional al
abrirse; su bolsillo dimensional.
Trazyn se apartó, con el Mysterios en la mano, y se lo metió en su propio
bolsillo dimensional.
—Adiós, colega —dijo Trazyn.
Orikan se tiró sobre el arqueovista, y Trazyn lo abrazó, cerrando los brazos
alrededor de la delgaducha figura de Orikan, llevándolo consigo al suelo.
Orikan se debatió, gritando, y golpeó a Trazyn con la cabeza.
Entonces se dio cuenta de que no había nada ahí. El cuerpo de Trazyn
estaba vacío, como el exoesqueleto que queda después de que el insecto se
deslice y se libere de él.
Oyó un sonido que ningún mortal ha vivido para describir.
El sonido de un planeta al ser ejecutado.
Con un rugido tan potente que le colapsó los sistemas, la cámara se
desplomó.
Golpeándolo. Aplastándolo. Enterrándolo.
Orikan el Adivino, vidente de los necrontyr, yacía destrozado bajo una
montaña.
El espíritu algorítmico de Trazyn corrió a través de los repetidores que
había ido enterrando por los túneles, gritando de un punto a otro mientras
los túneles se desplomaban tras él. Cada uno ardía después de pasar él,
sellando el camino. A través de los túneles necrones. A través del lecho de
roca. Hacia arriba por las tuberías y hacia la tormenta de fuego que era la
atmósfera de Serenata.
Un planeta que, en todo derecho, ya no merecía un nombre.
Se metió en su sustituto en el puente del Señor de la Antigüedad, listo para
dar la orden.
—Subid a la superficie y buscad un vector de ataque. Quiero la nave
capital inutilizada en la primera pasada. No la destruyáis, queremos que
pueda retirarse. Calculad el fuego para infligir un daño extremo. Obligadles
a que redirijan la energía de las lanzas a los escudos.
Si el Exterminatus continuaba, la Puerta de la Eternidad sería destruida.
Pero aún tenían tiempo para retrasar lo inevitable.
El Señor de la Antigüedad, oculto bajo la superficie de la segunda luna de
Serenata durante milenios, se alzó, sacudiéndose el polvo lunar de encima
del fuselaje. Se fue desgajando en pedazos sólidos, que se resbalaban y
formaban un cráter con forma de luna creciente.
Y se lanzó sobre la flotilla como un depredador que ha descubierto a una
bandada de pájaros picoteando insectos. Se cargaron las baterías. Se
buscaron soluciones de disparo para tres naves diferentes.
Estaba a punto de darle al vicealmirante Zmelker otra medalla para su
colección.
—Fuego.
Cuatro horas después, las únicas naves Imperiales que quedaban eran
cascos destrozados de los cruceros de escolta y dos fragatas de clase
Espada, flotando con el espinazo roto bajo la mustia luz de Serenata.
Trazyn abrió un canal, buscando una señal.
—¿Orikan? —transmitió.
Ninguna respuesta.
—Orikan, identifica tu posición y podré sacarte de ahí.
Nada.
La única respuesta era un pulso. Un código numérico que corría una y otra
vez por la superficie.
3211 Paro 1534 Paro 4132 Paro 5324.
Trazyn contemplaba la superficie gris de un mundo muerto. La Canción de
Serenata, el aria de la Puerta de la Eternidad, era lo único que quedaba vivo
ahí.
ACTO CUATRO: MUNDO
MUERTO
CAPÍTULO UNO

3211 PARO 1534 PARO 4132 PARO 5324


[EL MENSAJE SE REPITE]
– Señal de Serenata

El mundo conocido como Serenata, que había sido llamado Cepharil y


Cephris, y con nombres ya olvidados antes de eso, colgaba en el vacío,
ceniciento y muerto.
Las brisas aún soplaban en su delgada atmósfera. La luz avanzaba
lentamente y retrocedía sobre su superficie mientras giraba infinitamente
alrededor de su estrella. Restos de navíos Imperiales lo orbitaban como los
cadáveres de peces flotando en una charca tóxica.
De nuevo, como durante las eras primordiales del tiempo profundo, el
planeta no tenía nombre. No había motivo para que tuviera uno. Incluso si
el aire hubiera sido respirable, no había nadie para respirarlo. Todos sus
recursos habían sido destruidos, la propia corteza cuarteada por cientos de
simas de kilómetros de profundidad. Su gran horno de creación, el núcleo
líquido que había formado islas y continentes al expeler trillones de
toneladas de piedra derretida, estaba extinguido y frío. Sin recursos que
explotar, desapareció de los mapas estelares. Las líneas de comercio se
reajustaron, los cárteles de bienes del espacio se fueron a otra parte.
Era tan estéril como las lunas sin voluntad que lo orbitaban. Rocas
formaban espirales unas alrededor de las otras en la eterna ecuación de la
gravedad.
Ninguna nave aterrizaba, excepto por las veces que alguna de las
destrozadas sucumbía al deterioro orbital y se estrellaba contra la quieta
superficie.
Así que, cuando un pequeño caza penetró en la atmósfera, con sus motores
cuádruples brillando como un candelabro en la oscuridad del espacio,
habría sido un evento singular de haber habido alguien vivo para
contemplarlo.
La Guadaña de la Noche se quedó planeando a unos tres metros de la
superficie cenicienta. Abrió su brillante escotilla inferior.
Trazyn, Líder Supremo de Solemnace, Señor Arqueovista de las Galerías
Prismáticas y Aquel-al-que-llaman-Infinito se trasladó a la superficie.
Se dio cuenta de que era el primer ser en poner pie en Serenata desde hacía
tres siglos.
El avance fue fácil. El bombardeo Imperial había hecho bien su trabajo. Su
feroz agonía de destrucción había encendido la atmósfera y desatado
instantáneas turbulencias volcánicas, que habían lanzado toneladas de
ceniza a la atmósfera y creado un paisaje de dunas grises y baldías.
La ceniza se acumulaba alrededor de la celosía de vigas y barras de
plastiacero, lo único que quedaba de las grandes ciudades, formando
estructuras espectrales que se alzaban cientos de metros.
Trazyn miró las torturadas esculturas y pensó en el hueso trabajado de las
ciudades eldar, los corales de las cuevas subterráneas y los contrafuertes
inusualmente altos de Ciudad Serenata. De un modo perverso y burlón, la
Canción de Serenata aún resonaba.
También resonaba para él.
Durante los tres últimos siglos, hiciera lo que hiciera, Serenata estaba
siempre ahí. Su señal tiraba de él, se repetía en lo más profundo de su
matriz neural y le susurraba en sus engramas. Estuviera donde estuviera, a
pesar de todos los peligros, su mente volvía a la Tumba de Nephreth. Se
repetía como una subrutina de fondo mientras batallaba por la Lanza de
Vulkan. Mientras contemplaba la muerte de Cadia durante la Decimotercera
Cruzada Negra del Saqueador.
Todos esos siglos, el reloj de arena de su matriz neural goteando granos.
Esperando el momento cuando sabría que debía regresar ahí.
Orikan había tenido razón: Trazyn era obsesivo. Eso lo tenían en común. Y
lo que fuera que cantaba Serenata, lo había infectado. Se había apoderado
de él y no le dejaba.
Incluso si la tumba estuviera rota y destrozada, sus reliquias esparcidas y
el invaluable cuerpo del faerón Nephreth destruido, Trazyn necesitaba
verlo. Aunque solo fuera para que su mente pudiera descansar.
Trazyn alcanzó la fractura continental y miró hacia ella. Vastos espacios se
abrían por debajo, un infinito cañón de unos dos kilómetros de ancho, que
llevaba directamente hacia el núcleo. El punto exacto donde la batería de la
lanza quebró el planeta como un hacha parte un cráneo.
Notaba el tirón de la señal que emanaba desde las profundidades.
Repitiéndose. Siempre repitiéndose. Tan familiar como su propio nombre.
Trazyn abrió su bolsillo dimensional y sacó un pequeño disco elevador que
extrajo de su contenedor, donde se acurrucaba junto a sus laberintos
teseráticos. No sabía por qué los había llevado, solo que le había parecido
adecuado. Una especie de vuelta a casa.
Desplegó el disco y lo lanzó hacia el abismo, lo observó activarse y
planear justo en el punto donde acababa la tierra y comenzaba el espacio.
Trazyn se subió encima y descendió.
Mientras lo hacía, mantenía su obliterador en alto, con el arcano artefacto
encendido de modo que proyectaba una mancha de luz blanca sobre la
superficie tallada de la pared de la sima.
Los estratos geológicos fueron pasando; iba dejando atrás cada época al ir
bajando cada vez más, mientras su mente catalogaba todos los detalles del
corte transversal.
Las ruinas de la ciudad imperial llegaron primero, sus calles planas y
enterradas bajo piedra pómez de ceniza compactada formada por el
frotamiento durante la destrucción del planeta. Las vigas de plastiacero que
se alzaban desde la superficie eran las torres más altas en pie. Ahí, al nivel
de la calle, Trazyn vio vehículos de guerra y coches terrestres destrozados.
Bandas de criaturas quitinosas fundidas juntas en su movimiento ondeante
por el repentino calor de la atmósfera incendiada. Hombres y mujeres
cubriéndose, convertidos en estatuas por la misma violencia geológica que
había formado las tierras a las que habían llamado hogar. La tierra que
habían luchado por proteger.
En vez de eso, la tierra se había alzado y los había matado.
Por debajo de eso estaban los asentamientos coloniales, poco más que
montones de basura y cimientos de ladrillo. Aquí y allá, el rastro de objetos
lisos y ennegrecidos que podrían ser tejas destrozadas de un techo. Un
tornillo metálico suelto, que Trazyn reconoció, por su composición química,
como de manufactura orkoide.
Más abajo, las ruinas de los palacios de hueso de los eldar, sus templos y
altas terrazas derribados por la necesidad de Trazyn de tener la joya que le
colgaba de la cintura.
¿Sería entonces cuando lo había atrapado por primera vez? ¿Cuándo quedó
su destino irrevocablemente ligado a ese planeta?
En este momento no podía recordar por qué había deseado esa joya con
tanto anhelo; era única, de acuerdo, pero ¿por qué no todo el templo?
Y recordó las reverberaciones en el santuario de hueso donde residía el
Espíritu del Mundo, y supo que incluso entonces la Canción de Serenata
estaba sobre él.
«Este mundo canta por la sangre de Trazyn».
Oía repetirse eso, cada vez más fuerte. Ya no tardaría mucho.
¿Estaría allí Nephreth? Trazyn se vio a sí mismo temiendo tal perspectiva.
Sería un gran descubrimiento, el mayor de los descubrimientos. Uno tan
monumental que le había dicho a la ejecutora Phillias y a los faerones (el
Consejo Despierto se disolvió desde el Gran Despertar, y varios de sus
miembros fueron destruidos) que no era posible que la tumba hubiera
sobrevivido.
No quería que fueran otros a intentar llevarse su premio. No cuando ya
estaba tan cerca. Y que Orikan quedara enterrado había disuadido incluso a
los buscadores más diligentes.
¿Quién iba a atreverse a intentar tener éxito ahí donde el mayor
cronomante de la galaxia había fracasado?
Los fósiles ante los que pasaba ya eran de los grandes lagartos. No como
los exoditas los habían cabalgado, sino una forma más primitiva, con cuatro
patas y cortos dientes como agujas. Grandes, pero no tan majestuosos como
sus descendientes.
Luego, una cultura que Trazyn no reconoció. Un eón completo de la
historia del planeta que le resultaba oscuro y ajeno. Ruinas megalíticas que
no podía identificar y casas bajas de piedra. Una cultura que evolucionó y
desapareció, y que seguramente nadie había visto excepto él.
Más abajo había conchas en espiral, con sus curvas coincidiendo con esa
asimetría perfecta que lograban todas las criaturas de Serenata.
Y luego llegó la piedranegra. En una gran capa de revestimiento, con
canales por los que podía subir el magma.
Continuaba. Abajo, abajo, abajo hasta el núcleo.
Y Trazyn se dio cuenta de que ese mundo no era un mundo natural. Había
sido construido. Creado por manos desaparecidas hacía mucho, era casi
inmune a las baterías de lanzas y a las detonaciones de plasma.
No sabía si sería la obra de los Ancestrales, de los C’tan, o de alguna otra
especie que él desconocía, pero, cuando encontró el canal que buscaba y
entró en la red de túneles, supo que no había visto ninguna obra igual. Para
los necrones, crear un mundo artificial era difícil y ocupaba mucho tiempo,
pero resultaba posible. Antiguos criptecnólogos habían apresado estrellas en
el interior de esferas que recolectaban energía, y habían hecho naves que
podía navegar autónomamente los espacios entre las estrellas con toda su
tripulación en crioestasis.
Pero modificar un planeta hasta ese punto, hacerlo artificial y natural a la
vez, era una obra de tecnohechicería que iba más allá de los mayores logros
de su raza inmortal. La auténtica obra de un ser eterno.
Durante treinta días y treinta y una noches caminó en la oscuridad, hasta
que encontró la puerta de la cámara. La puerta de emergencia.
La puerta anterior había estado cubierta por una capa de vida invasiva,
pero esa, encerrada en lo más profundo de las bóvedas de la corteza del
planeta, estaba intacta.
La Puerta de la Eternidad se alzaba monumental y negra al fondo de la
cámara, en lo alto de una gran escalinata. Una doble fila de braseros,
estériles y llenos de sombras, conducía a los escalones.
No había estado allí desde que el mancillado Quellkah le había
emboscado, hacía cuatro siglos. Parecía más.
Trazyn buscó en su bolsillo dimensional y sacó el Astrarium Mysterios.
—Ya es hora —dijo— de acabar con esto.
Al pasar ante los primeros braseros, estos chisporrotearon y se
encendieron, con llamas verde esmeralda, que danzaban y se retorcían. Se
alzaban en pilares espirales que iluminaban hasta los contrafuertes más
lejanos del techo.
Cada par se encendía al pasar él; las llamas primero saltaban hacia dentro,
hacia el Mysterios, y luego se enderezaban para formar una línea de
ardientes columnas. A una legua de distancia, vio una luz esmeralda que
emanaba desde detrás de la entrada ciclópea y se colaba por debajo y entre
las hojas. La luz de energía era tan espesa que se hizo vapor; fue saliendo en
volutas para formar una alfombra de niebla que bajaba por la escalera y se
extendía para cubrir la cámara.
Trazyn dio un paso, luego otro; se fue dando cuenta, con su mente de
conservador, que esa Puerta de la Eternidad era mucho más grande que la
otra; ¿quizá las habrían tomado al revés? ¿Sería esta puerta la principal, y la
otra, la de emergencia?
Eso no tendría sentido. El Mysterios los había dirigido a la otra entrada.
Y en ese momento Trazyn se acordó de las antiguas costumbres. Por aquel
entonces, él había sido testigo del entierro de muchos faerones, pero ningún
faerón de rango había muerto en sesenta y cinco millones de años.
Destruidos, sí. Pero el simbolismo de la práctica funeraria y la veneración
religiosa, tan inculcadas en su cultura, ahora le resultaba algo ajeno a su
consciencia de necrón sin alma.
Esta era la Puerta de la Muerte. El entierro procesional. Pensada para ser
usada una única vez y luego sellada. Estaba diseñada para acoger el cuerpo
del faerón Nephreth, y para nada más.
Idealmente, permanecería sellada. Sagrada e inviolable. Sin contaminar
por los pies de cualquiera que no cargara con el cuerpo purificado del
faerón.
Trazyn se detuvo un momento, mirando maravillado los escalones, la
puerta, los grifos y los bajorrelieves de las paredes.
Nephreth había pasado por ahí. Nephreth el Intacto. El más noble de los
faerones. Un ser de mera carne que había sido el primero en oponerse a los
dioses. Orikan alardeaba de que él había sabido cómo era la mente de los
C’tan y había advertido de su perfidia, pero él había elegido esconderse.
Nephreth había elegido luchar.
Se había resistido a la biotransferencia con la fuerza. Había arrojado su
cuerpo perfecto para defender el alma de los necrontyr. Había alzado los
brazos contra el enemigo mortal cinco millones de años antes de que el Rey
Silente se rebelara y destruyera a los arteros dioses, destrozándolos en
fragmentos.
En cierto modo, Nephreth era el último necrontyr y el primer necrón. Un
ser en el punto crucial de la historia. Tanto leyenda como hecho histórico.
Y si la tumba permanecía intacta, lo cual parecía muy posible dada la
conservación de esa antecámara, pronto podría mirarle a la cara.
La primera cara necrontyr que habría visto en sesenta y cinco millones de
años.
Trazyn dejó suelto al Mysterios.
Este se alzó suavemente y sin traba, y fue subiendo la escalera como si lo
portaran manos divinas, hasta colocarse por sí solo en el punto medio de la
puerta.
Y fue cambiando. Los ángulos se doblaron y suavizaron. La luz despertó
en su interior, y los lados fluyeron juntos como el mercurio.
Y se convirtió en una esfera. Una esfera perfecta. Su forma era tan
matemáticamente hermosa que Trazyn hubiera derramado auténticas
lágrimas de haber tenido ojos.
Quizá no tardaría en tenerlos.
Abrió la boca para recitar el algoritmo.
—¡Trazyn!
Sus oculares se entrecerraron, y se volvió, con su capa de teselas flotando
alrededor de sus encorvados hombros y arrastrando por la escalera.
Al pie de la escalera había una desdichada criatura. Demacrada y
esquelética. Golpeada y con tantos minerales incrustados que su cuerpo era
del color de un miembro necrótico. Cables expuestos en la máscara
mortuoria fracturada zumbaban con un brillo eléctrico. Los dedos, si se
podían llamar así a esas cosas gastadas y rechonchas, se habían deshecho
hasta ser protuberancias que goteaban fluido hidráulico. La columna
formaba una curva en «S», de modo que la criatura solo se podía sostener
apoyándose en un bastón coronado con un diseño de estrellas.
—¿Orikan?
—No abras… —empezó la criatura, pero hizo una pausa, tratando de
encontrar las palabras o respirar— … la tumba. No lo hagas.
Trazyn rio; un sonido resonante que se perdió en las altas bóvedas.
—¿Sigues con tus viejos trucos, Orikan? Creo que ya estamos mucho más
allá de eso. Mírate. Mírate los dedos. Te desenterraste, ¿verdad?
Orikan saltó cojeando un escalón más. Luego otro.
—No la abras. No quieres lo que hay dentro.
—Te ha costado…, bueno, te ha costado tres siglos salir, ¿supongo?
—Dos milenios —dijo Orikan. Se irguió lo que pudo, aún lejos de Trazyn
—. Dos mil. Ciento. Veintidós años. Necesité para escapar. Para llegar aquí.
Cada vez excavé buscando roca blanca. Cuando me quedé bloqueado, volví
hacia atrás. Rehíce los pasos. No…
Trazyn se carcajeó. Dio unos golpecitos rítmicos en su obliterador con el
dedo.
—Deberías verte, mi querido astromante. No te preocupes, estoy creando
el registro engrámico perfecto. Espero referirme a él con frecuencia.
—Trazyn. —Orikan se acercaba. Lentamente, pero sin pausa, aún mucho
más lejos que un tiro de pistola—. He estado aquí en la roca durante más de
dos mil años.
—Lo sé, mi querido colega.
—He tenido mucho tiempo para escuchar. A la roca. A las emanaciones
que vibran a través de ella. La…
—Canción de Serenata. Lo sé.
—No, no lo sabes, Trazyn. Hay dos canciones. Una es sutil, casi
indetectable, y es un canto de sirena. Un memo-virus que infecta y atrae.
Como lo que hace que los humanos quieran estar con los genestealers.
Despierta la obsesión, y llevó a la locura al pobre Quellkah.
—Vamos. No esperarás que me crea…
—La segunda canción es una cadena numérica. Tenías razón, es un código
libro. Es una advertencia. Una advertencia de Vishani. Una advertencia para
alejarnos. El mensaje está basado en Guerra en el Cielo. La primera cadena,
3211 se refiere al acto tres, escena dos, línea uno, primera palabra. Intentó
convencerme de que no escuchara la señal. Dijo que me daría el virus
desollador. Lo que sea que está dentro…
—¿Y qué está dentro?
Orikan se estaba acercando, a la distancia de una corta carrera.
—No lo sé.
Trazyn bailó escalera arriba, para fastidiarle. Para mantener la distancia.
—Muy bien, entonces, veámoslo por nosotros mismos, ¿de acuerdo?
—Trazyn, por favor. Has ganado. Estoy humillado. No nos destruyas a los
dos queriendo probar…
Trazyn pronunció el algoritmo. Lo hizo deleitándose.
Y la puerta comenzó a abrirse, mostrando el portal crepitante más abajo.
Y a través del portal, vieron fila tras fila de guerreros.
Un ejército esperando órdenes.
CAPÍTULO DOS

EMBAUCADOR Abandonad la carne, nobles hijos de los necrontyr.


Abandonad vuestra putrefacción y enfermedad. Sin la carga del temor
y la preocupación. Alejad vuestros corazones inconstantes y
turbulentos. Dejad la carne, y la muerte, el viejo enemigo, dejará de
ser vuestro amo.

–Guerra en el Cielo, Acto IV, Escena IV, Línea 8

Agua, la primera que el planeta había visto en siglos, manaba de entre las
hojas de la puerta, que se abría. Salada y clara, ajena al entorno estéril de la
Puerta de la Muerte, salía como un torrente, cayendo por la escalera, y casi
tiró a Orikan con su frágil cuerpo. Tuvo que poner una rodilla en el suelo,
agarrando el borde de una escalera con sus dedos rechonchos y gastados.
Entre la marea había medusas iridiscentes, y su brillo se fue apagando a
medida que las aguas corrían. Trazyn cogió una, maravillado por el dibujo
bioluminiscente, como las estrellas, impreso en su membrana.
—Han evolucionado —dijo Trazyn, maravillado—. Empujadas dentro de
la tumba hace un milenio y medio, cuando la abrimos. La última activación
de la puerta les permitió entrar. Los únicos seres que sobrevivieron fueron
los que eran capaces de alimentarse solamente de las energías
dimensionales arcanas. Creo que es una lección para todos nosotros.
Dejó caer la medusa, con su diseño guardado en sus bancos de engramas, y
fue hacia el portal.
—Trazyn. —Orikan se arrastró hacia arriba, casi incapaz de moverse hacia
delante. Tenía un actuador de la rodilla atorado. Se le nublaba la visión—.
Trazyn, no…
—El primero de muchos nuevos descubrimientos.
Y Orikan se dio cuenta de que el arqueovista no le estaba hablando a él.
De hecho, estaba hablando solo para sí.
Orikan trató de levantarse. No pudo. Había quemado muchísima de su
energía desenterrándose. Tratando de llegar ahí a tiempo. Se había agotado
para llegar a ese momento. Su reactor estaba en estado crítico, no
sobrecargado sino reduciendo sus ciclos. Había corrido demasiado cerca de
las líneas rojas de lo que era seguro, y lo había hecho durante dos milenios.
Un siglo atrás había apagado las alertas de sus sistemas porque le
dificultaban la visión.
Solo abriéndose al cosmos, a las energías del espacio y del zodiaco, que
fluían siempre, podía soportar estar en movimiento, para autorrepararse lo
suficiente como para llegar hasta allí. Pero la caída de las rocas había
dañado sus colectores de energía, y, aunque el poder del universo estuviera
fluyendo rápido y libre, solo podía sorber un poco de él cuando pasaban en
torrente por su estructura.
A uno de sus viejos maestros le gustaba la Parábola del Hombre y la Caña.
Era sobre un hombre que trataba de impedir el desastre bebiendo las
furiosas riadas que corren por el canal. Por cada trago, lo que serían diez
mil barriles pasaban y desbastaban su pueblo.
Orikan se sentía como ese hombre, sin embargo, por su agotamiento, no
podía recordar la moraleja de la parábola. Algo sobre lo de evitar las
acciones fútiles que hacen que uno sienta que hace algo pero que no marcan
ninguna diferencia.
E imparable como diez mil furiosos lath de agua de riada, Trazyn cruzó el
portal.
Orikan vio la entrada crepitar por las puntas y supo que sus esfuerzos
habían sido en valde. No le quedaba ningún poder. Nada de enviar su
consciencia hacia atrás, nada de lanzarla hacia delante. Sacó fuerzas de
flaqueza y se obligó a ponerse en pie. Comenzó a cojear con su báculo
subiendo hacia la puerta.
Ser viejo debía de ser así, pensó. Algo que nunca había alcanzado en su
vida, y que se le robó en la biotransferencia.
Una biotransferencia contra la que les había advertido. Y no le habían
escuchado.
«Se negaron a escuchar entonces, y Trazyn se negaba a prestarle atención
ahora».
Y allí, burbujeando desde sus bancos engrámicos, estaba la vieja amiga.
Su antigua compañera.
La furia.
Tan peligrosa para la concentración. Tan poderosa cuando se podía
controlar.
Esa batalla no necesitaba concentración.
El portal estaba disminuyendo. Disipándose. Consumiéndose a sí mismo
por los bordes de modo que lo único que quedaba era un círculo del tamaño
de una entrada humana.
Tenía los dedos demasiado gastados y rotos para hacer un símbolo de
hechizo adecuado. El Estabilizador de Vaaul requería tocarse la palma con
el dedo medio, y el dedo medio de la mano derecha había desaparecido
desde la primera articulación. La Reversión de Quellan era un algoritmo de
cuatro líneas; imposible decirlo a tiempo.
En vez de eso, simplemente gritó, lanzando toda su considerable voluntad
a la Puerta de la Eternidad, ordenándole como la máquina tonta que era.
ÁBRETE.

El portal tembló, se apagó. Menguó y luego creció, como la lente de un


ocular tratando de enfocar.
Con un último salto, Orikan se lanzó a través de la superficie ondeante.
Justo cuando se cerraba.
Trazyn lo quería todo.
Todo lo que podía ver. Hasta el último átomo de la cámara. Quería
encerrarlo en una cámara en Solemnace y negarse a tocarlo. Hacer que le
volaran en una plataforma de mando Catacumba para verlo, y así ni siquiera
alterar el polvo.
Un camino de glifos iluminados se extendía por la cámara, cada glifo era
el nombre de un enemigo Ammunos derrotado, de modo que los portadores
del sarcófago de Nephreth podían pisar sobre ellos. Columnas, tan gruesas
como monolitos y talladas con imágenes en bajorrelieve representando
acontecimientos tempranos de la Guerra en el Cielo, sujetaban el techo
pintado. En el centro, se hallaba una gran pirámide, tan lejos que parecía
pequeña en la gigantesca cámara.
Entre él y la tumba se hallaba el ejército de piedra.
Una decuria entera de guerreros, vestidos con su panoplia de guerra, y en
posición de firmes. Eso fue lo que abrumó a Trazyn, inundándolo de
recuerdos engrámicos de un planeta largo tiempo muerto.
Porque esos guerreros de piedra no eran necrones, sino necrontyr. Un
antiguo ejército completo preparado para el desfile, de guerreros a
Inmortales, y a guardianes reales con sus guardias asistentes. Tres Arcas del
Exterminio estaban en formación. Miraban a lo que seguramente sería la
cámara central mortuoria, rodeándola, como si el faerón muerto estuviera a
punto de dirigirse a ellos después de una victoria o una nueva conquista.
Trazyn no había estado preparado para ver siquiera una imagen burda de la
forma necrontyr. Y, aunque esas estatuas solo eran meras siluetas, detalles
tallados en la roca ígnea devorados por un milenio y medio sumergidos en
agua marina, algo en lo más profundo de él sufría con solo mirarlos. Se
maldijo por haber abierto la Puerta de la Eternidad sin haber detenido el
agua con estasis. Por permitir que sucediera este acto de vandalismo. Juró
que restauraría cada una de las estatuas.
Peor casi se alegraba del desgaste. La vista de un cuerpo necrontyr,
perfecto y detallado, podría haberle superado. Ya estaba teniendo
dificultades para caminar hacia la cámara de la cripta sin detenerse cada
pocas filas para mirar un rostro picoteado.
—Éramos una gran especie —dijo—. Ya no. Un necrón no es ni raza ni
especie. No es algo hecho por un proceso natural y la evolución. Ahora
somos una cosa forjada. Creada. Más permanente que esta piedra, y, sin
embargo, sin ni la mitad de su espíritu. Estas obras de arte están hechas por
manos que vivían, o que sabían lo que había sido vivir. Esta es la última
tumba de los necrontyr, y la mayor.
Oía un redoble por la cámara. Un ritmo estimulante como una marcha,
como si los músicos de piedra con sus tambores y címbalos marcaran el
avance. Los engramas de Trazyn evocaron imágenes de viejas batallas, de
viejas guerras. La gloria de los necrontyr, una gente con el cuerpo enfermo,
pero fuerte de espíritu, que conquistaron las estrellas.
Nadie aparte de los inmortales y los dioses pudieron detenerlos.
Maravillado y cubierto de asombro, casi ni vio la alarma de proximidad de
su sistema de percepción.
Trazyn se volvió y cogió el báculo de Orikan, deteniendo su golpe.
—Eres débil, mi viejo rival. —Trazyn solo había necesitado una mano
para parar el golpe—. Risible, la verdad. Ese golpe no era más fuerte que el
de un humano.
Trazyn le arrancó el arma al astromante de las destrozadas manos y la tiró
lejos.
El Adivino fue a por él, siseando como una serpiente de ceniza
encapuchada, y Trazyn lo detuvo con un golpe de revés al cráneo, que envió
a Orikan hacia atrás, con su máscara mortuoria rota goteando fluido de
reactor. Se lo contuvo con una mano y se dejó caer sobre una rodilla,
equilibrándose sobre el suelo.
—Escúchame —gimoteó Orikan—. La advertencia…
—Quédate ahí, lunático farfullador. ¿Acaso no ves que he ganado? —
Trazyn se volvió y notó una mano que le agarraba la capa.
—No hay nada que ganar, Trazyn. —Orikan le agarraba la capa. Trazyn se
la arrancó de la mano, y Orikan se agarró al pie de acero del arqueovista—.
¿No lo ves? Te ha atrapado. Estás hechizado, cretino engreído. Dice…
Trazyn retorció el pie para soltarlo y le pisoteó el cráneo a Orikan, dejando
caer todo su peso una y otra vez, observando cómo se doblaba su estrecha
calavera y se rompía el tocado encendido. Le machacó los puertos abiertos
de sus paneles de recogida de energía.
El arqueovista se dejó llevar por toda esa crueldad. Escupió palabras que
ni recordaba haber formulado.
—Cómo te atreves. Cómo te atreves a tocarme, insecto. Destruiste mis
artefactos. Me impediste trabajar. Me arrastraste a esto, y ahora no puedes
soportar que te haya ganado. Una vez más, casi lo fastidias todo. Igual que
antes.
—Esa no es tu voz, Tra…
El talón de metal de Trazyn se estrelló contra la boca de Orikan, y el resto
solo fue un zumbido.

Y Trazyn siguió su camino, mientras el astromante roto se arrastraba, pero


quedándose cada vez más y más atrás.
—La Canción de Serenata —dijo Orikan sin que se le oyera, con las
vocales fallando—. Dice: «No te dejes engañar».
La cripta de estasis era el doble de alta que un monolito, con las cuatro
esquinas de la base alimentadas por reactores eternos. Ese era el repique de
la cámara, lo que debía de ser la Canción de Serenata. Cuatro reactores
encendiéndose a intervalos. Ninguna siniestra comunicación de espíritus.
Ninguna entidad maligna conduciéndolos a la masacre. Nada exótico ni
bizarro. Simplemente el trabajo limpio de la tecnología necrontyr.
El zumbido de los reactores reconfortó a Trazyn. Le tranquilizó. La
reverberación era atractiva, como un baño de aceite. Le hizo desear entrar
en la cripta y sentirse rodeado de ese ritmo que le masajeaba.
¿Cuánto tiempo ese viejo loco de Orikan le había desviado con
descabelladas teorías? Incluso enfadado, Trazyn no quería intentar
calcularlo.
Finalmente, se había librado de ese peso muerto del mira-estrellas. Mejor
así.
Había sellos en la puerta. Cuatro, creados por una tecnología que era
antigua y poderosa. Cada uno con un cartucho formado a partir de un
material geológico diferente. Advertían que no se abriera la cripta.
Pronosticaban el apocalipsis, maldiciones y calamidades de lo más
impresionantes.
Trazyn ni siquiera los leyó. Siempre había advertencias. Había habido
advertencias en la última puerta. Avisos sobre la piedra que le colgaba de la
cadera, la que había cogido del Espíritu del Mundo eldar; avisos en
grimorios que susurraban de posesiones demoniacas y de seres que todo lo
devoraban.
Y, sin embargo, ahí estaba él, después de haber violado entradas sagradas y
coger cosas prohibidas. Aún vivo del todo.
Le hubiera gustado conservar los sellos. Después de todo, eran
significativos. Pero le importaban más lo que había dentro.
Invocó su obliterador y golpeó el primer sello con el arma.
Uno.
Un cartucho hecho de roca de lava se quebró bajo el golpe de su báculo, y
el sello arcaico que había debajo se chafó con un sonido como de soltar
aire.
—«Por favor, Trazyn».
Un mensaje intersticial de Orikan. No le prestó atención.
Dos.
El segundo cartucho, hecho de hueso, se fracturó a lo largo de una línea
débil y cayó a trozos.
—«No es demasiado tarde».
Tres.
El tercero, hecho de alguna forma de rococemento, se desintegró con dos
golpes.
—«Has ganado —envió Orikan—. Admito tu supremacía. Haré cualquier
cosa, incluso te prometeré vasallaje, si aceptas que nos vayamos los dos».
A Trazyn no le importó.
El cuarto sello era algún tipo de ceniza de cremación, poco más que una
pasta gris suelta. Lo golpeó con el obliterador y se atomizó, mientras el
antiguo sello bajo él se quebraba y caía sobre la piedranegra.
Las hojas de la puerta de la cripta giraron hacia dentro, y Trazyn se quedó
pasmado.
Una luz sombría bailaba sobre la pared, proyectada por el campo de estasis
que tintaba toda la cámara de un resplandor color ámbar.
La cámara era austera, y más pequeña de lo que se había esperado. No
mayor que la sala de consejo de algún líder menor; el resto de la estructura,
sin duda, albergaba el equipamiento esotérico que mantenía a su ocupante
fresco y vital. En una pared había la forma chafada de una criptecnóloga; su
cuerpo, muy modificado, estaba machacado como si hubiera sido pillado
por maquinaria pesada o campos de energía aplastantes. Claramente debía
de ser una guardiana anónima de la tumba, que habría detectado algún fallo
mucho tiempo atrás y se había sacrificado para mantener la cripta operativa.
Su monocular parpadeaba en una serie muerta y repetitiva. Una última
señal hacia el vacío.
Blink-blink-blink. Blink-blink. Blink. Blink.
Los sistemas de percepción de Trazyn notaron que era la misma serie que
la de los reactores rotantes, como si la criptecnóloga muerta estuviera
transmitiendo un programa que mantuviera el ritmo eternamente
desincronizado.
No le prestó atención.
Porque sobre la losa en el centro de la cámara yacía Nephreth el Intacto.
Trazyn avanzó hasta el borde del campo de estasis, queriendo y al mismo
tiempo no queriendo ver lo que yacía dentro.
Unos fuertes brazos, bien cordados de músculos y tintados con tatuajes
dorados yacían cruzados sobre un pecho adornado con un ancho collar de
pesados amuletos de necrodermis. Gruesos brazaletes, pulidos con platino,
estaban uno sobre el otro como si estuvieran atados ahí.
Y en la cabeza, una máscara dorada completa que se abría en un amplio
tocado y se ajustaba en los hombros.
La visión fue demasiado. Trazyn se desplomó de rodillas con un sollozo
ahogado.
Un necrontyr, de carne y hueso. Algo que nadie había visto en sesenta y
cinco millones de años. Un objeto de un significado histórico y cultural tan
único que sabía que valdría todo lo que había sacrificado. Sus reliquias
culturales destrozadas, las repetidas muertes y mutilaciones, diez milenios
de trabajo.
Un cuerpo tan bien conservado que casi parecía respirar. Un objeto que
condensaba todo lo que habían perdido, y todo lo que podían llegar a ganar.
Y así, Trazyn supo que no podía guardarse su descubrimiento para él.
Orikan había tenido razón. Esa hermosa carne debía ser usada. No para
investigaciones arcanas, sino para la replicación genética.
Trazyn les había dado un futuro a los necrones. Podrían volver a ser
necrontyr.
Extendió una mano para tocar el cuerpo, y se quedó parado.
Porque con movimientos seguros, Nephreth el Intacto se sentó, mientras la
luz de la estasis se reflejaba en la máscara dorada.
Unos ojos inexpresivos, tallados en piedra exótica y pulidos hasta brillar,
se volvieron hacia Trazyn.
Quien, de repente, se dio cuenta de que los generadores ya no sonaban.
Habían parado cuando él había entrado en la cámara. Por primera vez en
millones de años, el silencio reinaba en Serenata.
Nephreth el Intacto alzó las manos, cargadas de filigranas doradas, y se
subió la máscara; y miró a Trazyn con sus auténticos rasgos.
Trazyn el Infinito, Líder Supremo de Solemnace, Señor de las Galerías
Prismáticas, un ser que había conocido la muerte mil veces y había
capturado las cosas más salvajes y terroríficas de la galaxia, comenzó a
chillar.
Porque conocía la sonrisa cruel y los ojos sardónicos. El rostro en el que se
reflejaba la alegría maliciosa ante la revelación de haber realizado un
engaño y haberlo hecho bien. Un rostro que había masacrado a incontables
millones y se había comido las estrellas. Un rostro que le había robado el
alma a Trazyn.
Era el rostro del Embaucador.
CAPÍTULO TRES

El Dios Chacal no desea adoración. No mantienen compañerismos, ni


siquiera con sus divinos hermanos. No le interesan ni los destinos ni
las fortunas; el engañoso solo desea alimentarse, y reír mientras lo
hace.
– El Libro de la Noche Lúgubre

—Mi niño Trazyn —dijo Mephet’ran el Embaucador, traidor a los


necrontyr—. Supongo que debería expresar mi gratitud. Pero te has
tomado un tiempo interminable para llegar aquí.
Trazyn guardó silencio. Apretaba y soltaba las manos, aún sobre una
rodilla. Lentamente fue asimilando la situación mientras veía el cráneo del
C’tan alargarse y deformarse, con cuernos saliéndole por los lados del
cráneo cónico hasta entrecomillar los obscenos labios.
Cuando habló, Trazyn sintió la voz sacudirle todo el sistema como un
terremoto. Agitándole y atontándole. Los ojos, sin alegría pero arrugados de
humor, contenían la fría negrura del vacío.

—Tú…, tú has robado a Nephreth.


—Yo soy Nephreth —dijo el abominable dios. Giró los brazaletes y
rompió los sellos que lo retenían—. Me escindí de mi amalgama mayor y
lo remplacé de bebé. ¿Por qué crees que no estaba sujeto a la
enfermedad y la vejez? ¿Alguna mutación genética o de ingeniería?
Como si una raza tan inferior como la vuestra pudiera producir tales
maravillas.
—Pero… ¿por qué? —La presencia del C’tan estaba sobrecalentando la
matriz neural de Trazyn. Estaba esforzándose por procesar información, y
mucho peor con datos que reescribían la historia que él conocía—.
Nephreth lideró la oposición a la biotransferencia. Atacó a los C’tan.
El dios estelar rio, un sonido reverberante que hizo que el reactor central
de Trazyn rotara desincronizado. Se arrancó el gran collar de teselas del
cuello y lo tiró a los pies de Trazyn.
—Convencer a una civilización de que se separe de su alma nunca
puede ser una mera seducción. Siempre habrá separatistas, rebeldes,
no convencidos. Los obstinados y los opuestos al cambio, aquellos con
más que perder, aquellos que, a diferencia de ti, mi niño jorobado, no
estaban tan desesperados. Les dimos una figura a la que unirse. Una
vela para atraer a las polillas. —Calló un instante—. Tú lo sabes todo
de eso, ¿verdad, niño Trazyn?
Trazyn se puso en pie y dio un paso atrás.
—Abrir la tumba requería de dos —explicó el Embaucador. No avanzó,
pero se alzó y flotó, con los ganchos de las uñas de los pies rascando el
suelo de piedranegra—. Alguien lo suficientemente astuto para descifrar
las adivinanzas de Vishani, y alguien con la tozudez suficiente para no
prestar atención a su patética señal de alarma. Y naturalmente —
añadió, e hizo un gesto con la cabeza hacia el obliterador—, un artefacto
arma capaz de romper los sellos del encierro.
Orikan lo oyó todo. Cuando un C’tan hablaba, a un necrón le resultaba
imposible no oírlo.
Intentó calcular cuántos fragmentos del Embaucador yacían aprisionados
en la cripta. ¿Cuatro? ¿Cinco? Ejércitos enteros habían caído ante un único
fragmento, y un par podían dejar un planeta sin vida en un mes.
Se puso trabajosamente derecho, y equilibró su cuerpo roto contra uno de
los reactores en desaceleración. Alzó una mano paralizada sobre el puerto
de energía y la volvió palma arriba con los dedos erguidos como un capullo
de flor agitado por la tormenta.
Los niveles de su propio reactor eran críticos. No necesitaba ningún
informe del sistema que se lo dijera. El mundo se estaba desvaneciendo, las
imágenes se distorsionaban. Trazyn le había quebrado el ocular con la bota.
Cuando Orikan enfocaba, la sala alrededor parecía rota y abstracta como las
vidrieras que Trazyn tan orgullosamente le había mostrado. Pero los colores
habían comenzado a desteñirse. Su ocular vio estática y, luego, nada más.
Extendió los dedos temblorosos, y el puerto de energía se abrió de igual
modo, hojas triangulares abriéndose hacia fuera.
Y, canalizando su última reserva de energía, alzó la afilada base de su
báculo y lo llevó tanteando hacia el puerto de energía.
Estaba ciego, iba torpemente a tientas. Rascando y probando. No se atrevía
a soltar el báculo y buscar con la mano, porque se le podía resbalar de sus
dedos débiles y machacados. Sabría que no tendría fuerza suficiente para
recuperarlo.
Se dio cuenta, con su característica crueldad hacia sí mismo, de que el
vidente ya no podía ver.
Un roce. Un repique de metal viviente sobre metal viviente, y el báculo se
enganchó
Orikan el Adivino se tiró hacia delante, hundiendo profundamente su arma
en el puerto canalizador, su fuerza agotada y la luz de su ocular apagándose.
—Ahora, échate a un lado, niño. Me has hecho un favor, y en
agradecimiento supongo que te dejaré vivir.
—No…, no lo haré —repuso Trazyn—. Te jactas y alardeas, pero Vishani
te descubrió. Ella pudo contigo y te encadenó.
—Y mira su recompensa. —Echó una mirada a los restos tirados contra
la pared—. Vino a arreglar un fallo en un reactor de la bóveda
teserática. Solo tuve un momento para atacar, y lo aproveché. Mi
cuerpo aún está prisionero, cierto, pero como ves, mi sirviente
involuntario, se puede hacer mucho con la mente, sobre todo si se
tienen marionetas receptivas.
Los reactores rotaron, con un zumbido irregular. Las luces ámbar de dentro
de la bóveda parpadearon y se encendieron.
—Ahora, mi pequeño, compláceme. Porque te planteé la idea de traer
la gema eldar por una razón.
Trazyn miró la gema que le había colgado de la cadera durante diez
milenios. Se sintió como un tonto por llevarla ahí, sin saber de dónde le
había venido el impulso. Estaba demasiado ocupado con sus caprichos y
obsesiones como para cuestionarse por qué la había querido.
—Fue así como me fijé en ti. Quebrar el salvaje Espíritu del Mundo
de los eldar soltó a tantas almitas deliciosas para beber. Pero ha sido
una prisión muy larga, y requiero nutrición de una variedad más
potente.
—No te temo —dijo Trazyn, caminando hacia atrás, con el obliterador en
guardia—. Derrotamos a los tuyos. Matamos a los dioses estelares. Los
destrozamos, los encerramos. Les pusimos un yugo como al ganado para
que cumplieran nuestra voluntad. Estás solo en el universo; tu raza está
cargada de cadenas.
—Bien. —El Embaucador soltó una risita—. No me interesa la
competición. Quédate con mis hermanos; por mí, quédate con el resto
de mi amalgama; eso solo significa que habrá más para mí. A
diferencia de vosotros, falsos inmortales, no me importa estar solo.
—Él no está solo —dijo una voz en la entrada.
Orikan entró en el rectángulo de luz, con la espalda erguida, santelmos en
las heridas abiertas y la necrodermis reformándose sola en su forma
acostumbrada.
—Aunque debería estarlo —añadió Orikan.
—Ah, mi maestro Orikan —exclamó el dios abominable.
No era la voz del Embaucador. No era el temblor reverberante de un dios
estelar.
Era la aguda voz majestuosa de Vishani.
Orikan se detuvo a medio paso.
—¿Has venido a rescatarme? —dijo el Embaucador, por entre labios
retorcidos—. ¿O estás aquí para descubrir todos mis secretos? El
conocimiento profundo de las eras pasadas. Después de todo, eres mi igual,
¿verdad?
En esta ocasión, la cosa no rio. Su reacción fue demasiado antinatural para
poder considerarse una risa. El largo cráneo se arqueó hacia atrás, la boca
con afilados dientes se abrió hacia el techo, mientras todo el cuerpo le
temblaba con lo que sería una parodia de alegría.
Trazyn se dio cuenta de que estaba bebiendo en la desesperación del
astromante.
Orikan apartó la mirada del Embaucador y la posó en la forma necrona
aplastada que yacía junto a la pared, con su monóculo parpadeando un
mensaje de alerta.
—Todas esas largas conversaciones, y nunca te diste cuenta. Ella te
estaba hablando todo el rato, Adivino, transmitiendo una advertencia
solitaria y mecánica que sabía que yo no podía detener, y sin embargo
no fue suficiente. Con ella muerta, pero con su matriz neural aún
activa, podría proyectarme a través de ella, conversar contigo en su
forma, empleando el Mysterios como nodo.
Se sacudió de nuevo, esta vez con tanta violencia que comenzó a entrar en
fase en diferentes microdimensiones, y los fosfenos que generaba eran cada
vez más indistintos.
—Ábrete, Orikan. ¿No quieres dejarme entrar? Debes estar abierto al
mundo, Orikan. —La vibrante risa continuaba—. Muerta sesenta y cinco
millones de años. Sesenta y cinco millones…
Orikan continuaba mirando el cuerpo roto de Vishani.
—Orikan —llamó Trazyn, sacudiendo al astromante. Agarró a Orikan por
el cráneo y se lo volvió, rompiendo el trance de la mirada. Miró
directamente al monocular parpadeante—. Orikan, tenemos que huir,
—No puedo —masculló este—. La puedo recuperar, Trazyn. —Extendió
una mano, el orbuculum de la cresta resplandeciendo.
El monocular de Vishani detuvo su parpadeo idiota. Se mantuvo fijo. Un
dedo se movió. La luz, tenue como una llamita de vela, parpadeó en su
tórax.
–—Muy bien —dijo el Embaucador, aplaudiendo—. Muy impresionante,
mi niño Orikan. Veamos cómo la vuelves a la vi…
Sin levantar la cabeza, Vishani alzó una sola mano hacia el techo y formó
el Triple Cuerno de Kesh.
Trallas de energía restallaron desde los rincones de la cámara, alcanzando
la forma de luz del Embaucador. Una tralla encontró una muñeca y la
atrapó, luego otra. El fragmento de C’tan quedó alzado en el aire cuando la
cámara teserática se reafirmó, con el aullido de sus reactores casi apagando
el grito de rabia y dolor del dios. Sus piernas se sacudieron contra las
cuerdas de energía que trataban de apresarlas como tentáculos, y patearon el
rayo.
Entonces volvió su perverso cráneo bulboso y abrió la boca, vomitando un
torrente de antimateria negra como la brea, quemando un tajo de la bóveda
mientras se debatía.
Trazyn le bajó la cabeza a Orikan, pero la emanación no iba dirigida a
ellos.
Observó, fascinado, cómo el ardiente rayo antimateria cortaba la cámara y
sesgaba el cuerpo de Vishani, alcanzando su cuerpo caído por los hombros.
La cabeza de Vishani, la Datosmante, rodó suelta del cuerpo y paró
mirándolos a ellos, una mejilla de metal apretada contra el suelo, el
monocular apagándose.
—«Ori… Orikan —tartamudeó una voz femenina en sus centros de
mensajes intersticiales—. Corre».
—Vamos. —Trazyn alzó a Orikan por los aires, y se lo llevó a peso hacia
atrás, sin hacer caso de sus gritos torturados mientras retrocedían por la
cámara; y no dejaba de lanzar hechizos de resurrección a los restos caídos
de Vishani.
La cámara teserática se estaba fracturando, expandiéndose en cuatro al
intentar disipar los torbellinos de energía que se agitaban en su interior,
previniendo la sobrecarga. Entre los pilares, el brillante fragmento de C’tan
se debatía contra sus ataduras de energía; su cobertura de necrodermis se
quebraba, y las aullantes energías incorpóreas del interior eran desolladas
en tiras de electricidad que se agitaban como los flagelos de un microbio.
Trazyn siguió corriendo sin mirar atrás. Aún oía a Orikan pronunciando
protocolos de resurrección sobre su hombro, con una voz suplicante.
—Vuelve —dijo Orikan. Pateó a Trazyn, le golpeó con los puños en la
espalda—. Llévame dentro. Ella puede ayudarnos. La podemos resucitar.
Puedo retroceder el tiempo.
—No.
No serviría de nada, y Trazyn lo sabía. El atisbo de vida que la
criptecnóloga había mostrado era, como mucho, residual. Medio instintivo.
Una reversión a su tarea de tratar de reactivar la cámara. Sin embargo, había
hablado, a no ser que hubiera sido su imaginación.
Y fue entontes cuando notó los ojos.
Por todas las filas, un resplandor azul en la cuenca de los ojos de las
estatuas, bañando la roca ígnea.
—Orikan —llamó—. Orikan, ve a lo más hondo. Recurre a todos tus
poderes. Recita hechizos de resurrección. Todos los que sepas.
Se detuvo al pie de la Puerta de la Eternidad, dejó al Adivino como un
saco y señaló las estatuas.
—Mira, Orikan. Los guardianes de la tumba. No están para guardar la
tumba contra lo de fuera, están ahí para vigilar al Embaucador.
Tras ellos, el ruido del metal torturado resonó por toda la antecámara de la
cripta.
Trazyn miró hacia atrás, vio al C’tan forzando sus ataduras, empleando su
inmensa fuerza para tirar de las cuerdas que le ataban las muñecas.
Vio con horror que uno de los pilares de la cámara teserática se había
doblado hacia dentro como un arco al ser tensado, la cuerda de energía
alrededor de la muñeca del dios estelar comenzaba a desgastarse y
disiparse. Los largos dedos del Embaucador rodeaban las cuerdas, las
agarraba con fuerza. Los enormes músculos del pecho se hincharon. El
metal rasgado resonó por todo el alto techo.
—Tenías razón —dijo Trazyn—. Totalmente correcto. No deberíamos
haber venido aquí. Debería haberte escuchado. Debería haber confiado en
ti.
Orikan alzó la mirada, buscando en la impasible máscara mortuoria de
Trazyn.
—Casi ha escapado —dijo—. Si alcanza la Puerta de la Eternidad, podrá ir
a cualquier parte…, Solemnace, Mandrágora; no habrá forma de detenerlo.
La manipulación de los portales es una tecnología que nos enseñaron ellos,
la dominará perfectamente. A fin de cuentas, es un dios.
—Por suerte para nosotros —comenzó Trazyn, tendiendo una mano para
ayudarle—, matamos dioses.
Orikan cogió la mano, se puso en pie y se pasó la palma por el rostro.
Cerró su monocular, ganando foco. El orbe de su tocado se iluminó y
resplandeció, yendo de una baja intensidad a un fuego de un brillo que dejó
fosfenos en los oculares de Trazyn.
Por delante, la cámara teserática se inclinó hacia dentro en ángulos
imposibles, como un puño cerrándose para atrapar al dios estelar que tenía
en su interior. El metal protestó y se rasgó. Rayos color ámbar destellaron y
salieron por las profundas grietas.
—Ya no tardará —afirmó Trazyn—. Si pudieras poner un ejército entre
nosotros y eso… Estaría en deuda contigo.
Orikan bajó las manos, las puso en forma de gancho y las alzó como si
fuera un director de orquesta.
De su derecha llegó un sonido como el de una mano de mortero chirriando
contra el almirez de piedra. Los guerreros se movieron, alzaron las armas,
las costras volcánicas se quebraban y caían de sus articulaciones, dejando al
descubierto el apagado latón de abajo.
—Funciona —exclamó Trazyn.
—Ya sé que funciona —replicó Orikan—. ¡Soy un maldito astromante!
A su izquierda, un guerrero dio un paso tentativo, y la envoltura de roca se
iba desplomando de su estructura. Volvió la cabeza, con el chirrido de
piedra contra piedra, para mirarlos, y movió la mandíbula de forma que la
roca que le cubría la cara cayó como si fuera una máscara de cerámica.
Trazyn se dio cuenta de que todos los estaban mirando. Preparados para
actuar, esperando órdenes.
El ocular de Orikan se abrió de golpe.
—Matad al dios estelar.
Los guardianes de la tumba se movieron como uno, avanzando sobre la
deidad cautiva. Los revestimientos pétreos fueron cayendo de las caderas
que giraban y los brazos que rotaban. Los rayos desmanteladores se
dibujaron en el aire, abriendo camino hacia la cámara teserática.
Un Arca del Exterminio soltó sus amarras y, desprendiéndose de su
exterior terroso, se alzó en el aire.
A Orikan le temblaban las manos a causa de todo el poder que estaba
canalizando. La escarcha se cristalizó sobre el orbe de su tocado, comenzó a
formar dibujos de telarañas por su exoesqueleto.
Y con un último tirón, el C’tan derribó los pilares de la cámara sobre sí
mismo. Cayeron como las partes altas de un templo arrasado por bárbaros,
estrellándose uno contra otro y separándose en bloques monumentales. Los
reactores se sobrecargaron y entraron en fusión, proyectando lanzas de
llamas anaranjadas que ardían con destellos químicos en las esquinas de la
destrozada cámara.
Y el ejército se detuvo, su objetivo oculto bajo los destrozos.
Entonces, la pila de cascotes erupcionó, y el fragmento liberado del
Embaucador flotó en el aire con los brazos abiertos.
Rayos de energía iluminaron la tenue cripta, pinchando y superponiéndose.
Había tantos rayos en el aire…, rifles gauss, blásteres gauss,
desintegradores sinápticos, incluso la tormenta fragmentadora de unas
carabinas tesla, que el objetivo se perdió en un entramado de fuego letal.
La descarga hervía tan vivamente en el aire que saturó temporalmente los
oculares de Trazyn. Su matriz neural intentó calcular la cantidad de energía
pura que surgía de esa andanada, y falló; su estimación excedía los diez
millones de quoth. Una andanada de devastación como no había visto desde
la Guerra en el Cielo.
También los guerreros deberían de tener sobrecargada sus entradas
visuales, porque el fuego se redujo de golpe, y los sistemas oculares
estuvieron escrutando para volver a captar el objetivo.
El humo se elevaba en espiral desde el espacio donde había flotado el
Embaucador, espesando el aire, surgiendo del cuerpo como si ardiera en una
pira.
Y, mientras el banco de humo se alejaba retorciéndose, era evidente que la
andanada no había servido de nada.
El Embaucador movió la mano en un arco de menosprecio, y una falange
de Inmortales se deshizo; metal viviente disolviéndose y chorreado como
cirios cerca del fuego.
—No hay posibilidad de que puedas adoptar tu forma de energía, ¿verdad?
—preguntó Trazyn, con un toque de nerviosismo en su sistema vocal.
—La conjunción temporal de las estrellas no es la correcta —contestó
Orikan—. Estaban centradas en Serenata, pero, estemos donde estemos, ya
no estamos en Serenata. —Se volvió e hizo gestos al Arca del Exterminio,
que se estaba alzando de la piedranegra—. Solución de disparo, potencia
máxima.
El arca cargó su cañón del exterminio, su grueso tubo emitiendo el calor
blanco-azul de una erupción solar mientras las aspas formaban la retorcida
bola de plasma que sería la cabeza del rayo imparable.
—Me aburrís, niños.
El Embaucador estiró una mano y separó los dedos. De su palma destelló
un rayo de un color repugnante, que se movía no como un rayo o una
andanada, sino como el corte dimensional que era. Comenzó a existir y
desapareció de nuevo, un corte horizontal de una dimensión que aborrecía
la del aire y la del metal.
El rayo dimensional atravesó la abertura del cañón del exterminio,
provocando una creciente reacción en cadena que rajó el arca desde la proa
hasta la popa, llamas azules fantasmales ondeaban entre las costillas
invertidas de la nave. El arca se fue con la proa hacia abajo, hundiéndose
hacia el suelo como si estuviera sumergiéndose en las olas de un océano
invisible. Cuando la punta tocó la piedranegra, su reactor se sobrecargó,
vaporizando una partida de caza de omniscidas y una segunda Arca del
Exterminio, que estaba tratando de romper su amarre de piedra.
—Daño crítico —rugió Orikan. Invocó un glifo fosforescente y ordenó a
una falange de Inmortales que atacara a la bestia por el flanco.
Los Inmortales abrieron fuego con el resonar del trueno, y las carabinas
tesla bañaron al dios estelar con electricidad salvaje.
En vez de huir, el dios invocó un campo abombado que absorbió la feroz
tormenta eléctrica y flotó hacia ellos con las manos extendidas
—No a mí, hermanos.
Los Inmortales cesaron en su ataque, e irguieron la espalda, listos para
recibir órdenes alternativas.
—Mierda —exclamó Trazyn.
—¿Queréis probar la carne, mis valientes soldados? —La voz
reverberó en los órganos de Trazyn. El ataque de los guardias de la tumba
continuaba silbando hacia el Embaucador, rebotando en cualquiera que
fuera la impura salvaguarda que hubiera conjurado—. Habéis sido hechos
sin alma, pero tomad la carne de otros y quizá lleguéis a estar
completos de nuevo.
Las tropas inmóviles comenzaron a volver la cabeza, siguiendo algo que
no estaba allí. Orikan miró durante un microsegundo, y luego apartó los
ojos, no deseando perder la cordura.
Lo que había visto, lo que vieron los Inmortales cautivados, fue un
desgarro en el espacio. Un pasaje hacia una dimensión roja donde rondaban
cosas dobladas y con garras. Ojos amarillos mirando a través de una cortina
de neblina de sangre.
Orikan se dijo a sí mismo que eso no era real. Que él no había captado un
vistazo de la dimensión desolladora, donde los infectados esperaban entre
muerte y muerte. Era una ilusión del Embaucador.
Sin embargo, los Inmortales estaban demasiado cerca de la visión, y esta
despertó algo latente en su interior. Un grupo de al menos cien se inclinaron
hacia delante y sisearon, involucionando desde la noble forma marcial a un
retorcimiento animal. Los dedos se les fueron alargando hasta ser como
cuchillos espinosos. La disciplina desapareció. Se revolvían y picaban los
unos a los otros como una jauría de perros de caza; al parpadear, los ojos
azules se les volvieron de color ámbar.
Una unidad entera cayó ante el virus desollador. Y no gradualmente, a lo
largo de los años: el Embaucador había conjurado su infección con
palabras. La había esparcido por medio de algún activador arcano.
Luego, el Embaucador abrió la boca y dejó salir un sonido que no era
sonido.
Y la jauría recién convertida se volvió contra sus camaradas, lanzándose
sobre la unidad de guerreros que tenían al lado. Garras retorcidas rasgaron
el metal y segaron correosos sistemas internos. Agarrando y mordiendo.
Ojos color ámbar, rápidos y escurridizos en la oscuridad, agachados,
atacando rodillas expuestas y tobillos hidráulicos para derribar a un
guerrero antes de lanzarse sobre él con la felicidad asesina de la locura.
Avanzaron como un enjambre de escarabajos, montándose los unos en la
espalda de los otros en ondas de metal cortante, subiéndose a la cabeza y los
hombros tanto de amigos como enemigos, estrellándose contra las últimas
filas sin prestar atención de la lluvia de rayos gauss que los deshacía. Los
desolladores destruidos caían, y su propia masa pesaba sobre los guerreros
y los enredaba, empujando sus rayos gauss hacia la espalda de sus propios
rangos más avanzados.
El Embaucador se movió y levitó sobre una falange de necroguardias, que
dejaron caer sus espadas y escudos, y se llevaba las manos a la cabeza,
chillando estática. Luego, como uno, cesaron sus gritos; sus actuadores
vocales, silenciados. Se incorporaron y se dieron media vuelta, con los ojos
irradiando el pútrido ámbar de la luminosa piel del Embaucador.
Las armas caídas volaron a sus manos, y avanzaron golpeando a los
Inmortales con los escudos, mientras las espadas de fase y los dáculus
daban tajos regulares como un metrónomo. Hojas curvas salpicaban el aire
de fluido de reactor y ungüentos de embalsamar, mientras las vibraciones
interdimensionales dejaban caer gotitas azules.
Las facciones chocaron con fuerza; los guardianes de la tumba contra los
corruptos. Cortando y serrando, partiendo el éter con armas dimensionales
que dejaban hasta las mismas moléculas del aire recortadas a su paso. Una
niebla, la sangre que manaba de la raja en el espacio-tiempo, comenzó a
hincharse y a amontonarse alrededor de los tobillos de los androides
beligerantes.
Los dedos de Orikan danzaban sobre paneles de glifos fosforescentes
tratando de contrarrestar la corrupción…, de formar una inmunidad de
rebaño frente al virus meme…, de mantener el control de sus fuerzas.
Trazyn no decía nada. Sus signos vitales se enfriaban minuto a minuto. Por
un brevísimo instante había mirado al Embaucador a los ojos, y ahora le
costaba apartar la mirada. Ahí vio conocimiento. El conocimiento de las
épocas pasadas, al cual ojalá pudiera acceder. Si pudiera dar un paso
adelante, cambiaría la gema solar por cualquier cosa que quisiera saber. Lo
que fuera. El secreto de eones ignotos…
El protocolo de seguridad de Orikan corrió ante su visión, y él apartó ese
pensamiento.
El Embaucador gruñó, maldijo en un vocabulario que sacudió los sistemas
neurales de Trazyn y se grabó, en bucle e ilegible, en la entrada de datos de
su visión. El horror primordial echó atrás la cabeza y vibró, pero no con la
alegre vibración de antes, sino con unas sacudidas violentas que crearon
dobles y triples imágenes persistentes. Por un momento, parecía haber dos,
incluso tres, parpadeando dentro y fuera de la existencia.
Y, luego, ahí estaba. El fragmento maestro flotaba en el centro, con dos
copias más tenues a los lados. Una fue a la izquierda, corrompiendo a un
grupo de caza de omniscidas, que se volvió, con monoculares tintados de
ámbar sin siquiera cambiar sus infrascopios.
—Se está fracturando a sí mismo —dijo Orikan—. Lanza fragmentos para
que no podamos centrar nuestro fuego. Así le es más fácil extender su
corrupción de sistemas.
—¿Puede hacer eso?
—Teóricamente. No tiene ningún límite… un ser de energía, apenas
contenido en una funda de necrodermis. Si hay suficientes fragmentos
fundidos juntos, podría romperse en tantas partes como fragmentos tenga.
Como se separa en tres partes, sabemos que estamos luchando contra una
criatura de, al menos, tres fragmentos, posiblemente cinco o seis, según las
lecturas de energía. Los rituales de contención criptecnológicos insisten en
que no se mantengan juntos más de dos fragmentos. Aquí estamos en
catacumbas sin explorar.
El otro fragmento del Embaucador se separó hacia la derecha y voló en
una trayectoria curva en dirección a las Arcas del Exterminio, que estaban
alzándose.
—Y ahora —repuso Trazyn—, ya no es una contención. Es una batalla.
—En cuanto esos fragmentos hayan acabado de extender el virus, vendrán
a por nosotros. —Orikan se movió en espiral entre los glifos de las lecturas,
redirigiendo la energía y escribiendo programas de objetivos prioritarios—.
Si tienes algún truquito en el bolsillo —añadió Orikan—, te agradecería
saberlo.
—¿Cuándo te he decepcionado? —repuso Trazyn, con los oculares fijos en
el C’tan, que no paraba de moverse.
Abrió un agujero en la realidad, no solo un bolsillo dimensional, sino todo
un espacio curvo ante él.
El espacio curvo contenía laberintos teseráticos, extendidos ante él, como
si fuera un jugador extendiendo las teselas para una partida de Peligro de
Faerón. Cogió la gema eldar y la situó junto a los laberintos; si el C’tan la
quería, mejor guardarla ahí.
Orikan apartó un instante la mirada de los paneles de mando de la batalla,
que colgaban ante él en el aire.
—Espero que hayas traído un ejército.
—En qué mala consideración me tienes, querido colega —replicó Trazyn,
escogiendo un laberinto—. He traído cinco.
CAPÍTULO CUATRO

Un guerrero especialista puede cultivar una vida durante cinco


millones de años, y luego tirarla en una única carga. Sus espíritus
infinitamente valiosos solo deben consumirse contra un enemigo
infinitamente peligroso.
– El Libro de la Noche Lúgubre

Volutas de sangrado dimensional salían del laberinto teserático, y costaba


mirar su luz prismática.
Y de ahí salió Trazyn el Infinito, con la capa de teselas moviéndose y
tintineando mientras traspasaba la grieta.
Seguido de otro Trazyn. Y otro. Filas y filas de líderes supremos
blandiendo dáculus, sus cuchillas ganchudas apoyadas al hombro como los
guerreros antiguos partiendo hacia una campaña. Formaron dos líneas, sin
prestar atención a la batalla que rugía detrás de ellos, en la que necrón
atacaba a necrón.
—Te aseguro que ya he tenido esta pesadilla antes —dijo Orikan,
enganchando con dos dedos un glifo de unidad en su tableta y arrastrándolo
al combate—. Muchas veces.
—Pensé que esto podría ser peligroso y que quizá necesitara un sustituto
—repuso Trazyn—. Así que he traído diez. Necroguardias formateados
previamente, así que no perdamos tiempo con la reconfiguración
estructural. Mejor estar demasiado preparado, ¿no? Tres de vosotros —
ordenó—. Mantened seguro al Maestro Orikan. El resto, dispersaros por el
frente. Quiero la opción de saltar siempre que la necesite.
—¿Así que te vas a meter?
—Bueno, tienes las manos un poco llenas jugando a némesor, ¿no es así?
Dejaré una poco de consciencia aquí para abrir los laberintos en caso de que
tengamos que cubrir las líneas y lanzar un contrataque, si podemos. Si los
abrimos demasiado pronto, el Embaucador también podría seducirlos;
primero debemos destruir esos fragmentos más pequeños. —Tableteó los
dedos en el asta de su obliterador—. Las armas convencionales no están
funcionando. Quizá una no convencional pueda causar algún daño.
—Trazyn —repuso Orikan, y se apartó un instante del programa de
recolocación que estaba ejecutando sobre una unidad de Inmortales
diezmada—. Buena estrella.
Y con un zumbido de distorsión, la consciencia de Trazyn viajó por el éter
hacia la lucha.
El espíritu algoritmo de Trazyn destelló por encima de las tropas de acero,
mientras leía la información de batalla que Orikan le transmitía a través de
la red táctica de combate. Al fondo a la izquierda, un grupo de
necroguardias se enfrentaba a la carga de los desolladores; su formación
cerrada de escudos de dispersión y largos dáculus iba erosionando
lentamente las oleadas de metal corrupto. Por el momento, eso aguantaría.
En el centro, uno de los fragmentos del Embaucador dirigía una carga
contra una unidad de guerreros vulnerables; el fragmento se protegía detrás
de un muro andante de escudos de dispersión y necroguardias corrompidos.
Los guerreros podían aguantar el castigo mientras mantuvieran al enemigo
a raya, pero caerían en cuanto la carga les alcanzara.
A su derecha, arcas ardiendo iluminaban las paredes de la caverna,
disparando y recibiendo disparos como en una batalla de naves espaciales
en miniatura. Los cañones de exterminio pulverizaban el aire al disparar, y
los rayos se cruzaban en su danza de evasión tridimensional. Sobre ellos,
varias Cuchillas de la Necrópolis giraban en espiral y planeaban en una
pelea aérea; sus repulsores dimensionales les permitían vectores de
maniobra que hubieran matado a un piloto mortal.
—«¿Orikan?» —preguntó.
—«La línea de batalla es prioritaria. Pero… —empezó el astromante,
pero hizo una pausa, y Trazyn supo que estaba añadiendo problemas lógicos
a la batalla con el arca—, pero si perdemos la superioridad aérea, se nos
echarán encima».
—«Entendido. Creo que puedo ayudar con eso».
Envió un mensaje intersticial a uno de sus sustitutos para que tomara
posición bajo el combate aéreo, y a otro para que se ocupara de las criptas
teseráticas.
Luego, metió su consciencia en otro sustituto y se abrió paso
violentamente por la retaguardia de los guerreros, apartándolos a los lados.
Sobre uno, corrió directamente, se le subió a la espalda agachada y empleó
el agarre de su columna para ganar un último impulso. El obliterador
empático se iluminó, la energía de poderes cósmicos ancestrales, el poder
de los dioses vivos, ardiendo alrededor como una antorcha.
Un necroguardia vio el obliterador bajando, y alzó el escudo para parar el
golpe.
—¡Despierta o muere! —gritó Trazyn, mientras el obliterador se estrellaba
con fuerza.
Trazyn notó las cuchillas de la cabeza de su arma golpear el alto escudo,
vio el campo de dispersión que lo envolvía destellar al doblarse hacia
dentro; su visión hiperconcentrada captó la explosión de un microsegundo
cuando el campo se partió en fractales y desapareció.
Energía etérea golpeó a los guardias corrompidos, friéndoles las
conexiones neuronales y fundiéndoles los miembros. Hirvió hacia afuera en
un cono, lanzando por los aires a guardias sólidos, ennegreciendo las
armaduras incrustadas con marfil; la onda de choque arrancó una cabeza
crestada del espinazo de un guardia.
Detrás de la tropa, el fragmento del Embaucador alzó una mano para
proteger de la descarga sus furiosos ojos, temporalmente cegados por el
brillo estelar de la energía del arma arcana.
Se abrió un agujero en el muro de necroguardias.
Guerreros, irracionales e imparables, siguiendo aún la orden de contención
que se les había dado sesenta mil millones de años antes, agrandaron la
abertura y apuntaron con sus rifles gauss al dios caído.
Orikan bombeó fluido refrigerante por su tocado dorado, aumentando la
cantidad de calor que podía eliminar de su matriz neural y dispersar a través
del regulador termal con forma de capucha.
Nunca había hecho trabajar sus sistemas con tanto calor. La condensación
que se formaba en su tocado, a muy baja temperatura, caía por las aspas
como si fuera sudor, y crepitaba al tocarle el cráneo.
Orikan estaba acostumbrado a la concentración profunda, a la meditación,
a canalizar todos sus esfuerzos en una única tarea, mientras otros protocolos
se ejecutaban de fondo. Pero esto…, esto era como aquella maldita batalla
en el espacio hacía tantos siglos. Su concentración fragmentada y esparcida,
saltando de crisis a crisis.
—En el principio, toda la materia se hallaba en un solo punto —se repetía,
esperando que el mantra le mantuviera concentrado—. Todo estaba en
silencio antes de la creación. Todo estaba en silencio.
Se dio cuenta de que dirigir una batalla no era su fuerte. Y, si continuaba
funcionando a esa alta temperatura, no tardaría en comenzar a quemar
engramas, a perder recuerdos y procesos mentales, friendo milenios de
estudios de hechizos y conocimientos arcanos. Todo el conocimiento que
conformaba a Orikan el Adivino desaparecería como pergaminos en una
pira.
—Todo estaba en silencio. En el principio. Toda la materia en un solo
punto… ¡Cabrón!
La Cuchilla de la Necrópolis que estaba controlando cayó desde la cúpula.
Estaba dirigiendo, simultáneamente, una defensa terrestre a la izquierda,
asegurándose de que los necroguardias y los Inmortales emplearan y
mantuvieran estrategias óptimas de defensa, mientras dirigían las unidades
al centro, donde Trazyn luchaba en una desesperada melé para mantener las
líneas contra uno de los dos fragmentos. También estaba asignando las
prioridades de objetivos en la derecha, donde dos unidades de Inmortales
estaban tratando de contener al segundo fragmento, que amenazaba con
romper las líneas y correr hacia el propio Orikan. Y también secundaba un
grupo de omniscidas que trataba de exterminar a sus compañeros
corrompidos, que rondaban por las ruinas de la cripta teserática y salían de
su santuario para acabar con los comandantes de las unidades incluso
mientras Orikan les enviaba nuevas órdenes.
A la derecha, la Cuchilla de la Necrópolis caía en picado, sus sistemas
cortocircuitados por el rayo de una carabina tesla. Se estrelló en el vientre
de una Arca del Exterminio, y explotó con el brillo del neón bajo la curva
de la barca de asalto, que se fue de lado sin control, mientras los sistemas de
autorreparación se activaban para tratar de mantenerla en el aire.
Dirigir la batalla en el aire era lo que le resultaba más difícil. Las Cuchillas
de la Necrópolis, con un único asiento, parecían ser sencillas, pero sus
motores a reacción con vector omnidireccional y su dinámica de vuelo
esférica significaban que tenían una curva teóricamente infinita, siendo
capaces de girar, rotar y cambiar de dirección a voluntad. Los algoritmos
hiperfractales que dirigían su vuelo y sus ángulos de ataque requerían de
toda la habilidad computacional de Orikan para predecir, y, aun así, la
precisión de una cuchilla contra otra cuchilla era como un duelo de esgrima
entre dos maestros: cada paso equivocado, por leve que fuera, acababa en
una herida.
—«Trazyn —le envió—. Estamos perdiendo la batalla aérea. La mitad de
nuestras cuchillas han caído».
—«Tengo mis propios problemas, colega» —replicó Trazyn.
Orikan volvió a concentrarse. Las cuchillas que quedaban estaban
marcadas con luminosas heridas de armas gauss y rayos de partículas; otra
variable más en la compleja danza del despiadado combate matemático.
Para mantenerlas a todas en el aire, hizo retroceder su cronosentido hasta
una peligrosa lentitud. Ya se había hecho retroceder dos veces en la línea
temporal para evitar que las Arcas del Exterminio atravesaran el fuego y
dispararan directamente a su puesto de mando; una acción desesperada que
ayudó muy poco a su problema con el calor.
Sin embargo, lo que realmente lo llevaba hasta su límite era contrarrestar
al Embaucador. Su forma principal (porque Orikan ya estaba seguro de que,
al menos, había tres fragmentos) levitaba a cierta distancia detrás de las
líneas, zumbando de energía y con las manos extendidas. A través de su
visión dimensional, Orikan vio una red de partículas oscuras que se
extendían desde cada dedo extendido hasta los corrompidos. Cada tirón de
un dedo era una orden mental.
Orikan podía sentir el tirón de la corrupción en la mente de los guardianes
de la tumba, la voz pegajosa que urgía a los no corrompidos a unirse a la
masacre, a volverse en contra de sus aliados. Aquí y allí, una decena de
pares de oculares de un azul escarcha cambiaron al ámbar.
—No tan deprisa —gruñó Orikan, y forzó otra clave de seguridad.
Los ojos volvieron a ser azules.
Estaba teniendo que reescribir los protocolos de seguridad sobre la marcha
para evitar que el Embaucador los sobrepasara o los subvirtiera. Por suerte,
parecía que no iba a haber más desolladores; al parecer, el Embaucador
podría hacer brotar la enfermedad que ya estaba latente, pero no infectarla.
Apareció un mensaje intersticial de Trazyn, pero Orikan no podía ni
desviar el ancho de banda necesario para recibirlo. Estaban pasando
demasiadas cosas al mismo tiempo. Necesitaba establecer un triaje.
Delegar. Confiar. Que Trazyn se ocupara del centro. Centrar su energía en
los flancos cruciales y el de la batalla aérea. Aprender a compartimentar
cada problema, y no dejar que uno se mezclara con otro. En ese momento,
su rejilla de visión estaba tan dividida, escrutaba a través de tantos ojos, que
el ojo de su mente era como la caleidoscópica vista de un insecto.
Pero si soltaba alguna cosa…
En el borde de sus sensores, apenas detectable por su sistema de
percepción, se dio cuenta de que el sustituto de Trazyn…, no, la consciencia
parcial de Trazyn estaba diciéndole algo.
—¿Qué? —soltó, abriendo mucho los brazos, haciendo malabares con
nueve sectores discretos de la batalla y cuarenta y siete planes de
contingencia.
—Di dónde quieres fuego de contención —dijo el sustituto, con un
laberinto teserático en la mano.
—¡Flanco izquierdo! —contestó Orikan.
El sustituto activó el teserático y se lo pasó a otro falso Trazyn. Ese corrió
hacia la línea de fuego y se subió a una plataforma de observación que antes
había soportado a un líder de piedra y a sus necroguardias; una noble
falange que, en esos momentos, se ahogaba bajo las oleadas imparables de
los desolladores.
La luz prismática de gasa, retorciéndose y sacudiéndose como hilos de
seda al viento, floreció en el alto espacio. Objetos se movían en las
profundidades de la raja dimensional.
Y cuando Orikan vio lo que eran, desconectó su sobrecargada consciencia
de ese sector de la batalla con una palabrota en voz alta que transmitía, si
algo transmitía, puro alivio.
Ahora, solo tenía ocho sectores que controlar.
Trazyn paró el golpe de un dáculus con el asta de su obliterador y lo desvió,
metiendo la crepitante cabeza de doble cuchilla del báculo en el espacio
entre el hombro y la mandíbula del necroguardia. Durante un milisegundo,
el guardia corrompido trató de contraatacar, pero se le derretían las manos
mientras sujetaba el metal sobrecalentado del archa; entonces, Trazyn acabó
con él con un cruel giro que le arrancó al guardia la cabeza de las vértebras.
—Va, dioses caídos. Destruidme. Ya he roto a los de tu clase antes.
Su sistema de percepción sonó con una alarma entrante, y él retrocedió,
confiando en que la Capa de Disrupción Temporal elegiría un futuro donde
no lo bisecaran con una espada fásica. El necroguardia que atacaba, con una
decoración craneal antigua que le hacía parecer un arácnido agachado, se
excedió en el ataque, y Trazyn le agarró el borde del escudo, lo arrancó de
la formación y lo envió volando a los guerreros que le iban detrás.
—Cogedlo, por favor.
Una decena de manos esqueléticas agarraron al necroguardia con una
fuerza tal que le dejaron marcas en la necrodermis. Se le arqueó la espalda
cuando una hacha-bayoneta le salió por la placa del pecho.
Trazyn estaba maravillado. Estaba haciendo cambiar las tornas.
Interviniendo, luchando, había conseguido frenar el avance central. Dos
guerreros caían por cada necroguardia corrompido, pero, al unirse al
combate, había igualado las fuerzas.
Se volvió, y la hoja de un dáculus le rozó la caja torácica antes de poder
reaccionar. Puso un pie de metal en la placa protectora de la cadera del
guardia y empujó, enviándolo tambaleante hacia atrás. Cuando el guardia
trató de acercarse de nuevo con dos de sus compañeros, Trazyn lanzó un
campo de estasis que los dejó inmóviles, indefensos, mientras la ola de
guerreros avanzaba y comenzaba a desmembrarlos.
Sin embargo, una rápida mirada al informe de batalla le hizo ver que su
sector era la excepción, y que aguantaba sobre todo por los muchos
guerreros que actuaban. Los necroguardias de la derecha estaban
deshaciéndose ante una unidad de Inmortales corrompidos. Orikan estimaba
que, entre dos y cinco minutos, estos romperían las líneas. La situación en
el aire también era crítica, y era más una batalla de desgaste que un combate
directo. Pero lo peor era que los guerreros de la izquierda estaban a punto
de ser superados, con lo que cientos de desolladores infectados con el virus
alcanzarían su retaguardia.
—Me has llamado, niño Trazyn —dijo el Embaucador, y el suelo vibró
con su voz—. Aquí estoy.
Y, entonces, el fragmento del C’tan se unió a la lucha.
Arremetió contra la retaguardia de sus propios necroguardias, chafándolos
y tirándolos hacia el lado para llegar a los guerreros guardianes. Sus garras
eléctricas, desprovistas de necrodermis, convertían a los guerreros en ceniza
con un solo toque y abrían las cajas torácicas como hachas. La física no
parecía tener ningún poder sobre él, que fluía como energía circulante en un
momento y era sólido como una estatua al siguiente. Trazyn le observó
trinchar a los guerreros con una gracia despectiva, arrancando miembros y
segando dorsales con golpes de las manos, y lanzando a los guerreros al aire
con los reveses. Cogió a un guerrero por el cráneo y se lo aplastó con una
mano.
—Quizá, en cuanto me libere, haré una visita a Solemnace. Me
aseguraré de que no quede ni un átomo.
Los guerreros condenados dispararon y golpearon, se le agarraron a los
pies con manos rotas. Pero él pasó por encima de ellos.
A Trazyn le recordó a Orikan en su forma empoderada. ¿Era esto lo que
había visto como el futuro de los necrones, esa horrible bestia gigantesca?
—Apartaos —ordenó. No quería perder guerreros ante esa retorcida
deidad—. Atacad a los necroguardias y dejadme a mí este devorador de
estrellas.
Los guerreros se apartaron, dejando un pasillo, y Trazyn le apuntó con su
obliterador, retándolo.
—Tus fuerzas flaquean. Tu aliado te falla. En este mismo momento,
los desolladores están rompiendo el flanco, y pronto los tendrás a tu
espalda. ¿Deseas una muerte honorable, niño Trazyn? Yo te daré una.
Trazyn recibió una alerta de despliegue y sintió una especie de mezquina
satisfacción.
—Muy listo, cráneo largo. Tentándome para que compruebe el informe de
batalla. Sin embargo, el problema con un apodo como el Embaucador es
que los seres pueden no estar muy dispuestos a confiar en ti. Y en cuanto a
que nuestras fuerzas están derrotadas…
Un nuevo sonido cortó la antecámara, uno totalmente diferente al chillido
de las armas gauss o al chasquido de los rayos de partículas. Era como un
parloteo, como unos martillazos, industriales y violentos. El sonido de la
brutalidad mecanizada que solo podía provenir de una especie.
Era el sonido de los bólteres pesados.
El Embaucador giró la cabeza hacia la derecha, y observó la lluvia de
fuego trazador que sacudía las filas de sus victoriosos desolladores.
Proyectiles tan gruesos como un puño detonaban en el apiñado grupo de
ellos, que rondaban sobre los guerreros muertos del flanco izquierdo. Dedos
de largas cuchillas dejaron caer los trozos de exoesqueletos y placas
blindadas que recogían como botín, y chillaron y sisearon ante la muerte
plúmbea que descendía sobre ellos. Dos estallaron, haciendo salpicar su
fluido amarillo, mientras el repique de los cañones dobles los destrozaba.
Cuando el Embaucador volvió a mirar hacia delante, Trazyn ya estaba
sobre él, con el obliterador ardiendo.
Tendió un brazo excesivamente largo, y el artefacto ancestral tocó el
espíritu del C’tan con el estallido del trueno.
CAPÍTULO CINCO

Lord General, muéstrame una isla y mis Guardias la tomarán. No es


una cuestión de victoria o derrota. Es una cuestión de cuántas olas
estás dispuesto a perder.
– Lord General Mekahan, Infantería Marítima de Serenata

Torretas rotaban sobre bases con bolas. Cerrojos bien engrasados


pistoneaban hacia atrás, lanzando casquillos de proyectiles a una velocidad
de tres por segundo. Cada uno rotaba en el aire, hueco y humeando como
un cigarrillo, y aterrizaba con un tik-tik-tik sobre las extrañas losas negras.
El teniente Kurtiss Weleya notó de nuevo esa sensación de inquietud.
Tenía que ver con el suelo, el cual notaba frío y extrañamente suave bajo las
rodillas. El culto xenos había elegido el verano para alzarse en Ciudad
Serenata, y, en el clima monzónico del archipiélago, eso significaba que los
vientos alisios se invertían, portando polvo y golpes de calor. El Cuarto
Regimiento de la Infantería Marítima había estado vestido con su uniforme
de verano, las mangas acortadas en apretados rollitos. Material fino para
que transpirara bien. Cascos cubiertos de tela para que el metal no se
calentara con el sol.
—Escuadra Beta, avanzad disparando por la izquierda, seis grados —gritó
a su comunicador—. Tres ráfagas cortas.
Observó mientras su Escuadra Beta —Molaa, su mejor tirador— barría el
terreno con su gruesa arma, disparando a un montón de horrores de metal
que habían analizado el modo de disparo e intentaban escapar por un
agujero. Se destrozaban, soltando partes como juguetes rotos.
A través de sus pinganillos protectores, el bólter pesado hablaba con un
apagado lamento, mientras que los casquillos, del tamaño de un cigarro,
golpeaban el suelo con un agudo tintineo.
Weleya no sabía cómo diablos el culto xenos habría creado esas furias
cibernéticas, pero su corazonada antinatural le hacía sospechar que los
genestealers habían corrompido los puestos avanzados del Mechanicus. Eso
era lo que tenía más sentido, aunque tampoco había tenido tiempo de pensar
en los detalles. Por el Emperador…, si ni siquiera recordaba cómo habían
llegado ahí.
Lo único que sabía era que esas xenoformas blasfemas debían morir.
—¡Brecha a la derecha! —alertó—. Xenos grandes con escudos. Escuadra
Jasmine.
El cañón automático regó de proyectiles la nueva amenaza, y la llamarada
saltaba hasta dos palmos del brocal mientras este retrocedía. Bummp-
bummp. Bummp-bummp.
—Objetivo abatido. Recargando.
El encargado de la carga cogió un cargador de proyectiles del tamaño de
una botella, con las puntas pintadas de azul.
—¡Eh, eh! Esos no —señaló Weleya—. Los antiblindaje. ¿Crees que aún
estamos luchando contra mutantes?
Se volvió, observó el campo de batalla. En un sentido estrictamente
táctico, debería estar asegurando los flancos. Pero un susurro en el fondo de
la cabeza le decía que no hacía falta. Sus aliados se estaban encargando de
eso por ahora. Asegura tu propio sector. Todo va bien.
—Pelotón pesado. Ocupaos de eso. Se están reagrupando. Modalidad de
disparo Saurian. Escuadras pares, fuego durante treinta segundos. Escuadras
impares, recargad, cambiad el cañón, reunid munición para la siguiente
andanada. En treinta segundos, cambiamos.
Iba a ser un enfrentamiento largo. Pero el instinto le decía que las cosas
iban bien.
Frustrado, Orikan atravesó con el puño el panel de glifos fosforescentes.
Las cosas no iban bien.
A un soldado se le podía perdonar por pensar eso, incluso a un general.
Pero Orikan no era ninguna de esas dos cosas. Era un cronomante e, igual
de importante, un intérprete de datos de una habilidad fuera de lo normal.
Era cierto que estaban recuperando a algunos de los suyos. Que resistían.
Que causaban bajas. Estaban deteniendo un avance que, normalmente, no
debían estar deteniendo.
Pero no importaba, porque al Embaucador no le importaba perder tropas.
Para el dios estelar, los corrompidos no eran nada más que una armadura
que podía soportar todo el impacto. Un escudo. Aunque el ejército
corrompido se redujera en número, mientras mantuviera a salvo el cuerpo
incorpóreo del Embaucador, habría realizado su labor.
El Embaucador no quería salir de esa tumba a la cabeza de un ejército. Su
único objetivo era matar a Trazyn y Orikan, y luego escapar.
Y lo estaba consiguiendo. Las proyecciones de Orikan del campo de
batalla lo dejaban claro.
A ese ritmo, incluso en la más optimista de las alternativas, los ejércitos de
necrones acabarían el uno con el otro en cuestión de minutos. Y, cuando eso
ocurriera, el Embaucador simplemente haría pedazos a Trazyn y a
Orikan…, seguramente tomándose su tiempo, y luego saldría libre. No eran
rivales para él sin un ejército.
Trazyn, al menos, estaba comportándose con mucho sentido; sin duda
apostando a que el artefacto arcano en su obliterador podría dañar a los
dioses estelares mejor que las armas necronas tradicionales.
Pero, incluso si podían destruir a los fragmentos secundarios, ¿qué había
del fragmento principal? De hecho, ¿qué pasaría cuando destruyeran al
ejército corrompido, y ya no hubiera motivo para emplear la mayor parte de
su poder en hacer de titiritero?
No tenía tiempo para formular hipótesis. Una Cuchilla de la Necrópolis
indicó que tenía una solución de disparo de un microsegundo sobre un
enemigo, y Orikan tuvo que tomar control directo, con los cálculos pasando
por su visión, mientras intentaba predecir el vector de vuelo de la nave.
—«Trazyn —transmitió—. Lo necesitamos todo. Despliégalo todo».
El dios estelar atacó con las manos desnudas, los dedos se desenrollaron en
látigos eléctricos de tres metros que azotaron la piedranegra justo a la
derecha de Trazyn, levantando chispas. El C’tan bailó hacia delante,
girando, y golpeó de nuevo hacia su derecha. Fue solo gracias a la capa que
no alcanzó de pleno a Trazyn.
Pero las teselas de la cama brillaban como ascuas. Cada golpe del
fragmento del Embaucador era mortal, y por tanto, Trazyn necesitaba usar
constantemente la cronohechicería.
Trazyn había oído el mensaje de Orikan, pero no había mucho que pudiera
hacer en ese momento. Si se detenía para enviar órdenes a sus sustitutos,
estaría muerto antes de acabar el pensamiento.
Los dedos látigos bajaron de nuevo y él puso el asta de su obliterador en
medio; vio su error al instante. Uno de los dedos látigo se enroscó en el
obliterador, y la deidad caída lo arrastró hacia delante hasta alcanzarlo con
la otra mano.
—Ven, pequeñito, a recibir tu castigo.
—Te haré pe…
Trazyn no pudo acabar la amenaza, porque el Embaucador se inclinó y le
arrancó la mandíbula. Los actuadores entraron en acción, torturados y
chirriantes. Los sonidos borbotearon en medio del fluido hidráulico.
Surgieron zarcillos del fragmento del Embaucador, enrollándose en él,
inmovilizándole los brazos, y tiraron el obliterador.
Espirales, moviéndose como el rayo, pero hincándosele como un clavo de
necrodermis, se le hundieron en la caja torácica. Las alertas se dispararon y
sonaron con fuerza mientras él sentía toda la placa del pecho quebrarse
hacia dentro y su cartucho personal en el esternón quedaba pulverizado y se
le metía en las cavidades corporales.
Las afiladísimas espirales le encendieron en su interior una sensación que
Trazyn no había tenido desde una era en que las estrellas cayeron y los
dioses caminaron. Le confundió, le hizo cuestionarse qué clase de fallo
funcional le había provocado ese C’tan. Pero, entonces, los zarcillos se le
metieron más profundamente en los sistemas, y la sensación lo abrumó tan
completamente que el término apareció sin buscarlo en su matriz neural.
—Dolor —dijo el Embaucador, con sus gruesos labios retorciéndose hacia
arriba. Y mientras que los dientes del fragmento maestro eran afilados,
Trazyn vio que este tenía dientes cortos y romos del color del prometio en
crudo—. Eso es dolor. ¿Acaso no esperabas que Nephreth os pusiera en
cuerpos de carne, mi niño? ¿Para que pudierais experimentar esta
sensación de nuevo?
Trazyn se debatió, intentó mirar hacía su obliterador, pero un zarcillo se le
metió por la capucha de metal y alrededor del cuello, inmovilizando los ya
dañados actuadores cervicales.
—No te atrevas a apartar la mirada —gruñó el Embaucador. No había
ni rastro de la burlona chulería; había desaparecido toda la astucia. Lo único
que quedaba era una malicia sin fondo. Una necesidad de causar
sufrimiento que, de haberse dado en una criatura mortal, habría podido ser
calificada de patológica.
Pero ese fragmento del Embaucador no tenía nada de anormal. La crueldad
era el estado natural de los C’tan, y Trazyn solo podía imaginarse que
estaba bebiendo de cualquier emoción negativa que pudiera extraer a un
necrón. Sopló aire por su destrozada cavidad oral y regó el rostro del
Embaucador con fluido de reactor.
El fragmento hizo una mueca despectiva, y tiró de todos sus zarcillos hacia
fuera, rajando la placa de pecho de Trazyn y casi sacándole de sitio la caja
torácica. Notó que le arrancaba algo grande de la cavidad, que le rozaba las
costillas rotas al salir.
La visión de Trazyn se oscureció, pasando a gris; la intensidad de esa
herida era incuantificable para sus sensores internos. Era como si le
hubieran prendido fuego por dentro, como si le hubiera comido el ácido o le
hubiera mutilado un taladro minero.
Tenía que aguantar. Debía mantenerse consciente. Centrarse.
El zarcillo que tenía alrededor de su cuello le forzó la cabeza hacia abajo,
tirando contra los resistentes servos vertebrales, para que pudiera ver lo que
el Embaucador le había arrancado.
Apretando entre los zarcillos en espiral se hallaba un cilindro oblongo de
cuatro cámaras, cubierto de pegajoso fluido. Cables y mangueras salían de
él, muchos tubos acabados en muñones, cortados por su violenta extracción
del sistema de su cuerpo. Puertos visibles de cristal, descoloridos por el
fluido, irradiaban un resplandor de un color azul frío, como la luz del sol
brillando a través del hielo glacial.
Trazyn estaba contemplando su propio reactor central.
Los zarcillos apretaron, quebrando el núcleo, deformando la cubierta y
partiendo los rodillos del interior.
Dolió. Más dolor de lo que un cuerpo mortal podría sentir. Pero ya no
necesitaba aguantar mucho más.
La luz de los oculares de Trazyn se apagaron.
El Embaucador ronroneó de gusto, embelesado, saboreando.
Y el obliterador se estrelló con toda su fuerza contra el costado de su
cabeza.
Trazyn había cronometrado el golpe perfectamente, pasando su
consciencia con tanta rapidez al sustituto que se acercaba que el
Embaucador no había tenido tiempo de registrarlo como una amenaza. Los
dioses, a fin de cuentas, no abandonan sus deleites porque un simple
necroguardia cargue contra ellos.
El Embaucador se fue de lado en el aire; un cuerno envuelto en llamas se
le quebró, y goteó antimateria, la cual disolvió el suelo allí donde cayeron
los pegotes.
Por el límite de su percepción, Trazyn vio que el fragmento principal
estiraba la boca como una serpiente devorando a su presa y que aullaba en
sonora agonía.
—Sí, sí. Ya sé —se burló Trazyn—. A quien fabricara eso parece que no le
gustaban mucho los de tu especie.
Avanzó hacia el fragmento herido, haciendo oscilar el obliterador como un
péndulo, viendo cómo se encogía el fragmento ante el guoomf-guoomf que
emitía el artefacto al cortar el éter. Cada pasada dejaba colas de meteoro de
manchada luz esmeralda.
El Embaucador cruzó los brazos y los lanzó hacia el suelo, astillando la
piedranegra en fractales como la piel de un espejo roto. En cuanto Trazyn se
aproximó, vio piezas triangulares hundiéndose en un pozo dimensional
insondable, cayendo hacia la oscuridad.
Varios desafortunados necroguardias y guerreros, unidos en combates
singulares, se tropezaron con los trozos fracturados del suelo, y sus cuerpos
en lucha se deshicieron en formas geométricas abstractas que mezclaban los
brazos, las piernas, las cabezas y los troncos. Los enemigos se desgarraron,
y luego se mezclaron mientras caían sin fin hacia el reino estéril y sin dios
de entre las realidades.
Trazyn lanzó un campo de estasis sobre la grieta y caminó sobre las
quebradas piedras del puzle del suelo que permanecían, con el obliterador
bajo, como una lanza de caza.
Luego, con solo la breve advertencia de sus sistemas de percepción, vio
una figura deslizándose sobre el suelo por la derecha.
Era el segundo fragmento del Embaucador.
Saltó la última parte de la grieta, se puso en guardia y se preparó para que
sus siguientes golpes fueran importantes.
Por primera vez desde la Guerra en el Cielo, un solo necrón se enfrentaría
a dos C’tan. Se alzaron sobre él, con los rasgos como máscaras esculpidas
en rostros que sonreían burlona y desdeñosamente al mismo tiempo.
Necrodermis brillando. Envueltos en telas que caían en espiral por el viento
antinatural de la dimensión fractal. Dedos en manos y pies largos y
acabados en garras.
Ese momento, singularmente heroico, quedó interrumpido por un mensaje
intersticial.
—«Trazyn —transmitió Orikan—. Estamos llegando a una fase crítica.
Nuestras fuerzas no pueden resistir. Están cediendo. Y tú no puedes
enfrentarte a dos fragmentos».
—«No —transmitió Trazyn—. Pero los he atraído a un mismo punto».
Orikan vio la oportunidad. La aprovechó.
Estaban perdiendo, eso era cierto. Sus fuerzas estaban reducidas a casi un
veinte por ciento de la efectividad inicial de combate. Pero las ingentes
bajas también le liberaban capacidad neural, porque desconectaba de
sectores que no tenían recepción, o bien porque estaban perdidos, o bien
porque estaban tan profundamente enzarzados que las órdenes eran
innecesarias.
Ya no había forma de gestionar ese caos, era simplemente un caos. Por la
izquierda, los desolladores se habían retirado, incapaces de avanzar contra
el insistente bombardeo de las armas pesadas de la patrulla del Militarum;
ahí no había donde cubrirse, ningún lugar donde acechar. Mientras miraba,
un Guardia cayó, segado por el rayo de un omniscida.
—«Jefe cazador —transmitió—. Contrarresta ese fuego. Desplaza el
flanco izquierdo a siete diecisiete. Es hora de acabar con esa molestia».
—«Confirmado, venerado maestro».
Los omniscidas no representaban un problema. Dos de los guardaespaldas
sustitutos de Trazyn ya se habían puesto delante para parar disparos
dirigidos a Orikan. O mejor, Orikan había echado el tiempo hacia atrás y les
había ordenado hacerlo.
Por la derecha, los necroguardias y los Inmortales corrompidos casi habían
cancelado la efectividad de la fuerza contraria. Destrucción mutua. En otras
circunstancias, los Inmortales podrían haber retrocedido y disparado,
manteniéndose fuera del rango de alcance de los necroguardias, forzándolos
a abrirse y volver el flanco; pero Orikan era demasiado listo para permitirlo,
y los dioses estelares estaban tan concentrados en avanzar que ese desvío
estratégico ni se les había ocurrido.
Sin embargo, la auténtica batalla aún rugía en el aire, donde las Arcas
Fantasma, colocadas de costado, se machacaban la una a la otra con las
armas gauss. Chillando entre ellas, como pequeños insectos, revoloteaban
las Cuchillas de la Necrópolis.
—«Arca Alfa —ordenó Orikan—. Gana veintiún grados hacia estribor y
dispara las baterías gauss. Colócate entre mí y ese cañón del exterminio».
Quedaba un Arca del Exterminio. Herida, ardiendo, funcional…, y todavía
controlada por el enemigo.
Pero, al reducírsele la demanda mental, Orikan por fin había penetrado en
la red neural de los guardianes.
Lo que significaba que finalmente se hallaba en posición de hacer algo con
el arca.
Antes, solo podía escrutar a través de los oculares de esos plebeyos. En
este momento, con un alto grado de concentración y dejando ir todos los
otros contactos, podía controlar uno de los sistemas de los guardianes,
controlándoles las manos. No era un control total, como el que Trazyn tenía
con sus sustitutos, pero sí un crucial tirón aquí o allá.
Envió una última orden a la flotilla de arcas: acercarse y abordar, un
paquete de combate que había codificado sobre la marcha; luego, cerró su
ocular e introdujo su consciencia en el piloto de una Cuchilla de la
Necrópolis.
La desorientación de hacerse con el sistema del piloto a medio vuelo casi
le devolvió de golpe a su cuerpo. Una bajada en picado llevó al piloto entre
dos Arcas Fantasma que se batían furiosamente, con sus baterías gauss
desintegrando moléculas de los cascos mientras los guerreros del interior
intercambiaban fuego.
Rayos desensambladores cortaban el aire a su alrededor mientras la nave
zigzagueaba entre el fuego cruzado. Orikan hizo notar su influencia al
activar la técnica defensiva del aura sombría, que desplazaba brevemente a
la nave a una dimensión de sombras: su casco se desintegraba y, luego,
reaparecía en bocanadas sucesivas de humo negro; su recorrido entraba y
salía del plano dimensional como puntadas sobre una tela. Rayos ámbar
atravesaban las interrupciones del recorrido, pasando por donde hubiera
estado la Cuchilla si se hubiera comportado como una nave lógica.
—«Orikan —transmitió Trazyn—. Los tengo encima».
—«Ya voy —gruñó Orikan—. Nunca he sido piloto».
La cuchilla pasó a través de la cortina de fuego y se metió por debajo de
las arcas, con el cañón de partículas que le colgaba por debajo apuntando
directamente al suelo, como si el piloto planeara chocar directamente con
las losas del suelo. Pero justo cuando Orikan se metía en la programación
del piloto para evitar el golpe, el algoritmo gobernante lanzó la nave de
lado, con el suelo deslizándose bajo el rostro del piloto mientras la nave
tomaba un vector de giro de noventa grados sin inclinarse. Una
aerodinámica imposible. Era una maniobra que sacudiría a un piloto mortal
de tal manera que su circulación se detendría y su cerebro, envuelto en
fluidos, se haría papilla contra el interior del cráneo.
Pero esa resistencia tenía un coste. El piloto no tenía iniciativa. Volaba con
algoritmos preprogramados, y solo seleccionaba entre paquetes de
diferentes ataques o de evasión, según lo exigiera la ocasión. No resultaba
sorprendente que los enjambres de Cuchillas de la Necrópolis se mataran
los unos a los otros con un índice casi constante. Eran como un motor
lógico forzado a jugar contra sí mismo sobre el tablero de un némesor.
Pero ya no. Orikan se hizo cargo, y movió los controles a través de las
manos cableadas del piloto. Hizo rodar la nave, disparó su cañón de
partículas, de modo que el chorro de partículas antimateria recorrió el fondo
de una Arca Fantasma corrupta, y los tensos átomos fueron detonando al
contactar con la necrodermis.
La maniobra marcó una ardiente diagonal bajo el arca enemiga, y le segó
el timón, de modo que se fue dando la vuelta saliendo de su curso, con la
batería de armas gauss apartándose del arca contra la que luchaba; una nave
que, reaccionando a su nuevo programa de combate, se puso de proa y
encendió los motores en un curso de embestida.
Orikan lanzó en vertical la Cuchilla, construyendo un algoritmo de
zigzagueo aleatorio que, basado en un burdo análisis de los modelos de
disparo de la batalla, frustraría el ataque de la cuchilla enemiga al sustituir
variables aleatorias. Hizo rotar la nave de forma experimental, pensando en
cómo iría siendo como un giroscopio.
O, al menos, cómo sería si los giroscopios volaran en patrones aleatorios
que entraran y salieran de la realidad.
Su enloquecido curso de vuelo le dejó vislumbrar las arcas que luchaban
por abajo. Captó un destello del arca guardiana, la última, lanzándose
contra su rival a media borda, quebrando las grandes costillas y
enganchando las dos naves. Los guerreros guardianes, como ágiles
arácnidos, saltaron sobre el arca corrompida, disparando con sus rifles
gauss a la apiñada tripulación y al pasaje, y penetrando con sus hachas
bayonetas.
Alarma de ser objetivo.
—¡Cabrón! —exclamó Orikan, con la boca del piloto.
Orikan encendió el aura oscura y se hundió en la capa de la dimensión
sombría, para aparecer a dos khut de distancia y tomar una dirección
diferente. Fue dando vueltas, realizando cadenas de cálculos en la cabeza.
Buscando regularidades. Ejecutando modelos de proyección. Sintiendo
futuros mientras el enloquecido perseguidor bailaba entre las costillas de las
arcadas del techo. Primero por debajo de él, luego por arriba, vectorizando
acercamientos y alejamientos, moviéndose en diagonal, luego para abajo,
siempre con los rayos gauss dirigidos hacia Orikan. Los oía silbar al pasar.
Buscó el próximo movimiento de su enemigo, juzgó. Disparó. Falló. Un
disparo gauss rozó una de sus aletas escudo, comiéndose un panel que
comenzó a volver a formarse solo.
Eran como dos dados adivinatorios, meneados en un cubilete. Rebotando
por el aire, con la única constante de las armas, que siempre se orientaban
para apuntarse mutuamente.
Orikan escaneó la programación de su Cuchilla de la Necrópolis para
identificar el paquete de vuelo de su enemigo. Se encontró con una
ecuación hiperfractal que se ajustaba y que designaba una solución de
disparo dirigida al espacio vacío. Contraordenó al programa automatizado
de disparo, que trató de considerar el disparo como una descarga errónea.
—Ya te tengo.
Disparó.
La cuchilla del enemigo activó su aura sombría, y desapareció hacia una
nube de oscuridad.
El rayo de partículas la alcanzó cuando solo había medio emergido de la
nube interdimensional, cortando la cubierta del cable que conectaba al
piloto a la nave. La antimateria detonó al chocar con el arco dorsal, y lanzó
al piloto hacia delante sobre sus mandos, y el orbuculum facial se le
destrozó al golpearse contra la consola.
La cuchilla entró en un descenso descontrolado, zigzagueando; el
programa de control de vuelo aún la enviaba en direcciones aleatorias
mientras caía hacia el suelo. Un capullo de energía color ámbar, limpio y
brillante como el fluido de embalsamar, se alzó desde el punto de impacto y
cubrió a los pocos necroguardias e Inmortales corrompidos que aún
luchaban allí cerca.
Orikan no tenía tiempo de quedarse a mirar. Envió el nuevo programa de
determinación de objetivos a las Cuchillas de la Necrópolis que seguían en
su poder, esperando poder ganar así un respiro, y quemó motores hacia el
centro de la línea de batalla.
Donde toda la fuerza enemiga, desolladores, necroguardias y dos
fragmentos de C’tan, se apilaba para presionar en una caótica melé
alrededor de un único ser:
Trazyn.
—Insecto.
El fragmento del Embaucador unió los puños por encima de la cabeza, y la
necrodermis sobrecalentada de los dedos se fundió antes de lanzarle un
martillazo.

Trazyn alzó su obliterador para protegerse, y paró el golpe, mientras su


programa táctico indicaba, con un cierto terror lejano, que el asta del arma
se había doblado bajo el golpe. Su cuerpo se sacudió de fuerza cinética, y
saltaron chispas de los servos de las articulaciones debido a la presión de la
compactación.
Sus sensores captaron humo, y se dio cuenta de que provenía de su propio
cuerpo, debido al sobreesfuerzo.
—«Orikan, no puedo aguantar más».
El segundo Embaucador era, si eso era posible, más fuerte que el primero.
O quizá su dominio sobre el tejido del universo era más directamente útil en
combate.
Cada golpe que le lanzaba Trazyn era fallido. Cada golpe de duelo
aprendido en su enciclopedia sobre manuales de combate alcanzaba el aire
vacío. Cada posición defensiva era superada por garras que le rasgaban la
necrodermis, cociéndola. Tratar de golpearle era como traspasar un pez con
una lanza; un campo dimensional desplazaba su imagen, y lo hacía aparecer
en lugares donde no estaba.
—Tramposillo, ¿eh, diosecito estelar?
A su alrededor, el resto del combate seguía hirviendo. Vio desolladores en
la melé. Guerreros corrompidos. Inmortales. Sus complementos de
guardianes leales superado en número y cayendo.
El Embaucador lo había atraído al combate con la intención de decapitar a
uno de los dos comandantes de los guardias.
—No será hoy —afirmó Trazyn, y canalizó energía hacia sus heridas
notando que goteaban santelmos mientras se cerraban—. No vas a dejar mi
galería sola en este universo.
Notó una intrusión y giró en redondo, golpeando por el otro lado; el primer
Embaucador retrocedió rápidamente de la luminosa cabeza tocada del
obliterador mientras goteaba, dañado por el último golpe. Al menos, ese
fragmento no se sentía seguro de acercarse a la furiosa arma.
—Cosa joven y alocada —dijo con dos bocas; las palabras salían del
fragmento herido con un retraso escalofriante—. Es pura arrogancia
ponerte un nombre como Infinito. Solo los divinos son infinitos.
Flotaba sobre los restos de tres sustitutos muertos, cada uno mutilado o
carbonizado en muertes tan espantosas que Trazyn había abandonado sus
formas en vez de experimentarlas. Era los últimos en la línea de batalla.
Solo le quedaban los dos de reserva que protegían a Orikan.
—Como todos los de tu especie —continuó el fragmento—, confundes
la mera ausencia de muerte con la inmortalidad. Cualquier objeto
basto puede durar milenios. Una herramienta. Una roca. Una sonda
muerta, estrellada en algún planeta distante. La durabilidad no hace
que una cosa sea inmortal; la auténtica inmortalidad requiere un alma.
Extendió sus manos de largos dedos, hizo el gesto de agarrar a Trazyn y
tiró hacia abajo.
Trazyn se tambaleó hacia atrás, arrastrado por la Capa de Disrupción
Temporal como si unas manos invisibles hubieran tirado de ella hacia la
piedranegra para dejarlo indefenso. Las secuencias de conservación se
activaron, y se tiró hacia delante, tratando de mantenerse en pie.
Se dio cuenta de su error cuando la tensión acabó de golpe con el ruido de
un monocable fracturado y teselas esparcidas.
La capa. Trató de acceder a ella, analizar las posibles líneas temporales,
pero vio que no podía.
«Viejo loco», pensó.
—Sí, viejo loco. Qué adecuado. Eso es lo que te metió en esa forma,
¿no es cierto? El dolor y la edad. La preocupación de que tu carne
degradada ya no pudiera mantener esa aguda inteligencia. Que tu
sistema biológico estuviera corrompiendo el genio de tu mente; como si
la mente no fuera parte del cuerpo, como si la mente y el alma fueran lo
mismo. Ahora, pequeño, no eres diferente de los objetos muertos que
conservas en tu galería.
Trazyn recondujo el poder de su obliterador dañado, trató de enderezar el
asta para que la inclinación dejara de comprimir las barras de energía. La
pieza de la cabeza parpadeó, la energía cargándose de forma irregular, y
Trazyn atacó mientras el arma estaba cargada de energía.
El segundo fragmento torció la mano en el aire, y Trazyn notó que se le
dislocaba el brazo izquierdo, chafándose hacia dentro, deformándose,
arrugándose con el gemido del metal torturado.
Inoperable. Mutilado.
Abrió un bolsillo dimensional, metió la mano en él y sacó un laberinto
teserático justo cuando el fragmento susurraba una palabra de poder,
sobrecargándole los servos de las rodillas y haciéndolo caer sobre la
piedranegra como un suplicante.
En su sistema de percepción, vio que los guerreros estaban total y
completamente derrotados. Se alzaron a su espalda necrones corrompidos,
los que tenían la mente esclavizada y los que sufrían de la maldición
desolladora. Podía sentir su ansia servil, su deseo de ejecutar la orden de
hacerlo pedazos.
—¿Qué tienes ahí?
El Embaucador movió un dedo, y obligó a Trazyn a extender la mano y
mostrar el laberinto,
—Más cuerpos de reserva, supongo.
En vez de replicarle mordaz, Trazyn se encogió de hombros.
Y activó el laberinto.
Desde las profundidades del resplandor prismático surgieron garras.
CAPÍTULO SEIS

Muchas veces en la historia, la población planetaria se ha enfrentado


a los invasores. Pero solo en Serenata toda la historia se unió para
luchar contra un enemigo común.
– Registros de la Guerra de Serenata, Tabla XII

Aire raro. Luz rara. Metal frío bajo los pies. Las antenas de las mandíbulas
notan el sabor plano de los cuerpos de metal y las motas de partículas fritas:
armas de energía.
No hay conexión con la Mente. Olor a las feromonas de la prole, ausente.
La alfa pura cepa salió desde la luz corriendo. Correr era vivir. Correr
hacía que al enemigo le fuera más difícil acercarse. Se cubría el terreno
deprisa. Presionada por las violentas sacudidas que arrasaba planetas y los
reducía al bioma, para ser transformados en energía para las grandes flotas.
La alfa no pensaba esto. Lo sabía. Codificada en su genética estaba la
información de que correr era vivir, y de que parar era morir.
Y sabía que, cuando un grupo se encontraba rodeado, con todos los lados
cubiertos de organismos hostiles que aún no era de la Mente, solo había una
opción.
Atacar.
Así que salió de la luz corriendo, sin preocuparse de que un momento
antes su grupo y ella habían estado cargando contra una lluvia de fuego de
armas bajo el brillante sol. Para un organismo como ella no había pasado.
Solo un presente eterno, y un conocimiento profundo de que, por las leyes
del dominio, siempre se atacaba primero al organismo mayor y más feroz.
Saltó hacia el organismo humanoide que flotaba ante ella; garras triples
extendidas para agarrarse a su piel y derribarlo con su peso. Los tentáculos
con púas de la boca se extendieron para envolverle el cuello y consumir las
arterias que se encontraban bajo la frágil piel.
El rostro del organismo mostraba una configuración muscular que su
memoria genética no asociaba con el miedo.
Ningún problema. Ella pronto le enseñaría lo que era el miedo.
Los genestealers salieron como un enjambre de la dimensión laberíntica, un
delta de río de quitina, garras y siseada violencia. Se lanzaron sobre los
fragmentos del Embaucador, derribándolos con el peso de sus cuerpos
aferrados. Uñas desgarradoras y bocas chupadoras abrieron grietas en su
necrodermis, que sangró con la vieja luz de estrellas digeridas largo tiempo
atrás.
Un fragmento, el herido, cayó bajo la creciente pila de cuerpos
alienígenas. Una detonación, y la luz de las estrellas se alzó en chorro desde
la masa, lanzando ennegrecidos cuerpos alienígenas en todas direcciones,
mientras la energía estallaba hacia arriba como un volcán. La estela de la
explosión cubrió los oculares de Trazyn de quitina atomizada.
Al principio, pensó que el C’tan había desatado algún nuevo poder, y
después se dio cuenta de que se estaba difuminando. Su esencia se había
perdido temporalmente en el éter. Uno de los parásitos había atravesado su
necrodermis y desatado al ser etéreo contenido en su interior, disipando la
energía que había tardado billones de años en reunir, absorbiéndola de las
estrellas y devorando su luz. El resultado fue como una descarga de plasma,
y Trazyn solo había sobrevivido porque los genestealers habían recibido la
explosión.
Trazyn se arrastró hacia atrás con sus miembros destrozados, observando
cómo el surgimiento de parásitos alienígenas ocupaba el espacio vacío en el
centro del ejército enemigo, y cómo, dado que en ese momento no podían
llegar a los fragmentos, comenzaron a moverse hacia los lados para
enfrentarse a los necrones corruptos.
Uno correteó hacia Trazyn, con su concha de tortuga resplandeciendo de
brillante color verde esmeralda bajo la luz ondulante de los rayos de un rifle
gauss. Trazyn siguió retrocediendo mientras enviaba una señal desde su
dañado sistema, buscando una conexión con uno de sus sustitutos al fondo
de la antecámara.
Una huesuda mano de cinco dedos lo arrastró hacia delante agarrándolo de
una pierna estropeada. Otra se le hundió en el nudoso sistema interior de su
pecho. Tres largas hoces se cerraron sobre su cara, una reventándole un
ocular…
Conexión.
Trazyn voló a su cuerpo sustituto, contento de abandonar esa batalla entre
dioses y monstruos.
Orikan gritó por encima del combate, observando a la gran masa de
necrones corrompidos avanzar hacia los parásitos alienígenas como un gran
agujero negro; los C’tan habían engañado a Trazyn para que se acercara a
ellos, y él los había engañado a su vez.
Y había creado una distracción maestra.
El fragmento principal levitaba tras las líneas, flotando, controlando, con
la mente sumida en la concentración de mantener tantas mentes esclavas.
Orikan realizó un sortilegio, con los mapas de las constelaciones rodando
frente a él mientras volaba por senderos M-dimensionales, tratando de
evitar ser notado. Ahí era muy difícil ver más de unos pocos segundos del
futuro; de hecho, era casi imposible. Las pequeñas colecciones de Trazyn,
sacadas de su propio período temporal y colocadas en otro, hacían que las
arenas del tiempo fluyeran raras. Y como no tenía ni idea de su
localización, no podía crear una carta astral correcta.
Iba volando por suerte e instinto. Sin calcular. Actuando, curiosamente, de
un modo muy parecido al del temerario Trazyn.
Y había aguantado hasta el momento haciéndolo así. Hizo una adivinación
de rango y preparó su ángulo de ataque. Cargó el cañón de partículas a la
máxima potencia.
Rango en tres.
Dos.
Uno.
El Embaucador abrió los ojos de golpe, mirándolo directamente. Orikan
notó que le clavaba la mirada desde media legua de distancia. Casi lo notó
mirándolo directamente a través del piloto que controlaba y hasta dentro de
sus propios circuitos más internos.
Disparó.
El cañón lanzó su rayo; su paso no era nada más que una ondulante
neblina de calor dentro del campo contenedor del flujo de partículas. Orikan
mantuvo el vector de ataque, quería aguantar el rayo directamente sobre el
objetivo todo lo que pudiera. Puso al mínimo su cronosentido para
asegurarse.
Dispararía hasta vaciar las baterías, y luego lanzaría la Cuchilla de la
Necrópolis directamente contra el Embaucador.
El torrente de antimateria golpeó en el amplio pecho del Embaucador, y el
punto de impacto se prendió con una llama de vela como un láser soldador
sobre el acero.
Con su cronosentido ralentizado, Orikan vio al Embaucador bloquear el
torrente con la palma de la mano, como si fuera un rayo de sol incómodo.
Luego, dobló su brillante mano, y dejó correr el ardiente torrente sobre los
nudillos mientras extendía un único dedo y lo alineaba con el rayo.
Artificialmente ralentizado, Orikan vio el rayo revertido; acumulando la
cadena de antimateria hacia la Cuchilla de la Necrópolis. Una chispa
púrpura corrió hacia la nave como una mecha encendida.
Expulsó su consciencia justo antes de que la cuchilla se destrozara en una
implosión de irrealidad; el rayo antimateria destrozó el morro de armas y
coció el cañón de partículas.
Orikan sacó su espíritu algoritmo del piloto justo antes de la sobrecarga;
quería recoger todos los datos que pudiera sobre el torrente de partículas.
—Una proyección de energía —dijo, mientras hacía desaparecer sus
paneles de glifos fosforescentes y caía sobre la piedranegra—. Tiene
necrodermis, y no envidio al criptecnólogo al que convenciera para forjarle
esa cubierta; pero la mayor parte del cuerpo es energía. Se filtra, como la
radiación de un reactor. Pero es débil.
—Quizá desde la retaguardia, astromante —gruñó Trazyn,
sobrecalentando y enderezando el asta de su obliterador—. Cara a cara no
parecía nada débil.
—La debilidad es relativa —repuso Orikan, realizando cartas astrales en el
aire; sus círculos superpuestos, parábolas y rejillas formaban un mosaico
ante él—. El más débil de los escarabajos de las necrópolis le parece muy
poderoso a un roedor. Pero la cuestión permanece. Las armas gauss y
antimateria le afectan muy poco. Sea cual sea, el aura transdimensional que
lo rodea neutraliza la energía. Tu obliterador es nuestra mejor arma, como
lo es cualquier cosa que pueda dañar la cubierta de necrodermis
directamente. Por lo tanto… —Orikan señaló la melé rodante que tenían
ante ellos, e invocó un panel escrutador que mostraba, con una lentitud
dolorosa, al segundo fragmento surgiendo de un creciente enjambre de
genestealers, con cada corte en el cuerpo vomitando un fuego enfermizo
que atomizaba a los atacantes en estallidos de plasma.
—Has proyectado un campo de cronoestasis —dijo Trazyn, asintiendo con
la cabeza—. Para que podamos planear una estrategia.
—¿Tenemos una estrategia? —preguntó Orikan—. ¿Fue eso lo que estaba
pasando cuando te lanzaste a la batalla dejándome para que dirigiera un
ejército?
—Le hice daño.
—Cierto, y yo también. Sacamos a ese cabrón arrogante de su ensoñación.
Le hicimos darse cuenta de que no puede ocultarse a salvo detrás de las
líneas mientras nos enterraba bajo cuerpos desechables. Pero eso significa
que ahora está más desesperado. Hará…
Una onda de choque sacudió la cámara, deformando las losas del suelo,
que se elevaron y cayeron hacia atrás, con el fragmento principal como
epicentro. En las arcadas, enormes contrafuertes se quebraron y cayeron. La
onda de energía golpeó el campo de Orikan antes de la sacudida sísmica,
rompiéndolo. De una lentitud distorsionada, pasaron a movimiento y ruido
por todas partes.
—Ya viene —dijo Orikan.
El fragmento principal avanzó tan deprisa que su cuerpo se inclinó
diagonalmente, con el pecho de metal esculpido y las garras hacia delante
mientras se tiraba sobre los genestealers. Fue creciendo al avanzar,
triplicando su tamaño, mientras su aura de energía se extendía alrededor de
su cuerpo de necrodermis hasta que la forma física del ser solo existió en el
núcleo del espectro de energía, un corazón de metal que imitaba la
proyección de energía en todos los movimientos.
Un dios, un dios transcendente, entre los mortales. El Embaucador
extendió la mano, y los genestealers se desecaron, sus cuerpos sufrieron una
muerte celular masiva que hizo que se les cayera la cabeza como una fruta
vieja. El icor salía a chorro de sus articulaciones.
Intentaron correr, incluso la gran unión mental de su dios enjambre no era
suficiente para superar su instinto de conservación.
Una mano, ahora enorme, se extendió y agarró el cuerpo del restante
fragmento, que goteaba luz de estrellas. Este gritó, se retorció y se debatió
en la mano de lo que, después de todo, no era más que un trozo más grande
de sí mismo.
El fragmento principal mordió al fragmento roto, le clavó los dientes en
los esculpidos músculos del tórax y chupó toda la energía que se filtraba, y
su color pasó de un pálido amarillo a un intenso anaranjado.
—Trazyn —dijo Orikan—. Saca todo lo que tengas.
El Embaucador dejó su festín caníbal y los miró directamente; se alzó con
los brazos bajos y las palmas hacia ellos, mientras símbolos esotéricos y
estrellas devoradas mucho tiempo atrás bailoteaban entre sus manos y le
formaban un halo alrededor de la cabeza.
Fue a por ellos, con la marea de su ejército esclavo a la espalda. Necrones
rotos se alzaron de nuevo, se ensamblaron otra vez, arrastrando sus cuerpos
para unirse a la horda atacante.
Proyectiles trazadores de los dos bólteres pesados, que era todo lo que
quedaba de la patrulla después de que los omniscidas se hubieran ocupado
de ellos, escupió un fuego anémico contra la riada de cuerpos de metal.
Trazyn se dio cuenta de que era cosa de ellos dos. Dos necrones, que ya no
se sentían tan inmortales como antes, contra todo un ejército.
Al menos hasta que Trazyn cogió un laberinto teserático.
Y comenzó a soltar las reservas.
Puris el Lamenita salió de entre las hebras de gasa de la irrealidad, y sus
ojos cubiertos con unas gafas protectoras vieron el veloz avance de unas
criaturas de metal.
Curvó los labios ante su fealdad, y se llevó los dedos al amuleto que le
colgaba del cuello, donde notó a los dos gusanos persiguiéndose uno al otro
en un estado de constante equilibrio. Toscos, eso eran. Esculpidos no en los
elegantes materiales de la materia orgánica, sino en el muerto e inmutable
metal.
No pertenecían a ese planeta. Ese mundo santificado que pronto sería
visitado por los redentores de lo alto, que llegarían en sus exquisitas islas
celestes de biomateria. Pero el enjambre sagrado no podía ser llamado
cuando su premio contenía tal polución.
Golpeó la culata de su aguijada inyectora sobre el suelo quebrado,
silbando para llamar a sus creaciones.
Entes colosales surgieron a la luz, músculos como losas apretadas,
arrastrando martillos y bastas hachas formadas con vigas en «I». Le miraron
por debajo de frentes con crestas, lenguas demasiado largas y nervudas para
sus cortos paladares humanoides.
Los ojos, dorados, esperaban órdenes.
Puris el Lamenita apuntó su aguijada hacia el enemigo, y los aberrantes
salieron corriendo con una especie de trotecillo, apoyándose en los nudillos
sobre el suelo fracturado. Cabezas malformadas se inclinaron para embestir,
ululando al avanzar.
—¡Adelante! —gritó Puris, pinchándoles en la cabeza gacha con su
aguijada a medida que iban pasando, cada golpe acompañado del susurro
hidráulico de una inyección—. ¡Por el Rey de Tres Brazos!
Boot-Klikka Zugkruk no podía creerse su buena fortuna. Un momento antes
habían estado corriendo por la parte interna del casco de un robot,
animándose y matando en el entorno sin inercia de la gravedad cero.
Lo que era un buen truco, ¿verdad? Pero se estaba demasiado flotante para
su gusto. Al cabo de un buen rato de arrancar aletas, sus chicoz empezaban
a aburrirse. Cosa nueva, sí, pero no lo que realmente molaba.
Además, ¿qué gracia tenía zer un soldado de azalto si todo el mundo podía
volar? Le hería en el orgullo un poco, zí. Y en su bulboso corazón
bombeahongos, como en el de cualquier buen orko, Boot-Klikka siempre
ansiaba más enemigos.
Pero eso, esa gran ola de enlatados; eso era un bocado en el que un orko
podía clavar el diente, por no hablar de su rebanadora y su bota.
Respiró hondo, y bramó lanzándolos a la carga.
—¡Vamoz, chicoz! Vamoz a enseñar a esas latas que…
Pero entonces vio las estelas helicoidales alejándose, oyó los rugidos de
sus camaradas y se dio cuenta de que ya se habían lanzado.
—Bueno, no lez voy a culpar por tener ganaz —gruñó. Después encendió
su cohete, se palmeó el casco para darse suerte y se lanzó al oscuro aire de
la cripta, disparando su piztola en plan salvaje. Rayos de energía cortaban el
aire a su alrededor.
Al llegar a lo alto de su arco y descender hacia el torbellino masivo de
muerte, con las botas cubiertas de acero dispuestas a chafar al enemigo, se
perdió en la sensación de una felicidad cargada de rabia.
A su derecha, vio una burbuja de luz en arcoíris crecer al fondo de la gran
sala, y unos sinuosos tentáculos se fueron desenrollando para dejar ver el
torvo rostro de Mork, o quizá de Gork. El gargante había llegado.
Un rayo de energía le cortó el brazo de la piztola, y Boot-Klikka sonrió.
No había ningún otro sitio en la galaxia donde hubiera preferido estar.
Orikan contempló el enloquecido panorama.
A su derecha, un grupo de bioformas híbridas deformes se estrellaban
contra la marea de necrones mezclados, segando la oleada con porras y
herramientas mineras. Había uno que era el doble de alto que un humano
medio y que blandía toda una señal indicadora como si fuera un archa, y lo
vio tumbar a un necroguardia de un golpe, apartar a un guerrero de un
tortazo y clavarle el palo, ya sin cartel, a un desollador en el pecho, como si
fuera una lanza.
Detrás de estos, un trío de maltrechos Destructores se deslizaba sobre el
suelo, con su aplomo y su calculada ansia de muerte inmune al caos. Fueron
barriendo a los corrompidos con una fría precisión, segándolos por filas
como un cortador industrial.
A su izquierda, un comisario hacía avanzar una compañía de la Marítima
de Serenata, los riles láser escupiendo rojo hacia la masa de metal. Sus
gritos se fueron superponiendo hasta que toda la fuerza parecía hablar con
una única voz letal; su fuego encendía la vanguardia de los corrompidos,
rociando sus cuerpos de metal hasta que irradiaban como metal calentado
en la forja.
La compañía, vestida solo con cascos recubiertos de tela y chalecos
antibalas, estaba formando un muro con sus propios cuerpos.
—Han desfilado en Serenata. —Trazyn se encogió de hombros—. Los
recogí después.
Los orkos aullaban y gritaban en lo alto, sus caminos de sucio humo se
entrecruzaban, perdida toda la cohesión de la unidad. Tres de ellos habían
aterrizado en un Arca del Exterminio, y estaban despedazando al piloto,
extrayéndolo de su trono trozo a trozo.
Otro, con un grito gutural de triunfo, se lanzó directamente contra la
enorme masa del fragmento principal.
—Idiota suicida —comentó Orikan.
—Sin duda—repuso Trazyn, mientras activaba otro laberinto—. Pero fíjate
en el largo misil blanco en su mochila.
El Embaucador batió la mano hacia el zoldado de azalto y lo envió dando
vueltas con una ola de energía, de modo que se estrelló contra la masa de
cuerpos corrompidos que tenía a sus pies.
Junto con el misil cazador-asesino activado que lo impulsaba por el aire.
El misil antitanque detonó, sacudiendo la cámara y lanzando cuerpos en
una lluvia de piedranegra pulverizada que erupcionó hacia lo alto, haciendo
llover sobre los atacantes trozos de antigua mampostería.
Entonces, el gargante se abrió, y el cañón colgado en el bajo vientre
comenzó a resonar mientras lanzaba en arco proyectiles hacia la masa,
incapaz de resistir el denso agrupamiento del enemigo. Dio unos cuantos
pesados pasos, rompiendo las losas del suelo allí donde pisaba, y dio una
patada con sus enormes sierras para destrozar un Arca Fantasma que
parecía estar del lado de Trazyn y Orikan. Cuchillas de la Necrópolis lo
rodearon como molestos mosquitos, y el gargante agitó sus torpes brazos,
lanzando llamas que enviaron a dos dando tumbos por el aire.
Los flancos comenzaron a ceder, pero el centro seguía avanzando, con la
idea hecha forma cósmica del fragmento principal sobresaliendo de la riada
de cuerpos.
Trazyn lanzó el último laberinto.
Rodó hacia el Embaucador, alzando molinetes de resplandor etéreo
mientras se expandía formando una tormenta de luz rodante.
Y en el interior de esas tormentas, unas sombras corrían hacia el enemigo.
***
Llegaron con el ruido de garras sobre losas. El repicar de la batalla. Eso
formaba la base rítmica sobre la que coordinaban sus cánticos de guerra.

Los jinetes de dragones salieron de la grieta en plena carga, sin perder ni


un paso en su nuevo entorno. Su formación de rodilla junto a rodilla no se
alteró mientras la salvaje hueste avanzaba contra el dios estelar. Las ágiles
monturas se lanzaron hacia delante con el cuello extendido. Las capas de
plumas se hinchaban sobre ellos. Amuletos de hueso tallado repicaban.
Rostros tatuados, decorados con los sigilos que Trazyn reconoció como la
espiral de Serenata, tenían clavada una expresión de decidido estoicismo.
Trazyn había portado una máscara mortuoria durante sesenta y cinco
millones de años: reconocía una cuando la veía.
Tras ellos, el carnosaurio salió pesadamente de la luz, estiró su cuerpo
hacia abajo y rugió; el sonido feral fue suficiente para sorprender incluso a
unos cuantos soldados del Militarum, que, a pesar de sus escarabajos
cepomentales, miraron hacia sus flancos con ojos espantados.
En su espalda cabalgaba la vidente, fina como un junco, el rostro cubierto
con la máscara de algún dios desconocido y una armadura de nácar que
reflejaba la luz de la batalla. Su pelo rosa estaba recogido en una coleta en
lo alto de la cabeza, inalterado por sus diez milenios de espera.
—Ya te dije, Trazyn —dijo una voz vibrando en sus transductores auditivos
—, que este mundo cantaría por tu sangre. No me escuchaste. Pero
escuchar no era tu destino. Tu destino era continuar escarbando, y nuestro
destino, perecer aquí, contra el horror que tú has desatado.
El carnosaurio avanzó rápidamente con otro rugido, mientras la cola con
punchas de hueso se sacudía de un lado al otro y se inclinaba para cargar.
Sobre él, la hechicera tejía flechas con la piel del universo, y enviaba esos
dardos de energía disforme al enorme dios estelar.
—Haz que nuestro sacrificio no sea en vano.
Lanzas de hueso espectral se hundieron en cuerpos de metal, descargando
energías hechizadas que recorrían en ondas las formas corrompidas de
metal, doblando los exoesqueletos y cortocircuitando reactores. Se lanzaron
sobre ellos como una cuña, abriendo un espacio en delta para que el
carnosaurio se posara entre el ejército.
La bestia ladró agresiva y agarró a dos necrones de entre la masa,
aplastándolos con sus fauces reforzadas. Fluido de reactor, con un brillo de
neón en medio de la oscuridad, goteó de entre los veinticinco centímetros
de afilados dientes.
Un desollador saltó sobre su flanco, escalando hacia la vidente, y ella
danzó poniéndose en pie sobre la plataforma en la que cabalgaba,
decapitándolo con un limpio arco de su archa. La pistola shuriken insertada
en su brazalete decorativo escupió proyectiles a un segundo corrompido que
había ascendido por uno de los estribos del gran lagarto de cuero.
La vidente cantó, y el enorme lagarto dibujó un brusco círculo, que tiró a
los escaladores y azotó con su cola con púas la masa de necrones que tenía
a los pies, pulverizando a varios y chafando a otros entre las garras.
Un rayo de desintegrador sináptico quemó al lagarto en una de las patas
traseras, y le hizo lanzar un grito de dolor; agachó la cabeza, y empleó su
cresta de hueso para embestir contra el omniscida culpable y lanzarlo por
los aires.
El fragmento del Embaucador formó un puño aureolado y lo bajó contra la
montura prehistórica; su impacto destructor lo detuvo un escudo psíquico
rápidamente extendido que la vidente conjuró con los dedos extendidos.
Orikan apartó la mirada de esa fascinante escena, olvidando sus paneles
con glifos.
—¿Cuál es tu siguiente plan?
—Nada. No tengo nada. ¿Aún no puedes adoptar tu forma de poder?
—Las estrellas están mal. No hay energía que pueda absorber.
Trazyn pensó un momento, y señaló al radiante C’tan.
—¿Y qué hay de eso?
—Eso —Orikan rechazó la idea con un bufido—. Eso me reduciría a
cenizas en cuanto abriera mi conjunto de puertos. Tendría que estar
empoderado solo para acercarme a él. Solo un dios puede luchar contra un
dios. Antes necesito conseguir energía.
Trazyn guardó silencio durante un momento, observando al enorme C’tan
golpeando la protección mágica. Ya comenzaban a aparecer grietas en el
escudo psíquico. No resistiría. Miró en su bolsillo dimensional, escrutando
el espacio.
Solo le quedaba una cosa. Algo que había robado. Algo que, si las
historias de antaño eran ciertas, una vez había alzado a un dios.
Trazyn hundió la mano en el bolsillo y sacó la gema eldar.
La superficie tallada destelló, caliente al tacto. Era lo más antiguo que
Trazyn poseía, la pieza central de la galería sobre la Guerra en el Cielo. El
último objeto que poseía del amanecer de los necrones.
Si desaparecía, sería una pérdida irreparable. Otra puerta cerrada hacia el
pasado lejano.
¿Valdría eso la pena por el futuro? Esperaba que sí.
—Mira a ver qué puedes sacar de aquí.
Orikan cogió la gema y pasó una mano por encima de ella para ejecutar un
análisis espectromántico.
—Dioses muertos —exclamó en un susurro; acarició la piedra y la encerró
entre las manos.
Orikan cerró su ocular y apretó la gema entre las manos como si rezara.
Sus puertos de recogida de energía se abrieron como pétalos de rosa. A
través de los espacios entre los dedos, Trazyn pudo ver la gema de color
rojo comenzando a latir. Un espectro luminoso tan poderoso, tan ajeno a los
necrones que le resultaba incómodo mirarlo.
El brillo del reactor de Orikan se incrementó, derramándose como un sol
verde. Trazyn oyó el reactor funcionar a ciclo cuádruple, el resplandor que
se filtraba por detrás del ocular cerrado de Orikan sangraba luz que
humeaba en el aire frío.
Y, entonces, las manos se cerraron, aplastando la gema.
Orikan ardió, un infierno rojo que devoraba su forma, con llamas que se
alzaban de un color magenta brillante y se curvaban hacia dentro, atraídos
hacia la serie de puertos abiertos en sus hombros.
Trazyn tuvo que retroceder y cubrirse el rostro. Su furia por la destrucción
deliberada quedó apagada temporalmente por el miedo. Miedo por el
astromante. Miedo por sí mismo.
—¡Orikan! —gritó.
Pero Orikan ya había partido, un rayo de luz lanzado por la cámara.
Trazyn rodó en el suelo, y se dio cuenta de que el estallido lo había tirado
de espaldas. Su visión se hizo borrosa por la descarga de energía, y su
propio reactor central activó contramedidas para evitar la sobrecarga debida
a la subida de energía que había sufrido al estar junto a Orikan.
En la vanguardia de la batalla ya no era una lucha, era una hoguera.
Y Trazyn se dio cuenta de que no había presenciado cómo Orikan asumía
su forma de energía.
Lo que había presenciado era una apoteosis.
Orikan era, si bien solo brevemente, lo mismo que un dios.
Orikan esperaba que la transcendencia le hiciera sentirse poderoso, pensaba
que la energía del cosmos le llenaría su sistema como una riada en un cañón
seco. Había deseado ser poderoso, inundado por el orgullo y el vigor
rebosantes de los dioses.
No se sentía así.
En vez de eso, todos los otros seres parecían tan pequeños…
Insignificantes. Atados por los enredos inconsecuentes de su existencia
finita. Dolor, orgullo, miedo, excitación, amor. Todo eso no significaba nada
para los sistemas de la galaxia que rodaban y colisionaban y que él podía
ver con la mente. Incluso su mezquina obsesión con el camino de las cosas
que estaban por llegar, que le había consumido totalmente, solo era el sueño
de un insecto. ¿Qué sentido tenía ser un adivino cuando veías que no había
tales cosas como el pasado o el futuro? Para un ser cósmico, uno que veía
las curvas en la propia piel de la realidad, resultaba evidente que el tiempo
solo era una ilusión, un retorcimiento perverso del presente eterno para
ordenar las vidas de los que necesitaban plantar y sembrar, para suponer
cuánto les quedaba de su escaso tiempo de vida. No se parecía más a la
realidad de lo que un mapa se parece a un continente.
Al pensar en todo el tiempo que había perdido peleándose con su rival
sobre el futuro y el pasado, la melancolía se apoderó de él. Ni siquiera
recordaba el nombre de ese ser ni su rostro, pero un eco de su astuta voz
permanecía. No importaba, incluso los seres más formidables de sus días
mortales serían polvo mucho antes de que Orikan pensara en volver con
ellos.
Miró hacia abajo a las tenues llamas de almas, parpadeando y apagándose
en la batalla. Intentó sentir pena por ellos, pero solo consiguió invocar ese
concepto.
Patético. Todos peleándose, ¿y para qué? Para salvar sus insignificantes
civilizaciones. Para extender su influencia. Para derrotar a sus enemigos.
Necrón. Eldar. Humano. Orko. Tiránido. Bañándose en sangre, todos
erróneamente convencidos de que el universo les pertenecía a ellos.
Ninguno veía la verdad. El gran zodiaco universal, el giro de la rueda de la
fortuna en la que giraban todas las razas. A veces en ascenso, otras en caída.
El tiempo de los eldar en la cúspide pasó hacía mucho tiempo, y sin
embargo luchaban como si pudieran revertir las grandes vueltas. Los
humanos los seguían, su período cumbre casi acabado. Cuando tuvieran su
momento en la cima, los tiránidos y los orkos seguramente no lo valorarían.
Y los necrones... Orikan sintió tal desprecio por ellos con sus
empobrecidas sombras de alma, tan muertos y estancados. Le resultaba
vergonzoso cómo había luchado para asegurarles su futuro, que hubieran
sobrevivido al descenso en la rueda y que estuvieran alzándose de nuevo.
A decir verdad, de repente entendió por qué los C’tan habían quemado a
los necrontyr en las forjas de la biotransferencia y se habían atiborrado con
sus almas. Se alegró de ello. Solo deseó haber estado allí para saciarse él
mismo.
Pero lo único que sentía con más intensidad que el desprecio era el
hambre. El hambre por la energía vital que esos secos cuerpos de metal no
le podían proporcionar.
Sin embargo, en el centro de la línea de batalla poblada de llamas, pudo
ver uno que tenía energía de sobra. Una figura ardiente. Un C’tan.
El ser de energía transcendente que era Orikan voló bajo; su cuerpo etéreo,
prismático y de tonos cambiantes, voló entre las arcas y las Cuchillas de la
Metrópolis, y fue ganando fuerza al pasar por encima de las filas necronas y
sorber las pequeñas energías que podía notar manando en su tenue luz.
Fueron cayendo a su paso, sin vida y sin energía.
Una cosa grande se sorprendió y le mordió; los dientes se cerraron en la
parte colgante de su sudario de energía. Le dio una patada y pulverizó a la
estúpida bestia, aplastándole todos los huesos de su grueso cuerpo y
enviándola por los aires como un juguete. Un jinete, más brillante que el
resto, cayó de su espalda y desapareció.
Al ser transcendente no le importaba, porque el ardiente estaba frente a él.
Su rostro, retorcido de un modo que el vestigio de un recuerdo interpretó
como diversión, no pudo ocultar el modo en que su aura se asustaba ante su
aproximación.
El ardiente saltó hacia atrás y barrió el aire con una mano, y, en su nueva
visión, el ser transcendente vio que el enemigo pasaba el antebrazo por el
tejido del espacio-tiempo y reunía un agujero negro alrededor de la muñeca
como un avambrazo. Un puño reluciente, irradiando tanto poder que el ser
transcendente casi se retorció de ansia, lanzó un torrente de materia
comprimida que contenía el torbellino de galaxias digeridas mucho tiempo
atrás.
Sin embargo, millones de años de estudio habían enseñado al ser a
manipular el éter. Solo la falta de suficiente energía lo había limitado.
El ser transcendente que había sido conocido como Orikan hizo un agujero
en la piel del universo, un portal por el que se veía un campo de estrellas y
un conjunto de planetas, y lo alzó como un escudo.
La materia comprimida se metió por el agüero en el espacio, borrando a
seis planetas de la existencia.
¿Mundo habitados? No importaba.
El ser transcendente soltó el agujero de gusano y se lanzó contra el
resplandeciente, cortándole con manos que había transformado en largas
garras prensiles.
Los dos seres se alzaron hacia las arcadas. Enganchados el uno al otro.
Mordiéndose y arañándose, quemando el equivalente a la producción de
energía de varios mundos industriales en cada segundo de combate. Cada
herida sangraba el horno de la creación hacia el plano físico, cada trago de
materia de estrella deglutido por el hambriento vampiro que una vez había
sido Orikan el Adivino.
Con las manos chorreando necrodermis hirviente, el ser transcendente
descartó cualquier cosa que sintiera sólida, mientras notaba con desinterés
que los trozos que arrancaba y tiraba formaban figuras humanoides.
El ardiente estaba rogando, pidiendo clemencia. Empleando palabras como
si el ser transcendente aún tuviera una mente que pudiera interpretar el
lenguaje. Las palabras eran, como la mortalidad, cosas de seres inferiores.
Este dios transcendente ya no necesitaba la comunicación.
Pero, incluso así, podía suponer lo que el ardiente estaba pensando. Los
ojos, rojos y redondos como estrellas muertas, estaban cargados de miedo.
Sin embargo, el rostro aún mantenía fijo su rictus de sonrisa de máscara.
O al menos así fue hasta que el ser transcendente se lo arrancó y hundió
sus largos brazos de araña en el intenso campo de estrellas de su interior.
CAPÍTULO SIETE

Los de nuestra raza han vivido como mortales y, luego, como


inmortales. Y aunque el ansia de regresar a la carne es casi universal,
¿cómo será cuando un ser eterno es de nuevo envuelto en tales
vestiduras temporales? ¿Puede un ser inmortal convertirse en mortal
sin volverse loco?
– Illuminor Szeras, Consideraciones sobre la Carne y el Espíritu

Trazyn halló al Adivino en un rincón, con sus golpeadas piernas dobladas


contra el pecho, las manos cubriéndole el ocular cerrado.
Todo su cuerpo, desde el tocado hasta la cola, se había vuelto negro. No
era ceniza o marcas de quemaduras; las energías interdimensionales habían
fundido las sombras con su necrodermis.
—¿Orikan? ¿Has sufrido algún daño?
No hubo respuesta.
—Mi querido Orikan. —Trazyn se arrodilló y le puso una mano sobre la
trémula placa del hombro.
—¡No me toques! —aulló el Adivino, tratando de fundirse con la
mampostería—. No me toques. No me toques.
—No pasa nada, amigo. No pasa nada. —Trazyn alzó las palmas para
mostrarle que no representaba ninguna amenaza—. Has pasado por una
transición impactante, sin duda. Pero el peligro ha pasado, suponiendo que
tú no hayas sufrido ningún daño crítico. Te estoy escrutando en busca de
una herida o algún fallo de funcionamiento.
Orikan no dijo nada; miró al suelo.
Trazyn realizó un escrutinio diagnóstico, con la palma por encima del
cráneo de Orikan durante más tiempo que sobre el resto de su cuerpo, y con
cuidado de no entrar demasiado en el espacio del Adivino.
—Da gracias a tus estrellas, Orikan. No está mal. Nada irrecuperable.
Unos servos fundidos aquí y allí. Varios daños en los sistemas de
electrolocación, y es sorprendente que no haya más, dada toda la energía
que has canalizado; posiblemente, también haya cierta corrupción en los
engramas. Puede que durante un tiempo pierdas recuerdos, pero regresarán.
—¿Se ha ido?
La boca de Trazyn se torció mientras él sacaba un laberinto teserático de
su bolsillo dimensional. Orikan se encogió.
—Hiciste pedazos al Embaucador, mi querido rival. Absorbiste la energía
de cada fragmento hasta dejarlos secos antes de echarlo. Y yo estaba allí
para atraparlos antes de que pudieran reunir energía suficiente para escapar.
—Tamborileó un dedo sobre el laberinto—. Hay cinco de estos. Así que…
sí, se ha ido.
—N… no. —Los emisores vocales de Orikan dejaron escapar un
murmullo de estática durante un momento—. No …blo del Embaucador.
Quiero saber si el otro se ha ido. ¿Se ha ido?
Trazyn calló un instante.
—Eso espero, Orikan. Eso espero.
Luego se puso en pie y le ofreció una mano.
—Vamos. Debemos reconstruir la cripta teserática y poner estos laberintos
dentro. Una cripta dentro de una cripta, cada fragmento en un laberinto
separado.
Orikan asintió y le cogió la mano. Tenía el cuerpo entumecido, una pierna
no se le doblaba y Trazyn tuvo que ayudarle a caminar hasta la destrozada
cámara.
—Podemos dejar el Mysterios aquí, sellado dentro —repuso Orikan—.
Para que nadie vuelva a encontrar este lugar.
—Sin duda —dijo Trazyn.
—Y, Trazyn. —Se detuvo, miró al arqueovista con un ojo que Trazyn
acababa de notar que estaba temporalmente ciego por las quemaduras—.
Júrame una cosa. Hagamos un pacto de honor: que ninguno de nosotros
volverá nunca aquí.
Extendió el antebrazo, fundido en el punto en que no podía mover el servo
del codo.
—De acuerdo —repuso Trazyn, agarrándole el antebrazo. El sello del
juramento—. Los contenidos de esta cripta son demasiado peligrosos para
que nadie los posea.
—Y especialmente nosotros —añadió Orikan, que comenzó a andar
pausadamente hacia la cripta en ruinas.
Para llegar allí, tendrían que cruzar una montaña de cadáveres.
EPÍLOGO

El tiempo es un arma como cualquier otra. Si todo lo demás falla,


simplemente puedo esperar a que mis enemigos se pudran.
– Orikan el Adivino

Siete puertas aseguraban la cámara. Siete puertas con siete sellos.


A fin de cuentas, lo que estaba dentro nunca debía salir.
Los espectros canópticos sacaron piedra del estrato construido de
Solemnace durante medio milenio para construir la gran cámara.
Trabajando por millones, sin descanso o restauración, hasta que el durísimo
trabajo los hacía romperse. Enjambres de escarabajos desmontaban a los
caídos para que sus átomos pudieran reutilizarse de nuevo en otro dron
trabajador.
Criptecnólogos dieron forma a la piedranegra, y crearon la cámara esférica
que formaba el corazón viviente de Solemnace, un lugar de exilio y
reclusión, una esfera dentro de una esfera que proporcionaba energía a las
galerías prismáticas con la inextinguible radiación de su maldad.
Y Trazyn, Líder Supremo de Solemnace y Arqueovista de las Galerías
Prismáticas, Aquel-al-que-llaman-Infinito, iba allí siempre que podía. Abría
las siete puertas del mausoleo con sus siete sellos. Se acercaba tanto como
podía a la cosa que colgaba dentro, sus fuertes miembros encadenados a las
paredes de su prisión esférica. Látigos de partículas quemándole las
muñecas y los tobillos mientras mantenían extendido al dios estelar como
un espécimen en una mesa de disección.
—Ya veo —dijo el fragmento del Embaucador— que ha llegado el
momento de hacer más preguntas. ¿Qué vamos a sacar de esta sesión,
niño Trazyn? ¿La disposición de las fuerzas combinadas C’tan
necronas en el Sitio de Path’iya? ¿La correcta taxonomía de la
emergente consciencia de los demonios del empíreo? ¿Qué
conocimientos te gustaría explorar y qué estás dispuesto a pagar por
él?
Trazyn metió una mano en su bolsillo dimensional y sacó lo que parecía
ser un pequeño homúnculo, un ser no mayor que la mano de Trazyn, que se
debatía contra su sujeción. El resplandor se veía entre los dedos que lo
encerraban cuando Trazyn tendió la mano para que el Embaucador lo
inspeccionara.
—Es pequeño —dijo el Embaucador—. El fragmento de un fragmento.
Nunca fueron conocidos los Nihilakh por tacañería.
—No son fáciles de obtener —repuso Trazyn—. Y ambos sabemos el
riesgo que corro al dártelos.

—Sí. —El Embaucador rio, un sonido profundo que Trazyn filtró para que
no le alterara los sistemas vitales—. No querríamos que me escapara de
esta prisión, ¿correcto?
Trazyn apretó la mano alrededor de la pequeña astilla de fragmento que
tenía en la mano. El Embaucador atrofiado se removió en su mano y le
mordió en el metal insensible.
Tenía poca inteligencia, sus partes componentes habían quedado muy
destrozadas. Aun así, tendría que aumentar los protocolos de seguridad.
Con cada astilla de un fragmento que le daba al Embaucador de Serenata,
más poderoso se hacía. Y si alguna vez se soltaba, no estaba seguro de si los
bancos de látigos de partículas, los cañones del exterminio y los pilones que
apuntaban al dios roto podrían realmente destruirlo sin que Solemnace
implosionara.
Metió el fragmento en una cámara teserática montada en la espalda de un
escarabajo, lo soltó y observó cómo el escarabajo transportista levitaba
hasta la radiante boca del dios estelar.
Este la abrió y se tragó la cámara entera; la necrodermis crujió bajo sus
dientes de daga; la energía solar fluyó líquida sobre sus labios y su barbilla
mientras la astilla del Embaucador estalló gritando y fue absorbida por el
todo.
A veces, Trazyn sentía cierta culpabilidad por haberle dicho a Orikan que
había solo cinco fragmentos. Por haberse quedado uno, embelesado por la
cantidad de poder que esos fragmentos ancestrales contenían. El
conocimiento que tenían de la galaxia y su sabiduría sobre cosas
imposibles.
Si él fuera Orikan, viajaría hacia atrás en el tiempo y no lo cogería. El
Embaucador se iba haciendo más poderoso siglo tras siglo, y era inevitable
que llegara un momento en que quisiera ajustar las cuentas.
Pero no era así como funcionaba la historia, pensó. Estamos formados por
nuestros yoes pasados, fantasmas en los que no nos reconoceríamos si nos
los encontráramos. El Trazyn que se había llevado el fragmento de la
Tumba de Nephreth ya no existía, igual que el Trazyn que había existido
antes de la biotransferencia tampoco existía. Sin embargo, todas sus
decisiones, tomadas a ciegas, le habían llevado adonde se hallaba en ese
momento.
Era como Serenata, o Cepharil, o Cephris, cada iteración del mundo
cambiando la cultura y la geografía para los que venían después. Cada
sociedad que surgía sabía poco o nada sobre cómo se había formado o sobre
los predecesores que lo habían forjado. Cada dibujo de calles o mar drenado
era una decisión hecha en el momento, pero conservada durante eras.
Igual que una versión anterior de sí mismo, recordada solo de un modo
abstracto, le había colocado delante de ese dios caído, que lo que más
deseaba era destruirle. Un dios al que no podía hacer desaparecer ni liberar.
Pero era un dios que, mientras lo mantuviera atrapado, tenía sus usos.
—Un sacrificio inadecuado —dijo el Embaucador, mientras se pasaba la
lengua por el plasma que le goteaba por la barbilla—. ¿Qué deseas a
cambio?
—La Gran Fisura —contestó Trazyn—. Quiero conocer sus propiedades.
—Ahhh. —El Embaucador sonrió—. Así que quieres cerrarla.
—No —respondió Trazyn—. Quiero entrar en ella.
La rueda del universo giraba. Los zodiacos se alzaban y caían, y cada raza,
cada ser individual tenía su día en lo alto. Y todos, uno después de otro,
eran arrastrados hacia abajo por el giro implacable.
Porque eso es lo que hace una rueda, y Orikan lo sabía. No importaba que
estuviera montada en un gran tanque de batalla o en una piedra de moler
grano en una granja primitiva. Una rueda chafa.
Y en ese momento, era su turno de estar arriba. Había leído las
constelaciones y oído los susurros del cosmos. Después de siglos
esperando, las estrellas estaban, de nuevo, en posición.
Era el turno de Trazyn de morder el polvo.
Abrió su bolsillo dimensional y sacó a su guía, tocó las notas suavemente
sobre el cráneo con sus dedos en red.
—«¿Dónde está?» —preguntó.
—«Mas profundo, mi igual —respondió la cabeza de la Datamante Vishani
—. En el núcleo. La energía fluye, como siempre, desde el núcleo».
No estaba viva. No realmente. Sus bancos de engramas estaban activos, y
algunos de los centros del lenguaje permanecían. Pero, incluso mutilada,
había muchísimo conocimiento al que acceder en esas profundas bobinas
neurales.
Trazyn había dicho que los restos de Vishani se habían sellado dentro de la
tumba, con las Puertas de la Eternidad desmontadas y atomizadas.
Encerrada con sus responsabilidades para siempre en una dimensión
mazmorra inaccesible.
Pero había mentido y se había metido el cráneo en su bolsillo dimensional
mientras Orikan seguía casi inconsciente, recuperándose de su ascensión
temporal. Trazyn se había aprovechado del daño que Orikan había sufrido
en su propia psique para salvarlos a ambos. Se quedó la cabeza en
Solemnace para avanzar en sus propias investigaciones.
Hacía siglos que Orikan había roto su tregua para robarla y traérsela
consigo. Casi había destruido Solemnace en el intento. Se pasó un siglo
eliminando cualquier mácula del programa del Embaucador de sus sistemas
neurales. Estaba asombrado, incluso impresionado por lo profundamente
que el dios estelar se había apropiado de su personalidad para tentar y guiar
a Orikan a abrir la tumba.
Y fue entonces cuando Orikan se enteró del fragmento del Embaucador
escondido en el núcleo de Solemnace, energizando el mundo a través de
una esfera Dyson.
Rotando. Siempre rotando. Como una galaxia. Como una rueda.
—«El Embaucador nos espera —envió Vishani—. Mi función principal es
la contención».
—«Así es —concordó Orikan—. Pero algo tan poderoso estará más seguro
en nuestras manos, ¿no crees?».
—«Sacarlo de allí representa destruir el mundo de Solemnace»
—«Pues mejor aún. —Orikan sonrió—. Podré quitar esa catarata del ojo
del universo, y adivinar mejor el futuro».
—«Mi función principal —insistió ella— es la contención».
—«Puedes tener muchas funciones. Al igual que el fragmento de
Serenata».
Funciones como la de investigar cómo capturar y mantener una forma de
energía a largo plazo. Porque, aunque la insensibilidad de la omnisciencia le
había asustado al principio, había llegado a ver lo que era difícil
comprender en ese momento.
El tiempo es una rueda. Y la rueda siempre gira. Al universo no le
importan los necrones, los eldar, los humanos o los orkos. Ni siquiera le
importan los C’tan o los Ancestrales. Y el único modo de escapar de la
rueda era convertirse en parte de la rueda.
Y Orikan podía hacerlo, si contaba con suficiente energía cósmica.
Los planetas y las constelaciones estaban colocándose en posición, y sintió
sus canales de energía conectada, su materia oscura y la gravedad de los
superclústeres, la conexión del universo que lo mantenía rodando.
Abrió sus puertos de recogida y bebió de la luz lechosa de las estrellas de
la creación.
El tiempo es una rueda. Y la rueda siempre gira, haciendo que haya un
tiempo para todas las cosas.
Y, para Orikan, era un tiempo para la venganza.
SOBRE EL AUTOR

Robert Rath es un escritor independiente de Honolulu que


actualmente reside en Hong Kong. Aunque es conocido principalmente
por escribir la serie de YouTube Extra History, también se le acreditan
numerosos artículos y un libro para el Departamento de Estado de EE.
UU. Es autor de los cuentos 'The Garden of Mortal Delights' y 'War in
the Museum'. Lo Infinito y Lo Divino es su primera novela para Black
Library.

También podría gustarte