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De la bruma emergían unas bestias reptilescas arrastrando pesadas corazas.

Acarreaban cantidad de criaturas, y algunas bestias montaban en otras.


Cada uno de los seres era la parodia de un ser humano: Eran animales,
transformados en caricaturas. Algo parecido a un perro saltó sobre Córum.
Llevaba casco y coraza, y su morro estaba cuajado de dientes que le
mordían el brazo. Le agarraron unas manos que se transformaron en patas y
le desgarraron la túnica y las botas. Toda la mañana empezó a amontonarse
sobre Córum, mientras las espadas rasgaban y los puños se estrellaban
contra las piedras. Córum pisoteaba dedos, segaba brazos, apuñalaba
bocas, ojos y corazones, sumergido en un pánico que le daba fuerzas para
combatir cada vez con mayor violencia. Córum comprendió que no quería
matarles. Sin duda, pensaban torturarles, o transformarles en lo mismo que
eran ellos.

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Michael Moorcock

La reina de las espadas


Trilogía de las espadas II

ePUB v1.0
Dyvim Slorm 17.12.11

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Título original: The Queen of the Swords
ISBN 84-7813-025-X
1971 by Michael Moorcock

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Este libro es para Diane Boardman

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Introducción
En aquellos días había océanos de luz, ciudades en el cielo y salvajes bestias
voladoras de bronce. Había manadas de ganado carmesí que bramaban y eran más
altas que castillos. Había cosas chillonas y repugnantes que infestaban ríos salvajes.
Era un tiempo en que los dioses se manifestaban en nuestro mundo con todos sus
atributos; un tiempo de gigantes que caminaban sobre el agua; de duendes sin mente
y criaturas deformes que podían ser convocadas por un pensamiento mal calculado y
que sólo podían ser alejadas con el dolor de algún terrible sacrificio; un tiempo de
magia, fantasmas, naturaleza inestable, sueños frustrados, pesadillas corpóreas.
Era un tiempo rico y oscuro. El tiempo de los Señores de las Espadas. El tiempo
en que los Vadhagh y los Nhadragh, enemigos seculares, se extinguían. El tiempo
en que el Hombre, esclavo del miedo, emergía sin darse cuenta de que gran parte
del terror que experimentaba era consecuencia simplemente de su nacimiento. Era
una de las muchas ironías relacionadas con el Hombre (que, en aquellos días, llamaba
a su propia especie «Los Mabdén»).
Los Mabdén vivían breves existencias y se multiplicaban prodigiosamente. En
pocos siglos llegaron a dominar el continente occidental en el que habían
evolucionado. La superstición los disuadió de enviar sus flotas hacia las tierras de
Vadhagh y Nhadragh durante uno o dos siglos más, pero poco a poco se envalentaron
al no encontrar resistencia. Y comenzaron a sentir celos de las razas más antiguas;
comenzaron a sentir envidia.
Los Vadhagh y los Nhadragh no se daban cuenta de ello. Habían habitado durante
un millón de años o más sobre el planeta que, al fin, parecía en paz. Sabían de la
existencia Mabdén, pero no los consideraban muy diferentes de los otros animales.
Aunque continuaban manteniendo sus tradicionales odios mutuos, los Vadhagh y los
Nhadragh ocupaban sus largas horas en meditar sobre abstracciones, en crear obras
de arte y cosas similares. Racionales, sofisticadas, satisfechas consigo mismas,
aquellas antiguas razas eran incapaces de creer en los cambios que se habían
producido. Así, como casi siempre ocurre, ignoraron los presagios.
No había intercambio de conocimientos entre los dos antiguos enemigos, a pesar
de que habían celebrado su último combate muchos siglos atrás.
Los Vadhagh vivían en grupos familiares que ocupaban castillos aislados,
dispersos por todo un continente llamado por ellos Bro-an-Vadhagh. Apenas había
ninguna comunicación entre aquellas familias, pues los Vadhagh habían perdido
tiempo atrás el impulso de viajar. Los Nhadragh vivían en sus ciudades, construidas
en las islas de los mares del noroeste de Bro-an-Vadhagh. También ellos mantenían
pocos contactos, ni siquiera con sus parientes más cercanos. Y ambas razas se
consideraban invulnerables. Ambas estaban equivocadas.

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El hombre, recién llegado, comenzaba a multiplicarse y extenderse como peste
por el mundo. Una peste que atacaba a las razas antiguas en donde las encontraba. Y
no sólo era muerte lo que llevaba consigo el Hombre, sino también terror.
Deliberadamente, redujo el mundo antiguo a ruinas y huesos. Inconscientemente,
provocó un desorden psíquico y sobrenatural de tal magnitud que incluso los Grandes
Dioses Antiguos no lo comprendieron.
Y los Grandes Dioses Antiguos empezaron a conocer el Miedo.
Y el Hombre, el esclavo del miedo, orgulloso en su ignorancia, continuó su
progreso a tropezones. Era ciego ante los grandes cataclismos levantados por sus
ambiciones aparentemente insignificantes. De hecho, el Hombre era deficiente en
sensibilidad, no percibía la multitud de dimensiones que llenaban el Universo, cada
Plano en intersección con varios otros. No era el caso de los Vadhagh o de los
Nhadragh, que habían sabido moverse libremente entre las dimensiones que ellos
denominaban los Cinco Planos. Habían observado y comprendido la naturaleza de los
muchos Planos, además de los Cinco a través de los cuales se movía la Tierra.
Parecía, por tanto, una terrible injusticia que aquellas sabias razas perecieran a
manos de criaturas que aún eran poco más que animales. Era como si los buitres se
dieran un festín y se pelearan sobre el cuerpo paralizado de un joven poeta que sólo
pudiera mirarlos con ojos confusos mientras ellos le robaban lentamente una
existencia exquisita que nunca podrían apreciar, que nunca sabrían que estaban
arrancando.
—Si apreciaran lo que robaron, si supieran lo que estaban destruyendo— dice el
viejo Vadhagh de la leyenda «La Única Flor del Otoño»—, me sentiría consolado.
Era injusto.
Al crear al Hombre, el Universo había traicionado a las razas antiguas.
Pero era una injusticia eterna y habitual. Los seres vivos pueden percibir y amar
el Universo, pero el Universo no puede percibir y amar a los seres vivos. El Universo
no distingue entre la multitud de criaturas y elementos que lo constituyen. Todos son
iguales. Ninguno es favorecido. El Universo, provisto sólo de materia y del poder de
crear, continúa creando: un poco de esto, un poco de aquello. No puede controlar lo
que crea y no puede, al parecer, ser controlado por sus creaciones (aunque algunos
pueden engañarse a sí mismos pensando lo contrario). Los que maldicen la obra del
Universo maldicen a un sordo. Los que la golpean, luchan contra lo indiferente. Los
que airados agitan el puño, lo hacen ante ciegas estrellas.
Pero esto no impide que haya quienes intenten combatir y destruir lo
invulnerable.
Siempre habrá seres semejantes; algunas veces, se tratará de seres de gran
sabiduría, que no podrán soportar creer en un Universo indiferente.
El Príncipe Córum Jhaelen Irsei fue uno de ellos. Quizá fuera el último de la raza

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Vadhagh, y a veces era llamado el Príncipe de la Túnica Escarlata.
Esta crónica trata de él.
Ya sabemos cómo los seguidores Mabdén del Conde Glandyth-a-Krae (que se
llamaban a sí mismos los Den-ledhyssi, o criminales) mataron a los parientes del
Príncipe Córum, enseñando con ello al Príncipe de la Túnica Escarlata a odiar, a
matar y a conocer la naturaleza de la venganza. Hemos oído cómo Glandyth torturó a
Córum, le arrancó una mano, le vació un ojo y cómo Córum fue rescatado por el
Gigante de Laahr y llevado al castillo de la Margravina Rhalina, un castillo situado en
lo alto de un monte rodeado por el mar.
Aunque Rhalina era una mujer Mabdén (de la más noble casta de Lywm-an-Esh),
Córum y ella se enamoraron.
Cuando Glandyth animó a las Tribus Pony, a los salvajes del bosque para que
atacasen el castillo de la Margravina, ella y Córum buscaron ayuda sobrenatural y así
cayeron en manos del brujo Shool, cuyo dominio era la isla de Svi-an-Fanla-Brool, la
Casa del Dios Harto. Y Córum tuvo una experiencia directa de las mórbidas y
desconocidas fuerzas que actúan en el mundo.
Shool habló de sueños y realidades. («Veo que estás argumentando en términos
Mabdén», le dijo a Córum. «Es lo mejor para ti si deseas sobrevivir en este sueño
Mabdén». «¿Es un sueño?», preguntó Córum. «De algún tipo. Bastante real. Es lo
que podría llamarse el sueño de un Dios. También podría decirse que es un sueño que
un Dios permitió que se convirtiera en realidad. Me refiero, por supuesto, al
Caballero de las Espadas, aquel que domina nuestros cinco Planos».)
Con Rhalina como prisionera, Shool podía hacer un pacto con Córum. Le dio dos
regalos, la Mano de Kwll y el Ojo de Rhynn, para reemplazar los órganos que le
faltaban. Aquellas joyas ajenas habían pertenecido, hacía mucho tiempo, a dos dioses
hermanos conocidos como los Dioses Perdidos, pues ambos habían desaparecido
misteriosamente.
Shool le dijo a Córum lo que tenía que hacer si quería volver a ver a Rhalina:
Córum había de llegar hasta el Caballero de las Espadas.
El Señor Arioch del Caos dominaba aquellos cinco Planos desde que le arrebatase
el control al Señor Arkyn de la Ley. Córum debía encontrar el corazón del Caballero
de las Espadas, que se encontraba en una de las torres de su castillo y que le permitía
materializarse en el mundo y de aquel modo mantener su poder. Sin forma material,
el Señor del Caos no podía dominar a los mortales.
Con pocas esperanzas, Córum emprendió el camino hacia el territorio de Arioch;
pero, durante la travesía, pues viajó en barco, su nave quedó destruida al pasar cerca
de él un enorme gigante que pescaba en las revueltas aguas del mar.
En las tierras de los extraños Ragha-da-Kheta descubrió que el ojo podía ver
dentro de los más angustiosos mundos y que la mano podía ordenar a sus espantosos

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moradores que viniesen en su ayuda. Y que la mano podía percibir el peligro antes de
que llegase y que era cruel matando, aun cuando Córum no quisiera matar. Se dio
cuenta de que, al haber aceptado los regalos de Shool, había aceptado la lógica de su
mundo y no podría escapar de ella.
Durante aquellas aventuras, Córum conoció la eternidad de la lucha entre el Caos
y la Ley. Un alegre viajero de Lywm-an-Esh le aclaró las cosas («Es la voluntad de
los Señores del Caos la que te domina», dijo. «Arioch es uno de ellos. Hace mucho
tiempo hubo una guerra entre las fuerzas del Orden y las del Caos. Las fuerzas del
Caos ganaron la guerra y sus Señores dominaron los Quince Planos y, tal y como yo
entiendo las cosas, lo que hay más allá. Pero el Orden fue derrotado y sus dioses
desaparecieron. Dicen que la Balanza Cósmica se inclinó demasiado en una dirección
y por eso se producen tantos acontecimientos arbitrarios en el mundo. Dicen que una
vez el mundo fue redondo en vez de plano...» «Algunas leyendas Vadhagh así lo
dicen», le informó Córum. «Sí, pues los Vadhagh llegaron a su apogeo antes de que el
Orden fuese desterrado. Por eso los Señores de las Espadas odian tanto a las Antiguas
Razas. No han sido creadas por ellos. Pero los dioses no pueden inmiscuirse
demasiado en asuntos de mortales, así que trabajan principalmente a través de los
Mabdén...» Córum respondió: «¿Es ésa la verdad?» Hánafax se estremeció. «Es una
verdad...».)
En las Tierras de la Llama, donde vivía la Reina Oo-resé, Córum vio una figura
misteriosa que desapareció casi en el acto, tras matar a Hánafax con la Mano de Kwll,
sabiendo ésta que pronto le traicionaría.
Descubrió que Arioch era el Caballero de las Espadas, y que Xiombarg, quien
dominaba los cinco Planos siguientes, era la Reina de las Espadas, y que el más
poderoso de todos los Señores del Caos era Mabelode, el Rey de las Espadas. Córum
aprendió que los corazones de todos ellos estaban guardados en lugares donde no
pudieran ser alcanzados. Después de nuevas aventuras en el castillo de Arioch, logró
encontrar el corazón del Caballero de las Espadas y, para salvar su vida, lo destruyó,
enviando a Arioch al limbo y permitiendo que Arkyn volviese a su antiguo reino.
Pero Córum se había ganado el odio de los Señores de las Espadas, y destruyendo
el corazón de Arioch se había labrado su propio destino. Una voz le dijo: «Ni la Ley
ni el Caos deben dominar el destino de los mortales. Debe haber equilibrio.» Pero a
Córum le parecía que aquel equilibrio no existía y que el Caos lo gobernaba todo.
«La Balanza a veces se inclina», le respondió la voz. «Debe ser equilibrada. Y ése es
el poder de los mortales: ajustar la Balanza. Ya has empezado el trabajo. Ahora debes
continuar hasta que esté terminado. Puede que mueras antes de completarlo, pero
algún otro lo terminará por ti.»
Córum gritó:
—No quiero, no puedo soportar tal carga.

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La voz contestó:
-¡TIENES QUE HACERLO!
Y Córum regresó para encontrarse con que el poder de Shool se había diluido y
que Rhalina estaba libre.
Y regresaron al castillo del Monte Moidel, sabiendo que ya no tenían control
alguno sobre sus propios destinos.
(«El Libro de Córum»)

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Libro primero
En el que el Príncipe Córum se encuentra con un poeta, escucha un presagio y
planea un viaje.

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Primer capítulo
Lo que el Dios del Mar había rechazado

Los cielos del verano eran azul claro por encima del azul oscuro del mar, por
encima del verde dorado de los bosques, de la roca cubierta de liquen del Monte
Moidel y las blancas piedras del castillo que se alzaba en su cumbre. Y el último de la
raza Vadhagh, el Príncipe Córum de la Túnica Escarlata, seguía profundamente
enamorado de la mujer Mabdén, la Margravina Rhalina de Allomglyl.
El ojo derecho de Córum estaba cubierto por un parche incrustado de joyas
oscuras y parecía el orbe de un insecto, y su ojo izquierdo, el natural, era grande y
almendrado, con pupila dorada rodeada de tonos malvas, como eran los ojos de los
Vadhagh. Su cráneo era estrecho y largo, de barbilla puntiaguda, al igual que sus
orejas, que no tenían lóbulos y se le pegaban al cráneo. El pelo era claro y más fino
que el de cualquier doncella Mabdén; la boca era ancha, de labios sensuales, y su piel
de un tono rosa pálido, con pecas doradas. Habría sido atractivo de no ser por la
barroca prótesis del ojo derecho y la severa mueca de sus labios. También tenía una
mano ajena que jugueteaba con el pomo de la espada, y que aparecía cuando tiraba de
la Túnica Escarlata.
La mano izquierda tenía seis dedos y estaba encajada en una manopla enjoyada.
Era algo siniestro que arrebató el corazón del propio Caballero de las Espadas, el
Señor Arioch del Caos, y que permitió que Arkyn, Señor de la Ley, volviera a los
Cinco Planos.
Sin duda alguna, Córum parecía inclinado a la venganza y realmente estaba
empeñado en vengar a su familia asesinada, matando al Conde Glandyth-a-Krae,
sirviente del Rey Lyr-a-Brode de Kalenwyr, que dominaba la parte sur y este del
continente que una vez fuera de los Vadhagh. Y también estaba embargado en la
lucha de la Ley contra el Caos, cuyo sirviente era Lyr y sus huestes. Aquel
conocimiento le hizo austero y viril, pero también agregó un nuevo peso a su alma.
Le ponía nervioso pensar en el poder que habían unido a su carne, el poder de la
Mano y el Ojo.
La Margravina Rhalina era grácil y hermosa con su dulce rostro delimitado por
negras y gruesas trenzas. Tenía inmensos ojos negros y enamoradores labios rojos.
También a ella le intranquilizaban los hechizados regalos del desaparecido mago
Shool, pero intentaba no pensar en ello, como antes se negase a pensar en la muerte
de su esposo, el Margrave, quien pereció ahogado en un naufragio durante una
travesía hasta Lywm-an-Esh, su tierra natal, que iba siendo cubierta por el mar
paulatinamente.

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Reía mucho más que Córum y le era de gran consuelo, pues él también había sido
inocente y reído mucho, y recordaba su inocencia con ansia. Pero aquellas ansiedades
conducían a otros recuerdos: su familia muerta, mutilada, deshonrada, en el césped
del ardiente Castillo Erórn, mientras Glandyth hacía remolinear sus armas tintas de
sangre Vadhagh. Tan violentas imágenes eran más vividas que las de su pacífica vida
anterior. Para siempre ocuparían su cráneo aquellas visiones; a veces, por completo,
otras, ocultándose en oscuros rincones, amenazando con volver a dominarle. Fuego,
sangre y miedo; los carros de los Denledhyssi, cobre, hierro y oro batido; caballos
pequeños, briosos y bravos, guerreros barbudos con armaduras robadas a los
Vadhagh, abriendo las bocas para rugir su triunfo insensato mientras las viejas piedras
del castillo de Erórn se resquebrajaban y caían envueltas en llamas... al mismo tiempo
que Córum descubría lo que eran el odio y el terror...
El brutal rostro de Glandyth invadía sus sueños, sobreimpresionándose a los de
los muertos, a las caras torturadas de sus padres y hermanas, y aquello le hacía
despertarse a menudo, en mitad de la noche, gritando como una fiera.
Y, en aquellos casos, sólo Rhalina era capaz de calmarle, acariciando su rostro
desfigurado y abrazando su tembloroso cuerpo.
Sin embargo, en aquellos primeros días de verano, había momentos de paz y
podían cabalgar por el bosque sin temor a las Tribus Pony, que huyeron cuando
vieron el barco enviado por Shool desde el fondo del mar, tripulado por muertos y
mandado por el también muerto Margrave, el esposo de Rhalina.
Los bosques estaban llenos de vida, de pequeños animales, resplandecientes
flores y fuertes aromas, que, aunque nunca lo lograron por completo, intentaron curar
las heridas que Córum llevaba en el alma. Le ofrecieron otra alternativa para su
conflicto, para la muerte y el horror, y le enseñaron que en el universo existían cosas
tranquilas, ordenadas y hermosas, y que la Ley no ofrecía tan sólo un simple orden
estéril, sino que intentaba crear la armonía entre los Quince Planos y sus variedades.
La Ley ofrecía un ambiente donde todas las virtudes mortales podían florecer.
No obstante, mientras Glandyth y todo lo que representaba siguieran viviendo,
Córum sabía que la Ley estaría bajo una constante amenaza y que el corrupto
monstruo del Miedo destruiría toda virtud.
Un día, cabalgando a través de los bosques, miró a su fuero interno con sus
dispares ojos y le dijo a Rhalina:
—Glandyth debe morir.
Y ella inclinó la cabeza sin preguntar el porqué de aquella declaración, ya que se
lo había oído muchas veces en circunstancias parecidas. Tiró de las riendas de su
yegua castaña y se detuvo en un claro lleno de malvas silvestres. Desmontó y se
recogió la larga falda de seda bordada para atravesar las altas hierbas. Córum bajó del
caballo leonado que montaba y la miró, disfrutando su placer como ella sabía que

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haría. El claro era cálido y sombreado, protegido por amables olmos, robles y fresnos,
en cuyo interior pájaros y ardillas habían construido sus nidos.
—¡Ay, Córum, si pudiésemos quedarnos aquí para siempre! Podríamos construir
una casita, plantar un jardín...
Córum intentó sonreír.
—No podemos —le dijo—; no podemos hasta que no estemos totalmente
tranquilos. Shool tenía razón. Una vez que acepté la lógica del conflicto, acepté un
destino particular. Aunque olvidara mis promesas de venganza, aunque olvidase
también que acepté servir a la Ley en contra del Caos, Glandyth vendría a buscarnos
y tendríamos que defender esta paz. Y Glandyth es más fuerte que estos dulces
bosques, Rhalina. Podría destruirlos en una noche, y creo que disfrutaría haciéndolo
si supiera cómo los amamos.
Rhalina se arrodilló para oler las flores.
—¿Tiene que ser siempre así? ¿El odio debe siempre engendrar más odio y no
posee el amor poder para procrear?
—Si el Señor Arkyn tiene razón, no será siempre así. Pero, aquellos que creen
que el amor es poderoso, deben estar dispuestos a morir para dar prueba de su fuerza.
De repente, levantó la cabeza, había alarma en sus ojos, que miraban fijamente
los de Córum.
El Príncipe se estremeció.
—Es la verdad —dijo.
Lentamente, Rhalina se levantó y fue hasta donde aguardaba su caballo. Puso un
pie en el estribo y se izó hasta la silla.
Córum se quedó en la misma postura, contemplando fijamente las flores y la
hierba que volvían a enderezarse como si nadie hubiese caminado por ellas.
—Es la verdad.
Suspiró y volvió con su caballo hacia la orilla.
—Es mejor que volvamos —le dijo —antes de que el mar cubra el istmo.
Un poco más tarde, salieron del bosque y dejaron que sus corceles trotaran por la
orilla. El mar azul se movía hacia la blanca arena y ya desde lejos vieron el arrecife
que iba desde los bajos fondos hasta el Castillo Moidel, la más avanzada, lejana y
olvidada marca de la civilización de Lywm-an-Esh. En un tiempo, el castillo se
hallaba junto a los bosques de tierra firme, pero el mar había cubierto aquellas tierras.
Las aves marinas chillaban y rondaban por el cielo despejado, hundiéndose a
veces en el mar para atravesar algún pez con el pico y volver con su presa hasta los
nidos que tenían en las rocas del Monte Moidel.
Los caballos golpeaban la arena o salpicaban a través de las rompientes mientras
se acercaban al arrecife que pronto sería cubierto por la marea.
Córum se fijó en un movimiento mar adentro. Se estiró hacia adelante y señaló la

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lejanía.
—¿Qué es? —le preguntó Rhalina.
—No estoy seguro. Quizá una ola muy grande. Pero no estamos en la estación
apropiada. ¡Mira! —señaló—. Parece una neblina que flota por encima de las aguas,
una o dos millas mar adentro. Es difícil verlo... —musitó—. ¡Es una ola!
Mientras la ola se acercaba, el agua de la orilla empezó a agitarse.
—Es como si un enorme buque estuviera pasando a gran velocidad —dijo Córum
—. Me recuerda...
Se puso a mirar la distante neblina con más atención.
—¿Ves aquello? Una sombra. ¿Es la sombra de un hombre entre la niebla?
—Sí, lo veo. Es enorme. Quizá una ilusión, algún espejismo creado por la luz...
—No —dijo Córum—. He visto ese rostro antes de ahora. Es el gigante, el
enorme pescador que causó mi naufragio cuando me dirigía a Khoolocrah.
—El Dios Vadeante —dijo Rhalina—. Lo conozco. A veces, le llaman el
Pescador. Las leyendas dicen que, si se le ve, es signo de algún nefasto presagio.
—Para mí así fue la última vez que lo vi —dijo Córum con cierto humor. Olas de
gran tamaño se acercaban a la playa. Hicieron retroceder a los caballos—. Se acerca,
y la niebla le sigue.
Era cierto. La niebla se acercaba a la orilla mientras las olas aumentaban de
tamaño y el Pescador vadeaba mas cerca de la playa. Podía verse su forma con mayor
claridad. Los hombros se le encorvaban bajo el peso de la gran red mientras caminaba
dándoles la espalda por entre las aguas del mar.
—¿Qué pescará? —susurró Córum—. ¿Ballenas? ¿Monstruos marinos?
—Lo que sea —respondió Rhalina—. Cualquier cosa que esté por encima o por
debajo del mar. —Se estremeció.
El terraplén ya estaba completamente cubierto por la artificial pleamar y no valía
la pena seguir adelante. El mar se adentraba cada vez más en la tierra, rompiendo
contra la arena y los pedruscos, y les obligó a retroceder hasta llegar a los árboles.
La niebla parecía alcanzarlos y empezó a hacer frío, aunque el sol todavía brillaba
con fuerza. Córum se envolvió en la túnica. Se oía el sonido de los pasos del gigante
mientras vadeaba. En cierto modo, a Córum le parecía un ser condenado, una criatura
destinada para siempre a arrastrar sus redes por los océanos del mundo, para no
encontrar nunca lo que buscaba.
—Dicen que busca su alma —murmuró Rhalina—. Su alma.
La silueta se enderezó y tiró de la red. En ella luchaban muchas criaturas, algunas
irreconocibles. El Dios Vadeante inspeccionó detenidamente sus capturas, abriendo la
red momentos después y soltándolo todo. Luego, siguió adelante, buscando algo que
posiblemente nunca encontraría.
La niebla empezó a despejarse en la orilla, así como el turbio rastro del gigante,

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que de nuevo salía a mar abierto. Las aguas empezaron a calmarse hasta detenerse del
todo, y la niebla desapareció más allá del horizonte.
El caballo de Córum relinchó y pateó la arena mojada. El Príncipe de la Túnica
Escarlata miró a Rhalina. Sus ojos turbios miraban fijamente el horizonte. Sus
facciones estaban rígidas.
—Ya no hay peligro —dijo, intentando reconfortarla.
—No había peligro —le contestó—. Lo que trae el Dios Vadeante es el aviso del
peligro.
—Es tan sólo lo que dicen las leyendas.
Al mirarle, sus ojos recobraron la vida.
—¿Acaso, de un tiempo a esta parte, no tenemos motivos sobrados para creer en
las leyendas?
Córum inclinó la cabeza.
—Ven, volvamos al castillo antes de que se produzca una nueva inundación. '
Los caballos agradecieron volver al santuario del Castillo Moidel. El mar subía
ligeramente por los flancos del camino rocoso y los caballos rompieron a galopar.
Por fin, llegaron a las puertas del castillo, que se abrieron para recibirlos. Los
elegantes guerreros de Rhalina les dieron la bienvenida, deseando confirmar sus
propias experiencias.
—¿Visteis al gigante, Margravina? —preguntó Beldan, su mayordomo, mientras
bajaba apresurado las escaleras de la torre oeste—. Pensé que podía ser otro de los
aliados de Glandyth. —El rostro del joven, usualmente alegre, estaba turbado—.
¿Qué le hizo marcharse?
—Nada —dijo Rhalina—. Era el Dios Vadeante, haciendo lo que hace siempre.
Beldan pareció aliviado. Como todos los habitantes del castillo Moidel, esperaba
otro ataque. Y tenía razón en sus suposiciones. Tarde o temprano, Glandyth volvería
contra el castillo, con aliados más poderosos que los supersticiosos y cobardes
guerreros de las Tribus Pony. Habían oído que, después de su derrota ante el Castillo
Moidel, se había dirigido rabioso a la corte de Kalenwyr para pedirle al Rey Lyr-a-
Brode un ejército. Quizá trajera, en el próximo asedio, buques que atacaran desde el
mar mientras él lo hacía desde tierra. Y un asalto como aquél tendría éxito, pues la
guarnición del castillo Moidel era pequeña.
El sol se ponía cuando llegaron al vestíbulo principal del castillo, donde les
esperaba la cena. Córum, Rhalina y Beldan se sentaron a la mesa y la mano carnal de
Córum se dirigía más a la copa que a la comida. Estaba pensativo, lleno de una
profunda tristeza que afectaba de tal modo a los otros que ni siquiera conversaban.
Así pasaron dos horas que Córum ocupó en tomar vino. Beldan levantó la cabeza
para escuchar. También Rhalina escuchó el ruido y frunció el ceño. Sólo Córum
pareció no escuchar nada.

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El ruido era un golpeteo insistente. Se oyeron voces y los golpes se detuvieron un
momento. Cuando cesaron las voces, los golpes se reanudaron. Beldan se levantó.
—Voy a ver qué pasa...
Rhalina miró a Córum.
—Aquí te esperamos.
Córum bajó la cabeza y empezó a mirar fijamente la copa que tenía ante sí,
dándose, a veces, ligeros toques en el parche que le cubría el ojo ajeno, levantando
otras la Mano de Kwll, estirando los seis dedos, flexionándolos, observándolos,
pensando en las implicaciones de aquella situación.
Rhalina escuchaba lo que ocurría en el exterior. Oyó la voz de Beldan. Volvieron
a empezar los golpes. Una nueva conversación. Silencio.
—Tenemos un visitante en las rejas —informó.
—¿De dónde viene?
—Dice que es un viajero que ha tenido dificultades y
busca descanso.
—¿Una trampa?
—No lo sé.
Córum levantó la mirada.
—¿Un extranjero?
—Probablemente, un espía de Glandyth —dijo Beldan.
Córum, un poco inseguro, se levantó:
—Iré a la puerta.
Rhalina le tocó el brazo.
—¿Estás seguro...?
—Naturalmente. —Se pasó la mano por la frente y respiró profundamente.
Empezó a caminar con largas zancadas, saliendo del salón; Rhalina y Beldan le
seguían.
Llegó a las rejas y el ruido volvió a empezar.
—¿Quién eres? —preguntó Córum—. ¿Qué quieres de los habitantes del Castillo
Moidel?
—Soy Jhary-a-Conel, un viajero. No estoy aquí por mi propio gusto, pero os
agradecería que me facilitaseis algo de comida y un lugar para dormir.
—¿Eres de Lywm-an-Esh? —preguntó Rhalina.
—Soy de todas partes y de ninguna. Soy todos los hombres y no soy ninguno.
Pero hay algo que no soy, y es vuestro enemigo. Estoy mojado y tiemblo de frío.
—¿Cómo has llegado hasta el castillo si está inundado el paso? —preguntó
Beldan. Se volvió hacia Córum—. Se lo he preguntado ya antes, pero no contestó.
El invisible extraño susurró algo.
—¿Qué fue eso? —preguntó Córum.

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—¡Maldita sea! No es algo que a un hombre le guste admitir. Era parte de una
captura de peces. Me trajeron aquí en una red y me soltaron en la orilla. Nadé hasta
este maldito castillo, trepé por las malditas rocas y llamé a la maldita puerta, y ahora
estoy aquí, conversando con malditos tontos. Aquí en Moidel, ¿desconocéis la
caridad?
Los tres se quedaron impresionados; estaban convencidos de que el extraño no
tenía nada que ver con Glandyth.
Rhalina ordenó a los guerreros que abrieran las puertas. Éstas se abrieron
rechinando y entró un tipo delgado y sucio, vestido con un traje poco común, un saco
colgado a la espalda y un sombrero, cuyas alas, empapadas, se le pegaban al rostro.
Su pelo largo estaba tan mojado como todo él. Era relativamente joven y atractivo y,
si se olvidaba su apariencia, tenía algo así como una divertida chispa de desprecio en
sus inteligentes ojos. Le hizo una reverencia a Rhalina.
—Jhary-a-Conel, a tu servicio, señora.
—¿Cómo conseguiste conservar el sombrero mientras nadabas en el mar? —
preguntó Beldan—. ¿Y el saco?
Jhary-a-Conel agradeció la pregunta con un guiño.
—Nunca pierdo el sombrero y raramente el saco. Un viajero de mi estilo aprende
a no perder sus pocas pertenencias, sean cuales sean las circunstancias a que se
enfrente.
—¿Sólo eres eso? —preguntó Córum—. ¿Un viajero?
Jhary-a-Conel dio muestras de impaciencia.
—Vuestra hospitalidad me recuerda un poco la experiencia que tuve hace algún
tiempo en un sitio llamado Kalenwyr.
—¿Vienes de Kalenwyr?
—He estado en Kalenwyr. Pero no puedo avergonzaros con una comparación de
ese estilo...
—Lo siento —dijo Rhalina—. Ven, hay comida en la mesa. Les pediré a los
sirvientes que te traigan ropa seca y algunas toallas.
Volvieron al salón. Jhary-a-Conel echó un vistazo a su alrededor.
—Confortable —dijo.
Se sentaron y observaron cómo se quitaba la ropa hasta quedar desnudo ante
ellos.
Se rascó la nariz. Un sirviente le trajo toallas y empezó a secarse
apresuradamente. Rechazó la ropa seca y se envolvió en una toalla, sentándose acto
seguido a la mesa, sirviéndose comida y vino.
—Me pondré mis propias ropas cuando estén secas —les dijo a los sirvientes—.
Tengo algunas manías un poco raras cuando se trata de ropa no escogida por mí.
Tened mucho cuidado cuando sequéis el sombrero. Su ala debe quedar doblada de

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esta manera.
Cuando hubo dado las instrucciones pertinentes se volvió hacia Córum mostrando
una expresiva sonrisa.
—¿Cuál es vuestro nombre a esta hora y en este sitio, amigo mío?
Córum se enfurruñó.
—No te entiendo.
—Quería saber vuestro nombre. El vuestro, como el mío, cambia. La diferencia
es que a veces no lo sabéis, y yo, en cambio, sí. Y, a veces, somos la misma criatura,
o, al menos, aspectos de la misma criatura.
Córum sacudió la cabeza. Aquel hombre parecía estar loco.
—Por ejemplo —continuó Jhary, comiendo gustoso un plato de pescado—, me
han llamado Timeras y Shalenak. A veces, soy el héroe, pero, más a menudo, soy el
compañero del héroe.
—Tus palabras tienen poco sentido —dijo Rhalina suavemente—. No creo que el
Príncipe Córum las entienda. Y nosotros tampoco.
Jhary sonrió.
—¡Ah! Entonces, ¿ésta es una de esas veces en que el héroe sólo es consciente de
una existencia? Mejor, supongo; es bastante desagradable recordar demasiadas
encarnaciones; sobre todo cuando coexisten. Reconozco al Príncipe Córum como a
un viejo amigo, pero él no me reconoce a mí. ¡No importa!
Terminó de comer, se ajustó la toalla a la cintura y se echó hacia atrás.
—O sea, que nos planteas una adivinanza y no nos ofreces respuesta -dijo Beldan.
—Lo explicaré —dijo Jhary—, pues no estoy bromeando. Soy un viajero poco
común. Parece que mi destino es moverme a través del tiempo y el espacio. No
recuerdo haber nacido y espero no morir, al menos, en el sentido vulgarmente
aceptado del término. A veces, me llaman Timeras y, si es que procedo de algún sitio,
supongo que será de Tanelórn.
—Tanelórn es un mito —dijo Beldan.
—Todos los sitios son mitos si no se les conoce, pero Tanelórn es más constante
que la mayoría de los lugares que conozco. Puede encontrársela, si se busca, en
cualquier lugar del universo.
—¿No tienes profesión? —preguntó Córum.
—En tiempos, escribí poesía y algunas obras de teatro, pero mi profesión
principal podría ser la de compañero de héroes. He viajado a Xerlerenes con Rackhir,
el Arquero Rojo, donde los buques del Barquero navegan por los aires, así como los
vuestros navegan por el mar. Con Elric de Melniboné fui a la Corte del Dios Muerto,
con Asquiol de Pompeya fui a las profundidades del Multiverso, donde se mide el
espacio en términos de galaxias y no de millas, y con Dorian Hawkmoon de Koln a
Londra, donde la gente lleva máscaras hechas con joyas. He visto el futuro y el

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pasado. He viajado por muchos sistemas planetarios y he aprendido en mis viajes que
el tiempo no existe y que el espacio es una ilusión.
—¿Y los dioses? —preguntó Córum impacientemente.
—A mi entender, los creamos nosotros mismos, pero no estoy totalmente seguro.
Allí donde los primitivos inventan dioses ordinarios para dar alguna explicación a los
truenos, personas más sofisticadas inventan dioses complicados que expliquen las
abstracciones que las confunden. Muchas veces, se ha comprobado que los dioses no
podrían existir sin los hombres y que los hombres tampoco existirían sin los dioses.
—Pero los dioses parecen poder afectar nuestros destinos —dijo Córum.
—Y nosotros también podemos afectar los suyos, ¿verdad?
Beldan susurró junto al oído de Córum:
—Vuestras propias experiencias lo demuestran, Príncipe Córum.
—Esto es, puedes ir por los Quince Planos —dijo Córum cortésmente—, como
antes podían hacerlo los Vadhagh.
Jhary sonrió.
—No puedo ir a ningún sitio por mi propia voluntad, o, cuando menos, puedo ir a
muy pocos sitios. A veces, puedo volver a Tanelórn, si lo deseo, pero, por lo general,
me lanzan de una a otra existencia, sin rima ni, al parecer, razón. Normalmente
entiendo que debo interpretar mi papel en cualquier lugar que aterrice, y mi tarea
suele ser la de acompañar campeones, ser el amigo de los héroes; por todo ello, te
reconozco como lo que realmente eres: el Campeón Eterno. Te he conocido con
distintas formas, pero tú, no siempre has tenido ocasión de reconocerme a mí. Quizás,
en mis propios momentos de amnesia, tampoco te haya reconocido.
—¿Tú nunca eres el héroe?
—Soy heroico, al menos así lo dirían algunos. Quizá haya sido algún tipo especial
de héroe y, de vez en cuando, mi destino es ser alguna de las facetas de un héroe
determinado, o formar parte de otro hombre o grupo de hombres que juntos crean un
gran héroe. La esencia de nuestra identidad la llevan los vientos a través del
Multiverso. Incluso hay una teoría que dice que todos los mortales somos aspectos de
una entidad cósmica y hay quien llega a creer que los propios dioses forman parte de
esa entidad y que todos los Planos de la existencia, todas las eras que van y vienen,
todas las manifestaciones del espacio que surgen y desaparecen, son meras ideas de
esa mente cósmica, los diferentes fragmentos de una personalidad. Tal especulación
no nos lleva a ninguna parte y, al mismo tiempo, a todas, pero no cambia la
comprensión que podamos tener acerca de nuestros problemas más inmediatos.
—Casi estoy de acuerdo con eso —dijo Córum vivamente—. Y, ahora, ¿quieres
explicar con más detalle cómo llegaste a Moidel?
—Explicaré lo que pueda, amigo Córum. Sucedió que me encontré en un triste
lugar llamado Kalenwyr. No recuerdo bien cómo llegué hasta allí, pero estoy

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acostumbrado a esas cosas. Kalenwyr, toda de granito y muy deprimente, no me
gustaba nada. No llevaba allí más que algunas horas, cuando empecé a sospechar de
sus habitantes; subiéndome a los tejados, robando un carro, hurtando un barco en un
río cercano, me escapé y llegué al mar. Pensé que no era seguro volver a tierra, y
navegué por la costa, hasta que llegó la niebla, el mar se empezó a agitar como si se
estuviera preparando una tormenta y, repentinamente, mi barco y yo nos encontramos
junto a una mezcla de peces, mordisqueantes monstruos, hombres y criaturas que me
resulta imposible describir. Logré agarrarme a los cabos de la inmensa red que me
había atrapado tanto a mí como a los demás y que nos arrastraba a gran velocidad.
Cómo conseguí respirar de vez en cuando, es algo que no recuerdo. Por fin, la red se
destensó y nos soltó a todos. Mis compañeros se fueron por el agua y yo me quedé
solo. Vi esta isla y el castillo y encontré un tablón con cuya ayuda logré nadar hasta
aquí.
—Kalenwyr —dijo Beldan—. ¿Oíste hablar allí de un tal Glandyth-a-Krae?
Jhary frunció el ceño.
—Un Conde Glandyth fue mencionado en una taberna, y creo que con acento de
admiración. Imaginé que sería algún poderoso guerrero. Parecía que toda la ciudad
estaba preparándose para la guerra, pero no conseguí enterarme ni de las causas ni de
quiénes eran sus enemigos. Creo que oí hablar de la tierra de Lywm-an-Esh con cierto
odio. Y que esperaban aliados que vendrían por mar.
—¿Aliados? ¿Quizá de las islas Nhadragh? —le preguntó Córum.
—No. Creo que hablaban de Bro-an-Mabdén.
—El continente del Oeste —gritó Rhalina—. No sabía que aún lo ocupasen. Pero,
¿qué les empuja a la guerra contra Lywm-an-Esh?
—Quizá el mismo deseo que les hizo destruir mi raza —propuso Córum—.
Envidia y odio por la paz. Dices que tu gente adoptó muchas costumbres Vadhagh.
Con eso basta para ganarse la enemistad de Glandyth y los suyos.
—Cierto —dijo Rhalina—. Eso quiere decir que no somos los únicos que
corremos peligro. Lywm-an-Esh no ha tenido guerras desde hace más de cien años.
No está preparada para sufrir una invasión.
Un sirviente trajo la ropa de Jhary. Estaba limpia y seca. Jhary le dio las gracias y
empezó a ponérsela tan tranquilamente como se la había quitado. La camisa era de
seda azul brillante; los amplios pantalones de un rojo tan vivo como el manto granate
de Córum. Se ató a la cintura un cinturón amarillo del que colgaba un sable
envainado y un largo puñal. Se calzó unas botas que le llegaban hasta las rodillas y se
ató un pañuelo al cuello. Puso el abrigo azul oscuro en el banco, a su lado, junto al
sombrero y el saco. Parecía satisfecho.
—Lo mejor es que me digas todo cuanto creas que debo saber —sugirió—. Quizá
pueda ayudaros. He aprendido mucho en el curso de mis viajes, mucho de ello es

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inútil, pero...
Córum le habló de los Señores de las Espadas, de los Quince Planos, de la lucha
entre la Ley y el Caos y de los intentos de equilibrar la Balanza Cósmica. Jhary-a-
Conel escuchó, y parecía estar al tanto de muchas de las cosas que decía Córum.
Cuando el Príncipe hubo terminado, Jhary dijo:
—Está claro que pedirle ayuda al Señor Arkyn no serviría de nada. La lógica de
Arioch todavía domina estos Cinco Planos y debe ser destruida antes que Arkyn y la
Ley tomen el mando. Es el destino de los hombres simbolizar estas luchas entre los
dioses, e incluso esta lucha que parece que establecerá entre el Rey Lyr-a-Brode y
Lywm-an-Esh será tan sólo un reflejo de la guerra entre la Ley y el Caos en los otros
Planos. Si ganan los servidores del Caos, si vence el ejército del Rey Lyr-a-Brode,
puede que el Señor Arkyn pierda su fuerza y el Caos reine de nuevo. Arioch no era el
más poderoso de los Señores de las Espadas. Xiombarg tiene mucho más poder en
sus Planos, y Mabelode aún más. Yo diría que todavía no habéis experimentado las
verdaderas manifestaciones del dominio del Caos.
—No me tranquilizas —dijo Córum.
—En cualquier caso, es mejor saber todas esas cosas —dijo Rhalina.
—¿Pueden enviarle ayuda los demás Señores de las Espadas al Rey Lyr? —
preguntó Córum.
—No directamente. Pero hay maneras de manipular las cosas si se cuenta con la
ayuda de mensajeros y agentes. ¿Te gustaría saber más sobre los planes del Rey Lyr?
—Naturalmente —dijo Córum—. Pero es imposible.
—Me parece que vas a descubrir que es útil tener a un compañero de campeones
a tu servicio; sobre todo, uno tan experimentado como yo.
Se detuvo y cogió la bolsa. Sacó algo que, para sorpresa general, estaba vivo.
No parecía irritado por haber pasado al menos un día entero dentro del saco.
Abrió los ojos, los consideró a todos detenidamente y ronroneó.
Era un gato. O, por lo menos, alguna clase de gato, pues tenía en la espalda un
hermosísimo par de alas negras ligeramente guarnecidas de blanco. Sus colores, por
lo demás, eran blanco y negro, como un gato ordinario: patas blancas, frente y hocico
blanco. Parecía simpático y tranquilo. Jhary le ofreció comida y, moviendo las alas, el
animal se puso a comer como si estuviera hambriento.
Rhalina mandó a un sirviente por leche y, cuando el animal terminó, se sentó
junto a Jhary y empezó a lavarse, primero la cara, luego las patas y, por fin, las alas.
—Nunca he visto un animal igual —dijo Beldan.
—Y yo no he vuelto a encontrarme con ningún otro parecido en el transcurso de
mis viajes —agregó Jhary—. Es una criatura simpática y me ha ayudado mucho. A
veces, nuestros caminos se bifurcan y paso algún tiempo sin verle, pero cuando nos
reunimos de nuevo, me reconoce. Le llamo «Bigotes». Me temo que no es un nombre

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muy original, pero a él le gusta bastante. Creo que nos ayudará.
—¿Cómo puede ayudarnos? —Córum miraba al gato alado.
—Amigos míos, como puede volar, irá a la corte del Rey Lyr y presenciará cuanto
allí ocurra. Luego, cuando vuelva, nos traerá algunas noticias.
—¿Puede hablar?
—Sólo a mí. Aunque tampoco puede decirse que hable. ¿Quieres que lo mande
para allá?
Córum estaba completamente asombrado. Tuvo que sonreír.
—¿Por qué no?
—Con vuestro permiso, «Bigotes» y yo subiremos a las almenas y allí le daré las
instrucciones oportunas.
En silencio, todos observaron cómo Jhary se ponía el sombrero, cogía al gato, les
saludaba y subía por las escaleras que conducían a las almenas.
—Me siento como si estuviera soñando —dijo Beldan en cuanto Jhary hubo
desaparecido.
—Sí —dijo Córum—. Aquí empieza un nuevo sueño. Ojalá sobrevivamos a él...

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Segundo capítulo
La asamblea de Kalenwyr

El pequeño gato alado voló rápidamente hacia el este durante toda la noche hasta
que, al fin, llegó a la triste Kalenwyr.
El humo de unas mil goteantes chimeneas ascendía de Kalenwyr y parecía tiznar
la luz de la luna. Cuadrados bloques de oscuro granito se apilaban para formar casas
y castillos, de tal modo que no había ni una curva, ni una línea suave. El gigantesco
castillo del Rey Lyr-a-Brode dominaba el resto de la ciudad con sus cuatro negras
almenas difundiendo luces de extraños colores y un rumor como de truenos, aunque
el cielo nocturno se encontrase despejado.
El gato voló hacia el edificio, descendiendo a lo largo de una torre de agudos
ángulos, doblando las alas. Miró a derecha e izquierda con sus amarillos ojos como si
estuviera decidiendo por dónde entrar al castillo.
Le picaba la piel, se le enderezaban los bigotes y su rabo se esponjó. El gato no
sólo se había dado cuenta de la hechicería y la presencia de seres sobrenaturales en el
castillo, sino también de la presencia de una criatura particular a la que odiaba más
que a las demás. Cada vez con más cuidado, fue bajando el costado de la torre. Llegó
a una hendida ventana y se escurrió por ella. La habitación a la que penetró era
redonda y estaba a oscuras.
Una puerta abierta dejaba ver una escalera que descendía por el centro de la torre.
El gato bajó cuidadosamente los peldaños. En caso necesario, podría esconderse entre
las densas sombras, ya que, por su propia naturaleza, el castillo de Kalenwyr era
bastante sombrío.
Finalmente, vio una luz mortecina brillando un poco más adelante. Se detuvo y
miró cautamente al otro lado de la puerta. La luz iluminaba un estrecho y largo
corredor y, procedentes del fondo se oían voces, alboroto y el entrechocar de las
copas. El gato abrió las alas, echó a volar por las sombras del techo hasta que, en la
oscuridad, encontró una viga por la que poder caminar. La viga dejaba un pequeño
espacio por el que el gato se metió hasta conseguir una perfecta visión de la asamblea
Mabdén. Se acomodó para contemplar las actuaciones.
En el centro del Gran Salón del Castillo de Kalenwyr se alzaba una tarima
formada por un solo bloque de obsidiana y, encima suyo, un trono de granito veteado
de cuarzo; habían intentado grabar algunas gárgolas en la piedra, pero el trabajo era
bastante burdo y ofrecía un aspecto' de obra inacabada. De todos modos, las formas
medio labradas eran mucho más siniestras que si su terminado hubiera sido perfecto.
En el trono había tres personas. En cada uno de los brazos asimétricos se sentaba

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una mujer desnuda, con el cuerpo totalmente tatuado; dibujos obscenos cubrían sus
brazos, y sujetaban una jarra con la que llenaban la copa del hombre sentado en el
trono. El hombre medía más de siete pies, y llevaba sobre la cabeza una corona de
hierro pálido. Su pelo era largo, y cortas trenzas colgaban por delante de su frente. El
pelo había sido rubio, pero ahora estaba como teñido a mechas. La barba, también
amarilla, aparecía salpicada de gris. Tenía el rostro desfigurado, cubierto por
cicatrices, y los ojos sanguinolentos eran de un color azul acuoso, inyectados en odio,
como si lanzasen un maligno desafío. Su cuerpo iba cubierto de pies a cabeza por un
manto de origen Vadhagh. Por encima llevaba un abrigo de piel de lobo
confeccionado por los Mabdén del este. Cubrían sus manos anillos robados de los
cortados dedos de los Vadhagh y Nhadragh. Una de aquellas manos descansaba sobre
el pomo de una mellada espada, la otra agarraba una copa de bronce con diamantes
incrustados, de la que rebosaba un vino espeso. Delante de la tarima, de espaldas a su
jefe, había un guardia, tan alto o más que el hombre que estaba sentado en el trono.
Vigilaba, de pie, con la espada cruzada sobre un escudo de cuero y hierro forrado de
cobre. El casco de cobre cubría gran parte de su cara y por los lados del tocado se le
desparramaban los cabellos y la barba. Los ojos parecían contener una furia perpetua
e incontrolada, y miraban firmemente hacia adelante. Aquél era el guardián Asper, el
Torvo Guardián, increíblemente fiel al hombre sentado en el trono.
El Rey Lyr-a-Brode, girando la maciza cabeza, echó un vistazo a su corte.
El salón estaba lleno de guerreros.
Las únicas mujeres eran aquellas mujeres desnudas, tatuadas, que le servían el
vino. Tenían el pelo sucio, los cuerpos amoratados y se movían como si estuvieran
muertas, con los jarros de vino colgando de sus caderas, tambaleándose, deslizándose
entre las filas de los brutales Mabdén. Éstos apestaban a sudor y a la sangre que
habían derramado. Sus ropas de cuero rechinaban al alzar las copas hasta las sucias
bocas.
Había tenido lugar un banquete, y ya habían sido retiradas mesas y bancos —
además de los Mabdén que cuando se derrumbaron fueron llevados a los rincones por
sus compañeros. Todos los guerreros estaban en pie, esperando a que su Rey hablase.
La luz de las linternas que colgaban de las vigas arrojaba sobre las losas del suelo
enormes sombras, coloreando sus ojos con un rojo semejante al de los ojos de las
bestias. Cada uno de los guerreros allí reunidos era comandante de otros guerreros.
Allí se encontraban barones, duques, condes y capitanes procedentes de todas las
regiones del reino que habían acudido para asistir a la reunión. Algunos, vestidos de
diferente manera, quizá prefiriendo la piel a las sedas robadas a los Vadhagh y
Nhadragh, venían del otro lado del mar, como mensajeros de Bro-an-Mabdén, la
rocosa tierra del noroeste donde la raza Mabdén había visto la luz mucho tiempo
atrás.

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El Rey Lyr-a-Brode puso las manos sobre los brazos del trono y se levantó.
Instantáneamente, quinientos brazos alzaron sus copas para brindar. —¡Lyr de la
Tierra!
Y él, automáticamente, contestó al brindis diciendo: —¡Y la Tierra es Lyr! —echó
un vistazo a su alrededor, casi sin creerlo, mirando fijamente a una de las mujeres,
como si la conociera de algo. Frunció el ceño.
Una cara voluminosa, reluciente, de ojos enfermizos, de negros e hirsutos
cabellos, barba rizada, con trenzas, boca cruel, medio cerrada sobre los amarillentos
colmillos, dio un paso adelante y se detuvo junto al Torvo Guardián. El noble llevaba
un casco alto y alado, de hierro, bronce y oro, con una enorme piel de oso sobre los
hombros. Poseía cierta autoridad, pues, de algún modo, tenía mucha más presencia
que su Rey, a su lado, que le miraba de hito en hito.
Los labios de Lyr-a-Brode se movieron:
—¡El Conde Glandyth-a-Krae!
—Me llamo Glandyth, Conde de todos los Estados de Krae —aseguró el hombre
—. Capitán de los Denledhyssi, el que ha purgado tu tierra de los canallas Vadhagh y
de todos sus aliados, el que ayudó a la conquista de las Islas Nhadragh. ¡Y soy
hermano del Perro, hijo del Oso Cornudo, sirviente de los Señores del Caos!
El Rey Lyr inclinó la cabeza:
—Te conozco, Glandyth. Eres una espada leal.
Glandyth hizo una reverencia.
Hubo una pausa.
—Habla —dijo el Rey.
—Hay una criatura Shefanhow que escapa a tu justicia, mi Rey. Sólo hay un
Vadhagh con vida. —Glandyth se arrancó la correa del chaquetón, dejando ver la
parte alta de su coraza. Metió la mano y sacó dos cosas que colgaban de una cuerda
que le rodeaba el cuello. Una de ellas era una mano disecada y momificada, la otra
era una pequeña bolsa de cuero—. Esta es la mano que le arranqué al Vadhagh y,
aquí, en esta bolsa, se encuentra uno de sus ojos. Se refugia en un castillo situado en
la costa este de tu tierra, un castillo llamado Moidel. Una mujer Mabdén es su dueña.
La Margravina Rhalina de Allom-glyl, que vive en aquella tierra de traidores, Lywm-
an-Esh, la tierra que planeas aplastar, porque no apoyan nuestra causa.
—Ya me lo habías dicho —contestó el Rey Lyr—, lo mismo que me has contado
lo de la monstruosa hechicería utilizada para desviar tu ataque al castillo. Sigue.
—Volveré al Castillo Moidel, pues he oído decir que el Shefanhow llamado
Córum y la traidora Rhalina han vuelto a él, creyéndose a salvo de tu justicia.
—Todos nuestros ejércitos van hacia el oeste —dijo Lyr—. Todas nuestras
fuerzas se encaminan hacia la destrucción de Lywm-an-Esh. De paso, caerá también
el Castillo Moidel.

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—El favor que pido, mi señor, es ser yo el instrumento de esa caída.
—Eres uno de nuestros mejores capitanes, Conde Glandyth. A ti y a tus
Denledhyssi os utilizaremos en un combate de mayor importancia.
—Mientras Córum viva, y mientras siga utilizando su gran magia, nuestra causa
se verá muy amenazada, Gran Rey. Es un poderoso enemigo, quizá más poderoso que
toda la tierra de Lywm-an-Esh. Será difícil destruirlo.
—¿Un Shefanhow mutilado? ¿Cómo es posible tal cosa?
—Ha pactado con la Ley. Tengo pruebas. Uno de mis lacayos Nhadragh ha
utilizado su Segunda Visión y lo ha visto todo.
—¿Dónde está el Nhadragh?
—No lo he traído, mi Rey. No traería a una criatura tan vil a este salón sin tu
permiso.
—Tráelo ahora.
Todos los guerreros miraron hacia la puerta con una mezcla de asco y curiosidad.
Sólo el Torvo Guardián no volvió la cabeza. El Rey Lyr volvió a sentarse en su trono
e hizo señas para que le sirvieran más vino.
Las puertas se abrieron y apareció una turbia silueta. Aunque su forma era de
hombre, no lo era. Según avanzaba, los hombres se apartaron.
Sus facciones eran oscuras y lisas y el pelo le caía por la frente, terminando en un
rizo debajo de las cejas. Iba vestido con una chaqueta de trozos de piel de foca. Su
aspecto era humilde y parecía nervioso y, mientras se acercaba a Glandyth, no dejaba
de hacer reverencias.
Los labios del Rey Lyr-a-Brode se retorcieron por las náuseas y le dijo a
Glandyth:
—Haz que hable y que luego se largue.
Glandyth alargó el brazo para arrastrar al Nhadragh por el pelo.
—¡Vamos, basura! ¡Dile a mi Rey lo que viste con tus degenerados sentidos!
El Nhadragh abrió la boca y empezó a tartamudear.
—¡Habla! ¡Date prisa!
—Vi... vi otros Planos además de éste...
—¿Viste dentro de Iffarn, dentro del Infierno? —murmuró el Rey horrorizado.
—Dentro de otros Planos... —el Nhadragh echó a su alrededor una furtiva mirada
y agregó—: Sí, y dentro de Iffarn. Y vi una criatura que no puedo describir, aunque
hablé con ella un rato. Me dijo que su Excelencia Arioch, del Caos...
—Habla del Caballero de las Espadas —explicó Glandyth.
—Arag, el Gran Dios Antiguo.
—Me dijo que Arioch, Arag, había sido herido por el Vadhagh Córum Jhaelen
Irsei y que de nuevo reinaba Arkyn, Señor de la Ley, en estos Cinco Planos... —La
voz del Nhadragh se cortó.

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—Dile a mi Rey todo lo demás —dijo Glandyth ferozmente, volviendo a tirar de
los pelos al pobre diablo—. Dile lo que viste sobre nosotros los Mabdén.
—Me dijo que, ahora que su Excelencia Arkyn había vuelto, intentaría volver a
apropiarse del poder que antes tenía. Pero necesita mortales como agentes y que, de
esos agentes, Córum es el más importante. Lo que es seguro es que toda la gente de
Lywm-an-Esh servirá a Arkyn, pues conocen los medios de los Shefanhow hace ya
tiempo.
—O sea, que todas nuestras sospechas eran correctas —dijo el Rey de modo
triunfante—. Hacemos bien en prepararnos para la guerra contra Lywm-an-Esh.
Luchamos contra esa enfermiza degeneración conocida como Ley.
—Y, ¿estás de acuerdo con que mi deber es matar a Córum? —preguntó
Glandyth.
El Rey arrugó la frente. Luego, levantó la cabeza y miró directamente a Glandyth.
—Sí. —Agitó una mano—. Y, ahora, llévate al asqueroso Shefanhow de este
salón. ¡Ya es hora de invocar al Perro y al Oso!
En la viga central, el gato sintió cómo se le ponía el pelo de punta. Le pareció que
ya podía marcharse, pero hizo un esfuerzo por quedarse un rato más. Sería leal con su
amo Jhary-a-Conel, quien le pidió que presenciara toda la asamblea.
Los guerreros se habían pegado a las paredes, las mujeres fueron despedidas.
Hasta el propio Lyr dejó el trono, para que quedase el centro del salón sin ningún
hombre.
Un grave silencio cayó sobre la reunión.
Lyr palmeó, desde donde estaba, todavía acompañado por el Torvo Guardián.
Se abrieron las puertas de la sala y entraron unos prisioneros. Había mujeres y
niños y algunos campesinos. Todos eran gente humilde y estaban medio muertos de
miedo. Los arrastraron al salón empujando la jaula de mimbre en la que se
encontraban. Algunos de los niños lloraban. Los prisioneros adultos no hacían ningún
esfuerzo para calmar a los niños y se agarraban a las barras mirando el exterior
desesperadamente.
—¡Ah! —voceó el Rey Lyr—. ¡He aquí la comida del Perro y del Oso! ¡Comida
tierna y sabrosa!
Saboreaba su pobre miseria. Se lamió los labios mientras inspeccionaba a los
prisioneros.
—Preparad la comida —ordenó—, para que su olor
llegue al Iffarn, despierte el apetito de los dioses y vengan a nosotros.
Una de las mujeres empezó a gritar y algunas se desmayaron. Dos de los jóvenes
inclinaron las cabezas para sollozar mientras los niños lo miraban todo, sin
comprender, preocupados por el hecho de estar encerrados y no por el destino que
pesaba sobre ellos.

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Metiendo unas cuerdas entre los barrotes de la parte alta de la jaula, unos cuantos
hombres empezaron a izarla hacia las vigas del techo.
El gatito cambió de posición, pero siguió mirando.
Hicieron entrar un enorme brasero y lo pusieron debajo de la jaula, que empezó a
balancearse con la tumultuosa resistencia de los prisioneros. Los ojos de los guerreros
se inflamaron anticipándose al espectáculo. El brasero estaba atiborrado de carbón, ya
blanquecino por el calor; entraron unos sirvientes trayendo jarras de aceite para
arrojarlo sobre el carbón que, repentinamente, saltó en rugientes llamas hacia la jaula
suspendida sobre él. Un horripilante aullido brotó de su interior, un ruido incoherente
y espeluznante llenó el salón.
Y el Rey Lyr-a-Brode se echó a reír.
Poco después, las voces se apagaron y fueron reemplazadas por el crujir del fuego
y el olor a carne quemada. La risa se apagó y volvió el silencio, mientras los
guerreros esperaban el próximo acontecimiento.
El gato retrocedió hacia las piedras que llevaban al pasaje más allá del salón.
El aullido se hizo mayor y las llamas del brasero empezaron a desanimarse, hasta
apagarse por completo.
La sala estaba totalmente a oscuras. El aullido provocaba ecos por doquier,
ascendiendo y, a veces, dando la sensación de morir para volver a nacer todavía más
fuerte.
Luego, llegó otro extraño sonido. Eran los ruidos del Perro y del Oso, los
espantosos dioses de los Mabdén.
El salón vibraba, al tiempo que una extraña luz empezó a manifestarse por encima
del trono vacío.
Y, acto seguido, rodeado de una extraña radiación de colores, se agazapaba en la
tarima de granito un ser que movía el hocico de un lado a otro husmeando los restos
del banquete.
Era inmenso y apestaba, y se erguía sobre las patas traseras como una parodia de
los que le observaban temblorosos.
El perro volvió a olfatear. Brotaban ruidos de su garganta. Sacudió la cabeza.
Todavía seguía oyéndose el otro sonido, el rugiente estruendo. Aumentó de
volumen y el Perro inclinó la cabeza hacia un lado. Cesó de husmear.
Una luz azul claro apareció en el estrado, al otro lado del trono. Tomó forma y
apareció el Gran Oso, un oso negro con cuernos negros que nacían de su cabeza.
Abrió las fauces e hizo una mueca, brillándole los colmillos.
Se alzó para llegar hasta la jaula y tiró de ella hasta hacerla caer al suelo.
El Perro y el Oso se arrojaron sobre su contenido, atracándose de carne abrasada,
rugiendo y atragantándose, haciendo crujir los huesos mientras chorros sangrientos
corrían por sus hocicos. Cuando terminaron, se lanzaron sobre la tarima mirando

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ferozmente a los mortales que, silenciosamente, temblaban.
Por vez primera, el Rey Lyr-a-Brode abandonó el grupo de guardias y caminó
hacia el trono. Se arrodilló y levantó los brazos, adorando al Oso y al Perro.
—¡Excelencias, escuchadnos! —murmuró—. Hemos oído que su Excelencia
Arag ha sido herido por el odiado Shefanhow que está aliado con nuestros enemigos
de Lywm-an-Esh, la tierra que se hunde. Nuestra causa está amenazada y vuestro
reino en peligro. ¿Deseáis ayudarnos, Excelencias?
El Perro rezongó y el Oso husmeó.
—¿Queréis ayudarnos, Excelencias?
El Perro miró con malos ojos a través del salón y pareció como si el mismo
reflejo salvaje saliera de los ojos de todos los presentes. Estaba satisfecho. Habló.
—Conocemos el peligro. Es mayor de lo que pensáis. —La voz era dura, como si
tuviera dificultad en nacer y atravesar la garganta—. Tendréis que dirigir deprisa
vuestras fuerzas y marchar velozmente contra nuestros enemigos, si deseáis que
Aquellos a los que servimos retengan el Poder y nos hagan más fuertes a nosotros
mismos.
—Nuestros capitanes están ya reunidos, su Excelencia el Perro, y sus ejércitos se
dirigen hacia Kalenwyr para reunirse con ellos.
—Eso está bien. Os mandaremos la ayuda que nos sea posible. —El Perro volvió
la enorme cabeza hacia su hermano el Oso.
La voz del Oso era aguda, pero más fácil de comprender.
—Nuestros enemigos también buscarán ayuda, pero les será más difícil
encontrarla, pues Arkyn de la Ley todavía es débil. Arioch, al que vosotros llamáis
Arag, debe volver a su antigua posición para poder gobernar, como hizo antes, los
Cinco Planos. Pero, para que esto ocurra, necesita tener un corazón nuevo y una
nueva forma. Y sólo hay un corazón y una forma que puedan servir: el corazón de
Córum, el Príncipe de la Túnica Escarlata, el hombre que destruyó su corazón. Hará
falta una complicada hechicería para preparar a Córum cuando le capturéis. ¡Y hay
que capturarlo pronto!
—¿Herido?
Era la decepcionada voz de Glandyth.
—¿Por qué refrenarse? —dijo el Oso.
Y hasta Glandyth se estremeció.
—Ahora nos vamos —dijo el Perro—. Nuestra ayuda llegará pronto. Vendrá
acompañada por un mensajero de los propios dioses antiguos, del Señor de las
Espadas de los Planos más próximos, de la Reina Xiombarg. Él os dirá mucho más de
lo que os podamos decir nosotros.
Y el Perro y el Oso desaparecieron, dejando tras ellos un olor a carne quemada
danzando en el salóo. La voz temblorosa del Rey gritó en la oscuridad.

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—¡Traed antorchas! ¡Traed antorchas!
Se abrieron las puertas y entró una luz turbia y rojiza.
La luz iluminó el estrado, el trono, la jaula de mimbre despedazada, el apagado
brasero y al Rey arrodillado. Los ojos del Rey fluctuaron mientras dos de los
guardianes le ayudaban a levantarse. No parecía aceptar gustoso la responsabilidad
que en él habían depositado sus dioses. Miró a Glandyth con aires de súplica.
Glandyth jadeaba y sonreía como un perro a punto de devorar una presa recién
atrapada.
El gato se deslizó por la viga a lo largo del pasadizo, por las escaleras, camino del
Castillo Moidel.

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Tercer capítulo
Lywm-an-Esh

Era una tarde cálida y tranquila de mitad del verano y algunas delgadas capas de
nubes se reunían en el horizonte. Una vegetación viva y suave se esparcía por el
prado hasta donde alcanzaba la vista, hasta la cinta dorada que separaba la tierra del
mar. Todas las flores eran silvestres y su profusión y variedad sugerían la sensación
de un antiguo jardín abandonado hacía años.
Poco tiempo antes, se había detenido una galera en la playa, y de ella surgió toda
una compañía; los caballos bajaron por una plancha adecuada para tal fin; las sedas y
los aceros brillaron bajo el sol mientras el contingente descendía de la nave y
montaba en los caballos para adentrarse en la isla.
Los cuatro primeros jinetes alzaron la espada; caminaban a través de una selva de
tulipanes silvestres que les llegaba hasta la rodilla, tan suaves y coloreados como el
terciopelo. Los caballeros respiraron profundamente aquella maravillosa fragancia.
Excepto uno de ellos, todos llevaban armadura. Éste era alto y de raras facciones,
con un parche enjoyado sobre el ojo derecho y una manopla de seis dedos, adornada
de la misma manera, en la mano izquierda. Llevaba un casco alto, de forma en cono,
hecho de plata, con una visera de pequeños barrotes plateados que colgaban de unos
delgados filamentos que rodeaban el canto del casco.
Su armadura también era de plata, aunque la segunda capa fuera de cobre, y su
camisa, calzas y botas eran de un cuero curtido con extremada delicadeza. Una larga
espada colgaba a su cintura, y su pomo venía ornado con plata finamente trabajada.
En una vaina llevaba un hacha
de guerra decorada del mismo modo que la espada. Sobre los hombros portaba un
manto de extraña textura, de un color granate brillante y, atravesándole la espalda, un
carcaj lleno de flechas y un largo arco. Era el Príncipe Córum Jhaelen Irsei, el
Príncipe de la Túnica Escarlata, preparado para la guerra.
A su lado iba otro jinete con cota de malla, pero con el casco labrado. Era, al igual
que el escudo, la concha de un molusco gigante. Una espada fina y una lanza eran las
armas de aquel caballero, que no era otro que la Margravina Rhalina de Allomglyl,
preparada para la guerra.
Junto a Rhalina iba un atractivo joven, con casco y escudo similares a los suyos,
una larga lanza, un hacha de mango corto y una espada. Su largo manto era de seda
naranja y armonizaba con la delicada manta que llevaba la yegua castaña cuyo
enjoyado atalaje era probablemente más valioso que el del propio caballero. Se
trataba de Beldan-an-Allomglyl, preparado para la guerra.

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El cuarto caballero llevaba un sombrero con ala anchísima, un poco ladeado en la
cabeza, y adornado con una pluma. Su camisa era de seda natural y sus pantalones
rivalizaban con el grana del manto de Córum; una faja amarillo le rodeaba la cintura,
cubierta con un cinturón de cuero añejo del que colgaban un sable y un puñal. Las
botas le llegaban hasta la rodilla, y la túnica azul marino era tan larga que cubría la
grupa del caballo. Un gato blanco y negro se agarraba a su hombro con las alas
recogidas. Ronroneaba, y parecía estar muy a gusto. El caballero, de vez en cuando,
alzaba el brazo para acariciarle y decirle algunas palabras. Aquel hombre, a veces
viajero, a veces poeta, a veces compañero de campeones, era Jhary-a-Conel, y no iba
preparado para la guerra.
Tras ellos iban los hombres de Rhalina, acompañados por sus mujeres. Los
soldados llevaban el uniforme de Allomglyl, con cascos, armaduras y petos
construidos con las conchas de los moluscos que poblaron en otros tiempos el mar
que rodeaba el castillo.
Era una elegante compañía y armonizaba perfectamente con el paisaje de
Bedwilral-nan-Rywn, el ducado que lindaba al este con Lywm-an-Esh.
Habían dejado atrás el Castillo Moidel, tras intentar despertar, vanamente, a los
murciélagos que dormían en las cuevas que se extendían por debajo del castillo
(«Criaturas del Caos», murmuró Jhary-a-Conel. «Será difícil que nos sirvan a partir
de ahora»), y el Señor Arkyn, sin duda preocupado por otras cuestiones, no contestó a
sus llamadas. Había quedado muy claro, cuando el gato alado volvió con las noticias,
que sería imposible defender el Castillo Moidel, así que decidieron irse a la capital de
Lywm-an-Esh, Halwyg-nan-Vake, para avisar al rey de la llegada de los bárbaros por
el sur y por el este. Córum quedó impresionado por el paisaje y le costaba entender
cómo una tierra tan hermosa, tan parecida a la de los Vad-hagh, podía haber dado
lugar a una raza como la Mabdén.
No fue por cobardía por lo que abandonaron el Monte Moidel, sino por
precaución, y forzados por el hecho de saber que Glandyth pasaría días, incluso
semanas, planeando un ataque contra un castillo que ya no ocupaban.
La principal ciudad del ducado era Llarak-an-Fol, y pasaron más de dos días antes
de que llegaran hasta ella. Esperaban conseguir allí algunos caballos frescos y algo de
información sobre las defensas del país. El propio ducado vivía en Llarak y conoció a
Rhalina de niña. Rhalina estaba segura de que les ayudaría y creería las noticias que
traían. Halwyg-nan-Vake estaba, por lo menos, a una semana de viaje de Llarak.
Pese a que Córum había propuesto la mayor parte del plan que seguían, no podía
deshacerse de la idea de que estaba rechazando la venganza de su odio, y una parte de
él quería volver a Moidel para esperar a Glandyth. Combatió el impulso, pero el
deseo le entristecía frecuentemente, haciendo de él un mal compañero de viaje.
Los demás estaban alegres, felices por poder ayudar a Lywm-an-Esh en la

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preparación de un ataque que el rey Lyr-a-Brode suponía inesperado. Con mejores
armas, cabía una posibilidad de que la invasión fuese desbaratada por completo.
A veces, Jhary-a-Conel se creía con el deber de recordar a Rhalina y a Beldan que
el Perro y el Oso habían prometido su ayuda al rey Lyr, aunque nadie supiera de qué
tipo sería ni con qué fuerzas.
Aquella noche, acamparon en el Valle Florido y, a la mañana siguiente, llegaron a
los bajos ya en la ruta de Llarak-an-Fol.
Por la tarde llegaron a un pueblo agradable, construido sobre las dos orillas de un
río, y vieron que la plaza del pueblo estaba llena de gente rodeando un abrevadero
desde donde hablaba un hombre vestido de negro. Se detuvieron en lo alto de una
cuesta y observaron desde lejos, incapaces de comprender los murmullos que
llegaban hasta sus oídos.
Jhary-a-Conel arrugó la frente.
—Parece que están bastante excitados. ¿Crees que habremos llegado tarde con
nuestras noticias?
Córum se tocó el parche y consideró la escena.
—Seguramente no es nada más que un asunto del pueblo, Jhary. Bajemos tú y yo
a averiguarlo.
Jhary meditó unos instantes y, tras intercambiar unas palabras con los demás, le
acompañó rápidamente hacia el pueblo.
El hombre vestido de negro se fijó en ellos y en la cabalgata; les señaló gritando.
El pueblo estaba alterado.
Mientras entraban por la calle principal, el hombre cuya rostro reflejaba locura
voceó:
—¿Quiénes sois? ¿De qué lado peleáis? ¿Venís a destruirnos? No tenemos nada
que dar a vuestro ejército.
—Casi no es un ejército —murmuró Jhary. Luego, en voz más alta, dijo—: No
queremos haceros ningún daño. Vamos camino a Llarak.
—A Llarak. Eso quiere decir que estáis de parte del Duque. Ayudáis a la llegada
del desastre.
—¿Cómo? —preguntó Córum.
—Aliándoos con las fuerzas débiles, con las fuerzas degeneradas que hablan de
paz y que nos traerán una terrible guerra.
—No sois muy explícito, señor —dijo Jhary—. ¿Quién sois?
—Soy Venerak, sacerdote de Urlech. Sirvo a este pueblo y defiendo su bienestar,
eso sin hablar del bienestar de toda la nación
Córum susurró al oído de Jhary:
—Urlech es un diosecillo de por aquí. Algún tipo de deidad que rinde pleitesía a
Arioch. Habría jurado que su poder quedó destruido junto con Arioch.

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—Quizá por eso Venerak está tan descontento —propuso Jhary con un guiño.
—Quizá.
Venerak observaba a Córum atentamente.
—No eres humano.
—Soy mortal —contestó Córum—, pero no de la raza Mabdén, eso es cierto.
—Entonces eres un Vadhagh.
—Así es. Soy el último.
Venerak levantó una mano temblorosa hasta llevársela a la cara. Se volvió hacia
el populacho.
—Llevaos a estos dos fuera de aquí para que los Señores del Caos no se venguen
de ellos en nuestras últimas tierras. El Caos volverá pronto y debéis serle fieles a
Urlech si deseáis sobrevivir.
—Urlech ya no existe —dijo Córum—. Fue desterrado de nuestros Planos junto
con Arioch.
—¡Mentira! —gritó Venerak—. ¡Urlech vive!
—Difícilmente —dijo Jhary.
Córum habló al pueblo.
—El Señor Arkyn de la Ley es quien manda ahora en estos Cinco Planos. Os
traerá más paz y mayor seguridad de las que nunca hayáis conocido.
—¡Tonterías! —voceó Venerak—. Arkyn fue derrotado por Arioch hace años.
—Y ahora es Arioch quien ha sido derrotado —replicó Córum—. Debemos
defender esta nueva paz que nos han ofrecido. El Caos, con todos sus poderes, no trae
más que terror y destrucción. Vuestra tierra está amenazada por invasores de vuestra
propia raza, servidores del Caos, dispuestos a mataros a todos.
—¡Digo que mientes! ¡Lo que quieres es que nos revolvamos contra Arioch y
Urlech! ¡Somos leales al Caos!
Los del pueblo no parecían tan convencidos como Venerak de aquella
aseveración.
—Haréis que el desastre caiga sobre vosotros —insistió Córum—. Yo sé muy
bien que Arioch se ha marchado. Yo mismo le mandé al Limbo. Yo destruí su
corazón.
—¡Blasfemia! —gritó Venerak—. Fuera de aquí. Nunca o consentiré que
corrompáis todas estas almas inocentes.
Los lugareños miraron a Córum torvamente y luego, del mismo modo,
contemplaron a Venerak. Uno de ellos se adelantó.
—No tenemos ningún interés particular ni en el Caos ni en la Ley —dijo—, sólo
deseamos vivir nuestras vidas como siempre lo hemos hecho. Venerak, hasta hace
poco, nunca te metiste con nosotros, aparte de ofrecernos algún que otro consejo
mágico de vez en cuando, recibiendo tu paga por ello. Ahora nos hablas de causas

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importantes, de luchas y terror. Dices que tenemos que armarnos y marchar en contra
de nuestro Señor, el Duque. Ahora, este extranjero, este Vadhagh, nos dice que
tenemos que aliarnos con la Ley, y también para salvarnos. Y no podemos ver
ninguna amenaza. No ha habido presagios, Venerak...
Venerak se sintió dominado por la cólera:
—Sí los ha habido. Me han llegado en sueños. ¡Debemos convertirnos en
guerreros y aliarnos con el Caos, atacar Llarak, demostrar que somos leales a Urlech!
Córum se estremeció.
—No debéis aliaros con el Caos —aseguró—. De todos modos aunque no os
aliaseis con nadie, el Caos os devoraría igualmente. Llamáis ejército a nuestro
pequeño grupo, y eso quiere decir que no tenéis ni idea de lo que es un ejército. A
menos que os preparéis contra vuestros enemigos, estos valles floridos pronto estarán
llenos de caballeros que, al tiempo que pisotearán las flores, os pisotearán también a
vosotros. He sufrido en sus manos y sé que torturan y violan antes de matar. No
quedará nada de vuestro pueblo a menos que vengáis con nosotros a Llarak y
aprendáis a defender vuestra hermosa tierra.
—¿Cómo empezó esta discusión? —preguntó Jhary cambiando de tema—. ¿Por
qué intentas volver a esta gente contra el Duque, Venerak?
Venerak se inflamó.
—Porque el Duque se ha vuelto loco. No ha pasado ni un mes desde que desterró
a todos los sacerdotes de Urlech de la ciudad y permitió que todos esos diosecillos de
leche y agua de Han se quedaran. Se puso de parte de la Ley y dejó de tolerar a los
seguidores del Caos. Eso quiere decir que atraerá la venganza de Urlech sobre él. Y
ésa es la razón por la que intento advertir a esta pobre y sencilla gente: para que
reaccionen ante tales ignominias.
—Esta gente parece considerablemente más inteligente que tú, amigo mío —se
burló Jhary.
Venerak levantó los brazos al cielo.
—¡Oh, Urlech, destruye a este estúpido burlón!
Perdió el equilibrio y se cayó hacia atrás, al agua del pilón. Los de pueblo se
echaron a reír. El que había hablado se acercó hasta Córum.
—No te preocupes, amigo mío. No haremos nada de lo que nos decía. Tenemos
que recoger las mieses.
—No tendréis ninguna cosecha que recoger si llegan los Mabdén del este a estos
parajes —le advirtió Córum—. Pero no discutiré más, sólo te diré que nosotros, los
Vadhagh, no podíamos creer en esa codicia de sangre que tienen los Mabdén e
ignoramos las advertencias. Por esa razón, vi muertos a mi padre, a mi madre y a mis
hermanas. Y por eso soy el último de mi raza.
El hombre se pasó la mano por la frente y se rascó la cabeza.

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—Pensaré en lo que me has dicho, amigo Vadhagh.
—¿Y él? —Córum señaló hacia Venerak, que se levantaba del abrevadero.
—No nos molestará más. Tiene que visitar muchas ciudades. No creo que haya
ninguna con la paciencia con que le hemos escuchado nosotros.
Córum asintió con la cabeza.
—Muy bien; pero, por favor, recuerda que estas discusiones, estas divisiones que
parecen que no tienen ninguna importancia, como cuando el Duque expulsó a los
sacerdotes de Urlech, son las indicaciones de una lucha mucho mayor entre la Ley y
el Caos. Venerak la siente tanto como el Duque. Venerak busca aliados para el Caos y
el Duque para la Ley. Ninguno de los dos sabe que llega una terrible amenaza,
aunque los dos sienten algo. Yo traigo, desde Lywm-an-Esh, la noticia de que se
avecina una terrible lucha. Presta atención a esta advertencia, amigo mío. Piensa en lo
que te he dicho cuando llegue el momento de tomar una decisión...
El hombre se llevó una mano a la boca.
—Pensaré en ello —agregó finalmente.
El resto de los aldeanos se dirigió a sus asuntos. Venerak se abalanzó hacia el
caballo volviéndose para mirar a Córum ferozmente.
—¿Deseáis, junto con tus compañeros, hospedaros en nuestro pueblo? —le
preguntó el aldeano a Córum.
Córum sacudió la cabeza.
—Te lo agradezco, pero lo que hemos visto y oído en este lugar confirma que
hemos de apresurarnos para llegar a Llarak-an-Fol y dar nuestras noticias lo antes
posible. Adiós.
—Adiós, amigo —dijo el hombre, todavía pensativo.
Mientras subían la pendiente, Jhary, sonriendo, dijo:
—Una escena más cómica que cualquiera de las que pudiera haber escrito en mis
buenos tiempos.
—Pero lleva una tragedia oculta —le dijo Córum.
—Como toda buena comedia.
La compañía galopaba por el ducado de Bedwilral-nan-Rywm como si les
estuvieran persiguiendo los guerreros de Lyr-a-Brode.
Había tensión en el aire. Por todos los pueblos que atravesaron se discutía
tranquilamente, unos apoyando a Urlech, otros a Han, pero todos negándose a
escuchar a Córum, negándose a oír lo que tenía que explicar, que los instrumentos del
Caos pronto estarían en sus tierras y que serían eliminados si no se preparaban a
resistir al Rey Lyr y sus huestes.
Y cuando finalmente llegaron a Llarak-an-Fol, se encontraron con disturbios en
las calles.
Pocas ciudades de Lywm-an-Esh estaban amuralladas, y Llarak no era la

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excepción. Sus casas eran bajas y alargadas, de madera tallada, todas pintadas de
colores distintos. La casa del Duque de Bedwilral no era muy notable, pues era muy
poco diferente de las demás casas importantes de la ciudad, pero Rhalina la
reconoció. La lucha tenía lugar muy cerca de la residencia del Duque, y un edificio
cercano estaba en llamas.
La compañía de Allomglyl empezó a bajar a la ciudad, dejando a las mujeres en
lo alto del monte.
—Parece que algunos de esos sacerdotes del Caos eran más persuasivos que
Venerak —le dijo Córum a Rhalina mientras ésta preparaba su lanza.
Galoparon por las afueras de la ciudad. Las calles estaban vacías y tranquilas. Del
centro, provenía un gran rumor de combate.
—Mejor que nos guíes tú —le dijo Córum—, pues conocerás a los hombres del
Duque.
La Margravina aligeró el paso sin decir palabra y la siguieron hasta el centro de
Llarak-an-Fol.
Había hombres con uniformes azules, con cascos y escudos muy parecidos a los
que llevaban los soldados de Rhalina, luchando contra una fuerza de campesinos y lo
que parecían ser soldados profesionales.
—Los hombres de azul son los seguidores del Duque —dijo Rhalina—. Los de
marrón y morado son los guardias de la ciudad. Imagino que siempre hubo rivalidad
entre ambos.
Córum dudaba si entrar o no en la pelea. No por miedo, sino porque no quería
mal a ninguno de ellos.
Los campesinos, particularmente, ni siquiera sabían el porqué de aquel combate,
y los guardias de la ciudad apenas se habían dado cuenta de que era el Caos quien
tramaba a sus espaldas para causar conflictos.
Los soldados se veían dominados por una cierta sensación de intranquilidad, que,
unida a la presión de los sacerdotes de Urlech, les hizo acudir furiosamente a las
armas.
Rhalina dio orden de cargar con las lanzas. Las dirigieron hacia abajo y la
caballería penetró en la masa de hombres abriendo un camino entre sus filas. La
mayoría de los enemigos estaban desmontados y el hacha de Córum volaba de arriba
abajo mientras hendía las cabezas de los que con cara estupefacta intentaban
detenerles.
El caballo de Córum relinchaba y se encabritaba, y por lo menos una docena de
campesinos y guardias pereció antes de que llegaran a juntarse con los hombres del
Duque. Córum se sintió aliviado cuando vio que casi todos los campesinos habían
soltado sus armas y echado a correr.
Unos pocos guardias seguían luchando, y, entre ellos, Córum vio algunos

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sacerdotes armados. Un hombre muy pequeño, casi un enano, montado en un gran
corcel amarillo, y con una inmensa espada en la mano izquierda, gritaba, estimulando
a los recién llegados. Por su vestimenta, Córum dedujo que debía ser el propio
Duque.
—¡Rendios! —les gritó a los guardias.
Córum vio cómo uno de ellos le veía y soltaba la espada. Pero, instantáneamente,
un sacerdote del Caos lo mató, mientras gritaba:
—¡Luchad hasta la muerte! ¡Si traicionáis al Caos, vuestras almas sufrirán mucho
más que vuestros cuerpos!
Los guardias sobrevivientes habían perdido valor y uno de ellos, volviéndose con
resentimiento contra el que había matado a su compañero, lo acuchilló.
Córum guardó el hacha de guerra. La patética y pequeña batalla había terminado.
Los hombres de Rhalina y los del uniforme azul cerraron el paso a los que seguían
luchando y los desarmaron.
El enano montado en el gran caballo se acercó a Rhalina, que se había unido con
Córum y Jhary-a-Conel. El gato blanco y negro seguía aferrado al hombro de Jhary y
parecía más desconcertado que atemorizado por lo que acababa de presenciar.
—Soy el Duque Gwelhem de Bedwilral —anunció el hombrecillo—. Os
agradezco mucho vuestra ayuda. Pero no os conozco. No sois ni de Nyvish ni de
Adwyn. ¡Me alegro que oyerais la batalla desde tan lejos para así poder salvarme!
Rhalina se quitó el casco. Habló con tanta formalidad como lo había hecho el
Duque.
—¿No me reconocéis, Duque Gwelhem?
—Me temo que no. Mi memoria para las caras...
Rhalina rió.
—Hace ya muchos años. Soy Rhalina y me casé con el hijo de vuestro primo.
—¡El responsable del Margraviato de Allomglyl! Oí que falleció en un naufragio.
—Así es —contestó ella gravemente.
—Creí que el Castillo Moidel había desaparecido bajo el mar hacía años. ¿Dónde
has estado todo este tiempo, hija mía?
—Hasta hace poco tiempo, viví en Moidel, pero los bárbaros del este nos han
hecho salir y venimos a advertiros que lo que hoy habéis vivido no es más que una
bagatela comparado con lo que piensa hacer el Caos.
El Duque se mesó la barba. Se volvió hacia los suyos unos momentos y repartió
algunas órdenes; luego, despacio, sonrió:
—Bien, bien, ¿y quién es este valiente sujeto que lleva un parche en el ojo? ¿Y
ese que lleva un gato en el hombro y...?
Se rió.
—Si podemos ir a vuestra casa, os lo explicaré, Duque Gwelhem...

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—¡Contaba con que lo hicieseis! Venid. Ahora que este triste asunto ha
terminado, vayamos a casa.
En la sencilla morada de Gwelhem comieron frugalmente queso y carne fría,
acompañados de la tibia cerveza local.
—Hoy en día no estamos acostumbrados a luchar —dijo Gwelhem cuando le
hubieron explicado cómo habían llegado a Llarak—. En cierta manera, la escaramuza
de hoy fue un asunto más sangriento de lo necesario. Si mis hombres hubieran tenido
más experiencia, habrían podido controlar la situación y llevarse a la mayoría como
prisioneros, pero perdieron los nervios. Y es posible que, de no haber llegado
vosotros, yo mismo hubiese muerto. Todo esto que me contáis de la guerra entre la
Ley y el Caos me recuerda los presentimientos que vengo sufriendo de un tiempo a
esta parte. Os habréis enterado de que expulsé a los seguidores de Urlech. Sus
seguidores se dedicaban a persecuciones mórbidas y de mala fe. Hubo asesinatos,
cosas que... no podría explicar. Aquí vivimos contentos. No había motivos de
intranquilidad. De modo que somos víctimas de fuerzas incontrolables, ¿no? Se trate
de la Ley o del Caos, todo esto no me gusta. Preferiría permanecer neutral.
—Sí —afirmó Jhary—, cualquier hombre razonable haría lo mismo en este tipo
de conflicto. No obstante, hay ocasiones en las que se ha de tomar partido, si es que
uno quiere salvar de la destrucción aquello que ama.
—Esta tierra está moribunda, pues cada año que pasa, el mar se lleva un poco más
de tierra —dijo Gwelhem, pensativo—. Pero tendría que morir a su propio ritmo.
Tenemos que convencer al Rey como sea...
—¿Quién manda en Halwyg-nan-Vake? —dijo Rhalina.
Gwelhem la miró sorprendido.
—¡Qué lejos queda el Margraviato! Onald-an-Gyss es nuestro Rey. Es sobrino del
viejo Onald, que murió sin descendencia...
—¿Cuál es su carácter? Estas cosas se deciden por el temperamento. ¿Prefiere la
Ley o el Caos?
—Me parece que la Ley, pero no diría lo mismo de sus capitanes. Siendo como
son los militares...
—Quizá ya estén decididos —murmuró Jhary—. Si la tierra entera está siendo
arrasada por la misma lucha que hasta aquí venimos presenciando, quizá un hombre
fuerte, ansioso de la llegada del Caos, intente sustituir al Rey, como hace muy poco
intentaron hacer con vos, Gwelhem.
—Debemos salir ahora mismo para Halwyg.
El Duque inclinó la cabeza.
—Sí, ahora mismo. Pero lleváis con vosotros una gran comitiva. Tardaréis una
semana, por lo menos, en llegar a la capital.
—La cabalgata irá detrás —decidió Rhalina—. Beldan, ¿quieres dirigirla tú y

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llevarla hasta Halwyg?
—Sí —respondió Beldan haciendo una mueca—, aunque me gustaría ir con vos.
Córum se levantó de la mesa.
—Nosotros tres saldremos esta misma noche. Si nos permitieseis descansar una
hora o dos, Duque Gwelhem, os lo agradeceríamos.
Gwelhem estaba serio.
—Os lo aconsejo. Por lo que sé, estos días habrá pocas oportunidades de dormir.

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Cuarto capítulo
La muralla entre los reinos

Atravesaban velozmente una región en la que aumentaba el caos, en la que la


gente iba alterándose cada vez más, sin comprender el porqué de aquel estado, de
aquella violencia, cuando hacía muy poco tiempo todos se trataban con amor.
Cada vez que se detenían para refrescarse y cambiar de caballos, oían rumores,
pero ninguno se acercaba ni por asomo a la mucho más terrible realidad. Dejaron que
siguieran las murmuraciones hasta que pudieran hablar con el propio Rey, para que
éste emitiera un decreto con todo el peso de su autoridad.
Pero, ¿lograrían convencer al Rey? ¿Qué evidencia traían de que era verdad
aquello de lo que hablaban? Tales eran las dudas que les asaltaban mientras se
dirigían hacia Halwyg-nan-Vake, atravesando un paisaje de suaves colinas y
tranquilas granjas, que pronto podrían estar destruidas.
Halwyg-nan-Vake era una antigua ciudad de minaretes y pálidas piedras.
Cruzaban la llanura en todas direcciones blancas carreteras que conducían a Halwyg.
Por ellas iban comerciantes y soldados, campesinos y sacerdotes, jugadores y
músicos, de los que tan rica era Lywm-an-Esh. Córum, Rhalina y Jhary galopaban
por el Gran Camino del Este, con la armadura y las ropas cubiertas de polvo, con los
ojos llenos de fatiga.
Halwyg era una ciudad amurallada, pero sus murallas eran más de orden
decorativo que funcional; el trabajo de sillería era un artesonado de temas
imaginarios, bestias míticas y complicadas escenas relacionadas con la pasada gloria
de la ciudad. Ninguna de las puertas estaba cerrada
y, al tiempo que se acercaban, vieron sólo a unos pocos guardianes, medio
dormidos, que ni siquiera se molestaron en darles el alto cuando pasaron; de aquel
modo, se encontraron en las calles repletas de flores de Halwyg-nan-Vake. Cada
edificio estaba rodeado por un jardín y cada ventana tenía macetas donde crecían las
flores.
La ciudad estaba perfumada con ricos aromas, y Córum, pensando en el Valle
Florido, supuso que la principal actividad de aquellas gentes era nutrirse de
maravillas crecientes.
Cuando llegaron al palacio del Rey, observaron que cada torre y almena, cada
muralla, estaba cubierto de enredaderas y flores, de tal manera que parecía un castillo
floral. Incluso Córum sonrió de agrado al verlo.
—Es magnífico —dijo—. ¿Cómo puede nadie destruir belleza parecida?
Jhary miró el palacio con incertidumbre.

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—Lo harán —dijo—. Los bárbaros lo harán.
Rhalina se dirigió al guardia que prestaba su servicio junto al muro bajo.
—Traemos noticias para el Rey Onald —dijo—. Venimos desde muy lejos y las
noticias son urgentes.
El guardia, elegantemente ataviado, no pareciendo ser lo que era, la saludó:
—Esperad aquí un momento. Voy a informar al Rey.
Finalmente, fueron escoltados hasta el monarca. Onald estaba sentado en una
soleada habitación, desde la que se podía contemplar la parte sur de la ciudad.
Sobre una mesa de mármol había unos mapas del país que parecían haber sido
consultados recientemente. Era joven, de facciones y rostro muy jóvenes, casi de
niño. Cuando entraron, se levantó con elegancia para darles la bienvenida.
Iba vestido con un sencillo traje de seda amarilla y llevaba una pequeña corona
sobre el cabello castaño, única indicación de su estatuto.
—Estaréis cansados —dijo al verles. Hizo una seña al sirviente—. Trae sillas
cómodas y algunos refrescos. —Permaneció en pie hasta que trajeron las sillas. Se
sentaron, al unísono, junto a una ventana; a su lado había una mesa sobre la que
pusieron vino y comida.
—Me dicen que traéis noticias urgentes —dijo el Rey Onald—. ¿Venís de las
costas del este?
—Del oeste —dijo Córum.
—¿El oeste? ¿También hay disturbios en aquella zona?
—Perdonad, Rey Onald —dijo Rhalina, quitándose el casco y sacudiendo su
largo cabello—, pero no sabíamos que hubiera problemas en el oeste.
—Invasores —dijo—. Piratas bárbaros. No hace mucho tomaron el puerto de
Dowish-and-Wod y lo arrasaron, matando a todo el mundo. Me imagino que son
varias flotas atacando diferentes puntos de la costa. En la mayoría de los sitios,
atacaron de improviso y los nuestros no tuvieron tiempo para defenderse, pero en una
o dos ciudades las pequeñas guarniciones resistieron la invasión y, en un solo caso,
cogieron algunos prisioneros. Uno de esos prisioneros ha sido traído hasta aquí hace
poco. Está loco.
—¿Loco? —preguntó Jhary.
—Sí. Creo que es un cruzado destinado a destruir toda la tierra de Lywm-an-Esh.
Habla de ayuda sobrenatural, de una inmensa invasión...
—No está loco —le interrumpió Córum en voz baja—. Al menos no en lo que a
eso respecta. Si estamos aquí... es para preveniros en contra de esa invasión. Los
bárbaros de Bro-an-Mabdén son, sin lugar a dudas, vuestros merodeadores costeros.
Y los bárbaros de la tierra conocida como Bro-an-Vadhagh se han unido con la ayuda
del Caos
y de las criaturas que le sirven y se han comprometido a destruir a todos los que

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estén del lado de la Ley. Quieren que vuelva Arioch, Duque del Caos, que fue
vencido y desterrado de nuestros Cinco Planos; pero sólo puede regresar si son
vencidos todos los seguidores de la Ley. Su hermana, la Reina Xiombarg, no puede
ayudarles directamente, pero anima a todos sus seguidores para que apoyen a los
bárbaros.
El Rey Onald se pasó un fino dedo por los labios.
—Es mucho peor de lo que pensaba. Me costaba trabajo encontrar medios
efectivos de defensa contra los ataques costeros, pero no conozco nada capaz de
detener tal fuerza.
—Vuestra gente debe ser advertida del peligro —dijo Rhalina con gravedad.
—Naturalmente —respondió el Rey—. Volveremos a abrir los arsenales y
armaremos a todos los hombres capaces de luchar. Pero...
—¿No recordáis como hacerlo? —sugirió Jhary.
El Rey inclinó la cabeza.
—Habéis leído mis pensamientos, señor.
—Si Arkyn hubiera consolidado su poder en estos Planos —dijo Córum—, podría
ayudarnos. Pero tenemos muy poco tiempo. Los ejércitos de Lyr vienen desde el este
y sus aliados por el norte...
—Y, sin duda, esta ciudad es su objetivo final —murmuró Onald—. No podemos
resistir la fuerza que, según vos, envían contra nosotros.
—Y no sabemos con qué tipo de sobrenaturales aliados cuentan —recordó
Rhalina—. No podíamos permanecer en el Castillo Moidel para descubrirlo. —Le
explicó cómo habían sabido de las maquinaciones de Lyr y Jhary sonrió.
—Siento que mi gato no pueda volar sobre grandes extensiones de agua —
explicó—. La idea, el mero hecho de pensarlo, le angustia.
—Quizá los sacerdotes de la Ley puedan ayudarnos —dijo Onald, pensativo.
—Quizá —respondió Córum—, pero me temo que tendrán poco poder en estos
momentos.
—Y no tenemos aliados a los que recurrir —dijo Onald—. Debemos prepararnos
para morir.
Los tres quedaron en silencio.
Un momento más tarde, un criado entró y susurró algo a oídos del Rey. Éste,
sorprendido, se volvió hacia sus invitados.
—Nos han convocado a los cuatro al Templo de la Ley —les dijo—. Quizá los
poderes de los sacerdotes sean más fuertes de lo que creíamos, pues parecen estar al
tanto de vuestra presencia en la ciudad. Que preparen un coche para llevarnos allí,
por favor —le dijo al sirviente.
Mientras esperaban el coche, se lavaron rápidamente y limpiaron sus atavíos lo
mejor que pudieron. Luego, el cuarteto dejó el palacio y tomó una sencilla carroza

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descubierta que les llevó hasta un agradable edificio en la parte oeste de la ciudad. En
la entrada se encontraba un hombre. Parecía nervioso. Llevaba un traje largo, blanco,
con una flecha recta: el símbolo de la Ley. Tenía la barba corta y gris y la piel de
color ceniciento. En aquel conjunto, sus grandes ojos castaños parecían de otra
persona.
Al ver acercarse al Rey, se inclinó.
—Saludos, su Excelencia, Lady Rhalina, Príncipe Córum y Sir Jhary-a-Conel.
Perdonad esta cita imprevista, pero... pero... —Hizo un ligero gesto y les condujo al
interior del fresco templo, que apenas estaba decorado.
—Soy Aleryon-a-Nyvish —dijo el sacerdote—. Esta mañana fui despertado por
el Señor de mi Señor. Me dijo muchas cosas, y terminó por darme vuestros nombres,
diciéndome que pronto llegaríais a la corte del Rey. Me dijo que os condujese aquí.
—¿El Señor de tu Señor? —preguntó Córum.
—Su Excelencia Arkyn en persona. Arkyn, Príncipe Córum. Ni más, ni menos.
Por las sombras del fondo del salón caminaba un hombre. Era un hombre normal
y corriente, vestido como un noble de Lywm-an-Esh. Mostraba una ligera sonrisa
aunque sus ojos parecían cargados de triste sabiduría. La forma había cambiado, pero
Córum le reconoció rápidamente como quien era: el Señor Arkyn de la Ley.
—Arkyn —dijo.
—Mi buen Córum, ¿cómo estás?
—Mi mente está llena de temor —respondió Córum—, pues el Caos viene contra
todos nosotros.
—Lo sé. Pasará mucho tiempo antes de que pueda librar mis dominios de la
presencia de Arioch, lo mismo que a él le costó librarse de mi propia influencia. Poca
ayuda material puedo daros, pues todavía estoy recobrando mi fuerza. Sin embargo,
tengo otros medios de apoyaros. Los aliados con que cuenta Lyr son cosas horrendas
de las regiones inferiores. Lyr tiene, además, otro aliado, un hechicero inhumano, un
enviado personal de la Reina Xiombarg, que es capaz de convocar ayuda de sus
propios Planos, pues ella en persona no puede venir a los nuestros, ya que moriría en
el intento.
—¿Dónde podemos encontrar aliados, Lord Arkyn? —preguntó Jhary
cortésmente.
—¿No lo sabes, Jhary-el-de-muchos-nombres? —sonrió Arkyn. Había reconocido
a Jhary-a-Conel.
—Si hubiera alguna respuesta, sería una paradoja —contestó Jhary—. Eso es algo
que he aprendido a lo largo de los años, mientras desempeñaban mi oficio de
compañero de héroes.
Arkyn volvió a sonreír.
—La existencia es una paradoja, amigo Jhary. Todo lo que es bueno, es también

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malo; pero, seguro que ya lo sabías.
—Sí, por eso soy tan cauto.
—¿Es eso lo que tanto te preocupa?
—Sí. —Jhary se rió—. ¿Hay alguna respuesta, Señor de la Ley?
—Para eso estoy aquí, para deciros que a menos que seáis capaces de encontrar
ayuda por vosotros mismos, Lywm-an-Esh perecerá, que no os quepa duda, y, junto a
ella, la causa de la Ley. Ya sabéis que no tenéis ni la fuerza ni la ferocidad para
oponeros a Lyr, Glandyth y todos los demás, sobre todo ahora que cuentan con la
ayuda del Perro y del Oso. Sólo hay un pueblo que pueda aliarse con vuestra causa.
Pero no existe ni en este Plano, ni en ninguno de los de mi reino. Salvo a ti Córum,
Arioch destruyó a todos aquellos capaces de oponerse al Caos.
—¿Dónde se encuentran, su Excelencia? —preguntó Córum.
—En los Planos de la Reina Xiombarg del Caos.
—¡Es nuestra peor enemiga! —gritó Rhalina—. ¡Si penetrásemos en sus
dominios, y no sé cómo podríamos hacerlo, disfrutaría matándonos!
—Lo hará, si es que puede encontraros —agregó Arkyn—. Si fueseis a su reino,
tendríais que esperar a que su atención estuviese centrada en este Plano, para que de
ese modo no se diera cuenta de que penetrabais en el suyo.
—¿Qué hay allí que nos pueda ayudar? —dijo Jhary.
—¡Nada relacionado con la Ley! La Reina Xiombarg es más poderosa que su
hermano Arioch. El Caos debe tener mucha influencia en su reino, pero mucha menos
que en los dominios de su hermano Mabelode. Hay una ciudad en su reino que ha
resistido todo lo que Xiombarg lanzó en su contra. Se llama la Ciudad en la Pirámide
y sus habitantes poseen una civilización sumamente sofisticada. Si llegáis a la Ciudad
en la Pirámide, es posible que consigáis los aliados que os hacen falta.
—¿Cómo podemos llegar a los dominios de Xiombarg? —preguntó Córum. No
tenemos poder suficiente para hacerlo.
—Puedo hacer que sea posible.
—¿Cómo podremos encontrar una sola ciudad en sus Cinco Planos? —indagó
Jhary.
—Preguntando —dijo Arkyn simplemente—. Preguntando por la Ciudad en la
Pirámide. La Ciudad que ha resistido los ataques de Xiombarg. ¿Iréis? Es mi única
sugerencia para intentar salvaros...
—Y para salvaros vos —aclaró Jhary con una sonrisa—. Os conozco, dioses —y
sé que manipuláis a los mortales para conseguir las cosas que vosotros mismos no
podéis lograr, pues los mortales pueden ir donde no pueden hacerlo los dioses.
¿Tenéis algún motivo, aparte de éste, para animar nuestros actos, Lord Arkyn?
Arkyn miró sonriente a Jhary.
—Conoces, como dices, las andanzas de los dioses. Sólo puedo decirte que juego

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tanto con vuestras vidas como con mi propio destino. Lo que arriesgáis vosotros,
también lo arriesgo yo. Si no triunfáis, y espero que lo hagáis, pereceré, y todo lo que
es bueno y gentil en esta tierra, también perecerá. Si no queréis ir al reino de
Xiombarg...
—Si podemos contar con aliados potenciales en aquella zona, iremos —dijo
Córum firmemente.
Se volvió y regresó entre las sombras.
—Preparaos —les dijo. Era invisible.
Córum escuchó un sonido dentro de su cabeza. Un sonido mudo pero capaz de
eliminar cualquier otro. Observó a los demás. Sin lugar a dudas, estaban
experimentando lo mismo. Algo se movió ante sus ojos, un turbio diseño sobrepuesto
a las figuras, más sólidas, de sus compañeros y las desnudas paredes del templo. Algo
vibraba. Y luego, allí estaba. Una figura cruciforme se hallaba en mitad del templo.
Caminaron a su alrededor llenos de asombro, pues, desde todos los ángulos, tenía la
misma perspectiva. Era una trémula luz plateada en la oscuridad del templo y a través
de ella divisaban, como si fuera una ventana, un paisaje. La voz de Arkyn llegó desde
atrás.
—Ésa es la entrada a los Planos de Xiombarg.
Por la abierta ventana vieron extraños pájaros negros volando por el trozo de cielo
que podían contemplar, oían un lejano cloqueo.
Córum se estremeció. Rhalina se acercó a él.
De pronto, se dejó oír la voz de Onald:
—Si permanecéis aquí, no disminuirá mi estima hacia vosotros...
—Debemos ir —replicó Córum, casi en un sueño—. Debemos hacerlo.
Con una insinuación de provocativa viveza, Jhary fue el primero en dar el paso
definitivo y quedarse allí observando los desagradables pájaros, acariciando al gato.
—¿Cómo volveremos? —preguntó Córum.
—Si tenéis éxito, encontraréis algún modo de volver —dijo Arkyn. Su voz se
alejaba—. Daos prisa, me cuesta mucho trabajo mantener abiertas las puertas.
Tomando a Rhalina de la mano, Córum dio un paso mirando hacia atrás.
La trémula y cruciforme forma se iba desvaneciendo. Vieron el preocupado rostro
de Onald durante un instante y luego desapareció.
—De modo que éste es el Reino de Xiombarg —dijo Jhary olfateando el aire—.
Tiene un aspecto siniestro.
Estaban rodeados de negras montañas y el cielo era sombrío. Los horribles
pájaros desaparecieron gritando entre las montañas. Más allá, un fétido mar cubría
una costa rocosa.

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Libro segundo
En el que el Príncipe Córum y sus compañeros se ganan la eterna enemistad del
Caos y experimentan un nuevo tipo de extraña brujería.

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Primer capítulo
El Lago de las voces

—¿Por dónde? — Jhary miró a su alrededor—. ¿Por el mar, por las montañas?
Ninguno de los caminos parece muy atractivo...
Córum suspiró profundamente. El mórbido paisaje le había deprimido. Rhalina le
tocó el brazo, mirándole con los ojos llenos de ternura. Aunque miraba a Córum,
habló con Jhary, que se ajustaba la mochila al hombro:
—Me parece que lo más acertado sería viajar hacia el interior, puesto que no
tenemos barco.
—Ni caballos —recordó Jhary—. Será una caminata muy larga. Además, ¿quién
nos dice que podremos cruzar esas montañas cuando lleguemos a ellas?
Córum sonrió triste y brevemente a Rhalina, reconfortado. Cuadró los hombros.
—Si tenemos que penetrar en este reino, debemos decidir por dónde hacerlo—,
con la mano apoyada en el pomo de la espada, miraba hacia las montañas.
—Conocí algo del poder del Caos cuando me dirigía hacia la corte de Arioch, y
tengo la impresión de que el mismo poder domina este mundo. Iremos hacia las
montañas. Puede que encontremos a alguien que nos indique dónde se encuentra la
Ciudad en la Pirámide que mencionó Arkyn.
Y emprendieron el desagradable camino sobre las piedras jaspeadas.
Un poco más tarde, se hizo, evidente que el sol no se había movido a través del
cielo. El silencio, interrumpido tan sólo por el chillido de los negros pájaros, crecía.
Parecía una tierra creada para irradiar desesperación. Jhary, sólo por unos momentos,
había intentado silbar alguna alegre tonadilla, pero la tierra desolada acabó por
tragarse la melodía.
—Imaginaba el Caos como un aullido, como creatividad desatinada —dijo Córum
—. Esto es peor.
—Así son los lugares cuando al Caos se le agota la imaginación —opinó Jhary—.
Últimamente, el Caos cauteriza profundamente todo aquello que tiene algo que ver
con la Ley. Busca y halla cada vez más sensaciones y maravillas vacías, hasta que no
queda nada, ni el sentido de la invención.
Caminaron hasta que les venció la fatiga y se desplomaron sobre las áridas rocas
para dormir. Cuando despertaron, fue para notar un cambio...
Los pájaros negros se habían acercado. Revoloteaban sobre ellos.
—¿De qué vivirán? —preguntó Rhalina—. No hay caza, ni vegetación. ¿Dónde
encontrarán comida?
Jhary y Córum se miraron significativamente.

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—Ven —dijo el Príncipe de la Túnica Escarlata—. Sigamos, puede que el tiempo
sea relativo, pero tengo la sensación de que si no cumplimos pronto nuestra misión,
Lywm-an-Esh caerá.
Los pájaros volaban cada vez más bajo, hasta que vieron claramente sus alas y
cuerpos velludos, los ansiosos ojuelos y los largos y viciosos picos.
Anduvieron hasta que el suelo empezó a elevarse en ángulo agudo y llegaron a las
primeras pendientes de las montañas.
Los montes se agazapaban a su alrededor como monstruos dormidos capaces de
devorarlos en cuanto despertasen. Las rocas eran cristalinas y resbaladizas y treparon
por ellas con mucho cuidado.
Los pájaros negros seguían girando por los despeñaderos y estaban
completamente seguros de que, si se volvían a dormir, les atacarían. Aquella simple
idea les impulsaba a seguir escalando.
Los espantosos chillidos aumentaban, insistiendo de un modo casi jubiloso. Por
encima de sus cabezas sentían el batir de unas alas obscenas, pero se negaron a mirar,
temiendo perder la última fracción de energía que les quedaba.
Buscaban cobijo, alguna grieta en las rocas por la que arrastrarse para defenderse
de los pájaros, cuando, repentinamente, las alimañas se lanzaron al ataque.
Se oía el suspiro de su propio aliento, el sonido de sus pies rascando entre las
rocas, confundiendo sus sonidos con el aleteo y los chillidos de los negros pájaros.
Córum miró a Rhalina y leyó en sus ojos un desesperado terror y vio cómo
lloraba mientras seguía escalando. Empezó a sospechar de Arkyn, como si éste les
hubiera enviado cínicamente a aquella baldía región para buscar su perdición.
El aleteo le llenó los oídos y sintió en la cara el frío azote del viento y el roce de
una garra sobre el casco.
Oyó un grito entrecortado, tanteó buscando la espada e intentó sacarla de la vaina.
Levantó la cabeza aterrorizado y vio una masa negra y agitada de elementos salvajes,
de chasqueantes picos, echando fuego por los ojos. Logró sacar la espada y, con la
mirada cubierta por la bruma, lanzó una estocada a los pájaros. No hirió a ninguno y
éstos siguieron graznando sardónicamente. De repente, ajena totalmente a su
voluntad, la enjoyada mano de seis dedos agarró a uno de los pájaros por la
esquelética garganta y la estrujó como había estrujado cuellos humanos. El pájaro,
sorprendido, no dio más que un chillido y murió. La mano de Kwll soltó el cuerpo
sobre la vítrea roca. Espantados, los demás pájaros se alejaron y fueron a posarse en
los despeñaderos cercanos, observando a Córum cautelosamente. Había pasado tanto
tiempo desde que la mano actuara por última vez, que Córum había olvidado sus
poderes. Por primera vez desde que destruyera el corazón de Arioch la estaba
agradecido.
Se la enseñó a los pájaros que, molestos, empezaron a graznar. Al ver el cuerpo

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muerto del pajarraco, Rhalina, que nunca antes había visto el poder de la Mano de
Kwll, miró a Córum asombrada, pero también llena de alivio. Jhary se limitó a
apretar los labios, aprovechando la pausa para sacar la espada, apoyándose con los
codos en una roca, con el gato siempre agarrado a su hombro.
Y de aquella manera descansaron pájaros y seres humanos, observándose
mutuamente bajo el silencioso cielo, entre las lomas de las silenciosas montañas. A
Córum le dio por pensar que si la Mano de Kwll les había salvado del inminente
peligro, quizá el Ojo de Rhynn diera pruebas de utilidad. Pero no se atrevía a levantar
el parche y mirar con aquel ojo lleno de poderes la extraña región de la que podía
convocar misteriosos aliados: seres muertos al cumplir sus órdenes. Ni tampoco se
atrevía a convocar a los que habían muerto por iniciativa de la Mano y del Ojo, los
caballeros de la Reina Ooresé, los caballeros Vadhagh, de su propia raza, muertos por
error. Pero algo debían hacer para superar aquel obstáculo, pues no tenían fuerzas
suficientes para resistir un ataque masivo de los pájaros, y, aunque la Mano de Kwll
pudiera defenderles de uno o dos de ellos, no podía salvar a Rhalina, ni a Jhary. Su
mano, inciertamente, se dirigió hacia el parche enjoyado.
Y apareció el horrendo ojo ajeno a él, el ojo de Rhynn, el dios muerto, por el que
se observaba un mundo todavía más espantoso que en el que se hallaban.
Córum volvió a ver una caverna y, tambaleándose en su interior, de un lado para
otro, unas turbias formas. En primer plano veía a los seres que menos deseaba ver.
Sus ojos muertos miraban en su dirección y algo de sus rostros les confería una triste
apariencia. Sus cuerpos estaban heridos, pero no sangraban, pues pertenecían al
Limbo, donde no eran criaturas muertas, aunque tampoco vivas. Les acompañaban
sus monturas, seres de cuerpos escamosos y gruesos, con los pies hendidos, con
cuernos que les salían del hocico. Eran los últimos Vadhagh, una parte perdida de la
raza que una vez habitara las Tierras de la Llama, creadas por Arioch para divertirse.
Iban vestidos, de pies a cabeza, con rojos y ceñidos ropajes, y cubiertos con capuchas
del mismo color. En las manos llevaban lanzas dentadas.
Córum no soportaba lo que estaba viendo y volvió a taparse el ojo, pero la mano
de Kwll se extendió hasta llegar a aquel Limbo, haciendo señas a los muertos
Vadhagh. Respondiendo a la invocación, aquellos cadáveres se adelantaron.
Montaron en sus bestias cornudas. Salieron de la horrible caverna deteniéndose en lo
alto de las resbaladizas lomas como una mortal cabalgata.
Los pájaros chillaban, presos de asombro y rabia, pero, por el motivo que fuese,
se negaban a volar. Se agitaban de un lado a otro y sus picos apuntaban hacia los
encarnados jinetes que avanzaban hacia ellos. Esperaron hasta que los muertos
Vadhagh estuvieron a su altura, y, sólo entonces, echaron a volar hacia el cielo.
Rhalina observaba la escena con horror.
—¡Córum! ¡Por Dios! ¿Qué porquería es ésta?

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—Una porquería que viene en nuestra ayuda —contestó Córum espantado. Luego
gritó—: ¡A por ellos!
Brazos descarnados arrojaron sus dentadas lanzas que se clavaron en los
corazones de los pajarracos. Hubo gran agitación en el aire, seguida de la caída de las
criaturas por entre las lomas.
Rhalina siguió observando a los caballeros muertos mientras desmontaban y se
dirigían a recoger su botín. Córum sabía lo que sucedía en aquel mundo cuando se
solicitaba su ayuda. Al invocar a sus víctimas anteriores, debía suministrarles las
nuevas víctimas para que las sustituyeran, liberando de aquel modo las almas de las
primeras. Córum esperaba que fuera así.
El jefe de los Vadhagh recogió dos pájaros y se los echó al hombro. Volvió una
cara medio destrozada y miró a Córum a través de sus vacías órbitas:
—Ya está hecho, amo —zumbó la voz muerta.
—Puedes marcharte —dijo Córum, medio atragantado.
—Antes de irme, debo comunicarte un mensaje, amo.
—¿Un mensaje? ¿De quién?
—De parte de Aquél-Que-Está-Más-Cerca-De-Ti-De-Lo-Que-Imaginas —
contestó el Vadhagh mecánicamente—. Dice que debes buscar el Lago de las Voces
y que, si tienes valor para atravesarlo, encontrarás ayuda.
—¿El Lago de las Voces? ¿Dónde está? ¿Quién es el ser de que hablas...?
Córum no pudo soportar la imagen del Vadhagh por más rato. Se volvió y se
cubrió el ojo con el parche. Cuando se dio la vuelta, el Vadhagh había desaparecido,
al igual que los pájaros; todos... excepto uno: el que había sido herido por la mano de
Kwll. Rhalina estaba pálida.
—Estos aliados tuyos no son mucho mejores que los seres del Caos. Me parece,
Córum, que utilizarlos nos va a corromper...
Jhary se levantó de la posición en que se encontraba antes de la llegada de los
guerreros de Córum.
—Es el Caos quien nos corrompe —dijo en voz baja quien hace que luchemos. El
Caos lo embrutece todo, incluso a aquellos que no le sirven. Eso, Señora Rhalina,
debes aceptarlo. Sé que es la verdad.
Rhalina bajó los ojos.
—Vamos a ese lago —dijo—. ¿Cuál era su nombre?
—Uno extraño —Córum echó una mirada al último pájaro muerto—. El Lago de
las Voces.
Marcharon entre las montañas, haciendo frecuentes pausas una vez eliminado el
peligro de los pájaros, pero sintiendo una nueva amenaza: la del hambre y la sed,
pues no llevaban provisiones.
Poco después, empezaron a descender; en las lomas inferiores crecía hierba y más

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allá distinguieron un lago azul, un lago tranquilo y hermoso que no parecía pertenecer
al reino del Caos.
—Es precioso —dijo Rhalina—. Quizá encontremos comida y podremos apagar
la sed.
—Sí —dijo Córum sin mucho convencimiento.
—Creo que el mensajero dijo que, para cruzarlo, necesitaríamos mucho valor —
dijo Jhary—. Me pregunto qué peligros esconde.
Cuando llegaron a las lomas herbosas dejando a sus espaldas las desapacibles
rocas, apenas podian caminar.
Descansaron un rato y descubrieron un torrente que nacía de una fuente, de modo
que no tuvieron que esperar a llegar hasta el lago para calmar la sed.
Jhary le murmuró algo a su gato, que brincó al aire y desapareció.
—¿Dónde has mandado al gato? —le preguntó Córum.
Jhary le guiñó un ojo:
—A cazar —le dijo.
Poco tiempo después, reaparecía con un conejo casi tan grande como él entre las
fauces. Lo dejó en el suelo y se marchó en busca de otro. Jhary se ocupó de encender
una hoguera y, poco tiempo después, cuando hubieron comido, se echaron a dormir
mientras uno de ellos montaba guardia.
Siguieron su camino hasta quedar a un cuarto de milla de las orillas del lago.
Fue entonces cuando Córum se detuvo, irguiendo la cabeza.
—¿Las oyes? —preguntó.
—No oigo nada —dijo Rhalina.
Jhary inclinó la cabeza.
—Sí, voces. Como un gran gentío lejano. Voces...
—Es lo que yo oigo —dijo Córum.
Se acercaron al lago, caminando por el elástico césped, mientras aumentaba el
murmullo de las voces hasta aturdirles; se taparon los oídos aterrorizados,
descubriendo el valor que les haría falta para cruzar el lago.
Aquellas palabras, aquellos murmullos, alegaciones, blasfemias, gritos, lloros,
carcajadas, brotaban de las aguas azules de aquel lago tan apacible aparentemente.
Eran sus aguas las que hablaban. Como si un millón de personas se hubieran
ahogado y continuaran hablando mientras el líquido desintegraba sus cuerpos.
Córum miraba a su alrededor, angustiado, tapándose las orejas, viendo que era
imposible bordear el lago, pues sus orillas estaban rodeadas por un pantano que no
podrían atravesar.
Se obligó a acercarse al agua y las voces de los hombres, mujeres y niños, eran
como las voces del infierno.

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—Por favor...
—Quisiera... quisiera... quisiera...
—Nadie...
—Esta agonía...
—No hay paz...
—¿Por qué?...
—Era mentira. Fui engañado...
—También yo fui engañado. No puedo...
—¡Aaaaaaah! ¡Aaaaaaah! ¡Aaaaaaah!
—Os lo ruego, ayudadme...
—Ayúdenme...
—¡Yo!
—Un destino inaguantable, sin...
—¡Ah!
—Socorro...
—Caridad...
—Sálvenla... sálvenla... sálvenla...
—Sufro tanto...
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja...
—Parecía tan espléndido, con tantas luces...
—Bestias, bestias, bestias, bestias...
—El niño, era el niño...
—Lloró toda la mañana hasta que penetró el que acechaba...
—¡Soweth! Arte Tebelio...
—Abandonado en Rendane, compuse esta melodía...
— Paz...

Y Córum vio que un barco les esperaba en la ribera del Lago de las Voces.
Se preguntó si llegarían sanos y salvos a la otra orilla.

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Segundo capítulo
El río Blanco

Córum y Jhary remaban mientras Rhalina estaba tendida en la proa, llorando. Con
cada tirón de los remos, el agua se enturbiaba y, en vez de salpicar, rompía contra la
barca con un murmullo de voces. Notaron que no procedían de debajo del agua sino
del agua en sí, como si cada gota contuviese un alma humana que expresase el dolor
y el terror de su situación. Córum no podía dejar de preguntarse si todos los lagos
existentes serían igual y este el único que podían oír. Intentó expulsar de su mente tal
especulación.
—Quisiera que... -Sí... —Podría...
—Amor... amor... amor...
—Tristes y calmosos cantos, buscando almas tan dulces, tan...
—¡Basta! ¡Basta! —dijo Rhalina, pero las voces siguieron y Córum y Jhary
continuaron remando, cada vez más fuerte; se leía dolor en sus labios.
—Quisiera... quisiera... quisiera...
—Enroscar como un gato jugando, el tiempo de condena de mi...
—Otra vez... otra vez... otra vez...
—¡Socorro!
—¡Soltadnos!
—¡Dadnos la paz! ¡Paz!
—Por favor... por favor... por favor... por favor...
—Salida sin recurso...
—Frío...
—Frío...
—Frío...
—¡No podemos ayudaros! —suspiró Córum—. ¡Nada podemos hacer!
Rhalina empezó a chillar.
Sólo Jhary-a-Conel permaneció con los labios cerrados, mirando a la nada,
moviendo el cuerpo de atrás hacia adelante, siguiendo el ritmo de sus brazos.
—¡Oh, salvadnos!
—¡Salvadme!
—El niño... el niño...
—Malo, loco, triste, alegre, malo, triste, loco, alegre, loco, malo, alegre, triste...
—¡Silencio! ¡No podemos hacer nada!
—¡Córum, Córum! ¡Detenlos! ¿No conoces ningún hechizo que pueda hacer
callar estas voces?

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—Ninguno.
—¡Aaaaaah!
—Oorum canish, oorum canish, oorum canish, sashan foroom, alann, alann,
alann, oorum canish, oorum canish...
—¡Ja, ja, ja, ja...!
—Nadie, nada, ninguna parte, inútil miseria, ¿qué pretende, a quien
beneficiaría?
—Susurro suave, susurro bajo, susurro susurro...
—No, no, no, no, no, no...
Córum soltó una mano del remo y se golpeó la cabeza, como intentando apartar
de sí las voces.
Rhalina se había desplomado en el fondo de la barca y Córum era incapaz de
distinguir sus lloros y quejidos de los demás.
-¡Alto!
—Alto, alto, alto...
—Alto...
—Alto...
—Alto...
A Jhary le corrían las lágrimas por la cara, pero seguía remando, sin alterar ni un
segundo el ritmo de su marcha. Sólo el gato parecía estar a sus anchas. Sentado entre
Córum y su amo, se lavaba las patas. Para el gato, el agua del lago era como
cualquier otro tipo de agua, algo de lo que debía mantenerse cuanto más lejos mejor.
De vez en cuando, miraba preocupadamente por la borda, pero no hacía nada.
—Socorro, socorro, socorro...
Luego, una voz más profunda, amable, tranquila, agradable, cortó a las demás y
dijo:
—¿Por qué no os unís a ellos? Os evitaría toda esta miseria. Lo único que debéis
hacer es dejar de remar, abandonar el barco y penetrar en el agua, relajándoos,
uniéndoos a los demás. ¿Por qué sois tan orgullosos?
—¡No! ¡No le hagáis caso! ¡Escuchadme a mí!
—¡Escuchadnos a nosotros!
—¡Escuchadme a mí!
—No le hagáis caso. Están realmente felices. Sólo que vuestra visita les molesta.
Quisiera que os unieseis a ellos. Unios. Unios. Unios.
—¡No, no, no!
—¡No! —gritó Córum. Arrancó el remo de la agarradera y empezó a golpear las
aguas del lago—. ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!
—¡Córum! —Jhary habló por vez primera. Se agarró a la borda mientras el barco
cabeceaba de un lado para otro. Rhalina levantó la cabeza aterrorizada—. ¡Córum!

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Empeoras las cosas. ¡Nos destruirás si caemos al lago! —gritó Jhary.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!
Con una mano sobre su remo, Jhary estiró el brazo y tiró del manto de Córum.
—¡Córum! ¡Desiste!
Repentinamente, Córum se sentó, observando a Jhary como si fuera su enemigo.
Luego, su expresión se enterneció y colocó el remo en su sitio; se puso a remar. La
orilla se acercaba.
—Debemos llegar a la orilla —dijo Jhary—. Es la única manera de escapar de las
voces. Debes aguantar un poco, un poco más...
—Sí —dijo Córum—. Sí... —volvió a remar, evitando mirar las torturadas
facciones de Rhalina.
—Serpientes desintegradas durmiendo y viejos búhos y halcones hambrientos son
los recuerdos que tengo de Charatatu...
—Unios a ellos y a esos fabulosos recuerdos que pueden compartir. Únele,
Príncipe Córum, Lady Rhalina, Sir Jhary. Unios.
—¿Quién eres? —preguntó Córum—. ¿Fuiste tú quien les hizo esto?
—Soy la Voz del Lago de las Voces, nada más. Soy el verdadero espíritu del Lago.
Ofrezco paz y unión con todos nuestros compañeros. No escuchéis a los infelices, que
son minoría. Serán infelices estén donde estén. Siempre hay gente así.
—No, no, no...
Y Córum y Jhary remaron todavía con más fuerza hasta que el barco llegó a la
orilla; el agua se agitó furiosamente y brotó un inmenso surtidor que empezó a gemir
y rugir y chillar y gritar.
—¡NO! ¡NO SERÉ DERROTADO! ¡SOIS MÍOS! ¡NADIE ESCAPA DEL
LAGO DE LAS VOCES!
El surtidor tomó forma y vieron un rostro feroz y atormentado, un rostro cargado
de rabia. Se formaron manos que se alargaron para alcanzarles.
-¡SOIS MÍOS! ¡CANTARÉIS CON LOS DEMÁS! ¡FORMARÉIS PARTE DE
MI CORO!
Los tres se dejaron caer por la borda y se lanzaron hacia la orilla
apresuradamente, mientras que, a sus espaldas, la forma del surtidor aumentaba de
volumen y la voz rugiente subía de tono.
-¡SOIS MÍOS! ¡ME PERTENECÉIS! ¡NO PERMITIRÉ QUE OS MARCHÉIS!
Pero mil voces, diminutas, murmuraban:
—Corred... deprisa... nunca volváis... corred... corred... corred...
-¡ALTO! ¡TRAIDORES!
Y se detuvieron las voces, y se hizo el silencio hasta que la criatura habló de
nuevo.
-¡NO! ¡HABÉIS DISIPADO LAS VOCES, MIS VOCES! ¡MIS FAVORITOS!

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¡DEBERÉ FORMAR NUEVAMENTE MI CORO! ¡HICISTEIS QUE LES
DESTERRARA! ¡VOLVED! ¡VOLVED!
Y la criatura se hizo todavía más grande, mientras ellos corrían cada vez más
deprisa, intentando evitar sus grandes manos acuosas.
Y, repentinamente, se puso a gritar, dando vueltas sobre sí misma, y se desplomó
en el lago cuando no pudo aguantar su propio peso. Vieron cómo gesticulaba, furiosa,
y luego vieron cómo se hundía, dejando el lago tan tranquilo como cuando lo vieron
por primera vez.
Las voces había desaparecido. Se tranquilizaron las almas. Entre los tres habían
conseguido terminar con el hechizo que ejercía el monstruo sobre sus cautivos, pues,
sin querer, le habían hecho callar.
Tras suspirar profundamente, Córum se echó sobre la hierba:
—Se acabó —dijo—. Esas pobres almas ya han alcanzado la paz...
Cuando vio el pánico que se reflejaba en la cara del gato, sonrió, dándose cuenta
de lo horrible que debía haber sido la última experiencia para el pequeño animal.
Después de un corto descanso, subieron la colina y vieron un desierto.
Era un desierto oscuro, dividido por un río. Pero el río, parecía no tener agua. Era
blanco, como de leche, y se esparcía anchuroso a través del oscuro paisaje.
Córum suspiró.
—Parece interminable.
—Mira —dijo Rhalina señalando el horizonte—. Un jinete.
Por la cima de una colina, avanzando hacia ellos, se aproximaba un hombre y su
montura. Iba hundido en la silla y no les había visto, sin embargo, Córum y sus
compañeros desenvainaron las espadas.
El jinete cabalgaba a duras penas, como si llevase días sin descansar.
Vieron que el caballero iba dormido en la silla, con el peto de cuero gastado y
remendado, con una espada colgando de una correa que llevaba atada a la muñeca
derecha; sujetaba las riendas con la mano izquierda. Su trasnochado rostro no
indicaba edad, tenía la nariz aguileña y la barba y cabello hacía tiempo que no habían
sido cortados. Parecía un hombre pobre, aunque del pomo de la silla colgaba una
corona que, por empolvada que estuviera, no dejaba de ser de oro y piedras preciosas.
—¿Será un ladrón? —preguntó Rhalina—. ¿Habrá robado esa corona y estará
escapando con ella?
A unos dos metros de distancia, el caballo se detuvo, observándoles con cansina
mirada. Se inclinó y empezó a pacer en la hierba.
El caballero se despertó y abrió los ojos. Después de frotárselos, echó una ojeada
a su alrededor e, ignorándoles, se puso a conversar consigo mismo.
—Salud, señor —dijo Córum.
El hombre delgado torció los ojos y miró a Córum nuevamente. Tomó de la

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espalda una cantimplora y echó la cabeza hacia atrás para beber con verdadera ansia.
Luego, volvió a colocarse la cantimplora.
—Salud —repitió Córum.
El caballero inclinó la cabeza.
—Sí —dijo.
—¿De dónde venís? —preguntó Jhary—. Estamos perdidos y nos gustaría que
nos dijeseis, por ejemplo, qué hay después de esa oscura explanada...
El hombre suspiró y miró hacia la llanura, hacia el tortuoso río.
—Ése es el Valle de la Sangre —dijo—. El río se llama Río Blanco, y a veces Río
de Leche; pero no es de leche...
—¿Por qué se llama Valle de la Sangre? —preguntó Rhalina.
El hombre se estiró y frunció el ceño.
—Porque es un valle y está cubierto de sangre, señora. Ese color oscuro es sangre
seca, la sangre derramada hace un siglo en una bátala olvidada entre la Ley y el Caos.
—¿Qué hay más allá? —dijo Córum.
—Muchas cosas, pero ninguna agradable. Desde que el Caos conquistó este
mundo, no queda en él nada agradable.
—¿No seréis partidario del Caos?
—¿Por qué habría de serlo? El Caos me desposeyó de todo. Me desterró. Me
matarían si me cogiesen, pero no he dejado de moverme y todavía no me han
encontrado. Quizá algún día...
Jhary, al igual que sus compañeros, se presentó:
—Buscamos un sitio llamado la Ciudad en la Pirámide —le dijo al hombre.
El caballero se echó a reír.
—También yo. Pero no creo que exista. Me parece que es el propio Caos quien
fomenta la creencia de su existencia para dejar alguna esperanza a sus enemigos,
cuando en realidad no quiere más que su perdición. Me llamo el Rey sin País. Una
vez, mi nombre fue Noreg-Dan y goberné mis hermosas tierras, creo que justa y
prudentemente. Pero, con la llegada del Caos, sus seguidores destruyeron tanto mi
nación como a mis hombres; a mí me dejaron vivo para que buscara esa mítica
ciudad...
—¿Eso quiere decir que no creéis en la existencia de la Ciudad en la Pirámide?
—Hasta ahora no la he encontrado.
—¿Podría estar al otro lado del Valle de la Sangre? —preguntó Córum.
—Puede, pero no estoy tan loco como para atravesarlo, pues no es imposible que
no termine nunca; y, además, vosotros, yendo a pie, tendréis menos posibilidades que
yo. No es que me falte valor —dijo el rey Noreg-Dan—, pero me queda algo de
sentido común. Si hubiera leña podría construirse un barco y atravesar el desierto por
el río, pero no la hay...

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—Pero sí que hay un barco —dijo Jhary-a-Conel.
—¿Sería sensato volver al Lago de las Voces? —indagó Rhalina.
—¡El Lago de las Voces! —El rey Noreg-Dan sacudió la enmarañada cabeza—.
No vayáis allí, las voces os arrastrarán.
Córum explicó lo ocurrido y el Rey sin País le escuchó atentamente. Luego, con
un gesto cargado de admiración, sonrió. Desmontó y se acercó a Córum:
—Señor, sois una extraña criatura, con esa mano y ese parche en el ojo y esa rara
armadura, pero sois un héroe y os felicito; os felicito a todos vosotros. —Luego, se
dirigió a los demás—: Yo diría que bien vale un paseo recobrar el barco de
Freenshak. Podríamos usar mi caballo para subirlo hasta aquí.
—¿Freenshak? —dijo Jhary.
—Es uno de los nombres del monstruo que visteis. Un trasgo de las aguas
particularmente poderoso que vino cuando Xiombarg tomó dominio de este reino.
¿Intentaremos rescatar el barco?
—Sí —sonrió Córum—. Lo intentaremos.
Algo nerviosos, volvieron a la orilla del lago, pero, a todas luces, Freenshak
seguía vencido; sin ningún problema lograron atar el barco al caballo y consiguieron
subirlo por la colina. Córum encontró un cajón con una vela y vio que, repartido en
trozos a lo largo de uno de los costados, había un pequeño mástil.
Mientras preparaban el barco, le dijo al rey Noreg-Dan:
—¿Y vuestro caballo? No habrá sitio...
Noreg-Dan suspiró profundamente:
—Será una pena, pero tendré que abandonarlo. Creo que estará más a salvo solo
que conmigo y, además, supongo que merece un descanso, ya que me ha servido
fielmente desde que me forzaron a abandonar mis tierras.
Noreg-Dan le quitó el atalaje y lo colocó en el barco. Luego vino el duro trabajo
de arrastrar la embarcación por aquella tierra ocre (más desagradable que nunca, pues
ya sabían lo que era) hasta llegar a la orilla más cercana del Río Blanco. El caballo
observaba la operación desde lo alto de la colina; luego, se alejó. Noreg-Dan inclinó
la cabeza y cruzó los brazos.
Todavía no se había movido el sol en el cielo y seguían sin tener idea del tiempo
transcurrido.
El líquido del río era más denso que el agua y Noreg-Dan les aconsejó que no lo
tocaran.
—Puede que tenga algún efecto corrosivo sobre la piel —dijo.
—Pero, ¿qué es? —preguntó Rhalina mientras salían e izaban la vela—. Si pudre
la piel, ¿no pudrirá el barco?
—Sí —dijo el Rey sin País—. Más adelante. Ojalá hayamos cruzado el desierto
cuando eso ocurra.

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Se volvió para mirar dónde había quedado el caballo, pero el animal ya había
desaparecido.
—Algunos dicen que así como la tierra es sangre seca de los mortales, el río es la
sangre de los dioses que fue derramada en la batalla y que no se secará nunca.
Rhalina señaló a lo alto de la colina.
—Pero eso no puede ser. Viene de un sitio e irá a algún sitio.
—Aparentemente...
—¿Aparentemente?
—Esta tierra está dominada por el Caos —recordó.
Soplaba una ligera brisa algo más rápida y no tardaron en perder de vista las
colinas, quedando rodeados por el Valle de Sangre.
Rhalina durmió un largo rato y los demás, por turno, también, pues no había otra
cosa que hacer. Cuando Rhalina despertó por tercera vez y comprobó que seguía
viendo el Valle de Sangre, dijo:
—Tanta sangre derramada. Tanta...
El barco navegaba por el río lechoso mientras el rey Noreg-Dan les contaba
algunas de las cosas que la llegada de Xiombarg había acarreado a aquella región.
—Todas las criaturas que no fueron leales al Caos fueron destruidas, y si no era
así, les hacían alguna jugarreta, como a mí. Los Señores de las Espadas son famosos
por sus trampas. Desataron todos los impulsos degenerados y viciosos de los
mortales, y, así llegó el horror a este mundo. Mi mujer y mis hijos fueron... —Se
calló—. Todos sufrimos, pero de eso hace un año o un siglo, no lo sé, pues una de las
cosas que hizo Xiombarg fue detener el sol para que no supiéramos cuánto tiempo
transcurría...
—Si el Reino de Xiombarg empezó al mismo tiempo que el de Arioch, hace ya
más de un siglo, rey Noreg-Dan —dijo Córum.
—Parece que en efecto Xiombarg hubiera abolido el tiempo en estas planicies —
dijo Jhary—. De un modo relativo, claro. Lo ocurrido aquí aconteció en el mismo
momento en que la gente estuvo de acuerdo con ello...
—Así es —contestó Córum—. Pero, decidnos, rey Noreg-Dan, ¿qué habéis oído
contar de la Ciudad en la Pirámide?
—Originalmente, pienso que no estaba en este Plano, sino que existía en uno de
los planos que ahora forman el reino de Xiombarg. Intentando huir del Caos, se
trasladó de un Plano a otro, hasta que tuvo que detenerse para contener los ataques de
Xiombarg. He oído que con esos ataques ha perdido mucha energía. Quizá por esa
razón, yo, y otros como yo, tenemos derecho a la existencia. No lo sé.
—¿Hay otros?
—Sí. Hay más vagabundos. Por lo menos los había. Quizá Xiombarg ya haya
dado con ellos.

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—O quizá hayan encontrado la Ciudad en la Pirámide.
—Quizá.
—Xiombarg está concentrándose para observar los acontecimientos de los
próximos Planos —dijo Jhary—. Quiere ver el resultado de la batalla entre los
servidores del Caos y los de la Ley.
—Tanto mejor para vos, Príncipe Córum —dijo Noreg-Dan—. Si supiera que el
hombre que mató a su hermano está en un lugar donde ella puede destruirle...
—No hablemos de eso —dijo Córum.
El Río Blanco seguía interminablemente, y empezaron a pensar que quizá ni el río
ni el Valle de Sangre tuvieran fin en aquella tierra sin Tiempo.
—¿Tiene algún otro nombre la Ciudad en la Pirámide? —preguntó Jhary.
—¿Crees que sea tu Tanelórn? —dijo Rhalina.
Jhary sonrió y sacudió la cabeza.
—No. Conozco Tanelórn y esa descripción no encaja con ella.
—Hay quien dice que está construida en una enorme pirámide sin características
especiales —les dijo Noreg-Dan—. Otros, que simplemente tiene la forma de una
pirámide. Me temo que existen muchos mitos sobre esa ciudad.
—No creo haber visto ninguna ciudad parecida a lo largo de mis viajes —dijo
Jhary.
—A mí me recuerda a una de esas inmensas ciudades celestes como la que cayó
en el valle de Broggfythus durante la última batalla entre los Vadhagh y los
Nhadragh. Existen en nuestras leyendas y, al menos una, realmente, pues sus restos
estaban cerca del castillo de Erórn, donde nací. Tanto los Vadhagh como los
Nhadragh poseían esas ciudades para poder trasladarse de un Plano a otro. Pero
cuando concluyó esa fase de nuestra historia y empezamos a vivir tranquilamente en
nuestros castillos...
Se detuvo para eludir el tema, que sólo le traía amargura.
—Puede que sea una ciudad igual a las que os digo —dijo en voz baja.
—Me parece que debemos desembarcar —dijo Jhary alegremente.
—¿Por qué? —preguntó Córum, de espaldas a la proa.
—Porque el Río Blanco y el Valle de Sangre parece que han terminado.
Córum miró e instintivamente se puso en guardia: se dirigían hacia un acantilado.
El valle terminaba como si lo hubieran partido con un gigantesco cuchillo y el líquido
del Río Blanco se precipitaba por el abismo.

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Tercer capítulo
Las bestias del abismo

El Río Blanco espumeaba y caía estruendosamente. Córum y Jhary sacaron los


remos para guiar el barco hasta la orilla.
—¡Prepárate para saltar, Rhalina! —gritó Córum.
De pie, apoyado contra el mástil, Noreg-Dan equilibraba la barca. La corriente era
fortísima y el barco, con el flujo de la marea, se desviaba de su objetivo. Córum
empezó con un remo y estuvo a punto de caer al agua. El sonido del torrente ahogaba
sus voces. El abismo se acercaba y les faltaba ya muy poco para que se precipitaran
por el acantilado. Córum lo veía a través de la neblina; debían estar a una milla de
distancia.
El barco rozó la orilla y Córum gritó:
—¡Rhalina, salta!
Y la dama saltó, seguida de Noreg-Dan, braceando. Aterrizó sobre el sangriento
polvo, desplomándose. Luego saltó Jhary. Pero el barco volvía de nuevo al centro de
la corriente y fue a caer en aguas bajas, esforzándose por llegar a la orilla, gritándole
a Córum que saltara.
Córum se acordó de la advertencia de Noreg-Dan sobre las características del
líquido blanco, pero no le quedaba más remedio que lanzarse al agua; con la boca
bien cerrada, anclado al fondo del río por el peso de la armadura, anduvo por él hasta
la orilla.
Con la carga de su armadura, luchó contra la corriente y sus pies tardaron muy
poco tiempo en llegar a la ribera. Subió a tierra, temblando, con gotas blanquecinas
chorreando de su cuerpo.
Jadeando sobre la orilla vio cómo el barco llegaba al borde del abismo y
desaparecía.
Siguieron tambaleantes por la orilla de la garganta, entre el ocre polvo que les
llegaba hasta los tobillos, y, tan pronto como disminuyó el rugido del torrente,
hicieron una pausa para estudiar su situación.
El abismo parecía interminable. Alcanzaba ambos horizontes y era evidente que
no había sido creado por la naturaleza, pues sus bordes eran rectos y sus laderas
rugosas. Era como si se hubiera previsto que corriera un enorme canal entre los dos
acantilados. Un canal de una milla de ancho y una milla de alto. Desde la orilla,
contemplaron el abismo. Por un momento Córum se sintió dominado por el vértigo y
retrocedió. Las paredes del acantilado eran del mismo marrón obsidiana que tenían
los montes que cruzaran anteriormente, pero totalmente lisos. Abajo, mucho más

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abajo, se movía algo parecido a un vapor amarillento, falseando el fondo, si es que
tenía fin aquella caída. Los cuatro personajes se sentían como enanos ante la
inmensidad de aquel escenario. Miraron hacia atrás, hacia el Valle de Sangre,
interminable y sin puntos de referencia. Intentaron ver algún detalle del acantilado de
enfrente, pero estaba demasiado lejos. Una turbia neblina cubría el sol de mediodía.
Las figurillas siguieron avanzando por el borde, lejos del Río Blanco.
Córum se dirigió a Noreg-Dan:
—¿Habíais oído hablar antes de este sitio, rey Noreg-Dan?
El antiguo monarca sacudió la cabeza.
—Nunca supe realmente lo que había al otro lado del Valle de Sangre, pero no me
esperaba esto. Quizá sea nuevo...
Jhary acarició a su gato entre las orejas.
—Es la clase de cosas que haría la Reina del Caos, aunque sospecho que
prepararía algo peor para el asesino de su hermano.
—Puede que no sea más que el principio —dijo Rhalina —y que sea sólo un paso
hacia su verdadera venganza...
—No creo —insistió Jhary—. He luchado contra el Caos de muchas maneras y en
muchos lugares y sé que son impetuosos. Si supiera quien es Córum, ya habría
considerado su postura. No, sigue concentrándose en los sucesos de nuestros Planos.
Eso no quiere decir que no estemos en peligro —agregó con una pequeña sonrisa.
—En peligro de morir de hambre —dijo Córum—. Aunque no sea más que eso.
Este sitio es bastante estéril. Y no hay caminos ni hacia abajo, ni hacia adelante, ni
hacia atrás...
—Debemos seguir caminando hasta que encontremos un camino que nos lleve o
hacia adelante o hacia abajo —le dijo Rhalina—. ¿Terminará en alguna parte este
abismo?
—Quizá —dijo Noreg-Dan frotándose la delgada cara—. Pero os recuerdo que
esta región está por completo en poder del Caos. Por lo que me habéis contado del
Reino de Arioch, entiendo que nunca gozó del poder que tiene Xiombarg. Fue el
menor de los Señores de las Espadas. Pero dicen que el Rey de las Espadas,
Mabelode, es todavía más poderoso que ella, que ha transformado su reino en una
sustancia constantemente en mutación, que cambia de forma en menos tiempo del
que necesita para pensarlo...
—Rezaré por no tener que visitar a Mabelode —murmuró Jhary—. Esta situación
me espanta ya bastante. Conozco el Caos total y no me gustó mucho.
Siguieron caminando por el borde del inalterable abismo.
Pese al aturdimiento, al cansancio y la monotonía, Córum se percató de que el
cielo estaba oscureciéndose. Miró hacia arriba. ¿Se movía el sol?
Pero el sol parecía guardar la misma posición. Una nube negra había aparecido

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repentinamente y fluía a través del cielo, hacia el otro lado del abismo. No podía
distinguir si era una manifestación de hechicería o si se trataba de un fenómeno
natural. Se detuvo. Hacía más frío. Los demás, poco a poco, también advirtieron las
nubes.
A Noreg-Dan le bailaban los ojos. Se echó el abrigo de cuero sobre los hombros y
se lamió los barbudos labios. De repente, el gato de Jhary dio un brinco y empezó a
revolotear por la garganta, casi fuera de su vista. También Jhary parecía perturbado,
pues el gato no actuaba como de costumbre. Rhalina se acercó a Córum y le agarró
del brazo. El Príncipe la abrazó por los hombros mientras miraba el cielo, observando
las flámulas nubosas que se arrojaban de la nada a la nada.
—¿Visteis alguna vez algo parecido, rey Noreg-Dan? —gritó Córum a través de
las tinieblas—. ¿Tiene algún significado?
Noreg-Dan negó con la cabeza.
—Nunca he visto nada parecido. Pero sí tiene un significado: es un presagio, me
temo que de algún peligro del Caos. He presenciado visiones parecidas.
—Mejor que nos preparemos para lo que pueda ocurrir. —Córum desenvainó la
espada Vadhagh y se echó el manto hacia atrás para descubrir su plateada armadura.
Los demás también desenvainaron y se dispusieron a esperar, al borde de la
gigantesca sima, la próxima amenaza.
Bigotes, el gato, volvía. Maullaba agudamente, como si les apremiase. Había
visto algo en el abismo. Se adelantaron y se asomaron por el borde.
Una sombra rojiza se movía entre la amarillenta neblina. Poco a poco empezó a
emerger y, según subía, pudieron lentamente definir su forma.
Volaba con la ayuda de unas alas encarnadas que se hinchaban, sonriendo con
malicia, como un tiburón. Parecía un ser acuático y la manera de volar lo confirmaba:
sus lentas alas fluctuaban como si estuvieran sumergidas en un líquido. Su boca
exhibía una hilera tras otra de colmillos, y su cuerpo era tan enorme como el de un
toro grande; las alas tendrían unos treinta pies de envergadura.
Emergió del abismo, abriendo y cerrando la boca, saboreando de antemano su
banquete. Sus ojos dorados ardían de hambre y rabia.
—Es el Ghanh —dijo Noreg-Dan desesperado—. Fue el Ghanh quien dirigió al
Caos contra mi tierra. Es una de las criaturas favoritas de la Reina Xiombarg. Nos
devoraría antes de que nuestras espadas lograsen darle ni un solo tajo.
—En este Plano, ¿se llama Ghanh? —dijo Jhary interesado—. Lo he visto antes,
si mal no recuerdo, y lo he visto destruido.
—¿Cómo fue destruido? —preguntó Córum mientras
el Ghanh se acercaba.
—De eso no me acuerdo.
—Si nos dispersamos, tendremos más oportunidades —dijo Córum alejándose del

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acantilado—. ¡Aprisa!
—Si me permites una sugerencia, amigo Córum —dijo Jhary, mientras retrocedía
—, creo que tus amigos del otro mundo podrían sernos útiles en esta situación.
—Nuestros aliados son ahora esos pájaros negros contra los que luchamos en las
montañas. Podrían derrotar al Ghanh...
—No me parece inadecuado probarlo.
Córum tiró del parche y se asomó al otro mundo.
Allí estaban. Una línea de pajarracos aberrantes, cada uno de ellos con la señal de
una lanza Vadhagh sobre el pecho. Vieron a Córum y le reconocieron. Uno de ellos
abrió el pico y chilló de un modo tan desesperado que Córum casi se apiadó de él.
—¿Podéis oírme? —preguntó.
Escuchó la voz de Rhalina.
—¡Está casi encima nuestro, Córum!
—Te oímos, amo. ¿Tienes nuestra recompensa? —preguntó uno de los pájaros.
Córum se estremeció.
—Sí, si lográis alcanzarlo.
La Mano de Kwll se extendió hasta la tenebrosa caverna y les hizo señales a los
pájaros. Los animales echaron a volar con un siniestro crujido.
Volaron al mundo de Córum y sus compañeros, que esperaban al Ghanh.
—Allí —dijo Córum—. Aquélla es vuestra recompensa.
Los pájaros lanzaron sus cuerpos heridos, vivos en la muerte, hacia el cielo y
empezaron a rondar alrededor del Ghanh, mientras éste se acercaba a la orilla de la
garganta, abriendo la boca y berreando de manera estridente al ver a los cuatro
mortales.
—¡Corred! —gritó Córum.
Echaron a correr, con el Ghanh a sus espaldas, que estaba decidiendo cuál sería el
primer humano que devoraría.
Córum se atragantó cuando sintió la caricia del hálito del monstruo y olió la
fetidez de su aliento. Echó una mirada hacia atrás. Recordó lo cobardes que habían
demostrado ser los pájaros anteriormente, tanto que no se decidieron a atacarle.
¿Tendrían valor para atacar al Ghanh y librarse de aquel modo del Limbo?
Los pajarracos se habían lanzado hacia abajo a una velocidad increíble. El Ghanh
no se había dado cuenta y gritó de sorpresa cuando, le atravesaron la cabeza con los
picos. Dio una dentellada y agarró dos de los cuerpos en la boca. Pese a estar medio
triturados por el monstruo, seguían lanzando picotazos, pues a los muertos no se les
puede volver a quitar la vida.
El Ghanh aleteó cerca del suelo y una nube de polvo se elevó a su alrededor.
Córum y los demás veían el combate a través de una cortina de niebla. El Ghanh
saltaba, se retorcía, gruñía y chillaba, pero los picos atravesaban su cráneo de manera

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implacable. El Ghanh se encabritó y cayó de espaldas. Retorcía las alas y se envolvía
con ellas para protegerse la cabeza, tambaleándose de un lado para otro. Los pájaros
aletearon y volvieron a bajar, intentando posarse sobre el gusano, mientras éste se
retorcía expulsando una sangre verdosa que se mezclaba con el polvo ocre de la
tierra.
De repente empezó a rodar por el borde del abismo. Los cuatro viajeros se
adelantaron para ver qué ocurría; el remolino de polvo les quemaba los ojos y les
impedía respirar. Vieron caer al Ghanh, con las alas abiertas frenando la caída,
mientras los pájaros seguían picoteando su desnudo cráneo.
La neblina amarilla se los tragó a todos.
Córum esperaba, pero nada volvió a emerger.
—¿Quiere decir eso que ya no nos quedan aliados en el otro mundo, Córum? —
preguntó Jhary—. Si los pájaros no lograron llevarse su presa...
Córum movió la cabeza.
—Lo mismo me pregunto yo.
Levantó el parche y vio que la extraña gruta helada estaba desierta.
—Ahí dentro no quedan aliados.
—Un callejón sin salida. Ni han matado al Ghanh ni han sido destruidos —dijo
Jhary-a-Conel—. Al menos hemos evitado este peligro. Démonos prisa.
Las nubes oscuras ya no corrían a través del cielo, pues se habían detenido,
ocultando la luz del sol. A trompicones, siguieron hacia adelante bajo el lóbrego velo.
Córum observó que Jhary no había dejado de pensar desde que los pájaros
desaparecieron con el Ghanh. Finalmente dijo:
—¿Qué es lo que te preocupa, Jhary-a-Conel?
El hombre se caló el sombrero y apretó los labios.
—Estaba pensando que si no mataron al Ghanh y, en vez de eso, ha vuelto a su
guarida, y si como dice Noreg-Dan, es el favorito de la Reina Xiombarg, me parece
que ella va a estar al tanto de nuestra presencia aquí y que, sin duda, hará algo para
castigarnos por el daño que le hemos causado a su preferido.
Córum se quitó el casco y se pasó la mano por el cabello. Miró a los demás, que
se habían detenido para escuchar a Jhary.
—Es cierto —dijo con un suspiro el Rey sin País—. Debemos estar preparados
para recibirla de un momento a otro. A menos que sepa que es el destructor de su
hermano el que está en su reino, pensará que somos un grupo de presuntuosos
humanos y mandará a alguno de sus esbirros.
Rhalina encabezaba la comitiva. Apenas iba pendiente de la conversación. Señaló
hacia adelante:
—¡Mirad! ¡Mirad! —gritó.
Corrieron a su lado y vieron que señalaba hacia un lugar situado al borde del

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abismo: una hendidura cuadrada tallada en la roca, poco mayor que un hombre. Se
amontonaron a su alrededor y vieron que una escalera bajaba hacia la profunda
neblina. Los escalones apenas tenían un pie de ancho y descendían bordeando el
muro del acantilado para luego perderse en la lejana bruma. Si se fallaba un escalón
se caía al abismo.
Córum observó la escalera. ¿Había aparecido repentinamente? ¿Era un truco de la
Reina Xiombarg? ¿Desaparecerían los escalones a mitad de camino, si es que
llegaban hasta la mitad?
La única alternativa era seguir por el borde del abismo y quizá volver al Río
Blanco. Córum sospechaba que el Valle de Sangre era circular y que contenía las
montañas y el Lago de las Voces y que el abismo se extendía a su alrededor.
Córum suspiró y apoyó un pie en el primer escalón, pegándose a la roca. Luego
siguió bajando.
Las cuatro figurillas avanzaron poco a poco, bajando los resbaladizos peldaños
hasta que lo alto del abismo quedó en tinieblas y la parte de abajo fue iluminada por
la neblina amarilla. Les rodeaba un preocupante silencio. No se atrevían a hablar, ni a
hacer nada que rompiera la concentración con que descendían, mientras aumentaba
su vértigo y atracción por las profundidades. Temblaban, tanto por la roca helada
como por la incertidumbre de su equilibrio.
Y, luego empezaron, a oírlos: ecos. Cloqueos, gruñidos, silbidos, bufidos que
aumentaban a medida que bajaban.
Córum se detuvo y se volvió; Rhalina iba detrás de él y, luego, Jhary y, por
último, el Rey sin País.
El primero que habló fue Noreg-Dan.
—Conozco ese ruido —dijo—. Lo he oído antes.
—¿Qué es? —preguntó Rhalina.
—Es el ruido que hacen las criaturas de Xiombarg. Hablé del Ghanh que dirigió
el grupo del Caos. Pues ése es el ruido de su grupo. Teníamos que haber supuesto lo
que habría más allá de la neblina.
Córum sintió que un horrible frío le dominaba. Se asomó al abismo donde
esperaban las ocultas Bestias.

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Cuarto capítulo
Los carros del caos

—¿Qué hacemos? —susurró Rhalina—. ¿Qué podemos hacer?


Córum no decía nada. Guardaba el equilibrio y, ayudándose de la mano enjoyada,
sacó la espada. Mientras el Ghanh viviera y siguiera luchando contra los pájaros no
recibiría ninguna ayuda del otro mundo.
Córum inclinó la cabeza. Junto al rechinar que procedía del fondo, llegaba hasta
ellos otro sonido familiar. Se confundía con los bufidos y gruñidos y rugidos que
nacían de la bruma.
—No nos queda otra alternativa —dijo tras un largo silencio—. Debemos
continuar y esperar que pronto lleguemos al final. Cuando terminemos de bajar,
estaremos menos expuestos y podremos luchar contra eso. Contra lo que hace esos
ruidos.
Cautelosamente, siguieron bajando, acechando la aparición del primer signo de
las Bestias.
Córum llegó al fondo antes sin darse cuenta. Había descendido durante tanto
tiempo, que se había acostumbrado al roce de los escalones bajo sus pies. Ya no
existían los peldaños, sino un suelo irregular lleno de guijarros; pero no se veía
ningún ser viviente.
Sus compañeros llegaron junto a él. Seguían escuchándose los gruñidos y
bufidos, y sintieron un mal olor que llegaba nítidamente hasta ellos, pero el origen de
los ruidos y del olor seguía invisible.
Finalmente, Córum los vio.
—¡Por la Espada de Elric! —murmuró Jhary—. ¡Es la Caravana del Caos! ¿Por
qué no lo pensé antes?
De la bruma emergían unas bestias reptilescas arrastrando pesadas carrozas.
Acarreaban cantidad de criaturas, y algunas bestias montaban en otras. Cada uno de
los seres era la parodia de un ser humano; todos vestían armaduras y llevaban algún
tipo de arma. Eran como cerdos, perros, vacas, ranas, caballos, unos más deformes
que otros, pero todos eran animales transformados en caricaturas de la Humanidad.
—¿Ha sido el Caos quien ha convertido a estas bestias en lo que son? —preguntó
Córum.
—¿Qué quieres decir?
El Rey sin País tomó la palabra.
—Estas bestias —dijo— fueron humanos. Muchas de ellas eran hombres míos
antes de que se unieran al Caos, pensando que era más poderoso que la Ley...

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—Esta transformación, ¿es su recompensa? —preguntó Rhalina asqueada.
—Probablemente, no se dan cuenta del cambio —le dijo Jhary en voz baja—.
Están demasiado degenerados para recordar su existencia anterior.
El crujido de los carros con los sonidos de sus berreantes tripulantes, se acercaba.
No les quedó más solución que escapar corriendo de los carros por el suelo
desigual, empuñando las espadas, tosiendo por el hedor y la pegajosa bruma.
El ejército del Caos aullaba de deleite y los carros se movieron cada vez más
deprisa.
El espantoso ejército disfrutaba con la caza.
Los cuatro compañeros se hallaban debilitados tanto por la falta de alimento
como por las energías gastadas en las aventuras anteriores, y no podían correr tan
rápido como hubiesen querido; se escondieron tras un peñasco para descansar. Los
carros seguían acelerando hacia ellos, arrastrando consigo la infernal cacofonía y los
nauseabundos olores.
Córum esperaba que los carros pasaran de largo, pero el grupo del Caos veía
perfectamente a través de la neblina y el primer carro giró hacia ellos.
Córum escaló la peña y se subió al carro.
Algo parecido a un cerdo se abalanzó sobre él y Córum le lanzó un puñetazo. La
mano se hundió en la cara del monstruo, pero el bicho levantó su propio guantelete de
acero para terminar con Córum. El Príncipe le atravesó con la espada y el animal se
estremeció, cayendo de espaldas. El ataque había comenzado. Rhalina se defendía
muy bien con la espada. Estaba al lado opuesto de Córum. Algo parecido a un perro
saltó sobre él. Llevaba casco y coraza, y su morro estaba cuajado de dientes que le
mordían el brazo. Blandió la espada y le partió el hocico de un golpe. Le agarraron
unas manos que se transformaron en patas y le desgarraron la túnica y las botas.
Toda la maraña empezó a amontonarse sobre Córum, mientras las espadas
rasgaban y los puños se estrellaban contra las piedras. Córum pisoteaba dedos, segaba
brazos, apuñalaba bocas, ojos y corazones, sumergido en un pánico que le daba
fuerzas para combatir cada vez con mayor violencia.
El estrépito de los carruajes del Caos aumentaba por momentos. Los carros
aparecían uno tras otro entre la bruma, hasta que hubo varios centenares de animales
rodeando el peñasco.
Córum comprendió que, hasta entonces, el grupo no había intentado matarles. De
haberlo querido, ya lo habrían hecho. Sin duda, pensaban torturarles, o quizá
transformarles en lo mismo que eran ellos.
Córum recordó las torturas Mabdén y, horrorizado, combatió con más brío,
esperando provocar la ira de los monstruos del Caos.
La ola de bestias se amontonaba en la base del peñón y los tres compañeros
estaban rodeados, sin poder escapar. Córum seguía luchando, tajando a cualquiera

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que se le acercara. Algo trepó a sus espaldas, por la roca, y le agarró de las piernas,
arrastrándolo hasta donde se encontraban Rhalina, Jhary y el Rey sin País,
desarmados y atados.
Una criatura, con desfigurada cara de caballo, se pavoneó entre las filas del Caos,
abriendo los labios para dejar ver unos enormes dientes amarillentos. Se rió con algo
que parecía un lloriqueo y se colocó el casco delicadamente. Se acercó a ellos, con
los pulgares metidos en el cinturón que le rodeaba el vientre.
—Ahora que os hemos salvado —dijo—, os llevaremos a presencia de nuestra
Señora. ¡Puede que a la Reina Xiombarg le interese conoceros!
—¿Por qué habían de interesarle unos sencillos viajeros? —preguntó Córum.
El caballo se rió en sus barbas.
—Quizá seáis algo más que eso. Quizá seáis agentes de la Ley.
—Debías saber que la Ley ya no reina aquí.
—Quizá quiera reinar de nuevo. Puede que vengáis de otro reino.
—¿No me reconoces? —gritó Noreg-Dan.
El caballo se rascó las crines y se inclinó tontamente hacia el Rey sin País.
—¿Debería hacerlo?
—Yo a ti te he reconocido. Veo los rasgos originales de tu rostro.
—¡Silencio! ¡No sé lo que quieres decir! —el caballo desenvainó el puñal—.
¡Silencio!
—No puedes soportar la idea de recordar—le gritó el Rey sin País—: ¡Eras Polib-
Bav, Conde de Tern! Antes de que cayera mi reino, uniste tus tropas a las del Caos...
Una mirada de furia brotó de sus ojos. Sacudió la cabeza y dio un bufido.
-¡No!
—Eres Polib-Bav y estuviste prometido a mi hija, la mujer a la que la gente del
Caos... ¡Aaagh! ¡No puedo soportarlo!
—No recuerdo nada de eso —dijo Polib-Bav—. Soy lo que soy.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Noreg-Dan—. ¿Cuál es tu nombre, sino Polib-
Bav, Conde de Tern?
El caballo arrojó patosamente la mano hacia el rostro del Rey.
—Y si lo fuera, ¿qué? Soy leal a la Reina Xiombarg, no a ti.
—No te tendría como servidor. —Le miró con desprecio—. ¡Mira lo que ha sido
de ti, Polib-Bav!
El caballo, volviéndose vivamente, dijo:
—Yo mando en esta legión.
—Una legión de patéticos monstruos —rió Jhary.
Un cerdo coceó a Jhary, y éste gimió. Pero levantó la cabeza y volvió a reírse.
—Esto no es más que el principio de la degeneración. He visto lo que les ocurre a
los servidores del Caos: porquería, vacío, deformados horrores.

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Polib-Bav se rascó la cabeza y dijo suavamente:
—¡Qué más da! Tomé una decisión que no puede ser revocada. La Reina
Xiombarg nos promete vida eterna.
—Será eterna —dijo Jhary—, pero no es vida. He recorrido muchos Planos
durante mucho tiempo y he visto cuál es el fin del Caos: la miseria. Y eso, a menos
que la Ley lo evite, es eterno.
—¡Bah! —dijo el caballo—. Metedles en un carro, en el mío, y les llevaremos
hasta la Reina Xiombarg.
El Rey Noreg-Dan intentó convencer a Polib-Bav:
—Hubo un tiempo en que fuiste atractivo, Duque de Tern. Mi hija te amaba, al
igual que tú a ella. En aquellos días me eras fiel.
Polib-Bav se volvió hacia él:
—Y ahora soy leal a la Reina Xiombarg. Éste es su Reino. El Señor de la Ley,
Shalod, se marchó, y ya nunca más reinará aquí. Sus ejércitos y aliados fueron
destruidos, como ya sabrás, en el Valle de Sangre.
Polib-Bav señaló hacia arriba. Un ser parecido a una rana le entregó cuatro
espadas, que se colocó bajo el brazo.
—¡Vamos! ¡Al carro! ¡Al palacio de la Reina Xiombarg!
Cuando metieron a Córum, por la fuerza, en el carro de Polib-Bav, el Príncipe se
sintió morir de desesperación. Le habían atado las manos a la espalda con cuerdas
rugosas y no veía manera de escapar. La Reina Xiombarg le reconocería y acabaría
con él y con los demás, y con ellos terminaría la esperanza de salvar Lywm-an-Esh.
Con la victoria del Rey Lyr, el Caos aumentaría sus fuerzas. Nombrarían un nuevo
Señor de las Espadas y los Quince Planos estarían de nuevo controlados por los
Señores de la Entropía.
Estaba tumbado a los pies de Polib-Bav, junto a sus amigos. El carruaje empezó a
moverse por el suelo del abismo crujiendo y chirriando, chocando contra las piedras
sueltas. Tardó muy poco tiempo en perder el sentido.
Despertó bañado en una luz fulgurante que parpadeaba. La bruma se había
desvanecido. Levantó la cabeza y vio que a sus espaldas destacaba un enorme
acantilado. Pensó que habrían dejado atrás el abismo. Parecían atravesar un bosque
muy poco denso, cuyos árboles leprosos hubiesen sucumbido ante un incendio.
Movió la dolorida cabeza y se quedó mirando a Rhalina cara a cara. La dama había
estado llorando, pero intentaba sonreír.
—Salimos del abismo, por un túnel, hace un par de horas —le dijo—. El palacio
de la Reina Xiombarg debe estar muy lejos. No sé por qué no tienen medios más
rápidos, mágicos, para llegar hasta allí.
—El Caos es caprichoso —dijo una voz. Era Jhary-a-Conel—. Y, en un mundo
donde no existe la noción del tiempo, no se necesitan medios de transporte veloces

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para llegar a las citas.
—¿Qué pasó con tu gato? —murmuró Córum.
—Fue más listo que yo. Se escapó. No sé dónde.
—Silencio —gritó el caballo que conducía el carruaje—. Vuestros murmullos me
molestan.
—Quizá te moleste —se atrevió a decir Jhary—. Quizá te recuerde el tiempo en
que podías pensar de un modo coherente, hablar bien...
Polib-Bav le dio una patada en la cara. Jhary balbuceó cuando empezó a
chorrearle sangre por la nariz.
Córum gruñó e intentó liberarse, pero fue en vano. Polib-Bav le miró fijamente y
se rió de él.
—Tienes un aspecto de lo más curioso, amigo mío, con ese ojo y esa mano
injertados. Si no supiese lo contrario, habría dicho que servías al Caos.
—Quizá lo haga —dijo Córum—. No me lo preguntaste. Te limitaste a suponer
que servía a la Ley.
Polib-Bav arrugó la frente, pero su estúpida cara se relajó.
—Estás intentando engañarme. No haré nada hasta que os vea la Reina
Xiombarg... —Sacudió las riendas y las bestias reptilescas aceleraron el paso—.
Después de todo, seguro que fuiste tú y tus compañeros los que matasteis al jefe de
nuestra legión. Vimos cómo le atacaban y cómo desapareció.
—¿Hablas del Ghanh? —preguntó Córum, que empezaba a impacientarse—. ¡Del
Ghanh!
Y en aquel preciso momento la mano de Kwll se movió con voluntad propia y
partió las cuerdas que le sujetaban los puños.
—¿Ves? —dijo Polib-Bav triunfante—. Te engañé. Sabías que el Ghanh había
muerto. Y sólo podías saberlo... ¿Qué? ¿Estás libre? —Tiró de las riendas—. ¡Alto!
—sacó la espada, pero Córum se había deslizado y estaba en el suelo. Movió el
parche y vio la cueva del otro mundo, de donde siempre surgían sus aliados. Allí,
tendido sobre su propia sangre coagulada, estaba el Ghanh.
La Mano de Kwll se extendió hacia el otro mundo mientras las criaturas de Polib-
Bav se lanzaban sobre Córum. La mano le hizo señas al Ghanh, que movió la cabeza
con desgana.
—Acepta mi oferta —dijo Córum —y quedarás libre. Si deseas la libertad,
deberás llevarte muchas recompensas.
El Ghanh no dijo nada, pero gritó en señal de asentimiento.
—¡Ven! —llamó Córum—. ¡Ven! ¡Gánate la recompensa!
Y las alas encarnadas del Ghanh se agitaron y penetró en el mundo en el que
acababa de ser destruido por los pájaros.
—¡El Ghanh ha vuelto! —gritó triunfalmente Polib-Bav—. ¡Su majestad el

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Ghanh ha vuelto con nosotros!
El ejército del Caos había agarrado a Córum, pero el Príncipe sonrió cuando vio
cómo el monstruo alado se apoderaba de un carruaje con un atormentado chillido,
aplastando a sus ocupantes hasta matarlos.
Las Bestias del Caos estaban tan espantadas que no soltaban a Córum. Se volvió,
y la Mano de Kwll se estrelló de lleno contra una cara, partiendo un cuello un poco
después.
Echó a correr hacia el carro de Polib-Bav. La bestia se había bajado del carro y, de
pie, a su lado, contemplaba la matanza. Sin que se diera cuenta, el Príncipe de la
Túnica Escarlata desenvainó la espada y apuntó con ella a Polib-Bav. El caballo se
echó hacia atrás, sacando también su arma. Pero los movimientos no eran diestros,
sino algo así como aturdidos. Hizo una finta, intentó ensartarle, pero falló, golpeando
a Córum lateralmente. La metálica espada Vadhagh se clavó en su garganta. Tras un
largo quejido, la Bestia murió.
Córum corrió y desató a sus compañeros, que, recobrando las espadas, se
aprestaron para el combate. Pero el ejército, que ya se reponía del horror presenciado,
echaba a correr. Córum se agachó y se apoderó de la cantimplora llena de agua y de
la bolsa de carne seca que llevaba Polib-Bav en el cinturón. Se quedaron solos en el
camino que atravesaba el bosque.
Córum echó una ojeada al carruaje. Los reptiles que lo arrastraban parecían
bastante pasivos.
—¿Crees que lo podremos conducir? —le preguntó al Rey Noreg-Dan.
El Rey sin País, dudoso, sacudió la cabeza:
—No estoy seguro. Quizá...
—Creo que podré —les dijo Jhary—. Tengo un poco de experiencia con estos
carros y con las criaturas que los llevan.
Se subió al carro de un salto, agarrando las riendas.
Acto seguido, se volvió hacia ellos y sonrió.
—¿Dónde vamos? ¿Seguimos hasta el palacio de Xiombarg?
Córum rió.
—Todavía no. Vendrá a por nosotros cuando se entere de lo que le ha sucedido a
los suyos. Seguiremos esta otra dirección.
Señaló hacia los árboles. Ayudó a Rhalina a subirse al carro, y esperó a que
montara el Rey Noreg-Dan. Luego subió él. Jhary sacudió las riendas, dio la vuelta al
carruaje y, poco después, ya habían abandonado el bosque leproso, y descendían por
la ladera de una colina desde la que se veía un valle de delicadas piedras.

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Quinto capítulo
El ejército congelado

No eran piedras.
Eran hombres.
Y cada hombre era un guerrero. Y cada guerrero estaba tan congelado como una
estatua, y empuñaba las armas.
—Esto —dijo Noreg-Dan espantado —es el Ejército Congelado. El último
ejército que se enfrentó con el Caos.
—¿Es éste su castigo? —preguntó Córum.
-Sí.
Tirando de las riendas, Jhary dijo:
—¿Están vivos? ¿De verdad? ¿Saben que pasamos entre ellos?
—Sí. Se ve que la Reina Xiombarg decidió que, ya que lograron soportar la Ley
tanto tiempo, tienen que conocer un poco sus aspiraciones, y comprender los límites
de la tranquilidad —dijo Noreg-Dan.
Rhalina se estremeció.
—¿Es éste el fin de la Ley?
—Eso quiere el Caos que creamos —dijo Jhary—. Pero no importa, pues la
Balanza Cósmica requiere equilibrio: algo del Caos y algo de la Ley. Han de
equilibrarse mutuamente. El problema reside en que la Ley conoce la autoridad de la
Balanza y el Caos no. Pero el Caos no puede negar por completo esa autoridad, pues
sus aliados saben que, al desobedecer, son destruidos. Por eso no se atreve la Reina
Xiombarg a penetrar en el Reino de ningún otro dios y, como en el caso de vuestros
Planos, necesita intermediarios. También ha de vigilar su comportamiento con los
mortales, pues no puede destruirlos a su antojo; existen leyes...
—Pero no hubo leyes que protegieran a estas pobres criaturas —dijo Rhalina.
—Algunas. No están muertos. Xiombarg no los ha matado.
Córum recordó la torre donde encontró el corazón de Arioch. También allí había
hombres congelados.
—A menos que sea atacada directamente —explicó
Jhary—, Xiombarg no puede matar a los mortales. Pero puede utilizar a sus fieles
para que maten mortales por ella; de ese modo puede robar la vida a guerreros como
éstos.
—¿Quiere eso decir que estamos a salvo de la Reina Xiombarg? —preguntó
Córum.
—Puedes pensarlo si es tu deseo —sonrió Jhary—, pero no estás, como ya has

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visto, a salvo de sus ejércitos. Tiene muchos.
—Sí -dijo el Rey sin País—. Sí, muchos.
Aguantando las riendas con una mano, Jhary se desempolvó la ropa. Estaba hecha
jirones y cubierta de manchas de sangre.
—Daría todo lo que tengo por un traje nuevo —murmuró—. Hasta haría un trato
con la Reina Xiombarg.
—Mencionamos ese nombre demasiado a menudo —dijo el Rey Noreg-Dan,
alterado, agarrado al borde del traqueteante carro.
El cielo se rió.
Las nubes se fueron tiñendo con una luz dorada. En la lejanía, surgió un aura
anaranjada, brillante, que proyectó enormes sombras sobre los congelados guerreros.
Jhary, con el rostro pálido, hizo avanzar el carro hasta un desfiladero.
Bajaba desde el cielo un resplandor morado parecido a gotas de lluvia.
Y continuó la risa incesantemente.
—¿Qué es eso? —Rhalina llevó la mano a la espada.
El Rey si País se cubrió la cara con las manos y abatió los hombros.
—Es ella. Os lo dije; es ella.
—¿Xiombarg? —Córum desenvainó la espada—. Noreg-Dan, ¿es ella?
—Sí, es ella.
La tierra temblaba con aquella risa. Algunos de los guerreros congelados se
derrumbaron sin perder la postura. Córum miró a su alrededor, buscando el origen de
la risa. ¿Estaba en el aura? ¿En la luz dorada? ¿En la lluvia morada?
—¿Dónde estás, Reina Xiombarg? —blandió su espada.
El ojo mortal miraba desafiante.
—¿Dónde estás, criatura del mal?
—ESTOY EN TODAS PARTES —contestó una enorme y acariciante voz—.
SOY ESTE REINO Y ESTE REINO ES XIOMBARG DEL CAOS.
—Estamos condenados —balbuceó el Rey sin País.
—Dijiste que no podía atacarnos —le dijo Córum a Jhary-a-Conel.
—Dije que no podía atacarnos directamente, pero, mira...
Córum miró. Por el valle venían cosas dando saltos. Brincaban sobre varias
piernas y de sus cuerpos surgían una docena o más de tentáculos. Sus inmensos ojos
se revolvían, sus dientes chirriaban.
—Los Karmanales-de-Zert —dijo Jhary con poca sorpresa, soltando las riendas y
sacando espada y puñal—. He luchado antes con ellos.
—¿Y cómo lograste escapar? —preguntó Rhalina.
—Por aquella época era compañero de un campeón que tenía el poder de
destruirlos.
—Yo también tengo poderes —dijo Córum, de mala cara, llevándose la mano

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hasta el parche. Jhary, haciendo una mueca, sacudió la cabeza.
—No lo creo. Los Karmanales-de-Zert son indestructibles. Tanto el Caos como la
Ley han intentado deshacerse de ellos, pues son criaturas inconstantes. Luchan tanto
de un lado como de otro sin razón aparente. No tienen alma, ni verdadera existencia.
—Si es así, no podrán hacernos daño.
Continuaba la risa.
—Confieso que, lógicamente, no podrían hacérnoslo —contestó Jhary—. Pero me
temo que sí pueden.
Unas diez de aquellas criaturas se acercaban al carro brincando entre los
guerreros convertidos en estatuas. E iban cantando.
—Los Karmanales-de-Zert siempre cantan antes de pelear —les dijo Jhary—.
Siempre.
Córum se preguntó si Jhary se había vuelto loco. Los monstruos tentaculados
estaban casi a su altura y el compañero de campeones seguía charlando como si no le
importase el peligro.
Cantaban armónicamente, lo que era aún más aterrador; la risa de Xiombarg
seguía dominando el cielo. Cuando los bichos estuvieron casi encima de ellos, Jhary
levantó sus manos, con el puñal en una y la espada en la otra, y gritó:
—¡Reina Xiombarg! ¡Reina Xiombarg! ¿Sabes a quién vas a destruir?
Los Karmanales-de-Zert se detuvieron en el acto, congelados como el ejército que
les rodeaba.
—A los que se han rebelado contra mí, a los que han causado la muerte de mis
seres queridos —dijo una voz a su espalda.
Córum se volvió para ver a la mujer más hermosa que jamás haya existido. Su
cabello era de un dorado oscuro de mechas negras y rojas, su cara era la perfección
misma y sus ojos y sus labios contenían mil veces más promesas que los de cualquier
otra mujer en toda la historia. Su cuerpo era delgado y esbelto, vestido de oro, naranja
y violeta. Le sonrió con dulzura.
—¿Es eso lo que destruyó? —murmuró—. ¿Qué destruyó si no, maestro
Timeras?
—Ahora me llamo Jhary-a-Conel —la dijo con voz pausada—, ¿Puedo
presentarte a...?
Córum se adelantó.
—¿Nos has traicionado, Jhary? ¿Estás unido al Caos?
—No, por desgracia no lo está —dijo la Reina Xiombarg—. Generalmente,
camina con los que sirven a la Ley. —Le miró afectuosamente—. En el fondo, no
cambiarás nunca, Timeras. Aunque, como más me gustas, es como hombre.
—Y tú a mí como mujer, Xiombarg.
—Y como mujer debo reinar en esta región. Te conozco, Jhary-Timeras, como un

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parásito acompañante de héroes, y me imagino que este atractivo Vadhagh, con ese
extraño ojo y esa mano, es algún tipo de héroe...
Observó a Córum.
—¡Ahora los sé!
Córum se enderezó.
—¡AHORA LO SÉ!
La Reina Xiombarg empezó a agitarse, deformando la silueta. Su rostro se
transformó en un cráneo, y luego en el de un pájaro, seguido del de un hombre, hasta
llegar al de una bellísima mujer. Xiombarg medía más de cien pies de altura y su
expresión ya no era de dulzura.
—¡AHORA LO SÉ!
Jhary se rió.
—¿Puedo, como antes dije, presentarte al Príncipe Córum Jhaelen Irsei, el de la
Túnica Escarlata?
— ¿CÓMO TE ATREVES A PENETRAR EN MI REINO, TÚ QUE
DESTRUÍSTE A MI HERMANO? MIS FIELES SIGUEN BUSCÁNDOTE. ERES
ESTÚPIDO, MORTAL. ¡AH, IGNOMINIA! ¡PENSÉ QUE ERA UN HÉROE
VALIENTE EL QUE DESTERRÓ A MI HERMANO, PERO VEO QUE ERA SÓLO
UN LISIADO! ¡MARCHAOS, KARMANALES! —Los saltarines animales
desaparecieron—. ¡ME VENGARÉ DE TI Y DE LOS QUE VAN CONTIGO DE
UNA MANERA MÁS DELICADA, CÓRUM JHAELEN IRSEI!
La luz morada se fue desvaneciendo, el aura y la lluvia violeta dejaron de brillar,
pero la enorme silueta de la Reina Xiombarg siguió dibujada en el cielo:
— ¡JURO POR LA BALANZA CÓSMICA QUE VOLVERÉ EN CUANTO
HAYA DECIDIDO LA MANERA DE VENGARME! OS PERSEGUIRÉ DONDE
QUIERA QUE VAYÁIS Y HARÉ QUE OS ARREPINTÁIS DE HABER
CONOCIDO A ARIOCH, PUES HABÉIS PROVOCADO CON ESE
CONOCIMIENTO LA FURIA DE SU HERMANA XIOMBARG!
Xiombarg se desvaneció y volvió el silencio. Derrumbado, Córum se dirigió a
Jhary.
—¿Por qué se lo dijiste? ¡Ahora no podremos escapar! Ha prometido seguirnos
hasta donde vayamos, la has oído, ¿verdad? ¿Por qué lo hiciste?
—Porque pensé que estaba a punto de saberlo —dijo Jhary en voz baja—. Y
porque era la única manera de salvarnos.
—¿Que nos salvaremos?
—Sí. Por ahora, los Karmanales-de-Zert no nos amenazan. Te aseguro que si no
se lo hubiera dicho, estaríamos ya en el vientre de esas alimañas. Pensé que no sabría
cómo eras, pues todos los presentes parecemos dioses, pero se habría enterado al
vernos luchar. Era la única manera de retener a los Karmanales, Córum.

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—Pero no nos ha hecho ningún bien. Ha ido a buscar los horrores con que quiere
que nos enfrentemos. Pronto volverá, y nuestro destino empeorará.
—Debo confesar que no había otra alternativa —dijo Jhary—. De momento,
tendremos tiempo de sobra para averiguar lo que es aquello que viene para acá.
Todos se volvieron.
Aquello era algo que, zumbando y resplandeciendo, volaba.
—¿Qué es? —preguntó Córum.
—Creo que es un Navío Celeste —dijo Jhary—. Espero que venga a salvarnos.
—También puede venir a destruirnos —opinó Córum—. Sigo pensando que no
tenías que haber revelado mi identidad, Jhary...
—Siempre es mejor que todo quede claro —dijo Jhary-a-Conel alegremente.

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Sexto capítulo
La ciudad en la pirámide

El Navío Celeste tenía el casco grabado con complicados diseños realizados con
esmalte y cerámica de distintos colores. Olía ligeramente a almendra y, cuando
empezó a descender, sus quejidos parecieron los de una voz humana.
Córum vio las batayolas de cobre, los adornos de plata, la timonera y todo aquello
le trajo recuerdos de su infancia. Lo observó cuidadosamente mientras, poco a poco,
aterrizaba, y vio algo que ascendía y volaba hacia ellos.
Era el gato de Jhary.
De repente, Córum distinguió a Jhary y se echó a reír. El gato se acercó y se posó
en el hombro del compañero de héroes, susurrándole al oído.
—¡Enviaste al gato en busca de ayuda cuando nos asaltó el ejército del Caos! —
exclamó Rhalina antes de que Córum hablase—. Por eso le dijiste a Xiombarg quién
era Córum, porque sabías que recibiríamos ayuda. Pese a todo, en el último momento,
pensaste que tu plan se había frustrado.
Jhary se encogió de hombros.
—No estaba seguro de que el gato encontrase ayuda, pero lo imaginaba.
—¿De dónde ha venido esa extraña nave celeste? —preguntó el Rey sin País.
—¿De dónde sino de la Ciudad en la Pirámide? Ésas fueron las instrucciones que
le di al gato. Supuse que la encontraría.
—Y, ¿como logró entenderse con la gente de esa ciudad? —preguntó Córum
mientras se acercaban al azul Navio Celeste.
—Cuando hay emergencias, eso ya lo sabes, el gato puede entendérselas conmigo
a la perfección. Cuando la emergencia es mayor, se hincha de energía y se comunica
con quien le da la gana.
El gato ronroneó y le lamió la cara a Jhary, que le murmuró algo y sonrió. Luego,
dirigiéndose a Córum, añadió:
—Más vale que nos demos prisa, pues Xiombarg puede empezar a preguntarse
por qué le dije quién eras. Una de las características de los Señores del Caos es ser
demasiado impetuosos y no pensar demasiado.
El Navio Celeste medía por lo menos cuarenta pies de largo, y llevaba una fila de
asientos pegada a todo lo largo de la borda. Parecía vacío, pero, repentinamente, de la
timonera apareció un apuesto caballero que se dirigió hacia ellos. Sonrió al ver la
asombrada cara de Córum.
El timonel del Navio Celeste era de la misma raza que Córum. Era un Vadhagh.
Tenía el cráneo largo, los ojos almendrados, de un color violeta dorado, las orejas

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puntiagudas y el cuerpo delicado y esbelto, pero lleno de energía.
—Bienvenido, Córum de la Túnica Escarlata —dijo—.
He venido para llevarte a Gwlas-cor-Gwrys, el único bastión que en este Reino se
enfrenta a esa criatura a la que acabas de conocer.
Aturdido, Córum Jhaelen Irsei penetró en la nave mientras el timonel seguía
sonriendo al ver su asombro. Se sentaron cerca de la caseta, en la popa, y el timonel
hizo que la nave ascendiera, por el mismo camino que había tomado para alcanzarles.
Rhalina se dio la vuelta para mirar el bosque de congelados guerreros que dejaban
atrás.
—¿No hay nada que podamos hacer por esas pobres almas? —le preguntó a
Jhary.
—Sólo esperar que la Ley se haga fuerte en nuestro reino, del mismo modo que el
Caos interviene ahora en nuestros Planos, para que un día pueda enviar ayuda —
contestó Jhary.
Atravesaban una tierra de seres rezumantes que les lanzaban zarcillos para
atraerles hacia ellos. De vez en cuando, aparecían cosas, o manos, suplicantes.
—Un Mar del Caos —les dijo el Rey Noreg-Dan. Hay varios lugares parecidos en
este Reino. Algunos dicen que son fruto de las gentes que obedecen al Caos.
—He visto algo parecido —agregó Jhary.
Cruzaban extraños bosques y valles que parecían arder constantemente. Veían ríos
de fundido metal y preciosos castillos construidos con joyas. Unas horrendas
criaturas surcaban el aire, pero al reconocer la nave, que no tenía protección alguna,
cambiaban de dirección.
—Estas gentes deben estar muy versadas en hechicería para poder fabricar navios
que vuelen —le susurró Rhalina a Córum, que, sumergido en sus pensamientos, no la
contestó de inmediato. Finalmente, habló:
—No requiere ningún encanto, sino inventiva mecánica. Se unen las fuerzas que
dan poder a las máquinas, que son mucho más delicadas de lo que se imaginan los
Mabdén, y de ese modo pueden lanzar sus navíos por el aire, y muchas más cosas.
Algunas de esas máquinas podrían partir la Muralla que separa los Planos y pasar
entre ellos sin ningún problema. Dicen que mis antepasados fueron los que
inventaron esas máquinas, pero que casi no las usaban, pues su empleo no estaba de
acuerdo con su manera de vivir. Recuerdo una remota leyenda que dice que una
Ciudad Celeste, así llamaban a sus ciudades, dejó este reino para explorar los otros
mundos del Multiverso. Quizá fue algo más que una sencilla ciudad, pues sé que una
de ellas fue destruida durante la batalla de Broggfythus, estrellándose cerca del
castillo Erórn, como ya te dije. Quizá otra ciudad se llamaba Gwlas-cor-Gwrys y
cambió su nombre por el de la Ciudad en la Pirámide.
El Príncipe Córum sonreía alegremente y hablaba con entusiasmo. Sujetó el brazo

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de Rhalina y le dijo:
—¡Oh, Rhalina! ¿Te das cuenta de lo que supone para mí saber que todavía
existen algunos de los míos? ¿Que Glandyth no acabó con todos ellos?
A su alrededor empezó a agitarse el aire y el barco vibró.
El timonel, desde la caseta, gritó:
—No os asustéis, estamos cambiando de Plano.
—¿Quiere decir que nos alejamos de Xiombarg? —preguntó ansioso el Rey sin
País.
—No —contestó Jhary—. El reino de Xiombarg se extiende por cinco Planos y
sólo estamos pasando de uno a otro. Al menos, eso creo.
Cambió la luz y se asomaron por la borda. Un gas multicolor se arremolinaba
bajo ellos.
—Efectos del Caos —dijo Jhary—. La Reina Xiombarg todavía no ha hecho
nada.
Atravesaron el gas y volaron a través de una cordillera de montañas, que superaba
los mil pies, con la perfecta forma de un cubo.
Tras las montañas, se extendía una selva oscura y, más allá, un desierto cristalino.
Los cristales del desierto no detenían sus movimientos y generaban un chirrido
desagradable.
Entre los cristales, se divisaban unas bestias de color ocre, enormes proporciones
y primitivo desarrollo. Se alimentaban de aquellos vidrios.
Luego, cruzaron una superficie rasa, oscura, que proyectaba la Ciudad en la
Pirámide.
De hecho, la ciudad tenía forma de zigurat, con varios niveles. En cada terraza
había casas. En todos los pisos crecían flores, árboles y arbustos, y las calles
rebosaban de gente. Una luz verdosa temblaba sobre la ciudad, envolviendo la
pirámide con su resplandor. Mientras el buque se acercaba, vieron aparecer un canal
ovalado y oscuro, y por él se metieron. Lo recorrieron hasta llegar al edificio más
alto, un castillo con muchas torres, construido de metal, y, luego, empezaron a
descender hasta aterrizar en una plataforma construida entre las almenas del castillo.
Córum gritó de alegría cuando vio a la gente que les acogía.
—¡Son de los míos! —exclamó a sus compañeros—. ¡Son de los míos!
El timonel dejó la caseta y le puso una mano en el hombro. Hizo una señal a los
hombres y mujeres que les rodeaban y, de pronto, ya no estuvieron en el buque, sino
en la plataforma, entre gentes que miraban a Rhalina, a Jhary y al Rey sin País, que
todavía se asomaba por la borda, con cara llena de asombro.
Córum también se asombró cuando les vio desaparecer y aparecer a su lado. Uno
de los ciudadanos se adelantó. Era un delgado anciano de buen porte, vestido con un
grueso manto en el que iba bordado un bastón.

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—Bienvenido al último bastión de la Ley —dijo.
Más tarde, sentados alrededor de una hermosísima mesa de rubíes, escucharon al
anciano, que se había presentado como el Príncipe Yurette Hasdun Nury, comandante
de Gwlas-cor-Gwrys, la Ciudad en la Pirámide.
Explicó cuan correctas eran las especulaciones de Córum.
Tras comer, les contó cómo las gentes de Córum habían preferido quedarse en sus
castillos después de la batalla de Broggfythus, dedicándose al estudio, mientras ellos
intentaron atravesar la Muralla entre los Reinos para llevar la ciudad más allá de sus
Cinco Planos. Lo lograron, pero no pudieron volver, pues perdieron algún poder que
luego no fueron capaces de recuperar. Desde entonces, sólo habían explorado
aquellos Cinco Planos, hasta que, cuando empezó la guerra entre la Ley y el Caos, se
mantuvieron en una postura neutral.
—Hicimos mal, pues pensamos que no nos incumbían tales historias. Poco a
poco, vimos cómo la Ley era confundida y cómo el Caos se mostraba triunfante,
creando sus parodias de belleza. Intentamos oponernos a Xiombarg, pero fue
demasiado tarde. El Caos había conseguido todo el poder y ya no podíamos luchar
contra él.
Xiombarg envió, y todavía lo sigue haciendo, sus ejércitos contra nosotros.
Resistimos, pero con mucho riesgo. Hasta ahora estamos empatados. De vez en
cuando, Xiombarg manda otra armada, cada vez más grande y terrible, y, por fuerza,
debemos combatir contra ellos. No podemos hacer otra cosa. Me temo que, salvo
nosotros, no queda nadie más a favor de la Ley en estos Planos.
—La Ley ha vuelto a dominar en nuestros Cinco Planos —le dijo Córum. Contó
sus aventuras, su batalla con Arioch y el resultado final, que fue devolver su reino a
Arkyn—. Pero todavía estamos amenazados, pues la Ley no está afianzada en
nuestros Planos y las fuerzas del Caos han ido a invadirlos.
—Así que la Ley sigue teniendo algún poder —dijo el Príncipe Yurette—. Eso no
lo sabíamos. Pensábamos que los Señores de las Espadas mandaban en todos los
Planos. Si pudiésemos volver, llevar nuestra ciudad al otro lado del muro, podríamos
ayudaros. Pero no podemos. Lo hemos intentado muchas veces. No hay material
disponible en estos Planos para conseguir el poder necesario.
—Y ¿si tuvierais ese material? —preguntó Córum—. ¿Cuánto tiempo haría falta
para volver a nuestro reino?
—No mucho. Pero estamos muy débiles. Con unos pocos ataques más, o con uno
masivo, nos destruirán.
Córum miró fijamente la mesa con expresión de amargura. ¿Sería posible que,
tras encontrar de nuevo a los Vadhagh, fuera tan sólo para verlos morir aplastados
como su familia?
—Esperábamos llevaros de vuelta para socorrer a Lywm-an-Esh —dijo—, pero

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veo que es imposible, y que también nosotros estamos encallados en este reino y
nunca podremos volver a ayudar a nuestros amigos.
—Si tuviéramos esos extraños minerales... —dijo el Príncipe Yurette—. Podrías
conseguirlos por nosotros.
—No podemos volver —aclaró Jhary-a-Conel—. No podemos regresar a nuestro
Reino. Si fuera posible, por supuesto que los encontraríamos. Pero, de todos modos,
sin tener la certeza de poder volver aquí...
El Príncipe Yurette arrugó la frente.
—Podríamos mandar un buque al otro lado del muro. Tenemos poder para
hacerlo, aunque debilitaría nuestras defensas. Pero creo que vale la pena intentarlo.
Córum se alegró.
—Sí, Príncipe Yurette, cualquier cosa vale la pena si se hace por la Ley.
Mientras el Príncipe Yurette consultaba con sus científicos, los cuatro compañeros
dieron una vuelta por la maravillosa ciudad de Gwlas-cor-Gwrys. Toda ella era de
metal, pero de un metal tan magnífico, de una textura tan extraña y rica en color, que
hasta Córum ignoraba cómo podían haberla construido. Las torres, las cúpulas, los
enrejados, los arcos y caminos, estaban hechos de metal, y también las rampas y
escaleras que iban de piso a piso. Todo funcionaba independientemente del mundo
exterior. Hasta el aire era creado en los confines de la pirámide de luz verdosa, y
dispersaba su vivo calor por los costados exteriores de Gwlas-cor-Gwrys.
La gente de la Ciudad en la Pirámide iba de aquí para allá resolviendo sus asuntos
cotidianos. Unos cuidaban los jardines, otros se ocupaban de la distribución de la
comida. Había muchos artistas ejecutando composiciones musicales o exhibiendo sus
obras, pinturas sobre terciopelo, mármol y vidrio, muy parecidas a las que hacían los
Vadhagh conocidos por Córum, pero, a menudo, con estilos y temas que Córum no
comprendía, quizá por ser muy extraños.
Les enseñaron las enormes máquinas que mantenían la ciudad. Les mostraron las
armas que les protegían de los ataques del Caos. Los hangares donde guardaban sus
Navíos Celestes. Vieron sus colegios y restaurantes y teatros, museos y galerías, y allí
estaba todo lo que Córum creía destruido por Glandyth-a-Krae y sus bárbaros. Pero
todo aquello estaba amenazado con la aniquilación.
Comieron y se acostaron, mientras los sastres de Gwlas-cor-Gwrys copiaban sus
destrozadas ropas. Cuando despertaron, encontraron nuevos trajes idénticos a los
anteriores, a los que llevaban cuando partieron en busca de la ciudad.
Jhary-a-Conel se sentía particularmente agradado por la hospitalidad de los
habitantes de la Ciudad en la Pirámide y, cuando por fin les llamaron a presencia del
Príncipe Yurette, le expresó su agradecimiento.
—El Navio Celeste está listo —dijo el monarca gravemente—. Debéis daros
prisa, pues he oído que la Reina Xiombarg está planeando un ataque masivo contra

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nosotros.
—¿Podréis soportarlo? —preguntó Jhary.
—Espero que sí.
El Rey sin País se adelantó.
—Perdonadme, Príncipe Yurette, pero me quedaré con vosotros. Si la Ley ha de
luchar contra el Caos en mi propio reino, lucharé por ella.
—Como queráis —dijo Yurette, levantando la cabeza—. Ahora, Príncipe Córum,
daos prisa. El Navio Celeste os espera. Poneos en aquel círculo de mosaico. Os
llevará hasta el buque. Buen viaje.
Estuvieron un instante en el espacio indicado, y, luego, después de medio
segundo, se encontraron a bordo de la nave aérea.
El timonel era el mismo que les llevara hasta la Ciudad en la Pirámide.
—Me llamo Bwydyth-a-Horn —dijo—. Sentaos donde lo hicisteis anteriormente
y agarraos fuerte a la borda, por favor.
—Mira —Córum señaló más allá de la pirámide verdosa, a la negra llanura. La
inmensa silueta de la Reina Xiombarg se recortaba contra el cielo, con rostro
furibundo.
A sus pies avanzaba un enorme ejército, un inmundo ejército de demonios.
El Navio Celeste se adentraba en un mundo que resonaba con voces
endemoniadas.
Y por encima de aquellas voces se oyó la espantosa risa de venganza de la Reina
Xiombarg del Caos.
-¡ANTES ME LIMITÉ A DIVERTIRME CON ELLOS PORQUE DISFRUTABA
CON EL JUEGO! PERO AHORA QUE COBIJAN AL ASESINO DE MI
HERMANO, ¡PERECERÁN EN NEGRA AGONÍA!
El aire empezó a vibrar, una esfera de luz verde rodeó la nave. La Ciudad en la
Pirámide, el ejército infernal, la Reina Xiombarg, todos desaparecieron. El buque se
balanceaba de un lado para otro, los gemidos aumentaron hasta convertirse en un
penoso quejido.
Y dejaron el reino de la Reina Xiombarg y volvieron al del Señor Arkyn.
Volaron sobre la tierra de Lywm-an-Esh. No era muy diferente a la que acababan
de dejar. También por ella desfilaba el Caos.

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Libro tercero
En el que el Príncipe Córum y sus compañeros emprenden una guerra, consiguen
una victoria y se quedan asombrados por la efectividad de la ley.

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Primer capítulo
La horda del infierno

De las ciudades y pueblos llameantes manaba una espesa humareda. Estaban al


sudeste del río Ogyn, en el ducado de Kernow-a-Laun, y resultaba evidente que uno
de los ejércitos del rey Lyr-a-Brode había llegado a la costa, muy al sur del Castillo
Moidel.
—Me pregunto si Glandyth-a-Krae se habrá enterado de nuestra huida —dijo
Córum, mirando desesperadamente las tierras que ardían. Las cosechas habían sido
destruidas, los cuerpos se pudrían bajo el sol del verano, y hasta se había cometido
una innecesaria matanza de animales.
Rhalina se sentía asqueada por lo que le había pasado a su país y no pudo mirarlo
por mucho tiempo.
—Sin duda —dijo en voz baja—, su ejército habrá avanzado sin problemas en la
mayor parte del terreno.
De vez en cuando veían pequeños grupos de bárbaros montados en carros o en
viejas mulas, saqueando lo que quedaba de los pequeños poblados, pese a que todos
hubiesen escapado ya de la matanza o la tortura.
A veces, veían refugiados caminando hacia el sur, esperando encontrar algún
lugar donde esconderse.
Cuando por fin llegaron al río Ogyn, éste bajaba cargado de muerte. Familias
enteras se pudrían en el río, junto con ganado, perros y caballos. Los bárbaros lo
recorrían, siguiendo al ejército principal, pero asegurándose de que no quedase nada a
sus espaldas. Rhalina lloraba abiertamente; Córum y Jhary ofrecían rostros
oscurecidos por la severidad y, mientras procuraban evitar el hedor a muerte, se
impacientaban por la lentitud de la nave, aunque ésta se moviese más aprisa que un
caballo.
Y luego vieron la granja.
Unos niños corrían por el interior de las vallas, dirigidos por un pastor, su padre,
armado con una vieja espada oxidada. La madre cerraba la entrada con barricadas.
Córum vio el origen de su espanto. Un grupo de bárbaros, cerca de una docena,
corrían por el valle hacia la granja. Llevaban teas en las manos y se acercaban
deprisa, haciendo mucho ruido.
Córum ya conocía a aquel tipo de Mabdén. Había sido capturado y torturado por
ellos. No eran distintos de los de Glandyth-a-Krae; sólo se diferenciaban en que iban
en mula, no en carros. Vestían pieles andrajosas y llevaban brazaletes y collares
robados, y se sujetaban las trenzas con colgantes de joyas:

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Se levantó y se dirigió junto al timonel.
—Debemos bajar —le dijo apremiante a Bwydyth-a-Horn—. Hay una familia a
punto de ser atacada...
Bwydyth le miró con tristeza.
—Tenemos muy poco tiempo, Príncipe Córum —le dijo, ciñéndose el chaquetón
—. Si hemos de rescatar la ciudad y volver a estos Planos para salvar Lywm-an-Esh,
debemos conseguir todo lo que figura en la lista de sustancias en Halwyg-nan-Vake.
—Baja —ordenó Córum.
—Muy bien —dijo Bwydyth en voz baja—. Ajustó los controles, mirando a
través de un visor que mostraba la tierra abajo—. ¿Esa granja?
—Sí, esa granja.
El Navío Celeste empezó a descender. Córum salió al puente para observar. Los
bárbaros se habían fijado en la nave y les señalaban consternados, aflojaban el paso.-
La nave empezó a rodear la granja y pudieron ver que casi no tenían sitio para
aterrizar. Las gallinas correteaban cacareando mientras la sombra del navío las cubría.
Un cerdo se escabulló a la pocilga.
Al descender se detuvieron los gemidos de la nave.
—Prepara la espada, amigo Jhary —dijo Córum. Pero Jhary ya la empuñaba.
—Hay más de diez —añadió cautamente el compañero de campeones—. Sólo
somos dos. ¿Utilizarás tus poderes?
—Espero que no. Me asquea todo lo que huela a Caos.
—Pero, dos contra diez...
—También contamos con el timonel, y con el pastor.
Jhary apretó los labios y no dijo nada más. La nave golpeó contra el suelo.
Apareció el timonel con una gran hacha.
—¿Quiénes sois? —dijo nerviosamente una voz procedente de la casita de
madera.
—Amigos —dijo Córum.
Luego se dirigió al timonel:
—Sube a las mujeres y a los niños a bordo. —Y el Príncipe de la Túnica Escarlata
saltó por encima de la borda—. Intentaremos distraerles mientras tanto.
Jhary le siguió, afianzándose en el suelo. No estaba acostumbrado a actuar sobre
una superficie inmóvil.
Los bárbaros se acercaban con cautela. El guía se echó a reír cuando vio qué
pocos eran los que debían combatir contra ellos. Dio un grito sanguinario, arrojó la
espada a un lado, sacó una maza imponente del cinturón y espoleó a la mula, saltando
la barricada de mimbre que el pastor había levantado. Córum saltó cuando la maza le
rozó el casco. Se lanzó a la carga.
Su espada atravesó la rodilla del Mabdén y éste se puso a gritar de rabia. Jhary

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cruzó la barricada para recoger el arma abandonada, con los demás caballeros a sus
espaldas. Llegó de un salto hasta el corral de la granja y prendió fuego a la barricada
de mimbre. La cerca empezó a chisporrotear mientras otro jinete saltaba por encima.
Jhary arrojó su puñal y le reventó un ojo. El hombre gritó y se derrumbó. Jhary
agarró las riendas de la indómita criatura para poder subir a su lomo, tirando como un
salvaje de las bridas para cambiar su carrera.
La barricada ardía frenéticamente y Córum esquivó la maza de colmillos de
animales. Vio una abertura, saltó y golpeó al bárbaro en las costillas. El Mabdén cayó
por encima del cuello del animal, apretándose la herida mientras era arrastrado por
los corrales. Córum vio cómo otros dos intentaban que sus monturas saltasen por
encima de la valla en llamas.
Bwdyth ayudaba a la joven esposa del pastor a llevar una cuna a la nave. Les
acompañaban dos niños y un muchacho un poco mayor. El pastor, que seguía
ligeramente aturdido por lo que había pasado, se subió el último, empuñando una
oxidada espada con ambas manos.
De repente, de entre la barricada en llamas, aparecieron tres jinetes que se dirigían
hacia ellos.
Pero allí estaba Jhary. Había recobrado el puñal y volvió a arrojarlo. De nuevo se
hundió en el ojo del caballero más cercano que, como antes, cayó hacia atrás,
soltando los estribos. Córum se subió a la mula, montando en la silla y defendiéndose
con la espada del ataque de un hacha de guerra.
Deslizó la hoja por el mango del hacha forzando al hombre a soltarla. Mientras
intentaba recogerla, Jhary le atacó por detrás, atravesándole el corazón, sacando la
punta del sable por el otro lado del cuerpo. Aparecieron más.
El pastor tajó las piernas de una mula y, mientras el jinete intentaba levantarse, le
abrió la espalda, desde el hombro hasta el pecho, usando la espada más hábilmente
que un leñador el hacha.
La mujer y los niños estaban ya a bordo de la nave. Córum se agachó para
levantar al pastor, que seguía golpeando el cuerpo ciegamente. Señaló el navío. El
pastor parecía no entenderle, pero, al fin, dejó caer la ensangrentada espada y corrió
hacia el buque.
Córum asestó una cuchillada al que quedaba, mientras Jhary desmontaba para
recuperar el puñal. Córum dio la vuelta al caballo y le extendió un brazo a Jhary que,
tras envainar sus armas, se abrazó a él, montando a la grupa hasta que llegaron a la
nave. Embarcaron. Sólo dos jinetes quedaron vivos para verles cómo se alejaban.
No parecían muy contentos, pues contaban con una fácil matanza y, por el
contrario, la mayoría de los suyos estaban muertos y sus presas huían.
—¡Mi ganado! —dijo el pastor mirando hacia abajo.
—Estás vivo —aclaró Jhary.

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Rhalina tranquilizaba a la mujer.
La Margravina había desenvainado su espada, preparada para ayudar a los
hombres en caso de que se vieran totalmente dominados por los bárbaros. La tenía
apoyada en la borda, junto a ella. El más pequeño de los niños iba sobre sus rodillas,
y la dama le acariciaba la cabeza.
El gato de Jhary se asomó por debajo del asiento y, cuando se aseguró de que ya
no había peligro, volvió a colocarse sobre el hombro de su amo.
—¿Sabes algo del ejército principal? —le preguntó Córum al pastor. El Príncipe
de la Túnica Escarlata se frotaba una pequeña herida que tenía en la mano mortal.
—He oído... he oído cosas. He oído que no es un ejército de seres humanos.
—Podría ser cierto —dijo Córum—. ¿Conoces su paradero?
—Debe estar cerca de Halwyg, a menos que haya llegado ya. ¿Por favor, a dónde
nos lleváis?
—Me temo que a Halwyg —le contestó Córum.
El Navio Celeste siguió navegando por encima de una región desolada.
Observaron que los grupos de batidores, parte del ejército principal, eran mayores.
Muchos fueron los que notaron que la nave pasaba por encima de sus cabezas, y
algunos incluso les arrojaron las lanzas o tiraron flechas antes de seguir saqueando,
matando y quemando. Córum no temía a aquellos guerreros, sino a la hechicería que
pudiera tener a su favor el Rey Lyr-a-Brode.
El pastor miraba atentamente.
—¿Está todo igual que antes? —preguntó.
—Por lo que sabemos, sí. Se acercan dos fuerzas a Halwyg: una desde el este,
otra por el sudoeste. Me pregunto si los bárbaros de Bro-an-Mabdén serán tan
brutales como sus compañeros.
Córum se apartó de la borda.
—¿Qué tal le habrá ido a Llarak-an-Fol? —preguntó Rhalina mientras seguía
acunando al niño dormido—. ¿Se habrá quedado Beldan allí, o habrá podido llegar
con nuestros hombres hasta Halwyg? ¿Qué le habrá sucedido al Duque?
—Pronto lo sabremos todo —Jhary dejó que el niño de oscuros cabellos
acariciase al gato.
Córum se movía sin cesar por la cubierta, asomándose para ver las torres de
Halwyg.
—Allí están —dijo Jhary tranquilamente—. Los invitados venidos del infierno.
Córum miró hacia bajo y vio una marea de carne y acero avanzando
orgullosamente.
Eran millares de caballeros Mabdén. Cocheros Mabdén. Infantería Mabdén. Y
cosas que no eran Mabdén, sino cosas invocadas por la brujería y reclutadas en los
Reinos del Caos. Estaba el ejército del Perro: gigantescas bestias desmochadas del

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tamaño de caballos, más vulpinos que perrunos. También avanzaba el ejército del
Oso: osos gigantescos que caminaban erguidos con un escudo y una porra. Y el
propio ejército del Caos: guerreros deformes como los que encontraron en el abismo
amarillento, dirigidos por un alto caballero vestido completamente de plata, sin duda
el mensajero de la Reina Xiombarg de quien tanto habían oído hablar.
Y, justo ante los capitanes del ejército, se hallaban las murallas de Halwyg-nan-
Vake, que, desde lejos, parecían una gigantesca maceta.
Se oían tambores rugientes entre las filas del ejército. Estridentes trompetas
proclamaban la lujuria Mabdén. Una horrenda risa ascendía hacia la nave celeste y se
escapaban gruñidos de las gargantas del ejército del Perro, unos gruñidos burlones
que anticipaban la victoria.
Córum escupió hacia la horda, molesto por la peste que llegaba hasta él. Su ojo
mortal se convirtió en una bola de fuego y, dominado por la furia, volvió a escupir
sobre aquella canalla. Su garganta dejó escapar un sonido brutal y la mano se le fue al
pomo de la espada, mientras recordaba su odio hacia los Mabdén, que habían matado
a su familia y que le habían mutilado a él. Vio la bandera del rey Lyr-a-Brode, un
trapo hecho harapos con el signo del Perro y del Oso. Buscó entre las filas enemigas
para ver si encontraba a su mayor enemigo, al Conde Glandyth-a-Krae.
Rhalina le gritó:
—Córum, no malgastes tus fuerzas. Cálmate y ahorra energías para la lucha que
está por venir.
El Príncipe se hundió en el asiento y el ojo poco a poco fue adquiriendo el color
original. Jadeaba como uno de aquellos los perros, y las joyas que le cubrían el ojo
ajeno parecían agitarse y resplandecer con una rabia diferente a la suya...
Rhalina se estremeció al verle así, casi sin rasgos mortales. Parecía estar poseído,
como un semidiós de las oscuras leyendas, y su amor por él se convirtió en terror.
Córum se cubrió la cara con las manos y sollozó hasta que se le fue la cólera y, ya
sereno, pudo levantar la cabeza. La rabia y su lucha por derrotarla le habían agotado.
Se echó hacia atrás en el asiento, con la cara pálida, agarrándose a la borda con una
mano mientras la nave empezaba a descender hacia Halwyg.
—Apenas nos falta una milla —murmuró Jhary—. Si no les detienen, habrán
rodeado las murallas por la mañana.
—¿Cuál de nuestros ejércitos podrá detenerles? —preguntó Rhalina desesperada
—. No ha de quedar mucha gente con vida en el Reino de Arkyn.
Los tambores seguían retumbando su júbilo y las trompetas su triunfo. Los
gemidos del ejército del Perro, los gruñidos del ejército del Oso, los cloqueos y
chillidos
del ejército del Caos, el estruendo de las mulas, los chirridos de las ruedas de los
carros, el rechinar de los atalajes, el berrear de los bárbaros... todo parecía acercarse

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por segundos mientras se arrastraba hacia la ciudad de las flores la horda infernal.

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Segundo capítulo
El comienzo del asedio

El sol empezaba a desaparecer cuando comenzaron a descender hacia la ciudad


silenciosa y tensa y los ecos de la horda satánica asedió las torres.
Las calles y parques rebosaban de soldados agotados que acampaban en cualquier
lugar donde pudieran hallar cobijo. Las flores habían sido pisoteadas y los arbustos
comestibles arrancados para alimentar a los guerreros que habían acudido hasta
Halwyg a enfrentarse con las tropas bárbaras. Estaban tan cansados que sólo unos
pocos levantaron la cabeza para ver pasar la nave camino al castillo del Rey Onald.
Aterrizaron sobre las desiertas almenas, pero, casi instantáneamente, aparecieron
guardias con cascos de conchas y corazas y escudos del mismo material, que se
precipitaron sobre ellos para detenerles, pensando que eran enemigos. Al ver a
Rhalina y a Córum, guardaron aliviados las armas. Algunos de ellos estaban heridos,
pues ya habían luchado en alguna escaramuza con el ejército bárbaro, y todos
parecían echar en falta una buena noche de sueño.
—Príncipe Córum —dijo el jefe—, le diré a mi Rey que estáis aquí.
—Gracias. Entretanto, quisiera que algunos de vuestros hombres se ocuparan de
esta gente que acabamos de salvar de los bárbaros de Lyr.
—Lo haremos, aunque andamos un tanto escasos de comida.
Córum se lo esperaba.
—El Navio Celeste, aunque no debe ser puesto en peligro, puede buscar alimento.
Quizá con su ayuda encontréis algún alimento.
El timonel sacó un pergamino de la chaqueta y se lo entregó a Córum:
—Éstas son las raras sustancias que necesita nuestra ciudad para atravesar la
Muralla entre los Reinos y venir en vuestra ayuda.
—Si podemos invocar a Arkyn —le dijo Córum—, le daré esta lista, pues siendo
un dios tendrá más conocimientos que nosotros sobre tales cosas.
En la sencilla habitación de Onald, que seguía cubierta de mapas de la región,
encontraron al apesadumbrado monarca.
—¿Qué tal va la nación, Rey Onald? —preguntó Jhary-a-Conel al entrar.
—Apenas puede llamársela nación. Poco a poco, nos han ido empujando hacia
Halwyg, donde se han concentrado todos los supervivientes. —Señaló un mapa de
Lywm-an-Esh y habló con voz hueca—: El condado de Arluth-a-Cal fue ocupado por
los invasores marinos de Bro-an-Mabdén. El de Pendarge y su antigua capital Enyn-
An-Aldarm han sido quemados, y están totalmente calcinados hasta el lago Calenyk.
He oído que el ducado de Orynan-Calwyn sigue resistiendo en las montañas del sur,

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al igual que el ducado de Haun-a-Gwyragh. Pero
Bedwilral-nan-Rywn ha sido arrasado por completo, lo mismo que Gal-a-Gorow.
No sé nada de Palentyr-a-Kenak...
—Ha caído —dijo Córum.
—¡Oh! Caído...
—Parece que estamos rodeados por todos lados —dijo Jhary mirando los mapas
atentamente—. Desembarcaron en todas las costas y luego empezaron a dispersarse
sistemáticamente, hasta que toda la horda confluya en Halwyg-nan-Vake. No pensé
que los bárbaros fueran capaces de seguir tácticas tan sofisticadas, ni de pensarlas
siquiera...
—Olvidas al mensajero de Xiombarg —dijo Córum—. Sin duda fue quien les
enseñó este plan y cómo ponerlo en práctica.
—¿Hablas de la criatura de reluciente armadura, la que va en cabeza del ejército?
—dijo el Rey Onald.
—Sí. ¿Tenéis noticias suyas?
—Ninguna que nos pueda servir de ayuda. Cabalga a menudo junto al Rey Lyr.
He oído su nombre. Gaynor. El Príncipe Gaynor el Maldito.
Jhary meditó.
—Suele aparecer en este tipo de conflictos. Está condenado a servir al Caos para
siempre. ¿Así que es lacayo de la Reina Xiombarg? Es el mejor puesto que haya
ocupado hasta ahora...
El rey Onald miró a Jhary y siguió hablando:
—Sin la ayuda del Caos, nos superan en diez contra uno. Con mejores armas y
tácticas superiores quizá habríamos podido resistirles durante años, o al menos
haberlos contenido en las costas, pero el Príncipe Gaynor les aconseja cada paso a
seguir. Y su consejo es bueno.
—Tiene mucha experiencia —dijo Jhary frotándose la barbilla.
—¿Cuánto tiempo podremos resistir un asedio? —le preguntó Rhalina al Rey.
Onald se encogió de hombros y echó un vistazo al gentío que se amontonaba en
su ciudad.
—No lo sé. Los guerreros están cansados, nuestras murallas no son demasiado
altas, y el Caos están luchando junto a Lyr...
—Corramos al templo para ver si podemos invocar a Arkyn —dijo Córum.
Cabalgaron por calles rebosantes, viendo caras desesperadas por todas partes. Las
avenidas estaban bloqueadas por carros y ardían hogueras sobre el césped. La mitad
del ejército estaba herido y llevaba armas inadecuadas. Parecía que Halwyg nunca
podría resistir un primer ataque de Lyr. «El sitio no será largo», pensó Córum,
intentando abrirse camino a través de la muchedumbre.
Por fin, llegaron al templo. El suelo estaba cubierto de soldados heridos que

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dormían, y Aleryon-a-Nyvish, el sacerdote, se hallaba en la entrada del templo, como
si les estuviera esperando.
Les dio la bienvenida.
—¿Habéis encontrado ayuda?
—Quizá —contestó Córum—. Pero debemos hablar con Arkyn. ¿Puede ser
invocado?
—Os espera. Llegó hace un momento.
Anduvieron a largos pasos a través de la oscuridad. Todo estaba lleno de jergones
vacíos. Esperaban a los heridos y a los moribundos.
La hermosa silueta que había decidido asumir Arkyn salió de las sombras:
—¿Qué tal os fue en el reino de Xiombarg?
Córum le contó lo ocurrido y Arkyn pareció molesto. Estiró el brazo.
—Dame el pergamino. Buscaré las sustancias que necesita la Ciudad en la
Pirámide. Tardaré en localizarlas.
—Y, entre tanto, el destino de dos ciudades sitiadas está por decidirse —dijo
Rhalina—. Gwlas-cor-Gwrys sigue en pie. Nuestra única ventaja es que Xiombarg se
está dedicando a dos batallas: la de nuestro reino y la del suyo.
—Sin embargo, su mensajero, Gaynor el Maldito, está aquí, y parece
representarla adecuadamente —aclaró Córum.
—Si Gaynor fuera destruido —dijo Arkyn—, desaparecerían muchas ventajas de
los bárbaros. No son tácticos por naturaleza, y solos, sin él, cundiría la confusión
entre sus líneas.
—El que sean tantos, es una enorme ventaja por su parte —dijo Jhary—. Y,
además, están los ejércitos del Perro y del Oso...
—De acuerdo, Jhary. Pero sigo diciendo que nuestro mayor enemigo es Gaynor el
Maldito.
—Es indestructible.
—Puede ser destruido por alguien que sea tan fuerte como él. —Arkyn miró a
Córum atentamente—. Pero ese hombre, necesitaría mucho valor y correría el peligro
de morir con él...
Córum inclinó la cabeza.
—Tomaré en consideración tus palabras, Arkyn.
—Ahora, debo irme.
La bella silueta desapareció y se quedaron a solas en el templo.
Córum miró a Rhalina y luego a Jhary. Ninguno de ellos se encontró con su
mirada. Los dos sabían lo que le había pedido Arkyn y la responsabilidad que
descansaba en sus hombros.
Córum frunció el ceño y se acarició el parche de joyas del ojo izquierdo,
flexionando los dedos de la mano ajena.

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—Con el Ojo de Rhynn y la Mano Kwll —dijo—, con los obscenos regalos que
Shool me injertase en el alma tan firmemente como en el cuerpo, intentaré
deshacerme del Príncipe Gaynor el Maldito.

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Tercer capítulo
El Príncipe Gaynor el Maldito

—El Príncipe Gaynor fue un héroe una vez —dijo Jhary mientras observaba en la
noche las millares de hogueras del campamento del Caos que rodeaba la ciudad—.
También luchó a favor de la Ley. Pero se enamoró de algo, quizá una mujer, y se
convirtió en un renegado, uniéndose al Caos. Fue castigado, dicen, por el poder de la
Balanza. Ahora sirve al Caos para toda la eternidad, lo mismo que tú también sirves a
la Ley para toda la eternidad.
—¿Por toda la eternidad? —dijo Córum perturbado.
—De eso no volveré a hablar —dijo Jhary—, pero a veces conocerás la paz. El
Príncipe Gaynor sólo recuerda la paz y nunca podrá volver a encontrarla.
—¿Ni en la muerte?
—Está condenado a no morir nunca, pues con la muerte, aunque ésta no dure más
que un instante antes de otro renacimiento, viene la paz.
—Entonces, ¿no lo puedo matar?
—No puedes matarlo, lo mismo que no se puede matar a un dios antiguo. Puedes
desterrarlo. Pero tienes que saber hacerlo...
—¿Tu sabes, Jhary?
—Me parece que sí. —Jhary inclinó la cabeza, concentrado, mientras caminaba a
lo largo de las almenas, junto a Córum—. Recuerdo leyendas que dicen que Gaynor
sólo puede ser derrotado si la visera de su casco está abierta y le mira fijamente a la
cara un servidor de la Ley. Pero su visera no puede ser abierta más que por una fuerza
superior a la que maneja un mortal. Ésa es la condición de su destino. Y eso es todo
lo que sé.
—Poco es —dijo Córum sin alegría.
—Sí.
—Debe hacerse esta noche. No esperan un ataque por nuestra parte, sobre todo,
en la primera noche del sitio. Debemos ir hasta el ejército del Caos, actuar deprisa e
intentar matar, o desterrar, o lo que sea, al Príncipe Gaynor. Él controla al deforme
ejército y, sin él, seguro que volverá a su propio reino.
—Un plan sencillo —dijo Jhary sardónicamente—. ¿Quién vendrá con nostros?
Beldan está aquí. Le he visto.
—No arriesgaré a ninguno de los defensores. Si el plan falla, harán falta aquí.
Iremos solos —dijo Córum.
Jhary se encogió de hombros y suspiró.
—Será mejor que nos esperes aquí, amiguito —le dijo al gato.

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Se deslizaron en la noche guiando los caballos, cuyas pezuñas habían cubierto
con trapos para ahogar las pisadas, hasta el campamento del Caos, donde los Mabdén
celebraban una fiesta y apenas había guardia.
El olor era lo suficientemente desagradable para indicar el paradero de Gaynor y
su diabólica tropa. Los semihombres se bamboleaban en extrañas danzas rituales y
sus movimientos se igualaban a los de las bestias que les servían de parejas. Sus
estúpidas caras mostraban bocas entreabiertas y ojos atontados y bebían mucho vino
agrio para tratar de olvidar lo que eran antes de aliarse con el Caos y su corrupción.
El Príncipe Gaynor se sentaba en el centro, cerca de una palpitante hoguera,
completamente envuelto en su resplandeciente armadura. Ésta era de plata, oro y, en
algunos lugares, de cierto metal azulado.
El casco llevaba prendida una pluma amarilla y su coraza estaba grabada con las
armas del Caos: ocho flechas radiales sobre un eje central que, según el Caos,
representaban las numerosas posibilidades inherentes a su filosofía. El Príncipe
Gaynor no estaba embriagado. Ni comía, ni bebía. Se había quedado observando a
sus guerreros, con las manos enguantadas apoyadas en el pomo de la gigantesca
espada, cuyo color también variaba de la plata, al oro y al metal azulado. El Príncipe
Gaynor el Maldito parecía estar hecho de una sola pieza.
Tuvieron que esquivar algunos guardias bárbaros dormidos antes de penetrar en el
propio campamento de Gaynor, un poco separado del resto, al igual que los ejércitos
del Perro y del Oso, que acampaban al otro lado. Algunos de los hombres de Lyr
todavía se tambaleaban de un lado para otro, pero, como los dos compañeros iban
envueltos y encapuchados en sus mantos, apenas se fijaron en ellos. Nadie esperaba
que una pareja de guerreros de Lywm-an-Esh acudiera a su campamento.
Cuando llegaron al círculo de luz y estuvieron cerca de la multitud de
semibestias, montaron en los caballos y esperaron un largo momento mientras
observaban la silueta del Príncipe Gaynor el Maldito.
Desde que le observaban, no se había movido ni una sola vez. Sentado en una alta
silla de montar, adornada con ébano y marfil, con las manos en el pomo de la espada,
seguía mirando sin interés los saltos y cabriolas de sus obscenos seguidores.
Cabalgaron hacia el círculo de luz resplandeciente, hasta que el Principe Córum
Jhaelen Irsei, servidor de la Ley, hizo cara al Príncipe Gaynor el Maldito.
Córum llevaba su armadura Vadhagh: la delicada cota de malla plateada, el casco
cónico, la túnica escarlata. En la mano derecha blandía una larga lanza y en la
izquierda un redondo escudo de combate.
El Príncipe Gaynor se levantó de su asiento y alzó un brazo para detener el baile.
La legión infernal se volvió para mirar a Córum y, al reconocerle, empezaron a
bramar.
—¡Silencio! —ordenó Gaynor, dando un paso hacia adelante con su

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resplandeciente armadura y envainando la espada. —Que uno de vosotros vaya a
ensillar mi caballo, pues creo que el Príncipe Córum y su amigo vienen a combatir
conmigo. —Su voz era vibrante y superficialmente divertida. Pero un sombrío tono la
dominaba con una extraña tristeza.
—¿Lucharás sólo conmigo, Príncipe Gaynor? —preguntó Córum.
—¿Por qué habría de hacerlo? —dijo el Príncipe del Caos echándose a reír—.
Hace tiempo que olvidé todas esas ideas acerca de la caballerosidad, Príncipe Córum.
Prometí a mi soberana, la Reina Xiombarg, que utilizaría cualquier medio que
estuviera en mi mano para destruiros. No pensé que mi Señora conociera el odio,
pero a vos os odia, Vadhagh. ¡Cómo os odia!
—Puede que me tema —sugirió Córum.
—Sí, quizá.
—¿Por eso lanza contra nosotros a todo su ejército?
—¿Por qué no? Si sois lo bastante necio como para poneros a mi alcance...
—¿No tenéis orgullo?
—No, creo que ninguno.
—¿Ni honor?
—No.
—¿Ni valor?
—Me temo que no tengo ninguna cualidad, salvo, quizá, el miedo.
—Sin embargo, sois sincero.
Del interior de la visera, brotó una risa profunda.
—Sí así lo creéis... ¿Por qué habéis venido a mi campamento, Príncipe Córum?
—¿No lo sabéis?
—¿Tenéis intención de matarme porque soy el cerebro de toda esta horda de
bárbaros? Buena idea. Pero no podréis matarme. Ojalá pudierais. He rezado mucho
porque eso ocurriese. Con mi derrota, esperáis hallar un tiempo precioso que os
permita aumentar vuestras defensas. Quizá fuera así, pero me temo que os mataré, y
con eso acabaré con el principal abastecedor de recursos de Halwyg-nan-Vake.
—Si no podéis ser destruido, ¿por qué no lucháis contra mí personalmente?
—Malgastaría mi tiempo. ¡Guerreros!
Los deformes hombres semibestias se formaron detrás de su jefe, que montó en su
blanco caballo, sobre el que ya habían colocado la alta silla de ébano y marfil. Tomó
la lanza y el escudo.
Córum levantó el parche enjoyado que le cubría el ojo y miró más allá del
Príncipe Gaynor y sus hombres, dentro de la caverna del otro mundo donde yacían
sus últimas víctimas. El grupo del Caos que el Ghanh había aplastado con sus alas,
estaba todavía más deformado que antes. También estaba Polib-Bav, el jefe del grupo,
con cara de caballo. La Mano de Kwll se tendió hasta el otro mundo y convocó al

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grupo del Caos para venir en ayuda de Córum.
—Ahora el Caos luchará contra el Caos —gritó Córum—. Toma tu recompensa,
Polib-Bav, y líbrate del Limbo.
Y la porquería se enfrentó con la porquería y el horror chocó contra el horror al
arrojarse el grupo del Caos contra las fuerzas de Gaynor, sobre sus bestiales
hermanos. El perro peleaba contra la vaca, el caballo contra la rana, y los garrotes,
cuchillos y hachas se alzaban para caer sobre el espantoso montón.
Surgían chillidos, gruñidos, blasfemias, cloqueos, del cúmulo de criaturas en
lucha y, viéndolo, el Príncipe Gaynor el Maldito, giró su caballo para enfrentarse a
Córum.
—Os felicito, Príncipe de la Túnica Escarlata. Veo que no os fiabais de mi
caballerosidad. ¿Todavía queréis luchar contra mí?
—Quiero que sepáis —dijo Córum preparando la lanza y alzándose sobre los
estribos para elevarse sobre la silla —que mi amigo está aquí para informar sobre esta
lucha en caso de que yo muriese. Sólo luchará para protegerse.
—Un torneo justo, ¿verdad? —El Príncipe Gaynor volvió a reír—. Muy bien. —
Y también adoptó la posición de combate.
Luego, atacó.
Córum espoleó su caballo hacia el enemigo, con la lanza preparada para golpear y
el escudo delante de la cara, pues su yelmo no tenía visera como el de Gaynor.
Al galopar, la resplandeciente armadura de Gaynor medio cegaba a Córum, pero,
con todas sus fuerzas, el Príncipe de la Túnica Escarlata dirigió su lanza a la cabeza
de Gaynor. Golpeó contra su casco pero sin atravesarlo ni abollarlo. De cualquier
modo, Gaynor vaciló en la silla y no devolvió el golpe a su debido tiempo, dando
ocasión a Córum para que estirase la mano y alcanzase el mango de su arma, que
rebotaba de vuelta. Al ver esto, Gaynor se echó a reír y golpeó con violencia la cara
de Córum mientras el Vadhagh levantaba su escudo para frenar el enorme impacto.
Más allá, la horrible batalla entre los dos bandos de hombres bestias continuaba.
El grupo del Caos era menor que las fuerzas de Gaynor, pero tenía la ventaja de haber
muerto ya una vez y no poder morir de nuevo.
Los dos caballos se echaron hacia atrás en el mismo momento y sus pezuñas se
cruzaron, tirando casi al suelo a sus jinetes. Córum volvió a adelantar la lanza,
agarrándose a las riendas. Volvió a golpear al Príncipe Maldito, que cayó de espaldas
en el fétido barro. Gaynor saltó instantáneamente para quedar en pie, con la lanza en
la mano, devolviendo el golpe a Córum. La lanza le atravesó el escudo y por una
fracción de centímetro no penetró por su ojo enjoyado. Con la lanza colgada del
escudo, sacó la espada y atacó a Gaynor. Éste llevaba el espadón en la mano derecha
y la izquierda levantada con el escudo para detener el primer golpe de Córum. El
Príncipe Gaynor no atacó a Córum, sino a su caballo. Le tajó una de las patas e hizo

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que el animal se desplomara, tirando a Córum al suelo junto a él.
El Príncipe Gaynor levantó su espada, y, a pesar del peso de la armadura, corrió
hacia Córum, que intentaba desesperadamente recobrar el equilibrio resbalando en el
barro. La espada cayó y se estrelló en el escudo. El filo mordió las sucesivas capas de
cuero, metal y madera y, finalmente, se detuvo al tropezar con la propia lanza de
Gaynor, pero éste dio un salto hacia atrás y escapó del golpe mientras Córum se
revolcaba intentando levantarse, con el escudo hecho pedazos, casi inútil.
Gaynor seguía riendo y su voz resonaba formando ecos en el casco que nunca se
abría.
—¡Lucháis bien, Córum, pero sois mortal, cosa que yo no soy!
El ruido de la batalla había alertado al resto del campamento, pero los bárbaros no
estaban seguros de lo que ocurría. Estaban acostumbrados a seguir solamente las
órdenes de Lyr.
Los dos campeones empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro, mientras,
junto a ellos, los hombres bestias seguían empeñados en su mortal combate.
En la sombra, más allá de la luz del fuego, los rostros de los supersticiosos
bárbaros observaban la querella, preguntándose cómo habría empezado.
Córum abandonó su escudo, descolgando de su espalda el hacha de guerra,
aguantándola con los seis dedos de la Mano de Kwll. La distancia entre los dos
enemigos aumentó mientras empuñaba firmemente su nueva arma. Era un hacha de
tiro, perfectamente equilibrada, de las que usaba la infantería Vadhagh en sus
antiguas luchas contra los Nhadragh. Córum temía que Gaynor descubriera sus
intenciones.
Repentinamente levantó el brazo y arrojó el hacha. Surcó el aire como un
relámpago y se estrelló contra el escudo del Príncipe de los Malditos.
Gaynor se tambaleó hacia atrás empujado por la fuerza del golpe, con el escudo
partido por la mitad. Dejó caer los trozos, agarró el espadón con ambas manos y se
dispuso a acabar con Córum.
El Príncipe de la Túnica Escarlata detuvo el primer golpe, y el segundo, y el
tercero, mientras la ferocidad de los ataques de Gaynor le obligaba a retroceder. Saltó
a un lado y lanzó una estocada destinada a atravesar las junturas de la armadura de
Gaynor. Gaynor cambió la espada de mano y desvió la estocada dando dos pasos
hacia atrás. Jadeaba. Córum oía cómo silbaba su aliento dentro del casco.
—Puede que seáis inmortal, Príncipe Gaynor, pero no sois incansable.
—¡No podréis matarme! ¿Acaso dudáis que la muerte es para mí como un regalo?
—Sí es así, rendios —también Córum estaba jadeante. Su corazón latía muy
aprisa y su pecho se hinchaba—. Rendios y comprobad si puedo mataros.
—Rendirme sería traicionar mi promesa a la Reina Xiombarg.
—¿De modo que conocéis el honor?

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—¡Honor! —Gaynor se echó a reír—. Honor, no. Miedo, como ya os dije. Es
miedo. Si traiciono a la Reina Xiombarg, me castigará. No creo que comprendáis lo
que eso quiere decir, Príncipe de la Túnica Escarlata.
Y volvió a arrojarse sobre Córum.
Córum se tambaleó bajo el espadón que se movía como un torbellino y se arrojó
contra las piernas de Gaynor con tal fuerza que una de sus rodillas se dobló antes de
que el Príncipe de los Malditos saltase hacia atrás, echando un vistazo a sus huestes.
El grupo del Caos estaba acabando con ellos. Una a una, las criaturas que Córum
había convocado del otro mundo recogían sus trofeos y desaparecían por donde
habían venido.
Con un grito, Gaynor volvió a lanzarse sobre Córum.
Córum concentró todas sus fuerzas para esquivar la estocada y devolverla.
Gaynor le cerró el paso, agarrando el brazo que sujetaba la espada y alzando su
mandoble para descargarlo sobre la cabeza de Córum. Pero éste torció el cuerpo y le
golpeó en el hombro, atravesó la primera capa de su peto y se detuvo en la segunda.
Y quedó indefenso. El Príncipe Gaynor había agarrado la espada de Córum y la
mantenía triunfante en la manopla.
—Rendios, Príncipe Córum. Rendios y os perdonaré la vida.
—¿Para que me entreguéis a vuestra soberana Xiombarg?
—Ése es mi deber.
—No me rendiré.
—¿Sabéis que os mataré? —Gaynor jadeaba mientras tiraba al barro la espada de
Córum, tomaba el espadón con las dos manos y se inclinaba hacia adelante para
terminar con su adversario.

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Cuarto capítulo
El ataque bárbaro

Instintivamente, Córum levantó las manos para protegerse del golpe cuando algo
ocurrió en la Mano de Kwll.
Más de una vez, la Mano le había salvado la vida, muchas anticipándose a la
amenaza, pero en aquel momento actuaba por voluntad propia, alcanzando la espada
de Gaynor, arrebatándosela al Príncipe de los Malditos y subiendo, tan rápidamente
como antes bajaba, contra su cabeza.
El Príncipe Gaynor hizo un par de eses, gruñendo, hasta que, poco a poco, cayó
de rodillas.
Córum saltó hacia adelante y con un brazo le rodeó el cuello.
—¿Os rendís, Príncipe?
—No puedo hacerlo —contestó Gaynor con voz entrecortada—. No tengo nada
que rendir.
Pero ya no se debatía y la Mano de Kwll agarró el borde de la visera y tiró de ella.
—¡No! —gritó el Príncipe Gaynor al darse cuenta de los que Córum tenía en
mente—. ¡No podéis! ¡Ningún mortal puede ver mi rostro! —Empezó a retroceder,
pero Córum lo sujetaba firmemente y la Mano de Kwll siguió tirando de la visera.
—¡Os lo ruego!
La visera se movió ligeramente.
—¡Por favor, Príncipe de la Túnica Escarlata! ¡Dejadme ir y no volveré a
molestaros!
—No tenéis ningún derecho para hacer tal juramento —le recordó Córum
fieramente—. Sois un objeto de Xiombarg, sin honor, ni voluntad.
La voz suplicante creaba extraños ecos.
—Tened piedad, Príncipe Córum.
—Tampoco está en mis atribuciones, pues sirvo a Arkyn —le dijo Córum.
La mano de Kwll tiró por tercera vez de la visera y el cierre saltó.
Córum se quedó mirando fijamente un rostro que se retorcía, unas facciones
compuestas por un millón de blancos gusanos. Muertos ojos rojos brillaban en la
cara, y todos los horrores que Córum había presenciado a lo largo de su vida no se
podían comparar con la tragedia de aquel rostro. Dio un grito que se fundió con el del
Príncipe Gaynor el Maldito, mientras la carne de su cara se pudría transformándose
en una incisión de espantosos colores que apestaban más que cualquier olor que
pudiera surgir de las hordas del Caos. Y mientras lo contemplaba, el rostro cambió
sus facciones. A veces, era el de un hombre de mediana edad, luego, el de una mujer,

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otras el de un niño. Y, en un fugaz momento, Córum reconoció su propia cara.
¡Cuántas máscaras de apariencia debía haber conocido el Príncipe durante la
eternidad de su maldición!
Córum veía un millón de años de desesperación grabados en ella. Y la cara seguía
retorciéndose, y los aterrorizados ojos agonizando, y las facciones cambiando,
cambiando, cambiando...
Más de un millón de años. Siglos de miseria. El precio del innombrable crimen de
Gaynor, la traición de su promesa a la Ley. Un destino que le había impuesto no la
Ley, sino el poder de la Balanza. ¿Qué clase de crimen habría cometido para que
tuviera que actuar la propia Balanza Cósmica? Algunas sugerencias aparecían y
desaparecían en las varias facciones que se detallaban en el interior del casco. Córum
ya no agarraba el cuello de Gaynor, sino que mecía aquella atormentada cabeza en
sus brazos y lloraba por el Príncipe de los Malditos que pagaba un precio —estaba
pagándolo— que ningún otro ser tendría que pagar.
Allí, pensaba Córum mientras lloraba, estaba el fin de la justicia, o mejor aún, el
fin de la injusticia. Ambas parecían fundirse en aquellos momentos.
Y tampoco entonces moría el Príncipe Gaynor. Tan sólo pasaba de una existencia
a otra. Pronto, en algún otro reino lejano, lejos de los Quince Planos y de los Señores
de las Espadas, seguiría su condena de servir al Caos.
Al fin, el rostro desapareció y la resplandeciente armadura quedó vacía.
El Príncipe Gaynor el Maldito se había ido.
Córum, aturdido, levantó la cabeza mientras llegaba a sus oídos la voz de Jhary-a-
Conel.
—¡Aprisa, Córum, coge el caballo de Gaynor! ¡Los bárbaros están armándose de
valor! ¡Nuestro trabajo aquí ha terminado!
El compañero de campeones estaba sacudiéndole. Córum se levantó, buscó entre
el barro la espada que Gaynor había tirado y se dejó ayudar por Jhary para montar
en la silla de ébano y marfil...
... galopaban hacia las murallas de Halwyg-nan-Vake, con los guerreros Mabdén
gritando a sus espaldas.
Las puertas se abrieron para darles paso y volvieron a cerrarse. Desmontaron y se
encontraron con Rhalina y el Rey Onald, que les esperaban.
—¿Y el Príncipe Gaynor? —preguntó ansioso el Rey Onald—. ¿Sigue vivo?
—Sí —contestó Córum gravemente—. Todavía vive.
—¿Habéis fracasado?
—No. —Córum se alejó de ellos guiando al caballo de su enemigo, caminando en
la oscuridad, sin querer hablar con nadie, ni siquiera con Rhalina.
El Rey Onald le siguió y, luego, se detuvo, levantando la mirada hacia Jhary que
desmontaba:

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-¿No falló?
—El poder del Príncipe Gaynor ha desaparecido —dijo Jhary con voz cansada—.
Córum le derrotó. Los bárbaros ya no tiene cerebro, sólo cuentan con su número, su
brutalidad, sus perros y sus osos. —Se rió de buena gana—. Nada más, Rey Onald.
Todos observaron a Córum que, con la espalda encorvada y arrastrando los pies,
penetró en las sombras de la oscuridad.
—Haré los preparativos para recibir su ataque —dijo Onald—. Sin duda, vendrán
por la mañana.
—Sin duda —agregó Rhalina. Sintió el impulso de seguir a Córum, pero se
contuvo.
Amanecía cuando el ejército del Rey Lyr-a-Brode se unió al de Bro-an-Mabdén
junto con las fuerzas de los ejércitos del Perro y el Oso, empezaron a cercar Halwyg-
nan-Vake.
Había guerreros en todos los muros de la ciudad. Los bárbaros no traían máquinas
de asedio, pues confiaban en la estrategia del Príncipe Gaynor y su ejército para la
conquista de todas las ciudades. Eran tan numerosos que casi era imposible ver
las últimas filas de sus legiones. Iban a caballo, en carro, o simplemente caminando.
Córum había descansado un par de horas, pero no logró dormir. No podía
deshacerse de la imagen del rostro de Gaynor. Intentó recordar el odio que sentía
hacia Glandyth-a-Krae y buscó al Conde entre la horda de bárbaros, pero no le vio
por ninguna parte. ¿Seguiría buscando a Córum por la región del Monte Moidel?
El Rey Lyr montaba un semental blanco y llevaba su propia bandera de guerra. A
su lado, la jorobada silueta del Rey Cronekyn-a-Drok, el jefe de las tribus de Bro-an-
Mabdén. El Rey Cronekyn era medio tonto, por eso tenía el apodo de «El Sapo».
Los bárbaros avanzaban rabiosos, sin orden alguno, y el Rey de hundidas
facciones parecía ojear nerviosamente su entorno como si temiera no poder controlar
tales fuerzas sin el Príncipe Gaynor.
El Rey Lyr-a-Brode levantó la espada y una cortina de flameantes flechas surgió
desde detrás de su caballería hacia los muros de Halwyg, incendiando los arbustos
resecos por falta de lluvia. El Rey Onald esperaba algo parecido, y había hecho que
sus súbditos guardasen la orina durante varios días para combatir tal eventualidad.
El Rey Onald se había enterado del destino de otras ciudades sitiadas y aprendido
lo necesario.
Algunos defensores iban de arriba abajo por los muros intentando apagar las
llamas que les envolvían. Un hombre con la cara envuelta en llamas corrió junto a
Córum, pero el Príncipe apenas lo notó.
Con un horrible estruendo, los bárbaros llegaron hasta los muros y empezaron a
escalarlos.
El ataque contra Halwyg se había desencadenado.

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Córum buscaba los ejércitos del Perro y del Oso, preguntándose cuándo llegarían.
Parecían estar reservándolos y no entendía por qué.
Su atención quedó atraída por una amenaza inmediata cuando vio a un bárbaro
babeante con un tizón en la mano y una espada entre los dientes, trepando por una de
las almenas. El Mabdén gritó de sorpresa cuando vio que Córum le cerraba el paso.
Pero otros venían tras él.
Durante toda la mañana Córum luchó mecánicamente, pero de forma acertada. En
los otros muros, Rhalina y Beldan organizaban destacamentos de defensores.
Si mil bárbaros morían, otros mil los reemplazaban, pues Lyr había tenido la
buena idea de reservar a sus hombres y lanzarlos por oleadas. Los que defendían la
muralla no podían utilizar aquella táctica. Cualquier hombre que pudiera manejar una
espada estaba siendo utilizado.
A Córum le zumbaban los oídos con el estruendo de la batalla. Debía haber
acabado con un montón de vidas, pero era incapaz de darse cuenta. Su cota de mallas
estaba hecha pedazos y sangraba por varias heridas menores, pero tampoco se daba
cuenta de ello.
Por encima de las murallas, llegaban más flechas incendiarias, pero mujeres y
niños llevaban cubos para apagar los fuegos que comenzaban a arder.
Tras los defensores se extendía una fina neblina de humo. Y ante ellos, una
apestosa marea de guerreros bárbaros. Y, por todas partes, la histeria de la batalla. La
sangre salpicaba por todas partes. Los muros estaban cubiertos de cadáveres
humanos. En el suelo, armas rotas y cuerpos se amontonaban sobre las almenas, en
un vano intento de reforzar los muros y contener el ataque.
Bajo ellos, los bárbaros utilizaban troncos de árboles para romper las puertas, que
habían aguantado hasta entonces.
Córum, que sólo estaba medio consciente del ruido y las escenas de la batalla,
sabía que su lucha con Gaynor había sido útil. No cabía duda de que, con las criaturas
endemoniadas y sus tácticas de combate, la ciudad ya habría sido tomada.
¿Cuánto tiempo les quedaba? ¿Cuándo regresaría Arkyn con las sustancias que
necesitaba el Príncipe Yurette? ¿Seguiría resistiendo la Ciudad en la Pirámide?
Córum sonrió torvamente. Xiombarg ya debería saber que había acabado con su
servidor, con el Príncipe Gaynor. Su furia sería tanto más grande y su impotencia
mucho más fuerte. ¿Era posible que aquello hiciese disminuir la furia de sus ataques
contra Gwlas-cor-Gwrys?
¿O quizá la aumentaría?
Córum procuró evitar aquellas especulaciones. No podían cambiar nada. Recogió
una lanza arrojada por un bárbaro y la volvió a lanzar, atravesando el estómago, de un
atacante Mabdén, que se agarró al venablo inclinándose sobre el muro antes de
doblarse por la cintura y caer a la llanura inferior donde se amontonaban sus

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compañeros.
Al atardecer, los bárbaros comenzaron a retirarse, llevándose a sus muertos.
Córum vio al Rey Lyr y al Rey Cronekyn que estaban parlamentando. Quizá
decidían si atacar ya con los ejércitos del Perro y del Oso. ¿Estarían considerando
alguna nueva estrategia que les evitase la pérdida de tantos hombres?
Un niño fue a buscar a Córum al muro:
—Príncipe Córum, traigo un mensaje para vos. ¿Podríais ir al templo para hablar
con Aleryon?
Córum, con las piernas doloridas, abandonó las almenas y montó en un carro que
condujo por las calles hasta llegar al templo.
El templo estaba abarrotado de heridos, por dentro y por fuera. Aleryon le
esperaba en la entrada.
—¿Ha regresado Arkyn?
—Sí, Príncipe Córum.
Córum entró apresuradamente, mirando con curiosidad los cuerpos tendidos por
el suelo.
—Son moribundos —dijo Aleryon en voz baja—. Casi no se dan cuenta de nada.
Con gente tan desgraciada como ésta no hay necesidad de ser discreto.
Arkyn avanzó desde las oscuras sombras. Era un dios y la forma que asumía no
era su verdadera forma; parecía cansado.
—Toma —le dijo a Córum al tiempo que le entregaba una caja de metal—. No la
abras, pues las sustancias que contiene son sumamente poderosas y su resplandor
podría matarte. Llévaselo al mensajero de Gwlas-cor-Gwrys y dile que regrese a
través del Muro que separa los Reinos en su Navío Celeste...
—¿Y si no tiene poder para volver? —dijo Córum.
—Fabricaré una apertura para él; al menos lo intentaré, pues estoy exhausto.
Xiombarg está trabajando contra mí muy sutilmente. No estoy seguro de poder trazar
una abertura cerca de la ciudad, pero haré una prueba. Si aparece lejos de Gwlas-cor-
Gwrys, quizá tenga que recorrer un peligroso camino, pero haré cuanto esté en mi
mano.
Córum inclinó la cabeza y tomó la caja.
—Recemos porque siga en pie Gwlas-cor-Gwrys.
Arkyn sonrió sarcásticamente.
—No me reces a mí, pues no sé más que tú —le dijo.
Córum salió corriendo del templo con la caja bajo el brazo. Pesaba mucho, y
vibraba. Montó en el carro, agitó las riendas y salió disparado, atravesando las
turbulentas avenidas que conducían al palacio del Rey Onald. Subió las escaleras
corriendo y llegó a la azotea donde esperaba el Navio Celeste. Le entregó la caja al
timonel contándole lo que Arkyn había dicho. El timonel pareció dudar por unos

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momentos, pero cogió la caja y la depositó cuidadosamente en un armario de la
timonera.
—Buen viaje, Bwydyth —le deseó Córum con sinceridad—. Ojalá encuentres tu
Ciudad en la Pirámide y logres traerla a Tiempo a este reino.
Bwydyth le saludó y se lanzó a los aires.
De repente, en el cielo se formó una escabrosa incisión. Era inestable. Se movía y
chispeaba. Más allá se veía un cielo dorado con rasgos chillones de color morado y
naranja.
La nave se metió en la incisión. Desapareció y la quebradura se encogió hasta que
pareció que al cielo no le hubiera ocurrido nada.
Córum se quedó mirando hacia el cielo hasta que oyó un inmenso rugido que se
alzaba de los muros.
Debía haberse desencadenado un nuevo ataque.
Bajó corriendo las escaleras, atravesó el palacio y salió a la calle. Y entonces vio
a las mujeres. Estaban arrodilladas y lloraban. Cuatro altos guerreros llevaban una
tabla sobre los hombros. Y sobre la tabla a alguien cubierto por una túnica.
—¿Quién es? —le preguntó Córum a uno de los guerreros—. ¿Quién ha muerto?
—Han matado al Rey Onald —dijo tristemente el guerrero—. Y han mandado a
los ejércitos del Perro y del Oso contra nosotros. La destrucción ya llega a Halwyg,
Príncipe Córum. Ya nada la detendrá.

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Quinto capítulo
La furia de la Reina Xiombarg

Córum propinó un salvaje latigazo a los caballos que atravesaban las calles para
llegar lo antes posible a la muralla. El silencio había caído sobre los ciudadanos de
Hal-wyg-nan-Vake y todos parecían esperar la muerte pasivamente... una muerte a
manos de los bárbaros victoriosos. Dos mujeres se suicidaron cuando pasaba,
arrojándose a la calle desde los balcones. «Quizá tengan razón», pensó.
Saltó del carro y subió las escaleras del panel de muralla en que se encontraban
Rhalina y Jhary-a-Conel. No necesitó escuchar qué decían, pues vio lo que se
acercaba.
Los grandes perros avanzaban velozmente hacia la ciudad, los ojos feroces, las
lenguas colgando, dominando por altura a los bárbaros que corrían a su lado. Y detrás
de los perros, venían los gigantescos osos, con porras y escudos, exhibiendo los
cuernos negros que crecían rizados en sus cabezas; avanzaban pesadamente
apoyándose en las patas traseras.
Córum sabía que los perros podían saltar los muros y los osos derribar las puertas
con sus mazas, y tomó una súbita decisión.
—¡Al palacio! —gritó—. ¡Todos los guerreros al palacio! ¡Los civiles que se
refugien donde puedan!
—¿Abandonas a la población? —le preguntó Rhalina, que empezó a temblar
cuando vio que su único ojo ardía en tonos negros y dorados.
—Hago lo más que puedo por ellos, y sólo espero que nuestra retirada nos dé algo
de tiempo. En el palacio nos defenderemos mejor. ¡Deprisa! —gritó—. ¡Deprisa!
Algunos guerreros se movían velozmente, como aliviados, pero otros no estaban
en condiciones de hacerlo.
Córum permaneció en los muros, observando la retirada de los soldados hacia el
lejano palacio, llevando en sus brazos a civiles y heridos.
En poco tiempo, no quedaron más que ellos tres en las murallas, observando
cómo se acercaban los perros y los osos.
Finalmente, los tres compañeros bajaron a la calle y empezaron a correr por las
desiertas y arruinadas avenidas, cruzando matas quemadas, flores y cuerpos
pisoteados, hasta que llegaron al palacio y se aseguraron de que puertas y ventanas
tenían las barricadas adecuadas.
Empezaban a oírse los alaridos de los perros y los osos y los chillidos de los
triunfantes bárbaros.
Una especie de paz tensa cayó sobre el palacio. Todos esperaban, y los tres

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compañeros subieron al tejado, preparándose para lo que iba a suceder.
—¿Cuánto falta? —susurró Rhalina—. ¿Cuánto falta para que lleguen?
—¿Las bestias? En pocos minutos estarán en la muralla.
—¿Y luego?
—Durante unos minutos, pensarán que es una trampa.
—¿Y luego?
—Quizá uno o dos minutos más tarde, atacarán el palacio. Luego... no lo sé. No
podremos resistir mucho tiempo a enemigos tan poderosos.
—¿No tienes ningún plan?
—Tengo uno... Pero antes, tuve tantos... —Su voz fue apagándose—. No estoy
seguro. No conozco el poder...
Los gruñidos y alaridos aumentaron pero de pronto se detuvieron.
—Han alcanzado la muralla —dijo Jhary.
Córum se colocó la túnica escarlata sobre los hombros.
Besó a Rhalina.
—Adiós, Margravina —dijo.
—¿Adiós? ¿Cómo...?
—Adiós, Jhary, compañero de campeones. Me temo que tendrás que buscarte a
otro héroe que proteger.
Jhary intentó sonreír.
—¿Quieres que te acompañe?
—No.
El primero de los perros saltó por el muro y se detuvo en la calle, jadeando,
olisqueando de un lado a otro. Podían verle desde lejos.
Córum se alejó mientras le observaba; bajó las escaleras interiores del palacio,
escurriéndose entre las barricadas de la entrada, hasta llegar a la avenida principal,
donde se detuvo a contemplar los muros.
Había arbustos en llamas y los jardines y parques estaban atestados de
cadáveres... o moribundos. Un pequeño gato alado voló sobre su cabeza y siguió
hacia las almenas.
Más perros saltaron las murallas y, con las cabezas agachadas, las lenguas
jadeantes y los ojos fatigados, se acercaron poco a poco hacia la pequeña figura de
Córum, atravesando la avenida en que les esperaba el Príncipe de la Túnica Escarlata.
A espaldas de los perros, las puertas se derrumbaron hechas astillas. El primero de
los osos cornudos atravesó el hueco, pavoneándose, con las narices dilatadas y la
maza dispuesta.
Vio que Córum levantaba la mano hacia el parche de su ojo. Le vio palidecer y
vacilar ligeramente y le vio estirar la hechizada Mano de Kwll, que desapareció hasta
que sólo quedó la muñeca, como un muñón.

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Y a su alrededor aparecieron, de repente, cosas espantosas. Horribles seres
deformes, los seguidores del Príncipe Gaynor el Maldito, transformados en fieles de
Córum, pues les había prometido la libertad si encontraban nuevas víctimas que
encerrar en la caverna del Limbo.
Córum señaló con la Mano de Kwll, que acababa de reaparecer de la órbita.
Rhalina volvió la horrorizada cara hacia Jhary, mientras éste contemplaba la
escena con cierta pasividad.
—¿Cómo espera vencer con esos seres tan mutilados a todos esos perros y a esos
osos y a los miles de bárbaros que vienen tras ellos?
—No lo sé. Creo que Córum está probando su fuerza. Si son derrotados, querrá
decir que la Mano de Kwll y el Ojo de Rhynn no le sirven para nada y no podrán
salvarnos si intentamos escapar —dijo Jhary.
—Lo sabía y no habló de ello —dijo Rhalina, inclinando la hermosa cabeza.
Las criaturas del Caos empezaron a correr por la avenida hacia los perros y los
osos.
Los animales estaban confusos sin saber si eran amigos o enemigos.
Eran criaturas deformes y muchas adolecían de miembros, o tenían profundas
heridas; algunas carecían de cabeza; otras, de piernas, y se desplazaban agarrándose a
sus congéneres. Se trataba de una plebe miserable que sólo tenía una ventaja: todos
sus componentes estaban muertos.
Se desparramaron por la larga avenida abandonada y los perros empezaron a
aullar, y sus voces resonaron por los tejados de la destrozada Halwyg, aconsejando la
retirada de las criaturas.
Pero los monstruos seguían avanzando. No podían detenerse. Debían acabar con
los ejércitos del Perro y del Oso para asegurar su liberación del Limbo, asegurar la
muerte total de sus almas para hallar la muerte verdadera.
Córum se mantuvo al final de la avenida y no pudo creer que unas criaturas tan
lisiadas mostrasen tanta ferocidad y agilidad. Vio que todos los osos habían cruzado
las puertas y que los bárbaros se amontonaban a sus espaldas, guiados por el Rey Lyr
y el Rey Cronekyn. Esperaba que, aunque las criaturas no tuvieran éxito, podría con
aquella estratagema ganar algo de tiempo para los ocupantes del palacio.
Miró por encima del palacio, hacia los tejados del templo de la Ley. ¿Estaría
Arkyn allí? ¿Esperaría a ver el desenlace?
Los perros empezaron a luchar contra las primeras criaturas del Caos. Uno de los
mastines arrojó la cabeza hacia atrás, llevándose entre los dientes una criatura sin
brazos. La sacudió y la tiró al suelo, pero el bicho siguió gateando hacia el perro. Al
verlo, su cola y sus orejas se desplomaron.
«Tan grandes como son», pensó Córum , «tan feroces, y siguen siendo perros».
Era algo con lo que había contado. A los perros, los ojos se les desorbitaban y en sus

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rojas bocas relucían los blancos colmillos; y las porras y escudos de los osos se
hallaban a la defensiva, golpeando a diestra y siniestra, dispersando a las criaturas del
Caos en todas direcciones. Pero aquéllas no morían. Se levantaban y volvían a atacar.
Las criaturas del Caos se agarraban al pelaje de los animales. Finalmente murió el
primer perro, rompiéndose la espalda y con la garganta destrozada por los mutilados
aliados de Córum. El Príncipe de la Túnica Escarlata sonrió torvamente.
Vio que lo que temía que ocurriese estaba ocurriendo. Lyr-a-Brode guiaba a sus
hombres alrededor de las bestias que luchaban. Se movían despacio, pero empezaban
a ocupar la entrada de la avenida.
Córum se volvió y echó a correr hacia el palacio a lo largo del paseo.
Antes de que pudiera llegar al techo, los bárbaros se derramaron por la avenida
que conducía al palacio mientras los ejércitos del Perro y del Oso seguían luchando
contra las muertas criaturas del Caos.
«. De las ventanas del palacio salían flechas y Córum vio que, entre los primeros
en caer alcanzados por las saetas, se encontraba el Rey Cronekyn, con un dardo en
cada ojo. El Rey Lyr-a-Brode llevaba mejor armadura y los dardos le rebotaban en el
casco y el escudo. El monarca Mabdén blandió la espada en signo de burla hacia los
arqueros y mandó a sus bárbaros contra el palacio. Éstos empezaron a derribar las
barricadas. Un capitán de la guardia real llegó corriendo hasta la terraza.
—No podremos aguantar más que un rato en los pisos inferiores, Principe Córum,
sólo unos momentos.
Córum inclinó la cabeza.
—Replegaos tan lentamente como os resulte posible. Pronto bajaremos.
—¿Qué es lo que pensabas que iba a ocurrirte allí abajo, Córum? —le preguntó
Rhalina.
—Tengo la impresión de que Xiombarg está ejerciendo fuertes presiones en este
reino desde que destruí al Príncipe Gaynor. Pensé que tendría la fuerza de volver a
esos seres contra mí.
—Pero no puede venir a este reino en persona —dijo Rhalina—. Nos lo dijeron.
Sería ir en contra de las reglas de la Balanza y eso no lo hacen ni los Grandes Dioses.
—Quizá —dijo Córum—. Pero empiezo a sospechar que la furia de Xiombarg es
tan grande que intentará penetrar en este reino.
—Ése, sin duda alguna, será nuestro fin —murmuró—. ¿Qué está haciendo
Arkyn?
—Lo que buenamente puede. No puede intervenir directamente en nuestra ayuda,
y sospecho que también él se está preparando para enfrentarse a Xiombarg. Ven. Lo
mejor será que nos unamos a los defensores.
Bajaron dos pisos y, entonces, vieron que los guerreros se replegaban poco a
poco, intentando vanamente refrenar a los bárbaros que ciegamente les empujaban

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hacia arriba, indiferentes a la muerte.
El capitán que hablara antes con Córum movió las manos en signo de
desesperación.
—Hay más destacamentos en el palacio, pero me temo que estarán igual de
agobiados que nosotros.
Córum echó un vistazo a las escaleras y vio que estaban ocupadas por los
invasores. La barrera de guardias era muy pequeña y pronto se rompería.
—Debemos ir a la terraza —dijo—. Allí les contendremos un poco más. Tenemos
que conservar nuestras fuerzas reunidas el mayor tiempo que podamos.
—Pero, ¿hemos sido derrotados, Príncipe Córum? ¿No es así? — preguntó el
capitán, incluso tranquilamente.
—Me temo que sí, capitán.
Y oyeron un grito. No era un grito humano y, sin embargo, era un grito de rabia
pura.
Rhalina se cubrió la cara con las manos.
—¿Xiombarg? —susurró—. ¿Es la voz de Xiombarg, Córum?
Córum tenía la boca seca. No pudo contestarla. Se pasó la lengua por los labios.
Volvió a oírse el grito. Pero iba acompañado de otro sonido. Un zumbido que se fue
agudizando hasta que les dolieron los oídos.
—¡A la terraza! —dijo Córum—. ¡Deprisa!
Llegaron jadeantes al piso superior y se cubrieron los ojos con los brazos para
protegerse de la potente luz que refulgía en el cielo y que anulaba al sol.
Córum fue el primero en verla. El rostro de Xiombarg, contorsionado por una
furia insensata, con el cabello castaño volando como nubes en el cielo, inmensa en el
horizonte, llevaba en la mano una espada lo bastante grande como para partir el
mundo en dos.
—¡Es ella! —se lamentó Rhalina—. ¡La Reina de las Espadas! ¡Ha desafiado a la
Balanza y viene a destruirnos!
—¡Mirad allí! —dijo Jhary-a-Conel—. ¡Por eso está aquí! Les ha perseguido
hasta nuestro reino. Han escapado. ¡Sus planes han sido contrariados y por rabia e
impotencia ha osado desafiar a la Balanza!
Era la Ciudad en la Pirámide. Deambulaba por el aire, sobre la destruida ciudad
de Halwyg, y su luz verdosa vacilaba como si fuese a desvanecerse, pero, en vez de
ello, su esplendor parecía ir en aumento. Y de la Ciudad en la Pirámide provenía
aquel zumbido que habían escuchado.
La ciudad llegó volando cerca del palacio. Córum dejó de contemplar el furioso
rostro de Xiombarg y observó el Navio Celeste, que había salido de la Ciudad en la
Pirámide y descendía hacia ellos. A bordo, iba el Rey sin País. Y llevaba algo entre
los brazos.

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La Nave Celeste se posó en el tejado y Noreg-Dan le dirigió a Córum una sonrisa.
—Un regalo —dijo—. Por la ayuda que has prestado a Gwlas-cor-Gwrys...
—Os doy las gracias —dijo Córum—, pero no es éste el momento...
—El regalo tiene poderes. Es un arma. Tomadla.
Córum la recogió. Era un cilindro con la cubierta llena de extraños dibujos y un
pomo como de espada. El otro extremo estaba tapado.
—Es un arma —repitió Noreg-Dan—. Destruirá a quienes apuntéis con ella.
Córum observó la visión de Xiombarg, volvió a oírla chillar y vio cómo levantaba
la espada. Apuntó hacia ella.
—No —dijo el Rey sin País—. A Xiombarg no, pues es un Gran Dios, es uno de
los Señores de las Espadas.
Apuntad a vuestros enemigos mortales.
Córum llegó a las escaleras y bajó corriendo por ellas. Los bárbaros, guiados por
el Rey Lyr, habían llegado ya al último piso.
—Apuntad y apretad el mango —le dijo Noreg-Dan.
Córum apuntó al Rey Lyr-a-Brode, que subía atropelladamente, con la barba
revoloteando a sus espaldas, el porte triunfante, seguido por sus altísimos guardas.
Vio a Córum y se echó a reír.
—¿Quieres rendirte, último Vadhagh?
Y fue Córum quién se rió.
—Como bien puedes ver, Rey Lyr-a-Brode, no soy el último de los Vadhagh—.
Apretó el mango y el Rey se agarró el pecho, sofocado, y cayó hacia atrás en brazos
del Torvo Guardián, con la lengua colgando.
—¡Está muerto! —gritó el jefe de los guardias—. ¡Nuestro Rey ha muerto!
¡Venganza!
Blandió la espada y echó a correr hacia Córum. Pero Córum volvió a apretar el
mango y también el Torvo Guardián se derrumbó, tan muerto como su Rey. Córum
apuntó el arma varias veces. Cada vez caía un guarda, hasta que no quedó ni uno
vivo.
Se volvió hacia el Rey sin País.
Noreg-Dan sonreía.
—Las utilizamos contra las huestes del Caos. Tardarán mucho tiempo en volver a
crear mortales que hagan su trabajo.
—¡Ya ha desafiado una vez a la Balanza —dijo Córum—. ¡Puede volver a
hacerlo!
El monstruoso, hermoso, furioso rostro de la Reina de las Espadas, se alzó sobre
el horizonte descubriendo sus hombros, pecho y cintura.
-¡ARIOCH! ¡CÓRUM! ¡MALDITO ASESINO DE LOS QUE AMO!
La voz tenía tal fuerza que vibraron los oídos de dolor. Córum se echó para atrás,

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apoyándose en las almenas, observando como en trance la inmensa espada de
Xiombarg que llenaba el cielo, con dos ojos que parecían dos astros solares.
Sumergiendo al mundo con su presencia.
La espada de la Reina empezó a caer y Córum se preparó para morir. Rhalina se
arrojó en sus brazos y se abrazaron.
De pronto, se oyó una voz:
—¡TE HAS BURLADO DE LAS REGLAS DE LA BALANZA CÓSMICA,
HERMANA XIOMBARG!
Sobre el lejano horizonte se recortaba Arkyn, Señor de la Ley, con toda la
elegancia propia de un dios. Blandía una espada tan grande como la de Xiombarg. La
ciudad y sus habitantes parecían insignificantes, como un hormiguero y sus
moradores.
—¡TE HAS BURLADO DE LA BALANZA, REINA DE LAS ESPADAS!
-NO SOY LA PRIMER EN HACERLO.
—¡DE LOS QUE LO HAN HECHO, SOLO UNO HA SOBREVIVIDO, Y ES
ESA FUERZA INNOMBRABLE! ¡HAS PERDIDO EL DERECHO A GOBERNAR
TU REINO!
—¡NO! ¡LA BALANZA NO TIENE PODER SOBRE Mí! ¡NINGUNO!
—SI LO TIENE.
Y la Balanza Cósmica, la misma que Córum viera en una fugaz imagen tras
desterrar a Arioch del Caos, apareció en el cielo, entre Arkyn y Xiombarg, tan grande
que los dioses parecían enanos a su lado.
LO TIENE
dijo una voz que no era ni la de Arkyn ni la de Xiombarg. Y la Balanza empezó a
inclinarse del lado de Arkyn.
LO TIENE
Y la Reina Xiombarg chilló de miedo y sacudió el mundo entero.
LO TIENE
Y la espada que era el símbolo de su poder le fue arrebatada sin esfuerzo y
apareció por un momento en la escudilla de la Balanza que se inclinaba hacia Arkyn.
—¡NO! —rogó la Reina Xiombarg—. FUE UN TRUCO. ARKYN LO PLANEÓ
TODO. ME INDUJO A VENIR. EL SABÍA...
Su voz se fue desvaneciendo.
—El sabía... el sabía...
Y la sustancia de la Reina Xiombarg empezó a dispersarse. Y se esfumó como
una nube.
Por un momento, la Balanza Cósmica quedó encuadrada en el cielo pero, luego,
también ella desapareció.
Sólo quedaba Arkyn, vestido de un blanco resplandeciente, con una blanca espada

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en la mano.
—¡ESTÁ HECHO! —dijo su voz, y pareció que el mundo se envolvía con su
calor.
-¡ESTÁ HECHO!
Córum habló.
—¿Arkyn? ¿Sabías que la cólera de Xiombarg iba a ser tan grande que la haría
penetrar en este Reino enfrentándose a la ira de la Balanza?
-LO ESPERABA. SÓLO LO ESPERABA.
—Entonces, mucho de lo que me pediste que hiciera, ¿fue porque tuviste en
cuenta esta esperanza?
-Sí.
Córum pensó en todas las amarguras que había vivido y en toda su lucha. Pensó
en las mil caras de Gaynor...
—Odio a todos los dioses —dijo.
—TIENES DERECHO A HACERLO. DEBEMOS UTILIZAR A LOS
MORTALES PARA FINES QUE NOSOTROS MISMOS NO PODEMOS
EJECUTAR.
Y también Arkyn desapareció, y en el cielo sólo quedaron los Navios Celestes de
Gwlas-cor-Gwrys, que enviaban una muerte invisible a los aterrorizados bárbaros que
corrían por las avenidas y jardines de Halwyg-nan-Vake.
Más allá de los muros, escapaban unos cuantos, pero los Navíos Celestes les
dieron alcance. A todos ellos.
Córum vio que los ejércitos del Perro y del Oso habían huido, así como las
criaturas del Caos que convocara para ayudarles. O bien el Perro y el Oso Cornudo
habían enviado a por ellos, o bien ocupaban las cavernas del Limbo. Levantó la mano
hacia el ojo pero la volvió a bajar. No podría soportar la visión de aquel mundo.
El Rey sin País se adelantó hasta él.
—¿Veis lo útil que fue nuestro regalo, Córum?
—Sí.
—Y ahora que Xiombarg ha sido expulsada de su Reino, sólo queda un Señor de
las Espadas. Mabelode nos debe temer en estos momentos.
—Seguro que sí —dijo Córum sin alegría.
—Y yo ya no soy un Rey sin País. Cuando vuelva a mi Plano, podré reconstruir
mi Reino.
—Eso es bueno —dijo Córum átonamente.
Fue hasta las almenas y miró la ciudad salpicada de cadáveres. Algunos de sus
habitantes empezaban a salir de las casas. El poder de los bárbaros Mabdén había
terminado. Para siempre. La paz había vuelto al Reino de Arkyn, y al Reino de
Xiombarg, que ahora gobernaría algún otro Señor de la Ley.

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—¿Volvemos al Castillo Moidel? —le preguntó Rhalina suavemente, acariciando
su consumida cara.
Córum se estremeció.
—¿Existirá todavía? ¡Glandyth debe haberlo arrasado!
—¿Y el Conde Glandyth? —Jhary acariciaba la barbilla al gato alado que le
ronroneaba en el hombro—. ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de él?
—No creo que haya muerto —dijo Córum—. Creo que volveré a encontrarlo. He
servido a la Ley y he cumplido todas las órdenes que me dio Arkyn. Pero todavía no
se ha cumplido mi venganza.
Un Navio Celeste se acercaba hacia ellos. En la proa iba el anciano y elegante
Príncipe Yurette. Cuando la nave aterrizó en el tejado, el Príncipe sonreía.
—Córum, ¿queréis ser nuestro huésped en Gwlas-cor-Gwrys? Quisiera hablar con
vos sobre las cosas que conciernen a la restauración de las tierras y castillos Vad-
hagh, para que esta tierra pueda volver a llamarse Bro-an-Vadhagh. Devolveremos a
los Mabdén que queden a Bro-an-Mabdén y los campos florecerán nuevamente.
Y, al fin, la desvaída faz de Córum se iluminó y sonrió.
—Gracias, Príncipe Yurette. Nos sentiremos muy honrados siendo vuestros
huéspedes.
—Ahora que hemos vuelto a nuestro reino original, dejaremos de viajar durante
un tiempo —dijo el Príncipe Yurette.
—También yo —dijo Córum de todo corazón— espero dejar las aventuras. Veré
con agrado algo de tranquilidad.
En la lejanía del valle empezaba a descender la Ciudad en la Pirámide.

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Epílogo
Glandyth-a-Krae, al igual que sus hombres, los carreteros que le seguían, estaba
cansado.
Desde lo alto de una colina había presenciado la confrontación entre la Reina
Xiombarg y Arkyn, y había visto a los suyos destruidos por los Vadhagh Shefanhow,
con su hechizada Nave Celeste.
Durante muchos meses había buscado a Córum Jhaelen Irsei y a la renegada
Margravina. Por fin, tras abandonar su búsqueda para unirse al ataque principal
contra Halwyg-nan-Vake, sólo pudo presenciar la derrota de la horda Mabdén y sus
aliados.
El conde Glandyth miró hacia atrás. Era él el bandido, el que tenía que
esconderse, el que tenía que hacer planes, el que había de pasar miedo, pues los
Vadhagh habían vuelto y la Ley lo gobernaba todo.
Y al fin, cuando caía la noche y el mundo se iluminaba con la extraña luz verdosa
de la monstruosa ciudad hechizada, Glandyth ordenó a sus hombres que retrocedieran
por el mismo camino que había tomado para llegar hasta allí, hacia los bosques del
noreste.
Esperaba encontrar un aliado lo bastante fuerte como para poder destruir tanto a
Córum como a todo lo que Córum amaba. Y creía saber a quien convocar. Pensaba
saberlo.
Aguí acaba el Segundo Libro de Córum

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