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Misiones de frontera, privilegios

y divergencias doctrinales. Antecedentes de la


expulsión de los jesuitas del Tucumán colonial*

Lía Quarleri

INTRODUCCIÓN

El poder y el prestigio que ostentaba la Compañía de Jesús, en el siglo XVII hispanoame-


ricano, avalados por la Corona y el papado y cuestionados ocasionalmente por el Consejo de
Indias y los obispos, perdieron fuerza con el correr del siglo XVIII, fundamentalmente
como consecuencia de la puesta en práctica de la política regalista. En este contexto, el es-
pacio central ocupado por los jesuitas comenzó a cambiar mientras mantenía modalidades
arraigadas de interacción con los grupos de poder local. Ciertos aspectos de la doctrina im-
partida por la Orden, sus modalidades de interacción política y organización económica se
transformaron, por un lado, en el antimodelo del orden que atacaba la supremacía del Papa
y, por el otro, en el máximo obstáculo del plan de reforma general del gobierno de las
Indias.
Desde su llegada a América, la Compañía de Jesús fue juzgada de manera ambivalente
por sus contemporáneos, oscilando entre la adulación y la oposición. Asimismo, la Orden
se involucró en conflictos con las elites, con otras Órdenes religiosas y con el clero secular
por el acceso a recursos políticos, económicos y de prestigio, y por diferencias conceptuales
en la metodología misional y en las formas de sustento de las actividades educativas y mi-
sionales. En este sentido, los privilegios que dispuso la Compañía de Jesús crearon un
clima de latente animosidad hacia esta última. Sin embargo, en las gobernaciones del Tu-
cumán y de Buenos Aires, por ejemplo, recién en la década de 1760 se manifestó un claro
desacuerdo hacia el mantenimiento de prerrogativas, en el caso de la Compañía de Jesús.1
La guerra guaranítica, la expulsión de los jesuitas de los dominios del imperio Portugués y
de Francia, y la construcción de un frente detractor, influenciado por las corrientes janse-
nista y galicana y alimentado por la difusión en Europa de libelos, habían despertado la cu-
riosidad o la adhesión al llamado antijesuitismo, en una parte de los ministros españoles.
Esta situación, sumada al fuerte regalismo de Carlos III, llevó a la designación de autori-
dades en las colonias que respondían a las nuevas tendencias políticas y doctrinales.

*
Este trabajo fue realizado gracias a un subsidio de la Fundación Antorchas.
1
La provincia o gobernación del Tucumán se correspondía con el actual noroeste argentino e incluía a las
jurisdicciones coloniales de Jujuy, Salta, San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero, Córdoba, Catamarca
y La Rioja. Esta gobernación, junto con la del Paraguay y Chile, conformaron una provincia jesuítica llamada
Paraguay.
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Entre 1763 y 1764, se designaron nuevo gobernador y obispo en la gobernación y dió-


cesis del Tucumán; ellos, a diferencia de sus antecesores, se mostraron hostiles a la Com-
pañía de Jesús. Esta animosidad, que los aunó, se manifestó —entre otras cosas— en las
tensiones existentes entre las nuevas autoridades y los jesuitas en la participación de la
conquista del Chaco, en las formas de pago del diezmo y en ciertas prácticas doctrinales
implementadas por los segundos. La falta de acuerdo cobró fuerza de antagonismo mili-
tante al retroalimentarse con el imaginario, en torno a los jesuitas, que especulaba sobre la
existencia de minas de oro y sobre el desarrollo de un despotismo teocrático en las mi-
siones. En este trabajo, exploramos las contrariedades entre la Orden y las autoridades del
Tucumán colonial, en los años previos a la expulsión, para comprender en el ámbito local
el proceso que llevó a la inversión de representaciones sociales sobre la Compañía de Jesús.

MARCO HISTÓRICO

La presencia institucional de la Iglesia en el Tucumán se plasmó con la creación de la


diócesis homónima, en 1568, con centro en la ciudad de Santiago del Estero, la primera
fundación de la gobernación y su núcleo político.2 A fines del siglo XVII, la sede del obis-
pado se trasladó a Córdoba, núcleo socioreligioso y económico de la gobernación. Cuatro
fueron las Órdenes religiosas que establecieron conventos y colegios en la provincia. Los
franciscanos y los mercedarios llegaron al Tucumán con las primeras expediciones de con-
quista y erigieron conventos antes de la creación de la diócesis. Los dominicos levantaron
sus casas en el siglo XVI, pero establecieron conventos más permanentes durante el siglo
XVII. Los últimos en llegar fueron los jesuitas, en 1685, desde Perú y Brasil.
Los religiosos del clero secular, como del regular, en su mayoría concibieron al Tu-
cumán como un espacio poco propicio o complejo para la conversión cristiana y para el
asentamiento de las instituciones religiosas. El sector indígena, en su mayoría, estaba en-
comendado bajo la modalidad de servicio personal y sus encomenderos, en muchos casos,
se resistían a pagar los estipendios de los curas de almas alegando «pobreza de la tierra».
Otros sectores de la población indígena resistían el dominio español, como era el caso de
los llamados calchaquíes y los grupos del Chaco. Asimismo, los beneficios eclesiásticos de-
rivados de las doctrinas y las limosnas para el sustento de las Órdenes mendicantes eran
considerados insuficientes para garantizar la cristianización de los infieles y la actividad
religiosa. En este contexto, muchos religiosos se volvían al Perú, abandonando los con-
ventos recientemente erigidos, lo que realimentaba la sensación de pobreza y abandono.
De esta manera, la llegada de los jesuitas marcó un viraje en la concepción de las provincias
del Tucumán como blanco de evangelización del sector indígena y de la población esclava
y, sobre todo, como espacio para la incitación a la religiosidad y a la educación de la so-
ciedad hispano-criolla.
Inmediatamente después de su llegada, los padres de la Compañía se dedicaron a cum-
plir con dos propósitos, según las consignas establecidas por la política toledana: evange-

2
La exploración del noroeste argentino, iniciada en 1536, como resultado de la expedición de Diego de
Almagro a Chile, derivó, en 1563, en la constitución de la gobernación del Tucumán. La etapa de exploración
y conquista concluyó, a fines del siglo XVI, con la fundación de un conjunto de ciudades españolas, núcleos
de nuevas exploraciones y conquistas. Las fundaciones estaban marcadas por fines estratégicos y económicos
específicos relacionados con el espacio peruano.
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lizar a la población indígena y resolver problemas de gobierno.3 En el Tucumán, las


Órdenes mendicantes no habían dado respuestas rápidas a las necesidades o exigencias de
la Corona. En cambio, los jesuitas dieron inicio, rápidamente, a las recorridas por las cam-
pañas de la gobernación. Como mencionamos, en la jurisdicción no primó el sistema de
adoctrinamiento sobre la base de reducciones, puesto que la mayoría de la población indí-
gena estaba encomendada y pagaba el tributo a través de la modalidad de servicio per-
sonal.4 Esto último disgregaba a las comunidades indígenas y alejaba a los naturales de sus
pueblos de asentamiento.5 Igualmente, los vecinos encomenderos se asentaban gran parte
del año en sus haciendas o establecimientos productivos rurales. De esta manera, las mi-
siones volantes de los jesuitas fueron mecanismos estratégicos para dar curso a la presión
virreinal de evangelización y pacificación de la población indígena, en concordancia con la
situación de la gobernación.
La Compañía de Jesús ocupó un lugar central en el gobierno del Tucumán y en la juris-
dicción de Córdoba, durante gran parte del siglo XVII. Al respecto, en el espacio local res-
pondieron inmediatamente y sin exigencias de estipendios a las consignas de los obispos y
de los gobernadores, lo que resultó ampliamente seductor para las autoridades en un con-
texto en el que el juego de obligaciones y retribuciones no parecía encontrar un equilibrio.
Además, los padres jesuitas ocuparon espacios clave, en virtud del vacío y la debilidad ins-
titucional de la gobernación, poniéndose al frente de las acusaciones contra el servicio per-
sonal de los indígenas, denunciando ante la inquisición la «mala vida» de algunos sacer-
dotes y predicando disciplina en los concilios. La fórmula sujeción-acción les valió
autoridad que implicó la legitimidad para exigir y obtener medios de prestigio y control (la
universidad) como recursos económicos (mercedes de tierras, negociaciones en la forma de
pago del diezmo y en las exenciones, etcétera) que se tradujo en poder, entendido como la
producción de consecuencias significativas en virtud de determinados fines.
En términos generales, la Compañía de Jesús mantuvo buenas relaciones con los
obispos y gobernadores del Tucumán, durante el siglo XVII y parte del XVIII. Con excep-
ción de los obispados de Bravo Dávila Cartagena (1690-1691) y Manuel Mercadillo
(1698-1704), en los que primaron las tensiones y desacuerdos con los padres de la Com-
pañía, estos fueron avalados por las máximas autoridades, incluso en instancias de con-
flicto con encomenderos u otros religiosos. El quiebre se produjo con la designación de
Abad Illana y Juan Manuel Fernández Campero en la diócesis y gobernación del Tu-
cumán, respectivamente, entre 1763 y 1764. A partir de este momento, las relaciones entre
la Compañía y las autoridades locales entrarían en crisis y en este contexto se produciría la
expulsión de los jesuitas de América.

3
Existían diferencias entre la política de evangelización toledana y la de los jesuitas. Por ejemplo, estos úl-
timos «eran partidarios de conservar muchas costumbres indígenas, siempre que éstas no fuesen contrarias a
la fe» (Duviols 1986: L).
4
Los jesuitas desplegaron su modalidad reduccional, en el actual territorio de Argentina, básicamente en
la frontera chaqueña del Tucumán, entre los guaraníes del litoral y, con menos resultados, entre los «pampas»
y los «serranos» de Buenos Aires y los «diaguitas» del valle Calchaquí.
5
A mediados del siglo XVII, existió el proyecto de «reducir toda la provincia a pueblos y comunidades
como están en el Perú» por parte del obispo agustino Melchor Maldonado de Saavedra (Bruno 1969, III). Sin
embargo, este entraba en contradicción con el sistema de encomienda del Tucumán, fuertemente arraigado y
defendido por la elite local.
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CONFIGURACIONES POLÍTICAS LOCALES

En octubre de 1754, el Colegio jesuítico de Córdoba inició una querella contra el vicario
y provisor del obispado, Diego Salguero de Cabrera.6 Este eclesiástico se defendió de la im-
putación y comenzó un litigio que finalizó, con sentencia de la audiencia arzobispal de
Charcas, en 1760.7 La disputa, que se había originado a raíz de un desacuerdo en el límite
de una estancia jesuítica en la jurisdicción de Córdoba, se constituyó en escenario donde
pudieron vislumbrarse indicios del desplazamiento de la Compañía en la órbita de acción
político-judicial local.8 Esto quedó manifestado en el pleito en: (1) la falta de apoyo a los je-
suitas, cristalizada en la ausencia de testigos pertenecientes al cabildo de Córdoba, al grupo
de grandes comerciantes o a las familias patricias; (2) las resoluciones de los fueros locales
civil y eclesiástico; y (3) la explotación de la situación de vulnerabilidad política, en la que
se encontraba la Compañía, por parte del provisor y vicario Diego Salguero. Este clérigo,
con el aval de las nuevas autoridades, pasó a ocupar un lugar de poder comparable al que,
un siglo antes, disfrutaba la Compañía de Jesús en la gobernación del Tucumán.
En primer lugar, por ejemplo, en trece pleitos suscitados en las jurisdicciones de Cór-
doba y La Rioja (gobernación del Tucumán) con seglares —entre mediados del siglo XVII y
del XVIII—, la Compañía contó con testimonios sólidos de vecinos y autoridades locales
para obtener fallos favorables.9 La Orden ganó los diez pleitos que se suscitaron en Cór-
doba y perdió los tres que se desarrollaron en la jurisdicción de La Rioja.10 En contraste, en
medio de los conflictos por la puesta en práctica del Tratado de Límites de Madrid —en el
que la ciudad de Córdoba se constituyó en un lugar de toma de decisión y recepción de co-
rrespondencia y resoluciones—, el Colegio jesuita no contó con testimonios de peso para
respaldar sus argumentaciones. En cambio, sí los obtuvo el vicario Salguero y esto demoró,
en parte, la resolución definitiva en beneficio de los jesuitas.
En segundo lugar, si bien al año siguiente de iniciada la querella el gobernador del Tu-
cumán, Juan Francisco de Pestaña y Chumacero, elaboró un auto amparando a la Com-
pañía, inmediatamente después —presionado por el provisor Diego de Salguero— envió
los autos al obispo del Tucumán, Pedro Miguel de Argandoña, para que resolviera el li-
tigio. Unos meses más tarde, estando la causa en el fuero eclesiástico, los jesuitas obtu-
vieron de la Real Audiencia de la Plata la ratificación del auto elaborado por el gobernador
del Tucumán. No obstante, Salguero logró que la audiencia confeccionara una provisión
real «compulsatoria y de emplazamiento» para incluir nueva documentación. Por su parte,

6
El vicario general tenía la función de sustituir al obispo en casos recurrentes. El provisor era juez ordinario.
Por lo tanto, Salguero tenía mucho poder en la diócesis al sumar ambos cargos.
7
AHPC. Expedientes judiciales (1754) Escribanía 2, leg. 6, exp. 41. «Testimonio del pleito de las tierras de
San Antonio» y AHPC. Expedientes judiciales (1758) Escribanía 2, leg. 28, exp. 15. «Autos de Testimonio se-
guidos sobre las haciendas de San Roque y San Antonio».
8
La estancia de San Antonio, motivo del conflicto entre los jesuitas y Diego Salguero, era uno de los siete
puestos del establecimiento jesuítico de Alta Gracia, ubicado unas leguas al sudoeste de la ciudad de Cór-
doba. Alta Gracia era un centro agrícola, ganadero y textil donde trabajaban doscientos esclavos negros y cin-
cuenta trabajadores libres por año.
9
Los pleitos se generaron por cuestiones de límites, derechos a tierras y a agua de acequias, herencias de
bienes muebles e inmuebles, deudas de dinero y desalojos. En ellos estuvieron involucrados vecinos enco-
menderos, viudas, artesanos, sujetos sin tierra, esclavos y comunidades indígenas (AHPC. Expedientes judi-
ciales. Escribanía 2).
10
En los pleitos suscitados en La Rioja estuvieron involucrados el cabildo y autoridades de la gobernación
(Quarleri 1999).
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el obispo Argandoña —pese a los buenos conceptos que tenía sobre la Compañía, al contar
con dos resoluciones favorables y al ser claro, por la posesión de escrituras probatorias, que
los límites de la estancia de San Antonio eran los sostenidos por la Orden— preparó un
auto de conclusión amparando a Diego Salguero.11 Al poco tiempo, debió reconocer lo evi-
dente, y ratificó la sentencia de la Real Audiencia a favor de los jesuitas.
En tercer lugar, la Compañía de Jesús contaba con sentencias favorables del cabildo, del
gobernador, de la Real Audiencia y del obispo del Tucumán. Esto no amedrentó a Sal-
guero, quien no reconoció los fallos del fuero civil ni del eclesiástico y no retiró su ganado
de las tierras jesuíticas de San Antonio, dando muestras de su poder e impunidad. La Com-
pañía de Jesús buscó cubrir todas las esferas judiciales y apeló a la audiencia arzobispal de
Charcas. El juez metropolitano sentenció a favor del colegio en enero de 1760, ratificando
el auto del gobernador Chumazero. Sin embargo, unos meses después, las autoridades je-
suitas continuaban solicitando se cumpla el decreto de expulsión del ganado de Salguero
de sus tierras y, en contraste con situaciones precedentes, nunca se remitieron al rey, al vi-
rrey o al Consejo de Indias. La Corona había avalado la estrepitosa carrera eclesiástica de
Salguero, a pesar de la fama ganada a partir de sus negocios ilegales y de su enriquecimiento
desmesurado.12 Esto último se entendía en el contexto de inversión de modelos político-
eclesiásticos que implicaban la quita de apoyo a la Compañía y el aval a nuevos personajes
del clero secular, como parte del plan de reformas políticas y económicas de los últimos
Borbones.13
Salguero tenía públicas aspiraciones al obispado del Tucumán, frente a lo cual contaba
con opositores locales. Entre estos se encontraban los jesuitas y algunos miembros del ca-
bildo secular de Córdoba. Los primeros, adelantándose al siguiente escalón aspirado por el
provisor y vicario, denunciaron ante el procurador de la provincia jesuítica del Paraguay
tanto las continuas estafas realizadas por aquel en sus operaciones económicas de compra
de mulas y tierras, como el abandono de sus obligaciones como eclesiástico. Finalmente,
Salguero fue designado, en 1763, obispo de Arequipa por Carlos III, quien confirmó, una
vez más, el aval real a este eclesiástico. Esto implicó un respiro para sus rivales que prefe-
rían verlo fuera del Tucumán tan rápido como fuera posible. Igualmente, miembros del
cabildo de Córdoba junto con los jesuitas elaboraron, ese mismo año, un informe dirigido a
la Real Audiencia denunciando que el obispo electo pretendía «perpetuarse en esta
ciudad», puesto que demoraba su pase a la diócesis de Arequipa. A esta acusación se sumó

11
El obispo Argandoña escribiría al rey, en 1757, una carta avalando las actividades de la Compañía de Je-
sús (Acevedo 1969). Pero también había apoyado a Salguero en el ascenso en su carrera eclesiástica.
12
Con el aval del obispo Miguel de Argandoña, Salguero había dejado de ser párroco para ocupar el puesto
de provisor, vicario y gobernador de la diócesis del Tucumán. Luego, recomendado por el obispo Argandoña,
obtuvo de Fernando VI la dignidad de chantre de la catedral de Córdoba y de Carlos III el cargo de deán del
cabildo eclesiástico (Bruno 1969, V). Además, Salguero se ubicaba en el grupo de los principales tratantes de
mulas de la gobernación. Tenía un potrero en Jujuy, como paso intermedio hacia el Alto Perú, y las tierras de
la hacienda de San Roque en Córdoba, limítrofes con la hacienda jesuítica de San Antonio; a su vez, poseía
una tienda en la ciudad, a título de capellanía, en donde vendía las mercaderías de Castilla que adquiría en el
puerto de Buenos Aires. En un inventario, realizado en 1770, Salguero declaró contar con bienes muebles e
inmuebles por una suma de 136.791 pesos. Entre ellos se incluían cien esclavos, tierras, molinos y trece tien-
das en la ciudad, en calles principales (AHPC. Protocolos Notariales. Registro 1 y Punta 1994 y 1997).
13
Carlos III había manifestado desconfianza hacia las Órdenes religiosas, por su carácter de universalidad
y por la adhesión al papado. Esto respondía a la necesidad del monarca de contar con un episcopado nacional,
leal y adepto a la Corona.
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la del flamante gobernador del Tucumán, Juan Manuel Fernández Campero, quien de-
claró que el prelado «nunca se decidía a pasar a su diócesis» (Bruno 1969, V: 487, 488 y 490).
Campero, además de coincidir con la Compañía en las denuncias contra el obispo de Are-
quipa, se mostró conforme con las actividades de esta última durante el primer año de su
gobierno.14 El gobernador Campero fue promovido por influjo del gobernador del Río de
la Plata, Pedro de Ceballos, quien era conocido por sus actitudes proteccionistas hacia la
Compañía de Jesús.15 No obstante, este cuadro no duró mucho tiempo.
La situación de aval hacia la Compañía se alteró, durante el transcurso del año 1765,
cuando el gobernador Campero afianzó su relación con los obispos del Tucumán, Abad
Illana, y de Buenos Aires, Manuel Antonio de la Torre, designados recientemente. Estos
últimos manifestarían abiertamente su descrédito hacia los jesuitas, particularmente en
sus informes sobre las misiones. A partir de este encuentro, se generó una brecha irreconci-
liable en las relaciones políticas. Campero, Illana y Torre abrirían un frente contra la Com-
pañía y el gobernador Ceballos. Este último cobraría más fuerza en detrimento de la
Orden, con el reemplazo de Ceballos en la gobernación de Buenos Aires por Francisco de
Paula Bucarelli y Ursua, quien seguido por su ferviente desprecio hacia la Orden, se sumó
al grupo mencionado.16 En este contexto, cuestiones previamente aceptadas, negociadas o
respetadas en relación con las actividades o prácticas de los jesuitas pasaron a ser un blanco
de crítica y de conflicto.

LAS MISIONES JESUÍTICAS EN LA FRONTERA ORIENTAL DEL TUCUMÁN

La década de 1750 tuvo un doble significado para la historia de las reducciones jesuí-
ticas del sur del virreinato del Perú. En 1750, se elaboraba el Tratado de Límites entre los
Imperios de España y Portugal que implicaba la cesión, a este último, del espacio geográ-
fico de siete reducciones guaraníes a cambio de Colonia de Sacramento. Al mismo tiempo,
después de un siglo y medio de intentos frustrados, la Compañía iniciaba una etapa de fun-
dación de reducciones en la frontera chaqueña del Tucumán.17 Esta situación mostraba
que la Corona española podía resolver sus conflictos de fronteras con Portugal prescin-

14
Una vez que Salguero pasó al obispado de Arequipa, Campero cambió su opinión desfavorable sobre él.
No obstante, el primero, habiendo asumido la diócesis, continuó cobrando los beneficios del deanato del Tu-
cumán. Esto fue denunciado por el obispo de esa gobernación, Abad Illana (Carta del Obispo del Tucumán al
Rey. Córdoba, 23 de agosto de 1768. En Larrouy 1927).
15
Bajo el aval de Ceballos, los jesuitas recuperaron los siete pueblos en disputa durante la guerra guaraní-
tica y gran parte de las pérdidas sufridas durante ella (Mörner 1986 [1968]).
16
Bucarelli, designado a fines de 1765 para suceder a Ceballos, fue quien recibió desde Madrid las órdenes
secretas de efectuar la expulsión.
17
Durante el período colonial, el Chaco comprendía una extensa llanura boscosa que estaba atravesada por
los ríos Pilcomayo, Bermejo y Salado, y que lindaba al este con las sierras subandinas y al oeste con los ríos
Paraná y Paraguay. El espacio chaqueño era habitado, en tiempos coloniales, por pueblos nómades, cazado-
res-recolectores de hábitos guerreros. Según su afinidad lingüística, se podía identificar a ochos grupos:
guaycurú, mataco-mataguayo, vilela-lule-chunupí, maskoi, samucu, guaná-chané y los pueblos de lengua
enimagá-guentusé. Los primeros tres grupos habitaban en la zona fronteriza con el Tucumán. A su vez, den-
tro de la familia lingüística guaycurú se podía identificar a los toba, abipón, mocobí, mbayá, caduceo y paya-
guá. Estos grupos eran hábiles guerreros y su expansión en el espacio chaqueño había despertado rivalidades
interétnicas. Los grupos mataguayo, lule y vilela, que estaban divididos en parcialidades, eran pedestres y
agricultores; también se dedicaban a la pesca, la caza y la recolección (Vitar 1997).
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diendo de las milicias guaraníes, mientras que aún requería de la colaboración directa de la
Compañía para tomar riendas más firmes sobre el llamado «problema del Chaco».18
En la segunda mitad del siglo XVIII, la Corona cambió su política de defensa territorial
en las colonias para concretar una mayor cohesión territorial y enfrentar la presencia de
otras potencias europeas en el territorio americano, como parte de un conjunto de reformas
administrativas, económicas y militares.19 Con relación a la frontera oriental del Tu-
cumán, el rey autorizó una campaña ofensiva sin precedentes que estuvo a cargo de las au-
toridades locales y de los jesuitas, y subvencionada, en gran medida, por contribuciones
impositivas de los vecinos del Tucumán.
La política militar de defensa de la frontera, durante el siglo XVII, fue de carácter defen-
sivo. Los fuertes constituyeron una defensa muy endeble contra las reiteradas incursiones
indígenas en búsqueda de ganado y caballos. En cambio, las necesidades de expansión
sobre la región del Chaco generaron una guerra ofensiva, encabezada por los gobernadores
del Tucumán. Esto implicó la organización de entradas o expediciones que exigieron el re-
clutamiento de un número importante de hombres y de provisiones.20 Los misioneros je-
suitas, por su parte, habían realizado recorridas entre los abipones y los mataguayos, acom-
pañados de soldados e indios, durante el siglo XVII; pero sin establecer ninguna reducción
permanente. Por el contrario, el avance colonizador del siglo XVIII permitió establecer un
cordón de reducciones, reforzado por algunos presidios sobre el río Salado.
En la segunda mitad del siglo XVIII, la Compañía de Jesús tenía a su cargo siete reduc-
ciones repartidas en las fronteras de Jujuy, Salta y Santiago del Estero.21 Además, había ob-
tenido la administración exclusiva de los pueblos por su participación directa en la con-
quista, mediante entradas al interior chaqueño en búsqueda de nuevos grupos para
componer las misiones. A su vez, la prohibición real de encomendar a los indígenas y dar
servicios de mita a los colonizadores se había hecho extensiva a todos los indios de las re-
ducciones en manos jesuitas.22 Esto significó un importante grado de autonomía conce-

18
La demanda de productos alimenticios del centro minero de Potosí incentivó, en el siglo XVII, el desa-
rrollo de actividades agrícolas y ganaderas en las tierras del oriente de la provincia del Tucumán, limítrofes
con la frontera de colonización chaqueña. Las haciendas establecidas en las jurisdicciones de Jujuy, Salta,
Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba fueron reiteradamente atacadas por el grupo guaycurú. Esto im-
plicó el repliegue ganadero hacia el oeste, conservándose la frontera geográfica que marcaba el río Grande
para la jurisdicción de Jujuy y el Salado para las de Salta y Jujuy. Además, el tráfico comercial por el camino
real al Alto Perú se vio perjudicado (Vitar 1995).
19
La segunda mitad del siglo XVIII estuvo caracterizada, en el virreinato del Perú, por el fortalecimiento de
las defensas imperiales, el aumento de impuestos, la reorganización de la recaudación fiscal, la liberación del
comercio y por las reformas jurisdiccionales y burocráticas.
20
Por ejemplo, la entrada organizada por el gobernador Esteban de Urízar, en 1710, se compuso de 785 es-
pañoles, 88 «criados», 403 «indios amigos» y 40 «pardos libres», alimento y bebida para 1.300 componentes y
6.810 mulas y caballos para su transporte (Garavaglia 1984).
21
Concepción y San Jerónimo, con grupos abipones; San Pedro, con indios mocoví; San José, con mata-
guayos; Petacas y Macadillo, con vilelas; y Miraflores, con lules (Vitar 1997).
22
Tempranamente, los colonizadores habían puesto en prácticas varios métodos de apropiación de mano
de obra. Entre estos, la compra de prisioneros de guerra, capturados por los guaycurú durante las guerras in-
terétnicas del siglo XVII; el reparto de prisioneros de guerra entre los soldados y la venta de indios esclaviza-
dos (Santamaría y Peire 1990)
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dido por las autoridades coloniales, las cuales delegaron en las misiones gran parte de la
función defensiva y «pacificadora».23
La Compañía organizó, en torno a las reducciones, una intensiva actividad ganadera y
artesanal.24 Los productos obtenidos, junto con la miel y la cera recolectadas, eran comer-
cializados en el mercado minero altoperuano. También se exportaban cueros a Europa por
el puerto de Buenos Aires y se vendían aceites y cebo en la gobernación del Tucumán. La
explotación de tierras circundantes, así como el control de la mano de obra, despertó re-
celos en los colonizadores ansiosos por participar de la explotación agrícola-ganadera que
viabilizaban los terrenos fértiles de la región. El espacio conquistado por la Compañía pro-
vocó una seguidilla de pleitos iniciados por los propietarios ganaderos que alegaban dere-
chos sobre las haciendas próximas a las misiones (Vitar 1997). Una vez «pacificada», la
frontera se transformó en un escenario compuesto por misiones, fortines y haciendas
donde se desató una «guerra» entre misioneros, autoridades y hacendados por el control de
la mano de obra y de la tierra como por la intervención en la conquista del Chaco.
En la década de 1760, varias cuestiones enfrentaron a los jesuitas con el obispo y el go-
bernador del Tucumán. Las reducciones no habían alcanzado el grado de estabilidad de las
misiones guaraníticas y tampoco habían evitado incursiones de los guerreros guaycurú.
Además, la presencia de los jesuitas en el frente conquistador implicó un freno a las aspira-
ciones de algunos colonizadores o productores. Los grupos dominantes del Tucumán colo-
nial habían accedido a encomiendas y mercedes de tierras desde los primeros años de la
conquista del Tucumán. El acceso a esto último era un elemento fundamental de estratifi-
cación social y control político. Una vez finalizadas las expediciones de conquista del Tu-
cumán y logrado el sofocamiento de las rebeliones calchaquíes, que derivaron en el reparti-
miento de todos los grupos nativos en encomiendas como en desnaturalizaciones, los
descendientes de los primeros conquistadores proyectaron en las guerras y entradas al
Chaco la reproducción de los privilegios de sus antepasados.25 Así, quienes participaban di-
rectamente costeando entradas buscaban los réditos que esto conllevaba.
El «problema del Chaco» había cobrado relevancia indiscutida entre las autoridades del
Tucumán en un momento en que la Corona había puesto entre sus prioridades coloniales
el fortalecimiento de sus fronteras y la incorporación definitiva de todos los grupos re-
beldes a la sociedad colonial. Esta prioridad había llevado a proponer, por parte de ciertos
gobernadores, una política radical de eliminación del problema. Esta incluía el exterminio
de los «indios bravos» o el envío de los grupos guerreros a presidios o explotaciones mi-

23
Daniel Santamaría y Jaime Peire, en su trabajo «¿Guerra o Comercio Pacífico?» (1990), discuten la auto-
nomía alcanzada por las reducciones. Los autores afirman que las misiones fueron más bien fuertes sosteni-
dos y vigilados por las autoridades coloniales. Pero los conflictos suscitados por los recursos económicos da-
ban cuenta de que, en este terreno, lograron un desarrollo independiente.
24
Los jesuitas obtuvieron de las autoridades coloniales mercedes de tierras, en las zonas circundantes a las
misiones, para el desarrollo de las actividades productivas. Además, el virrey Superunda mandó 4 mil pesos
para sostener las reducciones y la Corona autorizó, en 1765, que se destinaran 12 mil pesos del ramo de sisa
para las misiones jesuíticas (Bruno 1969, V). La sisa, impuesto que gravaba al comercio, estaba destinada a
solventar los gastos de la defensa de la frontera y la Compañía de Jesús estaba exenta de su pago sobre los
«efectos» de las misiones.
25
Esto era una obligación de la condición de vecino, pero aquellos colonos que tenían encomiendas y nego-
cios a veces preferían pagar a un escudero para evitar ir a la guerra.
MISIONES DE FRONTERA, PRIVILEGIOS Y DIVERGENCIAS DOCTRINALES S 307

neras. Estas ideas chocaban con el sostenimiento de reducciones en la frontera.26 Además,


el frente misionero se destacaba dentro del avance colonizador. Tanto el obispo de Buenos
Aires, Manuel Antonio de Torre, como el del Tucumán, Abad Illana, alertaron sobre el
control de la frontera en base a milicias jesuíticas (Bruno 1969, V). Al respecto, Illana
avanzó un poco más y afirmó que los jesuitas querían reformar las milicias españolas de la
provincia y poner al frente de ellas a sus indios para realizar solos la conquista del Chaco.27
Hacia el final del período jesuita, las autoridades locales buscaron desplazar a la Com-
pañía en el asunto chaqueño. En enero de 1767, Campero preparó una junta de guerra en
Salta de la que participó el obispo Illana, pero no convocó a los padres de la Compañía. En
ella, se acordó trasladar las misiones a las proximidades de las ciudades del Tucumán
(Bruno 1969, V).28 Tanto Campero como Illana habían resuelto que las misiones jesuíticas
habían fracasado. Los religiosos no habían podido reducir a los grupos chaqueños en sus
propias tierras y las reducciones habían experimentado huidas esporádicas, traslados, epi-
demias, baja demográfica y deserción masiva.29 Si bien esto había sucedido frecuente-
mente, en otras circunstancias no había sido un blanco de crítica. Pero ahora, bajo este
nuevo clima político, se había vuelto intolerable para las autoridades y para los vecinos que
veían mermadas sus posibilidades de acceso a la mano de obra y contribuían con el im-
puesto de la sisa, destinado a solventar la defensa de la frontera.
La Corona pidió informes sobre la situación fronteriza. Esta fue la oportunidad que es-
peraban las autoridades locales para manifestar sus posturas sobre la Compañía. Aunque el
gobernador Campero, el cabildo de Salta y los obispos de Buenos Aires y Tucumán tu-
vieron un papel destacado, fue Illana el que se extendió, nuevamente, en sus declara-
ciones.30 Según este prelado, las reducciones de indios, a cargo de los regulares de la Com-
pañía, estaban en un «triste estado» puesto que sus doctrineros permitían las huidas y los
robos y solo se ocupaban de cobrar los estipendios. Según Illana, había, con premura, que
«quitarles todas las reducciones, antes que se viese la ruina y estrago que maquinaban, aspi-
rando al logro de la monarquía del Perú».31 Los jesuitas pasaban a constituirse en el «ene-
migo interno» de la sociedad colonial y esta apreciación o construcción implicó un cambio
radical de actitud frente a los tradicionales privilegios de los jesuitas por su papel desta-
cado como misioneros y educadores.

26
Se estaban gestando ideas de asimilación de la población indígena a la sociedad colonial que chocaban
con la política segregacionista implementada por la Compañía.
27
Carta del Obispo del Tucumán al Rey. Córdoba, 23 de agosto de 1768 (en Larrouy 1927: 250).
28
Esto no fue aprobado ni por el Consejo de Indias ni por la Real Audiencia de Charcas (Vitar 1997).
29
La experiencia reduccional entre grupos sedentarios y agrícolas era irrepetible con grupos nómades, ca-
zadores-recolectores e, incluso, semisedentarios y labradores. Esta situación recordaba a la vivida en las re-
ducciones jesuíticas de la Baja California (Messmacher 1997).
30
Además de la situación descrita, irritaba a los cabildos y al gobernador la cesión de dinero del ramo de
sisa para las reducciones jesuíticas, puesto que implicaba menos recursos para los presidios de frontera y las
guarniciones. De hecho, de los 12 mil pesos asignados por el rey a las reducciones jesuíticas del Chaco el go-
bernador Campero solo asignó 4 mil pesos (Acevedo 1969). Durante el gobierno de Abad Illana no se funda-
ron más reducciones.
31
Extracto de una carta del obispo del Tucumán, Abad Illana, que acompaña a la visita general a la diócesis
del Tucumán (en Larrouy 1927: 350).
308 S LÍA QUARLERI

LA CUESTIÓN DE LOS DIEZMOS

El regalismo del siglo XVIII estuvo marcado por la dificultad de entendimiento entre
Roma y Madrid. La Corona española impuso que a la jurisdicción espiritual le correspon-
dían las cuestiones absolutamente sagradas, y a la jurisdicción real las materias eclesiás-
ticas no espirituales.32 En concordancia con esto último, tomó las riendas en materia de
diezmos, cuestión que los obispos no habían logrado controlar en sus jurisdicciones.33 Esta
postura implicó un cambio en la política local de las colonias. En este sentido, el obispo
Illana presionó desde el cabildo eclesiástico para que la Compañía cumpliese con las
nuevas disposiciones reales. Estas presiones no tenían precedentes en la gobernación; por
el contrario, habían primado los arreglos entre las autoridades diocesanas y los jesuitas.
Privilegios, disputas y concordias
Los jesuitas, inmediatamente después de su llegada a América, obtuvieron una bula
papal que amparaba su exención en el pago del diezmo. Esto abrió un pleito en Nueva
España cuestionando la dispensa en las propiedades arrendadas por la Compañía a ter-
ceros. Dentro de un contexto favorable para la Orden, esta obtuvo de la Real Audiencia de
México, en 1581, una provisión que establecía que los arrendadores de tierras jesuitas tam-
bién quedaban exentos. La jerarquía diocesana inició una campaña de denuncia contra las
Órdenes religiosas en general y contra la Compañía de Jesús en particular. Las acusa-
ciones, canalizadas a través de los arzobispos, se radicalizaron al aumentar los bienes en
manos de las familias religiosas que con anterioridad diezmaban. Mientras el Consejo de
Indias esperaba la intervención del papado, las Iglesias diocesanas de los arzobispados de
Lima y de México presentaron, hacia comienzos del siglo XVII, el litigio en Roma. Pero
este asunto no tuvo resolución canónica (Armas Medina 1966).
Frente a los hechos, la jerarquía eclesiástica solicitó al Consejo de Indias, en 1624, que
las Órdenes religiosas no adquiriesen nuevos bienes y, entonces, el fiscal del consejo de-
mandó la pertenencia real y diocesana de todos los diezmos de las haciendas que tenían y
tuvieran aquellas. El fiscal fundamentaba esto último en que los diezmos pertenecían a Su
Majestad por privilegio apostólico. Las autoridades de las Órdenes religiosas, reprodu-
ciendo un mecanismo extendido, declinaron la jurisdicción del consejo alegando que las
personas y los bienes en litigio eran eclesiásticos. No obstante, por primera vez, el consejo
dio sentencia de vista condenando, en 1655, a todas los conventos y colegios a que pagasen
diezmos (Castañeda y Marchena 1978). La Compañía de Jesús presionó para que el rey ex-
pidiera una cédula donde se restituía a la primera todos los diezmos que se le hubiesen exi-
gido. En 1672, se intimó a la Compañía para que compareciera a finalizar el litigio y se rei-

32
El intervencionismo real sobre los asuntos de la Iglesia se incrementó con el Concordato de 1753. Este
concedió al monarca el derecho a designar a los dignatarios eclesiásticos y a percibir las rentas que le habían
pertenecido al Papa (Chiaramonte 1989).
33
Los diezmos consistían en un antiguo impuesto cobrado a los fieles por la Iglesia, que el cristianismo re-
cogió de la herencia judaica. Era administrado por el Papa y los órganos sufragáneos. No obstante, el papado
cedió los diezmos a los Reyes Católicos, durante el proceso de solidificación de la monarquía absoluta; este
exigía la unificación religiosa y la difusión de la doctrina cristiana. En Indias, la Corona restituyó los diezmos
a la Iglesia diocesana para concretar el sustento de esta última, reservándose una parte del montante decimal.
El trasplante a América de este gravamen a la producción generó una legislación permanente que respondía a
las fricciones y polémicas sobre cómo debía cobrarse, qué productos debían estar sujetos y quiénes debían es-
tar exentos.
MISIONES DE FRONTERA, PRIVILEGIOS Y DIVERGENCIAS DOCTRINALES S 309

teró dicha orden en 1673, 1685 y 1736. Pero las autoridades de la Orden no comparecieron
y el litigio quedó pendiente.34
En la gobernación del Tucumán, en 1684, bajo una coyuntura contenciosa en torno al
pago del diezmo, se elaboró una «escritura de convenio» entre el deán del cabildo eclesiás-
tico de la Iglesia catedral de Santiago del Estero, sede en ese entonces del obispado, y los
colegios de la Compañía de Jesús del Tucumán. El arreglo, que se llevó a cabo bajo el go-
bierno del agustino fray Nicolás de Ulloa (1679-1686), estipulaba que: «por el diezmo en-
tero que se pedía a los religiosos de la Compañía pagasen estos la mitad o ventena en cada
un año de los frutos y bienes decimales […] así de aquellos frutos que la tierra produce
como de todo género de ganado mayores y menores de cualquier especie […] de todas las
haciendas sean novales de fundación o de otro cualquier privilegio […] como de las que
adelante tuviesen y adquiriesen».35 Esto implicaba una conquista en la reducción de la
carga del diezmo, tal como se había pactado para las reducciones del Paraguay. No obs-
tante, otras innovaciones se ejecutaron. El deán de la iglesia catedral de la provincia del
Tucumán, Joseph de Bustamante, y el gobernador, Thomás Félix de Argandoña, estando
el obispado del Tucumán vacante, elaboraron «una escritura de trato» con la Compañía de
Jesús donde convinieron

[...] que lo procedido de las veintenas en que están convenidos dichos reverendos padres con
la Iglesia se aplique para dicho efecto y por cuando está esta dicha Iglesia muy necesitada de
ornamentos se propuso sería bien comunicar con el reverendísimo padre provincial si podría
a cuenta de dichas veintenas dar alguno o algunos ornamentos que en caso que no se puedan
satisfacer su precio con las veintenas de este presente año se dará satisfacción con las de los
años venideros.36

El contenido del arreglo mostraba las diferentes formas en que se intentaron saldar las
deudas sobre el diezmo.37 No obstante, la Compañía de Jesús avanzó aún más. Esta última
argumentó que se «seguirían gravísimos perjuicios a los colegios de molestias e inquie-
tudes causadas por los arrendadores (cuando se saquen a pregones) las ventenas de las ha-
ciendas de los Colegios y noviciados de la Compañía de Jesús de dicho obispado con los
demás diezmos de las ciudades».38
Los jesuitas planteaban que si se remataban sus veintenas junto con los diezmos de las
haciendas que no gozaban de exenciones, se suscitarían problemas, puesto que el arren-
dador exigiría el pago del entero a las haciendas de la Orden. De esta manera, contando con
el amplio apoyo del cabildo eclesiástico de la iglesia catedral, la Compañía obtuvo el res-
paldo para el nuevo convenio por el cual pagaría una suma fija por lo producido en los esta-
blecimientos jesuíticos de la gobernación, directamente al mayordomo de la Catedral. La
suma que se debía pagar, por año, sería de seiscientos pesos en materia de diezmos por
todos los colegios de la provincia del Tucumán, estipulando el valor de cada uno de ellos:

34
AIAC. Real Provisión (1750) n.º 6712, f. 2.
35
AIAC. Real Provisión (1703) n.º 6599, ff. 125 y 128.
36
AAC. Libros capitulares (1687), f. 37. «Convenio de los padres de la Compañía de Jesús en las veintenas
que deben pagar por las haciendas».
37
Nos referimos al diezmo como el término que designa el gravamen, más allá de las formas en que se pactó
su pago (veintena, treintena, suma fija, en especie, en dinero, etc.).
38
AIAC. Real Provisión (1703) n.º 6599, f. 130.
310 S LÍA QUARLERI

cuatrocientos pesos por lo producido por los establecimientos del Colegio y Noviciado de
Córdoba, sesenta pesos por cada uno de los establecimientos de San Miguel de Tucumán y
La Rioja, cincuenta pesos por el Colegio de Santiago del Estero y treinta pesos por el de
Salta.39
Para obtener la aprobación del gobernador Tomás Félix de Argandoña, se levantaron
testimonios de autoridades relacionadas con el tema: el contador y juez oficial real, el teso-
rero juez de oficiales y el juez eclesiástico de diezmos. De los tres, Diego Salguero de Ca-
brera, juez de diezmos, fue quien más se extendió en la argumentación para avalar el nuevo
convenio.40

Los diezmos han tenido y tienen y tendrán por su naturaleza varios estados en su valor por el
mayor o menor precio de los frutos en que se pagan lo cual se tiene por experiencia en esta ciu-
dad pues a más de veinte años que se rebajo su valor en más de la mitad del precio que tenía
antes pues habiéndose rematado en siete mil pesos pagados en plata habrá veinte años poco
más o menos después acá se han vendido y arrendado en solo tres mil pesos en género y en
ropa y llegaron a tal estado que ni aún en este precio hubo quien los arrendase por el de se-
tenta y nueve ochenta y uno y los hubo de beneficiar la Iglesia […] para que esta rebaja de que
se tienen experiencia no solo la ventena sino aún los diezmos de las haciendas de la dicha sa-
grada religión de la Compañía de esta ciudad (Córdoba) la suma que le ponía era ciento cin-
cuenta que y siendo el convenio de cuatrocientos efectivos cada año en plata sin reservar los
tiempos de las rebajas de los frutos ni los años que no llegan a coger por las plagas […] se mira
lo evidente de la utilidad que se sigue a la santa Iglesia catedral y a los reales novenos.

El gobernador Argandoña, que llevaba un año de gobierno, aprobó el convenio. Este


fue ratificado por real cédula en 1689.41 El pago de una suma fija parecía una propuesta con-
veniente para el clero beneficiado como para la real hacienda, que muchas veces no recibía
el porcentaje acordado. Pero lo era aún más para la Compañía de Jesús que solía no declarar
enteramente todo lo producido, y que no se arriesgaría con una suma fija si no existiese un
margen importante entre esta y la veintena o diezmo.
Esta etapa de idilio se interrumpió, a fines del siglo XVII, con la llegada a la diócesis del
obispo Manuel Mercadillo. Este último, con la intención de aumentar los ingresos de la
diócesis, denunció las pérdidas que ocasionaba el pacto de una suma fija, realizado entre
los jesuitas y el cabildo eclesiástico. Mercadillo exigía que las haciendas de la Orden pa-
garan la veintena, tal como se había arreglado, en 1684, bajo el gobierno del obispo Ulloa.
Tanto el provincial jesuita Ignacio de Frías como su sucesor, Lauro Nuñez, presentaron las
reales provisiones y se mantuvieron firmes en sus posiciones.42 Mercadillo volvió a intimar
respuestas y sumisiones bajo «amenaza de excomunión» (Bruno 1969, IV: 357). Pero el ca-
bildo eclesiástico protestó contra dichas amenazas. Particularmente, el juez eclesiástico
reiteró, en este contexto, que el pago de una suma fija evitaba «gravísimo perjuicio a dichos

39
Los establecimientos jesuíticos del Tucumán colonial respondieron a las demandas del espacio peruano
como a las cambiantes tendencias de los mercados. En ellos se crió ganado vacuno y mulas, y se produjo ce-
reales, vid y frutales. Además, se elaboraban textiles y telares, tejas, ladrillos, velas, carretas, sebo y herra-
mientas, entre otras cosas.
40
Diego Salguero de Cabrera era tío del provisor del mismo nombre, citado más arriba, que se enfrentaría
con los jesuitas en la década de 1760.
41
AIAC. Real Provisión (1703) n.º 6599, ff. 134r, 135 y 138.
42
AIAC. (1702) n.º 6597. «Testimonio de una Real Provisión».
MISIONES DE FRONTERA, PRIVILEGIOS Y DIVERGENCIAS DOCTRINALES S 311

colegios de molestias e inquietudes causadas por los arrendadores».43 La Compañía con-


tinuó con la modalidad pautada hasta la segunda mitad del siglo XVIII.
La política borbónica
Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, el panorama general de apoyo y respeto hacia la
Compañía de Jesús comenzó a cambiar, en su contexto europeo y americano. Los jueces
eclesiásticos del arzobispado de México dieron curso a varios procedimientos frente a los
cuales la Compañía se sentía más vulnerable. Entre 1736 y 1748, Pedro Ignacio Altamirano
—procurador general de las provincias jesuitas de Indias— solicitó varias providencias a
fin de impedir el curso de dichos procedimientos. Después de varios recursos se dirigió al
rey para poner fin a un pleito que tenía más de un siglo. No obstante, Fernando VI «como
dueño absoluto y único de los expresados diezmos» dio fin al pleito, en 1750, obligando a
los jesuitas a pagar todos los frutos diézmales de las haciendas y bienes que tuviese o adqui-
riese en el futuro en todos los dominios reales. Ante la presión y los ruegos de la Orden, el
rey determinó que los diezmos se paguen en una tercera parte. También exigió que los su-
periores de la Compañía obtuvieran de los administradores de haciendas declaraciones ju-
radas de los frutos de estas y que las cobranzas las realizaran las iglesias o sus jueces, fiscales
y colectores. El decreto se expedía a los virreyes, audiencias, gobernadores, arzobispos,
obispos, cabildos eclesiásticos y colegios jesuitas de América meridional y septentrional.44
En la gobernación del Tucumán, los jesuitas lograron adaptar el decreto de Fernando
VI. En 1752 realizaron con el cabildo eclesiástico una nueva composición de diezmos, bajo
el gobierno del obispo Miguel de Argandoña. La concordia autorizaba a que pagasen, por
las estancias adquiridas después del último acuerdo, los siguientes valores: por la resi-
dencia de Catamarca la treintena; por la de San Ignacio de Calamuchita en Córdoba, se-
senta pesos; y por la de Caroya, treinta pesos. Se mantenía el pago de una suma fija por los
otros establecimientos. Asimismo, lograron que las adquisiciones futuras, excepto aquellas
unidades productivas altamente rentables, no pagaran diezmos (Bruno 1969, IV).
La concordia de 1752 encontró la oposición del vicario y provisor del obispado, Diego
Salguero.45 En 1756, el vicario Salguero convocó al cabildo eclesiástico para resolver la si-
tuación, alegando que «[...] en los referidos diezmos se interesan los reales haberes por los
novenos y a su real majestad le pertenecen».46 Un año más tarde, se dirigió directamente al
rey en calidad de chantre de la catedral de la ciudad de Córdoba para denunciar que

[...] el obispo y cabildo de ella sin preceder declaración jurada de lo que fructifican las hacien-
das de los religiosos de la Compañía de Jesús pactaron con ellos la cuota que han de pagar por
razón de los diezmos y los frutos de su cosechas y que sin embargo convinieron que no habían
de comprar más estancias practican lo contrario la del colegio de aquella ciudad como las de
los otros colegios de dicha provincia introduciendo en sus posesiones por sí o por interpósitas
personas crecida porción de ganados para no pagar diezmos ni treintena con el pretexto de la
enunciada composición de que resultan considerables perjuicios.

43
AAC. Libros Capitulares (1703). «Escritura de transacción y compromiso».
44
AIAC. Real Provisión (1750) n.º 6712, ff. 1-6r.
45
Recordemos que el provisor Salguero era sobrino del eclesiástico del mismo nombre que, a diferencia del
primero, había mantenido relaciones de afinidad con los jesuitas, durante las últimas décadas del siglo XVII.
46
AAC. Libros Capitulares (1756), f. 35r. «Cabildo sobre cota de diezmos con los RR. PP. de la Compañía».
312 S LÍA QUARLERI

Salguero denunciaba que los jesuitas habían adquirido nuevas propiedades a partir de
las cuales obtenían cuantiosos réditos y no pagaban diezmos, contraviniendo la concordia
de 1752. Pero ¿la actitud del chantre respondía solo a un afán de justicia? Para ese en-
tonces, Salguero estaba tramitando su promoción al obispado y una de sus estrategias fue
dirigirse al rey denunciando aspectos que inquietaban a los Borbones, como así también
atacar a los jesuitas para desvincularse de un asunto previamente alertado por Fernando
VI. La carta remitida por el chantre, en noviembre de 1757, respondía a una real cédula de
junio de ese año. En esta última se exhortaba «a los correspondientes prelados y cabildos
[…] a fin de que le den la justificación y noticia que necesita para el informe» puesto que
corrían noticias de que: «[...] en algunas diócesis de América no se distribuyen los diezmos
conforme a las leyes y a las particulares erecciones de sus respectivas Iglesias […] así en la
Iglesia catedral como en cada una de las parroquias de su respectivo territorio».
En respuesta, el gobernador del Tucumán, Joaquín Espinosa y Dávalos, solicitó al
obispo Argandoña que, luego de su visita general, diera «razón cabal de la distribución de
los diezmos».47 En el ínterin, Salguero, en calidad de dignidad de chantre, asumió la elabo-
ración del informe. Así, lograba que los jesuitas fueran el blanco de las acusaciones, desvin-
culándose del asunto y promocionando su accionar en el camino de la carrera eclesiástica.
Finalmente, Salguero, como mencionamos más arriba, fue nombrado obispo de Arequipa
por Carlos III. El obispo Illana fue quien continuó con el tema. Este, en enero de 1765, citó
al obispo Salguero, en Córdoba, para dar curso a «los procedimientos judiciales que están
siguiendo contra los colegios y casas de la Compañía de Jesús de esta provincia en la Real
Audiencia de Charcas porque paguen los diezmos y treintena que les corresponde con
arreglo de la cédula de Su Majestad de 1750 y no al contrato que dichos colegios tenía en el
año 1752 con su antecesor».48
Con excepción del obispo Mercadillo, Illana era el primer prelado que imponía a los je-
suitas de la gobernación del Tucumán el cumplimiento de un decreto real sobre el pago del
diezmo. Esto último no solo era indicio de un cambio radical en la política de la Corona, en
relación con los privilegios de la Compañía de Jesús, sino también manifestación de trans-
formaciones en las configuraciones políticas locales. Si bien algunos funcionarios del
cabildo de Córdoba, por ejemplo, e incluso de la audiencia de Charcas continuaron apo-
yando a la Compañía, las máximas autoridades de la gobernación le habían quitado su
aval.49 Por último, con respecto al diezmo, en 1766, Carlos III expidió una nueva cédula
real por la cual establecía que los colegios de la Compañía debían pagar por sus haciendas e
ingenios el entero del diezmo, como lo practicaban las demás Órdenes religiosas.50 Esta
medida marcaba un hito que simbolizaba el fin de las prerrogativas que permitieron, en

47
AIAC. (1760) n.º 6725, ff. 1, 1r y 3. «Testimonios de una Real Cédula».
48
AAC. Libros capitulares (1765).
49
El apoyo incondicional de algunos personajes locales hacia la Compañía de Jesús enfrentó violentamente
a los primeros con el gobernador Campero, encargado de publicar el Bando de extrañamiento de los jesuitas
de la gobernación del Tucumán. Los primeros habían levantado un proceso contra el gobernador por malver-
sación de fondos. A su vez, Campero, luego de la expulsión, embargaría los bienes de sus detractores alegando
que ocultaban posesiones que habían pertenecido a los jesuitas. La radicalización de este enfrentamiento
llevó a un levantamiento contra el gobierno de Campero, meses después de la expulsión, en las jurisdicciones
de Salta y Jujuy. Según Acevedo (1969), en el grupo rebelde se mezclaron hombres importantes de la región
que habían recibido enseñanza de los jesuitas y que, en distintas oportunidades, se habían movido económica
y políticamente a su amparo.
50
AHPC. Expedientes judiciales (1766) Escribanía 2, leg. 37, exp. 3. «El fisco contra la Compañía de Jesús».
MISIONES DE FRONTERA, PRIVILEGIOS Y DIVERGENCIAS DOCTRINALES S 313

parte, la disponibilidad de mayores recursos para solventar las actividades misionales y


educativas por parte de la Compañía. La quita de este medio, como por ejemplo la falta de
pago de los fondos de la sisa para solventar las reducciones del Chaco, como mencioná-
ramos más arriba, era una forma de manifestar el desinterés real y de los representantes co-
loniales por la tarea misional de la Orden.51 Durante el reinado de Carlos III, el control real
sobre los poderes eclesiásticos no solo abarcó el espacio económico o jurídico, donde se de-
terminó la inexistencia de un fuero eclesiástico, sino también el doctrinal.

NUEVAS TENDENCIAS DOCTRINALES

El «clero ilustrado» era identificado con un sector que censuraba a la curia romana, que
promulgaba una Iglesia más austera, en lo doctrinal y en lo moral, y que se oponía a las
prácticas devocionales de las Órdenes religiosas, a la piedad popular, las supersticiones, los
milagros supuestos y a las tradiciones eclesiásticas sin base documental. En este sentido,
apoyaban la lectura de la Biblia en lengua vernácula, cuestión prohibida por la Inquisición,
y se oponían a la concepción religiosa de quienes se apoyaban en textos escolásticos, como
era el caso de los jesuitas, o en tratados de religiosidad barroca. A diferencia de los deístas,
que se oponían a la revelación, el clero ilustrado buscó hermanar revelación y razón,
mundo natural y mundo revelado, influenciados por la lectura de los humanistas cris-
tianos. Por último, su defensa del rigorismo moral actualizó el enfrentamiento entre janse-
nistas y jesuitas.52 Pero el tipo de espiritualidad del «clero ilustrado» no estaba únicamente
alimentado por el jansenismo, aunque muchas veces «eclesiásticos ilustrados» y janse-
nistas eran confundidos. Ambos se diferenciaban en su confianza sobre la capacidad hu-
mana. Los jansenistas eran extremadamente pesimistas sobre las consecuencias del ac-
cionar humano, el cual consideraban debía ser controlado a través del rigorismo moral y
del poder civil (Mestre 1996).53
En el Tucumán colonial fue el obispo Abad Illana quien encabezó las críticas hacia las
prácticas doctrinales de la Compañía. Illana, nacido en Valladolid, había sido educado en
el Colegio de San Ambrosio de la Compañía de Jesús y recibido el hábito de San Agustín.
Era doctor en teología y había sido catedrático de la Universidad de Salamanca. El prelado

51
Esto estaba enmarcado dentro de un proceso de secularización incentivado tiempo atrás, que implicó el
traspaso de doctrinas administradas por el clero regular al clero secular. Un pionero, al respecto, había sido el
obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza (Brading 1994).
52
El jansenismo era una corriente espiritual, al interior de catolicismo, inspirada en la doctrina de Corne-
lio Jansenio. Esta doctrina fue censurada someramente por bulas papales en 1640 y en 1653. Esta situación se
invirtió en el siglo XVIII. Jesuitas y jansenistas se habían enfrentado doctrinalmente por sus diferencias con
respecto a las teorías del libre albedrío, difundidas por el padre jesuita Luis de Molina (1535-1607). Estas teo-
rías habían ocupado un lugar preponderante dentro de la doctrina católica del siglo XVII. A la idea de hombre
pecador pero dotado de libre albedrío, que lo hacía árbitro de su salvación, se oponía la idea del ser humano
irremediablemente avasallado por el mal. Para los jansenistas el alma podía aspirar al bien espiritual y supe-
rar la atracción de lo terrenal solo con el auxilio de la gracia divina. El hombre sería merecedor de ella tras un
constante ejercicio de virtud y piedad (Tomsich 1972).
53
Los jesuitas aplicaban, en la evaluación de los casos de conciencia y en la administración del sacramento
de la penitencia, una modalidad basada en el probabilismo. Este sistema estaba pensado para resolver todos
aquellos casos en que no hubiera seguridad absoluta sobre la justicia de una norma moral o legal, cuando se
dudaba acerca de la licitud de la acción que supuestamente se prescribía o prohibía. El probabilismo consistía
en seguir la opinión sólidamente probable (aunque esta se opusiese a dogmas generales) en la interpretación
de una cuestión moral o jurídica, sin violar los principios de derecho natural (Peña 1999).
314 S LÍA QUARLERI

estaba imbuido de la nueva atmósfera regalista que imperaba en la península y, en este sen-
tido, su presentación real para la diócesis del Tucumán estaba acompañada de intenciones
reformistas en el ámbito de su obispado. En el ámbito eclesiástico, Illana apuntó a re-
formar y tratar cuestiones aludidas en los concilios, durante los siglos precedentes: disci-
plina, reforma de las costumbres, oposición a los curatos e instrucción cristiana de todos
los sectores sociales y étnicos.
En relación con los jesuitas, las acusaciones fueron demoledoras. Los terrenos fueron el
laxismo, el control doctrinal y educativo, los ejercicios espirituales y la disciplina eclesiás-
tica. En primer lugar, aludiendo a la moral predominante en esas jurisdicciones, influen-
ciada, según su parecer, por el laxismo de los jesuitas, Illana afirmó que era «muy franca la
teología de este reino: todo lo facilita; en nada halla inconveniente; todos los medios son
lícitos, como conduzcan al fin deseado» (en Bruno 1969, V: 468). Según Illana, los padres
jesuitas concedían amplias dispensas, puesto que «con la benignidad o laxitud de sus opi-
niones a todos querían sacar del infierno».54 De esta manera, lo que en tiempos precedentes
había sido considerado atractivo ahora era causa de todos los males.55
En segundo lugar, Illana embistió contra el control educativo que había ejercido la
Compañía de Jesús. El Colegio Máximo-Universidad de Córdoba era el único de la pro-
vincia jesuítica del Paraguay, e incluso se destacaba fuera de ella. A él acudían aspirantes al
sacerdocio y estudiantes que provenían de la jurisdicción del Tucumán colonial, de
Buenos Aires, Asunción, Cuyo, Santiago de Chile, Charcas y Lima. Los jesuitas de Cór-
doba tuvieron el derecho exclusivo a dar grados y enfrentaron las pretensiones de los domi-
nicos de erigir una universidad en la jurisdicción. El obispo Illana interpretó esta situación
como un monopolio de la enseñanza religiosa y declaró que, por la bula de erección de
dicha universidad, era el obispo el que debía dar grados, y no las Órdenes religiosas.56 Tam-
bién consideraba que los jesuitas ejercían dominio sobre los párrocos y, entonces, dicta-
minó que ambos explicasen la doctrina (Acevedo 1969).
Con respecto al campo teológico-filosófico, Illana, al traspasar la universidad luego de
la expulsión, confesó que, si bien había sido educado en la escuela de Santo Tomás, en su
madurez no se había adherido al sistema escolástico para seguir el rumbo «de la verdad y la
luz de la razón» (en Martínez de Sánchez 1999: 380).57 Además, reveló su desacuerdo con
que los ejercicios espirituales ignacianos se destinasen a las mujeres puesto que estas «eran
llevadas (por los jesuitas) a una casa cercana a su colegio, y en donde no la tenían propia, so-
lían franquearla a algún devoto».58 Para el obispo esto era parte de un relajamiento en la

54
Carta del Obispo del Tucumán al Rey. Córdoba, 23 de agosto de 1768 (en Larrouy 1927: 270).
55
La utilización de un sistema basado en el probabilismo había transformado a los jesuitas en codiciados
confesores, ya que para los fieles «[...] no era indiferente tener frente a él, en el claroscuro de un confesionario,
a un sacerdote rigorista o indulgente» (Delumeau 1992: 16).
56
Carta del Obispo del Tucumán al Rey. Córdoba, 23 de agosto de 1768 (en Larrouy 1927: 307).
57
Según algunos autores, la Ratio Studorium permitió debatir los avances científicos de la época, adap-
tando el contenido enseñado como «una manera de mantenerse en el poder» y dando lugar, en el siglo XVIII, a
una «especie de modernidad recortada» (Soto Arango 1999: 536-537). Para otros, en cambio, no «hay constan-
cia de que en sus propios colegios mayores los jesuitas se apartasen de la tradición escolástica. No obstante, se
acuerda en que los documentos más novedosos tuvieron circulación fuera del ámbito oficial de los colegios.
Según esta postura, la doctrina oficial jesuita no fue receptora de las novedades científicas modernas y man-
tuvo una discusión al interior de la escolástica, mientras que individualmente miembros de la Orden apoya-
ron las ideas ilustradas (Lértora Mendoza 1999: 241 y 243).
58
Carta del Obispo del Tucumán al Rey. Córdoba, 23 de agosto de 1768 (en Larrouy 1927: 265).
MISIONES DE FRONTERA, PRIVILEGIOS Y DIVERGENCIAS DOCTRINALES S 315

disciplina eclesiástica y, entonces, consideraba que para imponer una reforma general en
las costumbres debía erradicarse la influencia de la Compañía de la sociedad. En concor-
dancia, el prelado se manifestó ampliamente de acuerdo con el decreto de la expulsión.

LA EXPULSIÓN

Existe acuerdo en concebir al regalismo de la segunda mitad del siglo XVIII como la
base ideológica del decreto de extrañamiento, que se configuró tanto dentro de una atmós-
fera europea de cambios políticos e intelectuales, como de reformas en las relaciones in-
ternas dentro del imperio español. En este último sentido, la expulsión de América se pro-
yectó como un medio para reafirmar el control sobre la sociedad colonial a través de una
«Iglesia nueva». Al mismo tiempo, se pensó —sin evaluar las consecuencias— como una
forma radical de aleccionar a los grupos locales, que habían alcanzado altos niveles de auto-
nomía en su accionar, en relación con los intereses y disposiciones reales, y que habían dis-
currido en malversación de los fondos fiscales.
Circunstancias o sucesos concretos condimentaron este clima general pero no se cons-
tituyeron en sí mismos en causas de la toma de decisión de Carlos III. La guerra guaraní-
tica tuvo grandes implicancias para la expulsión de los jesuitas del imperio lusitano; el
motín de Esquilache sumó adeptos al grupo de los antijesuitas; el dictamen de Campo-
manes permitió sistematizar y construir la base ideológica que justificaría la decisión final.
Pero ninguna de todas las argumentaciones era ni tan monolítica ni tan cierta: no todos los
jesuitas eran ultramontanos y no todo probabilismo derivaba en laxismo, entre otras cosas.
La Compañía había sobrevivido a conflictos, detracciones y sospechas.59 Pero estos solo se
constituyeron en detonante de la expulsión dentro de una coyuntura que esperaba por ella.
La difusión de las nuevas concepciones y objetivos estuvo en manos de funcionarios, mi-
nistros y confesores. En la década de 1760, sujetos no afines a la Compañía ocuparon lugares
centrales en la administración real como también en el gobierno de las jurisdicciones colo-
niales. Para las gobernaciones del Tucumán y de Buenos Aires, contamos con el ejemplo de
los obispos Illana y Torre, el provisor de la diócesis del Tucumán, Diego de Salguero, y los
gobernadores Bucarelli y Campero. Con excepción de este último, que cambió su postura du-
rante el transcurso de la década, todos se mostraron abiertamente disconformes con el ac-
cionar jesuita desde la asunción en sus gobiernos respectivos. En este contexto, la crítica des-
carnada de las autoridades mencionadas agregó líneas para fundamentar la expulsión.
Bajo esta nueva atmósfera política, donde funcionarios coloniales y ministros espa-
ñoles, en puestos clave, se encontraban alineados bajo un mismo discurso, la precipitación
de los hechos era inevitable. El papel central que había ocupado la Compañía de Jesús en
todas las esferas de la vida social y su capacidad para llenar el vacío que había dejado la au-
sencia de un poder institucional, centralizado y autoritativo en estas jurisdicciones colo-
niales, se había constituido en el principal factor que configuró la idea de la expulsión. Esta
institución, enraizada en la cotidianidad política, era referente inmediato de aquello que
obstaculizaba el plan de reformas de los últimos Borbones.

59
Por ejemplo, tras el conflicto con el gobernador interino del Paraguay, Bernardino de Cárdenas, los je-
suitas debieron abandonar el Colegio de Asunción y refugiarse en sus misiones guaraníes, a fines de la década
de 1640. Los llamados comuneros del Paraguay profanaron el colegio jesuítico y los expulsaron en nombre
del nuevo gobierno, en los primeros años de 1730. Por último, en 1756, el cabildo de Jujuy se opuso a la funda-
ción de un hospicio jesuita en la ermita y capilla de San Roque.
Mapa
La frontera oriental del Tucumán

JUJUY

Río Pilcomayo

Río Paraguay
SALTA Río Dorado
Río Bermejo ASUNCIÓN
DEL PARAGUAY
CHILE REGIÓN DEL CHACO
Río Salado
S.M. DEL TUCUMÁN Río Paraná

CATAMARCA S. DEL ESTERO CORRIENTES

LA RIOJA
Río Paraná
Río Primero
Río Segundo
CÓRDOBA
SANTA FE
GOBERNACIÓN DE
Río Tercero BUENOS AIRES

Río Cuarto

Río Quinto
MISIONES DE FRONTERA, PRIVILEGIOS Y DIVERGENCIAS DOCTRINALES S 317

BIBLIOGRAFÍA

Archivos consultados
Archivo del Arzobispado de Córdoba (AAC)
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