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Cuando el río suena, agua lleva.

El lósofo es un sujeto curioso cuanto menos. Apadrinado por referentes y una historia
inevitable, por lo general parece ser incapaz de llevar a cabo una producción textual sin
apoyarse en la citación de sus maestros de técnica. O sea, escribe sin ser capaz de librarse de
la losa que constituye la tradición losó ca. Mientras tanto, cuenta también con un séquito de
compañeros dedicados a solidi car esta tendencia y a abogar precisamente por ella, como si
faltaran apologías al respecto.

Nadie cuestiona el hecho de que cuando se cuentan con referencias, el proceso creativo mana
con mayor uidez. Las relaciones que se crean entre diferentes ideas y conceptos facilitan
navegar una suerte de inconsciente colectivo, diría Yung, o una especie de archivo cultural que
a veces parece casi como si se desprendiera o sobrepasara el mero concepto de soporte
material. Sin embargo, el marco histórico de la losofía, por muy amplio que pueda
considerarse, solo concede la posibilidad de citar dentro de sus propios límites. De hecho, la
mayoría de los trabajos losó cos cuentan con un sesgo de abilidad directamente relacionado
con la cantidad de referencias que aúnen. La losofía analítica, cuyo enfoque es más
conceptual, critica esa importancia que le concede a la historia la losofía continental, término
que acoge la producción textual losó ca desde el siglo XIX hasta nuestro tiempo. Aún así,
ambas comparten otra suerte de pecados y ofensas.

Quizá una de estas afrentas sea la concepción de que el lósofo solo puede ser forjado en el
ámbito académico, como si la actividad losó ca fuera exclusivamente un ejercicio de estudio o
de cultivo del conocimiento. A parte, dicha labor debe contar con el reconocimiento
institucional, concedido habitualmente por las universidades. Aquel individuo que en su casa
vive enamorado de los diálogos platónicos y que en sus conversaciones siempre trata de
aportar un componente escéptico queda excluido, arrebatado de la posibilidad de llamarse a sí
mismo lósofo.

Esto nos trae a una interesante cuestión que aborda la etimología de la palabra losofía. La
historia del término es bien conocida, quizá porque es una de las pocas cosas que se les queda
a los chavales de la asignatura del mismo nombre impartida en las escuelas. En contraste con el
término sofos, que alude a la sabiduría —la cual, según Platón, solo corresponde a los dioses—,
se crea un término que también acuña el vocablo philos, que se traduce por amor. El lósofo,
por tanto, es aquel que profesa un amor por el más alto grado de conocimiento. Actualmente,
se podría discutir si esta de nición sigue siendo vigente para la gura del lósofo, o si quizá
este debiera compartirla incluso con otros profesionales, como los cientí cos.

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De todas, formas reducir la concepción del lósofo a su origen etimológico no nos permite
seguir ahondando en otras posibles acepciones creadas. Conviene también que nos planteemos
por qué la gura del lósofo se suele concebir desde el exterior como un individuo alienado de
lo existente, evadido y dedicado a empresas inútiles. Antiguamente, el personaje inspirado por
Sócrates que estaba en las nubes, creado por Aristófanes en una comedia llamada
efectivamente así, Las nubes, re ejaba precisamente esta percepción. Actualmente, el
estudiante de losofía suele ser cali cado con cualquier término que dé a entender que su
carrera no sirve para nada —gustan especialmente los cali cativos porreta o perro auta—.
Realmente, ambas nociones separadas por el tiempo, aluden a una misma interpretación: el
pensador que se separa de la cotidianidad, que se fuga de la realidad, que incluso reivindica a
veces como su actividad no está destinada a nada concreto.

El academicismo que atraviesa la losofía en su historia no ha hecho mucho por reclamar su


utilidad o interés común. Resulta interesante el contraste que existe entre la losofía racionalista
moderna, embelesada en su propia arquitectura abstracta de la conciencia re exiva; y la
losofía griega, cuya concepción de la losofía apuesta por un afán mucho más práctico,
relacionado con el cuidado del alma y el concepto de la eudaimonia, o vida buena. Hasta
cierto punto, podríamos incluso clamar que sus losofías se constituían en un formato en clave
ética en la mayoría de los casos. Quizá precisamente por esto, Foucault en El coraje de la
Verdad cali caba a Spinoza —cuya obra fundamental es precisamente una Ética— como el
último lósofo en este sentido que comentábamos, en oposición a Leibniz que habría sido el
primer racionalista amparado y encajonado en lo académico.

Faltaría mucho por re exionar acerca de la actividad losó ca y de su principal artesano, pero
no todo cabe en una columna breve. De momento, podemos insertar una conclusión que
contenga un alegato a la necesidad de seguir cuestionándonos acerca de nuestro propio
cometido y del nombre que algunos se atreven a otorgarnos. Tampoco dejemos de prestar
atención al conglomerado de signi cados externos que se asocian a dicha noción. Quizá nos
cuenten más que lo que nosotros seamos capaces de articular.

María Sancho de Pedro


Cuando el río suena, agua lleva.

Cómo citar este artículo: SANCHO DE PEDRO, MARÍA. (2022). Cuando el río suena, agua
lleva, Numinis Revista de Filosofía, Año 1, 2022, (CL2).
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Citas

- “Y, a reserva de hacer una serie de análisis mucho más precisos, podríamos decir que con
Spinoza estamos, de alguna manera, ante la última gran gura [con] la cual la práctica
losó ca reivindica el proyecto fundamental y esencial de llevar una vida losó ca. Y a
Spinoza y a su manera misma de vivir, podríamos oponer a Leibniz, que sería el primero de
los lósofos modernos, en cuanto para él la actividad losó ca, lejos de implicar como en
aquélla elección de una vida losó ca, siempre se manifestó y se ejerció a través de unas
cuantas actividades que sería lícito cali car de modernas: fue bibliotecario, fue diplomático,
fue político, fue administrador, etc. Tenemos, en este caso, una forma de vida losó ca
moderna que podría oponerse a la práctica losó ca de Spinoza, que implica una
verdadera vida de un tipo absolutamente distinto de la vida de todos los días. Pero, a decir
verdad, aun en el caso de Leibniz, la cuestión sería digna de discusión. Con todo, sería
interesante hacer la historia de la losofía clásica a partir del problema de la vida losó ca,
considerado como elección identi cable a través de los acontecimientos y las decisiones de
una biografía, pero también a través del lugar [que se le] da en el sistema mismo.”
• [Foucault, M. 2010. El coraje de la verdad: El gobierno de sí y de los otros II: curso en el
Collége de France (1983-1984). México: Fondo de Cultura Económica. P. 248].
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