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Nuestro nombre taxonómico es Homo sapiens.

Lo que nos distingue de otros


miembros del género “homo” y de los animales en general es esa palabra “sapiens” –
ser sabios o inteligentes. Esta idea es lo que encierra la de nición aristotélica: somos
“zōon lógon éjon” – un animal que posee “logos”, o sea, la razón o el lenguaje.
Nuestra especie moderna emergió hace aproximadamente 200,000 años. Lo curioso
es que la evidencia más temprana que tenemos del uso de la razón o del lenguaje
simbólico data de hace unos 7,500 en Mesopotamia. Seguramente, la capacidad de
pensar de forma abstracta surgió antes que eso, pero no sabemos cuando. No
sabemos porque no hay evidencia de ello, y no hay evidencia de ello porque el
pensamiento y el lenguaje hablado se esfuman en el aire. No se fosilizan. Lo que sí
se fosilizan son los entierros. Para el antropólogo, esto es lo que marca el
surgimiento del ser humano que somos. Los ritos mortuorios, el tratamiento
deliberado de los fallecidos, indica, al parecer, una conciencia temporal, implica
recordar el pasado e imaginar un futuro en el que nosotros también moriremos.
Estas ideas no son datos sensoriales sino abstracciones las cuales parecen
caracterizar únicamente a nuestra especie.
Ahora, todos los días pienso y hablo, todos los días soy ese animal racional.
Pero hoy amanecí apoderado de ese instinto más primordial de marcar el tiempo, de
pensar en el futuro y conmemorar el pasado. Escribo estas palabras el 1 de agosto
de 2021, el día que toma efecto la renuncia de mi plaza de investigador de tiempo
completo en la Universidad Veracruzana. Estoy, pues, en medio de una transición de
vida, quizá no tan trascendental como la de la muerte, pero sí muy signi cativa. Y
siendo lósofo, necesito entenderla.
Un buen punto de partida podría ser un comentario que me hizo un buen
amigo hace unos días. Habíamos ido a tomar unas cervezas y, levantando su copa,
me dijo “Felicidades Darin, ya eres un académico desprofesionalizado”. Me llamó la
atención esa frase, esa palabra – desprofesionalizado, como si con mi renuncia me
había limpiado de algo malo o negativo. Bueno, si mi amigo tiene razón, para saber
quien soy ahora, tengo que entender qué signi ca ser profesional, un profesional de
la losofía.
El diccionario dice que una profesión es un trabajo remunerado,
especialmente uno que requiere de un largo entrenamiento y una certi cación
formal. Ser cajero en un supermercado es un trabajo pero no exactamente una
profesión, mientras que ser lósofo hoy en día sí, requiere de muchos años de
estudios en los que uno alcanza diferentes niveles al demostrar la posesión de
diversos conocimientos y habilidades. Otra profesión es la de ser médico; uno pasa
por un proceso muy parecido. Entre paréntesis, a veces, mis alumnos en la facultad
no tomaban tan en serio los conceptos e ideas que iban aprendiendo y pensaban
que simplemente podían opinar sin cuidar el razonamiento, y en momentos así les
decía: “Oigan, sus compañeros que están estudiando en la facultad de medicina, si




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no toman en serio sus estudios y se gradúan de panzazo, la consecuencia es que van
a matar a sus pacientes por su mala formación. Ustedes piensan que no pasa nada si
no piensan con rigor, que las ideas no matan a nadie, que no hacen ningún daño”.
¡Equivocados! les decía.
Entonces, tenemos este sentido de ser profesional, contar con conocimientos y
habilidades certi cados. En cuanto a los lósofos, este último les permite ejercer su
profesión de forma remunerada en una universidad. Sin embargo, durante la mayor
parte de la historía de la losofía occidental, los lósofos no han sido profesionales
en este sentido. Los platónicos losofaban en la academia; los aristotélicos en el
liceo; los Estoicos bajo el pórtico del ágora; los epicúreos en el jardín; los cínicos
como Diógenes en un barril; en el medievo en los monasterios; luego en castillos con
patrocinio real o en casitas privadas como la de Spinoza. Y luego cada vez más en
universidades. Notablemente, Hegel fue el primer lósofo de ser nombrado como
profesor por el Estado.
Fue hacia nales del siglo XIX, especialmente en Alemania, que vemos el inicio
de la profesionalización de la academia. Es que, en esa época las ciencias naturales,
especialmente la física, empezó a tener mucho éxito y por tanto empezó a cobrar
mucho prestigio en los ojos del público. Debido a este prestigio, tenían mucha
importancia y poder en la academia. Y varias ciencias sociales, como la sociología y
la psicología empezaron a adoptar los métodos de la ciencia en su investigación de
campo. Tanto la ciencia natural como las sociales habían progresivamente quitado
terreno de la losofía y ahora con su éxito y prestigio social, la losofía tenía un fuerte
complejo de inferioridad. Para justi car su lugar en la academia, tomó el camino fácil
y empezó a imitar sus métodos para legitimarse. Los pensadores que forjaron esta
identidad académica, gente como Carnap, Quine y otros, fueron in uidos por las
metas generales del círculo de Viena, es decir, la concepción positivista de la losofía
como una disciplina cientí ca rigurosa. Es por eso que la losofía en el mundo
anglosajón está dominada por la escuela analítica. Un artículo lleno de ecuaciones
de la lógica simbólica puede sentirse al par de las ecuaciones matemáticas de
publicaciones en física.
Esta asociación con las ciencias naturales tuvo dos consecuencias: un cambio
en los temas que la losofía académica trata, y la especialización. Temas como la
religión, la historia, y la educación se disminuyeron a favor de temas más susceptibles
a análisis lógico y cientí co como la losofía de la mente, del lenguaje y de la ciencia.
Y estos, a su vez, se fragmentaron en especialidades y sub-especialidades, re ejando
el modelo cientí co. Esto es el primer paso de la profesionalización de la losofía.
Ahora bien, toda esta investigación tiene que ser publicada y comunicada, por
lo que han surgido un sinnúmero de revistas especializadas. Entonces, además de la
institucionalización de la losofía en cuanto a su identidad y su quehacer, ha habido
un proceso de institucionalización o profesionalización de sus productos. Esto




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signi ca que la práctica de la losofía empezó a ser normada. Esto se hace al crear
órganos o asociaciones profesionales que admiten miembros de acuerdo con ciertos
criterios, que supervisan el trabajo de esos miembros, que establece normas de
conducta aceptable, y que distingue entre los que tienen las cali caciones necesarias
de los meros a cionados. Esto, en términos generales, es la academia en la que la
losofía hoy en día se practica.
Entonces, al dejar yo la academia, ¿qué es lo que estoy dejando atrás? ¿Dejo
de ser profesional? Tengo varias ideas al respecto, pero quiero empezar con lo que
mi amigo quiso decir al llamarme un académico desprofesionalizado. Esa frase fue
inspirada por el pensamiento de Ivan Illich, lósofo y crítico social austriaco cuyo libro
más conocido es La sociedad desescolarizada. En su pensamiento en general, Illich
trata el fenómeno de la institucionalización, es decir, el proceso mediante el cual
actividades humanas, como el aprendizaje y la salud por ejemplo, se convierten en
servicios que profesionales y expertos suministran. Esta mediación institucional
corrompe a estas actividades, volviéndolas, en su expresión institucional,
contraproducentes, impersonales y hasta peligrosas. En ese libro que mencioné,
toma la escuela como ejemplo de esta institucionalización. Quiero citar las primeras
líneas del libro. Dice: “Muchos estudiantes, en especial los que son pobres, saben
intuitivamente qué hacen por ellos las escuelas. Los adiestran a confundir proceso y
sustancia. Una vez que estos dos términos se hacen indistintos, se adopta una nueva
lógica: cuanto más tratamiento haya, tanto mejor serán los resultados. Al alumno se le
«escolariza» de ese modo para confundir enseñanza con saber, promoción al curso
siguiente con educación, diploma con competencia, y uidez con capacidad para
decir algo nuevo. A su imaginación se la «escolariza» para que acepte servicio en vez
de valor. Se confunde el tratamiento médico tomándolo por cuidado de la salud, el
trabajo social por mejoramiento de la vida comunitaria, la protección policial por
tranquilidad, el equilibrio militar por seguridad nacional, la mezquina lucha cotidiana
por trabajo productivo.”
Esto lo he visto muy claramente en mi experiencia docente. Cada año, entra
un nuevo grupo de alumnos a la facultad para iniciar sus estudios. Lo interesante es
que varios de ellos no están ahí porque les interese la losofía sino porque no hubo
cupo en la carrera que quería, digamos derecho o administración de negocios. Se
inscriben en la facultad de losofía porque lo realmente valioso es el grado, ser
licenciado. Importa más el grado que lo que uno haya aprendido. El semestre
pasado di mi último curso en la universidad y les dije a los alumnos que quería hacer
un experimento. Les dije que iba a dar a todos una cali cación mínima aprobatoria
de 8 sin la necesidad de entregarme ningún trabajo ni tomar ningún examen (y para
los que querían una cali cación mayor les daba la opción de entregarme un trabajo
nal). El único requisito era asistir a las clases y participar. Mi idea era quitar de sus
cabezas esa mentalidad escolarizada de cali caciones, de elaborar sus trabajos
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tratando de leer mi mente y de adivinar lo que quiere el profe. Lo que quería suscitar
era un experiencia real de aprendizaje, que no subordinaran la contingencia y
fragilidad de ser cautivados por una idea a exigencias escolares burocráticas. Creo
que algunos aprovecharon la oportunidad pero en general la mayoría se regían por
el sistema.
Una de las cosas que le preocupa a Illich es cómo la institucionalización de la
vida cotidiana crea nuevos espacios y niveles de pobreza. Dice: “Cada necesidad
simple para la cual se halla una respuesta institucional permite la invención de una
nueva clase de pobres y una nueva de nición de la pobreza. . . . Una vez que una
sociedad ha convertido ciertas necesidades básicas en demandas de bienes
producidos cientí camente, la pobreza queda de nida por normas que los
tecnócratas cambian a su tamaño. La pobreza se re ere entonces a aquellos que han
quedado cortos respecto de un publicitado ideal de consumo en algún aspecto
importante. En México son pobres aquellos que carecen de tres años de escolaridad;
y en Nueva York aquellos que carecen de doce años”.
Eso lo escribió en 1971. En 1995, cuando vivía yo en Puebla, México, los
pobres eran los que no tenían la licenciatura. Ahora, años después, si no tienes el
doctorado, te has quedado atrás. Ahora, en los EEUU, la educación universitaria,
incluso en las instituciones públicas, es sumamente cara. Aun así, estudios y
estadísticas muestran que la posesión de una maestría o doctorado corresponde a
mejores niveles económicos para quien lo posee. De esta manera, la educación se
ha convertido en un servicio cuyo valor no es intrínseco, hecho que se mani esta en
las miradas de aburrimiento e incomprensión de muchos alumnos en el aula, sino
instrumental.
Illich no está en contra de la educación, sino sólo sugiere que no sea
obligatoria. En este sentido, hace una comparación muy interesante con la institución
religiosa de la iglesia. Dice que confundir la educación con la escolarización
obligatoria sería como confundir la salvación con la Iglesia. La Iglesia, conformada
por la profesión del sacerdocio, es una de las instituciones más antiguas. Convirtió la
espiritualidad humana, es decir, la experiencia de un aspecto profundo de la realidad
y la necesidad de estar conectado con él, en un recurso escaso sobre el que los
sacerdotes tienen un monopolio y que sus servicios profesionales pueden
proporcionar.
La constitución mexicana, al igual que la norteamericana y la de muchos otros
países, dice: “El Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohiban religión
alguna”. Ivan Illich era sacerdote, entonces no estaba en contra de la religión, sino
sólo su establecimiento como algo o cial y obligatorio. En el mismo sentido, no está
en contra de la educación, sino sólo su carácter obligatorio lo cual lo convierte en
una mercancía o un bien controlado por una clase profesional cuyos servicios hay
que consumir de una manera planeada e industrializada. La institucionalización de




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las actividades básicas de la vida cotidiana tiende a volverse contraproducente. La
medicina enferma, el aumento de coches para un irnos más rápido termina
paralizando el transporte, y la educación atonta. Graduamos a jóvenes muy buenos
para tomar exámenes, pero para poco más.
En n, el pensamiento de Illich es mucho más detallado y profundo que eso,
pero ésa es la idea básica, y es a todo eso que mi amigo se refería al llamarme un
académico desprofesionalizado, que ya no formo parte de ese sistema de
escolarización. En términos generales estoy de acuerdo con Illich. La educación se
ha convertido en un sistema que ya no controlamos y cuyo sentido se ha
instrumentalizado. Nos enchufamos en él ciegamente porque parece que no hay de
otra. Esto me recuerda de que un anécdota que leí una vez. En él se habla de un
gato que se mete todos los días en una iglesia cuando el sacerdote da misa y sube al
altar y tira las cosas y tal. Para resolver el problema, el sacerdote toma al gato un día
y lo amarra a un árbol allá fuera. Problema resuelto. Tiempo después el sacerdote
muere y llega un nuevo sacerdote para tomar su lugar. Tiempo después el nuevo
sacerdote sale y ve que el gato amarrado al árbol se ha muerto. ¿Qué hace? Va y
consigue otro gato y lo amarra al árbol. ¿Y la moraleja de la historia? Pues el
sacerdote no entendía por qué el gato estaba amarrado al árbol. Sólo sabía que un
gato siempre estaba amarrado ahí, es tradición. Hay que seguir haciendo las cosas
como siempre. Y eso es lo que hacemos, hacemos las cosas muchas veces sin saber
por qué.
Todo esto que he contado de Illich y la educación tiene que ver con los
alumnos, con el efecto contraproducente que la profesionalización de la educación
tiene para el alumno. Los profesionales, sean maestros, plomeros, médicos o
abogados, tiene a alguien a quien se le ofrece el servicio, el cliente digamos. Pero en
el caso de la academia, los académicos, además de dar clases, investigan. Los
lósofos losofan pues. Al salir yo de la academia, ya no doy clases, pero sí sigo
pensando y escribiendo. A lo que voy es que la profesionalización afecta no sólo a la
docencia, al alumno, sino también al maestro y su actividad investigadora.
Habrás oído la frase “publica o muere”. Para que uno consiga un puesto
académico universitario, tiene que publicar, y mucho. Como ya comentamos, la
profesionalización de la losofía en la sombra de las ciencias exactas ha tenido como
consecuencia general que ciertos temas o areas son favorecidos, aquellos como la
lógica, la epistemología y la losofía de la ciencia, que pueden evaluarse con criterios
cuantitativos. Si uno trabaja temas de metafísica, habrá donde publicar pero son muy
pocas las revistas que se dedican a ese tema. De esta manera, se siente la presión de
especializarse en temas más relacionadas con las ciencias. Si puedes aportar al
desarrollo del campo de la inteligencia arti cial, habrá mucho más de donde cortar
en cuanto a la publicación.

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Esta es una primera manera en que la profesionalización afecta lo que se


piensa. Otra es que hay que publicar mucho para no sólo conseguir tu puesto sino
para mantenerte en los rankings y reconocimientos. El físico Peter Higgs, quien
propuso lo que hoy en día se llama el Boson de Higgs, dijo que en el estado actual
de la academia, de eso de publica o muere, no habría tenido su ciente paz y tiempo
para hacer el gran descubrimiento que hizo en 1964. Dijo: “Hoy no conseguiría un
trabajo académico, así de simple. No creo que me considerarían lo su cientemente
productivo”. Y como sabemos, Kant tardó 10 años en escribir su gran obra maestra
La crítica de la razón pura. Hoy en día, no pudo haberlo escrito si es que quería tener
empleo en la academia. Esta presión por publicar favorece, entonces, cantidad sobre
cualidad, con el resultado de que mucho de lo que se publica tiene un valor muy
cuestionable. En vez de publica o muere, quizá publica y muere. Lo que muere no es
el empleo de uno sino el valor y relevancia de lo que contribuye.
En su Discurso sobre las artes y las ciencias de 1750, Jean Jacques Rousseau
re exionó sobre justo este punto. Dice: “Respondedme, pues, lósofos ilustres,
vosotros por quienes conocemos las leyes por las cuales los cuerpos se atraen en el
espacio; ¿cuales son, en las revoluciones de los planetas, las relaciones de las áreas
recorridas en tiempos iguales; qué curvas tienen puntos conjugados, puntos de
in exión y de dirección contraria; cómo el hombre ve todo en Dios; cómo el alma y el
cuerpo se corresponden sin comunicación cual se corresponden los relojes; cuáles
astros pueden ser habitados; qué insectos se reproducen de manera extraordinaria?
Respondedme, digo, vosotros de quienes hemos recibido tantos conocimientos
sublimes; si nunca nos hubieseis enseñado nada de estas cosas, ¿seríamos menos
numerosos, peor gobernados, menos temibles, menos orecientes o más perversos?
Examinad, pues, de nuevo la importancia de vuestras producciones, y si los trabajos
de los más esclarecidos de nuestros sabios y de nuestros mejores ciudadanos nos
reportan tan poca utilidad, decidnos: ¿qué debemos pensar de esa multitud de
escritores oscuros y de ociosos literatos que devoran inútilmente la substancia del
Estado?”.
Había leído esas palabras muchas veces a lo largo de los 20 años que di el
curso de losofía política, pero no fue hasta hace algunos años que sus palabras me
llegaron como un golpe en el estómago. Es que yo siempre lo leía en voz alta en
clase pero una vez le pedí a un alumno que lo leyera y fue así que pude ponerme
realmente en la posición del receptor de ese mensaje. Y me afectó profundamente.
Ahora estoy fuera de la academia, estoy desprofesionalizado, sin embargo voy a
seguir leyendo losofía, pensando y escribiendo y es posible que escriba y
comunique cosas de poco valor, pero al menos no estaré devorando inútilmente la
substancia del Estado.
Pero no se trata simplemente de eso, de evitar mal gastar el dinero del pueblo,
sino entender cómo puedo hacer losofía de otra forma, una forma pues no




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profesionalizada. Lo que se me ocurre y lo que propongo a diferencia de una
losofía profesional es lo que quisiera llamar una losofía artesanal. ¿En qué
consiste? ¿Sería semejante forma de pensar la losofía de un a cionado? No
necesariamente. Al dejar la academia dejo de percibir un sueldo pero no se esfuma
mi conocimiento y experiencia. Ser desprofesionalizado y pensar de forma seria y
rigurosa no son excluyentes.
Volvamos al diccionario para ver lo que dice sobre el término “artesanal”.
Curiosamente, encontramos dos acepciones contrarias. Una dice que el artesano es
quien ejercita un arte u o cio meramente mecánico. La otra hace referencia a aquello
hecho de manera tradicional o no-mecanizada, especialmente a la elaboración de
comida o bebidas. Como puedes imaginar, siendo yo el chef de una fonda, esta
segunda acepción es el sentido que quiero darle a artesanal. De hecho, se me
ocurrió la idea de una losofía artesanal en una cervecería cerca de mi casa donde
hacen la cerveza ahí mismo, de forma artesanal. Pensé: “Quiero hacer losofía como
ellos hacen esta cerveza”. Para resaltar y así ver mejor las características de lo
artesanal, vamos a ver su opuesto, la producción industrial.
No podríamos escoger mejor ejemplo que McDonalds. Primero, como
cualquier compañía, el objetivo fundamental de McDonalds es ganar dinero, la
ganancia. Para ello, sus productos tienen que venderse, preferentemente lo más
posible. Para esto, sus productos tienen que gustar a la mayor cantidad posible de
personas (lo cual es la condición de una venta masiva). El denominador común del
gusto de tantas personas tiene que ser, como en las matemáticas, muy bajo, es decir,
un sabor medio llano, inofensivo, aceptable digamos. ¿Sabes cuantos McDonalds
hay en el mundo? ¡39,198! Y lo fascinante es que en todos y cada uno de esos
sucursales, las hamburguesas y las papas saben exactamente igual, estés en Moscú,
San Francisco, o Montevideo. Esta uniformidad del sabor es importante para que los
clientes, viajen donde viajen, vuelvan a comer ahí. La uniformidad en el sabor se
consigue mediante la estandarización tanto de los ingredientes como del proceso de
preparar la comida. Imagínate cómo ha de ser el tipo de ingredientes que pueden
entregarse cada día en cerca de 40,000 McDonalds por todo el mundo. Ingredientes
industrialmente producidos y lleno de conservadores para que no se echen a perder.
Y el proceso de elaboración también es estandarizado, un proceso mecánico en el
que reglas se siguen sin la intervención de un criterio humano. La uniformidad, la
estandarización y procedimientos mecánicos es lo que caracteriza la producción
industrial.
La producción artesanal es muy distinta. El proceso no es mecanizado, sino
manual y controlado por decisiones tomadas en el momento de acuerdo con
criterios de gusto, estéticos, y otros factores de índole personal. Los ingredientes no
son estandarizados, sino escogidos en la localidad de acuerdo con la temporada y su
frescura. Por tanto, la comida artesanal no es uniforme sino que varía, y su sabor es
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mucho mejor y más distintivo porque lo vas probando sobre la marcha hasta que
llegue a tu gusto, no él de millones de personas.
McDonalds y otras corporaciones que producen alimentos emplean expertos
en nutrición, profesionales cuyo cometido consiste en reducir y aislar los nutrientes,
combinándolos con sabores arti ciales de tal manera que dan un mínimo aceptable
de nutrición con un máximo de ganancia. Ese conocimiento profesional de los
nutriólogos que se encuentra en in nidad de libros sobre la salud y en las etiquetas
de información nutricional es famoso por ser confuso, contradictorio y de muy difícil
aplicación consistente. Volviendo a Ivan Illich, tiene un término para describir todo
esto – la convivialidad. Dice: “Empleo el término ‘convivlialidad’ para designar lo
opuesto de la productividad industrial”. Sea el conocimiento profesional de los
nutriólogos o la industria alimenticia que sirve, no es convivial porque la relación de
medios y nes carece de proporcionalidad, es decir, el medio, la producción
industrial, ha rebasado y distorsionado el n, la salud. Cualquier herramienta o
sistema que hace eso, como hemos visto en el caso de la escolarización y la
medicina, se vuelve no convivial y destructivo.
Hay un reconocido periodista y autor, Michael Pollan, que en una serie de
libros ha analizado todo ese sistema alimenticio y su impacto socio-cultural. Tiene
una respuesta muy sensata y llamativa a la producción industrial de alimentos y del
conocimiento nutritivo, la cual reduce toda esa complejidad a algo muy sencillo e
intuitivo. Dice dos cosas: “No comas nada que tu bisabuela no reconocería como
comida” y “Come comida, no demasiado, en mayor parte plantas”. Ese conocimiento
es sumamente artesanal porque se basa en la experiencia práctica y vivida de la
bisabuela. Esto que dice Pollan es un conocimiento artesanal para la salud del
cuerpo, pero lo que me interesa aquí es la losofía, mi identidad como lósofo de
aquí en adelante. ¿Cómo sería un conocimiento artesanal para, digamos, el alma?
Si lo que propongo es una losofía artesanal, y hemos distinguido lo artesanal
de lo industrial, ¿podríamos decir que la losofía profesional, que tratamos al
principio, encierra principios de carácter industrial? Lo que la losofía profesional
produce no es comida sino conocimiento, y su nalidad no es la venta y la ganancia
sino la comprensión y el consenso. Pero lo que sí veo de industrial en ella es la
estandarización del conocimiento, el supuesto del carácter objetivo y universal del
mismo que es necesario para que uno diga “así están las cosas”. Si nos jamos en
otros profesionales, como los médicos, si rompes tu brazo en México, Rusia, o
Tailandia, es el mismo fenómeno objetivo que se trata de más o menos la misma
manera. Los hospitales en este sentido se parecen a los McDonalds que entrega la
misma comida y el mismo sabor estés donde estés. La uniformidad del producto.
La losofía profesional pretende esa objetividad y uniformidad, pero no lo
encuentro en lo que escriben. Todo cirujano torácico tiene el mismo conocimiento
sobre el mismo fenómeno. ¿Qué conocimiento y procedimiento tienen en común




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todos los lósofos? ¿Qué eviten las falacias y que traten de pensar y escribir de
forma lógica y razonada? A lo mejor, pero es muy poco. Lo que es patente es la
exuberante profusión de distintas y contradictorias posturas y creencias entre los
lósofos. Esto quizá es lo que llevó a Stephen Hawking a opinar que, frente a la
ciencia, la losofía está muerta, que no sirve. Yo obviamente no estoy de acuerdo con
él, lo cual se debe seguramente a que tenemos diferentes formas de entender la
naturaleza y utilidad de la losofía. Para mí, esa profusión de sistemas e ideas es
maravillosa, pues cada uno nos da una forma distinta de ver las cosas, de
comprender el enigmático mundo de la experiencia humana. Y esto, entre otras
virtudes, debilita nuestra gran propensión de caer en el dogmatismo, de creerse
poseedor de la verdad de cómo son las cosas realmente son. Y eso, creo yo, no hace
tantito más sabios. Los 23 años que llevé como lósofo profesional sólo tuvieron el
efecto de hacerme dudar de esa verdad. No puedo demostrar la veracidad de esa
creencia, pero eso es el punto. No es una a rmación dogmática, sino provocadora,
provocadora en el sentido socrático. A n de cuentas, mi salida de la academia, mi
desprofesionalización, me devuelve, tras un recorrido muy largo, a lo que a muchos
les parece las poco genuinas y tan trilladas palabras de Sócrates: Sólo sé que no sé
nada. No tomamos en serio a Sócrates cuando las dice. Pensamos que es un juego
retórico, una estrategia pedagógica. Yo creo que no. Yo creo que en eso consistía la
sabiduría de Sócrates. Pensemos un momento en la sabiduría. De acuerdo con la
lósofa Agnes Callard, los lósofos no son los únicos que aman a la sabiduría. Todos,
sea lósofo o no, ama a su propia sabiduría, es decir, a la sabiduría que considera
que tiene. Lo que distingue al lósofo es amar a la sabiduría que no tiene. La
losofía, por tanto, es una forma de humildad: estar consciente de que uno carece de
lo que es de suma importancia.
Inicio esta nueva etapa de vida con una renovada y profunda conciencia de
eso. Lo que he llamado una losofía artesanal tiene como nalidad la cultivación de
esa conciencia. Partirá de la primera persona, o sea, de mí. Los ingredientes serán
locales, sumamente locales, pues provendrán de mi experiencia. Las re exiones que
haré con esto tendrán, espero, un sabor único. A lo mejor quiera comunicar alguna
re exión de forma impresa, pero supongo que la mayoría las compartiré con ustedes
en nuestra mesa de la Fonda, entre todos los demás platos de los que ya se han
acostumbrado. Como nal, todo lo artesanal se hace con amor, amor por lo que se
crea y amor por quien lo recibe. Cuando logro hablar con mi propia voz, no lo haré
con frío desinterés, sino con la emoción de uno asombrado, asombrado por haber
encontrado que las cosas no eran como pensaba.
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