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Fue el patriarcado un producto del

Neolítico?
9 marzo, 2017

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Solo una visión feminista del mundo permitirá que hombres y mujeres se liberen de forma
conjunta y fraternal del patriarcado, y construyan un mundo verdaderamente humano.

Gerda Lerner
Cronología prehistórica
simplificada (Wikipedia).
Los estudios sobre prehistoria revelan que cuando surgió el género Homo, hace unos 2,5
millones de años, los homínidos eran nómadas que se desplazaban en busca de sustento.
Esta forma de vida perduró hasta unos 12.000-10.000 años antes del presente, configurando
un largo período llamado Paleolítico. Según los datos hoy disponibles, los expertos
suponen que aquellos humanos vivían en sociedades igualitarias y poco jerarquizadas,
donde la violencia y las agresiones fueron escasas y puntuales. Si durante esta extensa
época existió una convivencia presidida por la desigualdad, lo cierto es que no se dispone
de pruebas que lo demuestren. Esto es, en la evaluación de esta cuestión han imperado
juicios de valor opinativos, pero no pruebas que evidencien tales hechos.

El Paleolítico llegó a su fin cuando nuestros antepasados abandonaron la vida nómada,


crearon asentamientos y comenzaron a cultivar plantas y domesticar animales. Unas bases
que al mismo tiempo fueron estableciendo sociedades jerárquicas con estructuras más
complejas. Empezaba así un nuevo período de la prehistoria humana al que se ha dado el
nombre de Neolítico. El paso o proceso de transición de las llamadas sociedades cazadoras-
recolectoras a las agrícolas y ganaderas, ha constituido un tema de gran interés en la
investigación, debido a los profundos cambios que tuvieron lugar en esa época.

Entre esas modificaciones, probablemente tuvo lugar un progresivo aumento de las


tensiones con agresividad. Diversos estudios, como los realizados por los prehistoriadores
Antonio Romero, profesor de Universidad del País Vasco, y J. Carlos Díez de la
Universidad de Burgos, consideran que la gran explosión del comportamiento violento tal
como lo conocemos hoy, tuvo lugar en torno a 10.000 años antes del presente. Un
fenómeno asociado al profundo cambio en el sistema productor de alimentos y a los
formatos nuevos de organización social y ejercicio de poderes.

Las hipótesis barajadas para intentar explicar el origen y las circunstancias que llevaron a
nuevas pautas de producción han sido muy diversas. La mayoría de los expertos, entre ellos
la autorizada prehistoriadora francesa Marylene Patou-Mathis, admite que probablemente el
ascenso de la demografía y la concentración de poblaciones pudieron haber constituido un
caldo de cultivo propicio para la proliferación de enfrentamientos de todo tipo.

En un clima donde la violencia empezaba a brotar con chispazos cada vez más frecuentes,
el patriarcado, esto es, el dominio, explotación y sometimiento de las mujeres por parte de
los hombres, representaría una forma más de agresividad que habría germinado en el nuevo
estilo de convivencia que el sedentarismo trajo consigo. En la actualidad, sin embargo, no
existe una respuesta clara sobre el posible origen del sistema patriarcal, pero sí existe
consenso al considerar que los intentos por esclarecerlo constituyen una búsqueda
apasionante, como se intentará reflejar a continuación.

¿Qué sendas condujeron al patriarcado?


Un argumento muy popular para justificar los inicios del machismo existente en la inmensa
mayoría de las sociedades humanas, se ha basado en que los hombres lograron dominar a
las mujeres por la fuerza física, obligándolas a que asumiesen roles secundarios bajo la
amenaza de violencia. Sin embargo, al analizar este razonamiento con rigor, es posible
constatar que si bien es cierto que la mayoría de los hombres son corporalmente más
fuertes que la mayoría de las mujeres, esta relación no se cumple siempre. Aunque parezca
difícil de admitir, algunas mujeres son más fuertes que algunos hombres.

Además, como razonan no pocos autores, si a lo largo de la historia las sociedades humanas
hubiesen estado dirigidas por la ley del más bruto, los que dominasen cualquier
colectividad deberían ser los hombres y las mujeres más fortachones. Sin embargo, desde la
antigüedad, la mayoría de las personas que lideran tribus, ciudades o países no suelen ser
los físicamente más fuertes, sino los que poseen determinadas habilidades sociales para
imponer criterios en las relaciones o para fijar reglas a la hora de forjar alianzas, conexiones
y redes de influencia.

En la actualidad, disponemos de multitud de evidencias que acreditan que las mujeres no


están menos dotadas mentalmente que los hombres, ni carecen de capacidad para desplegar
habilidades sociales y estratégicas en cualquier faceta. Un aspecto que no debemos
confundir con el de condicionantes y oportunidades para verificar dichas potencialidades.

Gerda Lerner (Wikipedia).

Llegados a este punto, nos parece de gran interés traer a la palestra a la experta Gerda
Lerner (1920-2013), destacada fundadora de un enfoque histórico crítico con el modelo
tradicional denominado Historia de las mujeres. Se trata de un área de investigación
multidisciplinar vinculada al feminismo académico, la cual recupera el papel de las mujeres
históricamente oculto, debido a los mecanismos desarrollados por el patriarcado.

Una de las aportaciones más valiosas de Gerda Lerner fue contribuir a que los estudios
sobre mujeres se convirtiesen en una materia legítima de trabajo para los historiadores.
Asimismo, esta notable investigadora potenció el uso del término sexo como una distinción
biológica entre machos y hembras, a diferencia de género, que es una expresión
culturalmente creada, y que asigna a las personas un papel en función de su sexo.

La tesis doctoral de Gerda Lerner, publicada en 1986 bajo el título La creación del
patriarcado (The Creation of Patriarchy), ha sido considerada su obra más importante. La
autora analiza los orígenes de la dominación patriarcal desde la prehistoria, aportando
evidencias históricas, arqueológicas, literarias y artísticas. Tales hechos sostienen que el
patriarcado es una creación cultural y no un comportamiento universal propio de toda la
humanidad, como tantas y tantas veces se ha pretendido imponer.

Según Lerner, el dominio y explotación de las mujeres por los hombres surgió en una época
específica como resultado de la compleja interacción de factores demográficos, ecológicos,
culturales e históricos, desarrollados a medida que la gente se fue adaptando a las nuevas
circunstancias. A comienzos del Neolítico, los factores que impulsaron el cambio fueron
catalizados desde el proceso que media entre la etapa nómada y la sedentaria.

Cuando los hombres de los pueblos tribales aprendieron a domesticar los animales,
razonaba Gerda Lerner, probablemente confirmaron el papel de los machos y las hembras
en la producción de descendencia, y por tanto comprendieron, al menos parcialmente, cuál
era su rol en la reproducción.

Según han señalado numerosos estudiosos,


durante el Paleolítico la paternidad apenas era conocida; las relaciones sexuales no estaban
controladas por la comunidad, eran más o menos libres y, aunque existiesen implicaciones
emocionales, seguramente no serían duraderas en el tiempo. El único parentesco conocido
era la maternidad. Las mujeres copulaban con varios hombres y no se conocía la relación
entre coito y embarazo. Incluso muchas tribus actuales todavía creen que las relaciones
sexuales tienen como fin preparar a las mujeres para que el espíritu del hijo/a entre en sus
cuerpos.

Gerda Lerner también apuntaba en su trabajo que los hombres ganaderos fueron los
primeros en tener noción de la propiedad privada; en este caso, la posesión de sus propios
rebaños. Antes, durante el Paleolítico, la gente habría compartido alimentos, herramientas y
tierras. Una vez adquirida la noción de propiedad privada, los hombres desearían pasar su
ganado o cultivos a sus propios hijos, y por ende, exigieron fidelidad sexual a sus mujeres.
Así, recuerda Lerner, comenzó lo que Friedrick Engels denominara en el siglo XIX «la
derrota histórica del sexo femenino».

Abramos aquí un breve paréntesis para señalar que, sobre la paternidad, numerosos
estudiosos consideran más acertado suponer que ningún grupo humano, por más arcaico
que fuera, pudo haber desconocido el vínculo entre las relaciones sexuales y la gestación.
Lo que sí tiene un origen mucho más reciente es el hecho de que cada criatura tenga un
único padre.

Volviendo a Gerda Lerner, valga apuntar que aunque su investigación ha sido muy extensa,
aquí nos limitaremos a señalar la mención de esta autora al importante fenómeno que el
eminente antropólogo Claude Levi-Strauss (1902-2009) denominó el «intercambio de
mujeres». Se trata de un hecho que representaba una forma de comercio donde las mujeres
fueron consideradas una mercancía. Por ejemplo, las alianzas negociadas entre tribus
implicaban el intercambio de jóvenes que se veían obligadas a abandonar su lugar de origen
y entrar a formar parte de otro clan. Este tipo de comercio pondría de manifiesto que desde
muy pequeñas las niñas eran enseñadas a consentir y aceptar sumisamente las prácticas
patriarcales.
Alice Kessler-Harris.

La historiadora de la Universidad de Columbia, Alice Kessler-Harris, ha resaltado que


Gerda Lerner estableció la historia de las mujeres no sólo como un área de conocimientos
académicos, sino que logró difundirla entre el gran público, hasta tal punto que si hoy se
busca en las librerías pueden encontrarse decenas de libros sobre esta materia. En 2009, la
propia Lerner escribía en una colección de ensayos autobiográficos: «Deseo que la historia
de las mujeres sea legitimada, que sea parte de cualquier currículo en cualquier nivel de
estudio. Quisiera que la gente pudiera hacer un doctorado en esta materia y no tener que
decir que están haciendo cualquier otra cosa».

La trascendencia de las contribuciones de Gerda Lerner han tenido un gran calado. Un


componente importante de su razonamiento forma parte del controvertido debate acerca del
patriarcado presente hoy, tanto entre la comunidad de expertos como a nivel no
especializado.

Estado actual del patriarcado


«En cuanto los grupos se vuelven sedentarios, aumenta la demografía», afirmaba en el año
2015 la citada prehistoriadora francesa Marylene Patou-Mathis. Probablemente, continúa
esta experta, el crecimiento localizado de las poblaciones terminaría en crisis demográficas
cuyas secuelas serían la generación de diversos conflictos, tal como indican señales
detectadas en restos humanos con heridas mortales en esqueletos de hombres, mujeres y
niños.
Marylene Patou-Mathis.

La historia ha mostrado, argumenta Patou-Mathis, que el cultivo de plantas y la


domesticación de animales genera excedentes que permiten acumular alimentos y bienes
materiales, esto es, la llamada economía de producción. Como posible botín, los productos
alimenticios y los bienes almacenados pueden acabar suscitando codicia y provocar luchas
internas. Y, continúa la prehistoriadora, «el desarrollo de la agricultura y de la ganadería
también pudo originar la división social del trabajo y la consiguiente aparición de grupos
con sus intereses y rivalidades». La doctora Patou-Mahis apunta otro dato significativo:
«En las pinturas rupestres se ven retratados unos personajes de mayor tamaño que otros:
son las élites».

En relación a esas nuevas formas de convivencia surgidas en el Neolítico, durante largo


tiempo los expertos han considerado que este período representó una fase necesaria para
alcanzar estilos de vida de «progreso y civilización». La agricultura y la ganadería se
contemplaron como prácticas económicas decisivas que habrían conducido a una mayor
estabilidad económica y a una mejora de la calidad de vida en general.

No obstante, bajo la perspectiva actual, diversos autores apuntan que las supuestas ventajas
del Neolítico deben matizarse. Al parecer, como subrayaba la investigadora Trinidad
Escoriza en 2002, «la adopción de la agricultura no mejora necesariamente la calidad ni la
esperanza de vida». En lo referente a la organización social, cada vez en más ocasiones
aparecen evidencias que sugieren como las nuevas prácticas económicas, esto es, la
sedentarización en poblados estables, junto al inicio de los cultivos de plantas y la cría de
animales domésticos –lo que acarrea el almacenado de alimentos sobrantes– fueron
decisivas en la gestación y aparición de posteriores desigualdades sociales.
Aunque estas afirmaciones deben tomarse con mucha precaución, lo cierto es que un
cuantioso número de estudios recientes señala que la violencia generalizada surgió en el
Neolítico. En consecuencia, también aumenta el número de expertos que sostiene una
hipótesis concluyente: este período de sedentarización y aparición de sociedades
jerarquizadas, pudo propiciar el nacimiento del patriarcado.

Ahora bien, si el sistema patriarcal surgió en el Neolítico, esto significa que en tiempos
anteriores, o sea en el Paleolítico, tal sistema no existiría. Pero, una situación de
convivencia humana sin dominancia masculina ha sido, y para muchos lo sigue siendo,
muy difícil de admitir. Los debates originados en torno a este tema generan grandes
polémicas. Su espacio de encuentro es aún muy reducido.

Jay Ginn.

Al respecto, la doctora en sociología Jay Ginn escribía, en un artículo publicado en 2010


sobre las relaciones de género en las primeras sociedades humanas, que debido a la
influencia que las ideas de su tiempo ejercen sobre los científicos, éstos «han interpretado
los pueblos del mundo en términos del marco conceptual en que se han formado». Al
analizar las sociedades de tecnología simple, o cazadoras recolectoras, continua esta autora,
«los primeros antropólogos escribieron sobre familias monógamas estables dominadas por
el padre. Las mujeres, en caso de ser mencionadas, se describían como personas
dependientes, pasivas, servidoras de los hombres».

Además, afirma J. Ginn, estas nociones estaban tan arraigadas que si los resultados no
encajaban con el modelo, se etiquetaban de «anómalos», desechándose rápidamente pues
pocas dudas cabían. A la postre se colige que la autonomía femenina no es sino una
desviación, un comportamiento aberrante. El patriarcado se imponía sin dejar espacio a otra
alternativa.
A partir de la década de los años ochenta del siglo XX, sin embargo, comenzaron a sumarse
cada vez más observaciones procedentes de estudios realizados, tanto en los pueblos
cazadores recolectores como en primates no humanos. Los resultados eran inconsistentes
con el modelo patriarcal universal. Si bien mostraban que la gran mayoría de las sociedades
humanas son y fueron patriarcales, se sospechaba que tal comportamiento solo ha sido la
norma en aquellas civilizaciones complejas surgidas hace unos 10.000 o 12.000 años.

El peso de la observación contrastada sugiere hoy que el patriarcado estuvo precedido en la


evolución humana por clanes matrilineales (sólo la madre podía reconocer a su propia
progenie) con relaciones de género relativamente igualitarias (Jay Ginn, 2010). Se trataría
de sociedades donde las mujeres y los hombres tenían funciones y derechos separados,
socialmente establecidos pero igualmente respetados. En este punto, sin embargo, es
necesario aclarar que tal sistema de convivencia no implica un matriarcado, esto es, una
sociedad en que las mujeres dominaran y explotaran a los hombres.

En este sentido, el doctor en antropología Joan Manuel Cabezas López, se muestra rotundo
al afirmar que el matriarcado es un mito «si entendemos como matriarcado el reverso o
polo opuesto del patriarcado. Nunca ha existido una sociedad en la que las mujeres
oprimiesen a los hombres. Lo que sí que hubo, y todavía hay, son sociedades en las cuales
el género no constituye un elemento estratégico en la arquitectura social».

Un aspecto importante en el que los expertos, al menos en su gran mayoría, sí están de


acuerdo hace referencia a que el sistema patriarcal de ninguna manera se basa en hechos
biológicos. En una entrevista concedida en marzo 2015 al periodista Ricardo Querol del
diario El País, el citado antropólogo Cabezas López muestra con firmeza su oposición al
neogenetismo que atribuye el comportamiento social a imperativos de la especie. «No
considero plausible, ni tan siquiera como simple conjetura, que la biología o la genética
expliquen ninguna conducta humana». El antropólogo sostiene convencido que «la
agresividad no es de origen genético, sino cultural».
Elena Hernández Corrochano.

En la misma línea, la antropóloga profesora de la UNED, Elena Hernández Corrochano,


preguntada en marzo de 2015 por Ricardo Querol sobre las raíces del patriarcado, afirmaba
terminante: «Como sistema de subordinación que es, el patriarcado tiene que ver con la
organización social de la sexualidad y de la reproducción, y no con supuestos biológicos y
naturalistas que nos podrían llevar a entender que la subordinación de las mujeres es algo
inevitable».

Otros autores también recalcan que la explotación femenina no es un hecho «natural» ni


universal que necesariamente deba darse en todas las sociedades. De hecho, diversas
antropólogas feministas, apoyadas por colegas varones, han revisado datos recogidos en
múltiples informes constatando que en algunas sociedades de tecnología simple, la
diferencia sexual no lleva consigo situaciones de dominio ni de explotación. Todo lo
contrario, tanto los trabajos realizados por hombres como por las mujeres, son considerados
indispensables, e incluso se valoran como complementarios.

Lo cierto es que son cada vez más los estudiosos que paulatinamente han ido abandonando
la vieja y caduca idea de que la opresión y la marginación de las mujeres es un hecho
natural que ha existido desde los orígenes de la humanidad. Autoras como Sally Campbell
(2006) o Encarna Sanahuja (2002), y muchas más, sostienen como probable que durante el
95% de su historia, los representantes del género Homo vivieron en grupos colectivos en
los que disfrutaban de una relativa igualdad entre los sexos. La situación de sometimiento
de las mujeres sería, por tanto, un constructo social, un enfoque que es producto de la
organización de las sociedades resultantes del paso de la vida nómada a la sedentaria.

En coherencia, no podemos interpretar el comportamiento de nuestra especie Homo


sapiens, que surgió hace unos 200.000 años, basándonos en conductas seguidas en los
últimos 10.000 años, sólo porque de esa época sí se tienen datos fiables, mientras que de los
190.000 años restantes la información se vuelve más y más borrosa a medida que se adentra
en el pasado.

Un creciente colectivo de expertas, que también incluye expertos, sostiene con creciente
vigor la necesidad de un cambio de paradigma que pueda responder a la candente pregunta:
¿Por qué y cómo surgió el patriarcado a partir de relaciones de género supuestamente
igualitarias en sus orígenes? He aquí un elusivo desafío que, las y los especialistas, luchan
por atrapar y resolver. Confiamos en que esa alargada sombra no tarde excesivos años en
despejar la guarida de refugio que ha estado alimentando uno de los perversos prejuicios
más queridos por los legionarios defensores de la desigualdad de género.

Referencias
 Escoriza Mateu, Trinidad (2002). Mujeres, arqueología y violencia patriarcal. Actas
del Congreso Interdisciplinar sobre Violencia de Género. M.T. López Beltrán et al.
(eds), Violencia y Género, Diputación Provincial de Málaga, Málaga 2002, tomo I:
59-74
 Ginn, Jay (2010). Gender Relations in the Earliest Societies Patriarchal or not?.
Lecture at South Place Ethical Soiety. Conway Hall. 2010
 Lerner, Gerda (1990). La creación del patriarcado. Barcelona, 1990. Editorial
Crítica
 Patou-Mathis, Marylene (2015). El ser humano no ha hecho siempre la guerra.
Desmontar el mito de una prehistoria salvaje. Le Monde diplomatique, junio 2015.
 Querol, R. (2015). No pregunten a Darwin. Tres teorías sobre el origen del
machismo. Diario El País,  13 de marzo
 Romero, Antonio y  J. Carlos Díez (2015). Los ancestros de Caín. La violencia en
las sociedades del paleolítico. Arkeogazte no. 5, 51-70

Sobre la autora
Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del
Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación
científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.

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