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Killer

Killer, así le llamaban, era un chico de población, de los barrios más bajos de
Valparaíso, era el dueño de la periferia y el amo y señor de su destino.
Deambulaba por su barrio, lugar del cual se consideraba poseedor; con su
revólver de instrumento y su pipa de pasta para angustiarse hasta los bordes
del paroxismo. No tenía padres, no tenía familia, nadie sabía nada de él,
sobre su vida, su árbol genealógico se había perdido en la noche de tiempos
remotos.
Su actitud era la misma de noche y de día, algunos señalaban incluso que no
dormía, que era una especie de vampírica persona con muy poco de
humano.
Se sabía desde hace tiempo que había matado a dos personas, pero nadie se
atrevía a hablar de eso, por posibles represalias; sin embargo, también era un
secreto a voces que aquella fama, era tan real, que los adolescentes que
había matado rondaban pidiendo venganzas en aquella villa terrible por las
noches de invierno. Se mantenía en sus vicios robando, pidiendo en las calles,
asaltando botillerías y la policía lo arrestaba de vez en cuando, y lo dejaba ir,
como un caso perdido, a que se esfumara en la nada de su yo confundido. Un
día de diciembre en navidad, preso de un acceso de ira irrefrenable, tomó su
revólver cargado y decidió explorar en el plan de la ciudad, ya lejos de donde
vivía, desterritorializándose de manera brutal, con una insidiosa locura
dentro de él, fue a buscar su destino hiriente entre las multitudes animadas
de una fiesta costumbrista. Sus disparos parecían hechos de nada, pero como
un demonio rutilante vió como la montaña rusa del lugar podía ser para él
verdadero festín de crueldad. Las ráfagas de fuego ahuyentaron a la gente
que se lanzó al vacío con la rueda en movimiento en un espectáculo
escalofriante. La policía no estaba en el lugar, lo que hizo que el pánico se
incrementara como una granada en medio del polvo que se levantaba, con la
gente corriendo de un lugar a otro pidiendo auxilio. En la televisión
informaron de inmediato sobre los hechos, sin duda el pistolero había
logrado escapar una vez sembrado el pánico; los carabineros no pudieron
hacer nada, ni siquiera las cámaras de vigilancia sirvieron de algo. Cuando
todo se normalizo, el número de muertos ya llegaba a seis personas, entre
aquellos que se habían lanzado al vacío y los que habían caído aplastados en
el tumulto de la multitud.
El killer se había esfumado con rapidez, ya que otra dosis de droga lo había
hecho ser más rápido y más paranoico esta vez, escondiéndose en un sitio
que estaba deshabitado, y que el ya conocía con anterioridad; vio
nuevamente brillar en su mente el delirio brutal del anonimato. De pronto
todo se prendió de fuego; la policía lo había acorralado y le tendió una
barricada infernal, por lo que el killer ya no tenía demasiado que hacer; sólo
su pistola nuevamente cargada y su corazón palpitante lo incitaron a actuar.
Disparó como un energúmeno a todo aquel que se le atravesara, pero recibió
dos certeros balazos en las piernas que lo dejaron inmovilizado.
Fue trasladado a un hospital público y unos días después fue formalizado con
prisión preventiva durante seis meses mientras se desarrollaba la
investigación de los hechos. Cuando fue trasladado a la cárcel el killer llevaba
unas sendas muletas, que le hacían caminar con dificultad, y era muy
probable que no volviese a caminar con normalidad por el resto de su vida, o
por lo menos eso decía el diagnóstico hecho por los médicos. Transcurridos
los seis meses salió la sentencia y killer fue condenado a cuarenta años de
cárcel sin beneficios, por lo que probablemente saldría de prisión sólo
pasados los sesenta años. Denotaba una cojera ostensible, irrecuperable, a
pesar de que ya no usaba muletas para desplazarse. Fue llevado a la cárcel de
Rancagua para cumplir su pena, en la celda de cuatro por cuatro que
comenzó a habitar compartió durante meses con un presidiario apodado el
gato y del que aprendió innumerables mañas para poder sobrevivir a la vida
carcelaria.
Cinco años pasaron, cinco años que se fueron tan rápido como una brisa de
verano, Killer dedicado al tráfico de pasta al interior de la cárcel se había
acomodado bien, había podido sobrevivir. Hasta que vino el día de la mortal
tragedia. Unos presos del nivel once de la cárcel provocaron un incendio que
se propagó a prácticamente todos los pabellones del recinto; hubo 48
muertos pero killer con la astucia que suelen tener los adictos logró
sobrevivir e incluso fugarse con una decena de presidiarios más que
aprovecharon ese momento de gloria. La ocasión hace al maestro dice un
refrán muy antiguo, y este fue el grito de guerra que le permitió a killer
escabullirse dentro del caos que ese momento ameritaba. Si bien su
movilidad era reducida sus deseos de libertad eran superiores a cualquier
impedimento, y des pués de robar un vehículo que tenía a la mano, escapó a
un pueblo al interior de la región en donde pudo esconderse por meses sin
ser encontrado.
Killer no tenía amigos pero era astuto; cuando todo peligro había pasado se
ofreció a un capataz de esos que no piden papeles, para ser parte de los
recolectores de cosecha en la temporada de papas, con este trabajo más lo
que había logrado recaudar en la cárcel con la venta de drogas emprendió
rumbo al paso cordillerano, y con la ayuda de unos arrieros que le cobraron
buen precio, sostuvo una travesía que lo llevaría con éxito al otro lado de la
cordillera en donde encontró la paz por unos meses en una localidad cercana
a la provincia de Mendoza.
Estuvo cavilando su futuro pero tampoco pensó demasiado; sabía que en el
puerto de Rosario estaban los carteles de la droga más importantes de
Sudamérica, y pensó que no sería difícil para él infiltrarse en ese mundo.
Una vez en Rosario, ingreso como ayudante de estibador al puerto, no tenía
demasiada movilidad así que su rutina consistía más que nada en servir a los
demás con pequeños favores que le hicieron conocer un mundo un poco más
acogedor que el que había vivido hasta ahora.
Pronto volvió a sus andadas, consiguió un arma y comenzó a trabajar en el
microtráfico, su aspecto daba cierto temor, pero su invalides le hacía pasar
como un desdichado más en esta vida.
Un día cualquiera fue apresado por la policía argentina, que rápidamente se
dio cuenta que tenía una orden de extradición hacia Chile. Estuvo en prisión
durante largos meses, alegando a través de su abogado una posible
exculpación de aquella orden apelando a los derechos humanos y a una
cierta posibilidad de demencia, sin embargo esta situación no prosperó y fue
enviado de vuelta a Chile en donde sería recluido en la cárcel de alta
seguridad de Valparaíso.
Allí pasó largos veinte años, hasta que un indulto presidencial le permitió
salir en libertad justo el día que cumplió cincuenta años.
Al poco tiempo consiguió un trabajo como bombero en una bencinera de
Viña del Mar, allí conoció a Lili con la que se casó a los pocos meses. Su
destino después de eso no varió demasiado; si bien a veces él la golpeaba,
ella soportaba el calvario con tal de que no la abandonara; pronto tuvieron
un hijo que llamaron Bruno, se fueron a vivir al sector sur de Santiago en
donde el killer comenzó nuevamente a traficar para mantener a su familia.
Entraba y salía de la cárcel sin cesar, pero eso no parecía importarle a la
justicia chilena.Antes de cumplir los sesenta y cinco años Lili y su hijo lo
abandonaron. El killer, que tampoco sentía demasiado afecto por nada ni por
nadie decidió poner fin a su vida en la casa que habitaba en el sector de la
Pintana. Colgado de una soga lo encontraron, en un día lluvioso, nunca se
supo nada más de Lili ni deBruno, ningún familiar de su árbol genealógico
anterior vino a buscarlo, ni estuvo el día de su funeral. Fue enterrado en una
fosa común u sepultado en el cementerio tres de Playa Ancha, muy cercano a
la tumba de Emile Dubois.

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