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MANUEL DELGADO VILLEGAS,

“EL ARROPIERO”
El asesino en serie record español

Un artículo de
Jose Ángel Conde (Josef A.)
Agradezco al periodista y escritor español Juan Rada su inestimable ayuda en la
documentación de este artículo

“Soy un hombre muy tranquilo, no me meto con nadie…”


Así se definía Manuel Delgado Villegas en el año 1992 durante la única entrevista
que concedió en su vida, relajado y fumando un cigarrillo detrás de otro delante de las
cámaras de TVE (televisión pública española) en el hospital psiquiátrico penitenciario
de Fontcalent, en Alicante. El asesino apodado como “el Arropiero” ostenta hasta la
fecha el triste record de ser el mayor asesino en serie de la historia criminal española, al
haberse atribuido 48 crímenes cometidos durante 7 años, de los cuales la policía
investigó 22, pudiendo probar su participación tan sólo en 7 de los mismos.
Su espantoso currículum saldría a la luz pública tras la desaparición de dos personas
entre diciembre de 1970 y enero de 1971 en el Puerto de Santa María (Cádiz): Francisco
Marín Ramírez, un introvertido joven cordobés de 24 años, y Antonia Rodríguez
Relinque, la “Toñi”, una deficiente mental de 38 años. El cadáver de Francisco apareció
flotando en las aguas del río Guadalete el 12 de diciembre y se determinó su muerte por
estrangulamiento. El 17 de enero se denuncia la desaparición de Antonia. En medio de
una gran conmoción popular por estos sucesos la policía se fija en Manuel Delgado
Villegas, que era nuevo en la ciudad y llevaba un tiempo saliendo con ella, hasta el
punto de que los vecinos especulaban con que podían ser novios. La Brigada de
Investigación Criminal (BIC) le detiene y le somete a un duro interrogatorio que levanta
enseguida las sospechas de los policías debido a su comportamiento y confesiones
contradictorias. Manuel finge un ataque epiléptico y presenta media entrada de cine
como débil coartada. Tras un par de días y ante el asombro y la incredulidad de los
agentes acaba confesando con chulería y frialdad no sólo la autoría de los dos crímenes,
sino que se atribuye el asesinato de casi medio centenar de personas al cabo de siete
años. Al principio sus interrogadores pensaron que fantaseaba pero la cantidad de datos

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y pruebas que aportó les llevó a darse cuenta de que estaban delante de un auténtico
asesino en serie. La larga investigación posterior probaría como verosímiles 22 de esos
homicidios. Pronto se extendió su siniestra fama. El Diario de Cádiz, un periódico local,
le empezó a llamar “el Estrangulador del Puerto” pero, ante las quejas del alcalde por la
mala fama que ese nombre pudiera reportar a la ciudad, se le acabó bautizando como “el
Arropiero”. Su apodo definitivo se tomó de la profesión de su padre, al que ayudaba en
la venta de “arropía” o “arrope”, un dulce o caramelo artesanal de higo. Un dulce
nombre para un personaje con tan amarga trayectoria.
“El Arropiero” tuvo una biografía de lo más ajetreada. Nace supuestamente el 25 de
enero de 1943, en plena miseria de la posguerra, en el seno de una familia muy humilde
de Sevilla. Su madre Josefa, de 24 años, muere durante el parto y su violento padre,
dedicado al negocio de las golosinas mientras educaba a sus hijos a golpes, manda a su
progenie a vivir con su abuela materna a un barrio de emigrantes andaluces en Mataró
(Cataluña) porque no tenía dinero para mantenerla. Su infancia fue penosa: además de la
agresividad paterna y la pobreza que le rodeaba, se sentía marginado por su dislexia y
tartamudez, que le impedían aprender a leer y escribir y le daban apariencia de
deficiente mental.
A los 18 años, en 1961, ingresa en el Tercio Sahariano de la Legión, donde aprende
el uso de las armas y a luchar, lo que le permitirá desarrollar su famoso golpe mortal, el
“tragantón”, que consistía en impactar el cuello de la víctima con el canto de la mano,
rompiendo la laringe y provocando así una rápida muerte por asfixia. En el ejército
también se introduce en el consumo de drogas y cannabis y acaba siendo expulsado por
no seguir la disciplina militar. De nuevo en la vida civil llevará una doble vida entre
Mataró, donde vivía con su familia, y Barcelona, ciudad en la que realiza trabajos de
todo tipo para sobrevivir (albañil, chatarrero, pastelero o incluso vendiendo su propia
sangre en más de 1.000 ocasiones) y a la vez ejerce de macarra, chapero y proxeneta,
siendo muy conocido en el barrio chino tanto por estar bien dotado como por su
anaspermatismo o ausencia de eyaculación, que le permitían realizar varios coitos y
mantener una erección durante horas. Fue detenido en varias ocasiones por la ley
conocida popularmente como la “Gandula”, la Ley de Vagos y Maleantes, más tarde
denominada de Peligrosidad Social, que no sancionaba delitos pero permitía la
detención preventiva de los sujetos en campos de internamiento denominados
Reformatorios de Vagos y Maleantes, con lo que servía al estado franquista como
herramienta de represión para las personas sin recursos. Sin embargo Manuel nunca

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ingresó en prisión porque fingía ataques epilépticos y los especialistas lo sentenciaban a
ingresar en centros psiquiátricos de los que salía pronto.
A partir de este punto es cuando comienza su carrera asesina, pero se hace difícil
reconstruir este período de forma concreta porque vivirá en la clandestinidad y para
poder elaborar un relato coherente hay que acudir a sus confesiones, las de un asesino
que se acusó de tantos crímenes que habría superado con creces en número el historial
de los mayores serial killers del mundo. Atendiendo a esto, “el Arropiero” habría
comenzado asfixiando a una extranjera en San Feliú de Guixols, matando a navajazos a
otra en Alicante, estrangulando con un cable a un homosexual en Barcelona, metiendo
en una cuba el cadáver de una mujer en Valencia y asesinando a un hombre en Madrid.
Tras ello comenzaría su periplo por el extranjero, sobre todo en Francia, donde entraba
de forma clandestina, llegando incluso a intentar alistarse en la Legión Extranjera. En el
país galo fue detenido varias veces pero siempre se le devolvía a España por falta de
pruebas, como la semana que pasó detenido en Narbona, acusado de asesinato. En 1962
estuvo en Marsella, centro del hampa de la época, donde realiza asesinatos para la mafia
a lo largo y ancho del país. En París conocería a una joven miembro de una banda de
atracadores, a los que ametralló porque no le admitieron en el grupo, y también mataría
a una muchacha por delatarle. En Roma mantuvo relaciones con su obesa casera y,
cuando esta descubrió que le era infiel con su sobrina, mató a las dos. Proseguiría con
sus acciones en Montecarlo, donde machacó con una piedra la cabeza de una mujer rica
que le acogió en su lujosa mansión, para después robarle el dinero y las joyas. Lo
mismo ocurriría con un hombre que le propuso mantener en su casa relaciones sexuales,
acabando estrangulado con un cable. Todos ellos serían crímenes cometidos con total
impunidad debido a la capacidad de movilidad de “el Arropiero”, la ausencia de móvil
aparente y la falta de un nexo conocido con las víctimas.
Su primer crimen oficial fue cometido sobre un completo desconocido en la playa de
Llorac el 21 de enero de 1964, en la localidad barcelonesa de Garraf. La víctima, Adolfo
Folch Muntaner, un jefe de cocina, dormía en el espigón de la playa para descansar de
su trabajo cuando Manuel se le acercó, cogió una piedra y le destrozó la cabeza con ella.
Después le sustrajo la documentación y un viejo reloj.
En otra ocasión pasó a la Ibiza de los hippies como polizón, moviéndose por los
ambientes portuarios. Aquí cometería su segundo crimen probado, el asesinato de
Margaret Helene Boudrie, una estudiante francesa de 21 años cuyo cadáver fue
descubierto el 20 de junio de 1967 en una masía en Can Planas. Margaret había

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conocido al estadounidense Jules Norton en una discoteca la noche de su muerte y este
la llevó a la abandonada casa. Allí la pareja consumiría LSD y diversas drogas mientras
Manuel les observa escondido. Al negarse Margaret a mantener relaciones sexuales
Norton abandona la casa malhumorado, dejando a la joven desnuda y drogada en la
cama, momento que aprovecha Manuel para entrar, golpearla, violarla y apuñarla en la
espalda, para después practicar la necrofilia con su cuerpo muerto. Norton vuelve a la
casa porque había olvidado las gafas y la cartera y huye al descubrir el cadáver, pero es
visto por los vecinos. Esto provocó el encarcelamiento del joven, ya que en su primera
confesión a la policía negó haber estado en la casa. Norton pasó más de un año en
prisión, siendo liberado por falta de pruebas, con lo que el caso quedó sin resolver hasta
la detención definitiva de “el Arropiero” en 1971, un crimen que el asesino recordaba
con especial excitación durante sus confesiones.
Durante un fugaz viaje a Madrid, el 20 de julio de 1968, liquida en Chinchón al
agricultor Venancio Hernández Carrasco (tercer asesinato demostrado) con su golpe de
legionario. Manuel se acercó a él para pedirle comida y Venancio le respondió que se
buscara un trabajo, por lo que le mató con el “tragantón” y le arrojó al río Tajuña, un
crimen que se tomó por un accidente hasta la confesión de Villegas.
Su cuarto crimen oficial causó especial conmoción en la época, el asesinato del
industrial Ramón Estrada Saldrich, personaje muy conocido de la burguesía catalana,
dueño de los emporios mobiliarios de Muebles Nomar y parte de Muebles La Fábrica.
Su cadáver fue encontrado el 5 de abril de 1969 en su local de la calle Diagonal de
Barcelona. Estrada Saldrich era cliente habitual de Manuel y, tras mantener relaciones
sexuales, éste último le pidió una cantidad de dinero que el primero se negó a darle. “El
Arropiero” volvió a utilizar su famoso golpe para después estrangularle. En la autopsia
se encontró el ADN de Manuel en un vendaje introducido dentro del ano de Saldrich
pero, debido al prestigio de la familia, se decidió no airear el asunto.
El 23 de noviembre de 1969 cometería uno de sus crímenes más aberrantes, el quinto
reconocido. Manuel abordó a una mujer de 68 años, Anastasia Borrella Moreno, y le
propuso mantener relaciones sexuales. Ante la indignación de la señora la mató a
ladrillazos y arrojó su cuerpo por una zanja de diez metros de altura. Después la arrastró
hasta el interior de un túnel y la violó mientras la estrangulaba. Escondió el cuerpo bajo
un plástico y volvió a practicar la necrofilia con el cadáver por lo menos tres noches
seguidas, hasta que unos niños que jugaban en el túnel lo encontraron cuatro días
después del execrable asesinato.

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Su ruta de sangre culminaría en El Puerto de Santa María (Cádiz), cuando abandonó
sus correrías y se dedicó a ayudar a su padre con la venta de dulces. Aquí cometería sus
dos últimos crímenes probados antes de su definitiva detención. El sexto tuvo lugar el 3
de diciembre de 1970 y la víctima fue Francisco Marín Ramírez, un joven estudiante
homosexual, miope e introvertido, con el que Manuel había entablado amistad. Tras un
paseo en moto le asestó su golpe mortal porque, según él, había intentado acariciarle.
Francisco se recuperó un poco pero, al reanudar sus insinuaciones, Manuel le estranguló
y le arrojó finalmente al río, buscando aparentar de nuevo una muerte accidental. El
joven vivía en la misma calle de la que sería su siguiente víctima, Antonia Rodríguez
Relinque, “la Toñi”, una bella pero oligofrénica mujer que era conocida por su
promiscuidad sexual, manteniendo relaciones sobre todo con los camioneros que
estaban de paso por la zona. Antonia y Manuel pronto empezaron a juntarse, llegando él
a considerarla su novia. Sus tortuosas relaciones sexuales estaban llenas de violencia, ya
que, al parecer, “la Toñi” disfrutaba cuando la pegaban. Un día la cosa se les fue de las
manos. Estaban en un descampado y Antonia le pidió a Manuel que le practicara el sexo
oral, cosa que le asqueaba. Ella le insultó y le dijo que no era un hombre y él comenzó a
pegarla. La discusión se acaloró y Manuel terminó estrangulándola con sus leotardos.
Las siguientes noches volvió a frecuentar su cadáver. Como confesó a la policía, “Volví
a estar con Toñi el lunes, el martes y el miércoles y hubiera vuelto hoy si no me cogéis”.
Tras su detención y posterior confesión, el 24 de febrero de 1971 es trasladado a la
Dirección General de Seguridad de Madrid, comenzando así su odisea de cárceles,
psiquiatras y burocracia. Manuel Delgado Villegas tuvo el record de arresto preventivo
sin abogado defensor, 6 años y medio, ya que se le diagnosticó una enfermedad mental
y en esa época los detenidos en su estado no eran juzgados, sino que se les internaba
directamente en un centro especializado. De esta forma evitó una más que posible
condena a muerte en el garrote vil. Su caso, el del asesino más prolífico de la historia
criminal española, que había estremecido a la sociedad de la época y desbordado a las
autoridades, sufrió muchos de estos errores, como si fuera un asunto incómodo del que
nadie se quisiera ocupar. Faltaron acusaciones particulares, hubo pocos testigos, pasó
tres años en prisión olvidado y su expediente se perdió en 1973. Finalmente, en 1977, el
fiscal Alejandro del Toro encuentra su sumario en Barcelona y promueve un nuevo
juicio. La especial situación jurídica de “el Arropiero”, encerrado sin juicio, era un
escándalo que podía remover los cimientos de la nueva democracia, así que se llegó a
un acuerdo tácito entre jueces, policías y psiquiatras, que al principio no sabían cómo

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encontrar una solución. Al final la Audiencia Nacional emitió en 1978 un auto de
sobreseimiento libre que archivó el caso y decretó el 20 de junio su internamiento
perpetuo en un centro médico especializado.
Su historial exterminador se concretó finalmente en 7 muertes probadas, 14
investigadas y 26 confesadas. La mayoría quedaron sin demostrar, en parte por la
complejidad que suponía la necesidad de la colaboración de policías internacionales
para poder aclarar muchas de ellas y por los limitados medios científicos de la época.
Además de los records judiciales y criminales, “el Arropiero” cuenta con varios logros
más que añadir a su macabro palmarés. Debido a las características de sus confesiones,
fue un preso pionero en viajar en avión para realizar viajes de reconstrucción por todo el
país junto a la policía para detallar los escenarios y circunstancias de sus crímenes. Así
acompañó en 1971 al equipo dirigido por Salvador Ortega Mallén, “el Patillas”,
inspector de la Brigada de Investigación Criminal, y Conrado Gallego, juez de Cádiz,
que se asombraron por la precisión con que Manuel recordaba todos los detalles.
Durante todo el viaje reinó en el grupo un ambiente de sorprendente y espontánea
camaradería, en el que Manuel se permitía incluso bromear con los agentes. En una
ocasión uno de ellos le comentó que en la radio habían hablado sobre un mexicano que
había matado más gente que él. Manuel se quedó pensativo, se dirigió al inspector jefe y
le susurró: “Jefe, déjeme libre 24 horas, por favor, para que ese tío no me gane”.
También fue el primer delincuente en España catalogado como portador del
cromosoma XYY, una trisomía sexual por la que el sujeto está dotado con un
cromosoma Y adicional, llegando así a tener un total de 47, uno más que las personas
normales. Esta anomalía, compartida por criminales como “el Estrangulador de
Boston”, era conocida por la medicina de la época como el “cromosoma Lombroso” o
“cromosoma criminal”, siguiendo las teorías del criminólogo italiano Cesare Lombroso,
el cual consideraba que los impulsos asesinos eran algo innato. Los estudios actuales
han rebatido sus conclusiones, aceptando que tal trastorno puede llevar al desarrollo de
una mayor agresividad que no tiene por qué concretarse en impulsos homicidas. Su caso
llamó la atención de numerosos psiquiatras y especialistas, que le visitan y analizan con
frecuencia en su lugar de internamiento.
“El vagabundo de la muerte”, otro de sus sobrenombres, pasaría más de 20 años en
diferentes instituciones psiquiátricas y penitenciarias. Desde 1978 hasta el
desmantelamiento del centro estuvo internado en el hospital psiquiátrico de Carabanchel
(Madrid), por aquel entonces el único centro para enfermos mentales acusados de

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homicidio, donde vive completamente aislado y sigue siendo difícil de controlar. Aquí
intentará estrangular a un joven alemán, condenado por el crimen ritual de Tenerife, y
violar a una asistenta social. Durante su larga reclusión será sometido a todo tipo de
terapias y tratamientos, como los electroshocks, las camisas de fuerza, las cadenas y las
pastillas, que le irán degradando física y mentalmente hasta provocarle un
envejecimiento prematuro agravado por el consumo compulsivo de tabaco. Así su
aspecto físico cambiará hasta parecerse al de un anciano, con el cabello encanecido y
una barba que le valió el apodo de “Robinsón Crusoe”. En Carabanchel trabó también
amistad con José Antonio Rodríguez Vega, “el Asesino de Ancianas”, con el que
presumía de sus logros criminales.
En 1988 se le traslada a Fontcalent (Alicante) donde su único contacto con el
exterior serán las visitas de su hermana Joaquina dos veces al año. Con la reforma del
código penal español, la Audiencia Nacional declara la sentencia de 1978 incompatible
con el sistema de garantías de derechos fundamentales de la constitución, tras un
complejo procedimiento burocrático iniciado por el abogado Rodríguez Menéndez. Los
médicos forenses y psiquiatras le declaran no apto para ser juzgado debido a tener
perturbadas sus facultades mentales. Según la jurisdicción española a un enfermo
mental no se le podía imponer una pena, sino una medida de seguridad, como un
internamiento, indeterminada en el tiempo en función de la evolución de su enfermedad,
lo que determinan los médicos pero debe ser ratificado por un juez. De esta forma se le
aplica el régimen abierto y queda prácticamente liberado en 1998, cuando se le traslada
a un sanatorio mental en Santa Coloma de Gramanet, un centro sin barrotes y del que
podía salir, por lo que vagabundeará entre Barcelona y Mataró, donde residía su
hermana, hasta que dos meses después muere de un fallo cardiaco por insuficiencia
respiratoria, producto de una enfermedad pulmonar, a los 55 años, el 2 de febrero de
1998 en el hospital de Can Ruti, en Badalona. “El Arropiero” dejaba esta vida
inadvertido, todavía con muchos asesinatos sin esclarecer, por algunos de los cuales
había gente en prisión, y con la duda de si en ese breve período de libertad había vuelto
a asesinar o no.
Manuel Delgado Villegas era un asesino puro. Puede que sus primeros asesinatos
fueran fruto de la necesidad, para conseguir dinero, comida o alojamiento, pero pronto
empezó a matar por simple vanidad, para aumentar su número de víctimas. «”El
arropiero” fue un asesino que reunió una cantidad de peculiaridades increíble. Fue
una persona que mataba por impulsos sexuales, por robar, porque alguien le había

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mirado mal... Tenía unas pulsiones violentas dominadas por diferentes aspectos. Todas
estas características le convertían en un criminal muy especial porque la mayoría de
asesinos siempre suelen matar en base a un mismo patrón o motivo. Además, tenía la
capacidad de asesinar con unos grados de violencia impresionantes, o hacerlo de
forma sumamente sutil», explicaba Juan Ignacio Blanco, antiguo director del semanario
de sucesos “El Caso”. Un ejecutor nada sistemático que actuaba muchas veces de forma
impulsiva y aleatoria, lo que hacía muy difícil seguirle la pista. Su personalidad era la
de un auténtico psicópata: narcisista, egocéntrico y megalómano, con una tendencia a
fabular y mentir que hacía que sus declaraciones fueran muchas veces contradictorias.
De complexión corpulenta y atlética, sus ojos eran de un azul frío y su aspecto
camaleónico: sus fotos más célebres le muestran con un bigote al estilo Cantinflas pero
acabaría sus días con una barba que le confería aspecto de vagabundo. Su actitud solía
ser cerrada y distante, aunque los que le conocieron, incluidos los agentes que le
custodiaron en el viaje de reconstrucción, le consideraban una persona muy divertida.
Manuel poseía una larga lista de patologías: trastorno antisocial de la personalidad,
epilepsia, esquizofrenia paranoide, alcoholismo, toxicomanía, delirio megalomaníaco,
desorientación tempo-espacial, fuerte tendencia al autismo y a aislarse del mundo
exterior… Por no hablar de sus parafilias, siendo la más recurrente la de su inclinación
por la necrofilia. No mostraba el menor arrepentimiento por sus crímenes y los describía
sin expresar la menor emoción, incluso jactándose de ellos. Su primer abogado defensor
de oficio, Juan Antonio Roqueta Quadras-Bordes, dijo que “si saliera en libertad no
tardarían en aparecer, a las pocas horas, cuatro o cinco cadáveres", y añadía que podía
pasar de la calma más absoluta a matar si se le negaba un cigarrillo. En la entrevista que
concedió a la televisión en Fontcalent, “el Arropiero” concluía con estas palabras:
“Todo lo que estamos viviendo es un sueño, un sueño sobre una pesadilla. Y cuando ese
sueño se acabe seremos ceniza”.

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