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El gobierno sin Estado (Lempérière)

En un principio (s. XIII) el gobierno tenía una cultura jurídica y religiosa de origen medieval en la
que primaba la idea del soberano absoluto con una naturaleza divina; él actuaba como un
legislador porque era el protector de la fe y de la iglesia, el responsable de la salvación mientras
ostentara la corona. Este principio se mantuvo en la monarquía hispánica hasta mitad del s. XVIII:
la majestad y la soberanía del rey no eran más que la imagen y el instrumento de una voluntad
superior, divina (Dios). Se conocía como la trinidad: Dios, el rey y el pueblo, por lo tanto, el rey era
el intermediario entre Dios y sus súbditos, y tenía el deber de protegerlos y evangelizar a infieles y
herejes.

En el plano político los atributos y fines del gobierno fueron mutando con el paso de los siglos,
pero incluso hasta el s. XVIII la palabra “público” en Nueva España estaba asociada solo al pueblo,
no al rey. Por lo tanto, se puede decir que no se trataba de una soberanía absoluta, era más bien
una república que les permitía a sus vasallos concebir su organización política y forma de gobierno.
Una república escolástica, aristotélica y cristiana: la universitas, el cuerpo político orientado hacia
la búsqueda del bien común, la comunidad perfecta, ordenada según el derecho y autosuficiente.
En este marco las ciudades tenían más autonomía en un primer momento porque eran necesarias
para marcar los límites del reino y proteger las tierras que ocupaban, pero a partir de la fundación
de las nuevas comunidades políticas ultramarinas, la monarquía española se hizo más “absoluta”
en América y no permitió el establecimiento de estados nobiliarios. Solo las ciudades más
importantes (México y Cuzco) podían enviar diputados a la Corte, pero sus procuradores no eran
convocados nunca, y las instituciones que se fueron creando en América sirvieron para fortalecer
el poder de la península. Esta “voluntad soberana” estaba atravesada por una moral de
reciprocidad y por una búsqueda permanente de compromisos en el ámbito político. El bien común
estaba estrechamente relacionado con la justicia, y la reciprocidad de la que se hablaba presidía a
las relaciones entre el rey y los vasallos, quienes intercambiaban favores a cambio de servicios y
mercedes a cambio de méritos. El rey no tenía los medios necesarios para gobernar contra el bien
común si así lo deseaba, y sus vasallos tampoco podían imaginarlo, por lo tanto, cada
levantamiento o rebelión estaba dirigido a los representantes del rey, no a su persona.

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