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HISTORIA DEL ADVIENTO.

El término Adviento tuvo primero un uso teológico, que


indicaba la venida del Señor al final de los tiempos (en griego Parusía, en latín
Adviento). Sólo en un segundo momento, adquirió un significado específicamente
litúrgico (las cuatro semanas previas a Navidad). Detengámonos brevemente en su
historia, para comprender mejor sus contenidos.
Los orígenes. Al principio, la Pascua era la única fiesta anual de los cristianos. Su
celebración estaba marcada por una fuerte dimensión escatológica, ya que se
esperaba el retorno glorioso del Señor durante una fiesta de Pascua, antes de que
pasase la generación de sus contemporáneos. La esperanza de la parusía se
acrecentaba en la liturgia. Por eso querían acelerarla con su oración, como
testimonia la plegaria aramea, de proveniencia apostólica, Maranatha.
A partir del s. IV se generalizó la celebración de la Navidad. San Agustín, hacia el
año 400 afirmaba que no es un misterio (sacramentum) en el mismo sentido que la
Pascua, sino un simple recuerdo (memoria) del nacimiento de Jesús, como las
memorias de los Santos. Por lo tanto, no necesitaría de un tiempo previo de
preparación o de uno posterior de profundización. Sin embargo, 50 años más tarde,
San León Magno afirmó que sí lo es. El único mysterium salutis se hace presente
cada vez que se celebra un aspecto del mismo, por lo que Navidad es ya el inicio de
nuestra redención, que culminará en Pascua. Estas consideraciones posibilitaron
su enorme desarrollo teológico y litúrgico, hasta formarse un nuevo
ciclo celebrativo, distinto del de Pascua, aunque dependiente de él. En Pascua se
celebra el misterio redentor de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. En
Navidad se celebra la encarnación del Hijo de Dios, realizada en vistas de su
Pascua, ya que «por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo
[…] y se hizo hombre», como dice el Credo.
LA CUARESMA DE INVIERNO. A medida que Navidad-Epifanía fue adquiriendo más
importancia, se fue configurando un periodo de preparación. Las noticias más
antiguas que se conservan, provienen de las Galias e Hispania. Parece que se
trataba de una preparación ascética a la Epifanía, en la que los catecúmenos
recibían el bautismo. Pronto se les unió toda la comunidad. La duración variaba en
cada lugar. Con el tiempo, se generalizó la práctica de cuarenta días. Como
comenzaba el día de san Martín de Tours (11 de noviembre), la llamaron Cuaresma
de San Martín o Cuaresma de invierno.
Cuando el Adviento fue asumido por la liturgia romana, en el s. VI, ya había
adquirido un paralelismo con la Cuaresma, tanto en su duración como en sus
contenidos. De hecho, los antiguos sacramentarios romanos contienen oraciones
para seis domingos (que se conservan en las liturgias Ambrosiana y Mozárabe).
También el Rótulo de Rávena recoge cuarenta oraciones. La fuerte dimensión
escatológica de la Cuaresma y de la Pascua impregnó también el Adviento,
llegando a ser su dimensión más significativa.
Junto a la tensión escatológica, el Adviento heredó de la Cuaresma el carácter
penitencial, entendido como purificación de las propias faltas, en orden a estar
preparados para el juicio final. Por eso, se practicaba un prolongado ayuno.
Igualmente, se generalizó el uso del color negro en los ornamentos sacerdotales
(más tarde, se pasó al morado), los diáconos no vestían dalmáticas, sino planetas y
se eliminaron los cantos del Gloria, el Te Deum y el Ite missa est, así como el
sonido de los instrumentos musicales. También se prohibió la celebración de las
bodas solemnes. Después del rezo del Oficio Divino, estaban prescritas algunas
oraciones de rodillas. En algunos lugares, para asemejarlo todavía más con la
Cuaresma, en los últimos días de Adviento se cubrían con velos las imágenes y
altares, igual que en el tiempo de Pasión. Durante siglos, el himno más usado en las
Misas y en el Oficio fue el Rorate coeli desuper, et nubes pluant iustum (Is 45,8),
con las estrofas penitenciales que piden perdón por los pecados.
Evocación de los tiempos anteriores a la encarnación. Parece ser que fue San
Gregorio Magno quien redujo la duración del Adviento en Roma. Durante mucho
tiempo convivieron las dos fórmulas, aunque a finales del s. XII se impuso
definitivamente el uso breve. Las cuatro semanas evocaban la espera mesiánica del
Antiguo Testamento, porque se interpretaban como el recuerdo de los cuatro mil
años pasados entre la expulsión de Adán del Paraíso y el nacimiento de Cristo,
según los cómputos de la época.
Para contrarrestar el espíritu penitencial, la liturgia reintrodujo el Aleluya los
domingos en las antífonas del Oficio. También se generalizó la representación del
árbol de Jesé en el arte. Durante el Adviento, se hacía uso de estas biblias de los
pobres para explicar al pueblo los pecados y las esperanzas de Israel. Los
predicadores subrayaron cada vez más el recuerdo de la historia previa al
nacimiento de Cristo, haciendo de la dimensión escatológica (tan importante, al
principio) algo secundario. Ésa ha sido la característica predominante durante
siglos, como podemos ver en los libros de liturgia con más de cincuenta años de
antigüedad.
La liturgia anual de la Iglesia fue evolucionando y transformándose. Con el tiempo,
sirvió para evocar toda la historia de la salvación. Adviento se consagró a los
acontecimientos del Antiguo Testamento, Navidad a los misterios de la infancia del
Señor, el tiempo después de Epifanía a su vida pública, Cuaresma a su pasión y
muerte, Pascua a su resurrección y el tiempo después de Pentecostés a la vida
de la Iglesia.
Como fruto de una larga y compleja evolución, el año litúrgico llegó a celebrar, al
mismo tiempo, las distintas etapas de la historia de la humanidad, desde sus
orígenes hasta su conclusión, y la biografía de Jesucristo. La encarnación y el
nacimiento se contemplaban como el momento central, ya que hacia Él caminaba
todo lo anterior y de Él ha recibido luz todo lo posterior. Las numerosas
celebraciones en honor de los Santos, las octavas de muchas fiestas y la
multiplicación de devociones populares para suplir unas liturgias cada vez menos
comprendidas por el pueblo, desdibujaron profundamente la unidad del año
litúrgico. De hecho, los diversos libros publicados con el título Año cristiano, desde
el siglo XVIII hasta bien entrado el siglo XX, eran meras recopilaciones de vidas de
Santos, donde las referencias a los tiempos litúrgicos casi desaparecían. La
Iglesia se encontraba con numerosas prácticas de piedad heredadas, a veces de
procedencias muy diversas y difíciles de compaginar entre sí, por lo que decidió
realizar una reforma general de su liturgia, conservando sólo las evoluciones
históricas que han enriquecido su espíritu sin distorsionarlo. Las intervenciones de
San Pío X (que ya constituyó una comisión para la reforma de la liturgia), Pío XII y
del Beato Juan XXIII y los numerosos estudios del movimiento litúrgico prepararon
el camino que desembocó en la Sacrosanctum Concilium, del Concilio Vaticano II.
REFLEXIÓN DE THOMAS MERTON. El mismo año que fue publicada la constitución
sobre la liturgia (1963), Merton escribió un artículo titulado: El Adviento, ¿esperanza
o desilusión?, en el que reflexionaba sobre el conflicto entre el ingenuo optimismo
del Adviento y las dificultades de la vida real. Tradicionalmente se ha dicho que en
Adviento celebramos el recuerdo del tiempo anterior a la venida de Cristo al mundo,
para poder valorar mejor lo que significa su llegada. Pero, si Él ya ha venido y se ha
quedado entre nosotros, la sociedad podría esperar que los cristianos lo hicieran
visible con sus obras. No podemos considerar impertinente si nos exigen que les
permitamos ver lo que decimos que poseemos. Si el Reino de Dios ya se ha hecho
presente, ¿dónde están la paz y el amor que deberían caracterizarlo?
La respuesta de Merton consiste en subrayar la condición kenótica de la venida del
Hijo de Dios al mundo. Cristo, que se despojó incluso de su condición divina para
asumir nuestra naturaleza (cf. Flp 2,6ss) continúa una existencia escondida y pobre
en nosotros. La fuerza de la Iglesia no se encuentra en una plenitud humana, que
podría dar lugar a la arrogancia, sino en la obra escondida de Dios en los corazones
humildes, que se sienten pobres. Es decir, que se saben aún necesitados de la
venida de Dios a sus vidas. El Adviento consiste en aceptar siempre la necesidad
de ser salvados, en un acoger la gracia que se nos ofrece, aunque no la
merezcamos.
REFLEXIÓN DE JOSEPH RATZINGER. Ratzinger, por su parte, tuvo al año siguiente
(1964) una conferencia que tituló: ¿Estamos salvados?, o Job habla con Dios, en la
que también reflexionó sobre la insuficiencia de la interpretación tradicional del
Adviento. Parte de la explicación tradicional de las cuatro velas de la corona de
Adviento como conmemoración de los cuatro mil años de tinieblas y de
condenación de la humanidad antes de Cristo, que finalmente trajo la luz y la
salvación del mundo. Y se pregunta: ¿Cómo compaginar la concepción del tiempo
posterior a Cristo como tiempo de salvación con el sufrimiento que millones de
personas siguen padeciendo?
No se podía seguir aceptando la división del tiempo en una etapa de perdición
(anterior a Cristo) y otra de salvación (en la que ahora vivimos). Además, si
meditamos en el sufrimiento que los cristianos hemos causado a otras personas a
lo largo de los siglos, tampoco podemos aceptar una división entre los pueblos que
ya viven la salvación y los que aún no la han alcanzado. No se puede dividir el
tiempo y el espacio entre buenos y malos. Más bien, el pecado y la gracia están
mezclados en toda experiencia humana. Con estos presupuestos, entraba en crisis
la interpretación del Adviento como representación sagrada del tiempo, en la que se
ofrecían a nuestra consideración los siglos anteriores a la venida de Cristo para
nuestra edificación, para que pudiéramos gustar con mayor alegría la salvación que
Cristo nos ha traído. Por eso afirma que «el Adviento no es un mero recuerdo y una
pura representación del pasado, sino que es nuestro presente y nuestra realidad».
A partir de ahí, Ratzinger intenta hacer una nueva reflexión teológica sobre el
Adviento.
Vivimos en un mundo que sigue dividido y enfrentado. Nosotros mismos hacemos
experiencia cotidiana de debilidad y de sufrimiento. ¿Podemos seguir afirmando
que estamos salvados? Quizás lo más terrible de esta pregunta no consista en que
no termine de funcionar una manera de dividir la historia en antes y después
de Cristo , sino en que se plantea el tema de la funcionalidad del cristianismo. Por
un lado, creemos que la salvación de Dios ya ha llegado a la tierra, que Cristo ya ha
vencido sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte. Por otro, tras dos mil
años de cristianismo, vemos que el mundo sigue sumergido en las mismas
violencias e ignorancias que antes. Incluso los bautizados sufrimos las mismas
tentaciones y problemas que los que no lo están. Ratzinger se atreve a afirmar que
estas reflexiones sobre el Adviento nos sitúan ante «la verdad de nuestra existencia
cristiana».
Hemos de admitir que, en la historia de la humanidad y en la historia de cada ser
humano, siempre es Adviento. Es decir, Dios no ha dividido la historia en una etapa
oscura y otra luminosa. Sólo existe una historia, caracterizada desde el principio
por la debilidad del hombre, y situada desde el principio bajo la mirada compasiva
de Dios. Él conoce nuestras miserias (personales y colectivas) y siempre está
dispuesto a venir a nuestro encuentro, para salvarnos. Pero entonces, ¿por qué no
lo vemos? La respuesta es similar a la de Merton: por su voluntario ocultamiento,
que se ha manifestado históricamente en la elección de un pueblo pequeño, en el
nacimiento de su Hijo en la pobreza y en su muerte en la cruz, mientras exclamaba:
«Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
A Dios no podemos acercarnos con los criterios de este mundo. Él está escondido
y hemos de escondernos con Él. Como Job, que después de enfrentarse a Dios
tuvo que admitir que hablaba de cosas que le superaban (cf. Job 42,3), los
creyentes deben asumir que todas sus palabras sobre Dios son parciales. Lo
primero que deben aceptar es que siempre necesitan de la venida del Señor. Si
siguen ansiando su redención y suplicándole con humildad que venga, están
viviendo el Adviento. Si le dejan actuar en sus vidas, están acogiendo el Adviento.
Si lo hacen presente entre los hombres, les están transmitiendo los contenidos del
Adviento.
EL ADVIENTO HOY. En los momentos actuales, el tiempo de Adviento comienza con
las primeras vísperas del domingo que cae el 30 de noviembre o es el más próximo
a este día, y acaba antes de las primeras vísperas de Navidad. Su característica
principal es la tensión entre la preparación para la Navidad, en la que se
conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres y la expectación de la
segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Consta de dos partes bien
diferenciadas. La primera, desde el inicio hasta el 17 de diciembre, tiene una
dimensión fundamentalmente escatológica. La segunda, del 17 al 24 del mismo
mes, prepara más directamente la Navidad.
INVITACIÓN A LA VIGILANCIA (SEMANA I). Benedicto XVI, en su encíclica sobre el
amor cristiano, afirma con rotundidad: «No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con
una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva». No basta con conocer la historia de salvación que Dios realizó con Israel
y llevó a plenitud en Cristo. Se necesita la experiencia del encuentro. Sólo a partir
de este encuentro con el Amor de Dios, que cambia la existencia, podemos vivir en
comunión con Él y entre nosotros, y ofrecer a los hermanos un testimonio creíble,
dando razón de nuestra esperanza (cf. 1Pe 3,15). Esto es precisamente lo que
celebra el Adviento: que Él viene a nosotros y que podemos encontrarlo. Si el Señor
llama a nuestras puertas (cf. Ap 3,20), es natural que la Iglesia nos invite a velar,
para evitar que su llegada pase desapercibida, tal como recuerda Benedicto XVI:
«Son verdaderas las palabras del Apocalipsis: llamo a tu puerta, escúchame,
ábreme. Es, por esto, una invitación a ser sensibles por esta presencia del Señor
que toca a mi puerta». Las lecturas de estos días insisten: «Velad, porque no sabéis
qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24,42).
EL JUICIO DEL SEÑOR (SEMANA II). Movido por su amor, Dios envió al mundo a su
propio Hijo, para librarnos del pecado (cf. 1Jn 4,10) y convertirnos en hijos suyos
(cf. Gal 4,4ss). Ante este don, la respuesta lógica debería ser la acogida agradecida
y la obediencia de la fe. Pero no siempre es así. En el pasado, algunas personas
rechazaron a Cristo y en nuestros días el fenómeno ha adquirido dimensiones
extraordinarias. En el contexto del Adviento, resuenan con fuerza las palabras del
Señor: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,8).
LA ALEGRÍA CRISTIANA (SEMANA III). El tercer domingo de Adviento recibe su
nombre de la primera palabra del introito de la Misa, tomado de un texto de San
Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está
cerca» (Flp 4,4-5). El gozo por la cercanía de Navidad se refleja en las flores de los
templos, en la música y en las vestiduras litúrgicas, que por un día dejan el morado
penitencial, para transformarse en rosa. Parece ser que el origen se encuentra en la
antigua costumbre de entregar ese día la Rosa de Oro.
Homero cantó a la Aurora como «la que nace de la mañana, la de dedos de rosa».
Hermosa imagen, muy apropiada para este día que ya vislumbra la aparición de
Cristo, sol que viene a visitarnos. Algunas poesías aclaman a María como la aurora,
que anuncia la llegada del sol salvador de los hombres, que es Cristo. Como en
Navidad ese sol se manifiesta en un niño recién nacido, el rosa de los ornamentos
es el color de los dedos de la aurora-madre y es también el color de la carne rosada
y suave de su hijo. Esta imagen ha venido muchas veces a mi cabeza, durante mis
años de conventual en el Desierto de las Palmas, al contemplar en el horizonte,
durante la oración de la mañana, las franjas rosadas, que se extienden como dedos
maternos que acariciaran el cabello rubio del sol, que surge lentamente del mar,
como un niño perezoso.
La liturgia invita al gozo por la venida del Señor, al que llama «alegría y júbilo de
cuantos esperan su llegada» e invita a celebrar «con alegría desbordante» la
Navidad, a la que define como «fiesta de gozo» para todos los creyentes.
Haciéndose eco de las promesas de los profetas (Zac 2,14; Sof 3,14-18; Jl 2,23-27;
etc.) y del saludo del ángel a la Virgen María (Lc 1,28), invita a la alegría a la ciudad
de Dios, que es figura de toda la Iglesia: «Alégrate, Jerusalén, porque viene a ti el
Salvador». Incluso llega a pedir que se alegre toda la naturaleza ante la llegada del
Señor: «Destilen los montes alegría, porque con poder viene el Señor, luz del
mundo».
 
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Adviento y Cuaresma, dos tiempos de preparación para los grandes
misterios. Aunque tienen muchas similitudes, cada uno tiene un sentido
diferente.

Los aspectos litúrgicos parecen ser los que más se identifican fácilmente. El
color morado es característico de ambos, pero su significado es diferente.
Adviento nos prepara a celebrar el misterio de la Encarnación del Señor, es
decir, para la Navidad. Cuaresma, en cambio, nos prepara para celebrar el
Misterio Pascual de Cristo, pasión, muerte y resurrección. Triduo Pacual

Aunque la finalidad es diferente, hay una constante invitación a la


conversión en ambos. En Adviento escuchamos, generalmente, a San Juan
Bautista, invitando a la conversión de los pecados, enderezar lo que está
torcido y a “preparar el camino del Señor”.
La dinámica de la Cuaresma, en cambio, nos introduce en la conversión a
través de la práctica del ayuno y la abstinencia, la oración y la limosna.

Por otro lado, la duración de la Cuaresma se extiende durante más tiempo


que el Adviento. Teológicamente, se le puede dar muchas interpretaciones
a los 40 días de la Cuaresma: los 40 días de Jesús en el desierto; también
los 40 años que el pueblo de Israel anduvo por el desierto; 40 días duró el
diluvio que nos narra el libro del Génesis, entre otras. Por su parte, el
tiempo del Adviento dura 4 semanas, en las que, las primeras 3 semanas
tienen una dinámica clara, se resalta la figura de los personajes del
Adviento; el profeta Isaías, San Juan Bautista y la Virgen María.

Los cantos en la Liturgia, también marcan una clara diferencia entre ambos
tiempos. La espera por la venida del Señor, se caracteriza por cantos
alegres, de esperanza y alegría. En Cuaresma, los cantos suelen estar
orientados a la meditación y la oración. No obstante, ambos tiempos
litúrgicos, se distinguen de los demás por la austeridad en los cantos
litúrgicos, en ambos no se entona el himno del Gloria, salvo en las
solemnidades que hay dentro del tiempo.

En definitiva, son dos tiempos litúrgicos de mucha riqueza espiritual. En


ambos se nos hace una invitación clara a la conversión. Se reitera, son
diferentes. Sin embargo, aquí solo se han señalado algunos aspectos en
que se distingue uno de otro, ciertamente, hay muchos más. Lo importante
es que, tanto en Adviento como en Cuaresma, podemos aumentar y
fortalecer nuestra espiritualidad cristiana.

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