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NEOPOSITIVISMO Y FILOSOFÍA ANALÍTICA
En una filosofía científica todas las proposiciones que no sean casos de fórmulas lógicas o que
no sean reducibles por caminos lógicos a proposiciones empíricamente verificables, han de ser
descartadas como no significativas, pues no tienen valor cognitivo alguno, sino, por ejemplo, un
simple valor emotivo.
Una de las causas principales del permanente atractivo del círculo de Viena se encuentra
muy probablemente en su decidido apoyo del carácter cooperativo del trabajo en filosofía:
creyeron que la filosofía era una empresa colectiva como las ciencias naturales en la que
era posible progresar.
Al disolverse el círculo en 1938 tras la anexión de Austria a Alemania por parte de Hitler, sus
miembros huyeron a Inglaterra y Estados Unidos, donde a lo largo de los años cuarenta y
cincuenta lograrían un extraordinario influjo en el ámbito de la filosofía académica.
Sin embargo, la desaparición del positivismo lógico no se debió sólo a la
disgregación de los miembros del círculo, también al reconocimiento general de los
defectos de esta concepción, particularmente su pretensión de eliminación de la
metafísica.
El golpe de gracia definitivo del movimiento sería asestado por Quine con su denuncia de la
distinción entre lo analítico y lo sintético en dos dogmas del empirismo (1951) y una década
después por Kuhn con la estructura de las revoluciones científicas (1962).
La filosofía analítica nacida de los trabajos de Frege, Russell y Wittgenstein en las últimas
décadas del siglo pasado y en las primeras de éste, ha sido la tradición dominante en el
ámbito angloamericano en el siglo que ahora termina.
Una de las características de la filosofía analítica en cuanto movimiento es la de
convertir la relación entre lenguaje y pensamiento en una de las cuestiones centrales
de la filosofía.
De hecho la relación entre lógica y lenguaje fue el resorte problemático de la producción
filosófica del círculo de Viena y del positivismo lógico. Esta característica de la filosofía
analítica es la que Dummett encuentra plenamente anticipada en Frege.
El principio básico de la filosofía analítica, común a tan distantes filósofos como Schlick, el
primer y el segundo Wittgenstein, Carnap, Ryle, Ayer, Austin, Quine y Davidson, podría
definirse como la tesis de que la filosofía del pensamiento es equivalente a la filosofía del
lenguaje: o más exactamente, (I) que una explicación del lenguaje no presupone una
explicación del pensamiento; (II) que una explicación del lenguaje proporciona una
explicación del pensamiento, que no hay otra manera adecuada por la que pueda darse una
explicación del pensamiento.
Para Aristóteles, existiría también un vínculo entre saber teórico y saber práctico
teniendo en cuenta que, a pesar de ser distintas, la vida práctica sería la condición
necesaria de la vida contemplativa o teórica, aunque esta sea el fin último de la
existencia. Por esto, en la visión aristotélica existirían principios o fundamentos tanto en la
teoría como en la práctica, siendo los primeros preferencialmente formulados por vía
deductiva y los segundos por vía inductiva.
Ahora, por ser un “discurso de segundo orden” (análisis crítico) de los “discursos de primer
orden” (las morales existentes) y de las prácticas efectivas relacionadas a tales discursos, la
ética tiene algo en común con la epistemología, que es también un “discurso de segundo
orden”, pero sobre los discursos y las prácticas técnico-científicas.
Técnicamente, razón teórica y razón práctica se distinguen debido al mayor o menor rigor
del silogismo. De hecho, Aristóteles distingue el silogismo propiamente dicho (o categórico)
del silogismo práctico.
Pero, Aristóteles postulaba la existencia de silogismos no completamente consistentes
(no categóricos), en los cuales la primera premisa se refería a una característica deseable o a un
objetivo; la segunda identificaría un ejemplo y la conclusión seria una acción dirigida para la
satisfacción del deseo o para atender tal objetivo. Este tipo de silogismo no es totalmente
inteligible y consistente, porque no sería necesario lógicamente, es decir, válido
independientemente de su dominio de aplicabilidad, teniendo en cuenta que no hay ningún error
lógico si se aceptan o no, las premisas.
En resumen, ningún silogismo práctico en la conclusión de un argumento es lógicamente
necesario. Por tanto, la acción que lo puede acompañar no es inmediatamente (lógicamente)
inteligible, teniendo en cuenta que una acción se refiere a una situación específica y las
conclusiones de un silogismo propiamente dicho (“categórico”) se refieren, al contrario, a
situaciones no específicas, es decir: no contingentes, luego necesarias.
ÉTICA TOMISTA
Parece obvio que, en la medida en que San Agustín es el inspirador de buena parte de la
filosofía medieval ejerza cierta influencia, como se observa en la metafísica y la teología, en
el pensamiento de Santo Tomás; pero no hasta el punto de difuminar el eudemonismo
aristotélico claramente presente en la ética tomista.
Santo Tomás está de acuerdo con Aristóteles en la concepción teleológica de la naturaleza
y de la conducta del hombre: toda acción tiende hacia un fin y el fin es el bien de una
acción.
Hay un fin último hacia el que tienden todas las acciones humanas y ese fin es lo que
Aristóteles llama la felicidad.
Santo Tomás está de acuerdo en que la felicidad no puede consistir en la posesión de bienes
materiales, pero a diferencia de Aristóteles, que identificaba la felicidad con la posesión del
conocimiento de los objetos más elevados, con la vida del filósofo, en definitiva, Santo Tomás en
su continuo intento por acercar aristotelismo y cristianismo, identifica la felicidad con la
contemplación beatífica de Dios, con la vida del santo, de acuerdo con su concepción
trascendente del ser humano.
En efecto, la vida del hombre no se agota en esta tierra, por lo que la felicidad no puede ser
algo que se consiga exclusivamente en el mundo terrenal. Dado que el alma del hombre
es inmortal, el fin último de las acciones del hombre trasciende la vida terrestre y se
dirige hacia la contemplación de la primera causa y principio del ser: Dios.
Santo Tomás añadirá que esta contemplación no la puede alcanzar el hombre por sus
propias fuerzas, dada la desproporción entre su naturaleza y la naturaleza divina, por
lo que requiere, de alguna manera la ayuda de Dios; la gracia, en forma de iluminación
especial que le permitirá al alma adquirir la necesaria capacidad para alcanzar la
visión de Dios.
La felicidad que el hombre puede alcanzar sobre la tierra, pues, es una felicidad
incompleta para Sto. Tomás, que encuentra en el hombre el deseo mismo de
contemplar a Dios, no simplemente como causa primera, sino tal como es él en su
esencia.
No obstante, dado que es el hombre particular y concreto el que siente ese deseo, hemos
de encontrar en él los elementos que hagan posible la consecución de ese fin. Santo Tomás
distingue, al igual que Aristóteles, dos clases de virtudes: las morales y las
intelectuales.
Por virtud entiende también un hábito selectivo de la razón que se forma mediante la
repetición de actos buenos y, al igual que para Aristóteles, la virtud consiste en un
término medio, de conformidad con la razón.
A la razón le corresponde dirigir al hombre hacia su fin, y el fin del hombre ha de estar
acorde con su naturaleza por lo que, al igual que ocurría con Aristóteles, la actividad
propiamente moral recae sobre la deliberación, es decir, sobre el acto de la elección de la
conducta.