Lectura 3 Libro: Trinidad como Historia – Bruno Forte.
La historia del Espíritu
Síntesis: El relato pascual La historia del Espíritu está revelada en el acontecimiento de la pascua. El Espíritu Santo, por un lado, con la resurrección del Hijo, abre el mundo de Dios a los hombres como antesala de quienes también participarán de ello tras una vida conforme al Espíritu; y, por otro lado, con la reconciliación lograda en el Resucitado, unifica lo dividido haciendo retornar a los que por el pecado estaban extraviados. En la cruz, el Espíritu Santo “abre” y “unifica”, y esta doble acción está presente en toda la historia de la salvación. En el Antiguo Testamento comenzó a mostrarse como ruah. Luego, con la encarnación del Verbo, exitus salvífico, se mostró remarcado dentro de una “cristología del Espíritu”, cuya misión reconciliadora, reditus, consistió en la salvación de los pecadores. Por último, con el aporte neotestamentario, la revelación de su actuar llegó a su culmen mostrándose como Aquel que abre a la libertad y unifica en el amor. El Espíritu como Amor personal Seguidamente, dentro de la historia trinitaria, el Espíritu se presenta como el Amor personal y unificante, vínculo personal de la unidad entre el eterno Amante y el eterno Amado. Él es la tercera persona de la Trinidad, que procede, por espiración pasiva, de la comunión del Padre y del Hijo, aunque principalmente del Padre, pues todo lo que tiene el Hijo lo recibe del Padre. A raíz de esto también se le concibe como la misma comunión consustancial y eterna, relación de relaciones entre el Padre y el Hijo, que constituye el ser por amor como acontecimiento, a la par que garantiza la distintibilidad trinitaria. Por ello, gracias a su acción como vínculo personal, siendo “el Espíritu de la comunión”, se concibe que la comunión eclesial es ícono de la Trinidad. El Espíritu como Don Finalmente, en este último apartado, el Espíritu Santo se muestra como don de Dios. Respondiendo al orden de la economía de la salvación, que a su vez traduce el de la Trinidad inmanente, el Espíritu es aquel por quien se consuma la comunicación de Dios, a quien se le atribuye la santificación y perfeccionamiento. Así mismo, es la sobreabundancia del amor divino, Dios como emanación de amor y gracia. Precisamente, esta perspectiva es la que resalta la iglesia de oriente, que contempla que todo es dado por el Padre mediante el Hijo, de cuya dinámica desborda el amor en el Espíritu. Perspectiva, que desde luego no se contrapone con la de occidente, sino que se integra con ella en una vinculación más fuerte de economía e inmanencia en la experiencia adorante del misterio. En definitiva, el Espíritu Santo obra como Don alcanzando al otro en su absoluta gratuidad, por ser libre sobreabundancia del amor. Ensayo: Al Padre comúnmente se le resalta por su rol ad extra de “creador”, al hijo por ser “reconciliador y revelador del Padre”; pero, lamentablemente muchos todavía desconocen el rol del Espíritu, cuya acción opera en íntima relación con cada uno de nosotros de manera continua, de allí que se convierta en una necesidad el hecho de difundir lo que para todo creyente debería ser evidente, que creemos en una Tri-unidad que está en continua relación de amor, de manera ad intra conformando su esencia una y trinitaria, y de manera ad extra amándonos a nosotros junto a toda la creación. Al respecto, resalto la obra de Royo Marín titulado “El Dios desconocido”, que también comparte esta necesidad de difusión, además de presentar un espléndido tratado al Espíritu Santo. Sobre la acción del Espíritu Santo presente en toda la historia salvífica, Forte lo sintetiza muy bien. El Espíritu abre y unifica. El Espíritu nos abre a la inmensidad divina invitándonos a participar de la misma esencia de Dios, definiendo el camino de realización del hombre cuya “meta” se realiza en Dios mismo. Y, no contento con sólo abrirnos la puerta a la divinidad, nos unifica en la realidad trinitaria, nos hace ser “divinos”. Es cierto que esta divinización es solo por participación, pero corresponde a la verdad que nuestra naturaleza humana reciba una configuración nueva en la divinidad. De allí que los Padres de la Iglesia hablen acerca de una “regeneración en el Espíritu” y de un “nacimiento nuevo” como efecto inmediato del bautismo. ¿Qué hemos hecho para merecer tal condición ontológica? Pues, nada. De ninguna manera podríamos ser acreedores de tal dignificación por nuestra sola voluntad. El Don altísimo vino a nuestro encuentro para unificarnos en el amor. Podría sonar “romanticón” que las operaciones ad intra y ad extra de las personas trinitarias se sinteticen relacionadas al acto de amar; sin embargo, no hay otro término humano que mejor se aproxime a esta realidad. El Espíritu Santo es el Amor unificante entre el eterno Amante y el eterno Amado. No se trata de un “amor” limitado dentro del plano humano, sino sobrenatural, perteneciente al plano divino. Se trata de un amor que diviniza porque es divino. El Espíritu nos abre a la libertad de amar, para que, amando, obremos conforme al amor del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Y esto es posible porque el que es Amor nos ha invitado a amar conforme Él ama: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). El que es Amor también nos ha invitado a ser vínculo de comunión para los demás. Corresponde a la naturaleza divinizada de todo cristiano ser medio de comunión, no de división. Actuar en contra de esto es actuar contra el Espíritu. El Espíritu nos mueve a prolongar en la Iglesia la misión del Hijo que busca la salvación de todos, avanzando como el pueblo santo que es, un pueblo sacerdotal, con una sola fe y un solo Dios que es Amor, amando a todos conforme el Hijo amó. Para finalizar, solo quiero extender mi llamado a fortalecer nuestra relación con el Espíritu, recordemos que es una “persona” con quien podemos comunicarnos y relacionarnos íntimamente.