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Pre­fa­cio de la se­rie

In­tro­duc­ción a Éxo­do
1. Un pue­blo y una tie­rra 1 - 2
Par­te 1
2. ¿De qué sir­ve un hom­bre? 3 - 4
Par­te 2
Par­te 3
3. Cuan­do la vida, en vez de me­jo­rar, se pone más di­fí­cil 5 - 6
Par­te 4
4. Dios con­tra fa­raón 7 - 11
Par­te 5
5. Li­ber­ta­dos para ser­vir 12 - 13
Par­te 6
6. Has­ta la co­sta orien­tal 14:1 - 15:21
Par­te 7
7. ¿Que­jas o gra­ti­tud? 15:22 - 17:7
Par­te 8
8. Sue­gro: mi­sión y sa­bi­du­ría 17:8 - 19:6
Par­te 9
9. En­cuen­tro en la mon­ta­ña de Dios 19:7-25; 20:18-26
Par­te 10
10. La ley de dios y la vida en Cris­to 20 - 24
Par­te 11
Par­te 12
11. En­con­tran­do el ca­mino a casa 25 -27
Par­te 13
12. La ves­ti­men­ta sa­cer­do­tal 28 - 30
Par­te 14
13. El be­ce­rro de oro y el Dios de la mi­se­ri­cor­dia 32
Par­te 15
14. Mués­tra­me tu glo­ria 33 - 34
Par­te 16
15. Una de­gus­ta­ción de la glo­ria de Dios 31; 35 - 40
Par­te 17
Glo­sa­rio
Apén­di­ce: mapa de Éxo­do
Bi­blio­gra­fía
Mien­tras lees, com­par­te con ot­ros en re­des usan­do

#Éxo­do­Pa­ra­Ti

Éxo­do para ti

por Tim Ches­ter

Pu­bli­ca­do por © Poie­ma Pu­bli­ca­cio­nes, 2019

Tra­du­ci­do con el de­bi­do per­mi­so del li­bro Exo­dus for You


© Tim Ches­ter,
2016

pu­bli­ca­do por The Good Book Com­pany.

Las citas bí­bli­cas han sido to­ma­das de La San­ta Bi­blia, Nueva Ver­sión In­-
ter­na­cio­nal
(NVI) ©1999 por Bi­bli­ca, Inc. Las citas mar­ca­das con la si­gla
RV60 han sido to­ma­das de La San­ta Bi­blia, Ver­sión Rei­na Va­le­ra
©1960
por las So­cie­da­des Bí­bli­cas Uni­das; las mar­ca­das con la si­gla LBLA, de La
Bi­blia de Las Amé­ri­cas
©1986, 1995, 1997 por The Lock­man Foun­da­tion.

Prohi­bi­da la re­pro­duc­ción to­tal o par­cial de este li­bro por cual­quier me­dio


vi­sual o elec­tró­ni­co sin per­mi­so es­cri­to de la casa edi­to­rial. Es­ca­near, su­bir
o dis­tri­buir este li­bro por In­ter­net o por cual­quier otro me­dio es ile­gal y
pue­de ser cas­ti­ga­do por la ley.

Poie­ma Pu­bli­ca­cio­nes

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SDG
 

Cada vo­lu­men de la se­rie La Pa­la­bra de Dios para Ti


te lleva al co­ra­zón de

un li­bro de la Bi­blia y apli­ca sus ver­da­des a tu co­ra­zón.

El ob­je­ti­vo fun­da­men­tal de cada tí­tu­lo es:

❂Que pue­das cen­trar­te en la Bi­blia

❂Que glo­ri­fi­ques a Cris­to

❂Que sea apli­ca­ble para tu vida

❂Que sea de fá­cil lec­tu­ra

Pue­des usar Éxo­do para Ti


:
Para leer.
En for­ma con­ti­nua, como un li­bro que ex­pli­ca y ex­plo­ra los te-­

mas, los in­cen­ti­vos y los re­tos de esta par­te de la Es­cri­tu­ra.

Para es­tu­diar.
Usán­do­lo me­tó­di­ca­men­te, como guía para tus de­vo­cio­na­les
dia­rios, o como he­rra­mien­ta útil en la pre­pa­ra­ción de un ser­món o una se­rie
de es­tu­dios bí­bli­cos en tu igle­sia. Cada ca­pí­tu­lo se di­vi­de en dos sec­cio­nes
más pe­que­ñas, con pre­gun­tas para re­fle­xio­nar al fi­nal de cada una de ellas.
Para usar.
Como re­cur­so útil en la pre­pa­ra­ción de la en­se­ñan­za de la Pa­la-­
bra de Dios a ot­ros, a gru­pos pe­que­ños o a la con­gre­ga­ción. Cuan­do hay
ver­sícu­los o con­cep­tos com­pli­ca­dos, en­con­tra­rás una ex­pli­ca­ción en len­gua-­
je sen­ci­llo. Re­sal­ta te­mas prin­ci­pa­les y pro­vee ilus­tra­cio­nes con su­ge­ren­cias
para la apli­ca­ción.

Estos li­bros no son co­men­ta­rios. Asu­men que no se tie­ne un co­no­ci­mien­to


de los idio­mas ori­gi­na­les de la Bi­blia ni un alto nivel de com­pren­sión bí­bli-­
ca. Las re­fe­ren­cias a los ver­sícu­los se se­ña­lan con

ne­gri­ta
para que pue­das di­ri­gir­te a ellos fá­cil­men­te. Las pa­la­bras me­nos co-­
mu­nes, o que se usan de ma­ne­ra di­fe­ren­te en el len­gua­je se­cu­lar, están se­ña-­
la­das en gris
la pri­me­ra vez que apa­re­cen, y se ex­pli­can en un glo­sa­rio al fi-­
nal del li­bro. En este glo­sa­rio en­con­tra­rás tam­bién de­ta­lles de re­cur­sos com-­
ple­men­ta­rios, tan­to para la vida per­so­nal como para la vida de la igle­sia.
Nues­tra ora­ción es que, mien­tras lees, seas afec­ta­do, no por los con­te­ni-­

dos de este li­bro, sino por el li­bro al que este te está ayu­dan­do a des­cu­brir; y

que ala­bes, no al autor de este li­bro, sino a Aquel a quien este te está se­ña-­

lan­do.

Carl La­fer­ton, Edi­tor de la Se­rie


 

Una prin­ce­sa va al río a ba­ñar­se y su co­ra­zón es con­quis­ta­do por el llan­to de

un niño aban­do­na­do.

Una zar­za ar­dien­te no se con­su­me, y de ella sale una voz que cam­bia­rá la

his­to­ria.

Un pas­tor in­de­fen­so sale del de­sier­to para de­cla­rar­le la gue­rra al hom­bre

más po­de­ro­so del mun­do.

Los egip­cios en­cuen­tran sus ca­mas lle­nas de ra­nas.

El llan­to de una ma­dre afli­gi­da es acom­pa­ña­do por otro y des­pués otro,

has­ta que un cla­mor ge­ne­ra­li­za­do hace eco a tra­vés de toda la re­gión.

Una na­ción en­te­ra cruza el mar, con pa­re­des de agua a cada lado.

Dios es pues­to a prue­ba y, cuan­do el ve­re­dic­to es anun­cia­do, Dios re­ci­be

el jui­cio de la cor­te.

En me­dio de true­nos, re­lám­pa­gos, nu­bes es­pe­sas y un te­rre­mo­to, la voz

de Dios re­tum­ba por la lla­nu­ra.

En el de­sier­to, un hom­bre dis­cu­te con Dios so­bre el fu­tu­ro del pue­blo, y

Dios cede.
La glo­ria de Dios lle­na una tien­da que to­dos de­ben eva­cuar.

No fal­tan mo­men­tos dra­má­ti­cos en el li­bro de Éxo­do. Es una his­to­ria que

ha cap­tu­ra­do una y otra vez la ima­gi­na­ción de mu­chos, in­clu­yen­do la de

múl­ti­ples pro­duc­to­res de cine. Su his­to­ria de li­be­ra­ción de la opre­sión ha

ins­pi­ra­do mo­vi­mien­tos re­vo­lu­cio­na­rios desde los Pa­dres Fun­da­do­res y los

re­vo­lu­cio­na­rios in­gle­ses del si­glo XVII, has­ta las cam­pa­ñas en con­tra de la

es­cla­vi­tud del si­glo XIX y los mo­vi­mien­tos a favor de los de­re­chos hu­ma-­

nos en el si­glo XX. El lla­ma­do “Deja ir a Mi pue­blo” ha re­so­na­do a tra­vés

de los si­glos (5:1; 7:16; 8:1, 20; 9:1, 13; 10:3).

Pero en rea­li­dad, su men­sa­je es más dra­má­ti­co que to­dos los mo­men­tos

dra­má­ti­cos que he­mos men­cio­na­do, y más re­vo­lu­cio­na­rio que to­dos aque-­

llos mo­vi­mien­tos re­vo­lu­cio­na­rios. Éxo­do es un li­bro so­bre…

Li­be­ra­ción
El li­bro de Éxo­do es una his­to­ria de li­be­ra­ción. Los is­rae­li­tas son res­ca­ta­dos

de la es­cla­vi­tud en Egip­to a tra­vés de una se­rie de en­cuen­tros ex­tra­or­di­na-­

rios y mi­la­gros es­pec­ta­cu­la­res. Pero es una li­be­ra­ción que nos se­ña­la ha­cia

una li­be­ra­ción más gran­de: la li­be­ra­ción del pue­blo de Dios de la es­cla­vi­tud

del pe­ca­do.
Sa­cri­fi­cio
Éxo­do nos se­ña­la esta li­be­ra­ción es­pi­ri­tual por­que en el mo­men­to clave, la

no­che de la Pas­cua, los is­rae­li­tas es­ta­ban tan ame­na­za­dos por la muer­te

como los egip­cios. Al igual que el resto del mun­do, el pue­blo de Dios es

cul­pa­ble y me­re­ce la muer­te. Pero son sal­va­dos al ro­ciar la san­gre del sa­cri-­

fi­cio en los din­te­les de sus puer­tas. Es así como la re­den­ción a tra­vés del sa-­

cri­fi­cio em­pie­za a for­mar par­te de la vida co­ti­dia­na de Is­rael.

La pre­sen­cia de Dios
El li­bro de Éxo­do no ter­mi­na con el es­ca­pe a tra­vés del Mar Rojo en el ca-­

pí­tu­lo 14. El pue­blo de Dios no solo es li­be­ra­do de


la es­cla­vi­tud; tam­bién es

li­be­ra­do para
la pre­sen­cia de Dios. La ley y el ta­ber­nácu­lo crean un mar­co

en el que el pue­blo de Dios pue­de dis­fru­tar la glo­ria de Dios.

Es­cla­vi­tud y ado­ra­ción
La pa­la­bra para des­cri­bir la es­cla­vi­tud de Is­rael es la misma uti­li­za­da para

des­cri­bir su ado­ra­ción. El mo­vi­mien­to del li­bro de Éxo­do no es de la es­cla-­

vi­tud a la li­ber­tad, sino de una es­cla­vi­tud a otro tipo de es­cla­vi­tud. Pero ser-­

vir a Dios es com­ple­ta­men­te di­fe­ren­te a ser­vir a Fa­raón. Sin duda, el ser­vi-­

cio a Dios es la ver­da­de­ra li­ber­tad.


Mi­sión
En mo­men­tos clave de la his­to­ria, Dios re­ve­la Su nom­bre a Moi­sés. En el

li­bro de Éxo­do, Dios se vuel­ve ín­ti­mo y per­so­nal —y, al mismo tiem­po,

Dios tam­bién re­ve­la Su nom­bre al mun­do. Dios le re­ve­la a Fa­raón que el

éxo­do su­ce­de­ría para “que Mi nom­bre sea pro­cla­ma­do por toda la tie­rra”

(9:16). El pue­blo de Dios es lla­ma­do a lle­var Su nom­bre de una for­ma dig­na

(20:7). Al ser mol­dea­dos por la ley de Dios, de­ben ser real sa­cer­do­cio y na-­

ción san­ta, re­fle­jan­do el ca­rác­ter de Dios al mun­do (19:4-6).

Toda la crea­ción
Una y otra vez en el li­bro de Éxo­do, Dios des­tru­ye por me­dio del jui­cio y

re­crea por me­dio de la sal­va­ción. La ley co­mien­za el reor­de­na­mien­to de un

mun­do caí­do, y el ta­ber­nácu­lo está lleno de ecos del Edén por­que es un pla-­

no de la nueva crea­ción de Dios. Nues­tro fu­tu­ro —y el de la crea­ción— co-­

mien­za a ser te­ji­do.

Nues­tra his­to­ria
El li­bro de Éxo­do no es solo un cuen­to ins­pi­ra­dor del pa­sa­do. Es nues­tra

his­to­ria. Los pro­fe­tas del An­ti­guo Tes­ta­men­to pro­me­tie­ron un nuevo éxo­do:

una re­pe­ti­ción del éxo­do que se­ría aún más dra­má­ti­co y re­vo­lu­cio­na­rio. El
éxo­do tra­za la tra­yec­to­ria de la his­to­ria de Dios, cuyo clí­max se­ría la vida,

muer­te y re­su­rrec­ción de Je­sús.

Je­sús nos li­be­ra de la es­cla­vi­tud del pe­ca­do. Él es nues­tro Cor­de­ro pas-­

cual, cuyo sa­cri­fi­cio nos res­ca­ta del jui­cio y de la muer­te. Él es la pre­sen­cia

de Dios en la tie­rra, el ta­ber­nácu­lo de Dios en me­dio de no­so­tros. He­mos

visto la glo­ria de Dios en el ros­tro de Je­su­cris­to. Y su re­su­rrec­ción es el co-­

mien­zo de una nueva crea­ción. Así que el li­bro de Éxo­do es cru­cial para

com­pren­der la per­so­na y la obra de Je­sús. Nos mues­tra de ma­ne­ra grá­fi­ca

los me­dios que usa Dios para nues­tra sal­va­ción (re­den­ción a tra­vés del sa-­

cri­fi­cio) y el con­te­ni­do de nues­tra sal­va­ción (dis­fru­tar de la pre­sen­cia de

Dios en un mun­do re­no­va­do).

Éxo­do es una his­to­ria emo­cio­nan­te. Es un re­la­to his­tó­ri­co. Nos in­vi­ta e

ins­pi­ra a ado­rar a Cris­to, pues es nues­tra his­to­ria.


 

Vi­vi­mos en un tiem­po en que la pre­sión so­bre la igle­sia en Oc­ci­den­te va en

au­men­to. No es so­la­men­te de­bi­do a que la ver­dad cris­tia­na se ha mo­vi­do

del cen­tro a los már­ge­nes —lo que cree­mos so­bre mu­chos te­mas es visto

como in­mo­ral y ofen­si­vo hoy en día. Mu­chos, den­tro y fue­ra de la igle­sia,

se pre­gun­tan si el cris­tia­nis­mo tie­ne fu­tu­ro.

¿Cómo po­de­mos vivir bien y con op­ti­mis­mo ante tan­ta hos­ti­li­dad? Esta es

la pre­gun­ta que en­fren­tó el pue­blo de Dios en Éxo­do 1 − 2, y la que no­so-­

tros mis­mos en­fren­ta­mos en la ac­tua­li­dad.

El “y” faltante
El li­bro de Éxo­do co­mien­za con la pa­la­bra “y”. Fal­ta en mu­chas de las tra-­

duc­cio­nes al es­pa­ñol, pero se en­cuen­tra en el he­breo ori­gi­nal. Y quizá se te

haya en­se­ña­do que no de­bes co­men­zar ora­cio­nes con la pa­la­bra “y” (una re-­
gla que aca­bo de rom­per). Sin em­bar­go, aquí está un li­bro que co­mien­za

con la pa­la­bra “y”. In­me­dia­ta­men­te nos aler­ta so­bre el he­cho de que esta

his­to­ria es par­te de una his­to­ria más gran­de. El fi­nal del li­bro pre­vio, Gé­ne-­

sis, ya nos ha­bía in­si­nua­do que ha­bría una se­cue­la (Gn 50:24-25), y las pri-­

me­ras nueve pa­la­bras de Éxo­do son una re­pe­ti­ción exac­ta de Gé­ne­sis 46:8:

“Estos son los nom­bres de los hi­jos de Is­rael” (NBLH). El li­bro de Éxo­do

es, de mu­chas ma­ne­ras, el ca­pí­tu­lo dos del Pen­ta­teu­co, los pri­me­ros cin­co

li­bros del An­ti­guo Tes­ta­men­to. Por tan­to, el li­bro debe ser leí­do a la luz de

lo que ha su­ce­di­do an­te­rior­men­te.

En Gé­ne­sis 12, 15 y 17 Dios le hizo una pro­me­sa a Abraham, el hom­bre a

quien Él sacó de la ido­la­tría para que le co­no­cie­ra, obe­de­cie­ra y si­guie­ra, y

se­lló esta pro­me­sa con un pac­to


*
). La pro­me­sa de Dios te­nía dos com­po-­

nen­tes clave:

1.
 La pro­me­sa de un pue­blo —Abraham se con­ver­ti­ría en una gran na­ción.
2.
 La pro­me­sa de una tie­rra —la fa­mi­lia de Abraham he­re­da­ría la tie­rra de
Ca­naán.

So­bre todo, Dios pro­me­tió una “si­mien­te


” que ven­dría de Abraham: un

Sal­va­dor que de­rro­ta­ría a Sa­ta­nás, quien “aplas­ta­ría [su] ca­be­za”, tal como

Él ha­bía pro­me­ti­do mu­cho an­tes (Gn 3:15). Así que Dios pro­me­te ben­de­cir
a to­das las na­cio­nes, al cum­plir Sus pro­pó­si­tos, a tra­vés de la fa­mi­lia de

Abraham.

El pueblo amenazado
Cua­tro­cien­tos años an­tes de los even­tos na­rra­dos en Éxo­do 1, esa pro­me­sa

ha­bía es­ta­do bajo ame­na­za. Pa­re­cía que la ham­bru­na aca­ba­ría con la fa­mi­lia

de Abraham. Pero en Su pro­vi­den­cia


, Dios dis­pu­so las co­sas para que

José, uno de los bis­nie­tos de Abraham, se con­vir­tie­ra en “pri­mer mi­nis­tro”

de Egip­to. José acu­mu­ló tri­go du­ran­te los años de bue­na co­se­cha para que

Egip­to pu­die­ra so­bre­vi­vir a los años de es­ca­sez. Y José ex­ten­dió esta ayu­da

a la fa­mi­lia de su pa­dre. Ellos se mu­da­ron a Egip­to y dis­fru­ta­ron de su pro-­

vi­sión. El fu­tu­ro de la pro­me­sa es­ta­ba ase­gu­ra­do, al me­nos por aho­ra. El

pue­blo de Dios ha­bía ben­de­ci­do a las na­cio­nes a tra­vés de José, y el pue­blo

de Dios ha­bía sido pre­ser­va­do.

Cua­tro­cien­tos años más tar­de, al prin­ci­pio del li­bro de Éxo­do, la pro­me­sa

de una na­ción se está cum­plien­do. Éxo­do 1:1-5



enu­me­ra los hi­jos de Is-­

rael que lle­ga­ron a Egip­to. El nú­me­ro de aque­llos que hi­cie­ron el via­je ori-­

gi­nal, 400 años atrás, era solo de 70 (v 5


). Pero aho­ra, esas 70 per­so­nas se

han con­ver­ti­do en una gran na­ción. Se han mul­ti­pli­ca­do en gran ma­ne­ra, de

for­ma que lle­na­ron el país (vv 6-7


).
Esta es una his­to­ria de mi­gran­tes eco­nó­mi­cos. En un ini­cio son bien­ve­ni-­

dos. Pero a me­di­da que pros­pe­ran co­mien­za el re­sen­ti­mien­to y el te­mor. Se

im­po­nen me­di­das opre­si­vas. El mie­do es que su­pe­ren el nú­me­ro de los lo­ca-­

les y cam­bien su es­ti­lo de vida:

Pero lle­gó al po­der en Egip­to otro rey que no ha­bía co­no­ci­do a José, y le

dijo a su pue­blo: “¡Cui­da­do con los is­rae­li­tas, que ya son más fuer­tes y

nu­me­ro­sos que no­so­tros! Va­mos a te­ner que ma­ne­jar­los con mu­cha as­tu-­

cia; de lo con­tra­rio, se­gui­rán au­men­tan­do y, si es­ta­lla una gue­rra, se uni-­

rán a nues­tros ene­mi­gos, nos com­ba­ti­rán y se irán del país” (vv


8-10
).

Es una si­tua­ción que se re­pi­te ac­tual­men­te al­re­de­dor del mun­do.


Así que, una vez más, la pro­me­sa está bajo ame­na­za. En un ini­cio, Fa­raón

es­cla­vi­za a los is­rae­li­tas (vv 11-14


). Los hace tra­ba­jar des­pia­da­da­men­te. Se

ase­gu­ra de que no ten­gan tiem­po ni ener­gías para or­ga­ni­zar una re­be­lión. La

si­guien­te es una tra­duc­ción li­te­ral de W. Ross Bla­ck­burn de los ver­sícu­los

13-14
:

Y los egip­cios obli­ga­ron con vio­len­cia a los hi­jos de Is­rael a ser­vir­les. E

hi­cie­ron que sus vi­das fue­sen amar­gas, im­po­nién­do­les du­ros tra­ba­jos con

ce­men­to, la­dri­llos y toda cla­se de ser­vi­cio en los cam­pos. En todo ser­vi-­

cio los obli­ga­ban con vio­len­cia (The God who Makes Him­self Kno­wn:
The Mis­sio­nary Heart of the Book of Exo­dus
[El Dios que se re­ve­la a Sí

mismo: El co­ra­zón mi­sio­ne­ro del li­bro de Éxo­do


], 32).

Cada vez que se men­cio­na “ser­vi­cio” es como si es­cu­chá­ra­mos el chas­qui­do


de un lá­ti­go. Pero esta tác­ti­ca no fun­cio­nó, tal como ex­pli­ca Phil Ryken:
En el ver­sícu­lo 10
Fa­raón dice pen-yir­be,
que sig­ni­fi­ca “no sea que se

mul­ti­pli­quen”; pero en el ver­sícu­lo 12


, Dios dice: “… cuan­to más los

opri­mían, más se mul­ti­pli­ca­ban”. La Bi­blia uti­li­za este con­tras­te para

mos­trar la fu­ti­li­dad de las es­tra­te­gias de Fa­raón (Exo­dus: Saved for God´s

Glo­ry
[Éxo­do: Sal­va­dos para la glo­ria de Dios
], 35-36).

Al ver que su plan ini­cial fue frus­tra­do, Fa­raón or­de­na a las par­te­ras he­breas

ma­tar a todo re­cién na­ci­do va­rón (vv 15-16


). Pero las par­te­ras “te­mían a

Dios” —es­tu­vie­ron dis­pues­tas a de­sa­fiar la au­to­ri­dad de Fa­raón. Pre­ser­va-­

ron las vi­das de los va­ro­nes (v 17


) y cuan­do eran con­fron­ta­das, de­cían que

las mu­je­res he­breas (es de­cir, las is­rae­li­tas) da­ban a luz an­tes de que ellas

lle­ga­sen (vv 18-19


).

Ven­ci­do nue­va­men­te, Fa­raón hace un ter­cer in­ten­to por erra­di­car la ame-­

na­za pre­sen­ta­da por los he­breos. Esta vez, opta por el ge­no­ci­dio. Or­de­na la

eje­cu­ción de to­dos los ni­ños va­ro­nes (v 22


). To­dos de­bían ser arro­ja­dos al

río Nilo.
Planes frustrados
Pero una vez más, los pla­nes de Fa­raón son frus­tra­dos. Una fa­mi­lia he­brea

de­ci­de es­con­der a su hijo re­cién na­ci­do (2:1-2


). A los tres me­ses se les di­fi-­

cul­ta la ta­rea de man­te­ner­lo ocul­to, así que lo co­lo­can en una ca­nas­ta para

de­jar­lo en el río Nilo (vv 3-4


). El río que Fa­raón que­ría usar para dar muer-­

te a los ni­ños es el que pre­ser­va la vida de este niño en par­ti­cu­lar —es en-­

con­tra­do por la hija de Fa­raón, quien le mues­tra com­pa­sión (vv 5-6


). La

her­ma­na del niño in­ter­vie­ne, ofre­cien­do a su ma­dre como no­dri­za


(vv 7-9

), así que este niño es cria­do por su ma­dre y des­pués se con­vier­te en un

miem­bro de la cor­te real egip­cia (v 10


).

Al fi­nal de este epi­so­dio se nos re­ve­la su nom­bre —Moi­sés. Y no ne­ce­si-­

tas co­no­cer mu­cho so­bre la his­to­ria de Is­rael para sa­ber que Moi­sés será el

pró­xi­mo gran li­ber­ta­dor. Aun­que al­gu­nos estén le­yen­do este li­bro por pri-­

me­ra vez, se­gu­ra­men­te ha­brán es­cu­cha­do este nom­bre en mu­chas oca­sio-­

nes. En este niño en­con­tra­mos es­pe­ran­za para el pue­blo de Dios.

En Éxo­do 1:10
, Fa­raón dice que los egip­cios de­ben ser as­tu­tos. Aquí,

como sue­le su­ce­der, la mal­dad está dis­fra­za­da de sa­bi­du­ría. Pero la rea­li­dad

es que Fa­raón es ven­ci­do por cin­co mu­je­res —las dos par­te­ras he­breas, la

ma­dre y her­ma­na de Moi­sés y su pro­pia hija.


Pero de­trás de todo esto de­be­mos ver la mano pro­vi­den­cial de Dios. Es

una ma­ra­vi­llo­sa se­cuen­cia de even­tos: la lle­ga­da de la hija de Fa­raón, los

llan­tos las­ti­me­ros del bebé, la pro­vi­sión de la no­dri­za. Y todo con­du­ce a

algo asom­bro­so: Moi­sés ter­mi­na sien­do cria­do por su ma­dre, ¡a quien ade-­

más le pa­gan por ha­cer­lo! Esto sig­ni­fi­ca que Moi­sés fue cria­do como he-­

breo, pero con los pri­vi­le­gios de un egip­cio. En Hch 7:22, uno de los pri­me-­

ros cris­tia­nos (y el pri­mer már­tir


), Es­te­ban, dice que Moi­sés “fue ins­trui­do

en toda la sa­bi­du­ría de los egip­cios, y era po­de­ro­so en pa­la­bra y en obra”.

Moi­sés fue sal­va­do de Fa­raón para ter­mi­nar vi­vien­do en su cor­te y un día

de­rro­car­lo, res­ca­tan­do así al pue­blo de Dios.

Todo esto su­ce­de sin que Dios sea men­cio­na­do. Sin em­bar­go, el es­cri­tor

nos in­vi­ta a ver Su mano —y quizá a que de­tec­te­mos Su mano en nues­tras

pro­pias vi­das cuan­do con­fia­mos en las pro­me­sas del pac­to de Dios. Des-­

pués de todo, Moi­sés es man­te­ni­do a sal­vo de la vio­len­cia y la muer­te en el

pa­la­cio. Es un epi­so­dio don­de en­con­tra­mos al pe­ca­do en su for­ma más cruel

—e in­clu­so allí, la mano de Dios está obran­do. Aun el pe­ca­do es un con­tex-­

to en el cual Dios obra, pues Él sabe cómo in­cor­po­rar nues­tros pe­ca­dos en

Sus pro­pó­si­tos. Eso es lo que está ha­cien­do aquí; es lo que hizo cuan­do dos

go­ber­nan­tes se opu­sie­ron no a Su pue­blo, sino a Su pro­pio Hijo (Hch 4:27-


28); y es lo que hace ac­tual­men­te en no­so­tros, y a nues­tro al­re­de­dor, per­mi-­

tien­do que to­das


las co­sas obren para nues­tro bien (Ro 8:28).

Teme a Aquel que cumple Sus promesas


Las tres de­cla­ra­cio­nes de ben­di­ción y mul­ti­pli­ca­ción en­con­tra­das aquí (1:7,

12, 20
) le dan la es­truc­tu­ra a este ca­pí­tu­lo. A pe­sar de estar en Egip­to

(vv 1-7
), a pe­sar de ser opri­mi­dos (vv 8-14
) y a pe­sar de ser ame­na­za­dos

(vv 15-22
), el pue­blo de Dios pros­pe­ra de­bi­do a Sus pro­me­sas.

A lo lar­go de la his­to­ria de Is­rael, una y otra vez su fu­tu­ro ha pa­re­ci­do

frá­gil a la luz de tan­tas ame­na­zas de ani­qui­la­ción por par­te de dis­tin­tas fuer-­

zas mi­li­ta­res. Du­ran­te esos mo­men­tos, el pue­blo de Dios po­día vol­ver a esta

his­to­ria y ha­llar es­pe­ran­za —te­ner con­fian­za en el he­cho de que, sin im­por-­

tar cuán ne­gro pue­da ser el pa­no­ra­ma, Dios está obran­do para cum­plir Sus

pro­me­sas. Y eso es im­por­tan­te, por­que lo que está en jue­go cada oca­sión no

es el fu­tu­ro del pue­blo, sino el fu­tu­ro de la pro­me­sa de Dios y el fu­tu­ro de

nues­tra sal­va­ción.

Cien­tos de años más tar­de, otro rey or­de­nó el ase­si­na­to de ni­ños ino­cen-­

tes. El rey He­ro­des or­de­nó que to­dos los ni­ños de Be­lén, me­no­res de dos

años, fue­sen ase­si­na­dos (Mt 2:16-18). Una vez más, lo que es­ta­ba en jue­go

era el Sal­va­dor y el fu­tu­ro de las pro­me­sas de Dios. Una vez más, los pla­nes
del rey fue­ron frus­tra­dos cuan­do el pa­dre adop­ti­vo del bebé, José, fue aler-­

ta­do en un sue­ño y re­ci­bió ins­truc­cio­nes de huir, iró­ni­ca­men­te, a Egip­to (Mt

2:13-15).

To­das estas ame­na­zas al pue­blo de Dios —y, por tan­to, a Su pro­me­sa—

son par­te de la re­be­lión de Sa­ta­nás con­tra Dios. Sa­ta­nás está in­ten­tan­do des-­

truir al pue­blo de Dios para po­der ven­cer Su pro­me­sa. Y todo el An­ti­guo

Tes­ta­men­to está do­mi­na­do por la pro­me­sa de que quien aplas­ta­ría a Sa­ta­nás

ven­dría de la fa­mi­lia de Abraham (ver Gn 3:15; 22:18). Así que, si Sa­ta­nás

pue­de des­truir a la fa­mi­lia de Abraham, en­ton­ces pue­de pre­ve­nir tan­to que

na­zc­ a el Sal­va­dor como su pro­pia de­rro­ta.

Ese Sal­va­dor na­ció, y Sa­ta­nás ya fue de­rro­ta­do —pero él si­gue tra­tan­do

de ani­qui­lar a la igle­sia. Y lo que está en jue­go es la pro­me­sa del Sal­va­dor,

quien dijo: “… edi­fi­ca­ré Mi igle­sia, y las puer­tas del reino de la muer­te no

pre­va­le­ce­rán con­tra ella” (Mt 16:18). Bajo el co­mu­nis­mo so­vié­ti­co, bajo

Mao en Chi­na, y en la ac­tua­li­dad en Orien­te Me­dio, Sa­ta­nás ha in­ten­ta­do

des­truir a la igle­sia y pre­ve­nir la pre­di­ca­ción del evan­ge­lio. Pero en cada

oca­sión, Dios ha mos­tra­do Su po­der so­be­rano


. Adap­tan­do Éxo­do 1:7
, los

cris­tia­nos se “mul­ti­pli­ca­ron [y] fue­ron ha­cién­do­se más y más po­de­ro­sos.

[La tie­rra] se fue lle­nan­do de ellos”.


En la dé­ca­da de 1970, el pre­si­den­te de Etio­pía, Men­gis­tu, im­ple­men­tó lo

que fue co­no­ci­do como el Te­rror Rojo. Mu­rie­ron un mi­llón y me­dio de per-­

so­nas y las igle­sias fue­ron clau­su­ra­das. Cuan­do Men­gis­tu fue de­rro­ca­do,

na­die sa­bía si la igle­sia ha­bía so­bre­vi­vi­do. Pero los cris­tia­nos ha­bían es­ta­do

reu­nién­do­se se­cre­ta­men­te en ca­sas, y la igle­sia no solo ha­bía so­bre­vi­vi­do,

sino que ha­bía cre­ci­do. Dios se ha pro­pues­to cum­plir Sus pro­me­sas y no

per­mi­ti­rá que na­die —ni Fa­raón, ni Sa­ta­nás— las frus­tren.

Esta con­fian­za en los pro­pó­si­tos de Dios nos per­mi­te te­ner el va­lor para

obe­de­cer­le. Esta con­fian­za es la que per­mi­tió que las par­te­ras he­breas ac-­

tua­ran de la for­ma en la que lo hi­cie­ron: “Sin em­bar­go, las par­te­ras te­mían a

Dios, así que no si­guie­ron las ór­de­nes del rey de Egip­to… y, por ha­ber­se

mos­tra­do te­me­ro­sas de Dios, les con­ce­dió te­ner mu­chos hi­jos” (vv 17, 21


).

Al leer su his­to­ria, so­mos con­fron­ta­dos con la elec­ción que ellas tu­vie­ron

que en­fren­tar: te­mer a los hom­bres o te­mer a Dios. No me­nos­pre­cies la pre-­

sión bajo la que es­tu­vie­ron ni los ries­gos que to­ma­ron. ¿Por qué ac­tua­ron de

esa for­ma? Por­que te­mían a Dios —le te­nían ma­yor res­pe­to y ad­mi­ra­ción

que al go­ber­nan­te de la po­ten­cia mun­dial de aque­lla épo­ca, y con­fia­ban en

que Él cum­pli­ría Sus pro­me­sas, a tal gra­do que es­tu­vie­ron dis­pues­tas a de-­

sa­fiar a Fa­raón. Wi­lliam Gur­nall, un pu­ri­tano


del si­glo XVII, lo dice de la

si­guien­te ma­ne­ra: “Le te­me­mos tan­to a los hom­bres por­que no te­me­mos a


Dios lo su­fi­cien­te”. Estas par­te­ras son un ejem­plo de cómo po­de­mos ac­tuar

con va­lor cuan­do con­fia­mos en la pro­me­sa de Dios, que Pa­blo des­cri­be en

Gá­la­tas 3:8 como el evan­ge­lio anun­cia­do de an­te­mano. Las par­te­ras fue­ron

re­com­pen­sa­das con hi­jos, una se­ñal de te­ner una par­ti­ci­pa­ción en el fu­tu­ro

de Is­rael. Sin duda esta ben­di­ción en sí misma es una con­fir­ma­ción de que

Dios cum­pli­rá Sus pro­me­sas, ya que estos ni­ños na­cie­ron en una épo­ca en

don­de se su­po­nía que los ni­ños re­cién na­ci­dos de­bían mo­rir (1:21
).

¿Cómo po­dría la igle­sia so­bre­vi­vir hoy en día ante la cre­cien­te hos­ti­li­dad?

¿Cómo pue­des so­bre­vi­vir en tu casa o tra­ba­jo? ¿Cómo po­drías lle­var fruto

cuan­do tus co­le­gas y ami­gos des­pre­cian tu fe? ¿Cómo po­dría tu igle­sia mul-­

ti­pli­car­se ante la hos­ti­li­dad?

Todo eso es po­si­ble por­que Dios ha pro­me­ti­do lle­nar la tie­rra con la glo-­

ria de Cris­to. Él ha pro­me­ti­do edi­fi­car Su igle­sia. Dios aún está en el trono.

Y es a Él a quien de­be­mos te­mer. A na­die más.

1.
Con­si­de­ran­do el fra­ca­so de los pla­nes de Fa­raón de ex­ter­mi­nar a Is-­
rael, ¿cómo es esto de alien­to al mi­rar lo que pasa en el mun­do hoy?
2.
¿A quién o a qué te­mes más que a Dios? ¿Por qué?

3.
¿De qué for­mas estás sien­do lla­ma­do a ac­tuar con va­lor y obe­dien-­
cia al con­fiar en las pro­me­sas de Dios?

*
Las pa­la­bras en gris
se de­fi­nen en el glo­sa­rio.


To­das las re­fe­ren­cias a ver­sícu­los de Éxo­do están mar­ca­das en ne­gri­ta
en cada ca­pí­tu­lo.
La promesa de una tierra
La pro­me­sa de un pue­blo era solo la mitad de la pro­me­sa. La otra mitad era

una tie­rra ben­di­ta, un lu­gar de re­po­so.

En Éxo­do 1, la pro­me­sa de una tie­rra aún está muy le­jos. Los is­rae­li­tas

eran ex­tran­je­ros en Egip­to. Y de­fi­ni­ti­va­men­te no es­ta­ban des­can­san­do en

esa tie­rra. La es­cla­vi­tud es todo lo con­tra­rio al cum­pli­mien­to de esa pro­me-­

sa, ya que im­pli­ca tra­ba­jo sin des­can­so. Pero su si­tua­ción está por co­men­zar

a cam­biar, ya que para 2:11


el bebé de la ce­sta se ha con­ver­ti­do en un hom-­

bre.

Cuan­do lle­ga el mo­men­to de de­ci­dir, Moi­sés eli­ge ser un ex­tran­je­ro. “Un

día, cuan­do ya Moi­sés era ma­yor de edad, fue a ver a sus her­ma­nos de san-­

gre y pudo ob­ser­var sus pe­nu­rias” (v 11


). Él eli­ge ser un he­breo, ir a su pro-­

pio pue­blo. He­chos 7:25 su­gie­re que Moi­sés sa­bía en este pun­to que “Dios

iba a li­be­rar­los por me­dio de él”.


Pero Moi­sés ca­re­cía de la ma­du­rez para guiar a su pue­blo. Él de­ci­de ac-­

tuar a su ma­ne­ra y “mató al egip­cio y lo es­con­dió en la are­na” (2:12


).

“Gol­pear” y “ma­tar” (vv


11, 12, 13 y 14
) son las mis­mas pa­la­bras en he-­

breo. Moi­sés res­pon­de a la agre­sión in­jus­ta de Egip­to con su pro­pia agre-­

sión in­jus­ta —se con­vier­te en un ase­sino y se ve obli­ga­do a huir a Ma­dián

(v 15
). No solo se ve ame­na­za­do por Fa­raón, sino que tam­bién ha per­di­do

el res­pe­to de su pro­pio pue­blo. “¿Y quién te nom­bró a ti go­ber­nan­te y juez

so­bre no­so­tros?”, le pre­gun­ta uno cuan­do Moi­sés le re­pren­de por gol­pear a

su com­pa­ñe­ro. “¿Aca­so pien­sas ma­tar­me a mí, como ma­tas­te al egip­cio?”

(v 14
). Sa­be­mos que Moi­sés li­be­ra­rá al pue­blo de Dios de la es­cla­vi­tud

egip­cia. Pero aquí se com­por­ta como un amo egip­cio. Debe ol­vi­dar lo

apren­di­do en la cor­te egip­cia. Es un re­cor­da­to­rio de que no po­de­mos ha­cer

la obra de Dios si­guien­do for­mas mun­da­nas. Pero quizá el pun­to más im-­

por­tan­te es que no es Moi­sés quien va a li­be­rar a Is­rael por me­dio de la po-­

lí­ti­ca hu­ma­na. Es Dios quien li­be­ra­rá a Su pue­blo a tra­vés del po­der di­vino.

Cuan­do Moi­sés huye de Egip­to, es bien­ve­ni­do in­me­dia­ta­men­te en Ma-­

dián (vv 16-20


). ¿Es esto una coin­ci­den­cia? No, por­que Ma­dián es su ho-­

gar. Los ma­dia­ni­tas eran nó­ma­das, pero va­ga­ban al­re­de­dor de la pe­nín­su­la

del Si­naí y de la tie­rra de Ca­naán —toda esta área era par­te de la tie­rra pro-­

me­ti­da a Abraham. Y allí, en con­tras­te con Egip­to, el SE­ÑOR era ado­ra­do


con li­ber­tad (lo su­gie­re la re­fe­ren­cia a un “sa­cer­do­te” en el ver­sícu­lo 16
;

18:9-12 lo con­fir­ma). Al aban­do­nar el úni­co ho­gar que ha co­no­ci­do, Moi­sés

lle­ga a su ver­da­de­ro ho­gar.

Moi­sés se es­ta­ble­ce. Se casa e ini­cia una fa­mi­lia (2:21-22


). Res­ca­ta a un

gru­po de mu­je­res en pe­li­gro y se casa con una de ellas (vv 16-19


). Es una

his­to­ria lle­na de ecos de las na­rra­ti­vas pa­triar­ca­les (Gn 24:15-17; 29:1-14).

Moi­sés ha lle­ga­do a su ho­gar.

Pero esta es­ce­na de ben­di­ción do­més­ti­ca no pue­de ser el fi­nal de la his­to-­

ria para Moi­sés. En Éxo­do 1 vi­mos el cum­pli­mien­to de la pri­me­ra par­te de

la pro­me­sa a Abraham —Is­rael se con­vir­tió en una na­ción. En el ca­pí­tu­lo 2,

Moi­sés en­cuen­tra el cum­pli­mien­to de la se­gun­da par­te —en­cuen­tra un ho-­

gar en la tie­rra pro­me­ti­da. Pero el resto de las per­so­nas están a cien­tos de

ki­ló­me­tros y muy le­jos de ex­pe­ri­men­tar el re­po­so pro­me­ti­do. Te­ne­mos a un

pue­blo sin una tie­rra; y a Moi­sés en la tie­rra pro­me­ti­da, pero sin un pue­blo.

Así, al fi­nal del ca­pí­tu­lo 2, vol­ve­mos a la pro­me­sa he­cha a Abraham:

Mu­cho tiem­po des­pués mu­rió el rey de Egip­to. Los is­rae­li­tas, sin em­bar-­

go, se­guían la­men­tan­do su con­di­ción de es­cla­vos y cla­ma­ban pi­dien­do

ayu­da. Sus gri­tos de­ses­pe­ra­dos lle­ga­ron a oí­dos de Dios, quien al oír sus

que­jas se acor­dó del pac­to que ha­bía he­cho con Abraham, Isaac
y Ja­cob
.
Fue así como Dios se fijó en los is­rae­li­tas y los tomó en cuen­ta (vv 23-25

).

Dios “se acor­dó del pac­to que ha­bía he­cho con Abraham”. Lo que im­pul-­

sa­rá esta his­to­ria es esa pro­me­sa he­cha a Abraham. “Se acor­dó” sig­ni­fi­ca

de­ci­dir­se a ac­tuar para cum­plir un pac­to. No es que la pro­me­sa de al­gu­na

for­ma se es­ca­pó de la men­te de Dios. No sig­ni­fi­ca que se dis­tra­jo con ot­ras

co­sas. “Se acor­dó” sig­ni­fi­ca que Dios está a pun­to de dar el pró­xi­mo paso

en el cum­pli­mien­to de Sus pro­me­sas. El ver­sícu­lo 25


dice que “Dios se fijó

en los is­rae­li­tas y los tomó en cuen­ta” —tomó en cuen­ta sus su­fri­mien­tos y

tomó en cuen­ta Sus pro­me­sas.

Esta his­to­ria no es solo la his­to­ria de cómo Dios li­be­ró a un pue­blo opri-­

mi­do en par­ti­cu­lar. Es la his­to­ria de cómo Dios cum­ple Su pro­me­sa de traer

sal­va­ción para to­das las per­so­nas. Lo que está en jue­go no es solo la li­be­ra-­

ción de una na­ción. Esta his­to­ria pon­drá en mo­vi­mien­to la li­be­ra­ción de to-­

das las na­cio­nes de la es­cla­vi­tud de Sa­ta­nás. La Bi­blia es la his­to­ria de

cómo Dios nos lleva de re­gre­so a casa.

La pregunta de la identidad
Moi­sés cre­ció como he­breo y egip­cio. El nom­bre “Moi­sés” pue­de ser a la

vez he­breo y egip­cio. Un nú­me­ro con­si­de­ra­ble de nom­bres egip­cios tie­nen

una sí­la­ba ms
,
como “Ram­ses”, que sig­ni­fi­ca “na­ci­do de Ra” (Ra era el

dios-sol egip­cio). Así que “Moi­sés” po­dría sig­ni­fi­car “na­ci­do del Nilo”,

pero “Moi­sés” tam­bién sue­na como la pa­la­bra he­brea para “ex­traer”.

De aquí sur­ge una pre­gun­ta: ¿Cuál es la ver­da­de­ra iden­ti­dad de Moi­sés?

Cuan­do debe ele­gir, se iden­ti­fi­ca con los he­breos, a pe­sar de que a los prín-­

ci­pes egip­cios se les en­se­ña­ba a des­pre­ciar el tra­ba­jo ma­nual. Él pre­fie­re

abo­gar por los opri­mi­dos que dis­fru­tar del gla­mour de Egip­to (v 11
). La

pro­me­sa de Dios es lo que de­fi­ne Su iden­ti­dad. Y es lo que de­fi­ne la nues­tra

tam­bién. In­clu­so su nueva pro­fe­sión lo ale­ja del lazo que te­nía con Egip­to.

Gé­ne­sis 46:34 dice: “Los egip­cios de­tes­tan el ofi­cio de pas­tor”. Así que

Moi­sés se con­vier­te en algo im­pen­sa­ble para sus an­ti­guos ami­gos egip­cios.

Quizá los is­rae­li­tas es­ta­ban pa­san­do por un pro­ce­so si­mi­lar en Egip­to. De

ha­ber de­pen­di­do de ellos, ha­brían sido ab­sor­bi­dos por la cul­tu­ra egip­cia y

ha­brían des­apa­re­ci­do de la his­to­ria. Pero la per­se­cu­ción ét­ni­ca dio como re-­

sul­ta­do que su iden­ti­dad se man­tu­vie­ra y se hi­cie­ra más cla­ra. De nuevo, de

ha­ber de­pen­di­do de ellos, los is­rae­li­tas quizá se ha­brían es­ta­ble­ci­do como

mar­gi­na­dos en Egip­to.
A pe­sar de sus su­fri­mien­tos, fue di­fí­cil con­ven­cer­los de salir de Egip­to, y

al poco tiem­po ya que­rían re­gre­sar (ver, por ejem­plo, Éx 16:3). Una de las

ma­ne­ras en que Dios pro­du­ce algo bue­no del su­fri­mien­to es que Él lo usa

para que nos afe­rre­mos a Él por me­dio de la fe, para re­afir­mar nues­tra iden-­

ti­dad como Sus hi­jos y para au­men­tar nues­tro an­he­lo por la nueva crea­ción.

En el caso de Moi­sés, su tiem­po como pas­tor en el de­sier­to lo pre­pa­ró

para el li­de­raz­go. El es­cri­tor del Sal­mo 77 re­cor­dó cómo Dios “por me­dio

de Moi­sés y de Aa­rón [guió] como un re­ba­ño a [Su] pue­blo” (Sal 77:20). El

pro­fe­ta Isaías ha­bló de cómo el pue­blo de Dios “re­cor­dó los tiem­pos pa­sa-­

dos, los tiem­po de Moi­sés: ¿Dón­de está el que los guió a tra­vés del mar,

como guía el pas­tor a su re­ba­ño?” (Is 63:11). Un día, Moi­sés guia­ría a Is­rael

como un pas­tor guía a sus ove­jas. Así que se pre­pa­ra sien­do li­te­ral­men­te un

pas­tor, guian­do a ove­jas rea­les. Desde el mo­men­to en que Moi­sés lle­ga a

Ma­dián, co­mien­za a trans­for­mar­se en un hom­bre que pue­de guiar al pue­blo

de Dios. En con­tras­te con la vio­len­cia de sus ac­cio­nes en Egip­to, Moi­sés

res­ca­ta a las mu­je­res ma­dia­ni­tas sin usar vio­len­cia y des­pués les sir­ve de

una ma­ne­ra que las sor­pren­de, pues se tra­ta­ba de un hom­bre sir­vien­do a

mu­je­res: “¡Has­ta nos sacó agua del pozo y dio a be­ber al re­ba­ño!” (2:19
).

Moi­sés lla­ma a su pri­mer hijo “Guer­són”. El tiem­po del ver­bo en la ex­pli-­

ca­ción de Moi­sés so­bre este nom­bre es am­bi­guo. La NVI lo tra­du­ce así:


“Soy un ex­tran­je­ro en tie­rra ex­tra­ña” (v 22
). Pero la Bi­blia de Las Amé­ri-­

cas cap­ta me­jor el con­tex­to: “Pe­re­grino


soy en tie­rra ex­tran­je­ra”. El pun­to

no es que Moi­sés está le­jos de casa, sino que él ha lle­ga­do a casa. Moi­sés

está dis­fru­tan­do de des­can­so y paz en la tie­rra pro­me­ti­da. A pe­sar de que

Egip­to fue el lu­gar don­de na­ció y cre­ció, Moi­sés aho­ra lo ve como un país

ex­tran­je­ro.

El me­jor co­men­ta­rio so­bre esta his­to­ria lo en­con­tra­mos en He­breos

11:24-27:

Por la fe Moi­sés, ya adul­to, re­nun­ció a ser lla­ma­do hijo de la hija de Fa-­

raón. Pre­fi­rió ser mal­tra­ta­do con el pue­blo de Dios a dis­fru­tar de los efí-­

me­ros pla­ce­res del pe­ca­do. Con­si­de­ró que el opro­bio por cau­sa del Me-­

sías era una ma­yor ri­que­za que los te­so­ros de Egip­to, por­que te­nía la mi-­

ra­da pues­ta en la re­com­pen­sa. Por la fe salió de Egip­to sin te­ner­le mie­do

a la ira del rey, pues se man­tu­vo fir­me como si es­tu­vie­ra vien­do al In­vi­si-­

ble.

To­dos en­fren­ta­mos la misma elec­ción de Moi­sés. Todo cris­tiano se en-­

cuen­tra en la misma si­tua­ción. Des­pués de nues­tra con­ver­sión


, la tie­rra en

don­de na­ci­mos y cre­ci­mos se con­vier­te en una tie­rra ex­tran­je­ra para no­so-­

tros. Aho­ra so­mos pe­re­gri­nos via­jan­do ha­cia la tie­rra pro­me­ti­da, el ho­gar


que nos es­pe­ra en el cie­lo. De­be­mos ele­gir. ¿Cuál ho­gar de­fi­ni­rá nues­tras

prio­ri­da­des? ¿Cuál mol­dea­rá nues­tro com­por­ta­mien­to? ¿Cuál de­fi­ni­rá nues-­

tro es­tán­dar de vida? ¿Es­co­ge­re­mos los “pla­ce­res del pe­ca­do” y los “te­so­ros

de Egip­to”? ¿O ele­gi­re­mos ser mal­tra­ta­dos con el pue­blo de Dios? ¿Es­co­ge-­

re­mos la des­gra­cia por la cau­sa de Cris­to? Bá­si­ca­men­te la de­ci­sión es la si-­

guien­te: ¿vi­vi­rás por el pla­cer y los te­so­ros o vi­vi­rás en des­hon­ra?

Moi­sés eli­gió la des­hon­ra. ¿Por qué? “Por­que te­nía la mi­ra­da pues­ta en la

re­com­pen­sa. Por la fe salió de Egip­to sin te­ner­le mie­do a la ira del rey”.

Nota que su fe lo llevó a no te­mer a la ira del rey —al igual que las par­te­ras.

¿Cómo vi­vi­mos al en­fren­tar hos­ti­li­dad en este mun­do? Mi­ran­do al ho­gar

que Dios nos ha pro­me­ti­do. Y te­mien­do a Dios en lu­gar de a los hom­bres.

La his­to­ria de Éxo­do es par­te de la gran his­to­ria de la pro­me­sa de Dios a

Abraham —una his­to­ria de la cual for­ma­mos par­te. Pero eso no es todo.

La historia de la Creación y la re-creación


He­mos visto que “los is­rae­li­tas tu­vie­ron mu­chos hi­jos, y a tal gra­do se mul-­

ti­pli­ca­ron que fue­ron ha­cién­do­se más y más po­de­ro­sos. El país se fue lle-­

nan­do de ellos” (1:7


); y que, en res­pues­ta a su obe­dien­cia, “los is­rae­li­tas se

hi­cie­ron más fuer­tes y más nu­me­ro­sos. Ade­más, Dios tra­tó muy bien a las

par­te­ras” (v 20
).
Ya he­mos es­cu­cha­do esta cla­se de len­gua­je en la his­to­ria de la Bi­blia —

en Gé­ne­sis 1:28: “Y los ben­di­jo con estas pa­la­bras: ‘Sean fruc­tí­fe­ros y mul-­

ti­plí­quen­se; lle­nen la tie­rra y so­mé­tan­la’”. Este man­da­mien­to es rei­te­ra­do

una vez que Noé sale del arca: “Dios ben­di­jo a Noé y a sus hi­jos con estas

pa­la­bras: ‘Sean fe­cun­dos, mul­ti­plí­quen­se y lle­nen la tie­rra’” (Gn 9:1). No­te-­

mos estas co­ne­xio­nes:


Dios le dice a la hu­ma­ni­dad que sean “fruc­tí­fe­ros”. Los is­rae­li­tas
“tu­vie­ron mu­chos hi­jos”.


Dios le dice a la hu­ma­ni­dad que se mul­ti­pli­que. Los is­rae­li­tas “se
hi­cie­ron más nu­me­ro­sos”.


Dios le dice a la hu­ma­ni­dad que “lle­nen la tie­rra”. Is­rael “fue lle-­
nan­do” el país.

Éxo­do 1:7
uti­li­za va­rias pa­la­bras di­fe­ren­tes para des­cri­bir el cre­ci­mien­to

de los is­rae­li­tas. “Tu­vie­ron mu­chos hi­jos” es li­te­ral­men­te “pu­lu­la­ban”, la

misma pa­la­bra uti­li­za­da en Gé­ne­sis 1:21 para des­cri­bir los ani­ma­les que

“pu­lu­lan” en las aguas. Lo que está su­ce­dien­do en Éxo­do 1 no es solo el

cum­pli­mien­to del pac­to con Abraham, sino el cum­pli­mien­to del pac­to con

el pri­mer hu­mano, Adán. El pue­blo de Dios está cum­plien­do el man­da­mien-­

to que la hu­ma­ni­dad se negó a cum­plir.


Y las co­ne­xio­nes con la Crea­ción de Dios con­ti­núan. En Éxo­do 2:2
se

nos dice que la ma­dre de Moi­sés vio que era “her­mo­so”; li­te­ral­men­te, “vio

que era bue­no”. Es el mismo len­gua­je de Gé­ne­sis 1:31: “Dios miró todo lo

que ha­bía he­cho, y con­si­de­ró que era muy bue­no”. En Egip­to, el mun­do es-­

ta­ba sien­do re-crea­do.

Y todo ha­bría sa­li­do bien de no ha­ber sido por el he­cho de que Fa­raón se

con­vier­te en una es­pe­cie de anti-crea­dor. Fa­raón in­ten­ta re­fre­nar esta ex­plo-­

sión de po­der crea­ti­vo. En lu­gar de vida, or­de­na muer­te. Los ni­ños re­cién

na­ci­dos —el fruto de esta ener­gía crea­ti­va— de­ben ser arro­ja­dos al Nilo. En

Gé­ne­sis 1, a la hu­ma­ni­dad se le en­co­men­dó so­me­ter a la tie­rra. En Éxo­do 1,

la hu­ma­ni­dad, en la per­so­na de Fa­raón, está so­me­tien­do… a la hu­ma­ni­dad.

¿Y qué su­ce­de? El li­ber­ta­dor en­via­do por Dios es pues­to en el Nilo. Es

pues­to en el lu­gar de la muer­te —y vive. Como he­mos re­sal­ta­do, el nom­bre

“Moi­sés” sue­na como la pa­la­bra he­brea para “ex­traer”. Moi­sés es ex­traí­do

de las aguas de la muer­te, así como su­ce­de­rá con Is­rael en el ca­pí­tu­lo 14.

La pa­la­bra “ce­sta” en 2:3


es li­te­ral­men­te “arca” (te­bha
). El bebé Moi­sés

es pues­to en el “arca”. La úni­ca otra vez que se usa esta pa­la­bra en la Bi­blia

es para des­cri­bir el arca de Noé. Tan­to Noé como Moi­sés es­ca­pa­ron del jui-­

cio en un arca em­ba­dur­na­da con be­tún.


En me­dio de las aguas del jui­cio, el pue­blo de Dios está a sal­vo. Tan­to

Noé en Gé­ne­sis 6 − 9 como Moi­sés aquí ex­pe­ri­men­tan un acto de re-crea-­

ción, o de re­su­rrec­ción. En­tran a las aguas de la muer­te y emer­gen a una

nueva vida (1P 3:20-22). Re­gre­sa­re­mos a esta idea cuan­do lle­gue­mos a

Éxo­do 14, ¡pero es emo­cio­nan­te ver­lo aquí!

Fa­raón está in­ten­tan­do im­pe­dir esta ex­plo­sión de crea­ti­vi­dad —y, por tan-­

to, se en­fren­ta con­tra Dios. Tan­to Fa­raón como Dios re­cla­man a Is­rael como

su pro­pie­dad, aun­que la na­tu­ra­le­za de sus res­pec­ti­vos go­bier­nos es muy di-­

fe­ren­te. Un man­da­to es opre­si­vo y mor­tal; el otro es li­be­ra­dor y vi­vi­fi­can­te.

La hos­ti­li­dad de Fa­raón es la ma­ni­fes­ta­ción más re­cien­te de la hos­ti­li­dad

que en­tró al mun­do des­pués de la Caí­da


de Adán, cuan­do Dios le dijo a la

ser­pien­te: “Pon­dré ene­mis­tad en­tre tú y la mu­jer, y en­tre tu si­mien­te y la de

ella” (Gn 3:15). Egip­to será el lu­gar de la úl­ti­ma ba­ta­lla en­tre los que per­te-­

ne­cen a la ser­pien­te y aque­llos que per­te­ne­cen a la pro­me­sa. Fa­raón in­ten­ta-­

rá des­ha­cer la re-crea­ción de Dios —Dios li­be­ra­rá las fuer­zas de la Crea-­

ción so­bre él. Y mien­tras lo hace, sal­va­rá a Su pue­blo. Y el mun­do sa­brá

que Él es Dios.

La igle­sia con­ti­núa ex­pe­ri­men­tan­do esa ene­mis­tad —y la his­to­ria del éxo-­

do nos re­cuer­da que, sin im­por­tar cuán cruen­ta sea la ba­ta­lla, solo ha­brá un
ga­na­dor. La igle­sia ex­pe­ri­men­ta­rá la ba­ta­lla, pero tam­bién ex­pe­ri­men­ta­rá la

sal­va­ción de Dios y go­za­rá de Su go­bierno li­be­ra­dor y vi­vi­fi­can­te.

1.
Si pien­sas en el ini­cio y el pro­gre­so de tu vida cris­tia­na, ¿en qué
ma­ne­ras te has iden­ti­fi­ca­do como un “pe­re­grino en una tie­rra ex­tran-­

je­ra”?

2.
“¿Vi­vi­rás por el pla­cer y los te­so­ros o vi­vi­rás en des­hon­ra?”. Al ver
tu pro­pia vida, ¿cómo pue­des con­tes­tar esta pre­gun­ta de ma­ne­ra que

sea de alien­to para ti? ¿En qué áreas de tu vida te reta esta pre­gun­ta?

3.
¿Cómo pue­de el co­no­cer el fi­nal de la his­to­ria —la vic­to­ria de Dios
y la re-crea­ción— ca­pa­ci­tar­te para vivir de ma­ne­ra po­si­ti­va y en­tu-­

sias­ta en me­dio de la ba­ta­lla de la vida cris­tia­na?


 

La ig­no­ran­cia so­bre Dios —ig­no­rar tan­to Sus ca­mi­nos como la co­mu­nión

con Él— es la cau­sa prin­ci­pal de la de­bi­li­dad de la igle­sia en la ac­tua­li-­

dad… La for­ma de tra­tar a Dios en la era mo­der­na es po­ner­lo a la dis­tan-­

cia o ne­gar por com­ple­to Su exis­ten­cia; y la iro­nía es que los cris­tia­nos

mo­der­nos, preo­cu­pa­dos por man­te­ner la prác­ti­ca re­li­gio­sa en un mun­do

irre­li­gio­so, han per­mi­ti­do que Dios sea al­guien re­mo­to… Los lí­de­res de

la igle­sia que ven a Dios, por así de­cir­lo, desde el lado equi­vo­ca­do del te-­

les­co­pio, re­du­cién­do­lo a pro­por­cio­nes di­mi­nu­tas, no pue­den as­pi­rar más

que a ser cris­tia­nos di­mi­nu­tos.

Esto fue es­cri­to por Jim Pac­ker en la in­tro­duc­ción a su obra clá­si­ca El co-­

no­ci­mien­to del Dios san­to


. ¿Qué po­dría in­cluir­se en esto que dice Pac­ker

de que es­ta­mos “preo­cu­pa­dos por man­te­ner la prác­ti­ca re­li­gio­sa”? Li­bros,


ar­tícu­los, con­fe­ren­cias, es­tra­te­gias de evan­ge­lis­mo, pre­di­ca­cio­nes re­le­van-­

tes, mo­de­los de dis­ci­pu­la­do, mi­nis­te­rio con­tex­tua­li­za­do, pro­gra­mas de al-­

can­ce —to­das estas co­sas son dig­nas de bus­car y son te­mas que ne­ce­si­ta-­

mos abor­dar. Pero si se con­vier­ten en nues­tro en­fo­que prin­ci­pal, en­ton­ces

Dios pue­de estar au­sen­te de nues­tras vi­das. Nos con­ver­ti­mos en ex­per­tos en

mu­chas áreas, pero al mismo tiem­po per­ma­ne­ce­mos como cris­tia­nos di­mi-­

nu­tos. Que­re­mos “te­mas prác­ti­cos”, pero nada es me­nos prác­ti­co que el

cris­tia­nis­mo sin Cris­to.

La ad­ver­ten­cia de Pac­ker so­bre los cris­tia­nos di­mi­nu­tos que han re­du­ci­do

a Dios ha­bría sido re­le­van­te para los is­rae­li­tas en Egip­to, como ve­re­mos una

y otra vez. Los ca­pí­tu­los 1 y 2 han pre­pa­ra­do el es­ce­na­rio. Los is­rae­li­tas se

han mul­ti­pli­ca­do, pero han sido es­cla­vi­za­dos. Estos ca­pí­tu­los ape­nas men-­

cio­nan el nom­bre de Dios, lo cual es es­pe­cial­men­te no­ta­ble cuan­do ve­mos

las fre­cuen­tes re­fe­ren­cias a Él del ca­pí­tu­lo 3 en ade­lan­te. En Éxo­do 2:23, el

cla­mor de los is­rae­li­tas lle­ga a Dios, pero no se nos dice que di­cho cla­mor

haya sido di­ri­gi­do a Él. Pero en res­pues­ta a ese cla­mor, Dios dice: “… he

des­cen­di­do” (3:8
). Is­rael pudo ha­ber­se ol­vi­da­do de Dios, pero Él está por

dar­les un gran re­cor­da­to­rio. Está por re­ve­lar­les Su nom­bre.

En la ac­tua­li­dad, a las per­so­nas les gusta de­fi­nir a Dios por sí mis­mos.

Pien­sa en las per­so­nas que di­cen: “No soy re­li­gio­so, pero soy es­pi­ri­tual” o
“Pien­so que Dios es como…”. Lo que real­men­te están di­cien­do es: “No

quie­ro que na­die me diga qué pen­sar so­bre Dios. Yo de­ci­di­ré por mí mismo

cómo es Dios. Yo lo (o la) ima­gi­na­ré como yo de­ci­da”.

Los cris­tia­nos no son in­mu­nes a esto. Al ha­blar so­bre al­gún as­pec­to del

ca­rác­ter de Dios o de la ver­dad cris­tia­na, po­dría­mos de­cir: “No me gusta

como sue­na eso… no creo que Dios sea así”. Pue­de que se tra­te de Su jui-­

cio, de Su so­be­ra­nía o de Sus es­tán­da­res para la se­xua­li­dad. Ha­ce­mos un

dios a nues­tra ima­gen y se con­vier­te en un dios su­per­fi­cial —uno que en­ca-­

ja en nues­tros de­seos pero que no pue­de ayu­dar­nos en nues­tra ne­ce­si­dad.

Pen­sa­mos en Dios de la ma­ne­ra que que­re­mos.

Pero ha­cer esto es ale­jar­nos de la rea­li­dad. Bien po­drías de­cir: “Me gusta

pen­sar que los ele­fan­tes son ani­ma­les de dos pa­tas”. ¡Lo que quie­ras pen­sar

de los ele­fan­tes es irre­le­van­te! No cam­bia­rá el he­cho de que tie­nen cua­tro

pa­tas. Y lo que tú, yo o cual­quier per­so­na pien­se so­bre Dios no cam­bia lo

que Dios es real­men­te. Dios no es un con­cep­to que po­de­mos mol­dear como

que­ra­mos. Dios es
. Dios es una rea­li­dad —la rea­li­dad ab­so­lu­ta. Así que en

este pa­sa­je Dios dice: “Yo soy el que soy” (v 14


). Dios se de­fi­ne a Sí

mismo. Es Dios quien de­ter­mi­na y pro­cla­ma quién y cómo es Él —no nues-­

tra ima­gi­na­ción. Cuan­do so­mos con­fron­ta­dos con el Dios ver­da­de­ro, des­cu-­


bri­mos que Dios es más ate­rra­dor y más amo­ro­so de lo que ja­más po­dría-­

mos ima­gi­nar y que cual­quier otro “dios” con el que pu­dié­ra­mos so­ñar.

Así que ¿cómo es Dios? ¿Quién es Dios?

Por encima de nosotros


Moi­sés está cui­dan­do al re­ba­ño de su sue­gro y ter­mi­na en el de­sier­to cer­ca

de Ho­reb (v 1
). Allí ve una zar­za ar­dien­te (v 2
) ¡que no se con­su­mía! “La

zar­za es­ta­ba en­vuel­ta en lla­mas, pero… no se con­su­mía”. El fue­go ge­ne­ral-­

men­te nos atrae, y esta zar­za en lla­mas atrae a Moi­sés (v 3


). Pero de la

misma for­ma, ins­tin­ti­va­men­te, man­te­ne­mos nues­tra dis­tan­cia. Sa­be­mos que

si nos acer­ca­mos de­ma­sia­do, el fue­go nos hará daño. Quizá Dios apa­re­ce de

esta for­ma para re­sal­tar la ne­ce­si­dad de guar­dar la dis­tan­cia. Ese será un

tema muy im­por­tan­te en el li­bro de Éxo­do (por ejem­plo, 19:10-13, 20-24).

El que esta zar­za no se con­su­ma no es la ma­yor sor­pre­sa. En­se­gui­da, Dios

lla­ma a Moi­sés desde la zar­za: “¡Moi­sés, Moi­sés!... no te acer­ques más”

(3:4-5
). Moi­sés debe des­po­jar­se de las san­da­lias. No se nos dice exac­ta-­

men­te por qué, ex­cep­to que es una se­ñal de que es “tie­rra san­ta”, por­que

Dios se en­con­tra­ba allí (v 5


). La pa­la­bra “san­ta” sig­ni­fi­ca “di­fe­ren­te” o

“dis­tin­ti­va”. Dios no es como no­so­tros. Él es san­to, glo­rio­so y ma­jes­tuo­so.


Des­pués, Dios se re­ve­la a Sí mismo como Dios. Has­ta aho­ra, Moi­sés solo

se ha­bía en­con­tra­do con una zar­za par­lan­te, pero aho­ra se le dice: “Yo

soy… Dios” (v 6
). La reac­ción ins­tin­ti­va de Moi­sés es es­con­der su ros­tro

in­me­dia­ta­men­te, “pues tuvo mie­do de mi­rar a Dios”. Esta res­pues­ta es dig-­

na de no­tar, ya que en Éxo­do 33:20 Dios le dirá a Moi­sés: “… no po­drás ver

Mi ros­tro, por­que na­die pue­de ver­me y se­guir con vida”.

Hay más que de­cir so­bre Dios, como ve­re­mos. Pero lo que di­re­mos so­bre

Su amor y gra­cia
no lo des­po­ja de Su san­ti­dad y glo­ria. Dios es asom­bro­so

y te­rri­ble, se­gún el sig­ni­fi­ca­do an­ti­guo de esas pa­la­bras —pro­vo­ca asom­bro

y te­rror. No de­bes tra­tar­lo con li­ge­re­za. Dios no es tu “ca­ma­ra­da”. Sin duda,

si es­tu­vie­ras a pun­to de ver a Dios, tu ins­tin­to se­ría es­con­der tu ros­tro. In-­

clu­so los glo­rio­sos e ino­cen­tes se­ra­fi­nes cu­bren sus ros­tros en la pre­sen­cia

de Dios (Is 6:2). Dios está por en­ci­ma de no­so­tros. El tér­mino teo­ló­gi­co

para esto es “tras­cen­den­cia”.

Entre nosotros
Sin em­bar­go, ob­ser­va lo que Dios le dice a Moi­sés en Su en­cuen­tro con él:

“Cier­ta­men­te he visto la opre­sión


que su­fre Mi pue­blo en Egip­to. Los he

es­cu­cha­do… y co­noz­co bien…” (Éx 3:7


). Dios está por en­ci­ma de no­so-­

tros, pero tam­bién está en­tre no­so­tros. Solo apre­cia­re­mos Su cer­ca­nía si pri-­
me­ro so­mos asom­bra­dos por Su po­si­ción so­bre no­so­tros. Dios está pre­sen­te

en me­dio de Su pue­blo, aun cuan­do no sin­ta­mos Su pre­sen­cia. Dios está lo

su­fi­cien­te­men­te cer­ca como para ver, es­cu­char y co­no­cer.

La ma­yo­ría de no­so­tros sa­be­mos lo que sig­ni­fi­ca sen­tir­se ol­vi­da­do por

Dios, o te­ner la sen­sa­ción de que Dios está le­jos —quizá te sien­tas así en

este mo­men­to. Cla­mas por tu su­fri­mien­to, tal como lo hi­cie­ron los is­rae­li­tas

(vv 7, 9
). Y sien­tes, quizá como ellos sin­tie­ron, que Dios no es­cu­cha o que

a Él no le in­tere­sa. Pero Dios dice: “He visto… he es­cu­cha­do… y co­noz­co

bien”.

Más aún, Dios des­pués dice: “… he des­cen­di­do” (v 8


). Dios no está au-­

sen­te. Él está in­vo­lu­cra­do en la his­to­ria de Su pue­blo. Él res­ca­ta­ría a Su

pue­blo “para lle­var­los a una tie­rra bue­na y es­pa­cio­sa”, tal como ha­bía pro-­

me­ti­do (v 8
). Dios está pre­sen­te en­tre no­so­tros. El tér­mino teo­ló­gi­co para

esto es “in­ma­nen­cia”.

Cuan­do las per­so­nas de­fi­nen a Dios por sí mis­mas, tí­pi­ca­men­te pien­san

en Dios como to­tal­men­te tras­cen­den­te o to­tal­men­te in­ma­nen­te. Los dio­ses

del islam y del deís­mo


son to­tal­men­te tras­cen­den­tes. Mu­chos en Oc­ci­den­te

son deís­tas fun­cio­na­les


—creen en Dios, pero Él no afec­ta sus vi­das. En

po­cas pa­la­bras, para ellos, Dios no ve, no es­cu­cha, no co­no­ce y no ha des-­

cen­di­do. En con­tras­te, los dio­ses del mis­ti­cis­mo


, del su­fis­mo
y de las re­li-­
gio­nes orien­ta­les son to­tal­men­te in­ma­nen­tes. Estas creen­cias en­se­ñan que

Dios está en­tre no­so­tros o que todo es, de cier­ta for­ma, di­vino (quizá por

ello las re­li­gio­nes orien­ta­les les pa­re­cen atrac­ti­vas a los oc­ci­den­ta­les que

son deís­tas fun­cio­na­les). Pero el Dios que es, el Dios que se re­ve­ló a Moi-­

sés, es am­bas co­sas: está por en­ci­ma de no­so­tros y en­tre no­so­tros.

Vale la pena con­si­de­rar rá­pi­da­men­te lo si­guien­te. El ver­sícu­lo 2


dice que

“el án­gel del SE­ÑOR se le apa­re­ció” a Moi­sés, pero de ahí en ade­lan­te se

nos dice que es Dios el que ha­bla (vv 4, 5, 6, 7


). Al­gu­nas ve­ces en el An­ti-­

guo Tes­ta­men­to, como aquí, el án­gel del SE­ÑOR apa­re­ce como si­nó­ni­mo

de Dios mismo. Sin em­bar­go, en ot­ras oca­sio­nes se hace una dis­tin­ción en-­

tre Él y Dios (por ejem­plo, 2S 24:16). Los teó


lo­gos
pien­san ge­ne­ral­men­te

que “el án­gel del SE­ÑOR” hace re­fe­ren­cia a Je­sús, quien “es­ta­ba con Dios”

y “era Dios” desde el prin­ci­pio (Jn 1:1). Y en Je­sús, Dios ha des­cen­di­do

para ser Em­ma­nuel —Dios con no­so­tros (Mt 1:23).

La sor­pre­sa para Moi­sés está en 3:10


: “Así que dis­pon­te a par­tir. Voy a

en­viar­te a Fa­raón para que sa­ques de Egip­to a los is­rae­li­tas, que son Mi

pue­blo”. Me pre­gun­to si al en­fren­tar un pro­ble­ma deseas es­cu­char a Dios

de­cir: “He visto… he es­cu­cha­do… co­noz­co”. Pero no lo es­cu­chas por­que

Él tam­bién dice: “Voy a en­viar­te”. En ot­ras pa­la­bras, mu­chas ve­ces Él tie­ne


la in­ten­ción de que tú seas la so­lu­ción al pro­ble­ma. ¿Estás listo para es­cu-­

char eso?

¿Quién soy yo?


Moi­sés en­tra en un diá­lo­go con Dios que gira al­re­de­dor de tres pre­gun­tas:
1.
¿Quién soy yo? (vv 11-12
)
2.
¿Quién eres Tú? (vv 13-22
)
3.
¿Qué hago si no me creen? (4:1-17
)

“Pero Moi­sés le dijo a Dios: ¿Y quién soy yo para pre­sen­tar­me ante Fa-­

raón y sa­car de Egip­to a los is­rae­li­tas?” (3:11


). Moi­sés no se sien­te pre­pa-­

ra­do de­bi­do a su de­bi­li­dad (“¿Y quién soy yo…”), al po­der de Fa­raón (“…

para pre­sen­tar­me ante Fa­raón…”) y al ta­ma­ño de la ta­rea (“… y sa­car de

Egip­to a los is­rae­li­tas?”). ¡Es una muy bue­na pre­gun­ta!

“¿Quién soy yo?”. Nues­tra cul­tu­ra mo­der­na nos in­vi­ta a ha­cer esta pre-­

gun­ta todo el tiem­po. La iden­ti­dad se ha con­ver­ti­do en algo mo­di­fi­ca­ble.

Hace un si­glo, tu iden­ti­dad es­ta­ba de­ter­mi­na­da por el lu­gar en don­de cre­cías

y por quié­nes eran tus pa­dres. Lo más pro­ba­ble era que te de­di­ca­ras a lo

mismo que ha­cía tu ma­dre o tu pa­dre, y que vi­vie­ras en la misma área. Pero

aho­ra po­de­mos in­ven­tar­nos y rein­ven­tar­nos casi a dia­rio. Cam­bia­mos de ca-­

rre­ras. Nos mu­da­mos. Nos uni­mos a sub­cul­tu­ras. Te­ne­mos iden­ti­da­des en


lí­nea. Es un mun­do de opor­tu­ni­da­des —pero esto tam­bién crea te­mor y an-­

sie­dad. La de­sin­te­gra­ción de las fa­mi­lias, de la iden­ti­dad na­cio­nal y de la

creen­cia en Dios in­di­can que no­so­tros mis­mos nos he­mos con­ver­ti­do en la

me­di­da para nues­tras vi­das. En el pa­sa­do, po­días te­ner un tra­ba­jo hu­mil­de,

pero es­ta­bas or­gu­llo­so de per­te­ne­cer a una em­pre­sa y de ser par­te de tu na-­

ción. Pero esas iden­ti­da­des cor­po­ra­ti­vas no sig­ni­fi­can gran cosa en la ac­tua-­

li­dad. Aho­ra la iden­ti­dad se cen­tra en mí. La iden­ti­dad se ha con­ver­ti­do en

un lo­gro en lu­gar de algo que re­ci­bes.

Para Moi­sés, la pre­gun­ta so­bre su iden­ti­dad es im­pul­sa­da por una ta­rea

para la cual él se sen­tía in­ca­paz. Es lo mismo hoy en día. Dis­fru­ta­mos de

crear nues­tra pro­pia iden­ti­dad, has­ta que nos per­ca­ta­mos de que no da­mos

la ta­lla. Para mu­chas per­so­nas, la pre­sión de te­ner que lo­grar y sos­te­ner esa

iden­ti­dad au­to­crea­da es ex­tre­ma. Los ín­di­ces de de­pre­sión son cada vez más

al­tos, y par­te de ello se debe a que nos la pa­sa­mos eva­luan­do y re­va­luan­do

nues­tra iden­ti­dad, lu­chan­do por con­fir­mar­la y li­dian­do con el he­cho de que

no vi­vi­mos a la al­tu­ra de la misma.

Así que la pre­gun­ta es: “¿Quién soy?”. Y la res­pues­ta de Dios es: “Yo es-­

ta­ré con­ti­go” (v 12
). ¿Es eso una res­pues­ta? ¿Cómo te ayu­da el sa­ber que

al­guien más está con­ti­go a sa­ber quién eres? Yo creo que sí es una res­pues­ta

—de he­cho, es la
res­pues­ta. Dios le está di­cien­do a Moi­sés que su iden­ti­dad
está li­ga­da a la iden­ti­dad de Dios. Moi­sés pre­gun­ta: “¿Quién soy yo para

pre­sen­tar­me ante Fa­raón?”. No­so­tros po­dría­mos res­pon­der: “Moi­sés, eres la

per­so­na ideal. Fuis­te cria­do en la cor­te egip­cia. Has visto a tu pue­blo su­frir.

Y has es­ta­do pro­te­gien­do y pro­ve­yen­do para tu re­ba­ño por tan­tos años. Tú

pue­des ha­cer­lo”. Pero Dios res­pon­de: “Yo es­ta­ré con­ti­go”. Dios es quien

hará la di­fe­ren­cia. Moi­sés no ne­ce­si­ta una au­to­es­ti­ma más alta: ne­ce­si­ta una

ma­yor con­fian­za en la pre­sen­cia de Dios.

Quizá eres una per­so­na au­to­su­fi­cien­te, y pue­de que dis­fru­tes de tu au­to-­

no­mía
por un tiem­po. Pero es un tra­ba­jo muy des­gas­ta­dor. Ya sea que in­ten-­

tes en­ca­jar en tu es­cue­la, des­ta­car­te en tu ca­rre­ra o man­te­ner­te a la moda,

tar­de o tem­prano lle­ga­rán las di­fi­cul­ta­des. Siem­pre sur­ge la pre­gun­ta: ¿Po-­

drá mi iden­ti­dad au­to­crea­da re­sis­tir las pre­sio­nes de esta vida, y ten­drá la

apro­ba­ción di­vi­na des­pués de esta vida?

Y Dios te dice: “Yo es­ta­ré con­ti­go”. Pue­des ca­mi­nar por la vida con­mi-­

go. Pue­des ba­sar tu iden­ti­dad en lo que co­no­ces de Mí —en­cuen­tra tu con-­

fian­za y va­lor sa­bien­do que Yo estoy aquí para ti y aquí con­ti­go. Pue­des

con­fiar en que estoy con­ti­go, y en que tus lo­gros y fra­ca­sos no afec­ta­rán

ese es­ta­tus.
“Yo es­ta­ré con­ti­go”.

Ima­gi­na que in­ten­tas vi­si­tar a la rei­na en el Pa­la­cio de Buc­king­ham. Te

pre­gun­ta­rán: “¿Quién eres?”. En ot­ras pa­la­bras: “¿Qué te da el de­re­cho de


estar aquí?”. Mu­chos de no­so­tros no pa­sa­re­mos de la puer­ta prin­ci­pal. Pero

¿qué pasa con Kate Midd­le­ton? A los 15 años ella no te­nía más ac­ce­so que

no­so­tros. Aho­ra ella pue­de de­cir: “Ando con él. Me casé con el prín­ci­pe”.

¿Quién es ella? Ella es Su Al­te­za Real, la du­que­sa de Cam­brid­ge. Ella ob­tu-­

vo esa iden­ti­dad de su es­po­so. De la misma ma­ne­ra, ob­te­ne­mos nues­tra

iden­ti­dad de Je­sús, nues­tro es­po­so. “Yo ando con Él”. Uni­dos a Cris­to, so-­

mos hi­jos de Dios el Pa­dre. Aquí, Moi­sés re­pre­sen­ta a Is­rael. Este en­cuen­tro

se lleva a cabo en “Ho­reb, la mon­ta­ña de Dios” (v 1


). Ho­reb es otro nom-­

bre para el mon­te Si­naí. Dios le dice a Moi­sés que la “se­ñal” —la prue­ba de

que Él está con Moi­sés— es que “cuan­do ha­yas sa­ca­do de Egip­to a Mi pue-­

blo, to­dos us­te­des me ren­di­rán cul­to en esta mon­ta­ña” (v 12


). Esto es lo

que su­ce­de cuan­do Is­rael lle­ga a esa mon­ta­ña en Éxo­do 19. Is­rael re­pe­ti­rá la

ex­pe­rien­cia de Moi­sés. En­con­tra­rán al Dios san­to, pi­sa­rán sue­lo san­to y es-­

cu­cha­rán Su voz. Is­rael, como na­ción, re­ci­bi­rá su iden­ti­dad de Dios, con­vir-­

tién­do­se en Su “pro­pie­dad ex­clu­si­va… un reino de sa­cer­do­tes y una na­ción

san­ta” (19:5-6).

En 4:22
, lee­mos que Dios dice que “Is­rael es [Su] pri­mo­gé­ni­to”. En el

Nuevo Tes­ta­men­to, lee­mos que Dios dice que a aque­llos que le re­ci­bie­ron

cuan­do vino en la per­so­na de Su Hijo, el Se­ñor Je­sús, “a los que creen en

Su nom­bre, les dio el de­re­cho de ser hi­jos de Dios” (Jn 1:12). ¿Quién soy?
Uno de los hi­jos de Dios. So­mos el pue­blo que es de­fi­ni­do por nues­tro

Dios. Pue­de que ayer ha­yas sido un gran em­plea­do, o quizá tu­vis­te un día

te­rri­ble en la ofi­ci­na. Pue­de que ha­yas sido un gran pa­dre o hijo, o uno ego-­

ís­ta. Quizá fuis­te ala­ba­do, o bur­la­do e ig­no­ra­do. Pue­de que ha­yas sido muy

obe­dien­te o que ha­yas pe­ca­do te­rri­ble­men­te. Pero si has re­ci­bi­do a Cris­to

como tu Se­ñor y Sal­va­dor, en­ton­ces eres un hijo de Dios —y nada pue­de

cam­biar eso. Esto sig­ni­fi­ca que hoy pue­des salir con con­fian­za —no en lo

que pue­des ha­cer, sino en quien está con­ti­go. ¿Quién soy? Soy un hijo de

Dios. Dios te dice: “Yo estoy con­ti­go”.

1.
¿Qué as­pec­to de la na­tu­ra­le­za de Dios como “Soy el que soy” te
asom­bra más? ¿Debe tu pers­pec­ti­va de quien es Él cam­biar de al­gu-­

na ma­ne­ra?

2.
¿Estás en­fren­tan­do al­gún pro­ble­ma en el cual la so­lu­ción pu­die­ras
ser tú? ¿Cómo po­dría estar Dios “en­vián­do­te” hoy?
3.
¿Has­ta qué pun­to per­mi­tes que tu iden­ti­dad —lo que te da con­fian-­
za y cómo te sien­tes res­pec­to a ti mismo— se base en la ver­dad que

dice Dios: “Yo estoy con­ti­go”? ¿Cuán­do se te di­fi­cul­ta más creer

esta ver­dad? ¿Cómo pue­de ayu­dar­te el re­cor­dar que Dios está con­ti-­

go en me­dio de esos mo­men­tos o cir­cuns­tan­cias?


¿Quién es Dios?
“¿Quién soy yo?”, pre­gun­ta Moi­sés. “Yo es­ta­ré con­ti­go”, res­pon­de Dios.

Eso nos lleva a pre­gun­tar: ¿Quién es Dios? ¿Quién es el “Yo” que es­ta­ría

con él? Y esto es pre­ci­sa­men­te lo que pre­gun­ta Moi­sés en 3:13


: “Su­pon­ga-­

mos que me pre­sen­to ante los is­rae­li­tas y les digo: ‘El Dios de sus an­te­pa­sa-­

dos me ha en­via­do a us­te­des’. ¿Qué les res­pon­do si me pre­gun­tan: ‘¿Y

cómo se lla­ma?’”.

Así que Dios re­ve­la Su nom­bre a Moi­sés. “Yo soy el que soy —res­pon­dió

Dios a Moi­sés—. Y esto es lo que vas a de­cir a los is­rae­li­tas: ‘Yo soy me ha

en­via­do a us­te­des’” (v 14
). Esta es una de­cla­ra­ción que está di­se­ña­da de­li-­

be­ra­da­men­te para re­ven­tar nues­tras de­fi­ni­cio­nes. Nor­mal­men­te de­ci­mos:

“Yo soy algo


”. Soy un pa­dre. Soy un maes­tro. Soy sol­te­ro. Soy alto. Pero

esta de­cla­ra­ción hace un cír­cu­lo, re­gre­san­do a sí misma. Dios no es de­fi­ni­do

por nada que esté fue­ra de Él. Ade­más, el ver­bo he­breo usa­do aquí in­di­ca

una ac­ción sin un tiem­po de­fi­ni­do. Li­te­ral­men­te es “Yo ser el que ser”. Pue-­
de re­fe­rir­se a una ac­ción ha­bi­tual del pa­sa­do (“Cada año su ma­dre le hací
a

una pe­que­ña tú­ni­ca”, 1S 2:19). Pue­de re­fe­rir­se a ac­cio­nes que ge­ne­ral­men­te

son cier­tas en el pre­sen­te (“El co­ra­zón del hom­bre tra­za


su rum­bo, pero sus

pa­sos los di­ri­ge


el SE­ÑOR”, Pro 16:9). Pue­de re­fe­rir­se a ac­cio­nes fu­tu­ras

(“De­vas­ta­ré
mon­ta­ñas y ce­rros”, Is 42:15). To­dos estos ver­bos tie­nen la

misma for­ma que el ver­bo “Yo soy” en 3:14


. Así que la de­cla­ra­ción de

Dios pa­re­ce ser in­ten­cio­nal­men­te am­bi­gua. Po­dría ser tra­du­ci­da como:


“Yo siem­pre he sido el que he sido”. El Dios de Abraham, de Isaac
y de Ja­cob (v 6
) ac­tua­rá se­gún la for­ma en que ha ac­tua­do en el pa-­

sa­do.


“Yo soy el que soy”. Dios se de­fi­ne a Sí mismo, en lu­gar de ser
mol­dea­do por ot­ros o por Sus re­la­cio­nes con ot­ros.


“Yo seré el que seré”. Dios de­ter­mi­na­rá el fu­tu­ro y/o Él será lo que
im­por­te en el fu­tu­ro.

No po­de­mos asu­mir que una pa­la­bra au­to­má­ti­ca­men­te sig­ni­fi­ca todo lo

que pue­de sig­ni­fi­car en un con­tex­to dado. (Exis­ten muy po­cos con­tex­tos,

por ejem­plo, en el que la pa­la­bra “ma­ña­na” pue­de sig­ni­fi­car tan­to “día si-­

guien­te” como “la par­te del día en­tre el ama­ne­cer y el me­dio­día”.) Pero

aquí exis­ten bue­nas ra­zo­nes para pen­sar que el texto hace re­fe­ren­cia a los

tres tiem­pos men­cio­na­dos. El con­tex­to in­clu­ye la idea de que el Dios de los


pa­triar­cas
(en el pa­sa­do) li­be­ra­rá a Su pue­blo (en el pre­sen­te) para dar­les la

tie­rra pro­me­ti­da (en el fu­tu­ro).

En el ver­sícu­lo 15
, el “Yo soy el que soy” re­ve­la Su nom­bre: “El SE-­

ÑOR”. Es la pa­la­bra “Yahvé” o “Jeho­vá”. Este es el nom­bre per­so­nal de

Dios. Así como yo soy un hom­bre lla­ma­do Tim, Dios es un Dios lla­ma­do

Yahvé. Los ju­díos evi­ta­ban pro­nun­ciar el nom­bre per­so­nal de Dios por mie-­

do a uti­li­zar­lo de for­ma blas­fe­ma


. En lu­gar de ello, lo rem­pla­za­ron por la

pa­la­bra “Se­ñor” o “Amo” (Ado­nai


). La Bi­blia he­brea es­ta­ba es­cri­ta ori­gi-­

nal­men­te solo con con­so­nan­tes. En el si­glo VI se aña­die­ron vo­ca­les para

aque­llos que no es­ta­ban fa­mi­lia­ri­za­dos con la pro­nun­cia­ción bí­bli­ca. Pero,

para evi­tar leer Yahvé por error, las vo­ca­les de Ado­nai


fue­ron su­per­pues­tas

so­bre las con­so­nan­tes de Yahvé. En el si­glo XVI, los cris­tia­nos ma­len­ten-­

die­ron esta com­bi­na­ción y la tra­du­je­ron como “Jeho­vá”. Pero la for­ma co-­

rrec­ta es YHWH. No po­de­mos estar se­gu­ros de dón­de de­be­rían ir las vo­ca-­

les (ya que nun­ca fue­ron es­cri­tas), pero ge­ne­ral­men­te se es­cri­be y se pro-­

nun­cia “Yahvé”. En la ma­yo­ría de las tra­duc­cio­nes con­tem­po­rá­neas se tra-­

du­ce como “SE­ÑOR”, uti­li­zan­do le­tras ma­yús­cu­las para di­fe­ren­ciar­lo de

“Se­ñor” (Ado­nai
).

Así que “el SE­ÑOR” pa­re­ce ser la ver­sión abre­via­da de “Yo soy el que

soy”, ya que la pa­la­bra para “SE­ÑOR” sue­na como “Yo soy” en el ver­sícu-­
lo 14
. Si Yahvé (el SE­ÑOR) se en­con­tra­ra en al­gún li­bro don­de se de­fi­nan

nom­bres, la de­fi­ni­ción se­ría “Yo soy el que soy”.

¿Pero qué sig­ni­fi­ca esto? Cuan­do de­ci­mos que Dios es Yahvé, ¿qué es­ta-­

mos di­cien­do?

Por encima de nosotros como nuestro SEÑOR soberano


Mi iden­ti­dad está mol­dea­da por ot­ras per­so­nas. Soy un in­glés vi­vien­do en el

si­glo XXI. Así que re­cha­zo los ha­la­gos, soy dis­cre­to con mi en­tu­sias­mo,

soy len­to para ala­bar a ot­ros —solo por­que muy en el fon­do con­si­de­ro que

esas co­sas son ina­pro­pia­das. Tra­to de ser efu­si­vo al dar áni­mo, pero no es

na­tu­ral. Mi cul­tu­ra afec­ta pro­fun­da­men­te mi for­ma de ser. Ade­más, mi

iden­ti­dad está res­trin­gi­da. Me hu­bie­ra en­can­ta­do ser un ju­ga­dor in­ter­na­cio-­

nal de cric­ket. Pero eso ja­más su­ce­de­rá. Mi fal­ta de ha­bi­li­dad li­mi­ta quien

pue­do ser. Me hu­bie­ra gus­ta­do ser un es­po­so y pa­dre per­fec­to. Pero no pude

ser­lo.

Sin em­bar­go, la iden­ti­dad de Dios no está li­mi­ta­da. Él será quien de­ci­da

ser. Él hará lo que desee ha­cer. Dios es ra­di­cal­men­te li­bre —li­bre de ser y

ha­cer lo que quie­ra.

O, para ser más pre­ci­so, Dios no está li­mi­ta­do por fac­to­res ex­ter­nos. Nada

ni na­die pue­de obli­gar­lo a ser o a ha­cer algo fue­ra de Su vo­lun­tad. Pero


Dios está res­trin­gi­do por Su pro­pio ca­rác­ter y por Sus pro­me­sas. Él siem­pre

ac­tua­rá de una for­ma que sea cohe­ren­te con Su san­ti­dad y con Su pa­la­bra.

Esta es nues­tra gran es­pe­ran­za, pro­ba­da a tra­vés de Sus obras du­ran­te la his-­

to­ria.


De­bi­do a que Dios no está res­trin­gi­do por ot­ros, po­de­mos estar se-­
gu­ros de que pue­de cum­plir.


De­bi­do a que Dios está res­trin­gi­do por Sí mismo, po­de­mos estar se-­
gu­ros de que cum­pli­rá.

Esto sig­ni­fi­ca que Dios tie­ne el po­der para cum­plir las pro­me­sas que ha

he­cho. Esto es lo que di­cen los ver­sícu­los 16-22


. Moi­sés de­be­rá pe­dir a Fa-­

raón que li­be­re al pue­blo de Dios (v 18


). Fa­raón, sin em­bar­go, se ne­ga­rá.

Así que Dios, el SE­ÑOR so­be­rano, lo obli­ga­rá (vv 19-20


). Sin duda, Dios

hará que los egip­cios deseen que Is­rael se vaya (vv 21-22
). “Des­po­jar” en

el ver­sí
culo 22
es el len­gua­je de vic­to­ria en la ba­ta­lla. Dios y Fa­raón van

en ca­mino a co­li­sio­nar. Será una ba­ta­lla de vo­lun­tad y po­der. Pero solo pue-­

de ha­ber un ga­na­dor por­que Dios es “Yo soy el que soy”.

Así que po­de­mos con­fiar en Dios. Él no solo es “Yo era”. Para los is­rae­li-­

tas, eso sig­ni­fi­ca­ba que el Dios de su an­ces­tro Abraham se­guía sien­do Dios.

Para no­so­tros, sig­ni­fi­ca que el Dios del éxo­do si­gue sien­do Dios hoy en día.
El Dios que en­vió las pla­gas, abrió el Mar Rojo y des­cen­dió en el Si­naí, es

el Dios al que oras.

Más allá, Dios no es “Yo po­dría ser”. Él es “Yo soy” y “Yo seré”. Yo in-­

clu­yo mu­chas con­di­cio­nan­tes a mis com­pro­mi­sos por­que no sé si po­dré

cum­plir. “Ayu­da­ré si pue­do”. “Iré si estoy dis­po­ni­ble”. “Lo haré si ten­go

tiem­po”. Pero pue­des estar se­gu­ro de que Dios cum­pli­rá lo que ha pro­me­ti-­

do por­que Él es “Yo seré lo que seré”.

Entre nosotros como el SEÑOR del pacto


El ver­sícu­lo 17
dice: “Por eso me pro­pon­go sa­car­los de su opre­sión en

Egip­to y lle­var­los al país de los ca­na­neos, hi­ti­tas, amo­rreos, fe­re­zeos, he-­

veos y je­bu­seos. ¡Es una tie­rra don­de abun­dan la le­che y la miel!”. Dios es

un Dios que hace pac­tos. Y “el SE­ÑOR” es el nom­bre del Dios de pac­tos.

En el cen­tro de cada pac­to exis­te una pro­me­sa. Y esto es cier­to para los

pac­tos de Dios. Dios le pro­me­te a Noé que nun­ca vol­ve­rá a des­truir Su crea-­

ción con un di­lu­vio. Él le pro­me­te a Abraham una na­ción y una tie­rra para

dis­fru­tar de Su ben­di­ción. Y está por pro­me­ter­le a Moi­sés que este pue­blo

será Su pue­blo y Él será su Dios (6:7).

Pero un pac­to es más que una pro­me­sa. Tam­bién es un con­tra­to. Es una

pro­me­sa he­cha le­gal­men­te. No­so­tros ha­ce­mos pac­tos o con­tra­tos por­que los


se­res hu­ma­nos no so­mos se­res con­fia­bles —no siem­pre ha­ce­mos lo que de-­

ci­mos. Así que ne­ce­si­ta­mos con­tra­tos le­ga­les que nos obli­guen a cum­plir

nues­tras pro­me­sas. En este sen­ti­do, un pac­to es re­dun­dan­te para Dios por-­

que Él siem­pre hace lo que dice. Pero Él hace pac­tos para nues­tro be­ne­fi­cio,

para que po­da­mos estar más se­gu­ros. He­breos 6 dice que Dios pro­me­te sal-­

var­nos y des­pués dice que juró sal­var­nos (Heb 6:13-18). Con una hu­bie­ra

sido su­fi­cien­te, pero Dios nos da dos ra­zo­nes para con­fiar en Él. Como re-­

sul­ta­do, “te­ne­mos como fir­me y se­gu­ra an­cla del alma una es­pe­ran­za” (v

19). La evi­den­cia está es­cri­ta.

O, más bien, la evi­den­cia está en la san­gre. En Éxo­do 24:8, una vez que

las per­so­nas fue­ron res­ca­ta­das por Dios y lle­ga­ron a ado­rar en Ho­reb, tal

como Él ha­bía pro­me­ti­do a Moi­sés en Éxo­do 3, “Moi­sés tomó la san­gre, ro-­

ció al pue­blo con ella y dijo: ‘Esta es la san­gre del pac­to que, so­bre la base

de estas pa­la­bras, el SE­ÑOR ha he­cho con us­te­des’”. La san­gre es como la

fir­ma de Dios en el con­tra­to (Heb 9:11-15). La pro­me­sa de Dios está es­cri­ta

con san­gre y se cum­ple con san­gre. La no­che an­tes de Su muer­te, Je­sús

tomó la copa di­cien­do: “Esta copa es el nuevo pac­to en Mi san­gre, que es

de­rra­ma­da por us­te­des” (Lc 22:20). Cada vez que to­ma­mos el vino en la

San­ta Cena, se nos re­cuer­da que Dios ha fir­ma­do un pac­to con la san­gre de

Su Hijo. Así de com­pro­me­ti­do está con cum­plir Su pro­me­sa.


Pero un pac­to tam­bién es más que un con­tra­to. Hace 25 años le pro­me­tí a

una jo­ven mu­jer que la ama­ría por el resto de mi vida. Pero hice algo más

sig­ni­fi­ca­ti­vo que eso. Hice un pac­to con ella, y como re­sul­ta­do se con­vir­tió

en mi es­po­sa y yo me con­ver­tí en su es­po­so. Nues­tra re­la­ción cam­bió de

ma­ne­ra pro­fun­da. El ha­cer ese pac­to cam­bió la na­tu­ra­le­za de nues­tra re­la-­

ción. En ot­ras pa­la­bras, los pac­tos unen a las per­so­nas en una re­la­ción.

Y lo mismo su­ce­de con los pac­tos de Dios. Ellos cam­bian nues­tra iden­ti-­

dad. Nos con­ver­ti­mos en el pue­blo de Dios. Es por ello que al­gu­nos de los

pac­tos de Dios pue­den pa­re­cer in­con­di­cio­na­les y con­di­cio­na­dos al mismo

tiem­po. Son in­con­di­cio­na­les por­que Dios no re­quie­re con­di­cio­nes para Sus

pro­me­sas. Pero están con­di­cio­na­dos en el sen­ti­do de que el pac­to crea una

nueva re­la­ción y esa nueva re­la­ción tie­ne im­pli­ca­cio­nes.

Un nombre eterno
“Este es Mi nom­bre para siem­pre”, Dios le dice a Moi­sés, “y con él se hará

me­mo­ria de Mí de ge­ne­ra­ción en ge­ne­ra­ción” (3:15


, LBLA). Esto es re­le-­

van­te para no­so­tros, quie­nes vi­vi­mos tres mi­le­nios des­pués de estos even-­

tos.

“El SE­ÑOR” no es so­la­men­te el nom­bre per­so­nal de Dios —tam­bién es

Su nom­bre de pac­to, el nom­bre que im­pli­ca Su com­pro­mi­so. Así que Dios


ha dado este nom­bre “para to­das las ge­ne­ra­cio­nes” como una se­ñal de Su

com­pro­mi­so con Su pue­blo. En cier­to sen­ti­do, “Sra. Ches­ter” es el nom­bre

de pac­to de mi es­po­sa, por­que es una se­ñal de que ella está com­pro­me­ti­da

con­mi­go. Si ella co­men­za­ra a uti­li­zar su nom­bre de sol­te­ra, “Srta. Free-­

man”, me preo­cu­pa­ría. Y Dios no cam­bia Su nom­bre “de ge­ne­ra­ción en ge-­

ne­ra­ción”; Él es y será Yahvé. Él es­tu­vo, per­ma­ne­ce y siem­pre es­ta­rá com-­

pro­me­ti­do con el pue­blo al que se ha re­ve­la­do per­so­nal­men­te y con el que

ha he­cho un pac­to. Así que cada vez que es­cu­ches el nom­bre “el SE­ÑOR” o

“Se­ñor Je­sús”, es un re­cor­da­to­rio de que Dios se ha com­pro­me­ti­do en una

re­la­ción con­ti­go —y de que nun­ca ja­más cam­bia­rá.

Quizá tu su­fri­mien­to te hace pre­gun­tar­te si Dios ya no está con­ti­go. Quizá

tus pe­ca­dos pro­vo­can la in­quie­tud de que Dios po­dría dar­se por ven­ci­do

con­ti­go. Dios dice: “Yo soy el que soy”: Yo soy “el Dios de tus an­te­pa­sa-­

dos”
(v 15
). Pue­do sal­var­te por­que soy tu SE­ÑOR so­be­rano. Yo te sal­va­ré

por­que soy el SE­ÑOR del pac­to.


Y nada pue­de cam­biar eso.
1.
¿Qué as­pec­to de la na­tu­ra­le­za de Dios te ha emo­cio­na­do o te ha
con­fron­ta­do más al leer esta sec­ción?

2.
¿Qué te hace du­dar de las pro­me­sas de Dios? ¿Cómo te ayu­da Su
nom­bre a con­tra­rres­tar esas du­das?

3.
Ima­gi­na que solo tie­nes tres fra­ses para ex­pli­car­le a al­guien quién
es Dios. Ba­san­do tu res­pues­ta en Éxo­do 3, ¿qué di­rías?
Definido por la acción
Unos ami­gos tu­vie­ron un hijo re­cien­te­men­te, y al­gu­nos de no­so­tros es­tá­ba-­

mos dis­cu­tien­do po­si­bles nom­bres. Al­guien su­gi­rió Oli­ver. Un maes­tro del

gru­po in­me­dia­ta­men­te se opuso. “Ay no”, dijo, “no pue­des lla­mar­lo Oli­ver.

To­dos los Oli­ver que he co­no­ci­do son te­rri­bles” (dis­cúl­pa­me si te lla­mas

Oli­ver —¡estoy se­gu­ro de que eres la ex­cep­ción!). Sea ra­cio­nal o no, nues-­

tra pers­pec­ti­va so­bre un nom­bre es mol­dea­da por las per­so­nas que he­mos

co­no­ci­do con ese nom­bre —cómo eran y lo que hi­cie­ron por no­so­tros.

La ver­da­de­ra de­fi­ni­ción del nom­bre de Dios será el éxo­do mismo: “… y

te voy a dar una se­ñal de que Yo soy quien te en­vía. Cuan­do ha­yas sa­ca­do

de Egip­to a Mi pue­blo, to­dos us­te­des me ren­di­rán cul­to en esta mon­ta­ña” (v

12
). Esto sue­na ex­tra­ño —es como si Dios di­je­ra: ¡La prue­ba de que re­di-­

mi­ré a Mi pue­blo es que re­di­mi­ré a Mi pue­blo!


Pero quizá lo que Dios está
di­cien­do es: La se­ñal de que Yo soy Dios es que sal­va­ré a Mi pue­blo
. Pos-­

te­rior­men­te, Dios dice: “Yo soy el que soy” —o “Yo seré lo que seré”— an-­

tes de des­cri­bir lo que está por ha­cer en los ver­sícu­los 16-22


. Está di­cien-­

do: Esto es lo que Yo seré para ti


.

Moi­sés des­cu­bri­rá quién es Dios a tra­vés de los ac­tos de sal­va­ción de

Dios. Él se de­fi­ne a Sí mismo y está a pun­to de pro­veer una de­fi­ni­ción de

Su nom­bre —y esa de­fi­ni­ción es el éxo­do. En el éxo­do ve­re­mos la san­ti­dad

de Dios en Su jui­cio so­bre Egip­to. Ve­re­mos el po­der de Dios en Su triun­fo

so­bre Fa­raón y los dio­ses de Egip­to. Ve­re­mos la gra­cia de Dios en la re­den-­

ción
de Is­rael. Ve­re­mos el go­bierno de Dios en Sus pa­la­bras en el mon­te Si-­

naí.

La pre­gun­ta de Moi­sés en el ver­sícu­lo 13


(y la de Fa­raón en 5:2) pu­die­ra

in­di­car que Dios era poco co­no­ci­do en­tre los is­rae­li­tas. Los ca­pí­tu­los 3 − 15

po­nen re­me­dio a esta si­tua­ción con un fuer­te en­fo­que en el he­cho de que

Dios está dán­do­se a co­no­cer: la fra­se “Yo soy el SE­ÑOR” se re­pi­te va­rias

ve­ces a lo lar­go de estos ca­pí­tu­los (6:2, 6, 7, 8, 29; 7:5, 17; 10:2; 12:12;

14:4, 18; 15:26, ade­más de 20:2; 29:46; 31:13). El teó­lo­go Wal­ter Brueg­ge-­

mann dice:

Toda la his­to­ria de Éxo­do es una ex­po­si­ción del nom­bre que ve­mos en

Éxo­do 3:14, re­qui­rien­do to­dos esos ver­bos po­de­ro­sos para una ex­pre-­
sión ade­cua­da.

(Ci­ta­do en W. Ross Bla­ck­burn,

The God Who Makes Him­self Kno­wn

[El Dios que se re­ve­la a Sí mismo


], 34).

Así que el nom­bre de Dios ten­drá más sig­ni­fi­ca­do para Sus hi­jos por lo

que Él hará. En los años que si­guie­ron, si le hu­bie­ras pre­gun­ta­do a un is­rae-­

li­ta: “¿Quién es Dios?”, ellos te ha­brían con­ta­do una his­to­ria —la his­to­ria

del éxo­do.

Aho­ra, via­je­mos rá­pi­da­men­te un mi­le­nio más ade­lan­te y ob­ser­ve­mos a un

is­rae­li­ta que dice: “An­tes de que Abraham na­cie­ra, ¡Yo soy!” (Jn 8:58). Je-­

sús es­ta­ba di­cien­do que Él es “Yo soy el que soy”; y Sus ac­cio­nes pro­ba­rían

esta de­cla­ra­ción y de­fi­ni­rían Su iden­ti­dad. Una y otra vez en el Nuevo Tes-­

ta­men­to, no solo se le lla­ma “Je­sús”, sino “el Se­ñor Je­sús”. Ha­cien­do eco

de la de­cla­ra­ción de fe is­rae­li­ta en Deu­te­ro­no­mio 6:4-5, Pa­blo dice: “… y

no hay más que un solo Se­ñor, es de­cir, Je­su­cris­to” (1Co 8:6). Je­sús es

Yahvé.

En Je­sús, Dios ha des­cen­di­do, tal como lo ha­ría en Éxo­do 3:8


. Dios se

en­car­nó y en­tró a nues­tro mun­do para res­ca­tar a Su pue­blo. El Dios que está

por en­ci­ma de no­so­tros ha ca­mi­na­do en me­dio de no­so­tros: “A Dios na­die


lo ha visto nun­ca; el Hijo uni­gé­ni­to, que es Dios y que vive en unión ín­ti­ma

con el Pa­dre, nos lo ha dado a co­no­cer” (Jn 1:18).

Dios se de­fi­ne a Sí mismo, y Su má­xi­ma de­fi­ni­ción es la vida, muer­te y

re­su­rrec­ción de Je­sús. En la cruz y en la tum­ba va­cía ve­mos la san­ti­dad de

Dios en Su jui­cio so­bre Je­sús; ve­mos el po­der de Dios al de­rro­tar a Sa­ta­nás

y re­su­ci­tar a Su Hijo; y ve­mos la gra­cia de Dios por­que Je­sús fue juz­ga­do

en lu­gar nues­tro y fue re­su­ci­ta­do para dar­nos vida. Dios se de­fi­ne a Sí

mismo —y Su de­fi­ni­ción es Je­sús. Cuan­do los ca­mi­nos de Dios te pa­rez­can

mis­te­rio­sos —cuan­do Su ca­rác­ter te pa­rez­ca ines­cru­ta­ble, o Su con­duc­ta

con­fu­sa, o Su pre­sen­cia dis­tan­te— mira a Je­sús. John New­ton es­cri­bió:

¡Cuán dul­ce el nom­bre de Je­sús 

es para el hom­bre fiel! 

Con­sue­lo, paz, vi­gor, salud 

ha­lla el cre­yen­te en Él.

Al pe­cho he­ri­do, fuer­zas da, 

y cal­ma el co­ra­zón; 

al alma ham­brien­ta es cual maná, 

y ali­via su aflic­ción.
Tan dul­ce nom­bre es para mí 

de do­nes ple­ni­tud, 

rau­dal que nun­ca ex­haus­to vi 

de gra­cia y de salud.

Pro­ver­bios 18:10 dice: “To­rre inex­pug­na­ble es el nom­bre del SE­ÑOR; a

ella co­rren los jus­tos y se po­nen a sal­vo”. En cual­quier pro­ble­ma que en-­

fren­tes pue­des co­rrer al nom­bre de Je­sús y en­con­trar re­fu­gio en Él.

¿Y qué hago si no me creen?


En su en­cuen­tro con Dios, Moi­sés for­mu­la tres pre­gun­tas. La res­pues­ta de

Dios a la se­gun­da pre­gun­ta de Moi­sés ter­mi­na con estas pa­la­bras: “Así des-­

po­ja­rán us­te­des a los egip­cios” (3:22


; ver 12:35-36). La con­fron­ta­ción que

co­men­za­rá con la so­li­ci­tud de una fies­ta de ado­ra­ción de tres días (3:18


)

ter­mi­na­rá con la de­rro­ta del im­pe­rio egip­cio y la vic­to­ria de los es­cla­vos.

Pa­re­ce poco pro­ba­ble —así que la ter­ce­ra pre­gun­ta de Moi­sés no es to­tal-­

men­te ines­pe­ra­da: “¿Y qué hago si no me creen ni me ha­cen caso? ¿Qué

hago si me di­cen: ‘El SE­ÑOR no se te ha apa­re­ci­do’?” (4:1


).

En res­pues­ta, Dios le ofre­ce a Moi­sés tres se­ña­les, dos de las cua­les rea­li-­

za ahí mismo de­lan­te de él: una vara que se con­vier­te en ser­pien­te (vv 2-5
),
una mano que se vuel­ve le­pro­sa (vv 6-7
) y agua que se con­vier­te en san­gre

(vv 8-9
). Estas son se­ña­les para los is­rae­li­tas —pero tam­bién se­rían las pri-­

me­ras se­ña­les para los egip­cios (7:8-24). La ter­ce­ra de estas se­ña­les será la

pri­me­ra pla­ga en caer so­bre Egip­to. Éxo­do 4:8-9


su­gie­re que la ter­ce­ra se-­

ñal será re­ser­va­da en caso de que Is­rael no crea las pri­me­ras dos se­ña­les.

Quizá hay un sen­ti­do en el que Is­rael ex­pe­ri­men­ta­rá el jui­cio de Dios si no

le creen.

Estas se­ña­les no son sim­ples tru­cos que Moi­sés pue­de rea­li­zar cuan­do

quie­ra para atraer a un pú­bli­co. Re­pre­sen­tan el jui­cio y la sal­va­ción de Dios.

La ver­da­de­ra se­ñal será el éxo­do en sí mismo, in­clu­yen­do las pla­gas. Esta

será la se­ñal que re­ve­la­rá la iden­ti­dad de Dios a las fu­tu­ras ge­ne­ra­cio­nes, y

será el even­to que mol­dea­rá la iden­ti­dad de Su pue­blo.

Y es igual para no­so­tros. Dios no nos da se­ña­les como si fue­ran tru­cos de

ma­gia para asom­brar a una mul­ti­tud. Las se­ña­les que te­ne­mos son la cruz y

la re­su­rrec­ción —la rea­li­dad re­tra­ta­da en el éxo­do. Cuan­do las per­so­nas le

pi­die­ron una se­ñal a Je­sús, Él res­pon­dió di­cien­do: “¡Esta ge­ne­ra­ción mal­va-­

da y adúl­te­ra pide una se­ñal mi­la­gro­sa!”, y les in­for­mó que la úni­ca se­ñal

que se les da­ría era la se­ñal de Jo­nás —un hom­bre iría al lu­gar de la muer­te

por tres días y tres no­ches para des­pués emer­ger con vida (Mt 12:38-40). En

el caso de Jo­nás se tra­tó del vien­tre de un gran pez; en el caso de Je­sús fue
una tum­ba. Pa­blo lo pone de esta ma­ne­ra: “Los ju­díos pi­den se­ña­les mi­la-­

gro­sas y los gen­ti­les bus­can sa­bi­du­ría, mien­tras que no­so­tros pre­di­ca­mos a

Cris­to cru­ci­fi­ca­do… el po­der de Dios y la sa­bi­du­ría de Dios” (1Co 1:22-

24).

Dios, en Su bon­dad, le dio al pue­blo tres se­ña­les para es­ta­ble­cer la cre­di-­

bi­li­dad del lí­der que Él ha­bía es­co­gi­do —pero un año, una dé­ca­da y un si­glo

des­pués, esas no eran las se­ña­les so­bre las que el pue­blo re­fle­xio­na­ba y por

las que se go­za­ba. Ellos re­cor­da­ban y ce­le­bra­ban el res­ca­te de la Pas­cua y el

ha­ber atra­ve­sa­do el Mar Rojo, el lu­gar de los muer­tos. A no­so­tros se nos

han dado se­ña­les aún más gran­des que estas, y son todo lo que ne­ce­si­ta­mos

para co­no­cer el po­der y la sa­bi­du­ría de Dios.

Yo te ayudaré
En 4:10
, Moi­sés pa­re­ce in­te­rrum­pir la res­pues­ta de Dios con una ob­je­ción.

En el ver­sícu­lo 1
, su preo­cu­pa­ción es: Quizá no me oi­gan
. En el ver­sícu­lo

10
, su preo­cu­pa­ción es: Yo no sé ha­blar bien
. En los ver­sícu­los 11-12
,

Dios abor­da estas dos preo­cu­pa­cio­nes:

¿Y quién le puso la boca al hom­bre? ¿Aca­so no soy Yo, el SE­ÑOR, quien

lo hace sor­do o mudo, quien le da la vista o se la quita? Anda, pon­te en

mar­cha, que Yo te ayu­da­ré a ha­blar y te diré lo que de­bas de­cir.


Dios ha­bla tan­to de los que están sor­dos (los que no pue­den oír bien)

como de los mu­dos (los que no pue­den ha­blar bien). Y des­pués, por una

bue­na ra­zón, ha­bla de los cie­gos —aque­llos que no ven cla­ra­men­te la iden-­

ti­dad y los pro­pó­si­tos de Dios. En ot­ras pa­la­bras, abor­da am­bos te­mo­res de

Moi­sés —el mie­do a no ser es­cu­cha­do y el mie­do a no po­der ha­blar bien.

La res­pues­ta de Dios es: Yo doy las pa­la­bras, Yo abro los oí­dos, Yo doy

en­ten­di­mien­to.
Es cier­to que Moi­sés no ha­bla bien, y tam­bién es cier­to que

el pue­blo no es­cu­cha bien. Pero Dios da pa­la­bras y abre oí­dos. Dios abre los

ojos de los cie­gos para que con­tem­plen la ver­dad.

Moi­sés hace un úl­ti­mo in­ten­to de evi­tar la ta­rea; esta vez, pro­vo­ca la ira

de Dios (v 14
) al pe­dir­le que en­víe a al­guien más (v 13
). No
, res­pon­de

Dios. De­bes ir
. Pero Dios, en Su gra­cia, le per­mi­te lle­var a Aa­rón como su

vo­ce­ro (vv 14-17


). Dios en­vía a Aa­rón para que se en­cuen­tre con Moi­sés

en su re­gre­so a Egip­to, (vv 27-28


) y es Aa­rón quien trans­mi­te las pa­la­bras

de Dios al pue­blo de Is­rael (vv 29-31


).

El vers
ícu­lo 16
con­tie­ne una fra­se asom­bro­sa: “Él ha­bla­rá por ti al pue-­

blo, como si tú mismo le ha­bla­ras, y tú le ha­bla­rás a él por Mí, como si le

ha­bla­ra Yo mismo”. En­con­tra­mos una ex­pre­sión si­mi­lar en 7:1. Las pa­la-­

bras de Moi­sés, por me­dio de Aa­rón, se­rán las pa­la­bras de Dios. Será como
si Dios mismo es­tu­vie­se ha­blan­do. Cal­vino, re­for­ma­dor
del si­glo XVI, es-­

cri­bió:

Cris­to ac­túa, por me­dio de Sus mi­nis­tros, de tal for­ma que desea que la

boca de ellos sea re­co­no­ci­da como Su boca, y los la­bios de ellos como

Sus la­bios; esto es, cuan­do ha­blan y de­cla­ran fiel­men­te Su pa­la­bra

(Co­men­ta­rio so­bre Is 11:4).

Mu­chas ve­ces sen­ti­mos que no po­de­mos ha­blar bien acer­ca de Dios. Sur-­

gen opor­tu­ni­da­des para ha­blar so­bre Je­sús y las des­apro­ve­cha­mos. Las per-­

so­nas ha­cen pre­gun­tas que no po­de­mos con­tes­tar. Com­par­ti­mos el evan­ge-­

lio y des­pués pen­sa­mos en to­das las co­sas que de­bi­mos ha­ber di­cho. Sen­ti-­

mos que no po­de­mos ha­blar bien; y sen­ti­mos que las per­so­nas no nos es­cu-­

chan bien. Sin duda son bas­tan­te há­bi­les para des­viar nues­tros in­ten­tos de

te­ner una con­ver­sa­ción so­bre co­sas es­pi­ri­tua­les. Es tan fá­cil ren­dir­se, es­pe-­

rar a que al­guien más vaya y lo haga. Pero Dios dice:

¿Y quién le puso la boca al hom­bre? ¿Aca­so no soy Yo, el SE­ÑOR, quien

lo hace sor­do o mudo, quien le da la vista o se la quita? Anda, pon­te en

mar­cha, que Yo te ayu­da­ré a ha­blar y te diré lo que de­bas de­cir (4:11-12

).
De­be­mos es­cu­char este de­sa­fío y des­pués per­mi­tir que la pro­me­sa de

Dios re­sue­ne en nues­tros oí­dos y abra nues­tras bo­cas. “Yo te ayu­da­ré”.

Mi primogénito
Moi­sés ob­tie­ne el per­mi­so de su sue­gro para re­gre­sar a Egip­to y par­te con

su fa­mi­lia (vv 18-20


). En los ver­sícu­los 21-23
te­ne­mos un re­su­men de las

pa­la­bras que Dios le dice a Moi­sés en Ma­dián. En 3:19


se nos dice que el

rey de Egip­to no de­ja­rá ir a Is­rael, por lo que Dios ten­drá que obli­gar­lo, y

4:21
aña­de que esto se debe a que Dios en­du­re­ce­rá su co­ra­zón. Re­gre­sa­re-­

mos a este tema en los ca­pí­tu­los 7 − 11.

Pero a con­ti­nua­ción, te­ne­mos una de­cla­ra­ción que tie­ne re­le­van­cia para

toda la his­to­ria de la Bi­blia: “En­ton­ces tú le di­rás de Mi par­te a Fa­raón: ‘Is-­

rael es Mi pri­mo­gé­ni­to. Ya te he di­cho que de­jes ir a Mi hijo para que me

rin­da cul­to, pero tú no has que­ri­do de­jar­lo ir. Por lo tan­to, voy a qui­tar­le la

vida a tu pri­mo­gé­ni­to’” (4:22-23


). Esta es la pri­me­ra oca­sión en la que el

pue­blo de Dios se des­cri­be como hijo de Dios —pero no será la úl­ti­ma, y es

fun­da­men­tal para nues­tra apre­cia­ción de quién es Dios y nues­tra com­pren-­

sión de quié­nes so­mos no­so­tros.

Ob­ser­va­mos un des­te­llo del afec­to pa­ter­nal de Dios —lo que está di­cien-­

do en los ver­sícu­los 22-23


— en Oseas 11:1-4:
Desde que Is­rael era niño, Yo lo amé;

            de Egip­to lla­mé a Mi hijo…

Lo atra­je con cuer­das de ter­nu­ra,

            lo atra­je con la­zos de amor.

Le quité de la cer­viz el yugo,

            y con ter­nu­ra me acer­qué para ali­men­tar­lo.

Is­rael es el pri­mo­gé­ni­to de Dios por­que fue la pri­me­ra na­ción en con­ver-­

tir­se en pue­blo de Dios. En la ac­tua­li­dad, se les han uni­do los gen­ti­les


, una

rea­li­dad an­ti­ci­pa­da en Éxo­do 12:38. Es un tema que se desa­rro­lla­rá a tra­vés

de la his­to­ria bí­bli­ca, tan­to en tér­mi­nos de re­na­ci­mien­to


como de adop­ción

, has­ta que Juan dice: “¡Fí­jen­se qué gran amor nos ha dado el Pa­dre, que se

nos lla­me hi­jos de Dios! ¡Y lo so­mos!” (1Jn 3:1).

Éxo­do 4:22-23
pre­di­ce lo que su­ce­de­rá en los pró­xi­mos ca­pí­tu­los. Dios

de­man­da­rá que Fa­raón deje li­bre a Is­rael, Su pri­mo­gé­ni­to. Pero Fa­raón se

ne­ga­rá, así que el pri­mo­gé­ni­to de Egip­to mo­ri­rá. El jui­cio será equi­va­len­te

al cri­men: Fa­raón abu­sa del pri­mo­gé­ni­to de Dios, así que el pri­mo­gé­ni­to de

Fa­raón mo­ri­rá. Lo úni­co que rom­pe este prin­ci­pio es la gra­cia. La hu­ma­ni-­

dad abu­sa del pri­mo­gé­ni­to de Dios, por lo que el pri­mo­gé­ni­to de la hu­ma­ni-­


dad debe mo­rir. Pero en la cruz, el pri­mo­gé­ni­to de Dios —el Hijo en­car­na-­

do
de Dios— mue­re en nues­tro lu­gar.

Esposo de sangre
A con­ti­nua­ción si­gue un epi­so­dio ex­tra­ño que da lu­gar a pre­gun­tas que no

he­mos po­di­do con­tes­tar en los úl­ti­mos 3,000 años. Hay mu­cho que ig­no­ra-­

mos so­bre los acon­te­ci­mien­tos de los ver­sícu­los 24-26


:


No sa­be­mos a quién ata­có Dios
. El ver­sícu­lo 24
sim­ple­men­te dice
que Dios “es­tu­vo a pun­to de ma­tar­lo”. No es cla­ro si el SE­ÑOR está

a pun­to de ma­tar a Moi­sés o a Guer­són. Pero Guer­són no se men­cio-­

na sino has­ta el ver­sícu­lo 25


—por lo que la res­pues­ta más ló­gi­ca es

que se re­fie­re a Moi­sés.


No sa­be­mos de qué ma­ne­ra es­tu­vo a pun­to de ma­tar­lo
. ¿Es­ta­ba
con­vul­sio­nan­do? ¿Cayó una en­fer­me­dad so­bre él? ¿Fue ata­ca­do por

un án­gel?


No sa­be­mos por qué es­ta­ba a pun­to de ma­tar­lo
. Pa­re­ce estar re­la-­
cio­na­do a la cir­cun­ci­sión
. Pue­de ser que Moi­sés no se haya cir­cun-­

ci­da­do y que Guer­són haya sido cir­cun­ci­da­do en su lu­gar. “Pies” (v

25
) pue­de ser un eu­fe­mis­mo
para ge­ni­ta­les. Pero los pa­dres de Moi-­

sés le ha­bían ocul­ta­do por tres me­ses an­tes de que la hija de Fa­raón
lo en­con­tra­ra, así que hubo tiem­po su­fi­cien­te para cir­cun­ci­dar­lo

(aun­que pu­die­ron ha­ber­lo pos­pues­to para evi­tar ser des­cu­bier­tos).

Así que es más pro­ba­ble que el pro­ble­ma aquí sea que Guer­són no

es­ta­ba cir­cun­ci­da­do.


No sa­be­mos cómo Sé­fo­ra sa­bía lo que de­bía ha­cer
. Quizá fue por
una re­ve­la­ción di­vi­na
, pero exis­te otra po­si­bi­li­dad que se re­la­cio­na

con la si­guien­te pre­gun­ta.


No sa­be­mos por qué Guer­són no es­ta­ba cir­cun­ci­da­do
. Es pro­ba­ble
que los ma­dia­ni­tas solo cir­cun­ci­da­ran a hom­bres adul­tos —así que

tal vez Moi­sés ha­bía adop­ta­do la cul­tu­ra ma­dia­ni­ta. Quizá Sé­fo­ra

per­sua­dió a Moi­sés de no cir­cun­ci­dar a Guer­són en la ni­ñez de­bi­do a

que era algo des­agra­da­ble para ella. Esto ex­pli­ca­ría por qué, en el

ver­sícu­lo 25
, ella sabe qué ha­cer. Otra po­si­bi­li­dad es que la cir­cun-­

ci­sión haya sido algo des­agra­da­ble a los ojos de Moi­sés como re­sul-­

ta­do de su crian­za en la cor­te egip­cia.


No sa­be­mos si las pa­la­bras de Sé­fo­ra fue­ron pro­nun­cia­das con ira
o con amor
. En el ver­sícu­lo 25
, pue­de que ella esté ha­blan­do con

amor: Pri­me­ro, te con­ver­tis­te en mi es­po­so por me­dio del ma­tri­mo-­

nio. Aho­ra te he re­ci­bi­do nue­va­men­te desde la muer­te como es­po­so,

esta vez a tra­vés de la san­gre.


Pero tam­bién es po­si­ble que ella lo
haya di­cho con ira: He sido for­za­da en con­tra de mi vo­lun­tad a cir-­

cun­ci­dar a mi hijo, así que la san­gre ha man­cha­do nues­tro ma­tri­mo-­

nio.
La pa­la­bra “to­man­do” pue­de ser tra­du­ci­da como “arro­jan­do”,

su­gi­rien­do un acto de ira (aun­que tam­bién po­dría ser por la ve­lo­ci-­

dad en que se desa­rro­lla la es­ce­na). Éxo­do 18:2 dice que Moi­sés des-­

pi­dió a Sé­fo­ra —así que este even­to pudo ha­ber cau­sa­do un dis­tan-­

cia­mien­to en su ma­tri­mo­nio. La ima­gen de un “es­po­so” su­gie­re que

la cir­cun­ci­sión se ase­me­ja a una boda —al igual que una boda, la

cir­cun­ci­sión (y el bau­tis­mo en el nuevo pac­to) es una se­ñal de amor

y com­pro­mi­so.

¡Hay mu­chas co­sas que ig­no­ra­mos! Así que en­fo­qué­mo­nos en lo que sí

sa­be­mos. Dios ha tra­za­do una lí­nea en­tre el pri­mo­gé­ni­to de Dios y el pri­mo-­

gé­ni­to de Egip­to. No solo eso, nos di­ri­gi­mos ha­cia un pun­to en don­de el pri-­

mo­gé­ni­to de Egip­to mo­ri­rá de­bi­do a la ne­ga­ti­va de Egip­to a li­be­rar al pri-­

mo­gé­ni­to de Dios. Así que la lí­nea que Dios tra­za es cla­ra —en un lado

están la gra­cia y la vida, y en el otro están el jui­cio y la muer­te. No exis­ten

pun­tos me­dios ni una ter­ce­ra op­ción.

O pien­sa en ello de la si­guien­te ma­ne­ra. La cir­cun­ci­sión era una se­ñal del

pac­to de Dios con Su pue­blo. Den­tro del pac­to hay gra­cia y vida. Fue­ra del

pac­to hay jui­cio y muer­te. Pero el mismo hijo de Moi­sés está del lado in­cir-­
cun­ci­so de la lí­nea. Apa­ren­te­men­te, Moi­sés ha tra­ta­do a su pri­mo­gé­ni­to

como un egip­cio o ma­dia­ni­ta, no como a al­guien que per­te­ne­ce al pri­mo­gé-­

ni­to de Dios. Así que Moi­sés mismo está ac­tuan­do como un egip­cio o ma-­

dia­ni­ta, no como un miem­bro del pue­blo del pac­to de Dios. El ata­que de

Dios ha­cia Moi­sés (o ha­cia Guer­són) an­ti­ci­pa Su ata­que a Egip­to. La úni­ca

es­pe­ran­za es cru­zar la lí­nea —que es lo que hace Sé­fo­ra al cir­cun­ci­dar a

Guer­són (o a Moi­sés).

Esa lí­nea co­rre a tra­vés de toda la his­to­ria hu­ma­na. Y nos lleva al día del

jui­cio. En ese día, esta lí­nea im­por­ta­rá más que cual­quier otra cosa. En un

lado es­ta­rán la gra­cia y la vida eter­na. En el otro lado es­ta­rán el jui­cio y la

muer­te eter­na. Lo que im­por­ta es si eres par­te del pue­blo del pac­to de Dios.

La mem­bre­sía de ese pac­to se ob­tie­ne a tra­vés de la fe (como siem­pre ha

sido), aun­que la se­ñal del pac­to ha cam­bia­do de la cir­cun­ci­sión al bau­tis­mo.

La cir­cun­ci­sión ha rem­pla­za­do al bau­tis­mo por­que la fi­gu­ra de lim­pie­za por

me­dio de san­gre de­rra­ma­da se ha cum­pli­do en la san­gre de Cris­to. Por ello

Pa­blo es­cri­be en Co­lo­sen­ses 2:11-12:

En Él fue­ron cir­cun­ci­da­dos, no por mano hu­ma­na sino con la cir­cun­ci­sión

que con­sis­te en des­po­jar­se del cuer­po pe­ca­mi­no­so. Esta cir­cun­ci­sión la

efec­tuó Cris­to. Us­te­des la re­ci­bie­ron al ser se­pul­ta­dos con Él en el bau­tis-­

mo. En Él tam­bién fue­ron re­su­ci­ta­dos…


Aho­ra la se­ñal de que has cru­za­do la lí­nea es el bau­tis­mo. La se­gu­ri­dad se

en­cuen­tra en Cris­to, el cum­pli­mien­to de to­das las pro­me­sas de Dios, por

me­dio de san­gre —así como lo fue para Moi­sés y su fa­mi­lia cuan­do iban de

Ma­dián a Egip­to, para anun­ciar la na­tu­ra­le­za y la pro­me­sa de Dios al pue-­

blo que Él ha­bía pro­me­ti­do res­ca­tar y ben­de­cir.

1.
La cruz y la tum­ba va­cía son las se­ña­les que Dios nos ha dado res-­
pec­to a Su rea­li­dad y ca­rác­ter. ¿Cómo de­be­ría esto mol­dear la ma­ne-­

ra en que com­par­tes tu fe con aque­llos que no creen en Él?

2.
Dios nos da la boca y nos ayu­da a ha­blar. ¿Cómo cam­bia­rá esto la
ma­ne­ra en que pien­sas so­bre com­par­tir tu fe y la fre­cuen­cia con que

lo ha­ces?

3.
¿Ne­ce­si­tas ser bau­ti­za­do? Y si ya lo has sido, ¿cómo te ha ayu­da­do
el re­fle­xio­nar so­bre la cir­cun­ci­sión de Guer­són a apre­ciar lo que sig-­

ni­fi­ca tu bau­tis­mo?
 

Ima­gi­na que estoy en la cama cuan­do, en me­dio de mi sue­ño, me per­ca­to de

que al­guien está to­can­do a la puer­ta de mi casa. Lo es­cu­cho gri­tar: “Es Juan

Pe­rez, dé­ja­me en­trar”. ¿Qué ha­ría? Pro­ba­ble­men­te gri­ta­ría, en un tono no

muy amis­to­so: “¿Quién eres y por qué de­be­ría de­jar­te en­trar?”.

Pero aho­ra ima­gi­na que quien toca a la puer­ta grita: “Es Han­nah, dé­ja­me

en­trar”. En ese caso ba­ja­ría las es­ca­le­ras co­rrien­do y abri­ría la puer­ta de in-­

me­dia­to —por­que Han­nah es mi hija. Co­noz­co ese nom­bre y eso cam­bia

todo.

O ima­gi­na que gri­tan: “Abran en nom­bre de la ley”. De nuevo, abri­ría la

puer­ta rá­pi­da­men­te —por­que re­co­noz­co que es una au­to­ri­dad a la cual debo

obe­de­cer.
Un nom­bre pue­de ha­cer toda la di­fe­ren­cia. Eso es cier­to en la Bi­blia, don-­

de los nom­bres sue­len te­ner mu­cho peso. Eso se debe, en pri­mer lu­gar, a

que un nom­bre pue­de ser el re­su­men del ca­rác­ter de una per­so­na. Ha­ce­mos

algo si­mi­lar cuan­do po­ne­mos apo­dos a las per­so­nas. Ha­bla­mos, por ejem-­

plo, so­bre Gui­ller­mo el Con­quis­ta­dor, Ale­jan­dro el Gran­de e Ivan el Te­rri-­

ble.

Eduar­do I, el rey in­glés del si­glo XIII, fue lla­ma­do Eduar­do en ho­nor al

pia­do­so rey an­glo-sa­jón, Eduar­do el Con­fe­sor. Su pa­dre cla­ra­men­te es­pe­ra-­

ba que se con­vir­tie­ra en un rey pia­do­so. Fue co­no­ci­do como Eduar­do el

Zan­qui­lar­go por­que era ex­cep­cio­nal­men­te alto. Des­pués le lla­ma­ron el

“Azo­te de los es­co­ce­ses”, de­bi­do a sus cam­pa­ñas bru­ta­les en con­tra de

ellos. Un nom­bre pue­de ser un re­su­men de nues­tra na­tu­ra­le­za, po­der o ca-­

rác­ter.

En se­gun­do lu­gar, un nom­bre pue­de ser una abre­via­ción de toda la per­so-­

na. Al­gu­nas ve­ces las per­so­nas di­cen: “Solo men­cio­na mi nom­bre”. Ima­gi-­

na que lla­mas a un res­tau­ran­te para ha­cer una re­ser­va­ción y te in­for­man que

no hay me­sas dis­po­ni­bles. Aho­ra ima­gi­na que eres ca­paz de de­cir: “Quie­ro

ha­cer una re­ser­va­ción a nom­bre de An­ge­li­na Jo­lie”. Estoy se­gu­ro de que

apa­re­ce­ría una mesa. Por el con­tra­rio, si hi­cie­ras la re­ser­va­ción a nom­bre de


“Tim Ches­ter”, no en­con­tra­rían esa mesa ext­ra. Un nom­bre re­pre­sen­ta a una

per­so­na, y al­gu­nos nom­bres pue­den abrir cual­quier puer­ta.

La relevancia de un nombre
Ve­mos la misma his­to­ria en Éxo­do 5 − 6. Moi­sés y Aa­rón lle­gan a la pre-­

sen­cia de Fa­raón y le di­cen: “Así dice el SE­ÑOR, Dios de Is­rael: ‘Deja ir a

Mi pue­blo para que ce­le­bre en el de­sier­to una fies­ta en Mi ho­nor’” (5:1


). Y

Fa­raón res­pon­de: “¿Y quién es el SE­ÑOR para que yo le obe­dez­ca y deje ir

a Is­rael? ¡Ni co­noz­co al SE­ÑOR, ni voy a de­jar que Is­rael se vaya!” (v 2


).

“SE­ÑOR” es Yahvé o Jeho­vá —el nom­bre per­so­nal de Dios que fue re­ve-­

la­do a Moi­sés en el ca­pí­tu­lo 3. Fa­raón está di­cien­do: ¿Quién es este Yahvé?

Nun­ca he es­cu­cha­do de Él. ¿Por qué de­be­ría obe­de­cer­le?


Des­pués de todo,

él es Fa­raón, el co­man­dan­te su­pre­mo de un gran im­pe­rio, con po­der y ri­que-

zas casi sin pre­ce­den­tes. No está acos­tum­bra­do a per­mi­tir que ot­ras per­so-­

nas le di­gan que ha­cer. Su pre­gun­ta no busca ob­te­ner una de­fi­ni­ción, como

la de Moi­sés en 3:13 —es una de­cla­ra­ción de de­sa­fío.

La pre­gun­ta de Fa­raón ini­cia la his­to­ria del éxo­do en los ca­pí­tu­los 5 − 14.

Fa­raón pre­gun­ta: “¿Quién es el SE­ÑOR?”. Las pla­gas y el éxo­do son la res-­

pues­ta de Dios. Este es Dios mos­tran­do quién es Él. ¿Quién es este Yahvé?
,

pre­gun­ta Fa­raón. Y Dios en­vía diez pla­gas, toma la vida de cada pri­mo­gé­ni-­
to de Egip­to y di­vi­de el Mar Rojo, para de­cla­rar: Este soy Yo. Esto es lo que

pue­do ha­cer. Yo soy el SE­ÑOR. Soy SE­ÑOR so­bre Egip­to —in­clu­so so­bre ti,

Fa­raón
.

La fra­se “Yo soy el SE­ÑOR” no apa­re­ce en el li­bro de Éxo­do an­tes de

esta pre­gun­ta de Fa­raón. Pero des­pués se re­pi­te más de diez ve­ces du­ran­te

la his­to­ria (6:2, 6, 7, 8, 29
; 7:5, 17; 10:2; 12:12; 14:4, 18; 15:26; 20:2;

29:46; 31:13). “¿Y quién es el SE­ÑOR para que yo le obe­dez­ca?”. En­fá­ti­ca-­

men­te, Dios res­pon­de una y otra vez: “Yo soy el SE­ÑOR”. Des­pués de que

ter­mi­nó el éxo­do de Egip­to, Is­rael en­to­na una can­ción que co­mien­za así:

“El SE­ÑOR es un gue­rre­ro; Su nom­bre es el SE­ÑOR” (15:3). “Yo soy el

SE­ÑOR” es una de­cla­ra­ción del con­trol de Dios so­bre las per­so­nas, la na­tu-­

ra­le­za, la his­to­ria y so­bre ot­ros dio­ses —y una de­cla­ra­ción de que el de­sa­fío

es en vano.

Una revelación para el pueblo de Dios


Éxo­do 7:5 dice que el éxo­do será una re­ve­la­ción para Egip­to: “Y cuan­do Yo

des­plie­gue Mi po­der con­tra Egip­to y sa­que de allí a los is­rae­li­tas, sa­brán los

egip­cios que Yo soy el SE­ÑOR”. Éxo­do 9:15-16 va más allá. Dios le dice a

Fa­raón, por me­dio de Moi­sés: “Si en este mo­men­to des­ple­ga­ra Yo Mi po-­

der, y a ti y a tu pue­blo los azo­ta­ra con una pla­ga, des­apa­re­ce­rían de la tie-­


rra”. En ot­ras pa­la­bras: Yo po­dría ha­cer esto mu­cho más sen­ci­llo y rá­pi­do

para Mi pue­blo
. “Pero”, pro­si­gue, “te he de­ja­do con vida pre­ci­sa­men­te

para mos­trar­te Mi po­der, y para que Mi nom­bre sea pro­cla­ma­do por toda la

tie­rra”. El éxo­do es una re­ve­la­ción para to­das las na­cio­nes.

Pero Egip­to y las na­cio­nes no son los úni­cos que ne­ce­si­tan co­no­cer el

nom­bre del SE­ÑOR. El pun­to de los ca­pí­tu­los 5 − 6 es uti­li­zar el éxo­do

como una re­ve­la­ción del nom­bre de Dios para Moi­sés e Is­rael —el pue­blo

de Dios. El pue­blo de Dios ne­ce­si­ta co­no­cer quién es el SE­ÑOR.

Como he­mos visto, en el ca­pí­tu­lo 3 Moi­sés le dice a Dios: “Su­pon­ga­mos

que me pre­sen­to ante los is­rae­li­tas y les digo: ‘El Dios de sus an­te­pa­sa­dos

me ha en­via­do a us­te­des’. ¿Qué les res­pon­do si me pre­gun­tan: ‘¿Y cómo se

lla­ma?’” (3:13). De­bi­do a que en la Bi­blia el nom­bre re­pre­sen­ta al in­di­vi-­

duo, “¿Y cómo se lla­ma?” es la for­ma de pre­gun­tar: ¿Quién es este Dios

para que con­fie­mos en Él?


Des­pués de 400 años, los reyes de Egip­to se ol-­

vi­da­ron de José —para Fa­raón, José no era na­die (1:8). Pero pa­re­ce ser que

esos mis­mos 400 años cau­sa­ron que el pue­blo de Is­rael se ol­vi­da­ra de Dios

—para ellos, Dios no era na­die.

Aho­ra, cuan­do Moi­sés vuel­ve a cues­tio­nar a Dios en 5:22-23


, Él res­pon-­

de: “Aho­ra ve­rás lo que voy a ha­cer con Fa­raón” (6:1


). Ya ve­rás
. Este es

un acto de re­ve­la­ción para Moi­sés y el pue­blo de Dios. El pue­blo de Dios


ne­ce­si­ta sa­ber quién es el SE­ÑOR. Y es por ello que las co­sas se po­nen más

di­fí­ci­les an­tes de me­jo­rar. Es por ello que los even­tos del ca­pí­tu­lo 5 se desa-­

rro­llan así.

No mejor, sino más difícil


Pri­me­ro, Moi­sés y Aa­rón son bien re­ci­bi­dos por Is­rael (4:29-31). To­dos

están emo­cio­na­dos por lo que Dios hará. Pero en lu­gar de me­jo­rar, las co­sas

em­peo­ran. Moi­sés y Aa­rón acu­den a Fa­raón y le so­li­ci­tan que los deje ir a

te­ner una fies­ta en el de­sier­to (5:1


). Fa­raón se nie­ga. Moi­sés y Aa­rón pa­re-­

cen estar asom­bra­dos por la res­pues­ta. Su exi­gen­cia se con­vier­te en una sú-­

pli­ca en el ver­sícu­lo 3
. Pero Fa­raón se nie­ga a otor­gar­les cual­quier tipo de

des­can­so (v 4
). En lu­gar de ello, les da más tra­ba­jo. Aho­ra los is­rae­li­tas de-­

ben re­co­lec­tar la paja que usa­rán para ha­cer los la­dri­llos, sin nin­gún cam­bio

al nú­me­ro de la­dri­llos que de­ben pro­du­cir (vv 6-9


). Esta es­tra­te­gia está di-­

se­ña­da para di­vi­dir a los is­rae­li­tas y po­ner­los en con­tra de su lí­der, Moi­sés.

La or­den baja por la ca­de­na de man­do —de Fa­raón a los ca­pa­ta­ces egip-­

cios y des­pués a los je­fes de cua­dri­lla is­rae­li­tas (vv 10-14


). Y las que­jan su-­

ben por la misma ca­de­na de man­do (vv 15-16


). Pero Fa­raón no se con­mue-­

ve: “¡Ha­ra­ga­nes, ha­ra­ga­nes! ¡Eso es lo que son! Por eso an­dan di­cien­do:

‘Dé­ja­nos ir a ofre­cer­le sa­cri­fi­cios al SE­ÑOR’. Aho­ra, ¡va­yan a tra­ba­jar! No


se les va a dar paja, pero tie­nen que en­tre­gar su cuo­ta de la­dri­llos” (vv 17-

18
). Esto es algo tí­pi­co de un ti­rano, desde los lí­de­res de an­ti­guos im­pe­rios

has­ta los je­fes abu­si­vos en los tra­ba­jos de la ac­tua­li­dad: Vete a tra­ba­jar.

Cum­ple tu cuo­ta. La cul­pa es tuya. Me­re­ces tus su­fri­mien­tos.


“Im­pón­gan­les

ta­reas más pe­sa­das”, dice Fa­raón (v 9


). En lu­gar de me­jo­rar, las co­sas se

po­nen más di­fí­ci­les.

Faraón contra el SEÑOR


En me­dio de todo eso, Dios está mon­tan­do el es­ce­na­rio que dará a co­no­cer

Su nom­bre. En el ver­sícu­lo 9
, Fa­raón pre­sen­ta a Dios como un men­ti­ro­so.

Dios ha pro­me­ti­do li­be­ra­ción, pero Fa­raón dice que solo son fal­sas es­pe­ran-­

zas. Él dice: “Im­pón­gan­les ta­reas más pe­sa­das. Man­tén­gan­los ocu­pa­dos.

Así no ha­rán caso de men­ti­ras”. El men­sa­je de que Dios li­be­ra­rá a Su pue-­

blo es una men­ti­ra, dice Fa­raón. Es una men­ti­ra por­que Fa­raón rei­na en

Egip­to. Este es su im­pe­rio y su pa­la­bra es la ley. ¿Quién es el SE­ÑOR com-­

pa­ra­do con el po­de­ro­so Fa­raón?

El ca­pí­tu­lo abrió con Moi­sés y Aa­rón di­cién­do­le a Fa­raón: “Así dice

el SE­ÑOR, Dios de Is­rael: ‘Deja ir a Mi pue­blo’” (5:1


; ver tam­bién 4:22-

23). En Éxo­do 5:10


, los ca­pa­ta­ces y los je­fes de cua­dri­lla di­cen al pue­blo:

“Así dice Fa­raón…”. Así que las fra­ses “así dice el SE­ÑOR” y “así dice Fa-­
raón” son pues­tas la una con­tra la otra —la pa­la­bra de Dios y Su de­re­cho a

go­ber­nar en con­tra de la pa­la­bra de Fa­raón y su go­bierno.

Dios dice que Is­rael debe des­can­sar más (que de­be­rían to­mar un re­ce­so

de 3 días para ado­rar­le). Fa­raón dice que Is­rael debe tra­ba­jar más. La pa­la-­

bra para “ta­rea” y para “ren­dir cul­to” es la misma en estos ca­pí­tu­los. Te­ne-­

mos algo si­mi­lar con la pa­la­bra “ser­vi­cio” en el idio­ma es­pa­ñol. Ser­vir es

tra­ba­jar, pero tam­bién se pue­de re­fe­rir a un ser­vi­cio de la igle­sia. De la

misma for­ma, la pa­la­bra tra­du­ci­da como “ta­rea” en 5:9


y 11
y como “sier-­

vo” en los ver­sícu­los 15-16


es real­men­te la misma pa­la­bra (o al me­nos tie-­

ne la misma raíz) que se usa para “ren­dir cul­to” en 4:23. Allí, Dios le dice a

Fa­raón (por me­dio de Moi­sés): “Ya te he di­cho que de­jes ir a Mi hijo para

que me rin­da cul­to/sir­va”. Es la pa­la­bra uti­li­za­da para des­cri­bir el ser­vi­cio

de Is­rael a Dios, es­pe­cial­men­te a tra­vés de la ado­ra­ción en el ta­ber­nácu­lo

(12:25-26; 13:5; 27:19; 30:16; 35:24; 36:1, 3, 5; 39:32, 42).

El pun­to es el si­guien­te: tan­to Dios como Fa­raón pien­san que Is­rael debe

tra­ba­jar, ser­vir y ado­rar. El asun­to es este: ¿a quién ser­vi­rán? ¿Y cómo será

esa ex­pe­rien­cia para ellos?

Otro as­pec­to in­tere­san­te so­bre 5:1


es la pre­gun­ta: ¿Por qué Moi­sés so­li­ci-­

ta ce­le­brar una fies­ta en el de­sier­to? Dios ha pro­me­ti­do una com­ple­ta li­be­ra-­

ción de la es­cla­vi­tud egip­cia (3:10). ¿Se tra­ta de una es­tra­te­gia de Moi­sés


—una for­ma fur­ti­va de es­ca­par? Pien­so que no —creo que Fa­raón sa­bía lo

que im­pli­ca­ba esta so­li­ci­tud. En Orien­te Pró­xi­mo era una for­ma tí­pi­ca de

ha­cer una pe­ti­ción y en­trar en una ne­go­cia­ción. Se pre­sen­ta una pe­ti­ción ini-­

cial que des­pués se in­cre­men­ta —pero la in­ten­ción es cla­ra. Más sig­ni­fi­ca­ti-­

va­men­te, esto lle­ga has­ta el co­ra­zón del asun­to. ¿Quién es el due­ño de Is-­

rael? ¿A quién le per­te­ne­ce Is­rael? Los is­rae­li­tas se des­cri­ben a sí mis­mos

como “(tus) sier­vos” o “tus ado­ra­do­res” unas tres ve­ces en 5:15-16


. Así es

como se ven a sí mis­mos.

Así que cuan­do Dios con­tes­ta al de­sa­fío de Fa­raón con la de­cla­ra­ción:

“Aho­ra ve­rás lo que voy a ha­cer con Fa­raón” (6:1


), se ini­cia la ba­ta­lla. Este

con­flic­to no es prin­ci­pal­men­te en­tre Egip­to e Is­rael, sino en­tre Fa­raón y el

SE­ÑOR, con Is­rael como pre­mio.

Y no de­be­mos per­der de vista el pun­to im­por­tan­te para no­so­tros. A quien

más ado­ras es para quien más tra­ba­jas. No me re­fie­ro a que ado­res a tu jefe

(aun­que eso es po­si­ble). ¿A quién in­ten­tas agra­dar con tu tra­ba­jo? ¿De

quién bus­cas la apro­ba­ción? ¿Te ate­rra per­der la apro­ba­ción de al­guien? ¿La

de tu jefe? ¿La de tu cón­yu­ge? ¿La de tus ami­gos? ¿La de tus pa­dres? ¿La

tuya? ¿O la de Dios? Pien­sa en tu te­mor a fa­llar. Pien­sa con quién te sien­tes

ten­ta­do a men­tir o exa­ge­rar con tal de im­pre­sio­nar. Pien­sa si la des­apro­ba-­


ción de al­guien pro­du­ce en ti una tris­te­za ex­ce­si­va. Eso te in­di­ca­rá a quién

ado­ras ver­da­de­ra­men­te.

Faraón e Israel
La sor­pre­sa en el ca­pí­tu­lo 5 no es la res­pues­ta ne­ga­ti­va de Fa­raón —Dios le

ha­bía ad­ver­ti­do a Moi­sés: “Yo sé bien que el rey de Egip­to no va a de­jar­los

ir” (3:19). No, la sor­pre­sa —y la de­silu­sión— es la res­pues­ta de Is­rael. Si

no co­no­ces al SE­ÑOR, en­ton­ces no con­fia­rás en el SE­ÑOR cuan­do no pue-­

das com­pren­der lo que Él está ha­cien­do, cuan­do Sus pla­nes no en­ca­jen con

los tuyos. En lu­gar de ello, te que­ja­rás. Eso es lo que ha­cen los je­fes de cua-­

dri­lla is­rae­li­tas cuan­do en­cuen­tran a Moi­sés y a Aa­rón (5:19-20


): “¡Que el

SE­ÑOR los exa­mi­ne y los juz­gue! ¡Por cul­pa de us­te­des so­mos unos apes-­

ta­dos ante Fa­raón y sus sier­vos! ¡Us­te­des mis­mos les han pues­to la es­pa­da

en la mano, para que nos ma­ten!” (v 21


). Y Moi­sés mismo se que­ja ante

Dios: “¡Ay SE­ÑOR! ¿Por qué tra­tas tan mal a este pue­blo? ¿Para esto me

en­vias­te? Desde que me pre­sen­té ante Fa­raón y le ha­blé en Tu nom­bre, no

ha he­cho más que mal­tra­tar a este pue­blo, que es Tu pue­blo. ¡Y Tú no has

he­cho nada para li­be­rar­lo!” (vv 22-23


). ¿Qué sig­ni­fi­ca el nom­bre de Dios?

El nom­bre de Dios sig­ni­fi­ca pro­ble­mas


, dice Moi­sés. Is­rael ha es­ta­do en
Egip­to por mu­cho tiem­po; y mien­tras Fa­raón no ve por qué de­be­ría obe­de-­

cer al SE­ÑOR, Is­rael no ve cómo pue­den con­fiar en el SE­ÑOR.

La tar­dan­za en el cum­pli­mien­to de las pro­me­sas de Dios re­ve­la el co­ra-­

zón de Su pue­blo. Cuan­do se les pro­me­tió ben­di­ción, es­ta­ban emo­cio­na­dos.

Pero cuan­do “se die­ron cuen­ta de que es­ta­ban en un aprie­to”, co­men­za­ron a

que­jar­se ante Dios (v 19


). La tar­dan­za los prue­ba; las que­jas de­mues­tran

que ellos tam­po­co co­no­cen al SE­ÑOR.

Esto es un reto para mí y para ti. ¿Te des­cri­be esto de al­gu­na for­ma?

Cuan­do ob­tie­nes lo que quie­res eres un cris­tiano apa­sio­na­do. Pero cuan­do

no es así, te que­jas. Cuan­do Dios no hace lo que quie­res, cuan­do lo quie­res

y como lo quie­res —cuan­do te per­ca­tas de que estás en pro­ble­mas de al­gu-­

na for­ma— en­ton­ces cri­ti­cas a Dios. Cuan­do eso su­ce­de, los ver­da­de­ros

afec­tos de tu co­ra­zón son re­ve­la­dos —que amas la ben­di­ción de Cris­to más

de lo que amas a Cris­to mismo. Con­fías en Él cuan­do te da lo que quie­res.

Pero no con­fías en Él cuan­do vie­nen los pro­ble­mas. Lo que sig­ni­fi­ca que

real­men­te no con­fías en Él. Cuan­do eso su­ce­de, alza tus ojos a la cruz. Ob-­

ser­va a Dios crean­do algo bue­no de algo malo. Y con­tem­pla Su amor por ti

y Su com­pro­mi­so con­ti­go al en­tre­gar a Su úni­co Hijo. Cuan­do lo ha­gas, tus

afec­tos se­rán reor­de­na­dos, de tal ma­ne­ra que lo ama­rás y con­fia­rás en Él, y

vi­vi­rás con gra­ti­tud y sin que­jar­te, in­clu­so en los tiem­pos más di­fí­ci­les.
1.
Cuan­do obe­de­ces a Dios y las co­sas se tor­nan más di­fí­ci­les, ¿cómo
sue­les reac­cio­nar? ¿Qué su­gie­re esto so­bre tus afec­tos?

2.
“Pien­sa con quién te sien­tes ten­ta­do a men­tir o exa­ge­rar con tal de
im­pre­sio­nar. Pien­sa si la des­apro­ba­ción de al­guien pro­du­ce en ti una

tris­te­za ex­ce­si­va. Eso te in­di­ca­rá a quién ado­ras ver­da­de­ra­men­te”.

Pien­sa en esto aho­ra —¿qué con­clu­yes?

3.
¿Cómo es que la cruz te lleva a amar y ado­rar a Cris­to? ¿Cómo al-­
za­rás tus ojos a la cruz la pró­xi­ma vez que seas ten­ta­do a ado­rar a al-­

guien más; y la pró­xi­ma vez que las co­sas se pon­gan más di­fí­ci­les

en vez de me­jo­rar?
Pero Dios…
Las co­sas se han tor­na­do más di­fí­ci­les para el pue­blo de Dios —para así

Dios re­ve­lar­les Su nom­bre, Su ca­rác­ter y Su po­der. El pue­blo ne­ce­si­ta co­no-­

cer quién es el SE­ÑOR. La ten­sión au­men­ta con cada día que tie­nen que

salir a bus­car la paja, y esto es para que cuan­do Dios les re­ve­le Su nom­bre,

ellos lo vean cla­ra­men­te.

Así lle­ga­mos a la res­pues­ta de Dios en 6:2-8


. Al prin­ci­pio, a la mitad y al

fi­nal de este dis­cur­so, en­con­tra­mos las pa­la­bras “Yo soy el SE­ÑOR” —eso

es lo que Dios le re­cuer­da a Moi­sés (v 2


), lo que Moi­sés dirá ini­cial­men­te a

los is­rae­li­tas (v 6
) y con lo que con­clui­rá (v 8
). Pero quizá la fra­se clave la

en­con­tra­mos en el ver­sícu­lo 7
: “Así sa­brán que Yo soy el SE­ÑOR su Dios,

que los li­bró de la opre­sión de los egip­cios”.

Has­ta aho­ra, es muy sim­ple: pero Dios tam­bién dice en el ver­sícu­lo 3


:

“Me apa­re­cí a Abraham, a Isaac y a Ja­cob bajo el nom­bre de Dios To­do­po-­

de­ro­so, pero no les re­ve­lé Mi ver­da­de­ro nom­bre, que es el SE­ÑOR”. Lo que


Dios le dijo a Abraham cuan­do se le apa­re­ció en Gé­ne­sis 17:1 fue: “Yo soy

el Dios To­do­po­de­ro­so”. Éxo­do 6:3


su­gie­re que Dios se ha­bía re­ve­la­do a tra-­

vés de tér­mi­nos más ge­né­ri­cos


, como Elohim
(“Dios” o “dio­ses”) o El-

Shad­dai
(“Dios to­do­po­de­ro­so”), pero que esta es la pri­me­ra vez que re­ve­la

Su nom­bre per­so­nal, Yahvé


. Tal como yo me lla­mo Tim, Él es un Dios lla-­

ma­do Yahvé.

El pro­ble­ma con esta in­ter­pre­ta­ción del ver­sícu­lo 3


es que la pa­la­bra

Yahvé es uti­li­za­da en Gé­ne­sis (ver, por ejem­plo, Gn 2:4, 5, 7, 8, 9, 15, 16,

18, 19, 21, 22). Po­dría ser que el es­cri­tor de Gé­ne­sis haya es­ta­do usan­do el

nom­bre que Dios le re­ve­ló pos­te­rior­men­te, de la misma for­ma en que un

bió­gra­fo de Muham­mad Ali pu­die­ra re­fe­rir­se a él como “Ali” du­ran­te su ni-­

ñez, a pe­sar de que se lla­mó Cas­sius Clay has­ta los 22 años. Pero esta es

una me­jor ex­pli­ca­ción: que el tér­mino “Yahvé” era co­no­ci­do desde an­tes,

pero que Dios le da­ría un sig­ni­fi­ca­do más am­plio a tra­vés del éxo­do. El

éxo­do se­ría una re­ve­la­ción del ca­rác­ter de Dios. Así que ¿qué es­ta­re­mos

vien­do?

El Se­ñor que cum­ple Sus pro­me­sas


El pri­mer vis­ta­zo es ha­cia el pa­sa­do. Dios le hizo pro­me­sas a Abraham,

Isaac y Ja­cob —y Él cum­pli­rá esas pro­me­sas. “Yo soy el SE­ÑOR… con­fir-­


mé Mi pac­to… he re­cor­da­do Mi pac­to” (6:2-5
). En 5:15
, Is­rael cla­mó a

Fa­raón, pero él se negó a es­cu­char­los. El SE­ÑOR es di­fe­ren­te —Él es­cu­chó

su cla­mor (2:23-25; 3:7-9). Él es­cu­cha y re­cuer­da —cum­pli­rá Su pac­to.

(Nue­va­men­te ne­ce­si­ta­mos re­sal­tar que el re­cor­dar de Dios no sig­ni­fi­ca que

se haya ol­vi­da­do Su pue­blo ni de Sus pro­me­sas. De for­ma si­mi­lar, cuan­do

Je­re­mías 31:34 pro­me­te que Dios no re­cor­da­rá más nues­tros pe­ca­dos, no

sig­ni­fi­ca que Dios su­fri­rá de am­ne­sia. Je­re­mías se re­fie­re a que Dios no ac-­

tua­rá con­for­me a nues­tros pe­ca­dos.) Lo que será re­ve­la­do en el éxo­do es

que Dios cum­ple Sus pro­me­sas —así que po­de­mos con­fiar en esas pro­me-­

sas.

EL Se­ñor que go­bier­na al mun­do


“Yo soy el SE­ÑOR, y voy a qui­tar­les de en­ci­ma la opre­sión de los egip­cios.

Voy a li­brar­los de su es­cla­vi­tud; voy a li­be­rar­los con gran des­plie­gue de po-­

der y con gran­des ac­tos de jus­ti­cia” (6:6


). El ca­pí­tu­lo 5 ha pre­pa­ra­do el es-­

ce­na­rio para lo que está por acon­te­cer en­tre Fa­raón y Dios. Y lo que ve­re-­

mos en el éxo­do es que Dios rei­na. En po­cas pa­la­bras, el SE­ÑOR gana. El

go­bierno del go­ber­nan­te más po­de­ro­so del mun­do será des­trui­do por­que

Dios do­ble­ga­rá su bra­zo. Es un gran des­plie­gue de Su po­der —Su bra­zo se

ex­tien­de para cum­plir cual­quier cosa que se pro­po­ne. Así como pue­des ex-­
ten­der el bra­zo so­bre la mesa para to­mar el sa­le­ro, Dios ex­tien­de Su bra­zo

para sa­cu­dir a Egip­to. Sus ac­tos de jus­ti­cia son po­de­ro­sos. En el éxo­do ve-­

re­mos que Dios es po­de­ro­so; Él es so­be­rano; Él rei­na so­bre este mun­do —

así que po­de­mos con­fiar en Su po­der, y tem­blar ante él.

El Se­ñor que re­di­me a Su pue­blo


Éxo­do 6:6
es una de las pri­me­ras ve­ces en que se usa la pa­la­bra “re­di­mir”

en la Bi­blia (ade­más de Gn 48:16, ver RV60). Es la pa­la­bra ga´al


. El su­je­to

de este ver­bo es go´el


: un re­den­tor. Cuan­do el pue­blo de Dios lle­gó a la tie-­

rra pro­me­ti­da, un go´el


era el pa­rien­te en­car­ga­do de ven­gar la muer­te de un

fa­mi­liar, re­di­mir a un fa­mi­liar es­cla­vi­za­do o pro­veer un he­re­de­ro para un fa-­

mi­liar fa­lle­ci­do. Era un pa­rien­te cer­cano que ac­tua­ba como un ven­ga­dor,

pro­tec­tor y pro­vee­dor, aun cuan­do ello im­pli­ca­ra una pér­di­da per­so­nal (Lv

25:47-59; Rut 3:9; 4:1-10). Yahvé ya se ha des­cri­to a Sí mismo como el Pa-­

dre de Is­rael (4:22), su pa­rien­te. Éxo­do 6:6


nos dice que Él es el pa­rien­te re-­

den­tor de Su pue­blo. Ac­tua­rá como el ven­ga­dor, pro­tec­tor y pro­vee­dor de

Is­rael —aun cuan­do eso im­pli­que una pér­di­da per­so­nal.

Pero Dios no solo re­di­me de la es­cla­vi­tud. Él re­di­me a Is­rael para que sea

Su pue­blo. Más ade­lan­te, Is­rael le can­ta­rá a Dios: “Por Tu gran amor guías

al pue­blo que has res­ca­ta­do; por Tu fuer­za los lle­vas a Tu san­ta mo­ra­da”
(15:13). Éxo­do es la his­to­ria de re­den­ción del pue­blo de Is­rael —Dios los

saca de Egip­to para que vivan en la pre­sen­cia de Dios (por me­dio del en-­

cuen­tro con Él en el Si­naí y de la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo).

En el ca­pí­tu­lo 6, Dios con­ti­núa: “Haré de us­te­des Mi pue­blo; y Yo seré su

Dios… Yo, el SE­ÑOR” (6:7-8


). Esta es la pri­me­ra vez que esta fra­se es uti-­

li­za­da en la Bi­blia —pero la en­con­tra­re­mos mu­chas ve­ces en la his­to­ria bí-­

bli­ca. De he­cho, se con­vier­te en una es­pe­cie de re­frán. Con­ti­núa apa­re­cien-­

do has­ta que lee­mos so­bre la vi­sión de Juan de la nueva crea­ción en Apo­ca-­

lip­sis 21:3: “Oí una po­ten­te voz que pro­ve­nía del trono y de­cía: ‘¡Aquí, en-­

tre los se­res hu­ma­nos, está la mo­ra­da de Dios! Él acam­pa­rá en me­dio de

ellos, y ellos se­rán Su pue­blo; Dios mismo es­ta­rá con ellos y será su Dios’”.

Este dis­cur­so en 6:6-8


es una de­cla­ra­ción clave que re­per­cu­te en toda la

his­to­ria bí­bli­ca —la gran his­to­ria de Dios re­di­mién­do­nos de la es­cla­vi­tud

del pe­ca­do y la muer­te (v 6


) para que po­da­mos ser Su pue­blo (v 7
) y vivir

en Su nuevo mun­do (v 8
). Nos re­di­me para que sea­mos Su pue­blo —así

que po­de­mos con­fiar en que Él nos ama, nos guía y nos cui­da.

Is­rael pa­re­ce estar su­mer­gi­do en un desá­ni­mo pro­fun­do, de tal ma­ne­ra

que no les con­mue­ve la re­ve­la­ción del nom­bre del SE­ÑOR ni de Sus pro­pó-­

si­tos (v 9
). Pero, como vi­mos en el ca­pí­tu­lo 3, la re­ve­la­ción má­xi­ma del

nom­bre de Dios será el éxo­do mismo. Así que el SE­ÑOR hace que to­dos
los even­tos con­duz­can a la con­fron­ta­ción que re­ve­la­rá Su po­der, y por eso

vuel­ve a en­viar a Moi­sés don­de Fa­raón (6:10-11


).

Verdaderos israelitas
Éxo­do 6:30
re­pi­te el ver­sícu­lo 12
—por tan­to, los ver­sícu­los 13-29
son un

pa­rén­te­sis en la his­to­ria. ¿Por qué? En­tre estas dos de­cla­ra­cio­nes, en­con­tra-­

mos un ex­trac­to de una ge­nea­lo­gía que de­mues­tra que Moi­sés y Aa­rón son

ver­da­de­ros is­rae­li­tas. Co­mien­za con tres hi­jos de Ja­cob: Ru­bén (el pri­mo­gé-­

ni­to, que nos lleva de re­gre­so a 4:21-26), Si­meón y Leví. Des­pués el en­fo-­

que está en los hi­jos de Leví, para mos­trar el li­na­je de Moi­sés y Aa­rón. El

texto es en­fá­ti­co: “Aa­rón y Moi­sés son los mis­mos a quie­nes el  SE-­

ÑOR man­dó que sa­ca­ran de Egip­to a los is­rae­li­tas, or­de­na­dos en es­cua­dro-­

nes” (6:26
).

¿Por qué están aquí estos ver­sícu­los? Re­cuer­da que Moi­sés salió del de-­

sier­to, de­cla­ran­do ser el hom­bre lla­ma­do por Dios para guiar a Su pue­blo.

Aa­rón ha sido asig­na­do como su por­ta­voz. Pero aho­ra las per­so­nas han co-­

men­za­do a du­dar de ellos. Quizá las per­so­nas re­cor­da­ron la crian­za de Moi-­

sés en la cor­te egip­cia, su breve apa­ri­ción en me­dio de ellos y su lar­go exi-­

lio en Ma­dián —y aho­ra du­da­ban de qué lado es­ta­ba, o in­clu­so de su li­na­je.


Así que aho­ra exis­ten ra­zo­nes para de­mos­trar que ellos son miem­bros au-­

tén­ti­cos del pue­blo de Dios.

Conociendo a Dios
Es­tu­ve con­ver­san­do con la es­po­sa de una pa­re­ja que es­ta­ba a pun­to de irse

de mi­sio­nes a Eu­ro­pa. Con lá­gri­mas me con­fe­sa­ba sus mie­dos. Se preo­cu-­

pa­ba por lle­var a sus hi­jos pe­que­ños a un nuevo país. ¿Po­dría ella ma­ne­jar-­

lo? ¿Po­drían sus ni­ños ma­ne­jar­lo? ¿Es­ta­ría de­ses­pe­ra­da por re­gre­sar a casa

des­pués de unos po­cos me­ses? Me asom­bró mu­cho algo que ella dijo:

Me ima­gino a una ma­dre is­rae­li­ta sa­can­do a sus hi­jos pe­que­ños de Egip-­

to. Se­gu­ro es­ta­ba lle­na de du­das. ¿Era esta una bue­na idea —huir al de-­

sier­to con ni­ños pe­que­ños? ¿Quién es el SE­ÑOR? ¿Pue­den con­fiar en Él?

Y des­pués atra­vie­san el Mar Rojo con las pa­re­des de agua a cada lado.

Y lue­go aña­dió: “Esto es lo que me da con­fian­za para ir”.

El éxo­do es la re­ve­la­ción del nom­bre de Dios a Su pue­blo. Él es el SE-­

ÑOR que guar­da Sus pro­me­sas (6:4-5


), go­bier­na al mun­do (v 6
) y ama a

Su pue­blo (vv 6-8


).

Ha­bla­ba con un pa­dre jo­ven que está pla­nean­do mu­dar­se a Orien­te Me­dio

para ini­ciar una igle­sia. Es fá­cil pen­sar que los mi­sio­ne­ros tie­nen un lla­ma-­
do es­pe­cial que hace que todo sea más sen­ci­llo para ellos. Pero eso no es

ver­dad. Al orar jun­tos, él dijo: “Soy un co­bar­de. Estoy ate­rra­do por mi fa-­

mi­lia”. Me pa­re­ció tan de­sa­fian­te. Me per­ca­té de que este hom­bre no es di-­

fe­ren­te a mí en cuan­to a sus mie­dos. Pero quizá él, y la mu­jer que iba al

cam­po mi­sio­ne­ro en Eu­ro­pa, son di­fe­ren­tes a mí en esto: ellos co­no­cen —

real­men­te con­fían— en que Dios es el SE­ÑOR y en que Él cum­ple Sus pro-­

me­sas, go­bier­na al mun­do y re­di­me a Su pue­blo.

Si tú y yo que­re­mos se­guir a Dios —ya sea que eso nos lleve a Orien­te

Me­dio, a Eu­ro­pa o a una es­cue­la, ca­fe­te­ría, fá­bri­ca u ofi­ci­na cer­ca­na— en-­

ton­ces de­be­mos sa­ber quién es Él. Y cuan­do le co­no­ce­mos, en­ton­ces nos

per­ca­ta­mos de que de­be­mos se­guir­le. Cada día es una opor­tu­ni­dad para

vivir con­fian­do y obe­de­cien­do a Dios. Solo po­drás lo­grar­lo si crees que Él

es el SE­ÑOR; y si crees que Él es el SE­ÑOR, vi­vi­rás así.

Pue­de que te ha­yas con­ver­ti­do en cris­tiano hace poco y que, en lu­gar de

me­jo­rar, tu vida aho­ra sea más com­pli­ca­da. O quizá tu vida no va como

desea­bas —tus sue­ños con­ti­núan sien­do sim­ples sue­ños. Así que aho­ra te

que­jas, como Moi­sés y los is­rae­li­tas. ¿Qué les dijo Dios a ellos? “Aho­ra ve-­

rás lo que voy a ha­cer… Yo soy el SE­ÑOR” (vv 1-2


). ¿Y qué te dice a ti

aho­ra? Algo in­clu­so me­jor: Tú ya has visto lo que he he­cho


. Lo has visto
en el éxo­do (o lo ha­rás a me­di­da que si­gas le­yen­do). Y lo has visto en la

cruz y en la re­su­rrec­ción de for­ma su­pre­ma.

Allí has visto que Él es el SE­ÑOR que cum­ple Sus pro­me­sas: “To­das las

pro­me­sas que ha he­cho Dios son ‘sí’ en Cris­to” (2Co 1:20). Cuan­do te pre-­

gun­tes qué hace Dios, cuan­do du­des de Su bon­dad, cuan­do se te di­fi­cul­te

con­fiar en Él, mira ha­cia la cruz y ha­cia la tum­ba va­cía. Con­tem­pla cómo

Dios cum­ple Sus pro­me­sas.

He­mos visto que Él es el SE­ÑOR que go­bier­na so­bre el mun­do. No era lo

que pa­re­cía en la cruz. Pa­re­cía que Sa­ta­nás es­ta­ba go­ber­nan­do, que el caos

y las per­so­nas mal­va­das ha­bían triun­fa­do. Pero la rea­li­dad es que ellos hi-­

cie­ron “lo que de an­te­mano [Su] po­der y [Su] vo­lun­tad ha­bían de­ter­mi­na­do

que su­ce­die­ra” (Hch 4:28). Dios uti­li­zó la de­rro­ta y la de­bi­li­dad en la cruz

para traer sal­va­ción. Cuan­do te pre­gun­tes qué está ha­cien­do Dios, cuan­do

du­des de Su bon­dad y se te di­fi­cul­te con­fiar en Él: cuan­do la vida se tor­ne

más di­fí­cil en lu­gar de me­jo­rar, mira ha­cia la cruz. Ob­ser­va cómo Dios saca

un triun­fo de una de­rro­ta.

Has visto que Él es el SE­ÑOR que re­di­me a Su pue­blo de la muer­te y les

da vida: “Él nos li­bró del do­mi­nio de la os­cu­ri­dad y nos tras­la­dó al Reino de

Su ama­do Hijo,  en quien te­ne­mos re­den­ción, el per­dón de pe­ca­dos” (Col

1:13-14). “En esto con­sis­te el amor: no en que no­so­tros ha­ya­mos ama­do a


Dios, sino en que Él nos amó y en­vió a Su Hijo para que fue­ra ofre­ci­do

como sa­cri­fi­cio por el per­dón de nues­tros pe­ca­dos” (1Jn 4:10). Es en la cruz

que nues­tra re­den­ción está ase­gu­ra­da —en ella ve­mos el más gran­de des-­

plie­gue de Su amor en toda la his­to­ria. Dios ha pro­me­ti­do: “Voy a li­be­rar­los

con gran des­plie­gue de po­der y con gran­des ac­tos de jus­ti­cia”. El ma­yor

cum­pli­mien­to de esa pro­me­sa fue en la cruz. Fue un gran acto de jus­ti­cia —

pero esa jus­ti­cia (lo que me­re­cía­mos) no cayó so­bre los ene­mi­gos de Dios,

sino so­bre Dios mismo en la per­so­na de Su Hijo. Je­sús nos re­di­me para que

sea­mos Su pue­blo. Cuan­do te pre­gun­tes qué está ha­cien­do Dios, cuan­do du-­

des de Su bon­dad y se te di­fi­cul­te con­fiar en Él, cuan­do la vida se tor­ne más

di­fí­cil en lu­gar de me­jo­rar —mira ha­cia la cruz. Ob­ser­va cómo Dios mismo

su­fre las con­se­cuen­cias de Su pro­pio jui­cio por amor a ti y para re­di­mir­te.

Si se te di­fi­cul­ta obe­de­cer a Dios, no ne­ce­si­tas más fuer­za de vo­lun­tad.

Ne­ce­si­tas co­no­cer más a Dios. El li­bro de Éxo­do es una re­ve­la­ción del

nom­bre de Dios —del ca­rác­ter de Dios— para que po­da­mos co­no­cer­lo me-­

jor. Así que ora mien­tras lo lees. Su­mér­ge­te pro­fun­da­men­te en sus pá­gi­nas

—no solo para con­se­guir más in­for­ma­ción, sino para que pue­das en­con­trar

a Dios. Busca al SE­ÑOR para que pue­das co­no­cer­le y ser­vir­le me­jor, tan­to

en los bue­nos mo­men­tos de la vida, como cuan­do esta se tor­ne más di­fí­cil.
Él es el SE­ÑOR que cum­ple Sus pro­me­sas, go­bier­na al mun­do y re­di­me a

Su pue­blo.

1.
¿De qué nos per­de­mos si solo pen­sa­mos de dón­de nos ha re­di­mi­do
Dios y no re­cor­da­mos para qué nos ha re­di­mi­do?

2.
¿Co­no­ces a al­gún cris­tiano que esté su­mer­gi­do en el desá­ni­mo?
¿Cómo po­drías re­cor­dar­le quién es Dios de una for­ma que lo con-­

sue­le y de­sa­fíe?

3.
Iden­ti­fi­ca al­gu­na for­ma en la que ac­tual­men­te sien­tas que Dios te
ha de­frau­da­do o en la que tú le fa­lles a Dios fre­cuen­te­men­te. Lue­go

lee la úl­ti­ma sec­ción ti­tu­la­da “Co­no­cien­do a Dios”. ¿Cómo de­bes

orar para que estas ver­da­des trans­for­men tu for­ma de pen­sar y de

vivir?
 

En oca­sio­nes no sa­be­mos qué ha­cer y nos gus­ta­ría que al­guien nos di­je­ra

cuál es el si­guien­te paso. Pero, la ma­yor par­te del tiem­po, esto no es algo

que nos agra­de. “Yo soy mi pro­pio jefe”, de­ci­mos. “Na­die me dice qué ha-­

cer”. “Tú no eres mi jefe”. Y si no nos ex­pre­sa­mos de esta ma­ne­ra por­que

so­mos muy ama­bles o no que­re­mos dar una mala im­pre­sión, se­gu­ra­men­te lo

lle­ga­mos a pen­sar. Nos re­sis­ti­mos y nos re­sen­ti­mos cuan­do nos di­cen qué

ha­cer.

Así que ¿cómo reac­cio­na­mos cuan­do Dios nos dice qué ha­cer? ¿Por qué

de­bes obe­de­cer­lo? ¿Te re­sis­tes y te re­sien­tes —u obe­de­ces sin que­jar­te?

¿Quién es el SEÑOR?
Fa­raón era el hom­bre más po­de­ro­so del mun­do. Na­die le de­cía qué ha­cer. Él

era quien daba las ór­de­nes. En­ton­ces apa­re­cen Moi­sés y Aa­rón. “Así dice el
SE­ÑOR, Dios de Is­rael: ‘Deja ir a Mi pue­blo’” (5:1). Fa­raón con­tes­ta: “¿Y

quién es el SE­ÑOR para que yo le obe­dez­ca y deje ir a Is­rael? ¡Ni co­noz­co

al SE­ÑOR, ni voy a de­jar que Is­rael se vaya!” (v 2).

“¿Y quién es el SE­ÑOR para que yo le obe­dez­ca?”. La au­to­ri­dad está li-­

ga­da a la iden­ti­dad de la per­so­na que da una or­den. Obe­de­ce­mos cuan­do re-­

co­no­ce­mos una au­to­ri­dad su­pe­rior. Obe­de­ce­mos con gusto cuan­do re­co­no-­

ce­mos una au­to­ri­dad su­pe­rior que es bon­da­do­sa y dig­na de con­fian­za. De

he­cho, ese es el pun­to de Fa­raón. Los es­cla­vos obe­de­cen a los je­fes de cua-­

dri­lla, los je­fes de cua­dri­lla a los ca­pa­ta­ces y los ca­pa­ta­ces a Fa­raón. Exis­te

una ca­de­na de man­do y Fa­raón está en lo más alto de ella —no los es­cla­vos

he­breos. Así que la pre­gun­ta de Fa­raón real­men­te es: ¿Qué le da a este Dios

de los es­cla­vos el de­re­cho para dar­me ó


rde­nes si soy el rey de Egip­to, una

dei­dad vi­vien­te?

En úl­ti­ma ins­tan­cia, Fa­raón se está en­fren­tan­do a Dios, no a Moi­sés. En

6:30, Moi­sés le pre­gun­ta a Dios: “¿Y cómo va a ha­cer­me caso Fa­raón, si yo

no ten­go fa­ci­li­dad de pa­la­bra?”, y Dios le res­pon­de: “Toma en cuen­ta que te

pon­go por Dios ante Fa­raón” (7:1


). El asun­to no es si Fa­raón es­cu­cha­rá a

Moi­sés, sino si Fa­raón es­cu­cha­rá a Dios. La res­pues­ta de Dios tam­bién pue-­

de ser un eco de la Crea­ción; Adán fue crea­do a la ima­gen de Dios, para ser

se­me­jan­te a Dios y un re­pre­sen­tan­te de Dios en la tie­rra. Adán fa­lló en cum-­


plir ese pro­pó­si­to, fa­lló en ac­tuar como Dios y go­ber­nar como el re­pre­sen-­

tan­te de Dios. Aho­ra Moi­sés es como “Dios ante Fa­raón”. La sal­va­ción que

se ilus­tra en el éxo­do y se cum­ple en Cris­to res­tau­ra a la hu­ma­ni­dad para

que po­da­mos vol­ver a so­me­ter a la crea­ción (Heb 2:5-9).

Pero Fa­raón no es­cu­cha: “A pe­sar de esto, y tal como lo ha­bía ad­ver­ti­do

el SE­ÑOR, Fa­raón en­du­re­ció su co­ra­zón y no les hizo caso” (7:13


).

“No le hizo caso”. So­le­mos uti­li­zar esta fra­se para des­cri­bir a los ni­ños

pero, en rea­li­dad, po­dría ser una des­crip­ción de nues­tra cul­tu­ra. Ac­tual­men-­

te, las per­so­nas no le ha­cen caso a la Pa­la­bra de Dios. Cuan­do que­re­mos

com­par­tir el evan­ge­lio, los cris­tia­nos a ve­ces tra­ta­mos de des­viar una con-­

ver­sa­ción para ha­blar so­bre te­mas es­pi­ri­tua­les. Pero la rea­li­dad es que los

no cre­yen­tes son mu­cho más há­bi­les para lo­grar que no se ha­ble de te­mas

es­pi­ri­tua­les. De­trás de esto está la pre­gun­ta de Fa­raón: “¿Y quién es el SE-­

ÑOR para que yo le obe­dez­ca?”. ¿Por qué debo per­mi­tir que se in­ter­pon­ga

en mis asun­tos? ¿Por qué debo per­mi­tir que al­guien más me diga qué ha­cer?

Y los cris­tia­nos no son in­mu­nes a esto. In­ten­ta­mos li­mi­tar nues­tra obe­dien-­

cia. En lu­gar de en­tre­gar­nos com­ple­ta­men­te al ser­vi­cio de Dios, tra­ta­mos de

li­mi­tar lo que ha­ce­mos. “¿Qué pue­do ha­cer con el me­nor es­fuer­zo?”. “¿Qué

tan le­jos debo ir?”. “¿Por qué debo opo­ner­me a mis sen­ti­mien­tos?”.
Así que ¿por qué de­be­mos obe­de­cer? Esa es la pre­gun­ta que es con­tes­ta-­

da en las diez pla­gas.

Dios no es sor­pren­di­do por la ne­ga­ti­va de Fa­raón a es­cu­char (vv 2-4


). Él

lo ha­bía pre­di­cho (3:19), y aho­ra pre­di­ce que esto con­ti­nua­rá: “… él no les

hará caso. En­ton­ces des­car­ga­ré Mi po­der so­bre Egip­to; ¡con gran­des ac­tos

de jus­ti­cia sa­ca­ré de allí a los es­cua­dro­nes de Mi pue­blo, los is­rae­li­tas! Y

cuan­do Yo des­plie­gue Mi po­der con­tra Egip­to y sa­que de allí a los is­rae­li-­

tas, sa­brán los egip­cios que Yo soy el SE­ÑOR” (7:4-5


). El pro­pó­si­to de las

pla­gas es que Egip­to pue­da co­no­cer que “Yo soy el SE­ÑOR”. La iden­ti­dad

y la au­to­ri­dad de Dios se­rán re­ve­la­das por me­dio de las pa­la­bras de dos oc-­

to­ge­na­rios (vv 6-7


) y de los ac­tos po­de­ro­sos del Dios eterno.

Vale la pena pre­gun­tar: ¿Por qué las pri­me­ras nueve pla­gas? La dé­ci­ma

pla­ga fue la que hizo la di­fe­ren­cia y per­mi­tió que el pue­blo de Dios fi­nal-­

men­te fue­ra li­be­ra­do. ¿Por qué no ir di­rec­to a la dé­ci­ma pla­ga? ¿Por qué

mo­les­tar­se con las pri­me­ras nueve? La res­pues­ta está en 9:15-16


, en me­dio

de la his­to­ria de las pla­gas: “Si en este mo­men­to des­ple­ga­ra Yo Mi po­der, y

a ti y a tu pue­blo los azo­ta­ra con una pla­ga, des­apa­re­ce­rían de la tie­rra”.

Dios le dice a Moi­sés que le in­for­me a Fa­raón: “Pero te he de­ja­do con vida

pre­ci­sa­men­te para mos­trar­te Mi po­der, y para que Mi nom­bre sea pro­cla­ma-­

do por toda la tie­rra”. Dios pudo ha­ber li­be­ra­do a Su pue­blo con una sola
pla­ga, pero las diez pla­gas son una de­mos­tra­ción de Su po­der. En ese sen­ti-­

do, son mi­sio­na­les. Su pro­pó­si­to es que el nom­bre de Dios sea pro­cla­ma­do

en toda la tie­rra.

¿Quién endureció el corazón de Faraón?


Esta es la ra­zón de­trás del mis­te­rio­so en­du­re­ci­mien­to del co­ra­zón de Fa-­

raón. En re­pe­ti­das oca­sio­nes se nos dice que Fa­raón “en­du­re­ció su co­ra­zón”

(7:22; 8:15, 19, 32; 9:34


). Exis­te un tipo de lo­cu­ra en las ac­cio­nes de Fa-­

raón. Egip­to es azo­ta­do con una ca­la­mi­dad tras otra, pero él se nie­ga a ren-­

dir­se. En cier­to pun­to, sus ofi­cia­les le rue­gan que ceda (10:7


) —pero él

con­ti­núa ne­gán­do­se y pro­vo­can­do más su­fri­mien­to en su país. No cede por-­

que su or­gu­llo está en jue­go. ¡Es una lo­cu­ra! Des­pués de la cuar­ta, la oc­ta­va

y la no­ve­na pla­ga, Fa­raón in­ten­ta ne­go­ciar con Moi­sés. Le ofre­ce al­gu­nas

con­ce­sio­nes, pero no ce­de­rá por com­ple­to (8:25-28; 10:8-11, 24-28


). Des-­

pués de la sép­ti­ma pla­ga, él cede, pero vuel­ve a cam­biar de opi­nión (9:27-

35
).

Más ade­lan­te, en 10:28


, Fa­raón le dice a Moi­sés: “¡Lar­go de aquí! ¡Y

cui­da­do con vol­ver a pre­sen­tar­te ante mí! El día que vuel­vas a ver­me, pue-­

des dar­te por muer­to”. Re­cuer­da que Dios le ha­bía di­cho a Moi­sés que lo

pon­dría “por Dios ante Fa­raón” (7:1


). Así que, en rea­li­dad, Fa­raón está
des­te­rran­do a Dios. Y Dios le con­ce­de lo que pide. “¡Bien di­cho! —le res-­

pon­dió Moi­sés—. ¡Ja­más vol­ve­ré a ver­te!” (10:29


). La tra­ge­dia es que

Moi­sés es la úni­ca es­pe­ran­za de Fa­raón. Este es el jui­cio de Dios: dar­nos lo

que que­re­mos, pero al ha­cer­lo nos quita toda es­pe­ran­za. Le pe­di­mos a Je-­

sús, el Sier­vo de Dios, que se man­ten­ga fue­ra de nues­tras vi­das, y se nos

con­ce­de lo que pe­di­mos —para siem­pre.

La vida de Fa­raón es un caso de es­tu­dio so­bre el en­ga­ño del pe­ca­do. Es

como un ac­ci­den­te au­to­mo­vi­lís­ti­co en cá­ma­ra len­ta que nos per­mi­te ob­ser-­

var cómo va desa­rro­llán­do­se la tra­ge­dia. Que­re­mos in­ter­ve­nir para de­te­ner-­

lo. Pero en nues­tra vida dia­ria, no­so­tros tam­bién so­mos atra­pa­dos fre­cuen­te-­

men­te en la lo­cu­ra del pe­ca­do. He­breos 3:13 dice: “Más bien, mien­tras dure

ese ‘hoy’, aní­men­se unos a ot­ros cada día, para que nin­guno de us­te­des se

en­du­rez­ca por el en­ga­ño del pe­ca­do”. El en­du­re­ci­mien­to de nues­tro co­ra­zón

so­bre­pa­sa la ra­zón. En­con­tra­mos ex­cu­sas para nues­tros de­seos pe­ca­mi­no­sos

y or­gu­llo­sos. En­con­tra­mos ra­zo­nes para ha­cer lo que que­re­mos. Cuan­do

todo se va desa­rro­llan­do, nos aden­tra­mos aún más en el pe­ca­do, en lu­gar de

acep­tar nues­tro te­rri­ble error y ale­jar­nos de él. So­mos como el Mac­beth de

Sha­kes­pea­re, quien, ha­bien­do ase­si­na­do a su rey, es con­fron­ta­do con la op-­

ción de ad­mi­tir sus ac­cio­nes o ase­si­nar nue­va­men­te, y con­clu­ye:


Me en­cuen­tro ya tan ba­ña­do en san­gre que si no me en­char­ca­ra más, me

cau­sa­ría ver­da­de­ro en­fa­do re­tro­ce­der (Ter­cer acto).

Por na­tu­ra­le­za, se­gui­mos, pro­fun­di­zan­do cada vez más. Eso es lo que

hizo Fa­raón. Y es por ello que ne­ce­si­ta­mos que ot­ros nos alien­ten a com­ba-­

tir el pe­ca­do y ex­pon­gan el en­ga­ño del pe­ca­do cuan­do no po­de­mos ver­lo

por no­so­tros mis­mos. Pero aún hay más. Re­cuer­da que el pro­pó­si­to de Dios

en las nueve pla­gas es re­ve­lar Su nom­bre. Dios las in­tro­du­ce con estas pa­la-­

bras: “Yo voy a en­du­re­cer el co­ra­zón de Fa­raón, y aun­que haré mu­chas se-­

ña­les mi­la­gro­sas y pro­di­gios en Egip­to, él no les hará caso. En­ton­ces des-­

car­ga­ré Mi po­der so­bre Egip­to; ¡con gran­des ac­tos de jus­ti­cia sa­ca­ré de allí

a los es­cua­dro­nes de Mi pue­blo, los is­rae­li­tas!” (7:3-4


). Así que, des­pués

de la sexta, la oc­ta­va, la no­ve­na y la dé­ci­ma pla­ga, se nos dice que “el SE-­

ÑOR en­du­re­ció el co­ra­zón de Fa­raón” (9:12; 10:20, 27; 11:10


). Éxo­do

11:9-10
nos da un re­su­men: “Aun­que ya el  SE­ÑOR  le ha­bía ad­ver­ti­do a

Moi­sés que Fa­raón no les iba a ha­cer caso, y que te­nía que ser así para que

las ma­ra­vi­llas del SE­ÑOR se mul­ti­pli­ca­ran en Egip­to. Moi­sés y Aa­rón rea-­

li­za­ron ante Fa­raón to­das estas ma­ra­vi­llas; pero el SE­ÑOR en­du­re­ció el co-­

ra­zón de Fa­raón, y este no dejó salir de su país a los is­rae­li­tas”.


Fa­raón se negó a es­cu­char por­que en­du­re­ció su pro­pio co­ra­zón. Pero tam-­

bién es cier­to que se rehu­só a es­cu­char por­que el SE­ÑOR en­du­re­ció su co-­

ra­zón. De­be­mos to­mar estas dos pers­pec­ti­vas se­ria­men­te. Fa­raón de­ter­mi­na

sus ac­cio­nes y Dios de­ter­mi­na las ac­cio­nes de Fa­raón. Para de­cir­lo de otra

ma­ne­ra, Fa­raón eli­ge li­bre­men­te ha­cer lo que Dios li­bre­men­te eli­gió que

Fa­raón hi­cie­ra.

Lo que está cla­ro es que Dios pla­neó las diez pla­gas para mos­trar Su po-­

der y Su glo­ria. Por ello en­du­re­ció el co­ra­zón de Fa­raón. Cómo llevó esto a

cabo es mis­te­rio­so, pero Su pro­pó­si­to es cla­ro.


“Y cuan­do des­plie­gue Mi po­der con­tra Egip­to y sa­que de allí a los
is­rae­li­tas, sa­brán los egip­cios que Yo soy el SE­ÑOR” (7:5
).


“¡Aho­ra vas a sa­ber que Yo soy el SE­ÑOR! Con esta vara que llevo
en la mano voy a gol­pear las aguas del Nilo, y el río se con­ver­ti­rá en

san­gre” (v 17
).


“Así se hará —res­pon­dió Moi­sés—, y sa­brás que no hay dios como
el SE­ÑOR, nues­tro Dios” (8:10
).


“Por­que esta vez voy a en­viar el grue­so de Mis pla­gas con­tra ti, y
con­tra tus fun­cio­na­rios y tu pue­blo, para que se­pas que no hay en

toda la tie­rra na­die como Yo” (9:14


).

“Pero te he de­ja­do con vida pre­ci­sa­men­te para mos­trar­te Mi po­der,
y para que Mi nom­bre sea pro­cla­ma­do en toda la tie­rra” (9:16
).


“El SE­ÑOR le dijo a Moi­sés: ‘Ve a ha­blar con Fa­raón. En rea­li­dad,
soy Yo quien ha en­du­re­ci­do su co­ra­zón y el de sus fun­cio­na­rios, para

rea­li­zar en­tre ellos Mis se­ña­les mi­la­gro­sas. Lo hice para que pue­das

con­tar­les a tus hi­jos y a tus nie­tos la du­re­za con que tra­té a los egip-­

cios, y las se­ña­les que rea­li­cé en­tre ellos. Así sa­brán que Yo soy el

SE­ÑOR’” (10:1-2
).

Las pla­gas son un acto de re­ve­la­ción. Dios las en­vía para que las per­so­nas

se­pan que Él es el SE­ÑOR, que no hay na­die como Él, y para que Su nom-­

bre sea re­ve­la­do a toda la tie­rra.


Y pa­re­ce que las per­so­nas sí lle­ga­ron a co­no­cer­lo, mien­tras que Fa­raón

per­ma­ne­ció cie­go. Éxo­do 12:38 nos dice que un gru­po mixto dejó Egip­to.

Ya que en la his­to­ria no se men­cio­na nin­gu­na otra na­ción que no sea Is­rael o

Egip­to, pa­re­ce ser que este gru­po in­cluía a egip­cios—en cuyo caso, las pla-­

gas ac­tua­ron como sal­va­ción y jui­cio, mien­tras les re­ve­la­ban a to­dos la ver-­

dad ab­so­lu­ta: “Yo soy el SE­ÑOR”.

Las plagas
En 7:14
, las pla­gas co­mien­zan y se pro­lon­gan has­ta 12:30. Y el po­ner­las en

una ta­bla (ver aba­jo) nos ayu­da a ver el pro­gre­so en tér­mi­nos de la se­rie­dad
de las pla­gas y la res­pues­ta de las per­so­nas —y del en­du­re­ci­mien­to del co-­

ra­zón de Fa­raón.

Re­cuer­da, lo más im­por­tan­te so­bre las diez pla­gas es lo que re­ve­lan so­bre

Dios, quien las en­vió. Las pla­gas nos en­se­ñan cua­tro ver­da­des prin­ci­pa­les

so­bre Él —abor­da­re­mos una en esta sec­ción y las ot­ras tres en la si­guien­te.

El Señor es el Dios verdadero


En un sen­ti­do, Fa­raón es­ta­ba ade­lan­ta­do a su tiem­po —era un hom­bre post-­

mo­der­nis­ta
. No era un ateo. Creía en un dios. De he­cho, creía en mu­chos

dio­ses: dio­ses del sol, de los ríos y de la co­se­cha. Fa­raón mismo era visto

como hijo de los dio­ses. No era que él du­da­ba de la exis­ten­cia de Dios. Su

pro­ble­ma era: “¿Por qué de­be­ría es­cu­char a tu Dios si yo ten­go mis pro­pios

dio­ses?”. Para Fa­raón, el SE­ÑOR es solo una dei­dad lo­cal. ¿Por qué de­be­ría

per­der tres días de tra­ba­jo por la so­li­ci­tud de un dios en­tre mu­chos?

A Fa­raón no le ofen­día que los is­rae­li­tas tu­vie­ran su pro­pio Dios, que eli-­

gie­ran su pro­pia re­li­gión o desa­rro­lla­ran su pro­pia es­pi­ri­tua­li­dad. Lo que le

ofen­dió es que el Dios de Is­rael le die­ra ór­de­nes a él. Lo que es­ta­ba di­cien-­

do era: No
im­pon­gas tus creen­cias so­bre mí
. De la misma ma­ne­ra, la reac-­

ción de nues­tra cul­tu­ra ante las de­cla­ra­cio­nes de Je­sús, es­pe­cial­men­te al de-­


cir que es úni­co, es: ¿Y quién es el SE­ÑOR Je­sús para que le obe­dez­ca?
Re-­

em­pla­zan la rea­li­dad ob­je­ti­va


de Dios por una elec­ción sub­je­ti­va
.

Las pla­gas son la res­pues­ta de Dios a esta ma­ne­ra de pen­sar. Dios está de-­

cla­ran­do que Él es el úni­co Dios ver­da­de­ro y el úni­co Dios re­le­van­te. Es el

úni­co Dios dig­no de obe­dien­cia. A tra­vés de las pla­gas, Dios está di­cien­do:

“No hay dios como el SE­ÑOR, nues­tro Dios” (8:10


). Dios se está en­fren­ta-­

do con­tra Fa­raón y los dio­ses egip­cios. Es Dios con­tra los dio­ses. Y en las

pla­gas, “El SE­ÑOR tam­bién dic­tó sen­ten­cia con­tra los dio­ses egip­cios”

(Nm 33:4).

Las nueve pla­gas des­tru­yen sis­te­má­ti­ca­men­te el plu­ra­lis­mo de Egip­to.

Son una lec­ción en con­tra del plu­ra­lis­mo re­li­gio­so —la creen­cia de que to-­

das las re­li­gio­nes son vá­li­das— y de la au­to­no­mía per­so­nal —la creen­cia de

que ten­go el de­re­cho a vivir como yo quie­ra. Es un cu­rrí­cu­lo con diez lec-­

cio­nes inol­vi­da­bles. Y el men­sa­je es cla­ro: solo hay un Dios.

Po­de­mos ver un re­su­men del cu­rrí­cu­lo en la uni­dad in­tro­duc­to­ria. En

7:10
, la vara de Aa­rón se con­vier­te en ser­pien­te, tal como Dios le ha­bía

pro­me­ti­do (vv 8-9


). Eso no re­pre­sen­ta un pro­ble­ma para Fa­raón —los ma-­

gos egip­cios pue­den re­pli­car este “tru­co” (vv


11-12
). Pero en­ton­ces la ser-­

pien­te de Moi­sés y Aa­rón de­vo­ra a sus ser­pien­tes (v 12


). Las ser­pien­tes

eran una par­te fun­da­men­tal de la re­li­gión egip­cia. En su sis­te­ma de creen-­


cias, el mun­do fue crea­do por el dios-sol, quien tomó for­ma de ser­pien­te.

Así que no se tra­ta sim­ple­men­te de una ser­pien­te de­vo­ran­do a otra. En este

pre­lu­dio a las pla­gas —el even­to prin­ci­pal— los dio­ses egip­cios son des-­

trui­dos por Dios.

Este pa­trón con­ti­núa. Mu­chas de las pla­gas son ata­ques es­pe­cí­fi­cos a los

dio­ses egip­cios. Hapi, el dios de la fer­ti­li­dad, es­ta­ba muy aso­cia­do al río

Nilo. Ellos creían que sin el río Nilo no ha­bría fer­ti­li­dad en Egip­to —Egip­to

de­ja­ría de exis­tir. Pero el SE­ÑOR con­vier­te el Nilo en san­gre (7:19-21


).

Pue­de ser que Fa­raón haya acu­di­do al Nilo en la ma­ña­na para ha­cer una

ofren­da a Hapi. Heqt o Heket, otro dios de la fer­ti­li­dad, te­nía la ca­be­za de

una rana —pero las ra­nas obe­de­cían al SE­ÑOR (8:1-6


). El toro era otro

sím­bo­lo de fer­ti­li­dad, y le cons­truían san­tua­rios en todo Egip­to. El dios-

toro, Apis, era ado­ra­do en Memp­his, y el dios-toro Mne­vis era ado­ra­do en

He­lio­po­lis, mien­tras que Hat­hor, la dio­sa del amor, te­nía la ca­be­za de una

vaca. Nin­guno de ellos pudo im­pe­dir la pla­ga so­bre el ga­na­do (9:1-7


).

Sekh­met, la dio­sa con ca­be­za de león, era con­si­de­ra­da la dio­sa de las pla-­

gas, y quizá es­pe­ra­ban que ella cu­ra­ra la epi­de­mia de las lla­gas (vv 8-11
).

Nut, la dio­sa del cie­lo, no pudo pre­ve­nir la pla­ga del gra­ni­zo (vv 13-16
) ni

tam­po­co pudo de­te­ner el vien­to del este que tra­jo a las lan­gos­tas (10:12-15

). Se creía que cada día Ra, el dios-sol, na­ve­ga­ba a tra­vés del mar ce­les­tial
en un bote. Al lle­gar la no­che, des­cen­día al in­fra­mun­do para en­ton­ces vol-­

ver a salir vic­to­rio­sa­men­te con cada ama­ne­cer. Pero él no salió du­ran­te la

no­ve­na pla­ga (10:21-23


). Esos tres días de os­cu­ri­dad fue­ron una se­ñal cla­ra

de que Ra ha­bía sido de­rro­ta­do.

Ante el Dios de Is­rael —nues­tro Dios— to­dos los dio­ses son im­po­ten­tes,

to­dos son de­rro­ta­dos y todo blas­fe­mo es si­len­cia­do.

Es in­tere­san­te ob­ser­var la reac­ción de la cor­te egip­cia. Los ma­gos egip-­

cios son ca­pa­ces de re­pli­car las pri­me­ras dos pla­gas (7:22; 8:7
) pero no

pue­den re­pli­car la ter­ce­ra (v 18


), y a par­tir de ahí ni si­quie­ra lo in­ten­tan. Su

con­clu­sión es: “En todo esto anda la mano de Dios” (v 19


). En 9:11
, los

ma­gos no pue­den en­fren­tar a Moi­sés de­bi­do a sus lla­gas. Para la oc­ta­va pla-­

ga, los fun­cio­na­rios de Fa­raón le rue­gan que deje ir a los is­rae­li­tas y acep­te

su de­rro­ta (10:7
). Ya en 11:3
, Moi­sés era al­ta­men­te res­pe­ta­do en Egip­to.

Las pla­gas des­man­te­la­ron los fun­da­men­tos fí­si­cos de Egip­to y, por tan­to,

des­tru­ye­ron sus fun­da­men­tos re­li­gio­sos. Solo hay un Dios —el Dios de Is-­

rael.
1.
Al­gu­na vez te has pre­gun­ta­do: “¿Quién es el SE­ÑOR para que le
obe­dez­ca?”. ¿Cuán­do? ¿Qué con­se­cuen­cias has te­ni­do?

2.
La vida de Fa­raón es un caso de es­tu­dio so­bre el en­ga­ño del pe­ca­do.
¿Pue­des iden­ti­fi­car esa cla­se de en­ga­ño en tu pro­pia vida? ¿Ne­ce­si-­

tas ayu­da? ¿Qué pa­sos de­bes dar para ob­te­ner­la?

3.
“Ante nues­tro Dios, to­dos los dio­ses son im­po­ten­tes, to­dos son de-­
rro­ta­dos y todo blas­fe­mo es si­len­cia­do”. ¿Cómo vi­vi­rás a la luz de

esta ver­dad?
El Señor es el poderoso Creador
En cada una de las pla­gas, el SE­ÑOR está con­tro­lan­do los po­de­res de la

crea­ción y los está di­ri­gien­do en con­tra de Fa­raón, uti­li­zan­do “ar­mas” que

solo el Crea­dor pue­de uti­li­zar. El SE­ÑOR es úni­co por­que Él es el Crea­dor.

Al­gu­nas ve­ces se nos dice el ori­gen de las pla­gas: las ra­nas sa­lie­ron del

agua (8:6
), el pol­vo se con­vir­tió en mos­qui­tos (vv 16-17
) y del cie­lo vi­nie-­

ron el gra­ni­zo y la os­cu­ri­dad (9:22-23; 10:21-22


). En 10:21
, por ejem­plo,

el SE­ÑOR le dice a Moi­sés: “Le­van­ta los bra­zos al cie­lo, para que todo

Egip­to se cu­bra de ti­nie­blas, ¡ti­nie­blas tan den­sas que se pue­dan pal­par!”.

La idea es que Dios usa a toda la crea­ción —cie­lo, tie­rra y mar. Las ra­nas

sa­lie­ron del agua. De la tie­rra, los mos­qui­tos. Del aire, las mos­cas. Toda la

crea­ción es mo­vi­li­za­da en con­tra de Fa­raón. Al fi­nal, has­ta la luz y la vida

son ex­ter­mi­na­das al pa­sar de las ra­nas en las ca­mas a los cuer­pos en las ca-­

lles.
Pue­de que al­gu­nas de las pla­gas ha­yan sido fe­nó­me­nos na­tu­ra­les. In­clu­so

pu­die­ron ha­ber sido des­en­ca­de­na­das por las pla­gas an­te­rio­res. El Nilo es

con­ta­mi­na­do, y eso en­vía a las ra­nas ha­cia los pue­blos. Las ra­nas mue­ren en

gran­des can­ti­da­des, y eso trae a los mos­qui­tos y las mos­cas. Estas lue­go

pro­du­cen una epi­de­mia, la cual mata al ga­na­do y lle­na a los hu­ma­nos de lla-­

gas. Pero la sin­cro­ni­za­ción de los tiem­pos de estas pla­gas no deja lu­gar a

du­das de que es obra de Dios. La ma­yo­ría de las pla­gas se anun­cian con an-­

ti­ci­pa­ción, aun­que la ter­ce­ra, la sexta y la no­ve­na lle­gan sin pre­vio aviso.

Para la pri­me­ra, la cuar­ta y la sép­ti­ma, se nos dice que Moi­sés apa­re­ce ante

Fa­raón en la ma­ña­na (7:15; 8:20; 9:13


). Cua­tro de las pla­gas men­cio­nan

“ma­ña­na” como el tiem­po en que ini­cian o se de­tie­nen. Moi­sés le con­ce­de a

Fa­raón “el ho­nor” de asig­nar una hora de ter­mi­na­ción para la se­gun­da pla­ga

(8:9-10
), mien­tras que Moi­sés mismo asig­na la hora en que ter­mi­na­ría la

cuar­ta pla­ga (v 29
). Con la quin­ta y la sép­ti­ma pla­ga el en­fo­que cam­bia,

pues es el SE­ÑOR quien asig­na el mo­men­to en que ini­cian (9:5, 18; 11:4
).

Con la pla­ga fi­nal, el SE­ÑOR mueve la hora de ini­cio para la me­dia no­che

(11:4
). Se nos dice que Aa­rón es el agen­te de las pri­me­ras tres pla­gas

(7:19; 8:5, 16-17


) y que Moi­sés es el agen­te de la sexta a la no­ve­na pla­ga

(9:8, 22-24; 10:13, 21-22


). Pero Dios es el agen­te di­rec­to para la cuar­ta,

quin­ta y dé­ci­ma pla­ga (8:24; 9:6; 11:4


). El pun­to es que estas pla­gas no
solo su­ce­die­ron. Se pre­sen­ta­ron en el tiem­po de Dios, bajo la or­den de Dios

y a tra­vés de los men­sa­je­ros de Dios.

La so­be­ra­nía di­vi­na so­bre estas pla­gas se re­fuer­za des­pués de la cuar­ta

pla­ga, con la in­tro­duc­ción de una dis­tin­ción que Dios con­fie­re a Su pue­blo

(8:22-23; 9:4, 26; 10:23


; 12:12-13). Los is­rae­li­tas ex­pe­ri­men­ta­ron las pri-­

me­ras pla­gas jun­to con los egip­cios, pues vivir en un mun­do caí­do a ve­ces

sig­ni­fi­ca que el pue­blo de Dios ten­drá que su­frir jun­to con los que le han re-­

cha­za­do. Pero Dios pro­te­ge a Su pue­blo del gra­ni­zo, de la os­cu­ri­dad y de la

muer­te. No se deja lu­gar a du­das. El SE­ÑOR es el Crea­dor de toda la tie­rra

y toda la crea­ción está bajo Su po­der.

El Señor es el Juez santo


En 9:8
, las lla­gas sa­len de “pu­ña­dos de ce­ni­za” de un horno —pro­ba­ble-­

men­te un horno para ha­cer la­dri­llos. Así que la fuen­te de la opre­sión is­rae­li-­

ta se con­vier­te en la fuen­te del jui­cio con­tra Egip­to. El cas­ti­go va de acuer-­

do al cri­men.

En el ca­pí­tu­lo 1, los he­breos lle­na­ron el país en obe­dien­cia al man­da-­

mien­to de Dios en Gé­ne­sis 1 de lle­nar la tie­rra. Pero Fa­raón in­ten­tó des­truir

esta ener­gía crea­ti­va, con­vir­tién­do­se en una es­pe­cie de anti-crea­dor. Así que

aho­ra, a tra­vés de las pla­gas, Dios desata la crea­ción. La pone a ha­cer lo


con­tra­rio. El agua ya no da vida. Los ani­ma­les ya no se su­je­tan a la hu­ma­ni-­

dad, sino que la ata­can como ejér­ci­tos. La luz se vuel­ve os­cu­ri­dad y la vida

re­gre­sa al pol­vo. La crea­ción está re­gre­san­do a su es­ta­do pre­vio de caos y

os­cu­ri­dad (Gn 1:2). Todo se des­mo­ro­na. Egip­to está en caos. Todo lo que

ro­dea a Fa­raón se está des­mo­ro­nan­do, de­sin­te­grán­do­se en caos, os­cu­ri­dad y

muer­te.

Algo si­mi­lar su­ce­de con no­so­tros. Fui­mos crea­dos para vivir en obe­dien-­

cia a Dios y de­pen­dien­do de Él. Pero Ro­ma­nos 1:18-32 nos dice que he­mos

in­ter­cam­bia­do la ver­dad de Dios por la men­ti­ra y he­mos ado­ra­do co­sas

crea­das en lu­gar de al Crea­dor. Y cuan­do re­cha­za­mos a Dios, so­mos irra­cio-­

na­les. Nues­tra vida psi­co­ló­gi­ca y fí­si­ca se dis­tor­sio­na y des­or­de­na. El re­sul-­

ta­do es os­cu­ri­dad emo­cio­nal, des­equi­li­brio men­tal, con­flic­tos en nues­tras

re­la­cio­nes y adic­cio­nes fí­si­cas. La en­fer­me­dad ha en­tra­do al mun­do y to­dos

nos di­ri­gi­mos ha­cia la muer­te. Egip­to es una ima­gen de la vida bajo el jui-­

cio de Dios.

Las pla­gas nos se­ña­lan ha­cia algo más gran­de y te­rri­ble. Dios le dijo a Fa-­

raón que Su jui­cio ven­dría, y así fue. Y Dios le ha di­cho a toda la hu­ma­ni-­

dad que el jui­cio vie­ne. Las pla­gas son una se­ñal de que el jui­cio ve­ni­de­ro

de Dios es real.
El Señor es el Salvador lleno de gracia
Mien­tras que la crea­ción se desata al­re­de­dor de Fa­raón, Dios hace una ex-­

cep­ción con Su pue­blo, como he­mos visto. En la in­tro­duc­ción a la cuar­ta

pla­ga, Él dice: “Ese día, pon­dré apar­te a la tie­rra de Go­sén, don­de ha­bi­ta Mi

pue­blo, para que no haya en ella una sola mo­sca. Así sa­brás que Yo, el SE-­

ÑOR, estoy en me­dio de la tie­rra. Voy a ha­cer dis­tin­ción en­tre Mi pue­blo y

el tuyo. Esta se­ñal ten­drá lu­gar ma­ña­na” (8:22-23


, RVC). Esta dis­tin­ción es

re­pe­ti­da en la quin­ta, la sép­ti­ma, la no­ve­na y la dé­ci­ma pla­ga.

¿Por qué? ¿Qué los ha­cía di­fe­ren­tes? ¿Sus de­seos eran más pu­ros o sus

es­fuer­zos más jus­tos?

En Ro­ma­nos 9:15-18, Pa­blo co­men­ta so­bre este epi­so­dio. Él toma con

gran se­rie­dad el en­du­re­ci­mien­to del co­ra­zón de Fa­raón por par­te de Dios.

Ci­tan­do Éxo­do 33:19 y 9:16


, dice:

Es un he­cho que a Moi­sés [Dios] le dice:


Ten­dré cle­men­cia de quien Yo quie­ra te­ner­la,

        y seré com­pa­si­vo con quien Yo quie­ra ser­lo”.

Por lo tan­to, la elec­ción no de­pen­de del deseo ni del es­fuer­zo hu­mano

sino de la mi­se­ri­cor­dia de Dios. Por­que la Es­cri­tu­ra le dice a Fa­raón: “Te


he le­van­ta­do pre­ci­sa­men­te para mos­trar en ti Mi po­der, y para que Mi

nom­bre sea pro­cla­ma­do por toda la tie­rra”. Así que Dios tie­ne mi­se­ri­cor-­

dia de quien Él quie­re te­ner­la, y en­du­re­ce a quien Él quie­re en­du­re­cer.

La con­clu­sión de Pa­blo es esta: la sal­va­ción no de­pen­de del deseo ni del

es­fuer­zo hu­mano. No­so­tros no de­ci­di­mos se­guir a Dios. Dios nos busca a

no­so­tros. Si de­pen­die­ra de no­so­tros, nun­ca bus­ca­ría­mos a Dios en fe y arre-­

pen­ti­mien­to. Así que ¿por qué Dios en­du­re­ce al­gu­nos co­ra­zo­nes o los deja

en su es­ta­do en­du­re­ci­do? Es para que nin­guno de no­so­tros pue­da asu­mir

que nues­tra sal­va­ción de­pen­de de nues­tros de­seos o es­fuer­zos:

¿Y qué si Dios, que­rien­do mos­trar Su ira y dar a co­no­cer Su po­der, so­por-­

tó con mu­cha pa­cien­cia a los que eran ob­je­to de Su cas­ti­go y es­ta­ban des-­

ti­na­dos a la des­truc­ción? ¿Qué si lo hizo para dar a co­no­cer Sus glo­rio­sas

ri­que­zas a los que eran ob­je­to de Su mi­se­ri­cor­dia, y a quie­nes de an­te-­

mano pre­pa­ró para esa glo­ria? Esos so­mos no­so­tros, a quie­nes Dios lla­mó

no solo de en­tre los ju­díos sino tam­bién de en­tre los gen­ti­les (Ro 9:22-

24).

Exis­te una ra­zón por la que se nos per­mi­te ob­ser­var el en­du­re­ci­mien­to del

co­ra­zón de Fa­raón. Exis­te una ra­zón por la que ve­mos que las per­so­nas re-­

cha­zan a Cris­to. Se­gún lo que dice Pa­blo en Ro­ma­nos 9:23, es para que po-­
da­mos ver cla­ra­men­te las ri­que­zas de la glo­ria de Dios en las vi­das de quie-­

nes Él ha te­ni­do mi­se­ri­cor­dia. No pue­do de­cir que soy cris­tiano por mi

deseo ni por mis es­fuer­zos. Es solo por la mi­se­ri­cor­dia de Dios —de prin­ci-­

pio a fin.

¡Y qué mi­se­ri­cor­dia! La no­ve­na pla­ga no fue la úl­ti­ma oca­sión en que lle-­

gó la os­cu­ri­dad como una se­ñal de jui­cio. Hubo otro día en el que tam­bién

des­cen­dió una os­cu­ri­dad so­bre­na­tu­ral, mien­tras un hom­bre col­ga­ba de una

cruz. “Desde el me­dio­día y has­ta la me­dia tar­de toda la tie­rra que­dó en os-­

cu­ri­dad” (Mt 27:45). Los tres días de os­cu­ri­dad en Egip­to fue­ron re­pli­ca­dos

por las tres ho­ras de os­cu­ri­dad so­bre Je­sús —se­gui­das por Su muer­te. En la

cruz, las pla­gas ca­ye­ron so­bre Je­sús, el Hijo de Dios. En la cruz, el Crea­dor

fue des­he­cho para que no­so­tros pu­dié­ra­mos ser re-crea­dos. El jui­cio del Pa-­

dre cayó so­bre el Hijo. Ex­pe­ri­men­tó caos, os­cu­ri­dad y muer­te. Mien­tras Je-­

sús mo­ría, las ro­cas se par­tie­ron y la tie­rra tem­bló (v 51). Fue el ma­yor mo-­

men­to de anti-crea­ción.

Pero mien­tras las ro­cas se par­tían: “Se abrie­ron los se­pul­cros, y mu­chos

san­tos que ha­bían muer­to re­su­ci­ta­ron” (v 52). En ese mo­men­to em­pe­zó la

re-crea­ción. La re­su­rrec­ción de Je­sús es la pro­me­sa y el co­mien­zo de toda la

re-crea­ción. Es la pro­me­sa de nues­tra


re-crea­ción.
El úni­co lu­gar se­gu­ro en Egip­to era Go­sén, el ho­gar de los is­rae­li­tas —

cuan­do la os­cu­ri­dad so­bre­vino, “en to­dos los ho­ga­res is­rae­li­tas ha­bía luz”

(10:23
). Y el úni­co lu­gar se­gu­ro en el jui­cio ve­ni­de­ro es Cris­to, el ver­da­de-­

ro ho­gar del pue­blo de Dios. Cris­to ya ha ab­sor­bi­do las pla­gas del jui­cio de

Dios.

¿En nombre de quién?


Poco tiem­po des­pués del día de Pen­te­cos­tés
, Pe­dro y Juan sa­na­ron a un in-­

vá­li­do afue­ra del tem­plo de Je­ru­sa­lén. Como re­sul­ta­do, fue­ron arres­ta­dos,

en­car­ce­la­dos y des­pués pre­sen­ta­dos ante el con­ci­lio ju­dío. La pre­gun­ta que

les hi­cie­ron fue: “¿En nom­bre de quién hi­cie­ron esto us­te­des?” (Hch 4:7).

Es un eco de la pre­gun­ta de Fa­raón: “¿Y quién es el SE­ÑOR para que le

obe­dez­ca?”.

Pe­dro, lleno del Es­pí­ri­tu, con­tes­tó: “Se­pan, pues, to­dos us­te­des y todo el

pue­blo de Is­rael que este hom­bre está aquí de­lan­te de us­te­des, sano gra­cias

al nom­bre de Je­su­cris­to de Na­za­ret, cru­ci­fi­ca­do por us­te­des pero re­su­ci­ta­do

por Dios. Je­su­cris­to es ‘la pie­dra que dese­cha­ron us­te­des los cons­truc­to­res,

 y que ha lle­ga­do a ser la pie­dra an­gu­lar’. De he­cho, en nin­gún otro hay sal-­

va­ción, por­que no hay bajo el cie­lo otro nom­bre dado a los hom­bres me-­

dian­te el cual po­da­mos ser sal­vos” (Hch 4:10-12).


Las pla­gas eran una se­ñal del jui­cio de Dios y de Su sal­va­ción. Juz­gó a

Egip­to y sal­vó a Su pue­blo. Dios en­vió las pla­gas, como he­mos visto, “para

que [se­pan] que no hay en toda la tie­rra na­die como Yo… y para que Mi

nom­bre sea pro­cla­ma­do por toda la tie­rra” (9: 14, 16


).

Pero las pla­gas se­ña­la­ban a la cruz y a la re­su­rrec­ción de Je­sús —el ma-­

yor jui­cio y la ma­yor sal­va­ción. En la cruz, Je­sús ex­pe­ri­men­tó el jui­cio que

cae­rá so­bre to­dos aque­llos que no estén en Él —y Él ha sido pues­to como

Juez del mun­do para traer ese jui­cio. Pero Su cruz tam­bién trae sal­va­ción a

to­dos los que están en Él, y Su re­su­rrec­ción es la pro­me­sa de nues­tra re­su-­

rrec­ción.

Así que Je­sús es la se­ñal su­pre­ma, y Su nom­bre es su­pre­mo. Él mu­rió y

re­su­ci­tó para que Su nom­bre pue­da ser co­no­ci­do en toda la tie­rra, “por­que

no hay bajo el cie­lo otro nom­bre”.

Cuan­do uno ve las se­ña­les —las pla­gas, la cruz, la re­su­rrec­ción— uno

pro­cla­ma Su nom­bre con va­len­tía. He­chos 4:13 con­ti­núa: “Los go­ber­nan­tes,

al ver la osa­día con que ha­bla­ban Pe­dro y Juan, y al dar­se cuen­ta de que

eran gen­te sin es­tu­dios ni pre­pa­ra­ción, que­da­ron asom­bra­dos y re­co­no­cie-­

ron que ha­bían es­ta­do con Je­sús”. Estos hom­bres ha­bían es­ta­do con Je­sús
.

Tal vez tú no tie­nes en­tre­na­mien­to teo­ló­gi­co ni ha­blas elo­cuen­te­men­te.

Quizá eres un cris­tiano “or­di­na­rio”. Pero cuan­do com­pren­des el sig­ni­fi­ca­do


de la cruz de Cris­to, cuan­do ves la sal­va­ción de Dios a tra­vés de la re­su­rrec-­

ción de Je­sús, cuan­do has “es­ta­do con Je­sús” —pro­cla­ma­rás el nom­bre de

Cris­to con va­lor a to­dos los que te ro­dean, sin im­por­tar los ries­gos, por­que

“en nin­gún otro hay sal­va­ción”.

Es muy fá­cil ser in­ti­mi­da­dos por nues­tra cul­tu­ra. La pers­pec­ti­va bí­bli­ca

so­bre el ma­tri­mo­nio, el sexo, el gé­ne­ro, ot­ras re­li­gio­nes y de­más, no solo

son vis­tas como equi­vo­ca­das, sino que cada vez más se con­si­de­ran po­si­cio-­

nes des­via­das —da­ñi­nas, in­na­tu­ra­les y odio­sas. Nin­guno de no­so­tros que­re-­

mos ser vis­tos de esa ma­ne­ra. Así que nos ve­mos ten­ta­dos a “ma­qui­llar” o

“ac­tua­li­zar” la en­se­ñan­za cris­tia­na —o sim­ple­men­te a man­te­ner aga­cha­das

nues­tras ca­be­zas y no ha­blar.

Cuan­do seas ten­ta­do a ha­cer eso, re­cuer­da las pla­gas. Re­cuer­da la re­su-­

rrec­ción. Cuan­do Dios se en­fren­ta a los dio­ses y a las ideo­lo­gías de este

mun­do, solo hay un ga­na­dor. Pue­de que no lo haya pa­re­ci­do el día an­tes de

la pla­ga de san­gre, o el Sá­ba­do San­to, pero fue muy evi­den­te des­pués de la

pla­ga fi­nal y des­pués de la Pas­cua. Nues­tro Dios es el Dios ver­da­de­ro, el

po­de­ro­so Crea­dor, el Juez san­to —y es un Sal­va­dor lleno de gra­cia.

En 10:1-2
, Dios dice que en­vía las pla­gas para “que pue­das con­tar­les a

tus hi­jos y a tus nie­tos”. Dios quie­re te­ner ado­ra­do­res en las ge­ne­ra­cio­nes

ve­ni­de­ras. En­vía las pla­gas para li­ber­tar a los is­rae­li­tas de modo que pue­dan
ado­rar­le, y para que ten­gan ra­zo­nes para ha­cer­lo. E hizo lo mismo por no­so-­

tros. En­vió a Su Hijo para li­ber­tar­nos de modo que po­da­mos ado­rar­le, y

para dar­nos ra­zo­nes para ha­cer­lo. La úni­ca di­fe­ren­cia es que no­so­tros te­ne-­

mos mu­chas ra­zo­nes más para ado­rar­le. Ellos vie­ron jui­cio y sal­va­ción en

las pla­gas. No­so­tros he­mos visto jui­cio y sal­va­ción en la cruz y en la re­su-­

rrec­ción del Hijo de Dios.

1.
¿Cómo te lleva este pa­sa­je a ado­rar a Dios en gra­ti­tud por trans­for-
mar tu co­ra­zón en­du­re­ci­do?

2.
¿Cómo te lleva a ado­rar a Cris­to por todo lo que Su muer­te te ha
dado?

3.
Si vi­vie­ras cada mo­men­to de esta se­ma­na cre­yen­do real­men­te que
el jui­cio de Dios se apro­xi­ma, ¿qué ha­rías y di­rías de for­ma di­fe­ren-­

te?
 

La Pas­cua es un even­to sig­ni­fi­ca­ti­vo para la for­ma­ción de la iden­ti­dad is­rae-­

li­ta y para la his­to­ria bí­bli­ca, así que es fá­cil ver­lo y en­se­ñar so­bre él como

si fue­ra un even­to ais­la­do. Pero en rea­li­dad es la dé­ci­ma pla­ga. Es el clí­max

del gran con­flic­to en­tre Moi­sés y Fa­raón, en­tre el Dios de Is­rael y los dio­ses

egip­cios. Dios dice: “… eje­cu­ta­ré Mi sen­ten­cia con­tra to­dos los dio­ses de

Egip­to. Yo soy el SE­ÑOR” (12:12


). De­bi­do al en­du­re­ci­mien­to del co­ra­zón

de Fa­raón, esta se­ría una ba­ta­lla has­ta la muer­te. Y Éxo­do 12 es un ca­pí­tu­lo

de muer­te.

A me­dia­no­che el SE­ÑOR hi­rió de muer­te a to­dos los pri­mo­gé­ni­tos egip-­

cios, desde el pri­mo­gé­ni­to de Fa­raón en el trono has­ta el pri­mo­gé­ni­to del

preso en la cár­cel, así como a las pri­me­ras crías de todo el ga­na­do. To­dos

en Egip­to se le­van­ta­ron esa no­che, lo mismo Fa­raón que sus fun­cio­na­rios,


y hubo gran­des la­men­tos en el país. No ha­bía una sola casa egip­cia don­de

no hu­bie­ra al­gún muer­to (vv 29-30


).

No pudo ha­ber sido más abar­ca­dor. Des­pués de me­dia­no­che se es­cu­chó

una voz en Egip­to, la­men­tan­do la muer­te de su que­ri­do hijo. Pron­to, a esa

voz se le unió otra. Y lue­go otra. Y mien­tras los la­men­tos se­guían, las per-­

so­nas iban des­per­tan­do y en­con­tra­ban a sus pri­mo­gé­ni­tos muer­tos. En me-­

dio de la os­cu­ri­dad de la no­che, “hubo gran­des la­men­tos en el país” (v 30


).

¿Quién ha muerto?
La ba­ta­lla en­tre Dios y Fa­raón ha al­can­za­do su con­clu­sión fa­tal. An­tes de

que ama­nez­ca, Fa­raón lla­ma a Moi­sés y a Aa­rón para or­de­nar que los is­rae-­

li­tas se va­yan (vv 31-32


). Toda la po­bla­ción de Egip­to se unió a esta pe­ti-­

ción (v 33
). Así que los is­rae­li­tas sa­len a toda pri­sa —una pri­sa sim­bo­li­za-­

da por el he­cho de que ni si­quie­ra pu­die­ron leu­dar su masa (vv


34, 39
), tal

como Dios lo ha­bía pla­nea­do (vv 14-20


). Le­jos de ne­gar­se a de­jar ir a los

es­cla­vos is­rae­li­tas, los egip­cios in­clu­so les pa­gan para que se va­yan (vv 35-

36
). Les dan pla­ta, oro y ropa —un bo­tín que Dios ganó para Su pue­blo.

Sa­lie­ron cer­ca de 600,000 hom­bres, más to­das las mu­je­res y los ni­ños (v 37

). Sus nú­me­ros se in­cre­men­ta­ron por “gen­te de toda laya [es de­cir, cla­se]”
(v 38
) —es po­si­ble que al­gu­nas per­so­nas sim­ple­men­te apro­ve­cha­ran el acto

de li­be­ra­ción, o quizá al­gu­nos lle­ga­ron a adop­tar la fe de Is­rael. Des­pués de

todo, Dios ha­bía en­via­do las pla­gas “para que [Su] nom­bre sea pro­cla­ma­do

en toda la tie­rra” (9:16). Todo esto se lleva a cabo tal como Dios le ha­bía

pro­me­ti­do a Abraham (12:40-42;


ver Gn 15:12-16).

Pa­re­ce­ría que aquí se nos pre­sen­ta un mo­de­lo de li­be­ra­ción so­cio­po­lí­ti­ca.

Y la rea­li­dad es que no es me­nos que eso. Ve­mos el cui­da­do de Dios por los

opri­mi­dos. Gran par­te de las leyes que Él le da a Moi­sés tie­nen que ver con

el cui­da­do de los po­bres y vul­ne­ra­bles. Y la ra­zón que Dios da una y otra

vez es la ex­pe­rien­cia pro­pia de Is­rael en su li­be­ra­ción (Éx 22:21; 23:9; Lv

25:42, 46, 55; Dt 5:15; 10:19; 15:15; 24:17-22). En su li­bro Exo­dus and Li-­

be­ra­tion
[Éxo­do y li­be­ra­ción
], el his­to­ria­dor John Cof­fey ex­plo­ra la ma­ne-­

ra en que la his­to­ria del éxo­do ha ins­pi­ra­do mo­vi­mien­tos de li­be­ra­ción y

eman­ci­pa­ción en Oc­ci­den­te, desde los re­for­ma­do­res pro­tes­tan­tes del si­glo

XVI —quie­nes se con­si­de­ra­ron a sí mis­mos li­be­ra­dos de la “es­cla­vi­tud pa-­

pal
”— a los pu­ri­ta­nos —quie­nes con­si­de­ra­ron que In­gla­te­rra ex­pe­ri­men­ta-­

ba un éxo­do du­ran­te la Gue­rra Civil de me­dia­dos del si­glo XVII y lue­go

mien­tras es­ca­pa­ban de la es­cla­vi­tud ha­cia Amé­ri­ca— y has­ta los mo­vi­mien-­

tos por la eman­ci­pa­ción del si­glo XIX y por los de­re­chos ci­vi­les a mitad del

si­glo XX.
Pero esta his­to­ria es mu­cho más que esto. Lo sa­be­mos por­que, como ve-­

re­mos, el resto de la Bi­blia ve el éxo­do y la Pas­cua como un pa­ra­dig­ma


de

la sal­va­ción del pe­ca­do y del jui­cio, cul­mi­nan­do en la re­den­ción a tra­vés de

Je­sús, nues­tro Cor­de­ro pas­cual. En Ro­ma­nos 8:12-14, por ejem­plo, Pa­blo

com­pa­ra el ser guia­do por la co­lum­na de nube y fue­go a ser guia­do por el

Es­pí­ri­tu. En este con­tex­to se tra­ta de la li­ber­tad de nues­tro pro­pio pe­ca­do,

no de los efec­tos opre­si­vos de los pe­ca­dos de ot­ros.

Tam­bién hay una gran pista en la his­to­ria que in­di­ca que es más que una

li­be­ra­ción so­cio­po­lí­ti­ca. La pla­ga es anun­cia­da en Éxo­do 11 y se lleva a

cabo en 12:29-32
. En me­dio de ello, Dios le da ins­truc­cio­nes a Moi­sés para

que los is­rae­li­tas sean li­bra­dos de la dé­ci­ma pla­ga (vv 1-20


), y lue­go Moi-­

sés trans­mi­te estas ins­truc­cio­nes (vv 21-27


), las cua­les el pue­blo obe­de­ce

(v 28
). “To­dos us­te­des to­ma­rán un cor­de­ro por fa­mi­lia, uno por cada

casa… un cor­de­ro o un ca­bri­to de un año y sin de­fec­to… la co­mu­ni­dad de

Is­rael en pleno lo sa­cri­fi­ca­rá al caer la no­che” (vv 3, 5, 6


, ver tam­bién v 21

). La san­gre debe ser co­lo­ca­da “en los dos pos­tes y en el din­tel de la puer­ta

de la casa don­de co­man el cor­de­ro”, uti­li­zan­do un hi­so­po


para un­tar­la al­re-­

de­dor del mar­co, y des­pués de­ben “co­mer la car­ne esa misma no­che, asa­da

al fue­go” (vv 7-8


, ver tam­bién v 22
). El SE­ÑOR pa­sa­ría por Egip­to, tra-­

yen­do muer­te a todo pri­mo­gé­ni­to. Pero “la san­gre ser­vi­rá para se­ña­lar las
ca­sas don­de us­te­des se en­cuen­tren, pues al ver­la pa­sa­ré de lar­go. Así, cuan-­

do hie­ra Yo de muer­te a los egip­cios, no los to­ca­rá a us­te­des nin­gu­na pla­ga

des­truc­to­ra” (v 13
, ver tam­bién v 23
). El ban­que­te sub­se­cuen­te se­ría lla-­

ma­do “Pas­cua” (es de­cir, “sal­to”) por­que el jui­cio de Dios pa­sa­ría de Su

pue­blo. Tam­bién de­ben ha­cer pan sin le­va­du­ra (vv 14-20


) y co­mer­se el cor-­

de­ro ya ves­ti­dos para par­tir (v 11


), como mues­tra de su fe en que Dios los

li­be­ra­ría an­tes de que ter­mi­na­ra la no­che.

El pun­to es este: los is­rae­li­tas me­re­cen el jui­cio de muer­te tan­to como los

egip­cios. Si esto fuese una sim­ple his­to­ria de li­be­ra­ción po­lí­ti­ca, en­ton­ces

Is­rael se­ría la víc­ti­ma ino­cen­te. No de­be­rían te­mer el jui­cio. Pero la ver­dad

es que ellos tam­bién eran pe­ca­do­res que me­re­cían la muer­te. Los is­rae­li­tas

de­bían un­tar la san­gre en los mar­cos de sus puer­tas pre­ci­sa­men­te por­que

eran tan cul­pa­bles como los egip­cios y, si que­rían evi­tar el jui­cio de muer­te,

ne­ce­si­ta­ban a un sus­ti­tu­to que mu­rie­ra en su lu­gar. La san­gre se­ría un­ta­da

en los pos­tes de las puer­tas no por­que Dios no pu­die­ra dis­tin­guir quién vivía

en cada casa, ¡sino por­que pue­de! Él sabe que hay pe­ca­do­res den­tro.

En toda casa de Egip­to y Go­sén, la can­ti­dad de muer­tos se­ría la misma.

La ma­ña­na si­guien­te ha­bría un ca­dá­ver en cada casa. La úni­ca pre­gun­ta se-­

ría: ¿es el de un cor­de­ro o el de un niño? ¿Quién ha muer­to? El cor­de­ro es

un sus­ti­tu­to para el niño. Si solo se hu­bie­ra ne­ce­si­ta­do la san­gre para ha­cer


las mar­cas en las ca­sas is­rae­li­tas, po­drían ha­ber usa­do pin­tu­ra roja. Pero la

san­gre es una se­ñal de que se ha he­cho un sa­cri­fi­cio, de que se ha ofre­ci­do a

un sus­ti­tu­to.

Así que el sa­cri­fi­cio de un cor­de­ro sig­ni­fi­ca que hay un asun­to pen­dien­te.

Des­pués de todo, ¿quién cree­ría que un cor­de­ro es un in­ter­cam­bio justo por

una vida hu­ma­na? El cor­de­ro es solo una se­ñal. Es una pro­me­sa de un ver-­

da­de­ro sus­ti­tu­to. La Pas­cua es un sím­bo­lo de un acto más gran­de de re­den-­

ción.

Poco más de mil años des­pués, con este asun­to aún pen­dien­te, Juan el

Bau­tis­ta ve a Je­sús y dice: “¡Aquí tie­nen al Cor­de­ro de Dios, que quita el

pe­ca­do del mun­do!” (Jn 1:29). Unos años des­pués, Pe­dro dijo: “Como bien

sa­ben, us­te­des fue­ron res­ca­ta­dos de la vida ab­sur­da que he­re­da­ron de sus

an­te­pa­sa­dos. El pre­cio de su res­ca­te no se pagó con co­sas pe­re­ce­de­ras,

como el oro o la pla­ta,  sino con la pre­cio­sa san­gre de Cris­to, como de un

cor­de­ro sin man­cha y sin de­fec­to” (1P 1:18-19). Pa­blo des­cri­be a Cris­to

como “nues­tro Cor­de­ro pas­cual” (1Co 5:7).

Je­sús es nues­tro Cor­de­ro pas­cual. Él fue sa­cri­fi­ca­do como nues­tro sus­ti­tu-­

to. To­dos no­so­tros me­re­cía­mos mo­rir por nues­tra re­be­lión en con­tra de

Dios. Pero Je­sús mu­rió en nues­tro lu­gar. Su san­gre cu­brió nues­tras vi­das

para que Dios pase so­bre no­so­tros cuan­do ven­ga el jui­cio.


Como re­sul­ta­do, so­mos re­di­mi­dos. Al igual que Is­rael, so­mos re­di­mi­dos

de la es­cla­vi­tud y de la muer­te —pero no de la es­cla­vi­tud de Egip­to, sino de

la es­cla­vi­tud del pe­ca­do y del cas­ti­go de muer­te que me­re­cía­mos por nues-­

tros pe­ca­dos.

Redención del poder del pecado


Cuan­do Pe­dro ha­bla so­bre Je­sús como el “Cor­de­ro sin man­cha y sin de­fec-­

to”, es para en­fa­ti­zar la li­be­ra­ción del po­der del pe­ca­do (1P 1:18-19). La

pre­cio­sa san­gre de Je­sús es pre­sen­ta­da como la ra­zón de los man­da­mien­tos

da­dos en los ver­sícu­los pre­vios:

Por eso, dis­pón­gan­se para ac­tuar con in­te­li­gen­cia; ten­gan do­mi­nio pro­pio;

pon­gan su es­pe­ran­za com­ple­ta­men­te en la gra­cia que se les dará cuan­do

se re­ve­le Je­su­cris­to. Como hi­jos obe­dien­tes, no se amol­den a los ma­los

de­seos que te­nían an­tes, cuan­do vi­vían en la ig­no­ran­cia. Más bien, sean

us­te­des san­tos en todo lo que ha­gan, como tam­bién es san­to quien los lla-­

mó; pues está es­cri­to: “Sean san­tos, por­que Yo soy san­to”. Ya que in­vo-­

can como Pa­dre al que juz­ga con im­par­cia­li­dad las obras de cada uno,

vivan con te­mor re­ve­ren­te mien­tras sean pe­re­gri­nos en este mun­do (1P

1:13-17).
De­be­mos ser san­tos por­que he­mos sido re­di­mi­dos de la es­cla­vi­tud del pe-­

ca­do a tra­vés de la pre­cio­sa san­gre de Je­sús. De­be­mos ser san­tos por­que po-­

de­mos ser­lo —el pe­ca­do ya no es nues­tro amo. De­be­mos ser san­tos por­que

este es el pro­pó­si­to del Pa­dre en la re­den­ción. Y de­be­mos ser san­tos por­que

la san­gre con la que so­mos com­pra­dos es in­fi­ni­ta­men­te pre­cio­sa.

La fra­se “dis­pón­gan­se para ac­tuar con in­te­li­gen­cia” sig­ni­fi­ca li­te­ral­men­te

“ce­ñid los lo­mos de vues­tro en­ten­di­mien­to” (RV1960). Es una ima­gen to-­

ma­da de Éxo­do 12:11


. Los is­rae­li­tas de­bían co­mer el cor­de­ro de la Pas­cua

“con el man­to ce­ñi­do a la cin­tu­ra”. Era di­fí­cil co­rrer con un man­to que lle-­

ga­ba has­ta los pies, así que, si te­nías pri­sa, como les su­ce­de­ría a los is­rae­li-­

tas, de­bías ce­ñir­te el man­to a la cin­tu­ra. No­so­tros tam­bién te­ne­mos pri­sa —

una pri­sa por ser san­tos. De­be­mos estar siem­pre pre­pa­ra­dos para la ac­ción

en el ser­vi­cio a Cris­to.

Pa­blo tam­bién uti­li­za el éxo­do como mo­de­lo de nues­tra re­den­ción de la

es­cla­vi­tud del pe­ca­do. “Ha­bien­do sido li­be­ra­do del pe­ca­do…”, dice en Ro-­

ma­nos 6:18. Así como los is­rae­li­tas pa­sa­ron por el agua del Mar Rojo para

ser li­be­ra­dos, no­so­tros tam­bién he­mos pa­sa­do por las aguas del bau­tis­mo

ha­cia una nueva vida (Ro 6:1-5).

De esclavitud en esclavitud
Pero exis­te un giro en esta his­to­ria. El éxo­do sue­le ser pre­sen­ta­do como un

mo­vi­mien­to de la es­cla­vi­tud ha­cia la li­ber­tad. Pero la rea­li­dad es que, en

todo el li­bro, las úni­cas re­fe­ren­cias a la li­ber­tad apa­re­cen en las leyes que

des­cri­ben las cir­cuns­tan­cias en las que un es­cla­vo is­rae­li­ta de­be­ría ser pues-­

to en li­ber­tad (21:2-11). El éxo­do no con­du­ce a la li­ber­tad. Todo lo con­tra-­

rio.

En 4:22-23, cuan­do Dios le dice a Fa­raón por me­dio de Moi­sés: “Ya te he

di­cho que de­jes ir a Mi hijo para que me rin­da cul­to”, la pa­la­bra “cul­to” es

(como ya he­mos visto) la misma pa­la­bra uti­li­za­da para des­cri­bir la es­cla­vi-­

tud de Is­rael en Egip­to. Éxo­do 2:23, por ejem­plo, ha­bla de cómo “Los is­rae-­

li­tas… se­guían la­men­tan­do su con­di­ción de es­cla­vos y cla­ma­ban pi­dien­do

ayu­da”. La pa­la­bra uti­li­za­da para des­cri­bir la es­cla­vi­tud de Is­rael en Egip­to

(1:14; 2:23; 5:9, 11; 6:6, 9) tam­bién se uti­li­za para des­cri­bir el ser­vi­cio de

Is­rael a Dios, es­pe­cial­men­te a tra­vés de la ado­ra­ción en el ta­ber­nácu­lo

(12:25-26; 13:5
; 27:19; 30:16; 35:24; 36:1, 3, 5; 39:32, 42).

Así que en Éxo­do 4:23, Dios está di­cien­do li­te­ral­men­te: “Ya te he di­cho

que de­jes ir a Mi hijo para que me (sir­va)”. Nos pre­sen­tan a dos per­so­na­jes

que re­cla­man el ser­vi­cio de Is­rael. ¿A quién le per­te­ne­ce Is­rael? Tan­to Dios

como Fa­raón re­cla­man a Is­rael, pero la na­tu­ra­le­za de sus res­pec­ti­vas re­glas

son muy di­fe­ren­tes. Bajo el man­da­to de Fa­raón, los is­rae­li­tas ex­pe­ri­men­ta-­


ron tra­ba­jo sin des­can­so, el ase­si­na­to de sus hi­jos, in­ter­fe­ren­cia en la vida

fa­mi­liar y la con­fis­ca­ción de sus pro­pie­da­des. En con­tras­te, ser­vir a Dios es

en­con­trar la ver­da­de­ra li­ber­tad.

Así que Is­rael es li­be­ra­do para la obe­dien­cia; y es li­be­ra­do a tra­vés de la

obe­dien­cia a Dios —con­fian­do en Su plan de res­ca­te al un­tar san­gre en los

mar­cos de las puer­tas y es­pe­ran­do en sus ca­sas has­ta que el SE­ÑOR “sacó

de Egip­to a los is­rae­li­tas, es­cua­drón por es­cua­drón” (12:22, 28, 50-51


).

La his­to­ria del li­bro de Éxo­do se mueve de la cons­truc­ción obli­ga­da de

los edi­fi­cios de Fa­raón ha­cia la cons­truc­ción li­bre de un edi­fi­cio para Dios.

La li­ber­tad en la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo es ti­pi­fi­ca­da por la ofren­da

vo­lun­ta­ria con la que es fun­da­do: “To­dos los is­rae­li­tas que se sin­tie­ron mo-­

vi­dos a ha­cer­lo, lo mismo hom­bres que mu­je­res, pre­sen­ta­ron al SE­ÑOR

ofren­das vo­lun­ta­rias para toda la obra que el SE­ÑOR, por me­dio de Moi­sés,

les ha­bía man­da­do ha­cer… y les en­tre­gó to­das las ofren­das que los is­rae­li-

tas ha­bían lle­va­do para rea­li­zar la obra del ser­vi­cio del san­tua­rio… día tras

día el pue­blo se­guía lle­van­do ofren­das vo­lun­ta­rias” (35:29; 36:3).

Es a este tipo de ser­vi­cio, a esta ver­da­de­ra li­ber­tad, que Pa­blo se re­fie­re

en su car­ta a la igle­sia en Roma:

En­ton­ces, ¿qué? ¿Va­mos a pe­car por­que no es­ta­mos ya bajo la ley

sino bajo la gra­cia? ¡De nin­gu­na ma­ne­ra!  ¿Aca­so no sa­ben us­te­des


que, cuan­do se en­tre­gan a al­guien para obe­de­cer­lo, son es­cla­vos de

aquel a quien obe­de­cen? Cla­ro que lo son, ya sea del pe­ca­do que lleva

a la muer­te, o de la obe­dien­cia que lleva a la jus­ti­cia. Pero gra­cias a

Dios que, aun­que an­tes eran es­cla­vos del pe­ca­do, ya se han so­me­ti­do

de co­ra­zón a la en­se­ñan­za que les fue trans­mi­ti­da. En efec­to, ha­bien­do

sido li­be­ra­dos del pe­ca­do, aho­ra son us­te­des es­cla­vos de la jus­ti­cia.

Ha­blo en tér­mi­nos hu­ma­nos, por las li­mi­ta­cio­nes de su na­tu­ra­le­za hu­ma-­

na. An­tes ofre­cían us­te­des los miem­bros de su cuer­po para ser­vir a la im-

pu­re­za, que lleva más y más a la mal­dad; ofréz­can­los aho­ra para ser­vir a

la jus­ti­cia que lleva a la san­ti­dad. Cuan­do us­te­des eran es­cla­vos del pe­ca-­

do, es­ta­ban li­bres del do­mi­nio de la jus­ti­cia.  ¿Qué fruto co­se­cha­ban en-

ton­ces? ¡Co­sas que aho­ra los aver­güen­zan y que con­du­cen a la muer-­

te! Pero aho­ra que han sido li­be­ra­dos del pe­ca­do y se han pues­to al ser­vi-

cio de Dios, co­se­chan la san­ti­dad que con­du­ce a la vida eter­na. Por­que la

paga del pe­ca­do es muer­te, mien­tras que la dá­di­va de Dios es vida eter­na

en Cris­to Je­sús, nues­tro Se­ñor (Ro 6:15-23).

No so­mos sim­ple­men­te li­be­ra­dos de la es­cla­vi­tud del pe­ca­do. Cier­ta­men-­

te no se nos li­be­ra para que vi­va­mos una vida de au­to­in­dul­gen­cia (Gá 5:13).

En lu­gar de ello, nos he­mos con­ver­ti­do en es­cla­vos de la jus­ti­cia. Pero este


ser­vi­cio nos con­du­ce a la vida. Esta es­cla­vi­tud es li­ber­tad, ya que so­mos li-­

bres para ser las per­so­nas que de­be­mos ser. So­mos ca­pa­ci­ta­dos para cum­plir

con nues­tro pro­pó­si­to.

1.
Si al­guien te pre­gun­ta­ra qué es la Pas­cua, ¿qué le res­pon­de­rías?

2.
Re­fle­xio­na so­bre la idea de que el pue­blo de Dios ha sido re­di­mi­do
de la es­cla­vi­tud, para
la es­cla­vi­tud. ¿Cómo de­be­ría esto cam­biar tu

pers­pec­ti­va si eres par­te del pue­blo re­di­mi­do de Dios?

3.
“Ser­vir a Dios es en­con­trar la ver­da­de­ra li­ber­tad”. Iden­ti­fi­ca una de
tus lu­chas con el pe­ca­do. ¿Cómo te pue­de ayu­dar esta sim­ple ver­dad

a re­sis­tir la ten­ta­ción?
Redención de la sentencia de muerte
To­dos los hu­ma­nos na­ci­mos en Adán (Ro 5:12-21). Eso sig­ni­fi­ca que to­dos

na­ce­mos sien­do es­cla­vos del pe­ca­do y na­ce­mos bajo el jui­cio de la muer­te.

So­mos hi­jos de Adán, con quien com­par­ti­mos su pe­ca­do y su des­tino.

Pero Dios, en Su gra­cia, ha pro­me­ti­do crear una nueva hu­ma­ni­dad, li­bre

del pe­ca­do y de la muer­te. Eli­gió a Is­rael como Su pri­mo­gé­ni­to —el pri­mer

pue­blo que for­ma­ría par­te de esta nueva hu­ma­ni­dad. Is­rael era un pro­to­ti­po

de la nueva hu­ma­ni­dad de Dios. En Éxo­do 4:22-23, Dios le dice a Fa­raón

que debe li­be­rar a Is­rael por­que es Su pri­mo­gé­ni­to. Si Fa­raón se rehu­sa­ba,

en­ton­ces le da­ría una re­tri­bu­ción equi­va­len­te —la muer­te de cada pri­mo­gé-­

ni­to de Egip­to.

El pro­ble­ma era que los is­rae­li­tas tam­bién eran par­te de la hu­ma­ni­dad en

Adán. Eran el pri­mo­gé­ni­to de Dios, pero tam­bién es­ta­ban es­cla­vi­za­dos por

el pe­ca­do y eran me­re­ce­do­res de la muer­te como el resto de la hu­ma­ni­dad.


Así que, para ser li­be­ra­dos, pri­me­ro te­nían que mo­rir a su hu­ma­ni­dad en

Adán. Solo en­ton­ces po­drían re­na­cer en la nueva hu­ma­ni­dad de Dios.

Esto fue lo que su­ce­dió en la Pas­cua, aun­que sim­bó­li­ca­men­te. Sus pri­mo-­

gé­ni­tos de­ben mo­rir —pero un cor­de­ro mue­re en lu­gar de cada uno. El cor-­

de­ro su­fre la muer­te que ellos me­re­cían. Su muer­te está re­pre­sen­ta­da sim­bó-­

li­ca­men­te en el cor­de­ro. Como re­sul­ta­do, Is­rael es li­be­ra­do. Mue­ren a la

vie­ja hu­ma­ni­dad y re­na­cen como los pri­mo­gé­ni­tos de la nueva hu­ma­ni­dad.

Son li­be­ra­dos por­que han muer­to (sim­bó­li­ca­men­te en la muer­te del cor­de-­

ro). Esta muer­te los ha li­be­ra­do de to­das las obli­ga­cio­nes de su an­ti­gua vida.

Es por ello que la con­sa­gra­ción de los pri­mo­gé­ni­tos se con­vier­te en algo

tan im­por­tan­te: El SE­ÑOR ha­bló con Moi­sés y le dijo: “Con­sá­gra­me el

pri­mo­gé­ni­to de todo vien­tre. Míos son to­dos los pri­mo­gé­ni­tos is­rae­li­tas y

to­dos los pri­me­ros ma­chos de sus ani­ma­les” (13:1-2


).

Is­rael mu­rió en la Pas­cua, así que ya no le per­te­ne­cían a Adán, sino que

aho­ra le per­te­ne­cían a Dios. Esta per­te­nen­cia fue mar­ca­da sim­bó­li­ca­men­te

con el pri­mo­gé­ni­to de todo va­rón is­rae­li­ta, ya fuese hu­mano o ani­mal. Lo

que es cier­to so­bre la fa­mi­lia hu­ma­na (el hijo pri­mo­gé­ni­to, que era Is­rael, le

per­te­ne­cía a Dios) se ve re­fle­ja­do en la fa­mi­lia de cada is­rae­li­ta (el pri­mo­gé-­


ni­to de cada ani­mal le per­te­ne­cía a Dios). Así que cada niño de­bía ser de­di-­

ca­do a (o re­di­mi­do por) Dios (vv 11-16


).

Pero la Pas­cua es solo sim­bó­li­ca. Los is­rae­li­tas fue­ron li­be­ra­dos de la es-­

cla­vi­tud, pero solo de la es­cla­vi­tud de Egip­to, no de la es­cla­vi­tud del pe­ca-­

do. Y fue­ron sal­va­dos de la muer­te, pero solo de la muer­te en la no­che de la

Pas­cua, no de la muer­te eter­na. La muer­te del cor­de­ro tra­jo vida, pero no

para siem­pre. Como re­sul­ta­do, aun­que Is­rael le per­te­ne­cía a Dios, con­ti­nua-­

ron vi­vien­do como hi­jos de Adán. En ot­ras pa­la­bras, con­ti­nua­ron vi­vien­do

como es­cla­vos del pe­ca­do. La re­den­ción del pri­mo­gé­ni­to era un re­cor­da­to-­

rio de lo que Dios ha­bía he­cho, es de­cir, de que li­be­ró a Su pue­blo de la es-­

cla­vi­tud. Pero el he­cho de que te­nía que re­pe­tir­se con cada nueva ge­ne­ra-­

ción es tam­bién un re­cor­da­to­rio de lo que Dios ha­ría —li­be­rar com­ple­ta y

fi­nal­men­te a Su pue­blo de la es­cla­vi­tud del pe­ca­do y de la muer­te.

Si la Pas­cua era un sím­bo­lo, la rea­li­dad es Cris­to. Él es nues­tro Cor­de­ro

pas­cual, quien mu­rió en nues­tro lu­gar. Él es el cum­pli­mien­to de la pro­me­sa

he­cha en la Pas­cua. Cris­to es el pri­mo­gé­ni­to en­tre los muer­tos (Col 1:18).

Él es el Hijo de Adán que mu­rió y fue re­su­ci­ta­do como el pri­mo­gé­ni­to de la

nueva hu­ma­ni­dad. To­dos los que están en Cris­to me­dian­te la fe han muer­to

en Cris­to a la es­cla­vi­tud del pe­ca­do y a la con­de­na­ción de la muer­te. Y así


he­mos re­su­ci­ta­do a una nueva vida en Cris­to. El li­bro de Éxo­do es­ta­ble­ce el

pa­trón de re­den­ción a tra­vés del sa­cri­fi­cio, el cual se cum­ple en Cris­to.

Conmemoración
Dios dice que esta do­ble li­be­ra­ción del pe­ca­do y de la muer­te debe ser con-­

me­mo­ra­da en dos fies­tas. La des­crip­ción de la con­me­mo­ra­ción está en­tre-­

mez­cla­da con la des­crip­ción del even­to que con­me­mo­ra. La his­to­ria es pre-­

sen­ta­da como una ex­pli­ca­ción de las fies­tas (12:1-2, 14-20, 24-27, 42, 43-

49; 13:3-10
). La na­rra­ti­va co­mien­za con unos cam­bios en el ca­len­da­rio is-­

rae­li­ta para que aho­ra esté cen­tra­do en la his­to­ria que está por des­cri­bir­se

(12:1-2
). Este será un even­to de­fi­ni­to­rio para Is­rael.

La Pas­cua co­mien­za el dé­ci­mo día del mes de Aviv y ter­mi­na el de­ci­mo-­

cuar­to día. La fies­ta de los pa­nes sin le­va­du­ra co­mien­za el de­ci­mo­cuar­to día

y ter­mi­na el vi­gé­si­mo pri­mer día. El día clave en am­bas fies­tas es el de­ci-­

mo­cuar­to, el día de la li­be­ra­ción. Las dos fies­tas se ce­le­bran el mismo día y

con­me­mo­ran el mismo even­to (como su­gie­re Lc 22:1). Pero cada una de

ellas re­fle­ja un as­pec­to di­fe­ren­te de su sig­ni­fi­ca­do. La Pas­cua con­me­mo­ra la

li­be­ra­ción de la muer­te ya que re­crea el que Dios haya pa­sa­do so­bre Is­rael

al traer la muer­te a Egip­to (12:24-27, 43-49


). La fies­ta de los pa­nes sin le-­
va­du­ra con­me­mo­ra la li­be­ra­ción de la es­cla­vi­tud ya que re­crea la sa­li­da

apre­su­ra­da de Is­rael de la tie­rra de Egip­to (12:14-17; 13:3-10


).

Ha­bía otro acto de re­mem­bran­za —la con­sa­gra­ción del pri­mo­gé­ni­to

(13:1-2, 11-16
). Dios ha­bía re­di­mi­do a Is­rael. Por ello, aho­ra le per­te­ne-­

cían. Como he­mos visto, fue­ron re­di­mi­dos de la es­cla­vi­tud para la es­cla­vi-­

tud, aun­que es una for­ma de es­cla­vi­tud que se ex­pe­ri­men­ta como li­ber­tad.

Dios ha­bía com­pra­do a Is­rael. Por tan­to, al ser Su pri­mo­gé­ni­to re­di­mi­do, Is-­

rael le per­te­ne­ce a Dios. Y esta per­te­nen­cia era sim­bo­li­za­da por la con­sa­gra-­

ción o re­den­ción de cada va­rón pri­mo­gé­ni­to.

Cada uno de estos ac­tos de con­me­mo­ra­ción in­clu­ye un mo­men­to en el

que se es­pe­ra que las fu­tu­ras ge­ne­ra­cio­nes pre­gun­ten por su sig­ni­fi­ca­do

(12:26; 13:8, 14
). Las fies­tas ha­cen más que solo ayu­dar a Is­rael a re­cor­dar

un acon­te­ci­mien­to del pa­sa­do. Son re­crea­cio­nes de la his­to­ria. Las per­so­nas

no son sim­ples es­pec­ta­do­res sino par­ti­ci­pan­tes, y eso in­cluía a las fu­tu­ras

ge­ne­ra­cio­nes del pue­blo de Dios. Mien­tras se ce­le­bra­ra la fies­ta de la Pas-­

cua, este acto con­ti­nua­ría mol­dean­do la iden­ti­dad del pue­blo de Dios.

El éxo­do de­bía ser una rea­li­dad pal­pa­ble para las fu­tu­ras ge­ne­ra­cio­nes,

algo que nun­ca de­bían ol­vi­dar. Era ver­gon­zo­so que un is­rae­li­ta opri­mie­ra a

otro is­rae­li­ta como lo hi­cie­ron los egip­cios (Jer 2:6-7; 7:22-26; Amos 2:10;

3:1; Miq 6:4). El éxo­do los mo­ti­va­ba a orar para que el Dios que li­bró a Su
pue­blo ac­tua­ra de ma­ne­ra si­mi­lar en el fu­tu­ro (Sal 44, 77, 80). Tam­bién les

daba es­pe­ran­za por­que Dios ha­bía pro­me­ti­do re­di­mir a Is­rael a tra­vés de un

nuevo éxo­do (Is 40; 43:14-21; Jer 23:7-8).

Hoy en día se­gui­mos con­me­mo­ran­do la Pas­cua. Lu­cas nos ha­bla de una

Pas­cua en par­ti­cu­lar: “Cuan­do lle­gó el día de la fies­ta de los pa­nes sin le­va-­

du­ra, en que de­bía sa­cri­fi­car­se el cor­de­ro de la Pas­cua, Je­sús en­vió a Pe­dro

y a Juan, di­cién­do­les: ‘Va­yan a ha­cer los pre­pa­ra­ti­vos para que co­ma­mos la

Pas­cua’” (Lc 22:7-8). Lu­cas men­cio­na la Pas­cua seis ve­ces en su re­la­to de

la Úl­ti­ma Cena (v 1, 7, 8, 11, 13, 15). Él nos mues­tra la Cena del Se­ñor

como el cum­pli­mien­to de la cena de Pas­cua. De la misma ma­ne­ra en que la

re­den­ción de Je­sús, el Cor­de­ro pas­cual, es el cum­pli­mien­to del éxo­do, así la

Cena del Se­ñor es el cum­pli­mien­to de las fies­tas de Pas­cua y de los pa­nes

sin le­va­du­ra.

Y de la misma ma­ne­ra en que la Pas­cua mol­deó la iden­ti­dad de los is­rae-­

li­tas, así la Cena del Se­ñor mol­dea nues­tra iden­ti­dad como cris­tia­nos. No

solo re­cor­da­mos la his­to­ria de la cruz y la re­su­rrec­ción, sino que la re­crea-­

mos al par­tir el pan y ser­vir el vino, y de esa for­ma par­ti­ci­pa­mos en ella. Se

con­vier­te en nues­tra his­to­ria y nues­tra iden­ti­dad, nues­tra rea­li­dad pal­pa­ble.

Ima­gi­na a un es­cla­vo con un amo cruel. Un día lle­ga otro hom­bre que se

com­pa­de­ce de él. Lo re­di­me de su amo cruel a un pre­cio muy ele­va­do. Una


se­ma­na des­pués, el amo an­te­rior ve al que era su es­cla­vo. Co­mien­za a gri-­

tar­le y a dar­le ór­de­nes, y el ins­tin­to na­tu­ral del es­cla­vo es obe­de­cer­le. Pero

él ya no está bajo el con­trol de su an­ti­guo amo. Ya no ne­ce­si­ta obe­de­cer. Ya

no de­be­ría obe­de­cer. Ne­ce­si­ta re­cor­dar a quién per­te­ne­ce. Ne­ce­si­ta re­cor­dar

ese día de li­be­ra­ción en el que su an­ti­gua vida que­dó en el pa­sa­do y él co-­

men­zó una nueva. Re­cor­dar esto cam­bia­rá todo.

Esto es lo que ha­ce­mos cada vez que par­ti­ci­pa­mos de la Cena del Se­ñor.

Es nues­tra aide-mé­moi­re
. Nos ayu­da a re­cor­dar que en Cris­to he­mos muer-­

to al reino del pe­ca­do. El pe­ca­do ya no es nues­tro amo. Ya no obe­de­ce­mos

sus ór­de­nes. Aho­ra vi­vi­mos como es­cla­vos de la jus­ti­cia —una es­cla­vi­tud

que es ver­da­de­ra li­ber­tad. En la Cena del Se­ñor re­cor­da­mos el día en que

fui­mos li­be­ra­dos para vivir como hi­jos de Dios, con­sa­gra­dos a Él.

Guiados por el Espíritu


Dios co­no­ce la fal­ta de fe de Su pue­blo: “Si se les pre­sen­ta­ra ba­ta­lla, po-­

drían cam­biar de idea y re­gre­sar a Egip­to” (13:17


). Así que los lleva por un

ca­mino más lar­go para evi­tar la con­fron­ta­ción (v 18


). Su de­cla­ra­ción es

con­fir­ma­da en 14:10-12, cuan­do los is­rae­li­tas vie­ron al ejér­ci­to egip­cio en

el ho­ri­zon­te e in­me­dia­ta­men­te ca­ye­ron en de­ses­pe­ra­ción: “¿Aca­so no ha­bía

se­pul­cros en Egip­to, que nos sa­cas­te de allá para mo­rir en el de­sier­to?”


(14:11). La iro­nía, cla­ro está, es que Egip­to era co­no­ci­do por sus se­pul­cros

—sus pi­rá­mi­des ma­si­vas. A ve­ces, el ca­mino más lar­go es el me­jor. En oca-­

sio­nes, con­du­cir­nos por un ca­mino lar­go es la for­ma en que Dios for­ta­le­ce

nues­tra fe.

Éxo­do 13:19
hace re­fe­ren­cia a Gé­ne­sis 50:24-26. Cuan­do José es­ta­ba a

pun­to de mo­rir, dio ins­truc­cio­nes es­pe­cí­fi­cas para que sus hue­sos fue­ran lle-­

va­dos de re­gre­so a la tie­rra pro­me­ti­da cuan­do los is­rae­li­tas vol­vie­ran a ella.

Era un acto de fe en la pro­me­sa de Dios a Abraham, de que sus hi­jos he­re-­

da­rían la tie­rra de Ca­naán


. José con­fia­ba en que Dios se­ría fiel a esa pro-­

me­sa —y así fue (Jos 24:32). He­breos 11:22 re­co­no­ce esto como un acto de

fe: “Por la fe José, al fin de su vida, se re­fi­rió a la sa­li­da de los is­rae­li­tas de

Egip­to y dio ins­truc­cio­nes acer­ca de sus res­tos mor­ta­les”. Fe es creer en las

pro­me­sas de Dios. La fe vive el pre­sen­te a la luz del fu­tu­ro pro­me­ti­do por

Dios.

Cer­ca de mi pue­blo na­tal, Shef­field, se en­cuen­tra un museo de cien­cia lla-­

ma­do Mag­na. Una de las ex­hi­bi­cio­nes es una co­lum­na de fue­go que es en-

cen­di­da pe­rió­di­ca­men­te y des­pués se ex­tin­gue, de­jan­do una co­lum­na de

humo. Es muy im­pre­sio­nan­te a pe­sar de solo te­ner dos me­tros de al­tu­ra. La

pre­sen­cia de Dios guian­do a Su pue­blo mien­tras via­ja­ban y acam­pa­ban es

sim­bo­li­za­da por las co­lum­nas de nube y fue­go (13:20-22


). Esta es la glo-­
rio­sa pre­sen­cia de Dios (16:10; 40:34). Y estas co­lum­nas guían al pue­blo de

Dios.

Pa­blo tie­ne esto en men­te cuan­do dice: “… to­dos los que son guia­dos por

el Es­pí­ri­tu de Dios son hi­jos de Dios” (Ro 8:14). En Ro­ma­nos 6 − 8, Pa­blo

hace re­fe­ren­cia al ca­mino que si­guió el pue­blo de Dios al salir de Egip­to

para mos­trar cómo la re­den­ción del éxo­do se cum­ple en Cris­to. Como ve­re-­

mos, de la misma ma­ne­ra en que Is­rael fue li­be­ra­do de Egip­to al ser bau­ti-­

za­dos en el Mar Rojo para unir­se a Moi­sés (1Co 10:2), así he­mos sido li­be-­

ra­dos de la es­cla­vi­tud del pe­ca­do a tra­vés del bau­tis­mo que nos une a Cris­to

por me­dio de Su muer­te y re­su­rrec­ción (Ro 6). De la misma ma­ne­ra en que

Is­rael re­ci­be la ley de Dios en el mon­te Si­naí, así el Es­pí­ri­tu es­cri­be la ley

de Dios en nues­tros co­ra­zo­nes (Ro 7). De la misma ma­ne­ra en que Is­rael

fue guia­do por las co­lum­nas de nube y fue­go ha­cia la tie­rra pro­me­ti­da, así

nos guía el Es­pí­ri­tu ha­cia nues­tra he­ren­cia en la nueva crea­ción (Ro 8). Is-­

rael era el “pri­mo­gé­ni­to” (Éx 4:22), y el Es­pí­ri­tu nos da tes­ti­mo­nio de que

so­mos hi­jos de Dios (Ro 8:16).

Ser guia­do por el Es­pí­ri­tu no es una ex­pe­rien­cia mís­ti­ca en la que re­ci­bi-

mos nue­vas re­ve­la­cio­nes de par­te de Dios. Es vivir li­bre­men­te nues­tra

nueva vida mien­tras nos di­ri­gi­mos ha­cia la nueva crea­ción. So­mos guia­dos

por el Es­pí­ri­tu cada vez que de­ci­mos “no” a las ten­ta­cio­nes y “sí” a Je­sús
(Ro 8:12-13; Gá 5:16-18). So­mos guia­dos por el Es­pí­ri­tu cada vez que

nues­tros co­ra­zo­nes se en­fo­can en nues­tra he­ren­cia ce­les­tial más que en los

te­so­ros te­rre­na­les (Ro 8:16-17, 22-25). Así que “vi­vi­mos por el Es­pí­ri­tu”

cuan­do le da­mos muer­te a nues­tros de­seos ego­ís­tas (Gá 5:24-26). Si hoy te

ne­gas­te a ce­der a la ten­ta­ción, es por­que fuis­te guia­do por el Es­pí­ri­tu de

Dios; el mismo Dios que guió a Su pue­blo por el de­sier­to.

1.
¿Cómo te ayu­da la Pas­cua que se na­rra en Éxo­do a va­lo­rar más a tu
Cor­de­ro pas­cual?

2.
¿Cómo cam­bia­rá tu for­ma de par­ti­ci­par en la Cena del Se­ñor al me-­
di­tar en la Pas­cua? ¿En qué me­di­ta­rás mien­tras co­mes y be­bes?

3.
¿Por qué de­be­ría emo­cio­nar­nos pen­sar en la ver­dad de que el Dios
de la co­lum­na de fue­go nos si­gue guian­do por me­dio de Su Es­pí­ri­tu?
 

La cri­sis de Egip­to co­men­zó por­que “los is­rae­li­tas tu­vie­ron mu­chos hi­jos, y

a tal gra­do se mul­ti­pli­ca­ron que fue­ron ha­cién­do­se más y más po­de­ro­sos. El

país se fue lle­nan­do de ellos”


(1:7) —por­que es­ta­ban cum­plien­do el man­da-­

mien­to que Dios dio a la hu­ma­ni­dad en Gé­ne­sis 1. En me­dio del im­pe­rio

egip­cio, el mun­do es­ta­ba sien­do re-crea­do. Pero el di­ri­gen­te de ese im­pe­rio

se con­vir­tió en un anti-crea­dor, res­pon­dien­do a esta ex­plo­sión de vida con

un man­da­to de muer­te, al arro­jar a los re­cién na­ci­dos is­rae­li­tas a las aguas

del Nilo. Dios res­ca­tó a Moi­sés de esas aguas de muer­te, pues el fue pues­to

en una ce­sta, li­te­ral­men­te un “arca” (2:3), y fue res­ca­ta­do —Moi­sés, al

igual que Noé, escap


ó de la muer­te en un arca em­ba­dur­na­da con be­tún.

El con­flic­to en­tre Dios y Fa­raón con­ti­nuó. Dios desató Su crea­ción al­re-­

de­dor de Fa­raón. A tra­vés de las pla­gas, Egip­to re­gre­só al caos, a la os­cu­ri-­

dad y a la muer­te. Y aun así, Fa­raón no ha apren­di­do la lec­ción.


Un Dios fiel a personas infieles
Así lle­ga­mos al ca­pí­tu­lo 14. Una vez más, Fa­raón está in­ten­tan­do ejer­cer su

au­to­ri­dad so­bre el pue­blo de Dios. Una vez más, te­ne­mos una con­fron­ta­ción

en­tre Dios y Fa­raón. Una vez más, Dios de­ci­de glo­ri­fi­car­se al de­mos­trar

que solo Él es el SE­ÑOR: “Yo, por Mi par­te, en­du­re­ce­ré el co­ra­zón de Fa-­

raón para que él los per­si­ga. Voy a cu­brir­me de glo­ria, a co­sta de Fa­raón y

de todo su ejér­ci­to. ¡Y los egip­cios sa­brán que Yo soy el SE­ÑOR! (…) Y

cuan­do me haya cu­bier­to de glo­ria a co­sta de ellos, los egip­cios sa­brán que

Yo soy el SE­ÑOR” (14:4, 18


).

Pa­re­ce­ría que Is­rael ha caí­do en una tram­pa —y que la tram­pa fue or­ga­ni-­

za­da por el SE­ÑOR (v 1-3


). La ruta que to­man es una es­tra­te­gia mi­li­tar te-­

rri­ble, y en cuan­to es­cu­chan de ella, Fa­raón y sus ofi­cia­les la­men­tan su de-­

ci­sión de ha­ber de­ja­do ir al pue­blo de Dios (v 5


) —tal como Dios lo ha­bía

pre­di­cho (v 3
). Así que aho­ra Is­rael está atra­pa­do en­tre el ejér­ci­to egip­cio y

el Mar Rojo (vv 6-7, 9


). Como sue­le su­ce­der en la Bi­blia, las co­sas se tor-­

nan di­fí­ci­les an­tes de me­jo­rar. Pero Dios es­ta­ba en con­trol, aun so­bre las ac-­

cio­nes de sus ene­mi­gos (v 8


) —y las co­sas me­jo­ra­rían mu­chí­si­mo, tan­to

que no lo ol­vi­da­rían. Se­gún Nehe­mías 9:10, al abrir el mar, Dios se ganó la

“bue­na fama que hoy [tie­ne]”. Lo que su­ce­dió en el Mar Rojo trae­ría “re-­

nom­bre eterno” (Is 63:12) al Dios de Is­rael.


Pero mien­tras Dios es­ta­ble­ce nue­va­men­te Su nom­bre y Su na­tu­ra­le­za, el

pue­blo de Dios será ha­lla­do fal­to una vez más. El Sal­mo 106 hace re­fe­ren-­

cia a este even­to —y es un sal­mo de con­fe­sión. El pue­blo de Dios, si­glos

des­pués, con­fie­sa que dudó y des­obe­de­ció a Dios —y el sal­mis­ta re­cuer­da

la in­cre­du­li­dad de los is­rae­li­tas en 14:10-12


: “He­mos pe­ca­do, lo mismo

que nues­tros pa­dres… se re­be­la­ron jun­to al mar, el Mar Rojo” (Sal 106:6-

7). Pos­te­rior­men­te, el sal­mis­ta des­cri­be cómo Dios “re­pren­dió al Mar Rojo”

y “los sal­vó del po­der de sus ene­mi­gos” (vv 9-10). La ra­zón por la que hizo

esto no fue­ron los mé­ri­tos de Su pue­blo. Ellos eran re­bel­des que me­re­cían

aho­gar­se con los egip­cios. No —“los sal­vó ha­cien­do ho­nor a Su nom­bre,

para mos­trar Su gran po­der” (v 8).

En­ton­ces, ¿qué su­ce­dió real­men­te en la his­to­ria?

¿Qué sucedió realmente?


Los es­cép­ti­cos han ata­ca­do esta his­to­ria so­bre el po­der de Dios de dos ma-­

ne­ras:

1.
Se tra­ta sim­ple­men­te de un fe­nó­meno na­tu­ral
. Al­gu­nas per­so­nas han su-­
ge­ri­do que un gran vien­to y una ma­rea baja po­drían ex­pli­car la tie­rra seca.
Éxo­do 14:21-22,
sin em­bar­go, ha­bla so­bre dos pa­re­des de agua, así que
no se tra­ta de agua que re­tro­ce­de gra­dual­men­te. Aun si pen­sa­ras que la
des­crip­ción en Éxo­do es exa­ge­ra­da con fi­nes poé­ti­cos, el tiem­po en que
su­ce­de el even­to es so­bre­na­tu­ral. La par­ti­ción del mar su­ce­de cuan­do
Moi­sés la or­de­na (vv 15-16, 21-22
) y ter­mi­na en el mo­men­to pre­ci­so
para ase­gu­rar­se de que el úl­ti­mo is­rae­li­ta lle­gue a sal­vo y el pri­mer egip-­
cio se aho­gue (vv 17, 26-28
).
2.
Real­men­te es el Mar de los Jun­cos, no el Mar Rojo
. Al­gu­nos han su­ge-­
ri­do que el nom­bre del mar po­dría ser el Mar de los Jun­cos, un área pan-­
ta­no­sa en la que los is­rae­li­tas po­dían ha­ber cru­za­do a pie, y en la que los
ca­rros egip­cios se ha­brían atas­ca­do. Pero la des­crip­ción de las dos pa­re-­
des de agua su­gie­re que ha­bía una gran pro­fun­di­dad. Y aun si con­ce­de-­
mos que el mar era poco pro­fun­do, la li­be­ra­ción de los is­rae­li­tas si­gue
sien­do mi­la­gro­sa.

El pas­tor Do­nald Brid­ge re­la­ta la his­to­ria de un pre­di­ca­dor li­be­ral que vi-

si­tó una igle­sia afro­ame­ri­ca­na. Mien­tras el mi­nis­tro ha­bla­ba so­bre el cru­ce

del Mar Rojo, al­guien gritó: “Ala­ba­do sea el Se­ñor que llevó a Sus hi­jos a

tra­vés de aguas tan pro­fun­das. ¡Qué gran mi­la­gro!”. El mi­nis­tro, que no

creía en mi­la­gros, se mo­les­tó por esa in­ter­ven­ción. Así que, de ma­ne­ra con-­

des­cen­dien­te, le dijo a la con­gre­ga­ción que los is­rae­li­tas pro­ba­ble­men­te cru-­

za­ron un pan­tano con una ma­rea baja, así que se tra­ta­ba sim­ple­men­te de

unos quin­ce cen­tí­me­tros de agua. En res­pues­ta a esta de­cla­ra­ción, la misma

voz gritó: “Ala­ba­do sea el Se­ñor que aho­gó a los egip­cios en quin­ce cen­tí-­

me­tros de agua. ¡Qué ma­ra­vi­llo­so mi­la­gro!”. (Sig­ns and Won­ders To­day

[Se­ña­les y ma­ra­vi­llas hoy en día


], 17).
Don­de­quie­ra que haya su­ce­di­do y co­mo­quie­ra que haya su­ce­di­do, fue un

mi­la­gro ma­ra­vi­llo­so. In­ten­tos por “ex­pli­car­lo” como algo me­nos que un

acto de Dios re­ve­lan más so­bre no­so­tros y nues­tra ce­gue­ra que so­bre los

even­tos de Éxo­do 14. La Bi­blia no deja lu­gar a du­das: este es un acto so­bre-­

na­tu­ral de Dios. (Para sa­ber más so­bre estos te­mas, ver Trem­per Long­man

III, How To Read Exo­dus


[Cómo leer Éxo­do
], 113-114.) Y una vez más,

Dios trae sal­va­ción por me­dio de un acto de nueva crea­ción.

Moi­sés ex­ten­dió su bra­zo so­bre el mar, y toda la no­che el SE­ÑOR en­vió

so­bre el mar un re­cio vien­to del este que lo hizo re­tro­ce­der, con­vir­tién­do-­

lo en tie­rra seca. Las aguas del mar se di­vi­die­ron y los is­rae­li­tas lo cru­za-­

ron so­bre tie­rra seca. El mar era para ellos una mu­ra­lla de agua a la de­re-­

cha y otra a la iz­quier­da (vv 21-22


).

Esto es lo mismo que su­ce­dió en la Crea­ción —se se­pa­ran las aguas para

crear tie­rra seca. En Gé­ne­sis 1:9 lee­mos: “Y dijo Dios: ‘¡Que las aguas de-­

ba­jo del cie­lo se re­ú­nan en un solo lu­gar, y que apa­rez­ca lo seco!’. Y así su-­

ce­dió”. En el Mar Rojo, esto vuel­ve a su­ce­der. Las aguas son se­pa­ra­das

nue­va­men­te para crear tie­rra seca. Con­tro­lar el mar es visto como un acto

de crea­ción en la Bi­blia (Job 26:10-13; Sal 74:12-14; 89:9; Is 27:1; 51:9-

11).
Dios se­pa­ra las aguas a tra­vés de un “vien­to”. En 14:21
y 15:8, 10
,

“vien­to” y “so­plo” son tra­duc­cio­nes de la misma pa­la­bra, rua­ch


—la pa­la-­

bra he­brea usa­da para re­fe­rir­se al Es­pí­ri­tu. El vien­to que so­pla­ba so­bre las

aguas nos re­cuer­da al Es­pí­ri­tu en la Crea­ción, cuan­do el rua­ch


de Dios se

pa­sea­ba por las aguas (Gn 1:2). Lo mismo su­ce­dió en la his­to­ria de Noé.

Flo­tan­do en un mar in­ter­mi­na­ble de jui­cio, Noé no te­nía fu­tu­ro. Pero: “Dios

se acor­dó en­ton­ces de Noé y de to­dos los ani­ma­les sal­va­jes y do­més­ti­cos

que es­ta­ban con él en el arca. Hizo que so­pla­ra un fuer­te vien­to” (Gn 8:1).

Dios re­ca­tó a Su pue­blo de la muer­te al en­viar Su Es­pí­ri­tu-vien­to para que,

tal como hizo en la Crea­ción, se­pa­ra­ra las aguas y crea­ra tie­rra seca.

Pero en Éxo­do 14, cuan­do el ejér­ci­to egip­cio in­ten­ta se­guir a los is­rae­li-­

tas, el mar se los tra­ga (14:23-28


) —“nin­guno de ellos que­dó con vida” (v

28
), en con­tras­te con los is­rae­li­tas, quie­nes ca­mi­na­ron en­tre mu­ra­llas de

agua (v 29
). De nuevo, el jui­cio toma for­ma de anti-crea­ción. Las aguas y

la tie­rra que­bran­tan la or­den de su se­pa­ra­ción, tal como lo hi­cie­ron cuan­do

Dios en­vió jui­cio en los tiem­pos de Noé. El jui­cio tomó la for­ma de agua.

En Éxo­do 10:19 el Es­pí­ri­tu-vien­to de Dios llevó al ejér­ci­to de lan­gos­tas ha-­

cia el Mar Rojo. Aho­ra, el Es­pí­ri­tu-vien­to de Dios se lleva al ejér­ci­to egip-­

cio ha­cia el mismo mar. En res­pues­ta, Moi­sés can­ta: “Bas­tó un so­plo de Tu

na­riz para que se amon­to­na­ran las aguas… Pero con un so­plo Tuyo se los
tra­gó el mar” (15:8, 10
). Dios desató Su crea­ción en con­tra del ejér­ci­to

egip­cio.

Esto pue­de pa­re­cer­nos cruel, pero los hom­bres de Egip­to son aho­ga­dos

por ha­ber aho­ga­do a los ni­ños de Is­rael (1:22). Y son aho­ga­dos al ama­ne­cer

(14:24
) —que es cuan­do Ra, el dios-sol, de­bió ha­ber sa­li­do para ayu­dar­les.

Pero Ra no los ayu­dó, pues el SE­ÑOR dijo: “Y cuan­do me haya cu­bier­to de

glo­ria a co­sta de ellos, los egip­cios sa­brán que Yo soy el SE­ÑOR” (v 18


).

Se­gún una an­ti­gua ins­crip­ción egip­cia:

Aquel que sea ama­do por el rey será re­ve­ren­cia­do, pero no hay se­-

pul­cro para quien se re­be­le con­tra su ma­jes­tad, y su cuer­po será

echa­do al agua

(Phi­lip Graham Ryken, Exo­dus: Saved for God´s Glo­ry

[Éxo­do: Sal­va­dos para la glo­ria de Dios


], 396).

Los cuer­pos en el mar fue­ron una se­ñal para Egip­to de que Dios es Dios.

Desatando la creación
En la Crea­ción, en los tiem­pos de Noé y nue­va­men­te du­ran­te el Éxo­do,

Dios con­quis­tó el caos. Él sacó vida de la muer­te. Su jui­cio pro­vino como


un acto de anti-crea­ción en el que todo fun­cio­na­ba al revés. Pero Él com­pró

su sal­va­ción. Él re-creó a Su pue­blo desde las aguas de la muer­te. Dios lo

hizo nue­va­men­te en Jo­sué 3 − 4, cuan­do di­vi­dió el Jor­dán para guiar a Su

pue­blo a la tie­rra pro­me­ti­da. Lo hizo nue­va­men­te en 2 Reyes 2:7-14, cuan-­

do Elías
y Eli­seo
cru­za­ron el Jor­dán en tie­rra seca. En to­das estas his­to­rias,

Dios está es­ta­ble­cien­do un pa­trón. Isaías 43:16-19 dice:

Así dice el SE­ÑOR,

           el que abrió un ca­mino en el mar,

           una sen­da a tra­vés de las aguas im­pe­tuo­sas;

el que hizo salir ca­rros de com­ba­te y ca­ba­llos,

           ejér­ci­to y gue­rre­ro al mismo tiem­po,

los cua­les que­da­ron ten­di­dos para nun­ca más le­van­tar­se,

          ex­tin­gui­dos como me­cha que se apa­ga:

Ol­vi­den las co­sas de an­ta­ño;

           ya no vivan en el pa­sa­do.

¡Voy a ha­cer algo nuevo!

           Ya está su­ce­dien­do, ¿no se dan cuen­ta?

Estoy abrien­do un ca­mino en el de­sier­to,

           y ríos en lu­ga­res de­sola­dos.


Isaías le re­cuer­da al pue­blo cómo Dios li­be­ró a los is­rae­li­tas a tra­vés del

mar. Pero des­pués Dios dice, en efec­to: Ol­ví­da­te de ello. Lo haré nue­va-­

men­te —más gran­de y me­jor


. Isaías ha­bla una y otra vez so­bre un nuevo

éxo­do que ven­drá (Is 4:5-6; 11:15-16; 35:6-10; 40:3-5; 43:14-19; 48:20-21;

50:2; 51:9-11; 63:11-14; ver tam­bién Jer 16:14-15; 23:7-8; 31:31-33). Y

este acto de li­be­ra­ción es des­cri­to como un acto de nueva crea­ción (Is 25:6-

8; 42:5; 44:24; 45:11-12; 65:17-25).

Hay ecos de estas pro­me­sas en todo el Nuevo Tes­ta­men­to. Je­sús es bau­ti-­

za­do en las aguas del Jor­dán. Una y otra vez en la his­to­ria bí­bli­ca, el agua

re­pre­sen­ta jui­cio —aho­ra Je­sús es su­mer­gi­do en agua. Se su­mer­ge en el jui-­

cio. Es una ima­gen de la cruz —en Mar­cos 10:38, des­cri­be Su muer­te como

un bau­tis­mo. En el Cal­va­rio
, las aguas del jui­cio ro­dea­ron a Je­sús. Y la tie-­

rra fue cu­bier­ta de os­cu­ri­dad. Dios desató la crea­ción al­re­de­dor de Je­sús, y

Je­sús se hun­dió en una tum­ba.

Pero al ter­cer día, Je­sús re­su­ci­tó. Dios saca vida de la muer­te, sal­va­ción

del jui­cio, luz de la os­cu­ri­dad. To­das las his­to­rias de res­ca­te del agua han

sido re­la­ta­das para apun­tar ha­cia este mo­men­to. Han es­ta­do pre­pa­rán­do­nos

para com­pren­der la cruz y la re­su­rrec­ción. Dios pasa a Su pue­blo a tra­vés de

las aguas de la muer­te en la per­so­na de Su Hijo. Dios desata Su crea­ción

para re-crear a Su pue­blo.


Ima­gi­na las mu­ra­llas de agua co­lap­san­do so­bre los ji­ne­tes y ca­ba­llos, lle-­

ván­do­los a las pro­fun­di­da­des. Esto es lo que Je­sús en­fren­tó en la cruz. Je­sús

se su­mer­gió en el caos de las aguas del jui­cio para que no­so­tros po­da­mos

cru­zar so­bre tie­rra seca. Ima­gi­na al pue­blo de Dios de pie, se­gu­ros en la ri-­

be­ra, ob­ser­van­do cómo el jui­cio de Dios se desa­rro­lla ante sus ojos. Esto es

lo que ha­ce­mos al ob­ser­var, con los ojos de la fe, al Hijo de Dios col­ga­do en

la cruz.

Cuan­do los is­rae­li­tas vie­ron que Dios los li­be­ra­ba, ellos “te­mie­ron al SE-­

ÑOR y cre­ye­ron en Él y en Su sier­vo Moi­sés” (14:30-31


). ¡Cuán­to más de-­

be­mos no­so­tros te­mer al SE­ÑOR y po­ner nues­tra con­fian­za en Je­sús, Su

sier­vo, al con­tem­plar nues­tra li­be­ra­ción en la cruz y en la re­su­rrec­ción!

1.
Dios guió a Is­rael a una “tram­pa” para mos­trar Su glo­ria. ¿Cómo
nos ayu­da esto cuan­do pa­sa­mos por di­fi­cul­ta­des como in­di­vi­duos o

como igle­sia?
2.
¿Por qué es bue­no que Dios ac­túe para la glo­ria de Su nom­bre, y no
se­gún nues­tros mé­ri­tos?

3.
¿Cómo te sien­tes al ima­gi­nar las mu­ra­llas de agua co­lap­san­do y al
pen­sar que esto es lo que ex­pe­ri­men­tó Je­sús en la cruz?

Las per­so­nas que­jum­bro­sas me irri­tan —aque­llas que solo ha­blan so­bre sus

pro­ble­mas, las fa­llas del go­bierno, el es­ta­do de las ca­lles o el com­por­ta-­

mien­to de los jó­ve­nes— o de los an­cia­nos. ¿No se dan cuen­ta de cuán pri­vi-­

le­gia­das son? Real­men­te me irri­tan. Los peo­res son los que se que­jan de las

per­so­nas que­jum­bro­sas.

Dé­ja­me ex­pli­car mi iro­nía. Al que­jar­me de los que­jum­bro­sos, me con-­

vier­to en el peor que­jum­bro­so de to­dos.

Pero, cla­ro, eso es lo que so­le­mos ha­cer. Ve­mos la que­ja como algo que

ha­cen los de­más. Las nues­tras son que­jas jus­ti­fi­ca­das o crí­ti­cas cons­truc­ti-­

vas, así que no es que sea­mos que­jum­bro­sos. No­so­tros so­mos la ex­cep­ción

—pero la rea­li­dad es que la ma­yo­ría de no­so­tros nos que­ja­mos, y mu­chos

de no­so­tros nos que­ja­mos todo el tiem­po.


Esta sec­ción de Éxo­do, ya en la co­sta orien­tal del mar, tra­ta so­bre la que-­

ja. En Éxo­do 15:22 − 17:7


, se nos pre­sen­tan tres his­to­rias de que­jas:


“Co­men­za­ron en­ton­ces a mur­mu­rar en con­tra de Moi­sés, y pre­gun­ta­ban:
‘¿Qué va­mos a be­ber?’” (15:24
).


“Allí, en el de­sier­to, toda la co­mu­ni­dad mur­mu­ró con­tra Moi­sés y Aa-­
rón” (16:2
).


“Pero los is­rae­li­tas es­ta­ban se­dien­tos, y mur­mu­ra­ron con­tra Moi­sés”
(17:3
).

Estos ca­pí­tu­los re­ve­lan los pe­li­gros de la que­ja, pero tam­bién se­ña­lan la

so­lu­ción. Ne­ce­si­ta­mos es­cu­char am­bas co­sas sin ex­cu­sar­nos a no­so­tros mis-­

mos.

La historia de Mara
En oca­sio­nes se ha di­cho que en la ma­yo­ría de las cul­tu­ras oc­ci­den­ta­les es-­

ta­lla­ría el des­or­den civil si la gen­te dura tres días con la des­pen­sa va­cía.

Apa­ren­ta­mos vivir pa­cí­fi­ca­men­te en­tre no­so­tros —pero si algo sa­lie­ra mal

con la pro­vi­sión de los ali­men­tos, solo bas­ta­rían tres días para que es­ta­lla­ran

los al­bo­ro­tos y sa­queos. Eso su­ce­dió con los is­rae­li­tas. Via­ja­ron desde el

Mar Rojo por tres días sin en­con­trar agua (15:22


). Al ter­cer día en­con­tra-­

ron agua, pero no era po­ta­ble (v 23


). Lla­ma­ron a ese lu­gar Mara, que sig­ni-­
fi­ca “amar­ga”. El agua era amar­ga, y ellos tam­bién se lle­na­ron de amar­gu­ra.

Así que se que­ja­ron (v 24


). Los is­rae­li­tas ha­bían sido res­ca­ta­dos de la es-­

cla­vi­tud egip­cia de la ma­ne­ra más dra­má­ti­ca po­si­ble. Ellos ha­bían visto la

mano de Dios abrien­do el Mar Rojo y de­rro­tan­do al ejér­ci­to egip­cio. Ellos

ha­bían can­ta­do: “El SE­ÑOR es mi fuer­za y mi cán­ti­co… por Tu gran amor

guías al pue­blo que has res­ca­ta­do” (vv 2, 13). Pero todo eso fue tres días

atrás. Hoy están ham­brien­tos y se están que­jan­do.

Cuan­do pen­sa­mos en ello, la que­ja de los is­rae­li­tas es ri­dí­cu­la e inex­cu­sa-­

ble. Pero pien­sa en tu pro­pia vida. Quizá can­tas so­bre el amor in­fa­li­ble de

Dios un do­min­go por la ma­ña­na. Pero tres días des­pués —o quizá tres ho­ras

des­pués— te estás que­jan­do. Pien­sa en to­das las co­sas que Dios ha he­cho

por ti. Pien­sa en to­das las co­sas que te ha pro­me­ti­do. Pero pien­sa tam­bién

en lo fá­cil que pier­des la pers­pec­ti­va. Pien­sa en lo bue­no que eres para no­tar

lo que no tie­nes en lu­gar de va­lo­rar lo que sí tie­nes. Todo lo que ve­mos son

aguas amar­gas. Todo lo que ve­mos es nues­tro pro­ble­ma o nues­tra ca­ren­cia.

Así que de­ci­mos: “Mara” —mi vida es amar­ga


.

¿Cómo res­pon­de Dios? Dios, en Su gra­cia, le mues­tra a Moi­sés un tro­zo

de ma­de­ra que hará que el agua sea apta para ser be­bi­da (v 25
). Esta his­to-­

ria es una pro­me­sa. Si con­fia­mos en Dios, ve­re­mos que Él es el Dios que

“de­vuel­ve la salud” así como “sanó” las aguas amar­gas (v 26


).
La historia del maná
Pero Is­rael no apren­dió la lec­ción. Des­pués de una breve pa­ra­da en Elim,

“don­de ha­bía doce ma­nan­tia­les” (v 27


) —agua na­tu­ral que no re­que­ría que

los is­rae­li­tas con­fia­ran en Dios o que le bus­ca­ran para re­ci­bir Su pro­vi­sión

— co­men­za­ron a via­jar por el de­sier­to (16:1


). Y vuel­ven a que­jar­se (vv 2,

7-8
). “¡Cómo qui­sié­ra­mos que el  SE­ÑOR  nos hu­bie­ra qui­ta­do la vida en

Egip­to! Allá nos sen­tá­ba­mos en torno a las ollas de car­ne y co­mía­mos pan

has­ta sa­ciar­nos. ¡Us­te­des han traí­do nues­tra co­mu­ni­dad a este de­sier­to para

ma­tar­nos de ham­bre a to­dos!” (v 3


). ¡Es una que­ja ho­rri­ble! Están di­cien­do

que es­ta­ban me­jor en Egip­to —que el éxo­do real­men­te ha em­peo­ra­do las

co­sas. Las per­so­nas prác­ti­ca­men­te le están di­cien­do a Dios: No te hu­bie­ras

mo­les­ta­do en res­ca­tar­nos. Qui­sié­ra­mos que nos hu­bie­ras de­ja­do como es­tá-­

ba­mos
.

Una de las ca­rac­te­rís­ti­cas de la que­ja es que ge­ne­ral­men­te su­gie­re al­ter­na-

ti­vas idea­lis­tas e irrea­les. En el ca­pí­tu­lo 2, el pue­blo se la­men­ta­ba y cla­ma-­

ba. ¡Aho­ra pien­san que Egip­to era un lu­gar ma­ra­vi­llo­so para vivir! Se ol­vi-­

da­ron de los ca­pa­ta­ces egip­cios. De he­cho, ellos su­gie­ren que era Dios

quien los opri­mía en Egip­to (“¡Cómo qui­sié­ra­mos que el  SE­ÑOR  nos hu-­

bie­ra qui­ta­do la vida en Egip­to!”, 16:3


). Y asu­men que las in­ten­cio­nes de
Dios son per­ver­sas (“¡Us­te­des han traí­do nues­tra co­mu­ni­dad a este de­sier­to

para ma­tar­nos de ham­bre a to­dos!”).

¿Cuál se­ría tu res­pues­ta?

La res­pues­ta de Dios es el maná del cie­lo: “Voy a ha­cer que les llue­va pan

del cie­lo” (v 4
). Dios re­ve­la­rá Su glo­ria al pro­veer para Su pue­blo (vv 6-10

). Por las tar­des, lle­ga­ban co­dor­ni­ces y eran fá­cil­men­te atra­pa­das para que

el pue­blo co­mie­se car­ne (v 13


). Por las ma­ña­nas, el ro­cío de­ja­ba “unos co-­

pos muy fi­nos, se­me­jan­tes a la es­car­cha que cae so­bre la tie­rra” (v 14


). La

gen­te lo lla­mó “maná”, que sue­na a la pa­la­bra he­brea que tra­du­ce “¿y esto

qué es?”, ya que eso fue lo que pre­gun­ta­ron cuan­do lo vie­ron por pri­me­ra

vez (vv 15, 31


). La res­pues­ta a esta pre­gun­ta es: “Es el pan que el SE­ÑOR

les da para co­mer. Y estas son las ór­de­nes que el SE­ÑOR me ha dado: “Re-­

co­ja cada uno de us­te­des la can­ti­dad que ne­ce­si­te para toda la fa­mi­lia” (vv

15-16
). El ver­sícu­lo 18
rei­te­ra esto: “… cada uno re­co­gió la can­ti­dad ne­ce-­

sa­ria”.

Dios está pro­ve­yen­do ge­ne­ro­sa­men­te para Su pue­blo. Como en Mara, el

maná es una in­vi­ta­ción a con­fiar en Dios y en Su pro­vi­sión. Pero aho­ra, con

el maná, esta con­fian­za toma una for­ma par­ti­cu­lar:

En­ton­ces el SE­ÑOR le dijo a Moi­sés: “Voy a ha­cer que les llue­va pan del

cie­lo. El pue­blo de­be­rá salir to­dos los días a re­co­ger su ra­ción dia­ria. Voy
a po­ner­los a prue­ba, para ver si cum­plen o no Mis ins­truc­cio­nes. El día

sexto re­co­ge­rán una do­ble por­ción, y todo esto lo de­ja­rán pre­pa­ra­do”

(16:4-5
).

El maná re­que­ría que con­fia­ran en que Dios pro­vee­ría hoy y de nuevo

ma­ña­na, y otra vez al día si­guien­te. De­bían con­fiar en Dios un día a la vez

(v 19
). Es por ello que el maná que so­bra­ba se de­rre­tía una vez que “cada

uno re­co­gía la can­ti­dad que ne­ce­si­ta­ba” (v 21


).

Esta es una dura lec­ción a la que los is­rae­li­tas de­bían pres­tar aten­ción (v

20
). Al­gu­nas de las per­so­nas to­ma­ban más de lo que ne­ce­si­ta­ban y lo guar-­

da­ban has­ta la ma­ña­na si­guien­te. Con­fia­ban en su es­fuer­zo, en sus “aho-­

rros” y en su pro­vi­sión. Se iban a la cama pen­san­do en el ta­zón lleno de

maná para el día si­guien­te y eso les daba se­gu­ri­dad. Pero al lle­gar la ma­ña-­

na si­guien­te se ha­bía lle­na­do de gu­sa­nos y co­men­za­ba a apes­tar. Te­nían que

apren­der a con­fiar en que Dios pro­vee­ría para el día si­guien­te.

La ex­cep­ción es el sép­ti­mo día. El sá­ba­do se­ría el día de re­po­so, así que

las per­so­nas de­ben re­co­lec­tar el do­ble. En este día, y solo en este día, la

can­ti­dad ext­ra re­co­lec­ta­da se­ría con­ser­va­da para el día si­guien­te (vv 5, 22-

30
). Así que el día de re­po­so tam­bién es una in­vi­ta­ción a con­fiar en Dios.

Y ese día tam­bién es una lec­ción a la que los is­rae­li­tas de­ben pres­tar aten-­
ción —“Al­gu­nos is­rae­li­tas sa­lie­ron a re­co­ger­lo el día sép­ti­mo, pero no en-­

con­tra­ron nada” (v 27
).

Una de las ma­ne­ras en que de­mos­tra­mos nues­tra con­fian­za en Dios es en

nues­tra ha­bi­li­dad para des­can­sar. Po­de­mos des­can­sar por­que con­fia­mos en

que Dios pro­vee­rá. Per­mí­te­me de­cir­lo de otra ma­ne­ra. Si no pue­des des­can-­

sar —si siem­pre estás ocu­pa­do con tu tra­ba­jo, o tu fa­mi­lia o tu mi­nis­te­rio—

es por­que no estás con­fian­do en Dios. Estás tra­tan­do de ase­gu­rar tu fu­tu­ro,

de crear tu pro­pia iden­ti­dad o de lo­grar tu pro­pia jus­ti­fi­ca­ción. Pue­des po­ner

ex­cu­sas, pero eso es todo lo que son —ex­cu­sas.

En el de­sier­to, Dios está en­se­ñan­do a Su pue­blo a con­fiar en Él dia­ria-­

men­te. Como un re­cor­da­to­rio per­ma­nen­te de esta lec­ción, te­nían que con-­

ser­var un fras­co de maná “para las ge­ne­ra­cio­nes fu­tu­ras” (vv 32-36


). Si tu-­

vié­ra­mos su­fi­cien­te maná para un año, con­fia­ría­mos en nues­tras re­ser­vas

por 364 días y des­pués nos vol­ve­ría­mos a Dios en el día 365. Pero de­be­mos

apren­der a con­fiar en Él dia­ria­men­te. Por eso la ora­ción del SE­ÑOR dice:

“Da­nos hoy el pan nues­tro de cada día” (Mt 6:11, LBLA).

Esto es de gran ayu­da cuan­do es­ta­mos en me­dio de una cri­sis. Je­sús dice:

“Por lo tan­to, no se an­gus­tien por el ma­ña­na, el cual ten­drá sus pro­pios afa-­

nes. Cada día tie­ne ya sus pro­ble­mas” (Mt 6:34). Je­sús nos dice: Yo me ocu-­

po del ma­ña­na
.
Re­cien­te­men­te, una niña de cin­co años de edad de nues­tra igle­sia fue

diag­nos­ti­ca­da con un tu­mor ce­re­bral. Fue diag­nos­ti­ca­da un mar­tes y pasó

nueve ho­ras en ci­ru­gía el miér­co­les. Aho­ra se en­cuen­tra en un lar­go año de

tra­ta­mien­to. Al ha­blar con sus pa­dres, pude ani­mar­los con esta ver­dad: “No

de­be­mos preo­cu­par­nos por cómo li­dia­re­mos con la si­tua­ción en tres me­ses.

Po­de­mos ir un día a la vez. Con­fia­mos en Dios hoy. Y con­fia­mos en que Él

nos ca­pa­ci­ta­rá para con­fiar en Él ma­ña­na y en tres me­ses”.

Dios no da hoy gra­cia para ma­ña­na. No te preo­cu­pes por cómo li­dia­rás

con el “y si…” —no plan­tees es­ce­na­rios. La gra­cia no se te da para los “y

si…” o los “quizá…”. Se te dará gra­cia para hoy. Ten­drás gra­cia para el día

si­guien­te cuan­do lle­gue —y no lle­ga­rá has­ta ma­ña­na. No mi­res a tu ver­sión

del fras­co de maná cuan­do va­yas a dor­mir, ni te di­gas a ti mismo que te has

ga­na­do lo que ne­ce­si­tas —en lu­gar de ello, mira al Dios pro­vee­dor y dile

que con­fías en que Él te dará lo que ne­ce­si­tas.

La historia de Masá
El maná tie­ne el pro­pó­si­to de en­se­ñar a Is­rael, para que ellos se­pan “que fue

el SE­ÑOR quien los sacó de Egip­to, y… ve­rán la glo­ria del SE­ÑOR” (16:6-

7
). Pero ellos no apren­den —aún no con­fían en Dios. De nuevo se que­jan
con­tra Moi­sés. Nue­va­men­te exi­gen agua. De nuevo quie­ren re­gre­sar a Egip-­

to (17:1-3
).

En las pri­me­ras dos his­to­rias se nos dice que Dios pro­bó a Is­rael. Éxo­do

15:25
dice: “En ese lu­gar el  SE­ÑOR  los puso a prue­ba y les dio una ley

como nor­ma de con­duc­ta”. Éxo­do 16:4


dice: “Voy a po­ner­los a prue­ba, para

ver si cum­plen o no Mis ins­truc­cio­nes”. La in­ten­ción de Dios no es lo­grar

que ellos pe­quen (Stg 1:13-15). Él está re­ve­lan­do su leal­tad y re­fi­nan­do su

con­fian­za en Él (1P 1:6-7). Ima­gi­na a un em­pre­sa­rio ex­po­nien­do a un nuevo

em­plea­do a una si­tua­ción di­fí­cil (en un am­bien­te con­tro­la­do) con tal de for-­

ta­le­cer su ha­bi­li­dad para rea­li­zar su tra­ba­jo. Eso es lo que está ha­cien­do

Dios.

Pero en esta ter­ce­ra his­to­ria, los is­rae­li­tas prue­ban a Dios (quizá por­que la

si­tua­ción de Masá se ase­me­ja­ba a la de Mara). Cuan­do se que­ja­ron, Moi­sés

con­tes­tó: “¿Por qué pe­lean con­mi­go? ¿Por qué pro­vo­can al SE­ÑOR?” (17:2

). Para este mo­men­to, Moi­sés es­ta­ba de­ses­pe­ra­do con el pue­blo (v 4


) —en-­

ten­dió lo que es­ta­ban ha­cien­do y, por ello, le pone esos nom­bres a aque­llos

lu­ga­res: ellos es­ta­ban pro­ban­do a Dios di­cien­do: “¿Está o no está el  SE-­

ÑOR en­tre no­so­tros?” (v 7


).

Es muy fá­cil pen­sar que las que­jas son ino­fen­si­vas. Pero las que­jas —

todo tipo de que­jas, in­clui­das las tuyas —son tó­xi­cas. Son tó­xi­cas por dos
ra­zo­nes:

Pri­me­ro, las que­jas cre­cen por­que se ex­tien­den ha­cia los de­más. Son in-­

fec­cio­sas. Pien­sa en cómo se desa­rro­llan las con­ver­sa­cio­nes que­jum­bro­sas.

Es­par­ci­mos des­con­ten­to. Re­for­za­mos las que­jas en­tre no­so­tros. Es por ello

que es muy im­por­tan­te cor­tar con ellas desde la raíz. De­be­mos de­sa­fiar­nos

cuan­do nos que­ja­mos. De­be­mos de­cir: “De­ten­te. No me ha­bles de ello. Ve y

ha­bla con la per­so­na que co­rres­pon­de” o “Ve y ha­bla con Dios, ya que fue

Él quien en­vió la cir­cuns­tan­cia de la que ha­blas”. Nin­guno de no­so­tros es

in­mu­ne a ser con­ta­mi­na­do —las que­jas de al­guien más nos dan to­das las ex-­

cu­sas que bus­can nues­tros co­ra­zo­nes para dar rien­da suel­ta a sus pro­pias

que­jas. No­te­mos que el ver­sícu­lo 4


su­gie­re que Moi­sés tam­bién se con­ta­mi-­

nó con las que­jas.

En se­gun­do lu­gar, las que­jas cre­cen por­que en­du­re­cen nues­tros co­ra­zo-­

nes. Las que­jas tie­nen el pro­pó­si­to de po­ner a Dios a prue­ba. Cues­tio­nan Su

bon­dad. Nos con­ver­ti­mos en el juez y po­ne­mos a Dios en el ban­qui­llo de

los acu­sa­dos. Las que­jas so­me­ten a Dios a jui­cio y lo en­cuen­tran cul­pa­ble.

“Él ha fa­lla­do en dar­me la vida que quie­ro… me­rez­co más que esto… ne­ce-­

si­to más que esto”. Pien­sa en ello por un mo­men­to. Cuan­do te que­jas, estás

juz­gan­do a Dios. ¿Es eso lo que quie­res ha­cer real­men­te?


El Sal­mo 95 es un re­fle­xión de Dios so­bre estos even­tos: “… no en­du­rez-­

can el co­ra­zón, como en Me­ri­bá, como aquel día en Masá, en el de­sier­to,

cuan­do sus an­te­pa­sa­dos me ten­ta­ron, cuan­do me pu­sie­ron a prue­ba, a pe­sar

de ha­ber visto Mis obras” (Sal 95:8-9). En el Nuevo Tes­ta­men­to, He­breos 3

cita el sal­mo y hace la misma apli­ca­ción:

Cuí­den­se, her­ma­nos, de que nin­guno de us­te­des ten­ga un co­ra­zón pe­ca-­

mi­no­so e in­cré­du­lo que los haga apar­tar­se del Dios vivo. Más bien, mien-­

tras dure ese ‘hoy’, aní­men­se unos a ot­ros cada día, para que nin­guno de

us­te­des se en­du­rez­ca por el en­ga­ño del pe­ca­do (Heb 3:12-13).

Tan­to el Sal­mo 95 como He­breos 3 su­gie­ren que lo que co­men­zó como

que­ja en Masá con­du­jo a la re­be­lión al bor­de de la tie­rra pro­me­ti­da y a cua-­

ren­ta años de jui­cio en el de­sier­to. Cuan­do in­ten­ta­mos juz­gar a Dios, es­ta-­

mos en gran pe­li­gro de ser en­ga­ña­dos por el pe­ca­do y, por tan­to, de en­fren-­

tar­nos al jui­cio de Dios.

En el Pa­dre Nues­tro, cuan­do Je­sús nos en­se­ña a de­cir: “No nos de­jes caer

en ten­ta­ción” (Mt 6:13), uti­li­za la misma pa­la­bra que usa la Sep­tua­gin­ta, la

tra­duc­ción al grie­go del An­ti­guo Tes­ta­men­to, para “prue­ba” en Éxo­do 15

−17. De­be­mos pe­dir­le a Dios que nos ayu­de a no juz­gar­le y a con­fiar en Él.
¿Cómo pro­ba­mos a Dios? Al so­me­ter­lo a jui­cio por no ma­ne­jar el mun­do de

la ma­ne­ra que nos gus­ta­ría.

Dios en­vió las pla­gas a Egip­to para que apren­die­ran que “Yo soy el SE-­

ÑOR” (7:5). Este es el lema de la his­to­ria de las pla­gas. Egip­to no lo­gró

apren­der esa lec­ción, y eso con­du­jo a su rui­na. Aho­ra Is­rael debe apren­der

la misma lec­ción: “Yo soy el SE­ÑOR” (15:26; 16:12


). De­ben apren­der lo

que Fa­raón no lo­gró apren­der —de lo con­tra­rio, re­ci­bi­rán el jui­cio que re­ci-­

bió Fa­raón. Trá­gi­ca­men­te, la ge­ne­ra­ción que salió de Egip­to no apren­dió la

lec­ción y mu­rió en el de­sier­to.

Un tema cen­tral en la his­to­ria de las pla­gas es el en­du­re­ci­mien­to del co­ra-­

zón de Fa­raón. La que­ja pue­de pa­re­cer poca cosa, pero con­tri­bu­ye al en­du-­

re­ci­mien­to del co­ra­zón. Y un co­ra­zón en­du­re­ci­do nos lleva a la rui­na. Cuan-­

do Dios pro­vee de una ma­ne­ra que no con­cuer­da con tus pre­fe­ren­cias o tus

tiem­pos, ten cui­da­do. Ten­drás el deseo de que­jar­te. Toma esa opor­tu­ni­dad

para con­fiar en Dios en lu­gar de po­ner­lo a prue­ba.

1.
¿En qué ma­ne­ra ne­ce­si­tas apren­der la lec­ción del maná?
2.
¿Cuán­do te que­jas y por qué? ¿Qué dice esto so­bre tu pers­pec­ti­va y
tu fe en Dios? ¿Qué tan­ta se­rie­dad le das a este tema?

3.
¿Eres ca­paz de des­can­sar? ¿Qué dice esto so­bre tu pers­pec­ti­va y tu
fe en Dios? ¿Qué te ayu­da­ría a des­can­sar de la for­ma co­rrec­ta?
Quizá has in­ten­ta­do que­jar­te me­nos desde que leís­te la pri­me­ra par­te de este

ca­pí­tu­lo, ya sea ver­bal­men­te o in­ter­na­men­te. Y su­pon­go que te has per­ca­ta-­

do más de las que­jas, que te has es­for­za­do más y que has ba­ta­lla­do para de-­

jar de ha­cer­lo. Que­jar­se es un pro­ble­ma es­pi­ri­tual que pue­de lle­var­nos a una

ca­tás­tro­fe. Así que ¿cuál es la so­lu­ción a nues­tras que­jas?

Jesús sacia nuestra necesidad


Como he­mos visto, Dios res­pon­dió con gra­cia a las que­jas de los is­rae­li­tas,

al pro­veer­les ge­ne­ro­sa­men­te para sus ne­ce­si­da­des. Él si­gue sien­do el mismo

Dios en la ac­tua­li­dad.

Juan 6:1-15 des­cri­be cómo Je­sús ali­men­tó a 5,000 hom­bres con cin­co pa-­

nes y dos pe­ces. Las per­so­nas re­co­no­cie­ron esta es­ce­na como un eco de la

oca­sión en que Moi­sés pro­ve­yó maná en el de­sier­to. Moi­sés ha­bía pro­me­ti-­

do que “El  SE­ÑOR  tu Dios le­van­ta­rá de en­tre tus her­ma­nos un pro­fe­ta

como yo” (Dt 18:15). Así que las per­so­nas se pre­gun­ta­ban si Je­sús era “el

pro­fe­ta, el que ha de ve­nir al mun­do” (Jn 6:14). Si Je­sús es el nuevo Moi-­


sés, ¡en­ton­ces quizá Él pro­vee­ría co­mi­da gra­tis de ma­ne­ra ha­bi­tual (vv 30-

31)!

Pero Je­sús es más que un nuevo tipo de Moi­sés que pro­vee pan del cie­lo.

Moi­sés ape­nas es un tipo de Je­sús. Je­sús es “el pan de vida… El que a Mí

vie­ne nun­ca pa­sa­rá ham­bre, y el que en Mí cree nun­ca más vol­ve­rá a te­ner

sed” (6:35). Je­sús mismo ha des­cen­di­do como el maná para sa­tis­fa­cer al

pue­blo de Dios. Él sa­tis­fa­ce nues­tra ham­bre y sacia nues­tra sed, así como

Dios lo hizo para Is­rael en Éxo­do 15 − 17. Je­sús sa­tis­fa­ce de una for­ma que

va más allá de la pro­vi­sión del pan. Je­sús da vida eter­na a Su pue­blo. Je­sús

no siem­pre nos da lo que que­re­mos, pero sacia nues­tras ne­ce­si­da­des más

pro­fun­das. Nos da iden­ti­dad, per­dón y una re­la­ción con Él. So­bre to­das las

co­sas, nos da vida. Nos da un fu­tu­ro —un fu­tu­ro eterno en la pre­sen­cia de

Dios. Je­sús se en­tre­ga a Sí mismo y ese es un re­ga­lo que per­du­ra más allá

de la muer­te. No­so­tros bus­ca­mos sa­tis­fac­ción en las ri­que­zas, pero las ri-­

que­zas se co­rrom­pen. Bus­ca­mos sa­tis­fac­ción en nues­tras ca­rre­ras pero, en

el me­jor de los ca­sos, las ca­rre­ras ter­mi­nan en el re­ti­ro. Bus­ca­mos sa­tis­fac-­

ción en la ad­mi­ra­ción de ot­ros, pero nues­tra apa­rien­cia se des­va­ne­ce y nues-­

tro po­der des­fa­lle­ce, o apa­re­ce al­guien más ad­mi­ra­ble. Bus­ca­mos sa­tis­fac-­

ción en las re­la­cio­nes, pero las per­so­nas nos trai­cio­nan o aban­do­nan. In­clu-­

so cuan­do estas co­sas per­ma­ne­cen, no­so­tros no lo ha­ce­mos. Mo­ri­mos; y la


muer­te nos roba de to­das estas co­sas por las que he­mos vi­vi­do, ya que no

nos lle­va­mos nin­gu­na de ellas con no­so­tros. Exis­te solo una ex­cep­ción, y es

Je­sús. La muer­te no nos des­po­ja de Je­sús. Todo lo con­tra­rio. Nos abre la

puer­ta a una ma­yor ex­pe­rien­cia de Su glo­ria. Cree que Je­sús es su­fi­cien­te

para ti, y com­pro­ba­rás que Él siem­pre lo será.

¿Cómo res­pon­die­ron los oyen­tes de Je­sús? Se que­ja­ron


: “En­ton­ces los

ju­díos co­men­za­ron a mur­mu­rar con­tra Él, por­que dijo: ‘Yo soy el pan que

bajó del cie­lo’” (6:41). ¡Es como si re­gre­sá­ra­mos a Éxo­do 16! Él es el hijo

del car­pin­te­ro
, pen­sa­ban ellos, ¿cómo pudo Él ve­nir del cie­lo?
Las pa­la-­

bras de Je­sús en Juan 6 están lle­nas de in­vi­ta­cio­nes a ve­nir a Él para ha­llar

vida y ple­ni­tud. Pero en­tre estas in­vi­ta­cio­nes en­con­tra­mos un man­da­mien­to,

y es este: “De­jen de mur­mu­rar” (Jn 6:43).

Mur­mu­ra­mos y nos que­ja­mos cuan­do per­de­mos la pers­pec­ti­va. Re­du­ci-­

mos nues­tros ho­ri­zon­tes de ma­ne­ra que solo ve­mos nues­tros pro­ble­mas.

Qui­ta­mos nues­tros ojos de Je­sús. Bus­ca­mos sa­tis­fac­ción en ot­ros lu­ga­res. Y

en esos mo­men­tos, Je­sús nos in­vi­ta a mi­rar nues­tras vi­das desde la pers­pec-­

ti­va de la cruz y desde la pers­pec­ti­va de la eter­ni­dad. Esto es lo que de­be-­

mos to­mar en cuen­ta:


La cruz es la me­di­da de Su ge­ne­ro­si­dad. Je­sús lo ha dado todo por no­so-­
tros. Él dejó el cie­lo por no­so­tros. Co­no­ció el ham­bre y la sed para que
no­so­tros pu­dié­ra­mos ser sa­cia­dos. Sudó san­gre en el Get­se­ma­ní por no­so-­
tros. Fue trai­cio­na­do, se bur­la­ron de Él, lo gol­pea­ron y cru­ci­fi­ca­ron. Es
así de ge­ne­ro­so. Él dio Su vida por Su pue­blo. ¿Real­men­te pen­sa­mos que
el que dio todo por no­so­tros no nos dará todo lo que ne­ce­si­ta­mos?


La eter­ni­dad es la me­di­da de Su re­ga­lo. Lo que Él da es vida eter­na. Este
re­ga­lo nun­ca se ter­mi­na ni se des­gas­ta. Nues­tra vida aho­ra pue­de no ser la
vida que ha­bría­mos ele­gi­do. Pero “los su­fri­mien­tos li­ge­ros y efí­me­ros que
aho­ra pa­de­ce­mos pro­du­cen una glo­ria eter­na que vale mu­chí­si­mo más
que todo su­fri­mien­to” (2Co 4:17). Je­sús nos dará todo lo que ne­ce­si­ta­mos
hoy; y un día nos dará todo lo que tie­ne.

Así que Je­sús res­pon­de a los que­jum­bro­sos de esta ma­ne­ra:


Yo soy el pan de vida. Los an­te­pa­sa­dos de us­te­des co­mie­ron el maná en

el de­sier­to, y sin em­bar­go mu­rie­ron. Pero este es el pan que baja del cie-­

lo; el que come de él, no mue­re. Yo soy el pan vivo que bajó del cie­lo. Si

al­guno come de este pan, vi­vi­rá para siem­pre. Este pan es Mi car­ne, que

daré para que el mun­do viva (Jn 6:48-51).

Je­sús está ha­cien­do una com­pa­ra­ción ma­ra­vi­llo­sa. Pero… ¿qué sig­ni­fi­ca

esto para Ja­vier? Ja­vier es un hom­bre sol­te­ro de 35 años y an­he­la ca­sar­se. Y

él po­dría amar­gar­se por­que su vida no es lo que él ha­bría ele­gi­do. Po­dría

de­ses­pe­rar­se y bus­car una re­la­ción con una in­cré­du­la o caer en por­no­gra­fía.

O po­dría de­cir: “Ten­go a Cris­to. Ten­go vida en Dios. Ten­go per­dón. Soy

adop­ta­do y ten­go co­mu­nión con Él. Eso es su­fi­cien­te”.


Las pa­la­bras de Je­sús traen her­mo­sos re­cuer­dos. Pero… ¿qué sig­ni­fi­ca

esto para Cla­ra? El es­po­so de Cla­ra tie­ne cán­cer. Sus días pa­san en­tre lar­gas

es­pe­ras jun­to a una cama de hos­pi­tal y cui­dar a sus ni­ños. Su fu­tu­ro es in-­

cier­to. ¿Cómo so­bre­vi­vi­rá al ser ma­dre sol­te­ra? ¿Cómo li­dia­rá con la so­le-­

dad? Su co­ra­zón se que­bran­ta al ver a su ama­do es­po­so des­fa­lle­cer len­ta-­

men­te. Al­gu­nos días se sien­te abru­ma­da. Esto no es lo que ha­bía so­ña­do.

Ella pue­de de­cir: “Ten­go a Cris­to; nun­ca estoy sola. Él me da gra­cia para

este día y eso es su­fi­cien­te”.

Estas pa­la­bras de Je­sús son ci­ta­das fre­cuen­te­men­te. Pero… ¿qué sig­ni­fi-­

can para Tim? Cuan­do Tim —sí, estoy ha­blan­do de mí— está en me­dio de

con­flic­tos, ge­ne­ral­men­te es abru­ma­do por ellos y se frus­tra por ser ig­no­ra-­

do. Pue­de re­pro­du­cir con­ver­sa­cio­nes en su men­te una y otra vez, ob­te­nien-­

do con­fian­za en sus es­ce­na­rios ima­gi­na­rios. Él pue­de sen­tir­se cada vez más

mo­les­to por cómo está sien­do tra­ta­do o por­que no está sien­do va­lo­ra­do. O

pue­de de­cir: “Ten­go a Cris­to. No ne­ce­si­to la apro­ba­ción de los de­más. Pue-­

do sa­ciar­me de la ple­ni­tud de Cris­to. Ade­más, es la glo­ria de Cris­to la que

im­por­ta. Mi glo­ria no es nada. Pue­do ol­vi­dar­la”.

Soy cons­cien­te de que esto es sen­ci­llo de de­cir pero di­fí­cil de rea­li­zar.

Pero Je­sús nos ha dado un re­cor­da­to­rio re­cu­rren­te de Su pro­vi­sión ge­ne­ro­sa.

Cuan­do Ja­vier, Cla­ra y Tim re­ci­ben el pan y el vino en la San­ta Cena, se les
re­cuer­da que tie­nen a Cris­to —to­mar ese pan y ese vino es un re­cor­da­to­rio

vi­sual de que Cris­to sa­tis­fa­ce sus ne­ce­si­da­des y les da vida.

Esa es una pro­me­sa ma­ra­vi­llo­sa. Pero tam­bién po­dría per­ci­bir­se —o de-­

be­ría
tam­bién per­ci­bir­se— como una re­pren­sión, ya que po­cas ve­ces cree-­

mos que Él es su­fi­cien­te. Tú y yo nos he­mos que­ja­do, he­mos juz­ga­do al Se-­

ñor y Sus pla­nes, y he­mos vi­vi­do como si ne­ce­si­tá­ra­mos algo más. No sub-­

es­ti­mes lo que sig­ni­fi­can tus que­jas para Dios. So­mos cul­pa­bles. ¿Qué hace

Dios con los que­jum­bro­sos?

Golpeando la roca
Re­gre­sa con­mi­go a Masá y ob­ser­va lo que su­ce­de. La co­reo­gra­fía es muy

sig­ni­fi­ca­ti­va. Los is­rae­li­tas han pues­to a prue­ba a Dios a tra­vés de sus que-­

jas. Así que la sala de jui­cio está pre­pa­ra­da. Los re­pre­sen­tan­tes de Is­rael

están de un lado (17:5


). Dios dice: “Yo es­ta­ré es­pe­rán­do­te jun­to a la roca

que está en Ho­reb” (v 6


). Así que Dios está del otro lado. Este es el caso de

“Is­rael con­tra Dios”. En me­dio está Moi­sés con su vara, y se nos re­cuer­da

que esta es la vara que fue uti­li­za­da para traer jui­cio so­bre Egip­to (v 5
). Así

que Moi­sés es el juez. Todo esto se lleva a cabo fren­te al pue­blo —están en

una ga­le­ría pú­bli­ca, para que to­dos pue­dan ver lo que su­ce­de.
Sa­be­mos que Is­rael es cul­pa­ble y me­re­ce ser con­de­na­da. Sa­be­mos que

Dios es ino­cen­te y me­re­ce ser vin­di­ca­do. Pero Dios le dice a Moi­sés:

“Asés­ta­le un gol­pe a la roca” —la roca en la que se en­cuen­tra Dios (v 6


).

Es el mo­men­to más sor­pren­den­te y dra­má­ti­co. Moi­sés hace des­cen­der la

vara del jui­cio so­bre… Dios. Dios toma el jui­cio que Su pue­blo me­re­cía —

como re­sul­ta­do, la ben­di­ción es de­rra­ma­da so­bre el pue­blo a me­di­da que

sale el agua de la roca para sa­ciar la sed de las per­so­nas.

Como este even­to su­ce­de des­pués de la par­ti­ción del Mar Rojo y an­tes de

que Dios des­cen­die­ra en el Si­naí en fue­go y re­lám­pa­gos (14:21-22; 19:16-

19), esto po­dría pa­re­cer un pe­que­ño de­ta­lle. Pero no le pa­re­ció así a Moi­sés

—este mo­men­to fue tan for­ma­ti­vo para Moi­sés que la úl­ti­ma can­ción que

en­to­nó para Is­rael es­ta­ba lle­na de re­fe­ren­cias so­bre Dios como la Roca (Dt

32:4, 15, 18, 30).

Y, para no­so­tros, hay más. “Y la roca era Cris­to”. En 1 Co­rin­tios 10:4,

Pa­blo dice: “… [los is­rae­li­tas] to­ma­ron la misma be­bi­da es­pi­ri­tual, pues be-­

bían de la roca es­pi­ri­tual que los acom­pa­ña­ba, y la roca era Cris­to”. Lo que

su­ce­dió en Masá nos se­ña­la ha­cia la cruz. En la cruz, el caso de Dios y la

hu­ma­ni­dad lle­gó a su clí­max. En un lado es­ta­ba la hu­ma­ni­dad que me­re­cía

la con­de­na­ción por su cul­pa. En el otro lado es­ta­ba el per­fec­to Hijo de Dios.

Cris­to es la Roca. Y Dios el Pa­dre dijo: “Asés­ta­le un gol­pe a la roca”. La


vara de Su jui­cio cayó so­bre Je­sús. Je­sús es tan­to el Pan que sa­tis­fa­ce nues-­

tras ne­ce­si­da­des como la Roca que lleva nues­tro cas­ti­go.

Como re­sul­ta­do, la ben­di­ción es de­rra­ma­da so­bre el pue­blo de Dios. Je­sús

dijo: “De aquel que cree en Mí, como dice la Es­cri­tu­ra, bro­ta­rán ríos de

agua viva” (Jn 7:38). El agua fluye de Cris­to ha­cia Su pue­blo —pero esta

vez, el agua es sim­bó­li­ca: “Con esto se re­fe­ría al Es­pí­ri­tu que ha­brían de re-­

ci­bir más tar­de los que cre­ye­ran en Él” (v 39).

Po­dría­mos estar pen­san­do: “Se­gu­ro que a los que es­tu­vie­ron allí se les

hizo fá­cil ver a Je­sús como su Pan de vida. Ellos lo vie­ron y lo es­cu­cha­ron.

Pero la ali­men­ta­ción de los 5,000 su­ce­dió hace mu­cho tiem­po y en un lu­gar

muy le­jano. ¿Cómo pue­de Je­sús sa­tis­fa­cer­me en la ac­tua­li­dad? La res­pues­ta

es que, a tra­vés de la muer­te de Je­sús, el Es­pí­ri­tu aho­ra ha­bi­ta en me­dio del

pue­blo de Dios. Y el Es­pí­ri­tu nos trae la pre­sen­cia de Cris­to. A tra­vés del

Es­pí­ri­tu, Cris­to nos ha­bla en la Bi­blia. A tra­vés del Es­pí­ri­tu, cla­ma­mos a

Dios el Pa­dre en ora­ción. A tra­vés del Es­pí­ri­tu es­ta­mos se­gu­ros del amor de

Dios y po­de­mos des­can­sar en Su pro­vi­sión y di­rec­ción. Nues­tra sed es sa-­

cia­da, nues­tra ham­bre sa­tis­fe­cha y nues­tra cul­pa re­mo­vi­da.

Aquí está la ver­dad, sin im­por­tar cuál sea tu pa­no­ra­ma hoy: Dios dis­po­ne

to­das las co­sas para tu bien mien­tras le amas (Ro 8:28-30). La com­pren­sión

del “bien” de Dios pue­de ser di­fe­ren­te a lo que desees para tu vida. Pero
pue­des con­fiar en Él. Él no te ha re­te­ni­do nin­gún bien, pues te ha dado a Su

Hijo. No hay nada más que dar. No po­dría dar­te un bien ma­yor.

Y aho­ra Él obra a tu favor al mol­dear­te a la ima­gen de ese Hijo. ¡Pue­des

lle­gar a ser como Él


! En to­das
las co­sas, Dios está pro­ve­yen­do para ti y

obran­do en ti para te pa­rez­cas más a Él. Pue­de ser en las gran­des cir­cuns-­

tan­cias y las tris­te­zas de tu vida — quizá en tu sol­te­ría o en al­gu­na en­fer­me-­

dad. Pue­de ser en los pe­que­ños de­ta­lles —quizá el trá­fi­co al que te en­fren-­

tas. Ya sea un asun­to de­ter­mi­nan­te o un in­con­ve­nien­te mo­men­tá­neo, pien­sa

en ello como algo que Dios está uti­li­zan­do para amol­dar­te a la ima­gen de

Cris­to. Con­fía en que Él sabe lo que hace, des­can­sa en Su pro­vi­sión y vive

en gra­ti­tud en lu­gar de que­jar­te.

Wi­lliam McE­wen, un pre­di­ca­dor es­co­cés del si­glo XVI­II, es­cri­bió:

El agua fluyó abun­dan­te­men­te cuan­do la roca fue gol­pea­da. La co­-

rrien­te mi­la­gro­sa no se ex­tin­guía, aun­que cien­tos de mi­les de per­so­-

nas, y su ga­na­do, be­bie­ron de ella. Tam­po­co las áreas se­cas del de­-

sier­to pu­die­ron ter­mi­nar con la abun­dan­te hu­me­dad. Así de inex­tin­-

gui­ble es la ple­ni­tud de Je­su­cris­to, de don­de todo tipo de hom­bres

—ju­díos, gen­ti­les, bár­ba­ros, es­ci­tas, es­cla­vos y li­bres— pue­den re­-


ci­bir todo tipo de ben­di­cio­nes. Us­te­des no están res­trin­gi­dos en Él,

oh hi­jos de los hom­bres; este río de Dios, lleno de agua, no pue­de

se­car­se ni ex­tin­guir­se, sin im­por­tar cuán abun­dan­te­men­te to­me­mos

de sus re­fres­can­tes co­rrien­tes.

(Gra­ce and Truth, or The Glo­ry and


Full­ness of the Re­dee­mer

Dis­pla­yed
[Gra­cia y ver­dad, o El des­plie­gue de la glo­ria

y la ple­ni­tud del Re­den­tor


], 116).

No te que­jes. Mira ha­cia la cruz y pien­sa: Él es su­fi­cien­te


. Él ha pro­vis­to,

y Él pro­ve

1.
¿En qué ma­ne­ras has po­di­do ex­pe­ri­men­tar que Je­sús es su­fi­cien­te
para ti? ¿En cuá­les áreas de tu vida hace fal­ta esta ex­pe­rien­cia?

(Con­se­jo: pien­sa en aque­llo por lo que te que­jas).


2.
¿Eres pa­re­ci­do a Ja­vier, a Cla­ra o a Tim? ¿Qué de­bes re­cor­dar­te a ti
mismo?

3.
¿Cómo pue­de tu con­fian­za en que Dios te está mol­dean­do a la ima-­
gen de Je­sús cam­biar tu reac­ción ante los in­con­ve­nien­tes mo­men­tá-

neos y las gran­des di­fi­cul­ta­des que en­fren­tas?


 

Éxo­do 18 es un ca­pí­tu­lo ex­tra­ño en mu­chas ma­ne­ras. Co­mien­za con una

reu­nión fa­mi­liar. Eso es muy emo­ti­vo, pero pa­re­ce como una dis­trac­ción de

la his­to­ria prin­ci­pal. Esto es se­gui­do por al­gu­nos con­se­jos so­bre la de­le­ga-­

ción. La ma­ra­vi­llo­sa y emo­cio­nan­te his­to­ria de con­fron­ta­cio­nes, pla­gas dra-­

má­ti­cas, res­ca­tes po­de­ro­sos y la di­vi­sión del mar es aho­ra sus­ti­tui­da por un

ma­nual de ope­ra­cio­nes. ¿No po­de­mos sal­tar­nos este ca­pí­tu­lo y avan­zar ha-­

cia los emo­cio­nan­tes su­ce­sos del mon­te Si­naí?

Pero la rea­li­dad es que este ca­pí­tu­lo es im­por­tan­te. Nos lleva justo al co-­

ra­zón de la his­to­ria del li­bro de Éxo­do. De he­cho, es como una bi­sa­gra. Co-­

nec­ta las dos mi­ta­des del li­bro. Es el clí­max de la his­to­ria del éxo­do y es la

in­tro­duc­ción a lo que si­gue —la im­par­ti­ción de la ley.

Y justo en el cen­tro de este ca­pí­tu­lo en­con­tra­mos a un gen­til: Je­tro. Él

apa­re­ce aquí como un re­pre­sen­tan­te de las na­cio­nes. Este ca­pí­tu­lo de­mues-­


tra que la meta de la sal­va­ción de Dios y la meta del pue­blo de Dios es que

to­das las na­cio­nes ado­ren al SE­ÑOR.

Más que una disputa tribal


Pero an­tes, en 17:8-16
ve­mos el jui­cio de Dios so­bre las na­cio­nes. Los ama-­

le­ci­tas des­cen­die­ron y ata­ca­ron a los is­rae­li­tas (v 8


), pro­vo­can­do una ba­ta-­

lla (v 9
).

La his­to­ria ge­ne­ral­men­te es to­ma­da como una re­fe­ren­cia a la ora­ción. La

idea es que mien­tras Moi­sés ora en la mon­ta­ña, la ba­ta­lla se desa­rro­lla al

mismo tiem­po. Pero real­men­te no hay una re­fe­ren­cia a la ora­ción en esta

sec­ción. Moi­sés no dice en el ver­sícu­lo 9


que él va a orar. En lu­gar de ello,

se nos dice que fue a sos­te­ner “la vara de Dios en la mano” (ver 4:17, 20).

La NVI tra­du­ce 17:11


como: “Mien­tras Moi­sés man­te­nía los bra­zos en alto,

la ba­ta­lla se in­cli­na­ba en favor de los is­rae­li­tas; pero cuan­do los ba­ja­ba, se

in­cli­na­ba en favor de los ama­le­ci­tas”. Pero el texto ori­gi­nal dice “bra­zo”

(sin­gu­lar) —el bra­zo que sos­te­nía la vara de Dios. En el ver­sícu­lo 12


dice

“bra­zos” (plu­ral), pro­ba­ble­men­te por­que Moi­sés ya no po­día sos­te­ner la

vara con un solo bra­zo. Esta es la vara que azo­tó a Egip­to con jui­cio (7:15-

19; 8:5-6, 17; 9:3, 15, 22-23; 10:22; 14:16, 21, 26-27). Esta es la vara con la

que gol­peó a Dios en Éxo­do 17:6, como una se­ñal de que Dios mismo to-­
ma­ría el jui­cio que Su pue­blo me­re­cía. Aho­ra esta vara de jui­cio es le­van­ta-­

da en con­tra de los ama­le­ci­tas. Mien­tras el jui­cio de Dios está di­ri­gi­do (sim-­

bó­li­ca­men­te) ha­cia los ama­le­ci­tas, la ba­ta­lla se desa­rro­lla fa­vo­ra­ble­men­te

—y mien­tras Moi­sés sos­tie­ne la vara, “Jo­sué de­rro­tó al ejér­ci­to ama­le­ci­ta”

(17:13
). Esta es una his­to­ria de jui­cio.

¿Por qué Moi­sés dice: “Ma­ña­na yo es­ta­ré en la cima de la co­li­na con la

vara de Dios en la mano” (v 9


)? ¿Por qué la es­pe­ra? Quizá por­que en el re-­

la­to de las pla­gas de Egip­to, “ma­ña­na” era el tiem­po en que Dios traía jui­cio

(8:23, 29; 9:5, 18; 10:4). En 9:22 y 10:12, Moi­sés le­van­tó su mano en un

acto de jui­cio con­tra Egip­to, e Is­rael fue sal­va­do en el mar a tra­vés de un

acto de jus­ti­cia, de nuevo cuan­do Moi­sés alzó su mano (14:16-17). Todo

esto su­gie­re que en esta his­to­ria Moi­sés alza la vara en un acto de jui­cio di-­

vino, pa­re­ci­do al jui­cio de Dios so­bre Egip­to.

Y así es como se ex­pli­ca la his­to­ria en 17:14-16


. Dios le dice a Moi­sés:

“Pon esto por es­cri­to en un ro­llo de cue­ro, para que se re­cuer­de, y que lo

oiga bien Jo­sué: Yo bo­rra­ré por com­ple­to, bajo el cie­lo, todo ras­tro de los

ama­le­ci­tas” (v 14
). Jo­sué con­ti­nua­rá este jui­cio cuan­do esté guian­do a Is-­

rael ha­cia la tie­rra pro­me­ti­da —él debe re­cor­dar de quién es el jui­cio.

La ene­mis­tad en­tre Is­rael y Ama­lec se­gui­ría du­ran­te los si­glos sub­si-­

guien­tes. Un año des­pués, los ama­le­ci­tas ata­ca­ron de nuevo a Is­rael, esta


vez en alian­za con los ca­na­neos (Nm 14:45). Los ama­le­ci­tas eran par­te de la

ra­zón por la que el pue­blo no que­ría en­trar a la tie­rra pro­me­ti­da (Nm 13:29;

14:25, 43, 45), lo que llevó a que toda una ge­ne­ra­ción mu­rie­ra en el de­sier-­

to. Los ama­le­ci­tas con­ti­nua­ron opo­nién­do­se al pue­blo de Dios (Jue 3:13;

6:3, 33; 7:12; 10:12; 1S 15:1-8; 30:1-20) —tal como se pre­di­ce en 17:16
.

En su dis­cur­so fi­nal, Moi­sés hace un lla­ma­do a eli­mi­nar a los ama­le­ci­tas

(Dt 25:17-19). Los ama­le­ci­tas fue­ron de­rro­ta­dos por Ge­deón (Jue 6:3; 7:12,

19-25) y por Saúl (1S 14:48; 15:8), pero no fue­ron bo­rra­dos por com­ple­to

has­ta el rei­na­do de Eze­quías (1Cr 4:42-43). De he­cho, pa­re­ce ser que el

ene­mi­go de Ester
, Amán el aga­gueo, fue nom­bra­do en ho­nor al rey ama­le-­

ci­ta, Agag, a quien Sa­muel mató en 1 Sa­muel 15:32-33. Así que es po­si­ble

que los úl­ti­mos ama­le­ci­tas mu­rie­ran en el tiem­po de Ester (Est 9:7-10).

Pero la ene­mis­tad no sur­ge en Éxo­do 17, sino an­tes. Los ama­le­ci­tas eran

des­cen­dien­tes de Ama­lec, nie­to de Esaú (Gn 36:12, 15-16). Los is­rae­li­tas

eran des­cen­dien­tes de Ja­cob (tam­bién lla­ma­do Is­rael), her­mano de Esaú.

Así que Éxo­do 17 es la ma­ni­fes­ta­ción de una ene­mis­tad an­ti­gua en­tre Esaú

y Ja­cob. La ene­mis­tad en sí misma re­fle­ja una ri­va­li­dad más fun­da­men­tal

que va has­ta Caín y Abel


, y más allá, en­tre Dios y Sa­ta­nás. Y se ex­tien­de

más allá de Ba­bi­lo­nia e Is­rael, has­ta el mun­do y la igle­sia. Este es el ver­da-­

de­ro sig­ni­fi­ca­do de las pa­la­bras de Moi­sés: “¡La gue­rra del SE­ÑOR con­tra


Ama­lec será de ge­ne­ra­ción en ge­ne­ra­ción!” (17:16
). Esta gue­rra en­tre el

pue­blo de Dios y el pue­blo de Sa­ta­nás re­co­rre toda la his­to­ria. “No sea­mos

como Caín”, dice 1 Juan 3:12-13, “que, por ser del ma­lig­no, ase­si­nó a su

her­mano. ¿Y por qué lo hizo? Por­que sus pro­pias obras eran ma­las, y las de

su her­mano jus­tas.  Her­ma­nos, no se ex­tra­ñen si el mun­do los odia”. Esta

ba­ta­lla en Re­fi­dim, na­rra­da en Éxo­do 17, no es solo un pe­que­ño con­flic­to

tri­bal; es una ima­gen de la ba­ta­lla que exis­te desde la Caí­da y que aún con­ti-­

núa.

Con la vic­to­ria ase­gu­ra­da, Moi­sés cons­tru­ye un al­tar. Lla­ma al al­tar: “El

SE­ÑOR es mi es­tan­dar­te” (17:15


). Un es­tan­dar­te era ha­cia don­de mi­ra­ban

los sol­da­dos en la ba­ta­lla. Era el pun­to de en­cuen­tro, el sím­bo­lo por el que

el ejér­ci­to se man­te­nía fir­me. Pero el es­tan­dar­te al que mira Is­rael no es sos-­

te­ni­do por Jo­sué en el cam­po de ba­ta­lla, sino por Moi­sés en la mon­ta­ña. El

es­tan­dar­te es Dios mismo. Dios, en Cris­to, es nues­tro pun­to de en­cuen­tro,

nues­tro es­tan­dar­te, nues­tro sím­bo­lo de vic­to­ria.

El co­mien­zo del ver­sícu­lo 16


es am­bi­guo. Dice li­te­ral­men­te: “Ma­nos ha-­

cia el trono del SE­ÑOR”. Pu­die­ra re­fe­rir­se a que Moi­sés le­van­te sus ma­nos

en ora­ción al trono de Dios —pero la his­to­ria no se ha cen­tra­do en le­van­tar

las ma­nos (plu­ral) en ora­ción, sino en sos­te­ner la vara de Dios. Tam­po­co es

cla­ro cómo esto se re­la­cio­na al resto del ver­sícu­lo. Así que es me­jor leer­lo
(como lo hace la NTV) como una re­fe­ren­cia al de­sa­fío de los ama­le­ci­tas:

“Por cuan­to han le­van­ta­do su puño con­tra el trono del SE­ÑOR…”.

El pun­to es que no fue Moi­sés quien pri­me­ro le­van­tó las ma­nos. Fue­ron

los ama­le­ci­tas quie­nes ini­cia­ron el con­flic­to (v 8


). Ellos le­van­ta­ron su puño

con­tra Is­rael y solo en­ton­ces Dios res­pon­dió al­zan­do Su mano con­tra ellos

—la mano de Moi­sés sos­te­nien­do la vara— como se­ñal de jui­cio. Y Moi­sés

no dice que los ama­le­ci­tas le­van­ta­ron su puño con­tra Is­rael; en lu­gar de

ello, lo hi­cie­ron “con­tra el trono del SE­ÑOR”. En ot­ras pa­la­bras, al opo­ner-­

se a Is­rael, ellos es­ta­ban lu­chan­do con­tra Dios.

La lec­ción de esta his­to­ria es la si­guien­te: cuan­do al­za­mos nues­tras ma-­

nos con­tra el trono del SE­ÑOR, Él alza Sus ma­nos en con­tra de no­so­tros

(sim­bo­li­za­do en esta his­to­ria por los bra­zos le­van­ta­dos de Moi­sés). Y Dios

no baja Sus ma­nos has­ta que el jui­cio esté com­ple­to.

Así que esta his­to­ria nos lleva a otra mon­ta­ña, a otro hom­bre con ma­nos

le­van­ta­das y a otra his­to­ria de jui­cio. El pue­blo de Dios es li­be­ra­do nue­va-­

men­te a tra­vés del jui­cio de Dios. Sus ene­mi­gos son de­rro­ta­dos. Pero exis­te

una di­fe­ren­cia im­por­tan­te. Moi­sés le­van­ta sus bra­zos para im­par­tir jui­cio.

Je­sús le­van­tó Sus bra­zos para re­ci­bir­lo.

El fi­nal del ca­pí­tu­lo 17 nos mues­tra lo que las na­cio­nes en­fren­tan al opo-­

ner­se al pue­blo de Dios y al­zar sus pu­ños con­tra Dios —jui­cio. Pero en el
ca­pí­tu­lo 18 hay un con­tras­te, pues ve­mos que un re­pre­sen­tan­te de las na­cio-­

nes se une al pue­blo de Dios para ado­rar­le.

Reunión familiar
Je­tro, el “sa­cer­do­te de Ma­dián” y sue­gro de Moi­sés, ha es­cu­cha­do acer­ca de

lo que Dios ha he­cho (18:1


). Pa­re­ce ser que la es­po­sa de Moi­sés, Sé­fo­ra,

ha­bía sido “des­pe­di­da” por Moi­sés y que ha­bía es­ta­do vi­vien­do con su pa-­

dre y sus dos hi­jos (vv 2-4


). Aho­ra en­vían un men­sa­je y van a vi­si­tar a

Moi­sés, quien se en­con­tra­ba “acam­pan­do jun­to a la mon­ta­ña de Dios” (v 5

). Esta reu­nión fa­mi­liar en­mar­ca la his­to­ria del éxo­do. Moi­sés fue lla­ma­do y

ale­ja­do de su fa­mi­lia para li­be­rar al pue­blo de Dios y, aho­ra que la li­be­ra-­

ción fue com­ple­ta­da, él se re­ú­ne con su fa­mi­lia. Moi­sés ha­bía en­via­do a Sé-­

fo­ra de re­gre­so con su fa­mi­lia des­pués del in­ci­den­te en 4:24-26, quizá por

su se­gu­ri­dad o por­que se ha­bían dis­tan­cia­do; tam­bién es pro­ba­ble que la

haya en­via­do pen­san­do en su pro­pio re­gre­so des­pués del éxo­do.

An­te­rior­men­te ha­bía­mos men­cio­na­do a Guer­són, el hijo de Moi­sés. Su

nom­bre sue­na a la pa­la­bra he­brea para “un ex­tran­je­ro allí”. Es pro­ba­ble que

su nom­bre haya sido una for­ma en la que Moi­sés ex­pre­só que Egip­to se ha-­

bía con­ver­ti­do en una tie­rra ex­tran­je­ra para él, y que Ma­dián se ha­bía con-­

ver­ti­do en su ho­gar. Éxo­do 18:4


nos pre­sen­ta al se­gun­do hijo de Moi­sés:
Elie­zer. Su nom­bre sig­ni­fi­ca “mi Dios es ayu­da­dor”. Moi­sés ex­pli­ca: “El

Dios de mi pa­dre me ayu­dó y me sal­vó de la es­pa­da de Fa­raón”. Quizá Elie-­

zer fue con­ce­bi­do an­tes de que Sé­fo­ra re­gre­sa­ra a su pa­dre, pero na­ció des-­

pués de su par­ti­da —en tal caso, esta es la pri­me­ra opor­tu­ni­dad que tie­ne

Moi­sés de nom­brar a su hijo, por lo que su nom­bre mar­ca toda la ayu­da que

Dios les ha dado du­ran­te el éxo­do. Al­ter­na­ti­va­men­te, Moi­sés pudo ha­ber­lo

nom­bra­do “mi Dios es ayu­da­dor” an­tes de ese mo­men­to, y aho­ra da tes­ti-­

mo­nio de cómo el sig­ni­fi­ca­do del nom­bre se ha cum­pli­do en los even­tos

que acon­te­cie­ron desde la úl­ti­ma vez que vio a su hijo.

Pue­de que este epi­so­dio con Je­tro se haya traí­do por ade­lan­ta­do en la na-­

rra­ción, pues pa­re­ce que el con­jun­to de leyes que Is­rael está por re­ci­bir en

los pró­xi­mos ca­pí­tu­los ya fue­ron da­das (vv 16, 20


). Deu­te­ro­no­mio 1:9-18

su­gie­re que la de­le­ga­ción des­cri­ta en 18:17-26


lle­gó des­pués de los even­tos

del mon­te Si­naí (lla­ma­do mon­te Ho­reb en Dt 1). En ot­ras pa­la­bras, es pro-­

ba­ble que Je­tro lle­ga­ra des­pués de que Moi­sés re­ci­bie­ra la ley en los ca­pí­tu-­

los 19 − 24, pero an­tes de que Is­rael se ale­ja­ra del mon­te Si­naí. Si la his­to­ria

ha sido ade­lan­ta­da de esta ma­ne­ra, es por­que fun­cio­na como un puen­te en-­

tre la his­to­ria del éxo­do y el re­ci­bi­mien­to de la ley. En 18:11


, Je­tro con­clu-­

ye uno de los te­mas prin­ci­pa­les de la his­to­ria del éxo­do —que Dios se está

re­ve­lan­do a las na­cio­nes a tra­vés de Su jui­cio con­tra Egip­to. Des­pués, los


ver­sícu­los 13-17
pre­pa­ran el ca­mino para el re­ci­bi­mien­to de la ley al es­ta-­

ble­cer las ba­ses ju­di­cia­les.

Los amalecitas y los madianitas


Exis­ten di­ver­sos en­la­ces en­tre la his­to­ria de los ama­le­ci­tas en el ca­pí­tu­lo 17

y la his­to­ria de Je­tro en el ca­pí­tu­lo 18:



En 17:8
, los ama­le­ci­tas lle­ga­ron y ata­ca­ron; en 18:5-7
, Je­tro lle­gó y sa-­
lu­dó.


Tan­to en 17:9
como en 18:25
, los hom­bres son ele­gi­dos para tra­ba­jos
es­pe­cí­fi­cos.


Tan­to en 17:12
como en 18:13
, Moi­sés se sien­ta a juz­gar.

En am­bos epi­so­dios, Moi­sés co­mien­za su jui­cio “el día si­guien­te” (17:9;
18:13
) y dura “todo el día” has­ta el atar­de­cer (17:12; 18:13-14
).


Tan­to en 17:12
como en 18:18
se nos dice que Moi­sés se can­só y re­que-­
ría de asis­ten­cia.

Am­bas his­to­rias tra­tan acer­ca del im­pac­to del pue­blo de Dios so­bre las

na­cio­nes. Pero el im­pac­to en cada una de ellas es muy di­fe­ren­te. Mien­tras

Moi­sés le con­ta­ba “a su sue­gro todo lo que el SE­ÑOR les ha­bía he­cho a Fa-­

raón y a los egip­cios en favor de Is­rael” (v 8


), es­ta­ba cum­plien­do los pro-­

pó­si­tos de Dios —es de­cir, que Su nom­bre fue­ra pro­cla­ma­do por toda la tie-­
rra (9:16). La pa­la­bra “pro­cla­ma­do” en 9:16 es la misma que se tra­du­ce

como “con­tó” en 18:8


. Esta es la mi­sión: que el pue­blo de Dios pro­cla­me o

cuen­te a toda la tie­rra lo que Dios ha he­cho.

En múl­ti­ples oca­sio­nes, Dios dice que las per­so­nas “sa­brán” que Él es el

SE­ÑOR como re­sul­ta­do del éxo­do (6:7; 8:10; 9:29; 10:1-2; 14:4, 18). Esa

misma pa­la­bra “sa­brán” es uti­li­za­da por Je­tro: él sabe del SE­ÑOR por­que el

SE­ÑOR res­ca­tó a Su pue­blo de Egip­to (18:10


). “Aho­ra sé que el  SE-­

ÑOR es más gran­de que to­dos los dio­ses, por lo que hizo a quie­nes tra­ta­ron

a Is­rael con arro­gan­cia” (v 11


). Dios res­ca­tó a Is­rael de Egip­to para que Su

nom­bre fuese “pro­cla­ma­do” en toda la tie­rra —y aho­ra Su nom­bre está

sien­do pro­cla­ma­do a to­das las na­cio­nes.

La res­pues­ta de Je­tro con­tras­ta con la de las per­so­nas de ot­ras na­cio­nes.

Éxo­do 15:14-15 dice que las na­cio­nes “tem­bla­rán… se lle­na­rán de te­rror” al

es­cu­char lo que acon­te­ció y al en­con­trar­se con el pue­blo de Dios; por el

con­tra­rio, “Je­tro se ale­gró de sa­ber que el SE­ÑOR ha­bía tra­ta­do bien a Is-­

rael y lo ha­bía res­ca­ta­do del po­der de los egip­cios” (18:9


).

¿Cuál es el re­sul­ta­do de que el nom­bre de Dios sea pro­cla­ma­do a las na-­

cio­nes? “Je­tro le pre­sen­tó a Dios un ho­lo­caus­to y ot­ros sa­cri­fi­cios, y Aa­rón

y to­dos los an­cia­nos de Is­rael se sen­ta­ron a co­mer con el sue­gro de Moi­sés


en pre­sen­cia de Dios” (v 12
). Las na­cio­nes (ju­díos y gen­ti­les) son uni­dos

por un sa­cri­fi­co para po­der co­mer jun­tos en la pre­sen­cia de Dios.

No te apre­su­res al leer esta par­te de la his­to­ria. Este es el clí­max del éxo-­

do. Has­ta aho­ra he­mos visto a una per­so­na pi­san­do tie­rra san­ta. He­mos

visto pla­gas es­pec­ta­cu­la­res de san­gre, ra­nas, mos­cas y gra­ni­zo. Pre­sen­cia-­

mos la muer­te de cada pri­mo­gé­ni­to egip­cio. He­mos ob­ser­va­do co­lum­nas de

nube y fue­go que co­nec­tan la tie­rra con el cie­lo. He­mos visto un ca­mino en

me­dio del mar, con mu­ra­llas de agua a cada lado. Pre­sen­cia­mos el maná que

des­cen­dió del cie­lo.

Pero el clí­max de todo este ma­ra­vi­llo­so dra­ma es una co­mi­da —una co-­

mi­da en la pre­sen­cia de Dios (ver tam­bién 24:8-11) a la cual están in­vi­ta­das

las na­cio­nes. Y este es el clí­max por­que esto es lo que per­ma­ne­ce. Los dra-­

mas van y vie­nen. Des­pués son solo re­cuer­dos. Pero la co­mi­da con­ti­núa. La

pre­sen­cia de Dios con­ti­núa.

El éxo­do nos se­ña­la ha­cia un ma­yor éxo­do, un ma­yor acto de li­be­ra­ción

del pe­ca­do y de la muer­te a tra­vés de la muer­te y re­su­rrec­ción del Hijo de

Dios. Y el clí­max del gran éxo­do es un ban­que­te eterno. Per­so­nas de to­das

las na­cio­nes se­rán reu­ni­das por la san­gre de Cris­to para co­mer en la pre­sen-­

cia de Dios. Y ese mo­men­to con­ti­nua­rá para siem­pre.


Ma­dia­ni­tas e is­rae­li­tas son reu­ni­dos para co­mer en la pre­sen­cia de Dios.

Pero eso no du­ra­ría mu­cho tiem­po —más ade­lan­te, los ma­dia­ni­tas cons­pi-­

ran con­tra Is­rael (Nm 25), y lo ex­plo­tan y opri­men (Jue 6 − 7). De la misma

ma­ne­ra, en la ac­tua­li­dad exis­te mu­cha ten­sión en­tre per­so­nas de di­fe­ren­tes

na­cio­nes. Hay gue­rras en­tre na­cio­nes. A nivel per­so­nal, ex­pe­ri­men­ta­mos ra-­

cis­mo, pre­jui­cios y des­con­fian­za. Pero al­re­de­dor del mun­do exis­ten co­mu-­

ni­da­des de luz don­de las na­cio­nes son reu­ni­das por el sa­cri­fi­cio de Je­sús

para co­mer jun­tos en la pre­sen­cia de Dios.

Este mo­men­to es re­pli­ca­do cada vez que las per­so­nas de tu igle­sia co­men

jun­tas. Mi­ra­mos ha­cia el pa­sa­do, al éxo­do, y mi­ra­mos ha­cia el fu­tu­ro, al

ban­que­te eterno. Mien­tras com­par­ti­mos el pan y el vino, las di­fe­ren­cias en-­

tre no­so­tros son re­di­mi­das. Cuan­do es­ta­mos uni­dos en Cris­to, la di­vi­sión se

con­vier­te en di­ver­si­dad —“hay un pan del cual to­dos par­ti­ci­pa­mos; por eso,

aun­que so­mos mu­chos, for­ma­mos un solo cuer­po” (1Co 10:17). El sa­cri­fi-­

cio de Cris­to nos une, y el fruto de ese sa­cri­fi­cio es un ban­que­te en la pre-

sen­cia de Dios. No ve­mos pla­gas ni se­ña­les mi­la­gro­sas to­das las se­ma­nas

—por­que eran solo un me­dio. Lo que ob­te­ne­mos es el ob­je­ti­vo de estas co-­

sas: un ban­que­te en la pre­sen­cia de Dios, al cual están in­vi­ta­das las na­cio-­

nes.
1.
Al con­si­de­rar los ca­pí­tu­los 18 y 19 de ma­ne­ra con­jun­ta, ¿cómo po-­
de­mos ver nues­tras co­mu­ni­da­des de for­ma rea­lis­ta y op­ti­mis­ta a la

vez?

2.
¿Te sor­pren­de cuan­do el mun­do te odia? ¿O bus­cas ase­gu­rar­te de
que el mun­do nun­ca te odie? ¿Cómo mol­dea Éxo­do 17 tus ex­pec­ta­ti-­

vas? ¿Cómo te de­sa­fía en tu com­por­ta­mien­to?

3.
¿De qué for­ma te ani­ma Éxo­do 18 al pen­sar en la pró­xi­ma vez que
va­yas a com­par­tir la San­ta Cena con tu igle­sia?

Sin cam­bios, pero todo ha cam­bia­do


Vi­vi­mos mu­cho tiem­po des­pués del Si­naí, y muy le­jos de él. Así que, ¿qué

sig­ni­fi­can estos even­tos para no­so­tros? ¿Cómo trans­for­ma­rá lo que su­ce­de

en nues­tros co­ra­zo­nes cada do­min­go?

Pri­me­ro, de­be­mos re­cor­dar que Dios no ha cam­bia­do. Él aún quie­re una

re­la­ción con Su pue­blo; pero tam­bién con­ti­núa sien­do san­to. Si­gue sien­do

nu­clear, como he­mos visto. No po­de­mos acer­car­nos a Él con li­ge­re­za. Dios

no ha ba­ja­do la in­ten­si­dad de Su san­ti­dad. No ha sido do­mes­ti­ca­do ni re­pri-­

mi­do. Si he­mos de ex­pe­ri­men­tar la ma­ra­vi­llo­sa gra­cia de Dios a tra­vés de

Je­su­cris­to, pri­me­ro de­be­mos sen­tir el te­mor de Su san­ti­dad.

En se­gun­do lu­gar, las per­so­nas no han cam­bia­do. Aún de­be­mos ser con-­

sa­gra­dos —he­chos san­tos. ¿Por qué? Por­que so­mos im­pu­ros. Aún es­ta­mos

en pe­li­gro de que Dios arre­me­ta con­tra no­so­tros (19:22, 24


). Si acu­di­mos a

la pre­sen­cia de Dios, se­ría­mos como pa­pel en me­dio de una fo­ga­ta. Ima­gi­na


que te acer­cas a una fo­ga­ta y po­nes un pe­da­zo de pa­pel en ella. Se­ría con­su-­

mi­do al ins­tan­te. Lo mismo su­ce­de­ría con­ti­go en la pre­sen­cia de Dios.

En un sen­ti­do, lo que su­ce­dió en el mon­te Si­naí (que des­pués se re­pli­có

en el ta­ber­nácu­lo) fue una gran ayu­da vi­sual para en­se­ñar estas ver­da­des. La

in­vi­ta­ción de Dios a acer­car­se y Su ad­ver­ten­cia de no acer­car­se se ex­pre­san

en la co­reo­gra­fía de lo que su­ce­de en el mon­te Si­naí. Tan­to el deseo de Dios

de te­ner una re­la­ción con Su pue­blo como el pro­ble­ma de la san­ti­dad di­vi­na

para el pue­blo pe­ca­mi­no­so se ma­ni­fies­tan en los even­tos de Éxo­do 19.

Así que ¿cómo po­de­mos te­ner una re­la­ción con el Dios al que no po­de-­

mos acer­car­nos? He­breos 12 hace re­fe­ren­cia a Éxo­do 19 desde una pers­pec-­

ti­va post­cru­ci­fi­xión:

Us­te­des no se han acer­ca­do a una mon­ta­ña que se pue­da to­car o que esté

ar­dien­do en fue­go; ni a os­cu­ri­dad, ti­nie­blas y tor­men­ta;  ni a so­ni­do de

trom­pe­ta, ni a tal cla­mor de pa­la­bras que quie­nes lo oye­ron su­pli­ca­ron

que no se les ha­bla­ra más, por­que no po­dían so­por­tar esta or­den: “¡Será

ape­drea­do todo el que to­que la mon­ta­ña, aun­que sea un ani­mal!”. Tan te-­

rri­ble era este es­pec­tácu­lo que Moi­sés dijo: “Estoy tem­blan­do de mie­do”.

Por el con­tra­rio, us­te­des se han acer­ca­do al mon­te Sion, a la Je­ru­sa­lén ce-­

les­tial, la ciu­dad del Dios vi­vien­te. Se han acer­ca­do a mi­lla­res y mi­lla­res

de án­ge­les, a una asam­blea go­zo­sa, a la igle­sia de los pri­mo­gé­ni­tos ins­cri-­


tos en el cie­lo. Se han acer­ca­do a Dios, el juez de to­dos; a los es­pí­ri­tus de

los jus­tos que han lle­ga­do a la per­fec­ción;  a Je­sús, el me­dia­dor de un

nuevo pac­to; y a la san­gre ro­cia­da, que ha­bla con más fuer­za que la de

Abel (Heb 12:18-24).

He­mos acu­di­do al mon­te Sion


. El mon­te Sion es una ima­gen del cie­lo.

Tal como Moi­sés as­cen­dió a tra­vés de las nu­bes has­ta la cima del mon­te Si-­

naí, no­so­tros as­cen­de­mos con Je­sús a tra­vés de las nu­bes al cie­lo (Heb 4:14-

16).

La ex­pe­rien­cia del Si­naí es­ta­ba lle­na de asom­bro: una mon­ta­ña ar­dien­do;

el so­ni­do de una trom­pe­ta cada vez más fuer­te; la voz de Dios mismo. Era

como una erup­ción vol­cá­ni­ca, pero con mu­cho más dra­ma. Tal vez deseas

ha­ber es­ta­do allí —pero qui­zás ol­vi­das que to­dos los que es­tu­vie­ron en ese

lu­gar es­ta­ban ate­rro­ri­za­dos. In­clu­so Moi­sés es­ta­ba tem­blan­do de mie­do.

Pero cada do­min­go acu­di­mos a algo más ma­ra­vi­llo­so. En­tra­mos a la reu-­

nión ce­les­tial. La pa­la­bra “asam­blea” en He­breos 12:22 sig­ni­fi­ca “reu­nión”

o “con­gre­ga­ción”. Por me­dio de la fe en­tra­mos al cie­lo, y al­re­de­dor nues­tro

se en­cuen­tran mi­les de án­ge­les (v 22) y to­dos los cris­tia­nos que han muer­to,

aho­ra he­chos per­fec­tos (v 23). Hay án­ge­les a nues­tro lado mien­tras can­ta-­

mos. No estoy usan­do me­tá­fo­ras


. Y sé que esto sue­na ex­tra­ño para no­so-­
tros. Pero este mun­do fí­si­co no es todo lo que exis­te —tam­bién hay un reino

ce­les­tial que está se­pa­ra­do de nues­tro reino te­rre­nal, pero que se in­ter­se­ca

con él. Es­ta­mos li­ga­dos a él por­que es­ta­mos li­ga­dos a Je­sús. Es­ta­mos de pie

allí jun­to a Él. Así que cada vez que nos reu­ni­mos en la tie­rra, tam­bién es­ta-­

mos reu­nién­do­nos si­mul­tá­nea­men­te en el cie­lo. So­bre todo, nos reu­ni­mos

en la pre­sen­cia de Dios: “Se han acer­ca­do al mon­te Sion… Se han acer­ca­do

a Dios”.

¿Cuál es la ac­ti­tud en esta reu­nión? No es de mie­do, sino de gozo. El es-­

cri­tor de He­breos cap­tu­ra el es­ce­na­rio del mon­te Si­naí: “ti­nie­blas y tor­men-­

ta” (v 18), “te­rri­ble” y “tem­blan­do” (v 21). La ac­ti­tud es muy di­fe­ren­te para

aque­llos que acu­den al mon­te Sion. Es una “asam­blea go­zo­sa” (v 22).

El gran mediador
¿Qué hace la di­fe­ren­cia? Dios no ha cam­bia­do. Las per­so­nas no han cam-­

bia­do. Lo que cam­bió fue el me­dia­dor. He­breos 12:24 dice que he­mos ve­ni-­

do “a Je­sús, el me­dia­dor de un nuevo pac­to”. Re­cuer­da, Moi­sés tuvo que

as­cen­der y des­cen­der re­pe­ti­da­men­te. Moi­sés solo po­día re­unir­se con Dios

en me­dio de una den­sa nube por­que Moi­sés era hu­mano, así que no po­día

mi­rar di­rec­ta­men­te el ros­tro de Dios. Él po­día trans­mi­tir las pa­la­bras de

Dios; pero no po­día re­for­mar a las per­so­nas ni tra­tar con su pe­ca­do. Por
ello, Dios pro­me­tió a un nuevo y me­jor pro­fe­ta. Y se nos dice en Deu­te­ro-­

no­mio que Dios hace Su pro­me­sa pre­ci­sa­men­te por­que el pue­blo pi­dió un

me­dia­dor en el mon­te Si­naí:

El SE­ÑOR tu Dios le­van­ta­rá de en­tre tus her­ma­nos un pro­fe­ta como yo.

A Él sí lo es­cu­cha­rás. Eso fue lo que le pe­dis­te al SE­ÑOR tu Dios en Ho-­

reb, el día de la asam­blea, cuan­do di­jis­te: “No quie­ro se­guir es­cu­chan­do

la voz del SE­ÑOR mi Dios, ni vol­ver a con­tem­plar este enor­me fue­go, no

sea que mue­ra” (Dt 18:15-16).

No­te­mos que Moi­sés cita di­rec­ta­men­te de Éxo­do 19. En res­pues­ta a su

so­li­ci­tud de un me­dia­dor, el pue­blo re­ci­bió a Moi­sés, y Moi­sés fue un gran

pro­fe­ta. Pero Moi­sés no fue su­fi­cien­te; así que, en res­pues­ta a su so­li­ci­tud

de un me­dia­dor, Dios en­via­ría a un pro­fe­ta-me­dia­dor me­jor que Moi­sés.

Je­sús es ese me­dia­dor que Dios en­vió, y Él es


Dios. Él es el ver­da­de­ro

Dios y el ver­da­de­ro hom­bre. Él re­pre­sen­ta per­fec­ta­men­te a am­bos la­dos. En

el mon­te Si­naí, Dios des­cen­dió del cie­lo a la mon­ta­ña y Moi­sés as­cen­dió

del va­lle a la mon­ta­ña. Se en­con­tra­ron a me­dio ca­mino. Pero, en Je­sús, su-­

ce­dió algo de ma­yor al­can­ce y algo que se­ría más du­ra­de­ro. Je­sús, el ver­da-­

de­ro Dios, des­cen­dió para estar con la hu­ma­ni­dad. En Je­sús, Dios des­cen­dió

a la tie­rra. Vino a vivir en­tre no­so­tros. Je­sús es Em­ma­nuel: “Dios con no­so-­
tros”. Y Je­sús, el ver­da­de­ro hom­bre, as­cen­dió para estar con Dios. Él as­cen-­

dió en­tre las nu­bes así como lo hizo Moi­sés. Pero Je­sús pasó las nu­bes y lle-­

gó has­ta el trono de Dios. En Je­sús, la hu­ma­ni­dad ha as­cen­di­do a la pre­sen-­

cia de Dios. En Je­sús, la hu­ma­ni­dad ha en­tra­do a la pre­sen­cia nu­clear de

Dios y ha so­bre­vi­vi­do.

La hu­ma­ni­dad so­bre­vi­ve este en­cuen­tro por­que la san­gre de Je­sús tra­ta

con nues­tro pe­ca­do. He­mos ve­ni­do “a Je­sús, el me­dia­dor de un nuevo pac-­

to; y a la san­gre ro­cia­da, que ha­bla con más fuer­za que la de Abel” (Heb

12:24). Abel fue el se­gun­do hijo de Adán y Eva, y fue ase­si­na­do por Caín,

su her­mano. Abel re­pre­sen­ta a aque­llos que cla­man por jus­ti­cia, por­que él

fue la pri­me­ra per­so­na que fue mal­tra­ta­do por otro ser hu­mano. Su cla­mor

por jus­ti­cia as­cien­de desde la tie­rra. Y a tra­vés de los años, se le han uni­do

mi­llo­nes y mi­llo­nes de cla­mo­res. No­so­tros tam­bién cla­ma­mos por jus­ti­cia.

To­dos so­mos Abel.

Pero to­dos tam­bién so­mos Caín, el her­mano que lo mató. El cla­mor de

Abel —y los in­con­ta­bles cla­mo­res que ha­cen eco del pri­me­ro, in­clui­do el

tuyo— cla­ma con­tra ti y con­tra mí. Es un es­truen­do de do­lor —y va di­ri­gi-­

do ha­cia ti. Quizá hay mo­men­tos don­de lo es­cu­chas re­tum­bar en tus oí­dos.

Pero es­cu­cha. Es­cu­cha con fe. Por en­ci­ma de todo ese es­truen­do está la

pa­la­bra de Je­sús. Y es una me­jor pa­la­bra. Una pa­la­bra que nos da se­gu­ri-­
dad. La san­gre de Je­sús sa­tis­fa­ce to­das las de­man­das por jus­ti­cia.

La san­ti­dad de Dios con­su­mió el cuer­po de Je­sús mien­tras to­ma­ba nues-­

tro lu­gar en la cruz. Dios arre­me­tió con­tra Su pro­pio Hijo para que no­so­tros

po­da­mos pre­sen­tar­nos ante Dios —no con mie­do, sino con gozo. Acu­di­mos

a la go­zo­sa asam­blea con los án­ge­les, los san­tos y con Dios mismo.

Advertencia
Pero de­be­mos con­cluir con una nota de ad­ver­ten­cia, por­que es así como ter-­

mi­nan los co­men­ta­rios de Éxo­do 19 y He­breos 12. El es­cri­tor re­sal­ta dos

ma­ne­ras en las que se re­pi­ten los even­tos del Si­naí.

Pri­me­ro, la voz es re­pe­ti­da en el pre­sen­te. La voz que ha­bló desde el

mon­te Si­naí te ha­bla en la ac­tua­li­dad. La voz que hizo que los is­rae­li­tas

tem­bla­ran de mie­do se di­ri­ge a ti. Te ha­bla mien­tras la Pa­la­bra de Dios es

leí­da, pre­di­ca­da y can­ta­da. La úni­ca di­fe­ren­cia es que hoy ha­bla desde Su

trono en el cie­lo. He­breos 12:25 dice: “Ten­gan cui­da­do de no re­cha­zar al

que ha­bla, pues si no es­ca­pa­ron aque­llos que re­cha­za­ron al que los amo­nes-­

ta­ba en la tie­rra, mu­cho me­nos es­ca­pa­re­mos no­so­tros si le vol­ve­mos la es-­

pal­da al que nos amo­nes­ta desde el cie­lo”.

Cuan­do nos reu­ni­mos con el pue­blo de Dios para es­cu­char la pa­la­bra de

Dios, de­be­ría­mos ha­cer­lo con se­rie­dad. No nos es­ta­mos reu­nien­do para ser
en­tre­te­ni­dos. Acu­di­mos a tem­blar ante la pa­la­bra san­ta de nues­tro Dios san-­

to. El gran re­for­ma­dor Mar­tín Lu­te­ro dijo:

“Dios quie­re que en­tre­ne­mos gra­dual­men­te a nues­tros co­ra­zo­nes a creer

que la pa­la­bra del pre­di­ca­dor es la pa­la­bra de Dios… No está pre­di­can­do

un án­gel ni cien­tos de mi­les de án­ge­les, sino la di­vi­na Ma­jes­tad. Por su-­

pues­to, no es­cu­cho esto con mis oí­dos ni lo veo con mis ojos; todo lo que

es­cu­cho es la voz del pre­di­ca­dor… y solo con­tem­plo a un hom­bre ante

mí. Pero veo la ima­gen co­rrec­ta­men­te si aña­do que la voz y las pa­la­bras

del pas­tor no son sus pa­la­bras ni su doc­tri­na, sino las pa­la­bras y la doc­tri-­

na de nues­tro Se­ñor y Dios” (“Ser­mons on the Gos­pel of St. John” [“Ser-­

mo­nes so­bre el Evan­ge­lio de San Juan”], Obras de Lu­te­ro


, Vol 22, 526-

527).

En se­gun­do lu­gar, el tem­blor del mon­te Si­naí se re­pe­ti­rá en el fu­tu­ro. El

mon­te Si­naí “se sa­cu­día vio­len­ta­men­te” (19:18


). Era como un te­rre­mo­to

lo­ca­li­za­do —y era ate­rra­dor. Pero He­breos 12:26-27 nos dice que: “En

aque­lla oca­sión, Su voz con­mo­vió la tie­rra, pero aho­ra ha pro­me­ti­do: ‘Una

vez más haré que se es­tre­mez­ca no solo la tie­rra sino tam­bién el cie­lo’. La

fra­se ‘una vez más’ in­di­ca la trans­for­ma­ción de las co­sas mo­vi­bles, es de­cir,

las crea­das, para que per­ma­nez­ca lo in­con­mo­vi­ble”.


Pron­to lle­ga­rá un día en el que no solo tem­bla­rá la tie­rra, sino que tam-­

bién lo ha­rán los cie­los. Dios des­cen­de­rá nue­va­men­te; y en esa oca­sión sa-­

cu­di­rá a toda la crea­ción. Este es el día del jui­cio fi­nal, en el que Dios con-­

clui­rá la his­to­ria y re-crea­rá al mun­do. Será un día en el que to­dos es­ta­re-­

mos reu­ni­dos ante Dios —y la Bi­blia dice que será un día en el que las per-­

so­nas tem­bla­rán de mie­do.

Por tan­to, He­breos 12 con­clu­ye: “Así que no­so­tros, que es­ta­mos re­ci­bien-­

do un reino in­con­mo­vi­ble, sea­mos agra­de­ci­dos. Ins­pi­ra­dos por esta gra­ti­tud,

ado­re­mos a Dios como a Él le agra­da, con te­mor re­ve­ren­te, por­que nues­tro

‘Dios es fue­go con­su­mi­dor’” (Heb 12:28-29). Si po­nes y man­tie­nes tu con-­

fian­za en Je­sús —el me­jor me­dia­dor con una me­jor pa­la­bra— se­rás par­te de

un reino que no será con­mo­vi­do. Exis­te solo un lu­gar de se­gu­ri­dad para

cuan­do Dios haga tem­blar al mun­do —y ese lu­gar de se­gu­ri­dad está en Je-­

sús y en Su reino.

Dios no ha cam­bia­do. Así que le ado­ra­mos con re­ve­ren­cia y asom­bro.

Pero Cris­to ha ve­ni­do como nues­tro me­dia­dor. Así que le ado­ra­mos con

gozo. El si­guien­te do­min­go por la ma­ña­na, cuan­do te cues­te le­van­tar­te de la

cama o cuan­do el desa­yuno fa­mi­liar sea un caos o cuan­do sien­tas que la

reu­nión de tu igle­sia es mo­nó­to­na, re­cuer­da esto. Cada vez que se re­ú­nen

como igle­sia, están en la pre­sen­cia de Dios jun­to a án­ge­les. Así que no par-­
ti­ci­pes como un pa­dre fas­ti­dia­do ni como un asis­ten­te abu­rri­do. Par­ti­ci­pa

como un miem­bro de la con­gre­ga­ción ce­les­tial —la “asam­blea go­zo­sa”.

1.
¿Cómo mol­dea­rá este pa­sa­je tu ma­ne­ra de pen­sar al des­per­tar­te
cada do­min­go, y qué pen­sa­rás al en­trar a tu igle­sia?

2.
¿Cómo pue­de el iden­ti­fi­car­te con Abel y Caín ayu­dar­te a com­pren-­
der y apre­ciar más pro­fun­da­men­te la cruz de Cris­to?

3.
¿Ne­ce­si­tas pres­tar aten­ción a la ad­ver­ten­cia pre­sen­ta­da en las úl­ti-­
mas dos pá­gi­nas? ¿En qué sen­ti­do?
 

Aquí en­con­tra­mos cin­co ca­pí­tu­los de leyes, y una gran par­te son acer­ca de

dispu­tas so­bre ga­na­do. Si no eres un gran­je­ro, se­gu­ra­men­te te es­ta­rás pre-­

gun­tan­do cómo apli­ca esto a tu vida. ¿Y qué de las leyes so­bre la es­cla­vi­tud

cuan­do ni si­quie­ra te­ne­mos es­cla­vos? ¿Y qué ha­ce­mos con man­da­mien­tos

como los si­guien­tes?



“El que mal­di­ga a su pa­dre o a su ma­dre será con­de­na­do a muer­te…”
(21:17
). ¿Eje­cu­tar a tus hi­jos se­ría una apli­ca­ción de este ver­sícu­lo?


“Si uno de us­te­des pres­ta di­ne­ro a al­gún ne­ce­si­ta­do de Mi pue­blo, no de-­
be­rá tra­tar­lo como los pres­ta­mis­tas ni le co­bra­rá in­tere­ses” (22:25
). ¿Está
mal te­ner una hi­po­te­ca?


“Ce­le­bra­rás la fies­ta de los pa­nes sin le­va­du­ra” (23:15
, RVC). ¿De­be­ría-­
mos man­te­ner la tra­di­ción de las ce­le­bra­cio­nes ju­días?


“No co­ce­rás nin­gún ca­bri­to en la le­che de su ma­dre” (23:19
) ¿Qué hay
de re­le­van­te en ese de­ta­lle?
Estas pre­gun­tas no son irre­le­van­tes, ya que con­du­cen a la pre­gun­ta cen-­

tral de cómo los cris­tia­nos de la ac­tua­li­dad de­be­rían res­pon­der a las leyes

del An­ti­guo Tes­ta­men­to. Si real­men­te ama­mos a Dios, desea­re­mos obe­de-­

cer­le —por lo tan­to, lee­re­mos ca­pí­tu­los como estos y nos pre­gun­ta­re­mos:

“¿De­be­rían los cris­tia­nos obe­de­cer estos man­da­tos? ¿De­be­ría­mos tra­tar de

apli­car­los en la so­cie­dad? ¿Qué lu­gar debe ocu­par la ley de Moi­sés en nues-­

tras vi­das?”.

Una cultura histórica distinta


Pri­me­ro que nada, ne­ce­si­ta­mos re­co­no­cer que estas leyes fue­ron da­das a

per­so­nas en otro tiem­po y en otra cul­tu­ra. La ma­yo­ría de ellas asu­men una

eco­nom
ía agra­ria
. Al­gu­nas pa­re­cen ha­ber sido di­se­ña­das para eva­dir

cual­quier con­fu­sión o con­ta­mi­na­ción con las re­li­gio­nes ca­na­neas, lo que en

rea­li­dad no es un pro­ble­ma para no­so­tros. La ley en con­tra del co­bro de in-­

tere­ses asu­me que la gen­te está en deu­da de­bi­do a su po­bre­za, no por ha­ber

com­pra­do una casa o por ha­ber in­ver­ti­do en un ne­go­cio. Las leyes so­bre la

es­cla­vi­tud re­gu­la­ban lo que en ese en­ton­ces era una rea­li­dad, para ase­gu­rar-­

se de que fuese lle­va­do a cabo dig­na­men­te. La Bi­blia con­tie­ne las se­mi­llas

que con el tiem­po lle­va­rían a la abo­li­ción de la tra­ta de es­cla­vos —mien­tras

tan­to, ase­gu­ra­ba que los es­cla­vos fue­ran tra­ta­dos de una ma­ne­ra co­rrec­ta.
De igual ma­ne­ra, las leyes so­bre el di­vor­cio, como acla­ra Je­sús en Mar­cos

10:2-9, acep­tan las rea­li­da­des de la vida en un mun­do caí­do (sin con­sen­tir el

com­por­ta­mien­to ina­de­cua­do) para ase­gu­rar que los vul­ne­ra­bles sean pro­te-­

gi­dos. Hay una acep­ta­ción de las rea­li­da­des de la vida en un mun­do caí­do y

un in­ten­to de li­mi­tar el daño cau­sa­do por el pe­ca­do.

Un momento de redención distinto


Aún más sig­ni­fi­ca­ti­va­men­te, la ley de Moi­sés fue dada a per­so­nas que vi-­

vían en una eta­pa di­fe­ren­te de la his­to­ria de la re­den­ción. El pac­to con Dios

con­fir­ma­do en Éxo­do 24 no es el pac­to en el que vi­vi­mos ac­tual­men­te. Vi-­

vi­mos bajo lo que Dios lla­ma “el nuevo pac­to” (Lc 22:20). En Éxo­do 24,

Moi­sés co­mu­ni­ca estas leyes al pue­blo, y ellos se com­pro­me­ten a guar­dar-­

las (vv 1-3, 7


). Ellos ha­cían sa­cri­fi­cios de bue­yes so­bre un al­tar (vv 3-6
) y

Moi­sés ro­cia­ba la san­gre so­bre la gen­te (v 8


). Por tan­to, el pac­to de Moi­sés

fue he­cho por me­dio de san­gre. Pero este “an­ti­guo pac­to” dio paso a uno

nuevo cuan­do Je­sús fue sa­cri­fi­ca­do. Es por eso que, cuan­do Je­sús dio el

vino a Sus dis­cí­pu­los du­ran­te la Úl­ti­ma Cena, dijo: “Esta copa es el nuevo

pac­to en Mi san­gre, que es de­rra­ma­da por us­te­des” (Lc 22:20).

Den­tro del nuevo pac­to, la ley de Moi­sés es­cri­ta en ta­blas de pie­dra es re-­

em­pla­za­da por la ley del Es­pí­ri­tu es­cri­ta en nues­tros co­ra­zo­nes (Jer 31:31-
34; Heb 8:7-13). Agus­tín de Hi­po­na, el teó­lo­go afri­cano del si­glo IV, des­ta-­

có la re­la­ción en­tre el Si­naí y Pen­te­cos­tés (en Again­st Faus­tus


[Con­tra

Faus­to
],
32.12 y la car­ta 55). Is­rael lle­gó al Si­naí cin­cuen­ta días des­pués de

ha­ber ofre­ci­do el cor­de­ro de la Pas­cua. El Es­pí­ri­tu San­to lle­gó a Pen­te­cos­tés

cin­cuen­ta días des­pués de que Je­sús fue ofre­ci­do como el Cor­de­ro de la

Pas­cua. Am­bos even­tos su­ce­die­ron cin­cuen­ta días des­pués de la Pas­cua.

Am­bos in­vo­lu­cra­ron vio­len­cia —una sa­cu­di­da vio­len­ta o un vien­to vio­len-­

to. Am­bos in­vo­lu­cra­ron fue­go. Am­bos in­vo­lu­cra­ron a Dios es­cri­bien­do Su

ley. La di­fe­ren­cia con­sis­te en que el fue­go en Pen­te­cos­tés fue ín­ti­mo y per-­

so­nal. Ya no so­mos con­fron­ta­dos por el po­der de Dios. Aho­ra el po­der de

Dios mora en no­so­tros. Aho­ra Dios es­cri­be Su ley en nues­tros co­ra­zo­nes a

tra­vés del Es­pí­ri­tu San­to. Así que, se­gún Agus­tín, de­be­ría­mos…

… no­tar cómo su­ce­dió allá y cómo ocu­rrió aquí. Allá el pue­blo

se man­tu­vo en pie a dis­tan­cia; se res­pi­ra­ba te­mor, no amor. De

he­cho, te­nían tan­to te­mor que di­je­ron a Moi­sés: “Há­bla­nos tú, y

no el SE­ÑOR, no sea que mu­ra­mos”. Así que Dios des­cen­dió,

se­gún está es­cri­to, al mon­te Si­naí en fue­go; pero el pue­blo es­ta-­

ba lleno de mie­do y se man­tu­vo le­jos; en ese mo­men­to Dios es-­

ta­ba es­cri­bien­do so­bre pie­dra, no en los co­ra­zo­nes [Éx 31:18].


En cam­bio, cuan­do vino el Es­pí­ri­tu San­to, los fie­les es­ta­ban con-­

gre­ga­dos en uni­dad; en vez de ate­rro­ri­zar­los en un mon­te, en­tró

en ellos mien­tras es­ta­ban en una casa. De he­cho, de re­pen­te se

pro­du­jo un so­ni­do pro­ce­den­te del cie­lo, como de un vien­to fuer-­

te; hubo un es­truen­do, pero na­die se asus­tó. Ya es­cu­chas­te el es-­

truen­do, y aho­ra ves el fue­go, pues am­bas co­sas tam­bién es­tu-­

vie­ron en el mon­te, tan­to el fue­go como el so­ni­do; sin em­bar­go,

allí el humo cu­bría, pero aquí el fue­go se evi­den­cia­ba con cla­ri-­

dad. Pues vie­ron —dice la Es­cri­tu­ra— len­guas como de fue­go,

re­par­ti­das (Hch 2:3). ¿Es­tu­vie­ron vien­do desde le­jos, lle­nos de

te­rror? En ab­so­lu­to, pues “to­dos fue­ron lle­nos del Es­pí­ri­tu San­to

y co­men­za­ron a ha­blar en di­fe­ren­tes len­guas, se­gún el Es­pí­ri­tu

les con­ce­día ex­pre­sar­se” (Hch 2:1-4). Es­cu­cha a una per­so­na ha-­

blar un idio­ma, y en­tien­de que el Es­pí­ri­tu está es­cri­bien­do no en

una pie­dra, sino en el co­ra­zón.

(Agus­tín, Ser­món 155.6


).

En re­su­men, esto sig­ni­fi­ca que Je­sús y el Es­pí­ri­tu rem­pla­za­ron a la ley de

Moi­sés.
El Hijo, el Espíritu y la voluntad de Dios
En su car­ta a los gá­la­tas, Pa­blo se di­ri­ge a al­gu­nos fal­sos maes­tros que re­to-­

ma­ron la ley de Moi­sés y desea­ban im­po­ner­la so­bre los cris­tia­nos. Le dice a

sus lec­to­res: “Que­ri­dos hi­jos, por quie­nes vuel­vo a su­frir do­lo­res de par­to

has­ta que Cris­to sea for­ma­do en us­te­des...” (Gá 4:19). No es la ley de Moi-­

sés la que le da for­ma a la vida cris­tia­na, sino Je­sús. He­mos sido lla­ma­dos a

ser se­me­jan­tes a Cris­to, no cum­pli­do­res de la ley. O, como pro­po­ne Pa­blo

en Gá­la­tas 6:2, de­be­mos cum­plir “la ley de Cris­to”.

La ley de Cris­to no se en­cuen­tra co­di­fi­ca­da en una se­rie de re­glas o axio-­

mas. Ro­ma­nos 7:6 dice: “Pero aho­ra, al mo­rir a lo que nos te­nía sub­yu­ga-­

dos, he­mos que­da­do li­bres de la ley, a fin de ser­vir a Dios con el nuevo po-­

der que nos da el Es­pí­ri­tu, y no por me­dio del an­ti­guo man­da­mien­to es­cri-­

to”. El Es­pí­ri­tu aho­ra ilu­mi­na la Pa­la­bra de Dios para que así co­noz­ca­mos

Su vo­lun­tad.

Así que, tras ha­ber es­cri­to que “el fruto del Es­pí­ri­tu es amor, ale­gría, paz,

pa­cien­cia, ama­bi­li­dad, bon­dad, fi­de­li­dad, hu­mil­dad y do­mi­nio pro­pio”, Pa-­

blo aña­de: “No hay ley que con­de­ne estas co­sas” (Gá 5:22-23). En ot­ras pa-­

la­bras, el Es­pí­ri­tu pro­du­ce vir­tu­des en no­so­tros que no pue­den ser crea­das

ni ex­pre­sa­das por me­dio de nin­gu­na ley. Tú no eres ca­paz de crear pa­cien-­

cia, gen­ti­le­za ni bon­dad. Los pa­dres sa­ben muy bien que no se pue­de crear
pa­cien­cia por im­po­si­ción. Lo más que pue­des ha­cer es tra­tar de que la im-­

pa­cien­cia de tu hijo sea un poco me­nos des­gas­ta­do­ra. Pero el Es­pí­ri­tu es­cri-­

be vir­tu­des en nues­tros co­ra­zo­nes al glo­ri­fi­car el ejem­plo de Je­sús.

Pién­sa­lo de esta ma­ne­ra. Cuan­do eras niño, tus pa­dres te im­po­nían un sin-­

fín de re­glas. “Man­ten­te don­de te pue­da ver”. “Pide per­mi­so para le­van­tar­te

de la mesa”. Como adul­to, ya no es ne­ce­sa­rio que las si­gas obe­de­cien­do. Te

mu­das­te, así que tus pa­dres ya no te pue­den vi­gi­lar todo el tiem­po. Ya no pi-­

des per­mi­so para le­van­tar­te de la mesa. Esas leyes no te­nían nada de malo.

Eran apro­pia­das cuan­do te­nías cin­co años. Pero ya no son re­le­van­tes por­que

has in­te­rio­ri­za­do los prin­ci­pios que te en­se­ña­ron. Ya no estás ata­do a la re-­

gla de man­te­ner­te cer­ca de tus pa­dres por­que has apren­di­do a cui­dar de ti

mismo. Ya no les pi­des per­mi­so para le­van­tar­te de la mesa por­que has

apren­di­do cuán­do es apro­pia­do ha­cer­lo. De ma­ne­ra si­mi­lar, la ley de Moi­sés

ya no es ne­ce­sa­ria por­que el Es­pí­ri­tu in­te­rio­ri­za la vo­lun­tad de Dios en no-­

so­tros.

Más aun, el Es­pí­ri­tu nos for­ta­le­ce y nos per­mi­te obe­de­cer la vo­lun­tad de

Dios. Se­gún la ley de Moi­sés, el gran sím­bo­lo de mem­bre­sía del an­ti­guo

pac­to era la cir­cun­ci­sión. Pero aho­ra, Pa­blo dice que “la cir­cun­ci­sión es la

del co­ra­zón, la que rea­li­za el Es­pí­ri­tu, no el man­da­mien­to es­cri­to” (Ro


2:29). En ot­ras pa­la­bras, no­so­tros per­te­ne­ce­mos al pue­blo de Dios y cum­pli-­

mos la vo­lun­tad de Dios “por el Es­pí­ri­tu, no por el man­da­mien­to es­cri­to”.

Por lo tan­to, las pa­la­bras de la ley de Moi­sés no apli­can a los cris­tia­nos

como apli­ca­ban a Is­rael. Por ejem­plo, 20:8-10


dice: “Acuér­da­te del sá­ba­do,

para con­sa­grar­lo. Tra­ba­ja seis días, y haz en ellos todo lo que ten­gas que ha-­

cer, pero el día sép­ti­mo será un día de re­po­so para hon­rar al SE­ÑOR tu

Dios. No ha­gas en ese día nin­gún tra­ba­jo, ni tam­po­co tu hijo, ni tu hija, ni

tu es­cla­vo, ni tu es­cla­va, ni tus ani­ma­les, ni tam­po­co los ex­tran­je­ros que

vivan en tus ciu­da­des”. Éxo­do 23:12


lo re­pi­te: “Seis días tra­ba­ja­rás, pero el

día sép­ti­mo des­can­sa­rán tus bue­yes y tus asnos, y re­co­bra­rán sus fuer­zas los

es­cla­vos na­ci­dos en casa y los ex­tran­je­ros”.

Pero en el Nuevo Tes­ta­men­to, Pa­blo dice que esto ha pa­sa­do a ser algo

in­di­fe­ren­te: “Hay quien con­si­de­ra que un día tie­ne más im­por­tan­cia que

otro, pero hay quien con­si­de­ra igua­les to­dos los días. Cada uno debe estar

fir­me en sus pro­pias opi­nio­nes” (Ro 14:5). De he­cho, en Gá­la­tas 4:8-11 Pa-­

blo dice que im­po­ner días es­pe­cia­les so­bre la gen­te es, de cier­ta for­ma, vol-­

ver­los a es­cla­vi­zar. No los lleva de vuel­ta al Si­naí, ¡sino a Egip­to! En Co­lo-­

sen­ses 2:16, él dice: “Así que na­die los juz­gue a us­te­des por lo que co­men o

be­ben, o con res­pec­to a días de fies­ta re­li­gio­sa, de luna nueva


o de re­po­so”.
El es­cri­tor de He­breos ex­pre­sa esto de una ma­ne­ra aún más con­tun­den­te.

Ha­blan­do del nuevo pac­to, que el Es­pí­ri­tu San­to es­cri­be en nues­tros co­ra­zo-­

nes, He­breos 8:13 dice que: “Al lla­mar nuevo a ese pac­to, ha de­cla­ra­do ob-­

so­le­to al an­te­rior; y lo que se vuel­ve ob­so­le­to y en­ve­je­ce ya está por des­apa-­

re­cer”. Las leyes de Éxo­do 20 al 23, con­fir­ma­das en el pac­to en Éxo­do 24,

son ob­so­le­tas ac­tual­men­te.

Mu­chos han tra­ta­do de dis­tin­guir en­tre los as­pec­tos mo­ra­les, ce­re­mo­nia-­

les y cí
vi­cos
de la ley de Moi­sés. Di­cen que las re­gu­la­cio­nes ce­re­mo­nia­les

y cí­vi­cas ya no apli­can a los cris­tia­nos, pero las mo­ra­les sí. Hay algo de ver-­

dad en esto, como ve­re­mos a con­ti­nua­ción. Pero se ha de­mos­tra­do cla­ra-

men­te que di­vi­dir la ley de esta ma­ne­ra hace que sea más di­fí­cil po­ner­la en

prác­ti­ca. Más im­por­tan­te aún, la Bi­blia nun­ca hace estas dis­tin­cio­nes.

En­ton­ces ¿po­de­mos arran­car estas pá­gi­nas de nues­tras Bi­blias? Es de­cir,

si ya son “ob­so­le­tas” y no son vá­li­das, ¿po­de­mos des­ha­cer­nos de ellas?

¿Po­de­mos sal­tar­nos esas pá­gi­nas en nues­tros pro­gra­mas de lec­tu­ra bí­bli­ca?

Por su­pues­to que no. Pa­blo dice: “De he­cho, todo lo que se es­cri­bió en el

pa­sa­do se es­cri­bió para en­se­ñar­nos, a fin de que, alen­ta­dos por las Es­cri­tu-­

ras, per­se­ve­re­mos en man­te­ner nues­tra es­pe­ran­za” (Ro 15:4). Lo que es in-­

tere­san­te so­bre este ver­sícu­lo es que él es­cri­be estas pa­la­bras al ex­pli­car que

la ley del día de re­po­so se ha con­ver­ti­do en un asun­to in­di­fe­ren­te. Pue­de


que no ten­ga­mos que obe­de­cer la le­tra de la ley, pero la ley si­gue sien­do im-­

por­tan­te por­que nos ins­tru­ye como cris­tia­nos. Y lo hace de tres ma­ne­ras —

ve­re­mos una en esta sec­ción, y en la si­guien­te nos en­fo­ca­re­mos en las ot­ras

dos.

La ley señala hacia la voluntad de Dios


La ley de Moi­sés ya no de­fi­ne la vo­lun­tad de Dios para no­so­tros, pero sí se-­

ña­la ha­cia la vo­lun­tad de Dios. Dios no es ar­bi­tra­rio ni cam­bian­te. No es

que haya apro­ba­do un com­por­ta­mien­to en el An­ti­guo Tes­ta­men­to y lue­go

haya cam­bia­do de opi­nión en el Nuevo Tes­ta­men­to. Su vo­lun­tad es in­mu­ta-­

ble y eter­na.

Pero la ma­ne­ra de ex­pre­sar Su vo­lun­tad va­ría. La ley de Moi­sés ex­pre­só

la vo­lun­tad de Dios a un pue­blo en es­pe­cí­fi­co, en un con­tex­to es­pe­cí­fi­co y

en un mo­men­to es­pe­cí­fi­co. Esas con­di­cio­nes ya no apli­can. Sin em­bar­go, la

ley de Moi­sés sí ex­pre­sa­ba algo de la vo­lun­tad eter­na de Dios (que es la ra-­

zón por lo que va­rias re­gu­la­cio­nes mo­ra­les si­guen apli­can­do al día de hoy).

Así que po­de­mos usar la ley de Moi­sés para en­ten­der la vo­lun­tad eter­na

de Dios, y de ahí dis­cer­nir cómo apli­car­la a nues­tra si­tua­ción per­so­nal.

Por ejem­plo, to­me­mos 21:28-29


: “Si un toro cor­nea y mata a un hom­bre

o a una mu­jer, se ma­ta­rá al toro a pe­dra­das y no se co­me­rá su car­ne. En tal


caso, no se hará res­pon­sa­ble al due­ño del toro. Si el toro tie­ne la cos­tum­bre

de cor­near, se le ma­ta­rá a pe­dra­das si lle­ga a ma­tar a un hom­bre o a una mu-­

jer. Si su due­ño sa­bía de la cos­tum­bre del toro, pero no lo man­tu­vo su­je­to,

tam­bién será con­de­na­do a muer­te”. La ma­yo­ría de no­so­tros no so­mos pro-­

pie­ta­rios de to­ros, así que en un sen­ti­do esta ley es irre­le­van­te para no­so­tros.

Sin em­bar­go, ex­pre­sa algo que es atem­po­ral. Los ac­ci­den­tes ocu­rren, y a la

gen­te no se le de­be­ría cul­par por algo que fue ac­ci­den­tal. Pero sí pue­des ser

cul­pa­ble de un ac­ci­den­te si no to­mas­te las pre­cau­cio­nes ne­ce­sa­rias para evi-­

tar algo que pudo ha­ber sido an­ti­ci­pa­do. Así que apren­dí dos co­sas de este

pa­sa­je:

No de­be­ría cul­par a al­guien si me las­ti­ma por ac­ci­den­te.

Si pue­do an­ti­ci­par un ac­ci­den­te, en­ton­ces de­be­ría to­mar las pre­cau­cio­nes
para pre­ve­nir­lo.

De he­cho, no es di­fí­cil dis­tin­guir lo que es eterno y uni­ver­sal en la ley de

Moi­sés. Je­sús dijo que en rea­li­dad solo hay dos man­da­mien­tos: amar a Dios

y amar a tu pró­ji­mo (Mr 12:28-34). Pa­blo es­cri­bió: “Toda la ley se re­su­me

en un solo man­da­mien­to: “Ama a tu pró­ji­mo como a ti mismo” (Gá 5:14).

Ro­ma­nos 13:9-10 dice: “… por­que los man­da­mien­tos que di­cen: ‘No co­me-­

tas adul­te­rio’, ‘No ma­tes’, ‘No ro­bes’, ‘No co­di­cies’, y to­dos los de­más

man­da­mien­tos, se re­su­men en este pre­cep­to: ‘Ama a tu pró­ji­mo como a ti


mismo’. El amor no per­ju­di­ca al pró­ji­mo. Así que el amor es el cum­pli-­

mien­to de la ley”.

Nues­tra ten­den­cia es a ver las “leyes” como algo ne­ga­ti­vo y res­tric­ti­vo.

Pero vivir bajo la ley es de gran ben­di­ción en cual­quier so­cie­dad. La al­ter-­

na­ti­va es la anar­quía
, en la que los fuer­tes se apro­ve­chan de los dé­bi­les

con im­pu­ni­dad. Solo cin­cuen­ta días an­tes de estos ca­pí­tu­los, los is­rae­li­tas

ha­bían sido es­cla­vos opri­mi­dos. Aho­ra se en­con­tra­ban fren­te al mon­te Si-­

naí, es­cu­chan­do los Diez Man­da­mien­tos. Para quie­nes fue­ron es­cla­vos,

estos man­da­mien­tos so­na­ron como una de­cla­ra­ción de li­be­ra­ción, no como

un de­cre­to de im­po­si­ción:

El man­da­to de
El man­da­to de Dios

Fa­raón du­ran­te el éxo-­


do

Los po­de­ro­sos tie­nen po­der ab­so­- La au­to­ri­dad de Dios pre­vie­ne que la gen­te re­cla­me po­der ab­-
lu­to so­bre los de­más. so­lu­to (pri­mer man­da­mien­to,
20:3
).

Na­die pue­de ma­ni­pu­lar a un Dios sin ima­gen, y Su nom­bre


Los dio­ses eran usa­dos para apo­yar
no pue­de usar­se para ga­nan­cia per­so­nal (se­gun­do y ter­cer
a los que es­ta­ban en el po­der.
man­da­mien­tos,
v 4-7
).

La pro­duc­ción y el con­su­mo son El día de re­po­so pone lí­mi­tes a la pro­duc­ción y el con­su­mo


ili­mi­ta­dos. (cuar­to man­da­mien­to,
v 8-11
).

Los tra­ba­ja­do­res vul­ne­ra­bles son


Des­can­so para to­dos y pro­tec­ción para los tra­ba­ja­do­res vul­ne­-
ex­plo­ta­dos con lar­gas ho­ras la­bo­-
ra­bles (cuar­to man­da­mien­to,
v 8-11
).
ra­les.

La vida fa­mi­liar está su­je­ta a una Res­pe­to ha­cia la au­to­ri­dad pa­ter­nal y la in­te­gri­dad ma­ri­tal
in­ter­fe­ren­cia des­truc­ti­va. (quin­to y sép­ti­mo man­da­mien­tos,
v 12, 14
).

Los dé­bi­les son vul­ne­ra­bles a la


vio­len­cia del ge­no­ci­dio or­ga­ni­za­do Res­pe­to ha­cia la vida hu­ma­na (sexto man­da­mien­to,
v 13
).
por el es­ta­do.

Los dé­bi­les son vul­ne­ra­bles a la Los dé­bi­les son pro­te­gi­dos de la ava­ri­cia de los po­de­ro­sos
ex­plo­ta­ción eco­nó­mi­ca. (oc­ta­vo y dé­ci­mo man­da­mien­to,
v 15, 17
).

Los dé­bi­les ca­re­cen de pro­tec­ción In­te­gri­dad e im­par­cia­li­dad del sis­te­ma ju­di­cial (no­veno man­-
le­gal efec­ti­va. da­mien­to,
v 16
).

Lo que hace la ley de Moi­sés —en con­jun­to con el resto de la Bi­blia y el

mismo Se­ñor Je­su­cris­to— es en­se­ñar­nos lo que sig­ni­fi­ca amar a Dios y a

ot­ras per­so­nas en dis­tin­tas si­tua­cio­nes. La ley de Moi­sés de­fi­nió lo que sig-­

ni­fi­ca­ba amar a tu pró­ji­mo en ese en­ton­ces. Así que de­be­ría­mos ver la ley

de Moi­sés como si fue­ra una ju­ris­pru­den­cia —es­tu­dios de ca­sos o sa­bi­du­ría

apli­ca­da que se­ña­la ha­cia la vo­lun­tad de Dios. De he­cho, el co­men­ta­ris­ta

John Mac­kay cree que esta era la in­ten­ción in­clu­so en su con­tex­to ori­gi­nal;

que los ca­pí­tu­los 21 − 23 con­tie­nen...

... de­ci­sio­nes ilus­tra­ti­vas que mues­tran cómo los prin­ci­pios in­cor­po­ra-­

dos en los Diez Man­da­mien­tos pue­den ha­ber fun­cio­na­do en si­tua­cio-­

nes co­ti­dia­nas es­pe­cí­fi­cas que Is­rael tuvo que en­fren­tar. No hay nin­gu-­

na in­ten­ción de desa­rro­llar un có­di­go que abar­que to­das las leyes. En

lu­gar de ello, Dios pro­vee pa­ra­dig­mas, pa­tro­nes au­to­ri­ta­rios que lle­va-­


rían a que Is­rael (y aho­ra la igle­sia) pen­sa­ra en cómo apli­car prin­ci-­

pios éti­cos
bá­si­cos en una va­rie­dad de si­tua­cio­nes

(Éxo­do
, 364).

Cuan­do co­men­za­mos a ver la ley de esta ma­ne­ra, nos per­ca­ta­mos de que

aun­que no ten­ga­mos que li­diar con ca­bras ni con to­ros, sí te­ne­mos que en-­

fren­tar­nos a una va­rie­dad de si­tua­cio­nes en la vida en las que desea­mos

vivir para Él, y po­de­mos uti­li­zar estas leyes para dis­cer­nir los prin­ci­pios que

nos ca­pa­ci­tan para vivir como Su pue­blo.

¿Cómo te ha ayu­da­do esta sec­ción en:

1.
tu en­ten­di­mien­to del lu­gar de la ley de Dios en la vida cris­tia­na?

2.
tu apre­cia­ción de la bon­dad y la ben­di­ción de la ley de Dios?

3.
tu mo­ti­va­ción a vivir en obe­dien­cia a la ley de Dios?
La ley apunta hacia nuestro Salvador
Como he­mos visto, la ley del An­ti­guo Tes­ta­men­to nos di­ri­ge ha­cia la vo­lun-­

tad de Dios y es in­men­sa­men­te pre­cio­sa por ello. Pero hay más. En se­gun­do

lu­gar, ne­ce­si­ta­mos la ley de Moi­sés por­que nos se­ña­la ha­cia nues­tro Sal­va-­

dor. Ro­ma­nos 3:20-22 dice:

Por tan­to, na­die será jus­ti­fi­ca­do en pre­sen­cia de Dios por ha­cer las obras

que exi­ge la ley; más bien, me­dian­te la ley co­bra­mos con­cien­cia del pe­ca-­

do. Pero aho­ra, sin la me­dia­ción de la ley, se ha ma­ni­fes­ta­do la jus­ti­cia de

Dios, de la que dan tes­ti­mo­nio la ley y los pro­fe­tas. Esta jus­ti­cia de Dios

lle­ga, me­dian­te la fe en Je­su­cris­to, a to­dos los que creen.

Esto se an­ti­ci­pa en los Diez Man­da­mien­tos. Fue­ron in­tro­du­ci­dos en 20:1-

2
mien­tras Dios le re­cor­da­ba al pue­blo que Él los ha­bía sa­ca­do de la es­cla-­

vi­tud. La ley no es dada para fi­nes de re­den­ción, por­que Dios ya ha re­di­mi-­

do a Su pue­blo.
Así que hay dos ma­ne­ras en las que la ley apun­ta ha­cia el Sal­va­dor que

Dios man­dó para jus­ti­fi­car a Su pue­blo:

1.
Ex­po­ne nues­tra ne­ce­si­dad
. La ley nos hace cons­cien­tes de nues­tro pro-­
ble­ma. “Me­dian­te la ley co­bra­mos con­cien­cia del pe­ca­do” (Ro 3:20). To-­
dos nos he­mos re­be­la­do pro­fun­da­men­te con­tra Dios, y lo que hace la ley
es ex­po­ner ese re­cha­zo ocul­to ha­cia Dios. Su­pon­ga­mos que un niño odia
a su maes­tro. ¿Cómo po­drías sa­ber­lo? Lo sa­brías tan pron­to el maes­tro
ex­pre­se su vo­lun­tad al im­po­ner una re­gla y el niño se nie­gue a res­pe­tar­la.
Eso se­ría lo que re­ve­la­ría el odio de su co­ra­zón. De la misma ma­ne­ra, la
ley re­ve­la el es­ta­do de nues­tros co­ra­zo­nes —y lo que re­ve­la es una ac­ti­tud
re­bel­de ha­cia Dios.
2.
Nos re­cuer­da la pro­me­sa de la sal­va­ción en Cris­to
. Pa­blo dice algo sor-­
pren­den­te en Ro­ma­nos 3:21 —que “se ha ma­ni­fes­ta­do la jus­ti­cia de Dios,
de la que dan tes­ti­mo­nio la ley y los pro­fe­tas”. La ley nos con­de­na. Nos
dice que es­ta­mos mal. Pero la ley tam­bién nos di­ri­ge ha­cia el ca­mino que
lleva a la jus­ti­fi­ca­ción. Y esa jus­ti­cia ante Dios se ob­tie­ne por me­dio de la
fe en Je­su­cris­to. Poco tiem­po an­tes de su muer­te, Moi­sés jun­tó al pue­blo
y de­fi­nió las ben­di­cio­nes que ven­drían si cum­plían la ley de Dios, y tam-­
bién las mal­di­cio­nes que en­fren­ta­rían si la des­obe­de­cían (Dt 27-28). Esas
mal­di­cio­nes cul­mi­na­rían en exi­lio y muer­te. Solo Je­sús ha cum­pli­do per-­
fec­ta­men­te la ley de Dios —ha sido justo—, y los que es­ta­mos en Él re­ci-­
bi­mos las ben­di­cio­nes que Él me­re­ce. Por otro lado, no­so­tros he­mos que-­
bran­ta­do la ley de Dios, pero la mal­di­ción que me­re­ce­mos cayó so­bre Je-­
sús cuan­do mu­rió por no­so­tros. Así que Je­sús nos li­bra de la con­de­na­ción
de la ley.
Estas se­ña­les que in­di­ca­ban lo que Je­sús ha­ría pa­sa­ron a ser ob­so­le­tas

cuan­do Él vino por­que la ima­gen fue cam­bia­da por la rea­li­dad. Ya no te­ne-­

mos que obe­de­cer estas leyes, por­que ya fue­ron cum­pli­das en Je­sús. Pero

tam­po­co de­be­mos des­ha­cer­nos de ellas, por­que nos ayu­dan a en­ten­der lo

que Je­sús ha lo­gra­do. (El resto del ca­pí­tu­lo será so­bre cómo esto in­flu­ye en

nues­tra pers­pec­ti­va de la ley y nues­tra ma­ne­ra de vivir.)

Un modelo del futuro de Dios


El Éxo­do es un acto de re-crea­ción, como he­mos visto. Éxo­do 1:7 se ase­me-­

ja mu­cho a la his­to­ria de la Crea­ción en Gé­ne­sis 1:28. El pue­blo pu­lu­la a

tra­vés de Egip­to, como los se­res vi­vien­tes en Gé­ne­sis 1:21 y 8:17. Cuan­do

la ma­dre de Moi­sés lo ve, lo de­cla­ra “bue­no”, re­cor­dan­do el ve­re­dic­to de

Dios so­bre la crea­ción en Gé­ne­sis 1. Ve­mos que los is­rae­li­tas cum­plen con

el man­da­to
de la Crea­ción. Cuan­do Fa­raón in­ten­ta im­pe­dir esta pro­duc­ti­vi-­

dad crea­ti­va, Dios des­tru­ye el mun­do de Fa­raón a tra­vés de las pla­gas. En el

mo­men­to en que Fa­raón per­si­gue a Is­rael has­ta el Mar Rojo, Dios di­vi­de las

aguas para dar­les paso, así como lo hizo du­ran­te la Crea­ción por me­dio de

Su Es­pí­ri­tu. Pero en el mo­men­to en que el ejér­ci­to egip­cio los co­mien­za a

per­se­guir, las aguas vuel­ven a unir­se. La crea­ción se re­vier­te en un acto de

jui­cio. Como ve­re­mos, el ta­ber­nácu­lo está di­se­ña­do para ha­cer eco de lo


que una vez fue el jar­dín del Edén y, por tan­to, es un di­se­ño de una nueva

crea­ción.

Por ello, Éxo­do nos pre­sen­ta a un pue­blo re-crea­do en un es­pa­cio re-crea-­

do y en un tiem­po re-crea­do. El éxo­do es el pla­no para una nueva crea­ción

en tér­mi­nos de:


mé­to­do —re­den­ción a tra­vés del sa­cri­fi­cio, y

con­te­ni­do —un cos­mos uni­fi­ca­do con Dios en el cen­tro.

En Éxo­do 20, Dios ha guia­do a Su pue­blo al mon­te Si­naí para dar­les Su

ley. Aquí Él crea a Su pue­blo como na­ción Suya. Y a tra­vés de Su ley, Él

los or­de­na o los reor­de­na. La pa­la­bra “jus­ti­cia” o “jui­cio” no era solo un tér-­

mino le­gal. Tam­bién im­pli­ca la res­tau­ra­ción de to­das las co­sas a su lu­gar

co­rres­pon­dien­te. Dios está usan­do la ley para crear el pla­no de Su nueva

crea­ción para Su pue­blo re-crea­do.

En par­ti­cu­lar, la ley sim­bo­li­za el reor­de­na­mien­to de la crea­ción. La se­pa-­

ra­ción de la luz y las ti­nie­blas, del agua sa­la­da y el agua dul­ce, del agua y la

tie­rra, y del día y la no­che en la Crea­ción (Gn 1:3-19) se re­pli­ca en la ley.

Los ani­ma­les que se des­pla­zan tan­to en el agua como en la tie­rra son im­pu-­

ros. Así que los ani­ma­les que tie­nen tan­to es­ca­mas como pies y los ani­ma-­

les sub­ma­ri­nos que no tie­nen es­ca­mas son im­pu­ros. Las mez­clas de hilo en

la ropa son im­pu­ras (Lv 19:19). Es tam­bién por eso que: “Todo el que ten­ga
re­la­cio­nes se­xua­les con un ani­mal será con­de­na­do a muer­te” (22:19
). Están

trans­gre­dien­do los lí­mi­tes de una crea­ción or­de­na­da. La vida y la muer­te se

en­cuen­tran se­pa­ra­das. Así que los pá­ja­ros que se ali­men­tan de ca­rro­ña son

im­pu­ros. Las co­sas de­fec­tuo­sas son im­pu­ras. Un ca­bri­to no de­be­ría ser co­ci-­

na­do en la le­che de su ma­dre por­que lo que da vida no de­be­ría traer muer­te

(23:19
).

Estas dis­tin­cio­nes son sim­bó­li­cas —pero su sim­bo­lis­mo es im­por­tan­te.

Estas leyes son un tes­ti­mo­nio de que el tra­ba­jo de Dios reor­de­na al cos­mos

que ha sido des­or­de­na­do por el pe­ca­do. En el nuevo mun­do de Dios, todo

será he­cho nuevo.

Mien­tras tan­to, mu­chas de estas se­pa­ra­cio­nes sim­bó­li­cas ya no apli­can

para el Nuevo Tes­ta­men­to (Mr 7:19; Hch 10; Col 2:20-23).

En su li­bro Paul and the Law


[Pa­blo y la ley
], Brian Ros­ner iden­ti­fi­ca

cua­tro ma­ne­ras en las que Pa­blo uti­li­za la ley de Moi­sés: re­pu­dio, rem­pla­zo,

rea­pro­pia­ción como pro­fe­cía y rea­pro­pia­ción como sa­bi­du­ría. Pa­blo re­pu­dia

la ley como có­di­go mo­ral, pues esta fue rem­pla­za­da


por Cris­to como el es-­

tán­dar del com­por­ta­mien­to cris­tiano. Pero la ley si­gue te­nien­do im­por­tan-­

cia. Así que Pa­blo tam­bién se rea­pro­pia


de la ley mo­sai­ca como sa­bi­du­ría y

pro­fe­cía. Estas dos ma­ne­ras de rea­pro­piar­se de la ley nos con­du­cen a nues-­

tros dos pun­tos prin­ci­pa­les —la ley nos se­ña­la ha­cia la vo­lun­tad de Dios (la
ley como sa­bi­du­ría) y la ley nos se­ña­la ha­cia el Sal­va­dor que Dios pro­ve­yó

(la ley como pro­fe­cía).

Jesús cumple la ley


Je­sús dijo: “No pien­sen que he ve­ni­do a anu­lar la ley o los pro­fe­tas; no he

ve­ni­do a anu­lar­los sino a dar­les cum­pli­mien­to” (Mt 5:17). La gran pre­gun­ta

que sur­ge es: ¡¿Qué sig­ni­fi­ca exac­ta­men­te que Je­sús vino a cum­plir la ley?!

He­mos visto cómo la ley se­ña­la ha­cia la vo­lun­tad de Dios y ha­cia el Sal-­

va­dor que Dios pro­ve­yó. Estas dos ver­da­des nos ayu­dan a en­ten­der cómo

Je­sús cum­ple la ley.

En pri­mer lu­gar, Je­sus cum­ple la ley al en­car­nar el amor a Dios y el amor

al pró­ji­mo (la ley como sa­bi­du­ría). Je­sús es la per­so­ni­fi­ca­ción de la ley. Él

es la ley en ac­ción. El afec­to que los san­tos del An­ti­guo Tes­ta­men­to te­nían

por la ley de Dios es sor­pren­den­te (como ve­mos en el Sal­mo 119:16, 20,

por ejem­plo). Ellos ama­ban la vida idea­li­za­da que des­cri­be. Para no­so­tros,

ese mismo amor es trans­fe­ri­do a Cris­to, por­que en Cris­to la idea se hace

real. Él es la en­car­na­ción de una vida justa y bue­na.

En par­ti­cu­lar, Je­sús de­mues­tra que obe­de­cer a Dios va más allá del cum-­

pli­mien­to ex­terno de una re­gla. Él en­se­ña que tie­ne que ver más con la ac­ti-­

tud in­ter­na de nues­tros co­ra­zo­nes. Así es que Je­sús ex­pli­ca Su afir­ma­ción


de que Él cum­ple la ley de Moi­ses (Mt 5). La ley en con­tra del ase­si­na­to es

un lla­ma­do a no al­ber­gar pen­sa­mien­tos ho­mi­ci­das (Mt 5:21-26); la ley en

con­tra del adul­te­rio es un lla­ma­do a no al­ber­gar pen­sa­mien­tos lu­ju­rio­sos (vv

27-30), y así su­ce­si­va­men­te.

Esto ya ha­bía sido an­ti­ci­pa­do en la ley misma. El teó­lo­go An­drew Ca­me-­

ron ar­gu­men­ta que los Diez Man­da­mien­tos tra­tan so­bre el ma­ne­jo de los de-­

seos en la so­cie­dad. Toda so­cie­dad ne­ce­si­ta pro­mo­ver an­he­los ade­cua­dos y

re­sis­tir­se a los peo­res ex­ce­sos del deseo:

Los Diez Man­da­mien­tos son un mar­co via­ble y me­mo­ra­ble de lo

que real­men­te ne­ce­si­ta­mos ver­sus lo que pen­sa­mos que ne­ce­si­ta-­

mos, y a pe­sar de que no es ne­ce­sa­ria­men­te com­pren­si­vo o ex-­

haus­ti­vo, es más que una guía ade­cua­da para el con­trol de los

de­seos en una so­cie­dad.

(“The Lo­gic of Law in Exo­dus and Be­yond”,

Ex­plo­ring Exo­dus
[“La ló­gi­ca de la ley

en Éxo­do y más allá”, Ex­plo­ran­do Éxo­do


], 131).

El dé­ci­mo man­da­mien­to en con­tra de la co­di­cia (20:17


) pa­re­ce estar fue-­

ra de lu­gar en­tre los ot­ros, en par­te por­que la so­cie­dad no pue­de ase­gu­rar su


cum­pli­mien­to. El des­ta­ca­do es­cri­tor ateo Ch­ris­top­her Hit­chens lo ca­li­fi­có

como “ab­sur­do”:

Uno pue­de ser res­trin­gi­do a la fuer­za para no co­me­ter ac­cio­nes

ini­cuas, o te­ner prohi­bi­do co­me­ter­las, pero el pri­var a la gen­te de

con­tem­plar­las
es de­ma­sia­do.

(God is not Great


[Dios no es gran­dio­so
], 100).

Pero si los Diez Man­da­mien­tos tra­tan so­bre el ma­ne­jo de los de­seos, en-­

ton­ces, tal como si­gue di­cien­do Ca­me­ron…

... los Diez Man­da­mien­tos re­ve­lan lo que he­mos visto desde el prin­ci­pio:

el pro­ble­ma del mun­do in­terno que im­pul­sa al per­ju­rio, al robo, al adul­te-­

rio, al ho­mi­ci­dio, al des­pre­cio por la au­to­ri­dad amo­ro­sa, al ex­ce­so de tra-­

ba­jo y a la ado­ra­ción au­sen­te o fal­sa.

Esto es pre­ci­sa­men­te lo que dice Je­sús en Mar­cos 7:14-23 tras ha­ber de-­

ba­ti­do con los fa­ri­seos so­bre el cum­pli­mien­to de la ley (vv 1-13):

Nada de lo que vie­ne de afue­ra pue­de con­ta­mi­nar a una per­so­na. Más

bien, lo que sale de la per­so­na es lo que la con­ta­mi­na… To­dos estos ma-­

les vie­nen de aden­tro y con­ta­mi­nan a la per­so­na (vv 15, 23).


En se­gun­do lu­gar, Je­sús cum­ple la ley al en­car­nar el cum­pli­mien­to de lo

que pro­me­te la ley (la ley como pro­fe­cía). Él su­ple la ne­ce­si­dad que ex­po­ne

la ley. Así que la ley en sí misma con­tie­ne múl­ti­ples imá­ge­nes de esta sal­va-­

ción. Je­sús es el cum­pli­mien­to de estas imá­ge­nes. Éxo­do 21 − 24 con­tie­ne

una se­lec­ción de mues­tras de leyes que se re­pe­ti­rán y se ex­pan­di­rán en Le-­

ví­ti­co y Deu­te­ro­no­mio:


En 21:2-4
en­con­tra­mos leyes so­bre la li­be­ra­ción de es­cla­vos por­que Is-­
rael ha­bía sido re­di­mi­do de la es­cla­vi­tud. Apun­tan a Je­sús li­be­rán­do­nos
de la es­cla­vi­tud del pe­ca­do.


Los ver­sícu­los 23-24
di­cen: “Vida por vida, ojo por ojo, dien­te por dien-­
te”. El cas­ti­go nun­ca debe ex­ce­der al cri­men, pero el ofen­sor debe ser cas-­
ti­ga­do por su cri­men. Es el prin­ci­pio que está de­trás de la muer­te de Je­sús
en nues­tro lu­gar. Él pagó el cas­ti­go que me­re­ce­mos, para que así no se re-­
quie­ra cas­ti­go al­guno.


Éxo­do 23:10-13
tra­ta so­bre dar­le des­can­so tan­to al cam­po como a la
gen­te en el día de re­po­so. Nos mues­tra el des­can­so que en­con­tra­mos en
Je­sús.

Así que, como ya has leí­do ex­trac­tos de la ley de Moi­sés, las si­guien­tes

pre­gun­tas te ayu­da­rán a apli­car­la como un se­gui­dor de Je­su­cris­to en la ac-­

tua­li­dad:
1.
¿En qué ma­ne­ras ex­pre­sa esta ley amor ha­cia Dios o ha­cia el pró­ji-­

mo?¿Cómo se ex­pre­sa­rían estos mis­mos prin­ci­pios en la ac­tua­li-­

dad?

2.
¿Cómo ex­po­ne esta ley mi pe­ca­mi­no­si­dad y ne­ce­si­dad?

3.
¿Cómo fue que Je­sús cum­plió per­fec­ta­men­te esta ley y los prin­ci-­

pios que con­tie­ne?

4.
¿Cómo re­pre­sen­ta esta ley la obra sal­ví­fi­ca de Je­sús?

Me­di­ta en las mis­mas pre­gun­tas que se en­cuen­tran al fi­nal de la pri­me­ra


par­te.
¿Cómo te ha ayu­da­do esta sec­ción en:

1.
tu en­ten­di­mien­to del lu­gar de la ley de Dios en la vida cris­tia­na?

2.
tu apre­cia­ción de la bon­dad y la ben­di­ción de la ley de Dios?

3.
tu mo­ti­va­ción a vivir en obe­dien­cia a la ley de Dios?
Una lista de verificación
En la ley de Moi­sés, po­de­mos ver tan­to nues­tra pe­ca­mi­no­si­dad como la so-­

lu­ción a nues­tro pe­ca­do. Nos ve­mos a no­so­tros mis­mos como real­men­te so-­

mos, en la su­cie­dad de nues­tro pe­ca­do. Tam­bién con­tem­pla­mos a Je­sús en

toda la be­lle­za de Su glo­rio­sa jus­ti­cia, y Su abun­dan­te pro­vi­sión al otor­gar-­

nos esa jus­ti­cia.

Pien­sa en los Diez Man­da­mien­tos. No po­de­mos es­tu­diar­los de­ta­lla­da­men-­

te en este li­bro. Pero al leer­los, te­ne­mos que ana­li­zar­los de dos for­mas.

Pri­me­ra­men­te, de­be­mos ver­los como una lista de ve­ri­fi­ca­ción para eva-­

luar nues­tras vi­das.

1.
“No ten­gas ot­ros dio­ses ade­más de Mí” (20:3
). Este pri­mer man­da-­
mien­to es la raíz de to­dos los de­más por­que lo que más va­lo­re­mos en
nues­tra vi­das de­ter­mi­na­rá nues­tro com­por­ta­mien­to y nues­tras emo­cio­nes.
¿Amas algo o a al­guien más que Dios? ¿Te has ama­do a ti mismo más
que a Dios?
2.
“No te ha­gas nin­gún ído­lo” (v 4
). Esto es re­du­cir a Dios a algo que hi­ci-­
mos no­so­tros mis­mos —no con el fin de rem­pla­zar­lo, sino para po­der ha-­
cer­lo ma­ne­ja­ble, para en­ten­der­lo de acuer­do a nues­tras pro­pias ideas en
lu­gar de ha­cer­lo se­gún Su Pa­la­bra. ¿Has juz­ga­do al­gu­na vez a Dios, o lo
has mi­ni­mi­za­do?
3.
“No pro­nun­cies el nom­bre del SE­ÑOR tu Dios a la li­ge­ra” (v 7
). Esto
sig­ni­fi­ca li­te­ral­men­te “lle­var in­co­rrec­ta­men­te el nom­bre del SE­ÑOR tu
Dios”. So­mos los por­ta­do­res de Su ima­gen, he­chos para re­fle­jar Su glo­ria.
So­mos Su pue­blo, lla­ma­dos a re­ve­lar Su bon­dad. La ver­sión Rei­na Va­le­ra
Con­tem­po­rá­nea de la Bi­blia tra­du­ce este ver­sícu­lo de la si­guien­te ma­ne­ra:
“No to­ma­rás en vano el nom­bre del SE­ÑOR tu Dios”—la pa­la­bra “vano”
tam­bién pue­de sig­ni­fi­car “fal­sa­men­te”—no uses el nom­bre de Dios de
una ma­ne­ra que dañe Su repu­ta­ción. ¿Al­gu­na vez has da­ña­do la repu­ta-­
ción de Dios al de­cir o ha­cer algo, o quizá al no ha­cer o de­cir algo?
4.
“Acuér­da­te del sá­ba­do, para con­sa­grar­lo” (v 8
). Esto se re­fie­re a tra­ba-­
jar, o for­zar a ot­ras per­so­nas a tra­ba­jar, como si nues­tro fu­tu­ro de­pen­die­ra
de no­so­tros. ¿Al­gu­na vez has ba­sa­do tu iden­ti­dad o se­gu­ri­dad en ti
mismo?
5.
“Hon­ra a tu pa­dre y a tu ma­dre, para que dis­fru­tes de una lar­ga vida en la
tie­rra que te da el SE­ÑOR tu Dios” (v 12
). Este man­da­mien­to tie­ne una
pro­me­sa ad­jun­ta por­que la obe­dien­cia a la au­to­ri­dad de los pa­dres es el
co­mien­zo del res­pe­to ha­cia la au­to­ri­dad en ge­ne­ral. Si los ni­ños no apren-­
den a res­pe­tar a la au­to­ri­dad en casa, en­ton­ces la so­cie­dad será caó­ti­ca.
Aún más im­por­tan­te, re­cha­za­re­mos la au­to­ri­dad de nues­tro Pa­dre ce­les-­
tial. Que­bran­tar este man­da­mien­to lle­va­rá a la mal­di­ción del exi­lio. ¿Al-­
gu­na vez has de­sa­fia­do a la au­to­ri­dad? ¿O la has re­cha­za­do com­ple­ta­men-­
te?
6.
“No ma­tes” (v 13
). En el Ser­món del Mon­te, Je­sús dijo que la vo­lun­tad
de Dios no se tra­ta sim­ple­men­te de una con­for­mi­dad ex­ter­na, sino de la
ac­ti­tud de nues­tros co­ra­zo­nes. Po­de­mos ma­tar a la gen­te en nues­tros co­ra-­
zo­nes —“todo el que se eno­je con su her­mano” lo ha he­cho (Mt 5:22).
¿Al­gu­na vez has al­ber­ga­do pen­sa­mien­tos vio­len­tos so­bre al­guien? ¿Has
cons­pi­ra­do con­tra al­guien o ima­gi­na­do su caí­da o su rui­na —sea que lo
ha­yas lle­va­do a cabo o no?
7.
“No co­me­tas adul­te­rio” (v 14
). De nuevo, Je­sús dice: “Pero Yo les digo
que cual­quie­ra que mira a una mu­jer y la co­di­cia ya ha co­me­ti­do adul­te­rio
con ella en el co­ra­zón” (Mt 5:28). ¿Al­gu­na vez has te­ni­do pen­sa­mien­tos
lu­ju­rio­sos? ¿Has mi­ra­do a al­guien que no sea tu cón­yu­ge e ima­gi­na­do
cómo se­ría te­ner re­la­cio­nes se­xua­les con esa per­so­na?
8.
“No ro­bes” (20:15
). Re­cuer­da, Je­sús en­se­ña que guar­dar nues­tros co­ra-­
zo­nes es igual de im­por­tan­te que guar­dar nues­tras ma­nos. ¿Al­gu­na vez
has te­ni­do pen­sa­mien­tos co­di­cio­sos?
9.
“No des fal­so tes­ti­mo­nio en con­tra de tu pró­ji­mo” (v 16
). ¿Al­gu­na vez
has di­cho men­ti­ra o fin­gi­do algo?
1
0.
“No co­di­cies” (v 17
). ¿Tie­nes con­ten­ta­mien­to con lo que tie­nes? ¿Has
desea­do que tu vida fuese di­fe­ren­te? ¿Has que­ri­do que al­guien no ten­ga
algo por el he­cho de que tú no lo tie­nes, o has guar­da­do amar­gu­ra con­tra
Dios por­que Él de­ci­dió dar­le una ben­di­ción a al­guien más y no a ti?

Para mí —para to­dos no­so­tros— la res­pues­ta a cada una de estas pre­gun-­

tas que plan­tean los Diez Man­da­mien­tos es: Sí


. Esto es lo que so­mos. Aun-­

que so­mos ca­pa­ces de ha­cer el bien, no so­mos bue­nas per­so­nas que en oca-­

sio­nes tro­pie­zan. No eres una per­so­na que oca­sio­nal­men­te de­sa­fía a la au­to-­

ri­dad o que a ve­ces ve por­no­gra­fía, o se sien­te des­con­ten­ta. Tú y yo re­cha-­

za­mos a Dios, lo mi­ni­mi­za­mos, lo des­hon­ra­mos y lo rem­pla­za­mos. So­mos

re­bel­des, ho­mi­ci­das, adúl­te­ros, la­dro­nes, men­ti­ro­sos y en­vi­dio­sos. La gen­te

al­gu­nas ve­ces pre­gun­ta: “¿Has guar­da­do los Diez Man­da­mien­tos de Dios?”

Pero la tris­te rea­li­dad es que no he­mos guar­da­do nin­guno


de ellos.

Nun­ca co­no­ce­rás el per­dón y la li­ber­tad del pe­ca­do has­ta que en­fren­tes

esta rea­li­dad. Ne­gar el pe­ca­do no te per­mi­ti­rá avan­zar ni salir. Al­gu­nas per-­

so­nas se que­dan atra­pa­das en el pe­ca­do por­que se rehú­san a re­co­no­cer que

el pro­ble­ma es el pe­ca­do —que el pro­ble­ma son ellos mis­mos


.

La cul­tu­ra oc­ci­den­tal re­cha­za esto com­ple­ta­men­te. Lo en­cuen­tra pro­fun-­

da­men­te ofen­si­vo. Nues­tra cul­tu­ra pro­mue­ve afa­no­sa­men­te la au­to­es­ti­ma

para que así las per­so­nas se sien­tan bien con­si­go mis­mas. El ha­blar del pe-­

ca­do es visto como un aten­ta­do con­tra la mo­ral. La iro­nía de esto es que en-­
tre más pro­mo­ve­mos nues­tra au­to­es­ti­ma, más au­men­ta nues­tra an­sie­dad e

in­se­gu­ri­dad.

La lista de verificación de Cristo


Una vez acep­te­mos la pro­fun­di­dad de nues­tro pe­ca­do, es­ta­re­mos po­si­cio­na-­

dos para ver la glo­ria de la so­lu­ción de Dios. Y la so­lu­ción es Je­sús. Eva­lue-­

mos a Je­sús con esta lista.

1.
“No ten­gas ot­ros dio­ses ade­más de Mí” (20:3
). Je­sús le dijo a Su Pa­dre:
“Yo te he glo­ri­fi­ca­do en la tie­rra, y he lle­va­do a cabo la obra que me en-­
co­men­das­te” (Jn 17:4).
2.
“No te ha­gas nin­gún ído­lo” (v 4
). Je­sús no me­nos­pre­ció a Dios ni lo re-
creó. Él dijo: “… el Hijo no pue­de ha­cer nada por Su pro­pia cuen­ta, sino
so­la­men­te lo que ve que Su Pa­dre hace, por­que cual­quier cosa que hace el
pa­dre, la hace tam­bién el Hijo” (Jn 5:19).
3.
“No pro­nun­cies el nom­bre del SE­ÑOR tu Dios a la li­ge­ra” (20:7
). Je­sús
dijo: “A los que me diste del mun­do les he re­ve­la­do quién eres” (Jn 17:6).
4.
“Acuér­da­te del sá­ba­do, para con­sa­grar­lo” (20:8
). Je­sús le dio ple­ni­tud al
día de re­po­so —lo re-creó. Él dijo: “Aho­ra bien, si para cum­plir la ley de
Moi­sés cir­cun­ci­dan a un va­rón in­clu­so en sá­ba­do, ¿por qué se en­fu­re­cen
con­mi­go si en sá­ba­do lo sano por com­ple­to?” (Jn 7:23). Cada vez que sa-­
na­ba a al­guien en el día de re­po­so, pro­veía una ima­gen tan­to de la re-crea-­
ción sa­bá­ti­ca como de la ne­ce­si­dad del sá­ba­do.
5.
“Hon­ra a tu pa­dre y a tu ma­dre” (20:12
). Je­sús dijo: “… pero el mun­do
tie­ne que sa­ber que amo al Pa­dre, y que hago exac­ta­men­te lo que Él me
ha or­de­na­do que haga” (Jn 14:31).
6.
“No ma­tes” (20:13
). Aun cuan­do Sus ene­mi­gos lo cla­va­ban a la cruz, el
co­ra­zón de Cris­to no se lle­nó de odio. En vez de eso, Él oró: “Pa­dre, per-­
dó­na­los” (Lc 23:34). Él no tomó nin­gu­na vida —Sus pla­nes es­ta­ban con-­
tro­la­dos por Su deseo de sa­cri­fi­car Su pro­pia vida para po­der dar vida a
ot­ros: “Yo soy el buen pas­tor. El buen pas­tor da Su vida por las ove­jas”
(Jn 10:11).
7.
“No co­me­tas adul­te­rio” (20:14
). Juan 13:1 dice: “Y ha­bien­do ama­do a
los Suyos que es­ta­ban en el mun­do, los amó has­ta el fin”. Je­sús da Su
vida por Su es­po­sa (Jn 3:29).
8.
“No ro­bes” (20:15
). Je­sús vino a dar, no a to­mar: “El la­drón no vie­ne
más que a ro­bar, ma­tar y des­truir; Yo he ve­ni­do para que ten­gan vida, y la
ten­gan en abun­dan­cia… Na­die me la arre­ba­ta, sino que Yo la en­tre­go por
Mi pro­pia vo­lun­tad” (Jn 10:10,18).
9.
“No des fal­so tes­ti­mo­nio en con­tra de tu pró­ji­mo” (20:16
). Je­sús dijo:
“… no hago nada por Mi pro­pia cuen­ta, sino que ha­blo con­for­me a lo que
el Pa­dre me ha en­se­ña­do” (Jn 8:28; 14:10). De he­cho, Je­sús es “la ver-­
dad” (Jn 14:6) — “… es ver­da­de­ro, y en Él no hay in­jus­ti­cia” (Jn 7:18,
RVC).
1
0.
“No co­di­cies” (20:17
). Je­sús mues­tra con­ten­ta­mien­to con la vo­lun­tad de
Dios, aun cuan­do eso sig­ni­fi­có estar en la cruz. Dijo: “Aho­ra todo Mi ser
está an­gus­tia­do, ¿y aca­so voy a de­cir: ‘Pa­dre, sál­va­me de este hora di­fí-­
cil’? ¡Si pre­ci­sa­men­te para este hora di­fí­cil he ve­ni­do!” (Jn 12:27). Él te-­
nía de­re­cho a más ri­que­zas, in­fluen­cia y ado­ra­ción que cual­quier otro ser
hu­mano; pero en lu­gar de ello, Él de­ci­dió li­bre y ale­gre­men­te con­ver­tir­se
en po­bre, por nues­tro bien y por la glo­ria de Su Pa­dre.

Je­sús es tan­to el da­dor de la ley como el guar­da­dor de la ley. Él es el

justo. Él es la per­fec­ta en­car­na­ción de la vo­lun­tad de Dios. Él es el amor en-­

car­na­do. Cuan­do lee­mos los Diez Man­da­mien­tos y con­si­de­ra­mos a Cris­to,

solo po­de­mos res­pon­der con te­mor y ado­ra­ción.

Aho­ra nos da­mos cuen­ta de que toda esa bon­dad y her­mo­su­ra es nues­tra

en Cris­to. Aho­ra Su his­to­rial es nues­tro. So­mos re­di­mi­dos por la muer­te y la

re­su­rrec­ción de Je­sús —lo vi­mos en la Pas­cua— pero tam­bién so­mos re­di-­

mi­dos por la obe­dien­cia de Je­sús.

Él cumplió la ley en nuestro lugar


Éxo­do 21:12-23:9
des­cri­be los cas­ti­gos para una va­rie­dad de crí­me­nes. Si

los es­tu­dias po­drás ver que se pre­sen­tan en dos par­tes:



una res­ti­tu­ción de lo que se ha per­di­do

un cas­ti­go equi­va­len­te al daño oca­sio­na­do

Si es un daño ac­ci­den­tal, debe ha­ber res­ti­tu­ción, pero no hay ne­ce­si­dad de

cas­ti­go. Si tu cri­men que­da solo en el in­ten­to, no hay res­ti­tu­ción, pero sí hay


cas­ti­go. Y si tu cri­men es de­li­be­ra­do y lle­va­do a cabo, se re­quie­ren am­bas

co­sas.

En­ton­ces, ¿qué se pue­de de­cir de nues­tro cri­men en con­tra de Dios? Debe

ha­ber un cas­ti­go —y eso es lo que Je­sús pagó por no­so­tros a tra­vés de Su

muer­te. Pero tam­bién debe ha­ber una res­ti­tu­ción —y por eso Je­sús da Su

vida en nues­tro lu­gar.

Es im­por­tan­te no­tar que las leyes de res­ti­tu­ción que ve­mos en 21:12 −

23:9
son pre­ce­di­das y se­gui­das por “leyes de ju­bi­leo”. Éxo­do 21:1-11
per-­

mi­te la po­si­bi­li­dad de que los es­cla­vos sean li­be­ra­dos, así como Dios ha­bía

li­be­ra­do a Is­rael de la es­cla­vi­tud (20:1-2


). En 23:10-13
se ins­ti­tu­ye el des-­

can­so para la tie­rra y para sus tra­ba­ja­do­res. Esto no es un ac­ci­den­te: la res­ti-­

tu­ción y el cas­ti­go que Cris­to pagó en la cruz pro­du­cen li­be­ra­ción y des­can-­

so para Su pue­blo.

Je­sús cum­plió la ley en nues­tro lu­gar. Y esas son muy bue­nas no­ti­cias.

Tal vez esta se­ma­na te has es­for­za­do por ser una bue­na ma­dre. Pero en al-­

gún mo­men­to de esta se­ma­na —tal vez en mu­chos— te sen­tis­te to­tal­men­te

de­rro­ta­da. O qui­zás viste por­no­gra­fía y estás ocul­tan­do la pro­fun­da ver-­

güen­za que sien­tes. Has fa­lla­do tan­tas ve­ces que has­ta pue­de ser que ya te

ha­yas dado por ven­ci­do. O tal vez estás tra­tan­do de­ses­pe­ra­da­men­te de ser

un buen lí­der de la igle­sia —al­can­zan­do a los in­con­ver­sos y pas­to­rean­do a


tu gen­te. Pero los tro­pie­zos ha­cen que te de­rrum­bes. Otra po­si­bi­li­dad es que

te en­cuen­tres lleno de en­vi­dia e in­con­for­mi­dad. No te gusta tu vida. Sien­tes

que Dios te ha de­frau­da­do, y que está a mi­llo­nes de ki­ló­me­tros de ti.

Cuan­do eres eva­lua­do se­gún la ley de Dios, el ve­re­dic­to es que has fa­lla-­

do. Ad­mí­te­lo. Des­pués acu­de al evan­ge­lio. Lee so­bre la vida de Je­sús. Cada

acto de amor, de obe­dien­cia y cada pa­la­bra que com­par­tió —todo lo hizo

por ti. Y si has pues­to tu fe en Cris­to, Dios te ha co­lo­ca­do en Cris­to y to­das

esas co­sas se acre­di­tan a tu favor. “Pero gra­cias a Él us­te­des están uni­dos a

Cris­to Je­sús, a quien Dios ha he­cho nues­tra sa­bi­du­ría —es de­cir, nues­tra

jus­ti­fi­ca­ción, san­ti­fi­ca­ción y re­den­ción— para que, como está es­cri­to: ‘El

que se quie­ra enor­gu­lle­cer, que se enor­gu­llez­ca en el Se­ñor’” (1Co 1:30-

31).

Así que cada vez que que­bran­tes la ley de Dios, re­cuer­da lo si­guien­te: Je-­

sús cum­plió esa ley por ti. Cada vez que tra­tes de ha­cer la vo­lun­tad de Dios

y fa­lles, re­cuer­da esto: Je­sús obe­de­ció a la per­fec­ción la vo­lun­tad de Dios

por ti. Re­pí­te­te a ti mismo: “La ley que aca­bo de que­bran­tar, Je­sús la cum-­

plió en mi lu­gar”. El Pa­dre te ha pues­to en Je­sús y te tra­ta como se me­re­ce

Je­sús de­bi­do a Su his­to­rial im­pe­ca­ble. Y el ve­re­dic­to que es­cri­be a lo lar­go

de tu vida es: “Tú eres Mi hijo ama­do; estoy muy com­pla­ci­do con­ti­go” —

tal como le dijo a Je­sús (Lc 3:22). Al ser jus­ti­fi­ca­do en Cris­to, for­ta­le­ci­do
por el Es­pí­ri­tu y ama­do por el Pa­dre, hoy pue­des em­pe­zar de nuevo a ha­cer

la vo­lun­tad de Dios. Y ma­ña­na. Y el día si­guien­te.

La confirmación del pacto


Las leyes ter­mi­nan con las pro­me­sas: “Date cuen­ta, Is­rael, que Yo en­vío Mi

án­gel de­lan­te de ti, para que te pro­te­ja en el ca­mino y te lleve al lu­gar que te

he pre­pa­ra­do” (23:20
). Los is­rae­li­tas de­ben es­cu­char lo que Él dice y ala-­

bar úni­ca­men­te a Dios (vv 21, 24-26


). Si lo ha­cen, el án­gel del SE­ÑOR de-­

rro­ta­rá a sus ene­mi­gos (v 22


) y les dará la tie­rra pro­me­ti­da (vv 22-23, 31
).

Dios dice: “En toda na­ción don­de pon­gas el pie haré que tus ene­mi­gos te

ten­gan mie­do, se tur­ben y huyan de ti” (v 27


) y “De­lan­te de ti en­via­ré avis-­

pas, para que ahu­yen­ten a los he­veos, ca­na­neos e hi­ti­tas” (v 28


) —dos imá-­

ge­nes que mues­tran el po­der des­truc­ti­vo del án­gel del SE­ÑOR. Pero Dios

no des­alo­ja in­me­dia­ta­men­te a los ha­bi­tan­tes de la tie­rra pro­me­ti­da, por­que

la de­ja­ría de­sola­da (v 30
). Así que se­ría un pro­ce­so gra­dual (v 30
) que pro-­

ba­ría la leal­tad de Is­rael (vv


32-33
). Esto es exac­ta­men­te lo que ve­mos en

Jue­ces 1 y es­pe­cial­men­te en Jue­ces 2:22 – 3:4. La ame­na­za de las na­cio­nes

pro­vo­ca­ría que cada ge­ne­ra­ción de is­rae­li­tas con­fia­ra en Dios, así como las

aflic­cio­nes de este mun­do prue­ban y re­fi­nan la fe de los cris­tia­nos (1P 1:6-

9).
En Éxo­do 24, el pac­to es con­fir­ma­do. Moi­sés re­trans­mi­te todo lo que

Dios ha di­cho y el pue­blo res­pon­de a una voz: “Ha­re­mos todo lo que el SE-­

ÑOR ha di­cho” (24:3


). Moi­sés des­pués es­cri­be todo para crear un re­gis­tro

per­ma­nen­te que to­da­vía te­ne­mos al día de hoy (v 4


). El pac­to es con­fir­ma-­

do de dos ma­ne­ras. Pri­me­ra­men­te, es con­fir­ma­do a tra­vés de la san­gre (vv

4-8
). Moi­sés lee la ley; el pue­blo afir­ma su in­ten­ción de obe­de­cer; y lue­go

la san­gre del sa­cri­fi­cio es ro­cia­da so­bre el pue­blo. La úni­ca otra oca­sión

don­de ve­mos ro­cia­mien­to de san­gre en Éxo­do es en la san­ti­fi­ca­ción de los

sa­cer­do­tes (29:20-21). Así que este he­cho en el ca­pí­tu­lo 24 pro­mul­ga y re-­

fuer­za la iden­ti­dad de Is­rael como un reino sa­cer­do­tal (19:3-6). Como Is­rael

vive bajo el go­bierno de Dios ex­pre­sa­do en Su ley, da­rán a co­no­cer a Dios a

las na­cio­nes (Dt 4:5-8).

En se­gun­do lu­gar, el pac­to es con­fir­ma­do a tra­vés de una co­mi­da. Dios ya

ha­bía pro­vis­to fies­tas re­cu­rren­tes para re­cor­dar­le a Is­rael su re­den­ción

(23:14-19
). Aho­ra los re­pre­sen­tan­tes de Is­rael su­ben a la mon­ta­ña con Moi-­

sés (24:1-2, 9-12


). Este es un mo­men­to in­creí­ble, da­das las ad­ver­ten­cias

res­pec­to a acer­car­se a la mon­ta­ña en 19:20-24. A pe­sar de que to­da­vía se te-­

nían que de­te­ner a cier­ta dis­tan­cia de Moi­sés (24:1-2


), ellos vie­ron “al Dios

de Is­rael. Bajo Sus pies ha­bía una es­pe­cie de pa­vi­men­to de za­fi­ro, tan cla­ro

como el cie­lo mismo. Pero Dios no le­van­tó Su mano con­tra los lí­de­res de
los is­rae­li­tas; ellos vie­ron a Dios, y se sen­ta­ron y to­ma­ron” (v 10-11
). Se

es­pe­ra­ba que Dios arre­me­tie­ra con­tra ellos (19:22). Pero Él no le­van­ta Su

mano con­tra ellos, sino que ellos co­men en Su pre­sen­cia. La san­gre de­rra-­

ma­da y las pro­me­sas del pac­to con­du­cen a este mo­men­to —una co­mi­da en

la pre­sen­cia de Dios.

Tal como he­mos visto, en Éxo­do las co­mi­das son im­por­tan­tes, por­que en

la his­to­ria del evan­ge­lio las co­mi­das tam­bién son im­por­tan­tes. Este mo­men-­

to en la mon­ta­ña fue re­pe­ti­do la no­che pre­via a la muer­te de Je­sús: “De la

misma ma­ne­ra tomó la copa des­pués de la cena, y dijo: ‘Esta copa es el

nuevo pac­to en Mi san­gre, que es de­rra­ma­da por us­te­des’” (Lc 22:20). Je­sús

hizo un nuevo pac­to con Su pue­blo. Nue­va­men­te, fue un pac­to con­fir­ma­do

por san­gre. Pero esta vez fue Su pro­pia san­gre la que com­par­tió, sim­bo­li­za-­

da en el vino. El sa­cri­fi­cio de Su muer­te sació la ira di­vi­na y así nos re­con-­

ci­lió con Dios. El pac­to fue con­fir­ma­do en una co­mi­da. Esta es la sal­va­ción:

co­mer en la pre­sen­cia de Dios (como ve­mos en Éxo­do 18:12). Esto es lo

que es­pe­ra­mos. En la úl­ti­ma cena, Je­sús dijo: “… pues les digo que no vol-­

ve­ré a co­mer­la has­ta que ten­ga su pleno cum­pli­mien­to en el reino de Dios”

(Lc 22:16). La sal­va­ción es des­cri­ta como un fes­tín per­pe­tuo con Dios, y

cada vez que ce­le­bra­mos la co­mu­nión, re­cor­da­mos la san­gre de­rra­ma­da de

Cris­to, que nos re­con­ci­lia con Dios; y, por tan­to, po­de­mos an­he­lar la co­mi-­
da eter­na que re­pre­sen­ta esa re­con­ci­lia­ción, dis­fru­ta­da en la pre­sen­cia glo-­

rio­sa y ple­na de Dios. No nos de­ten­dre­mos a cier­ta dis­tan­cia —nos sen­ta­re-­

mos jun­to a Él.

Éxo­do 24 fi­na­li­za con Moi­sés y Jo­sué, su ayu­dan­te (y el que un día se­ría

su su­ce­sor), re­gre­san­do a la mon­ta­ña una vez más a es­cu­char de Dios

(24:13-16
). Esta vez Moi­sés es­ta­rá allí por cua­ren­ta días, re­ci­bien­do ins-­

truc­cio­nes para la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo (v 18


). Una nube des­cien­de

so­bre el mon­te Si­naí y los is­rae­li­tas: “A los ojos de los is­rae­li­tas, la glo­ria

del SE­ÑOR en la cum­bre del mon­te pa­re­cía un fue­go con­su­mi­dor” (v 17


).

Esto es una re­pe­ti­ción del ca­pí­tu­lo 19, pero tam­bién an­ti­ci­pa 40:34-35,

cuan­do la nube de la glo­ria de Dios lle­na­rá al ta­ber­nácu­lo. En un sen­ti­do,

los re­pre­sen­tan­tes de Is­rael se en­cuen­tran con Dios para co­mer con Él. Pero

aho­ra Dios va a mos­trar­les Sus pla­nes de ba­jar de la mon­ta­ña y es­ta­ble­cer

Su mo­ra­da en­tre Su pue­blo.

1.
Des­pués de ha­ber re­fle­xio­na­do so­bre las pre­gun­tas que se en­cuen-­
tran en el pri­mer lis­ta­do, ¿ha cam­bia­do tu pers­pec­ti­va so­bre ti
mismo?

2.
¿Cómo te mueve a ala­bar y ado­rar a Cris­to el me­di­tar en Su vida a
la luz de los Diez Man­da­mien­tos?

3.
Dios está obran­do para trans­for­mar tu na­tu­ra­le­za, lle­ván­do­te a ser
se­me­jan­te a Cris­to. Con­si­de­ran­do tus res­pues­tas a las pre­gun­tas 1 y

2, ¿te sien­tes mo­ti­va­do a vivir para Cris­to y en obe­dien­cia a Dios?


 

¿Eres aven­tu­re­ro u ho­ga­re­ño?

Con aven­tu­re­ro, me re­fie­ro a al­guien que siem­pre está bus­can­do co­sas

nue­vas, al­guien que siem­pre está en mo­vi­mien­to, que no des­can­sa, que no

se asien­ta en nin­gún lu­gar —al­guien que ama via­jar, ir a lu­ga­res nue­vos y

pro­bar co­sas nue­vas.

Con ho­ga­re­ño, me re­fie­ro a al­guien que le en­can­ta la idea de crear un ho-­

gar y es­ta­ble­cer­se allí. Al­guien que ama co­ci­nar o de­co­rar. Al­guien que dis-­

fru­ta de acu­rru­car­se en el sofá y que siem­pre está an­he­lan­do lle­gar a casa.

Quizá eres un poco de am­bos. Ten­go un poco de aven­tu­re­ro en mí. Me

gusta salir al cam­po. Cada sen­de­ro me in­vi­ta a ex­plo­rar­lo. Pero solo en

Gran Bre­ta­ña —por­que en rea­li­dad soy ma­yor­men­te ho­ga­re­ño. Si me di­je-­

ras que nun­ca más po­dré salir de Gran Bre­ta­ña, re­ci­bi­ría esa no­ti­cia como
algo agra­da­ble. No es por­que pien­se que mi país es me­jor. Es que es mi

país. Es mi ho­gar. Cuan­do estoy de via­je, siem­pre an­he­lo re­gre­sar a casa.

Estos dos ins­tin­tos con­tras­tan­tes pro­ba­ble­men­te re­fle­jen un mismo deseo

—un an­he­lo por el ho­gar. Los aven­tu­re­ros van en busca de un ho­gar, mien-­

tras que los ho­ga­re­ños in­ten­tan crear­lo. En lo pro­fun­do del co­ra­zón de cada

per­so­na exis­te un an­he­lo por el ho­gar.

Este an­he­lo re­fle­ja la his­to­ria hu­ma­na. La hu­ma­ni­dad su­fre de un pro­fun-­

do sen­ti­mien­to de des­arrai­go. Nos sen­ti­mos sin ho­gar. Esto se debe a que

fui­mos ex­pul­sa­dos de nues­tro pri­mer ho­gar.

Dejando el hogar
Dios puso al pri­mer hom­bre y a la pri­me­ra mu­jer en el jar­dín-ho­gar del

Edén. Era un lu­gar de ple­ni­tud, lleno de pro­vi­sio­nes y se­gu­ri­dad. Era nues-­

tro ho­gar. En me­dio de este ho­gar es­ta­ba el ár­bol de vida, y lo me­jor de este

ho­gar era que Dios es­ta­ba pre­sen­te. La hu­ma­ni­dad se en­con­tra­ba en su ho-­

gar con Dios. Pero cuan­do los pri­me­ros hu­ma­nos re­cha­za­ron a Dios, fue­ron

exi­lia­dos del Edén:

En­ton­ces Dios el SE­ÑOR ex­pul­só al ser hu­mano del jar­dín del Edén, para

que tra­ba­ja­ra la tie­rra de la cual ha­bía sido he­cho. Lue­go de ex­pul­sar­lo,

puso al orien­te del jar­dín del Edén a los que­ru­bi­nes


, y una es­pa­da ar-­
dien­te que se mo­vía por to­dos la­dos, para cus­to­diar el ca­mino que lleva al

ár­bol de la vida (Gn 3:23-24).

Adán y Eva se en­con­tra­ban al este del Edén. Des­pués, cuan­do Caín mató

a su her­mano, él “se ale­jó de la pre­sen­cia del SE­ÑOR y se fue a vivir a la

re­gión lla­ma­da Nod, al este del Edén” (Gn 4:16). Los hu­ma­nos se fue­ron

ale­jan­do de Dios, cada vez más ha­cia el este del Edén. Y nun­ca he­mos re-­

gre­sa­do. Así que desde en­ton­ces he­mos an­he­la­do el ho­gar, y nos sen­ti­mos

des­arrai­ga­dos. Al­gu­nos per­ci­ben ese sen­ti­mien­to más que ot­ros, y al­gu­nas

cir­cuns­tan­cias de la vida ha­cen que ese sen­ti­mien­to sea más fuer­te. Pero

siem­pre está ahí —ese an­he­lo por lle­gar a casa.

En cier­to sen­ti­do, Is­rael es una na­ción en ca­mino a casa —se di­ri­ge ha­cia

la tie­rra que Dios ha pro­me­ti­do dar­les para ha­bi­tar con ellos. Pero aún no

han lle­ga­do —y cuan­do lle­guen, des­cu­bri­rán que la tie­rra es solo un des­te­llo

de su ver­da­de­ro ho­gar eterno. El sen­ti­mien­to de des­arrai­go con­ti­nua­rá, en

ma­yor o me­nor gra­do; y para tra­tar con él, Dios pro­vee el plan para el ta­ber-­

nácu­lo (o tien­da) que Is­rael cons­trui­rá como “una ré­pli­ca exac­ta del mo­de­lo

que Yo te mos­tra­ré” (25:9


).

Un mapa hacia el hogar


El ta­ber­nácu­lo es un mapa que nos mues­tra el ca­mino de re­gre­so a casa. Así

que está lleno de ecos del Edén. Las pis­tas están ocul­tas en la ar­qui­tec­tu­ra y

el mo­bi­lia­rio.

Pri­me­ra­men­te, la lista de los ma­te­ria­les que se uti­li­za­rían para el ta­ber-­

nácu­lo co­mien­za con oro y ter­mi­na con óni­ce (25:3-7


). Com­pa­ra esto con

la des­crip­ción del Edén en Gé­ne­sis 2:12: “El oro de esa re­gión era fino, y

tam­bién ha­bía ahí re­si­na muy bue­na y pie­dra de óni­ce”.

En se­gun­do lu­gar, 25:31-39


des­cri­be el can­de­le­ro del ta­ber­nácu­lo. Con

to­dos sus cá­li­ces y pé­ta­los, daba la apa­rien­cia de un ár­bol. El ta­ber­nácu­lo

pa­re­ce­ría un jar­dín con un ár­bol que da luz. Es un eco del ár­bol de la vida

que se en­con­tra­ba en el cen­tro del Edén.

En ter­cer lu­gar, “dijo Dios” apa­re­ce sie­te ve­ces en la na­rra­ción de la

Crea­ción (Gn 1:3, 6, 9, 14, 20, 24, 26). Y en las ins­truc­cio­nes del ta­ber­nácu-­

lo, dice sie­te ve­ces que “el SE­ÑOR ha­bló con Moi­sés” (Éx 25:1
; 30:11, 17,

22, 34; 31:1, 12). Ade­más, am­bos re­la­tos ter­mi­nan con una des­crip­ción del

día de re­po­so (Gn 2:1-3; Éx 31:12-18). La cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo es

como la cons­truc­ción de nues­tro jar­dín-ho­gar del Edén.

En cuar­to lu­gar, an­tes de la Caí­da, el Edén era un tem­plo-mon­te don­de

Adán era el sa­cer­do­te. Aho­ra, en el ta­ber­nácu­lo, el tem­plo-mon­te está sien-­

do re-crea­do. El car­go de Adán de “cul­ti­var y cui­dar” (Gn 2:15) solo se re-­


pi­te cuan­do se ha­bla de los sa­cer­do­tes (Nm 3:7-8; 8:26; 18:5-6). Lo im­pac-­

tan­te es que Adán es des­cri­to de ma­ne­ra si­mi­lar a los sa­cer­do­tes en Éxo­do

28 − 29, y el Edén es des­cri­to como el “san­to mon­te de Dios” (Ez 28:13, 14,

16). Y en Eze­quiel 28:11-19, Dios con­de­na al rey de Tiro con un len­gua­je

que lo hace ver como un ar­que­ti­po de Adán o de Sa­ta­nás.

So­bre todo, Dios está ahí. A Is­rael se le pi­dió cons­truir una tien­da
(26:15-

29
). Cons­truir una tien­da nos pa­re­ce algo ex­tra­ño. Tal vez la ima­gi­nas

como las car­pas que usan para las bo­das. Pero para los is­rae­li­tas, una tien­da

sig­ni­fi­ca­ba solo una cosa: un ho­gar. Ellos eran un pue­blo nó­ma­da que vivía

en tien­das. Dios ha­bía des­cen­di­do a vi­si­tar­los en el mon­te Si­naí; aho­ra, Él

se “mu­da­ría al ba­rrio”. Ha­bi­ta­ría en me­dio de Su pue­blo.

Él les or­de­nó: “… me ha­rán un san­tua­rio, para que Yo ha­bi­te en­tre us­te-­

des” (25:8
). Vern Po­yth­ress, es­tu­dio­so del Nuevo Tes­ta­men­to, es­cri­be:

Su tien­da te­nía ha­bi­ta­cio­nes, un pa­tio y una chi­me­nea, al igual

que las suyas.

(The Sha­dow of Ch­rist in the Law of Mo­ses

[La som­bra de Cris­to en la ley de Moisé


s
], 11).

Con­si­de­re­mos nue­va­men­te el can­de­le­ro. Es un ár­bol que está en­cen­di­do

per­ma­nen­te­men­te —así que arde, pero no se con­su­me. Es un eco de la zar­za


ar­dien­te que Moi­sés en­con­tró en Éxo­do 3. Su ex­pe­rien­cia de estar en la pre-­

sen­cia de Dios en tie­rra san­ta se re­pli­ca en el ta­ber­nácu­lo. El tema de la pre-­

sen­cia de Dios se en­cuen­tra en todo el re­la­to del ta­ber­nácu­lo (25:8, 22, 30


;

29:45; 30:6; 40:38).

Ade­más, to­das las pie­zas del mo­bi­lia­rio tie­nen ani­llos y po­leas en ellos

(25:14-15, 26-28; 27:4-7


). La es­truc­tu­ra del ta­ber­nácu­lo y del pa­tio per­mi-­

te que sean des­man­te­la­dos fá­cil­men­te. Es una tien­da, no un edi­fi­cio. Dios

ha­bi­ta en una tien­da para po­der via­jar con Su pue­blo. Al igual que en el

Edén, Dios vive en me­dio de Su pue­blo. Así que el ta­ber­nácu­lo es un eco

del Edén y nos se­ña­la ha­cia nues­tro ver­da­de­ro ho­gar. ¿Y cómo es nues­tro

ver­da­de­ro ho­gar? Nue­va­men­te, las pis­tas están in­crus­ta­das en el mo­bi­lia­rio.

Cada ob­je­to del mo­bi­lia­rio es una se­ñal.

El arca: en el hogar, vivimos bajo el gobierno de Dios


El arca tie­ne las mis­mas pro­por­cio­nes que los ban­qui­llos que uti­li­za­ban los

an­ti­guos reyes para des­can­sar sus pies (25:10-13


). Cuan­do un rey juz­ga­ba,

se sen­ta­ba en su trono y po­nía sus pies so­bre un ban­qui­llo. Pero Is­rael no es

go­ber­na­do por un rey hu­mano. Dios es su Rey. Y Dios rei­na desde el cie­lo.

Así que Él está, por así de­cir­lo, sen­ta­do en Su trono en el cie­lo con el arca

como Su ban­qui­llo en la tie­rra.


En Isaías 6, el trono de Dios está en el tem­plo, pero lo úni­co que se pue­de

ob­ser­var de Dios son los bor­des de Su man­to, por­que Dios rei­na desde el

cie­lo, pero Sus pies to­can la tie­rra en el tem­plo. En Isaías 66:1, el SE­ÑOR

dice: “El cie­lo es Mi trono, y la tie­rra, el es­tra­do de Mis pies. ¿Qué casa me

pue­den cons­truir? ¿Qué mo­ra­da me pue­den ofre­cer?”. Ade­más, va­rios pa­sa-­

jes nos di­cen que el trono de Dios está en­tre que­ru­bi­nes (1S 4:4; 2S 6:2; Sal

80:1; 99:1). (Jer 3:16-17 equi­pa­ra el arca con el trono cuan­do dice que el

arca será ol­vi­da­da cuan­do Je­ru­sa­lén se con­vier­ta en el trono de Dios.) Aquí

es don­de el trono ce­les­tial de Dios toca la tie­rra.

Es por esto que Éxo­do 25:21


dice: “Co­lo­ca el pro­pi­cia­to­rio en­ci­ma del

arca, y pon den­tro de ella la ley que voy a en­tre­gar­te” (una re­pe­ti­ción del

ver­sícu­lo 16
, mos­tran­do la im­por­tan­cia de este de­ta­lle). Dios go­ber­na­rá a

Su pue­blo a tra­vés de Su ley, y el go­bierno de Su ley es sim­bo­li­za­do por las

ta­blas de pie­dra. De cier­ta for­ma, el pac­to de Dios con Su pue­blo re­fle­ja los

tra­ta­dos an­ti­guos del Orien­te Pró­xi­mo. Un rey po­de­ro­so (un so­be­rano) ha­cía

tra­ta­dos con una na­ción sub­yu­ga­da (un va­sa­llo), ofre­cien­do pro­tec­ción a

cam­bio de leal­tad. Se ha­cían dos co­pias de ese tra­ta­do y se de­po­si­ta­ban en

los tem­plos de sus dio­ses. Se hi­cie­ron dos co­pias del tra­ta­do en­tre Dios e Is-­

rael en ta­blas de pie­dra. Pero como Dios e Is­rael com­par­ten el mismo ta­ber-­

nácu­lo, am­bas co­pias son de­po­si­ta­das en el arca. De­po­si­tar las ta­blas de la


ley del pac­to en el ta­ber­nácu­lo sim­bo­li­za que Dios es Rey y que Is­rael es Su

va­sa­llo, y que tan­to Dios como el pue­blo re­co­no­cen esto.

Así que Dios rei­na desde el arca so­bre Su pue­blo. “Yo me re­uni­ré allí

con­ti­go en me­dio de los dos que­ru­bi­nes que están so­bre el arca del pac­to.

Desde la par­te su­pe­rior del pro­pi­cia­to­rio te daré to­das las ins­truc­cio­nes que

ha­brás de co­mu­ni­car­les a los is­rae­li­tas” (v 22


, ver tam­bién vv 18-20
). En

el Edén, la hu­ma­ni­dad re­cha­zó la au­to­ri­dad del Pa­dre ce­les­tial. El re­sul­ta­do

ha sido caos, con­flic­tos y con­de­na­ción. Pero en el nuevo ho­gar de Dios, Él

res­tau­ra­rá Su vi­vi­fi­can­te go­bierno de amor.

La pa­la­bra “pro­pi­cia­ción” en el ver­sícu­lo 17


se tra­du­ce de la pa­la­bra he-­

brea kap­po­ret
, que sig­ni­fi­ca li­te­ral­men­te “cu­bier­ta”. Si­guien­do a Mar­tín

Lu­te­ro, el tra­duc­tor de la Bi­blia que fue la pre­cur­so­ra de la ver­sión King Ja-­

mes, Wi­lliam Tyn­da­le tra­du­jo esto como “el lu­gar de la mi­se­ri­cor­dia”. Este

es el lu­gar don­de en­con­tra­mos la mi­se­ri­cor­dia (ver Lv 16:14-15). Pero ¿qué

está sien­do cu­bier­to? Este pro­pi­cia­to­rio está en­ci­ma de las ta­blas de la ley

que se en­cuen­tran en el arca. Así que lo que está sien­do cu­bier­to es el cas­ti-­

go de la ley. (Ve­mos algo si­mi­lar en la fra­se “esto cu­bri­rá el co­sto”). El

reino de Dios no solo trae jus­ti­cia; tam­bién pro­por­cio­na mi­se­ri­cor­dia. Cuan-­

do Je­sús, el Rey de Dios, ven­ga a res­tau­rar com­ple­ta­men­te el go­bierno de

Dios en Su se­gun­da ve­ni­da, se hará jus­ti­cia. Pero en Su pri­me­ra ve­ni­da no


se hizo jus­ti­cia. O, me­jor di­cho, se hizo jus­ti­cia en la cruz, don­de el cas­ti­go

cayó so­bre el Rey mismo. Je­sús fue el sa­cri­fi­cio para la pro­pi­cia­ción, quien

cu­brió el cas­ti­go de nues­tro pe­ca­do para que po­da­mos re­ci­bir mi­se­ri­cor­dia.

La mesa: en el hogar, comemos con Dios


La ma­yo­ría de los ho­ga­res tie­ne un co­me­dor. Nada sim­bo­li­za el ho­gar con

ma­yor po­der que el co­me­dor, en don­de se re­ú­ne la fa­mi­lia, a ve­ces con in­vi-­

ta­dos, para com­par­tir los ali­men­tos y la amis­tad. Y aquí, en el ho­gar mo­de­lo

de Dios, exis­te una mesa (25:23-25


) pre­pa­ra­da para un ban­que­te (v 29
):

“So­bre la mesa pon­drás el pan de la Pre­sen­cia, para que esté ante Mí siem-­

pre” (v 30
). ¡No está allí por­que Dios ten­ga ham­bre! Está allí como una se-­

ñal per­ma­nen­te de que Dios nos in­vi­ta a dis­fru­tar de una co­mu­nión con Él.

Este es el pan de Su Pre­sen­cia.

En Le­ví­ti­co 24:5-9 se nos dice que el pan de la Pre­sen­cia in­vo­lu­cra­ba

doce tor­tas de pan dis­pues­tas en dos fi­las de seis, y que eran rem­pla­za­das

cada se­ma­na. Ha­bía una por cada tri­bu de Is­rael, para in­di­car que todo el

pue­blo era bien­ve­ni­do a co­mer con Él. De acuer­do a la hos­pi­ta­li­dad que se

prac­ti­ca­ba en aquel tiem­po, el an­fi­trión pro­por­cio­na­ba pro­tec­ción y pro­vi-­

sio­nes a sus in­vi­ta­dos. Así que Dios pro­te­ge­ría a Su pue­blo y les pro­vee­ría.
Les pro­vee maná en el de­sier­to, pero tam­bién pro­vee­ría ben­di­cien­do la tie-­

rra cuan­do Is­rael en­tra­ra a Ca­naán.

En Éxo­do 24:9-11, los an­cia­nos de Is­rael su­bie­ron a la pre­sen­cia de Dios.

Allí, “a pe­sar de que estos je­fes de los is­rae­li­tas vie­ron a Dios, si­guie­ron

con vida, pues Dios no alzó Su mano con­tra ellos”. En lu­gar de ello, “vie­ron

a Dios, y co­mie­ron y be­bie­ron” (RV60). La meta de la sal­va­ción es que co-­

ma­mos en la pre­sen­cia de Dios. Y esa pro­me­sa es­ta­ba re­pre­sen­ta­da per­ma-­

nen­te­men­te en la mesa del ta­ber­nácu­lo y los pa­nes.

La lámpara: en el hogar, caminamos en la luz de Dios


El can­de­le­ro re­pre­sen­ta­ba al ár­bol de la vida, pero se­guía sien­do una lám­pa-­

ra. Pro­veía luz en el nuevo ho­gar de Dios. El ho­gar mo­de­lo de Dios es un

lu­gar tan­to de vida como de luz.

Una vez que el ta­ber­nácu­lo sea cons­trui­do (26:1-33


), el al­tar, la mesa y

el can­de­le­ro de­ben ser pues­tos den­tro de él (vv 34-37


). La casa de Dios

está abier­ta para re­ci­bir mi­se­ri­cor­dia (re­pre­sen­ta­da por el arca), co­mu­nión

(re­pre­sen­ta­da por la mesa) y luz (re­pre­sen­ta­da por el can­de­le­ro).

Si estas son se­ña­les que nos mues­tran el ca­mino a casa, ¿ha­cia dón­de

apun­tan? Juan 1:14 dice: “Y el Ver­bo se hizo hom­bre y ha­bi­tó en­tre no­so-­

tros”. Sig­ni­fi­ca li­te­ral­men­te que “puso Su tien­da en­tre no­so­tros”. La pa­la­bra


para “ha­bi­tó” (ske­roo
) es la pa­la­bra uti­li­za­da en la Sep­tua­gin­ta, la tra­duc-­

ción grie­ga del An­ti­guo Tes­ta­men­to, para el ta­ber­nácu­lo. Je­sús, el Ver­bo,

“ta­ber­na­cu­ló” en­tre no­so­tros. Je­sús es nues­tro ho­gar, y Él es el ca­mino a

casa. Dios ha­bi­tó en­tre no­so­tros en la per­so­na de Je­sús para po­der lle­var­nos

a casa a vivir con Je­sús. Je­sús es el pun­to en don­de el cie­lo toca la tie­rra. El

ta­ber­nácu­lo apun­ta ha­cia Je­sús:



Je­sús es la ver­da­de­ra arca. Él es la per­so­na o el lu­gar en don­de vi­vi­mos
bajo el go­bierno de Dios. Él es el Rey a tra­vés del cual Dios rei­na.


Je­sús es el ver­da­de­ro pan. Él es el pan a tra­vés del cual co­me­mos en la
pre­sen­cia de Dios. Él dijo: “Yo soy el pan de vida. El que a Mí vie­ne nun-­
ca pa­sa­rá ham­bre” (Jn 6:35).


Je­sús es la ver­da­de­ra lám­pa­ra. Él es la luz de Dios, en quien ca­mi­na­mos.
Él dijo: “Yo soy la luz del mun­do. El que me si­gue no an­da­rá en ti­nie­blas,
sino que ten­drá la luz de la vida” (Jn 8:12, ver tam­bién Jn 1:4).

Nues­tro an­he­lo por el ho­gar es sa­tis­fe­cho en Je­sús. Él es nues­tro ver­da­de-­

ro ho­gar. Él es nues­tro ver­da­de­ro des­tino. La rea­li­dad es que todo aven­tu­re-­

ro es im­pul­sa­do por un an­he­lo por Je­sús. Por su­pues­to, no lo van a de­cir

usan­do esos tér­mi­nos. Pero el deseo que nos im­pul­sa a cru­zar ho­ri­zon­tes es

uno que solo pue­de ser sa­tis­fe­cho ple­na­men­te en Cris­to. Y toda per­so­na ho-­

ga­re­ña in­ten­ta crear lo que solo en­con­tra­mos en Je­sús. To­das las se­ña­les del

ta­ber­nácu­lo apun­tan a Él. Agus­tín de Hi­po­na te­nía ra­zón cuan­do oró:


“Nues­tros co­ra­zo­nes no en­con­tra­rán des­can­so has­ta que en­cuen­tren su des-­

can­so en Ti”.

1.
Tra­ta de re­cor­dar tu vida an­tes de co­no­cer a Cris­to, o al­gu­na tem­po-­
ra­da en la que te ha­yas ale­ja­do de Él. ¿Cómo ex­pe­ri­men­tas­te la fra­se

de Agus­tín ci­ta­da arri­ba?

2.
¿Eres un ho­ga­re­ño o un aven­tu­re­ro? ¿Cómo te ayu­da este as­pec­to
de tu ca­rác­ter a emo­cio­nar­te so­bre tu fu­tu­ro ho­gar?

3.
Des­pués de leer esta sec­ción, ¿cómo ha cam­bia­do tu pers­pec­ti­va so-­
bre la re­le­van­cia del ta­ber­nácu­lo en tu vida cris­tia­na?
Los guardias
El ta­ber­nácu­lo era una ima­gen de nues­tro ho­gar; pero no era nues­tro ho­gar.

El ta­ber­nácu­lo no era el Edén. Era un mapa que usa­ría­mos para em­pren­der

un via­je. La hu­ma­ni­dad aún es­ta­ba al este del Edén. Las per­so­nas aún es­ta-­

ban exi­lia­das de la pre­sen­cia de Dios de­bi­do a su pe­ca­do, y no­so­tros tam-­

bién lo es­ta­mos.

La ar­qui­tec­tu­ra del ta­ber­nácu­lo tam­bién re­fle­ja esta rea­li­dad. Estas fue­ron

las ins­truc­cio­nes de Dios para Moi­sés…

Haz una cor­ti­na de púr­pu­ra, car­me­sí, es­car­la­ta y lino fino, con que­ru­bi­nes

ar­tís­ti­ca­men­te bor­da­dos en ella. Cuél­ga­la con gan­chos de oro en cua­tro

pos­tes de ma­de­ra de aca­cia re­cu­bier­tos de oro, los cua­les le­van­ta­rás so­bre

cua­tro ba­ses de pla­ta. Cuel­ga de los gan­chos la cor­ti­na, la cual se­pa­ra­rá el

Lu­gar San­to del Lu­gar San­tí­si­mo, y co­lo­ca el arca del pac­to de­trás de la

cor­ti­na (26:31-33
).
Al en­trar al ta­ber­nácu­lo te to­pa­bas con una cor­ti­na grue­sa que im­pe­día el

ac­ce­so a la san­ta pre­sen­cia de Dios. ¿Y cómo es­ta­ba de­co­ra­da esa cor­ti­na?

Te­nía “que­ru­bi­nes ar­tís­ti­ca­men­te bor­da­dos en ella” (v 31


). Esto es un eco

de Gé­ne­sis 3:24: “Lue­go de ex­pul­sar­lo, puso al orien­te del jar­dín del Edén a

los que­ru­bi­nes, y una es­pa­da ar­dien­te que se mo­vía por to­dos la­dos, para

cus­to­diar el ca­mino que lleva al ár­bol de la vida”. Aquí, en la tela de la cor-­

ti­na, los que­ru­bi­nes aún cus­to­dia­ban el ca­mino de re­gre­so a Dios.

La ar­qui­tec­tu­ra del ta­ber­nácu­lo re­fle­ja la geo­gra­fía del mon­te Si­naí. El ta-­

ber­nácu­lo rem­pla­za y re­pli­ca al Si­naí como el lu­gar en don­de Dios se en-­

cuen­tra con Su pue­blo. El mon­te Si­naí es­ta­ba di­vi­di­do en tres zo­nas. El área

en don­de es­ta­ba el pue­blo co­rres­pon­de al pa­tio del ta­ber­nácu­lo. La mon­ta­ña

en don­de los an­cia­nos po­dían en­con­trar­se con Dios co­rres­pon­de al Lu­gar

San­to. Y lo más alto de la mon­ta­ña, a don­de Dios des­cen­dió, co­rres­pon­de al

Lu­gar San­tí­si­mo. En Éxo­do 19, vi­mos que esos lí­mi­tes se pu­sie­ron para

pro­te­ger al pue­blo de la san­ta pre­sen­cia de Dios, “de lo con­tra­rio, Yo arre-­

me­te­ré con­tra ellos” (19:22, 24). Los que­ru­bi­nes no pro­te­gen a Dios de no-­

so­tros. Nos pro­te­gen a no­so­tros de Dios.

Así que aun­que el ta­ber­nácu­lo mues­tra cuán ma­ra­vi­llo­so es vivir con

Dios, tam­bién de­li­mi­ta el ca­mino ha­cia Dios. El di­se­ño del ta­ber­nácu­lo re-­

sal­ta el pro­ble­ma.
El camino a casa
La des­crip­ción del mo­bi­lia­rio no está en or­den. Uno es­pe­ra­ría re­ci­bir las

ins­truc­cio­nes para la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo y des­pués un lis­ta­do del

mo­bi­lia­rio, o quizá una lista del mo­bi­lia­rio y des­pués la des­crip­ción de dón-­

de co­lo­car­lo. Pero el or­den está di­vi­di­do. Pri­me­ro se des­cri­ben el arca, la

mesa y el can­de­le­ro. Son la pro­me­sa de un nuevo ho­gar. Des­pués se des­cri-­

be el ta­ber­nácu­lo, el cual re­tra­ta el pro­ble­ma de la san­ti­dad de Dios y nues-­

tro pe­ca­do, pues nos mues­tra que nues­tro ca­mino a casa está obs­trui­do por

la cor­ti­na y los que­ru­bi­nes. Des­pués, en el ca­pí­tu­lo 27, re­gre­sa­mos a la des-­

crip­ción del mo­bi­lia­rio. Aquí se des­cri­be el al­tar (27:1-8


) por­que re­pre­sen-­

ta la so­lu­ción al pro­ble­ma: el ca­mino de re­gre­so a Dios a tra­vés de la san­gre

del sa­cri­fi­cio.

Nue­va­men­te, esta ver­dad está im­plí­ci­ta en la ar­qui­tec­tu­ra. Al en­trar al pa-­

tio, lo pri­me­ro que un is­rae­li­ta se en­con­tra­ría se­ría el al­tar. Este do­mi­na­ba la

en­tra­da. Él o ella me­re­cían mo­rir por sus pe­ca­dos. Me­re­cían ser ex­clui­dos

eter­na­men­te de la pre­sen­cia de Dios (es de­cir, me­re­cían el in­fierno). Pero en

un sa­cri­fi­cio, mo­ría un ani­mal en lu­gar del is­rae­li­ta. To­ma­ba el cas­ti­go que

ellos me­re­cían por los pe­ca­dos que ha­bían co­me­ti­do. Mo­ría en su lu­gar.

El ta­ber­nácu­lo mismo pro­ba­ble­men­te im­pli­ca­ba esto. Te­nía cua­tro ca­pas.

La in­te­rior era azul (26:1-6


) para re­pre­sen­tar los cie­los. La se­gun­da capa
es­ta­ba he­cha de pie­les de ca­bra (vv 7-13
) que re­pre­sen­ta­ban las ves­ti­men-­

tas que Dios pro­ve­yó para cu­brir la ver­güen­za de Adán y Eva (Gn 3:21). La

ter­ce­ra capa es­ta­ba he­cha de pie­les de car­ne­ro te­ñi­das de rojo (Éx 26:14
)

para re­pre­sen­tar los sa­cri­fi­cios y la san­gre re­que­ri­da para pro­por­cio­nar una

co­ber­tu­ra para los pe­ca­dos. No se sabe exac­ta­men­te de qué es­ta­ba he­cha la

úl­ti­ma capa, pero pa­re­ce ser que es­ta­ba di­se­ña­da para pro­te­ger todo de los

ele­men­tos de la na­tu­ra­le­za.

Por su­pues­to, como todo lo de­más, el al­tar solo es una ima­gen. Éxo­do

27:3
des­cri­be los uten­si­lios ne­ce­sa­rios para re­mo­ver las ce­ni­zas. Los ver-­

sícu­los 4-5
des­cri­ben un en­re­ja­do que per­mi­tía que las ce­ni­zas ca­ye­ran al

fon­do. Este al­tar es­ta­ba di­se­ña­do para re­uti­li­zar­se. Estos sa­cri­fi­cios se re­pe-­

ti­rían cien­tos y cien­tos de ve­ces. Los sa­cri­fi­cios se­ña­lan la so­lu­ción de Dios

para el pe­ca­do, pero no son la so­lu­ción en sí mis­mos.

Preparando el camino
La no­che an­tes de mo­rir, Je­sús le dijo a Sus dis­cí­pu­los: “En el ho­gar de Mi

Pa­dre hay mu­chas vi­vien­das; si no fue­ra así, ya se lo ha­bría di­cho a us­te­des.

Voy a pre­pa­rar­les un lu­gar. Y si me voy y se lo pre­pa­ro, ven­dré para lle­vár-­

me­los con­mi­go. Así us­te­des es­ta­rán don­de Yo esté” (Jn 14:2-3). Je­sús pre-­

pa­ra­ría un lu­gar para no­so­tros en la casa de Dios. Los dis­cí­pu­los no lo en-­


ten­dían: “Se­ñor, no sa­be­mos a dón­de vas, así que ¿cómo po­de­mos co­no­cer

el ca­mino?”. Y Je­sús les res­pon­dió: “Yo soy el ca­mino” (Jn 14:5-6). Je­sús

es el ca­mino a casa.

¿Por qué? Je­sús es el ca­mino por­que Je­sús es el sa­cri­fi­cio. Él es el sa­cri­fi-

cio que ter­mi­nó con to­dos los de­más sa­cri­fi­cios. Él es el sa­cri­fi­cio al que se-­

ña­la­ban to­dos los sa­cri­fi­cios he­chos en el al­tar. Cuan­do mu­rió en la cruz,

tomó nues­tros pe­ca­dos y llevó el cas­ti­go que no­so­tros me­re­cía­mos. Je­sús

pre­pa­ró un lu­gar en la casa de Dios al mo­rir en nues­tro lu­gar.

En la ar­qui­tec­tu­ra del ta­ber­nácu­lo, y en el tem­plo que lo rem­pla­zó, ha­bía

una cor­ti­na, ese gran sím­bo­lo de la inac­ce­si­bi­li­dad de Dios (26:31-33


). Al

pa­rar­te fren­te a ella, a tu de­re­cha te­nías el pan de la Pre­sen­cia y a la iz­quier-­

da el can­de­le­ro. Am­bos pro­me­tían una re­la­ción con Dios. Pero fren­te a ti

es­ta­ba la cor­ti­na que im­pe­día esa re­la­ción con Dios. Es­ta­ba col­ga­da allí para

pro­te­ger­te de Dios, por­que los pe­ca­do­res no pue­den so­bre­vi­vir a un en­cuen-­

tro con el Dios san­to. Así que al estar fren­te a la cor­ti­na, tu ho­gar está muy

cer­ca pero muy le­jos al mismo tiem­po. Po­días ver ese lu­gar don­de ne­ce­si­ta-­

bas y an­he­la­bas estar, pero se te im­pe­día el paso. El ta­ber­nácu­lo es­ta­ba lleno

de pro­me­sas, pero tam­bién de pe­li­gro.

Aho­ra mira la des­crip­ción de Ma­teo de la muer­te de Je­sús. “En­ton­ces Je-­

sús vol­vió a gri­tar con fuer­za, y en­tre­gó Su es­pí­ri­tu. En ese mo­men­to la cor-­
ti­na del san­tua­rio del tem­plo se ra­sgó en dos, de arri­ba aba­jo. La tie­rra tem-­

bló y se par­tie­ron las ro­cas” (Mt 27:50-51). Mien­tras Je­sús mo­ría, la ar­qui-­

tec­tu­ra del ta­ber­nácu­lo su­frió un cam­bio ra­di­cal . El ca­mino ha­cia el ho­gar

de Dios fue abier­to.

Re­gre­sa con­mi­go a Éxo­do. Lo pró­xi­mo que se des­cri­be es el atrio del ta-­

ber­nácu­lo (27:9-19
). “Haz un atrio para el san­tua­rio. El lado sur debe me-­

dir cua­ren­ta y cin­co me­tros de lar­go, y te­ner cor­ti­nas de lino fino, vein­te

pos­tes y vein­te ba­ses de bron­ce. Los pos­tes de­ben con­tar con em­pal­mes y

gan­chos de pla­ta” (vv 9-10


). Ins­truc­cio­nes si­mi­la­res son da­das para los ot-­

ros la­dos (vv 11-15


). El atrio del ta­ber­nácu­lo está ro­dea­do por 100 co­dos de

cor­ti­na en los la­dos nor­te y sur, y 50 co­dos en el lado orien­tal. Pero en el

lado oc­ci­den­tal, exis­ten dos cor­ti­nas de 15 co­dos con una bre­cha de 20 co-

dos que tie­ne su pro­pia cor­ti­na es­pe­cial (v 16


). Esto es por­que es la en­tra­da.

El pun­to es que el ta­ber­nácu­lo y el atrio están orien­ta­dos ha­cia el este. Éxo-­

do 27:13-15
es­pe­ci­fi­ca este pun­to: la en­tra­da es­ta­rá en “el lado orien­tal del

atrio, que da ha­cia la sa­li­da del sol” (v 13


).

¿Y dón­de está la hu­ma­ni­dad? Al tra­zar la geo­gra­fía sim­bó­li­ca de la re­la-­

ción de la hu­ma­ni­dad con Dios, ¿dón­de es­ta­mos no­so­tros? Es­ta­mos al este

del Edén, al este de nues­tro ho­gar. Así que el ta­ber­nácu­lo es abier­to para

no­so­tros. Está orien­ta­do ha­cia no­so­tros, in­vi­tán­do­nos a casa.


Y cuan­do acu­di­mos a casa, hay una luz en­cen­di­da. Al­guien nos está es­pe-­

ran­do. ¿Al­gu­na vez has lle­ga­do a casa cuan­do ya es tar­de en la no­che?

Quizá está frío y os­cu­ro, y an­he­las ver a tu fa­mi­lia nue­va­men­te. ¿Pero ha­brá

al­guien en casa es­pe­rán­do­te? ¿Ha­brá una co­mi­da pre­pa­ra­da para ti? Al acer-­

car­te a la casa, es­pe­ras ver una luz en­cen­di­da.

En los ver­sícu­los 20-21


, Dios da ins­truc­cio­nes para ase­gu­rar­se de que

siem­pre haya una luz en­cen­di­da. Quizá es­pe­ra­rías que estos ver­sícu­los vi-­

nie­ran des­pués de la des­crip­ción del can­de­le­ro, al fi­nal del ca­pí­tu­lo 25.

Pero, de he­cho, vie­nen des­pués de la des­crip­ción del al­tar y del atrio que es-­

ta­ba orien­ta­do ha­cia el este. El pun­to es que en el ta­ber­nácu­lo siem­pre hay

luz, y esa luz está orien­ta­da ha­cia el este —ha­cia no­so­tros, en este uni­ver­so

sim­bó­li­co. Esta luz está en­cen­di­da por­que Dios está en casa. Hay una bien-­

ve­ni­da es­pe­rán­do­nos, y hay pan en la mesa (25:30


).

Si estás le­jos de Dios, en­ton­ces ven a casa hoy. La luz está en­cen­di­da.

Dios está en casa. Ha es­ta­ble­ci­do Su tien­da en­tre no­so­tros a tra­vés de Je­sús.

Y hay pan en la mesa. Dios te in­vi­ta a co­mer con Él, para que lo co­noz­cas y

seas Su ami­go. Y si te sien­tes le­jos de Él, pero has pues­to tu fe en Cris­to, Él

mu­rió para traer­te a casa. No per­mi­tas que tus pen­sa­mien­tos sean más au­di-­

bles que el men­sa­je de bien­ve­ni­da de Dios. Todo el ta­ber­nácu­lo fue di­se­ña-­

do para dar­te esta se­gu­ri­dad.


¿Eres aven­tu­re­ro u ho­ga­re­ño? Cuan­do Je­sús lle­ga a ser nues­tro ho­gar,

nues­tras prio­ri­da­des cam­bian. Cam­bia nues­tra idea del ho­gar. Si eres aven-­

tu­re­ro, en­ton­ces uti­li­za tu amor por la aven­tu­ra para la glo­ria de Cris­to. Ve y

haz dis­cí­pu­los de to­das las na­cio­nes. Pero a don­de sea que va­yas, mues­tra

con­ten­ta­mien­to. No pien­ses que la fe­li­ci­dad está del otro lado del ho­ri­zon­te.

No seas al­guien que va a lu­ga­res nue­vos o que prue­ba co­sas nue­vas como

un es­fuer­zo por en­con­trar su ho­gar. De­bes dis­fru­tar a Cris­to y ser­vir a Cris-­

to en don­de te en­cuen­tres aho­ra. ¿Al­gu­na vez has pen­sa­do: “Ser­vi­ré a Cris­to

cuan­do…”? No im­por­ta cómo com­ple­tes esa ora­ción. Algo anda mal. Estás

en una bús­que­da in­can­sa­ble, cuan­do tu ho­gar ha es­ta­do en Cris­to todo este

tiem­po.

Si eres ho­ga­re­ño, en­ton­ces uti­li­za tu amor por el ho­gar para ha­cer de tu

casa un lu­gar que dé la bien­ve­ni­da a Cris­to. Abre tu casa a tu igle­sia, a tus

ve­ci­nos y a los ne­ce­si­ta­dos. Pero ase­gú­ra­te de que tu casa sea algo que te

ayu­de a ser­vir me­jor, no algo que te im­pi­da ha­cer­lo. No ha­gas de tu ho­gar

un lu­gar sa­gra­do, un cas­ti­llo sin un puen­te. Ase­gú­ra­te de que Cris­to esté en

pri­mer lu­gar y de que tu puer­ta esté abier­ta. No te preo­cu­pes por la lim­pie­za

al pun­to de ha­cer que las per­so­nas se sien­tan in­có­mo­das. No te afe­rres a la

co­mo­di­dad de tu fa­mi­lia al gra­do de im­pe­dir que tu fa­mi­lia esté dis­po­ni­ble

para los de­más. No de­jes que tu ho­ra­rio esté tan lleno de ac­ti­vi­da­des de los
ni­ños que no pue­dan te­ner tiem­po para la co­mu­ni­dad y las mi­sio­nes. Ase­gú-­

ra­te de que el ho­gar que real­men­te te im­por­te sea el ho­gar que tie­nes en

Cris­to.

De­be­mos re­cor­dar la ar­qui­tec­tu­ra del ta­ber­nácu­lo por­que nos se­ña­la ha­cia

nues­tro ver­da­de­ro ho­gar y nos re­cuer­da el gran pri­vi­le­gio de po­der ve­nir a

casa, a la pre­sen­cia de Dios. La luz está en­cen­di­da. Hay pan en la mesa.

Dis­fru­te­mos nues­tro ho­gar, y dis­fru­te­mos nues­tro via­je a casa.

Así que, her­ma­nos, me­dian­te la san­gre de Je­sús, te­ne­mos ple­na

li­ber­tad para en­trar en el Lu­gar San­tí­si­mo, por el ca­mino nuevo

y vivo que Él nos ha abier­to a tra­vés de la cor­ti­na, es de­cir, a tra-­

vés de Su cuer­po; y te­ne­mos ade­más un gran sa­cer­do­te al fren­te

de la fa­mi­lia de Dios. Acer­qué­mo­nos, pues, a Dios con co­ra­zón

sin­ce­ro y con la ple­na se­gu­ri­dad que da la fe, in­te­rior­men­te pu­ri-­

fi­ca­dos de una con­cien­cia cul­pa­ble y ex­te­rior­men­te la­va­dos con

agua pura (Heb 10:19-22).


1.
¿Qué di­fe­ren­cia ha­ría si tu­vie­ras más se­gu­ri­dad en cuan­to a tu ho-­
gar eterno y más en­tu­sias­mo por él?

2.
¿Qué as­pec­to del di­se­ño del ta­ber­nácu­lo, y de aque­llo a lo que se­ña-­
la, im­pac­ta más tu vida en la ac­tua­li­dad?

3.
Ima­gi­na que al­guien te dice: “¿Cuál es el pun­to de pen­sar en el ta-­
ber­nácu­lo? Es solo el lu­gar que Dios ha­bi­ta­ba con Su pue­blo an­ti-­

guo, y eso es todo lo que ne­ce­si­ta­mos sa­ber”. ¿Qué le di­rías?


 

Me en­con­tra­ba en una pe­que­ña reu­nión cuan­do una an­cia­na dijo: “Hoy hace

se­ten­ta y dos años que fui bau­ti­za­da”. Ella ha­bía sido bau­ti­za­da a los ca­tor-­

ce años de edad y aho­ra te­nía ochen­ta y cua­tro. Ha­bía sido cris­tia­na por se-­

ten­ta años —¡se­ten­ta años


! Eso es mu­cho tiem­po si­guien­do fiel­men­te a Je-­

sús. Me pa­re­ce muy con­mo­ve­dor, así como me con­mue­ve el es­cu­char de

cris­tia­nos que con­ti­núan aman­do a Dios a tra­vés de cir­cuns­tan­cias di­fí­ci­les.

¿Cuál es el se­cre­to para so­bre­vi­vir como cris­tiano? El mun­do mu­chas ve­ces

se bur­la de nues­tra fe. El mun­do está lleno de ten­ta­cio­nes y dis­trac­cio­nes. Y

no­so­tros es­ta­mos lle­nos de de­fec­tos y fra­ca­sos. Así que ¿cuál es el se­cre­to?

En Éxo­do 25 − 27, Dios dio ins­truc­cio­nes para la cons­truc­ción del ta­ber-­

nácu­lo y su mo­bi­lia­rio. El ta­ber­nácu­lo es­ta­ba lleno de ecos del Edén, así

que creó una es­pe­cie de mapa para mos­trar­nos el ca­mino de re­gre­so a casa

con Dios. En los ca­pí­tu­los 28 − 30, el en­fo­que cam­bia ha­cia los sa­cer­do­tes
que sir­ven en el ta­ber­nácu­lo (28:1
). El sa­cer­do­te es la per­so­na que nos

guia­rá a casa.

Vestimenta sagrada
El ca­pí­tu­lo 28 está lleno de des­crip­cio­nes so­bre las ves­ti­du­ras que usa­ría el

sumo sa­cer­do­te. “Ha­zl­e a tu her­mano Aa­rón ves­ti­du­ras sa­gra­das que le con-­

fie­ran hon­ra y dig­ni­dad” (v 2


, ver tam­bién vv 3-5
). Estas ves­ti­du­ras son un

tipo de uni­for­me. Ima­gi­na que vas por la ca­lle y al­guien te grita: “¡Alto!”.

No es lo mismo que te lo diga cual­quie­ra a que te lo haya di­cho un po­li­cía.

Su uni­for­me es un sím­bo­lo de que está ac­tuan­do con la au­to­ri­dad del es­ta-­

do. De ma­ne­ra si­mi­lar, la ves­ti­du­ra del sa­cer­do­te le con­fie­re “hon­ra y dig­ni-­

dad”. Es una se­ñal de que el sa­cer­do­te está ac­tuan­do con la au­to­ri­dad de

Dios.

Pero hay más de­trás de esto. Las ves­ti­du­ras están lle­nas de sim­bo­lis­mos.

El pri­mer ele­men­to de las ves­ti­du­ras que se des­cri­be es el efod (vv 6-8


). Un

efod pa­re­ce ser como una es­pe­cie de cha­que­ti­lla —algo pa­re­ci­do a los cha-­

le­cos de en­tre­na­mien­to que usan los de­por­tis­tas, pero más ela­bo­ra­dos. Los

is­rae­li­tas de­bían ins­cri­bir los nom­bres de las doce tri­bus en dos pie­dras, dos

nom­bres en cada pie­dra, y co­lo­car­las en los hom­bros del efod (v 9-14


).

Este es el ob­je­ti­vo prin­ci­pal del efod; per­mi­te que el sa­cer­do­te lleve “en sus
hom­bros los nom­bres de los hi­jos de Is­rael, para re­cor­dar­los ante el SE-­

ÑOR” (v 12
).

Des­pués está el pec­to­ral (vv 15-16


), el cual se co­lo­ca so­bre la par­te de-­

lan­te­ra del efod (vv 22-28


). Co­ci­do a él hay doce pie­dras pre­cio­sas aco­mo-­

da­das en cua­tro hi­le­ras (vv 17-20


). Nue­va­men­te, las doce pie­dras re­pre­sen-­

tan a los “doce hi­jos de Is­rael” (v 21


). Como re­sul­ta­do, “siem­pre que Aa-­

rón en­tre en el Lu­gar San­to lle­va­rá so­bre su co­ra­zón, en el pec­to­ral para im-­

par­tir jus­ti­cia, los nom­bres de los hi­jos de Is­rael para re­cor­dar­los siem­pre

ante el SE­ÑOR” (v 29
).

“El pec­to­ral para im­par­tir jus­ti­cia” es li­te­ral­men­te “el pec­to­ral de jui­cio”.

Pro­ba­ble­men­te sea una re­fe­ren­cia al Urim y el Tu­mim, que se guar­da­ban en

un bol­si­llo del pec­to­ral. No sa­be­mos qué eran exac­ta­men­te, solo sa­be­mos

que se uti­li­za­ban para to­mar de­ci­sio­nes. Pro­ba­ble­men­te in­vo­lu­cra­ban pie-­

dras de di­fe­ren­tes co­lo­res, las cua­les eran se­lec­cio­na­das al azar para de­ter-­

mi­nar la vo­lun­tad de Dios —algo pa­re­ci­do a sa­car un bi­lle­te en un rifa, pero

con la com­ple­ta con­fian­za en que Dios uti­li­za­ría el re­sul­ta­do para re­ve­lar Su

vo­lun­tad. El co­men­ta­ris­ta bri­tá­ni­co Alec Mot­yer su­gie­re una al­ter­na­ti­va in-­

tri­gan­te: que “el pec­to­ral para im­par­tir jus­ti­cia” po­dría sig­ni­fi­car que… “la

ves­ti­men­ta del sumo sa­cer­do­te des­ple­ga­ba lo que el SE­ÑOR pen­sa­ba so­bre

Su pue­blo —Su ‘de­ci­sión’ so­bre ellos, que ellos eran Sus jo­yas, Su te­so­ro”
(The Mes­sa­ge of Exo­dus
[El men­sa­je de Éxo­do
], 257). Los nom­bres del

pue­blo de Dios están tan­to en los hom­bros como en el co­ra­zón del sa­cer­do-­

te. Así que el sa­cer­do­te re­pre­sen­ta al pue­blo. Es como si él lle­va­ra al pue­blo

ante la pre­sen­cia de Dios.

Ne­ce­si­ta­mos ver esto (ya que los is­rae­li­tas li­te­ral­men­te “vie­ron” esto)

por­que, para este pun­to en la his­to­ria de Éxo­do, sa­be­mos que es mor­tal­men-­

te pe­li­gro­so que los pe­ca­do­res se acer­quen a la pre­sen­cia de Dios. Dios pue-­

de “arre­me­ter con­tra ellos” (19:22, 24). Es como si Dios fuese nu­clear —al

en­trar en Su pre­sen­cia re­ci­bi­ría­mos la ra­dia­ción de Su san­ti­dad. O, para uti-­

li­zar el len­gua­je de la Es­cri­tu­ra, Dios es “fue­go con­su­mi­dor” que arra­sa con

todo lo im­pu­ro (Heb 12:29). Aun así, el sa­cer­do­te en­tra a la pre­sen­cia de

Dios en re­pre­sen­ta­ción del pue­blo.

Los si­guien­tes ob­je­tos de la ves­ti­du­ra sa­cer­do­tal están di­se­ña­dos para re-­

for­zar esta idea. Éxo­do 28:31-35


des­cri­be el man­to que el sa­cer­do­te de­bía

uti­li­zar, el cual está ador­na­do con gra­na­das. Se tra­ta de otro eco del Edén.

Cuan­do el tem­plo rem­pla­zó al ta­ber­nácu­lo cien­tos de años des­pués, te­nía

400 gra­na­das de­co­ra­ti­vas (1R 7:18-20, 42).

El man­to tam­bién es­ta­ba ador­na­do con cam­pa­ni­llas. “Aa­rón debe lle­var

pues­to el man­to mien­tras esté ejer­cien­do su mi­nis­te­rio, para que el tin­ti­neo

de las cam­pa­ni­llas se oiga todo el tiem­po que él esté ante el SE­ÑOR en el


Lu­gar San­to, y así él no mue­ra” (28:35
). El sa­cer­do­te ne­ce­si­ta­ba cam­pa­ni-­

llas para no mo­rir. ¡¿Qué está pa­san­do?! Las cam­pa­nas le avi­san a Dios que

es el sa­cer­do­te quien se acer­ca y no al­guien más. Si fuese al­guien más, en-­

ton­ces Dios arre­me­te­ría con­tra él. Por su­pues­to, esto es sim­bó­li­co —Dios

no ne­ce­si­ta de las cam­pa­ni­llas para dis­tin­guir a las per­so­nas. En rea­li­dad,

las cam­pa­ni­llas son para las per­so­nas, no para el SE­ÑOR —son un re­cor­da-­

to­rio au­di­ble de que los pe­ca­do­res no pue­den pre­sen­tar­se ante Dios sin un

me­dia­dor.

El si­guien­te ob­je­to de la ves­ti­men­ta es un tur­ban­te con una pla­ca que de-­

cía: “Con­sa­gra­do al SE­ÑOR” (vv 36-38


). Todo lo que so­mos y ha­ce­mos,

in­clu­yen­do nues­tros do­nes y nues­tras me­jo­res obras, está man­cha­do por el

pe­ca­do. Así que nues­tros do­nes de­ben ser lle­va­dos ante Dios a tra­vés del sa-­

cer­do­te. Nues­tros do­nes solo pue­den ser “con­sa­gra­dos al SE­ÑOR” a tra­vés

de la me­dia­ción de un sa­cer­do­te.

Des­pués se des­cri­ben la tú­ni­ca, el cin­tu­rón y la mit­ra; estos, nue­va­men­te,

son para “con­fe­rir­les hon­ra y dig­ni­dad” a los sa­cer­do­tes (


vv 39-41
). Fi­nal-­

men­te, se des­cri­be la ropa in­te­rior (


v 42
). Los sa­cer­do­tes de­ben usar ropa

in­te­rior (de la cin­tu­ra has­ta el muslo) “a fin de que no in­cu­rran en pe­ca­do y

mue­ran” (
v 43
). Ha­bía ins­truc­cio­nes si­mi­la­res en Éxo­do 20:24-26 —los is-­
rae­li­tas de­bían ha­cer al­ta­res sin es­ca­lo­nes por­que al su­bir es­ca­lo­nes con la

ves­ti­men­ta sa­cer­do­tal se po­dían ex­po­ner “los ge­ni­ta­les” (20:26).

Quizá en este pun­to estés con­te­nien­do la risa. Y po­drías estar ima­gi­nan­do

la ver­güen­za de ser un sa­cer­do­te cuyos ge­ni­ta­les sean ex­pues­tos. De he­cho,

ese es el pun­to. La des­nu­dez es ver­gon­zo­sa. En el jar­dín del Edén, “el hom-­

bre y la mu­jer es­ta­ban des­nu­dos, pero nin­guno de los dos sen­tía ver­güen­za”

(Gn 2:25). Pero la pri­me­ra cosa que su­ce­de cuan­do re­cha­zan a Dios, es que

se per­ca­tan de su des­nu­dez e in­ten­tan cu­brir­la (3:7). Nues­tra risa di­si­mu­la­da

y ver­güen­za son una se­ñal de que aún con­ser­va­mos ese sen­ti­mien­to. Es una

se­ñal de que en lo más pro­fun­do de nues­tro ser, sa­be­mos que so­mos cul­pa-­

bles. Así que ne­ce­si­ta­mos que un sa­cer­do­te se pre­sen­te ante Dios en re­pre-­

sen­ta­ción nues­tra.

Consagrando a los sacerdotes


Para este mo­men­to quizá no­tes un pro­ble­ma con todo esto —¡los sa­cer­do­tes

tam­bién son cul­pa­bles! A tra­vés de todo el ca­pí­tu­lo de Éxo­do 28, Dios ha-­

bla no de lo que uti­li­za­ría al­gún sa­cer­do­te, sino de lo que uti­li­za­rían “Aa-­

rón”, o “Aa­rón y sus hi­jos” (28:2, 3, 4, 12, 29, 30, 35, 38, 40, 41, 43
). Ellos

se­rían los su­mos sa­cer­do­tes. Pero ellos tam­bién son hu­ma­nos, así que ellos

tam­bién son pe­ca­do­res. De he­cho, los hi­jos ma­yo­res de Aa­rón, Na­dab y


Abiú, se­rían ase­si­na­dos por Dios en el ta­ber­nácu­lo por­que no se acer­ca­ron a

Él de la for­ma co­rrec­ta, po­si­ble­men­te por­que es­ta­ban bo­rra­chos en ese mo-­

men­to (Lv 10:1-3, 9-10). Los sa­cer­do­tes tam­bién son pe­ca­do­res.

Así que en Éxo­do 29 Dios des­cri­be cómo Moi­sés de­bía con­sa­grar a los

sa­cer­do­tes a tra­vés de la lim­pie­za ce­re­mo­nial y del sa­cri­fi­cio (29:1-3


). En

el ver­sícu­lo 4
dice que los sa­cer­do­tes de­bían ser ba­ña­dos, y 30:17-21
nos

des­cri­be el la­va­ma­nos que uti­li­za­rían para este fin. En 29:7


, los sa­cer­do­tes

de­bían ser un­gi­dos, y 30:22-25


des­cri­be el acei­te que se uti­li­za­ría para la

un­ción (ver 2Co 1:21-22; 1Jn 2:20, 27).

Los sa­cer­do­tes trans­fie­ren su pe­ca­do, sim­bó­li­ca­men­te, a un ani­mal que

mue­re en su lu­gar. La pa­la­bra “con­sa­grar” sig­ni­fi­ca “ha­cer san­to” o “apar-­

tar”. De­bían ser ba­ña­dos por­que eso sim­bo­li­za­ba la lim­pie­za de sus pe­ca­dos

(29:4
). De­bían ves­tir­se con su ves­ti­du­ra sa­cer­do­tal y ser un­gi­dos con acei­te

como se­ñal de que no ac­túan por sí mis­mos, sino que son sa­cer­do­tes con­sa-­

gra­dos (vv 5-9


).

Des­pués de­ben sa­cri­fi­car un no­vi­llo y dos car­ne­ros (vv 10-28


). En cada

caso, Aa­rón y sus hi­jos de­ben po­ner sus ma­nos so­bre los ani­ma­les (vv 10,

15 ,19
). Es una trans­fe­ren­cia sim­bó­li­ca de su pe­ca­do. Es como si su pe­ca­do

pa­sa­ra al ani­mal y des­pués el ani­mal mue­re, lle­van­do el cas­ti­go de su pe­ca-­

do. En los ver­sícu­los 20-21


, la san­gre de una de las ofren­das es pues­ta en
sus oí­dos y de­dos, “así Aa­rón y sus hi­jos y sus ves­ti­du­ras que­da­rán con­sa-­

gra­dos” (v 21
). An­tes de que el sa­cer­do­te pue­da re­pre­sen­tar al pue­blo y lle-­

var a cabo la pro­pi­cia­ción por el pe­ca­do del pue­blo, su pro­pio pe­ca­do debe

ser pro­pi­cia­do.

Y esto no es solo para Aa­rón. Is­rael siem­pre ne­ce­si­ta­ría sa­cer­do­tes, in­clu-­

so des­pués de que Aa­rón fa­lle­cie­ra. Así que las ves­ti­du­ras sa­gra­das y todo

lo que ellas re­pre­sen­tan “pa­sa­rán a ser de sus des­cen­dien­tes, para que sean

un­gi­dos y or­de­na­dos con ellas” (vv 29-30


). El sumo sa­cer­do­cio tras­cen­de-­

ría ese pri­mer sumo sa­cer­do­te.

Al fi­nal de este pro­ce­so, el sa­cer­do­te co­me­ría del sa­cri­fi­cio. Es una se­ñal

de que, como he­mos visto, ellos son acep­ta­dos de­lan­te de la pre­sen­cia de

Dios. Ellos co­men en la pre­sen­cia de Dios (vv 31-33


): “Con esas ofren­das

se hizo ex­pia­ción por ellos, se les con­fi­rió au­to­ri­dad y se les con­sa­gró; solo

ellos po­drán co­mer­las, y na­die más, por­que son ofren­das sa­gra­das” (v 33


).

En ot­ras pa­la­bras, de­ben ha­cer pro­pi­cia­ción por sus pe­ca­dos an­tes de ser or-­

de­na­dos como sa­cer­do­tes. De he­cho, no son solo los sa­cer­do­tes los que son

con­sa­gra­dos. El al­tar tam­bién es con­sa­gra­do (vv 20, 35-37


). Los sa­cer­do­tes

son la­va­dos por la san­gre en el ca­pí­tu­lo 29 y por agua en el ca­pí­tu­lo 30; y

am­bas son se­ña­les del la­va­mien­to que el pue­blo de Dios dis­fru­ta a tra­vés de

Je­sús (ver, por ejem­plo, 1Jn 1:7 y Ef 5:25-26).


Santidad contagiosa
No­te­mos el flu­jo, o el mo­vi­mien­to, en estos ca­pí­tu­los. La cul­pa de las per-­

so­nas es trans­fe­ri­da a los sa­cer­do­tes (28:38


). La cul­pa del sa­cer­do­te es

trans­fe­ri­da a los ani­ma­les. Los ani­ma­les mue­ren. El pe­ca­do lle­ga a su fin,

que es la muer­te. Pero des­pués, 29:37


dice: “Esto lo ha­rás du­ran­te sie­te

días. Así el al­tar y cual­quier cosa que lo to­que que­da­rán con­sa­gra­dos”. Ya

se tra­tó con el pe­ca­do, así que aho­ra ha­brá san­ti­dad.

El Lu­gar San­to, el in­te­rior del ta­ber­nácu­lo y el al­tar para las ofren­das son

un­gi­dos con acei­te san­to y, por tan­to, trans­mi­ten san­ti­dad a cual­quier cosa

que los to­que. Po­dría­mos lla­mar esto “san­ti­dad con­ta­gio­sa”. Esto los con-­

vier­te en algo pe­li­gro­so para las per­so­nas no con­sa­gra­das, así que solo los

sa­cer­do­tes po­dían en­trar en con­tac­to con ellos. Toda la car­ne y el pan que

ha­bían sido con­sa­gra­dos de­bían ser des­trui­dos por­que son “ofren­das sa­gra-­

das” (v 34
).

Para po­der ini­ciar sus la­bo­res en el ta­ber­nácu­lo, los sa­cer­do­tes tie­nen que

ser con­sa­gra­dos (vv 39-41


). Solo en­ton­ces pue­den ofre­cer dia­ria­men­te “so-­

bre el al­tar dos cor­de­ros de un año. Al des­pun­tar el día, ofre­ce­rás uno de

ellos, y al caer la tar­de, el otro”. Le­ví­ti­co 1 − 7 nos dará mu­chos de­ta­lles

más so­bre estos sa­cri­fi­cios re­gu­la­res, pero el en­fo­que de Éxo­do está en la

ne­ce­si­dad de que un sa­cer­do­te se pre­sen­te ante Dios en re­pre­sen­ta­ción nues-­


tra. No po­de­mos ir a Dios por nues­tra cuen­ta. Ne­ce­si­ta­mos un guía. Ne­ce­si-­

ta­mos a al­guien que pre­pa­re el ca­mino y cons­tru­ya un puen­te.

El man­to de los sa­cer­do­tes es­ta­ba he­cho de la misma tela que el ta­ber-­

nácu­lo (26:31; 28:6, 31


). Y su pre­pa­ra­ción to­ma­ba sie­te días; un eco de la

Crea­ción (29:35
). Es como si el sa­cer­do­te fuese el ta­ber­nácu­lo en mi­nia­tu-­

ra. El ta­ber­nácu­lo es el lu­gar en don­de Is­rael se en­con­tra­ba con Dios, y el

sa­cer­do­te es la per­so­na a tra­vés de la cual po­dían en­con­trar­se con Dios.

Con un sa­cer­do­te, ellos po­dían pre­sen­tar­se ante Dios. Así que Éxo­do 29

con­clu­ye con una ma­ra­vi­llo­sa des­crip­ción de la re­la­ción de Dios con Su

pue­blo a tra­vés del ta­ber­nácu­lo, el al­tar y el sa­cer­do­cio.


Dios come con Su pue­blo a tra­vés de una “ofren­da de li­ba­ción” (v 41
).

Dios ha­bla con Su pue­blo (v 42
).

Dios se en­cuen­tra con Su pue­blo (vv 42-43
).

Dios ha­bi­ta con Su pue­blo (vv 45-46
).

Des­pués, 30:11-16
pre­sen­ta las ins­truc­cio­nes de cómo cada is­rae­li­ta “de-­

be­rá pa­gar al SE­ÑOR res­ca­te por su vida” (v 12


). Es des­cri­to como el “di-­

ne­ro de las ex­pia­cio­nes” (v 16


, RV60). Esto in­vo­lu­cra­ba que el pue­blo fue-­

ra cen­sa­do. El teó­lo­go Ber­nard Ramm dice que esto es…

la ma­ne­ra en que el pac­to era he­cho per­so­nal… cada is­rae­li­ta…

dis­pues­to a ser cen­sa­do


(Ci­ta­do en Alec Mot­yer, The Mes­sa­ge of Exo­dus

[El men­sa­je de Éxo­do


], 259-260).

¿Y cuál es el pro­pó­si­to de todo esto? “Ha­bi­ta­ré en­tre los is­rae­li­tas, y seré

su Dios. Así sa­brán que Yo soy el SE­ÑOR su Dios, que los sacó de Egip­to

para ha­bi­tar en­tre ellos. Yo soy el SE­ÑOR su Dios” (29:45-46


).

Dios res­ca­tó a Su pue­blo para po­der ha­bi­tar con ellos. Pero la re­pe­ti­ción

de “Yo soy el SE­ÑOR” tam­bién su­gie­re que eso será un acto de re­ve­la­ción.

Hay una in­ten­ción mi­sio­nal. Is­rael debe ex­pan­dir las fron­te­ras del Edén-ta-­

ber­nácu­lo (tal como Dios que­ría que Adán ex­pan­die­ra las fron­te­ras del

Edén-tem­plo) para que la glo­ria del SE­ÑOR lle­ne la tie­rra y las na­cio­nes

co­noz­can a Dios.

Mes tras mes, Dios come con no­so­tros cuan­do to­ma­mos la co­mu­nión. Él

nos ha­bla cuan­do lee­mos la Bi­blia y la es­cu­cha­mos ser pre­di­ca­da. Se en-­

cuen­tra con no­so­tros cuan­do acu­di­mos a Él en ora­ción. Y ha­bi­ta en no­so­tros

a tra­vés de Su Es­pí­ri­tu. En Su gra­cia, Él hace todo esto por no­so­tros. Pero

tam­bién lo hace por el mun­do. Él ilu­mi­na nues­tras vi­das para que no­so­tros

ilu­mi­ne­mos al mun­do. Por eso Je­sús nos dice: “Ha­gan bri­llar su luz de­lan­te

de to­dos, para que ellos pue­dan ver las bue­nas obras de us­te­des y ala­ben al

Pa­dre que está en el cie­lo” (Mt 5:16).


1.
Al leer esto, ¿cómo ha in­cre­men­ta­do tu com­pren­sión de lo que sig-­
ni­fi­ca que Je­sús es nues­tro sumo sa­cer­do­te?

2.
“Ne­ce­si­ta­mos un guía… al­guien que pre­pa­re el ca­mino y cons­tru­ya
un puen­te”. ¿Cómo su­ple Je­sús cada una de estas ne­ce­si­da­des en tu

vida?

3.
¿Cómo ilu­mi­na­rás al mun­do hoy?
La máquina generadora de humo
Para com­pren­der lo que Éxo­do 28 − 31 sig­ni­fi­ca para no­so­tros, de­be­mos

en­ten­der el sig­ni­fi­ca­do de lo que su­ce­de a con­ti­nua­ción. El ca­pí­tu­lo 30 co-­

mien­za con la des­crip­ción de “un al­tar de ma­de­ra de aca­cia para que­mar in-­

cien­so” (30:1
). Solo se uti­li­za para que­mar in­cien­so, y aun­que los ver­sícu-­

los 2-5
nos dan una des­crip­ción de­ta­lla­da de su di­se­ño, no se nos dice lo

que sim­bo­li­za. Al­gu­nos pien­san que re­pre­sen­ta las ora­cio­nes del pue­blo de

Dios por­que, en Apo­ca­lip­sis 5:8 y 8:3-4, las ora­cio­nes son des­cri­tas como

in­cien­so que sube has­ta la pre­sen­cia de Dios. Pue­de que las ora­cio­nes de

Apo­ca­lip­sis sean un eco de Éxo­do, pero en Éxo­do 30 no se ha­bla de la ora-­

ción.

Lo que sí se en­fa­ti­za es el lu­gar don­de es­ta­ba co­lo­ca­do el al­tar del in­cien-­

so. En el ver­sícu­lo 6
, Dios le or­de­na a Moi­sés: “Pon el al­tar fren­te a la cor-­

ti­na que está ante el arca del pac­to, es de­cir, ante el pro­pi­cia­to­rio que está

so­bre el arca, que es don­de me re­uni­ré con­ti­go”.


Pien­sa en lo que hace un al­tar en don­de se que­ma in­cien­so. Crea una nube

de humo. Ese se­ría su úni­co pro­pó­si­to (vv 7-10


). Es una má­qui­na ge­ne­ra-­

do­ra de humo y está co­lo­ca­da justo fren­te al Lu­gar San­tí­si­mo. Así que en-­

vuel­ve al Lu­gar San­tí­si­mo —el lu­gar don­de Dios se en­cuen­tra con Moi­sés

— en una nube de in­cien­so. ¿Dón­de he­mos vista esta his­to­ria an­te­rior­men-­

te?

En la ma­dru­ga­da del ter­cer día hubo true­nos y re­lám­pa­gos, y una den­sa

nube se posó so­bre el mon­te… El mon­te es­ta­ba cu­bier­to de humo, por­que

el SE­ÑOR ha­bía des­cen­di­do so­bre él en me­dio de fue­go. Era tan­to el

humo que salía del mon­te, que pa­re­cía un horno… El SE­ÑOR des­cen­dió

a la cum­bre del mon­te Si­naí, y desde allí lla­mó a Moi­sés para que su­bie­ra

(19:16-20).

El al­tar del in­cien­so está ahí por­que el ta­ber­nácu­lo está re­pli­can­do la ex-­

pe­rien­cia del mon­te Si­naí. Lo que su­ce­dió en el mon­te Si­naí su­ce­de­rá re­pe-­

ti­da­men­te en el ta­ber­nácu­lo —aun­que de ma­ne­ra sim­bó­li­ca. Las ru­ti­nas del

ta­ber­nácu­lo in­clui­rán una re­pro­duc­ción de la ex­pe­rien­cia del Si­naí.

La re­pro­duc­ción del Si­naí tam­bién está im­plí­ci­ta en la ar­qui­tec­tu­ra del ta-­

ber­nácu­lo. Las cor­ti­nas del ta­ber­nácu­lo tie­nen ani­llos de oro en la par­te su-­

pe­rior y ba­ses de pla­ta (26:6, 18-25). El atrio tie­ne ani­llos de pla­ta en la par-­
te su­pe­rior y ba­ses de bron­ce (27:9-11). Todo en el ta­ber­nácu­lo está he­cho

de oro. El al­tar y el la­va­ma­nos en el atrio están he­chos de bron­ce.

Así que el me­tal va cam­bian­do de oro a pla­ta y de pla­ta a bron­ce. Es

como si fue­ran guías de co­lo­res para el au­to­en­sam­bla­je de una es­truc­tu­ra. El

oro va en­ci­ma de la pla­ta, que a su vez va en­ci­ma del bron­ce. Inevi­ta­ble-­

men­te, el di­se­ño del ta­ber­nácu­lo está en dos di­men­sio­nes so­bre un pla­no.

Pero en rea­li­dad es un mo­de­lo tri­di­men­sio­nal. El bron­ce, la pla­ta y el oro

re­pre­sen­tan tres pisos —el atrio, el Lu­gar San­to y el Lu­gar San­tí­si­mo.

El atrio re­pre­sen­ta la pla­ni­cie al pie del mon­te Si­naí don­de acam­pa­ron los

is­rae­li­tas. El Lu­gar San­to es el lu­gar de la mon­ta­ña al que as­cen­die­ron los

an­cia­nos. Y el Lu­gar San­tí­si­mo es la cima de la mon­ta­ña don­de Dios des-­

cen­dió. (Es in­tere­san­te que la par­te de la ves­ti­men­ta sa­cer­do­tal que no se

men­cio­na es el cal­za­do. Es po­si­ble que los sa­cer­do­tes no lo uti­li­za­ran por-­

que an­da­ban so­bre tie­rra san­ta, así como Moi­sés tuvo que re­mo­ver sus san-­

da­lias cuan­do se en­con­tró con Dios en el mon­te Si­naí en Éxo­do 3:5.)

Al igual que el ta­ber­nácu­lo, el mon­te Si­naí te­nía tres zo­nas en don­de la

san­ti­dad iba en au­men­to. Solo a Moi­sés se le per­mi­tía as­cen­der a la cima.

Aa­rón y los se­ten­ta an­cia­nos solo pu­die­ron as­cen­der has­ta cier­to pun­to

(19:22, 24). La ter­ce­ra zona era el bor­de de la mon­ta­ña. Tras­pa­sar estos lí-­

mi­tes lle­va­ba a la muer­te. La glo­ria del SE­ÑOR des­cen­dió so­bre el mon­te


Si­naí, y tam­bién lo ha­ría so­bre el ta­ber­nácu­lo (19:9, 16; 24:15-16, 18;

40:34-35).

Así que el al­tar del in­cien­so está crean­do una nube de humo como un re-­

fle­jo de la nube del mon­te Si­naí. Esta es la nube en la que Dios des­cen­dió y

a tra­vés de la cual Moi­sés as­cen­dió para pre­sen­tar­se ante Dios.

El ta­ber­nácu­lo re­pli­ca y per­pe­túa la ex­pe­rien­cia del mon­te Si­naí. Dios

dice: “Pro­cu­ra que todo esto sea una ré­pli­ca exac­ta de lo que se te mos­tró en

el mon­te” (25:40), y se dice algo si­mi­lar en 25:9; 26:30 y 27:8.

Pero nota que estos ver­sícu­los no di­cen: Ha­zl­o se­gún el pa­trón del mon­te

. Ha­blan de “lo que se te mos­tró en el mon­te”. Esto se debe a que el mon­te

Si­naí tam­bién es un re­fle­jo de algo más.

El me­jor co­men­ta­rio so­bre esto es He­breos 9. El es­cri­tor re­su­me la ar­qui-­

tec­tu­ra del ta­ber­nácu­lo y su mo­bi­lia­rio en los ver­sícu­los 1-5. Des­pués dice

que el he­cho de que los sa­cer­do­tes tu­vie­ran que se­guir ofre­cien­do sa­cri­fi-­

cios de­mues­tra que eso era solo una som­bra de lo real (vv 6-10). Así que la

pre­gun­ta es: ¿Qué es —y dó


nde
está— lo real?

Una imagen del cielo


He­breos 9:11 dice: “Cris­to, por el con­tra­rio, al pre­sen­tar­se como sumo sa-­

cer­do­te de los bie­nes de­fi­ni­ti­vos en el ta­ber­nácu­lo más ex­ce­len­te y per­fec­to,


no he­cho por ma­nos hu­ma­nas (es de­cir, que no es de esta crea­ción)”. Pos­te-­

rior­men­te, el ver­sícu­lo 24 acla­ra que “Cris­to no en­tró en un san­tua­rio he­cho

por ma­nos hu­ma­nas, sim­ple co­pia del ver­da­de­ro san­tua­rio, sino en el cie­lo

mismo, para pre­sen­tar­se aho­ra ante Dios en favor nues­tro”.

El ta­ber­nácu­lo es una ima­gen del mon­te Si­naí, y el mon­te Si­naí es una

ima­gen del cie­lo. Así que el atrio del ta­ber­nácu­lo re­pre­sen­ta a este mun­do,

ha­bi­ta­do por la hu­ma­ni­dad. El Lu­gar San­to re­pre­sen­ta al reino ce­les­tial, ha-­

bi­ta­do por se­res es­pi­ri­tua­les como los que­ru­bi­nes; y el Lu­gar San­tí­si­mo re-­

pre­sen­ta la sala del trono ce­les­tial, ha­bi­ta­da por Dios, con el arca re­pre­sen-­

tan­do el es­tra­do del trono de Dios. El ta­ber­nácu­lo está he­cho de tela azul

bor­da­da con que­ru­bi­nes (Éx 26:1) —así que en­trar al ta­ber­nácu­lo era como

en­trar al cie­lo con los án­ge­les vo­lan­do al­re­de­dor tuyo.

Una imagen de Jesús entrando al cielo


A con­ti­nua­ción, el es­cri­tor de He­breos re­su­me Éxo­do 29: “De la misma ma-­

ne­ra [Moi­sés] ro­ció con la san­gre el ta­ber­nácu­lo y to­dos los ob­je­tos que se

usa­ban en el cul­to. De he­cho, la ley exi­ge que casi todo sea pu­ri­fi­ca­do con

san­gre, pues sin de­rra­ma­mien­to de san­gre no hay per­dón” (Heb 9:21-22).

Pero, como vi­mos en He­breos, Je­sús ha ve­ni­do como nues­tro sumo sa­cer-­

do­te (4:14 − 7:28). De he­cho, Él es di­fe­ren­te a cual­quier otro sumo sa­cer­do-­


te por­que “en­tró una sola vez y para siem­pre en el Lu­gar San­tí­si­mo. No lo

hizo con san­gre de ma­chos ca­bríos y be­ce­rros, sino con Su pro­pia san­gre,

lo­gran­do así un res­ca­te eterno” (9:12).

Je­sús ofre­ció un sa­cri­fi­cio, y ese sa­cri­fi­cio fue Él mismo. “Se ha pre­sen­ta-­

do una sola vez y para siem­pre a fin de aca­bar con el pe­ca­do me­dian­te el sa-­

cri­fi­cio de Sí mismo” (v 26). Y a tra­vés de ese sa­cri­fi­cio se pre­sen­ta ante

Dios en el cie­lo.

No in­ten­tes ver esto como una sola ima­gen. En Éxo­do 25 − 27 vi­mos que

Cris­to es el ta­ber­nácu­lo. Aho­ra Él es el sa­cer­do­te del ta­ber­nácu­lo. Y


aho­ra

Él es el sa­cri­fi­cio ofre­ci­do por el sa­cer­do­te. ¡¿Es Cris­to el ta­ber­nácu­lo, el

sa­cer­do­te o el sa­cri­fi­cio?! La res­pues­ta es: los tres, y mu­chas co­sas más. En

Éxo­do he­mos visto que Cris­to es el Cor­de­ro pas­cual, el maná del cie­lo, el

agua de la vida, la Roca que lleva nues­tro cas­ti­go, el me­dia­dor y la en­car­na-­

ción de la vo­lun­tad di­vi­na. En el An­ti­guo Tes­ta­men­to en­con­tra­mos una ima-­

gen tras otra en los even­tos, las per­so­nas y los ri­tua­les, imá­ge­nes que apun-­

tan ha­cia una per­so­na: Je­sús. To­das ellas son ne­ce­sa­rias para ex­pre­sar Su

obra y Su per­so­na. Es en ellas y a tra­vés de ellas que ve­mos las ri­que­zas de

la gra­cia de Dios en Cris­to. Están api­la­das una en­ci­ma de la otra. Nin­gu­na

ima­gen por sí sola ex­pre­sa la ple­ni­tud de Cris­to y Su obra. Es por ello que

la Bi­blia ha sido des­cri­ta como “el te­so­ro de Cris­to”. En ella en­con­tra­mos


un sin­nú­me­ro de jo­yas que son imá­ge­nes her­mo­sas de Cris­to. Cada una de

ellas debe ser ob­ser­va­da bajo la luz para ser apre­cia­da y dis­fru­ta­da.

No fue que a un gru­po de hu­ma­nos in­te­li­gen­tes se les ocu­rrió que el ta-­

ber­nácu­lo, y los sa­cri­fi­cios he­chos en él, po­dían ser úti­les para in­ter­pre­tar la

cruz. Dios mismo los pro­por­cio­nó como un mar­co. En la his­to­ria, los sa­cri-­

fi­cios le­ví­ti­cos se pre­sen­ta­ron an­tes del Cal­va­rio —pero en la for­mu­la­ción

del plan de Dios, el sa­cri­fi­co de Cris­to es­ta­ba pri­me­ro. Él es el Cor­de­ro es-­

co­gi­do desde an­tes de la fun­da­ción del mun­do (1P 1:19-20; Ap 13:8). Así

como Je­sús es “la raíz de David” (Ap 5:5) y a la vez es des­cen­dien­te de

David, de la misma for­ma es la raíz de la Pas­cua, la ofren­da por el pe­ca­do y

el chivo ex­pia­to­rio
, y tam­bién el úl­ti­mo y más gran­de Cor­de­ro pas­cual, la

úl­ti­ma ofren­da por el pe­ca­do y el úl­ti­mo chivo ex­pia­to­rio. Como dice Do-­

nald Ma­cLeod, pas­tor y autor es­co­cés:

Todo ello es­ta­ba di­vi­na­men­te con­fi­gu­ra­do para pre­fi­gu­rar­lo. El

en­ten­di­mien­to de la muer­te de Je­sús como un sa­cri­fi­cio no es

una in­ven­ción hu­ma­na, sino una re­ve­la­ción di­vi­na (Ch­rist Cru­ci-­

fied: Un­ders­tan­ding the Ato­ne­ment


[Cris­to cru­ci­fi­ca­do: Com-­

pren­dien­do la ex­pia­ción
], 65).

Mi nombre está escrito en Su corazón


Jun­te­mos toda esta in­for­ma­ción. Je­sús es nues­tro sumo sa­cer­do­te y se ofre-­

ce a Sí mismo como sa­cri­fi­cio. Él en­tra al cie­lo a tra­vés de Su san­gre de­rra-­

ma­da. Lle­ga has­ta el Lu­gar San­tí­si­mo, a la pre­sen­cia de Dios.

Eso es pre­ci­sa­men­te lo que su­ce­dió des­pués de que Je­sús mu­rió. Él re­su-­

ci­tó y as­cen­dió al cie­lo. As­cen­dió en­tre nu­bes a la pre­sen­cia de Dios, tal

como Moi­sés as­cen­dió en­tre nu­bes a la pre­sen­cia de Dios en el mon­te Si­naí,

y tal como el sumo sa­cer­do­te te­nía que atra­ve­sar la nube de humo pro­vo­ca-­

da por el in­cien­so en el Lu­gar San­tí­si­mo. En Su as­cen­sión, Je­sús en­tró al ta-­

ber­nácu­lo ce­les­tial por me­dio de Su san­gre de­rra­ma­da para pre­sen­tar­se ante

Dios.

Y aho­ra lle­ga­mos al pun­to prin­ci­pal. Mien­tras Je­sús as­cien­de a tra­vés de

las nu­bes al cie­lo, ¿cuál nom­bre está es­cri­to so­bre su co­ra­zón? “Siem­pre

que Aa­rón en­tre en el Lu­gar San­to lle­va­rá so­bre su co­ra­zón, en el pec­to­ral

para im­par­tir jus­ti­cia, los nom­bres de los hi­jos de Is­rael para re­cor­dar­los

siem­pre ante el SE­ÑOR” (Éx 28:29). Aa­rón era solo una som­bra de Je­sús.

Mien­tras Je­sús esté en el cie­lo, lle­va­rá los nom­bres de los hi­jos e hi­jas de

Dios so­bre Su co­ra­zón, como un re­cor­da­to­rio con­ti­nuo ante Dios. Si has

con­fia­do en Je­sús, Él lleva tu nom­bre. Tu nom­bre está es­cri­to so­bre Su co-

ra­zón. Mi nom­bre quizá no esté es­cri­to li­te­ral­men­te en la ropa de Cris­to —


pero es como si lo es­tu­vie­ra. Cuan­do Dios ve a Cris­to, me ve a mí en Cris­to.

Ve mi nom­bre, mi ser y mi iden­ti­dad en Él.

Si eres cris­tiano, tu nom­bre está en el cie­lo. Y no está en una base de da-­

tos ni al­ma­ce­na­da en un ca­jón. Está ata­do a una per­so­na, a Je­sús. Él as­cen-­

dió al cie­lo para dar­te sal­va­ción. Él es el re­cor­da­to­rio ante Dios que ga­ran­ti-­

za tu se­gu­ri­dad en el cie­lo.

Cuan­do du­des de tu sal­va­ción, cuan­do sien­tas el peso de tu pe­ca­do, o

cuan­do le fa­lles a Dios de al­gu­na ma­ne­ra, pue­des mi­rar al cie­lo y con­tem-­

plar a tu Sumo Sa­cer­do­te, quien tie­ne tu nom­bre ins­cri­to so­bre Su co­ra­zón.

Pue­des ver a Je­sús pa­ra­do allí como un re­cor­da­to­rio ante Dios de que eres

Su hijo.

Y es aún me­jor que eso. Pien­sa en los años que te que­dan de vida, sin im-­

por­tar cuán­tos pue­dan ser. No sa­bes qué pro­ble­mas ten­drás que en­fren­tar —

di­fi­cul­ta­des fi­nan­cie­ras, en­fer­me­da­des, so­le­dad, aban­dono. ¿Pue­des estar

se­gu­ro de que per­ma­ne­ce­rás fir­me du­ran­te esas prue­bas? ¿Cómo po­drías

du­dar? ¿Cómo pe­ca­rás? ¿Cómo li­dia­rás con todo? No co­no­ces las res­pues-­

tas a estas pre­gun­tas. No pue­des sa­ber cómo res­pon­de­rás.

Pero de esto sí pue­des estar se­gu­ro. Aho­ra y para siem­pre, Je­sús está en el

cie­lo lle­van­do tu nom­bre. El himno A deb­tor to mer­cy alo­ne


[Deu­dor solo a
la gra­cia
] de Au­gus­tus To­plady ter­mi­na con este ver­so, que cap­tu­ra ma­ra-­

vi­llo­sa­men­te la con­fian­za que el cris­tiano pue­de dis­fru­tar:

Mi nom­bre, de la pal­ma de Tus ma­nos,

la eter­ni­dad no po­drá bo­rrar;

per­ma­ne­ce im­pre­so en Tu co­ra­zón

con mar­cas de gra­cia in­de­le­ble.

Sí, has­ta el fi­nal per­ma­ne­ce­ré,

tan cier­to como la pro­me­sa dada:

más fe­li­ces, pero no más se­gu­ros,

se en­cuen­tran los es­pí­ri­tus glo­ri­fi­ca­dos en el cie­lo.

Los cris­tia­nos que ya han muer­to están más fe­li­ces que no­so­tros por­que

ellos ya están con Je­sús en el cie­lo. Pero no están más se­gu­ros que no­so­tros.

Su fu­tu­ro está ase­gu­ra­do por­que Je­sús está en el cie­lo —y nues­tro fu­tu­ro

está ase­gu­ra­do por­que Je­sús está en el cie­lo. ¿Cuál es el se­cre­to para so­bre-­

vi­vir se­ten­ta años como cris­tiano? La res­pues­ta es Je­sús. Si eres cris­tiano,

cuan­do Je­sús pasó a tra­vés de las nu­bes ha­cia el cie­lo, tu nom­bre es­ta­ba es-­

cri­to so­bre Su co­ra­zón. Es como si ya es­tu­vie­ras con Él. Y la úni­ca for­ma

de que Dios pue­da ex­cluir­te del cie­lo es ex­clu­yen­do a Su Hijo. “Por lo tan-­
to, ya que en Je­sús, el Hijo de Dios, te­ne­mos un gran sumo sa­cer­do­te que ha

atra­ve­sa­do los cie­los, afe­rré­mo­nos a la fe que pro­fe­sa­mos” (Heb 4:14).

1.
Al ver que el sa­cer­do­cio y los sa­cri­fi­cios se­ña­lan a Je­sús, ¿in­cre-­
men­ta tu asom­bro y tu amor por Je­sús?

2.
¿Qué te preo­cu­pa so­bre tu fu­tu­ro? Me­di­ta en la le­tra de A deb­tor to
mer­cy alo­ne
[Deu­dor solo a la gra­cia
]. ¿Cómo pue­den estas ver­da-­

des trans­for­mar tus preo­cu­pa­cio­nes?

3.
¿Cómo pue­de el te­ner “un gran sumo sa­cer­do­te que ha atra­ve­sa­do
los cie­los” ha­cer que te afe­rres a la fe?
 

Los ca­pí­tu­los 25 – 31 des­cri­ben las ins­truc­cio­nes da­das a Moi­sés para la

cons­truc­ción y el es­ta­ble­ci­mien­to del ta­ber­nácu­lo; los ca­pí­tu­los 35 – 40 de-­

ta­llan la im­ple­men­ta­ción de esas ins­truc­cio­nes; y todo lle­ga a un clí­max

cuan­do la glo­ria de Dios des­cien­de so­bre el ta­ber­nácu­lo en 40:34-38. Pero

en los ca­pí­tu­los 32 – 34 esta na­rra­ti­va es in­te­rrum­pi­da brus­ca­men­te. He­mos

es­ta­do con Moi­sés en la mon­ta­ña, con Dios; aho­ra des­cu­bri­mos lo que está

su­ce­dien­do allá aba­jo con el pue­blo.

La agen­da para la se­gun­da mitad de Éxo­do se es­ta­ble­ce en 25:8: “Des-­

pués me ha­rán un san­tua­rio, para que Yo ha­bi­te en­tre us­te­des”. La meta es

la pre­sen­cia de Dios. La trá­gi­ca iro­nía del be­ce­rro de oro es que pre­ten­de re-­

sol­ver el pro­ble­ma per­ci­bi­do de la au­sen­cia de Dios (32:1


). Es un in­ten­to

por re­sol­ver un pro­ble­ma que no exis­te. Pero tam­bién des­ta­ca el pro­ble­ma

de la pre­sen­cia de Dios, que se re­su­me en 33:3: “Yo no los acom­pa­ña­ré,


por­que us­te­des son un pue­blo ter­co, y po­dría Yo des­truir­los en el ca­mino”.

En ot­ras pa­la­bras, ¿pue­de un Dios san­to vivir en­tre pe­ca­do­res, y pue­den pe-­

ca­do­res te­ner un Dios san­to vi­vien­do en­tre ellos?

Los even­tos del ca­pí­tu­lo 32 son una tra­ge­dia y una ofen­sa —“un gran pe-­

ca­do” (32:31
, RVC). La for­ma en la que se desa­rro­lla la na­rra­ti­va nos

mues­tra por qué.

La caída de Israel
En mu­chas for­mas, este even­to es la “caí­da” de Is­rael, su pro­pia ver­sión de

Gé­ne­sis 3. Is­rael ha sido sa­ca­do de la es­cla­vi­tud. Ellos han es­ca­pa­do de la

muer­te me­dian­te la Pas­cua. Han na­ci­do de nuevo me­dian­te el Mar Rojo. En

el Si­naí fue­ron cons­ti­tui­dos como el pue­blo del pac­to de Dios. Is­rael es una

nueva hu­ma­ni­dad.

Pero, trá­gi­ca­men­te, la vie­ja hu­ma­ni­dad aún mora en el co­ra­zón de la

nueva hu­ma­ni­dad. Y aquí, Is­rael se com­por­ta como la hu­ma­ni­dad de Adán.

Ellos re­cha­zan a Dios. Mien­tras Moi­sés re­ci­be ins­truc­cio­nes para la ver­da-­

de­ra ado­ra­ción a Dios en Éxo­do 25 – 31, Is­rael es­ta­ble­ce una ado­ra­ción al-­

ter­na­ti­va —usan­do su oro (32:2-3


) para ha­cer un ído­lo (v 4
). Este es, en

cier­ta for­ma, el pe­ca­do ori­gi­nal de Is­rael; ese pe­ca­do es­ta­ble­ce la cul­tu­ra de


Is­rael y es­ta­ble­ce el pa­trón para sus re­be­lio­nes sub­se­cuen­tes con­tra el SE-­

ÑOR.

Las se­me­jan­zas con­ti­núan en los ver­sícu­los 21-24


, cuan­do Aa­rón res-­

pon­de como el pri­mer Adán. Él cul­pa al pue­blo, justo como Adán cul­pó a

Eva. En el ver­sícu­lo 24
, de for­ma ab­sur­da, Aa­rón dice que lan­zó el oro al

fue­go y que, como por arte de ma­gia, “lo que salió fue este be­ce­rro”. Pero

el ver­sícu­lo 4
no pue­de ser más cla­ro. No solo tomó el oro del pue­blo e

hizo “un ído­lo en for­ma de be­ce­rro”, sino que “cin­ce­ló el oro fun­di­do”. Este

én­fa­sis en el uso de una he­rra­mien­ta an­ti­ci­pa la crí­ti­ca de Isaías 44. Allí, el

mismo acto de ha­cer un ído­lo ex­po­ne su lo­cu­ra, por­que la exis­ten­cia del

ído­lo de­pen­de com­ple­ta­men­te de un ar­te­sano. Este be­ce­rro no pue­de ha­cer

nada por el pue­blo. Es una ne­ce­dad de­pen­der de algo que a su vez de­pen­de

de ellos para exis­tir.

Dios in­tro­du­jo los Diez Man­da­mien­tos re­cor­dán­do­le al pue­blo que Él los

res­ca­to de la es­cla­vi­tud en Egip­to (20:2). Aho­ra Aa­rón usa el mismo len-­

gua­je —pero re­fi­rién­do­se al be­ce­rro de oro (32:4


). El pue­blo quie­re dio­ses

“que mar­chen al fren­te de no­so­tros” (v 1


) —pero esto es exac­ta­men­te lo

que el SE­ÑOR ha­bía he­cho (14:19; 23:23). El pue­blo quie­re des­po­jar a

Dios de Su glo­ria para dár­se­la a un pe­da­zo de me­tal bri­llo­so e iner­te. Esa

misma ma­ña­na ellos ha­bían re­co­gi­do maná —un sím­bo­lo de la pro­vi­sión de


Dios. Y, sin em­bar­go, allí es­ta­ban, in­ter­cam­bián­do­lo por un be­ce­rro mudo

que les co­stó su oro y que no les po­día dar nada a cam­bio. Juan Cal­vino, el

re­for­ma­dor del si­glo die­ci­séis, co­men­tó:

En esta na­rra­ti­va per­ci­bi­mos la de­tes­ta­ble im­pie­dad del pue­blo,

su ho­rren­da in­gra­ti­tud y su mons­truo­sa lo­cu­ra, mez­cla­da con es-­

tu­pi­dez… ¿no po­dían ellos ver la co­lum­nas de nube y fue­go?

¿No era más que evi­den­te la so­li­ci­tud pa­ter­nal de Dios al dar­les

el maná de cada día? ¿No ha­bía Él de­mos­tra­do Su cer­ca­nía de

mu­chí­si­mas for­mas?

(Co­men­ta­rio so­bre Éxo­do 32:1).

Es com­ple­ta­men­te irra­cio­nal —pero esta irra­cio­na­li­dad es la irra­cio­na­li-­

dad a la cual to­dos su­cum­bi­mos cuan­do pe­ca­mos. Todo pe­ca­do in­vo­lu­cra

una dis­pa­ra­ta­da pér­di­da de pers­pec­ti­va. Per­de­mos de vista la pro­vi­sión ge-­

ne­ro­sa de Dios, y arre­ba­ta­mos o en­vi­dia­mos. Me­di­tan­do en este epi­so­dio, el

Sal­mo 106:20 dice: “Cam­bia­ron al que era su mo­ti­vo de or­gu­llo por la ima-­

gen de un toro”. Y lue­go el sal­mis­ta agre­ga (solo en caso de que no ha­yas

en­ten­di­do el pun­to): “… que come hier­ba”. Es irra­cio­nal.

Pa­blo pa­re­ce te­ner esto en men­te cuan­do dice de la hu­ma­ni­dad: “Cam­bia-­

ron la ver­dad de Dios por la men­ti­ra, ado­ran­do y sir­vien­do a los se­res crea-­
dos an­tes que al Crea­dor” (Ro 1:25). Pa­blo está des­cri­bien­do la ido­la­tría de

toda la hu­ma­ni­dad; y en Éxo­do 32, la ido­la­tría de Is­rael es un pa­ra­dig­ma de

toda ido­la­tría. El tér­mino “vaca sa­gra­da” vie­ne de esta his­to­ria —tu vaca sa-­

gra­da es cual­quier cosa que no pue­das de­jar por­que crees que tu se­gu­ri­dad,

iden­ti­dad, apro­ba­ción, rea­li­za­ción o sa­tis­fac­ción de­pen­den de ella. Tu vaca

sa­gra­da es tu ído­lo. El Ca­te­cis­mo de Hei­del­berg


dice:

Ido­la­tría es po­ner nues­tra con­fian­za en cual­quier otra cosa o per­so­na que

no sea el Dios ver­da­de­ro que se ha re­ve­la­do en Su Pa­la­bra.

Po­dría­mos asu­mir que esta his­to­ria no tie­ne nada que de­cir­le a oc­ci­den­ta-­

les que han de­ja­do atrás la cru­da ado­ra­ción de ído­los. Pero, por su­pues­to,

aún hay co­sas en las que gas­ta­mos todo lo que te­ne­mos, por­que cree­mos

que nos guia­rán por la vida y nos da­rán un sen­ti­do de rea­li­za­ción y sa­tis­fac-

ción. Tal vez no ado­ra­mos es­ta­tuas de be­ce­rros, pero no so­mos in­mu­nes a la

ido­la­tría. Nues­tro deseo por las co­sas crea­das eclip­sa nues­tro deseo por

Dios. Po­dría ser un deseo por la apro­ba­ción o el amor de al­gu­na per­so­na,

por ob­je­tos, por ex­pe­rien­cias o por cier­to es­ta­tus. Hubo un tiem­po en el que

al ca­mi­nar a la igle­sia cada do­min­go, veía­mos a nues­tro ve­cino lim­pian­do

las llan­tas de su ca­rro de ro­di­llas y con un ce­pi­llo de dien­tes. Él es­ta­ba arro-­

di­lla­do en res­pe­to ha­cia su dios. Po­dría ser cual­quier cosa, pero siem­pre te-­
ne­mos ído­los. Nues­tros ído­los no tie­nen que ser ob­je­tos fí­si­cos. Po­drían ser

la li­ber­tad per­so­nal, el éxito, la ri­que­za, la po­pu­la­ri­dad, la acep­ta­ción o el

amor. Estas co­sas pue­den lle­gar a ser los ído­los que de­ter­mi­nan nues­tras ac-­

cio­nes. Go­bier­nan nues­tras vi­das: “… ya que cada uno es es­cla­vo de aque-­

llo que lo ha do­mi­na­do” (2P 2:19).

Éxo­do 32 co­mien­za di­cien­do: “Al ver los is­rae­li­tas que Moi­sés tar­da­ba en

ba­jar del mon­te, fue­ron a re­unir­se con Aa­rón y le di­je­ron: ‘Tie­nes que ha-­

cer­nos dio­ses que mar­chen al fren­te de no­so­tros, por­que a ese Moi­sés que

nos sacó de Egip­to, ¡no sa­be­mos qué pudo ha­ber­le pa­sa­do!’” (32:1
). Tar­da-­

ba
. Pero solo fue­ron cua­ren­ta días (24:18). En solo cua­ren­ta días, el pue­blo

aban­do­nó su de­cla­ra­ción de leal­tad al SE­ÑOR (19:8; 24:3); así de “pron­to

[se apar­ta­ron] del ca­mino que les or­de­né se­guir” (32:8


). El “pron­to” en este

ver­sícu­lo con­tras­ta con el “tar­da­ba” en el ver­sícu­lo 1


. Así de rá­pi­do fun-­

cio­na la ido­la­tría en nues­tros co­ra­zo­nes.

La idolatría es adulterio
En Éxo­do 24, el pue­blo ha­bía en­tra­do en un pac­to con Dios. Dios ha­bía lle-­

ga­do a ser su es­po­so. Ellos ha­bían he­cho vo­tos de pac­to que no eran di­fe-­

ren­tes a los vo­tos nup­cia­les: “Moi­sés fue y re­fi­rió al pue­blo to­das las pa­la-­

bras y dis­po­si­cio­nes del SE­ÑOR, y ellos res­pon­die­ron a una voz: ‘Ha­re­mos


todo lo que el SE­ÑOR ha di­cho’” (24:3). Aho­ra, en el ca­pí­tu­lo 32, po­dría-­

mos de­cir que el es­po­so ha en­con­tra­do a su es­po­sa en la cama con otro

hom­bre du­ran­te su luna de miel.

Nues­tra ido­la­tría no es di­fe­ren­te. A tra­vés del bau­tis­mo en­tra­mos en un

pac­to con Dios. Cada vez que par­ti­ci­pas de la San­ta Cena, re­fuer­zas esos

com­pro­mi­sos del pac­to. Y cada vez que pe­cas y das tu leal­tad a al­guien o

algo más, rom­pes ese pac­to. Cuan­do San­tia­go des­cri­be a sus lec­to­res cris­tia-­

nos como “gen­te adúl­te­ra” (Stg 4:4), nos está des­cri­bien­do a no­so­tros.

Cuan­do pe­cas, co­me­tes adul­te­rio.

Éxo­do 32 no dice cla­ra­men­te si el pue­blo quie­re que el be­ce­rro rem­pla­ce

a Dios (que­bran­tan­do el pri­mer man­da­mien­to) o re­pre­sen­te a Dios (que-­

bran­tan­do el se­gun­do man­da­mien­to). Tal vez es un poco de los dos. Su de-­

cla­ra­ción en 32:4
hace re­fe­ren­cia a “dio­ses” (plu­ral), su­gi­rien­do que el be-­

ce­rro es como un so­cio del SE­ÑOR.

Bien pu­die­ra ser que en el ver­sícu­lo 1


ellos estén pro­po­nien­do rem­pla­zos

para Dios (“Tie­nes que ha­cer­nos dio­ses…”), y que Aa­rón esté ce­dien­do ha-­

cién­do­les un be­ce­rro que re­pre­sen­te a Dios (el ver­sícu­lo 4


po­dría leer­se

como “Este es tu dios”, ob­ser­va la nota al pie de pá­gi­na en la NVI). Esto

ha­ría que la ac­ti­tud del pue­blo ha­cia Aa­rón tu­vie­ra sen­ti­do, pues ini­cial­men-­

te es­ta­ban en su con­tra (la fra­se “fue­ron a re­unir­se” con Aa­rón en el ver-­


sícu­lo 1
es la fra­se tra­du­ci­da en Nú­me­ros 16:3 como “se reu­nie­ron para

opo­ner­se”). Tal vez ce­der es una for­ma de es­ca­pe para Aa­rón. Él ins­ta­la un

al­tar “en­fren­te del be­ce­rro” y anun­cia una “fies­ta en ho­nor del SE­ÑOR”

(32:5
). Él usa el nom­bre que Dios re­ve­ló en Éxo­do 3 en la zar­za ar­dien­te.

Aa­rón hace un in­ten­to de sin­cre­tis­mo


: una mez­cla de re­li­gión pa­ga­na con

ado­ra­ción al SE­ÑOR. Para de­cir­lo de otra for­ma, él está que­bran­tan­do el se-­

gun­do man­da­mien­to para que el pue­blo no ten­ga que que­bran­tar el pri­mer

man­da­mien­to. Así que, al si­guien­te día, el pue­blo ofre­ce sus ho­lo­caus­tos

como bue­nos ado­ra­do­res del SE­ÑOR. Pero en­ton­ces el pue­blo “se en­tre­gó

al de­sen­freno” (32:6
). La pa­la­bra de­sen­freno
im­pli­ca una or­gía.

Los ído­los no tie­nen mo­ra­li­dad y, por lo tan­to, la ido­la­tría no tie­ne mo­ra-­

li­dad. Un be­ce­rro es mudo. No pue­de trans­mi­tir prin­ci­pios mo­ra­les. Por

ende, la ido­la­tría lleva a la de­gra­da­ción mo­ral. En 24:11 se nos dice que los

je­fes de los is­rae­li­tas “vie­ron a Dios, y co­mie­ron y be­bie­ron” (LBLA). Aho-­

ra, en 32:6
, el pue­blo “se sen­tó a co­mer y a be­ber, y se en­tre­gó al de­sen-­

freno”. Esto se ha con­ver­ti­do en una os­cu­ra pa­ro­dia de la re­li­gión ver­da­de-­

ra. Ellos ven a Dios en la ima­gen de un be­ce­rro. Ellos co­men y be­ben, su-­

pues­ta­men­te en Su pre­sen­cia, pero esta vez se­gui­do de una or­gía.

¿Por qué un becerro de oro?


La elec­ción de la for­ma del ído­lo no es ar­bi­tra­ria. La pa­la­bra tra­du­ci­da

como “be­ce­rro” no se re­fie­re ne­ce­sa­ria­men­te a una vaca jo­ven, y el Sal­mo

106 lo des­cri­be como un toro. Un toro era un sím­bo­lo co­mún de fuer­za y

fer­ti­li­dad en las na­cio­nes cir­cun­dan­tes. Aún lo es en nues­tros días. Is­rael

está usan­do las ima­gi­nes de las cul­tu­ras a su al­re­de­dor para rein­ven­tar a

Dios. El pue­blo está fe­liz de ado­rar a Dios, pero quie­ren ado­rar­lo en sus

pro­pios tér­mi­nos. Están fe­li­ces de ado­rar a Dios, pero quie­ren com­bi­nar­lo

con su mun­da­na­li­dad e in­dul­gen­cia. Per­mi­ten que las na­cio­nes dic­ten lo que

ellos de­ben ha­cer. Quie­ren a un dios que sea vi­si­ble y ma­ne­ja­ble. Aun si su

in­ten­ción no era rem­pla­zar a Dios, lo es­ta­ban de­gra­dan­do.

Lo mismo su­ce­de hoy. Al­gu­nas per­so­nas quie­ren los be­ne­fi­cios de ser

par­te de la igle­sia, pero no quie­ren re­la­cio­nar­se con Dios bajo Sus tér­mi­nos.

O quie­ren las ben­di­cio­nes de Dios sin de­jar atrás los pla­ce­res de la in­dul-­

gen­cia. Quie­ren el per­dón de Dios, pero no quie­ren obe­de­cer Su vo­lun­tad.

Al­gu­nas per­so­nas quie­ren es­co­ger cuá­les par­tes de la Bi­blia acep­tar. Na­tu-­

ral­men­te, to­dos reha­ce­mos a Dios a nues­tra ima­gen o a la ima­gen de la cul-­

tu­ra, en lu­gar de re­cor­dar que es­ta­mos he­chos a Su ima­gen.

Como cris­tia­nos, nos preo­cu­pa que si no ce­de­mos, la cul­tu­ra no nos res-­

pe­ta­rá. Pero el mun­do no nos va a res­pe­tar más si cam­bia­mos con cada

moda de la cul­tu­ra. Si no lle­ga­mos a ser di­fe­ren­tes a la cul­tu­ra que nos ro-­


dea, en­ton­ces no te­ne­mos nada dis­tin­ti­vo ni útil que de­cir. Si sim­ple­men­te

re­pe­ti­mos lo que dice el mun­do, en­ton­ces no ofre­ce­mos una al­ter­na­ti­va. El

mun­do tie­ne su­fi­cien­tes tem­plos para sus ído­los; no hay ex­cu­sa para que la

igle­sia de Dios se con­vier­ta en uno más. En nues­tras cul­tu­ras es co­mún que

las per­so­nas pien­sen que pue­den de­ci­dir cómo es Dios. De esta for­ma crea-­

mos nues­tra pro­pia ver­sión de Dios. Que­re­mos pen­sar que Dios es al­guien

amo­ro­so, pero no san­to. Que­re­mos un dios que sea mi­se­ri­cor­dio­so, pero no

un juez. Crea­mos un dios se­gún nues­tra pro­pia ima­gi­na­ción. No es muy di-­

fe­ren­te de ado­rar a un ído­lo de oro. Tal vez no ten­ga­mos un ído­lo de me­tal,

pero te­ne­mos un ído­lo men­tal. Cui­da­do con cual­quier ora­ción, en los la­bios

de otro o en tu pro­pia ca­be­za, que co­mien­ce con: “Me gusta pen­sar que

Dios es…” o “No creo que Dios sea…”.

Es, en pa­la­bras de Cal­vino, “mons­truo­sa lo­cu­ra, mez­cla­da con es­tu­pi­dez”.

¿Real­men­te crees que el Dios eterno re­pen­ti­na­men­te de­ja­rá de ser quien es

para ser lo que tú crees que Él debe ser? No de­be­mos caer en el sin­cre­tis­mo.

Tra­tar a Dios se­gún nues­tros pro­pios tér­mi­nos y no se­gún los Suyos es un

ne­go­cio pe­li­gro­so. Dios es el SE­ÑOR, el “Yo soy el que soy”. Dios ve todo

lo que las per­so­nas han he­cho por­que, a di­fe­ren­cia del be­ce­rro de me­tal, Él

es un Dios vi­vien­te, om­ni­pre­sen­te y om­nis­cien­te (Éx 32:7-8


). Y de­bi­do a

que Él no com­par­te Su glo­ria (20:4-5; 34:14), Su ira se en­cien­de con­tra el


pue­blo y Él se pre­pa­ra para des­truir­los (32:9-10
). Eso es lo que Dios pien­sa

de nues­tra ido­la­tría. Nues­tra ido­la­tría es, des­pués de todo, adul­te­rio es­pi­ri-­

tual.

Estas pa­la­bras son una ad­ver­ten­cia par­ti­cu­lar para los lí­de­res de igle­sias.

En Éxo­do 25 − 32, Aa­rón es la fi­gu­ra prin­ci­pal mien­tras Dios ha­bla con

Moi­sés so­bre cómo Is­rael debe vivir como Su pue­blo. A Moi­sés se le dice

que Aa­rón es aquel quien guia­rá al pue­blo de Dios en ado­ra­ción al SE­ÑOR;

sin em­bar­go, Aa­rón ter­mi­na guian­do al pue­blo de Dios ha­cia una ado­ra­ción

ido­lá­tri­ca. Él no es el ini­cia­dor de esto —pero él se rin­de al pue­blo y se

hace cóm­pli­ce de su pe­ca­do. Los voy a guiar… ha­cia don­de­quie­ra que

quie­ran ir
, dice Aa­rón. Y esto no es li­de­raz­go; es co­bar­día. No es amar; es

ego­ís­ta. Los lí­de­res de­ben re­sis­tir las pre­sio­nes de la cul­tu­ra si quie­ren guiar

al pue­blo de Dios ha­cia la ado­ra­ción ver­da­de­ra del Dios ver­da­de­ro, el úni­co

Dios que pue­de ir “de­lan­te de no­so­tros”, y que lo hará.

1.
Cuan­do ves el pe­ca­do como ido­la­tría, y la ido­la­tría como adul­te­rio,
¿qué di­fe­ren­cia hace en lo que pien­sas so­bre tu pe­ca­do y so­bre ti
mismo?

2.
¿En qué for­mas po­dría­mos estar rem­pla­zan­do a Dios en la cul­tu­ra
de hoy? ¿En qué for­mas po­dría­mos estar re­du­cién­do­lo? ¿Cuál de

estas dos ten­ta­cio­nes es más atrac­ti­va para ti y por qué?

3.
¿Va­lo­ras al li­de­raz­go que te guía ha­cia don­de ne­ce­si­tas
ir, o al que
te guía ha­cia don­de quie­res
ir? ¿Pre­fe­ri­rías a un lí­der como Moi­sés,

o como Aa­rón?
El final de la historia
En los días de Noé, cuan­do el SE­ÑOR vio “que la mal­dad del ser hu­mano

en la tie­rra era muy gran­de, y que to­dos sus pen­sa­mien­tos ten­dían siem­pre

ha­cia el mal” (Gn 6:5), Él res­pon­dió bo­rran­do “de la tie­rra al ser hu­mano

que [Él ha­bía] crea­do” (v 7) —el Crea­dor res­pon­dió al pe­ca­do con una re-­

ver­sión de Su crea­ción (una “de-crea­ción”). Solo Noé, quien “an­du­vo fiel-­

men­te con Dios” (v 9), fue sal­va­do, y su fa­mi­lia tam­bién. A tra­vés de ellos,

Dios co­men­za­ría a crear una nueva hu­ma­ni­dad. Si­mi­lar­men­te, Dios res­pon-­

dió a los cons­truc­to­res de la to­rre de Ba­bel —quie­nes cons­tru­ye­ron su to­rre

en or­gu­llo­sa opo­si­ción al pro­pó­si­to de Dios para la hu­ma­ni­dad de lle­nar la

tie­rra— con­fun­dién­do­los y dis­per­sán­do­los (11:1-9), an­tes de lla­mar a un

hom­bre, Abram, para que lle­ga­ra a ser “una na­ción gran­de”, la cual se­ría

ben­di­ta y se­ría una ben­di­ción (12:1-3).

Exis­ten ecos de esto en la res­pues­ta de Dios al pe­ca­do de Is­rael en Éxo­do

32.
He­mos visto que Is­rael mismo era una nueva crea­ción de Dios, una nueva

hu­ma­ni­dad.

Pero aho­ra la nueva hu­ma­ni­dad ha de­mos­tra­do ser igual que la vie­ja

(como tam­bién su­ce­dió des­pués del di­lu­vio —Gn 9:20-29). Así que Dios

res­pon­de de la misma ma­ne­ra. Él le dice a Moi­sés que se ha “dado cuen­ta

que este es un pue­blo ter­co” (32:9


)– ellos no mos­tra­ban re­ve­ren­cia al Crea-­

dor. El gran pro­ble­ma de la hu­ma­ni­dad es, en cier­to sen­ti­do, la du­re­za de

nues­tro cue­llo —no lo in­cli­na­mos ante nues­tro go­ber­nan­te le­gí­ti­mo. Por

tan­to, el Crea­dor re­vier­te Su crea­ción: “Tú no te me­tas. Yo voy a des­car­gar

Mi ira so­bre ellos, y los voy a des­truir” (v 10


). So­la­men­te un hom­bre, Moi-­

sés, el úni­co que ha per­ma­ne­ci­do fiel, se­ría li­bra­do del jui­cio, y Dios le pro-­

me­te: “… de ti haré una gran na­ción” (v 10


).

La his­to­ria de Is­rael ape­nas co­men­za­ba y, sin em­bar­go, aho­ra está a pun­to

de ter­mi­nar.

Moisés interviene
Pero Moi­sés in­ter­vie­ne. Él ora por el pue­blo. Es po­si­ble que en el ver­sícu­lo

10
haya una in­vi­ta­ción im­plí­ci­ta a que Moi­sés in­ter­ven­ga, cuan­do Dios le

dice: “Tú no te me­tas. Yo voy a des­car­gar Mi ira so­bre ellos, y los voy a

des­truir”. La im­pli­ca­ción es: Voy a des­truir a tu pue­blo, pero si me in­sis­tes,


en­ton­ces las co­sas po­drían ter­mi­nar muy di­fe­ren­te
. Así que Moi­sés cla­ma

por mi­se­ri­cor­dia —y su cla­mor es es­cu­cha­do. Al in­sis­tir­le a Dios, Moi­sés

li­bra al pue­blo de te­ner que en­fren­tar su des­tino.

Lo sor­pren­den­te es que Moi­sés ora por mi­se­ri­cor­dia so­bre el mismo fun-­

da­men­to que usa Dios para de­cir que ha­brá jui­cio —la glo­ria de Dios. En

los ver­sícu­los 11-12


, Moi­sés ar­gu­men­ta que des­truir a Is­rael da­ña­rá la

repu­ta­ción de Dios. En el ver­sícu­lo 13


, él ar­gu­men­ta que des­truir a Is­rael

que­bran­ta­rá las pro­me­sas de Dios —y, por lo tan­to, da­ña­rá Su repu­ta­ción de

fi­de­li­dad al pac­to. La repu­ta­ción de Dios y la glo­ria de Dios están en jue­go.

Moi­sés cam­bia de “el pue­blo” (el pue­blo de Moi­sés) en el vers


ícu­lo 7
a

“este pue­blo Tuyo” (el pue­blo del SE­ÑOR) en el ver­sícu­lo 11


. La repu­ta-­

ción de Dios está ata­da a este gru­po de per­so­nas.

Dios es­cu­cha la ora­ción de Moi­sés y cede (v 14


). Así, esta ora­ción cam-­

bia el cur­so de la his­to­ria. Esta ora­ción hace una di­fe­ren­cia. Esto quie­re de-­

cir que Is­rael tie­ne un fu­tu­ro. Exis­te un ele­men­to de mis­te­rio aquí —el mis-­

te­rio de la so­be­ra­nía de Dios— por­que en cual­quier otro lu­gar de la Bi­blia

es evi­den­te que Dios no cam­bia de pa­re­cer (Nm 23:19; 1S 15:29). Tal vez la

me­jor for­ma de plan­tear esto es que si Dios está a car­go de to­das las co­sas,

tam­bién está a car­go de nues­tras ora­cio­nes. No­so­tros li­bre­men­te es­co­ge­mos

orar lo que Dios ha li­bre­men­te es­co­gi­do que no­so­tros de­be­mos orar, y Dios
li­bre­men­te es­co­ge res­pon­der a las ora­cio­nes que Él ha or­de­na­do que no­so-­

tros ore­mos. Así que Su in­ten­ción es que nues­tras ora­cio­nes sean los me­dios

a tra­vés de los cua­les Él trans­for­ma el mun­do.¡Él de­ci­de usar nues­tras ora-­

cio­nes para cam­biar Sus de­ci­sio­nes!

Moi­sés busca la glo­ria de Dios a tra­vés de la ora­ción. Dios nos in­vi­ta a

usar ar­gu­men­tos cuan­do ora­mos (ver mis li­bros The Mes­sa­ge of Pra­yer
[El

men­sa­je de la ora­ción
], ca­pí­tu­lo 7, y You Can Pray
[Tú pue­des orar
], ca­pí-­

tu­lo 8). Pero son ar­gu­men­tos que se en­fo­can en Sus pro­me­sas y en Su glo-­

ria. Es po­si­ble ar­gu­men­tar con Dios de una for­ma que dis­mi­nu­ya Su glo­ria,

cuan­do ar­gu­men­ta­mos como si Él pu­die­ra ser ma­ni­pu­la­do o mol­dea­do. Pero

po­de­mos ar­gu­men­tar con Dios de una ma­ne­ra que pro­mue­va Su glo­ria. Ha-­

ce­mos esto al en­fo­car­nos en Sus pro­me­sas, Su mi­se­ri­cor­dia y Su repu­ta­ción.

Ob­ser­va cuán­tas ve­ces Moi­sés usa las pa­la­bras “Tú” y “Tu” en 32:11-13

(LBLA). Ya sea que es­te­mos oran­do por no­so­tros mis­mos, por nues­tra igle-­

sia o por nues­tro mun­do, o que es­te­mos oran­do por los pro­ble­mas que en-­

fren­ta­mos o las opor­tu­ni­da­des de evan­ge­li­zar, po­de­mos usar el len­gua­je de

Moi­sés:

SE­ÑOR, es­ta­mos oran­do por “Tu pue­blo”, a quien Tú sal­vas­te.

No per­mi­tas que el mun­do diga que has ac­tua­do con “ma­las in-­

ten­cio­nes”. “Desis­te de ha­cer daño a Tu pue­blo”. “Acuér­da­te


de Tus sier­vos… a quie­nes ju­ras­te por T
i mismo”. Tu repu­ta-­

ción está en jue­go. Re­cuer­da Tu pro­me­sa de te­ner a un pue­blo

tan nu­me­ro­so “como las es­tre­llas del cie­lo”. Cum­ple esta pro-­

me­sa aho­ra a tra­vés de la mi­sión de Tu igle­sia —no para la glo-­

ria de la igle­sia, ni para mi pro­pia glo­ria, sino para


Tu glo­ria.

Buscando la gloria de Dios en la santidad


Tal vez para este pun­to de la his­to­ria pu­dié­ra­mos ser ten­ta­dos a pen­sar que

Moi­sés ve a Dios como al­guien de­ma­sia­do duro. Pero, en rea­li­dad, Moi­sés

está apa­sio­na­do por la glo­ria de Dios, tal como Dios mismo lo está. El texto

de­cla­ra esto de for­ma ex­plí­ci­ta. En el ver­sícu­lo 10


, Dios arde en ira (an­tes

de mos­trar mi­se­ri­cor­dia en el ver­sícu­lo 14


). En el ver­sícu­lo 19
, Moi­sés

arde en ira (des­pués de cla­mar por mi­se­ri­cor­dia en los ver­sícu­los 11-13


).

Moi­sés com­par­te la ira de Dios ante este re­cha­zo de Su glo­ria.

Y am­bos, Moi­sés y Dios, traen jui­cio a aque­llos res­pon­sa­bles. Moi­sés y

los le­vi­tas
ma­tan a 3,000 per­so­nas (vv 25-28
) y el SE­ÑOR en­vía una pla­ga

(v 35
). Al ba­jar del mon­te con Jo­sué y es­cu­char el so­ni­do de los can­tos que

ve­nían del cam­pa­men­to (vv 17-18


), Moi­sés mismo ve “el be­ce­rro y las

dan­zas” (v 19
) y rom­pe las ta­blas de pie­dra. Este no es un be­rrin­che de ira
des­con­tro­la­da —está sim­bo­li­zan­do que el pac­to ha sido que­bran­ta­do (y que

ten­drá que ser re­afir­ma­do, lo cual su­ce­de en 34:10-28).

Así que aun­que Moi­sés no quie­re que Is­rael sea des­trui­do, sí quie­re que

sean san­tos. Él cla­ma a Dios por mi­se­ri­cor­dia, pero no dis­mi­nu­ye ni ex­cu­sa

el pe­ca­do que me­re­ce jui­cio y que re­quie­re mi­se­ri­cor­dia para que no haya

des­truc­ción. Lo que está su­ce­dien­do debe lle­gar a su fin. El pue­blo “es­ta­ba

de­sen­fre­na­do” y “fue­ra de con­trol” (32:25


). El in­ten­to de Aa­rón por li­mi­tar

su pe­ca­do ha­bía sido con­tra­pro­du­cen­te —como su­ce­de siem­pre que ce­de-­

mos ante el pe­ca­do. No po­de­mos opo­ner­nos al pe­ca­do al con­for­mar­nos con

un pe­ca­do “me­nor”. Pu­die­ra ser que el pue­blo haya per­ma­ne­ci­do fue­ra de

con­trol a pe­sar de ha­ber sido for­za­do a be­ber la mez­cla del be­ce­rro mo­li­do

con agua, o pu­die­ra ser que este even­to del ver­sí


culo 20
y la ma­tan­za del

ver­sícu­lo 28
su­ce­die­ran si­mul­tá­nea­men­te, a pe­sar de que se des­cri­ben uno

des­pués del otro. In­de­pen­dien­te­men­te de cuál sea el caso, Moi­sés quie­re

que el pue­blo re­cu­pe­re el con­trol. Él in­ter­vie­ne para traer este pe­ca­do a su

fi­nal. El jui­cio es un he­cho que re­ve­la la rea­li­dad acer­ca del pe­ca­do. El jui-­

cio pue­de ser un acto de dis­ci­pli­na di­vi­na di­se­ña­do para pro­du­cir san­ti­dad

(Heb 12:4-11).

El clí­max de esta sec­ción de la his­to­ria es 32:29


. Moi­sés le dice a los le-­

vi­tas que ha­bían per­ma­ne­ci­do con él: “Hoy us­te­des se han con­sa­gra­do al
SE­ÑOR. Hoy el SE­ÑOR les ha dado Su ben­di­ción, pues cada uno de us­te-­

des se ha con­sa­gra­do en su hijo y en su her­mano” (RVC). La pa­la­bra “con-­

sa­gra­do” es “san­to” en el ori­gi­nal. Ellos han de­mos­tra­do su con­sa­gra­ción —

su san­ti­dad— a Dios. Ellos son ben­de­ci­dos por estar del lado de Dios (v 26

), aun cuan­do eso sig­ni­fi­có es­co­ger estar en con­tra de “sus pro­pios hi­jos y

her­ma­nos” (v 29
).

Dios ha­bía de­cla­ra­do que Is­rael era una “na­ción san­ta” (19:4-6). Ellos

fue­ron apar­ta­dos para Dios de modo que Dios fue­ra co­no­ci­do en­tre las na-­

cio­nes. Pero en su re­bel­día ellos de­ci­die­ron imi­tar a las na­cio­nes. Lo que

im­pul­sa a Moi­sés es su preo­cu­pa­ción de que el pue­blo se haya con­ver­ti­do

en “el haz­me­rreír de sus ene­mi­gos” (32:25


). Una vez más, su preo­cu­pa­ción

es la glo­ria de Dios. La repu­ta­ción de Dios re­quie­re la san­ti­dad de Su pue-­

blo —y san­ti­dad sig­ni­fi­ca ser apar­ta­dos. A fin de cuen­tas, ser san­to es to­mar

una de­ci­sión —la de­ci­sión de se­guir a Dios en lu­gar de se­guir al mun­do. El

fu­tu­ro del pue­blo de Dios como pue­blo de Dios está en ries­go. Si no son

una na­ción san­ta y apar­ta­da para Dios, en­ton­ces son sim­ple­men­te otra na-­

ción, una en­tre mu­chas, es­pe­ran­do ser bo­rra­da por la ma­rea de la his­to­ria.

La san­ti­dad im­por­ta. Moi­sés quie­re que el pue­blo re­co­noz­ca la pro­fun­di-­

dad de su pe­ca­do. Es por eso que él y los le­vi­tas ma­tan a 3,000 per­so­nas. Su

de­sen­freno de­bía lle­gar a un fin. Este pa­sa­je es in­có­mo­do de leer para no­so-­
tros. Pa­re­ce tan bru­tal. Pero es que el pe­ca­do es bru­tal. Esta his­to­ria re­ve­la

la se­rie­dad mor­tal del pe­ca­do. La ten­ta­ción pre­sen­ta al pe­ca­do como algo

atrac­ti­vo e ino­fen­si­vo. Pero la pu­tre­fac­ción de esos 3,000 cuer­pos se­gu­ro les

re­cor­dó la rea­li­dad. La muer­te es el pe­ca­do he­cho vi­si­ble.

La san­ti­dad im­por­ta. Por eso fue que Moi­sés hizo que el pue­blo se be­bie-­

ra el ído­lo en el ver­sícu­lo 20
. Él lo li­qui­da li­te­ral­men­te para que el pue­blo

lo beba. No hay una for­ma bo­ni­ta de de­cir esto, pero el pun­to es que Moi­sés

quie­re que el pue­blo vea que los ído­los son solo ex­cre­men­to. Este ca­pí­tu­lo

debe sa­cu­dir­nos y sa­car­nos de nues­tra com­pla­cen­cia. Pien­sa en to­das las ve-­

ces que tú mismo ce­des ante el pe­ca­do. Pien­sa en to­das esas co­sas que lu-­

chan con­tra Dios por tus afec­tos. Nada de eso dura. Tar­de o tem­prano to­das

se de­te­rio­ran. Mien­tras tan­to, Dios es el eterno “Yo soy el que soy”.

En me­dio del caos, Moi­sés cla­ma: “Todo el que esté de par­te del SE­ÑOR,

que se pase de mi lado” (v 26


). La RV60 lo tra­du­ce como: “¿Quién está por

Jeho­vá? Jún­te­se con­mi­go”. Y en el caos de nues­tra cul­tu­ra, y en me­dio de

nues­tra pro­pia ten­den­cia a ce­der ante el pe­ca­do, re­ci­bi­mos este mismo lla-­

ma­do. ¿De qué lado estás?

Buscando la gloria de Dios en la misericordia


En el ver­sícu­lo 10
, Dios ofre­ce a Moi­sés la opor­tu­ni­dad de ser el pa­dre de

una nueva na­ción. Pero Moi­sés re­cha­za esta ofer­ta. Él está com­pro­me­ti­do

con Dios, pero tam­bién está com­pro­me­ti­do con Is­rael. En­ton­ces, en el ver-­

sícu­lo 30
, Moi­sés va un paso más allá.

“Al día si­guien­te, Moi­sés les dijo a los is­rae­li­tas: Us­te­des han co­me­ti­do

un gran pe­ca­do. Pero voy a su­bir aho­ra para re­unir­me con el SE­ÑOR, y tal

vez lo­gre yo que Dios les per­do­ne su pe­ca­do”. Lo que Moi­sés tie­ne en men-­

te lle­ga a ser un poco más cla­ro en los ver­sícu­los 31-32


: “Vol­vió en­ton­ces

Moi­sés para ha­blar con el SE­ÑOR, y le dijo: ‘¡Qué pe­ca­do tan gran­de ha

co­me­ti­do este pue­blo al ha­cer­se dio­ses de oro! Sin em­bar­go, yo te rue­go

que les per­do­nes su pe­ca­do. Pero si no vas a per­do­nar­los, ¡bó­rra­me del li­bro

que has es­cri­to!’”.

Moi­sés ima­gi­na a Dios con un li­bro que con­tie­ne los nom­bres de Su pue-­

blo. Es pro­ba­ble que él haya te­ni­do en men­te la ma­ne­ra en que los an­ti­guos

reyes en­lis­ta­ban a sus súb­di­tos, algo muy pa­re­ci­do a lo que ha­cen los go-­

bier­nos mo­der­nos en un cen­so. Este es el cen­so o re­gis­tro de Dios (Sal 87:6;

Is 4:3). En otro lu­gar es lla­ma­do “el li­bro de la vida” (Sal 69:28; Fil 4:3; Ap

20:12-15; 21:27). Ima­gi­na un por­te­ro pa­ra­do afue­ra de una ma­ra­vi­llo­sa fies-­

ta con una lista de nom­bres en un por­ta­pa­pe­les, de ma­ne­ra que él pue­de re-­

vi­sar quién pue­de en­trar. Los is­rae­li­tas han per­di­do su de­re­cho a estar en esa
lista. Pero Moi­sés se ofre­ce como sus­ti­tu­to. Si ellos no pue­den ser per­do­na-­

dos
, dice Moi­sés, en­ton­ces eli­mi­na mi nom­bre de Tu li­bro
(un sen­ti­mien­to

pa­re­ci­do al de Pa­blo en Ro 9:3-4).

Pero Moi­sés no pue­de ha­cer ex­pia­ción por el pue­blo de Dios. Él mismo

ne­ce­si­ta ex­pia­ción. “Al que haya pe­ca­do con­tra Mí, lo bo­rra­ré de Mi li­bro”,

dice Dios en res­pues­ta (32:33


, LBLA). Las per­so­nas da­rán cuen­ta por su

pe­ca­do. El jui­cio ven­drá. Ve­mos par­te de ese jui­cio en el ver­sícu­lo 35


, al

Dios en­viar una pla­ga al pue­blo. Pero eso es solo un sím­bo­lo de lo que ha

de ve­nir. El jui­cio com­ple­to es pos­ter­ga­do.

De­bi­do a que el jui­cio es pos­ter­ga­do, Dios le dice a Moi­sés que guíe al

pue­blo. El án­gel de Dios irá de­lan­te de ellos y les dará la tie­rra de Ca­naán

(v 34
). Dios ben­de­ci­rá a Su pue­blo y cum­pli­rá Su pro­me­sa. La his­to­ria co-­

men­zó en el ver­sícu­lo 1
con un pue­blo que de­man­da­ba: “Tie­nes que ha­cer-­

nos dio­ses que mar­chen al fren­te de no­so­tros”. Aho­ra en el ver­sí


culo 34

ter­mi­na con Dios rei­te­ran­do la pro­me­sa: “De­lan­te de ti irá Mi án­gel”.

Pero el jui­cio solo fue pos­ter­ga­do. No fue can­ce­la­do. No pue­de ser can­ce-­

la­do, ya que Dios está com­pro­me­ti­do con Su glo­ria y Su san­ti­dad. Dios con-­

ti­núa di­cien­do: “Lle­ga­rá el día en que deba cas­ti­gar­los por su pe­ca­do” (v 34

).
Vale la pena de­te­ner­nos para pre­gun­tar: Si este fue­ra el ú
nico ca­pí­tu­lo de

la Bi­blia que hu­bie­ras leí­do, ¿qué ima­gen ten­drías de Dios?


Pa­re­ce­ría que

Dios es ca­pri­cho­so, y que cam­bia de opi­nión gra­cias a Moi­sés. El en­fo­que

está en Moi­sés —y ese es el pun­to. La his­to­ria pre­ten­de mos­trar­nos la ne­ce-­

si­dad de un me­dia­dor. Dios de­cla­ra Su in­ten­ción de des­truir al pue­blo, y lo

hace an­tes de in­vi­tar im­plí­ci­ta­men­te a Moi­sés a que in­ter­ce­da por ellos. Su

plan es sal­var a tra­vés de la me­dia­ción de Moi­sés. Des­pués de todo, este no

es el úni­co ca­pí­tu­lo de Éxo­do, ni si­quie­ra de toda la Bi­blia —y he­mos visto

en el li­bro de Éxo­do cuán com­pro­me­ti­do está Dios a cum­plir Sus pro­me­sas,

a res­ca­tar a este pue­blo y a pro­veer para ellos; y cómo, al ser el “Yo soy el

que soy”, Él es su­fi­cien­te en Sí mismo y no es lle­va­do de un lado a otro por

el com­por­ta­mien­to ni los ar­gu­men­tos de ot­ros. El pe­ca­do es adul­te­rio —y

res­pon­der con jui­cio no es ca­pri­cho­so, sino ra­zo­na­ble. Pero en este ca­pí­tu­lo,

se su­po­ne que pon­ga­mos la mi­ra­da en el me­dia­dor. Moi­sés con­ti­núa como

me­dia­dor en los ver­sícu­los 30-35


, pero él no pue­de ser un me­dia­dor de for-­

ma ver­da­de­ra y com­ple­ta. Este ca­pí­tu­lo nos pre­pa­ra para po­ner los ojos en

otro gran me­dia­dor. Y ese me­dia­dor, por su­pues­to, es Je­sús.

Eliminado
En el ver­sícu­lo 14
, Dios mues­tra mi­se­ri­cor­dia a tra­vés de la in­ter­ce­sión de

Moi­sés. Pero es Je­sús quien es nues­tro me­dia­dor su­pre­mo y com­ple­to.

Cual­quie­ra que sean sus fuen­tes in­me­dia­tas, toda mi­se­ri­cor­dia di­vi­na vie­ne

a no­so­tros, en ul­ti­ma ins­tan­cia, a tra­vés de la me­dia­ción de Je­sús. La jus­ti­fi-­

ca­ción, la adop­ción, la re­den­ción y el per­dón fue­ron nues­tros en Cris­to

desde an­tes de la Crea­ción del mun­do, dice Pa­blo en Efe­sios 1:3-7.

“Lle­ga­rá el día en que deba cas­ti­gar­los”, dice Dios en Éxo­do 32:34


, “y

en­ton­ces los cas­ti­ga­ré”. Para el pue­blo de Dios, ese día lle­gó cuan­do Cris­to

fue cru­ci­fi­ca­do. La no­che an­tes de mo­rir, Je­sús oró: “Pa­dre, ha lle­ga­do la

hora. Glo­ri­fi­ca a Tu Hijo, para que Tu Hijo te glo­ri­fi­que a Ti” (Jn 17:1). A

lo lar­go del Evan­ge­lio de Juan, “la hora” que ha­bía lle­ga­do—ese mo­men­to

de glo­ri­fi­ca­ción— era la cruz (Jn 12:23-33). La más gran­de re­ve­la­ción de

glo­ria di­vi­na fue la re­ve­la­ción de mi­se­ri­cor­dia di­vi­na en la cruz. En Éxo­do

32, Moi­sés busca glo­ria en la mi­se­ri­cor­dia. Pero esto no es nada com­pa­ra­do

con la ma­ne­ra en que Dios se glo­ri­fi­ca a Sí mismo a tra­vés de Su mi­se­ri­cor-­

dia —ya que Dios en­vía a Su pro­pio Hijo como ex­pia­ción por el pe­ca­do.

En el Cal­va­rio, al Je­sús col­gar en os­cu­ri­dad en nues­tro lu­gar, Él fue eli-­

mi­na­do del li­bro de Dios. “Sin em­bar­go, Yo te rue­go que les per­do­nes su

pe­ca­do. Pero si no vas a per­do­nar­los, ¡bó­rra­me del li­bro que has es­cri­to!”,
dice Moi­sés en 32:32
. Al Je­sús col­gar en la cruz, Él oró: “Pa­dre, per­dó­na-­

los”, y ese per­dón fue dado por­que Él fue bo­rra­do de la pre­sen­cia de Dios.

Pe­dro usa el len­gua­je de ser bo­rra­do en su ser­món a la mul­ti­tud de Je­ru­sa-­

lén en He­chos 3. Él dice a sus oyen­tes que ellos “re­cha­za­ron al San­to y

Justo” y “ma­ta­ron al autor de la vida” (Hch 3:14-15). “Pero de este modo

Dios cum­plió lo que de an­te­mano ha­bía anun­cia­do por me­dio de to­dos los

pro­fe­tas: que Su Me­sías te­nía que pa­de­cer. Por tan­to, para que sean bo­rra-­

dos sus pe­ca­dos, arre­pién­tan­se y vuél­van­se a Dios” (vv 18-19). En lu­gar de

que nues­tros nom­bres sean bo­rra­dos del li­bro que Dios ha es­cri­to, nues­tros

pe­ca­dos son bo­rra­dos a tra­vés de la muer­te pro­fe­ti­za­da por los pro­fe­tas y

pre­fi­gu­ra­da por Moi­sés en Éxo­do 32.

Como re­sul­ta­do, el Je­sús re­su­ci­ta­do dice a los cris­tia­nos en la ciu­dad de

Sar­dis: “El que sal­ga ven­ce­dor se ves­ti­rá de blan­co. Ja­más bo­rra­ré su nom-­

bre del li­bro de la vida, sino que re­co­no­ce­ré su nom­bre de­lan­te de Mi Pa­dre

y de­lan­te de Sus án­ge­les” (Ap 3:5). Je­sús es, por así de­cir­lo, el por­te­ro con

la lista de nom­bres en la puer­ta del cie­lo. Y nues­tros nom­bres nun­ca pue­den

ser bo­rra­dos de Su lista. Je­sús nos re­co­no­ce­rá de­lan­te de Su Pa­dre. Él nos

re­co­no­ce cuan­do ve­ni­mos a Dios en ora­ción, y Él nos re­co­no­ce­rá cuan­do

lle­gue­mos a la pre­sen­cia de Dios en el cie­lo. Él nos re­co­no­ce­rá in­clu­so


cuan­do ha­ya­mos co­me­ti­do “un gran pe­ca­do” (32:31
, LBLA). Él nos re­co-­

no­ce­rá por­que Él fue bo­rra­do en nues­tro lu­gar.

Vi­vi­mos en tiem­pos don­de la igle­sia está lle­na de sin­cre­tis­mo. La re­li­gión

pia­do­sa está sien­do con­ta­mi­na­da por los va­lo­res de nues­tra cul­tu­ra. El mun-­

do está es­ta­ble­cien­do la agen­da de la igle­sia. Y tam­bién no­so­tros so­mos ten-­

ta­dos a ha­cer con­ce­sio­nes en nues­tras vi­das per­so­na­les. Nos aco­mo­da­mos

en al­gún lu­gar de la bre­cha en­tre los es­tán­da­res del evan­ge­lio y los es­tán­da-­

res de este mun­do. Éxo­do 32 es un lla­ma­do, una ad­ver­ten­cia y un es­tí­mu­lo

a des­ha­cer­nos de nues­tro sin­cre­tis­mo.

El fu­tu­ro del evan­ge­lio ya no está li­ga­do a los des­cen­dien­tes fí­si­cos del

Is­rael ét­ni­co. Así que no nos ce­ñi­mos la es­pa­da como los le­vi­tas lo hi­cie­ron

en el ver­sícu­lo 27
. Pero sí to­ma­mos una es­pa­da —la es­pa­da de la Pa­la­bra

de Dios. “No se amol­den al mun­do ac­tual, sino sean trans­for­ma­dos me­dian-­

te la re­no­va­ción de su men­te. Así po­drán com­pro­bar cuál es la vo­lun­tad de

Dios, bue­na, agra­da­ble y per­fec­ta” (Ro 12:2). Em­pu­ña­mos la Pa­la­bra de

Dios para dis­cer­nir Su vo­lun­tad, y para ex­po­ner y con­fron­tar nues­tras con-­

ce­sio­nes.

Pero ha­ce­mos esto sin te­mor, por­que es­ta­mos se­gu­ros en la mi­se­ri­cor­dia

de Dios. Je­sús nos dice: Dios nun­ca bo­rra­rá tu nom­bre, por­que Él


bo­rró el

Mío.
No ata­ca­mos el sin­cre­tis­mo para lle­gar a ser el pue­blo san­to de Dios ni
para ase­gu­rar nues­tro lu­gar con Dios. Ya so­mos el pue­blo san­to de Dios, y

nues­tro lu­gar con Dios ya está ase­gu­ra­do. La mi­se­ri­cor­dia de Dios ha­cia no-­

so­tros en Cris­to sig­ni­fi­ca que so­mos li­bres de con­de­na­ción. Pero aun así nos

opo­ne­mos al sin­cre­tis­mo. He­mos sido apar­ta­dos para Dios por me­dio de

Cris­to, así que vi­vi­mos como per­so­nas de­di­ca­das. Cuan­do ten­ga­mos que to-­

mar par­ti­do, es­ta­re­mos de pie en el lado del SE­ÑOR con Su es­pa­da en nues-­

tras ma­nos.

1.
¿Qué su­ce­de en nues­tras vi­das y con nues­tra fe si ol­vi­da­mos la mi-­
se­ri­cor­dia de Dios o mi­ni­mi­za­mos Su san­ti­dad?

2.
¿En qué co­sas tien­des a to­le­rar el pe­ca­do en tu vida o en la de ot-­
ros? ¿En tu igle­sia?

3.
“Je­sús nos dice: Dios nun­ca bo­rra­rá tu nom­bre, por­que Él bo­rró el
Mío
”. ¿Cómo el sa­ber esto te mo­ti­va a ha­cer algo so­bre la to­le­ran-­

cia al pe­ca­do que iden­ti­fi­cas­te en la res­pues­ta a la pre­gun­ta an­te­rior?


 

¿Al­gu­na vez has sen­ti­do que ya no pue­des se­guir ade­lan­te como cris­tiano?

Sim­ple­men­te no pue­des más. No pue­des vivir con Dios y para Dios. Es de-­

ma­sia­do di­fí­cil. Las de­man­das son de­ma­sia­do al­tas.

Pero no pue­des vivir sin Dios. Lo amas de­ma­sia­do. O lo ne­ce­si­tas de­ma-­

sia­do. En­fren­tar la vida sin Dios es ate­mo­ri­zan­te. Pen­sar en una eter­ni­dad

sin Él es ate­rra­dor.

Los diá­lo­gos en­tre Dios y Moi­sés en estos ca­pí­tu­los abor­dan el pro­ble­ma

que sur­gió por el be­ce­rro de oro en el ca­pí­tu­lo 32. Mien­tras Moi­sés está en

el mon­te Si­naí es­cu­chan­do a Dios, el pue­blo hace un be­ce­rro de oro y lo

ado­ra. Moi­sés in­ter­vie­ne e im­pi­de que el pue­blo sea ani­qui­la­do —el jui­cio

es sus­pen­di­do. Sin em­bar­go, aho­ra el pue­blo se en­fren­ta a este pro­ble­ma: no

pue­den vivir con Dios y no pue­den vivir sin Él.


No podemos vivir con Dios
En 33:1-3
Dios dice que Él guar­da­rá Su pro­me­sa a Abraham al dar la tie­rra

de Ca­naán a los is­rae­li­tas: “Pero Yo no iré con­ti­go, por­que eres un pue­blo

de dura cer­viz y bien po­dría Yo con­su­mir­te en el ca­mino” (v 3


, RVC). Dios

no ha­bi­ta­rá en me­dio de Su pue­blo.

Es im­por­tan­te ob­ser­var dón­de en­ca­ja la his­to­ria del be­ce­rro de oro en el

li­bro de Éxo­do. Dios le ha dado a Moi­sés ins­truc­cio­nes de­ta­lla­das para la

cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo. Esas ins­truc­cio­nes son in­tro­du­ci­das en 25:8:

“Des­pués me ha­rán un san­tua­rio, para que Yo ha­bi­te en­tre us­te­des”. Lue­go

te­ne­mos sie­te ca­pí­tu­los so­bre cómo el san­tua­rio será cons­trui­do, todo en

pre­pa­ra­ción para el día cuan­do Dios ven­ga a ha­bi­tar en­tre Su pue­blo. Pero

el ca­pí­tu­lo 32 de pron­to nos mues­tra que mien­tras esto su­ce­de


, el pue­blo

está ado­ran­do al be­ce­rro de oro. Así que aho­ra Dios dice: No vi­vi­ré con

ellos. No ha­bi­ta­ré en me­dio ellos


. El pro­yec­to del ta­ber­nácu­lo es can­ce­la-­

do.

¿Por qué no irá Dios con ellos? Por­que “po­dría Yo des­truir­los en el ca-­

mino… Si aun por un mo­men­to tu­vie­ra que acom­pa­ñar­los, po­dría des­truir-­

los” (33:3, 5
). En­con­tra­mos esta idea cuan­do el pue­blo pri­me­ro se reu­nió al

pie del mon­te Si­naí y se les ad­vir­tió que no se acer­ca­ran, “de lo con­tra­rio,

Yo arre­me­te­ré con­tra ellos” (19:20, 24).


Dios es san­to. Él es como el sol. Si tú o yo nos acer­cá­ra­mos tan solo un

poco al sol, se­ría­mos con­su­mi­dos ins­tan­tá­nea­men­te. Cual­quier cosa im­pu­ra

que se acer­ca a la pre­sen­cia san­ta de Dios es des­trui­da. Dios es fue­go con-­

su­mi­dor.

No podemos vivir sin Dios


Si no po­de­mos vivir con Dios, en­ton­ces 33:1-3
pa­re­ce ser un buen tra­to.

Dios dará a Su pue­blo la tie­rra pro­me­ti­da, pero sin la pro­me­sa de Su pre­sen-­

cia. To­das las ben­di­cio­nes de Dios, pero sin Dios mismo. ¿To­ma­rías tú este

tra­to?

Fre­cuen­te­men­te vi­vi­mos como si hu­bié­ra­mos acep­ta­do este tra­to. Dé­ja­me

dar­te un ejem­plo. Quie­res que Dios te ben­di­ga: te per­do­ne, te res­ca­te del in-­

fierno, te pro­te­ja, te pro­vea una pa­re­ja o un tra­ba­jo o bue­na salud. Pero real-­

men­te no quie­res a Dios mismo. No quie­res ha­cer los cam­bios que Su pre-­

sen­cia re­quie­re. No quie­res san­ti­dad. Así que esto te pa­re­ce un buen tra­to.

Pero este tra­to en rea­li­dad es “de­mo­le­dor” (v 4


). El pue­blo co­men­zó a

llo­rar —na­die vol­vió a po­ner­se sus jo­yas, y Dios dice que ha­cían bien en no

ha­cer­lo (v 5
). A ellos no les pa­re­ce un buen tra­to. Los ver­sícu­los 7-11
mi-­

ran ha­cia atrás a los en­cuen­tros de Dios con Moi­sés. Una ra­zón por la que

estos ver­sícu­los son in­clui­dos en este pun­to es para dar un sen­ti­do de lo que
está en ries­go. Dios se re­ú­ne con Su pue­blo (vv 7-8
), sien­do Su pre­sen­cia

sim­bo­li­za­da por la co­lum­na de nube (v 9


). Cuan­do el pue­blo ve la co­lum­na

de nube, ellos ado­ran a Dios por­que sa­ben que Él está pre­sen­te en­tre ellos

(v 10
). “Y ha­bla­ba el SE­ÑOR con Moi­sés cara a cara, como quien ha­bla

con un ami­go” (v 11
). Dios ha es­ta­do en me­dio de Su pue­blo como un ami-­

go. Pero aho­ra dice que Él es­ta­rá en me­dio de ellos como un ene­mi­go que

pue­de des­truir­los (vv 3, 5


). Esto es lo que es an­gus­tian­te —Dios re­ti­ra Su

pre­sen­cia por­que el be­ce­rro de oro sig­ni­fi­ca que Él ya no es un ami­go para

Is­rael, sino un ene­mi­go.

En los ver­sícu­los 12-13


, Moi­sés está di­cien­do: Tú me di­jis­te que guia­ra

a este pue­blo. Pero yo no pue­do ha­cer­lo solo. Ne­ce­si­to sa­ber quién vie­ne

con­mi­go
. Es una sú­pli­ca por la pre­sen­cia de Dios.

Así que en el ver­sícu­lo 14


Dios le ase­gu­ra a Moi­sés: “Yo mismo iré con-­

ti­go y te daré des­can­so”. Pero Dios está ha­blan­do en sin­gu­lar, no en plu­ral.

Dios le está ase­gu­ran­do a Moi­sés que Él es­ta­rá con él, pero no con el pue-­

blo. Y esto no es su­fi­cien­te para Moi­sés. Moi­sés le su­pli­ca a Dios que esté

pre­sen­te en me­dio de Su pue­blo. Sin la pre­sen­cia de Dios, no tie­ne sen­ti­do

ir a la tie­rra pro­me­ti­da (v 15
). Así que po­dría­mos pa­ra­fra­sear este in­ter­cam-­

bio de la si­guien­te ma­ne­ra:

Moi­sés: ¿Qui
én va a ir con no­so­tros? (
vv 12-13
).
Dios: Yo, el SE­ÑOR, voy a ir con­ti­go (sin­gu­lar), solo con­ti­go, Moi­sés (
v

14
).

Moi­sés: Con­mi­go no es su­fi­cien­te. Por favor ve con no­so­tros; con­mi­go y

con Tu pue­blo. Es Tu pre­sen­cia en me­dio de Tu pue­blo lo que hace la di­fe-­

ren­cia (
vv 15-16
).

Creo que este es uno de los mo­men­tos más no­ta­bles en la his­to­ria de la

Bi­blia. A pe­sar de to­dos sus de­fec­tos, esto es lo que hace que Moi­sés sea

uno de los gran­des hom­bres de la his­to­ria. Él re­cha­za la ben­di­ción de Dios

si esta vie­ne sin Dios mismo. Él re­cha­za la pre­sen­cia de Dios si es solo para

él.

Moi­sés vie­ne de­lan­te de un Dios que aca­ba de de­cir: “… po­dría des­truir-­

los…”, y ne­go­cia con Él. Y el asun­to prin­ci­pal, su úni­co ob­je­ti­vo, es que la

pre­sen­cia de Dios esté en me­dio del pue­blo de Dios.

Dios ya ha ofre­ci­do co­men­zar de nuevo con Moi­sés (32:10). Pero Moi­sés

ora por “Tu pue­blo y yo” (33:16


). Él le pide a Dios: “Ten pre­sen­te que los

is­rae­li­tas son Tu pue­blo” (v 13


; ver 19:4-6). Él le se­ña­la a Dios que es Su

pre­sen­cia en me­dio de ellos lo que los hace “di­fe­ren­tes de los de­más pue-­

blos de la tie­rra” (33:16


). Él está di­cien­do: Dios, es Tu pre­sen­cia lo que nos

hace Tu pue­blo.
Es la pre­sen­cia de Dios la que nos hace Su pue­blo. Así que exis­ten gran-­

des si­mi­li­tu­des con Pen­te­cos­tés, cuan­do la ve­ni­da del Es­pí­ri­tu trans­for­mó a

hom­bres y mu­je­res de­fec­tuo­sos y tí­mi­dos en una co­mu­ni­dad que pro­cla­ma-­

ba au­daz­men­te a Je­sús (Hch 2:1-4). No so­mos nada sin la pre­sen­cia de

Dios. El ma­yor jui­cio de Dios es Su au­sen­cia —esto es lo que es el in­fierno.

Dios le ofre­ce a Moi­sés to­das las ben­di­cio­nes de la tie­rra pro­me­ti­da sin te-­

ner que preo­cu­par­se por la pre­sen­cia con­su­mi­do­ra de Dios (33:2-3


). Y

Moi­sés lo re­cha­za (v 15
) por­que él sabe que no vale la pena te­ner la tie­rra

pro­me­ti­da sin el Dios que la pro­me­tió. No vale la pena te­ner to­das las ben-­

di­cio­nes de ser par­te de la igle­sia sin co­no­cer a Dios.

Cada uno de no­so­tros ne­ce­si­ta sen­tir el de­sa­fío de esto. Ima­gi­na a una

mu­jer que se casa con un hom­bre por su ri­que­za, su casa, su ca­rro o su di­ne-­

ro. Es­cú­cha­la di­cien­do: “Pre­fie­ro que esté en sus via­jes de ne­go­cio a que

esté en casa”. No tra­tes a Dios así. Y no lo bus­ques como una obli­ga­ción.

Busca a Dios por­que co­no­cer a Dios es la ma­yor ben­di­ción. An­ti­ci­pa la

eter­ni­dad por­que será con Dios, y esa es la ben­di­ción.

El pas­tor ame­ri­cano Mike Mc­Kin­ley es­cri­be:

Vale la pena pre­gun­tar­nos esto: si el cie­lo me die­ra todo —el

em­pleo, la chi­ca o el chi­co, el ca­rro, la salud, la ri­que­za— pero

Je­sús no es­tu­vie­ra allí, ¿es­ta­ría yo con­ten­to? O, si el cie­lo no me


die­ra nada más que a Je­sús, ¿es­ta­ría sa­tis­fe­cho? En lo pro­fun­do

de mi ser, creo que fre­cuen­te­men­te con­tes­to “sí” y “no”. Eso es

de­bi­do a que amo de­ma­sia­do a mu­chas ot­ras co­sas, y a que amo

de­ma­sia­do poco al Se­ñor Je­sús.

(Pas­sion: How Ch­rist’s Fi­nal Day Chan­ges Your Eve­ry Day


[Pa­sión:

Cómo el día fi­nal de Cris­to trans­for­ma tu dia­rio vivir


], 119).

Moi­sés ama a Dios. Es por esto que él dice, en efec­to: Pue­des dar­nos la

tie­rra pro­me­ti­da, don­de fluye le­che y miel, pero sin Ti, ¿qué im­por­ta? ¿Qué

va­mos a te­ner?
La tie­rra es su he­ren­cia, pero más que eso, Dios es su he­ren-­

cia.

Se nos pro­me­te algo más pre­cio­so que el cie­lo —se nos pro­me­te a Dios

mismo. Sin Su pre­sen­cia, todo lo de­más es nada. No­so­tros so­mos nada.

Así que ¿por qué eres cris­tiano? ¿Es por­que re­ci­bes per­dón, es­pe­ran­za,

ben­di­ción o una co­mu­ni­dad? Eso es gran­dio­so. Las ben­di­cio­nes de Dios en

el evan­ge­lio son in­fi­ni­ta­men­te abun­dan­tes. Pero sé como Moi­sés. Busca a

Dios por quien es Él. Si solo amas las ben­di­cio­nes de Dios, en­ton­ces tu fe

pu­die­ra fla­quear cuan­do la vida sea di­fí­cil. Si solo amas lo que Dios te da,

en­ton­ces ¿qué su­ce­de­rá cuan­do el deje de dár­te­lo?


A al­gu­nas per­so­nas les gusta re­la­cio­nar­se con la igle­sia. Quie­ren los be-

ne­fi­cios que vie­nen con ella. Quie­ren un lu­gar para con­vi­vir o un gru­po de

per­so­nas que los ayu­den, o quie­ren el per­dón del que ha­blan los cris­tia­nos,

pero real­men­te no quie­ren a Dios. No quie­ren al Dios san­to, el fue­go con­su-­

mi­dor, la glo­rio­sa pre­sen­cia de Aquel quien lla­ma al pe­ca­do adul­te­rio, quien

ade­más odia el sin­cre­tis­mo e in­sis­te en la san­ti­dad.

La tensión
Tal como Moi­sés le dice a Dios, ¡el pue­blo de Dios no pue­de ser el pue­blo

de Dios si Dios no está con ellos! “Si no vie­nes con no­so­tros, ¿cómo va­mos

a sa­ber, Tu pue­blo y yo, que con­ta­mos con Tu favor? ¿En qué se­ría­mos di-­

fe­ren­tes de los de­más pue­blos de la tie­rra?” (v 16


). Es otra re­fe­ren­cia a la

repu­ta­ción de Dios. La úni­ca vez en la que la pa­la­bra tra­du­ci­da “pue­blo” en

el ver­sícu­lo 13
(gôy
) es usa­da en Éxo­do es en 19:5-6, don­de se re­fie­re a la

iden­ti­dad mi­sio­nal del pue­blo de Dios. Al pa­re­cer, Moi­sés hace eco de esto

para re­cor­dar­le a Dios Sus pro­pó­si­tos mi­sio­na­les. Si Dios aban­do­na a Is­rael,

en­ton­ces Dios aban­do­na Su mi­sión en el mun­do.

En res­pues­ta a esta pe­ti­ción, Dios cede: “Está bien, haré lo que me pi­des”

(33:17
). Dios es so­be­rano. Él es el “Yo soy el que soy”. La in­ten­ción de

Dios siem­pre fue ha­cer justo esto —pero Él es­co­gió ha­cer­lo a tra­vés de la
va­lien­te in­ter­ven­ción de Moi­sés para po­der des­ta­car el di­le­ma: no po­de­mos

vivir con Dios y no po­de­mos vivir sin Él.

En el ver­sícu­lo 17
, el SE­ÑOR re­pi­te las pa­la­bras de Moi­sés del ver­sícu-­

lo 12
: Él hará lo que Moi­sés pi­dió, “pues cuen­tas con Mi favor y te con­si-­

de­ro Mi ami­go”. Este diá­lo­go des­ta­ca el rol me­dia­dor de Moi­sés (ver tam-­

bién 34:9
), arro­jan­do así luz al rol de Je­sús. Moi­sés re­cha­zó la pre­sen­cia de

Dios si solo era para él —Je­sús dejó la pre­sen­cia de Dios para que no­so­tros

pu­dié­ra­mos co­no­cer la pre­sen­cia de Dios. Je­sús pre­fi­rió mo­rir a de­jar al

pue­blo de Dios sin Dios. Je­sús ex­pe­ri­men­tó la au­sen­cia de Dios —Él fue

“des­am­pa­ra­do” (Mr 15:34) —para que no­so­tros pu­dié­ra­mos dis­fru­tar y ex-­

pe­ri­men­tar Su bien­ve­ni­da.

No pue­des vivir con Dios y no pue­des vivir sin Él. En estos ca­pí­tu­los, es

casi como si Dios y Moi­sés ne­go­cia­ran un tra­to, un ca­mino a se­guir, un mo-­

dus ope­ran­di,
des­pués del fias­co del be­ce­rro de oro. Dios no pue­de ha­bi­tar

en me­dio de Su pue­blo, pero sin Él ellos no son Su pue­blo. ¿Cómo pue­de

re­sol­ver­se esta ten­sión?

Misericordia a través del nombre de Dios


Moi­sés va un paso más allá. En 33:18
, él le pide: “Dé­ja­me ver­te en todo Tu

es­plen­dor”. ¿Qué pro­me­te Dios ha­cer como res­pues­ta? Dos co­sas.


Pri­me­ro: “Voy a dar­te prue­bas de Mi bon­dad” (v 19
). El SE­ÑOR arre­gla

todo para po­ner a Moi­sés en la hen­di­du­ra de una roca (vv 21-22


) de modo

que Él pue­da pa­sar y Moi­sés pue­da ver el res­plan­dor de Su glo­ria (vv 22-23

). Pero Moi­sés no pue­de ver la glo­ria de Dios di­rec­ta­men­te. “… no po­drás

ver Mi ros­tro, por­que na­die pue­de ver­me y se­guir con vida” (v 20


).

Se­gun­do: “... y te daré a co­no­cer Mi nom­bre” (v 19


). En este ver­so ob­te-­

ne­mos un in­di­cio de ese “nom­bre” o ca­rác­ter: “Y ve­rás que ten­go cle­men­cia

de quien quie­ro te­ner­la, y soy com­pa­si­vo con quien quie­ro ser­lo”. Moi­sés le

pide a Dios que le mues­tre Su glo­ria.

Él quie­re ver a Dios. Él quie­re una ima­gen vi­sual. Él quie­re sa­ber cómo

se ve Dios —a eso es que Moi­sés se re­fie­re con “glo­ria”. Pero en lu­gar de

eso, Dios de­cla­ra Su nom­bre. En lu­gar de una des­crip­ción de cómo se ve

Dios, ob­te­ne­mos una des­crip­ción de cómo es Dios. Dios no es co­no­ci­do a

tra­vés de una ima­gen vi­sual. Él no pue­de ser ilus­tra­do. Es por eso que no

pue­des ha­cer un ído­lo y de­cir: “Así es Dios”.

A Moi­sés se le pide que la­bre un rem­pla­zo de las ta­blas de pie­dra —el pe-­

ca­do del pue­blo de Dios ha roto la ley, pero, aun así, ellos ne­ce­si­tan co­no-­

cer­la y ser go­ber­na­dos por ella (34:1


)— y su­bir al mon­te Si­naí la ma­ña­na

si­guien­te (vv
2-4
). “El SE­ÑOR des­cen­dió en la nube y se puso jun­to a
Moi­sés. Lue­go le dio a co­no­cer Su nom­bre: pa­san­do de­lan­te de él…” (vv 5-

6
). Y este es el nom­bre que Dios pro­cla­ma —esta es la glo­ria de Dios:

El SE­ÑOR, el SE­ÑOR, Dios cle­men­te y com­pa­si­vo, len­to para la ira y

gran­de en amor y fi­de­li­dad, que man­tie­ne Su amor has­ta mil ge­ne­ra­cio­nes

des­pués, y que per­do­na la ini­qui­dad, la re­be­lión y el pe­ca­do; pero que no

deja sin cas­ti­go al cul­pa­ble, sino que cas­ti­ga la mal­dad de los pa­dres en

los hi­jos y en los nie­tos, has­ta la ter­ce­ra y la cuar­ta ge­ne­ra­ción (vv 6-7
).

¿Cómo pue­de un Dios san­to vivir en­tre per­so­nas pe­ca­do­ras? Por­que es un

Dios cle­men­te y com­pa­si­vo; por­que es abun­dan­te en amor y fi­de­li­dad; por-­

que Dios per­do­na la ini­qui­dad, la re­be­lión y el pe­ca­do. Hay es­pe­ran­za en el

nom­bre de Dios, por­que Su nom­bre está lleno de mi­se­ri­cor­dia.

Como ya he­mos visto, en la Bi­blia el nom­bre de una per­so­na re­pre­sen­ta

quién es él y cómo es su ca­rác­ter. Aquí ve­mos el ca­rác­ter de Dios: mi­se­ri-­

cor­dio­so y com­pa­si­vo, lleno de gra­cia y ver­dad. ¿Cómo es Dios? Él es el

Dios que se en­cien­de en ira, pero tam­bién es el Dios que es len­to para la ira.

Él es el Dios que no ig­no­ra el pe­ca­do, pero tam­bién es el Dios que per­do­na

el pe­ca­do. Te­ren­ce Fret­heim dice que los ver­sícu­los 6-7


… po­drían con­si­de­rar­se una de­cla­ra­ción so­bre Dios ha­cia la cual

con­du­ce toda la na­rra­ti­va de Éxo­do


(Exo­dus
[Éxo­do
], 7).

Moi­sés res­pon­de con una ora­ción. En el se­gun­do man­da­mien­to, Dios le

dijo al pue­blo que no ado­ra­ra nin­gu­na re­pre­sen­ta­ción de Dios: “Yo, el SE-­

ÑOR tu Dios, soy un Dios ce­lo­so. Cuan­do los pa­dres son mal­va­dos y me

odian, Yo cas­ti­go a sus hi­jos has­ta la ter­ce­ra y cuar­ta ge­ne­ra­ción. Por el

con­tra­rio, cuan­do me aman y cum­plen Mis man­da­mien­tos, les mues­tro Mi

amor por mil ge­ne­ra­cio­nes” (20:5-6). Este es el mismo len­gua­je de la de­cla-­

ra­ción del nom­bre de Dios. Por su­pues­to, esto es par­ti­cu­lar­men­te apro­pia­do,

por­que el pro­ble­ma es que el pue­blo aca­ba de ado­rar una ima­gen de Dios. Y

así Moi­sés ora al Dios de mi­se­ri­cor­dia por mi­se­ri­cor­dia. Al Dios que aca­ba

de de­cla­rar que Su nom­bre —Su ca­rác­ter— es uno “que per­do­na la ini­qui-­

dad… y el pe­ca­do” (34:7


), Moi­sés ado­ra (v 8
) y ora: “… per­do­na nues­tra

ini­qui­dad y nues­tro pe­ca­do” (v 9


).

Esta es nues­tra gran es­pe­ran­za —el nom­bre mi­se­ri­cor­dio­so de Dios. Pero

aún exis­te una ten­sión que no ha sido re­suel­ta, pues Dios tam­bién es justo.

Un Dios “que no deja sin cas­ti­go al cul­pa­ble” (v 7


). Este es nues­tro gran

pro­ble­ma —el jui­cio san­to de Dios.

La solución
Esta ten­sión per­ma­ne­ce sin re­so­lu­ción a tra­vés de la his­to­ria de la Bi­blia.

Dios per­do­na el pe­ca­do y Dios cas­ti­ga el pe­ca­do. No po­de­mos vivir sin

Dios, pero no po­de­mos vivir con Él. La ten­sión per­ma­ne­ció has­ta que “la

Pa­la­bra se hizo car­ne, y ha­bi­tó en­tre no­so­tros, y vi­mos Su glo­ria (la glo­ria

que co­rres­pon­de al uni­gé­ni­to del Pa­dre), lle­na de gra­cia y de ver­dad” (Jn

1:14, RVC). Moi­sés no po­día ver a Dios. Solo pudo es­cu­char la pa­la­bra de

Dios. Pero aho­ra la Pa­la­bra se ha he­cho car­ne —li­te­ral­men­te, Él ha “es­ta-­

ble­ci­do Su tien­da” o “ta­ber­na­cu­la­do” en­tre no­so­tros. Esta es la pre­sen­cia de

Dios, en la per­so­na del Hijo de Dios, mo­ran­do en me­dio del pue­blo de Dios.

Juan dice que “vi­mos Su glo­ria.” Dios le dice a Moi­sés: “Pero debo acla­rar-­

te que no po­drás ver Mi ros­tro, por­que na­die pue­de ver­me y se­guir con

vida” (33:20
). Pero aho­ra Juan ha visto el ros­tro de Dios y ha con­tem­pla­do

Su glo­ria. En el Hijo, ve­mos la glo­ria de Dios y vi­vi­mos.

Hay una pista de esto en lo que apa­ren­ta ser una ex­tra­ña con­tra­dic­ción.

Éxo­do 33:19
dice que na­die pue­de ver el ros­tro de Dios y vivir —y cuan­do

Dios le ha­bló a Moi­sés en 3:6, “Moi­sés se cu­brió el ros­tro, pues tuvo mie­do

de mi­rar a Dios”. Pero 33:11


dice que el SE­ÑOR ha­bla­ba ru­ti­na­ria­men­te

con Moi­sés, y lo ha­cía “cara a cara, como quien ha­bla con un ami­go”.

¿Cómo po­día Moi­sés no ser ca­paz de ver el ros­tro de Dios y al mismo tiem-­

po ha­blar cara a cara con Dios? ¿Cómo es esto po­si­ble? Esto su­gie­re que
exis­te cier­ta di­fe­ren­cia­ción den­tro de Dios. Es solo una pista en este pun­to

en la his­to­ria. Pero con la ve­ni­da de Je­sús, lle­ga a ser más cla­ro que Dios es

tres Per­so­nas. Y, desde el prin­ci­pio, Je­sús es la re­ve­la­ción y el me­dia­dor de

Dios.

Pero aún per­ma­ne­ce la pre­gun­ta: ¿Cómo po­de­mos tú y yo ver a Dios y

vivir? ¿Cómo pue­de un Dios san­to vivir en me­dio de Su pue­blo? Juan lo ex-­

pli­ca, di­cien­do: “... pues la ley fue dada por me­dio de Moi­sés, mien­tras que

la gra­cia y la ver­dad nos han lle­ga­do por me­dio de Je­su­cris­to” (Jn 1:17).

¿Cómo es que Dios pue­de “[per­do­nar] ini­qui­dad, re­be­lión y pe­ca­do” y, al

mismo tiem­po “no deja sin cas­ti­go al cul­pa­ble” (Éx 34:7


)? La res­pues­ta es

Je­sús. Per­dón y cas­ti­go, mi­se­ri­cor­dia y jus­ti­cia, gra­cia y ver­dad, todo esto

se en­cuen­tra en Je­sús. Cuan­do Él mu­rió, tu cul­pa fue cas­ti­ga­da para que pu-­

die­ras ser per­do­na­do. Tu jui­cio fue to­ma­do para que pu­die­ras dis­fru­tar mi-­

se­ri­cor­dia. La ver­dad de tu pe­ca­do fue re­co­no­ci­da y jus­ti­fi­ca­da, para que

pu­die­ras co­no­cer el gozo, la paz y la vida de la gra­cia de Dios.

No po­de­mos vivir sin Dios —y, a tra­vés de Cris­to, no te­ne­mos que ha­cer-­

lo. Dios ha mo­ra­do en­tre no­so­tros en Je­sús. ¡Es úni­ca­men­te con la ve­ni­da

de Je­sús que el “nom­bre” de Dios en Éxo­do 34 tie­ne sen­ti­do! La cul­pa ha

sido cas­ti­ga­da en la per­so­na de Je­sús para que Su pue­blo re­ci­ba el per­dón.

“Si aun por un mo­men­to tu­vie­ra que acom­pa­ñar­los, po­dría des­truir­los”, dice
Dios en 33:5
. Pero aho­ra Dios ha des­trui­do a Su pue­blo en la per­so­na de Su

Hijo. Así que ya no que­da pe­na­li­dad por ser pa­ga­da, aho­ra po­de­mos vivir

con Dios con­fia­da­men­te, y en­trar a Su tie­rra pro­me­ti­da y a la glo­ria com­ple-­

ta de Su pre­sen­cia en el fu­tu­ro. No po­de­mos vivir sin Dios —y gra­cias a

Cris­to po­dre­mos vivir con Él por toda la eter­ni­dad.

1.
¿Al­gu­na vez has con­si­de­ra­do la ver­dad de que, fue­ra de Cris­to, la
san­ti­dad de Dios de­be­ría ate­rro­ri­zar­te?

2.
¿Estás en pe­li­gro de desear las ben­di­cio­nes de Dios, pero no a Dios
mismo?

3.
¿En qué sen­ti­do estas tú, como se­gui­dor de Cris­to, en una po­si­ción
más pri­vi­le­gia­da que Moi­sés? ¿Cómo te hace sen­tir esto?
He­mos visto la prin­ci­pal res­pues­ta a la pre­gun­ta de cómo pue­de Dios vivir

en me­dio de Su pue­blo: por la mi­se­ri­cor­dia a tra­vés del nom­bre de Dios, ob-­

te­ni­da por el Hijo de Dios. Pero estos capí


tu­los nos dan ot­ras dos res­pues-­

tas.

Iden­ti­dad a tra­vés del pac­to de Dios


Al prin­ci­pio del ca­pí­tu­lo 34, Moi­sés toma con­si­go dos ta­blas nue­vas y sube

a la mon­ta­ña, por­que Dios re­afir­ma­rá Su pac­to (


34:10
). (Las pri­me­ras dos

ta­blas de pie­dra ha­bían sido des­tro­za­das en res­pues­ta a la ido­la­tría del pue-­

blo en 32:19.) Y en­ton­ces te­ne­mos una lista se­lec­ta de leyes en


34:10-28,
lo

que pu­die­ra pa­re­cer una ex­tra­ña in­te­rrup­ción a la his­to­ria. Pue­de sen­tir­se

como un in­ter­lu­dio abu­rri­do en me­dio d


el dra­ma de la na­rra­ti­va.

Pero el pac­to des­cri­to en los ca­pí­tu­los 20 – 24, el cual es re­su­mi­do en

estos ver­sícu­los, es par­te de la so­lu­ción al pro­ble­ma de la pre­sen­cia de Dios.

¿Cómo pue­de Dios vivir en me­dio de Su pue­blo? Es de­bi­do a que el pac­to

mol­dea la iden­ti­dad del pue­blo.


Y por eso Dios les da estas leyes. Dios co­mien­za re­cor­dán­do­le a Su pue-­

blo que Su sal­va­ción los mar­ca como un pue­blo úni­co (


34:10
). “Haré ma-­

ra­vi­llas que ante nin­gu­na na­ción del mun­do han sido rea­li­za­das”. Cada cul-­

tu­ra tie­ne his­to­rias que mol­dean su iden­ti­dad, pero nin­gu­na pue­de com­pa-­

rar­se con la his­to­ria de la sal­va­ción de Dios.

Leyes que pro­te­gen la iden­ti­dad


Dios le re­cuer­da a Su pue­blo las leyes que pro­te­gen su iden­ti­dad al prohi­bir-­

les mez­clar­se con las na­cio­nes de al­re­de­dor. Ellos no de­ben:



unir­se en acuer­dos po­lí­ti­cos con ot­ras na­cio­nes
(vv 11-12
)

unir­se en prác­ti­cas re­li­gio­sas con ot­ras na­cio­nes
(vv 13-15
)

unir­se en re­la­cio­nes ma­ri­ta­les con ot­ras na­cio­nes (
v 16
)

El re­su­men es: “No te ha­gas ído­los”


(
v 17
) —¡que es pre­ci­sa­men­te lo

que Is­rael ha­bía he­cho en el ca­pí­tu­lo 32! Así que en el cen­tro de este lla­ma-­

do a ser apar­ta­dos y dis­tin­tos está otra de­cla­ra­ción del nom­bre de Dios: “No

ado­res a ot­ros dio­ses, por­que el SE­ÑOR es muy ce­lo­so. Su nom­bre es Dios

ce­lo­so” (
34:14
). De nuevo, esto es un eco del se­gun­do man­da­mien­to —el

man­da­mien­to que el pue­blo aca­ba de rom­per, don­de Dios les ha­bía ad­ver­ti-­

do que Él reac­cio­na­ría ce­lo­sa­men­te ante el adul­te­rio es­pi­ri­tual (20:4-6).


Dios es ce­lo­so por los afec­tos y el com­pro­mi­so de Su pue­blo (Zac 8:2-3;

Jl 2:18; Sal 79:5; Sof 3:8; Nah 1:2; Is 63:15). So­le­mos ver los ce­los como

algo malo, y mu­chas ve­ces lo son —pero no siem­pre. Si yo no fue­ra ce­lo­so

por los afec­tos de mi es­po­sa, se­ría una in­di­ca­ción de que algo anda muy mal

en nues­tro ma­tri­mo­nio.

Esta re­ve­la­ci
ón del nom­bre de Dios lle­ga a ser im­por­tan­te en el resto de

la his­to­ria bí­bli­ca (Nm 14:18; Neh 9:17; Sal 103:8, 17; 145:8; Jer 32:18-19;

Nah 1:3; ver tam­bién Dt 5:9-10; 1R 3:6; Lam 3:32; Dn 9:4). Eze­quiel, por

ejem­plo, pue­de ser visto como un pre­di­ca­dor de Éxo­do. La vi­sión de Dios

que tuvo Eze­quiel en Eze­quiel 1 hace eco a la


teo­fa­nía
en el mon­te Si­naí de

Éxo­do 19 − 20. Eze­quiel 20 na­rra la his­to­ria de Is­rael en Egip­to como una

his­to­ria de re­be­lión.
El clí­max de la ad­ver­ten­cia de Eze­quiel a las na­cio­nes

es una pro­fe­cía ex­ten­di­da con­tra Egip­to. Y el li­bro de Eze­quiel, al igual que

el li­bro de Éxo­do, ter­mi­na con una des­crip­ción de­ta­lla­da de un nuevo tem-­

plo. Pero, aún más im­por­tan­te, Eze­quiel uti­li­za la fra­se “para que se­pan que

Yo soy el SE­ÑOR” más de se­sen­ta ve­ces—una fra­se clave, como he­mos

visto, en Éxo­do. Eze­quiel re­to­ma el tema del celo. Estos son solo solo tres

ejem­plos (pero tam­bién ver 5:5-6, 13; 8:5; 16:36-42):

Des­car­ga­ré so­bre ti el fu­ror de Mi ira, y ellos te mal­tra­ta­rán con saña. Te

cor­ta­rán la na­riz y las ore­jas, y a tus so­bre­vi­vien­tes los ma­ta­rán a filo de


es­pa­da (23:25a).

Por eso, pro­fe­ti­za con­tra Is­rael, y ad­viér­te­les a los mon­tes y a las co­li­nas,

a los to­rren­tes y a los va­lles, que así dice el SE­ÑOR om­ni­po­ten­te: “En
Mi

celo y en Mi fu­ror he ha­bla­do, por­que us­te­des han su­fri­do el opro­bio de

las na­cio­nes. Por eso, así dice el SE­ÑOR om­ni­po­ten­te: Juro con la mano

en alto que las na­cio­nes ve­ci­nas tam­bién su­fri­rán su pro­pia des­hon­ra”

(36:6-7).

Por eso, así dice el SE­ÑOR om­ni­po­ten­te: Aho­ra voy a cam­biar la suer­te

de Ja­cob. Ten­dré com­pa­sión de todo el pue­blo de Is­rael, y ce­la­ré el pres­ti-­

gio de Mi san­to nom­bre. Cuan­do ha­bi­ten tran­qui­los en su tie­rra, sin que

na­die los per­tur­be, ol­vi­da­rán su ver­güen­za y to­das las in­fi­de­li­da­des que

co­me­tie­ron con­tra Mí. Cuan­do Yo los haga vol­ver de en­tre las na­cio­nes, y

los re­ú­na de en­tre los pue­blos ene­mi­gos, en pre­sen­cia de mu­chas na­cio-­

nes y por me­dio de ellos ma­ni­fes­ta­ré Mi san­ti­dad (39:25-27).

El celo es la ra­zón para el jui­cio y la sal­va­ción (39:25-27). Y Eze­quiel 20

en par­ti­cu­lar es un eco a la res­pues­ta de Dios al be­ce­rro de oro en Éxo­do 32.

Esto no solo lo ve­mos en Eze­quiel. En Juan 2:17, Je­sús dice que el celo

por la casa de Dios, el tem­plo, lo con­su­me. Esto su­ce­de justo an­tes de que
Él iden­ti­fi­que Su cuer­po re­su­ci­ta­do como el nuevo tem­plo. Y Pa­blo le dice

a la igle­sia en Co­rin­to: “El celo que sien­to por us­te­des pro­vie­ne de Dios”

(2Co 11:2).

La ima­gen del ma­tri­mo­nio no es una coin­ci­den­cia. La re­la­ción de Dios

con Su pue­blo es como un pac­to ma­tri­mo­nial. Nues­tra in­fi­de­li­dad es­pi­ri­tual

se com­pa­ra con el adul­te­rio. Es por eso que el pac­to es tan im­por­tan­te. No

es­ta­mos sim­ple­men­te en una re­la­ción ca­sual con Dios en don­de nues­tro

com­pro­mi­so de­pen­de de nues­tros sen­ti­mien­tos. No, es­ta­mos en una re­la­ción

de pac­to. Justo como en el ma­tri­mo­nio, es­ta­mos uni­dos el uno al otro a tra-­

vés de las pro­me­sas del pac­to. Y, al igual que en el ma­tri­mo­nio, estas pro-­

me­sas man­tie­nen las re­la­cio­nes fuer­tes cuan­do lle­gan los tiem­pos di­fí­ci­les.

El pac­to es un re­ga­lo de Dios para no­so­tros. Nos ase­gu­ra de Su com­pro­mi­so

y ata nues­tro com­pro­mi­so a Él.

¿C
ómo pue­de Dios mo­rar en me­dio Su pue­blo? Una res­pues­ta es que el

pac­to man­tie­ne nues­tra iden­ti­dad dis­tin­ti­va. No siem­pre vi­vi­mos fiel­men­te

de acuer­do a esta iden­ti­dad, y es por eso que el pac­to tam­bién toma en

cuen­ta el pe­ca­do. Dios se ata a Sus bon­da­do­sas pro­me­sas por me­dio de pac-­

tos para dar­nos un do­ble sen­ti­do de se­gu­ri­dad. Esto es aún más cla­ro para

los que es­ta­mos bajo el nuevo pac­to, el pac­to he­cho a tra­vés de la san­gre de
Je­sús (Lc 22:20). Pero el pac­to tam­bién sir­ve para mol­dear nues­tra iden­ti-­

dad y ale­jar­nos del sin­cre­tis­mo.

Ado­ra­ción que re­fuer­za la iden­ti­dad


Éxo­do
34:18-24
es un re­cor­da­to­rio de las fies­tas clave en el ca­len­da­rio is-­

rae­lí. Estas son im­por­tan­tes por­que con­me­mo­ran los even­tos que mol­dean

su iden­ti­dad. Están allí para ayu­dar al pue­blo a re­cor­dar:



la Pas­cua en la fies­ta de los pa­nes sin le­va­du­ra (
v 18
). Ellos de­ben re-­
cor­dar su re­den­ción de Egip­to al re­di­mir a sus pri­mo­gé­ni­tos
(
vv 19-20
).


el des­can­so que Dios les ha dado de la opre­sión al guar­dar el día de re-­
po­so (
v 21
).


la pro­vi­sión de Dios al ce­le­brar la fies­ta de las se­ma­nas (
vv 22-23, 26
).

Cada fies­ta sir­ve como re­cor­da­to­rio de la sal­va­ción y el cui­da­do de Dios.

Estas re­fuer­zan la iden­ti­dad de Is­rael. Las leyes so­bre evi­tar la le­va­du­ra y

no co­ci­nar un ca­bri­to en la le­che de su ma­dre pu­die­ran tam­bién ser re­cor­da-­

to­rios a no mez­clar­se con ot­ras na­cio­nes (


vv 25-26
).

No­so­tros, por su­pues­to, ya no guar­da­mos estas fies­tas del an­ti­guo pac­to.

Pero Cris­to nos ha dado nue­vos ac­tos para que re­cor­de­mos nues­tra nueva

iden­ti­dad: el bau­tis­mo y la Cena del Se­ñor. Son ac­tos del pac­to. El bau­tis­mo

rem­pla­za la cir­cun­ci­sión y la Cena del Señ


or rem­pla­za la Pas­cua. Fun­cio-­
nan de ma­ne­ra si­mi­lar. Nos re­cuer­dan la sal­va­ción de Dios y nues­tra iden­ti-­

dad. Nos re­cuer­dan el com­pro­mi­so del pac­to de Dios y nues­tro com­pro­mi­so

con Él. Moi­sés dice que la pre­sen­cia de Dios es lo que los dis­tin­gue de los

de­más pue­blos de la tie­rra (


33:16
). El bau­tis­mo y la Cena del Se­ñor nos

re­cuer­dan que so­mos per­so­nas mar­ca­das por la pre­sen­cia de Dios.

Pue­de que sea di­fí­cil ser di­fe­ren­te en nues­tra casa, lu­gar de tra­ba­jo o es-­

cue­la. Uno es ten­ta­do


a to­le­rar el pe­ca­do con tal de en­ca­jar. Pero cada vez

que to­ma­mos el pan y el vino, so­mos in­vi­ta­dos a de­lei­tar­nos en Cris­to. Re-­

cor­da­mos que nues­tra re­com­pen­sa es Dios mismo. Re­cor­da­mos Su com­pro-­

mi­so con no­so­tros.

En 1 Co­rin­tios 5:6-8, Pa­blo usa el len­gua­je de Éxo­do


34:25
para ha­blar

de la Cena del Se­ñor con el pro­pó­si­to de lla­mar a la igle­sia a des­ha­cer­se de

todo com­por­ta­mien­to in­mo­ral: “¿No se dan cuen­ta de que un poco de le­va-­

du­ra hace fer­men­tar toda la masa? Des­há­gan­se de la vie­ja le­va­du­ra para que

sean masa nueva, pa­nes sin le­va­du­ra, como lo son en rea­li­dad. Por­que Cris-­

to, nues­tro Cor­de­ro pas­cual, ya ha sido sa­cri­fi­ca­do. Así que ce­le­bre­mos

nues­tra Pas­cua no con la vie­ja le­va­du­ra, que es la ma­li­cia y la per­ver­si­dad,

sino con pan sin le­va­du­ra, que es la sin­ce­ri­dad y la ver­dad”.

Trans­for­ma­ción a tra­vés de la glo­ria de Dios


Moi­sés baja de la mon­ta­ña. Pero él ha sido ex­pues­to al res­plan­dor de la glo-­

ria de Dios. Como re­sul­ta­do, su ros­tro es­ta­ba ra­dian­te (Éx


34:29
) —tan ra-­

dian­te que to­dos los de­más tie­nen mie­do de acer­car­se a él (


v 30
). Así que

Moi­sés usa un velo cuan­do ha­bla con el pue­blo


(vv 31-35
), el cual él se

quita cuan­do ha­bla con Dios.

La glo­ria de Dios es trans­for­ma­do­ra. Nos hace ra­dian­tes. En Éxo­do, solo

una per­so­na ex­pe­ri­men­ta la glo­ria de Dios, así que solo una per­so­na es

trans­for­ma­da por esa glo­ria. Pero no­so­tros “he­mos con­tem­pla­do Su glo­ria”

(Jn 1:14), por­que la glo­ria de Dios nos ha sido re­ve­la­da


en la per­so­na de Su

Hijo. Pa­blo re­fle­xio­na so­bre esta his­to­ria en 2 Co­rin­tios 3:13 – 4:6 para des-­

cri­bir cómo la glo­ria de Dios trans­for­ma a cada cris­tiano.

Pa­blo dice que, en cier­to sen­ti­do, el velo per­ma­ne­ce has­ta este día (2Co

3:13-15; 4:3). Las per­so­nas no re­co­no­cen la glo­ria de Dios por­que no re­co-­

no­cen a Cris­to. Sus co­ra­zo­nes se en­co­gen de mie­do ante la glo­ria de Dios.

Pero “cada vez que al­guien se vuel­ve al SE­ÑOR”, dice Pa­blo, “el velo es

qui­ta­do” (2Co 3:16). Cuan­do Moi­sés es­ta­ba en el ta­ber­nácu­lo de­lan­te de

Dios, él po­día qui­tar­se el velo por­que es­ta­ba vuel­to ha­cia Dios y no ha­cia el

pue­blo (
34:34
). Su­ce­de lo mismo cuan­do nos vol­ve­mos a Dios en arre­pen-­

ti­mien­to —el velo que es­con­de la glo­ria de Dios es qui­ta­do, y nues­tros ojos

son abier­tos para ver la glo­ria de Dios en Cris­to.


Cuan­do Moi­sés baja de la mon­ta­ña des­pués de re­unir­se con Dios, ve­mos

una ima­gen de lo que la hu­ma­ni­dad de­be­ría ha­ber sido. Moi­sés irra­dia­ba la

glo­ria de Dios de modo que su ros­tro bri­lla­ba. De ma­ne­ra si­mi­lar, no­so­tros

fui­mos crea­dos para re­fle­jar la glo­ria de Dios. Y eso pue­de vol­ver a su­ce­der.

Po­de­mos ser per­so­nas que irra­dian con glo­ria di­vi­na.

Hace tiem­po, mi es­po­sa me co­men­tó de al­guien que aca­ba­ba de co­no­cer y

que siem­pre es­ta­ba son­rien­do. Su ros­tro es­ta­ba lleno de gozo. Sin em­bar­go,

esta per­so­na ha­bía ex­pe­ri­men­ta­do tra­ge­dias en su vida, in­clu­yen­do la pér­di-­

da de un hijo —es de­cir, no se tra­ta de una fe­li­ci­dad su­per­fi­cial. Su ros­tro

irra­dia­ba con un sen­ti­do de glo­ria. Pue­de que tu ten­den­cia na­tu­ral no sea a

estar son­rien­te todo el tiem­po, pero tu vida pue­de irra­diar con glo­ria di­vi­na.

Pue­des ser “trans­for­ma­do a Su se­me­jan­za con más y más glo­ria” (2Co

3:18).

Lo que con­tem­plas de­ter­mi­na quién eres (


Mt 6:22-23). El en­fo­que de tu

aten­ción mol­dea tus ac­ti­tu­des y prio­ri­da­des. Si tu en­fo­que está en anun­cios,

me­dios de co­mu­ni­ca­ción o ami­gos, en­ton­ces se­rás con­for­ma­do al pa­trón de

este mun­do (Ro 12:2). Pero cuan­do con­tem­pla­mos a Je­sús, dice Pa­blo, ve-­

mos “la glo­ria de Dios que res­plan­de­ce en el ros­tro de Cris­to” (2Co 4:6). Y

cuan­do ve­mos la glo­ria de Dios, nues­tras vi­das bri­llan con esa glo­ria. Nos

trans­for­ma para que po­da­mos traer luz al mun­do y ala­ban­za a Dios.


Lo que con­tem­plas im­por­ta. En Éxo­do 32:5, Aa­rón “vio
” a los is­rae­li­tas

ado­ran­do al be­ce­rro, y en­ton­ces or­ga­ni­zó una fies­ta que in­cluía una or­gía

ido­lá­tri­ca (v 6). En
33:18
, Moi­sés pide “ver” la glo­ria del SE­ÑOR y, como

re­sul­ta­do, él “
irra­dia” la glo­ria de Dios. Al con­tem­plar la glo­ria de Dios,

lle­ga­mos a ser aque­llo para lo que fui­mos crea­dos.

Pero ¿cómo ve­mos la glo­ria de Dios? ¿Dón­de está el res­plan­dor? Hay una

gran sor­pre­sa en Éxo­do 34. Éxo­do 34 dice que Moi­sés irra­dia­ba no por­que

ha­bía “visto” la glo­ria de Dios, sino “por ha­ber­le ha­bla­do el SE­ÑOR


” (

34:29
). Moi­sés es­ta­ba ra­dian­te por­que él ha­bía es­cu­cha­do a Dios ha­blar so-­

bre Su nom­bre: “El SE­ÑOR, el SE­ÑOR, Dios cle­men­te y com­pa­si­vo, len­to

para la ira y gran­de en amor y fi­de­li­dad” (


v 6
).

Y así es como pue­des en­con­trar­te con la glo­ria de Dios. En 2 Co­rin­tios

4:4, Pa­blo ha­bla de “la luz del glo­rio­so evan­ge­lio de Cris­to”. Ve­mos la glo-­

ria de Cris­to en el men­sa­je del evan­ge­lio. “Por­que Dios, que or­de­nó que la

luz res­plan­de­cie­ra en las ti­nie­blas, hizo bri­llar Su luz en nues­tro co­ra­zón

para que co­no­cié­ra­mos la glo­ria de Dios que res­plan­de­ce en el ros­tro de

Cris­to” (v 6). En la Crea­ción, Dios ha­bló y creó luz de las ti­nie­blas; y este

po­der crea­ti­vo es des­en­ca­de­na­do nue­va­men­te cuan­do la Pa­la­bra de Dios es

ha­bla­da hoy. A tra­vés de la


Pa­la­bra de Dios ve­mos “la glo­ria de Dios que

res­plan­de­ce en el ros­tro de Cris­to”.


En re­su­men: ve­mos la glo­ria de Cris­to al es­cu­char la his­to­ria de Cris­to.

Día tras día, se­ma­na tras se­ma­na, lee tu Bi­blia, es­cu­cha la Pa­la­bra pre­di­ca-­

da, can­ta la Pa­la­bra, ani­ma a ot­ros con el evan­ge­lio y sé tú mismo ani­ma­do.

Ha­zl­o todo con el an­he­lo de es­cu­char la glo­ria de Cris­to en la his­to­ria de

Cris­to.

La mo­ra­li­dad, el te­mor al jui­cio y las re­glas no pue­den traer cam­bio per-­

ma­nen­te a tu vida. Pero su­ce­den co­sas sor­pren­den­tes cuan­do “al­guien se v

uel­ve al Se­ñor” (2Co 3:16). “Así, to­dos no­so­tros…


so­mos trans­for­ma­dos a

Su se­me­jan­za”. Al ver la glo­ria de Cris­to en el evan­ge­lio, lle­ga­mos a ser

más como Él —per­so­nas lle­nas de gra­cia y ver­dad. So­mos cam­bia­dos “con

más y más glo­ria” (v 18


).

¿
Cómo pue­de Dios mo­rar en­tre no­so­tros? Al ser trans­for­ma­dos a Su ima-­

gen, a tra­vés de la vi­sión de Su glo­ria. “Sa­be­mos, sin em­bar­go, que cuan­do

Cris­to ven­ga se­re­mos se­me­jan­tes a Él, por­que lo ve­re­mos tal como Él es”

(1Jn 3:2). Ver a Cris­to nos trans­for­ma para que sea­mos más como Él, has­ta

que sea­mos tal como Él es, y vi­va­mos con Él para siem­pre. Esa trans­for­ma-­

ción co­mien­za y con­ti­núa a tra­vés de la vi­sión de Cris­to en el evan­ge­lio.

Dios le dijo a Moi­sés: “… no po­drás ver Mi ros­tro, por­que na­die pue­de

ver­me y se­guir con vida” (


33:20
). Ese es el men­sa­je de la ley. Pero en el

evan­ge­lio, ve­mos “la glo­ria de Dios que res­plan­de­ce en el ros­tro de Cris­to”


(2Co
4:6). En el ros­tro de Cris­to ve­mos al “Dios cle­men­te y com­pa­si­vo,

len­to para la ira y gran­de en amor y fi­de­li­dad” (Éx


34:6
). En la cruz de

Cris­to ve­mos cómo Él re­ci­be el cas­ti­go de nues­tra cul­pa para que Dios

“[per­do­na­ra] la ini­qui­dad, la re­be­lión y el pe­ca­do” (


34:6-7
). ¿Lo pue­des

ver? Es una vi­sión trans­for­ma­do­ra.

1.
¿Cómo pue­des ase­gu­rar­te de re­pa­sar la his­to­ria de la sal­va­ción de
Dios cada día?

2.
Con­tem­pla­mos la glo­ria de Dios en el ros­tro de Cris­to al es­cu­char la
his­to­ria de Cris­to. ¿Cómo afec­ta esta ver­dad tu lec­tu­ra de la Bi­blia

y/o tu mé­to­do de leer la Bi­blia?

3.
“Lo que con­tem­plas im­por­ta”. ¿Ne­ce­si­tas cam­biar algo? ¿Qué de-­
bes de­jar de con­tem­plar? ¿Qué ne­ce­si­tas co­men­zar a con­tem­plar?
 

Cuan­do es­tu­dia­mos Éxo­do 25 − 30 vi­mos que el ta­ber­nácu­lo era un eco del

jar­dín del Edén, y que la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo era un eco de la crea-­

ción de ese jar­dín. Y, como he­mos visto a tra­vés de todo Éxo­do, no es solo

el ta­ber­nácu­lo —toda la his­to­ria de este li­bro es una his­to­ria de re-crea­ción,

desde la pro­duc­ti­vi­dad crea­ti­va de Is­rael en el ca­pí­tu­lo 1 has­ta la de-crea-­

ción y re-crea­ción de Dios por me­dio de las pla­gas y la se­pa­ra­ción del Mar

Rojo. Hay dos ecos más de la Crea­ción en Éxo­do 31.

Primer eco: el Espíritu


El re­la­to de la Crea­ción co­mien­za con el Es­pí­ri­tu o el vien­to de Dios que

“iba y ve­nía so­bre la su­per­fi­cie de las aguas” (Gn 1:2). Es el Es­pí­ri­tu de

Dios, o el alien­to de Dios, quien da vida a la fi­gu­ra de ba­rro del pri­mer


hom­bre (Gn 2:7). “Por la pa­la­bra del SE­ÑOR fue­ron crea­dos los cie­los, y

por el so­plo de Su boca, las es­tre­llas” (Sal 33:6). La pa­la­bra de Dios vino en

el alien­to de Dios, y el Sal­mo 104:27-30 dice que el Es­pí­ri­tu si­gue dan­do

vida a la crea­ción.

Si la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo como un lu­gar don­de Dios mora en

me­dio de Su pue­blo es un eco de la Crea­ción de la tie­rra como un lu­gar

don­de Dios mora en me­dio de Su pue­blo, en­ton­ces es­pe­ra­ría­mos en­con­trar

al Es­pí­ri­tu de Dios dan­do vida en el pro­ce­so crea­ti­vo. Y eso es exac­ta­men­te

lo que ve­mos en Éxo­do 31: “El SE­ÑOR ha­bló con Moi­sés y le dijo: ‘Toma

en cuen­ta que he es­co­gi­do a Be­za­lel, hijo de Uri y nie­to de Jur, de la tri­bu

de Judá, y lo he lle­na­do del Es­pí­ri­tu de Dios, de sa­bi­du­ría, in­te­li­gen­cia y ca-­

pa­ci­dad crea­ti­va’” (31:1-3


). El Es­pí­ri­tu da po­der a Be­za­lel, dán­do­le la ha-­

bi­li­dad para tra­ba­jar en me­tal, pie­dra, ma­de­ra y “toda cla­se de ar­te­sa­nías”

(vv 4-5
). Dios tam­bién de­sig­na a Aho­liab para asis­tir a Be­za­lel, y dice: “…

he do­ta­do de ha­bi­li­dad a to­dos los ar­te­sa­nos para que ha­gan todo lo que te

he man­da­do ha­cer” (v 6
). El mismo én­fa­sis se en­cuen­tra cuan­do Be­za­lel y

Aho­liab son co­mi­sio­na­dos; Moi­sés dice: “… el SE­ÑOR ha es­co­gi­do ex­pre-­

sa­men­te a Be­za­lel…y lo ha lle­na­do del Es­pí­ri­tu de Dios” (35:30-31


). Y a

los ot­ros tra­ba­ja­do­res re­pe­ti­das ve­ces se les des­cri­be como aque­llos a quie-­

nes “el SE­ÑOR haya dado pe­ri­cia y ha­bi­li­dad” (vv 34-35; 36:1-2
). El ta-­
ber­nácu­lo y su mo­bi­lia­rio son he­chos por se­res hu­ma­nos (35:32-33
), pero a

esos hu­ma­nos se les da el po­der y se les equi­pa a tra­vés de la obra del Es­pí-­

ri­tu, y su tra­ba­jo es ca­pi­ta­li­za­do por un pue­blo li­be­ra­do que con­tri­bu­yó li-­

bre­men­te con lo que po­dían (36:3


).

Segundo eco: el día de reposo


Como he­mos ob­ser­va­do, en el re­la­to de la Crea­ción lee­mos sie­te ve­ces:

“Dijo Dios” (Gn 1:3, 6, 9, 14, 20, 24, 26). Y en las ins­truc­cio­nes del ta­ber-­

nácu­lo lee­mos sie­te ve­ces: “El SE­ÑOR ha­bló con Moi­sés y le dijo” (Éx

25:1; 30:11, 17, 22, 34; 31:1, 12


). Am­bos re­la­tos ter­mi­nan con una des­crip-­

ción del día de re­po­so (Gn 2:1-3; Éx 31:12-18


). En efec­to, Dios es­pe­cí­fi­ca-­

men­te re­la­cio­na el día de re­po­so a la Crea­ción en los ver­sícu­los 16-17


,

cuan­do dice: “... será para ellos un pac­to per­pe­tuo, una se­ñal eter­na en­tre

ellos y Yo. En efec­to, en seis días hizo el SE­ÑOR los cie­los y la tie­rra, y el

sép­ti­mo día des­can­só” —así que Is­rael debe “guar­dar el día de re­po­so por-­

que es san­to para us­te­des” (v 14


, NBLH). Este es un día de­di­ca­do a Dios al

ser apar­ta­do para Dios. Es un tiem­po en el que Su pue­blo pue­de re­unir­se

con Él. El ta­ber­nácu­lo es un lu­gar san­to y el día de re­po­so es un tiem­po san-­

to. Am­bos son apar­ta­dos para que Dios pue­da en­con­trar­se con Su pue­blo.
Éxo­do 31 dice que el día de re­po­so es un sím­bo­lo del pac­to que Dios hace

con Is­rael a tra­vés de Moi­sés (vv 13, 17


). Al igual que el ta­ber­nácu­lo como

lu­gar san­to es rem­pla­za­do por Je­sús, así el día de re­po­so como tiem­po san­to

es rem­pla­za­do por Je­sús. Je­sús es el úni­co en quien en­con­tra­mos a Dios y el

úni­co en quien en­con­tra­mos des­can­so. El día de re­po­so apun­ta ha­cia el re-­

po­so eterno que com­par­ti­re­mos con Dios a tra­vés de Je­sús. Es por eso que

el ver­sícu­lo 13
dice: “De cier­to guar­da­rán Mis días
de re­po­so” (NBLH). Lo

que se tie­ne en men­te no es solo un día de sie­te, sino el sép­ti­mo año de des-­

can­so para la tie­rra y el año de ju­bi­leo (el año de res­tau­ra­ción).

El día de re­po­so es un sím­bo­lo del pac­to con Is­rael por­que Is­rael es (o es-­

ta­ba des­ti­na­do a ser) un mo­de­lo de la nueva crea­ción: el pue­blo que Dios

usa­ría para des­ha­cer la obra de Adán. Y ellos son la nueva hu­ma­ni­dad con

un nuevo día de re­po­so, y es­ta­ban crean­do un nuevo ho­gar para en­con­trar­se

allí con Dios.

La re­in­tro­duc­ción de “Yo soy el SE­ÑOR” en me­dio de las ins­truc­cio­nes

del día de re­po­so su­gie­re que el pro­pó­si­to del mismo es mi­sio­nal. El día de

re­po­so le re­cuer­da a Is­rael que ellos son un pue­blo san­ti­fi­ca­do


que debe re-­

ve­lar el ca­rác­ter san­to de Dios.

El plan y la promesa de una nueva creación


¿Cuál es el pun­to de to­dos estos ecos que nos lle­van de re­gre­so a la Crea-­

ción? La res­pues­ta es que la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo es un in­di­ca­dor de

una nueva crea­ción. Lo que Dios hizo en la Crea­ción es re­pe­ti­do sim­bó­li­ca-­

men­te en el ta­ber­nácu­lo como una se­ñal de que Dios re-crea­rá al mun­do

para que sea un lu­gar en don­de Él more con Su pue­blo. El ta­ber­nácu­lo es el

plan y la pro­me­sa de la nueva crea­ción.

La his­to­ria del éxo­do es, como he­mos es­ta­do vien­do, un pla­no de los me-­

dios de sal­va­ción. So­mos re­di­mi­dos de la es­cla­vi­tud y la muer­te a tra­vés de

la san­gre del sa­cri­fi­cio. Pero el li­bro de Éxo­do tam­bién con­tie­ne un pla­no

del con­te­ni­do de la sal­va­ción. El ta­ber­nácu­lo no solo re­sul­ta ser igual a la

nueva crea­ción, sino que está di­se­ña­do para ser una ima­gen de la nueva

crea­ción. El ta­ber­nácu­lo es el mo­de­lo del ar­qui­tec­to, una re­pre­sen­ta­ción vi-­

sual de la pro­me­sa de que Dios mo­ra­rá en me­dio de Su pue­blo.

Los ca­pí­tu­los 25 − 31 en­fa­ti­zan que el ta­ber­nácu­lo de­be­rá ser cons­trui­do

de acuer­do al pa­trón que se mos­tró en el mon­te (25:9, 40; 26:30 y 27:8).

Aho­ra, en el re­la­to de su cons­truc­ción en los ca­pí­tu­los 35 − 39, hay un én­fa-­

sis en que el ta­ber­nácu­lo es cons­trui­do justo como Dios man­dó (31:11


).

Las ins­truc­cio­nes para su cons­truc­ción en los ca­pí­tu­los 25 − 31 em­pie­zan

desde el cen­tro ha­cia afue­ra, ya que son pre­sen­ta­das en or­den teo­ló­gi­co. La

des­crip­ción de la cons­truc­ción en los ca­pí­tu­los 35 − 39 re­pi­te mu­cho de este


mismo texto, pero el or­den es di­fe­ren­te. Esta vez es pre­sen­ta­do en or­den

cro­no­ló­gi­co —se re­ú­nen los ma­te­ria­les, se nom­bran los cons­truc­to­res, se

cons­tru­ye el ta­ber­nácu­lo y des­pués se co­lo­ca el mo­bi­lia­rio.

Al es­cri­tor no le bas­tó dar las ins­truc­cio­nes y des­pués agre­gar que eso fue

lo que las per­so­nas hi­cie­ron. Él re­pi­te las ins­truc­cio­nes de­ta­lla­da­men­te, pero

esta vez como una des­crip­ción de lo que fue cons­trui­do. La ta­bla a con­ti-­

nua­ción mues­tra solo un ejem­plo de cómo la des­crip­ción de la cons­truc­ción

coin­ci­de con las ins­truc­cio­nes. (No se­lec­cio­né el me­jor ejem­plo que pude

en­con­trar. Sim­ple­men­te es­co­gí el pri­mer ele­men­to des­cri­to en las ins­truc-­

cio­nes.) Po­drás ver cómo son exac­ta­men­te pa­ra­le­los, ex­cep­to por el cam­bio

de man­da­mien­to a des­crip­ción. Las úni­cas ex­cep­cio­nes son las ins­truc­cio-­

nes so­bre cómo se debe usar en lu­gar de cómo se debe ha­cer.

En­con­tra­mos el mismo pa­ra­le­lis­mo a lo lar­go de esta sec­ción:


El pun­to es cla­ro: la cons­truc­ción coin­ci­de exac­ta­men­te con las ins­truc-­

cio­nes. Esto lle­ga a ser ex­plí­ci­to en la ela­bo­ra­ción de las ves­ti­du­ras en el ca-­

pí­tu­lo 39, en don­de se nos dice diez ve­ces


que todo es he­cho “como se lo

man­dó el SE­ÑOR a Moi­sés” (39:1, 5, 7, 21, 26, 29, 31, 32, 42, 43
).

Y, como si eso no fue­ra su­fi­cien­te, el re­la­to ter­mi­na con una ins­pec­ción:

Éxo­do 25:10-20 Éxo­do 37:1-9

10 1

Haz un arca de ma­de­ra de aca­cia, de un
Be­za­lel hizo el arca de ma­de­ra de aca­cia, de un
me­tro con diez cen­tí­me­tros de lar­go, se­ten­ta me­tro con diez cen­tí­me­tros de lar­go por se­ten­ta
cen­tí­me­tros de an­cho y se­ten­ta cen­tí­me­tros de cen­tí­me­tros de an­cho y se­ten­ta cen­tí­me­tros de alto.
2
alto.
La re­cu­brió de oro puro por den­tro y por fue­ra, y
11

Re­cú­bre­la de oro puro por den­tro y por fue­- puso en su de­rre­dor una mol­du­ra de oro.
3
ra, y pon­le en su de­rre­dor una mol­du­ra de
Fun­dió cua­tro ani­llos de oro para el arca, y se los
oro. ajus­tó a sus cua­tro pa­tas, co­lo­can­do dos ani­llos en
12

Fun­de cua­tro ani­llos de oro para co­lo­car­los un lado y dos en el otro.
4
en sus cua­tro pa­tas, dos en cada cos­ta­do.
Hizo lue­go unas va­ras de ma­de­ra de aca­cia, las
13

Pre­pa­ra lue­go unas va­ras de ma­de­ra de aca­- re­cu­brió de oro,
5
cia, y re­cú­bre­las de oro.
y las pasó a tra­vés de los ani­llos en los cos­ta­dos
14

In­tro­du­ce las va­ras en los ani­llos que van a del arca para po­der trans­por­tar­la.
6
los cos­ta­dos del arca, para trans­por­tar­la.
El pro­pi­cia­to­rio lo hizo de oro puro, de un me­tro
15

Deja las va­ras en los ani­llos del arca, y no con diez cen­tí­me­tros de lar­go por se­ten­ta cen­tí­me­-
las sa­ques de allí, tros de an­cho.
16 7

y pon den­tro del arca la ley que voy a en­-
Para los dos ex­tre­mos del pro­pi­cia­to­rio hizo dos
tre­gar­te. que­ru­bi­nes de oro tra­ba­ja­do a mar­ti­llo.
17 8

Haz un pro­pi­cia­to­rio de oro puro, de un
Uno de ellos iba en uno de los ex­tre­mos, y el otro
me­tro con diez cen­tí­me­tros de lar­go por se­- iba en el otro ex­tre­mo; los hizo de modo que en
ten­ta cen­tí­me­tros de an­cho, am­bos ex­tre­mos los dos que­ru­bi­nes for­ma­ran una
18

y tam­bién dos que­ru­bi­nes de oro la­bra­do a sola pieza con el pro­pi­cia­to­rio.
9
mar­ti­llo, para los dos ex­tre­mos del pro­pi­cia­-
Los que­ru­bi­nes te­nían las alas ex­ten­di­das por en­-
to­rio. ci­ma del pro­pi­cia­to­rio, y con ellas lo cu­brían. Que­-
19

En cada uno de los ex­tre­mos irá un que­ru­- da­ban el uno fren­te al otro, mi­ran­do ha­cia el pro­pi­-
bín. Haz­los de modo que for­men una sola cia­to­rio.
pieza con el pro­pi­cia­to­rio.
20

Los que­ru­bi­nes de­be­rán te­ner las alas ex­-
ten­di­das por en­ci­ma del pro­pi­cia­to­rio, y cu­-
brir­lo con ellas. Que­da­rán el uno fren­te al
otro, mi­ran­do ha­cia el pro­pi­cia­to­rio.

“Toda la obra del san­tua­rio, es de­cir, la tien­da de reu­nión, que­dó ter­mi­na-­

da. Los is­rae­li­tas lo hi­cie­ron todo tal y como el SE­ÑOR se lo man­dó a Moi-­

sés” (v 32
). Todo es traí­do a Moi­sés para ser ins­pec­cio­na­do. Y para el autor

ase­gu­rar­se de que sa­be­mos que todo fue ins­pec­cio­na­do, lo ex­pli­ca de­ta­lla-­

da­men­te (vv 33-41


). ¿Cuál es el re­sul­ta­do? “Los is­rae­li­tas hi­cie­ron toda la

obra tal y como el SE­ÑOR se lo ha­bía or­de­na­do a Moi­sés. Moi­sés, por su

par­te, ins­pec­cio­nó la obra y, al ver que la ha­bían he­cho tal y como el SE-­

ÑOR lo ha­bía or­de­na­do, los ben­di­jo” (vv 42-43


).

Un modelo de la nueva creación


El pun­to de todo esto es en­fa­ti­zar que el ta­ber­nácu­lo real­men­te fue cons­trui-­

do como Dios man­dó. Esto quie­re de­cir que fue cons­trui­do de acuer­do al

pa­trón que se mos­tró en el mon­te. Y esto a su vez quie­re de­cir es un mo­de­lo

pre­ci­so de la nueva crea­ción (un mo­de­lo sim­bó­li­co, como ve­re­mos).

Aquí ve­re­mos aún más co­ne­xio­nes con la Crea­ción. El ver­sícu­lo 32


dice:

“Toda la obra del san­tua­rio, es de­cir, la tien­da de reu­nión, que­dó ter­mi­na­da”


—y 40:33
dice: “Así ter­mi­nó Moi­sés la obra”. Las pa­la­bras “ter­mi­na­da” y

“ter­mi­nó” son la misma pa­la­bra en he­breo. Y es la pa­la­bra usa­da para des-­

cri­bir la cul­mi­na­ción de la Crea­ción en Gé­ne­sis 2:1-2: “Así que­da­ron ter­mi-­

na­dos
los cie­los y la tie­rra, y todo lo que hay en ellos. Al lle­gar el sép­ti­mo

día, Dios des­can­só por­que ha­bía ter­mi­na­do


la obra que ha­bía em­pren­di­do”

(én­fa­sis mío). Ade­más, la pa­la­bra “miró” en Gé­ne­sis 1:31 y la pa­la­bra “ins-­

pec­cio­nó” en Éxo­do 39:43


son la misma pa­la­bra en he­breo. Así que po­dría-­

mos tra­du­cir­las como: “Dios ins­pec­cio­nó todo lo que Él ha­bía he­cho, y era

muy bue­no” y “Moi­sés ins­pec­cio­nó el tra­ba­jo y miró que lo ha­bían he­cho

justo como el SE­ÑOR ha­bía man­da­do”. Dios ins­pec­cio­nó la crea­ción, y de

la misma ma­ne­ra Moi­sés ins­pec­cio­nó este mo­de­lo de re-crea­ción; y am­bos

die­ron su ben­di­ción al tra­ba­jo ter­mi­na­do.

Has­ta aho­ra he­mos visto las co­ne­xio­nes del ta­ber­nácu­lo con el Edén, el

Si­naí, Je­sús y el cie­lo. ¡Estas co­ne­xio­nes no son alea­to­rias! No son el pro-­

duc­to de una exé­ge­sis


crea­ti­va. Estas co­ne­xio­nes exis­ten por­que el ta­ber-­

nácu­lo es par­te de una his­to­ria más gran­de: la mo­ra­da de Dios en me­dio de

Su pue­blo. Este es el re­su­men de la his­to­ria: El Dios del cie­lo mo­ra­ba con la

hu­ma­ni­dad en el Edén. Pero, cuan­do la hu­ma­ni­dad se re­be­ló con­tra Dios, la

pre­sen­cia san­ta de Dios lle­gó a ser pe­li­gro­sa. A pe­sar de esto, Dios no aban-­

do­nó Su plan de mo­rar en me­dio de Su pue­blo. Él res­ca­tó a Is­rael y se en-­


con­tró con ellos en el mon­te Si­naí. Él hizo que cons­tru­ye­ran el ta­ber­nácu­lo

como un plan y una pro­me­sa de Su in­ten­ción de mo­rar con Su pue­blo. Con

el tiem­po, este fue rem­pla­za­do por el tem­plo, el cual fue cons­trui­do con las

mis­mas pro­por­cio­nes, solo que el ta­ma­ño era dos ve­ces ma­yor (1R 6:17,

20). Ese plan fue com­ple­ta­do en la ve­ni­da de Cris­to como el Dios en­car­na-­

do, quien ha­bi­tó en­tre no­so­tros. Ese plan es lle­va­do a cabo a tra­vés de la

igle­sia. Y, fi­nal­men­te, ese plan será rea­li­za­do por com­ple­to en la nueva

crea­ción, cuan­do desde el trono se oiga una voz po­ten­te di­cien­do: “¡Aquí,

en­tre los se­res hu­ma­nos, está la mo­ra­da de Dios! Él acam­pa­rá en me­dio de

ellos, y ellos se­rán Su pue­blo” (Ap 21:3).

Lo po­de­mos re­su­mir así:


Dios está pre­sen­te en el cie­lo.

Dios está pre­sen­te en el Edén.

Dios está pre­sen­te en el mon­te Si­naí.

Dios está pre­sen­te en el ta­ber­nácu­lo y en el tem­plo.

Dios está pre­sen­te en Je­sús.

Dios está pre­sen­te en la igle­sia y en los cris­tia­nos.

Dios está pre­sen­te en la nueva crea­ción.
Cuan­do lo po­ne­mos así, ya no pa­re­ce tan sor­pren­den­te que en­con­tre­mos

tan­tos pa­ra­le­los en la Bi­blia. Estas co­ne­xio­nes exis­ten por­que Dios las de-­

sig­nó en la his­to­ria. El ta­ber­nácu­lo es Su plan y Su pro­me­sa de mo­rar en

me­dio de Su pue­blo —un plan en don­de Él vuel­ve a crear la tie­rra como Su

lu­gar de mo­ra­da, con una hu­ma­ni­dad re-crea­da en un tiem­po re-crea­do. Is-­

rael es esa hu­ma­ni­dad re-crea­da a nivel mi­cro­cós­mi­co. El ta­ber­nácu­lo es

esa nueva crea­ción o cie­lo en la tie­rra a nivel mi­cro­cós­mi­co. El día de re­po-­

so es ese tiem­po re-crea­do a nivel mi­cro­cós­mi­co. El ta­ber­nácu­lo es una de-­

cla­ra­ción di­vi­na con una in­ten­ción cos­mo­ló­gi­ca (Éx 25:8-9, 40; 26:30; 27:8;

31:11; 39:32, 42-43


).

Se tra­ta de un plan sim­bó­li­co. Por ejem­plo, ¡no es que la nueva crea­ción

vaya a ser li­te­ral­men­te una car­pa! Más bien, el ta­ber­nácu­lo está lleno de

sím­bo­los —como el arca, el pan y la lám­pa­ra.

Cada uno de ellos de­cla­ra cómo será la nueva crea­ción:



El arca nos mues­tra que la nueva crea­ción es un lu­gar don­de Dios rei­na.

La mesa nos mues­tra que la nueva crea­ción es un lu­gar don­de Dios come
con Su pue­blo.


El can­de­la­bro nos mues­tra que la nueva crea­ci

El can­de­la­bro tam­bién nos mues­tra que la nueva crea­ción es un lu­gar
don­de re­ci­bi­mos vida de Dios.

La ley nos mues­tra que la nueva crea­ción es un lu­gar don­de la crea­ción
es reor­de­na­da.


El sa­cer­do­te nos mues­tra que la nueva crea­ción es un lu­gar don­de po­de-­
mos en­trar a la san­ta pre­sen­cia de Dios.

En­ton­ces, cuan­do lle­ga­mos al fi­nal de la his­to­ria en la vi­sión de Juan so-­

bre la nueva Je­ru­sa­lén en Apo­ca­lip­sis 21 − 22, justo al fi­nal de la Bi­blia, en-­

con­tra­mos que di­cha vi­sión tie­ne toda cla­se de ecos del ta­ber­nácu­lo. Su­ce-­

den mu­chas ot­ras co­sas en esa vi­sión, pues Juan está re­co­pi­lan­do ot­ras an­ti-­

ci­pa­cio­nes de la his­to­ria de la Bi­blia (en­tre las cua­les está la vi­sión de Eze-­

quiel so­bre el nuevo tem­plo en Eze­quiel 40 − 48). Pero los ecos del ta­ber-­

nácu­lo son bas­tan­te cla­ros.

Al igual que el Lu­gar San­tí­si­mo, la ciu­dad que ve Juan es un cubo per­fec-­

to (Ap 21:16-17). Esto quie­re de­cir que ya no hay un solo lu­gar es­pe­cial que

sea sa­gra­do. Aho­ra toda la ciu­dad es el Lu­gar San­tí­si­mo. Ya no vi­si­ta­mos a

Dios en Su ta­ber­nácu­lo, sino que ha­bi­ta­mos en el ta­ber­nácu­lo. Toda la tie­rra

es la casa de Dios, don­de no­so­tros mo­ra­mos con Él. Juan dice: “No vi nin-­

gún tem­plo en la ciu­dad, por­que el SE­ÑOR Dios To­do­po­de­ro­so y el Cor­de-­

ro son su tem­plo” (Ap 21:22). No hay un solo lu­gar que sea el ta­ber­nácu­lo o

el tem­plo. Todo lu­gar es el tem­plo por­que Dios está pre­sen­te en todo lu­gar.
Al igual que el ta­ber­nácu­lo, su mo­bi­lia­rio y las ves­ti­du­ras sa­cer­do­ta­les

(Éx 25:3-7, 11, 24, 31; 28:17-20; 35:5-9, 22, 27; 38:24
), la ciu­dad está he-

cha de jo­yas y oro (Ap 21:18-21).

Al igual que la lám­pa­ra en el ta­ber­nácu­lo (Éx 25:31-40; 27:20-21), la ciu-

dad tie­ne una lám­pa­ra. Pero aho­ra “el Cor­de­ro es su lám­pa­ra” y las na­cio-­

nes ca­mi­nan bajo Su luz (Ap 21:23-24; 22:5). Al igual que la lám­pa­ra que

es como ár­bol en el ta­ber­nácu­lo, sim­bo­li­zan­do el ár­bol de la vida (Éx

25:31-40), la ciu­dad con­tie­ne el ár­bol de la vida. Y justo como la lám­pa­ra

en el ta­ber­nácu­lo flo­re­ce y da fruto si­mul­tá­nea­men­te, así el ár­bol de la vida

da fruto cada mes (Ap 22:2). El ár­bol de la vida se en­cuen­tra a am­bos la­dos

del río que fluye desde el trono de Dios y del Cor­de­ro (Ap 22:1-2). El ár­bol

re­pre­sen­ta la vida que fluye de for­ma cons­tan­te y eter­na desde el sa­cri­fi­cio

de Cris­to.

Al igual que el ta­ber­nácu­lo, la nueva crea­ción es el cie­lo en la tie­rra. He-­

mos visto cómo el co­lor azul del ta­ber­nácu­lo y el que­ru­bín bor­da­do fue­ron

di­se­ña­dos para que el pue­blo sin­tie­ra que ha­bía en­tra­do al mismo cie­lo.

Pero la nueva crea­ción real­men­te es el cie­lo en la tie­rra. En su vi­sión, Juan

ve la ciu­dad san­ta “que ba­ja­ba del cie­lo, pro­ce­den­te de Dios” (Ap 21:2, 10).

No so­mos arre­ba­ta­dos ha­cia el cie­lo. El cie­lo baja a no­so­tros para que el

cie­lo y la tie­rra sean uni­dos.


Así que aquí tie­nes tres for­mas de pen­sar en cuan­to al fu­tu­ro:
1.
Cie­lo sin tie­rra.
Los cris­tia­nos que creen que el cie­lo rem­pla­za la tie­rra
tien­den a tra­tar esta tie­rra con poca con­si­de­ra­ción. Ellos creen que la tie-­
rra será des­he­cha al fi­nal de la his­to­ria y la tra­tan con­for­me a esa idea o la
con­si­de­ran mala en sí misma.

2.
Tie­rra sin cie­lo.
Mu­chas per­so­nas a nues­tro al­re­de­dor no creen en el cie-­
lo ni en la vida des­pués de la muer­te. Ellos sim­ple­men­te viven para los
pla­ce­res del pre­sen­te (1 Co 15:32). Y como cris­tia­nos, es de­ma­sia­do fá­cil
en­fo­car­nos en el pre­sen­te y no en la eter­ni­dad que nos es­pe­ra.

3.
El cie­lo en la tie­rra.
Este es el fu­tu­ro ha­cia el cual nos apun­ta el ta­ber-­
nácu­lo. Esta vi­sión nos li­be­ra para re­ci­bir este mun­do como un re­ga­lo de
Dios aun cuan­do nos la­men­ta­mos por su que­bran­ta­mien­to, y a mi­rar ha­cia
su trans­for­ma­ción fu­tu­ra. Estas ac­ti­tu­des se tra­du­cen en ac­cio­nes prác­ti-­
cas. Re­ci­bir este mun­do como un re­ga­lo se tra­du­ce en una ce­le­bra­ción de
crea­ti­vi­dad. Un la­men­to por su que­bran­ta­mien­to se tra­du­ce en una preo-­
cu­pa­ción por los po­bres y por el cui­da­do de la crea­ción. Y an­he­lar el cie­lo
en la tie­rra se tra­du­ce en la pro­cla­ma­ción del evan­ge­lio.

1.
¿Cómo pue­des ase­gu­rar­te de re­pa­sar cada día la his­to­ria de la sal­va-­
ción de Dios?
2.
¿Cómo se ven afec­ta­das las con­vic­cio­nes de una per­so­na en cuan­to
al éxito, el fra­ca­so y la fra­gi­li­dad si él o ella cree en un cie­lo sin tie-­

rra o en una tie­rra sin cie­lo?

3.
¿Cómo te emo­cio­na la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo res­pec­to a la
nueva crea­ción a la que se di­ri­ge el pue­blo de Dios?
Gloria
El ta­ber­nácu­lo es un des­te­llo de la nueva crea­ción por­que se cons­tru­yó se-­

gún el pa­trón de la nueva crea­ción. Y aún hay más. En Éxo­do 40, el tra­ba­jo

ha sido ter­mi­na­do e ins­pec­cio­na­do. Así que Dios le dice a Moi­sés que pre-­

pa­re todo y unja todo (40:1-11


), y des­pués que lave y unja a los sa­cer­do­tes

(vv 12-15
). De la misma for­ma en que en los ca­pí­tu­los 36 − 39 se re­pi­ten

las ins­truc­cio­nes de los ca­pí­tu­los 25 − 30 para en­fa­ti­zar la obe­dien­cia del

pue­blo, en el ca­pí­tu­lo 40 ve­mos que los ver­sícu­los 17-33


son un eco de los

ver­sícu­los 1-15
. El men­sa­je es cla­ro: Moi­sés hizo todo “tal y como el SE-­

ÑOR se lo man­dó” (vv 16, 19, 23, 25, 27, 29, 32


). Sie­te ve­ces se nos dice

que tra­ba­jó “tal y como el Se­ñor se lo man­dó”, y des­pués se nos dice que su

tra­ba­jo fue ter­mi­na­do (v 33


—otro eco de la Crea­ción). Y des­pués…

… la nube cu­brió la Tien­da de reu­nión, y la glo­ria del Se­ñor lle­nó el san-­

tua­rio. Moi­sés no po­día en­trar en la Tien­da de reu­nión por­que la nube se

ha­bía po­sa­do en ella y la glo­ria del Se­ñor lle­na­ba el san­tua­rio (vv 34-35
).
Se nos dice dos ve­ces que “la glo­ria del Se­ñor lle­nó el san­tua­rio” —tan­to

así que Moi­sés tuvo que salir. Ade­más, des­pués de que la glo­ria de Dios

des­cen­dió para que el tra­ba­jo del ta­ber­nácu­lo pu­die­ra co­men­zar, per­ma­ne-­

ció allí (al me­nos has­ta Eze­quiel 10, si­glos más tar­de). La pre­sen­cia de Dios

con­ti­nuó con Su pue­blo a don­de quie­ra que ellos iban, sim­bo­li­za­da por las

co­lum­nas de nube y fue­go (40:36-38


). Algo muy si­mi­lar su­ce­dió en 1

Reyes 8:10-13 des­pués de que el pue­blo se ha­bía es­ta­ble­ci­do en la tie­rra,

cuan­do el ta­ber­nácu­lo fue rem­pla­za­do por un tem­plo per­ma­nen­te.

Por su­pues­to, un ta­ber­nácu­lo y un tem­plo lleno de Su glo­ria pero sin per-­

so­nas no es el es­ce­na­rio que Dios está bus­can­do. La bue­na no­ti­cia es que

Éxo­do no es el fi­nal de la his­to­ria. En efec­to, nues­tras Bi­blias crean una

con­clu­sión ar­ti­fi­cial, ya que al ter­mi­nar de leer el li­bro de Éxo­do so­le­mos

leer el si­guien­te li­bro, Le­ví­ti­co, como si no es­tu­vie­ra co­nec­ta­do con lo que

aca­ba­mos de leer. Pero, de he­cho, las pri­me­ras pa­la­bras de Le­ví­ti­co son una

in­vi­ta­ción a acer­car­se a Dios por me­dio del sa­cri­fi­cio (Lv 1:1-2). El sa­cri­fi-­

cio nos per­mi­te ex­pe­ri­men­tar la glo­ria de Dios.

Esta glo­ria es el clí­max de la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo; y es el clí­max

de la his­to­ria del éxo­do. Dios ha res­ca­ta­do a Su pue­blo de la es­cla­vi­tud y la

muer­te para que ellos pue­dan dis­fru­tar Su pre­sen­cia y ver Su glo­ria. Todo lo

que ha su­ce­di­do has­ta aho­ra nos ha lle­va­do has­ta este mo­men­to. De to­das
las ben­di­cio­nes que Dios da (y hay mu­chas), esta es la ma­yor: Dios mismo,

con toda Su glo­ria. Y esta es la pro­me­sa dada a no­so­tros en el evan­ge­lio del

ta­ber­nácu­lo: un día, en una nueva crea­ción, dis­fru­ta­re­mos eter­na­men­te de

Dios en toda Su glo­ria.

El ta­ber­nácu­lo era una de­gus­ta­ción de la glo­ria de Dios. La nueva crea-­

ción será su cum­pli­mien­to eterno. Al fi­nal, lo que re­ci­bi­mos de Dios es a

Dios mismo. Pero en el ca­mino exis­ten dos gran­des an­ti­ci­pa­cio­nes de la ha-­

bi­ta­ción de Dios en me­dio de Su pue­blo y la de­mos­tra­ción de Su glo­ria.

Primera anticipación: Jesús


Ya he­mos men­cio­na­do Juan 1:14: “Y el Ver­bo se hizo hom­bre y ha­bi­tó en-­

tre no­so­tros”. He­mos visto que “ha­bi­tó en­tre no­so­tros” es li­te­ral­men­te

“puso Su tien­da” o “ta­ber­na­cu­ló”. Je­sús es el ta­ber­nácu­lo ver­da­de­ro —el lu-­

gar don­de Dios se en­cuen­tra con la hu­ma­ni­dad. En Ma­teo 12:6, Je­sús dice:

“Pues Yo les digo que aquí está uno más gran­de que el tem­plo” (ver tam-­

bién Jn 2:19-21).

Pero Juan 1:14 con­ti­núa di­cien­do: “Y el Ver­bo se hizo hom­bre y ha­bi­tó

en­tre no­so­tros. Y he­mos con­tem­pla­do Su glo­ria, la glo­ria que co­rres­pon­de

al Hijo uni­gé­ni­to del Pa­dre, lleno de gra­cia y de ver­dad”. ¡Esa es una afir-­

ma­ción ex­tra­or­di­na­ria! Des­pués de todo, na­die te­nía que huir cuan­do lle­ga-­
ba Je­sús. En un sen­ti­do, Su glo­ria es­ta­ba es­con­di­da. Pero ve­mos las per­fec-­

cio­nes de Dios en la per­so­na de Je­sús. Lo ve­mos en Su “gra­cia y ver­dad”.

Lo ve­mos al Él re­ve­lar la glo­ria de Dios en Su amor, san­ti­dad, be­lle­za, jus­ti-­

cia y de­más atri­bu­tos. Je­sús es la an­ti­ci­pa­ción más cla­ra de la nueva crea-­

ción. Es solo en Él y a tra­vés de Él que Dios mora en­tre no­so­tros.

Sin em­bar­go, no he­mos visto ple­na­men­te toda la glo­ria de Su es­plen­dor

—con una ex­cep­ción sig­ni­fi­ca­ti­va. Hubo un mo­men­to cuan­do toda Su glo-­

ria fue re­ve­la­da. En una oca­sión, Je­sús llevó a Pe­dro, San­tia­go y Juan a la

mon­ta­ña a orar, y: “Mien­tras ora­ba, Su ros­tro se trans­for­mó, y Su ropa se

tor­nó blan­ca y ra­dian­te. Y apa­re­cie­ron dos per­so­na­jes — Moi­sés y Elías—

que con­ver­sa­ban con Je­sús” (Lc 9:29-30). Es sor­pren­den­te que uno de los

hom­bres es Moi­sés; y Lu­cas nos dice que ha­bla­ron so­bre la “par­ti­da” in­mi-­

nen­te de Je­sús— que es li­te­ral­men­te su “éxo­do” (v 31). Pe­dro su­gie­re cons-­

truir tres “al­ber­gues” para Je­sús, Moi­sés y Elías (v 33). Li­te­ral­men­te, tres

“ta­ber­nácu­los”. Pero Pe­dro no com­pren­día lo que es­ta­ba su­ce­dien­do. No

tie­ne sen­ti­do cons­truir un ta­ber­nácu­lo, por­que Je­sús, el ver­da­de­ro ta­ber-­

nácu­lo, es­ta­ba con ellos.

“Es­ta­ba ha­blan­do to­da­vía cuan­do apa­re­ció una nube que los en­vol­vió, de

modo que se asus­ta­ron” (v 34). Una nube en un mon­te. Esto es un eco del

mon­te Si­naí. Este era el mo­men­to re­pre­sen­ta­do por el al­tar del in­cien­so.
Este es el clí­max de la his­to­ria del éxo­do, cuan­do des­cien­de la nube de la

glo­ria de Dios so­bre el ta­ber­nácu­lo. Y, justo como lo hizo en el Si­naí, Dios

ha­bla desde la nube: “Éste es Mi Hijo, Mi es­co­gi­do; es­cú­chen­lo” (v 35). El

men­sa­je desde la nube es: Je­sús


.

Y esta es la glo­ria que Je­sús an­he­la com­par­tir con no­so­tros. Je­sús oró:

“Pa­dre, quie­ro que los que me has dado estén con­mi­go don­de Yo estoy. Que

vean Mi glo­ria, la glo­ria que me has dado por­que me amas­te desde an­tes de

la crea­ción del mun­do” (Jn 17:24). Je­sús an­he­la que estés con Él y veas Su

glo­ria. Si eso no cam­bia tu pers­pec­ti­va de la vida, nada lo hará.

No sé qué te trae­rá el fu­tu­ro. Pu­die­ra ha­ber triun­fos. Pu­die­ra ha­ber pro-­

ble­mas. Pu­die­ra ha­ber al­tas y ba­jas, y se­gu­ro que una gran par­te será bas-­

tan­te or­di­na­ria. Pero Je­sús an­he­la que estés con Él y veas Su glo­ria.

Segunda anticipación: la iglesia


Efe­sios 2:21-22 dice: “En Él [Cris­to] todo el edi­fi­cio, bien ar­ma­do, se va le-­

van­tan­do para lle­gar a ser un tem­plo san­to en el SE­ÑOR. En Él tam­bién us-­

te­des son edi­fi­ca­dos jun­ta­men­te para ser mo­ra­da de Dios por Su Es­pí­ri­tu”

(ver tam­bién 1Co 3:16-17). Pa­blo está ha­blan­do so­bre la igle­sia, don­de ju-­

díos y gen­ti­les están uni­dos en Cris­to. Y él dice que el lu­gar don­de las per-­

so­nas pue­den en­con­trar­se con Dios ya no es el ta­ber­nácu­lo, ni el tem­plo que


lo rem­pla­zó. Aho­ra tu igle­sia
es el lu­gar don­de las per­so­nas se en­cuen­tran

con Dios cuan­do se pro­cla­ma y se vive el evan­ge­lio. La gen­te ne­ce­si­ta ac-­

tua­li­zar su li­bre­ta de di­rec­cio­nes. La di­rec­ción de Dios ya no es “El ta­ber-­

nácu­lo, Si­naí, Egip­to” ni “El tem­plo, Je­ru­sa­lén, Is­rael”. Aho­ra la di­rec­ción

de Dios es “Tu igle­sia, Tu ciu­dad”.

Si an­tes el ta­ber­nácu­lo era el mo­de­lo del ar­qui­tec­to, y aho­ra no­so­tros so-

mos el ta­ber­nácu­lo, en­ton­ces eso quie­re de­cir que so­mos el mo­de­lo de la

nueva crea­ción:


Como el arca, so­mos el lu­gar don­de Dios rei­na.

Como la mesa, so­mos el lu­gar don­de Dios come con Su pue­blo en la co-­
mu­nión.


Como el can­de­le­ro, so­mos el lu­gar don­de bri­lla la luz del evan­ge­lio.

Como el can­de­le­ro, so­mos el lu­gar don­de las per­so­nas pue­den en­con­trar
vida en Cris­to.


Como la ley, so­mos el lu­gar don­de la crea­ción está sien­do reor­de­na­da.

Como el sa­cer­do­te, po­de­mos en­trar a la san­ta pre­sen­cia de Dios.

Los no cre­yen­tes ven­drán a nues­tras reu­nio­nes y di­rán: “¡Real­men­te Dios

está en­tre us­te­des!” (1Co 14:25).

Pa­blo va más allá en 1 Co­rin­tios 6:19-20, por­que él dice que cada cris-­

tiano es tem­plo del Es­pí­ri­tu San­to:


¿Aca­so no sa­ben que su cuer­po es tem­plo del Es­pí­ri­tu San­to, quien está

en us­te­des y al que han re­ci­bi­do de par­te de Dios? Us­te­des no son sus

pro­pios due­ños; fue­ron com­pra­dos por un pre­cio. Por tan­to, hon­ren con

su cuer­po a Dios.

Pa­blo nos in­vi­ta a pen­sar so­bre qué con­si­de­ra­ría­mos un com­por­ta­mien­to

apro­pia­do e ina­pro­pia­do en el tem­plo. Pu­die­ras pen­sar en una ca­te­dral. In-­

de­pen­dien­te­men­te de lo que pien­ses so­bre las ca­te­dra­les, estas tien­den a ha-­

cer que las per­so­nas se com­por­ten con cier­ta re­ve­ren­cia. El prin­ci­pio pa­re­ce

ser: Si no lo ha­rías en el tem­plo, en­ton­ces no de­be­rías ha­cer­lo en lo ab­so­lu-­

to —por­que aho­ra tú eres el tem­plo.

El ta­ber­nácu­lo, al igual que el día de re­po­so, tie­ne un pro­pó­si­to re­ve­la­dor

o mi­sio­nal. Al ex­pli­car la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo, Dios dice: “Ha­bi­ta-­

ré en­tre los is­rae­li­tas, y seré su Dios. Así sa­brán que Yo soy el SE­ÑOR su

Dios, que los sacó de Egip­to para ha­bi­tar en­tre ellos. Yo soy el SE­ÑOR su

Dios” (Éx 29:45-46). Dios res­ca­tó a Su pue­blo “para” Él po­der mo­rar en­tre

ellos. Pero la re­pe­ti­ción de “Yo soy el SE­ÑOR” tam­bién su­gie­re que esto a

su vez será un acto de re­ve­la­ción; que hay una in­ten­ción mi­sio­nal. Is­rael de-­

be­rá am­pliar los lí­mi­tes del ta­ber­nácu­lo (así como Adán de­bía ha­cer­lo en el

Edén) para que la glo­ria del SE­ÑOR lle­ne la tie­rra y las na­cio­nes lle­guen a
co­no­cer a Dios. La ta­rea de la igle­sia es la misma —ex­ten­der sus lí­mi­tes a

tra­vés de la pro­cla­ma­ción del evan­ge­lio.

El pueblo de la gloria de Dios


¿Quié­nes son las per­so­nas en me­dio de las cua­les Dios está pre­sen­te y a

quie­nes Dios re­ve­la Su glo­ria? En Éxo­do 40, eran las per­so­nas que aca­ba-­

ban de fa­bri­car un ído­lo. Eran las per­so­nas que aca­ba­ban de es­co­ger a un

be­ce­rro in­ani­ma­do por en­ci­ma del Dios vi­vien­te. Eran pe­ca­do­res que se in-­

cli­na­ban ante el pe­ca­do —eran per­so­nas como tú y como yo. El he­cho de

que Dios se haya re­ve­la­do a Moi­sés pu­die­ra pa­re­cer­te ge­nial, ¿pero qué hay

de aque­llos de no­so­tros que no po­de­mos ser como Moi­sés? La glo­rio­sa bue-­

na no­ti­cia de la his­to­ria del éxo­do es que Dios está pre­sen­te en me­dio de pe-­

ca­do­res como tú y como yo.

Los ca­pí­tu­los 25 − 31 des­cri­ben la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo como un

acto sép­tu­ple de re-crea­ción, el cual cul­mi­na en el día de re­po­so. Dios le

dice a Moi­sés que le re­cuer­de al pue­blo que debe guar­dar el día de re­po­so

(31:13
). Lue­go la na­rra­ti­va es in­te­rrum­pi­da brus­ca­men­te por la his­to­ria del

be­ce­rro de oro en los ca­pí­tu­los 32 − 34. Pero Éxo­do 35 co­mien­za don­de ter-­

mi­na Éxo­do 31 —con un re­cor­da­to­rio de las leyes del día de re­po­so (35:1-3

). En efec­to, si lees 31:18


se­gui­do por 35:1
, pro­ba­ble­men­te no te des cuen-­
ta de la in­te­rrup­ción. Des­pués del pe­ca­do del be­ce­rro de oro y la me­dia­ción

de Moi­sés, vol­ve­mos al lu­gar don­de nos que­da­mos.

Y lo que si­gue es una ofren­da vo­ti­va. Los ma­te­ria­les (vv 4-9


) y las ha­bi-­

li­da­des (vv 10-19


) re­que­ri­dos para la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo son da-­

dos vo­lun­ta­ria­men­te por el pue­blo como una ofren­da a Dios (vv 20-29
). Es

pro­ba­ble que mu­chos de estos ma­te­ria­les fue­ran par­te del bo­tín que el pue-­

blo tomó de Egip­to (12:35-36). Ya que el bo­tín de una ba­ta­lla per­te­ne­cía al

ven­ce­dor, en cier­to sen­ti­do, este bo­tín per­te­ne­cía a Dios. Pero la vo­lun­tad

del pue­blo es en­fa­ti­za­da en la na­rra­ti­va (35:5, 21-22, 26


; ade­más, “há­bi­les”

en vv 10, 25
quie­re de­cir “sa­bios de co­ra­zón”). En efec­to, a las per­so­nas se

les tuvo que de­cir que de­ja­ran de dar por­que ya ha­bían dado “más que su­fi-­

cien­te” (36:4-7
). El li­bro de Éxo­do co­mien­za con los is­rae­li­tas sir­vien­do

como es­cla­vos, cons­tru­yen­do los pro­yec­tos de Fa­raón. Éxo­do ter­mi­na con

los ca­pí­tu­los 35 − 40, don­de ellos ya están tra­ba­jan­do en otro pro­yec­to de

cons­truc­ción: la cons­truc­ción del ta­ber­nácu­lo de Dios. Como he­mos visto,

la pa­la­bra para “ser­vir” y “ren­dir cul­to” es la misma. Ellos se­guían sien­do

sier­vos, pero el ser­vi­cio a Dios trae li­ber­tad, gozo y ge­ne­ro­si­dad.

Así es con no­so­tros. So­lía­mos gas­tar nues­tro di­ne­ro con fi­nes ego­ís­tas.

Éra­mos es­cla­vos de nues­tros de­seos ego­ís­tas. Tra­ba­já­ba­mos para nues­tros

ído­los ti­ra­nos. Pero Dios nos ha li­be­ra­do. Se­gui­mos sien­do es­cla­vos —pero
aho­ra so­mos es­cla­vos de la jus­ti­cia (Ro 6:18). Y un sím­bo­lo de eso es la ge-­

ne­ro­si­dad de nues­tra dá­di­va.

Entre nosotros
¿Cómo pue­de Dios vivir en­tre per­so­nas pe­ca­do­ras? Es de­bi­do a que este es

el nom­bre de Dios: “El SE­ÑOR, el SE­ÑOR, Dios cle­men­te y com­pa­si­vo,

len­to para la ira y gran­de en amor y fi­de­li­dad, que man­tie­ne Su amor has­ta

mil ge­ne­ra­cio­nes des­pués, y que per­do­na la ini­qui­dad, la re­be­lión y el pe­ca-­

do” (Éx 34:6-7). Este es el nom­bre que Él re­ve­ló a Moi­sés des­pués del epi-­

so­dio del be­ce­rro de oro.

Pero no es solo en­tre Su pue­blo que Dios vie­ne en glo­ria. El ta­ber­nácu­lo,

como he­mos visto, es una re-crea­ción sim­bó­li­ca del Edén y un mo­de­lo de la

nueva crea­ción. Es este “es­pa­cio” que está lleno de la glo­ria de Dios. Esa

lle­nu­ra de la glo­ria de Dios en el ta­ber­nácu­lo es una an­ti­ci­pa­ción y una pro-­

me­sa del día en que “así como las aguas cu­bren los ma­res, así tam­bién se

lle­na­rá la tie­rra del co­no­ci­mien­to de la glo­ria del SE­ÑOR” (Hab 2:14). Será

un día en el que ve­re­mos a Je­sús cara a cara. Ve­re­mos com­ple­ta­men­te lo

que Moi­sés solo vio como un des­te­llo. Con­tem­pla­re­mos al Cor­de­ro que fue

in­mo­la­do y cla­ma­re­mos: “¡Dig­no es Él!” (Ap 5:9).


Pero aho­ra vi­vi­mos en un mun­do al cual Dios ha en­tra­do en for­ma hu­ma-­

na. Vi­vi­mos en un mun­do en don­de Dios ca­mi­nó, co­mió y ha­bló —un mun-­

do en don­de Je­sús vivió, mu­rió y re­su­ci­tó. Y vi­vi­mos en un mun­do en don-­

de Je­sús si­gue es­tan­do pre­sen­te en­tre no­so­tros, a tra­vés de Su Es­pí­ri­tu.

Así que ter­mi­na­mos el li­bro de Éxo­do con esta ex­pec­ta­ti­va: el Dios vivo

está en­tre no­so­tros y se­gui­rá obran­do en­tre no­so­tros. El Dios que se apa­re-­

ció a Moi­sés, que en­vió las pla­gas, que res­ca­tó a Su pue­blo, que abrió las

aguas, que pro­ve­yó en el de­sier­to, que dio Su ley, que di­se­ñó el ta­ber­nácu­lo,

que pasó cer­ca de Moi­sés… ese Dios está en­tre no­so­tros, y se­gui­rá obran­do

en­tre no­so­tros. Es­pe­ra que Dios te ha­ble a tra­vés de Su pa­la­bra. Es­pe­ra que

Dios te con­sue­le a tra­vés de Su pue­blo. Es­pe­ra que Dios obre al tú pro­cla-­

mar el nom­bre de Cris­to. Es­pe­ra que Dios cam­bie vi­das a tra­vés del evan­ge-­

lio. Y jun­tos, ve­re­mos la glo­ria de Dios en el ros­tro de Cris­to.

1.
“Al fi­nal, lo que re­ci­bi­mos de Dios es a Dios mismo”. ¿Cómo el ver
en el li­bro de Éxo­do quién Dios es y lo que hace pro­vo­ca que esta

de­cla­ra­ción sea in­fi­ni­ta y eter­na­men­te emo­cio­nan­te para ti?


2.
¿Cómo pue­des po­ner de tu par­te para ase­gu­rar­te de que tu igle­sia
lo­cal sea un lu­gar ade­cua­do para que Dios la use como Su di­rec­ción

fí­si­ca en la tie­rra?

3.
Tras ha­ber dis­fru­ta­do Éxo­do,
   
   
   
   
 •
             ¿qué ha cam­bia­do en tu pers­pec­ti­va so­bre Dios?
   
   
   
   
 •
             ¿qué ha cam­bia­do en tu pers­pec
   
   
   
   
 •
            ¿qué ha cam­bia­do en tu pers­pec­ti­va so­bre tus pro­pó­si­tos en la
vida?
 

Adop­ció
n:
la ver­dad de que los cris­tia­nos han sido adop­ta­dos como hi­jos y

he­re­de­ros de Dios (ver Ro 8:14-17).

Anar­quía:
don­de no hay go­bierno ni au­to­ri­dad, y ter­mi­na rei­nan­do el caos.

As­pec­tos mo­ra­les, cí­vi­cos y ce­re­mo­nia­les:


Al­gu­nos teó­lo­gos han di­vi­di­do

la ley de Moi­sés en tres ca­te­go­rías: leyes mo­ra­les que de­fi­nen lo que es co-­

rrec­to e in­co­rrec­to, apli­ca­bles a cual­quier cul­tu­ra (por ejem­plo, “No ma­ta-­

rás”); leyes ce­re­mo­nia­les que des­cri­ben cómo los is­rae­li­tas de­bían ado­rar a

Dios, es­pe­cial­men­te en el ta­ber­nácu­lo; y leyes cí­vi­cas que des­cri­bían cómo

Is­rael de­bía go­ber­nar­se como na­ción.

Au­to­no­mía
:
la ha­bi­li­dad de to­mar nues­tras pro­pias de­ci­sio­nes sin ser di­ri-­

gi­dos por na­die más o por nada más .


Blas­fe­mia:
cuan­do se le fal­ta el res­pe­to a Dios o se hace bur­la de Él por

me­dio de pa­la­bras o con­duc­tas.

Caí­da:
el mo­men­to en que Adán y Eva des­obe­de­cie­ron a Dios y co­mie­ron

del ár­bol del co­no­ci­mien­to del bien y del mal (ver Gn 2:15-17; 3).

Caín y Abel:
los pri­me­ros dos hi­jos de Adán y Eva. Cuan­do Dios acep­tó la

ofren­da de Abel pero no la de Caín, Caín mató a su her­mano (ver Gn 4:1-

16).

Cal­va­rio:
el lu­gar cer­ca de Je­ru­sa­lén don­de Je­sús fue cru­ci­fi­ca­do.

Ca­naán:
un área de la co­sta orien­tal del Me­di­te­rrá­neo, al nor­te de Egip­to y

al sur de Si­ria (en la ac­tua­li­dad). Cuan­do se re­fie­re a la tie­rra que Dios le

pro­me­tió a Su pue­blo del an­ti­guo Tes­ta­men­to (ver Gn 12:6-9), sue­le ser co-­

no­ci­da como la “tie­rra pro­me­ti­da”.

Ca­te­cis­mo de Hei­del­berg:
el ca­te­cis­mo ex­pli­ca lo que creen los cris­tia­nos

en un for­ma­to de pre­gun­tas y res­pues­tas. El Ca­te­cis­mo de Hei­del­berg fue

es­cri­to en Ale­ma­nia en 1563.

Chivo ex­pia­to­rio:
ani­mal al que sim­bó­li­ca­men­te se le trans­fe­rían los pe­ca-­

dos de las per­so­nas an­tes de ser li­be­ra­do en el de­sier­to, “lle­ván­do­se” el pe-­

ca­do.

Cir­cun­ci­sión:
Dios les dijo a los hom­bres de Su pue­blo en el An­ti­guo Tes-­

ta­men­to que se cir­cun­ci­da­ran como una for­ma de de­mos­trar fí­si­ca­men­te que


ellos le co­no­cían, que con­fia­ban en Él y que per­te­ne­cían al pue­blo de Dios

(ver Gn 17).

Con­ver­sión:
el mo­men­to en que al­guien re­co­no­ce por pri­me­ra vez a Je­sús

como el Hijo de Dios y como su Se­ñor, y se vuel­ve a Él como su Sal­va­dor.

Deís­mo:
la creen­cia en un Dios crea­dor que hizo el mun­do, pero que no in-­

ter­vie­ne ni in­ter­ac­túa con Su crea­ción.

Eco­no­mía agra­ria:
una so­cie­dad en don­de la ma­yo­ría de los bie­nes per­so-­

na­les están ba­sa­dos en la co­se­cha.

Elías, Eli­seo:
dos pro­fe­tas del An­ti­guo Tes­ta­men­to que anun­cia­ron el jui­cio

de Dios por la ido­la­tría de Su pue­blo.

En­car­na­do:
la en­car­na­ción es la ve­ni­da del di­vino Hijo de Dios como un

hu­mano, en la per­so­na de Je­su­cris­to.

Ester
:
una mu­jer ju­día que se casó con Asue­ro, el rey per­sa, du­ran­te el

tiem­po en que la ma­yo­ría de los ju­díos vi­vían en el exi­lio, bajo su po­der.

Uno de los prin­ci­pa­les ad­mi­nis­tra­do­res del rey, Amán, in­ten­tó or­ga­ni­zar una

ma­sa­cre en con­tra de los ju­díos, pero Ester la im­pi­dió.

Éti­co:
una ac­ción que es co­rrec­ta de acuer­do a un con­jun­to de prin­ci­pios

mo­ra­les.

Eu­fe­mis­mo:
una for­ma in­di­rec­ta de de­cir algo más.

Exé­ge­sis:
in­ter­pre­tar y ex­pli­car la Bi­blia.
Ex­piar:
pro­veer una ma­ne­ra de vol­ver a te­ner una re­la­ción de amis­tad con

al­guien.

Fies­ta de la luna nueva:


ofren­da que­ma­da que se ofre­cía men­sual­men­te.

Fun­cio­nal:
ver­da­de­ro; real.

Ge­né­ri­co:
ge­ne­ral; no es­pe­cí­fi­co.

Gen­ti­les:
se re­fie­re a to­dos aque­llos que no son ju­díos o a cual­quie­ra que

no sea miem­bro del pue­blo de Dios (por tan­to, en el Nuevo Tes­ta­men­to, al-­

gu­nas ve­ces se re­fie­re a todo el que no sea cris­tiano).

Gra­cia:
ge­ne­ro­si­dad in­me­re­ci­da y abun­dan­te.

Hi­so­po:
un tipo de ar­bus­to sil­ves­tre.

In­cré­du­los:
una pa­la­bra uti­li­za­da en la Bi­blia para re­fe­rir­se a los que no

son cris­tia­nos.

Isaac:
uno de los pa­triar­cas
.

Ja­cob:
uno de los pa­triar­cas
.

Le­vi­tas:
una de las doce tri­bus de Is­rael; los des­cen­dien­tes de Leví, hijo de

Ja­cob. Los le­vi­tas ser­vían como sa­cer­do­tes en Is­rael.

Ma­dián:
un área al no­roes­te de la pe­nín­su­la ará­bi­ga, al este de Egip­to.

Man­da­to:
or­den o man­da­mien­to.

Már­tir:
al­guien que mue­re por su fe.
Me­tá­fo­ras:
imá­ge­nes que son uti­li­za­das para ex­pli­car algo, pero que no de-­

ben ser to­ma­das li­te­ral­men­te (por ejem­plo, “La no­ti­cia le cayó como un bal-­

de de agua fría”).

Mis­ti­cis­mo:
tra­tar de co­mu­ni­car­se con Dios y de ex­pe­ri­men­tar­lo a tra­vés de

prác­ti­cas como la me­di­ta­ción.

Mon­te Sion:
la mon­ta­ña a cuyo lado fue cons­trui­da Je­ru­sa­lén; tam­bién se

re­fie­re a la “nueva Je­ru­sa­lén” —el ho­gar eterno de los cris­tia­nos.

Ne­po­tis­mo:
cuan­do aque­llos en el po­der mues­tran favor es­pe­cial a sus ami-­

gos o fa­mi­lia­res.

No­dri­za:
una per­so­na em­plea­da para ama­man­tar al hijo de otra mu­jer.

Ob­je­ti­vo:
una ver­dad ba­sa­da en he­chos, no en sen­ti­mien­tos (por ejem­plo,

“Estoy ca­sa­do con esta mu­jer”).

Opre­sión:
cuan­do se so­me­te a una per­so­na, a una na­ción, a un pue­blo, etc.,

hu­mi­llán­do­los o ti­ra­ni­zán­do­los.

Pac­to:
un acuer­do en­tre dos par­tes.

Pa­pal:
en re­la­ción al Papa, el lí­der de la Igle­sia ca­tó­li­co ro­ma­na.

Pa­ra­dig­ma:
un mo­de­lo o pa­trón.

Pa­triar­cas:
los “pri­me­ros pa­dres” de Is­rael a quie­nes Dios dio Sus pro­me-­

sas —Abraham, Isaac y Ja­cob.


Pen­te­cos­tés:
fies­ta ju­día que ce­le­bra­ba el que Dios les haya dado Su ley en

el mon­te Si­naí (Éx 19 − 31). En el día de esta fies­ta, cin­cuen­ta días des­pués

de la re­su­rrec­ción de Je­sús, el Es­pí­ri­tu San­to vino a los pri­me­ros cris­tia­nos

(Hch 2), así que los cris­tia­nos sue­len re­fe­rir­se a este even­to como “Pen­te-­

cos­tés”.

Pe­re­gri­nos:
per­so­nas en un lar­go via­je.

Post­mo­der­nis­ta:
la for­ma de pen­sar que es tí­pi­ca de las so­cie­da­des oc­ci-­

den­ta­les en la ac­tua­li­dad; un es­cep­ti­cis­mo ge­ne­ra­li­za­do, par­ti­cu­lar­men­te en

cuan­to al po­der y la au­to­ri­dad, y a la creen­cia de que no hay ver­da­des ab­so-­

lu­tas, solo re­la­ti­vas, así que cada in­di­vi­duo tie­ne el de­re­cho a de­ci­dir lo que

es ver­dad para ellos.

Pro­nom­bre:
pa­la­bras como yo, tú, él, ella
, etc.

Pro­to­ti­po:
mo­de­lo.

Pro­vi­den­cia:
el cui­da­do y po­der pro­tec­tor de Dios, quien di­ri­ge to­das las

co­sas para el bien de Su pue­blo.

Pu­ri­tano:
un miem­bro del mo­vi­mien­to de los si­glos XVI y XVII en Gran

Bre­ta­ña que es­ta­ba com­pro­me­ti­do con la Bi­blia como la Pa­la­bra de Dios,

con ser­vi­cios de ado­ra­ción más sen­ci­llos y con una ma­yor de­vo­ción al se-­

guir a Cris­to, opo­nién­do­se cada vez más a la es­truc­tu­ra je­rár­qui­ca de la igle-­

sia. Mu­chos emi­gra­ron a lo que se con­ver­ti­ría en los Es­ta­dos Uni­dos y fue-­


ron una fuer­te in­fluen­cia en las igle­sias de la ma­yo­ría de las pri­me­ras co­lo-­

nias.

Que­ru­bín:
un tipo de án­gel —los men­sa­je­ros y gue­rre­ros de Dios.

Re­den­ción
:
el acto de li­be­rar a al­guien; com­prar a al­guien por un pre­cio.

Re­for­ma­dor:
una de las pri­me­ras dos ge­ne­ra­cio­nes de per­so­nas del si­glo

XV y de prin­ci­pios del si­glo XVI que, como “pro­tes­tan­tes”, pre­di­ca­ron el

evan­ge­lio de jus­ti­fi­ca­ción por la fe y se opu­sie­ron al Papa y a la Igle­sia ca-­

tó­li­co ro­ma­na.

Re­na­ci­mien­to:
la idea de que de­be­mos “na­cer de nuevo” a una nueva vida,

en un sen­ti­do es­pi­ri­tual (ver Jn 3).

Re­ve­la­ción di­vi­na:
cuan­do Dios se co­mu­ni­ca di­rec­ta­men­te con al­guien.

San­ti­fi­ca­do:
puro.

Si­mien­te:
des­cen­dien­te o vás­ta­go.

Sin­cre­tis­mo:
in­cor­po­rar as­pec­tos de di­fe­ren­tes re­li­gio­nes a tus creen­cias;

bus­can­do com­bi­nar las re­li­gio­nes en un solo sis­te­ma de creen­cias.

So­be­rano:
de la rea­le­za; to­do­po­de­ro­so.

Sub­je­ti­vo:
algo que está ba­sa­do en sen­ti­mien­tos u opi­nio­nes (por ejem­plo,

“Ella es la más her­mo­sa del mun­do”).

Su­fis­mo:
una rama del Islam que en­fa­ti­za el co­mu­ni­car­se con Dios a tra­vés

de una ex­pe­rien­cia mís­ti­ca.


Su­je­to (de este ver­bo):
un ver­bo es una pa­la­bra que de­no­ta una ac­ción. El

su­je­to del ver­bo es la per­so­na o la cosa que rea­li­za la ac­ción.

Ta­ber­nácu­lo:
una gran tien­da en don­de los is­rae­li­tas ado­ra­ban a Dios, y

don­de Su pre­sen­cia ha­bi­ta­ba sim­bó­li­ca­men­te (ver Éx 26; 40).

Teo­fa­nía:
cuan­do Dios se hace vi­si­ble a un hu­mano (o a hu­ma­nos).

Teo­ló­gi­co / Teó­lo­go:
la teo­lo­gía es el es­tu­dio de lo que es ver­dad so­bre

Dios. Un teó­lo­go es quien rea­li­za estos es­tu­dios.


 
Comentarios sobre el libro de Éxodo

Juan Cal­vino, Com­men­ta­ries
[Co­men­ta­rios
] (ver­sión di­gi­tal dis­po­ni­ble
en www.ccel.org).


Pe­ter Enns, Exo­dus
[Éxo­do
] en la se­rie NIV Ap­pli­ca­tion Com­men­tary
(Zon­der­van, 2000).


T.E. Fret­heim, Exo­dus
[Éxo­do
] en la se­rie In­ter­pre­ta­tion Com­men­tary
(West­mins­ter John Knox Press, 1991).


John L. Mac­kay, Exo­dus
[Éxo­do
] (Men­tor, 2001).

Alec Mot­yer, The Mes­sa­ge of Exo­dus
[El men­sa­je de Éxo­do
] en la se­rie
The Bi­ble Speaks To­day
(IVP, 2005).


Phi­lip Graham Ryken, Exo­dus: Saved for God’s Glo­ry
[Éxo­do: Sal­va­dos
para la glo­ria de Dios
] en la se­rie Prea­ching the Word
(Cro­ss­way, 2005).
Libros sobre el libro de Éxodo

W. Ross Bla­ck­burn, The God who Makes Him­self Kno­wn: The Mis­sio-­
nary Heart of the Book of Exo­dus
[El Dios que se da a co­no­cer: El co­ra-­
zón mi­sio­ne­ro del li­bro de Éxo­do
] (Apo­llos, 2012).


Trem­per Long­man III, How To Read Exo­dus
[Cómo leer Éxo­do
] (IVP
Aca­de­mic, 2009).


Ed. Brian S. Ros­ner and Paul R. Wi­lliam­son, Ex­plo­ring Exo­dus: Li­te-­
rary,
Theo­lo­gi­cal and Con­tem­po­rary Ap­proa­ches
[Ex­plo­ran­do Éxo­do:
En­fo­ques li­te­ra­rios, teo­ló­gi­cos y con­tem­po­rá­neos
] (Apo­llos, 2008).

Libros sobre el tabernáculo y la adoración de Israel



Trem­per Long­man III, Im­ma­nuel In Our Pla­ce: Seeing Ch­rist in Is­rael’s
Wors­hip
[Ema­nuel en nues­tro lu­gar: Vien­do a Cris­to en la ado­ra­ción de
Is­rael
] (P&R, 2001).


Vern Po­yth­ress, The Sha­dow of Ch­rist in the Law of Mo­ses
[La som­bra
de Cris­to en la ley de Moi­sés
] (Wol­ge­muth & Hya­tt, 1991).


Frank H. White, Ch­rist in the Ta­ber­na­cle
[Cris­to en el ta­ber­nácu­lo
]
(Par­trid­ge & Co, 1871).

Otras perspectivas

G.K. Bea­le and Mit­che­ll Kim, God Dwe­lls Among Us
[Dios mora en­tre
no­so­tros
] (IVP, 2014): un vis­ta­zo a cómo el tema de la pre­sen­cia de Dios
se desa­rro­lla a lo lar­go de la his­to­ria bí­bli­ca.


John Cof­fey, Exo­dus and Li­be­ra­tion: De­li­ve­ran­ce Po­li­tics from John
Cal­vin to Mar­tin Lut­her King Jr.
[Éxo­do y li­be­ra­ción: P
olí­ti­cas de li­be-­
ra­ción de Juan Cal­vino a Mar­tin Lut­her King Jr.
] (Ox­ford Uni­ver­sity
Press, 2014): una ex­plo­ra­ción his­tó­ri­ca de cómo la his­to­ria del éxo­do ha
in­fluen­cia­do la po­lí­ti­ca oc­ci­den­tal.


Mike Wil­ker­son, Re­dem­ption: Freed By Je­sus from the Idols We Wors­hip
and the Wo­un­ds We Ca­rry
[Re­den­ción: Li­be­ra­dos por Je­sús de los ído­los
que ado­ra­mos y las he­ri­das que lle­va­mos
] (Cro­ss­way, 2011): una guía
para el cam­bio per­so­nal ba­sa­da en el li­bro de Éxo­do.

Otras obras citadas en Éxodo para ti



Agus­tín, Ser­mon
es.

Do­nald Brid­ge, Sig­ns and Won­ders To­day
[Se­ña­les y mi­la­gros hoy en día
] (IVP, 1985).


Tim Ches­ter, The Mes­sa­ge of Pra­yer
[El men­sa­je de la ora­ción
] de la
se­rie The Bi­ble Speaks To­day
(IVP, 2003).


Tim Ches­ter, You Can Pray: Fin­ding Gra­ce to Pray Eve­ry Day
[Tú pue-­
des orar: Ha­llan­do gra­cia para orar cada día
] (P&R, 2014).


Ch­ris­top­her Hit­chens, God Is Not Great: How Re­li­gion Poi­sons Eve­ryt-­
hing
[Dios no es gran­dio­so: Cómo la re­li­gión en­ve­ne­na todo
] (Atlan­tic
Books, 2007).

Mar­tín Lu­te­ro, Lar­ge Ca­te­chism
[Ca­te­cis­mo ma­yor
] (ver­sión di­gi­tal dis-­
po­ni­ble en www.ccel.org).


Mar­tín Lu­te­ro, Lut­her’s Wo­rks
[Las obras de Lu­te­ro
] (ver­sión di­gi­tal
dis­po­ni­ble en www.ccel.org).


Do­nald Ma­cLeod, Ch­rist Cru­ci­fied: Un­ders­tan­ding the Ato­ne­ment
[Cris-­
to cru­ci­fi­ca­do: En­ten­dien­do la ex­pia­ción
] (IVP Aca­de­mic, 2014).


Wi­lliam McE­wen, Gra­ce and Truth or, The Glo­ry and Ful­ness of the Re-­
dee­mer Dis­pla­yed
[Gra­cia y ver­dad o, El des­plie­gue de la glo­ria y la ple-­
ni­tud del Re­den­tor
] (John Gray and Gavin Als­ton, 1763).


Mi­cha­el Mc­Kin­ley, Pas­sion: How Ch­rist’s Fi­nal Day Chan­ges Your Eve-­
ry Day
[Pa­sión: Cómo el día fi­nal de Cris­to trans­for­ma tu dia­rio vivir
]
(The Good Book Com­pany, 2013).


John Owen, Of Com­mu­nion with God the Fat­her, Son and Holy Gho­st
[So­bre la co­mu­nión con Dios el Pa­dre, el Hijo y el Es­pí­ri­tu San­to
] (ver-­
sión di­gi­tal dis­po­ni­ble en www.ccel.org).


J. I. Pac­ker, Kno­wing God
[El co­no­ci­mien­to del Dios san­to
] (Hod­der &
Sto­u­gh­ton, 1998).

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