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HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA: LOS FUNDAMENTOS

En este juicio, cuya autoridad descansa en haber sido pronunciado por uno de los primeros
renovadores de la historiografía en nuestro siglo, resulta más sintomática la causa atribuida por
Berr a la crisis que la crisis misma. Es impensable un progreso sostenido de la disciplina de la
historiografía sin que esa reflexión que Henri Berr demandaba se lleve a efecto. Estas
posiciones las hemos visto florecientes hasta hace no mucho tiempo, y tal vez no quepa decir
que han dejado de florecer... No es preciso insistir en que una posición de ese tipo no puede
sino dificultar de forma determinante todo impulso de progreso disciplinar y «científico» de la
historiografía. El historiador «escribe» la historia, en efecto, pero debe también «teorizar» sobre
ella.

Sin teoría no hay avance del conocimiento. En este primer capítulo se


pretende, justamente, presentar de forma introductoria tal asunto, mostrándolo en lo que sea
posible en el contexto de lo que hacen otras ciencias sociales y empezando desde el problema
mismo del nombre adecuado para la disciplina historiográfica.

Historiografía: el término y el concepto

Observemos primero que el nombre mismo que se da al conocimiento de la historia ha


planteado desde antiguo problemas y necesita hoy, creemos, de algunas
puntualizaciones. Veamos la importancia que para una práctica como la investigación de la
historia tiene la precisión del vocabulario.

El lenguaje específico de las ciencias

Por regla general, las ciencias al irse constituyendo van creando unos lenguajes
particulares, llenos de términos especializados, que pueden llegar a convertirse en complejos
sistemas de lenguajes formales. La ciencia, se ha afirmado a veces, es, en último extremo, un
lenguaje. Las ciencias «duras» recurren todas hoy a la formalización en lenguaje matemático de
sus proposiciones para la elaboración y el desarrollo de sus operaciones cognoscitivas. En un
nivel bastante más modesto, las llamadas ciencias sociales poseen en mayor o menor grado
ese instrumento del lenguaje propio, ciertamente con importantes diferencias en su desarrollo
según las disciplinas.

Pero todas ellas poseen un corpus más o menos extenso y preciso de términos, de
conceptos, de proposiciones precisas que son distintas de las del lenguaje ordinario. A un nivel
básico existe, sin duda, una cierta homogeneidad en el lenguaje de estas ciencias sociales que
se ha impuesto partiendo de lo conseguido por las disciplinas más desarrolladas. Hay un
lenguaje específico de la economía o de la lingüística, por ejemplo, que son muy característicos
y están absolutamente aceptados. Pero el lenguaje especializado es hoy una de las cuestiones
más problemáticas en el campo de las ciencias sociales.

El problema terminológico en la ciencia se manifiesta antes que nada a propósito del propio
nombre que una disciplina constituida debe adoptar. Se ha dicho a menudo que el empleo de
una misma palabra para designar tanto una realidad específica como el conocimiento que se
tiene de ella constituiría una dificultad apreciable para el logro de conceptuaciones claras, sin las
que no son posibles adelantos fundamentales en el método y en los descubrimientos de la
ciencia. Se trata, sencillamente, de dotar a cada disciplina de un apelativo genérico que describa
bien su objeto y el carácter de su conocimiento. El nombre de una ciencia
determinada, constituido por un neologismo, ha dado lugar, a veces, a un nombre distintivo para
el tipo de realidad de la que se ocupa.
Anfibología del término «historia»

Por tanto, etimológicamente, una «historia» es una «investigación». Pero luego la palabra


historia ha pasado a tener un significado mucho más amplio y a identificarse con el transcurso
temporal de las cosas. La erudición tradicional ha aludido siempre a esta incómoda anfibología
estableciendo la conocida distinción entre historia como res gestae -cosas sucedidas- e historia
como historia rerum gestarum -relación de las cosas sucedidas-, distinción sobre la que llamó la
atención por vez primera Hegel. En la actualidad, Hayden White ha señalado que el término
historia se aplica «a los acontecimientos del pasado, al registro de esos acontecimientos, a la
cadena de acontecimientos que constituye un proceso temporal que comprende los
acontecimientos del pasado y del presente, así como los del futuro, a los relatos
sistemáticamente ordenados de los acontecimientos atestiguados por la investigación, a las
explicaciones de esos relatos sistemáticamente ordenados, etc.».

Tal necesidad parece obedecer a la idea típica del positivismo clásico de que primero se
descubren los hechos y luego se construye la ciencia, o, lo que es lo mismo, que la ciencia
busca, encuentra y relaciona entre sí, «hechos». Existe una ciencia de algo si hay un hecho
específico que la justifique, identifique y distinga. Toda ciencia debe tener un nombre
inconfundible y de ahí que no se dudara en acudir a todo tipo de neologismos para dárselo. El
positivismo buscó la definición de la historia en el descubrimiento, claro está, de un supuesto
hecho histórico.

Que la misma palabra designe «objeto» y «ciencia» puede parecer una cuestión menor, pero en
la realidad resulta engorrosa y origina dificultades reales de orden epistemológico. De ahí que
también prontamente se ensayase la adopción de un término específico que designe la
investigación de la historia. Ahora bien, resulta que el hecho de que el vocablo historia designe
al mismo tiempo una realidad y su conocimiento no es el único ejemplo que puede mostrarse de
una situación de tal tipo. En realidad, una dificultad análoga afecta a otras disciplinas de la
ciencia social y de la natural.

Pero cabe señalar, igualmente, que en la situación referente a la historia no hay razón para que
esta polisemia se mantenga, de la misma manera que ha tendido a ser eliminada en el caso de
otros vocablos que designan ciencias, como en el caso de la política o politología. Aunque la
cuestión no es privativa, ni, tal vez, crucial para la disciplina de la historia, sí es de suma
importancia. Cuando hablamos de historia es evidente que no hablamos de una realidad
«material», tangible. La «historia» no tiene el mismo carácter corpóreo que, por ejemplo, la luz y
las lentes, las plantas, los animales o la salud.

La historia no es una «cosa» sino una «cualidad» que tienen las cosas. Es primordial dejar
enteramente claro, desde la palabra misma que lo designa, qué quiere decir «investigar la
historia». No puede negarse que en el caso del estudio de la historia existen razones suficientes
para estimar que de una primera dilucidación eficaz de esta cuestión terminológica -y
después, naturalmente, de todas las demás- pueden esperarse grandes clarificaciones. La
índole no trivial de la cuestión terminológica la manifestaron ya hace tiempo corrientes
historiográficas como la de Annales, o la marxista, y ambas han hablado de una «ciencia de la
historia».

La palabra historia tiene, pues, como se ha dicho, un doble significado al menos. Así ocurre con


la clara distinción que hace el alemán entre Historie como realidad y Geschichte como
conocimiento de ella, a las que se añade luego la palabra Historik como tratamiento de los
problemas metodológicos. En algunas lenguas, añade Topolsky, el conocimiento de los hechos
del pasado ha sido designado con otra palabra, la de historiografía. Y es justamente en tal
palabra en la que queremos detenernos aquí con mayor énfasis.
Afirma también Topolsky que la palabra en cuestión tiene un uso esencialmente auxiliar, en
expresiones como «historia de la historiografía», a la que podríamos añadir otras como
«historiografía del tomate» o «historiografía canaria», por ejemplo.

Por ello «la tendencia a emplear el término historia, más uniforme, es obvia, a pesar de que
supone una cierta falta de claridad».

«Historiografía»: investigación y escritura de la historia

La palabra historiografía sería, como ya sugiere también Topolsky, la que mejor resolviera la


necesidad de un término para designar la tarea de la investigación y escritura de la
historia, frente al término historia que designaría la realidad histórica. Historiografía es, en su
acepción más simple, «escritura de la historia». E históricamente puede recoger la alusión a las
diversas formas de escritura de la historia que se han sucedido desde la Antigüedad clásica. Se
puede hablar de «historiografía griega», «china» o «positivista», por ejemplo, para señalar
ciertas prácticas bien identificadas de escribir la historia en determinadas épocas, ámbitos
culturales o tradiciones científicas.

Es la solución propuesta, dice Ferrater Mora, para despejar la ambigüedad entre los dos


sentidos principales de la palabra historia. Walsh, autor de una obra básica en la «filosofía
analítica» de la historia, y es de uso común en lengua inglesa. Es innegable que desde el punto
de vista filológico, tal palabra desempeñaría a la perfección la tarea de designar a la «ciencia de
la historia». «Historiología» es empleada también, en el sentido que aquí señalamos, como
investigación de la historia, por algunos filósofos más, mientras que, por el contrario, ciertos
historiadores la han empleado en el sentido de reflexión metahistórica que le da Ortega, así
Claudio Sánchez Albornoz o Manuel Tuñón de Lara.

Jean Walch ha hecho unas precisiones sumamente interesantes a propósito del uso de las
expresiones historia e historiografía. Señala como muy sutil la ayuda que buscó Hegel en el latín
-res gestae, historia rerum gestarum- para distinguir entre las dos facetas. Por lo tanto, propone
Walch que, en todos los casos en que pueda existir ambigüedad, se acepte el término «historia»
«para designar los hechos y los eventos a los cuales se refieren los historiadores» y el de
historiografía cuando se trata de escritos - «celui d'historiographie lorsque il s'agit d'écrits»-. El
primero es el uso de historiografía en ocasiones como sinónimo de reflexión sobre la historia, al
estilo de lo que hacía Ortega y Gasset con la palabra historiología.

El segundo es la aplicación, como sinónimo y apelativo breve y coloquial, para designar la


historia de la historiografía, cuando no, como se dice en alguna ocasión también en medios
franceses, la historia de la historia. Tan celebrado autor como Lawrence Stone llama
«historiografía», por ejemplo, a un conjunto variopinto de reflexiones sobre historia de la
historiografía, el oficio de historiador, la prosopografía y otras instructivas cuestiones. En ciertos
textos se confunde el uso sencillo y etimológicamente correcto de historiografía como «escritura
de la historia» con el uso de tal palabra para designar «la historia de la escritura de la
historia», es decir con la historia de la historiografía. El vocablo historiografía sustituye entonces
a la expresión «historia de la historiografía».

Un caso algo llamativo también es el presentado por Helge Kragh que para diferenciar los dos
usos de la palabra historia acude a fórmulas como H1, el curso de los acontecimientos, y H2, el
conocimiento de ellos. En cuanto a la palabra historiografía reconoce que se emplea en el
sentido de H2, pero que «también puede querer decir teoría o filosofía de la historia, es
decir, reflexiones teóricas acerca de la naturaleza de la historia», en lo que lleva razón y nos
facilita una muestra más de la confusión de la que hablarnos. Un autor muy conocido en su
tiempo, el padre jesuita Zacarías García Villada, decía en un libro metodológico muy
recomendado que «historiografía» significaba «arte o modo de escribir la historia», es
decir, designaría una especie de preceptiva de los estilos de escribir la historia, lo que no deja
de ser una curiosa y rebuscada definición. Otro autor español más reciente incluye sin ningún
empacho la «historiografía» entre «las llamadas ciencias auxiliares de la historia» junto a
geografía, epigrafía y bibliografía entre otras.

En definitiva, la confusión de historiografía con «reflexión teórico-metodológica sobre la


investigación de la historia» o con «historia de los modos de investigar y escribir la
historia» , aunque no sea, como decimos, una cuestión crucial en la disciplina, sí representa, a
nuestro parecer, un síntoma de las imprecisiones corrientes en los profesionales y los
estudiantes de la materia. De hecho, la palabra historiografía ha sido aplicada a cosas
aparecidas modernamente -teoría de la historia e historia de la historiografía- para las que
faltaba una designación adecuada, violentando absolutamente su etimología. La palabra, por lo
demás, no presenta concomitancia ni confusión alguna con la «filosofía de la historia», actividad
que, ocioso resulta señalarlo, los historiadores no cultivan.

El lenguaje de la historiografía

La cuestión del nombre no es el único problema terminológico en el estudio de la historia. La


investigación histórica prácticamente no ha creado un lenguaje especializado, lo que es también
un síntoma del nivel de mero conocimiento común que la historiografía ha tenido desde antiguo
como disciplina de la investigación de la historia. Apenas existen términos construidos
historiográficamente para designar fenómenos específicos. Algunas connotaciones cronológicas
-expresiones como «Edad Media»-, algunos calificativos y categorías para determinadas
coyunturas históricas -como «Renacimiento»-, formas de sociedad -como «feudalismo»-, y otras
escasas conceptuaciones como «larga duración», «coyuntura», y poco más, son términos que
no proceden del lenguaje común y que han surgido y se han consolidado como producto de la
actividad investigadora de la historiografía.

Puede existir una disciplina social basada en el empleo del lenguaje común siempre que sea
capaz de «conceptualizar» adecuadamente su objeto de estudio. Hay que reconocer, sin
embargo, que lo habitual es que el desarrollo de las ciencias lleve a la construcción de lenguajes
particulares, con un alto contenido de términos propios. En realidad, la cuestión del vocabulario
específico de los historiadores no preocupó de manera directa a nadie hasta que se llegó a un
cierto grado de madurez disciplinar, que no aparece antes de la reacción antipositivista
representada arquetípicamente por la escuela de Annales. Fuera de ello, sólo el lenguaje del
marxismo tuvo siempre peculiaridades propias.

Pero sobre la necesidad de un lenguaje especializado nunca ha habido unanimidad. Lucien


Febvre llamaba la atención sobre la posición adoptada al respecto por Henri Berr que
propugnaba la permanencia del «privilegio» de la historia de «emplear el lenguaje común». Por
ello no debe extrañarnos que una parte importante de la actual crítica lingüística y literaria
postmodernista haya entendido que «la historia» es una forma más de la representación
literaria. Cuando la historiografía ha sido propuesta como actividad «científica», el
perfeccionamiento de su expresión ha venido propiciado por el recurso cada vez mayor al
lenguaje de otras ciencias sociales.

El nombre de los fenómenos y las categorías que estudia la historiografía han sido acuñados
muy frecuentemente en otras ciencias. Acerca de si la investigación de la historia debería crear
su propio lenguaje la respuesta tiene que ser matizada. Hay que hacer, por tanto, la propuesta
teórico-metodológica de que los esfuerzos por la formalización real de una disciplina
historiográfica no olviden nunca la relación estrecha entre las conceptualizaciones claras y
operativas y los términos específicos en que se expresan. Pero es una cuestión que no puede
sino quedar abierta.

Las insuficiencias teórico-metodológicas en la historiografía

Sin embargo, el intento de fundamentar teóricamente la especificidad y la irreductibilidad del


conocimiento de la historia y de definir las reglas fundamentales de su método -lo que puede
compararse con el intento que emprendió Émile Durkheim para el caso de la sociología - tiene
unos orígenes notablemente antiguos. Es bien distinta la situación en otras ciencias
sociales, donde «mitos» como los de Adam Smith en la economía o de Auguste Comte en la
sociología tienen poco de comparable con el de Heródoto. Pero, tal vez, la misma antigüedad de
las manifestaciones de la escritura de la historia y de las formas históricas que tal escritura ha
adquirido, desde la cronística a la «historia filosófica», es lo que ha propiciado que la
fundamentación científica y disciplinar de la historiografía haya tenido, como decimos, un
derrotero tan poco concluyente. Es cierto, sin embargo, que, desde el siglo XVIII para acá, no
han faltado los esfuerzos, y los logros, por parte de historiadores, escuelas
historiográficas, investigadores sociales y filósofos, para la construcción de una disciplina de la
investigación histórica más fundamentada.

Quizás deba señalarse que en el mundo de los propios historiadores ha tardado mucho en
manifestarse un verdadero espíritu científico, más o menos fundamentado. La verdad es que la
historiografía no ha desterrado nunca enteramente, hasta hoy, la vieja tradición de la
cronística, de la descripción narrativa y de la despreocupación metodológica. Hay filósofos, en
suma, que insisten en que los historiadores actuales «no suelen plantearse problemas de
método». La verdad es que hemos atravesado tres decenios casi, desde 1945 a 1975, de
continuo adelanto de la historiografía en el contexto siempre de un progreso espectacular de las
ciencias sociales en su conjunto.

El progreso de la historiografía como disciplina y, lo que no es menos importante, el progreso de


la enseñanza de los fundamentos de esa disciplina en las aulas universitarias, distan de ser
evidentes. Todo lo cual, en definitiva, justifica la impresión global de que en la historiografía no
acaba de desterrarse definitivamente toda una larga tradición de «ingenuismo
metodológico», que constituye una de las peores lacras del oficio. El «metodólogo» es entre los
historiadores un personaje sospechoso de superfluidad o, cuando menos, un espécimen
atípico. En tiempos, como los posteriores a la segunda guerra mundial, de espectacular auge de
lo que llamamos «ciencia social» en su conjunto, no ha sido excesivamente habitual tratar sobre
los fundamentos de la historiografía, aunque ello parezca paradójico.

El tratamiento de ese tema tiene que yuxtaponerse inexcusablemente con el de qué


conocimiento es posible de la historia. Los historiadores rara vez reflexionan sobre la entidad de
la historia. Sin embargo, puede aducirse el ejemplo de otras ciencias sociales, como la
sociología, en la que la «ontología del ser social» constituye siempre un tema teórico
recurrente28. Y no debe temerse que esas reflexiones, que el historiador no puede en absoluto
dejar de hacer, se confundan con la «filosofía de la historia».

El método, advirtámoslo desde ahora, debe ser entendido como un procedimiento de


adquisición de conocimientos que no se confunde con las técnicas -cuyo aprendizaje es también
ineludible-, pero que las emplea sistemáticamente. En suma, la reflexión sobre la disciplina
historiográfica es clave en la preparación del historiador, aunque no sea, por
desgracia, frecuente.

La formación científica del historiador


Entre los años treinta y ochenta de este siglo la historiografía ha realizado espectaculares y
decisivos avances en su perfeccionamiento como disciplina. Se produjo en estos años el
florecimiento múltiple de la herencia de la escuela de los Annales, la expansión general de
activas e innovadoras corrientes del marxismo, o la renovación introducida en los métodos y los
temas por la historia cuantitativa y cuantificada, mucho más importante de lo que han dicho
bastantes de sus críticos tardíos. Ahora bien, a pesar de tales considerables progresos, sobre
cuya base se ha apoyado hasta el momento una buena parte de la actividad directa de
producción y de investigación académica, es cierto que la historiografía no ha culminado aún el
proceso de su conversión en una disciplina de estudio de lo social con un desarrollo equiparable
al de sus vecinas más cercanas. No ha acabado de completar la creación o la adopción de un
mínimo corpus de prácticas o de certezas «canónicas», cuando menos, o, como paso previo a
ello, no ha culminado la adopción, por encima de escuelas, posiciones, ideologías y prácticas
concretas, de un acuerdo mínimo también sobre el tipo de actividades teórico-prácticas que
conformarían básicamente la «disciplina» de la historiografía.

No se trata, en efecto, de propugnar para la historiografía lo que podríamos llamar el paradigma


único. Lo que el panorama muestra es una cierta detención de las innovaciones, un cierto
escolasticismo temático y formalista, volcado a veces hacia la historia de trivialidades -la historia
light-, un neonarrativismo, aun cuando con cierta inclinación etnológica, que tiene mucho más de
revival, efectivamente, que de innovación, el interminable epigonismo de la historiografía
francesa de los Annales, cuando no esa especie de huida hacia adelante que parecen significar
algunas posiciones recientes más diletantes que efectivas. Son palpables, por lo demás, las
tendencias que apuntan hacia una disgregación de los elementos tenidos hasta ahora por
básicos en la conformación disciplinar de la historiografía. Por tanto, en un ambiente que parece
de crisis real, nada más urgente que abordar en profundidad el problema de la adecuada
preparación de los historiadores.

Insuficiencias actuales en la profesionalización del historiador

La preparación universitaria del historiador tiene que experimentar un profundo cambio de


orientación si se quiere alcanzar un salto realmente cualitativo en el oficio de historiar. Todo
progreso efectivo en la disciplina historiográfica, en cualquiera de sus múltiples ramas, pasa por
un perfeccionamiento continuo de la formación científica del historiador. Lo inadecuado de la
formación que de hecho reciben hoy los estudiantes de historia en las instituciones universitarias
es evidente. Primero, la nula preparación teórica y científica que recibe el aspirante a
investigador de la historia, a historiador.

Cuando hablamos de la formación teórica que se procura hoy en la universidad a un historiador


nos estamos refiriendo, en realidad, a algo que puede decirse sencillamente que no existe. No
ya no existe una preparación «teórica» planificada y regulada, sino que ni siquiera hay, al menos
de forma clara, una idea dominante acerca del «campo» científico-social o humanístico dentro
del cual debe procurarse la formación del historiador. Conviene no perder de vista que el
estudiante de historia hoy recibe una formación que en nada se parece en los aspectos teóricos
básicos y en los técnicos a la que recibe el estudiante de sociología, antropología o
psicología, por ejemplo, por no hablar del de economía. Por desgracia, no existe una conciencia
general entre los profesionales de la historiografía acerca de la importancia crucial que encierra
el establecimiento de un objetivo planificado para dotar al historiador de una formación científico-
social amplia y sólida, completa, que haga de él un auténtico experto en la investigación
social, antes de adentrarle en una específica formación historiográfica.

La enseñanza de la historiografía en la universidad tiende muchas veces a reducirse casi a un


mero verbalismo -no siempre, naturalmente-, a una exégesis de la producción escrita
existente, a una lectura de «libros de historia», de información eventual, y no a la transmisión de
tradición científica alguna. Es verdad que suelen existir asignaturas que versan, con uno u otro
nombre, sobre la «teoría», los «métodos» de la historia y la «historia de la historiografía», a
veces en el seno de los notables.

Puede temerse que la teoría de la historiografía y los métodos historiográficos, lejos de


constituirse, como sería imprescindible, en materias absolutamente estructurales en la formación
del historiador, sigan siendo, por el contrario, materias periféricas, meramente complementarias
y por lo general muy mal impartidas. La formación recibida es puramente memorística y más que
mediocre. Por tanto, la formación del historiador habrá de orientarse, en primer lugar, hacia su
preparación teórica e instrumental para el análisis social, haciendo de él un científico social de
formación amplia, abundante en contenidos básicos genéricos referentes al conocimiento de la
sociedad. Y en modo alguno ello debe ir en detrimento de la formación humanística, como
hemos señalado, puesto que sólo así la formación en la disciplina historiográfica tendrá un
cimiento adecuado y podrá ser transmitida con todo su valor.

Humanidades, ciencia y técnicas

En primer lugar, la formación humanística, la verdadera formación humanística y no el tópico de


las «humanidades», que es un mero revoltijo de materias «de letras», debería consistir en el
currículum del historiador, como el de cualquier otro científico social, en un conocimiento
suficiente de la cultura clásica, donde tenemos nuestras raíces. Las lenguas, aunque fuera de
forma somera, la historia y el pensamiento clásicos, es decir, una formación filológica
adecuada. Pero más importante aún que ello sería la formación filosófica. Especialmente la
lógica y la teoría del conocimiento son imprescindibles para todo científico social y, por
tanto, para el historiador.

Un científico social no podrá nunca prescindir del humanismo clásico, y de la disciplina


intelectual que representa el hábito filosófico, pero éstos por sí solos tampoco explican lo social
y lo histórico. Por ello hablamos también de una formación científica. Una formación en los
principios básicos de la ciencia social parece irrenunciable. Tal formación científico-social
genérica y amplia debe atender a que, en nuestro caso, el historiador no ignore la situación de
aquellas ciencias sociales más cercanas a la historiografía, cuando menos, y, si es
posible, incluso se mueva en ellas con soltura, dado que del conocimiento algo más que
rudimentario de ciertas ciencias sociales podrá depender en parte la especialización concreta
que el historiador pretenda.

Pero aquello que debe presidir esta sistemática puesta a punto de la formación científica del
historiador es precisamente el aspecto más generalizante, más global, de lo que constituye la
ciencia de la sociedad, es decir, la teoría aplicada del conocimiento de lo social, o la teoría de la
ciencia aplicada a la ciencia social. La formación en los fundamentos lógicos y epistemológicos
de la ciencia debe ir acompañada de una formación eficaz en métodos de investigación social
de orientación diversa, y en técnicas que irían desde la archivística a la encuesta de campo. En
lo dicho nadie podría ver una minusvaloración del hecho de que es, naturalmente, la propia
formación historiográfica específica el objetivo último y central de cualquier reforma del sistema
de preparación de los jóvenes historiadores. En todo caso, una formación
humanística, teórica, metodológica y técnica adecuadas es lo que cabe reclamar desde ahora
para establecer un nuevo perfil del historiador, sin perjuicio de las especializaciones que la
práctica, sin duda, exigirá.

No es ningún despropósito extraer de todo esto como recapitulación la idea de que es preciso
hacer de la teoría historiográfica el centro de la formación disciplinar y de la metodología de la
investigación histórica un hábito de reflexión que acompañe a toda la preparación empírica y
técnica. La primera es la de que, como ocurre en el aprendizaje de la mayor parte de las otras
ciencias sociales, la formación «teórica» ha de ocupar un lugar central y ha de armonizarse con
la «información» y con las técnicas del «oficio». La segunda propuesta se refiere a la lectura que
es preciso hacer de las relaciones entre el historiador y las disciplinas de su entorno. La relación
entre la historiografía y las demás ciencias sociales ha dado lugar a situaciones bien diversas.

Una paradigmática es, sin duda, la de la Francia de los años cincuenta y sesenta donde la
hegemonía de la escuela de Annales impuso la hegemonía de la historiografía. La historiografía
está, a nuestro modo de ver, en condiciones de aparecer en el conjunto de las ciencias sociales
sin ningún elemento de distinción peyorativa o de situación subsidiaria. La definición «científica»
de la investigación social se presenta problemática para todas las ciencias sociales. El remitir a
los filósofos las respuestas que el historiador mismo tiene que buscar, sin filosofar, es el más
persistente ejemplo de «ingenuísmo».

Nuestros licenciados, por lo demás, apenas tienen noción, como hemos dicho, de lo que es el


lenguaje de las ciencias de la sociedad, siendo así que la historiografía no tiene otro sentido que
el de ciencia de la sociedad.

FICHA TECNICA

El tema central del capítulo es la necesidad de una formación científica adecuada para los
historiadores y la importancia de reflexionar sobre los fundamentos de su trabajo, incluyendo la
ambigüedad del término "historia", la falta de un lenguaje especializado en el campo de la historia y
la necesidad de un enfoque unificado en la disciplina. El autor también critica la falta de formación
filosófica y científica en la educación de los historiadores y sugiere que una educación adecuada
debe incluir una formación sólida en ciencias sociales y humanidades. En resumen, el tema central
es la necesidad de una formación adecuada y una reflexión profunda sobre la naturaleza de la
historiografía como disciplina científica.

El objetivo del texto es reflexionar sobre la naturaleza de la historiografía como disciplina científica y
abordar algunos de los problemas epistemológicos y terminológicos que enfrenta. El autor critica la
falta de formación científica y filosófica en la educación de los historiadores y sugiere que una
educación adecuada debe incluir una formación sólida en ciencias sociales y humanidades. Además,
el autor discute la ambigüedad del término "historia" y propone el término "historiografía" para
referirse específicamente a la escritura y la investigación de la historia. También se aborda el
problema terminológico de que la misma palabra "historia" designa tanto el objeto de estudio como
la ciencia que lo estudia, lo que puede generar confusiones y dificultades epistemológicas. En
resumen, el objetivo del texto es reflexionar sobre la naturaleza de la historiografía y abordar
algunos de los problemas que enfrenta como disciplina científica.

El autor explica la necesidad de una formación científica adecuada para los historiadores y la
importancia de reflexionar sobre los fundamentos de su trabajo. El autor critica la falta de formación
filosófica y científica en la educación de los historiadores y sugiere que una educación adecuada
debe incluir una formación sólida en ciencias sociales y humanidades. Además, el autor discute la
ambigüedad del término "historia" y propone el término "historiografía" para referirse
específicamente a la escritura y la investigación de la historia. También se aborda el problema
terminológico de que la misma palabra "historia" designa tanto el objeto de estudio como la ciencia
que lo estudia, lo que puede generar confusiones y dificultades epistemológicas. En resumen, el
autor explica la necesidad de una formación adecuada y una reflexión profunda sobre la naturaleza
de la historiografía como disciplina científica.
El autor no cita fuentes de información específicas en este capítulo. En cambio, se basa en su propia
experiencia y conocimiento como historiador y educador para reflexionar sobre la naturaleza de la
historiografía y la necesidad de una formación adecuada para los historiadores. El autor también
menciona a otros historiadores y educadores que han abordado temas similares en el pasado, como
Philip Bagby, Henry Beer pero no proporciona citas específicas de sus obras. En general, el autor
utiliza su propio conocimiento y experiencia para respaldar sus argumentos y recomendaciones.

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