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Las ventajas del historiador

Como es profesional de una ciencia del pasado, el historiador cuenta con el


escudo de la distancia. Deber buscar regularidades en la época que
examina desde el futuro, sin meterse en el intricado mapa de los detalles
del género humano que la habitó, sin toparse del todo con sus miserias.
Más bien procura rescatar del olvido los hechos de las figuras de un tiempo
determinado, sin que la indagación consista en una pesca de los rasgos
subalternos sino cuando conviene ocuparse de los matices. Todo esto en el
entendido de que cada tiempo se distingue por la heterogeneidad y de que,
por consiguiente, no se le puede uniformar con un ropaje único.
Se supone que la separación cronológica conduce a un deseado equilibrio
cuando se ponderan las causas, los fenómenos representativos y las
permanencias del lapso sometido a reconstrucción. Como ese lapso
concluyó desde el punto de vista físico, cómo tuvo comienzo, pero también
terminación, el investigador se ha desligado de sus pasiones y de sus
intereses para tratarlo sin tomar partido. En un oficio ocupado de cadáveres
la posteridad aconseja su tratamiento moderado. Las exhumaciones son
respetuosas, aun cuando se saquen monstruos de la tumba. Así como los
rescatados del olvido pertenecen a lo yerto y a lo gélido, la posibilidad de su
resurrección debe ser fría, o se sugiere que lo sea. De allí la existencia de
métodos y técnicas susceptibles de impedir que el historiador se convierta
en policía, o en torturador de los personajes inofensivos a quienes observa
desde su ventajosa atalaya. No usa látigo en sus interrogatorios, ni otros
instrumentos de tormento.
Pero, así como mira hacia el pasado por un asunto de oficio o de vocación,
el historiador vive un presente del cual forma parte y que no deja de
apreciar desde su deformación profesional. Debido a defectos de pupitre o
a mañas adquiridas en el trajín de las fuentes del pasado con las que se ha
familiarizado, tiende a mirar a los vivos como si pertenecieran al más allá
para repetir el ejercicio de equilibrio en cuyas directrices se formó. Tal vez
no sea necesariamente la repetición mecánica de una manera de tratar con
los difuntos que orienta el nexo con los seres vivientes de su mundo, ni algo
que de veras pueda demostrarse a través de evidencias serias, pero está
cerca de quien mira a los compañeros de su viaje como miró a los
antecesores que ya no existen. De allí sus referencias constantes al
pasado, es decir, su búsqueda de explicaciones partiendo de lo que ya
sucedió, un mandamiento de la profesión, pero quizá también una argucia
para escurrirse de la responsabilidad sobre las cosas que pasan frente a
sus narices y en las que ha participado por acción o por omisión.
En mi caso creo que no le he sacado el cuerpo a la jeringa: he enfrentado a
los sujetos de la dictadura que hoy martiriza a Venezuela en el terreno que
me corresponde. Pero, por si cabe la duda, hoy dejo constancia de que los
siento como plaga abominable, de que no son sino una pandilla de
malhechores ante cuyos delitos no cabe la comprensión, mucho menos la
indulgencia. Ladrones sin límites, verdugos inmisericordes, enemigos de la
virtud y de la probidad que se han predicado como ejemplo desde nuestra
antigüedad, en su inmensa mayoría gente sin preparación intelectual ni
nociones de republicanismo, han fraguado uno de los tiempos más oscuros
de la historia de Venezuela, quizá el más sombrío, o sin quizá. No estamos
en horas de reflexión como las que hacen los discípulos de Clío en las
aulas de la universidad, porque tiempo de pensar hemos tenido suficiente
en las dos décadas de su hegemonía, o porque uno puede tener la
pretensión de que una pública afirmación de repulsa pueda animar a sus
rivales, los políticos de oficio, hacia acciones realmente serias y tajantes.
Aunque quizá no deba pedir tanto, y me conforme con dejar a los
historiadores del futuro el testimonio de un colega desaparecido que les
pide, como criatura corriente del cementerio que será, menos miramientos
metodológicos y más apego a una verdad sin matices, a una verdad vestida
de harapos. La distancia de ellos no es ni puede ser la mía, porque todavía
sigo aquí.

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