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UNIVERSIDAD NACIONAL DE QUILMES

Secretaría de posgrado
Maestría en educación
Problemas contemporáneos de la filosofía de la educación

Filosofía y educación (ficha de cátedra). Por Carlos A. Casali

1.- Filosofía y educación

Si entendemos por filosofía cierta relación de amistad con el saber, como


parece indicarlo la palabra “filosofía” misma, y aceptamos además que esa
relación con el saber es de carácter problemático, puesto que todo saber lleva
implícito el problema de su legitimación, entonces, podemos aceptar que la
filosofía no se da siempre ni de cualquier manera sino en determinadas
situaciones y con características más o menos determinadas: allí donde el
saber es puesto en discusión y se abre el problema de su legitimidad (qué
saberes son auténticos y cuáles son sólo saberes aparentes). Y otro tanto
ocurre con la educación. En un sentido amplio, podemos decir que la
educación es el conjunto de las prácticas por medio de las cuales se forma el
hombre en cuanto sujeto de un sistema social. Estas prácticas suponen la
disponibilidad de los saberes que tienen legitimidad social. Dicho en otros
términos, la educación como proceso formativo supone el conjunto de
conocimientos y valores, el sistema más o menos coherente de
representaciones que configuran un mundo cultural determinado. Entonces, el
conjunto de problemas que plantea la formación educativa queda íntimamente
ligado al conjunto de problemas que se plantea la filosofía en relación con el
saber y su legitimidad y no es fácil –ni conveniente- separar un problema del
otro ni establecer cuál de ellos sea el problema principal y cuál el problema
secundario o derivado. Preguntarse por el saber del modo en que lo hace la
filosofía tiene sentido en la medida en que en torno del saber se forma el
hombre; es decir, se educa.
En este sentido, puede resultar ilustrativo recordar que, lo que llamamos
filosofía y lo que nombramos con la palabra educación, tiene origen en cierta
situación histórica y existencial del pueblo griego hacia el siglo V a.C. Allí, en
ese tiempo y lugar, entra en crisis una forma de vida en común, la pólis, y los
griegos que viven esa crisis como un desgarramiento –eso es lo que significa la
palabra “crisis”: separación de lo que estaba unido, de aquello que constituía
una unidad o totalidad- comienzan a preguntarse sobre qué bases establecer
formas de la vida en común cuando las representaciones, valores e ideales que
la venían organizando pierden legitimidad. En parte, esas preguntas se
plantean en torno del saber o de la sabiduría (cuáles son los saberes
necesarios, cuáles son sus formas, quiénes son los sabios, cómo se transmite
ese saber); en parte, esas preguntas tienen una dirección educativa (qué tipo
de hombre formar, de qué manera, para qué forma de la vida en común,
quiénes son capaces de educar). En ambos casos, sin embargo, las preguntas

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surgen de la crisis y adquieren sentido y alcance a partir de ella, del mismo
modo que las respuestas toman sentido y alcance de esa situación crítica que
constituye su horizonte problemático. Como veremos más adelante, el mundo
moderno se plantea sus interrogantes –y sus respuestas- en una situación
similar: en la crisis de las formas de vida comunitaria que caracterizan el
mundo medieval ordenado en clave teológica y ante la emergencia del
individuo con sus intereses mundanos y la racionalidad como forma
paradigmática del saber. En términos generales, podríamos decir que toda
relación problemática con el saber –tal cosa sucede siempre con la filosofía-
lleva implícita una relación también problemática con la formación del hombre
mediada por el saber –tal y como lo plantea la educación cuando se interroga
por su propia praxis- lo que tiene por consecuencia que filosofía y educación se
impliquen mutuamente.
Ahora bien, que la filosofía y la educación tengan su origen en la crisis, es una
afirmación que necesita ser fundamentada y explicitada. Indicaremos al
comienzo del camino un par de elementos que serán luego desarrollados con
mayor amplitud. El primero, es que, si consideramos, por ejemplo, la
modernidad como proyecto pedagógico, podremos observar que está
caracterizada por una multiplicidad de sentidos. Esto significa que el mundo
moderno, en cuanto horizonte de sentido, es a la vez uno y múltiple: la
modernidad y las modernidades. Hay, por ejemplo, una modernidad central –la
europea- y modernidades periféricas –la nuestra-; hay, por ejemplo, una
modernidad ligada al desarrollo material –científico y tecnológico- y otra ligada
al desarrollo espiritual –ético y cultural-. No se trata aquí de dicotomías
excluyentes sobre las que podríamos optar sino de situaciones tensionadas por
la multiplicidad de sentidos, situaciones en las que los sentidos divergentes
coexisten y plantean paradojas.
Este modo de vincular la filosofía con la educación a partir de una situación
crítica es el que está presente en el texto de Juan Carlos Geneyro incluido
dentro de la bibliografía obligatoria para esta unidad. Allí, las relaciones entre
filosofía y educación se plantean en torno de la pregunta por los legados que la
“denominada modernidad” transmite a nuestro presente histórico en lo que
concierne a las relaciones entre educación y ciudadanía. Dicho de otra manera
Geneyro se pregunta por las relaciones entre educación y formación de la
subjetividad dentro de una situación histórica en la que coexisten y compiten
sentidos diversos con la pretensión de orientar esos procesos formativos. En
primer lugar, plantea una pregunta por el sentido -o los sentidos- de esos
legados; en segundo lugar, problematiza qué se entiende por “modernidad”; en
tercer lugar, sostiene que esos legados constituyen el horizonte de sentido a la
vez convergente y divergente de nuestro presente histórico (J.C. Geneyro,
2007). De manera similar, José Luis Romero al abordar el surgimiento de la
modernidad en torno de la conformación cultural de la “mentalidad burguesa”
se propone indagar cuáles son las características de esa “mentalidad” que va
dando forma a la subjetividad moderna, a partir de la comprobación de que en
ella confluyen “saberes, que en parte provienen de las nuevas experiencias o
de la aplicación del nuevo método, y en parte del bagaje tradicional,
desarticulado de sus anteriores cuadros organizativos y reintroducido en los
nuevos” (J.L. Romero, 1987, pp. 60-61). Se trata en ambos casos, como podrá
verse, de problematizar una situación crítica, de explicitar las tensiones que le

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dan un sentido ambiguo a una época, de caracterizar las diferentes líneas de
fuerza que confluyen sobre el fenómeno estudiado.
El segundo elemento que proponemos tener en cuenta para sostener la
afirmación de que la filosofía y la educación tienen su origen en la crisis, tiene
relación con aquel origen lejano -en el tiempo- y a la vez próximo –desde el
punto de vista existencial- de la tradición cultural que nos viene del mundo
griego a partir de aquel decisivo siglo V a.C. en el que se manifiesta la crisis de
la pólis. Vemos intervenir allí, por un lado a la sofística que –tal y como lo indica
la palabra misma- es una forma de saber, una sophía, cuya característica
distintiva es que intenta legitimarse mediante la persuasión retórica, frente a
otra forma de saber –la filosofía- que busca su legitimación a partir de la
persuasión conceptual. En este sentido, sofistas y filósofos tensionan el campo
cultural y político en crisis. Los sofistas, buscando el saber dentro de las
posibilidades humanas del discurso persuasivo, la retórica, que es una forma
del diálogo político (es decir, relativo a la pólis) y un saber de carácter mundano
y alcance práctico (es decir, relativo a la praxis). Los filósofos -y aquí tenemos
que ubicar al Sócrates (470-399 a.C.) que nos presenta Platón (427-347 a.C.)-,
buscando un saber inalcanzable o difícil de alcanzar en este mundo y que, por
eso mismo, se plantea como un saber trasmundano que pone en cuestión el
saber mundano de la sofística (la utilización de la palabra sofística en un
sentido peyorativo proviene, precisamente, de esa tradición filosófica
inaugurada por Platón). Como se podrá advertir, en ese campo tensionado por
la crisis, el saber mismo resulta problematizado: el que plantea la sofística,
porque no logra evitar la erosión que le produce la ironía socrática; el que
plantea la filosofía, porque su saber es una búsqueda, un tender hacia, un
philein, y no una sophía que se posee (se recordará aquí aquella conocida
ironía socrática “sólo sé que no sé nada”). Se trata, en ambos casos, de un
saber fallido; pero, aún fallido, de un saber. Y, en este sentido, de un saber que
difiere del dogma o del carácter dogmático que adquiere a veces el saber; de
un saber que es problematizador en la medida en que él mismo es un saber
problematizado que necesita legitimarse públicamente. Como veremos en el
apartado siguiente, de aquí se siguen dos tradiciones filosóficas que irán
tomando diferentes formatos a lo largo de la historia occidental.
Volvamos ahora sobre las palabras. De acuerdo con una conocida y reiterada
versión, “filosofía” significa amistad con la sabiduría. Pero ¿qué sentido
podemos darle a estos términos? ¿Qué significa “amistad”? ¿Qué significado y
alcance darle a la palabra “sabiduría”? Preguntas que, por supuesto no tienen
respuesta fácil o que, tal vez, no tienen respuesta, pero motivan una búsqueda.
Si esto es así, podemos proponer que, en la medida en que nuestro saber
nunca es pleno o consistente sino más bien problemático, pero no por eso deja
de ser un saber, entonces tener amistad con el saber caracteriza bien la
condición de quien ha sido educado; es decir, de quien se ha formado como
sujeto por medio del saber. “Educar” significa, de acuerdo con una de las
interpretaciones posibles, ex ducere, sacar o conducir afuera; es decir, formar y
exteriorizar lo humano que está contenido en lo animal; “obtener la plenitud del
hombre, lograr que realice todo lo que tienen de potencial en sí” (J.L. Romero,
1987, p. 96); puesto que, de entre los animales, el único que puede ser
educado es el hombre (Kant dixit). Para nombrar este proceso de formación del
hombre en cuanto tal –es decir, en su diferencia con lo que no lo es o, más
concretamente, con aquello de donde el hombre proviene, es decir, lo animal-

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los griegos utilizaron la palabra paideia, cuyo significado etimológico es de por
sí elocuente: lo relativo al niño (paidós); es decir, el proceso de su desarrollo
hasta llegar al hombre. Werner Jaeger, quien le dedicó un voluminoso estudio
al desarrollo del pensamiento y la cultura griegas, centrado, precisamente, en
el análisis de la relación entre filosofía y educación, afirma que “en parte alguna
adquiere mayor fuerza el influjo de la comunidad sobre sus miembros que en el
esfuerzo constante para educar a cada nueva generación de acuerdo con su
propio sentido” (W. Jaeger, 1962, p. 3). Es precisamente aquí en donde se
enlazan filosofía y educación en torno de la crisis, toda vez que, en ella –en la
crisis-, lo que queda cuestionado es el sentido; es decir, el conjunto de las
orientaciones existenciales.

2.- Dos tradiciones filosóficas

Entonces, parece haber una íntima correlación entre la filosofía y la


educación; ambas contribuyen a caracterizar eso que nombramos con la
palabra “humano”. Pero aquí comienzan los problemas: ¿qué es lo humano?
¿Qué es lo humano en el hombre? ¿Qué es el hombre? Si se lo preguntamos a
la filosofía, las respuestas serán variadas. Para no perdernos en los laberintos
de su milenaria historia (la filosofía surge en Grecia hacia el siglo V a.C.),
podemos tipificar dos posibilidades. Una, proviene de la tradición sofística y fue
presentada por Protágoras (480-410 a.C.): “el hombre es la medida de todas
las cosas [khrémata], de las que son en cuanto que son, de las que no son en
cuanto que no son”. La otra proviene de la tradición platónica y sostiene que:
“el dios, ciertamente, ha de ser nuestra medida de todas las cosas; mucho
mejor que el hombre, como por ahí suelen decir” (Platón, 1983, t. I, p. 147). En
el primer caso, la filosofía se presenta de acuerdo con una tipología más bien
mundana (de hecho, la sofística está vinculada con el progreso material de
Atenas durante el Siglo de Pericles), preocupada por mensurar las cosas del
mundo circundante en la medida en que esas cosas tienen valor humano
práctico, es decir, utilidad (khrémata, significa precisamente “utilidad”,
“riqueza”). En el segundo, la filosofía toma distancia respecto del mundo y
adquiere una perspectiva de carácter más bien teológico (el dios es medida; es
decir, criterio de valoración) y metafísico (en el sentido etimológico de lo que
está más allá de lo dado: la fýsis). Lo humano será, en el primer caso, el centro
de toda comprensión (el hombre medida) y, en el segundo caso, quedará
desplazado como centro hacia un horizonte de comprensión que lo trasciende
(el dios medida, respecto del cual, el hombre resulta excéntrico). El análisis
pormenorizado de todos estos temas puede verse en la obra de Jaeger que
mencionábamos más arriba (W. Jaeger, 1962, Libro Segundo, cap. III y Libro
Cuarto, cap. X).
John Dewey (1859-1952) plantea estas mismas cosas en un texto publicado
en 1946. Por un lado –sostiene- existe una filosofía que se presenta como “una
institución que pretende tener origen divino, además de apoyo y dirección
divinos permanentes” (J. Dewey, 1961, p. 9). Se trata de una “filosofía
sobrenatural y teológica” que “se constituyó en el período medieval” y que
contrasta con los factores que configuran el mundo posmedieval; es decir el
mundo que poco a poco irá tomando la forma de mundo moderno mediante un
largo y sostenido proceso de secularización. Dewey insiste en que, entre un
mundo (el medieval) y otro (el moderno) hay “una profunda fractura”, es decir,

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una crisis, en el sentido en que lo decíamos al comienzo, y también –y sobre
todo- en que pese a esa “fractura vital”, la filosofía no logra abandonar sus
viejos hábitos teológicos y continúa enredada en la investigación de “una clase
de realidad que es más fundamental y esencial que lo que son o pueden ser los
hechos descubiertos por las ciencias”, en lugar de dirigir su atención sobre “los
problemas prácticos, tan profundamente humanos” que constituyen los
productos morales de nuestra época (J. Dewey, 1961, pp. 10-12). Pero, para
que la filosofía pragmática que Dewey propone pueda realizar su tarea
mundana, es necesario depurarla de sus resabios teológicos y, ante todo, de lo
que parece constituir la clave de bóveda de toda esa construcción: lo absoluto;
es decir, la concepción de “fines en sí mismos”, fines cuyo valor se determina
sólo por sí, sin referencia a otra cosa (esto es lo que significa “absoluto”: sólo sí
mismo). Esta depuración que Dewey se propone realizar está motivada por una
voluntad democratizadora de las prácticas políticas, sociales y culturales. Se
trata de “la abolición democrática de la rígida diferencia entre „superior‟ e
„inferior‟”, tarea en la que hacen falta “instrumentos intelectuales” como los que
puede proveer la filosofía pragmática que Dewey presenta (1961, pp. 20-26).
Ahora bien ¿en qué consiste la tarea que esa filosofía se propone desarrollar?
En “proyectar hipótesis amplias y fecundas que, si se utilizan como planes de
acción, darán una directiva intelectual a los hombres en la búsqueda de
métodos para hacer efectivamente del mundo un mundo más familiar de
valores y significados” (J. Dewey, 1961, p. 28).
Proponiendo esa tarea mundana a la filosofía, Dewey no hace otra cosa que
retomar una tradición que los empiristas ingleses habían iniciado en el siglo
XVII con John Locke (1632-1704) y que se continuó luego en la obra de David
Hume (1711-1776). En la “sección primera” de su Investigación sobre el
conocimiento humano, Hume había sostenido que

la filosofía moral, o ciencia de la naturaleza humana, puede tratarse de dos maneras […]
La primera considera al hombre primordialmente como nacido para la acción y como
influido en sus actos por el gusto y el sentimiento […] La otra clase de filósofos
consideran al hombre como un ser racional más que activo, e intentan formar su
entendimiento más que cultivar su conducta (D. Hume, 1981, pp. 19-20)

Mientras que la filosofía que considera al hombre como nacido para la acción
construye sus argumentos de modo “fácil y asequible” y goza de “la preferencia
de la mayor parte de la humanidad”, la filosofía que considera al hombre como
un ser racional más que activo construye sus argumentos de modo “abstruso” y
“al exigir un talante inadecuado para el negocio y la acción, se desvanece
cuando el filósofo abandona la oscuridad y sale a la luz del día”. Allí, a la luz del
día, es decir, en el trajín de la vida cotidiana agitada por las pasiones, sus
principios racionales carecen de influjo sobre la conducta y “el filósofo
profundo” queda reducido a “un mero plebeyo” (D. Hume, 1981, pp. 20-21). No
es difícil advertir aquí una irónica utilización de la alegoría de la caverna
platónica: en el mundo burgués de Hume la vida social gira en torno de la
producción e intercambio de mercancías (el negocio, es decir, la negación del
ocio) mientras que en el mundo aristocrático de Platón la vida social giraba en
torno de discusión política (lo que supone el ocio, como disponibilidad del
hombre que no trabaja para el desarrollo de las tareas “nobles”, como
condición de posibilidad para el cultivo de la filosofía). En el mundo burgués, el
rey-filósofo de Platón no es más que un plebeyo.

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Sin embargo, estas dos determinaciones antropológicas resultan unilaterales
y Hume encuentra que el hombre es ambas cosas: un ser racional y un ser
activo (y, también, un ser sociable). En esta naturaleza dual radica justamente
el problema de “lo humano” o, podríamos decir, “lo humano” como problema. Y
la respuesta que Hume le da al problema tiene su fundamento en que “la
naturaleza ha establecido una vida mixta como la más adecuada a la especie
humana”. Ahora bien, mantener el equilibrio entre ambas disposiciones exige
estar en guardia contra los excesos de la razón. Entonces, la naturaleza
recomienda a los hombres que su ciencia sea humana “y que tenga una
referencia directa a la acción y a la sociedad” y prohíbe “el pensamiento
abstracto y las investigaciones profundas” y castiga el incumplimiento de esa
prohibición con “la melancolía pensativa que provocan” y con “la interminable
incertidumbre en que le envuelve a uno” y con “la fría recepción con que se
acogerán tus pretendidos descubrimientos cuando los comuniques” (D. Hume,
1981, pp. 22-23). Podemos suponer que así como Hume ironiza sobre el
carácter plebeyo del rey-filósofo platónico puesto en un mundo no aristocrático
sino burgués, ironiza también contra el ideal de beatitud del sabio que cultiva
una filosofía más próxima a la metafísica y a la teología y que busca bienes
durables transmundanos sin comprender que el entendimiento humano no
puede transgredir su límite burgués (es decir, mundano). “Sé filósofo –le hacía
decir Hume a la naturaleza-, pero en medio de toda tu filosofía continúa siendo
un hombre” (D. Hume, 1981, p. 23).
Más cerca de nuestro tiempo y siguiendo esa misma tradición filosófica liberal,
Richard Rorty (1931-2007) sostuvo, hacia fines de los años ochenta, que “los
seres humanos son nexos de creencias y deseos carentes de centro” (R. Rorty,
1992, p. 46) y que no tiene ningún sentido indagar más allá de lo que ese
fenómeno nos muestra, en la dirección más propia de la investigación
metafísica (la filosofía profunda a la que se refería Hume o la filosofía
sobrenatural y teológica que cuestiona Dewey), para buscar una definición de
la esencia del hombre. Cuando tal cosa sucede, la filosofía cae en la
melancolía a la que se refería Hume. Para evitarlo, Rorty propone retomar la
actitud filosófica planteada por Dewey: puesto que “el desencanto en el ámbito
comunitario y público era el precio que debía ser pagado por la liberación
espiritual, privada e individual” y esto en razón de que “resulta muy difícil
sentirse fascinados por una visión del mundo y ser tolerantes con todas las
demás”. Dicho en otros términos, un saber que no se haga demasiadas
ilusiones respecto de su alcance, un saber desencantado incapaz de producir
sujetos fascinados, es la condición de posibilidad de la tolerancia respecto de
saberes que no son los propios; es decir, los saberes de los que uno no se
apropia como sujeto pero los puede “tolerar” o aceptar en su diferencia. Y
propone también, que “las instituciones sociales pueden ser vistas como
experimentos de cooperación antes que como intentos de concretar un orden
universal y ahistórico” (R. Rorty, 1992, pp. 51, 52 y 53). Es interesante observar
que este modo de pensar el orden social coincide con el que José L. Romero
describe como característico de la mentalidad burguesa: las normas que
regulan el funcionamiento social “no reconocen un origen sagrado” sino que
son “elaboradas en la convivencia y fundamentalmente en el consentimiento,
son históricas y no absolutas” (J.L. Romero, 1987, p. 115). La contracara crítica
–o la consecuencia no deseada- de esta filosofía desencantada la constituye el

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problema del nihilismo enunciado por Friedrich Nietzsche (1844-1900) como
problema fundamental de la época moderna en su momento final.

3.- La formación del sujeto moderno

Uno de los aspectos centrales de la mentalidad burguesa analizada por José


L. Romero está constituido por la desacralización del mundo (J.L. Romero,
1987, pp. 61-72) y podríamos decir que este proceso de desacralización
constituye no sólo una característica de la mentalidad burguesa sino el núcleo
mismo de la modernidad: progresivamente la Razón va ocupando el lugar de la
Fe y la Ciencia el lugar de la Religión (ibídem, p.127). Max Weber (1864-1920)
había utilizado la expresión “desencatamiento del mundo” para referirse a este
proceso de secularización y a este “desencanto” se refería la cita de Rorty que
ubicamos unos renglones más arriba.
Veamos de qué manera se va desarrollando este proceso de secularización
en coincidencia con la formación del sujeto moderno y su crisis hacia fines del
siglo diecinueve y, también, la proyección de esa crisis de la subjetividad
moderna sobre el escenario cultural del siglo veinte, conforme con la
conceptualización que fue haciendo la filosofía posmoderna hacia fines de ese
siglo. Tomaremos como eje de ese proceso de secularización y correlativa
formación del sujeto moderno el relato que hace Descartes en las Meditaciones
metafísicas de su propio itinerario filosófico. Tengamos en cuenta en todo este
recorrido, que el nombre Descartes y su obra está íntimamente ligado al
surgimiento de la modernidad y a la determinación de sus caracteres
principales (J.C. Geneyro, 2007, pp. 247 y 151).
Dios y la filosofía se han relacionado de diversas maneras a lo largo de la
historia occidental a partir, fundamentalmente, del período medieval. San
Agustín (354-430), Escoto Erígena (810-877) y Santo Tomás (1224-1274),
cada uno a su manera, encuentran en Dios el fundamento de su filosofía: la
presencia de una verdad que resiste la errancia escéptica del pensamiento
(Agustín); el principio generador de lo real (la fýsis o natura de Escoto Erígena);
el fundamento infinito -bueno y necesario- de un mundo finito -imperfecto y
contingente- (Tomás). Algo distinto sucede con Descartes (1596-1650) y esa
diferencia marca, precisamente, el cambio de época: el pasaje del mundo
medieval (teocéntrico) al mundo moderno (antropocéntrico). Porque la
modernidad inaugurada por Descartes o, dicho de otra manera, la modernidad
pensada filosóficamente por Descartes en sus claves metafísicas, no encuentra
su fundamento (ni su principio generador ni su certeza inconmovible) en Dios
sino en el cogito (“pienso”, conjugación de primera persona del singular, tiempo
presente, del verbo cogitare).
Recorriendo el camino (“método” significa camino) de la duda, Descartes llega
a un punto en donde el camino se detiene y la duda no puede seguir
avanzando: es posible dudar de todo contenido de pensamiento y reducirlo a
falsedad, pero no es posible dudar de la duda misma (pues si se duda de la
duda, se duda; y si no se duda, también se duda porque es cierto que se duda);
es decir, no se puede dudar de la presencia del pensamiento ante sí mismo
independientemente de todo contenido representacional. José L. Romero lo
dice en estos términos:

¿Qué queda del objeto que sin duda veo si se apaga la luz? El objeto desaparece, pero
la idea que de él me he formado no desaparece. Entonces, detrás de la realidad sensible

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está la idea. Si se considera todo ese mundo de la idea cartesiana, se descubre que se
trata, aproximadamente, de una especie de Dios secularizado (J.L. Romero, 1987, p.
120)

Presente el pensamiento ante sí mismo en el acto instantáneo – es decir,


discontinuo en el tiempo, no duradero- de estar presente el pensamiento ante
sí mismo y mientras dure ese instante (es decir, en el acto de la duda o en la
duda activa, efectivamente actuada, la duda que duda de la duda misma), el
pensamiento encuentra el fundamento. Es decir el punto más allá del cual no
se puede ir y a partir del cual se puede recorrer un camino (método) de regreso
al mundo. Sólo que ese mundo no será ya el mundo de la presencia ingenua o
inmediata de lo real en el pensamiento sino el de la presencia crítica de lo real:
su representación. “Representar” significa, precisamente, volver a presentar:
aquello que se presentaba de modo “natural”, ahora es representado de modo
“racional”; es decir, racionalizado; la modernidad cartesiana racionaliza la
naturaleza, la transforma en objeto producido por el sujeto y esto significa
literalmente la palabra “objeto”: lo puesto ob, es decir frente, al sujeto, que está
puesto sub, es decir debajo.
El relato de esta fundación subjetiva del mundo podemos encontrarlo en las
Meditaciones metafísicas que Descartes publicó en 1641. Fundación subjetiva
del mundo significa aquí que el mundo (moderno) encuentra su fundamento
(subjectum: lo yecto, arrojado, sub, debajo; y que por estar allí tendido debajo,
sostiene a lo demás) en el sujeto (el yo, el ego) que se lo representa, es decir,
en el sujeto de la representación. De modo que confluyen aquí, por un lado, la
vieja noción aristotélica de la ousía (lo más auténticamente real, su núcleo
valioso) entendida como hypokeímenon (palabra griega que podemos traducir
en latín como subjectum y da en castellano “sujeto” y viene a significar más o
menos lo mismo: lo puesto debajo, hypó) con, por otro lado, la disposición del
hombre como agente central y activo de lo real, como protagonista del mundo.
Esta confluencia es posible porque, por un lado, el hypokeímneon griego es el
sujeto de la predicación, aquello de lo que se dice el ente, que, según
Aristóteles, “se dice de muchas maneras” (Aristóteles, 1982, p. 151) y,
entonces, lo fundamenta en cuanto centro referencial, y por otro lado, el sujeto
cartesiano que piensa (cogito significa, precisamente, “pienso”) es el
representante del mundo según su (es decir, la del sujeto) verdad (es decir,
según su realidad pensada): en ambos casos, el sujeto es aquello a partir de lo
cual se dice el ente (es decir, lo real) y se lo determina en su ser.
Lo que queremos indicar con todo esto es que hay una cierta continuidad de
los problemas y de los modos de abordarlos de toda una tradición filosófica que
viene de la lejana Grecia y que llega a la modernidad después de haber pasado
por el mundo medieval y que hay también profundas discontinuidades: el sujeto
moderno es y no es el sujeto de la antigüedad clásica. Lo es, en cuanto
mantiene el significado de fundamento; no lo es, en cuanto ese fundamento no
está ahora fuera del hombre –ni en el sentido de Protágoras que lo ponía en la
comunidad de diálogo, ni en el sentido de Platón que lo ponía en la idea
trasmundana- sino en el hombre mismo, en su evanescente “interioridad”
reflexiva.
De modo que, para que todo este edificio conceptual se sostenga sobre un
fundamento que ahora es puesto en otro lugar, es necesario que el fundamento
encontrado por Descartes (el cogito) pueda tener una relación de
fundamentación con aquello que fundamenta. Dicho de otra manera, es

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necesario que el fundamento pueda salir de sí mismo hacia algo otro; es
necesario superar el solipsismo (solus ipse, sólo sí mismo). A esta tarea se
dedica Descartes en la meditación tercera que lleva por título De Dios; que
existe. He aquí la novedad y la clave del problema que teje la trama de la
modernidad, el de la precariedad de su fundamento: “en el contexto de esta
moral secularizada, histórica, nacida del vínculo y que no conoce más
fundamento que el consentimiento del grupo social, se percibe la debilidad de
su fundamento, sobre todo al ser medida con la solidez del fundamento
religioso” (J.L. Romero, 1987, p.115). Y, sea como fuere que la modernidad
misma se torna problemática en relación con ese fundamento, es decir, en
relación con la subjetividad, según el anclaje que le dábamos más arriba a la
palabra subjectum y que la modernidad es en sí misma un proyecto
pedagógico tensionado por un legado de sentidos múltiples, vale la pena seguir
a Descartes en el relato de ese itinerario que lleva al sujeto que es fundamento
(el antropocentrismo que caracteriza a la modernidad) hacia el mundo humano
y material que pretende fundamentar.
El fundamento encontrado por Descartes consiste precisamente en el
“descubrimiento” reflexivo, la autoconciencia: “sé con certeza que soy una cosa
que piensa” (R. Descartes, 1977, p. 31); en esto consiste el cogito: aquello de
lo que se está cierto porque no se puede dudar de ello. José L. Romero lo dice
en estos términos: “la única cosa cuya existencia me consta soy yo” (1987, p.
86). Y este es, a la vez, el punto fuerte de la modernidad, el descubrimiento o
desocultamiento de la subjetividad individual autoconsciente. Pero,
paradójicamente, este es también el punto débil de la modernidad: la
subjetividad individual autoconsciente y autosuficiente que no logra salir hacia
el exterior para objetivar conscientemente los vínculos que la constituyen, salvo
por el recurso a Dios en su versión secularizada (ibídem, p. 120). Descartes lo
dice en estos términos: “debe concluirse necesariamente que, puesto que
existo, y puesto que hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es,
de Dios), la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia” y, además,
dado que la idea de Dios (cuya existencia quedó probada) implica la idea de
perfección como parte fundamental de su contenido representacional (es decir
de su realidad objetiva) y que, por lo tanto, “posee todas esas altas
perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción,
aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada
que sea señal de imperfección”, se puede concluir que “es evidente que no
puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño
depende de algún defecto” (las citas corresponden a R. Descartes, 1977). Dios
existe y es veraz; esto significa que la razón humana está sostenida por una
Razón mayor, Dios mismo y que esta comprobación es una posibilidad que
está contenida en la razón humana y no necesita de la fe, aunque puede
ayudarse por ella.
Dios entra en la filosofía cartesiana como garante del pensamiento racional
cuyo fundamento es el cogito. El sujeto pensante finito (el hombre) está
sostenido por el sujeto pensante infinito (Dios) y como ese sujeto pensante
infinito no puede ser engañador, la relación entre ambos resulta transparente y
la racionalidad personal del hombre se corresponde con la racionalidad del
mundo. En esto radica la modernidad de Descartes. No se trata ya de que Dios
fundamente la racionalidad (esto podría ser propio de la filosofía medieval) sino
de que garantice las operaciones intelectuales del sujeto pensante. Más

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adelante, la filosofía moderna logrará prescindir de Dios y hará del mundo un
campo de pura experimentación subjetiva. Cuando esto suceda, la idea de Dios
se convertirá en una “hipótesis inútil” -S.-P. Laplace (1749-1827), dixit- o, en los
términos de la filosofía de F. Nietzsche, “Dios habrá muerto” (F. Nietzsche,
1967, p. 114). Sobre esta experiencia de la muerte de Dios hará tema la
filosofía posmoderna, a la que hacemos aquí una referencia sólo incidental, con
el objetivo de señalar el posible final de ese proceso de secularización en
coincidencia con la formación del sujeto moderno y su crisis hacia fines del
siglo diecinueve. Gianni Vattimo, por ejemplo, sostiene que

el desenmascaramiento de la superficialidad del sujeto autoconsciente irá siempre de la


mano del desenmascaramiento de la noción de verdad y de la disolución más amplia del
ser como fundamento; tan es así que la expresión cumplida de la crisis de la subjetividad
en Nietzsche está en el anuncio de “la muerte de Dios” (G. Vattimo, 1992, pp. 122-123)

4.- Legados de la modernidad

Juan Carlos Geneyro afirma que, aquello que nombramos como “modernidad”
puede ser entendido de diferentes maneras, según la perspectiva del campo
disciplinar que se adopte para el análisis (J.C. Geneyro, 2007, p. 247) y
sostiene también que, educación y ciudadanía -la formación del sujeto
ciudadano por medio de la educación, la socialización educativa del ciudadano-
se articulan a lo largo de la modernidad de acuerdo con diferentes legados y,
sobre todo, de acuerdo con las diferentes maneras de asumir esos legados. De
modo que, la articulación entre ciudadanía y educación va adquiriendo sentidos
diversos según esos diferentes legados, a la vez que, esa diversidad de
sentidos que hacen convergencia sobre lo que llamamos “modernidad” se
multiplica en interpretaciones divergentes respecto de esos legados (J.C.
Geneyro, 2007, pp. 247-248 y pp. 253-254). Veamos cuáles son esos legados.
En primer lugar, la revalorización de la vida terrenal. A este tópico están
referidos los diversos argumentos con los que venimos hasta ahora
presentando la modernidad en términos de secularización, desacralización,
desencantamiento del mundo y, en términos generales, formación del sujeto
moderno que va tomando la forma del individuo autoconsciente.
“Individuo” significa literalmente lo que es indivisible y, lo que es indivisible, es
la parte última de un proceso de división (individuo significa en latín lo mismo
que átomo en griego). Desde el punto de vista de la organización social, el
individuo es el resto que queda cuando el orden de las comunidades
medievales se disuelve y el hombre advierte que, por debajo de las
corporaciones que organizan esas comunidades, existen partes más pequeñas;
es decir, el hombre en cuanto individuo que puede vivir junto con otros
hombres a partir de la libre asociación. De allí que la vida en común del hombre
moderno se plantee en términos de sociedad –y, particularmente, de sociedad
civil, de libre asociación, como veremos más adelante- y no de comunidad. No
se trata ya de aquello que los hombres tienen en común y que por eso mismo
los comunica, sino de la posibilidad de asociarse a partir de una disociación
constitutiva. Sea como fuere que se piense el proceso histórico que da lugar a
la formación del individuo, su educación plantea numerosos problemas, toda
vez que lo que caracteriza al individuo es el hecho de no tener relaciones
constitutivas con otros individuos, salvo las que provienen de su libre decisión y
de la guía que puede ofrecerle la razón. El hombre moderno se forma como

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sujeto individual en un mundo organizado por medio de la razón científica; de
modo que, si la clave del mundo medieval estaba dada por el misterio, la
trascendencia y la vida en común que transcurría dentro de las corporaciones,
ahora el mundo abre sus misterios a la racionalidad inmanente de la naturaleza
que es también la del individuo. Esto es lo que Descartes sostiene cuando
relata en tono autobiográfico de qué modo se fue formando su subjetividad:
“tan pronto como la edad me permitió salir de la sujeción de mis preceptores
abandoné el estudio de las letras” y, libre de esa sujeción, se resolvió a “no
buscar más otra ciencia que la que se podía encontrar en mí mismo o en el
gran libro del mundo” (R. Descartes, 1980, p. 141).
Tenemos aquí una contraposición entre la conceptualización organicista de la
vida social y política que fue característica del mundo antiguo y el medieval y la
concepción mecanicista o contractualista que caracteriza al mundo moderno.
En el primer caso, el concepto organicista se basa sobre el principio de que el
todo es más que la suma de las partes; a eso se lo llama una totalidad
orgánica. Correlativo de este concepto es que no se llega a una totalidad
orgánica por la mera adición de las partes y que el sujeto se forma como sujeto
individual según un proceso de individuación que supone algo previo y
diferente del sujeto individualizado, algo de donde el sujeto proviene y de lo
que depende como fuente de sentido, sea esto previo, una tradición histórica y
cultural, el modo de producción en el sentido en que la sociología marxista lo
comprende, las relaciones de poder que articulan toda trama social, las
instituciones que le dan forma a la subjetividad o lo que fuere. En el segundo
caso, el concepto mecanicista se basa sobre el principio de que el todo –la
máquina- no es más que la suma de sus partes componentes –las piezas,
mecanismos y engranajes- y, en su versión más próxima al análisis social y
político, es decir, en el concepto contractualista, sostiene que la totalidad social
no es más que el conjunto de los individuos que la componen. Esta
conceptualización mecanicista o contractualista es la que está en la base de la
mentalidad burguesa descripta por José L. Romero: “el burgués se descubre
protagonista de un proceso social en virtud del cual se evade de la estructura a
la cual pertenece” (J.L. Romero, 1987, p. 92; cfr. también p. 101) en su
diferencia con la conceptualización organicista en donde “el hombre es ante
todo miembro del conjunto social, del cuerpo social, y sólo luego un individuo.
Primero está el todo y después la parte” (ibídem, p. 89; cfr. también pp. 97 y
100). De modo que, el hombre moderno requiere para formarse que la
educación haga de él un individuo consciente de su autonomía.
En segundo lugar, y en correspondencia con la revalorización del mundo
terrenal, Geneyro ubica el legado de la transformación de la naturaleza en
recurso y condición para el bienestar. Se podría decir que, a partir de la
modernidad, el hombre deja de estar en la naturaleza para situarse frente a
ella. Dicho en otros términos, la naturaleza pierde su sentido de fuente o lugar
del nacimiento según el significado literal de la palabra natura con la que los
latinos traducían la palabra griega fýsis, para pasar a ser aquello que el hombre
devenido sujeto tiene frente a sí; es decir, el objeto de su comprensión racional
(la Física como paradigma de la ciencia moderna recoge, en su nombre mismo,
esta transformación de la fýsis objetivada y racionalizada) y, también, de su
afán utilitario por transformar la naturaleza en mercancías (objetos de
intercambio y consumo). En su análisis del proceso de trabajo Marx (1818-
1883) lo decía en estos términos: “el trabajador no puede crear nada sin la

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naturaleza, sin el mundo exterior sensible. Esta es la materia en que su trabajo
se realiza, en la que obra, en la que y con la que produce” (K. Marx, 1968, p.
107). De modo que, el hombre moderno requiere para formarse que la
educación haga de él también un productor de objetos útiles.
A esto mismo hace referencia José L. Romero cuando afirma que “lo propio
de la mentalidad burguesa es percibir la naturaleza como algo que está fuera
del individuo, que es objetiva y que puede ser conocida” y que “en una misma
operación, el individuo se transforma en sujeto cognoscente y la naturaleza en
objeto de conocimiento” (J.L. Romero, 1987, p. 73).
En tercer lugar, el hombre moderno que vive en un mundo secularizado y se
apropia de la naturaleza mediante la ciencia, la técnica y el trabajo que produce
mercancías es también un individuo que vive asociado con otros individuos
dentro de un orden administrado por el Estado: la sociedad civil. Ese hombre
que es un individuo racional y libre y un productor de riqueza es también un
ciudadano y, como tal, es miembro de una comunidad política novedosa que
surge con la modernidad: el Estado nacional.
El surgimiento del Estado está vinculado al desarrollo mismo de la
modernidad. Sea por el lado de la publicación del Príncipe de Maquiavelo
(1469-1527) en 1513, obra en la que el poder político adquiere su legitimidad
de una fuente autónoma, independiente del poder religioso y de la moral, sea
por el lado de Bodin (1530-1596) que publica en 1596 Los seis libros de la
República en donde sostiene que sobre un determinado territorio no puede
haber más que un poder dominante (principio se soberanía), lo cierto es que
las relaciones de poder que constituyen la materia misma de la praxis política
se van dando una forma institucional estable, un status; es decir, se van
conformando como un Estado (M. de Puelles Benítez, 1993, p. 36). En esto, la
modernidad introduce en la historia una conceptualización novedosa respecto
del poder: ahora “el poder se constituye sobre un fundamento profano, en
contradicción con la tradición cristiano feudal, que sólo concebía el poder como
expresión de un mandato de Dios” (J.L. Romero, 1987, p. 101).
Sin embargo, cuando Hobbes (1588-1679) le da forma expresiva al
surgimiento del Estado con su conocida imagen del Leviatán parece haber más
una continuidad que una ruptura entre aquel fundamento divino y el nuevo
fundamento profano, entre Dios y el Estado. En el estado de naturaleza, los
hombres viven en permanente conflicto, puesto que cada uno dispone de una
libertad absoluta para usar su propio poder y preservar su vida. Y, como todos
los hombres proceden de igual manera, todos intentan igualmente apropiarse
de los recursos que la naturaleza les brinda. Entonces, para evitar que el
conflicto generalizado termine con la vida misma que se intenta proteger por
estos medios –es decir, por medio de la apropiación individual de las fuentes
de la vida, o sea, de los recursos naturales- los hombres pactan transferir su
voluntad individual a una voluntad colectiva que los represente a todos: el
Leviatán, “aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios Inmortal, nuestra
paz y nuestra defensa” (T. Hobbes, 1980, p. 141). En el mundo secularizado de
la modernidad, el Estado viene a constituir la clave de un orden que en el
mundo medieval garantizaba Dios. Poco tiempo después, Locke (1632-1704)
presentará una versión diferente del Estado en su relación con la sociedad civil,
en la que el estado de naturaleza no implica ese grado extremo de
conflictividad social descripto por Hobbes sino más bien cierta situación de
armonía puesto que “el estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo

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rige [y] que obliga a cada uno” y, también, que esa ley natural es equivalente a
la razón y enseña a “todos los hombres que quieran consultarla que, siendo
todos iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en su vida, salud,
libertad o posesiones” (J. Locke, 2010, § 6, pp. 19-20). Tenemos aquí las dos
versiones del Estado que surgen junto con la modernidad. Por un lado, la de
Hobbes, en la que el Estado se institucionaliza como un poder absoluto; por el
otro, la de Locke, en la que el Estado tiene como contrapeso las libertades
individuales que el Estado debe proteger (cfr. M. de Puelles Benítez, 1993, p.
41).
Si, como decíamos más arriba, el hombre moderno vive en un mundo
secularizado, en el que se constituye como sujeto individual que libremente
pacta con otros individuos formas de asociación que le permiten salir del
estado de naturaleza para integrar una sociedad civil cuya garantía de
estabilidad la ofrece el Estado, entonces, se podrá advertir que es propio de la
modernidad el circunscribir el fenómeno de lo político a lo que Norberto Bobbio
describe como “la gran dicotomía sociedad civil/Estado” (cfr. N. Bobbio, 1989,
cap. II “La sociedad civil”). Que la sociedad civil y el Estado constituyan una
dicotomía significa que ambos términos se implican mutuamente y de modo
recíproco: lo que pertenece a uno de los términos no pertenece al otro, que
necesariamente se pertenece a uno u otro de los ámbitos designados por esos
términos y que el significado de uno de los términos es complementario del
significado del otro. Esta reciprocidad hace que, por un lado, el Estado como
“sociedad de los ciudadanos” no se puede sostener en el contexto de una
sociedad civil fragmentada por la desigualdad y el conflicto de intereses,
situación en la que queda fuertemente cuestionada la posibilidad misma del
Estado como representación de un colectivo que no logra ser tal en virtud de su
falta de cohesión, y que, por el otro, tampoco sea posible pensar una sociedad
civil que, libre de las obligaciones impuestas por el Estado en cuanto centro de
convergencia del poder, posea per se la sinergia que le permita constituirse
como tal sociedad con un grado mínimo de cohesión interna. De modo que, el
hombre moderno requiere para formarse que la educación haga de él también
un ciudadano; es decir el sujeto de una sociedad civil administrada por un
Estado.
En cuarto lugar, el hombre moderno deja atrás su vida natural porque habita
en un mundo secularizado en el que la naturaleza es progresivamente
racionalizada. Se trata del pasaje de la cultura a la civilización. El conocimiento
emancipa al hombre de sus anclajes naturales y el hombre es libre en la
medida en que puede guiar su voluntad por medio de la razón. El conocimiento
como factor de emancipación individual y social es planteado con toda claridad
por el movimiento de la ilustración. En un texto publicado en 1784 Kant (1724-
1804) define la ilustración como “la liberación del hombre de su culpable
incapacidad” y caracteriza esa incapacidad como “la imposibilidad de servirse
de su inteligencia sin la guía de otro” (E. Kant, 1941, p. 25). El modelo
republicano liberal de construcción de ciudadanía se planteará como problema
el de la posibilidad y características del gobierno de hombres libres y
encontrará en el ciudadano ilustrado por la educación el sujeto que lo haga
posible. Es decir, el hombre que logra sujetar su voluntad a la guía que es
capaz de ofrecerle la razón. La razón ilustrada es a la vez la capacidad de
servirse de la propia inteligencia sin la guía de otro, como quería Kant, y es
también el conjunto de razones concretas que nos llevan a preferir una cosa u

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otra como objeto de nuestra voluntad y, en este sentido, hacen gobernable
nuestra conducta y permiten controlarla. Entonces, la formación educativa de
un ciudadano ilustrado resulta ser un proceso tensionado por la posibilidad
ambigua de que esa ilustración se convierta en “un poderoso instrumento de
control social” o bien se constituya en un “factor de emancipación y cambio
sociales” (M. de Puelles Benítez, 1993, p. 45).
Desde otro punto de vista, esa misma tensión se puede expresar como
conflicto entre la razón y el deseo. Geneyro hace una alusión a Nietzsche (J.C.
Geneyro, 2007, p. 252) que está en la base del análisis que hace Vattimo de la
crisis de la subjetividad moderna: “en la medida en que se absolutiza o aísla de
sus raíces dionisíacas –míticas, irracionales, vitales- fijándose el objetivo de
una Aufklärung [ilustración] completa, la racionalidad apolínea pierde toda
vitalidad y se vuelve decadente” (G. Vattimo, 1992, p. 121). El hombre moderno
se forma como sujeto autónomo en la medida en que logra superar su
naturaleza instintiva y su estado de naturaleza –en el sentido que le dan las
teorías políticas contractualistas a este tópico- por medio de la razón. Esto le
permite al hombre devenir sujeto civilizado en un doble sentido: como hombre
que ha dejado atrás la barbarie y como hombre que adopta la pauta cultural del
mundo burgués (tengamos en cuenta el parentesco terminológico que existe
entre “civilizado” y “burgués”, entre cive y burgo). José L. Romero lo dice en
estos términos: “la sociedad y las formas de vida urbana requieren de todo un
sistema de normas que no tienen fundamento eterno, inmutable y divino, sino
que salen de la convivencia” y concluye en que “todo eso significa la creación
de una moral nueva, constituida simultáneamente con la sociedad burguesa,
que se codifica con un nombre revelador: la urbanidad” (J.L. Romero, 1987, p.
114).
Sin embargo, como decíamos, se trata de un proceso de formación de la
subjetividad que está inevitablemente tensionado por una ambigüedad
constitutiva: la del hombre que es a la vez naturaleza viviente y racionalidad
política. Esta ambigüedad constitutiva es la que le presenta a Rousseau la
disyuntiva de formar al hombre o al ciudadano “no pudiendo ser uno mismo una
cosa y otra” (J.J. Rousseau, 2009, p. 3) y es también la que se plantea hoy
como el problema central de los estudios biopolíticos y tiene una formulación
clásica en la obra de Michael Foucault: “durante milenios, el hombre siguió
siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una
existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está en
entredicho su vida de ser viviente” (M. Foucault, 2008, p. 135; para una
presentación más general de estos temas biopolíticos ligados con la educación
y en una versión más afirmativa que la de Foucault puede verse también C.A.
Casali, 2011).
El hombre moderno requiere para formarse que la educación haga de él no
sólo un ciudadano obediente de la ley sino también un hombre capaz de liberar
su voluntad por medio de la imaginación creativa.
En quinto lugar, la formación educativa de individuos que son ciudadanos y
viven en un mundo secularizado, resulta posible sobre la base de los sistemas
educativos nacionales, cuya organización y expansión se va desarrollando
junto con el proceso de consolidación de los Estados nacionales modernos a
partir de la Revolución Francesa (1789). Que la educación forme individuos y
ciudadanos dentro de las condiciones y posibilidades que brinda un sistema
significa que esos individuos pertenecen a clases sociales diferenciadas y que

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la ciudadanía igualitaria está tensionada por esa diferenciación social. Dicho en
otros términos, que los sistemas educativos nacionales tienen una doble
organización estructural que supone, por un lado, una correlación de niveles
que se corresponde con clases sociales (el nivel primario, con los sectores
populares; el nivel medio, con los sectores medios; el nivel superior, con los
sectores medios y altos) y, por otro lado, con la distribución del poder dentro
del territorio administrado por el Estado (es decir, la Nación) según formas más
o menos centralizadas o descentralizadas. Los sistemas educativos nacionales
están tensionados, entonces, por los ideales igualitarios que vienen de la
Ilustración y de la Revolución Francesa y las concretas desigualdades entre
individuos que pertenecen a clases sociales diferenciadas y habitan en un
territorio también diferenciado, en un mundo cuyo sistema productivo está
organizado por el capitalismo. Se trata de la tensión generada en torno de las
oportunidades (iguales para todos dentro de una república democrática) y las
posibilidades (desiguales dentro de un sistema capitalista). En su análisis
crítico de la filosofía política de Hegel y refiriéndose particularmente a la
Revolución Francesa, Marx había sostenido que “mediante un progreso de la
historia, las clases políticas han sido transformadas en clases sociales, de
modo que los diferentes miembros del pueblo –así como los cristianos son
iguales en el cielo y desiguales en la tierra-, son iguales en el cielo de su
mundo político y desiguales en la existencia terrestre de la sociedad” (C. Marx,
1970, p. 100). En este sentido, se podría decir que el proceso histórico de la
democracia consiste en el incesante ajuste entre sus posibilidades formales (la
democracia formal) y sus concreciones materiales (la democracia real)
conforme con el principio de la igualdad.
De modo que, el hombre moderno requiere para formarse que la educación
haga de él no sólo un hombre y un ciudadano, sino que también lo forme en
cuanto sujeto socialmente determinado, que tiene una ubicación más o menos
determinada dentro de la estructura social de acuerdo con la idea de que la
educación, a través del maestro se constituye como “un actor protagónico en el
proceso de socialización de las nuevas generaciones y la escuela un ámbito
privilegiado para el desarrollo de dicho proceso” (J.C. Geneyro, 2007, p. 253).
De aquí surgen las tensiones que articulan a los sistemas educativos
nacionales en torno del principio de justicia: ¿qué forma de la justicia es
mejor?¿La que brinda educación homogénea e igualitaria para todos de
acuerdo con el principio abstracto de la justicia distributiva o la que brinda
educación diferenciada de acuerdo con el principio más concreto de la justicia
pensada como equidad –justicia compensativa- a hombres que son actores
socialmente diferenciados?

5.- La modernidad como proyecto pedagógico

El abordaje problematizador de la modernidad que vinimos realizando a lo


largo de esta primera unidad del programa plantea una serie de tensiones que
son inherentes a la modernidad misma como proyecto histórico. Esas tensiones
están presentes en los orígenes del proyecto y se manifiestan, por ejemplo,
como tensión entre la radical voluntad de cambio –a eso llamamos “moderno”
en un sentido amplio- y las supervivencias del pasado: se trata de las herencias
medievales que la modernidad intenta dejar atrás, de las supervivencias
teológicas de las que intenta escapar sin demasiado éxito la filosofía moderna.

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Y están presentes, también, a lo largo de todo su recorrido y nos plantean
algunos interrogantes respecto de nuestro presente: ¿qué cosas de la
modernidad deberíamos dejar atrás y qué cosas deberíamos retomar e
impulsar hacia delante? Sea como fuere, lo cierto es que la modernidad articula
su proyecto histórico alrededor del problema del sujeto, de la problemática
formación del sujeto que es, a la vez, uno y múltiple: individuo autónomo;
trabajador y productor de riqueza; ciudadano de una pólis determinada y/o,
también, ciudadano cosmopolita; poseedor de una racionalidad ilustrada que lo
somete a la ley y, a la vez, de una voluntad emancipada que cuestiona su
legitimidad; parte de una clase social dentro de un sistema social concreto y, a
la vez, miembro de una república que se amplía mediante el reconocimiento de
derechos. Y, sea como fuere, que la subjetivad como problema filosófico
consiste precisamente en esa relación tensa y tal vez imposible, entre lo uno
del sujeto y lo múltiple de sus manifestaciones y posibilidades, la modernidad
parece ser en sí misma un proyecto pedagógico que cuestiona –y erosiona- los
supuestos sobre los que se apoya: “vivir, en general, quiere decir estar en
peligro” (Nietzsche dixit, en J.C. Geneyro, 2007, p. 265).

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