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Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que dividiéndose

se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del


Espíritu santo (Hech 2, 3-4).
La Biblia describe a Dios como un “fuego consumidor” (Hebreos
12:29), así que no es sorpresa que el fuego aparezca a menudo
como un símbolo de la presencia de Dios. Los ejemplos incluyen la
zarza ardiente (Éxodo 3:2), la gloria Shekinah (Éxodo 14:19;
Números 9:15), y la visión de Ezequiel (Ezequiel 1:4). El fuego ha
sido muchas veces un instrumento del juicio de Dios (Números
11:1, 3; 2 Reyes 1:10, 12) y una señal de Su poder (Jueces 13:20; 1
Reyes 18:38).
Por razones obvias, el fuego fue un elemento importante para los
sacrificios del Antiguo Testamento. El fuego en el altar de las
ofrendas fue un regalo divino, habiendo sido encendido
originalmente por Dios Mismo (Levítico 9:24). Dios encargó a los
sacerdotes que mantuvieran Su fuego encendido continuamente
(Levítico 6:13) y les aclaró que el fuego de cualquier otra
procedencia era inaceptable (Levítico 10:1-2).
El fuego despliega una triple acción de — iluminación —
calor — purificación. Pero el fuego tiende a
propagarse. Está hecho para extenderse. No puede
mantenerse en los propios límites. «He venido a
traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que
ya estuviera encendido!» {Le 12, 49).
Hay necesidad, por eso, de alguien dispuesto a
dejarse... incendiar. Alguien que no tenga miedo de
quemarse. Que no se mantenga a una distancia de
seguridad. Por favor, no confundas tu perezosa
tibieza con el fuego devorador del Espíritu. Acércate
a este fuego. Agrega tu pequeña llama a este inmenso incendio.
Conquista su incandescencia. Soporta su altísima temperatura. No
arrojes encima las cenizas de tu prudencia para mantenerlo a
raya… pareciera que el mal es debido a la circunstancia de que el
corazón se encuentra protegido contra el incendio del Espíritu por
las cenizas del miedo, del cálculo, de la «razonabilidad», de la
timidez. Hay corazones que se defienden del fuego, lo
circunscriben, lo atenúan, intentan limitar los daños del mismo,
en vez de lanzarse dentro de la llama. Sobre todo, debes de estar
disponible a la dolorosa acción purificadora del Espíritu. El fuego,
para transformar, debe purificar la materia de todas las
impurezas, de la escoria, de las manchas. No hay conversión sin
mutación y cambio, y no hay cambio sin purificación, y no hay
purificación sin dolor. No hay transfiguración si no dejamos la
acción del Espiritu Santo en nosotros. Debes confiarte al fuego si
quieres que tu vida adquiera transparencia. «Todos han de ser
salados con fuego» (Me 9, 49). ¿Estás dispuesto, pues, a no
defenderte del fuego? ¿Aceptas en tu vida este incendio de Dios?
Piensa que en este negocio poseer el Espíritu significa... manejar
el fuego. Significa hacerse personas que no son nunca inocuas,
delante de las que no se puede uno mantener indiferente.
Personas que dejan huella, que marcan. La familiaridad con el
fuego se expresa por medio de una fe contagiosa. Debes ser luz,
sal (la sal quema, lleva fuego dentro), levadura. Tu misión no es la
de dar seguridad, sino provocar.
Provoca cambios, provoca risas, provoca paz, provoca a tu
entorno, para no quedarnos en la comodidad de la espera a que
pase algo, hagamos que pase algo! Incendiate del espíritu Santo
para incendiar a este mundo que se esta congelando.

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